769

Cayetano Brulé se inserta en esta - Lengua Castellana y ... · arqueológicas de la rica cultura atacameña? La presencia de una ... encierra una fascinante similitud con la costa

Embed Size (px)

Citation preview

Cayetano Brulé se inserta en estanovela en un paisaje ajeno a losespacios cosmopolitas de susaventuras anteriores. El entorno esahora San Pedro de Atacama,donde un cooperante germano,Willi Balsen, es asesinado encircunstancias no esclarecidas. ¿Quéhay detrás del crimen: tráfico dedrogas, comercio ilegal de piezasarqueológicas de la rica culturaatacameña? La presencia de unamultinacional entregada a oscurasmaniobras en el desierto, más lamisteriosa muerte en un accidentede aviación de un diputado de la

región, agregan elementos desuspenso a una apasionante intrigacuyas incógnitas sólo seránresueltas en las líneas finales de lahistoria.

Roberto Ampuero

El alemán deAtacama

Cayetano Brulé - 3

ePub r1.0Titivillus 07.09.15

Título original: El alemán de AtacamaRoberto Ampuero, 1996

Editor digital: TitivillusePub base r1.2

Para Ximena Lucrecia eIgnacio Roberto

No más, sino que Dios teguarde, y a mí me dé

paciencia para llevar bien elmal que han de decir de mí

más de cuatro sutiles yalmidonados. Vale.

MIGUEL DE CERVANTESSAAVEDRA

LAS TACAS, DOMINGO 5 DE ABRIL,11.17 HRS.

Jamás has sentido miedo, honorablediputado Mariano Patiño.

Jamás.Hasta este preciso y maldito

instante.Instante en que, con un

estremecimiento sobrecogedor, teenteras a través del diario dominical queel alemán ha muerto.

El alemán, mascullas sin creerlo, el

alemán. Un titular y cinco párrafos a unacolumna, fechados en San Pedro deAtacama, anuncian su muerte de modolacónico y elocuente: fue hallado, latarde del sábado, en su propiodormitorio, con dos tiros en el cuerpo.Alguien huye con un suculento botín enefectivo.

La angustia te arranca un resoplidoprofundo y doloroso, como si sepropusiera despojarte del aliento. Tearrellanas en la poltrona de tu penthouseen el balneario de Las Tacas y vuelves aleer la noticia con la esperanza de que tehayas equivocado. No. Has leídocorrectamente. Ahora no solo sabes quese trata de Willi Balsen, el alemán del

oasis, sino que además comprendes quea partir de este instante es tu propia vidala que corre peligro.

Ellos lo liquidaron, no te cabe duda.La sangre se agolpa en tu rostro defacciones aguzadas y te agita el alma.Tendrás que actuar, hacer algo, algourgente.

Trémulas, sudorosas, tus manospliegan El Mercurio mientras meditasque tendrás que denunciar todo aquelloante la prensa. Aunque signifique arrojarpor la borda tu propia carrera. Sí, estamisma tarde volarás en el Cessna paraconvocar mañana lunes a primera hora alos periodistas. Después de la muertedel alemán, todo pierde sentido, incluso

este fin de semana con tu secretaria.Dejas caer el diario al piso y diriges

tus ojos hacia la pequeña ensenada que aesa hora acaricia con sus palmas frías ygrises el Pacífico y caminas al bar, tesirves una doble medida de Henessy,que bebes con premura, e ingresasdespués sigilosamente al cuarto enpenumbras —los postigos permanecencerrados— donde duerme SolangeFarías. Te han traicionado, piensasmientras un escozor reconfortanterecorre tus entrañas, te han traicionado yahora, al igual que en la guerra o en lapolítica, el ataque ha de probar queencarna la mejor defensa. Te inclinas ybesas con un gesto paternal los párpados

de la mujer.—¿Adónde va? —te pregunta ella

somnolienta, el pelo largo y negrodesparramado sobre el rostro de narizaguileña, un muslo terso y apetitoso queasoma por entre las sábanas, su par denalgas abultando magníficamente lasfrazadas.

—A nadar —susurras y abandonaslas penumbras envuelto en el silencio ysales a la terraza, donde te desperezas yobservas tu reflejo difuso en losventanales. Te ves delgado y fibroso,con algo de podenco. El miedo aún noha esculpido su impronta en tu rostro deojos claros, tu nariz recta, de corte casigriego, y tus labios finos, un rostro que,

entre las mujeres, constituye tu mejorargumento. Barres lentamente con lamirada los vestigios de una noche deamor: trozos fríos de pizza marinera,dos copas con margaritas a mediovaciar, la falda de algodón, mágicamentetransmutada en un aro esponjoso en elreluciente piso de mármol italiano. Y enese instante, con la fugacidad sorpresivade un relámpago, acude a tu mente laimagen de Solange, la que, con los senosal aire y las palmas firmementeapoyadas en tu pecho, galopadesenfrenada sobre tus caderas ysiembra de agudos gemidos la bóvedade la noche marina. Yaces de espalda,inmóvil, intimidado por la palpitante

vitalidad de aquella mujer, incapaz deaplacar su avance arrollador,vislumbrando su boca entreabierta porla que asoma una lengua serpenteanteque humedece sus labios carnosos, unoslabios que esa noche no dejan desuplicar que aquel toque a degüello nocese jamás.

El graznido escandaloso de unagaviota te devuelve abruptamente a estamaldita mañana de domingo. Solange seesfuma espantada por el miedo. Tendrásque hablar mañana con la prensa.Dispones de escasas horas paradeterminar lo que manifestarás ante elpartido y la opinión pública. No teengañas, sabes muy bien que es ilusorio

esperar apoyo de algún colega. Yaincluso puedes imaginar a varios deellos pronunciando discursos moralistascon tal de apoderarse de tu sillónparlamentario.

Sales del departamento, desciendespor las escaleras y cruzas al trote entrelas palmas y los edificios de color ocrey teja española del balneario, diciéndoteque debes actuar con sensatez. No haynadie en toda la playa. Estás conscientede que te hallas inmerso en una soledadpasmosa. Alcanzas la orilla, dondemurmura pausado el oleaje, aspiras sufragancia de salitre como dispuesto ainhalar todo el aire que infla aquel cieloalto, limpio y translúcido, y arrojas a la

arena la toalla que cubre tus hombros.Después te internas temblando en lasaguas y tu cuerpo flotaacompasadamente a merced de las olas,ajeno por completo a las comisionesparlamentarias, el humo de cigarrillos ylas entrevistas impertinentes. Flotar enla inmensidad del Pacífico y saber queSolange Farías se halla muy cerca tuyoes algo que te ayuda, por cierto, arecobrar la calma en forma gradual.

Te dices que Solange podría pasarpor tu hija. En rigor, desconoces elmotivo por el cual piensas ahora en eso.Impulsado por los celos, lo has pensadotal vez muchas veces, demasiadas vecesen este último tiempo. Ella tiene treinta

años y un carácter alegre y sensual, quesu prolongada estada en Medellíncondimentó con toda suerte deingredientes tropicales. La necesitas.Ahora como nunca. Más de alguna vezhas creído que de haberla conocidoantes, no habrías trepidado en separartede Olaya. Pero a estas alturas de la vidaya no estás para dejarte seducir porarrebatos románticos, ni para creer en elamor, sino solo en la conveniencia deexhibir un hogar bien constituido queconsolide tu carrera.

Te vuelves y contemplas la costa.Divisas las terrazas con sus postigoscerrados, el tapiz verde de las docascircundando el restaurante El

Chiringuito, la ligera inclinación de laspalmeras y, por sobre todos ellos, loscerros áridos de atmósfera prístina,tímido preludio del desierto deAtacama. Se te antoja que ese litoralencierra una fascinante similitud con lacosta norte de África.

Conoces el mundo árabe. Parte de laproducción de tu empresa conserveratiene como destino ese mercado. Y sibien no resulta sencillo adaptarse a lamentalidad musulmana, los negocios alláprosperan y los pagos, aunqueimpuntuales, llegan. Tus vínculos con laregión comenzaron cinco años atrás, ainstancias de tu propia mujer, con undiscreto cargamento de limones secos y

fruta confitada a Egipto. En casa ha sidoOlaya, la hija mayor de libaneses, degrandes ojos negros, cejas finas y pielmorena, la persona de las ideasgeniales. Ahora —siempre y cuandologres salir con vida de todo esto,piensas con un nuevo estremecimiento—te propones expandir las operacioneshacia el Caribe, particularmente haciaCuba, la isla que se ha convertido desimple oruga en una bellísima mariposacomercial.

Extiendes los brazos y entornas losojos escuchando el embate del aguacontra tus oídos, y piensas en tu mujer,la que a esa hora, en la capital, y a pesarde ser domingo, estará trabajando

presumiblemente en el instituto deinvestigaciones políticas que dirige.

Olaya sueña con convertirse algúndía en diputada. Titulada en LaSorbonne y doctorada en Washington,exhibe una trayectoria que es la envidiade sus colegas. El presidente acaba deproponerle que asuma una embajada enEuropa oriental, pero ella la rechazóaduciendo que le interesa permanecer enChile junto a sus dos hijos universitariosy a su marido.

—¿Estás loco? —exclamó ella alcomentarte la oferta—. Sé muy bienquiénes sueñan con que me sumerja en lamonotonía y el atraso de los antiguospaíses comunistas. ¡A mí nada se me

escapa!Y tiene razón. En sus ojos, esos ojos

bellos y escrutadores que parecendevorar ansiosamente todo cuanto vendetrás de sus Gianni Versace, lees adiario que está al tanto de tu infidelidady de que la tolera solo por su afándesmedido de llegar a ser elegidadiputada de la República. Ella sabe quees preferible permanecer en el paíscultivando una imagen diáfana, distantedel tráfico de influencias propio de lapolítica tradicional, ajena a una eventualseparación, tan celosamente criticadapor la Iglesia católica. Y tú sabes queOlaya logrará su objetivo. Cuenta con laambición, la capacidad y los recursos

necesarios para ello.Das un par de brazadas y reconoces

que como parlamentario te superaría. Túeres un hombre marcado a fuego porrepresentar a una zona a la que noperteneces. Eres oriundo de Santiago ydel norte solo dominas lo que aprendisteen el liceo, las giras distritales y losacuciosos informes de Solange, y noobstante representas en la Cámara baja ala región minera. Solo ocupas ese sillón,lo sabes bien, gracias a que en losúltimos comicios internos del partido tevaliste de componendas, patrañas yenjuagues para derrotar al candidatonortino.

El frío te obliga ahora a nadar de

regreso. Emerges entumecido del agua yte envuelve el tímido sol invernal,corres sobre la arena, recogesapresurado la toalla y comienzas afrotarte con avidez, como si lavehemencia de tus movimientos fuesecapaz, por sí misma, de ratificar tudecisión.

—Los joderé —dices mientras tecastañetean los dientes—. Mañanamismo, a primera hora, denunciaré todo.

No lograste hacerlo.Tu Cessna 180, el mismo que

acababas de adquirir a un millonariocolombiano afincado en Boca Ratón,Florida, no alcanzó jamás su destino. Seprecipitó a tierra una hora después de

que despegara del aeródromo de LasTacas.

Te enterraron dos días más tarde enla capital. Con los honores propios deun diputado de la República.

VALPARAÍSO, MIÉRCOLES 6 DE MAYO,11.35 HRS.

¡Y ahora Castro está vendiendo laspropiedades gringas a los gallegos!¡Harto esperaron para vengarse de laderrota del 98! —comentó CayetanoBrulé colocando el periódico sobre laruma de documentos que se alzaba en elescritorio de su pequeño despacho yluego se atusó los extremos de susbigotes a lo Pancho Villa.

—Parece que los cubanos, en lugar

de Big Macs, Coca-Cola y DisneyWorld, van a terminar en una plaza detoros comiendo churros, butifarras ycallos a la madrileña, jefazo —repusoSuzuki.

—¡Y eso es en el mejor de loscasos, mi hermano, que de seguir lascosas como van, nos quedaremos con laarena y sin ni siquiera terneros! No, no,Castro no tiene perdón, caballeros.Convirtió a mi isla en un túnel deltiempo y ahora estamos en plenareconquista. Reconquista. ¿Qué medices, Suzukito?

El auxiliar del detective dejó derecortar los periódicos que recolectabapor las tardes en las peluquerías del

puerto y esbozó una amplia sonrisareprobatoria de dientes pequeños yparejos. Sus ojos, unos ojillos asiáticos,se redujeron a dos rayitas horizontales.

—¿Y qué más quiere que diga, si lapolítica no es mi fuerte? —preguntósonriendo.

—Pues, cualquier cosa, mi hermano,porque lo importante es que opines. ¿Otambién vas a adoptar la popularcostumbre nacional de callar para noenemistarse con nadie?

—Para serle franco, jefazo, estabapensando en algo más o menos turbador.

—Te escucho.Suzuki abandonó el escritorio que

compartía con su jefe y se paseó, serio,

como león enjaulado por la oficina. Estaocupaba un ángulo en el entretecho de unantiguo edificio céntrico de Valparaíso,el Turri. A través de la ventana sincortinas podía contemplar losamenazantes nubarrones oscuros quearreaba el viento sur sobre el Pacífico.El mar refulgía como una taza de plomo.Supo que se avecinaba la primeratormenta del año. Preguntó compungido:

—¿No será que usted se estápreparando para retornardefinitivamente a Cuba, jefazo, ahoraque eso tiende a normalizarse? A lomejor, de pronto nos abandona de un díapara otro. Piense no solo en mí, sinotambién en doña Margarita de las

Flores. ¿Se la va a llevar para LaHabana?

Cayetano acomodó en silencio susanteojos de gruesas dioptrías sobre elcaballete de su nariz, se acarició porunos instantes la calvita y luego, conaire filosófico, dijo:

—Para serte franco, Suzukito, esprobable que algún día vuelva alcaimancito verde. La patria es la patria,mi hermanito, y a veces, sobre todo enlos días de frío y cuando me cuestaentrarle al alma chilena, coño, que laextraño.

—¿Y ahora me va a confesar que misalario de hambre durante años en suagencia de investigación se debe a que

usted se lo ha pasado ahorrando paracomprar casa en el Caribe?

—Tampoco me malinterpretes —aclaró el detective y se puso de pie paracortar el fuego de la cafeterita dealuminio que hervía sobre la cocinillainstalada a sus espaldas, junto a laventana—. No es la perspectiva decomprar casa en La Habana la que meexcita, sino la remota posibilidad derecuperar la del viejo.

—¿Tenían casa propia sus viejos?—los ojos de Suzuki se agrandaron.

—En Luyanó. Era pequeña, mihermano, con un portal que el solvisitaba por las mañanas. Allí solíansentarse mis padres, que Dios ha de

tener en su santa gloria, a esperar lascaricias del fresco.

—¿Se está metiendo a poeta ahora?Tenga mucho cuidado —advirtió Suzukifingiendo seriedad—, que en este paíshay mucho poeta y guitarrista.

—Lo que abunda no daña, ¡coño! —retiró abruptamente el dedo de la tapade la cafeterita humeante. Se habíavuelto a quemar. Se quemaba a diario.

—Pero en lo que se refiere al calor—se chupó la punta del dedo—, tú notienes idea, mi hermano, lo que vale unportalito en la canícula tropical. Es puromamey.

Llenó dos tacitas con un café prietoy extremadamente dulce, a la usanza

cubana, y las colocó sobre el escritorio.Volvieron a sentarse.

—Veo que con el comunismo a loscubanos les sucede lo mismo que a loschilenos con los terremotos, jefazo. Allátodos tenían mansión y fincas hasta quellegó Castro y se las expropió; aquítodos tenían finísima vajilla europeahasta que se las hizo añicos el últimoterremoto.

—O fundos que se los expropió lareforma agraria de Allende.

Sorbió con deleite aquel café.Nacido en La Habana medio siglo atrás,había arribado al puerto hacía más deveinte años, en medio de laefervescencia causada por el gobierno

de Salvador Allende, siguiendo a unachilena aristócrata y socialista de la quese había enamorado en Florida. Ahoraera un hombre algo excedido de peso,que postulaba a la calvicie, usabagruesos anteojos de marco negro y untupido bigotazo negro también. De sumujer de entonces no le quedaba nadamás que un recuerdo ingrato y el eco deuna voz aguardentosa de tono perentorio.

—Mira lo que te voy a decir —anunció irguiendo un índice, pero guardósilencio al constatar que en ese precisoinstante alguien se asomaba en el umbralde la puerta.

Se trataba de una pelirroja alta, demelenita cortada a lo puercoespín y ojos

azules, envuelta en un impermeable grisque, si bien holgado y largo, nodisimulaba sus formas generosas. Dabala impresión de estar un tantodesconcertada por aquella minúsculaagencia extraviada en el húmedo y fríoentretecho del edificio Turri.

—¿El detective Cayetano Brulé?

VALPARAÍSO, MIÉRCOLES 6 DE MAYO,11.45 HRS.

—Cayetano Brulé soy yo, paraservirle, señorita. Adelante —repusoengolando la voz y se aproximó a lamujer para estrecharle la mano, unamano grande, larga y fría—. Asiento,por favor. El señor es Bernardo Suzuki,mi asistente.

—Encantada —repuso con unasonrisa a flor de labios mientras sepreguntaba si no era chino aquel hombre

pequeño y afable, que ahora apartabalos recortes de diarios del escritorio conel fin de hacerle espacio y le brindabasu silla—. Me llamo Cornelia Kratz.

Se sentó y cruzó las piernas, unaspiernas gruesas y de color impreciso porefecto de las medias oscuras quellevaba, unas piernas que surgieron bajola falda, por entre los pliegues delimpermeable. De su hombro colgaban unbolsón de cuero y una cámara, y sus piesse hallaban enfundados en unos bototosde gruesas suelas de goma. Aunque noera una mujer bella y su piel lucía algoreseca y ajada, su estatura, su melenitaencendida y sus ojos azules incrustadosen medio de un rostro libre de

maquillaje le conferían un atractivopeculiar, como de académica europeaperteneciente a la generación del 68.

La voz de Cayetano rompió elsilencio profundo que comenzaba ainstalarse en la oficina.

—¿Un café?—No es mala idea.El detective la escrutó de arriba

abajo mientras Suzuki le alcanzaba unatacita junto con el azucarero. Despuésabandonó discretamente la oficina,dejándolos a solas, nuevamente sumidosen el silencio, sentados frente a frente, élacodado sobre el caos de su escritorio,ella revolviendo el café mientrasinspeccionaba la salita.

Vio un antiguo ropero convertido enarchivador, del cual estaban a punto dedesplomarse expedientes, una gabardinabeige colgaba detrás de la puerta, unaampolleta pendiendo desnuda del cieloraso y, detrás del bigotudo, un diplomade detective que años atrás le habíaconferido a Cayetano un instituto deMiami de estudios por correspondencia.Sobre el escritorio, una antigua Olivettioxidada y un teléfono negro de discodescollaban como punta de un icebergpor sobre el mar de papeles.

—Usted dirá —dijo Cayetanocuando estimó que ella finalizaba superiplo visual—. Soy todo oídos.

—Y yo alemana, corresponsal en

Buenos Aires del FrankfurterAllgemeine Zeitung, el principal diariode mi país —anunció dándose aires decierta importancia en un español que aldetective le resultó perfecto—. Y vengoa solicitar sus servicios profesionales.

—Veamos ante todo de qué se trata.—Escogió un tono parsimonioso,fingiendo escaso interés, aunque desdehacía semanas nadie acudía a solicitarsus servicios—. Cuénteme y veré si mitiempo me permite hacerme cargo deello.

—Ojalá pueda.Él se reclinó en su sillón

acariciando tanto las puntas de su bigotecomo la idea de cobrar suculentos

honorarios a un periódico de famamundial.

—Reconfórtese primero con el caféy luego explíqueme.

Ella lo saboreó y repuso con miradaaprobadora:

—Sabe excelente, como en Italia —volvió a equilibrar la tacita sobre elplatillo y agregó con el ceño fruncido—:Bueno, don Cayetano, he venido hastaacá por un técnico alemán de apellidoBalsen, Willi Balsen.

—¿El que asesinaron hace cosa deun mes en el oasis de San Pedro deAtacama?

—Efectivamente —repuso ellasorprendida y depositó la tacita con un

leve temblor de manos sobre elescritorio—. ¿Es que usted ha oídohablar de él?

Cayetano hurgó en sus bolsilloshasta encontrar la cajetilla de LuckyStrike y encendió un cigarrillo con ungesto voluptuoso. Se sentía satisfecho,había impresionado de buena forma aaquella mujer que andaría por loscuarenta, aunque en su rostro aúnafloraran ciertos rasgos despreocupadosy enérgicos, más bien propios de lacuriosidad juvenil. La habíasorprendido. Claro, era improbable quela prensa alemana otorgara demasiadaimportancia al asesinato de uninmigrante chileno, pero en Chile, donde

las noticias giran en torno a accidentescarreteros, asaltos a viviendas, rencillasentre políticos, romances de actores detelenovelas y los resultados del fútbol,aquello constituía un jugoso material quelos editores se encargaban de explotar afondo durante semanas.

—Si no me equivoco —continuóhaciendo alarde de su memoria—,Balsen dirigía un proyecto de ayudatécnica para el oasis, y fue asesinadobrutalmente en su casa. Le descerrajarondos tiros usando una almohada desilenciador, le robaron un par demillones de pesos y hasta ahora no handetenido a nadie.

—Y no lo van a hacer nunca, porque

la policía alimenta la hipótesis de que setrata de un simple asalto —completóella, volviendo a sorber el café—. Perodetrás de esto se esconde otra cosa. Nocreo que se trate de un simple crimen.

—¿Por qué no? —sus cejas searquearon sorprendidas.

—Porque Willi me llamó a BuenosAires poco antes de morir con el fin decontarme que había descubierto algointeresante para un periodista, quedebíamos reunirnos con urgencia. Poreso vine rápidamente a Chile.

—¿Y?—Me enteré de su muerte cuando me

aprestaba a tomar el avión a San Pedro.—¿Cuándo la llamó?

—Diez días antes de morir.Lanzó un pequeño gruñido antes de

volver a preguntar:—¿Se lo contó a la policía?Ella paseó la palma de la mano por

su melenita y luego se miró la punta delos zapatones. Las uñas de sus manosestaban pintadas de rojo oscuro, como elcolor de la sangre cuando se coagula.Repuso con tono sepulcral:

—No me hicieron caso.Podía imaginar perfectamente que

con aquel aspecto era difícil que latomaran en serio. Más que periodista deun diario influyente, parecía integrar unode aquellos grupos de hard rock que élveía de vez en cuando, en un vano

intento por compartir las preferenciasmusicales de los jóvenes, en el rankingsemanal de MTV. Seguro la habríantomado por una europea deschavetadacon complejo de policía. Y de esassobran. No, el crimen de San Pedro era,al parecer, el resultado normal de unasalto a mano armada con resistenciapor parte del dueño de casa. En otraspalabras, la falta de cooperación delalemán había desencadenado la mortalreacción de los asaltantes. Esoafirmaban al menos los diarios. Lorecordaba con precisión.

—¿Y cómo conoció usted a Balsen?Ella parecía adentrarse ahora, tras la

pregunta, en un terreno que le

acomodaba y asió la taza y sorbiópensativa. Afuera, el norte soplabafuerte, estrellando los goterones contralos vidrios, haciendo cimbrar latechumbre del Turri. No tardaría encobrar su acostumbrada cuota denaufragios y casas sin techo.

—En realidad, no lo conocía mucho.La primera vez platicamos en unarecepción de la embajada alemana enSantiago. Yo reporteaba la visita delministro alemán de CooperaciónInternacional. Fue hace tres años, enmayo de 1991. Willi había arribado aChile días antes para ayudar a unascomunidades atacameñas a combatir laescasez de agua.

Imaginó por unos instantes losambientes de las recepcionesdiplomáticas, los perfumes de mujeresbien alhajadas, el tintineo de las copasde cristal y el murmullo de lasconversaciones de caballerosinfluyentes, y luego a Balsen caminandobajo el sol abrasador del desierto.Estaba en eso cuando una de lasventanas del despacho cedió ante lapresión del viento, abriéndose de par enpar. Una ducha de agua fría se descargóa sus espaldas sobre la cafeterita y elpiso de madera, mientras varias hojassueltas comenzaron a revolotear por eldespacho. Cayetano se puso de pie conpremura y se dirigió a la ventana.

—Despreocúpese de esos papeles,que carecen de importancia —dijotratando de cerrar con el cigarrillo entresus labios—. ¿Y cuándo vio a Balsenpor última vez?

No le resultaba fácil la operación.Soltó un par de imprecaciones en contradel ventarrón y el agua mientras seimaginaba, picado, que la periodistadisfrutaba cómodamente desde su sillala desigual lucha que él libraba contralos elementos, pero luego la escuchórecoger papeles del suelo y colocarlossobre el escritorio. Cayetano ignorabaque el agua de mayo fuese tan fría.Logró finalmente cerrar la ventana y sevolvió victorioso. Parte de su chaqueta y

camisa estaban ahora empapadas y susgruesos cristales cubiertos porminúsculas gotitas de agua.

—¿Cuándo lo vio por última vez? —preguntó extrayendo un pañuelo delpantalón para frotarse las manos.

—Hace medio año, cuando vine aescribir sobre las relaciones cívico-militares. Lo encontré en una cenaofrecida por nuestro agregado de prensa.

Cayetano aplastó varias veces elcigarrillo mojado contra la gran conchade loco que hacía de cenicero y sedespojó de sus lentes. Sus ojos seempequeñecieron, confiriéndole a surostro mofletudo un aire de niñodesamparado. Secó a ciegas los

cristales con el pañuelo y volvió acalzárselos.

—Veo que era capaz de recorrermiles de kilómetros con tal de asistir auna recepción diplomática —sentencióya más cómodo, como restandoimportancia a lo sucedido y guardó elpañuelo en el pantalón. Pero sintió deinmediato su efecto húmedo y frío en lapierna—. ¿Entonces no le contó nadaque permitiera suponer que tenía algodelicado entre manos?

—Nada. Solo habló con entusiasmode su trabajo. Al parecer las cosasmarchaban en su proyecto de ayuda a loscampesinos pobres. Es complicadocuando se dona dinero a los pobres. Eso

nunca prospera. La gente solo cuida loque es propio y le ha costado. Pero enrealidad aquella noche hablamos más dela ola de xenofobia en Alemania. ¿No leparece terrible que el racismo sea tanfuerte precisamente en mi país, con lahistoria que tenemos?

Prefirió guardarse su opinión estavez, porque era un convencido de que silas personas aprenden solo en escasamedida de los errores que cometendurante su existencia, menos aprendenlos países. Rusia sería siempre un centrode revoluciones estériles; China, untaller de peligrosas e incansableshormigas; Gran Bretaña, un ex imperioen eterna decadencia y Cuba, después de

todo, un lugar para vacilar y jaranear aritmo de conga bajo un sol espléndido.

—Me llama la atención —dijocambiando de tema— que sea usted, yno un familiar de Balsen, quien deseeencargarme esta tarea.

—Era hijo único de madre viuda. —Estuvo tentado de decirle que bajo esascircunstancias en Chile, Balsen nohabría sido llamado a cumplir con elservicio militar, pero no la interrumpió—. La pobre sufre de Alzheimer, y en laembajada dicen que ni siquiera se hapercatado de que su hijo está muerto.Vive sola, usted ignora lo que es lasoledad de los viejos en Alemania.

—No solo de los viejos —apuntó el

detective sin olvidar los años que habíavivido en las inmediaciones deFráncfort como voluntario de las fuerzasarmadas norteamericanas, en las quehabía servido en calidad de cubanonacionalizado. Habían sido años duros,fríos, solitarios, angustiosos en unmundo tan limpio e impersonal comouna farmacia.

—Es cierto —reconoció ella—.Pero los viejos son los que más sufren.Aquí se encargan de ellos, al menos sushijos, los nietos o los vecinos. Allá losinternan en casas de reposo, que seconvierten en verdaderos cementeriosde vivos. Nadie los va a ver.

—No idealice. Ya quisieran los

pobres viejos nuestros habitar aquellosasilos.

—Puede ser.Como no estaba dispuesto a dejarse

conducir por derroteros ajenos a los deun encargo que podría resultar apetitoso,repuso con frialdad:

—Pero usted ha de tener excelentesrazones para financiar una investigaciónde una persona que apenas era amigasuya.

—Se debe sencillamente a que creoque la policía no logrará nada. Esinefectiva y corrupta en toda AméricaLatina.

—Por lo menos aquí, y no mecorresponde defender a terceros,

Carabineros e Investigaciones soncuerpos altamente profesionales. Perodígame, ¿no será que lo hace porconveniencia propia?

—¿Qué quiere decir?La miró con una sonrisa sardónica y

respondió en voz baja:—Me imagino que un relato sobre el

esclarecimiento del asesinato de unalemán en Atacama debe ser atractivo yrentable para la prensa de su país.

Le dedicó una mirada hosca y repusocon frialdad:

—Interprételo como quiera, perodígame si acepta o no el caso.

—Primero cuénteme para quiéntrabajaba Balsen.

—Para SOSDritte Welt.—¿SOS cuánto?—SOSDritte Welt —repitió ella con

desparpajo, como si pronunciar aquellaspalabras fuese lo más simple del mundo—. Dritte Welt significa tercer mundo enalemán. Es una pequeña organizaciónprivada de ayuda a los países pobres,que financia la construcción de pozos yacequias en San Pedro.

El viento soltó un chiflido deinspector de trenes a la vez que la lluviaarreciaba contra las ventanas. Miraron ala bahía. Los barcos zarpaban hacia altamar, tratando de ponerse a salvo,mientras las lanchas se columpiabanfrente al espigón. Un día ideal para

zamparse unas sopaipillas pasadas y unacaña de ron, pensó Cayetano.

—Bueno, ¿le interesa el caso?Se repatingó irresoluto en el sillón.

No lo entusiasmaba la idea dedesplazarse al desierto. Él venía de unaregión verde y húmeda, de árbolesfrondosos y aguaceros tibios, de músicacaliente y sandungueras mulatas decintura loca, y nada lo unía al paisajeárido y agreste de Atacama. Además,emprender una investigación paralela ala oficial siempre implicaba dificultadesimprevistas, ya que se heríansusceptibilidades, y procurarse laenemistad de Carabineros oInvestigaciones no figuraba

precisamente entre sus preferencias.—Yo lo contacto ahora mismo con la

embajada para que le proporcionen losdatos —agregó Cornelia. Sus ojosbrillaron expectantes—. Además, leofrezco honorarios de sabueso alemán y,escuche, una sabrosa participación enlos honorarios que yo perciba porpublicar el secreto que Willi Balsenarrastró a su tumba. ¿Qué me dice?

SANTIAGO, JUEVES 7 DE MAYO, 09.30HRS.

La Embajada de Alemania en Santiagoocupa dos pisos de un antiguo edificioubicado frente al Teatro Municipal,desde donde sus funcionarios yempleados parecen condenados asoportar la contaminación y el enervanteestrépito de la capital chilena.

Nada de su fachada, como no sea labandera tricolor que se enreda en elmástil y un deslavado escudo alemán,

sugiere que allí radica la delegación dela mayor potencia económica europea enuno de los países latinoamericanos quemás le interesa.

Cayetano bajó del ascensor con lagabardina destilando y desembocó enuna amplia sala de espera de ventanas ypuertas protegidas por rejas.

—Mi nombre es Brulé y tengo unacita con el señor Kahlau —dijo alrecepcionista que leía el diarioparapetado detrás de gruesos cristalesde seguridad.

El hombre, un chileno de pelo negroy ojos oscuros vestido de terno, lededicó una breve mirada escudriñadoramientras marcaba un número en la planta

telefónica y anunciaba su presencia. Aldetective le pareció que aquel hombrehabía adoptado a lo largo de los años elestilo severo y circunspecto de susempleadores europeos. Luego escuchóque le pedían el carnet de identidad,cosa que entregó a cambio de unsalvoconducto de plástico.

—Préndaselo en la solapa y no se losaque por nada del mundo —le ordenóel recepcionista—. Sírvase ahora pasara la sala de espera.

Antes de obedecer, Cayetanoconsultó su Poljot, el reloj ruso quehabía comprado en una tienda de LaHabana Vieja, años atrás. Eran las nuevey treinta en punto. La hora había sido

convenida el día anterior con elconsejero político a través de CorneliaKratz. De las paredes de la salacolgaban varios de los afiches quedistribuye la Oficina de Prensa delgobierno de Bonn. Fijó su mirada enellos: Lindau resplandeciendo frente aun lago Constanza centelleante, el puertode Hamburgo atestado de naves, lacatedral de Colonia apuntando al cielo,las ruinas iluminadas de laGedächtniskirche de Berlín. Leimpresionaban las fotos que mostrabanciudades europeas bajo un cielodespejado. ¿Cuándo se extendíanaquellos cielos de azul intenso sobreBonn, Munich o Karlsruhe, si por

experiencia propia sabía que sushabitantes vivían gran parte del año bajouna nube gris? ¿Es que los fotógrafosaguardaban durante meses la aparicióndel sol para lograr las fotografías queexigía la oficina de prensa? ¿Por quéesas ciudades, con sus alcaldes debarbita de chivo y anteojos de monturadorada, evitaban presentarse tal como loque son: maravillas de la arquitecturaenvueltas en una bruma perenne?

Una mujer de cabello corto y canosose detuvo ante él, lo saludó e instó aingresar a una pequeña celda de cristal,donde un agente de seguridad lo registróelectrónicamente. Después del trámite,siguió a la mujer a lo largo de escalas y

pasillos vacíos, hasta que se detuvodelante de una puerta. Arribaparpadeaba un tubo de neón. Ella loinvitó a pasar y se alejó.

Adentro encontró a un hombre de tezclara, algo olvidada por el sol, de ojosverdes y pelo oscuro, que le conferíancierto aire latinoamericano. En sus ojosse transparentaba la mirada delburócrata aburrido, aunque bien pagado,consciente de que le indemnizanadecuadamente el empleo de su tiempo.De pie, enfundado en un impecable ternogris y luciendo una corbata de sedaverde, escrutó los contundentes bigotes,la camisa lila y la corbata deguanaquitos del visitante.

—Bienvenido, señor Brulé —dijoestrujándole la mano con una sonrisacortés. Colgó la gabardina del detectiveen un ropero y agregó—: Soy RalphKahlau, consejero político de laembajada. Por favor, acomódese.

Tomaron asiento alrededor de unamesa circular, sobre la que descansabandos tazas, un termo, una cajita conpastillas de sacarina y dos servilletas depapel.

—¿Le apetece un café?—Está bien.Sirvió mientras Cayetano observaba

la oficina. Además de la mesa y delropero, contaba con un escritorio, unacomputadora, un par de sillas y los

infaltables afiches de paisajes alemanes.En aquel espacio reinaban el orden y lalimpieza propios de un pabellón deoperaciones. Eran realmente gentesserias, puntuales y responsables estosalemanes, admitió Cayetano recordandolos días que había vivido en Fráncfortcomo miembro de las tropasnorteamericanas estacionadas enAlemania. Barrían sagradamente elfrente de su propiedad, pagaban, aunquea regañadientes, sus impuestos ycolgaban para el cartero un númerovisible en la puerta de casa. Lo únicodifícil era hacerse amigo de ellos.

—Así que usted es el detectiveprivado que investiga el asesinato de

Balsen por encargo del diario de laseñora Kratz —dijo Kahlau encastellano impecable. Revolvía conparsimonia su taza—. Al parecerdesconfían de la eficiencia policialpública.

—Solo estimamos que dos cabezaspiensan mejor que una.

—Bien, bien, me alegro por usted —dijo Kahlau con una sonrisa insegura.Cuando no acariciaba los bordes delplatillo, se frotaba las manos oconsultaba su reloj—. En fin, señorBrulé, ¿en qué podemos ayudarle?Hemos entregado toda la información deque disponíamos sobre el señor Balsena la policía chilena, como corresponde.

Cayetano se despojó delsalvoconducto y lo guardó en el bolsillode la chaqueta. Luego endulzó el cafécon sacarina y lo probó. Era un menjunjeaguado, pero al menos estaba caliente.Extrajo con aire doctoral un lápiz Bic yuna libretita de su chaqueta y dijo:

—Me interesan aspectos de la vidade Balsen y creo que usted puedeayudarme, ya que el difunto visitabaregularmente la embajada.

—Bueno, él solía participar cadames en nuestras actividades sociales,usted entiende —repuso el diplomáticoen tono de disculpa—. Era un tiporeservado, no vaya a creer quecompartía mucho. Yo diría que venía por

mantener los lazos con la patria. Perodeseo recordarle que la organización deBalsen, el SOS, es de carácter privado,por lo que carece de vínculosinstitucionales con nosotros.

Cayetano se ordenó los bigotazoscon mirada pensativa y dijo:

—Le agradecería me facilite todo loque pueda serme de utilidad.

Kahlau arrancó un crujido a lacoyuntura de sus dedos y se dirigió a suescritorio, donde comenzó a hurgar enuna gaveta. El bruñido de sus mocasinesnegros, de lazo y suela delgada, era tanintenso que parecían recién comprados.Volvió con una carpeta verde, de regulargrosor, que colocó sobre la mesa.

—Ahí tiene —anunció y, tras soltarun suspiro agregó—: Le preparé undossier completo con datos del señorBalsen y del proyecto.

Hojeó la carpeta sin emitircomentarios. Contenía informaciónsobre el proyecto y sus alcances, quedebería estudiar en casa, así como fotosde pozos y canales y recortes de prensa.También halló fotos y documentaciónsobre el técnico. En todas aparecíasonriente, rodeado de campesinos derasgos indígenas. Destacaba por su rubiacabellera rematada en cola de caballo,su estatura espigada y el rostro derasgos atractivos, que Cornelia habíacelebrado el día anterior.

—¿Acostumbraban llevar un registrotan acabado de todos los alemanes queviven en Chile?

—De ninguna manera. Lo que sucedees que Balsen dirigía un proyecto deayuda al desarrollo y de vez en cuandonos pedía asesoría informal. En fin,como ve, el proyecto tiene un objetivonoble. Aspira a dotar de más agua a losoasis de Atacama para beneficiar loscultivos. Se inició hace tres años, bajola dirección del señor Balsen,precisamente.

—¿Sabe usted cómo llegó Balsen aChile?

—Eso era algo conocido —repusoKahlau jalando de los puños de su

camisa. Emergieron sus yugos dorados—. SOS le encargó el proyecto porqueera hidrógrafo y contaba con experienciaen pozos.

—Era un experto —dijo el detectiveen el momento en que la lluvia golpeabalas ventanas de la oficina.

—Más que eso. Fíjese que vivía enuna casita del oasis al igual que loslugareños, trabajaba codo a codo conellos y hablaba el castellano a laperfección. Imposible algo mejor parauna organización pequeña y modestacomo la SOS.

Cayetano asintió cabizbajo y extrajola cajetilla de Lucky Strike del vestón.En el rostro de Kahlau afloró un gesto

de inquietud.—Le agradeceré que no fume aquí.—No se preocupe, me basta con

tocar la cajetilla para aplacar mis ansiasde fumar. Pero continúe.

Kahlau esperó a que Cayetanoguardara la cajetilla y dijocondescendiente:

—Bueno, pues quería decirle eso,que Balsen era un cooperante para eldesarrollo como los que necesitamos, nosolo experto en su materia, sino queademás entregado en alma y cuerpo aquienes ayudaba. No crea que es fácildejar la comodidad de Berlín para viviren el desierto.

Cayetano hojeó la carpeta una vez

más y se detuvo en una breve biografíade Balsen.

—Aquí hay algo interesante —comentó sin levantar la vista, atento alos datos—. Balsen nació en laAlemania comunista y trabajó para elgobierno alemán oriental en variospaíses africanos a comienzos de losaños ochenta.

—Trabajó en las brigadasinternacionales de la FDJ, laorganización juvenil comunista de ladesaparecida República DemocráticaAlemana —afirmó Kahlau sereno,constatando el hecho—, pero yo lerestaría importancia a aquello. Era unade las escasísimas formas que tenían los

alemanes orientales de salir alextranjero, apoyando obras técnicas quefavorecían a gobiernos cercanos en elÁfrica.

—Libia, Egipto, Angola —leyóCayetano—. ¿Y SOSTercer Mundo esuna organización comunista?

Kahlau reprimió sin éxito unasonrisa y luego se cruzó de brazos.

—SOS es una organización privada,creada en los años setenta en Berlínoccidental —precisó—. Se dedica másbien a la ayuda humanitaria. Publicafolletos, denuncia abusos en contra deminorías étnicas o desata campañas encontra de proyectos que afectan el medioambiente.

—Y financian proyectos propios.—En efecto, pequeños proyectos

propios —corrigió Kahlau.—Balsen se integró a ella en

diciembre de 1989.—Inmediatamente después de la

caída del Muro. Como millones dealemanes orientales que dejaron susorganizaciones y se incorporaron aagrupaciones occidentales. Escompletamente legítimo.

Cayetano cerró la carpeta y guardósilencio. Le resultaba extraño aquelpaso de Balsen. Mal que mal había sidoprobablemente funcionario de confianzade la organización juvenil comunista,por eso lo habían enviado a África. Pese

a ello, no había tardado en desafiliarsede aquella institución para ingresar aotra, de signo opuesto.

—Sé lo que está pensando —afirmóKahlau con cierta cordialidad paternal.Aún mantenía los brazos cruzados—,pero la deserción masiva de lasorganizaciones comunistas fue la tónicadespués de la caída del Muro. Pienseque a los germano-orientales no lesquedaba otra alternativa bajo el Estadocomunista. Solo podían afiliarse a susorganizaciones. Era la única forma deintegrarse a la sociedad, de vivirtranquilos y de ascender. Yo habríahecho lo mismo. ¿Usted no?

Sus ojos sabían mirar y calar

profundamente en sus interlocutores.Cayetano bajó la vista como paracerciorarse de que aún tenía la carpeta amano. Balsen había muerto a loscuarenta años. Había vivido treinta ycuatro años bajo el régimen comunista.¿Cómo lograba un hombre cambiar a esaedad de ideología sin sufrir la depresiónmotivada por la inconsecuencia? En fin,pensó, la historia no la hacían lospueblos, sino los conversos. Vació sutaza de café, volvió a hojear la carpeta ypreguntó:

—Cuando Balsen venía a lasreuniones de la embajada, ¿dónde sealojaba?

Kahlau se ajustó con un movimiento

rápido el nudo de la corbata y ladeó lacabeza como si de ese modo pudierarefrescar la memoria.

—Creo que en una pensión delbarrio Bellavista —repuso lanzando unamirada fugaz a su reloj.

—¿Quién podrá decírmelo concerteza?

—Mi secretaria ha de saberlo —afirmó impaciente Kahlau y se puso depie muy serio—. Le ruego que hable conella a la salida. Ha sido un placerservirle y ya sabe, estoy aquí paraayudarle, señor Brulé. ¡AufWiedersehen!

SANTIAGO, JUEVES 7 DE MAYO, 15.20HRS.

Gracias a las señas entregadas por lasecretaria de la embajada, poco le costódar con la pensión. Quedabaefectivamente en un sector del barrioBellavista, en línea diagonal a El OtroSitio, un restaurante especializado encomida peruana. Ocupaba una vetusta yanónima casona gris de dos pisos, que acomienzos de siglo había tenidoseguramente un mejor pasar. Lloviznaba

cuando Cayetano Brulé golpeó a lamampara de vidrios brumosos.

Doña Macarena Rosas, la dueña delestablecimiento, una anciana asustadizade bozo tupido y estrábica, se habíaenterado de la muerte de Willi Balsen através de la prensa y calculaba que encualquier momento sería interrogada porla policía. Confundió, por lo tanto, aCayetano con un detective deInvestigaciones y lo invitó a pasar sinoponer objeciones. Era de aquellaspersonas que gustan mantener una buenarelación con la autoridad y hacerostentación de ello ante los demás.

—Esta era su pieza predilecta —dijo la mujer abriendo la primera puerta

del largo y oscuro corredor queatravesaba como un túnel la casa. Luegose acomodó la mantilla negra quellevaba sobre sus hombros filudos—. Leagradaba porque daba a la calle y podíaver los árboles. Decía que viniendo deldesierto no le hacía mal de vez encuando escuchar el estrépito de laciudad.

Cayetano encendió la luz y echó unamirada rauda y atenta por la pieza. Losojos escrutadores de la anciana, queahora rumiaba como ausente, seguíancada uno de sus movimientos y gestosdesde detrás de los cristales.

Se trataba de un cuarto amplio,amoblado con dos camas de una plaza,

separadas por un velador de robleamericano sobre el que se erguía unalamparita con pantalla de género. Unropero antiguo de tres cuerpos y unescritorio con dos sillas completaban elmobiliario de aquella habitaciónespartana. A través de los visillos sefiltraba una claridad tenue desde lacalle.

—Parecía tranquilo —aseveró doñaMacarena alzando las cejas—, aunquecuando lo vi con esa colita de caballopensé que era amanerado y mariguanero.Después me dije que era una buenapersona, pero nunca me imaginé que ibaa terminar de esa forma.

Miraba a Cayetano como si

estuviese decepcionada de que uno desus huéspedes hubiese muerto bajocircunstancias confusas.

—Me imagino que Balsen recibía devez en cuando visitas.

—Eso lo ignoro —afirmó ella entono definitivo, sin dejar de rumiar—.Le voy a contar que a mí me basta conque las personas sean serias y de buenascostumbres. Aquí, junto a los pasajerosocasionales, hay gente que vive desdehace años y puede confirmarle lahonorabilidad de la casa.

—Tranquila, abuelita, tranquila —dijo el detective sonriendo para susadentros. Al parecer le angustiaba quepudiesen confundir su pensión con una

casa de citas, función quepresumiblemente también cumplía,aunque ella lo ignorara o fingierahacerlo—. Nadie es responsable por losactos de los demás.

Cruzó la habitación y se acercó a laventana, corrió los visillos y miró haciala calle bordeada de árboles desnudos.En el cielo las nubes negras se fundíancon el esmog. Abajo, dos hombres deimpermeable descargaban carne devacuno desde un camión frigorífico de laDarc.

—Abuela, ¿tiene teléfono?—Sí, en el comedor —repuso ella

satisfecha de que aquel policía nohubiese hallado nada extraño en el

cuarto que solía alquilar Willi Balsen—.Vale cien pesos la llamada de tresminutos.

—Y me imagino que, al igual que entodas las pensiones, usted tiene unsistema para controlar las llamadas quehacen sus huéspedes.

—Así es —repuso cortante y sesacudió la mantilla—. Todos pagan o delo contrario me arruinan. Si quieresígame y prepare las monedas, que aquíno se fían llamados.

Cruzaron el pasillo encerado eingresaron a un comedor amplio, decielo alto, donde había un aparador, unamesa larga con mantel cuadriculado yuna docena de sillas. Olía a fritura y

humedad. Sobre la mesa se erguía ungran jarro negro de greda, que llamó laatención del detective.

—¿Y eso, abuelita?—Un regalo de don Willi —dijo la

mujer y en su rostro se dibujó unasonrisa dulce, ajena a su aspecto severo—. Es de Atacama, me lo regaló para miúltimo cumpleaños. ¡Tan gentil el pobre!

Cayetano se acercó al jarro y loobservó con atención. Parecía antiguo yseguramente había sido fabricado porindígenas. Pasó la yema de sus dedospor sobre su superficie y la sintió lisa yfría. Guardó sus manos en los bolsillosde la gabardina.

—¿Estos los traía él del norte?

—A veces.—¿Se los vendía a alguien?—Trajo como dos veces unas

maletas grandes del norte, que por elcuidado con que las trataba parecíancontener algo frágil.

Cayetano volvió a dirigir su miradahacia el jarro, que resplandecía elegantey misterioso en medio de la mesa.

—¿Y nunca vino nadie a buscarlo?—Una vez —dijo la mujer

deteniéndose junto a Cayetano. Parecíaasustada—. Lo vino a buscar un tipopelado hasta la coronilla, pero que sedejaba una melena larguísima en lo quele restaba de pelo. No me gustó nada.¿Usted cree que él…?

—No, abuelita, para nada. Perodígame, ¿ese tipo se llevó alguna maletade Balsen?

—Sí. Las dos. Se las llevó con donWilli.

—¿Vio el auto en que se fueron?—Se fueron a pie, como quien va al

Mapocho.Cayetano se atusó los bigotes y

convino en que Balsen y el melenudo nopodían haber ido muy lejos aquel día. Amenos que el melenudo hubieseestacionado su vehículo en otra cuadra.Prestó atención a la mujer, que yaextraía una llave de su delantal paraabrir el cajón del aparador. Allíencontraron el teléfono, la guía y un

cuaderno de tapas rojas.—¿Y ese cuaderno?—Para anotar las llamadas. Apunto

el día, la hora, el número, en fin, todo loque corresponde a cada llamada. De esemodo no hay duda con los pagos.

—Entonces no hay otro teléfono entoda la casa.

—Así es —rumió con la vistaperdida en el jarro—. ¿Va a llamar?

—¿Willi Balsen solía llamar desdeaquí?

—Claro. Le resultaba más cómodoque hacerlo desde la calle.

—Escúcheme, abuelita, si ustedpractica ese sistema de control, entoncesel cuaderno guarda un panorama

completo de las llamadas de los últimosmeses. ¿Cierto?

Ella se inclinó sobre el cuaderno, locogió con manos temblorosas y locolocó abierto sobre la mesa.

—El número y el nombre de quienllama los anoto aquí —sus dedoshuesudos indicaron dos columnasescritas a mano—. Yo misma marco. Eslo más seguro. Después solo controlo laduración del llamado, que anoto a laderecha. Cuando cuelgan firman aquí —indicó la cuarta columna, la última—,pagan y quedamos tan amigos comoantes.

Hojeó con interés las páginasarrugadas repletas de nombres y

números. Databan de hacía dos años.—¿Podría darme los números a los

que Balsen llamaba?Apuntó todos los números que le

dictó la mujer. Eran doce. Pocos, siconsideraba que el alemán solía alojarseallí cuando viajaba a Santiago. Eraprobable que la mayoría de las llamadaslas hiciera desde otros lugares.Comenzó a llamar a aquellos númerostelefónicos. Quizás pudieran arrojaralgo.

Al cabo de veinte minutos establecióque los números pertenecían a laembajada alemana, la residencia delembajador, tres compañías de buses quecubrían la ruta norte, las líneas aéreas

Ladeco y Lan Chile, una tienda deantigüedades denominada Quitor, muycercana y que visitaría para salir dedudas, y a la mesa central del CongresoNacional, donde se perdía la pista. ¿Québuscaría Balsen en el Parlamento?

Otros dos teléfonos no respondierona su llamado, por lo que decidióreintentar la comunicación durante eltranscurso del día, al margen de lamirada de doña Macarena, que meneabala cabeza sin dejar de repetir que lecostaría una fortuna chequear cadateléfono.

En el último aparato respondió uncontestador automático. Una cálida vozfemenina le indicó que podía enviar un

fax o dejar un mensaje. No supo larazón, pero le picó la curiosidad poraveriguar quién era aquella mujer.Probablemente se trataba de una amantede Balsen, alguien que le pudieraproporcionar nuevos datos sobre elasesinado.

—Soy un viejo amigo del alemán —mintió Cayetano—, y necesito verlaurgentemente. La estaré esperando apartir de mañana y durante toda lasemana, a las doce en punto del día, enel restaurante La Terraza de plazaÑuñoa. Llevo corbata lila conguanaquitos.

SANTIAGO, JUEVES 7 DE MAYO, 16.00HRS.

Después de saborear en El Otro Sitio uncebiche a la peruana y champiñonesrellenos, que acompañó con mediabotella de un Santa Carolina blanco, ytras ordenar un empalagador suspirolimeño y un exprés, que por consistenciay aroma le recordó los mejores cafecitosde su patria, Cayetano Brulé caminóhacia la tienda Antigüedades Quitorcargando el jarro de greda negra en una

bolsa.Las campanadas de una iglesia

cercana dieron las cuatro de la tardecontra el cielo enrarecido de Santiagomientras Brulé, envuelto en su gabardinay una vaga aunque mullida sensación deagrado, encendía un cigarrillo yavanzaba a paso cansino por entre losvehículos estacionados y los árboles sinhojas de Bellavista.

En realidad, cada vez que probabala cocina peruana, sus cebiches casietéreos, sus carnes delicadas y sussalsas finas de aromas asiáticos, sentíaun placer voluptuoso. Quizás aquello sedebía a que esa cocina, gestada en losmundos indígena, español, africano y

asiático, se emparentaba con los másexquisitos platos cubanos, inspirados asu vez por taínos, gallegos, yorubas ychinos. Para ser franco, pensóacariciando la textura tibia delcigarrillo, lo único cálido en aquellatarde invernal, los manjares peruanoscompetían a plenitud con el lechoncitoasado de cuero crujiente, los moros ycristianos servidos al punto, el excitantealmíbar de los maduros, la yucaadobada con un mojito pasado a ajo, laesponjosidad de la malanga, el verdetierra de la sopa de plátanos, el misteriode los tamales en cazuela, la coloridapicardía del chilindrón de cordero o elmensaje lejano de selva africana del

fufú. Sí, admitió mientras avanzaba, losperuanos eran cosa seria en la cocina.

Sumido en comparaciones, estuvo aun tris de pasar de largo ante la tienda,que se hallaba entre una pasteleríaalemana y una galería de arte. Su frontisno era nada más que una puerta devidrio y una estrecha vitrina en la que seamontonaban antigüedades. Paseó lamirada sobre aquellos objetos que noguardaban relación entre sí y que másbien parecían haber sido descargadoscon premura por alguien que desconocíasu verdadero valor. Entre el aquelarredistinguió planchas a carbón,candelabros de plata algo opacos,faroles coloniales, gobelinos persas ya

desteñidos, pinturas de marcos dorados,relojes de péndulo, alegres máscaras decarnaval y cacharros de greda.

—¿Busca algo? —preguntó una voza su lado.

El detective giró la cabeza y halló aun hombre bajo, calvo, pero a la vezmelenudo, que vestía una parkamanchada y lo observaba con ojillosamistosos.

—¿Trabaja usted aquí?—Soy Pablo Ubilla, dueño de

Quitor, para servirle —repusoextrayendo un par de llaves de la parkay abrió la puerta—. Adelante. Adentrohay mucho más de lo que se imagina.

Encendió unas lámparas de

lagrimones recargados que sumieron allocal en una claridad meridiana ehicieron resplandecer los objetos. Latienda se reducía, en realidad, a un largoy estrecho pasillo flanqueado porcómodas, aparadores, escritorios ymesas. Sobre los muebles vio figuras decristal y porcelana. La cueva de AlíBabá, se dijo el detective aspirando unafría ola de aire azumagado, posando suvista en un valioso jarrón de Limoges.

—¿Busca algo en especial? —insistió el anticuario y se despojó de laparka para vestir con ella el respaldo deuna silla. Llevaba botas de taconesgruesos, jeans y un suéter de alpaca conmotivos andinos.

No cabía duda, se trataba delhombre descrito por doña Macarena, sedijo Cayetano admirando unasestampillas ucranianas adosadas a unmarco de plata. Era el individuo quehabía ido a buscar a Willi Balsen a lapensión. ¿Qué relación mantendría elalemán con aquel comerciante? Dejócaer la ceniza sobre el piso de madera,instaló el cigarrillo en un extremo de suboca y extrajo el jarro de la bolsa.

—En realidad, busco la opinión deun experto para saber si es realmenteantiguo —puntualizó mientras locolocaba sobre un aparador—. Me lovendieron hace poco. Me contaron quees atacameño y tiene más de trescientos

años.Pablo Ubilla tomó delicadamente,

casi con veneración, la pieza decerámica entre sus manos y lainspeccionó en silencio desde distintosángulos. Cayetano aprovechó de escrutarel perfil de aquel hombre. Su narizganchuda, su frente amplia, sus grandesdientes verduscos y su cráneo brilloso leconferían un aire caricaturesco.

—Esto es tan viejo como el últimoNewsweek —anunció lacónico trasvolver a colocar el jarro sobre elmueble.

—Me dijeron que tenía al menos tressiglos —tartamudeó Cayetano.

—Pues, lo estafaron. Los hacen en el

norte, sin tornos, imitando la cultura deSan Pedro de Atacama. Y los venden enlas ferias de artesanía por treintadólares. He visto muchos.

Lo vio menear la cabeza variasveces con sonrisa incrédula, como si sepreguntara cómo era posible queexistiese en el mundo tanto ingenuo.

—Me jodieron.—Así es y el culpable es usted. —

Asumió un aire de importancia casipaternal. Su frente refulgía tan lisa comola mejor porcelana alemana—. Cuandouno quiere comprar piezas valiosas, hayque dirigirse a un especialistaestablecido. ¿Cuánto pagó por él?

Cayetano se ruborizó:

—No vale la pena ni recordarlo.Simplemente me timaron.

—Si quiere ver algo auténtico yvalioso, sígame.

Lo condujo hasta el fondo delpasillo y entraron a un cuarto pequeño,donde se prolongaba el desorden. Ubillaextrajo de un cajón una carpeta confotografías de piezas de cerámica degreda negra, roja y ocre.

—Esas sí son antiguas —aseveró—.Se las reconoce de inmediato por elcolor, la forma, la textura, en fin. Lacerámica negra pulida corresponde alapogeo de los atacameños, estoyhablando de mil setecientos años atrás.Usted no cree que ese pedazo que le

vendieron tiene esa edad. ¿No es cierto?—Bueno, viendo esas fotos, resulta

difícil creerlo —admitió Cayetano.—Así es —repuso el anticuario y le

enseñó más fotos—. La cerámica roja esanterior. Lo revela su monocromía y lasencillez de sus formas. Marcan elcomienzo de la cultura de San Pedro,dos mil años atrás. ¿Conoce San Pedrode Atacama?

—No.—Pues, debería conocerlo. Está en

medio del desierto, mirando hacia elvolcán Licancabur.

—Viajaré en algún momento.—Debe hacerlo, más aún si le

interesan los cacharros. Estos vasos

rojos con grabados —añadiódespreocupado y volvió su vista a lasfotos— datan de hace mil trescientosaños. Todavía se desconoce elsignificado de sus símbolosgeométricos. Estos sí son auténticos, miamigo, auténticos, únicos, excavados enlas afueras de San Pedro.

—Me imagino lo que cuestan.—No se lo puede imaginar —sonó

cortante—. Pero también es posibleconseguir cerámica atacameña no tanantigua y a buenos precios. ¿Leinteresaría ver algo?

Cayetano lanzó un resoplido y pasóla mirada por la pieza. Dijo inseguro:

—Me interesa lo atacameño, pero

depende del precio y de que el asuntosea legal.

—Para serle franco, la gente deberíaentregar las piezas al Estado. Pero iríana dar a las bodegas de museos o a lasmanos de coleccionistas. ¿Entiende?

—Entiendo, pero no quiero líos.—¿Quiere sacarlas del país?Cayetano dio una aspirada a su

cigarrillo y repuso pausado:—Es probable.—Mire, si usted lo desea —dijo el

anticuario tragando saliva. Tenía unaboca grande, de labios finos y morados,tan morados como sus manos—, lepuedo conseguir incluso certificadosoficiales que acreditan que las piezas

son réplicas o que fueron adquiridaslegalmente. Todo eso se arregla dealguna forma. Usted entiende.

—Eso suena mejor.—Tengo, por cierto, cerámica

atacameña más reciente —añadiópasándose tranquilo la mano por lamelena—. Es más barata, obviamente,aunque de belleza similar. Detrescientos a quinientos años. Observelo que tengo allí.

Cayetano dejó escapar el humo porla nariz y dirigió sus ojos hacia donde leindicaban. Sobre una mesa vio unoscacharros negros, muy bien pulidos. Setrataba de vasos, vasijas, jarros yánforas con grabaciones geométricas

blancas. Se acercó a ellos. Más queatractivos, le resultaron misteriosos porla simpleza de su línea y la textura lisa ybruñida de su superficie. Aguardaban aque alguien los comprara. Terminaríancomo adorno en el living de unaresidencia de Boston o Amsterdam,admiradas durante cenas de fin de año yfiestas de cumpleaños.

—¿Cuánto vale un vaso de estos?—Dos mil dólares —repuso el

anticuario mirándolo fijo—. Imagínese,estos vasos los hicieron los atacameñosbajo la influencia del imperio bolivianode Tiawanaku, en la misma época en queColón aprovisionaba las carabelas enPuerto de Palos. ¿Le interesan? Podría

ofrecerle facilidades, un par de chequesa fecha…

—¿No tiene algo más barato?Ubilla lo miró dubitativo. No le

agradaba su sorpresiva preferencia porobjetos baratos. Respondió en tonoburlón:

—No me diga que a final de cuentassolo le interesan las imitaciones.

Cayetano introdujo las manos en losbolsillos de la gabardina, extrajosorpresivamente el carnet de detectiveque había mandado a confeccionar yplastificar en una imprenta del puerto yanunció:

—Soy de Investigaciones, señorUbilla —los ojos del anticuario se

abrieron desmesuradamente, aguados,sorprendidos por la celada que le habíantendido—. Pero tranquilo, tranquilo. Nome interesan sus negocios concacharros, sino un alemán que andaba enesto. Willi Balsen.

—¿El que mataron en San Pedro deAtacama?

—El mismo —repuso Cayetano confrialdad y guardó presuroso el carnetantes de que el otro advirtiera lafalsificación—. Balsen estuvo un par deveces aquí. ¿Por qué?

Pablo Ubilla cruzó los brazos sobreel pecho en un ademán histriónico ybuscó apoyo contra la pared.

Mientras trataba de hacer memoria,

un par de arrugas gruesas y profundascincelaron su frente. La ira se reflejabaen sus ojos claros. Dijo:

—Vino a venderme cacharros.—¿A menudo?—Dos o tres veces, después

desapareció. No supe más de él hastaque leí en los diarios lo del crimen. Esterrible —ensayó un rostro compungido,pero solo le resultó una mueca vaga.

—¿Qué tipo de cacharros vendía?—Vasijas de greda sin valor, como

las suyas —dijo bajando la vista—.Falsas como un billete de siete dólares.No servían ni siquiera para engatusar aun turista norteamericano incauto.

—¿Cómo conoció a Balsen?

Un enorme camión de la basura,seguido de una cola de automóviles conchoferes impacientes lanzó un estornudode dinosaurio y se detuvo con rumorgrave frente a la tienda. Dos hombres sedescolgaron de él y comenzaron arecolectar las bolsas de desperdiciosque yacían en la calle.

—Me lo presentó hace dos años untal Inti Palomares.

—¿De dónde es ese Palomares?—No sé. Creo que cholito.—¿Cholito?—Peruano.—¿A qué se dedica ese hermano

tuyo?—Al huaqueo —reconoció de mal

humor—. Al huaqueo de cerámica,ofrendas mortuorias, tejidos antiguos ode tabletas para el consumo dealucinógenos.

—¿También le hacía a la droga?—Usted no entiende —en el rostro

de Ubilla apareció una sonrisa amable,compasiva y a la vez desdeñosa—. Lastabletas son de la época precolombina,las usaban los atacameños para inhalarrapé. Son de madera. A veces tienenincrustaciones de turquesa u oro. Valenuna fortuna.

—¿Usted tiene ese tipo de cosasaquí?

Hizo un gesto negativo con ambasmanos:

—No, no. Todo lo que ofrezco aquíes legal. Tuve que despedir varias vecesa Palomares, porque andaba con ese tipode cosas. Es peligroso, están prohibidas.

Le resultaba bastante sintomáticoque Ubilla denunciase tan fácilmente aquien le suministraba artículos. Eraprobable que estuviese intentando saldarasí una vieja cuenta con Palomares, conlo que su investigación corría el riesgode perder el rumbo. Pero carecía derecursos para presionarlo. Ubilla era untipo zorro y debía contar con ciertoresguardo en algún lado. De ser así, notardaría en descubrir que él era solo unimpostor. Sería implacable en lavenganza. Decidió abreviar el

interrogatorio e irse antes con su jarro.—¿Dónde puedo encontrar a

Palomares?La respuesta de Ubilla quedó a

medio camino, porque en ese instanterechinó la puerta de acceso a la tienda.Se asomaron a ver quién arribaba. En elumbral aguardaba en silencio una parejade jóvenes mochileros vestidos de jeansy suéters andinos. Seguramente turistas.

—Adelante, adelante —gritó PabloUbilla de un extremo a otro de la tienda.Su voz resonó fresca, aliviada,comunicativa—. Ya los atiendo.

Hizo un ademán de alejarse.Cayetano lo aprisionó férreamente porun brazo.

—¿Dónde puedo hallar aPalomares? —insistió, ahora en vozbaja. Los visitantes recorrían la tienda apaso lento, despreocupados, admirandolos objetos—. ¿Dónde?

Ubilla se encogió de hombros. Sucalva relucía ahora como un pequeñosol bajo la lámpara. Cayetano apretóaún más su brazo.

—Vamos, Ubilla, haz memoria —ledijo—, que soy de temperamentotropical y aquí hay cosas muy valiosas.A cualquiera le da un ataque de locuraen un lugar así.

Sintió que los ojos de Ubilla seclavaban inseguros en los suyos. Aunquelo escuchó tragar saliva un par de veces,

sus labios se mantenían secos ymorados, inmóviles.

—Es la última oportunidad, Ubilla.¿Dónde está Palomares?

—Lo ignoro —tartamudeó elanticuario. La pareja se dirigía ahorahacia la puerta. Quedarían solosnuevamente en la tienda—. Aparecíanomás por aquí, negociábamos y se iba.Pero no le va a costar encontrarlo. Eloasis de San Pedro de Atacama tienemenos de dos mil almas.

SANTIAGO, VIERNES 8 DE MAYO, 12.30HRS.

La mujer del contestador automático nodaba señales de vida y era probable queno las diera nunca.

Cayetano Brulé vació desanimado susegunda garza de cerveza en elrestaurante sin dejar de contemplar losárboles que se erguían en la plaza deenfrente. Ocupaba una mesita bajo untoldo amarillento, desplegado sobre unaterraza, en la que se apretujaban mesas y

sillas vacías.Comenzó a fastidiarle la repentina

convicción de que estaba perdiendo eltiempo y de que había actuadoingenuamente al suponer que la mujeracudiría a la cita. Encendió un nuevocigarrillo con la firme determinación deno desanimarse y de aprovechar almenos aquellos instantes para establecery ordenar los próximos pasosinvestigativos.

Contempladas desde otraperspectiva, se dijo mientras despedíaperezosamente unas volutas de humo porla nariz, las cosas aparecían claras almenos en un sentido, en el que erapreciso reunirse cuanto antes con

Cornelia Kratz para subrayarle laconveniencia de viajar a San Pedro deAtacama. La conversación del díaanterior con el anticuario, aunqueprecaria, le permitía especular con laeventualidad de que el alemán hubieseestado involucrado en el tráfico depiezas arqueológicas. Si la muerte deBalsen no se debía a un simple atraco,como lo suponía su cliente, parecíarecomendable dejar las puertas abiertaspara esbozar todos los escenariosposibles. Ese era uno de ellos. Se atusóel bigote y miró hacia afuera. La lluviade la noche anterior —ahora brillaba unsol tibio, indeciso, pusilánime, y laatmósfera, despejada y traslúcida,

ofrecía los macizos andinoscompletamente nevados al alcance de lamano—, la lluvia de la noche anterior,digo, había derribado el esmog delcielo, salvando así a los santiaguinos,aunque solo por algunas horas, de seguirinhalando el aire envenenado.

Cayetano se había alojado en lapensión de doña Macarena, en el cuartoen que solía dormir Willi Balsen cuandoviajaba a Santiago, ya que era el únicodisponible. A pesar de ello, habíalogrado conciliar el sueño sinsobresaltos. Si analizabadescarnadamente el asunto, estoresultaba completamente natural, sedecía tratando de convencerse. En

realidad, ¿cuántas de nuestrashabitaciones habían sido ocupadaspreviamente por gente ya muerta? En lashabitaciones de las casas, sobre todo delas antiguas, flotaban por largo tiempolas pasiones y los dramas, lasesperanzas y las desilusiones de la genteque las habitó. Si al entrar en ellas unoguardaba el debido respeto hacia susantiguos moradores, todo marchababien. No creía en espíritus, pensó grave,como si leyera una declaración deprincipios, pero de que los había, loshabía. Y diciéndose esto, evocó losafiebrados lances de amor que librabade vez en cuando en casa con Margaritade las Flores y sonrió al imaginar la de

secretos, inconfesables la mayoría, queguardarían en un futuro no muy lejanoaquellas paredes entramadas.

Margarita, su amante chilena devarios años, era una morena cuarentonade rostro atractivo, aunque un tantovoluminosa, especialmente a la altura delas nalgas y los pechos, premisa, porcierto, determinante, al menos estaúltima, que ha de exhibir toda cubanapara aprobar el examen de auténticacriolla. Margarita, como decía, eraatractiva, sabia y muy condescendienteen el arte amatorio. De las chilenas teníael carácter firme y resuelto, la vocaciónde orden y disciplina, y el afán de hacerel amor según las normas bastante

rígidas que alguien le había transmitido.Pero él, Cayetano, como buen caribeño,aliado del verdadero desenfado tanto enla vestimenta como en la gesticulación,le había enseñado la primera y principalregla del amor: que no existen reglas.

Y luego, a medida que pasaba eltiempo y crecía en Cayetano el deseo deinternar a aquella mujer por lossenderos revueltos y exuberantes, sin leyy sin retorno de las pasiones tropicales,fue brindándole medidas precisas,dosificadas, levemente mareadoras, dealcohol. Daba igual si se trataba de unmojito con la yerbabuena más aromáticade La Habana o Matanzas, o del piscosour con los limones más diminutos,

dulces y jugosos de Pica, porque loverdaderamente importante para él erallevarla a saborear conscientemente,antes de que se iniciara el verdaderolance entre los cuerpos, los sudores másíntimos, deliciosos e inspiradores de lacaña de azúcar o los parrones. Pero notodo era mojitos o pisco sour, no. Enaquellas ocasiones especiales, Cayetanola hacía escuchar algún bolero delinolvidable Beny Moré y su orquesta, enespecial aquel susurrante yestremecedor titulado «Oh vida», deEduardo «Cabrerita» Cabrera, o el «Queme hace daño», del Tojo Ramírez, obien «Hoy como ayer», de Pedro Vega, ocualquier otro del Bárbaro del Ritmo, y

todo esto lo dejaba transcurrir bajo laluz muelle y opalescente de una lámparade madera de cactus y en un cuarto bientemperado, porque para hacer el amorcomo Dios manda se necesita el calordel día o al menos el de la noche, fuerade una cama amplia, de colchón duro yrecio, capaz de soportar los másenconados embates. Y entonces,auxiliado por sus manos morenas, sucuerpo aún talludo para su medio siglo ysu boca de lengua suelta pero precavida,como la de todo buen detective,Cayetano no solo le susurraba al oídotantas cosas afiebradas y excitantes, sinoque además la convencía de todas ellas,de modo tal que de pronto Margarita ya

no distinguía a ciencia cierta entre loque le había hecho, le había narrado oquería hacerle. Pero a esas alturas a ellale daba lo mismo y siempre terminabapor estar de acuerdo con su amante.

Aquella mañana, entonces, pensóCayetano, dejando de lado susevocaciones, había comenzado bien.Tras desayunar café con leche y unapaila de huevos fritos en una pequeñacafetería de Bellavista y ponerse al díacon la lectura de los matutinos —elchoque cotidiano en la carretera, laconsabida disputa entre politiqueros ylos elogios al crecimiento económicodel país—, había vagabundeado sinrumbo ni prisa por el barrio hasta subir

a un taxi que lo condujo al restaurante deÑuñoa.

Ya llevaba cuarenta minutos allí. Sila mujer no arribaba dentro de cinco,pediría la cuenta y volvería a Valparaísoa reunirse con Cornelia Kratz. Tuvo quelevantar la vista cuando alguien tomóasiento frente a él. Era un cuarto para launa.

SANTIAGO, VIERNES 8 DE MAYO, 13.00HRS.

Usaba anteojos ahumados oscuros ygrandes, vestía deportivamente ycargaba un bolsón de playa. Eraespigada, llevaba el pelo —un pelooscuro y liso— rematado en tomatemientras su nariz, fina y alta, le otorgabaa su rostro bronceado cierto aire dedistinción.

—Supuse que vendría —comentóCayetano una vez que hubo solicitado

una Perrier con hielo para ella y unanueva garza para él. Luego se introdujoel último cigarrillo en la boca, aplastóla cajetilla y formó una pelotita queencestó en el vaso vacío—. Aunque mela imaginaba diferente, no tan hermosa,si me lo permite.

Le calculó alrededor de cuarenta ycinco años bien conservados con laayuda de cremas y ejercicios. La pulserade oro que tintineaba en su muñeca, lablusa de seda y el calzado italianoreflejaban un bienestar no consolidado,más bien ostentoso. Miembro del clubde los nuevos ricos, el más poderoso delpaís, pensó reprimiendo un eructo.

—¿Quién es usted? —preguntó ella

tensa y se despojó de los calobares,dejando al descubierto unos ojos claros,de un color que oscilaba entre verde ycafé.

El detective aguardó a que eldependiente se alejara tras colocar elpedido sobre la mesa y repuso socarrón:

—Al parecer hoy salió apurada yolvidó su argolla matrimonial.

La mujer observó su mano izquierday reparó con bochorno en la cinta pálidaque ceñía su anular contrastando con elresto de la piel tostada de su mano.

—¿Qué quiere? —insistiódesamparada.

—Lo mejor es que nos presentemos,señora, y nos dejemos de formalidades,

que usted está en un queso y grande. SoyCayetano Brulé, me gano la vida comodetective privado, e investigo elasesinato de Willi Balsen, a quien Diosdebe tener en su santa gloria.

—¿Usted lo conocía?—De lo contrario no tendría su

teléfono —repuso irónico—. Pero aquíquien hará las preguntas soy yo, señora,y si me ayuda, tenga la seguridad de quenadie se enterará de esta conversación ode su relación con Willi. ¿Cómo dijoque se llama?

—Dígame Cote —se llevó el vaso alos labios y bebió con fruición. Dejópasar unos instantes y añadió—: Mire,puede que yo haya cometido un error al

salir con Willi, pero no soy una mujer ala que se pueda amedrentar. Estoy enmedio de una crisis conyugal y con mimarido convinimos en que cada unohaga su vida. Así que si pretendechantajearme no logrará nada.

—¿Quién es su esposo?—Eso no es de su incumbencia.—Cálmese, Cote. Estoy aquí

exclusivamente para que me ayude adilucidar el asesinato de un amigocomún.

Parecía herida y ofuscada. Sereclinó sobre la mesa y sus senos, unossenos contundentes, se deslizaron sobrela superficie hasta tocar el vaso dePerrier.

—De todos modos —añadióbajando la voz— quiero advertirle quesi usted viene a venderme grabaciones ofotos de mis encuentros con Willi, lasverá negras. Usted no sabe con quién seestá metiendo.

¿Sería verdad todo aquello o solointentaba debilitar la acción de uneventual chantajista? Al término de lacita la seguiría para averiguar el númerode chapa de su vehículo. Luego podríaestablecer la identidad del propietario através del registro nacional devehículos.

—Ya le dije, Cote. Soy detective, yno vine a buscar dinero, ni a ofrecerlefotos, ni a reclutarla para causa alguna,

sino solo para obtener informaciónsobre Balsen. Después de eso, no creoque sea necesario que volvamos avernos.

Ella se mordió los labios escéptica ylos pómulos se le marcaron con fuerza,plasmando aún mejor su rostro. Era delas mujeres que llaman la atención. Ajuzgar por su postura erguida y el grácilmovimiento de sus manos debíapracticar ballet. ¿Por qué no? A lossetenta años, Alicia Alonso, la granbailarina cubana, ciega y ajada, loseguía practicando con maestría.

—Es poco lo que puedo contarle —repuso más tranquila—. Lo conocí haceaño y medio, en un restaurante del barrio

Bellavista. Él había viajado a Santiagopor razones de trabajo. Conversamos,nos sentimos atraídos y nos vimos un parde veces en secreto. Eso es todo.

—¿Cuándo lo vio por última vez?—Hace un año. En serio. Habíamos

suspendido nuestros encuentros.—¿Por qué?Sus ojos buscaron una respuesta

entre las ramas de los árboles de laplaza y luego, encogiéndose de hombros,repuso:

—Lo nuestro fue una simpleaventura que vivimos en una fase desoledad, algo que ambos queríamosolvidar y de lo que una se arrepientetoda la vida. Me costó el matrimonio.

¿Puede entender eso?—La infidelidad es irracional —

dictaminó Cayetano comedido—, perolo peor es que más irracionales son loscelos.

—Yo sé lo que usted está pensando.—Dígamelo, por favor, porque yo

mismo lo ignoro.—Piensa que soy una mujer fácil.

Para usted, los hombres conquistadoresson héroes, pero las mujeresconquistadas, prostitutas.

—Se equivoca —estaba tranquilo.Tumbó la ceniza sobre el cenicero—.Me resulta totalmente indiferente lo quecada cual haga con su vida privada.

—Suena bien, pero no le creo.

Soltó una bocanada y bebió un largosorbo de cerveza mientras ella echabaun vistazo hacia la plaza. Un auto frenóhaciendo chirriar las gomas sobre elpavimento. Se detuvo a escasoscentímetros de un bus. La gente seguíamuriendo como moscas en las calles,mostrando una vocación de kamikazesinaudita, reflexionó antes de volver arefrescarse el gaznate.

—¿Dónde vio a Willi Balsen porúltima vez?

—En Santiago. En su pensión.—¿Nunca le comentó nada

inquietante con respecto a San Pedro?¿No le hizo algún comentario sobrepersonas con quienes pudiera tener

roces allá?—No, nunca. Era un pan de Dios.

¿No se dijo que lo mataron pararobarle?

—En la investigación de unhomicidio hay que ir de lo másinverosímil a lo más plausible y enalgún punto se halla la clave. Pero esoes pura teoría. ¿A usted no le parecióque Willi realizaba operacionesilegales? —preguntó de prontocambiando de tema.

Ella miró hacia la plaza, se introdujoluego unos trocitos de hielo en la boca ypreguntó:

—¿Usted piensa que lo mataron porcosas turbias?

—¿No traficaba con drogas?Se paseó suavemente la palma de la

mano por la frente, como si sudase, y secercioró de paso, con un gestoarmonioso, que hizo cimbrar sus senosbajo la blusa de seda, de que el tomateestuviese bien recogido por sobre elcuello.

—Willi era un pan de Dios —repitió. Una venita se le marcó en lafrente—. Vivía exclusivamente para suproyecto de irrigación. Nada más ajenoa su espíritu que involucrarse encuestiones ilegales.

—¿Está segura?—Era uno de aquellos idealistas

europeos que cuando llegan a América

Latina se arremangan la camisa paraluchar contra la pobreza y la injusticiasocial, pero que terminan representandoa un consorcio químico o decomputación con residencia en el barrioalto. Cambian los ideales de juventudpor una buena cuenta en dólares. No losculpo. Yo habría hecho lo mismo, sihubiese tenido ideales alguna vez.¿Usted es izquierdista?

—Yo no creo en esas etiquetas quefinancian los políticos para mantenervotos cautivos.

—Sólo se lo preguntaba porque eslo único que envidio a los izquierdistas.Por lo general la gente de derecha notiene otros ideales que hacer dinero. En

fin.—Según tengo entendido, Balsen era

comunista.—Lo había sido —aclaró seria.

Bajo su quijada comenzaban a marcarselas arrugas definitivas de una vejez quela esperaba agazapada en alguna esquinacercana—. Por eso había marchadocomo voluntario a ayudar a los negrosen África. Después del derrumbe delcomunismo europeo y a la caída delMuro de Berlín, descubrió que habíasido engañado.

—Harto tarde —el detectiveacarició su vaso—. Esos cambiossorpresivos nunca son consistentes yduran poco.

—Puede ser —admitió ella cortante—, pero Willi siguió dedicándose aayudar a los pobres. A él lo que lefaltaba era realismo, un poco de calle yrealismo. Se pasó la vida entregado acausas ajenas y debe haber muerto pobrecomo una rata. Se lo pronostiqué.

Vislumbró un aire de resignadanostalgia en ella. A juzgar por suspalabras, seguía enamorada del alemán.Aunque seguramente luchaba porrecuperar su matrimonio por razonespragmáticas. Balsen, a fin de cuentas,estaba muerto.

—Quiero insistir en algo, Cote —dijo Cayetano apretándole la manomientras la miraba con sus ojos miopes

y tristes—. ¿Nunca le habló de nadailegal o que pareciera ilegal?

—No.—¿Ni siquiera de tráfico de piezas

arqueológicas?—Nunca. No me lo imagino en nada

ilegal.—¿Lo visitó alguna vez en San

Pedro?—Nunca.—Porque estaba casada.—Así es —admitió desafiante.Cayetano aplastó varias veces el

cigarrillo contra el cenicero hastaapagarlo.

—¿Aún no ha hablado la policía conusted? —expelió el resto del humo por

la nariz.Su bello rostro repentinamente

encendido y sus manos crispadasacusaron el golpe. A partir de suexcesivo nerviosismo pudo intuir que lodel fracaso matrimonial podía sersimplemente una mentira. La posibilidadde que la policía la vinculara de una uotra forma con Balsen sí pondría enpeligro definitivo su matrimonio. Seimaginó a su esposo: ejecutivo maduroen alguna financiera, terno y corbata,auto japonés, oficina alfombrada en un«edificio inteligente», esclavo deltrabajo, ajeno a la familia y a lasinquietudes más íntimas de su atractivamujer.

—Ni saben que existo —respondióella con un sesgo de inseguridad—. Leruego que no me inmiscuya en esto,señor Brulé. La historia con Willi solofue una aventura pasajera que perteneceal pasado, créame.

Cayetano se rascó el lóbulo de unaoreja, se ordenó el bigote y luego dijo:

—Dejemos las cosas hasta aquí,entonces, Cote. La llamaré en cuanto lanecesite. Y no se preocupe, la policía nosabrá de usted por boca mía.

VIÑA DEL MAR, VIERNES 8 DE MAYO,21.00 HRS.

No es fácil dar de buenas a primeras enViña del Mar con el magníficorestaurante francés La Cuisine, uno delos predilectos de Cayetano Brulé.

El local, una pequeña y acogedorasala con piso de madera repleta deantigüedades a la usanza de los bistrósde Montmartre, se halla en una antiguacasa de un nivel, ubicada en un sombríopasaje a espaldas del terminal

rodoviario. La Cuisine ofrece los platosmás delicados de la cocina francesapreparados por un chef chileno cuyaespecialidad es la comida gala. Cuandouno se adentra en la atmósfera nostálgicadel local, en su luz mortecina,atemperada a ratos por una canción deJuliette Gréco, Gilbert Bécaud, YvesMontand o el triste acordeón queinterpreta «Paris canaille», de Ferre,queda anonadado por el impecablepiano negro que refleja las figuras, labruñida victrola RCA que solo pareceaguardar a que alguien haga girar sumanivela para inundar aquel espacio conla voz de Edith Piaf, el pequeñoWurlitzer cromado con discos de 45

revoluciones, las lámparas de madera ygénero, amarillentas, pasadas ya a humo,que penden sobre cada mesitaenvolviendo a los comensales en una luzcálida e íntima y enmarcan los mantelesa cuadritos rojos y blancos, manchadosa veces con gotitas de buen vino tinto.

—Muchos restaurantes viñamarinosafirman ser franceses —dijo CayetanoBrulé a Cornelia Kratz mientras tomabanasiento en la mesita junto a la ventanaque se abre al terminal de buses. Llovíaafuera mientras adentro el conjunto dePierre Solange inundaba el local con«Pigalle» desde un tocacasete—.Muchos quieren ser franceses. Sólo LaCuisine lo es.

En una especie de barbacoa, que sealcanza ascendiendo por una estrechaescalera metálica de caracol, funciona,casi en secreto, una pequeña y biensurtida tienda de disfraces. Allí, losdelicados aromas que despiden a ratoslos moules, los champiñones rellenos,los filetes mignon o la langostathermidor se confunden con los trajes deRobin Hood, Enrique VIII, Calígula,Charles Chaplin o el mismo LlaneroSolitario. Y cuando uno saborea, yapronto a irse, una crêpe suzette flambé oun reconfortante Remy Martin, no esextraño ver bajar por la escalera a unAladino frotando con esperanza sulámpara maravillosa, un Sandokán que

blande con furia la espada o bien a unabellísima Blanca Nieves acompañada deCaperucita Roja.

—Me parece estar en lasinmediaciones de la Gare du Nord deParís —afirmó la periodistacontemplando de lejos la máquinaregistradora de comienzos de siglo queyacía sobre el mesón de madera, bañadapor la luz de una lamparita art nouveau—. A propósito —agregó seria—, ¿dedónde vienen los Brulé?

—De Grandville. ¿ConoceGrandville?

—No.—Uno de los pueblecitos costeros

más bellos de Normandía. Eran

campesinos que emigraron a América.Una rama llegó a Chile a la isla deChiloé a fines del siglo pasado. Otra, dela que desciendo, vivió en el siglodieciocho en Haití. Alcanzaron aescapar de la revolución negra deToussaint Louverture y se establecieronen Santiago de Cuba.

—Ahora entiendo su origen cubano.—Es gente honesta, emprendedora,

de iniciativa, con alma de pioneros.Nunca se quedan en el mismo lugar pormuchas generaciones.

—Así veo —repuso ella hundiendosonriente sus ojos claros en los deCayetano.

—Disculpen, dama y caballero.

¿Algún aperitivo?Ordenaron sendos pisco sour y para

picar, champiñones rellenos conespinaca, a un hombre frágil, ya mayor,de canas y bigotito, que se perdió deinmediato detrás del mesón.

—¿Y qué me dice? ¿Ha logradoavanzar algo en sus pesquisas? —preguntó la periodista.

Cayetano indicó con sus manos haciala carpeta que tenía sobre el mantel ydijo:

—Se avanza, aunque poco.El restaurante estaba lleno y afuera

el viento norte ululaba dejando caer unaguacero cerrado sobre las callesempozadas. Como siempre, el temporal

cobraría su acostumbrada cuota deembarcaciones hundidas, casiderrumbadas y caminos anegados. Cadalluvia en Chile era como la primeralluvia de su historia.

—Cuénteme.—Balsen era un tipo muy reservado,

trabajador, y parece que algo mujeriego.Nadie lo conocía bien. Pese a que laembajada me entregó estos documentoscon datos y fotografías de su persona yel proyecto, aún no logro trazarme uncuadro acabado de él.

—¿A qué se refiere con mujeriego?El detective rompió el sello de la

cajetilla de Lucky Strike y extrajo uncigarrillo. Luego, mientras buscaba con

aire ausente los fósforos en su chaqueta,recorrió con la mirada las mesasadyacentes en busca de alguienconocido. Dos monjes franciscanosbajaron en sandalias de la tienda y seacodaron en el mesón, donde pidierontragos cortos y aceitunas.

—Dígame —insistió Cornelia—. ¿Aqué se refiere con mujeriego?

—A nada concreto, solo a que teníauna amiguita en Santiago.

—Bueno, eso no pone ni quita alasunto.

—La mujer de Santiago, con la quehablé, no brindó información muyvaliosa —afirmó. A través de la llamitaadvirtió en el rostro de la periodista una

mueca de desasosiego—. Me dijo quehabía roto con Balsen hacía más de unaño, cosa que bien pudo habérmelacontado para zafarse de mí.

—¿Y en la embajada le dieron almenos alguna información másinteresante?

—Esta carpeta con datos. Nada más.—Si usted no fuese tan obcecado y

me hubiese permitido conversarpersonalmente con la gente de laembajada, la cosa pintaría distinta —reclamó Cornelia golpeando con lapunta de sus uñas sobre la mesa—.Seguro que a mí, como alemana, mehabrían dicho algo más. A usted, ydisculpe la franqueza, como sabueso del

Tercer Mundo no lo tomaron muy enserio.

—Pues a mí el tal Kahlau mepareció serio. Y de paso le voy a decirque en nuestros países ni el presidentede la República entrega a sus ministrosuna carpeta como la que recibí en suembajada.

—¡Tonterías!—¿Tonterías?—Si usted hubiese sido detective

norteamericano, no le habrían pasadocarpetitas de la sección de relacionespúblicas. Lo hubiese recibido elembajador en persona y lo habríainvitado a almorzar a la casa.

—No le niego que eso hubiese sido

más interesante y seguramente apetitoso,porque la única cualidad que tenía elcafé que me sirvió Kahlau era queestaba caliente. Lo de muy dulce es otrocuento, el azúcar viene de la caña.

—Es una cuestión de categoría —continuó Cornelia muy seria, frotandocon la servilleta de papel su tenedor—.¿Me entiende? Mis gentes se criaronleyendo novelas y viendo películaspoliciales norteamericanas, y noconciben que en un paisito del TercerMundo, como este, pueda haber alguiendedicado profesionalmente a lainvestigación.

Optó por callar, no estaba de ánimopara discutir con su cliente. Siempre

ocurría algo similar con quienes seacercaban a un detective privado. Lasexpectativas resultaban desmesuradas.Quienes acudían a ellos eran, por logeneral, personas defraudadas por lalentitud de los trámites de la policíaoficial y que creían que a un detectiveprivado podían exigirle elesclarecimiento inmediato de loshechos. La experiencia demostraba quelo más recomendable era permitir que sedesahogaran y que las aguas retornarangradualmente a su cauce. De todosmodos, él terminaría ordenando a sugusto los pasos de la investigación.

—Sea como sea —repuso al rato,cuando vio que Batman bajaba por la

escalera de caracol seguido de Robin.Hizo una pausa al ver que se acercabanal mesón y abrazaban alegres a losfranciscanos—. Creo que en esta zonaya no obtendré más información valiosasobre Balsen.

El camarero colocó las copas y lapequeña bandeja con champiñonesrellenos sobre la mesa y tomó la orden.La periodista escogió crema deespárragos y ensalada Niçoise, eldetective sopa de mariscos, filetemignon y plátano flambé acompañadode un éclair. Se inclinaron ambos por untinto del Rhône.

—Las cremas y los dulces soloterminarán por subirle el colesterol —

advirtió Cornelia antes de dictar unacátedra sobre las ventajas de la comidavegetariana—. Si sigue comiendo así, vaa morir muy pronto —afirmó al rato.

—Para serle franco, si no puedoseguir comiendo así prefiero morir —seintrodujo un champiñon entero en laboca—. Pero pasando a otro aspecto —continuó—, el señor Kahlau y la Cote, laantigua amante de Balsen, coinciden,como ya le dije, en que Balsen no teníaenemigos y en que era una personahonesta.

—Bueno, eso se lo dije yo desde uncomienzo.

—Está bien, lo admito. Pero ahoraque ya terminé mis indagaciones en

Santiago, es necesario que me traslade aSan Pedro de Atacama y que arreglemoslo de los viáticos para el viaje. Ustedme entiende.

Advirtió en su rostro una ciertaincomodidad. Probablemente no leagradaba la idea del desplazamiento alnorte. Era joven y enérgica aquellamujer, especialmente cuando le tocabanel bolsillo.

—A lo mejor está echando de menosel sol del desierto —comentó Corneliamordaz.

Él miró hacia la calle y a través dela ventana vio su antiguo Lada negroempapado bajo la lluvia. Los faroles delos buses iluminaban de cuando en

cuando la ventana, dejando aldescubierto la lluvia que rayaba lanoche.

—Un poco de sol no me vendría mal—reconoció acomodándose los lentes.En la barra, Batman se había despojadode su antifaz y vaciaba ahora un schop.Robin, entretanto, volvía del baño y, conímpetu juvenil, se echaba al pico unabotella de Coca-Cola light—. Pero, enverdad, se trata de otra cosa.

—¿Qué sucede?—Parece que Balsen se dedicaba al

tráfico de algo.El rostro de ella se tornó huraño y

tres arrugas surcaron su frente pálida.Desplegó con un gesto nervioso la

servilleta sobre el regazo y preguntótemerosa:

—¿Droga?—No sé.—¿Tráfico de qué?—Al menos de piezas

arqueológicas.—¿Está seguro? —bajó la vista

como si esperase que el detective leconfirmara una sospecha que abrigabadesde hacía mucho.

—Tengo algunas pistas que hacenrecomendable viajar a San Pedro,Cornelia.

—¿Para qué?—Quisiera hablar con gente del

proyecto SOS, con conocidos de Balsen

y con un tal Palomares, que pareceinteresante. Era quien le suministrabalas piezas.

—¿Cuándo necesita viajar?Cayetano intuyó ahora una repentina

disposición de ella a colaborar, cosaque lo hizo sentirse satisfecho. Secercioró, como un felino, de que susbigotazos estuviesen limpios deespinaca y repuso:

—Mañana mismo, a primera hora, sies posible.

—¿Y por cuánto tiempo?—No podría decirle.—¿Por qué no?Se encogió de hombros.—La investigación puede durar

semanas o solo días. Pero no seinquiete, yo la mantendré informada porteléfono. Además, me podrá ubicar en laTrópico de Capricornio, una hosteríamodesta, pero muy digna de San Pedrode Atacama.

—Si es así —respondió Corneliacon una sonrisa cómplice—, yo loacompañaré. Estoy loca por ver decerca a un auténtico sabueso del TercerMundo en acción.

SAN PEDRO, SÁBADO 9 DE MAYO, 13.15

HRS.

Doce mil años después de que losdescubridores avistaran desde elaltiplano el oasis regado por las aguascaudalosas y bermejas de los ríos,cuando perseguían apunados una díscolamanada de paleolamas, Cayetano Bruléy Cornelia Kratz arribaron a San Pedrode Atacama. Era mediodía, el volcánLáscar humeaba y el sol rajaba las

piedras.En menos de tres horas el Boeing

737200 de Lan Chile los había instaladoen la pista del aeropuerto de Calama,cuyo trazado se confundía con lasuperficie pedregosa del desierto másárido del mundo. Ya desde el aire elsabueso no podía dar crédito a sus ojos.Abajo la tierra se había convertido enuna vastísima superficie rugosa cubiertade manjar, flanqueada al este por lasmontañas, que superaban en altura elvuelo de la nave, y al poniente por elPacífico, que relucía turquesa, como lasaguas matinales del Caribe, y depositabahebras blancas con cada una de susarremetidas contra la costa. El camino

pavimentado que conducía delaeropuerto a San Pedro ascendíaprimero en dirección a la cordillera yluego se hundía en la hondonada delValle de la Luna. Hora y media tardó elbus en cubrir aquellos cien kilómetros.

Cayetano cargó las maletas deambos hasta la plaza, donde se sentaronbajo las copas frondosas de lospimientos. El sol alumbraba desde elazul intenso y absolutamente limpio, ylos muros encalados de la parroquia y supequeño campanario reverberaban comosi Dios hubiese hecho un alto aquellamañana en su interior. Las estrechascalles de tierra, bordeadas por casitasde adobe, se alargaban rectas y

solitarias al igual que las de un pueblofantasma.

—La hostería debe quedar cerca —anunció Cayetano mientras observabacon rumor de tripas a los pasajeros quealmorzaban en el patio interior delrestaurante ubicado a un costado de laparroquia. Una cubierta de caña losprotegía del sol—. En cuanto se nospase el sofoco, continuamos.

—¿Y quién se la recomendó? —resolló la periodista poniéndose de pie.Sentía la boca seca, una leve molestia enla frente y una extenuación inexplicable.Debía ser el apunamiento del que lehabía hablado Cayetano.

—Un amigo que tiene una casa de

citas en Valparaíso. Pero no se asuste,no creo que exista quien soporte cruzarel desierto para venir a hacer el amor.La hostería nos conviene porque, pese aque es barata, ofrece cuartos limpios,agua caliente, luz y desayuno.

Caminaron varias cuadras por lacalle Tocopilla hasta dar con la Trópicode Capricornio. Quedaba mucho másallá de la intersección con Caracoles,donde se habían instalado restaurantes,agencias de viaje y almacenes, creandouna especie de pequeño centrocomercial. Era un terreno amplio, planoy yermo sobre el cual habían levantadocabañitas de adobe con fundamentos depiedra, techumbre de chañares y techo

de brea y barro, al más puro estiloatacameño. Frente a las construccioneslos recibió un hombre de ojosescrutadores, cejas espesas y ojerasabultadas. Arriba planeaban en círculolos jotes.

—Solo me queda una pieza —anunció—. ¿La toman?

El detective depositó las maletassobre el polvo y aspiró el aireapelmazado de la tarde. Se sentíadesfallecer no tanto por el calor, que afin de cuentas le resultaba grato sirecordaba el frío que reinaba en esosinstantes en Valparaíso, sino por labreve y extenuante caminata queacababa de realizar a dos mil quinientos

metros de altura. Ya le habían advertidoque podría superar el apunamiento endos o tres días siempre y cuandocomiese poco y bebiera mucha agua.Además, le incomodaba la perspectivade tener que compartir cuarto con laalemana. Prefería dormir solo, libre deconvencionalismos y a sus anchas, y nojunto a una mujer, que si bien leresultaba hasta cierto punto atractiva —aunque a él le sedujesen más bien lasmujeres de piel canela y cabello negro,caderas generosas y senos pequeños,porque presagiaban mejor dominio delritmo y el baile y, por lo mismo, delamor—, no dejaba de considerarlaprimordialmente su cliente. Convenía,

por lo tanto, respetar al dedillo la reglade oro: estricta separación entre negocioy alcoba. Con los clientes prefería lascosas nítidas, nítidas al igual que losperfiles de la cordillera recortadoscontra el cielo.

—¿Buscamos pieza en otra parte? —preguntó titubeando.

Sentía que el paladar se le tornabaamargo y áspero mientras el mundocomenzaba a girar vertiginosamente a sualrededor y sus piernas flaqueaban.Había exagerado la nota al cargar ambasmaletas desde la plaza. Debía reposar.

—Lo que es a mí —opinó Corneliamientras se pasaba la palma de la manopor su melenita de fuego, que le

asemejaba a un puercoespín,puercoespín alemán, por cierto—, me dalo mismo. Yo no ronco.

—Me imagino que el caballerotampoco se opondrá a compartir cuarto—intervino el pensionista insidioso.

Lo siguieron por la vastedad delpatio cercado por las cabañas. Frente aellas se aireaban calzoncillos y polerasque colgaban de cordeles amarrados alos chañares. Más allá divisaron unosescuálidos pimientos y una pareja dellamas.

—Me dicen don Roque y soy eldueño de esto —anunció el hombreabriendo la portezuela de una cabañapara permitirles el ingreso a un cuartito

caliente como sauna. Tenía una ventanasin cortina, que miraba hacia un muro depirca y la cordillera, dos camasestrechas, entre las que apenas encajabaun velador, y un anaquel vacío. El pisoera de cerámica roja y el cielo blanco,manchado por las moscas—.¿Extranjeros?

—La señorita es alemana.—¿Y usted?—Cubano.Lo escrutó con desconfianza.—¿Escribirán sobre el oasis? —

preguntó don Roque a Cornelia.—Así es. Para un diario alemán.Dedicó una mirada esperanzada a la

periodista que vestía aquel día un sari

de la India, bajo el cual sus senosbregaban por expresarse con elocuencia,pero la mujer examinaba ahora losrincones del cuarto, buscandoinfructuosamente un lugar donde colgarla ropa.

—Ojalá que hable bien de nosotros—dijo don Roque—. Mire que lamayoría de los periodistas extranjerosviene aquí solo a desprestigiarnos.

Cornelia se volvió con los brazos enjarra.

—¿Ha tenido malas experiencias?—preguntó impertinente.

—Muchas, y siempre es igual.Primero quedan extasiados con eldesierto, pero después terminan

despotricando en contra nuestra. Que laecología, que el turismo, que la pobreza,que los precios. Desaniman a los turistaseuropeos y nos hunden a nosotros, quevivimos del turismo, señorita.

—Yo, al menos, practico unperiodismo serio —respondió Corneliamolesta y acomodó su cámara sobre elvelador para comenzar a desempacar suequipaje.

El dueño de la hostería se acercó ala ventana y abrió las hojas en un intentopor refrescar la cabaña. Entró unvientecillo tibio y seco, que se detuvoenseguida, trayendo el rebuzno de unburro y los berridos de ovejas.

—Me imagino que con la muerte del

alemán ahora la cosa se pondrá peor —opinó Cayetano.

Don Roque giró sobre sus tacos y sedirigió al baño como si no lo hubieseescuchado. Al parecer los cubanos noeran de su agrado. Abrió la portezuela einspeccionó en silencio las trizadurasdel lavamanos y la gotera de la duchadetrás de la cortina de plástico. Tiró lacadena del estanque de la taza, escuchófluir el agua, y luego se secó satisfecholas manos con las toallas dispuestaspara los pasajeros. Cornelia presenciódesconcertada aquella acción.

—Más que seguro que empeorará —meneó la cabeza y esgrimió una muecade desaliento, que Cayetano no supo si

atribuir a la muerte del alemán o alestado deplorable en que se encontrabael baño.

—Seguro —apuntó el detective consorna. Prefería, como todos, las toallassecas—. Si no se aclara el crimen,vendrán menos europeos al oasis.

—Lo que sería una gran lástima,aunque dejan poco, porque en sumayoría son mochileros que andan aldos y al cuatro —replicó don Roquevolviendo a cerrar la puerta del baño—.Pero para dejar las cosas claras, alseñor Balsen lo mató la imprudencia —afirmó cambiando de tono.

—¿Cómo es eso?—Dicen que manejaba millones en

casa, dinero del proyecto. Y, claro, loasesinaron para robarle. Él se confió,pues aquí la gente es buena, incapaz dealgo así, pero pasa mucho turista.Fueron turistas —afirmó y se cubrió deinmediato la boca con la palma de lamano—. Disculpe, no quise ofenderlos,pero aquí nunca sucede nada, aquí nosconocemos todos.

—¿Y qué dice Carabineros? —inquirió el detective.

Cornelia había terminado de colocarsus prendas en el anaquel y ahora sehabía sentado en una de las camas aescuchar con atención.

—Figúrese. Aquí llegan más de milpersonas por semana y el pueblo tiene

mil quinientos habitantes. ¿Se imaginaseguirles la pista a todos? ¿Adónde? ¿ASantiago? ¿A Estados Unidos o Europa?Aunque creo que ya hay una pareja desospechosos detenidos. En fin —parecíadecidido a abandonar el cuarto—.Ustedes deben venir cansados y es horade que los deje tranquilos. A propósito,¿por cuánto tiempo piensan quedarse?

—Un par de días, creo yo. Dependede cómo se den las cosas —intervinoCornelia.

Don Roque abrió la puerta y antes desalir, dijo:

—Deben registrarse con suspasaportes en la recepción. Carabineroslo exige con mayor celo que antes, por

lo del alemán.—Lo haremos enseguida —repuso

Cayetano y se acercó a don Roque. Enun intento por lograr cierta intimidad,posó una mano sobre su hombro y lepreguntó—: ¿Usted conoció a Balsen?

Su rostro se contrajo. Miró aldetective con sus ojos negros comoaceitunas y se acarició la barbilla y lasmejillas fláccidas y mal afeitadas.

—¿Van a escribir sobre él?—Es probable —repuso Cayetano

intentando intercambiar una mirada deinteligencia con Cornelia, pero elladescansaba de espaldas, con lospárpados entornados, sobre la cama—.¿Usted sabe quién podría contarnos algo

de él?Don Roque lanzó un bufido de

desaliento. Cayetano lo observó condeleite. Desde su infancia habanera seimaginaba a Aladino como alguienparecido a don Roque. Pero este, ajuzgar por el calamitoso estado de suhostería, aún no había aprendido a frotarla lámpara.

—No me atrevo a dar nombres,porque aquí los atacameños son muyreservados y no les gusta verseinvolucrados en asuntos extraños dechilenos o extranjeros.

—¿Los atacameños no se consideranchilenos? —preguntó Cornelia desde lacama.

El dueño de la hostería sonrióorondo y repuso:

—Para nada. Son atacameños. Sonanteriores en miles de años a nosotros,los chilenos. Cuando bajaron al oasispor vegas y quebradas, los mapuches nollegaban al Chile actual y no tengo ideaen qué andaban los españoles en supenínsula.

—Disculpe —intervino Cayetano,tratando de volver a su tema—. Perotiene que haber alguien, al menos, aquien yo me pueda dirigir para hablarsobre Balsen.

—Podría ser Saúl Puca.—¿Quién es?—El encargado del proyecto de

irrigación que dirigía el alemán. Un tipojoven, inteligente, que antes trabajaba debibliotecario en el museo del padre LePaige.

—Puca —repitió Cayetano y dejóresbalar aquel nombre por su lengua—.Me imagino que es atacameño.

—Y del Ayllu de Solor.—¿Qué es un Ayllu? —preguntó el

sabueso.—Una especie de barrio con

vínculos familiares, que existe desdeantes que llegaran los españoles. Sonquince en total. Unos más unidos queotros. Allí mandan los achaches, losviejos del Ayllu.

El detective acarició pensativo las

puntas de su bigotazo.—¿Y usted cree que Puca acepte

recibirme? —preguntó al rato.—Creo que debería hacerlo, pienso

yo —se encogió de hombros—. A fin decuentas fue la mano derecha de Balsenen toda esa broma macabra.

—¿Broma macabra? —repitióCayetano.

—Sí. La de convencer a losachaches que se puede vencer aldesierto.

SAN PEDRO, SÁBADO 9 DE MAYO, 18.20HRS.

Tras dormir una larga siesta, y mientrasCornelia Kratz continuaba roncando ensu cama a pierna suelta, vestida solo concalzón y polera, Cayetano Brulé seduchó y salió en busca del encargadodel proyecto que dirigía Balsen. Afueralo aguardaban el frío helado que soplabadesde la cordillera barriendo lascallejuelas en sombras y el discoplateado de la luna ya instalado en el

cielo crepuscular.Alcanzó la plaza de San Pedro justo

en el momento en que su antiguo Poljotruso marcaba las seis y media de latarde y la parroquia hacía tañir sucampana. Se detuvo bajo los pimientos,de espaldas al restaurante Juanita, a esahora ya frecuentado por turistas, y desdeallí contempló por un rato la fachada dela casa que alquilaba la oficina de laorganización SOS.

Era una construcción como tantas deloasis: de un piso, paredes de adobe,techo de barro, pintada con variasmanos de cal. Las dos ventanas y lapuerta en el centro, ahora cerradas,daban hacia la calle Valdivia,

brindando, seguramente, una vistaprivilegiada sobre los árboles y elcostado poniente de la parroquia.Cayetano se alzó el cuello de lagabardina y avanzó a paso decidido.Junto a la puerta vio un letrero demadera con las siglas rojoverdes de laSOS. Tocó tres veces.

No tardó en abrir un joven delgadode rostro cetrino y ojos oscuros.

—¿Don Saúl Puca?—El mismo.Aunque llevaba camisa de franela a

cuadros, así como jeans y zapatillas, suestatura mediana, su piel morena, sunegro pelo lacio y su nariz ganchudarevelaban al atacameño. Desde el fondo

de la casa venía por los aires un corridomexicano.

—Soy Cayetano Brulé —escudriñóen el rostro de su interlocutor el efectoque causaba su carnet. En Chile uncarnet abría puertas y constituía undocumento clave para subsistir. Eraextraño, pensó, solo en Chile y enAlemania un simple cartoncitoplastificado desbrozaba tantos caminos.¿Se debería quizás a la mentalidadjerárquica imperante en ambos países?—. Investigo el asesinato de WilliBalsen. ¿Podríamos hablar unosminutos?

La incertidumbre y la desconfianzase reflejaron en Puca, pero lo invitó a

pasar con una sonrisa forzada.Ingresaron a una sala con piso de

cemento, iluminada exiguamente por unaampolleta que pendía de las vigas deltecho. Los ojos de Cayetanodistinguieron primero un estante repletode libros, carpetas y discos compactos,a su lado un pequeño equipo de radiocon bocinas grandes, luego una mesaque, a juzgar por la máquina de escribirque descansaba sobre ella, hacía lafunción de escritorio, y por últimovarias sillas. Adosada a la pared delfondo, bajo fotos enmarcadas, vio unacama estrecha, cubierta con un ponchocolorido, y a su lado un velador con elpequeño aparato de radio que transmitía

rancheras.—Asiento, por favor —dijo Puca

con aire solemne. Tenía el cuellodelgado de las personas ágiles ydiligentes—. Hace un par de semanasestuvieron aquí los carabineros. Meinterrogaron y luego se marcharon. Esterrible lo que sucedió con el pobre donWilli.

—Esta era la oficina de Balsen, ¿no?—inquirió Cayetano mientras acercabauna de las sillas a la mesa y seacomodaba.

—Así es —repuso Puca imitándolo—. La oficina y su casa. Lo tenía todo enesta pieza. En realidad la casa la mandóa construir don Pedro de Valdivia hace

quinientos años y es solo lo que ustedve, más el patio trasero donde crecenperales e higueras y agregaron un bañocon ducha. Aquí vivía y trabajaba donWilli.

—Y ahora vive usted.—En cierta forma —tartamudeó

avergonzado—. Solo por un tiempo.—¿Y cuál es el objetivo del

proyecto?Puca carraspeó, cruzó sus manos

sobre la mesa y dijo:—En una primera etapa se trataba de

cavar pozos y más tarde de construiracequias y piletas para almacenar aguadurante la noche. En San Pedro existeuna comunidad de regantes y uno recibe

agua cada veinte días, una hora porhectárea. Si anda de mala suerte, elturno le puede tocar de noche, y sicarece de pileta, no puede almacenar elagua simplemente.

—¿Y ese proyecto se financia conrecursos del SOS?

—Y con el trabajo voluntario de lagente.

—Entiendo que el proyectobenefició principalmente al ayllu deSolor. ¿Por qué solo a Solor?

—Yo pertenezco a Solor. Fueron losachaches del ayllu los únicos que seinteresaron por el proyecto que ofrecíaBalsen. Los demás desconfiaron y ni seacercaron a la oficina.

Puca tenía voz aguda, casi demuchacho, pero sus manos, largas,cobrizas y huesudas, se encargabanpermanentemente de enfatizar lo queafirmaba con gestos reposados.

—Explíqueme otra cosa —dijoCayetano—. No entiendo por qué Balsenguardaba el dinero del proyecto aquímismo.

—Porque prefería pagar deinmediato los materiales o los serviciosque adquiría —dijo Puca colocando unlegajo de papeles debajo de la máquinade escribir—. Aquí no hay ni cajafuerte. Yo le había dicho que me parecíapeligroso guardar tanto dinero. Era algoque todo el mundo sabía.

Cayetano reparó en que las fotos quecolgaban de la pared exhibían escenasde trabajo. Se puso de pie y las observócon detención. Vio a grupos de personasque cavaban la tierra o limpiabanacequias, o bien posaban serios junto aBalsen. Tal como en las fotos de lacarpeta entregada en la embajada, elalemán destacaba por su estatura y sularga cabellera rubia. En todas el cielorelucía azulísimo, limpio de nubes. Leyóa la rápida el lomo de un par de librosalineados. La mayoría estaba en alemány trataba de hidráulica.

También halló un par de obras encastellano: Las venas abiertas deAmérica Latina, de Eduardo Galeano;

Conversaciones con Fidel, de FrayBetto; Cimarrón, de Miguel Barnet; Lamala memoria, de Heberto Padilla y unaautobiografía de Stephan Heym junto aunas monografías de la Fundaciónsocialdemócrata Friedrich Ebert. A uncostado, casi confundidos con estostextos, vio algunos discos compactos:Silvio Rodríguez, Pablo Milanés, LeoBrouwer y Joan Manuel Serrat. En fin,meditó lanzando un suspiro, ya podíareconstruir con relativa precisión elperfil político de aquel alemán. Era unade aquellas aves de emigración tardía.Ahora descansaba para siempre lejos delas arenas de Atacama. Volvió a sentarsey preguntó:

—¿Y ahora cómo se las arreglan sinBalsen?

Puca apoyó los codos firmementesobre la mesa.

—Aún no recibo instrucciones deBerlín —dijo después de una pausa—.Hasta el momento no han enviado anadie y desconozco qué sucederá,especialmente ahora, que enfrentamosproblemas serios.

—Según la embajada las cosasfuncionan bien.

—No tienen idea —dijo bajando lavista—. En tres años hemos construidodoce piques, tres kilómetros de acequiasy cinco piletas, lo que es aceptable y seacerca a los objetivos del proyecto,

pero lo malo es que comenzaron a bajarlos espejos de agua de los pozos. Alparecer en algunas partes se ha afectadoel manto freático.

—¿Y entonces?Sacudió la cabeza decepcionado.—Los piques funcionaron bien en un

primer momento, el agua afloraba sola—continuó—. Pero después hubo quecomprar bombas para extraer agua. LaSOS tuvo que comprometerse a financiarsu adquisición. Pero de pronto Berlín leanunció a don Willi que no podríafinanciar más bombas. Ha sido todo envano —se lamentó—. Todo. Los piquesy las acequias. La gente se sacrificó,dejó de trabajar en otras cosas, se

endeudó y quedó sin agua.Lo vio escrutar en silencio la

superficie nudosa de la mesa, incapaz deelevar los ojos. Cayetano aprovechópara encender un cigarrillo y aspirarlocon calma. El proyecto de Balsen nohabía sido lo que suponían en Santiago;por el contrario, era un fracasoestrepitoso. Un mecanismo de cristalmuy sensible, oculto por milenios en lasprofundidades misteriosas del oasis,había sido alterado probablemente demodo irremediable por la construcciónde pozos. Más de algún beneficiario dela SOS se la habría jurado a Balsen,supuso Cayetano con un leve escalofrío.

—¿Cuánto tiempo antes de su muerte

se enteró Balsen de que Berlín nofinanciaría la compra de las bombas?

—Pocas semanas antes.—¿Lo comunicó de inmediato a la

gente de la asociación?—Sí, pero no les contó que todo

estaba perdido, sino que les prometióque desplegaría esfuerzos ante elgobierno alemán para conseguirrecursos adicionales y financiar lasdeudas. Pero —agregó pensativo,enlazando sus manos morenas— yo creoque no tenía ninguna perspectiva.Estamos jodidos.

Cayetano expelió una bocanada dehumo.

—¿De verdad? —preguntó—. ¿No

había nada que hacer?—Con la construcción de los piques

—continuó Puca, incrustando la uña desu pulgar en la superficie de la mesa—,mucha gente ajena al proyecto perdió enun principio el respeto por el agua.Creyó que iba a ser fácil conseguirla, ycomenzó a cavar pozos por su cuenta y acomprar bombas con la idea de venderagua o de ampliar cultivos.

—Un círculo diabólico —comentóCayetano.

—Eso pasa cuando se le paga mal ala Pachamama, dicen los achaches.

—¿Quién es la Pachamama?—¿No la conoce? —preguntó Puca

incrédulo—. Es la madre tierra —

puntualizó indicando hacia el piso—. Ala Pachamama hay que pagarle siempre,de lo contrario…

Dio una nueva y larga piteada a sucigarrillo, sorprendido por la visiónecologista de los atacameños. Unecologismo que debe datar de hacemiles de años y no viene aterrizando enJumbo con los hippies europeos, pensó.Meneó la cabeza durante un rato,sintiendo el peso de la mirada de Puca yun sabor sulfuroso en la boca.

—Así que las cosas empeoraron porculpa del proyecto —concluyó.

—Así es —asintió Puca—. En doshosterías cavaron pozos profundísimos,lo que solo hizo disminuir aún más el

nivel del agua. Ahora no hay agua en lospiques ni en las acequias, las bombas nodan abasto y la gente del proyecto estáendeudada.

Puca se puso de pie y caminó haciala ventana, abrió los postigos y dejóentrar la última luz de la tarde. Era unaluz ocre, fresca y densa, que a Cayetanole hizo pensar en el color del ron añejo.La luz invernal de Valparaíso, por elcontrario, le parecía pálida y traslúcida,como el color del buen vodka ruso. ParaPuca, Balsen era un enigma, cosa que nole inquietaba sobremanera. En ciertosentido, todos los afuerinosrepresentaban un enigma para elatacameño. Le confesó, entre suspiros y

«eses» muy marcadas, en un tono suavey melódico, casi de resonanciasbolivianas, que Balsen solía usar unachaqueta militar gris en las tardesfrescas, una chaqueta que, a juzgar porsu descripción, correspondía a lasGrenztruppen der DDR, las antiguas ytemidas tropas guardafronterasgermanoorientales. La había compradoen un bazar bajo la Puerta deBrandemburgo, en Berlín.

Se llevaba bien con su jefe, aclaró eladministrador del proyecto, aunque erareservado y solo se dedicaba apromover el proyecto de irrigación.Pensaba que la construcción de pozos yacequias resolvería el problema de la

carencia de agua para los atacameños.Parecía un hombre ablandado por lavida, angustiado por cargos deconciencia, que probablemente intentabaaliviar sacrificándose por otros, afirmóPuca. Pero al poco rato insistió en queBalsen era un tipo parco en palabras,que rara vez compartía su intimidad conotros, un desconocido, en síntesis. Noera reservado por desconfianza, aclaróabriendo los ojos y tragando saliva, sinomás bien por sangre y hábito, por el solohecho de ser alemán. Ayudó a muchos, ocreyó ayudarlos, pero nunca nadie supoalgo de él.

—Hay quienes deben sentirseestafados por Balsen y la SOS —opinó.

—Hay muchos que han perdido casitodo y ahora están a punto de perder lastierras —sentenció resignado—. Measusta todo esto, señor Brulé, ya se lodije a Carabineros, porque si antes losachaches culpaban de todo a don Willi,ahora me culpan a mí.

—Puedo imaginar que Balsen tuvoencontrones en el pueblo a raíz de eso.

—Varios.—¿Con quiénes? —preguntó

Cayetano extrayendo un Bic y una libretaminúscula del bolsillo de su gabardina.Puca lo miró acobardado y volvió atomar asiento, buscando refugio.

—Pero no me diga que piensa que…—No, solo quiero anotar los

nombres —explicó el detective concalma—. ¿Con quién discutió Balsenpoco antes de su muerte?

—Ya ni me acuerdo. Fuerondiscusiones sin trascendencia. Nadagrave, señor Brulé, se lo aseguro. Lograve fue lo otro.

Frunció el ceño preocupado. En lamedida en que el humo de su cigarrilloascendía, se iba enredando entre lasvigas de los torcidos troncos dechañares.

—¿Qué fue lo grave?—Que recibimos amenazas de

muerte.—Amenazas de muerte —repitió

Cayetano sin sorprenderse, como si lo

hubiese intuido de antemano y ahora sesintiese ratificado en sus temores.

—Llegaron a través de anónimos,que aparecían debajo de la puerta.Fueron tres, pero don Willi no los tomóen serio, los destruyó y botó.

—¿Se lo comunicaron a la policía?—Entonces no. Yo sí se los conté

hace poco.—¿Y cómo reaccionaba Balsen

después de las cartas?—Decía que perro que ladra no

muerde.El detective se puso de pie y

comenzó a pasearse por la sala.Probablemente Balsen había sidovíctima de su propio entusiasmo. ¿Lo

habría liquidado algún campesinoarruinado por su culpa? ¿Algúnatacameño influido por la condena delos achaches? ¿O quizás un huaquero?Recordó por unos instantes la melena ylos ojos brillosos de Pablo Ubilla, elanticuario de Santiago.

—Pobre Balsen —comentó—. Veniral carajo del mundo a joderse laexistencia.

—Dicen los achaches que don Willi,como era extranjero, no supo interpretara la Pachamama —advirtió Puca.Miraba ahora como si alguna veladaamenaza pendiera sobre su cabeza—. Unoasis descansa en el equilibrio másdelicado que existe. Ni siquiera las

selvas tropicales son tan delicadas.Aquí basta con que alguien roce un pelodel equilibrio para que todo se vengaabajo y nos arruine. No debimos haberaceptado que un afuerino pusiera susmanos sobre algo que manejamos desdehace miles de años.

Aspiró el humo nuevamente,sintiendo irritación por la falta deconsecuencia de Puca. ¿Por qué no habíaactuado desde un inicio según lo quesostenía ahora? ¿Por interés monetario osimplemente porque practicaba laantiquísima costumbre indígena de«seguir la corriente» al hombre blanco?En fin, se dijo haciendo chasquear lalengua, ya era tarde. El daño estaba

hecho. Un modesto proyecto habíaviolentado el vital equilibrio que losatacameños mantenían desde hacemilenios. Restablecer ahora la paz entrehombre y naturaleza, porque de eso setrataba, de fumar la paz con Atacama, deconvencerla de que debía volver airrigar las entrañas de la tierra porqueera bueno para todos, se tornaría unatarea ardua y prolongada.

Pero no solo se habían perdido losmantos de agua, meditó atusándose losbigotazos, sino también una vida. Balsenhabía sacrificado lo mejor de sí enbeneficio de una causa ajena, la quehabía terminado por convertirse endesastre. Tal vez se había ido hundiendo

en la frustración y la desdicha, quizáshabía experimentado el rechazo y larecriminación precisamente de laspersonas a quienes intentaba ayudar.¿Por qué no había permanecido enAlemania discutiendo, ante un buenexprés o una Coca-Cola fría, sobre lasolidaridad con un Tercer Mundo que talvez nunca había logrado entender?

—Cuénteme —se escuchó decir a símismo—. ¿Está seguro de que Balsen norecibió jamás amenazas de muertedirectas?

Puca levantó la vista impaciente.—Ya le dije todo. Pero si don Willi

sufrió algo, algo peor, eso podrácontárselo Isabel Ayabire.

—¿Quién es ella?—Una mujer que él tuvo… ¿Me

entiende?—¿Vive en el oasis?—En la calle Calama. Pero no diga

que yo se lo insinué. Lo único que yoanhelo ahora es que el SOS financie lasbombas de agua que compró la gente deSolor. Después habrá que cerrar esto. Alo mejor es cierto lo que afirman losachaches y el Taita Maico Licanco nosabandonó hace rato por aceptar a tantoafuerino.

SAN PEDRO, SÁBADO 9 DE MAYO, 19.00HRS.

Jamás habría imaginado que IsabelAyabire fuese tan joven. Era unamuchacha de no más de veinte años, tanbella que encendía en los hombres deloasis el deseo en cuanto olisqueaban supresencia, incluso entre los achachesmás antiguos, que ya comenzaban aperder la vista y la memoria. Eraesbelta, de ojos rasgados y vivaces, pielcolor de la jarosita, boca amplia, de

labios carnosos, y su cabellera, azul detan negra, resbalaba refulgiendo sobre laespalda. Cuando miraba a los ojos, superfección atacameña perturbaba, comotambién perturbaban sus senos pequeñosy la sutil estrechez de su cintura.

—Investigo la muerte de WilliBalsen y necesito preguntarle algunascuestiones —tartamudeó Cayetano Bruléen cuanto Isabel apareció en la modestasala que servía de estar y comedor en lacasita de adobe de su abuela.

—Es poco lo que mi niña le puedecontar sobre el alemán —advirtióEusebia, una anciana gorda, de tezcurtida y sombrero, que no parecíadispuesta a dejar a su nieta a solas con

el detective.Ella lo había recibido creyendo que

se trataba de un turista. La parteposterior de su propiedad, rodeada deun alto muro de adobones, por sobrecuyas cumbreras se asomaban los coposde higueras, perales y algarrobos, estabaconvertida en una pequeña residencial,la que atendía junto a su nieta.

—No se preocupe, doña Eusebia —dijo Cayetano calmado—. Se trata solode un par de preguntas.

—Vamos, abuela, déjeme —tercióIsabel—. Yo sé lo que hago.

El detective arrancó una últimachupada a su cigarrillo y lo aplastócontra un cenicero a la espera de que la

anciana abandonara la sala. Eran lassiete, la noche se anunciaba fríamientras la luna bañaba las callejuelasde San Pedro con su luz plateada.

—Desde ya le digo que no conocítanto a Willi como le contaron —advirtió Isabel una vez que la abuela loshubo dejado a solas.

Cayetano introdujo las manos en lagabardina. Sentía que el frío comenzabaa traspasar el adobe de los muros, acolarse por el techo de barro y brea, aascender desde las profundidades deldesierto. Dijo:

—Si quiere, vuelvo mañana. Sé queusted habló con Carabineros hace poco,pero en mi caso solo se trata de unas

cuantas preguntitas. Investigo para unainstitución alemana. ¿Prefiere quevuelva mañana? —simuló dirigirsehacia la puerta—. Puedo hacerlo encompañía de una amiga de Alemania, sieso le brinda confianza.

—Willi siempre hablaba deAlemania —dijo Isabel con nostalgia—.Aunque afirmaba que jamás volvería avivir allá, porque en el desierto se habíaencontrado a sí mismo.

—Hay gente a la cual se le va lavida buscándose a sí misma —apuntóCayetano y se peinó el bigote mientrasdisfrutaba las facciones armónicas delrostro de la muchacha. Pensó algovagamente libidinoso y luego admitió

que podría ser su padre—. Hay quienesnunca se encuentran, pero hay otros quelo logran en los lugares másinverosímiles, como en Atacama o en LaHabana.

—¿La Habana? —repitió Isabelcomo si le hablasen de un planeta lejanoque ella hubiese visitado—. Willi fuemuchas veces allá, asistía a congresos yseminarios. Era una de sus ciudadesfavoritas.

—Pues yo nací allá —afirmó él concierta insolencia y al hacerlo no pudomás que preguntarse qué diablos hacíaél en aquel lugar, extremadamentealejado de las aguas turquesas, del airecaliente y húmedo, del ritmo

estremecedor de la vida antillana y de laalgarabía permanente de las calleshabaneras. ¡Hasta Willi Balsen habíavisitado La Habana! Probablemente lohabía hecho en la época en que militabaen la organización comunista germano-oriental, cuando viajaba por el mundocomo experto.

—¿Qué necesita saber de Willi?—Todo. ¿Puedo sentarme? —replicó

Cayetano indicando una silla.Ella asintió y después ocupó una

silla frente a él.—Ya le dije que mi amistad con

Willi no fue lo que usted cree —insistió—. Nos hicimos amigos, simplemente,cuando él llegó. Lo demás son historias

que teje la gente y que no competen anadie.

—Su relación con Balsen solo meinteresa en la medida en que usted puedarecordar a alguna persona que le hayaresultado sospechosa o bien algunacircunstancia que le pudiera haberparecido extraña.

—¿Usted no cree que el dinero fueel móvil del crimen de Willi?

—Temo que el dinero no fue elmóvil. Al menos no ese que le robaron.

Pudo vislumbrar ahora ciertarepentina rigidez en las líneas de subello rostro. Sus ojos perdían brillo.

—¿Hay otros motivos?—Debe haberlos, pero los ignoro —

replicó asintiendo pensativo con unmovimiento de cabeza, mirando fijo elpiso de cemento—. ¿Usted no estuvoacaso casi hasta el final con él?

—Nos veíamos ocasionalmente.Nuestra amistad se había enfriado.Había comenzado tres años atrás,cuando él llegó. En una época, hace másde un año, viví en su casa —calló por unrato y Cayetano no supo si su repentinosilencio se debía a que ordenaba supensamiento o a que trataba de descubrirsi su abuela espiaba la conversacióndesde algún lugar—. No es fácil que unalemán entienda a una atacameña.

—¿Qué quiere decir con eso?Ella posó sus ojos en los del

detective.—Usted necesita demasiadas

palabras para entender las cosas.Debería acostumbrarse a que enAtacama hablamos más con silenciosque con palabras.

No tuvo más que admitir que a losseres del Caribe los trastorna el silenciohundiéndolos en la melancolía. Quizáspor eso adoraba Cayetano tanto lamúsica, los ritmos de trompetas ytimbales, de flautines y bongós, detrombones y maracas. En el Caribe elruido no solo brota de las arcadas depiedra y los tejados españoles, de lospliegues y repliegues de su vegetaciónexuberante, sino también de los diálogos

cotidianos, callejeros, diálogoslujuriosos tejidos a punta de gestos,requiebros, suspiros, risas, gemidos ygritos, acompañados de contorsiones,giros y meneos, de fugacesaproximaciones incitantes, durante lascuales a veces es posible percibir, comoen un beso furtivo, la fragancia alegre yescalofriante de las entrepiernas de unahembrona recién bañada, la apetitosaestrechez de una cintura de guitarra o elestremecedor susurro caliente de loslabios de una mulata clara de ojosverdes. Carraspeó y decidió volver altema.

—¿Balsen no se peleó con nadieviolentamente antes de morir?

—No.—¿Segura?—Solo sufrió reproches, incluso de

parte de la misma gente que se beneficióal comienzo con el proyecto.

—Me refiero a discusionesencendidas.

—Bueno, da lo mismo, ya se loconté a la policía — recapacitó Isabelmirándolo fijo—. Sergio Azcárate loamenazó de muerte por la desaparicióndel agua en unos terrenos. Es un tipopoderoso, dueño de varias propiedadesen el oasis y Calama, y de una flota decamiones que viajan a Bolivia.

—Azcárate, dice usted. ¿Vive en SanPedro?

—La mayor parte del tiempo. Aveces permanece semanas afuera, ignorodónde. Pero tenga mucho cuidado, es unhombre sumamente peligroso.

—Descuide, sé cómo tratar a genteruda.

—Tenga cuidado —insistió ellaordenándose nerviosa el cabello—. Sedice que Azcárate hizo fortuna con eltransporte de droga. No diga despuésque no se lo advertí.

SAN PEDRO, SÁBADO 9 DE MAYO, 20.00HRS.

Sintió que el frío de la noche comenzabaa colarse a través de la gabardina, loszapatones y el gorro de lana. El cieloera una gigantesca bóveda negramanchada de unas estrellas quebrillaban con asombrosa nitidez. Nohabía sacado mucho en limpio de laconversación con la bella IsabelAyabire, por lo que anduvo por la calleCaracoles con cierto desaliento e

ingresó a La Estaka a cenar algocontundente.

En el restaurante, una gran nave deadobe con vigas de álamo a la vista,repleta de turistas que comían,conversaban y reían alrededor de mesasrústicas muy bien servidas, loenvolvieron el calor tenue, peroreconfortante, que despedía unadecrépita estufa de hierro y el ritmoevocador, ya casi olvidado, de los DaveClark Five.

Si no le fallaba la memoria, se dijomientras tomaba asiento en una mesasituada junto a la cocina y ordenaba unpisco sour, un par de chuletas dechancho acompañadas de huevos fritos y

arroz graneado, y un tinto de la casa, yobservaba a los comensales —provenientes en su mayoría, al parecer,de países escandinavos o EstadosUnidos, muchachos jóvenes quellevaban bototos, pantalones anchos ygruesos suéteres de lana de alpaca conmotivos andinos—, si no le fallaba lamemoria, se repitió, porque ahoraingresaba al establecimiento un hippiedesplazado hace mucho por la rueda dela historia portando un charango con elcual amenazaba ponerse a cantar acambio de unos cuantos pesos o dólares,él, Cayetano Brulé, había bailado conuna gringa llamada Jane Fogerty, en losaños sesenta, en un salón de Miami, esa

misma canción romántica queintroducían ahora el órgano dulce y labatería reposada y la voz adolescente deMike Smith: It’s right that I should careabout you and try to make you happywhen you’re blue, it’s right, it’s right tofeel the way I do, because, because Ilove you. Exacto, era “Because”, pensótarareándola con nostalgia. «Give meone kiss and I’ll be happy». Coño,exclamó, entonces se acercaba a losveinte y hacía sus primeras armas yconquistas en Estados Unidos, y Cubaparecía aún cercana y Chileinimaginable. «Give me, give me achance to be near you, because, becauseI love you», alcanzó a cantar Mike

Smith, pero después su voz comenzó ahacerse menos perceptible, hastadesvanecerse por completo y serreemplazada por el ritmo cortado deaquel hippie, que ahora ensayaba, convoz más bien precaria y entonacióndudosa, una canción que podía ser unaresbalosa o un cachimbo.

—¿Y usted, amigo, de dónde viene?—sintió que alguien preguntaba a suespalda.

Pero Cayetano alzó primero la grancopa de pisco sour en su mano, sorbiócon deleite aquel trago que no solocalentó las tripas y su voluminosahumanidad, sino que sabía además abuen pisco, al zumo que solo brota de

los limones de Pica, a la clara de loshuevos que ponen las castellanas en elcampo y a la fragancia estimulante ymisteriosa de la canela. Solo después seviró en el asiento.

Su mirada se topó con un tipo joven,de cola de caballo y barbas negras, quevestía delantal y le dedicaba una sonrisazorruna mientras freía un par de chuletasen la sartén.

—Vengo de Valparaíso —replicóCayetano, y volvió a libar de la copa—.Este es delicioso, el mejor pisco sourque me he tomado en Chile.

—¿Le gusta de verdad?—Casi tanto como un buen mojito en

la Bodeguita del Medio.

—Pues este lo hago yo, según laauténtica receta de los peruanos, que sonsus inventores. Hay que saber reconocerlo bueno —advirtió enarcando serio unaceja—. Así que de Valparaíso —repitiódando vueltas las chuletas. La sarténhumeaba.

—¿Y usted? ¿De San Pedro?—Me llamo Yerko y soy de la

capital. A propósito —se secó lasmanos en el delantal con un movimientorápido—. Si necesita un guía en SanPedro, nadie mejor que don PompeyoJara.

—Lo tendré en cuenta. ¿Y dónde loubico?

—Ya le explicaré a su debido

tiempo. No es fácil.Humo, un humo claro y denso

ascendió con un chisporroteo de lasartén hasta perderse en el cielo de LaEstaka. Yerko prestaba atención a lacarne y no cesaba de dar pasitos debaile y esquivar golpes imaginariosfrente al fuego de la cocina.

—¿Y usted cómo llegó a este lugar?—preguntó Cayetano antes de sorber unlargo trago.

—Llegué aquí con mi hermanocuando era joven y me creía hippie —seguía bailando ahora como CassiusClay en torno a sus rivales—. Quinceaños atrás. Vine a no hacer nada o detodo, que es lo mismo. Me dediqué a

contemplar el desierto, la cordillera y elcielo, al amor y a la artesanía. Collares,tejidos, cerámica, qué sé yo.

—¿Y así se quedó?Yerko derramó bastante sal sobre la

carne, que despedía un aroma apetitoso,y luego hincó la punta de un cuchillo dehoja larga en una de las chuletas. Susmovimientos eran aparatosos. El hippiedel charango cantaba ahora algo quebien podía ser un vals chilote y queparecía estimular aún más losdesplazamientos de Yerko.

—¿A usted le gustan a punto o bienfritas? Porque estas chuletas son suyas—lo escuchó preguntar entre los gritosdel hippie, que anunciaba que se iba a

dar un viaje en bote por las aguasrevueltas de Chaitao.

—Las prefiero bien pasadas —precisó Cayetano volviendo a sorber desu copa. Lo vio quebrar dos huevos yverterlos en la sartén. Chisporrotearonestrepitosamente—. ¿Y cómo fue que sequedó en San Pedro?

—Mi padre es el responsable —repuso sonriendo, rescatando con un jabla sartén del fuego—. En realidad, elviejo se asustó al enterarse de que sushijos habían decidido refugiarse en eloasis, a casi dos mil kilómetros de casa,y vino a buscarnos. Era contador y comotal tenía un concepto ordenado de laexistencia. Creo que su diario de vida lo

escribía en un libro de balances.—¿Y entonces?—Vino a buscarnos y al estar aquí se

dio cuenta de que entre los tacos y elesmog, la agresividad y los asaltos deSantiago, había desperdiciado gran partede su vida. Tenía sesenta años, ya lahabía corrido íntegra prácticamente —sealejó unos pasos para volver junto a lasartén con un plato bajo—. De un díapara otro nos anunció que se quedaba,que sus hijos le habían enseñado por fina vivir. Mandó a buscar a mi vieja,abrimos un restaurante y una residencial,y aquí nos quedamos.

—A la salud de su padre, entonces—dijo Cayetano y vació la copa.

—El viejo murió hace poco —repuso Yerko con los ojos aguados. Susmovimientos se hicieron cansinos.Depositó las chuletas en el plato y luegolos huevos fritos, y por ende acompañótodo aquello con una generosa porciónde arroz—. Pero murió feliz, a lossesenta había descubierto la vida. ¿Veesa señora que está allá?

Señaló con un tenedor largo hacia laesquina opuesta. Cayetano vio a unaviejecita de pelo blanco, vestida de luto,que comía sola y taciturna en una mesa.

—Es la vieja. A estas alturasaprendió a trabajar la greda y es capazde hacer las ánforas más lindas deAtacama.

Contempló con ternura a la mujerpor unos instantes y luego decidiódesviar a Yerko del tema. Le preguntó:

—¿Hay más gente en el oasis que sededique a la cerámica?

—Quedan pocos. Los jóvenes ya noquieren hacerlo. Se van del oasis, seavergüenzan de sus tradiciones.Prefieren el plástico. Los pocos que lohacen son viejos atacameños. Trabajansin torno y logran maravillas —afirmóentusiasmado, meneando la cabeza. Sucola de caballo bamboleó por unosinstantes.

—Hay uno en el oasis que se llamaPalomares y dicen que trabaja bien lacerámica. ¿Lo conoce?

Yerko dio la vuelta alrededor de lacocina, se situó junto al detective ycolocó con elegancia el plato humeantesobre la mesa.

—Ya le traigo el vino —anunció.Cayetano lo asió suavemente por la

muñeca e insistió:—¿Conoce a Palomares?—No. ¿Le interesa mucho? —

preguntó casi entornando los ojos.Cayetano descubrió ahora que Yerkotenía la tez pálida, la nariz larga yperfilada y la barba muy poblada.

—Me interesa bastante.—Es afuerino.—Como usted.—Como yo —asintió grave, sin

despegar sus ojos de los del detective—. Pregunte por él en la feria deartesanía. —Consultó su reloj—.Lamentablemente ahora ya es tarde paraencontrarlo. Pregunte allí por el IntiPalomares.

SAN PEDRO, DOMINGO 10 DE MAYO,09.30 HRS.

A la mañana siguiente —de cielo alto,absolutamente despejado, con solradiante y escandaloso trinar de pájaros—, Cayetano Brulé entró al patiointerior del restaurante Juanita y ocupóuna de las mesas bajo la cubierta decañas. A través de una arcada blancapodía contemplar los pimientos añosos ya un viejo que arrojaba cubos de aguasobre la calle de tierra. Ordenó una

paila de huevos fritos y café con lechemientras encendía un cigarrillo y sedecía que dentro de poco debían abrirlos puestos de la feria de artesanía.

La noche anterior se había tornadouna verdadera pesadilla, ya que tras laschuletas y los pisco sours de La Estaka,había regresado a la pensión con laesperanza de dormir. Pero al llegar a lacabaña —solo ansiaba desplomarsesobre su lecho, envolverse bien enfrazadas y cerrar los ojos—, halló aCornelia Kratz despabilada leyendo unlibro voluminoso a la luz de una vela,precaria por cierto. Un tomo de empasteduro, que anunciaba eficaces dietas deadelgazamiento basadas en la

acupuntura, la macrobiótica y lahipnosis. Sin embargo, lo peor estabaaún por verse, pues cuando la mujerhubo cerrado el texto y recitado unacucioso resumen del mismo sin quenadie se lo hubiese solicitado, comenzóa despojarse de sus prendas con eldesenfado y la indiferencia propia dequien habita solo en una isla.

Tras quedar en calzones y sostén,unos calzones brevísimos, que enrealidad se encogían hasta convertirse ala altura de su fondillo en una tiraescueta y un sostén transparente y exiguoque ceñía sus contundentes pechos, laalemana plegó diligente su ropa y ladepositó en el anaquel que hacía de

ropero. Cayetano pudo entoncesadmirar, casi sin aliento, la luna llena desus nalgas que cimbraron furtivamente elparpadeo de la vela. Después la viountarse con parsimonia crema en elrostro, peinar la melenita con un cepillogrueso y deslizarse en la cama, a unmetro de la suya.

—Cada día entiendo menos a laseuropeas —masculló con el cigarrilloentre los dientes justo en el momento enque le servían el desayuno.

—¿Qué dice el caballero? —preguntó la camarera.

—Nada —barruntó y empezó arevolver perezoso el café con leche.

A sus cincuenta años no podía

dejarlo indiferente que una mujer joveny atractiva se desnudara ante su nariz.¿Había aguardado ella quizás, entre lospliegues y vericuetos de su almafemenina, a que él tomara algunainiciativa? ¿O no esperaba nada y solocumplía con el rito de desnudarse paradormir, ignorando las incitantesbondades de su cuerpo? Como macholatino debió haber actuado, habercelebrado al menos algún detalle de suanatomía, pensó, mientras se valía de untrozo de batido para romper con placerindefinido la yema del huevo. ¿Debióhaberle dicho algo, algo que reflejara laemoción que lo embargaba ante aquelespectáculo de muda seducción

brindado en medio de la soledad y lavastedad del desierto? ¿O debió haberseacercado simplemente a ellaaprovechando la delicada complicidadque tejía la noche?

Depositó la colilla sobre el borde dela mesa y probó la yema. Estaba a punto,líquida y caliente como a él le gustaba.No, se dijo, él no era el tipo de hombreque disfrutaba situaciones como aquella.Cosechar pasiones era en verdadplacentero, pero le resultaba másestimulante cosechar las que él mismose había ocupado de cultivar. ¿No loestaría sometiendo a prueba estaalemana? Correspondía actuar con sumaprudencia. En América Latina, el

ejercicio de la templanza se confundíafácil e injustamente con la mariconería,se dijo intranquilo, picado en su fuerointerno, a punto de atragantarse.

Echó a vagar la vista por la plazamientras bebía el café con leche ydecidió olvidar aquel incómodo capítulonocturno. Después de todo, confiaba enque Cornelia Kratz pudiese hallar prontoun cuarto independiente y él lograradedicarse a tiempo completo a lainvestigación. Le irritaba el cúmulo decircunstancias sospechosas querodeaban como anillos desiguales yconcéntricos la muerte de Willi Balsen.

¿Había sido asesinado el alemánsimplemente por una banda de ladrones,

tentada por el dinero que solíaalmacenar en su casa, circunstancia quese ajustaba plenamente a la versión deCarabineros? ¿O todo se reducía a laacción de un modesto campesino deloasis que había decidido vengar a laPachamama? ¿O tal vez alguienvinculado al tráfico de estupefacienteshabía decidido callarlo para siemprepor motivos que Cayetano desconocíaahora? ¿O cabía suponer que la muertese vinculaba más bien al negocio ilegalde los huaqueros? Meneó la cabezadesalentado. El caso Balsen amenazabacon convertirse en el más complicado desu carrera. A todo lo anterior se sumabala desconfianza centenaria que

profesaban los atacameños hacia losafuerinos, desconfianza que era incapazde definir con claridad, pero que sunariz de sabueso olía en medio del aireseco y sulfuroso de Atacama. Eldeslinde entre atacameños y afuerinosera en ciertas ocasiones imperceptible,en otras, evidente, como acababa deconstatarlo en la víspera, en La Estaka,restaurante que frecuentaban los turistas,mas no los atacameños. Ellos, losdueños ancestrales del oasis,observaban el paso de los afuerinosdesde sus casas de adobe y los umbralesde los modestos y sombríos almacenes.Observaban aquel devenir ajeno conmirada taciturna y distante y con una

paciencia que solo podía haberleslegado su historia milenaria, mirada quea Cayetano lo hacía sentirse un serabsolutamente circunstancial yprovisional.

Vació la paila y la taza, arrojó lacolilla, pagó el consumo y, atravesandosobre el empedrado irregular de laplaza, se dirigió a la feria de artesanía.Debía mantenerse alerta si pretendíacontratar los servicios de Pompeyo Jara.Yerko le había recomendado emplear atal guía la noche anterior. Era, a sujuicio, un hombre que no solo conocía afondo el desierto, sino también el almade la zona, pues era hijo de chileno yatacameña, un hombre de carácter

afable, transparente y comunicativo,algo —esto último— por cierto difícilde hallar a buenas y primeras en la zona,y a quien por lo mismo conveníarecompensar con generosidad. Pompeyopodría ayudarle a desplazarse sincomplicaciones por San Pedro y losoasis aledaños, así como a enterarse delos rumores del pueblo. Ubicarlo, habíaafirmado Yerko mientras le servía unacopita de menta para la digestión, seríaempresa fácil, puesto que el guía sedesplazaba en una camioneta roja tanvieja y roñosa que parecía a punto dedescalabrarse para siempre.

—¿Y en ella recorre el desierto? —preguntó Cayetano al retirarse de La

Estaka, sumergida a esas horas de lamadrugada en canciones melancólicasde Neil Sedaka, Paul Anka, Tom Jones yThe Beatles.

—En esa misma camioneta, que élmismo armó, es capaz de llegar hasta losgéiseres del Tatio, que están a cuatro milmetros de altura, antes que eltodoterreno más moderno y poderoso —aseguró Yerko.

Debía admitirlo bajo el cielomatinal, necesitaba con urgencia aalguien como Pompeyo Jara a su lado.Cornelia, quien se proponía escribirreportajes sobre la vida en los oasis yestudiar las experiencias supuestamentemísticas de los turistas europeos que día

a día se afincaban en Atacama, norepresentaba el apoyo idóneo para sulabor investigativa. Era, por cierto, unamujer de mundo y temperamento, un sersagaz y agudo, despierto, mas allí, enSan Pedro, poco valía su experienciainternacional. Era una afuerina más, aligual que él. Ahora precisaba un nativocapaz de convertirse en su confidente,traductor y guía.

Dejó a sus espaldas la plaza ensombras y se internó por el estrecho y aesa hora concurrido pasaje de la feria deartesanía. Por los aires llegaban losritmos alegres, de bombo y trompeta, delos bailes sambos, también vocesnerviosas, cristalinas, de acento

boliviano, ofreciendo a gritos lasmayores rebajas de precios del mundo,el llanto punzante de un niño aburrido,los parlamentos en inglés e idiomasdesconocidos. Cayetano avanzaba aduras penas entre los visitantes que sedetenían entre las dos filas de puestos aadmirar los ponchos, suéteres y gorrosde lana gruesa, los chalecos, las mantasy los tradicionales awayos elaboradosen telares rústicos, las jarras y ánforasde greda, tan bellas como imperfectas,las quenas, zampoñas y los charangos, yhasta trozos enormes, bizarros, decrisocola, azul como el cielo de la puna,de aragonita, que más bien parece unalasca de hielo robada a la cima del

Licancabur, de limonita, que al detectivele recordó el color del cafévueltabajero, el mejor de Cuba, y deturmalina, misteriosa piedra de franjasnegras y blancas en que se inspiran losponchos de alpaca andinos.

—Palomares, el Inti Palomares.¿Dónde trabaja? —preguntó alzando suvozarrón por encima de los bronces deuna banda para alcanzar a una mujer queplegaba delicadamente un fino awayo.

—El Inti —repitió ella sin clavarsus ojos deslavados en parte alguna ysolo en ese momento Cayetano logrópercatarse de que era ciega—. APalomares lo encuentra siempre en elpuesto 39.

SAN PEDRO, DOMINGO 10 DE MAYO,10.00 HRS.

Por su vestimenta, Inti Palomaresparecía una figura escapada de Las mil yuna noches. Colorido gorro circularelaborado con retazos de awayo, ricitosa lo Bob Marley y barba negra, chalecocon doble hilera de botoncitos doradossobre una camisa de seda y encajes, ybombachas. Fumaba pipa, una pipa deagua, semioculta junto al cajón decerveza donde él se sentaba a velar por

la cerámica, los collares, aros,brazaletes y anillos que fabricaba yvendía.

—Con usted quería hablar —anunció Cayetano inclinándose haciaPalomares. Fumaba pensativo, solo yquieto.

Frisaría los cuarenta, era macizo, derostro lleno y redondo. Levantólentamente la vista, como si le resultaseindiferente vender en medio de laalgarabía de la feria.

—¿Y se trata?—De cerámica, por supuesto.Aspiró la pipa con los ojos

entornados. Estaba unida, por medio deuna manguerita, a una gran botella que,

de una u otra forma, le recordó aCayetano los samovares rusos.

—¿Te interesa algo especial,hermano? —preguntó.

Tenía los ojos irritados, como siacabase de llorar.

—Ando en busca de piezas valiosas—agregó Cayetano bajando la voz yacercó su cara a la de Palomares.

Se percató de que olía intensamentea incienso, a tabaco y a lana húmeda, ysu barba mostraba unos ribetes ocresteñidos ya por el desierto.

—Todo lo que ves aquí es decalidad, hermano. De veras. Lo hago conJenny, mi compañera —afirmó concierto desencanto, como viniendo de las

profundidades de la tierra—. Ella es deTexas y aprendió cerámica de los indiosnavajos, aquí nos dejamos influir por loatacameño e incaico. Pero lo que vesaquí es de inspiración personal. ¿No teinteresan acaso joyas, hermano?

—No, no.—En verdad que están bien hechas.

Hay cosas de plata traída de Perú yEcuador, hermano. Ideal para tucompañera o algo así.

—Gracias, pero busco cerámicasolamente —tartamudeó gentil eldetective—. A ver si me entiende. Meinteresan piezas antiguas, auténticas.

Palomares volvió a entornar los ojosy hundió las mejillas para aspirar con un

gesto voluptuoso la pipa.Cayetano temió por unos instantes

que fuese a succionar por completoaquel artefacto de vidrio con el agua queburbujeaba.

—Aquí el único que tiene piezas devalor histórico es el museo, hermano, yqueda a una cuadra de donde estamos.¿Por qué no le vas a hacer una oferta ala gente que trabaja allí, mejor?

La respuesta había sonadodesafiante, belicosa, como buscandodeshacerse del visitante. El detective seirguió lentamente y fingió estardispuesto a emprender la retirada, peroantes dijo:

—Me habían dicho que usted podía

conseguir cosas valiosas. Veo que meequivoqué.

—¿Y quién te dijo eso, hermano? —preguntó sin poder reprimir lacuriosidad, portando la pipa en su mano.

—Pablo Ubilla, de la tienda Quitor,en Santiago.

Palomares alzó la vistaparsimonioso. Ahora entendía elmensaje.

—¿Qué buscas, hermano?—Algo antiguo, pero auténticamente

antiguo.—Conmigo no puedes conseguir

nada de eso, hermano, y tú lo debessaber, si hablaste con Ubilla —abrió losbrazos y clavó los ojos en el cielo como

si fuese a dirigirse directamente a Dios—. Lo mío es la artesanía. Soy unartista. No un huaquero. Me asquearíasaquear tumbas de atacameños paravender sus piezas al mejor postor.Además que trae mala suerte, hermano.

—Me imagino. Son varios años encana.

—No es la cárcel el problema,hermano, sino la mala suerte. Losespíritus te arruinan la vida. Mira, miramejor estas piezas, hermano. Todas lashicimos nosotros. Te las puedo dejar abuen precio. ¿Trabajas para una tienda,como Ubilla?

Cayetano volvió a aproximarse aPalomares y sus olores. Extrajo con

prontitud su carnet falsificado y lepreguntó en un susurro:

—¿Qué hacías con Balsen en elQuitor?

Palomares alzó las manos en actitudde rendirse.

—No tengo nada que ver con lamuerte del alemán, hermano. Seguro.Pobre tipo. Lo hicieron pebre.

—¿Qué le ofrecían a Ubilla enSantiago? Te conviene hablar, Mustafá,que de lo contrario te voy a llevarvolando en alfombra al cuartel. No creoque los muchachos sean allá muy amigosde estas mariconerías que andasvendiendo. ¿Qué le ofrecían a Ubilla?

—Cerámica.

Guardó su carnet bajo el suéter congesto profesional.

—¿De esta o de la atacameñaauténtica, de la histórica?

Palomares se llevó lentamente lapipa a la boca y aspiró.

—De esta, pues, pero parecida a laauténtica.

—¿La vendían como auténtica? ¿Sededicaban a las falsificaciones?

Asintió con la cabeza varias veces.Parecía ahora un guerrillero musulmánhecho prisionero en las afueras deKabul.

—¿Y para qué quería el dineroBalsen?

Volvió a elevar los ojos, implorante.

—¿Para qué? —hizo chasquear lalengua—. Pues para financiar esemaldito proyecto que impulsaba.

Repentinamente creyó entender todocon claridad meridiana. Balsen se habíainvolucrado en actividades ilícitas parafinanciar la ayuda de los atacameños.

—¿Había otra gente del proyectometida en el asunto?

—Nadie más. Era un acuerdo entrenosotros. Conseguíamos fondos paracomprar cemento y bombas de agua,hermano, y de paso nos vengábamos dequienes fomentan el saqueo. Nada grave.Y, lo que es mejor, no hay quién puedareclamar.

—El que roba a un ladrón tiene cien

años de perdón —comentó Cayetano.—Tal como tú lo dices, hermano.

Así es.—¿Ganaron mucho dinero?Lo vio sonreír por primera vez, pero

con melancolía, como los boxeadoresviejos cuando recuerdan sus mejorespeleas.

—Lo suficiente para cubrir parte delproyecto. Los que nos resultaban casiperfectos eran los jarros de la época deTiawanaku, rojitos y con sus símbolosgeométricos y todo lo que corresponde.Los lijábamos y luego los enterrábamospor un tiempo, quebraditos. Parecíanauténticos. Buen trabajo, mi hermano.

—¿Sin escrúpulos?

—¿Escrúpulos frente a los cabronesque saquean los gentilarios para tenercolecciones privadas en casa, hermano?¿No has visitado la sala del tesoroatacameño del museo?

—Todavía no.—Allí hay maravillosos trabajos en

oro, orfebrería, artesanía, vaso-retratos,armaduras, brazaletes, en fin, obras dearte atacameñas, mi hermano. Y eso estodo cuanto queda —dijo en tono deamargura, sacudiendo la cabeza con sugorro circular, y tragó saliva—. El restolo desenterraron los huaqueros y losvendieron a coleccionistas, que se losllevaron a Santiago o al extranjero.

La agitación de la feria, con sus

gritos y música, parecía ahora apagarseen una especie de distancia. IntiPalomares aspiró una vez más de supipa y continuó hablando con los ojosentornados:

—De alguna forma hay que vengarsede los huaqueros, hermano. A losatacameños comenzaron poresclavizarlos y despojarlos de sustierras, después les impusieron elcatolicismo y los azotaron cuandohablaban en kunza, mi hermano.Figúrate, quedan un par de miles, nomás, y ya ni siquiera poseen tierra nilengua, y ahora les roban laspertenencias del más allá. ¿Quéescrúpulos, hermano? Balsen lo hizo

bien, hermano, quería salvar aatacameños con la plata de los malditosculpables de su tragedia.

—Entiendo —dijo Cayetano,resoplando desconcertado por tantafranqueza.

—¿Y sabes cuándo los chilenos sevan a preocupar de los atacameños?

—Sinceramente, no.—Cuando condenen a este jodido

país en la ONU por etnocidio, hermano—afirmó en tono mesiánico el BobMarley peruano—. Ahí van a ponerse acorrer como desesperados. Ahorapermiten hasta que las mineras les robenel agua. Los atacameños viven con elmínimo de agua imaginable, menos es

nada, hermano. ¿Entiendes? ¿Conocesalgún pueblo que pueda vivir sin agua ysin tierra?

Lo miró expectante aguardandorespuesta. Cayetano carraspeó y dijo:

—En realidad, no.—Pues yo sí. La historia americana

está llena de esos pueblos, pero en elpresente solo viven en las películas deHollywood.

Cayetano guardó silencio. Eraenemigo de las arengas y prédicasapasionadas, las pronunciasen políticos,ecologistas o sacerdotes, pero laspalabras de Inti Palomares lo remecían.Recordó por un instante que en la Cubaactual prácticamente no había indígenas.

Solo blancos, negros, asiáticos ymulatos. Pero al arribo de losespañoles, la isla había estado habitadapor guanajatabeyes, siboneyes y taínos.Los taínos, pensó recordando las clasesde historia en su escuela, ¿no eran lostaínos los que llamaban behíque a suscuranderos y areitos a los festivales dedanzas y cánticos, que en alguna medidaconstituían los antecedentes delsandunguero carnaval que se desatabacada año, a ritmo de caderasenloquecidas y labios febriles, a orillasdel malecón habanero y por las callesestrechas, torcidas y palpitantes de laoriental Santiago?

—¿Y hasta cuándo estuvieron

vendiendo esa cerámica? —preguntócon un deje de angustia en el tono.

—Hasta que los anticuarios sedieron cuenta. Alguien debe habersedado cuenta, hermano.

—¿Y eso fue mucho antes de queBalsen muriera?

—Espérate, hermano, espérate —rogó el peruano soltando una bocanadade humo blanco con los párpadoscerrados—. Eso debe haber sido solo unpar de semanas antes de que Balsenmuriera.

SAN PEDRO, LUNES 11 DE MAYO, 11.00HRS.

El Banana Chávez es una cafeteríarústica que se levanta en el corazónmismo de San Pedro de Atacama,brindando jugos, ensaladas de frutas yverduras, pastas y carnes a preciosrazonables. La atienden muchachas depelo corto y chaleco o muchachos depelo largo y aretes. En el verano susparedes de adobe, frescas, gruesas,irregulares, guardan el fresco, pero

durante las noches de invierno el frío secobija allí implacablemente.

Cayetano se acomodó en la barra,posó sus pies sobre el tronco de álamoque yace bajo las butacas de madera ydudó un instante entre ordenarle alcamarero —joven pelado al rape, aretey chaleco andino— un batido de mangoo maracuyá, pero después optó por elprimero con la vaga esperanza de que elmango del oasis de Pica, situadoquinientos kilómetros más al norte,resultase tan carnoso y fragante comolos del Caribe.

—¿Paseando? —preguntó de prontouna voz ronca a su lado.

Giró sobre la butaca y se encontró

de lleno con un hombre con cara derana. Sus párpados enormes se abrían yentornaban parsimoniosos, pero alertassobre una boca espaciosa y una papadatan fenomenal, que ocultaba su garganta.Daba la impresión de ser una ranaauténticamente satisfecha.

—Te pregunté si anda de paseo, oyetú —repitió.

—Paseando y ahora esperando unbatido de mango —explicó el detectiveal torcerse la punta de los bigotazos.

—Aquí ser excelentes —comentó larana afable, con acento gutural, y pidiótambién un batido de mango—. Pero sinuna gota de azúcar, ni una sola —recalcó al mozo.

Cayetano admitió que aquel ser eraalgo más que una rana. Pese a quesuperaba con creces los sesenta, era untipo de espaldas fornidas y piernascortas, dueño, al parecer, de unafortaleza descomunal.

—Aunque si desea echagse unostragos, debería igte ahorita mismo al barde la hostería San Pedgo, donde yo mealojo —repuso con chasquido de lengua.Era incapaz de pronunciar suave las r, sele trababan en el gaznate—. Allí elbagman preparar tragos excelentes, oyetú, no como las pogquerías que vendenpog otas pagtes, las pogquerías.

—¿Alemán?—¡Jawohl! ¡Y alemán de Alemania!

—afirmó orondo y cruzó sus manossobre la superficie de la barra. Elsonido agudo de la juguera que operabael camarero inundó el local,apabullando una canción de The Mamasand the Papas. Cantaban «Monday,monday» y Cayetano pensó que laradioemisora del oasis era un baúl derecuerdos—. ¡Alemán de Allemannia!—reiteró—. Pogque tú sabe que solohay dos especies de alemanes, losalemanes de Allemannia y ¿sabe cuálesson los otgos?

—No sé.—Los alemanes de miegda, de

miegda —gritó lanzando una carcajadaque ahogó la juguera—. ¿Y tú?

No le quedó más que encarar conbuen semblante el diálogo matinal.Hubiese preferido disfrutar a solas elbatido de mango mientras ordenaba susideas. Lo que acababa de contarlePalomares en la feria de artesanía lehabía arrojado un haz de luz sobre unafaceta desconocida de Balsen. Se tratabade un hombre de actitudescontradictorias, aunque pertinaz yresuelto.

—Cubano —repuso cortante.—¿Cubano? —exclamó con ojos

incrédulos. Su camisa tenía numerososbolsillos, todos rematados con cierre decremallera—. Oye, tú, ¿cubano deMiami o de los otgos? —volvió a lanzar

una carcajada, que revoloteó por elBanana Chávez, porque el mozo acababade desconectar la juguera y servía elpedido en unos vasos altos.

—Cubano de Valparaíso —repusoprobando el batido.

Sabía bien.—Pues este lugar seg lo más

tranquilo del planeta —dijo el alemándesconcertado—. Es tranquilo como unpatio de muegtos y hay que tenercuidado de no mogigse, de no mogigse.En fin. Hoy tengo día libre y locomienzo con jugo y lo tegmino concegveza, cegveza, oye tú. Tomo una encada local del oasis. Si hiciera eso enHamburg, me habgía muegto, muegto —

la carcajada estentórea volvió arevolotear por el Banana Chávez—.Esta pogquegía está excelente, oye tú,excelente como siempge —apuntódespués de saborear el jugo yrestregarse los labios con el dorso de lamano—. ¿Y cómo te llama?

—Cayetano Brulé.—Yo Bodo Pankow, pero la gente

me dice aquí don Bo, y vivo en eldesiegto por cuestiones de tgabajo. Teespié hace un gato, mein Lieber, y supede inmediato que tú vivir en ciudadgrande.

—¿Por qué?—Pogque iba rápido, como cohete.

Aquí hay que guagdagse la velocidad en

el trasego, guagdásela. No sigve. Nitampoco los diarios, ni las radios. SanPedro no está en el mundo. Tiene que —aplicó un soberano puñetazo sobre labarra y continuó— olvidarse del mundosi va a quedar aquí. Si no, enfermar,enfermar.

Hablaba acosado por resuellos,como si fuese asmático.

—¿Desde cuándo vive aquí?—Hace tges años. Con

interrupciones, eso sí. Viajo a Santiago yal extranjero. Según los negocios, losnegocios. O si no estag en la hostegía.

—¿A qué se dedica?Era ingeniero en minas y trabajaba

para Antares, una empresa alemana

prospectora de minerales. Estaba acargo de un par de especialistas,alemanes también, que manejaban unapequeña planta en las cercanías deloasis. Antares operaba sobre la base deconcesiones, que le permitían buscarminerales en determinados territorios.

—Hemos construido cuatgo plantasy aún no dar con algo gogdo, gogdocomo yo —agregó sonriente—. Pego,fuega de broma, yo soy una especie decateador de la tierra —volvió a reír y supanza se agitó groseramente—. Y en midía libre solo cateo esta pogquería debatido que sirven aquí, esta pogquería.

—Debe frustrar buscar por años yno encontrar nada —opinó compasivo el

detective, dejando medio vacío el vaso.—Ach, nein, mein Lieber —alegó el

alemán mientras lanzaba un eructoindisimulado—. Nosotgos no dejar elhoyo como lotras prospectoras. Sinosotgos encontgag agüita, forestamoscon tamagugos, algarrobos y pimientos.Somos ecologistas, la única empresaecologista en todo Atacama —dijo entono de chanza—. ¿Y tú, amigo, quéhace aquí?

Resopló fastidiado y optó porcontarle la verdadera historia a Pankow,quien la escuchó en silencio. Tal comolo había presumido, el alemán conocía aBalsen.

—Pero no tratag con él —aclaró

respirando agitado—. Pgimego, porqueyo odiag a quienes despilfarran en elmundo tributos que pagan con sacrificiosalemanes, y dos, porque era tipo, comopgusiano, pocas palabras, menosamigos.

—Balsen no era un santo de sudevoción.

Alzó las cejas y dijo con el índiceerguido:

—Miga, mein Lieber, soy fganco ydigo las cosas como son. Esto en vegdáno es pogquería —se refería al jugo demango en su vaso— y no tener empachoen deciglo, no es pogquería. Y lo que espogquería, yo decir es pogquería. Poreso no podeg respectag a tipo que viene

de Alemania creyendo que va a dag aguaa la gente en el desiegto más seco de latierra, más seco. Eso es pogquería, poh,es buglagse de la gente, buglagse contodas las letras.

—¿Le dijo también a Balsen eso queme está diciendo a mí?

—Una vez, y nunca más quegeghablagme —Pankow soltó un nuevopuñetazo sobre la mesa, que hizotrastabillar su vaso—. Nunca más.¿Cómo respetar a hombre que prometeagua a gente de desierto donde no lluevehace un siglo? ¿Cómo respetar a tipo tanigesponsable que alimentó espeganzas agente para dejaglos abandonados ymisegables. ¡Esa ser una pogquegía,

pogquegía!—Balsen era solo un tipo bien

intencionado, que quería ayudar —dijoCayetano benevolente, recordando lasfotos de Balsen en la carpeta y la oficinadel SOS, así como lo que acababa derevelarle el artesano de la feria.

Pankow no le prestó atención.Parecía más interesado en convencerlode lo contrario.

—Siempge la ayuda para los paísespobres terminag en cartegas de genterica del Tercer Mundo. ¿O conocer túpaís que haya salido de pobreza en losúltimos treinta años pog ayudainternacional? Este mismo país, oye tú,comenzó a desagollagse cuando era un

paria y estaba aislado.Trató en vano de hacer memoria, y

luego se dijo que no estaba paradisquisiciones teóricas en Atacama, sinopara esclarecer un crimen.

—Únicos países que ya no segpobres son del sudeste asiático. Lostigers. Y lo lograron sin ayudaextranjega, con pugo sacrificio y trabajo,como nosotros después de la guega —seacarició el cabello lacio sin ocultar suorgullo—. Lo demás, mein Lieber, soloes para dar empleo a gente en países delNorte y alimentar espeganzas en los delSur.

Vació el contenido de su vaso con lasecreta esperanza de interrumpir la

perorata de Pankow y cambiarle el tema.—Por ahí creen que a Balsen lo

mató gente que no lo quería mucho.El alemán apartó su vaso.—No me diga, oye tú, que ahoga

piensan que no lo matagon ladrones —exclamó sorprendido—. ¿No digo yo?¡A estos pueblos faltarles consistencia,consistencia, disciplina, como losalemanes, oye tú! ¡Jawohl! ¿Y tú, comopolicía, no piensa igual?

—Es una alternativa que no puedodescartar mientras no se dé con losculpables —repuso fingiendo ciertaindiferencia, que le resultó demasiadohigiénica.

Encendió un Lucky Strike y lo aspiró

profundamente. Le agradaba sentir elsabor amargo del tabaco mezclado conla fragancia del mango aún en su boca.El alemán se acomodó de tal modo quela silla crujió bajo su peso de elefante o,mejor dicho, de rana monstruosa.

—A lo mejog tú teneg razón —admitió pensativo. Ahora estaban solos.El mozo pelaba unos pepinosparapetado en la cocina, la que podíaapreciarse en toda su dimensión a travésde un vano espacioso—. El pobreBalsen despegtaba tanto rechazo quetodo seg posible, oye tú.

—¿Tenía entonces enemigos en eloasis?

—Si me pide nombres, no te los

dagé, pogque no ser cegveza mía, sinotuya. ¿Tú entender? Pego creo queestaba muy comprometido con gruposatacameños muy rebeldes. ¿Entiende?

—No mucho.Soltó un resoplido frustrado y fijó la

mirada en la juguera, después observósu vaso vacío.

—Oye tú, en este país la gente saberpoco de los indios, pero ellos egan, alfin y al cabo, los dueños de todo. Loschilenos saben más de mapuches que deatacameños. Pego ellos también se estánogganizando de a poco en Atacama,ogganizando, ¿tú entiende? Quieguenexigir tierras y derechos como pueblo.Yo soy muy zoggo y ya darme cuenta.

Eso va a seguig creciendo y traegmuchos dologes de cabeza para Chile,muchos.

—¿Y cuál era el papel de Balsen entodo esto? —preguntó tratando dedisimular su escepticismo.

—A lo mejor andaba en vegdáogganizando rebeldes aquí. Cualquierdía surge organización fuegte, que exigetierras y agua, y la cosa se pondrá fea,muy fea, pogque tendrá eco afuera.¿Entiende? Habrá denuncias contraChile por violag derechos humanos deindios, degechos. En diez años este paískaputt con ese problema de atacameñosy mapuches y pascuenses.

—¿Por que kaputt?

—Porque esto era boliviano yperuano, y si hay problemas así, es muysegio. Ellos venig de vuelta.

—¿Y usted cree que Balsen andabaen eso?

—Bien puede seg —repuso con tonofilosófico, buscando los ojos deldetective. Ahora estaba seguro de que lohabían comprendido—. Esasogganizaciones de ayuda —dijo y bajóla voz, adoptando el tono de losconspiradores— se dedican adesogdenar el Tercer Mundo. Así gananinfluencia. ¿No te da cuenta, oye tú?

—¿Me quiere decir con esto que aBalsen lo pudo haber asesinado lapolicía?

El alemán se encogió de hombros yrepuso con aire enigmático:

—Eso lo está afigmando tú, meinLieber, tú.

SAN PEDRO, LUNES 11 DE MAYO, 12.00HRS.

Al salir del Banana Chávez, donde elalemán continuaba bebiendo batidos demango, Cayetano Brulé admiró durantealgunos instantes, a través de la calleCaracoles, la portentosa cordillera de laSal. Sus gargantas y acantiladosdespedían, contra el azul prístino delcielo, fulgores ocres, verduscos ydiamantinos, y sus crestas filosasparecían cabezotas, corazas, lomos y

colas de gigantescos y fantásticosanimales antediluvianos aletargadosbajo el sol abrasador de mediodía. Conel suave deje del mango endulzando aúnsu paladar y los ecos del acento deBodo Pankow en la memoria, y pese aun dolor de cabeza tan intenso comosorpresivo, el detective reemprendió lamarcha y tomó asiento a la sombra delos pimientos de la plaza.

Las calles comenzaban a animarsecon lugareños y turistas y él se sentíainquieto, insatisfecho consigo mismo, yaque se estaba atiborrando de sospechassin lograr avanzar en la investigación.Meditaba concentrado en laconveniencia de conversar lo antes

posible con Azcárate, el dueño de laflota de camiones, y de contactar a laorganización indígena de la que hablabaPankow, cuando escuchó dosexplosiones cercanas que lo hicierontemer lo peor. Elevó la vista,sorprendido por el estrépito en mediodel desierto, y no tardó en avizorar, alotro lado de la plaza, una camioneta rojacompletamente destartalada, queavanzaba a barquinazos y empellones.

—¡Coño! ¡Ese tiene que ser donPompeyo Jara! ¡No se me puedeescapar! —exclamó y se puso de pie yechó a correr detrás del vehículo.

Su humanidad, bastante voluminosa,envuelta aún a esa hora en la gabardina,

cruzó presurosa los paseos de la plaza,logró brincar a duras penas una reja demetal, alcanzó a esquivar unos perrosque copulaban con desparpajo junto altronco de una palmera y, tras sortear aun grupo de ancianos que comentabanlos avatares del fútbol, dejó atrás laplaza y emprendió una loca carrera endemanda de la camioneta. Sin embargo,cuando corría frente al atrio de laparroquia, ya muy cerca del vehículo,que avanzaba tosiendo, un dolor tanagudo como rotundo se le clavó en elpecho con la fiereza de un insulto.

—¡Santa Bárbara! ¡Me apuné! —balbuceó Cayetano sin aliento,llevándose una mano al corazón. Y se

detuvo jadeante, boqueando, entreresuellos angustiados, bermejo como uncamarón ecuatoriano. Sintió que el soloscilaba hirviendo ahora sobre sucabeza—. ¡La maldita altura, coño!

De improviso, los pimientos, elcampanario de la parroquia y la callePadre Le Paige comenzaron a girar cualun carrusel en torno suyo. Escuchó queel motor de la camioneta se ibaapagando en la distancia hastaconvertirse en un silencio abismal, solocomparable al que reinaba en la nocheatacameña, un silencio que disipó nosolo los gritos de los niños, sinotambién el trinar de los pájaros y losberridos de las ovejas. Prefirió entornar

los ojos en cuanto se percató de que latierra flameaba como una bandera alviento bajo sus pies. Y de pronto susrodillas se aguaron y su humanidad sederrumbó como saco de papas sobre eladoquinado de la plaza. En ese instantetuvo la triste certeza de que moriría amiles de millas de la isla, en medio deldesierto más seco del planeta, y de quelo enterrarían detrás de muros de adobe,lejos de las mahaguas, los flamboyanes,las palmas, los cocoteros y las ceibas, yque solo flores de papel pintado seríansus eternas compañeras.

Recuperó lentamente elconocimiento gracias al agua fresca quealguien derramó sobre su frente. Al abrir

los ojos, reconoció los rostros aliviadosde los curiosos —jubilados aburridosde la monotonía del desierto, mujeresque regresaban de comprar las viandas,niños pastores que en invierno guiaban alos turistas hasta las pensiones—, y aBerganza y Cipión, dos perros famosos,de quienes se afirmaba que durante lasnoches de luna llena eran capaces deconversar y comentar los sucesos deloasis. La lengua áspera de Cipión lamiófugaz los bigotes del detective.

—Incorpórese con calma, que aquínadie se muere así —comentó una vozcascada. Emanaba de un viejecitocentenario, de sombrero hilachento ysaco oscuro—. Nadie, aunque sea

afuerino. Este es el mejor aire delmundo, seco como el charqui ytransparente como la honestidad.

Varias personas contribuyeron atrasladarlo hasta la plaza y a sentarlo enuna de sus bancas. Se sintió comoaquellos Judas que en Semana Santa losniños cargan en andas para obtenermonedas antes de quemarlo. No erabroma correr a mil quinientos metrossobre el nivel del mar, pensó mareado.Cornelia le había advertido la nocheanterior, poco antes de acostarse enprendas íntimas, que a esa altura delglobo había que dosificar las energías.

—Los afuerinos suelen apunarse,pero más arriba, cuando visitan los

géiseres del Tatio —comentó uno de loscuriosos—. Así que le sugiero disminuirde peso lo antes posible, que la cosapinta delicada.

Era un hombre esmirriado y talludo,como muchos de los que habitan eldesierto, el que hablaba. Tendría sesentaaños, rostro enjuto, pómulos salientes yunos ojos pequeños que brillaban comolos de un niño. El bigote fino, recortadoa la perfección y la cabeza escuálida, depelo negro peinado con gomina haciaatrás, le conferían un aspecto pulcro.Instó a los curiosos a continuar sucamino.

—Le están enviciando el poco aireque le queda al caballero —aclaró.

La gente se dispersó en silencio,dejando a Cayetano en la banca,acompañado por aquel hombre ágil ydespierto.

—¿Quiere que lo traslade a suresidencial?

El oasis seguía girandovertiginosamente alrededor suyomientras sentía que una mano fuerte ydespiadada le estrujaba el corazón. Elaire, delgado y liviano, no alcanzaba suspulmones y el frío —aún bajo el intensosol del mediodía— le entumía yparalizaba las piernas.

—No se preocupe —dijo—. Ya mesiento bien. Puedo volver solo.

—Lo trasladaré adonde diga.

—Me siento bien, no se preocupe.Me las arreglo solo. Me ha ocurridoantes y ya vendrán a buscarme.

Su corazón continuaba bombeandoenloquecido, acelerando estérilmente surespiración, amenazando confragmentarle la cabeza.

—Yo lo llevo a la residencial,caballero —insistió el hombre—. Y notema. Me llamo Pompeyo Jara y en todoeste Atacama no hay quien desconfíe demí.

SAN PEDRO, LUNES 11 DE MAYO, 13.00HRS.

Pompeyo Jara trasladó en camioneta aCayetano Brulé hasta el patio de laTrópico de Capricornio. Solo algúnmilagro, de esos propios de Atacama, oalgún acto de brujería, como los quetienen lugar en el Caribe, permitía queaquella Ford del año 67 pudiera andar.Al ver su manubrio de troley, el motorhechizo, las ruedas robadas de unantiguo camión dado de baja en el

ejército y las ventanillas sin cristales,cabía preguntarse si aquel vehículoempleaba verdaderamente gasolina paraarrancar.

Con la asistencia de Pompeyo, quienlo asía firmemente por la cintura, eldetective logró por fin alcanzar lacabaña. Al abrir la portezuelaencontraron a Cornelia Kratz. Leíaplácidamente en cama un libro sobre lainfluencia del imperio de Tiawanaku enla cultura atacameña, proceso que sehabía iniciado mil setecientos añosatrás. Vestía solo una polera y unminúsculo calzón blanco bordado en sucentro. Al verlos, les dedicó un brevesaludo y luego preguntó con inquietud:

—¿Y a usted qué le pasa?—Me apuné —confesó el detective

recostándose con un suspiro.—Se lo advertí. Le dije que no

fumara ni bebiera alcohol, que comierapoco y que consumiera mucha agua,porque a esta altura uno se deshidratasin darse cuenta. ¿Lo hizo?

—En parte.—Lo mismo que con la mantequilla

de cacao —añadió la alemana, esta vezmirando a Pompeyo Jara—. Debeuntarse los labios con ella y el rostrocon la crema que le dejé en el baño. Delo contrario se le quemarán los labios yla piel. Es peligroso, muy peligroso.

—Ella es una conocida periodista

alemana que me acompaña en esta gira—explicó Cayetano antes de entornarlos ojos.

Pompeyo Jara asintió mientrassaboreaba con la vista los muslos tersos,las caderas estrechas y el ombligopequeño y duro de Cornelia, el que seasomaba entre el borde superior delcalzón y la parte inferior de la polera.Ahora entendía la causa del ataque dedebilidad sufrido por el bigotudo. A susaños, con sus kilos y en medio de laaltura, su cuerpo ya no estaba para trotescon muchachas.

—Bueno, espero que se recuperepronto —continuó la periodista mientrasse ponía de pie y calzaba sus piernas en

unos jeans ajustados—. Tengo unaentrevista con Lautaro Núñez, eldirector del museo, y por la tarde viajoa Toconao. Vuelvo mañana.

La vieron avituallarse conzapatones, parka, cámara y anteojososcuros y salir de la habitaciónpresurosa.

—¡Qué palomita! —comentóPompeyo Jara mientras contemplaba concompasión a Cayetano—. ¿Su mujer?

Supo de inmediato que su respuestacarecería de sentido. Era imposibleexplicarle que compartir habitación conuna mujer en medio del desierto noimplicaba necesariamente compartircama. Lo tomaría por un idiota o, lo que

era peor, por marica.—Solo una amiga periodista.—Ah.—Mi mujer está en Valparaíso —

puntualizó al rato, con un hilillo de voz.—La mía hace quince años en el

cielo. Estoy seguro de que se lo ganósolo por el hecho de haberse casadoconmigo.

—Lo siento.Lo escuchó pasearse impaciente por

la pieza, como si de esa forma tomaraposesión de ella.

—¿Y qué buscan ustedes en SanPedro?

Le contó la verdad. Pompeyoescuchó en silencio y con los labios

entreabiertos por entre los cuales seperfilaban unos dientecillos largos yfiludos, como de conejo. Tras escucharel relato, el guía del desierto se aclaróla garganta y repuso con calma:

—Le voy a decir lo mismo que a lapolicía la semana pasada. Nunca conocíbien al alemán ese y lamento lo que lesucedió. Lo mío es trasladar gente por eldesierto y él tenía un jeep cuatro porcuatro.

—Pero no me va a contar que jamásvio a Balsen.

Guardó silencio por unos instantes.Al investigador no le pareció queaquello pudiera deberse a que hurgabaen su memoria, sino a que optaba por la

cautela.—Aquí todo el mundo se ve, otra

cosa es intimar —aclaró Pompeyo alrato—. Lo veía de vez en cuando eintercambiábamos opiniones sobre elestado de los caminos o sobre lasituación de algunas vegas y quebradas,donde vive gente, y que se han idoquedando sin agua por culpa de lasempresas mineras.

—¿Y qué hace esa gente?—¿Qué va a hacer? Se va, no más.

Sin agua, no hay vida.—¿Nadie defiende a esa gente?—¿Y quién la va a defender? —

tendía a responder con preguntas y en untono que resonaba insolente, pero, en el

fondo, no había mala intención oagresividad en su actitud. Era el estilo,el estilo determinado por ladesconfianza de los atacameños hacialos afuerinos, pensó el detective—. Lasmineras inscribieron los derechos deagua y la gente se quedó sin agua. Así esla cosa.

—¿Aunque ellos hayan llegadoprimero?

—¿Y quién dice que las minerasllegaron primero? Las mineras llegarononce mil años después que los primerosatacameños. Claro, llegaron conabogados influyentes, políticos venalesy con notarios que dejan páginas enblanco en sus registros para venderlas

luego al mejor postor. Perdieron, nomás. Así es la vida —resumióresignado, sin dejar de caminar de ida yvuelta por la pieza—. En Atacama lavida nunca ha sido fácil.

Cayetano apoyó la cabeza contra lapared y creyó sentirse mejor. A travésde la ventana divisó los chañares,creciendo torcidos, como implorandoagua al cielo, y por encima de los murosde adobones y los algarrobos queamarilleaban más allá de los confinesmismos del oasis, vio los dinosauriosque dormitaban confundidos con lacordillera de la Sal.

—¿Balsen se metió a apoyar a losatacameños en contra de las mineras? —

preguntó.Los dedos largos y flacos de

Pompeyo Jara acariciaron sus mejillasen un gesto de desconcierto.

—Se quiso meter en todo. Yo creoque tenía complejo de profeta. Loprimero que debe saber un afuerino quellega a San Pedro es que nada de lo quesabe le sirve. Él creía que podía ayudarcon lo que sabía. Figúrese —en su vozflotaba el reproche—, ¿qué sabe unalemán de Atacama?

—¿Tuvo fricciones con las minerasde la zona?

—¿Fricciones? Uno nunca tienefricciones con las mineras. Lasfricciones con ellas no existen. Las

cosas las arreglan a través de susdepartamentos legales y las notarías.Después uno conoce el plato que lecocinaron. ¿Problemas? Ni soñarlo.

—Dicen por ahí que Balsen era elculpable de que la gente se quedara sinagua —apuntó Cayetano.

—Bueno, él también entregó suaporte —dijo con cinismo.

—¿Usted cree que a Balsen loasesinaron por eso?

—Puede ser.—¿O por el dinero que le robaron?—Pueden ser ambas cosas, pero yo

soy desconfiado por naturaleza —advirtió el guía en tono agrio—, y másbien creo que Balsen tuvo problemas

con alguien importante. Connarcotraficantes o con empresas quebuscan petróleo para ocultarlo.

—Momento, momento —reclamóCayetano frunciendo el ceño y seincorporó en la cama—. ¿Buscarpetróleo para esconderlo?

—Así es —repuso con entereza—.Las petroleras no siempre revelan todossus yacimientos. Eso bajaría el precio ydebilitaría sus negociaciones con lospaíses petroleros, o atraería a lacompetencia.

—¿Y eso qué relación guarda conBalsen?

—¿No le queda claro? Alguienexcava terrenos, detecta petróleo y luego

reforesta para que nadie explore allí yellos pueden explotar el petróleo cuandoles convenga. Balsen pudo haberdetectado una acción de ese tipo.

—¿Y los narcotraficantes?Lo miró muy serio y bajó la voz.—Este desierto no solo tiene

minerales, don Cayetano, sino que almismo tiempo es la ruta de la cocaína.Los productores de los países vecinosprefieren exportar la coca a través deChile hacia Europa y Estados Unidos.

—¿Y usted cree que Balsen andabaen algo así?

Movió la cabeza sin poder fijar losojos en parte alguna y abrió los brazos.

—Estamos especulando, don

Cayetano, pero el alemán bien pudohaber descubierto alguna ruta y lomataron para que no hablara.

SAN PEDRO, LUNES 11 DE MAYO, 20.15HRS.

Cuando conoció al dueño de la flota decamiones y supuesto narcotraficante,quedó desconcertado. Lo clasificó deinmediato entre aquellos tiposbonachones, algo rudos, que cierran losojos al reír a todo pulmón y gustanposar, a modo de gesto afectuoso, lamano sobre el hombro de susinterlocutores. Tenía el pelo grasoso, lafrente estrecha y una marcada

obstinación en sus ojos.—¡Don Cayetano, el gran detective,

bienvenido a San Pedro! Yo soy SergioAzcárate —exclamó sonriente, abriendolos brazos teatralmente bajo el belloparrón iluminado de su casa de estilocolonial. Portaba una copa en la manoizquierda—. Adelante, adelante. Yapuedo imaginar el motivo de su visita.

No era, por cierto, muy difícilimaginarlo. Cayetano acababa depresentarse ante el cuidador de lapropiedad y Azcárate había sidoadversario público de Balsen. Elempresario poseía en el oasis numerosashectáreas de frutales y ahora el detectiveestaba en una de ellas. Pese al pálido

fulgor de la luna, no logró identificar eltipo de fruto que producía allí Azcáratemientras lo seguía por el sendero quebordeaba la mansión —de muros deadobe, techo de tejas, semioculta entrecañas y chañares—, y desembocaban enun patio techado que iluminaban velas.

Distinguió a un hombre sentado auna gran mesa finamente dispuesta concopas y bandejas de canapé.

—Permítame presentarle alinspector Horacio Gaete, deInvestigaciones —dijo Azcárate—.Inspector, este señor es el graninvestigador porteño Cayetano Brulé.

Gaete se levantó para estrecharle lamano y escrutarlo con mirada escéptica.

Era bajo, de bigote fino y llevaba ternogris sin corbata.

—Asiento, asiento ambos —ordenóel dueño de casa—. ¿Se sirve unpisquito también, mi estimado detective?

Asintió mientras se acomodaba enuna silla y Gaete lo seguía mirando conrostro enigmático y sumido en silencio.

—Espero no interrumpirlos —dijoCayetano.

Un mozo de impecable chaquetablanca puso frente a él una copa conpisco sour.

—De ninguna forma —Azcárateapoyó firmemente sus codos sobre lamesa y por debajo de la manga de sucamisa asomó un macizo reloj de oro.

Le sorprendió. Por lo general, loshombres preferían en Chile relojesdesechables.

—Yo, por lo menos, estaba a puntode retirarme —dijo Gaete antes devaciar su copa y ponerse de pie—. Condon Sergio ya hablamos todo lo que meinteresaba.

—A propósito. ¿Cómo marcha lo deBalsen?

Preguntó sin hacerse ilusiones con larespuesta. Intuía que Gaete, como buenprofesional, sería escueto y mezquino enel suministro de información de un casoaún no resuelto. No se lo reprocharía.Ya su mera pregunta, el intento poraveriguar el estado de la investigación,

lo situaba al margen de ella misma,circunstancia risible para cualquierprofesional. Sin embargo, Gaete fuesincero. Le contó que carecían dehuellas y de retratos hablados desospechosos, pues el delito —valedecir, los dos balazos— había sidoejecutado la tarde del vierneslimpiamente, sin empleo de violenciaprevia, lo que permitía presumir que losasaltantes habían sorprendido al alemántrabajando solo en su oficina, a la horaen que su auxiliar, Saúl Puca, examinabael avance de las acequias. Lo únicoclaro era que Investigaciones carecía depistas.

—Acabamos de dejar en libertad,

por falta de méritos, a dos sujetosdetenidos quince días atrás —añadióGaete—. Esto complica las cosas. Yahora, como le comentaba a don Sergio,estamos a fojas cero. Habrá quecomenzar de nuevo. Me imagino queusted estará igual. ¿Para quién investigausted?

—Para un pariente de Balsen.Gaete dejó escapar una sonrisa

diplomática y alargó la diestra haciaCayetano deseándole las buenas nochesy éxito en sus pesquisas. Luego sedespidió de Azcárate y se marchó apasos cortos por el patio detrás delmozo, dejando solos a ambos hombres.

Bebieron un rato en silencio, como

si uno estuviese al acecho del otro. Dealguna parte llegaba el rumor de unaacequia, el ladrido lejano de perrosmelancólicos y los compases, famélicos,por cierto, de un bolero. La música dealguna fonda, se dijo Cayetano. Arribala luna alumbraba con vigor.

—Usted dirá —dijo de prontoAzcárate, tranquilo.

—Es muy simple —Cayetano jugócon la copa, como sopesándola—. Ustedamenazó de muerte a Willi Balsen yresulta que ese hombre ahora estámuerto.

Una mueca desaprobadora, como dealguien que reacciona ante unaobservación de mal gusto, ofensiva e

inesperada, cruzó el rostro delempresario. Después de vaciar su copacon la vista baja, cazó una aceituna, sela introdujo en la boca y repuso consarcasmo:

—Vamos, vamos, señor Brulé, ustedno creerá que después de anunciarlopúblicamente, yo iba a liquidar aBalsen. Suponiendo que hubiese tenidomotivos suficientes para hacerlo, nohabría sido inteligente de mi parteanunciarlo a gritos en un bar del pueblo,tal como lo hice.

—¿Sabe?, al verlo a usted me corroeuna duda —comentó Cayetano sintiendoel recorrido ardiente del pisco sour porel interior de su cuerpo—. Lo veo un

tipo tranquilo, que sabe dominarse,incluso en las peores circunstancias.¿Cómo es posible que una persona asíhaya perdido tan fácilmente la calma?

—¿Se refiere al alemán?—A él mismo.—Es fácil —repuso con un brillo

metálico en sus ojos—. Lo que hizo notiene nombre.

—Pero eso perjudicó a terceros, noa usted.

—Su famoso proyecto de irrigaciónterminó por arruinar a todos lossupuestos beneficiarios. En un par demeses a los de Solor no les quedará otraque abandonar San Pedro para ir aofrecerse como mano de obra barata a

Calama o Antofagasta.—¿Y por eso lo amenazó de muerte?Dejó escapar un suspiro profundo,

impotente e indicó con la manoextendida hacia la oscuridad, más alláde los árboles, hacia los lejanosdeslindes de su terreno.

—Si el nivel de los pozos siguebajando, también tendré que despedirmede mis plantaciones —puntualizó—.Poseo varios terrenos. He apostado porfrutos tropicales, que este oasis deberíaproducir y exportar durante lastemporadas en que los países tropicalesno producen, y que los atacameños nocultivan por falta de iniciativa.

—Usted también creyó en los pozos.

—Cuando Balsen comenzó con laidea, hace tres años, y los pozosfuncionaron, yo copié la historia. Claro—lamentó—, no imaginé que sucederíalo que pasó.

—Al menos ahora podrá comprar abajos precios los terrenos de loscampesinos arruinados.

Los ojos del empresario buscaronlos de Cayetano cargados con fríaindiferencia.

—¿Y qué hago sin agua? —preguntó—. Cada vez hay menos agua por lasmineras. La irresponsabilidad de Balsensolo apuró el fin de muchos. Además…

—Además, ¿qué?Ahora examinó con ojos

desdichados al investigador.—Además, me imagino lo que le

dijeron. Hay mucha gente que meenvidia —esperó a que Cayetanoreaccionara de algún modo, pero este semantuvo impertérrito—. Me acusan denarcotraficante —continuó—, a mí, queformé mi flota a costa de puro esfuerzo.Este país podría exportar envidia, señorBrulé, a granel y en envases, ysolucionaría de la noche a la mañanatodos sus problemas económicos.

—¿No ha comprado últimamentenuevos terrenos?

—Se iría de espaldas si supiera que,por el contrario, he prestado dinero ybombas a campesinos del ayllu de Solor

para que no pierdan sus cosechas.—Y si no pueden pagar, se quedará

con sus tierras. ¿O no?—Yo soy comerciante, mi amigo, tal

como usted es detective. Soycomerciante y no filántropo.

Esperaba otra respuesta de Azcárate,una respuesta más tortuosa. Sinembargo, de pronto lo defraudaba ladistancia en que contemplaba las cosas.Bueno, él tampoco había viajado hastaallí para juzgar a la gente. Lo concretoera que él, Cayetano, vagabadesorientado por las circunstancias,deseando tropezar con algún indiciosalvador. La noche comenzaba a helar. Alo mejor Atacama no era el escenario

más adecuado para un alma caribeña.Por sobre los muros de adobón vio,

sin poder reprimir un escalofrío, lacadena andina con sus magníficosvolcanes recortándose contra el cielosembrado de estrellas.Inconscientemente enfundó sus manos enlos bolsillos de la gabardina en busca decalor. No le asentaban aquellos cambiosbruscos de temperatura. Por el día elbarómetro superaba los cuarenta a lasombra, y por la noche descendía bajocero.

—Usted sabe que proferir amenazases peligroso —dijo más tarde.

—Lo sé, pero acabo de explicarle alinspector Gaete dónde me encontraba el

día del crimen.Cayetano se mordisqueó el labio

inferior dubitativo y aventuró unapregunta insolente:

—¿Tiene una coartada?Azcárate sonrió con displicencia.—Si usted prefiere llamarla así,

tengo una.—¿Cuál?—La noche del crimen me hospedé

en el principal hotel de Antofagasta, atrescientos kilómetros de aquí. Supe delcrimen por la radio. Hay testigos.

Cayetano lo observó atentamentemientras colocaba la copa vacía sobrela mesa. Había algo en su tranquilidad,en su equilibrada postura, que le

gustaba. ¿Eran ciertos los rumores quelo acusaban de estar vinculado a ladroga, o simplemente se trataba de unsacrificado y pragmático empresario,víctima de la envidia? No hay fortunainocente, repitió para sí, evocando laspalabras de su padre, que había muertoarruinado en La Florida.

—Permítame una última pregunta.—Las que usted quiera.—Pese a su colita de caballo,

Balsen era un tipo bastante apuesto ycon llegada entre las mujeres. ¿No teníaaquí, en el oasis, alguna amante?

Azcárate sonrió sardónico y seacarició largo rato las mejillas con susmanos gordas, como para cerciorarse de

que estaba afeitado. Dijo mirandofurtivamente:

—Se le vio cierto tiempo con IsabelAyabire.

—No me refiero a Isabel, sino aalguna otra mujer, aunque fueseocasional. Me imagino que Balsen solíabrindarle alojamiento de vez en cuandoa alguna turista, ¿entiende?

—Eso lo debe saber mejor Isabel.—Olvídese de ella. ¿No recuerda a

nadie?Azcárate deslizó ahora la mano por

su pelo seboso y luego tamborileó conlos dedos sobre la mesa. Durante unosinstantes silbó bajito. Sus rasgosdanzaban a la luz oscilante de las velas.

Parecía extenuado.—Balsen no era precisamente un

beato, cosa que no le critico —afirmóbenevolente, revelando una levesimpatía por el muerto—. No sé si meequivoco, pero creo que durante untiempo dejó a Isabel por otra.

—A lo mejor recuerda su nombre.—Era una alemana, precisamente.

Algo mayor que él, pero de buen cuerpo.—¿Vive en San Pedro?—Vivía —se llevó pensativo la

copa a la boca y la apartó disgustado aladvertir que ya estaba vacía—. Sealojaba en la hostería San Pedro, comotodos los alemanes que trabajan para laAntares. Pero se marchó.

—¿Antes o después de la muerte deBalsen?

—Antes. Como un mes antes, si nome equivoco.

SAN PEDRO, MARTES 12 DE MAYO, 03.47HRS.

Despertó abruptamente con laespeluznante sensación de que unasombra lo espiaba desde fuera de lacabaña, pero no divisó a nadie al otrolado del vidrio. Solo el cielo con susestrellas, perfectamente enmarcado porlos centros de la ventana, envuelto en elsilencio abismal de la clara nocheatacameña. Tras palpar sus anteojossobre el velador, se los calzó

tembloroso y se levantó con sigilo.La cama de Cornelia Kratz

permanecía vacía y plegada. Solo en eseinstante recordó que ella alojaba aquellanoche en Toconao. Miró a través de laventana. Un sudor leve le cubrió lafrente. La luna descolgaba susguirnaldas de plata por los chañares ycubría de un polvo plomizo, casimercurial, las cumbreras de los muros ylas crestas prehistóricas de la cordillerade la Sal. El ladrido lastimero de unperro se hundió como puñalada artera enel silencio. No había nadie afuera.

Pero escuchó nítidamente cómocrujía la gravilla en el patio mientras unperro cercano soltaba unos gruñidos.

Se vistió con prontitud, se calzó losbototos y salió. Las cabañaspermanecían a oscuras, con las puertascerradas, ajenas a lo que sucedía. Unperro flaco y de buenas pulgas,probablemente el que acababa de ladrar,se le acercó meneando la cola y loolfateó con avidez.

—Tranquilo —susurró mientrasacariciaba la cabeza del animal.

Cruzó el patio, solo perseguido porel perro y sus sombras, alcanzó la puertaprincipal de la hostería y atisbó elexterior. La calle Tocopilla se alargabarecta y solitaria, limitada por muros ycasas de adobe, sin luz. No había unalma despierta en todo el oasis. Sintió

un escalofrío.Y de pronto la vio. No habría

podido afirmar con certeza si se tratabade una sombra o solo de una visión,pero ella —quienquiera que fuese—acababa de doblar la esquina. No lopensó dos veces y marchó en esadirección procurando dosificar susenergías y evitar un nuevodesvanecimiento. Sin embargo, a lospocos metros su corazón comenzó apalpitar virulento y en su cabeza seinstaló un dolor punzante, que recorríasu frente de lado a lado.

Llegó a la esquina donde había vistodesvanecerse la sombra y observóatentamente la calle. Ante él apareció un

pasaje lateral, de tierra, estrecho ysinuoso, sombreado por algarrobos ycasitas de un piso. De pronto sintió unasuerte de respiración agitada a suespalda. Se viró de inmediato, tenso,presto a defenderse. Pero era solo elperro. Ahora lo olisqueaba comoreconociéndolo, satisfecho de haberencontrado a un compañero a esas horasde la madrugada.

Escuchó nuevamente el ladrido deotro animal y se adentró resuelto por elpasaje, que desembocaba cien metrosmás allá, después de una curva y unascañas, en la calle Valdivia. Avanzóplegado a los muros encalados mientrasel quiltro lo seguía jadeando.

—¿No eres Berganza? —susurróCayetano.

El perro irguió las orejas y balanceóla cabeza.

—¿Tal vez Cipión?Esta vez se alejó indiferente,

husmeando la tierra, convertida a esahora en simple harina blanca.

Al reanudar la marcha, Cayetano sepreguntó si tenía algún sentido continuaraquella búsqueda. Asomó su cabezajunto al tronco de un algarrobo ypermaneció inmóvil.

Ahora sí vio todo con claridad. Eraun hombre que huía con premura a unoscincuenta metros de él. Se deslizabacomo una sombra por la noche. Llevaba

un gorro de lana y un suéter holgado.Fue incapaz de distinguir otro detalleque lo identificara. No le cupo duda, erala misma persona que lo había estadoespiando a través de la ventana. Unaintensa sensación de inseguridadrecorrió su cuerpo y le erizó la piel.Decidió emprender la persecución demodo discreto en el momento en que elhombre desaparecía del alcance de suvista al doblar una esquina.

Cayetano echó a correr aunque sucorazón latía con fuerza. No tardó enexperimentar un vértigo acompañado dela desagradable sensación de que sucuerpo se hacía repentinamente pesado ytorpe. Escuchó de pronto un extraño pito

agudo, que no logró identificar y solodespués constató que provenía de supropia garganta. Se estremeció y buscóapoyo en los muros. Temblaba. Sussienes querían estallar. Inspiró airevarias veces, tratando de recobrar lacalma, oliendo la cal de los muros, perocuando elevó la vista, el hombre yahabía desaparecido. Decepcionado,volvió a paso lento a la hostería seguidodel perro.

Recién entonces comenzó a sentir elfrío de la noche despejada y apercatarse de la inmensidad del cieloatacameño. Quedó azorado. Jamás habíavisto estrellas tan claras, grandes ybrillantes como las de Atacama. Tuvo la

certeza de que podría alcanzarlas con lamano. Minutos más tarde ingresabanuevamente a su cabaña.

Cuando encendió el fósforo paraconsultar la hora, descubrió indiciosclaros de que acababan de registrar sucuarto.

SAN PEDRO, MARTES 12 DE MAYO, 09.50HRS.

Cayetano Brulé se dirigió a la hosteríaSan Pedro de Atacama a media mañana,después de analizar minuciosamente elregistro que los desconocidos habíanpracticado en la cabaña durante su breveausencia. Con excepción de los rollosfotográficos empleados por Cornelia,nada había sido sustraído de suspertenencias, ni siquiera los rollosvírgenes. No obstante, halló indicios de

que manos expertas habían hojeado losapuntes y libros de ambos.

Cruzó bajo los gigantescosalgarrobos que circundan la hosteríapreguntándose si el objetivo de aquellosdesconocidos había consistido eneliminarlo mientras dormía, cuestión quebien podría haber fracasado por susorpresivo despertar, o en alejarlosencillamente de la cabañaaprovechando la ausencia de la alemana.Pero, se preguntó impotente mientras seacomodaba en el mesón del pequeñobar, ¿quienes dirigían el registro desdelas sombras? ¿Algún narcotraficanteasentado en el oasis, una empobrecidacomunidad campesina, un grupo de

huaqueros atemorizados, acaso laspoderosas mineras, Bodo Pankow, aquien imaginaba ordenando una y otravez batidos de mango sin azúcar, oacaso Azcárate, con sus ojos negros y sucabellera grasosa? ¿O tal vez alguienque, al igual que ellos, vislumbraba unaamenaza en su investigación?

El local estaba vacío, el piso decerámico relucía limpio, las botellascolgaban apuntando hacia abajo y todolo envolvía el aroma a café reciéntostado. A través de los ventanalesadmiró la gran piscina de fondo celestey los chañares que la circundaban.

—¿Qué se sirve, caballero? —preguntó un hombre de mediana edad

que apareció de pronto detrás de labarra.

—Un cortado para mí y lo que deseepara usted, y todo a mi cuenta —anunciógeneroso Cayetano colocando su gorrode lana sobre la barra.

El hombre se sonrojó y mascullóalgo ininteligible por entre los dientes.Luego activó la cafetera diciéndose queaquel bigotudo de anteojos gruesos ycon pinta de mexicano parecía un tiposimpático. Buen modo de comenzar lamañana. En realidad, no abundaban losturistas afables en el oasis. La mayoríaeran turistas que arribaban ansiosos,buscando algo indefinido, angustiadospor la sensación de que debían cumplir

un itinerario urgente y desconocido.—Si uno desea reservar una

habitación, ¿con quién lo hace? —preguntó Cayetano.

El barman se viró hacia él sin dejarde hacer girar una palanquita de lamáquina y repuso con una sonrisa:

—Con el dueño, o si no está, comoahora, que anda comprando verduras,habla conmigo. Aquí hago de todo. Debarman, cajero, maletero, jardinero,hasta de cocinero.

La cafetera lanzó un resoplidoagudo, como de animal herido, y luegodespidió vapor y un líquido oscuro porsus intersticios. El barman llenó dostacitas con café y espuma de leche y las

colocó sobre el mesón. Cayetanodecidió que era la hora de dejarse derodeos:

—Escúcheme, mi amigo, no hacemucho se hospedó aquí una alemana.

—Aquí se alojan alemanes todos losdías. Llegan por cientos, especialmentemochileros —revolvió su tazaindiferente, acodado en el mesón—. Ydesde hace más de tres años, porejemplo, viven aquí, por temporadas,técnicos alemanes de una empresaminera.

—De la Antares. De esosprecisamente se trata. Me refiero a unaalemana que trabajaba para Antares yque se fue hace un tiempo de San Pedro.

¿La recuerda?El barman se cruzó de brazos y miró

intrigado al detective. Luego pasó unpaño húmedo sobre la superficie delmesón.

—Me acuerdo de esa mujer. Sí,porque era la única del grupo.

—¿Cómo se llamaba?En cuanto advirtió cierto gesto de

incertidumbre en su rostro, Cayetanoextrajo un billete de cinco mil pesos desu pantalón y lo hizo resbalar sobre labarra.

—Cobre y el vuelto es suyo acambio del nombre. Es importante paramí.

Lo vio caminar resuelto hacia la

pequeña recepción de la hostería, dondetrasteó un rato entre cajones. Al finalapareció serio con un cuaderno de tapasgruesas.

—Fue hace como dos meses. Debeestar en uno de estos registros —susurróconcentrado—. Creo que se llamabaBárbara.

Buscó durante unos instantes en elcuaderno. El detective aprovechó parasorber el café con calma y pasear lavista por el bar. Era un lugar acogedor,dispuesto en forma circular en torno auna chimenea de piedra que en lasnoches de invierno debía entibiardeliciosamente aquel ambiente.

—Aquí no está —lamentó de pronto

el barman, cerrando un cuaderno—. Nipuede estar —meneó la cabeza—.Claro. Si no me falla la memoria, ellaestuvo aquí por más de un año. Entoncesdebe haberse inscrito en esa fecha. Perome acuerdo de ella.

—¿No puede conseguir esecuaderno? Necesito los datos.

—Los tiene el dueño y jamás me losprestaría. Pero, ¿por qué no les pide losdatos a los compañeros de la alemana, ala gente de Antares que se hospedaaquí? Son tres caballeros.

—¿No hay uno que se llamaPankow?

—Exacto, don Bo, el jefe.Cayetano extrajo otro billete de

cinco, y lo hizo resbalar sobre el mesónhasta introducirlo dentro del puño delbarman. Este lo plegó delicadamente ylo guardó sin mirarlo en el bolsillo de sucamisa.

—Bueno, ahora me acuerdo mejor—repuso lívido. Su voz resonóescuálida—. Sí, la recuerdoperfectamente. Era ingeniera o algo así.Tendría cuarenta años. Rubia, hartobuena. Bárbara, exacto, pero norecuerdo el apellido. Vivió muchotiempo en la hostería, y se fue hacecomo dos meses. Por cierto que demanera muy especial.

—¿A qué se refiere?Hizo chasquear la lengua y ladeó la

cabeza y en sus ojos se reflejó ciertainseguridad.

—Se la llevaron violentamente unanoche en un vehículo.

—¿Violentamente?—Como en un secuestro —repuso

tranquilo—. Serían las dos de lamadrugada. Lo hicieron sus propioscompañeros de trabajo. La llevaron enel jeep de don Bo. No entendí nada,discutían en alemán, parecían todosborrachos.

Cayetano empujó la tacita vacíahacia un costado y preguntó:

—¿Ella solía beber?—Bueno, los alemanes beben con

frecuencia.

—¿Quién le contó esa escena?—Me liquida si cuenta lo que

sucedió esa noche —advirtió con laboca seca y volvió a cruzarse de brazossobre el mesón—. En la hostería soloestaban los alemanes de Antares y yo, elúnico testigo. Pero ellos creen que yodormía.

Se atusó los bigotes y se acomodólos anteojos en el caballete de la nariz.¿Por qué Pankow ni Isabel Ayabire, ninadie le había hablado de aquellamujer?

—Cuénteme bien lo que ocurrióaquella noche.

—La sacaron a la fuerza de su pieza—susurró el barman indicando hacia el

pasillo que se abría más allá de larecepción—. La arrastraron por aquí yse detuvieron por unos instantes en elacceso a la espera de que uno acercarael jeep. Yo dormitaba en el cuartito,detrás de la recepción, y vi todo a travésde la puerta, sin encender la luz.

—¿Lo denunció a la policía?—¿Para qué? Era una cuestión entre

ellos, además estaban borrachos. ¿Ustedsabe cuántos escándalos producen almes los turistas en San Pedro? Si losdenunciáramos, nos quedaríamos solos.

—¿Y la alemana? ¿Qué hacía?—Lloraba —repuso el barman

sorbiendo con indiferencia su café—.No entendí nada, hablaban en alemán. Al

rato la subieron al jeep con maletas ytodo y desaparecieron.

—¿No volvió a verla?—Nunca más.—¿Explicaron algo los alemanes al

día siguiente?—Tiempo después, don Bo se limitó

a pagar el cuarto de la mujer y bromeócon que los negocios funcionaban mejorentre hombres.

—Ella mantenía relaciones conWilli Balsen, el alemán que mataron enel pueblo. ¿No es cierto?

En el rostro del barman se dibujóuna sonrisa lasciva. Sus ojos seclavaron por unos instantes en los deldetective. Era como si al fin pudiera

contar una infidencia importante.—La visitaba a menudo. Se reunían

en su cuarto cuando los otros alemanesse hallaban en la planta. Ellos tienen unsistema de turnos, por lo que siempredejan a uno en la hostería. Se comunicanpor radio. Se reunían discretamente.Pero uno, como hotelero, sabe lo quepasa adentro por los indicios. Lascamas, los ruidos, ¿me entiende?

—¿Vino Balsen después a preguntarpor ella?

El barman vació su taza y se secólos labios con el dorso de la mano. Sumirada, profunda y oscura, se fijó en lasdioptrías del detective.

—Estuvo aquí, días después,

preguntando por ella.—¿Y qué le respondió?—Que se había ido definitivamente.—Mintió, por lo tanto.—No —repuso el barman con

frialdad—. Solo no dije toda la verdad.Y lo hice para proteger mi trabajo.Ahora, si usted me denuncia, lo perderé.Los alemanes son clientes fijos aquí ydon Bo, rey.

—Una última pregunta, mi amigo.¿Usted cree que la alemana manteníatambién cierto tipo de relación íntimacon Pankow?

El barman dejó escapar una sonrisacómplice. Sus rasgos se tornaronzorrunos al sonreír.

—Bueno, no soy detective, perocomo hombre observador a mí no se meescapa una. Pero para serle franco,nunca advertí indicio de que la alemanase entendiera también con don Bo. No,ahí no había nada, señor, y se lo dicealguien con buena nariz y mejores oídos.

SAN PEDRO, MARTES 12 DE MAYO, 11.30HRS.

Tórrido, el sol se había instalado en elcenit mismo, devorando las sombras y laúltima humedad de las callejuelas,cuando Cayetano Brulé llegó a lavivienda de Isabel Ayabire. El oasisestaba ahora poblado de turistas y desdeel interior del bar Tambillo llegaban losritmos de boleros y rancheras, atenuadospor la tertulia de sus parroquianos.Como vio puerta y postigos cerrados,

recordó que la muchacha y su abuelaofrecían hospedaje en la parte trasera dela casa, y se adentró por un pasajelateral.

La encontró en el patiecito interior,dispuesto como pequeño comedor.Deslizaba un estropajo sobre las mesas.Con piso de tierra, la cubierta de coiróny el follaje de pimientos frondosos,aquel lugar suponía un oasis fresco ysombreado. Un pequeño corredor, al quedaban cuatro habitaciones, por elponiente, y tres muros de adobe por losotros costados, circundaban el espaciocreando una atmósfera discreta yprotegida. Isabel llevaba un vestidocorto, sin mangas y ajustado, que dejaba

al descubierto el jarosita de sus brazos ypiernas y permitía adivinar la estrechezde su cintura y la pujanza de sus senos.Su rostro de mirada despierta y radiante,cubierto ahora por una liviana capa desudor, subyugaba con la vertiginosidadde un latigazo.

—Solo quería conversar unosminutos con usted —anunció Cayetano,muy suave, perturbado por la pielpalpitante que ofrecía el escote. Elnacimiento de los senos de Isabel —hondonada húmeda, tierna y misteriosa— le evocó las vegas frescas ycristalinas de la cordillera.

Reflejando sorpresa y molestia, lamirada de Isabel le indicó al detective

que ahora estaba a punto de perderladefinitivamente como informante. Eraese el riesgo que solía correr uninvestigador privado: perder laconfianza, o antes que eso, la simpatíade quienes pudieran suministrarle datosimportantes. Bastaba dar un mal paso,hacer un alcance desafortunado o emitiruna opinión liviana para que la frágilrelación de confianza se derrumbara.Después no había tiempo para remediarni reconstituir aquel tejido. Tragó salivamolesto consigo mismo, la sintióapelmazada, sulfurosa, como las aguassiempre turbias del río Vilama, quebañan por el levante el oasis de SanPedro.

—¿Qué busca ahora? —preguntó lamuchacha.

Cayetano escuchó el murmullo de unchorro de agua y se volvió lentamente. Através de una ventana entreabierta divisóa la abuela de Isabel. Lavaba la vajillasin dejar de mirarlos.

—Me gustaría que tomáramos algo,aquí mismo. Yo invito.

Isabel dejó caer con desgano elestropajo sobre una silla y caminó haciala cocina. Allí su cuerpo se confundiócon las sombras y volvió a emerger alrato trayendo una bandeja con dos tazas,un azucarero y un termo. Después tomóasiento en silencio y llenó las tazas hastalos bordes con café aguado.

Cayetano aprovechó la pausa paraextraer un cigarrillo de la guayabera, loprendió tranquilamente y mientras seguíacon la vista el ascenso de las volutas dehumo, distinguió a través del coirónunos retazos de azul profundo, como decielo recién lavado. El canto de unpájaro le recordó por unos instantes lasmañanas de primavera en los cerros deValparaíso. El sol refulgía entoncescontra los techos de calamina, la brisadel mar contagiaba con fragancias desalitre y desde el puerto llegaba por losaires tibios el estrépito atemperado demotores. Por un instante dejó vagar lavista por entre las ramas de lospimientos hasta tropezar con un jilguero

que cantaba en su jaula de alambre.—Usted nada me dijo sobre una

alemana, de nombre Bárbara, quienconocía muy bien a Balsen —dijo depronto Cayetano en un intento porcolocar de sopetón las cartas sobre lamesa.

—¿Se refiere a Bárbara Schuster?—sus labios dibujaron una sonrisa ácida—. Ella no significó nada en nuestrasvidas, digo, nada en mi relación conWilli.

—No trate de engañarme, Isabel —repuso el detective mientras se servíaazúcar y revolvía su taza—. Bárbara sífue importante, ella se cruzó en sucamino, en su relación con Willi. Y me

imagino que usted, pese a sus cortosaños, quería consolidar esa relación, nodeseaba solo una aventura pasajera. Malque mal se habían conocido hacíatiempo.

—Tres años.—Exacto. Y entonces apareció esa

alemana. Ella significó algo y bastante,me atrevería a decir, en la vida deambos.

—¿Piensa usted acaso que yo maté aWilli por celos?

Había ahora inquietud ydesconcierto en su mirada.

—No se trata de eso, Isabel. Soloquiero que me ayude a armar esterompecabezas, del cual usted posee una

pieza importante, que es Bárbara. ¿No leinteresa acaso que se esclarezca lamuerte de Balsen?

—¿Y todo esto con qué fin, donCayetano? —murmuró desconsolada—.¿No le basta con que perdí a Willi?¿Usted me lo va a devolver acaso?

El jilguero volvió a cantar, perocalló súbitamente asustado por elchirrido agudo de una puerta. Una parejarubia, de pantalones cortos y poleras,premunida de una cámara fotográfica ymochilas, abandonó una habitación ycruzó el patiecito. El detective aguardóa que desaparecieran y comentó:

—Según lo que sé, Bárbara fueamante de Balsen desde que llegó, hace

cosa de año y medio, hasta que se fue.Disculpe si soy tan rudo al abordar esteasunto, pero no me queda otra. Laverdad a veces duele, Isabel.

—¿Qué quiere de mí?Su pregunta había sonado gélida,

aunque tenía los ojos llorosos. Si nomanejaba bien las cosas, pensó eldetective, la abuela podría intervenir encualquier momento, dando por terminadala conversación.

—Créame que no es mi ánimocriticarla, porque por amor se transanmuchas cosas, y eso lo sé mejor queusted, porque soy viejo. Pero usted,Isabel, toleró esa relación durante todoel tiempo.

No estaba seguro de lo queafirmaba, nadie se lo había dicho, perosu olfato le hacía intuir que esa era unaprobabilidad cierta.

—Usted se confunde, mi relacióncon Willi no fue como la imagina. Nosveíamos, intentamos vivir juntos, pero alfinal cada uno siguió su propio camino.Nos veíamos solo si necesitábamos algodel otro.

—¿Y eso lo sentía usted como algonatural? No soy un moralista —aclarótorciéndose los bigotes—, pero siemprehe pensado que las muchachas jóvenessueñan con casarse.

Ella soltó una sonrisa displicente yenlazó las manos en un gesto compasivo.

—Eso era antes, don Cayetano.—En fin. Usted toleró hasta cierto

punto esa infidelidad de Willi, puessabía que él y Bárbara no tenían futuro.Balsen deseaba quedarse para siempreen Atacama, ¿sí o no? Balsen estabaagotado de Europa y de la civilización?¿Sí o no? Balsen huía de algo en Europa.¿Sí o no?

Ante la andanada de preguntas, ellaenlazó sus manos y guardó silencio.Cayetano no supo si aquello era unatreta para evitar decir algocomprometedor o si se debía a queIsabel jamás se había confrontadorealmente con esas interrogantes.

—Balsen quería quedarse para

siempre en Atacama. ¿Verdad? —seescuchó preguntando en tono comedido.

Ella asintió con la cabeza gacha,mirando la taza de café, aunque suspensamientos estaban tan lejos de allí.

—Y Bárbara, como empleadainternacional de la Antares, preferíaseguir en ese tren de vida. ¿Verdad?

—Usted está equivocado —dijo ellaal fin, decidida—. Willi nunca pensó enBárbara como para quedarse con ella.

—Y sobre eso basaba usted susuperioridad sobre Bárbara, ¿verdad?

Ella lo miró con ojos atentos y bebióde su taza a la expectativa.

—Pero hay otra cosa que me intriga,Isabel. No entiendo por qué dos

personas que se aman no viven juntas.Usted vivía aquí y Balsen en la casa quealquila el SOS frente a la plaza.

—Ya se lo dije. Él vivió un tiempoacá, conmigo, hasta haceaproximadamente un año, pero despuésvolvió a lo suyo. Ambos preferíamosnuestra libertad.

—¿No será que Balsen optó pordistanciarse de usted porque ya manteníauna relación paralela con BárbaraSchuster?

—Eso no me interesa —la respuestale sonó virulenta y atolondrada—. ¿Esque acaso todo esto me traerá de vueltaa Willi?

Cayetano dibujó un círculo con la

punta de su zapato bajo la mesa y callómientras pensaba que era recomendablebrindarle un respiro. Sorbió el café, quele pareció ahora amargo, y volvió aendulzarlo. No era mucho lo que teníaentre manos. Al menos el nombrecompleto de la alemana, BárbaraSchuster. Debía ubicarla no solo paraconsultarle detalles sobre Balsen, sinotambién para conocer el motivo real desu extraño y repentino alejamiento deSan Pedro. Un velo misterioso parecíaenvolver a los alemanes del oasis yBalsen no tenía por qué estar al margende todo aquello.

—¿Me creerá que me importa uncuesco lo que piense de mí? —comentó

de pronto Isabel.—Puedo imaginármelo —expulsó

con serenidad el humo por la nariz—.Pero, ¿usted coincide conmigo en queeso fue así y que la alemana desapareciódos meses antes de la muerte de Balsen?

—Ellos no tenían perspectivasjuntos —repuso ella sin responderdirectamente lo que le preguntaba—. Élquería permanecer para siempre enAtacama, aquí se había encontradoconsigo mismo, y ella deseaba volver aEuropa. Como lo dijo usted. Se fue deun día para otro, antes de la muerte deWilli.

—¿Balsen nunca le explicó a ustedla razón de su alejamiento?

—Willi había terminado con ella porexigencias mías. Lo puse ante ladisyuntiva: o ella o yo. ¿Me entiende?Creo que Bárbara decidió irse cuandoWilli rompió con ella.

—¿Y adónde se marchó?Se encogió de hombros con

deliberada indiferencia. Cayetanointentó ignorar aquel gesto y dirigió sumirada hacia lo alto. A través de lacubierta de coirón observó trozos decielo azul. En el patiecito reinaba ahorala paz y solo de cuando en cuando seescuchaba el murmullo de la pila deagua que abría y cerraba la abuela deIsabel. El detective esperó a que eljilguero enmudeciera y preguntó:

—¿Willi nunca recibió cartas deBárbara Schuster?

Isabel se limitó a acariciar losbordes de la taza. Sus dedos, unos dedosfinos, se detuvieron en una trizadura. Laacarició y contempló por unos instantescomo si se tratase de un hallazgoespecial.

—¿Y la policía no le preguntó austed por Bárbara Schuster?

—Solo por Willi. Era poco en loque los podía ayudar. La noche delcrimen yo me encontraba en la pensión—enarcó las cejas y preguntósorprendida—: ¿Por qué tenían quepreguntarme por Bárbara? ¿Tiene ellaalgo que ver acaso con la muerte de

Willi?—Son simplemente cabos que

intento atar. Pero dígame, Isabel.¿Balsen nunca le contó a usted queBárbara Schuster había desaparecidointempestivamente del oasis?

—No.—¿A qué cree usted que se debe su

partida?—Estoy convencida de que ella se

marchó por despecho.—Vale decir, voluntariamente.—Voluntariamente.—¿Está segura?—Absolutamente.

SAN PEDRO, MIÉRCOLES 13 DE MAYO,09.15 HRS.

No existe en todo Chile otro tesoro tanportentoso y desprotegido como el orode los antiguos atacameños que seexpone en el museo Padre Le Paige deSan Pedro de Atacama. Si bien durantela noche las pesadas puertas de aceroimposibilitan el acceso al búnker queguarda las piezas, durante el díacualquier banda de asaltantes armadospodría apoderarse de ellas con solo

reducir a sus pacíficos funcionarios.—No podrían escapar, hermano —le

susurró Inti Palomares a Cayetano Brulé.Paseaban por la sala de los muros deconcreto—. Me he imaginado muchasveces un asalto y después metranquilizo. Podrían llevarse todo, perotardarían horas en alcanzar algunaciudad para ocultarse. Desde el aire losdetectaría hasta un satélite.

La subyugadora belleza de aquellaspiezas milenarias elaboradasíntegramente en oro enmudecieron aldetective. Bajo la luz de los focosresplandecían no solo finísimasarmaduras de los principalesatacameños que coexistieron con el

imperio de Tiawanaku, sino tambiénvaso-retratos de grandes ojos rasgados,que escrutaban el más allá —seguramente un más allá de praderasverdes, huertos sombreados y riachueloscristalinos— con la enigmática sonrisade la Gioconda, vasos ceremonialesadornados con motivos sobrios y unsinnúmero de gargantillas, aretes,pulseras y anillos de delicada filigrana.

—Nada de esto tiene precio —afirmó con un suspiro emocionado Intien tanto se rascaba las greñas bajo elgorro.

Cayetano miró de soslayo a aquelBob Marley peruano. A los cuarenta ycinco años —moreno, fornido, de ojos

oscuros y labios gruesos—, Inti sededicaba a elaborar artesanía, fumarcigarrillos liados por él mismo y apracticar, con consecuencia yregularidad absolutas, la contemplación,según acababa de confesarle mientrascaminaban hacia el museo. Había sidococinero en una nave de la marinamercante peruana, por lo que conocíaalgo del mundo, y posteriormente, en losaños setenta, al igual que tantoslatinoamericanos de izquierda, se habíaincorporado a la guerrilla sandinista.Era la época de la insurrección heroica,cuando el sandinismo parecía unaalternativa verdaderamenterevolucionaria y popular, recalcaba Inti

mientras se ajustaba su gorra de telar yCayetano pagaba la entrada al museo, nocomo ahora que terminó en lo que es elPRI mexicano y será el PC de Cuba, unaalianza formada por ancianoscombatientes aferrados al poder yoportunistas jóvenes deseosos de labrarfortuna.

—No, hermano, yo ahora con Jane—se refería a su convivientenorteamericana, la que al parecer nosolo era su mujer, sino también su visapara residir en Estados Unidos— vendoartesanía en la feria. Sabes, hermano,con los años he llegado a la conclusiónde que las guerrillas terminan pariendodictadores y millonarios, cuando ganan,

o terroristas y empresarios, cuandopierden. En todo caso —añadióacariciándose filosófico la melena; sedirigían a la Sala de Oro Atacameño—,son más versátiles que la derecha, queno hace más que parir dictadores ymillonarios.

Aquella mañana, al ir a buscarlo a laferia, lo había encontrado junto a Jane—rubia sonriente y vital, menos decuarenta años, vestida a lo gitana—, enmomentos en que calentaban en el anafeel agua para el mate. No tuvoinconveniente en acompañarlo al museo,siempre y cuando fuese después deldesayuno, le dijo Inti. La parejaalquilaba una modesta casita, cerca de

la feria, donde elaboraban cerámica yorfebrería. Poco antes de las diez, lamañana bañaba las calles con una luzdorada, Cayetano e Inti se dirigían almuseo.

—Esto, por ejemplo, es incalculable—opinó Inti extrayendo un largopañuelo sucio de su morral y se sonóestruendosamente. Se refería a un vaso-retrato de oro encontrado en el callejónLarache, cerca de la plaza, con una datade mil quinientos años—. El oro, por unlado, la pericia que implica fundirlo,por otro, y el hecho de que se trata deuna pieza histórica irrepetible, loconvierten en un objeto de valorincalculable.

—Me imagino que, con estosprecios, aún hay mucho huaqueo —comentó el detective y no pudo dejar deasociar el huaqueo con Balsen.

—Si tú miras bien, hermano —dijoel Inti sin prisa, pero en alta voz y conun vago acento nicaragüense. Se lo pudoimaginar vistiendo el traje verde olivode la entonces guerrilla sandinista consus trencitas a lo Bob Marley colgandobajo la boina estilo Che Guevara—, entodo el museo no hay media docena devaso-retratos. ¿Te imaginas cuántoshabrán sido saqueados y vendidos?

—¿Balsen no estaría metido en esto?—preguntó discreto—. Estamoshablando de cientos de miles de dólares.

Inti movió la cabeza con los ojosfijos en la armadura más fantástica de lasala, la hallada en el ayllu CondeDuque.

—Esta debe tener unos mil años —se mordió el labio inferior con aire deexperto. Luego continuó—: No, elalemán no andaba en eso. Yo lo habríasabido. Willi quería financiar sólo lacompra de bombas y evitarles máspérdidas a los achaches. Ser pobre,viejo y, para más remate, atacameño enChile, es harto jodido, hermano.

—Me puedo imaginar, de pronto, aBalsen vendiendo piezas como esta contal de recaudar fondos.

—No lo creo, hermano. Yo lo habría

sabido.—Y si dices saber tanto de Balsen,

¿entonces viste alguna vez a una alemanaque se llamaba Bárbara Schuster?

—Sabía de Balsen lo suficientecomo para meterme con él a falsificarcerámica para ayudar a los pobres. Erauna forma de ser guerrillero. Guerrilleromarxista-ceramista —sonrió ufano porsu juego de palabras y después, serio,añadió—: Pero nunca me interesaron sushistorias entre las sábanas.

Cayetano invitó a Inti a salir delbúnker para internarse por los pasillosdel museo. Quería recorrer algo deaquella historia milenaria. Por unmomento recordó las cimas de los

montes cordilleranos que dominaban losalrededores de San Pedro y seestremeció al imaginar que doce milaños atrás una tribu de cazadores habíadivisado desde lo alto de la puna aqueloasis, que hoy la mano del afuerinoamenazaba de muerte. El problemaradica en que los afuerinos no observana la Mama Pacha como un ser vivienteal que se debe respeto y admiración,pensó meneando la cabeza.

—¿Nunca le contó nada de BárbaraSchuster?

—El alemán era reservado,hermano. Solo hablábamos de losproyectos para el ayllu. De mujeres,nunca. Eso es como hablar del agua,

hermano. El que se pasa hablando delagua es porque tiene sed.

Se detuvieron ante una vitrina queexhibía una momia. Un letrero la definía,con vicioso sentido del humor, comoMiss Chile. Al parecer había sido unabella princesa atacameña.

—¿Qué pensarías, hermano, siagarraran a tu abuela habanera y te lacolocaran en vitrina para los turistas?

Cayetano sintió que el eco de la vozde Inti retumbaba en el museo mientrasél no podía apartar su mirada miope deaquella momia que yacía en posiciónfetal en el interior de una gran vasijarota. La contemplaba intentando,vanamente, una deliberada suerte de

indiferencia. Y de improviso, mientrasadmiraba el ocre de su vestimentamilenaria, tuvo el detective la certeza deque aquella cabeza recubierta con pielde pergamino, aquellas cuencas vacías yaquella carcajada muda que esbozaba suquijada, pedían ahora regresar a latumba. No acertó a explicarse la razón,pero imaginó que en el inicio de suexistencia las manos tiernas, hábiles ycariñosas de su madre habían envuelto ala princesa en awayos muy suaves antesde pasearla bajo el cielo traslúcido deAtacama, y que, años más tarde, aquellajoven, hoy en vitrina, había celebradoprobablemente su boda y se habríaentregado en medio de la pasión o el

recato, a un principal de cobre que lahabía preñado en busca de descendencianoble. Era una joven que seguramentetambién había brindado sus frutos a laMama Pacha, que había sabido ser dignay laboriosa, que en la aridez del desiertocultivó esperanzas color turquesa y queen algún instante remoto cerró suspárpados con la tranquilizanteconvicción de que no tardaría en arribara un oasis vasto, fértil y pacífico. Yahora se hallaba en vitrina, expuestaante los ávidos ojos de los turistas.

—¿No me respondés nada, hermano,o preferís seguir hablando de Balsen?

Fue incapaz de responderle a Inti,quien ahora volvía a extraer su pañuelo

para sonarse estruendosamente.—Pues existió una alemana, que se

llamaba Bárbara Schuster, con la cualBalsen tuvo una relación —continuóCayetano mucho rato después, mientrasabandonaban el museo y se encaminabanhacia la sombra de la plaza—. Bárbaratrabajaba para Antares.

—¿Conoces Antares, hermano?—Sé que es la empresa alemana

prospectora de minerales.Entraron al patio del restaurante

Juanita, ocuparon una mesa y ordenarondos cafés con leche. A través de losparlantes llegaba la voz de Luis Miguelcantando «Si nos dejan».

—¿Y por qué no le preguntas a la

gente de Antares por esa mujer?—Lo he pensado, solo que tengo que

encontrar a la persona adecuada —soltóun resoplido mientras limpiaba loscristales de sus anteojos con unaservilleta de papel. Sus ojos seencogieron y parecieron naufragar en sucara redonda, algo mofletuda, bastantetostada por el implacable sol deldesierto—. Ya hablé con alguien, perono me mencionó el tema.

—Yo que tú, hermano, dejaba eseasunto —replicó socarrón Inti y se rascóla melena bajo el gorro—. Antares solola manejan alemanes. Son demasiadoparcos en palabras, andan en lo suyo ycuando te hablan, te hablan solo de lo

que ellos quieren. ¿Ya visitaste la plantaque tienen ahora?

Volvió a acomodarse los anteojos ysintió un gran alivio al ver que el rostrode Inti recobraba su nitidez.

—No.—Pues sería interesante que fueras,

hermano. Siempre hay que explorarpreviamente el terreno en que uno piensaoperar. ¿Tú nunca fuiste guerrillero, nimiembro de las FAR, hermano? ¿Ah?

—Nunca.—Es que te fuiste muy temprano de

Cuba, hermano. Una lástima.

SAN PEDRO, MIÉRCOLES 13 DE MAYO,18.00 HRS.

—No es conveniente que lleguemosen camioneta hasta la planta de Antares.Prefiero observarla desde la distancia—gritó Cayetano Brulé por sobre elestrépito del vehículo de Pompeyo Jara.

La antigua Chevrolet no cesaba debatuquearlos salvajemente mientras sedesplazaba por la superficie pedregosay polvorienta del camino. Era calaminapura, capaz de desconchar al más

pintado de los tanques, y subía rectahacia el este, como si quisiese acercarseal volcán Láscar y su permanente estelade humo.

—No se preocupe, que conozco unpunto desde donde podemos echar unvistazo sin que nos vean —afirmóPompeyo sujetando con ambas manos elmanubrio del vehículo, que a juzgar porsus enloquecidos corcoveos parecía apunto de querer desguañangarse.

Habían pasado gran parte del día enel desierto observando las instalacionesde las empresas mineras que operan enlas cercanías de San Pedro de Atacama.Vieron, entre otras, las plantas de ElLitio y Minsal, que operan en el salar de

Atacama, el que desde la distancia y porsu blancura parece un gigantesco lagocongelado, un lago tan vasto, que unopuede internarse por su superficie sindivisar sus orillas. También se habíanaproximado a las inmediaciones de sieteplantas pequeñas, incluidas lasanteriores de Antares, donde crecíanbosquecillos de tamarugos merced alagua que brotaba de las excavaciones.Cayetano tuvo que reconocer que lasantiguas plantas de la empresa alemanaeran las únicas forestadas. Si bien lasplantaciones resultaban ralas y susárboles languidecían amarillentos,constituían, en todo caso, un esfuerzoloable por combatir el desierto.

Investigaban de modo discreto,fingiendo un recorrido turístico, pues alos extraños, por razones de seguridad,les está vedado el acceso a las plantas.A Cayetano le resultaba desconcertantever aquellas moles gigantescas,escandalosas, mitad fábrica, mitadbulldozer, de chimeneas humeantes, quepenetraban la tierra haciéndola temblarcon el fin de arrancarle sus secretos. Enparte alguna podía ver a lostrabajadores, quienes probablementeoperaban en las maquinarias o en losamplios galpones construidos en lasinmediaciones.

—Nadie sabe muy bien qué buscan—subrayó el guía del desierto mientras

viajaban en la camioneta—. En Santiagose consiguen licitaciones, instalandespués aquí sus maquinarias, contratana gente de los oasis, y comienzan abuscar algo indefinido. Al tiempoabandonan el lugar y se instalan en otro.Andan en busca de los tesoros deldesierto.

Después de todo, se decíadesanimado el detective aspirando elpolvo que entraba a través de lasventanillas sin vidrio de la camioneta, lamuerte de Balsen podía deberse a unainfinidad de causas, que iban desde elsimple robo hasta un conflicto con lasmineras.

Los asesinos podían hallarse

perfectamente en una de aquellasplantas, pero también entrenarcotraficantes o huaqueros, o entre laspersonas a las que el proyecto de Balsenhabía arrastrado a la ruina. Lanzó unresoplido de hastío y restregó el fondillocontra el asiento mientras apoyaba elcodo en la parte inferior de la ventana ysu mano se aferraba al techo. Así semanejaba en La Habana en los añoscincuenta, recordó.

—¿Usted ha espiado a la Antaresantes? —preguntó al rato.

—Un par de veces, por puracuriosidad.

—¿Cómo es eso?—Ya le dije —repuso serio el guía

del desierto. Manejaba con los ojosfijos en la calamina y las manos puestasen el timón—. El desierto guardatesoros y eso lo saben todos. Ellosbuscan minerales; yo, los tesoros de losatacameños.

—¿Y eso qué tiene que ver conespiar a la Antares?

—Ellos excavan con bulldozers yrealizan desplazamientos de tierra. Eseso lo que me interesa, ver qué apareceen los montículos. ¿Me entiende?

Avanzaban ahora más rápido,levantando una gran polvareda.Cayetano miró hacia atrás, hacia elponiente, y notó que ya habían alcanzadocierta altura. Abajo podía apreciar con

nitidez los manchones verdes de SanPedro.

—Esta parte del desierto constituyópor siglos una ruta obligada para losatacameños, los de Tiawanaku y losincas, como también para losconquistadores españoles. Venían delaltiplano, donde había oro y plata, ybuscaban el puerto de Cobija o losoasis, donde hallaban alimentos frescosy mariscos. Por el camino tienen quehaber ido enterrando tesoros despuésolvidados. Hoy es cosa de saber buscar.

—¿Y usted cree que realmenteexisten esos tesoros.

—Si lo creen los arqueólogos y loshuaqueros, ¿por qué no voy a creerlo

yo?Respondía a su usanza, mediante

preguntas, dando la impresión de quesiempre actuaba a la defensiva.

El detective se encogió de hombrosy escupió arena contra la tarde. Simiraba bien las cosas, Pompeyo Jara eraun huaquero potencial, un hombre que notitubearía, en caso de hallar una tumbacon objetos de valor, en saquearla yvenderlos al mejor postor.

—No he parado de buscar. Es ciertoque solo he encontrado puntas de flechasy uno que otro cántaro, pero algún díatiene que resultarme. ¿Usted no sabecómo hallaron los vaso-retratos de orodel museo?

—No.—Pues mire, que no los encontró un

arqueólogo, sino un borrachín, unanoche en que transitaba por aquelcallejón. Durante el día unostrabajadores habían estado cavandocanales para instalar tubos de agua. Elborrachín volvía a su ayllu y vio quealgo resplandecía contra la luz de laluna.

—Era un vaso de oro.—Era un vaso de oro —repitió el

guía del desierto sin prisa—. Se lo llevóa su casa y lo ofreció discretamente aldueño de una botillería a cambio de unpar de garrafas de vino.

—¿Y?

—Nada. Al dueño de la botillería lepareció excesivo el precio y el rumorllegó hasta el museo. Al final, el museole cambió al borrachín el vaso de oropor las botellas que pedía.

A la vera del camino yacían, detrecho en trecho, tarros conserveros,botellas de refrescos, pañalesdesechables y cajetillas de cigarrillos,innegables vestigios del incremento delturismo por Atacama.

—Los desperdicios que se arrojanen el desierto —comentó a gritosPompeyo Jara, sin despegar la vista delcamino— duran tanto tiempo como en laAntártida: miles de años. Nada se pudre.

De pronto la camioneta torció el

rumbo hacia el este, como si buscase elespléndido Licancabur, y, a partir de unpunto que a Cayetano le parecióabsolutamente arbitrario, aceleró haciala cordillera.

—Este es el desierto más seco delmundo —afirmó Pompeyo Jaradibujando una línea recta en la palma dela mano—, y con cuatrocientos milkilómetros cuadrados, el noveno delplaneta. Aquí hay lugares donde nuncaha llovido. Es más seco que el Sahara.

A Cayetano, oriundo del Caribe,donde los sorpresivos aguaceros tibios ylas descargas eléctricas son tan comunescomo la luz y la oscuridad, no cesaba desorprenderle el desierto. A ratos se

estremecía imaginando la posibilidad deque la extensa vastedad de Atacama secubriera de bosques frondosos, ríos ylagos, que fuese lavada por lluvias derebambarana y produjera anones,bananos, papayas, mangos y guanábanas,tejiese parajes de encendido verdehúmedo, que sirviese de refugio amillares de cacatúas, tucanes ypicaflores, pero luego sus ojos miopesvolvían, ya con una dosis de sensatez, aobservar lo que efectivamente se ofrecíaante ellos: la extensión plana, árida, casiinfinita, en la que él y su acompañanteeran los únicos seres animados.

—En todos los sitios donde vetamarugos, árboles muy nobles, que

surgen de cuando en cuando, fluye aguasubterránea —dijo Pompeyo e indicóhacia un bosquecillo que se erguía a laderecha—. Son lugares que losatacameños pueden haber utilizado paraocultar tesoros.

Siguieron dando tumbos frenéticos, apunto de volcar. Los neumáticos delvehículo arrollaban peñascos filudos,que descoyuntaban aún más lacarrocería, huevillos grises y lisos,resistentes, que salían despedidos comosi hubiesen estado enjabonados, y lascasfrágiles del color de la pizarra.

A medida que se adentraba en elpaisaje y sus ojos miopes seacostumbraban lentamente a su tonalidad

ocre, fue descubriendo que el desiertoguardaba una amplia gama de maticescentelleantes, que había que aprender adevelar. Por allí centelleaban el plomo,el jarosita, el blanco, el amarillo y elnaranja, por allá guiñaban refulgiendo elmarfil, el verde, el rosado, el bermejo,el cuero, el ocre auténtico. Y ante lanariz de la camioneta surgíansorpresivamente vegas escuálidas,quebradas profundas y el vehículocomenzaba a resbalar cuesta abajoenganchado, tosiendo, dando tumbos,levantando polvo hacia los costadoscomo dragón enfurecido, y luego, máspor rutina que por pericia, Pompeyoalcanzaba el fondo de la hondonada y se

daba maña, en medio del calor y elinfernal zumbido del motor, pararemontar lentamente una loma yreconquistar la planicie.

—Hasta aquí llegamos —anunció depronto con tono enérgico y detuvo elvehículo.

Una nube de polvo los envolvió.Faltaba poco para que se pusiera el sol.Permanecieron quietos en sus asientosmientras una bandada de parinas pasabasobre sus cabezas tiñendo de tintes rojosy blancos el cielo.

—¿Ve la cresta de ese cerro conforma de asiento? — preguntó PompeyoJara.

—¿Este de aquí?

—No se confunda —advirtió—.Está lejos, solo que no lo notamos por laausencia de puntos de referencia. Ledicen el «Trono del Inca» y es el únicolugar desde donde podremos espiar laplanta de Antares sin que nos descubran.

SAN PEDRO, MIÉRCOLES 13 DE MAYO,20.30 HRS.

—Sígame lo más cerca que pueda —ordenó Pompeyo Jara a Cayetanomientras intentaban el regreso por unafalda empinada y pedregosa del cerro—.Hay que bajar con calma, nos tomaráuna buena hora en volver a la camioneta.

La luna llena parecía cubrir con unadelgadísima capa de hielo el desierto.Unas nubecillas grisáceas, transparentescomo velos, atenuaban por trechos el

resplandor de las estrellas, y unvientecillo helado, que resbalaba desdela cordillera hiriendo la piel, ululabamelancólico al besar las crestas de loscerros. En la distancia se apreciaban losreflectores de las plantas mineras. Eldetective descendía a tientas, casi encuclillas, palpando las piedras y rocascon las manos por temor a despeñarse.Unos pasos más adelante, ligeramenteinclinado, sumido en silencio, marchabaPompeyo Jara.

Desde la cima del cerro y gracias alos últimos resplandores del crepúsculo,habían logrado echar un vistazo sobre laplanta de Antares, la Alpha IV. Setrataba de una vasta superficie

circundada por cercos de alambre en laque vieron varios galpones y dosretroexcavadoras y un camión. Lo únicoque diferenciaba a Antares del resto delas plantas era un pequeño bosquecillode tamarugos recién plantado que crecíaa un costado de los galpones.

—Eso significa que no hallaron nada—explicó Pompeyo—. Por eso ya estánforestando. Dice la gente que gracias aesa iniciativa, la Antares se ha pasadoaños en Atacama sin pagar un centavo alfisco. Pero, dígame, ¿qué lleva a uncubano a vivir en Chile?

Trató de resumir tanto como fueseposible una historia que resultaba tanlarga como la del tabaco. El guía se

sorprendió al escuchar que aquelbigotudo de anteojos gruesos habíavivido en los calurosos y húmedoscayos de La Florida hasta comienzos delos setenta, cuando, enamorado de unarancia universitaria chilena deinspiración revolucionaria, habíaviajado a Valparaíso a probar mejorsuerte. Entonces era joven, creía quepodía cambiar el mundo para mejor ypor ello no había trepidado enabandonar las soleadas orillas de CayoHueso para asentarse en los cerrosventosos de Valparaíso.

—¿Y nunca le dio por buscar lostesoros escondidos en el mar Caribe? —preguntó Pompeyo Jara en momentos en

que reanudaban la marcha—. Allínaufragaron numerosos galeotesespañoles y barcos piratas repletos deoro y plata. Yo me habría dedicado aeso en el Caribe.

La respuesta negativa de Cayetanopareció defraudarlo.

—Después del golpe militar de 1973—continuó el detective—, María Paz meabandonó por un charanguista integrantede un conjunto folclórico porteño. Seexilió en París y yo me quedé enValparaíso. Así comenzaron para mí losaños más difíciles y peligrosos de mivida.

—¿No encontraba trabajo?—Peor que eso, los militares

desconfiaban de mí porque yo eracubano y los izquierdistas hacían lopropio porque era cubano, pero deMiami. De ese modo disfruté lasolidaridad humana de izquierda yderecha —precisó antes de tropezar conuna roca y desplomarse.

—Arriba, don Cayetano —dijoPompeyo ayudándolo a reincorporarse,empresa nada fácil, por cierto, debido alpeso de Cayetano—. Pero así es lagente, del árbol caído todos hacen leña.

Escupió descorazonado un par deguijarros —eso era morder el polvo dela derrota, pensó—, se limpió losbigotes como lo hacen los gatos y luegose reacomodó los espejuelos y se

sacudió con violencia contenida laspalmas. Al menos, su gabardina parecíaestar impecable aún. Había dado tumbosy tumbos en aquella época, continuórelatándole a Pompeyo. Incluso elpequeño taller de reparación devehículos de Valparaíso, abierto con losescasos recursos ahorrados en EstadosUnidos, lo había reducido a cenizas unode los voraces incendios que suelenasolar regularmente la ciudad. No lequedó otra que parar la olla comomensajero, ayudante de cocina,promotor de todo tipo de productosinservibles, vendedor de ferretería yhasta como chofer de micro. Sinembargo, ninguna de aquellas

actividades le había reportado unmínimo de estabilidad económica.

—¿Hasta que se dedicó a detective?—preguntó Pompeyo.

—Así fue, mi amigo. Me acordé unbuen día que guardaba un diploma dedetective obtenido en un institutofloridano de estudios porcorrespondencia, lo colgué en unaoficina de Valparaíso, la misma queocupo hoy, y, con lo buenos que son loschilenos para aceptar lo norteamericano,comenzó a lloverme la clientela.

—¿Casos rentables? —lo mirabacon rostro expectante, dispuesto areflejar admiración.

Cayetano se ajustó el gorro de lana y

carraspeó.—Para qué voy a andar con cuentos.

La mayoría son proletas a quienestermino ayudando yo mismo, pero de vezen cuando surge algún pez gordo conencargo atractivo, como este, que mepermite sobrevivir con cierta dignidad.

Mientras volvían a ascender unaloma de piedras y lascas, divisaron a lolejos los focos de las plantas minerasque operaban en la noche atacameña.

—¿Y cuántos años podrá unaempresa como la Antares buscarminerales sin hallarlos? —preguntóCayetano.

Sintió que su corazón comenzaba apalpitar desbocado. La altura, la maldita

altura, amenazaba con tumbarlodefinitivamente en Atacama.

—A lo mejor se queda aquí pordecenios —explicó el guía del desierto—. Trabajan en muchos países y puedendarse el lujo de no hallar nada. Creo queesa Antares debe trabajar para lasgrandes transnacionales. Y es más, aestas plantas yo no les creo que busquenminerales, sino petróleo.

—Ya me lo dijo. Pero para buscarpetróleo se necesitan torres.

—Ahora se emplean satélites einstalaciones como las de la Antares.Por aquí anda mucha empresa buscandopetróleo. Y le voy a confesar algo. Aquíse dice que algunas empresas

extranjeras encontraron petróleo haceaños.

—¡Otra vez con esas pamplinas! ¿Ypor qué no aparece en los diarios? ¿Seimagina lo que significaría eso para elpaís?

—Se guardan la informaciónsentadas sobre sus concesiones y solomás tarde, cuando el petróleo se agotaen otras latitudes, anuncian eldescubrimiento de nuevos yacimientos.

—¿Y usted cree que Antares anda enesas maniobras bajo aquellos galponesatorrantes que vimos? —inquirióCayetano y trató de encender un fósforo,que el viento apagó.

—Desconozco el teje y maneje de

esa empresa, mi amigo, pero en estedesierto ya vio usted que muchos andanen busca de riquezas o contaminando sinque la autoridad haga algo. ¿Y sabe porqué? Porque aquí corre billete. Atacamaes la zona más rica de Chile, mi amigo,aquí hay minerales, petróleo, litio,tesoros arqueológicos, atraccionesturísticas, los narcos de los paísesvecinos nos utilizan como pasadizo paraexportar al mundo, y nosotros seguimostan pobres como antes. Todo se va aSantiago.

¿Era cierto lo que afirmabaPompeyo?, se preguntó Cayetano. ¿Eraposible que las empresas petrolerashallasen petróleo y luego ocultaran el

yacimiento para evitar el desplome delos precios o aguardar coyunturaspropicias para negociar su propiaexplotación? ¿No obedecía todo aquelloa una mentalidad fabuladora deldesierto, similar a la que existía en laszonas campestres? ¿Dónde terminaba elreino de la fantasía y comenzaba larealidad en Atacama? Decidió volver altema que le interesaba:

—¿Usted no conoció a una alemanaque se llamaba Bárbara Schuster ytrabajaba para la Antares?

Pompeyo detuvo la marcha y miró aCayetano.

—Claro que me acuerdo de laalemana esa —admitió con tono sereno

—. Me tocó transportarla una vez hastala planta. Pero ella se fue hace tiempo,no me diga que la considera sospechosadel asesinato.

—Solo me interesa saber si ella tuvoalguna relación con Balsen.

—Algo escuché, hace tiempo ya,pero en el sentido de que se entendíacon don Bo, el jefe. Esos eran losrumores. En fin, los europeos son tanpromiscuos que cualquier cosa esposible.

Continuaron descendiendo.Cayetano sintió que en su fuero

interno se avivaba un renovado interéspor Antares. Pankow no le habíahablado de Bárbara. ¿Por qué no?

¿Había formado acaso pareja conBárbara? ¿Pero por qué la mujer habíasido obligada a alejarse de Atacama yBalsen había llegado después a lahostería a preguntar por ella? ¿Y cuántohabía de cierto en lo que afirmabaPompeyo sobre las actividades de lasmineras?

No tardaron en hallarse en lasinmediaciones de la camioneta, queresplandecía como nueva bajo la luz dela luna llena. El guía sonrió satisfecho.Su cálculo había sido exacto. Abordaronel vehículo y el eco de los portazosretumbó escalofriante en la distancia.

—¿Y ahora, don Cayetano? —inquirió Pompeyo poco antes de

arrancar el motor.—Ahora a San Pedro. Mañana iré

temprano a hablar con Pankow.

SAN PEDRO, JUEVES 14 DE MAYO, 08.30HRS.

Ubicó a la mañana siguiente alrepresentante de la empresa Antares. Lanoche anterior Cayetano se habíaalegrado al enterarse de que CorneliaKratz acababa de conseguir otracabañita dentro de la hostería. Eso lepermitiría a ella disfrutar de ciertaindependencia y a él de innegabletranquilidad. El registro de la habitaciónhabía terminado por convencer a la

periodista de la conveniencia desepararse del detective.

Pankow desayunaba solo y taciturnoen una de las mesas del restaurante de lahostería San Pedro, dándoles la espaldaa la piscina y los algarrobos del patio.Leía un viejo ejemplar de Der Spiegel.

—¡Pego si ahoga apagece de nuevoel famosísimo sabueso del Trópico! —exclamó Pankow con una sonrisa queencendió sus ojos de rana. La taza de téhabía quedado congelada a mediocamino entre el platillo y su gran bocade labios morados—. Asiento, meinLieber, asiento. Acompáñeme con estapogquegía de desayuno.

Vestía jeans y un suéter verde olivo,

presumiblemente del ejército alemán,que dejaba de manifiesto la prominenciade su barriga. Su portentosa mandíbulade bulldog relucía recién afeitada y olíaa Tabak. Era el único comensal en elrecinto.

Cayetano se acomodó frente a él yordenó al barman, que ahora hacía demesero, una taza de café con leche y unapaila de huevos fritos. Observó quePankow tenía sobre el plato un sándwichde pan negro con salame y queso, ysobre la mesa un gran vaso de jugo depapaya.

—Este pan que pagece un cagtón,mein Lieber, no es una pogquegía, sinoun magavilloso Pumpernickel.

Pumpernickel. Pan de centeno con miel,una receta especial alemana. Me loenvían desde Santiago —aclaró con unacarcajada antes de tomarlo entre susmanos y arrancarle un trozo—. Yo odiarel pan blanco con que hacen los lomitos,barros jagpa, chacagegos y loscompletos. ¿Has visto cuánta pogquegíacomen los chilenos? ¿Sabes lo que deciralemanes?

—No.—Der Bauer frisst nur was er

kennt. Eso significar que el campesinosolo devoga lo que conoce. Lo queconoce —sonrió orgulloso, clavando susojos de irisaciones verdes en los deldetective. De pronto su rostro se tornó

serio—: ¿Qué quieges de mí?—Conversar algunas cosillas, si no

le molesta.Movió varias veces la cabeza en

forma negativa.—No, no molestagme paga nada,

paga nada —afirmó con los carrilloshinchados, atento a una rodaja de salamea punto de caer sobre el plato. Sucabellera canosa brillaba aquellamañana como recién lavada—. Yo sermuy pillo, cubano. Si andas a estashogas por aquí, es que me buscas. Túdirás en qué te puedo ayudar, en qué.

—Se trata de Bárbara Schuster.Alzó abruptamente los ojos y dejó

de masticar. Cayetano creyó advertir un

leve rubor en la piel del alemán, perobien podía ser solo producto de suimaginación. Luego lo vio sorber el jugoy acariciar la textura porosa del pan.

—¿Qué sucede con ella?—¿Por qué abandonó su empresa?—Me sogprende tu pregunta,

cubano. Pego, como tú sabes, lasempresas celebran contratos con susempleados y cuando ellos, digo loscontratos, expiran, ambas pagtes quedanen libertad de acción. Se acabó elcontrato, pum, Ende y Bágbaga se fue.Se fue.

—Según lo que escuché, ella saliósorpresivamente del oasis…

—¿Y eso qué teneg de pagticulag, mi

amigo?Enarcó las cejas y barrió con la

vista el comedor como si buscase larespuesta.

—En realidad, nada. Pero essintomático. Quisiera hablar con ella.

—Me imagino —continuó Pankow.El trozo de salame cayó sobre el platilloy él soltó una imprecación—. La gentede aquí es tan hedionda de floja y sinnada que haceg, que pog eso se dedica alos rumores. Te contaron que Bágbagadesapageció, ¿no es cierto?

—Solo sé que ella se fue de un díapara otro de San Pedro.

—¿Tú me integogas como tugista odetective?

—Como investigador.—Está bien —repuso el alemán

reprimiendo un eructo. Depositó elsándwich sobre el plato, cubriendo elsalame—. Tuvimos una malaexperiencia pgofesional y ladespedimos. ¿Estás de acuegdo?

—¿Qué pasó?—¡Donnerwetter! No vas a espegag

ahoga que te cuente las interioridades deAntares, mijo, no, eso sí que no. Ladespedimos. Eso es todo. Pero enrealidad no entiendo…

—No entiende por qué le preguntosobre ella.

—No entiendo por qué te estoyexplicando estas bagbagidades, qué

buena bgoma, ¿eh? —sonrió amandíbula batiente—. Las bagbagidadesde doña Bágbaga en Antares. Qué buena.Pero, ¿qué es lo que tú querer? Dímelo yte ayudo. A los alemanes háblalessiempre claro.

Cayetano aguardó a que el barmancolocara su pedido sobre la mesa y sealejara. Lo vio situarse detrás de labarra, desde donde podía estar atento alos pedidos de los clientes y a suconversación. ¿Para quién trabaja, alfinal de cuentas, aquel sujeto?, sepreguntó antes de aclarar:

—No quiero nada específico, señorPankow. Pero me pareció extraño queuna colaboradora suya hubiese tenido un

fin tan abrupto —encendió un cigarrilloy despidió el humo hacia el cielo raso—. Dígame, ¿usted sabía que ella eraamante de Willi Balsen?

Un aire escéptico transfiguró surostro. Luego preguntó:

—¿Bágbaga? ¡Ach, mein Lieber, siyo me dedicara a los amores de mismuchachos, no tgabajaba nada. Pero mecuesta imaginarlo, pues nunca los vijuntos. ¿Estás tú segugo de eso, meinLieber? ¿Bágbaga Schuster con WilliBalsen? ¿Seguro?

Cayetano probó el café. Sabíaamargo, había olvidado endulzarlo.¿Realmente Pankow no estaba al tantode la relación sentimental entre su

empleada y Balsen? Resoplócontrariado y se atusó las puntas delbigote.

—Lo que me paguece divegtido —añadió Pankow ya repuesto de lasorpresa— es que tú asocies la muertede Balsen con la ida de fräuleinSchuster, que ocurrió antes delasesinato. ¿Cómo puedo entendeg eso,entendeg eso?

Cayetano terminó de untar las yemascon un trozo de pan y alejó la pailahacia el centro de la mesa. En realidad,de los huevos fritos solo le gustaban lasyemas.

—Pero usted tiene que saber por quéfue tan intempestiva la partida de

Bárbara.Pankow sonrió seguro.—Tú te refiegues a que ella salió de

madrugada, ¿vegdad? —ladeó la cabeza,pero fijó sus ojos verdes en los deCayetano—. Pues bien, mein Lieber, lohizo pogque de otro modo no hubiesealcanzado el primer avión a Santiago,desde donde voló con Lufthansa aFráncfort. Eso explica su partidatemprana. ¿Dejar eso en paz tu nagiz desabueso?

—¿Eso explica todo?—Eso y también el hecho de que

Bágbaga solía tomarse sus copas demás. De más —empinó el codo variasveces—. Aquella noche también se

había echado sus pisco sours de más.—Bueno, cualquiera toma sus

traguitos a modo de despedida. ¿Era sudespedida, no es cierto?

Advirtió que se desvanecía laactitud imperturbable de Pankow, lo viodubitar por unos segundos. Luego loescuchó responder con tonocondescendiente:

—Ega su último día en Atacama.Último. Y le prepagamos una pequeñadespedida. Como coguesponde. No hayque romper todos los puentes con lagente con la que uno trabaja. Seembogachó como nunca. ¿Tú entendereso, vegdad?

Aquello calzaba en parte con la

versión del barman, quien tambiénafirmaba que Bárbara había bebido enexceso aquella noche. Sin embargo, seperfilaba una diminuta e importantedivergencia: si Bárbara hubiese estadoal tanto de su partida, como lo señalabaPankow, la habría comunicadopreviamente a Balsen. Y si aquellohubiese ocurrido así, Balsen no habríallegado días después a la hostería aconsultar por la alemana.

—¿Dónde se halla Bárbara Schusteren estos momentos? —preguntó eldetective vaciando su taza.

—Probablemente en Alemania. Ellarecibió su indemnización y se marchó.Pero desconozco su paradero actual.

¿Por qué?—¿Puede ayudarme a buscarla?—Pog supuesto. ¿Pero para qué

quiegues verla? ¿Te gustan las rubias?Los ojos de Pankow brillaron sin

malicia, desconcertados. Era su primerarespuesta desprovista de sensatez.

—Necesito consultarle algo.—Ya te dije, desconozco su

pagadero. Desconozco. No sé adónde sehabgá ido.

—¿Está seguro de que no siguetrabajando para Antares?

—Para segte franco, no sé. Pero teadvierto que en Alemania es muy difícilubicar a alguien. Allá rigen nogmasseveras que prohíben entregar datos

sobre las personas. ¿Tú entiendes, meinLieber?

CALAMA, JUEVES 14 DE MAYO, 11.30HRS.

En Calama, el Conservador de BienesRaíces ocupa en el centro de la ciudaduna sala estrecha, repleta de estantesatestados de archivos, donde decenas depersonas suelen aguardar con aire deresignación el cumplimiento de sustrámites. Un joven flaco y desgarbado,de rasgos angulosos y terno, que atiendecon lentitud enervante, está a cargo deaquella oficina.

—Si no traen el número del rol de lapropiedad, no hay nada que hacer —lescomunicó a Cayetano Brulé y PompeyoJara. Había tardado media hora enatenderlos—. ¿Se imaginan ustedes siyo, que me las pelo solo aquí por unsalario de miseria, me pusiera a buscardocumentos en todos los archivos quealmacenamos desde que llegó Pedro deValdivia? No lograría hacer nada más.

El plan del detective era simple.Consistía en recabar toda la informaciónposible sobre el origen de lasactividades de Antares en Atacama.Estaba convencido de que algo de ellodebía estar registrado en el Conservadorde Bienes Raíces.

—¿Y si ya sabemos que lapropiedad está en San Pedro deAtacama, no será más fácil hallar lasfojas? —insistió Cayetano muy amable.

—Por eso le digo —repuso el flaco—. Si traen el rol, yo gustoso, pero así,a la buena de Dios, no puedo ayudarlos.Si al menos tuvieran el rol de lapropiedad vecina, quizás podríamoshacer algo.

—¿La propiedad vecina? ¿En mediodel desierto de Atacama? —reclamóCayetano. Buscó inconscientemente sucajetilla en el bolsillo del pantalón ysorprendió al flaco admirando losbordados de su guayabera azul—. Elvecino más próximo de Antares debe

estar a cien kilómetros si es que existe.El flaco —alto, sólido, imbatible—

era un verdadero frontón de pelotavasca, y no estaba dispuesto a cederningún milímetro, meditó Cayetanomientras encendía un Lucky Strike.

—Y le voy a solicitar al caballeroque no fume —puntualizó el hombre concara agria y definitiva que dio porfinalizado el diálogo—. Con lacontaminación de las micros y lasmineras basta y sobra aquí para contraerun contundente cáncer al pulmón antesde los cuarenta.

Dicho esto, se cercioró de que sucorbata gris calzara en el centro precisodel cuello y procedió a atender al

siguiente.Salieron desolados a la calle

Ramírez, la principal arteria comercialde Calama, donde los sofocó el sol quecaía perpendicular sobre ellos y losensordeció el estrépito de los vehículos.El plan de Cayetano había fracasado.Pankow se mostraba esquivo y renuentea entregarle información sobre Antaresy, lo que resultaba a la postre másinquietante, afirmaba que BárbaraSchuster se había marchado satisfechade San Pedro. Eso, sin embargo,contradecía la versión del barman de lahostería y sus propias conclusiones.

Era importante, por lo tanto,consultar a Bárbara. El contacto con

ella, aunque estuviese en Alemania, noresultaría complicado, ya que el diariode Cornelia Kratz —si es que ellavolvía pronto de su peregrinar por losoasis— podría ayudarle en estaoperación. Tal vez Bárbara supiera algovalioso con respecto a Balsen, algo queel resto desconocía.

No obstante, si quería ubicar a la examante de Balsen, debía reunir mayoresdatos sobre la Antares en Chile, y nadie,ni siquiera la embajada, podríaentregarle una información más valiosaque el Conservador de Bienes Raíces deCalama, donde la empresa debía estarinscrita de alguna forma.

—Sin la ayuda de este flaco,

estamos jodidos —comentó el detective.Cruzaron la plaza de la ciudad,

donde los algarrobos son tan altos comoel campanario de la iglesia, y entraron alTropicana. Es un local pequeño y fresco,que huele a mango, con espejos a loancho y alto de sus paredes. Seespecializa en el expendio de jugos defrutas y batidos. Pidieron batido demango y aguardaron en silencio,hipnotizados por el rumor apagado de lajuguera, deprimidos por las dificultadesque afrontaba la investigación.

De pronto Cayetano exclamóeufórico, con un destello en los ojos.

—¡Coño, Pompeyo! ¡Ahora sí queno hay dónde perderse!

—¿Qué pasa?—El Conservador no nos deja mirar

en sus documentos, ¿no es cierto?—Así parece, pero más por desidia

que por mala voluntad.—Dígame, entonces, don Pompeyo,

usted que conoce el mundo: ¿si algo asíno está en el Conservador de BienesRaíces, dónde puede hallarse?

El guía del desierto se encogió dehombros.

—No tengo ni idea, don Cayetano —resopló. El aire de la ciudad no leasentaba—. Pero lo mejor es volver aSan Pedro y dar por terminado todo esteasunto. Un turista más como usted y mearruino.

—Don Pompeyo, carajo, donPompeyo. No se preocupe por la plata,que soy capaz de vender hasta misanteojos con tal de asegurar su paga.Pero, atiéndame: ¿dónde puede estar lainformación sobre Antares?

—Me cuelga y no lo sé.Cayetano aferró a Pompeyo por los

brazos y lo zarandeó con vehemencia.Luego susurró:

—Por lo que más quiera, donPompeyo. Si nos los está diciendo:nuestra única posibilidad es dirigirnoscuanto antes al diario de la ciudad.

—¿A El Calameño?—Exacto. A El Calameño.—¿Y con qué fin?

—¿No se da cuenta?—No.—¡Coño, Pompeyo, para encontrar

el ejemplar de la época en que Antaresinauguró su planta en el desierto! Ahídebe haber datos interesantes. ¡Seguroque eso se publicó!

CALAMA, JUEVES 14 DE MAYO, 12.30HRS.

Llegaron a El Calameño diez minutosmás tarde. Era una casa de un piso yventanas altas resguardadas con gruesosbarrotes. Hacía esquina en laintersección de dos arterias comercialesbulliciosas, de tránsito intenso, atestadasde vendedores ambulantes, y surecepción se alcanzaba después deatravesar un pasadizo oscuro que olía arecién encerado.

—Al menos aquí está fresco —comentó aliviado Cayetano en el fondodel pasadizo, donde hallaron a un viejode anteojos con montura de metal yvisera negra.

Su pequeña cabeza canosa se elevómostrando un rostro enjuto, de abuelocariñoso, de viejo feliz. Era la estampadel periodista de hace medio siglo y porlo mismo despertaba respeto e irradiabauna mezcla de simpatía y modestia, asícomo fuerte olor a naftalina.

—¿En qué les puedo servir?—Queríamos echarle un vistazo a

los Calameños de los últimos cincoaños —dijo Cayetano tras aclarar quevenían de lejos.

Unas fajas negras ceñían las mangasde su camisa, y bajo su narizdescansaban una Underwood deindudable valor histórico para uncoleccionista europeo y una botella decerveza medio vacía. Frunció los labioshaciendo un puchero y repuso:

—Mal día para trámites, señores,porque el bibliotecario no está. Soloviene lunes y miércoles, y hoy, comosaben, es jueves todo el día. Y a mí metiene esclavizado la página local hastalas seis o siete de la tarde.

En su cortesía, Cayetano detectó laremota posibilidad de que aquelperiodista contribuyera a desbrozarlesel camino.

—¿Y si lo esperáramos hasta esahora, abuelo? Yo, con tal de cumplir conmi tarea, soy capaz de esperarlo enmedio del desierto.

—¿Cómo se llama usted?—Brulé, Cayetano Brulé, y mi

acompañante Pompeyo Jara, hombrenacido y criado en San Pedro deAtacama.

El viejito sonrió y se irguió concierta dificultad jalando de los tirantesde sus pantalones. A juzgar por elprofundo silencio que flotaba en elpasadizo, era el único que trabajaba aesa hora en la redacción. Soltó una tosde resonancias metálicas y apoyó susdedos en el teclado de la Underwood.

—El caballero parece chileno —dijo refiriéndose a Pompeyo—, pero,¿usted no es chileno? ¿Cierto?

—Soy cubano. De La Habana.—La Habana —una sonrisa

nostálgica se pintó en su rostro.Saboreaba lentamente el nombre de laciudad, como si encerrara algo quetuviese un significado secreto—.¿Cubano de los buenos o de los malos?

—Todo en la vida depende delcristal con que se la mire, como dice laOrquesta Aragón —sentenció Cayetano.

Se miraron largo rato sin decirpalabra, sosteniéndose la mirada en unintento para penetrar la intimidad delotro.

—Tiene razón —admitió al rato elviejo. Escudriñaba con sus ojos dulcesal detective. Meneó varias veces lacabeza recordando su juventud deobcecada intolerancia y añadió—: Aestas alturas de la vida, mi amigo, haycosas que ya no importan. En mijuventud, vi las cosas de otro modo.¡Así que cubano! Eso es lo importante.

—¿Por qué, abuelo?—Porque nunca había visto a un

cubano en carne y hueso, solo a Fidel,cuando estuvo el 71 en Chuquicamata.Fue una multitud a verlo, mineros,calicheros, pobladores, mujeres. Yo erajoven entonces y trabajaba para undiario que los militares clausuraron.

—¿Y qué dijo el hombre?—Despotricó contra los yanquis y

los capitalistas. Nos llamó a construir elsocialismo.

—Menos mal que no le hicieroncaso, abuelo.

Creyó advertir un leve rubor en susmejillas.

—En fin —el periodista adoptabaahora un tono benevolente. Para él loimportante consistía en que hablaba conun cubano—. Fue una multitud aescuchar a Fidel —repitió melancólico—. Habló durante horas.

—Me lo imagino.—¿Es bonita La Habana? —

preguntó tras intentar infructuosamente

descifrar la reacción del bigotudo antesus evocaciones. Parpadeaba laesperanza en sus ojitos cansados.

—Siempre ha sido más bella de loque han dicho.

Se mantuvieron en silencio los tres,sin atinar a decir algo. Desde la callellegaban apagados los bocinazosestridentes y el murmullo de la ciudad.Pompeyo Jara carraspeó incómodo. Paraél, la gran política era algo sombrío ypeligroso que bien pertenecía al pasadoo se hallaba en manos deaprovechadores y despilfarradores. Losuyo, por el contrario, era dedicarse atareas concretas, como la mantención desu vehículo y la consecución de turistas.

Sin embargo, tuvo que admitir en sufuero interno que a veces recordaba concierta nostalgia los días a que se referíael viejo.

Eran los años setenta, el presidenteSalvador Allende y su gobierno estabanempeñados en construir el socialismo.No entendió entonces —ni ahora— elsignificado de aquello, pero uncamarada le había contado quesocialismo implicaba trabajo digno ybien remunerado, vivienda modesta,aunque propia, salud garantizada y, talvez lo más importante, educacióngratuita, al igual que en la heroica UniónSoviética, los países socialistas deEuropa y Cuba. Claro, así, ¿quién podía

oponerse a un proyecto de esa magnitud?Solo los ricos. Y así había ocurrido.Aquellos días promisorios se habíanconvertido en jornadas de caos yviolencia, en refriegas cotidianas,protestas masivas, enfrentamientoscallejeros mientras los alimentosterminaban por desaparecer en losalmacenes de los especuladores. Sinembargo, entonces tenía la percepciónde que el destino del país se jugaba adiario por doquier. Y por ello, todos —incluso él mismo— se tornaban figurasclaves, importantes, decisivas. Nuncamás habían vuelto a serlo. Aquellaépoca había desembocado en el suicidiode Allende y el exilio forzado de miles.

En fin, pensó, ya no estaba para cosastan esperanzadoras como trágicas, niquería revivirlas.

—Síganme —anunció el periodista yechó a caminar con paso ágil—. Mellamo Elías. Les permitiré entrar alarchivo, donde está fresco y nadie losestorbará, pero entrarán con unacondición.

—¿Con cuál? —la curiosidadcosquilleó el estómago de Cayetano.

—Con una muy simple. Que a lanoche me cuente cómo es en verdad LaHabana.

CALAMA, JUEVES 14 DE MAYO, 13.00HRS.

No era fácil adentrarse en el archivodel diario. Se hallaba, al igual que untesoro, oculto en lo más profundo delsótano del edificio. Había quedescender primero los peldaños depiedra de un recinto angosto y fresco,apenas iluminado por bombillasdesnudas, y luego cruzar un pasillo decielo bajo y paredes de piedra, sinventanas, que desembocaba ante una

pesada puerta de pino oregón.Don Elías la empujó haciéndola

ceder con un chirrido lastimero. Seaventuraron por una sala en penumbras,donde el periodista encendió la luz.

Ante ellos apareció un espacioamplio, de techo abovedado y paredesencaladas. Vieron unos estantes repletosde gruesos volúmenes empastados yunas escotillas enrejadas, situadas en loalto de la sala, a través de las cuales seapreciaban los zapatos de lostranseúntes.

—Aquí tiene que estar lo que buscan—anunció el viejo mientras descargabavarios volúmenes sobre la mesaapolillada—. El resto de la colección se

encuentra a mi espalda. Y una cosaquiero advertirles: lo que no aparece enEl Calameño, no existió. Ese ha sido ellema de este periódico con más decincuenta años en el cuerpo.

Cayetano agradeció al viejo sucooperación y arrimó una silla a la mesadispuesto a iniciar el examen de losperiódicos.

Era su última oportunidad paraencaminar adecuadamente lainvestigación. Cualquier otra cosasuponía prolongar su lento naufragio enun charco de dudas e incertidumbres.Escuchó que el periodista salía yentornaba la puerta.

—Por cierto —volvía a asomar la

cabeza con visera—. ¿Y qué investigaun cubano como usted por estas tierrastan áridas?

Cayetano se acomodó en la silla yapoyó sus manos sobre la barriga apunto —esta última— de doblegar laardua resistencia de los botones de laguayabera.

—Recolecto datos sobre la vida delos oasis de Atacama.

Ignoró por qué mentía. Tal vez porcansancio o desidia. Por no desenrollaruna vez más la extensa historia deltabaco.

—¿Y se puede saber con qué fin?—Planeo escribir un artículo para

una revista alemana.

—¿Pagan bien, al menos? Que aquílos sueldos de periodista son de hambre.

—Usted ya ve lo que tengo entre lasmanos —repuso Cayetano sonriendo—.Pero no crea que esta barriga de tonel lalogré a punta de carnes y mariscos, sinode pan, arroz y chícharos, amén de unbuen ron y un café muy dulce, abuelo.

El viejo sonrió jovial. Carraspeó unpar de veces y luego, cambiandoabruptamente de tema, dijo:

—En una isla como la suya no hayzonas desérticas, no hay nada comoAtacama. Todo es verde. Pero en Chilesí tenemos retazos de la vida caribeña.¿Lo sabía?

Tuvo que reconocer que —si

descontaba los mangos y maracuyás quese daban en el oasis de Pica y Azapa—no se había percatado de aquello, pese aque vivía en Chile desde los setenta.Siempre había pensado que en AméricaLatina no existía nada más ajeno a Cubaque Chile. Si bien compartían un troncocomún, alimentado por el arribo de losconquistadores, mermado después por lainfluencia indígena en Chile y africanaen Cuba, existían numerosos elementosque los distanciaban. No era solocuestión de mentalidades —demasiadoextrovertida, bulliciosa y libertina launa, excesivamente púdica, gris y severala otra—, sino también de frutos. Loscubanos no conocían la manzana, ni la

pera, ni la uva, tampoco la araucaria niel roble, y ¿qué sabían los chilenos delmamey, la guanábana o el plátanomacho, de la majagua o del maravillosoflamboyán? Le pareció interesante loque anunciaba el periodista.

—Pedazos de su isla puedeencontrar usted en los oasis —indicótras pasear la mirada por los rostros delos visitantes. Seguía asomando solo sucabeza—. Vaya a Pica, Toconao o alvalle de Azapa, recorra sus huertos devegetación copiosa, y hallará mangos,aguacates, challotes, mamey y de cuantohay. Son como botones del Caribeolvidados en el desierto. ¿No esfantástico? —preguntó con los ojos

encendidos—. En cuanto tenga tiempo,recorra esas zonas.

Cuando el eco de sus pasos se huboapagado, Cayetano y Pompeyo iniciaronla labor. Disponían solo de un par dehoras para estudiar los diarios de losúltimos años, porque don Elías notardaría en volver para escuchar losrelatos de La Habana.

Se repartieron los volúmenescorrespondientes a 1991, año en que,según recordaba Pompeyo, Antareshabía iniciado, con la instalación de laplanta Alpha 1, sus actividades en lasinmediaciones de San Pedro. Si lamemoria no le fallaba, la empresa habíacomenzado a operar a mediados de

aquel año, vale decir, entre mayo yagosto, por lo que se dieron a la tarea derevisar los ejemplares de dicho período.Se trataba de un diario modesto, deformato pequeño e impresión deficiente,plagado de noticias sensacionalistas yanuncios comerciales, que se mezclabana su vez caóticamente con lainformación del acontecer nacional einternacional.

Al término de la primera revisión,constataron desilusionados que, fuera dehaberse manchado las manos con tinta,no disponían de nada concerniente a laempresa alemana, por lo que repitieronel examen. Esta vez procuraron ser másmeticulosos y no descuidaron ni siquiera

la sección de espectáculos de la ciudad,la que, si bien brindaba espaciorestringido a la cultura local, dedicabauna página completa a la palpitante vidanocturna animada por striptiseras ybailarinas, probablemente jubiladashacía mucho en la disputada y exigentearena de la capital.

La búsqueda también resultóinfructuosa. Desanimados, decidieronhacer una pausa, que el detectiveaprovechó para fumar sentado con lospies sobre la mesa.

—¿Y ahora? —preguntó Pompeyo.Cayetano bajó las piernas y volvió a

consultar el diario sumiéndose en elmutismo. Hojeó esta vez los ejemplares

de agosto, mientras no cesaba depreguntarse de qué otro modo podría darcon más información sobre Antares. Lomás sencillo sería dirigirse a laembajada y solicitar la lista de empresasalemanas que operan en Chile, se dijo, obien recurrir a la Cámara Chileno-Alemana de Comercio, la que debellevar seguramente un registro completode las empresas.

Tenía, no obstante, la impresión deque la embajada ya le habíasuministrado todo el material de quedisponía, además de que la burocracia,aunque diplomática y alemana, siempreresultaba lenta, lo que podría significarun considerable retraso en la

investigación. Dejó escapar suavementeel humo a través de la nariz mientrasmaldecía para sus adentros a laperiodista Cornelia Kratz, que lo habíainvolucrado en aquel embrollo, y siguióhojeando al azar.

—¡Coño, mi hermano! ¡Por SantaBárbara, mira lo que hallé! —exclamóde pronto.

En una de las páginas finales de ElCalameño del 15 de agosto de 1991, untitular informaba que en la víspera habíasido inaugurada una planta de Antares enlas inmediaciones de San Pedro. Setrataba de una nota breve, acompañadade una foto que mostraba unaconcurrencia nutrida sentada en un

estrado al aire libre. ¡La había pasadopor alto en su primera revisión!

La noticia explicaba el propósito delproyecto —la prospección minera yposterior forestación con tamarugos ychañares de las zonas aledañas en casode que se encontraran napas de agua— yelogiaba la experiencia acumulada porAntares en países de África. Nobrindaba, sin embargo, mayores detallessobre la empresa, aunque mencionaba atres ejecutivos alemanes presentes en lainauguración, Pankow, Von Jordans yKietz, así como al alcalde sampedrino,al jefe de Carabineros y al de Bomberosy al representante de la empresa estatalde minería, Enami.

Cayetano examinó la foto. Se tratabade la típica toma que se realiza durantela inauguración de alguna obra: enprimer plano el grupo de ejecutivos,autoridades e invitados especiales; en elfondo, las banderitas nacionales y de laempresa ejecutora que flamean al viento.El detective identificó de inmediato aPankow, a pesar de que tres años atrásera un hombre de menor envergadura ysin canas. Preguntó a Pompeyo:

—¿Reconoce a alguien?Pompeyo recorrió la foto con

atención. Los retratados se veían serios,bien peinados y vestían, pese al calor,terno y corbata. Escuchaban el discursoque pronunciaba un calvo de anteojos

ante un micrófono de pie.—Ese creo que fue alcalde de San

Pedro —comentó sonriendo—. Y a suizquierda está el jefe de Carabineros.

—¿Y a la derecha? ¡En la segundafila! ¿Quién es ese señor? ¿Lo conoce?¿Sabe quién es?

Se tomó unos segundos enresponder:

—No.—Un tipo muy famoso. ¿No lo

reconoce?—No.—Es Mariano Patiño, pues.—¿El diputado que se mató en la

avioneta?—El mismo. Entonces no era

diputado, por eso ni siquiera lomencionan —repuso Cayetano mientrasreleía el texto de la foto—. Pero es elmismo. Murió muy poco después deBalsen, representaba a esta región ymantenía vínculos con gente de Antares.¿Demasiadas coincidencias, no?

CALAMA, JUEVES 14 DE MAYO, 23.00HRS.

Cayetano Brulé y Pompeyo Jaraabordaron la camioneta entre losimproperios y manotazos de Nicolás elRomo, un antiguo amigo de don Elías,que se había incorporado a última hora aun grupo de cinco personas, al parecertodos ellos fieros militantes deizquierda, que anhelaban escuchar lasanécdotas de un cubano en La Habana.

En la medida en que reiteraban las

órdenes de cerveza y chorrillanas, y eldetective describía detalladamente loque había sido La Habana antes de larevolución —la ciudad más bella y rica,pero más sensual y corrupta de América— y lo que es actualmente —mixtura deadmirables logros en construcción,deportes y salud, por un lado,desabastecimiento crónico, prostituciónmasiva y cientos de miles, cuando nomillones, de desesperados porabandonarla, por otro—, Nicolás elRomo fue dando crecientes muestras deimpaciencia primero, y de descontroladaagresividad, después, en un reservadodel sórdido bar El Atacameño, que seoculta, más que sitúa, en una lóbrega

esquina cercana al terminal de buses deCalama.

—¡Bigotudo malagradecido,desprestigiando a tu propia patria en eldesierto de Atacama! —vociferabaNicolás el Romo jalando de laguayabera de Cayetano para impedirleque cerrara la puerta de la camioneta ypudiera regresar a San Pedro.

Los transeúntes —gente de caráctertranquilo y más bien reposado, comosuelen ser los calameños— soloatinaban a contemplar perplejos laescandalosa escena que brindaban aquelcalvo bigotudo y cegatón, con innegableacento de narcotraficante colombiano, yNicolás el Romo, quien, además de ser

bebedor empedernido y coléricodefensor de los ideales revolucionariosde todos los tiempos, solía agenciarse suescuálido sustento como jifero delmatadero de la ciudad.

Pese a sus numerosas súplicas enpro de la restauración de la cordura, donElías, quien a esas horas de la noche yaexhibía más de media docena decervezas a su haber, no logró neutralizaral robusto y grosero Nicolás el Romo,quien no había hallado nada másoportuno que convertirse en unverdadero molino de aspas alborotadaspor un viento iracundo, aspas, porcierto, que ponían en peligro real laintegridad física de Cayetano Brulé.

—¡Que me agarren o lo descojono!¡Que me paren o me acrimino! —gritabaa su vez el detective intentando cerrar laportezuela para huir en el vehículo antesde que se hiciese presente Carabineros.

Sin embargo, el jifero, herido en suamor propio por los irreverentes relatoshabaneros, continuaba asido a laguayabera del detective, la que —justosería reconocerlo— demostraba, aligual que los botones, una calidadfrancamente desconocida hasta esemomento entre los productos de laindustria textil revolucionaria.

—¿Dónde naciste, malagradecido, yquién te dio todo para que fueses serhumano? —gritaba Nicolás el Romo,

fuera de sí, con un intenso tufo a cervezay ajo, mientras don Elías intentabavanamente abrazarlo para que volviera ala razón.

Media hora más tarde, merced a laintervención del dueño del bar y dos desus mozos, jóvenes rudos y macizos,como buenos nortinos, se logró que lasmanazas del feroz jifero soltaran laguayabera de Cayetano, no sin que antesle arrancara un par de botones, quequedaron de botín de una guerra que aldía siguiente Nicolás el Romo evocaríacomo aleccionadora para aquel traidorvendido a la causacontrarrevolucionaria.

—¡No tienes ni moral para usar esa

guayabera, vendepatria, gusano, escoria,mercenario, sicario, genízaro! —gritabael jifero desde la vereda, rodeado de unpúblico expectante que no acertaba aexplicarse aún el origen de aquellaencendida disputa.

—Lo peor es que ese tipo no solome impidió hablar de La Habana, sinoque además me obligó a pagarle lascervezas y las chorrillanas que se zampó—reclamó el detective mientras losfaroles de la antigua Chevrolet seincrustaban en la noche del desierto.

—Culpa del pobre don Elías —comentó Pompeyo Jara aferrado almanubrio—. Mala idea esa de invitar alos correligionarios, pues.

Bajo la noche estrellada y gélida, elvehículo avanzó sin dificultades sobreuna carretera impecable mientras elviento entraba por las ventanillas sincristales despeinando los bigotes ycalando los huesos del detective.

—Dicen que estas son las nochesideales para buscar tesoros —dijo alrato Pompeyo Jara, ajeno ya al episodiodel privado de Calama—. Es cuandomejor se aprecian las irregularidadesartificiales del terreno y cuando menospeligro hay de que a uno lo descubran.

—¿Pero usted cree realmente que sepuede hallar tesoros en el desierto?

—¿Que si creo? —repitió el guíacon desparpajo—. ¡Si hay hasta un libro

que cuenta de una ciudad perdida, dondecasi todo es de oro!

—¡Coño, de haber escuchado eso,habría venido para acá en lugar de andarpasando pellejerías en Valparaíso!

—Pues debería leerlo. Se llama Laciudad de los Césares y lo escribióManuel Rojas. Ese sí sabe contaraventuras. Aunque es más bien vago ensus descripciones, porque nunca quisorevelar en su totalidad el secreto, peroese libro demuestra que por estasregiones hay aún mucho tesoroescondido.

—¿Se trata de una investigaciónhistórica o de una simple novela?

Le sorprendía la facilidad con que el

guía del desierto podía transitar de larealidad cotidiana al mundo de lafantasía. Le resultaba fascinante quepara él no existiera un deslinde claroentre lo uno y lo otro. En la tierra era unser racional, sensato, con el que podíaconversar de todo, pero en cuanto sedespegaba un tanto de ella, se convertíaen otra persona.

—¿Novela? Yo no compro novelas—alegó molesto Pompeyo—. Sondramas basados en puras mentiras queinventa un tipo y para eso no tengotiempo. No, señor. La ciudad de losCésares es un libro-libro, un librocierto, que lo tengo sobre mi veladordesde hace treinta años y que inspira a

muchos afuerinos, que llegan a buscaresa ciudad oculta y sus tesoros.

Echó una mirada a través de laventanilla desguarnecida. Allá, en algúnpunto remoto situado entre la camionetay los picos andinos, sepultados bajo latierra árida y en la memoria de losatacameños ya muertos, se ocultaban talvez aún los tesoros que buscabaPompeyo Jara desde hacía tiempo.

—Cuando los incas y losatacameños se enteraron del arribo delos conquistadores —continuó el guía—,alcanzaron a ocultar gran parte de susriquezas en ríos, lagunas y el desierto.

—Pensaron que los españoles eranuna invasión pasajera.

—Así es. Pero los españoles notardaron en esclavizarlos y diezmarlos,y al poco tiempo nadie recordaba yadónde se hallaban ocultos los tesoros.¿Ve usted el Licancabur? —preguntóPompeyo Jara indicando hacia lacordillera.

El perfil del majestuoso volcánemergía nítido contra el fondo de lanoche estrellada. Su singular forma decono lo convertía en el volcán másperfecto, bello y elevado de losalrededores.

—Pues esa es la morada del TaitaMaico Licanco, el poder más elevado,más grande, más fuerte que existe —aseveró Pompeyo Jara en tono grave y

pausado—. Allá arriba hay una laguna,una laguna que muy pocos conocen.

—¿A qué altura?—A más de cinco mil metros. Está

llena de tesoros, de magníficas reliquiasde oro y plata, de turquesasmaravillosas, de bolas de cristalgigantescas. Todo ofrendado por lospueblos al Taita Maico Licanco.

—Y parece que usted es el único seren el mundo que lo sabe —aportilló eldetective con una dosis de cinismo.

Pompeyo Jara carraspeó y Cayetanosintió que se tornaba serio, adusto.

—Ha habido expediciones —aseguró—. Varias. Pero nunca hanpodido extraer los tesoros. Necesitan

hombres rana y no hay ninguno quepueda sumergirse en una lagunaprofunda ubicada a cinco mil metros dealtura. Quien lo haga, moriráirremediablemente.

Cayetano guardó silencio mientrascontinuaban internándose por la noche yél imaginaba a los indígenas de Atacamaaterrados ante el avance de losespañoles, ocultando piezas de oro yplata en los puntos más recónditos deldesierto. Era algo completamenterazonable, se dijo. Y también lo era elhecho de que Pompeyo estuvieseconvencido de que algún día hallaríaalguna de aquellas piezas.Probablemente aprovechaba los

recorridos turísticos para detectar lossupuestos escondites indígenas y volvíaa ellos más tarde, sin compañía.

—¿Y si Balsen descubrió algún sitioarqueológico con tesoros y quisoinformar de ello a las autoridades?

Pompeyo soltó una risotadaestruendosa, que hizo ruborizarse alinvestigador. Él, el afuerino, quedesdeñaba las creencias locales, alparecer ya era un prisionero más deaquel mundo mágico de Atacama. ¿Nohabrían comenzado así los hippiesvenidos de fuera y que ahora poblabanel oasis? Se inquietó al imaginarse a símismo con una cinta anudada a la frente,melena y chaleco de telar.

—¿Ve, ve cómo usted ya estáconvencido de que los tesoros existen?—preguntó Pompeyo Jara—. Pero loque usted señala es una probabilidadmuy seria. A lo mejor Balsen hallóvasos de oro, como los del callejón deLarache, o descubrió a traficantes depiezas arqueológicas, los que decidieroneliminarlo para impedir que losdenunciaran.

A través de la ventana abierta el fríohería la piel como una estalactita deaire. Tiritando, Cayetano se propusoordenar las ideas para restablecer suspróximos pasos. Viajaron un largo ratoen silencio, rumiando cada uno suspropias suposiciones, adentrándose cada

uno en su propio mundo. Enfundó lasmanos entumidas en los bolsillos de lagabardina mientras pensaba que ya nodebía prestar oídos a los rumores y lasleyendas, sino dedicarse exclusivamentea analizar las posibles causas delasesinato de Balsen. La única hebrainteresante hasta aquel momento laconstituía la probabilidad de que eldiputado Mariano Patiño y Willi Balsen,muertos casi al mismo tiempo y en lamisma región, hubiesen podido manteneralgún vínculo.

—Mañana, a primera hora, volveréa visitar a Saúl Puca, el administradordel proyecto —anunció Cayetano, bienrepatingado en la butaca—. Él podrá

decirnos si Balsen conocía a MarianoPatiño.

SAN PEDRO, VIERNES 15 DE MAYO,08.30 HRS.

—¿Y qué lo trae por acá? —preguntó el administrador del proyectode la SOS, con una sonrisa afable,aunque mesurada.

Cayetano Brulé cruzó el umbral y seacercó a Puca, quien tecleaba en lamáquina de escribir en la penumbra dela sala. Era temprano, a esa hora laplaza estaba aún fresca y olía a tierrahúmeda y la parroquia encalada

comenzaba a resplandecer.—Hay algo que me inquieta y se

refiere a ciertos contactos de Balsen —dijo el detective barriendo la sala con lavista.

Vio los anaqueles con libros,archivos y discos compactos en perfectoorden y la cama ya tendida.

—Ya le dije todo lo que sé —SaúlPuca estaba serio. Vestía un pulóverblanco que contrastaba con el colorbronce de su piel—. Ayer estuvo aquíGaete, el inspector de Investigaciones.

—¿Qué quería?—Contarme que habían soltado por

falta de prueba a unos sospechososdetenidos hace dos semanas. Yo volví a

contarle lo mismo y se fuemalhumorado.

Cayetano apoyó sus manos sobre lamesa donde escribía Puca y observó surostro enjuto, liso y moreno, de narizaguileña. Había en él una indiferenciaque lo desconcertaba. Luego dijo:

—Solo quiero saber si Balsenrealizó antes de su muerte viajes que austed le pudieran parecer… misteriosos.

—¿Misteriosos?El administrador del proyecto se

puso de pie frunciendo el ceño.—Me refiero a viajes que a usted le

resultaran fuera de rutina.Por un momento le pareció que la

actitud de Puca era la del ave que

presiente el peligro, pero que no seatreve a emprender el vuelo. Locomprendió en cierto sentido. Él, a esahora, hubiese preferido estar en elJuanita ante una reconfortante taza decafé con leche y una gran paila dehuevos fritos.

—Quiero advertirle que los rumoressobre amoríos no me importan, menoslos amoríos de finados.

Debía avanzar con sigilo, en formagradual, sin herir la susceptibilidad dePuca, o este enmudecería y se negaría acooperar. No debía pasar por alto que sehallaba ante un hombre aislado yprobablemente ya desacreditado en eloasis. Si Puca comenzaba a recelar de

él, podría olvidarse de la investigación.Si los chilenos eran reservados, losatacameños en el desierto podían serherméticos.

—No me refiero a mujeres —reclamó moviendo la cabeza—. Voy aser más explícito: ¿viajó Balsen aAntofagasta antes de morir?

—¿A qué obedece esa pregunta?—Mire, la muerte de Balsen puede

hallarse vinculada a la del diputadoMariano Patiño, que tenía su oficinaregional en Antofagasta.

—¿El que murió en el avión?—Exacto. Patiño murió en su

avioneta dos días después de quemuriera Balsen. Sé que no basta para

establecer nexo alguno, pero parecieraque el político promovió la instalación ylas operaciones de Antares en Atacama.Me interesa saber si se conocían.

Puca atisbó a través de la puertaabierta el campanario de la parroquiamientras Cayetano se recriminaba porhaberle revelado que sospechaba deaquel hombre. Era probable que Gaeteretornara a la SOS con el afán depresionar a Puca y obtuviese de esteaquella información.

—Harto feble su pista —comentó alrato Puca con cierta acidez y caminóhasta la puerta y la entornó sumergiendonuevamente la habitación en penumbras.

—Es la única que tengo —replicó

Cayetano a punto de perder lacompostura. Jamás lograría conversarcon la calma y tranquilidad de unatacameño a causa de la sangre caribeñatan caliente e impulsiva que batía en susvenas—. Me urge saber si Balsen lehabló a usted alguna vez de él.

—¿Del diputado Patiño?—Exacto.Puca abrió en silencio y sin prisa los

postigos de la ventana y la luz entró araudales a la pieza. Ahora la plaza lucíasombreada y desierta, magnífica bajo lascopas exuberantes de los pimientos.

—Nunca me habló de él —repusomirando de nuevo hacia el campanariode la parroquia con su techo de barro.

Cayetano tragó saliva desilusionado.Pero insistió.

—¿No tiene usted modo deaveriguar si Balsen viajó alguna vez areunirse con Patiño?

—No.Definitivamente Puca carecía de

interés por ayudarlo. Algo lo habíallevado a modificar de modo repentinosu actitud hacia él. Escrutó su rostro. Enél reinaba la calma propia de loshabitantes de Atacama. Envejecería muylentamente, pensó Cayetano, lograríaconvertirse en un anciano centenario deojos legañosos y cabellos blancos. Ycuando él estuviese sepultado variosmetros bajo tierra, Puca seguiría

contemplando a través de alguna ventanalas polvorientas y desoladas calles deloasis, los atardeceres de cielosintensamente azules, el paso cansino dela procesión que todos los años lleva enandas la figura tallada del San Pedromás bello de Chile, el eterno peregrinarde los europeos que huyen de sí mismosbuscando refugio en el oasis.

—¿Realmente Balsen no viajó en susúltimos días a Antofagasta?

—Creo que sí lo hizo —repuso Pucaasustado.

—¿A encontrarse con quién?—Para serle franco, lo ignoro —se

encogió de hombros—. Nunca lepreguntaba detalles, ¿entiende? Era el

jefe. Me imagino que iba a cumplirtrámites vinculados con el proyecto. Aveces también iba a Santiago, a laembajada o las fundaciones políticas.

Puca volvió a sentarse ante lamáquina de escribir con una sensaciónde desconcierto y examinómecánicamente lo que había escrito.

—¿No le quedó ningún papel dondeBalsen hiciera apuntes? —insistió eldetective.

—La policía se llevó variosdocumentos. Lo mismo hicieron los dela embajada, que llegaron después.

Le pareció extraño. Kahlau no lehabía dicho nada al respecto.

—¿De la embajada? ¿Recuerda el

nombre de quién se los llevó?—No, eran unos tipos rubios y altos,

de ojos claros.Cayetano gruñó algo ininteligible.

Había al menos sesenta millones dealemanes con idénticas característicasfísicas.

—¿Le dijeron que piensan suspenderel proyecto? —preguntó.

—Solo querían poner losdocumentos a disposición de la policía yenviar copia a Alemania. Me dijeronque archivarían los originales hasta quellegara el nuevo encargado de SOS. Enrealidad, se trataba más bien de textosde carácter técnico.

Al fin se explicaba por qué la

embajada había podido ofrecerleinformación abundante sobre unproyecto privado.

—¿Y a usted no le queda papelalguno donde Balsen hiciera apuntes?¿Un diario de vida o algo así?

—Lo único por el estilo es unaagendita donde anotaba cosas que notenían mucho que ver con el proyecto.Los alemanes apuntan todo. Y todo loque se dicen, prefieren decirlo porescrito.

—¿Por qué no le entregó esaagendita a la policía?

—Ya verá —repuso Pucaruborizándose y bajó la cabeza comopara ganar tiempo y recobrar naturalidad

—. La mantengo aún por afecto a donWilli. De él sólo quedaron un par defotos. Los libros y unos discos.

—Y la agenda.—Y la agenda.—¿Dónde está?Sin moverse de la silla indicó con un

gesto vago hacia los anaqueles y dijo:—Por ahí.Cayetano se acercó al estante y

recorrió los lomos de los librosalineados mientras se acariciaba losbigotazos.

—Es una suerte que todos losalemanes usen agenda —comentó alextraer y desempolvar un volumen detapas gruesas. Era un libro de

fotografías a color sobre Berlín—.Todos. Sin excepción. Un país completode gente ordenada.

—Usan agenda y maletínportadocumentos —añadió Pucapensativo, melancólico—. El que no losusa, es porque no es alemán.

—Pero aquí no está la famosaagendita.

—¿Y usted realmente la necesita?—Pero claro. No joda. ¿Dónde está?Puca se puso de pie, inquieto por el

repentino malhumor del detective.—No es una agenda común —

advirtió mientras introducía una manopor detrás de los libros del anaquel—.Pero se la paso ahora mismo.

SAN PEDRO, VIERNES 15 DE MAYO,09.40 HRS.

Cayetano Brulé avanzó presuroso yjadeando bajo la sombra de lospimientos de la plaza, la que languidecíaa aquella hora, e ingresó al patiecitointerior del restaurante Juanita con elánimo de examinar cuanto antes laagenda que le acababa de entregar SaúlPuca. El local estaba tan limpio declientes como el cielo de nubes, y olíaintensamente a tierra húmeda. Ordenó

café con leche y un sándwich dearrollado.

Tal como el administrador delproyecto le había anticipado, se tratabade una agenda bastante peculiar, puescontenía fotografías de muchachasdesnudas —rubias, negras y asiáticas—en poses sugerentes a la orilla de unaplaya desierta del Caribe. Nada muyespecial en Europa, por cierto, aunque sísuficientemente escandalosa enAtacama, admitió Cayetano. Las fotosconstituían, tal vez, el único motivo porel cual Puca se había mostrado reticentea presentar la agenda a la policía. Eladministrador temía que el documentopudiese dañar el prestigio del muerto.

Solo la tenaz insistencia del detective ysu efectiva locuacidad habanera habíanconvencido a Puca de que todo indicio—por insignificante que pareciera—podría aportar al esclarecimiento delcrimen.

Comenzó a hojear de principio a finaquella agenda de cuero negro sintético.Lo hacía, justo era reconocerlo, concierto desagrado. Cada vez queinvestigaba un homicidio y se veíaobligado a husmear en los roperos, lasgavetas, la correspondencia o losálbumes fotográficos de la víctima, sesentía un ser despreciable, un verdaderovoyerista de cadáveres. Era unasensación que no podía superar, ni

siquiera imaginando que los periodistas—en algunos casos— hacían lo mismo.Era la sensación de vergüenza que habíaexperimentado frente a la indiamomificada en la vitrina del museo alescuchar la pregunta de Inti Palomares.¿Acaso un detective no era el espectadorajeno situado al otro lado de la vitrina,con derecho a opinar y a escarbar en lavida del muerto? Soltó un resoplidolargo de delfín melancólico mientrashojeaba, y se dijo, probablemente con elafán de tranquilizarse, que era imposibleexplicar misterios sin antes sumergirseen los secretos más íntimos de quienesaparecían involucrados en ellos. Volvióa la primera hoja.

Allí encontró los datos personalesde Balsen. Como buen alemán, estehabía llenado con letra de molde muyclara la información que se exigía aldueño del documento. Sin embargo,aquel orden esmerado, que inundóinicialmente de satisfacción al detective,iba desvaneciéndose en la medida enque avanzaban las páginas y se convertíaen garabatos que de pronto resultabanfrancamente ilegibles. Supuso deinmediato que aquella labor acuciosa debibliotecario resultaría extenuante. Laspáginas, entreveradas de tanto en tantocon las fotos a color de las modelos,contenían, con letra engurruñada,nombres de personas, instituciones y

lugares, así como numerosasabreviaturas que solo contribuían aahondar la confusión.

—Aquí está todo y calentito —anunció de pronto la dueña del local asus espaldas. Vio que vaciaba labandeja con los ojos clavados en laagenda, por lo que la cerró con premuray rostro culpable—. Y sírvase café a sugusto.

Tras dejar la lata de Nescafé sobrela mesa, la mujer volvió a alejarse porel patio perseguida por tres pollosraquíticos, que un gato contemplaba conindiferencia desde las sombras delportal. El agradable olor a arrolladocontagió el aire tibio de la mañana

reconfortando al detective. No obstante,fue el primer sorbo caliente lo que ledevolvió el alma al cuerpo.

Todo había comenzado con laaparición de Cornelia Kratz en suoficina de Valparaíso, pensó mientrassaboreaba el sándwich y recordaba quela periodista aún no regresaba de superiplo por el desierto. Era poco lo quehabía avanzado desde entonces. Ahorasolo sabía que Balsen había dirigido elproyecto de irrigación en San Pedro yque, a pesar de convivir durante untiempo con Isabel Ayabire, habíamantenido una relación paralela conBárbara Schuster, la que, escasassemanas antes de la muerte de Balsen,

había abandonado el país en medio deoscuras circunstancias. Todo eso era desu dominio, al igual que el sinnúmero desospechosos: mineras, huaqueros,narcotraficantes, campesinos arruinados.Lo más reciente radicaba en el hecho deque ahora se le antojaba que lasinfluencias de Mariano Patiño habíanestado en juego para posibilitar elasentamiento de la empresa Antares enla región. Eso era lo único queexplicaba su destacada presencia en lainauguración de la planta anunciada enel añejo ejemplar de El Calameño.

Volvió a hojear la agenda en cuantohubo dado cuenta del sándwich. ¿Setrataba realmente, el de Balsen, de un

crimen con motivos que trascendían elmero robo? En realidad, siendorazonable y sensato, debía admitir quelo determinante y trascendental sesituaba al inicio de la historia: elllamado telefónico que Balsen habíahecho a Cornelia Kratz a Buenos Airespara solicitarle que viajara cuanto antesa verlo. ¿Qué podía ser tan importantecomo para pedirle a la periodista que setrasladara urgentemente al desierto?

Por unos segundos admiró la cinturafina de una asiática sentada a horcajadassobre el tronco de un cocotero quecrecía torcido sobre el mar. Su figuradelicada —la asoció inconscientementecon Isabel Ayabire— contrastaba

grandemente con las rubias fornidas, desenos ubérrimos y caderas gruesas deotras fotografías. Encendió un cigarrilloy buscó la última anotación de Balsen ydejó escapar el humo contra el rumordel follaje de los pimientos. El gatoseguía echado en un rincón, disfrutandola calma de aquella mañana tibia conojos somnolientos.

No tardó mucho en encontrar lo queestimó el último apunte escrito de puñoy letra de Balsen. Revisó una vez más laagenda para corroborar que se hallabaefectivamente ante la última anotación.Eran solo dos palabras: Sierra Leona.Nada más. Se cercioró una vez más deque se tratase efectivamente del último

apunte. En efecto, lo era. Solo dospalabras: Sierra Leona. Sierra Leona,repitió entornando los párpados. Loúnico que había leído sobre aquel paísse encontraba en Anaconda, lasrutilantes memorias de Manuel Vásquez-Figueroa, uno de sus autores predilectos,aunque defenestrado por la crítica de lossutiles y almidonados. Si la memoria nole fallaba, Sierra Leona era un paísafricano, pobre y sin recursos, en el queVásquez-Figueroa había conocido afondo la miseria africana. ¿Pero quéunía al alemán con Sierra Leona?

—¡Por lo que tú más quieras! —exclamó de pronto Cayetanorepantigándose en la silla. Ahora no

podía dar crédito a sus ojos—.¡Balsenanotó Sierra Leona en la página dellunes 18 de mayo y estamos a viernes 15de mayo!

¿Significaba aquel apunte queBalsen había proyectado viajar a SierraLeona la semana próxima? ¿A qué?Barrió con la vista el restaurante vacío ypor sobre los árboles vio el campanariode la iglesia.

Apuntaba al cielo como un dedoacusador. Se atusó el bigote diciéndoseque tal vez Saúl Puca o Isabel Ayabireconocían el significado de Sierra Leonaen aquel contexto.

Soltó una nueva bocanada enredadoen incertidumbres. Era probable que

Antares hubiere enviado a BárbaraSchuster a una de sus plantas de África.¿No contaba acaso Antares con filialesen varios países? ¿Era posible que ellaestuviese ahora en Sierra Leona y queBalsen planeara visitarla? ¿Estaría ellaal tanto de la muerte de su ex amante?

Continuó examinando la agenda ydescubrió que el nombre de SierraLeona aparecía también con anterioridada aquella fecha. Surgía por primera vezel 3 de marzo. Si no le fallaba lamemoria, el barman le había dicho queBárbara Schuster había abandonado SanPedro a comienzos de marzo. ¿Viajó ellaentonces a África? ¿A Sierra Leona?Eso no calzaba con la versión de

Pankow, el representante de Antares enAtacama. Según Pankow, la alemanavivía ahora en su patria, donde eradifícil ubicarla por la reserva con que semanejaban allá los datos personales.Volvió a encontrar el nombre de SierraLeona el 25 de marzo. Esta vez junto ala palabra «confirmado». ¿Qué estabaconfirmado? ¿El viaje a África? Hizochasquear la lengua y continuóexaminando la agenda.

¿Cuáles habían sido las últimasactividades apuntadas por Balsen enaquella agenda? Hurgó entre las páginassin poder reprimir miradas furtivas a lasmodelos. ¡Y de pronto descubrió algoque lo estremeció de pies a cabeza! El

mismo día de su muerte, vale decir el 3de abril, Willi Balsen había anotado conrojo una cita en la ciudad deAntofagasta, en el renglón de las diezhoras. El apunte era breve: MP / SL.

—¡Por Santa Bárbara! —asestó talpuñetazo sobre la mesa que sobresaltóal gato—. SL, SL —susurró Cayetanocon la respiración entrecortada—. ¿Nosignifica acaso Sierra Leona? ¿Y MP nosignifica acaso Mariano Patiño? ¿Es queBalsen y Patiño se reunieron poco antesde que murieran?

SAN PEDRO, VIERNES 15 DE MAYO,11.40 HRS.

Abandonó apresuradamente elrestaurante Juanita y caminó bajo el solen dirección sur por la polvorientaTocopilla. Diez minutos más tardellegaba a la pensión Trópico deCapricornio. En su cabaña envolvió laagenda de Willi Balsen en una bolsaplástica, la ciñó con un elástico y laocultó cuidadosamente en el estanquedel baño, velando porque no trabara el

funcionamiento de su mecanismo.Volvió a salir y tocó a la puerta de la

cabaña de Cornelia Kratz. Unas llamasnegras, acompañadas a prudentedistancia por una anciana pastoraatacameña, lo observaron con ternuradesde el patio. A lo lejos el paso dealgún vehículo destartalado,probablemente el de Pompeyo Jara,hería mortalmente la tranquilidadmatinal.

Tras una espera infructuosa, eldetective dio la vuelta a la cabaña. En laparte posterior encontró abierta laventana. A través de ella observó elcuarto de Cornelia, rigurosamentelimpio y ordenado. Sobre el velador

descansaban dos libros, despertador,una palmatoria y un vaso alto y vacío.

—¡Cornelia! —llamó—. Soy yo.¿Está ahí?

Le respondió el berrido lejano deuna oveja. Probablemente la alemanahabía salido temprano de la hostería obien se alojaba en otro oasis. Decidiódejarle una nota. Arrancó una hoja de sulibreta de apuntes y escribió apoyadocontra la pared de madera. Arrojó elpapel hacia el interior y respirótranquilo.

En ella le solicitaba que contactaraurgentemente al Frankfurter AllgemeineZeitung para que sus colegas enFráncfort averiguaran el paradero actual

de Bárbara Schuster, a la que suponía enAlemania o Sierra Leona. Después seencaminó hacia la pequeña central dellamados que hacía esquina entre lacalle Tocornal y el pasaje GabrielaMistral, detrás de la parroquia.

El local, sala fresca y oscura,ubicado en una casa de adobe, lo atendíauna operadora cuarentona, rolliza y debuen talante, con vistoso lunar junto a laboca, y negrísimo y brillante pelorecogido sobre la nuca en forma detomate. A esa hora, sentada detrás de unmesón, frente al teléfono, disfrutaba lalectura de una novela de Corín Tellado.

—Buenos días, cielito lindo.Necesito hablar con el Congreso

Nacional —dijo Cayetano como sihablara de la panadería o la botica de laesquina.

La mujer observó al detective conadmiración. Seguramente se trataba deun diputado, senador u otro altodignatario del poder. Nunca nadie habíallamado antes al Parlamento desdeaquella oficina perdida en el desierto, ynunca había visto a un político enpersona, sino solo en los diarios añejosque alcanzaban el oasis. El últimopolítico importante que había pasadopor San Pedro fue un parlamentarioecologista alemán, experto en pueblosindígenas americanos, pero ya habíatranscurrido más de un decenio desde

aquello.—Sí, con el Congreso Nacional —

Cayetano ensayó su mirada másseductora.

Con manos temblorosas por laemoción, ella buscó en una guía elnúmero e invitó al cliente a ingresar auna cabina. Cayetano creyó advertir unasonrisa leve en su rostro moreno y unfulgor peculiar en sus ojos.

Segundos más tarde ya estabacomunicado con la planta central delParlamento. Pidió hablar con la oficinade Mariano Patiño.

Escuchó nítidamente el prolongadosilencio de desconcierto al otro extremo.

—Disculpe, pero usted sabe que el

honorable diputado falleció hace untiempo —aclaró solemne una vozfemenina. Al parecer temía que lanoticia afectara a su interlocutor.

—Lo sé —la voz de Cayetano sonótranquila—. Pero llamo porque quierocomunicarme con la persona queconducía la oficina distrital del diputadoen Antofagasta. ¿Podrá darme el nombrey su teléfono?

—Aguarde un instante.Miró a través del vidrio de la puerta

de la cabina y tuvo la impresión de quela operadora, de quien alcanzaba a versolo su cabeza, pues permanecía sentadadetrás del mesón —un mesón alto, demadera, que le recordó la barra del

centenario Bar Inglés de Valparaíso—,escuchaba a hurtadillas la conversaciónmediante unos auriculares gruesos ynegros que se había calado y leconferían aspecto de piloto de laSegunda Guerra Mundial.

—La oficina del honorable diputadoPatiño en Antofagasta aún existe —solícita resurgió la voz—. Estáncerrándola. La atiende la señoritaSolange Farías, la periodista queasesoraba al diputado.

Apuntó el nombre, los números deteléfono, y colgó.

La operadora lo esperaba afuera consonrisa amable y los auriculares en lamano.

—Necesito otra llamada aValparaíso —anunció el detective yentregó el número de su oficina.

Volvió a la cabina y descolgó elaparato en cuanto sonó el timbrazo.Reconoció la voz de Bernardo Suzuki.

—Aquí habla el que manda en esaoficina —dijo Cayetano—. ¿Todo bien?

—Todo bien, jefecito —repusoentusiasmado su ayudante—. Losclientes brillan por su ausencia y lascuentas hacen nata. Bien podría ser alrevés. Suspendí la compra del diariopor falta de fondos, mas no se inquiete,que ahora lo consigo con un día deatraso en la Agencia NavieraValparaíso, donde antes lo tiraban.

También dejé de comprar las revistas,pero las consigo con dos semanas deretraso con Fígaro, el peluquero. ¿Dequé se trata?

—De dos cosas, y voy a ser breve,porque estoy lejos y cada minuto mecuesta un ojo de la cara —advirtióCayetano y miró a través del vidrio a laoperadora, que ahora tenía losauriculares puestos—. Primera cosa,llama a Pepe Gutiérrez, el de la crónicapolicial de El Mercurio, y dile queaverigüe todo lo que pueda sobreSolange Farías, periodista queasesoraba en Antofagasta al diputadoMariano Patiño, el que murió en unaccidente aéreo. ¿Está claro?

—Solange Farías, periodista,asesora de Patiño. Clarísimo, jefazo.¿Algo más?

—Sí, llama a Eva Mac Clure.—¿La mujer piloto?—En efecto —dijo Cayetano. Eva

era la única piloto de avión de la ciudady la conocía desde hacía años, desde eldía en que había accedido a trasladarlogratuitamente a Osorno para investigarel asesinato de un agricultor—. Pídeleque solicite a la Dirección deAeronáutica Civil la información queexista sobre el accidente del diputadoPatiño, que yo la llamaré cuanto antes.¿Entendido?

—Más claro echarle agua, jefazo.

¿Algo más?Vio de refilón el rostro festivo de la

operadora.—No, solo eso, para que no te

confundas, mi chino. En cuanto tengasalgo, házmelo saber al teléfono de lahostería Trópico de Capricornio.

—Muy bien, jefazo. Entendido.Pero, dígame, jefe, ¿qué tal son lasmujeres por allá?

—Las mujeres —repitió Cayetanosaboreando su boca con voluptuosidad.La telefonista elevó la cabeza atenta—.Algunas están muy, pero muy bien,especialmente las maduritas. Y lasentraditas en carnes y de pelo negro sonlas mejores, mi chino goloso. Ya te

contaré.—Entendido —repuso Suzuki feliz,

echando a volar su imaginación—.¿Corto y fuera, jefazo?

—Corto y fuera.Abandonó la cabina. A la telefonista

le brillaban los ojos mientras un ruborintenso encendía sus mejillas en mediode las penumbras de la sala.

—Voy a hacer una última llamada —anunció—. Esta vez a Antofagasta.

Ella apuntó el número y sus mejillascobijaron una sonrisa dulce.

—¿Solange Farías? —preguntó eldetective al escuchar al otro lado unavoz femenina.

—Con ella. ¿Quién habla?

—Mi nombre es Cayetano Brulé —anunció con acento profundamente nasal,a la mejor usanza cubana y,aprovechando que la telefonista lededicaba una graciosa sonrisa decomplicidad, le guiñó un ojo—.Necesito hablar urgente con usted. Setrata de algo relacionado con eldiputado, que en paz descanse.

—¿Puede ser más concreto?—Solo en persona. Es imperioso

que me reciba mañana por la tarde. Leconviene a usted y al prestigio deldiputado. ¿Mañana por la tarde?

—Mañana a las tres de la tarde —repuso con tono de preocupación lasuave voz de Solange Farías.

SAN PEDRO, VIERNES 15 DE MAYO,21.30 HRS.

—¿Cayetano? —El mismo. ¿Quiénhabla allá?

Desplazó la mirada por la recepciónde la Trópico de Capricornio, que a esahora iluminaban tenuemente unas velasincrustadas en los picos de botellaspisqueras. Don Roque acababa deanunciarle en la cabañita, dondeestudiaba nuevamente la agenda de WilliBalsen, que lo aguardaba un llamado de

larga distancia.—Habla Pepe Gutiérrez. Querías

saber algo de Solange. ¿No es cierto?Recién ahora reconoció el tono

ronco del reportero de la página policialde El Mercurio de Valparaíso. Era unhombre delgado, de ojos oscuros yrostro enjuto, ya a punto de jubilar.Disponía del mejor archivo policial dela ciudad y a veces le entregaba datosvaliosos sobre el hampa del puerto.

—De Solange Farías. Así es.Mañana me reúno con ella, enAntofagasta. ¿Averiguaste algo?

—Sí, por eso preferí llamartepersonalmente.

—Dime.

Vio que don Roque volvía a tenderseen el sofá, muy cerca de la estufa a gas,y cubría sus piernas con una frazadarojinegra. Luego posó la cabeza sobreuna minúscula radio a pilas y quedóestático oyendo algún programanoticioso de la capital. Así escuchabalas noticias por la noche. Las escuchabade modo reservado, casi conspirativo,para después relatárselas a sushuéspedes con lujo de detalles.

—Es una persona de armas tomar —continuó Pepe Gutiérrez y soltó laacostumbrada tos seca, de pulmonesquemados, una voz que resonaba comoel preludio de la muerte—. No está bienhablar mal de colegas, pero ándate con

cuidado con ella.—¿Por qué?—Tiene alrededor de 32 años.—Sabrosa edad, mi amigo.—Estudió en Medellín, Colombia.—¡Qué envidia!—Escúchame, Cayetano, por favor.

Allá trabajó para una revistasensacionalista. Reporteaba copiosa yelogiosamente sobre personajesvinculados al narcotráfico.

—¡Su madre!—Dicen que fue amante del hijo de

uno de los capos del Cartel de Medellín.—¿Coño, de quién?—Ignoro el nombre.—¿Y qué hace en Chile?

—Bueno, es chilena, ¿qué va ahacer? Lo cierto es que volvió a Chilehace cinco años, después de que suamante, un colombiano casado concubana, fue acribillado a balazos en unacalle de Medellín.

—Ajuste de cuentas…—Vaya uno a saber. Dicen que

Solange huyó hacia Chile para poner asalvo el pellejo.

—De poco le servirá. Loscolombianos están igual hasta las masasen este país. ¿Y a qué se dedicó aquí?

—Bueno, antes de trabajar paraPatiño, le consiguieron un puestecito enuna revista sensacionalista santiaguina.

—¿Qué hacía?

—Trabajos sucios.Escuchó unos ronquidos

desaforados. Provenían de don Roque,profundamente dormido ya sobre elreceptor de radio.

—¿Trabajos sucios?—Exacto. No aparecía como

miembro de la redacción, se encargabade escribir artículos anónimos en contrade cierta gente. ¿Me entiendes?

—Más o menos.—Cosas sucias por encargo,

vendettas, en fin. Cosas que losperiodistas en este país nos negamos ahacer por consideraciones éticas, peroque alguien tiene que realizar enpublicaciones inescrupulosas.

—Para eso le pagaban.—Para eso le pagaban. Una

mercenaria de la pluma. Hasta que ladespidieron de la revista.

—¿Por qué?Escuchó nuevamente su tos.

Respiraba con dificultad. Si PepeGutiérrez continuaba fumando, notardaría en pasar de la pantalla de ElMercurio directamente a un nicho delcementerio de Playa Ancha. Lotrasladarían envuelto en hojas de tabaco,se dijo mientras se llevaba una mano alos pantalones y palpaba el pequeñobulto que formaba su cajetilla. Un hitode la muerte, pensó estremeciéndose. Latos de Pepe seguía resonando al otro

lado.—No sé por qué la echaron —dijo

el periodista compungido—. Comoescribía artículos anónimos, nadie sabepor qué se fue.

—Nunca se sabe por qué unfrancotirador deja de disparar sobre susvíctimas.

—Seguramente disparó contra quienno debía. La cosa es que de ahí se fue aservir al diputado a Antofagasta.

—¿Quién le consiguió ese puesto?—Es un enigma. Trabajaba para el

diputado desde hacía tres años. Eso estodo lo que sé.

—Está bien, muy bien —repusoCayetano atusándose los bigotes.

De la boca semiabierta de donRoque escapaban ahora silbidosescandalosos.

—Te quiero pedir algo —mascullóPepe Gutiérrez y sus palabras sequebraron en toses.

—Dime.—No sé en qué andas, pero cuídate.—Despreocúpate. Sabes que soy un

tipo con años de circo. Me cuidaré.—En serio, Cayetano, la cosa es

muy delicada. Nadie sabe quién le pagaa la tal Solange.

ANTOFAGASTA, SÁBADO 16 DE MAYO,12.00 HRS.

Solange Farías y su despacho olíanintensamente a perfume barato, a unadesafortunada mixtura entre fragancia devioletas y de agua de colonia. Tenía unrostro de rasgos huidizos y vulgares,labios excesivamente delgados y narizaguileña, y su cabello oscuro lealcanzaba, en caída libre, hasta suscaderas más bien estrechas. Verla ypreguntarse qué había encontrado en ella

el diputado Patiño fue solo una cosa enla mente de Cayetano Brulé.

Lo recibió con una sonrisa forzadaen aquella oficina del noveno piso deledificio céntrico, moderno e impersonal,que inundaba el rumor sordo de unventilador. La luz del mediodía, queentraba a través del ventanal, arrancabaafuera fulgores a una iglesia, losedificios de la costanera y lasembarcaciones atracadas en el puerto.

—¿Y qué lo trae por acá con tantaurgencia, señor Brulé? —preguntórecelosa la mujer mientras tomabanasiento en unos silloncitos de cuerodispuestos en un costado de la sala—.Espero que pueda ayudarlo en lo que

desee.El detective barrió el recinto con la

vista. Todo era gris allí: las paredes, elcubrepiso, los muebles y las persianas.Gris y opaco como la propia política. Elcolor gris debería simbolizar quizás noa los militares, sino a los políticos,pensó Cayetano.

—Lo mío es simple —resumió eldetective. Una pierna cruzada sobre laotra, el rostro alzado—. Me interesaaveriguar algo sobre uno de los últimosencuentros que sostuvo el diputado, yusted quizás pueda ayudarme.

Ella frunció el entrecejo y lo mirócon suspicacia. Se revisó pensativa laspuntas del cabello.

—Puedo ayudarle siempre y cuandolo que usted busca no perjudique laimagen del diputado —puntualizósosteniendo la mirada de Cayetano. Leimpresionaban los bigotazos a lo PanchoVilla y la corbata lila con guanaquitosdel visitante—. Tanto la familia de donMariano, como yo misma, que le servípor años, y el partido, desde luego,estamos interesados en que no se enlodesu prestigio. Creo que me entiende.

—Puedo asegurarle que el prestigiodel ex diputado no se verácomprometido para nada.

—La vida enseña a diario adesconfiar de las promesas —masculló.

¿La vida o la política?, se preguntó

el detective en su fuero interno y estuvoa punto de formularle la pregunta en vozalta a Solange. Descartó la idea soloporque temió perjudicarirreparablemente el precario vínculocon aquella mujer. Los políticos yquienes les servían no eran santos de ladevoción de Cayetano. De los políticosdetestaba su inagotable apetito de poder,sus interminables rencillas ycomponendas, su tendencia casiinstintiva a erigirse en autoridades endiversas materias, su prepotenciasiempre a flor de piel, su detestablesolidaridad al reajustar generosamentesus dietas de por sí elevadas y sudescarado afán por echar tierra sobre

los propios errores. En fin, habíamuchas facetas que le molestaban de lospolíticos. Admitió en silencio, sinembargo, que los consideraba el malmenor.

—Los errores de los políticos son almenos remediables —murmuraron suslabios bajo el bigotazo—, los de losmilitares yacen tres metros bajo tierra.

—¿Perdón?—Nada, nada —se apuró en aclarar

algo ruborizado.—Aún no me dice concretamente en

qué anda.El tono perentorio de Solange lo

devolvió bruscamente a la realidad deaquella oficina.

—Es muy simple —reaccionómeloso, tratando de suavizar laconversación—. Investigo la vida de unalemán, asesinado hace poco tiempo enSan Pedro de Atacama, y todo indicaque entre las personas con que conversóen sus últimos días se hallaba eldiputado.

—¿Cuál era el nombre del alemán?Preguntaba con rostro inmutable,

como una dependiente que consulta a sucliente por el número de cuello decamisa.

—Willi Balsen. Era experto encooperación internacional —tampocologró detectar reacción alguna en surostro—. Trabajaba desde hace tres

años en proyectos de irrigaciónfinanciados por una organizaciónprivada alemana en San Pedro deAtacama.

—Me suena su nombre, pero nuncaestuvo en esta oficina, señor Brulé.Además, yo solo conocía la vidaprofesional del diputado en esta región,vale decir, sus citas y actividadespolíticas, pero no su vida privada, nitampoco sus actividades en elParlamento o la capital.

—Se trata precisamente de su vidaen esta zona.

Hubo un destello de sorpresa en losojos de la mujer.

—Explíqueme.

Cayetano aspiró profundamente laracha de aire fresco que despedía elventilador y arremetió ronco, sin prisas:

—Según mis informaciones, el señorBalsen se entrevistó con el diputado el 3de abril pasado, a las diez de la mañana,vale decir, dos días antes de su muerte.¿Me lo puede confirmar?

No estaba seguro de que eso hubiesesido efectivamente así, pero convino enque era la forma más acertada deformular la pregunta. Solange ladeó lacabeza dubitativa y la catarata de peloocultó parte de su rostro. Inclinó lacabeza hacia atrás, con gesto coqueto,que le permitió al mismo tiempodespejar sus facciones.

—No sabría cómo.—Consultando su agenda, por

ejemplo —sugirió Cayetano con unadosis de calculada agresividad—. Esainformación es importante para mí. Nopor el diputado, sino porque meindicaría que Balsen estuvo a comienzosde abril en esta oficina.

Había algo en aquel hombre, algoindefinido, que comenzaba a ejercer unainexplicable fascinación en Solange. Sesintió sorprendida. Quizás aquelloradicaba en su plácida mirada de manatío su profunda voz nasal o bien en sumasculinidad, todo lo cual le inspirabasimpatía y resultaba grato. Tanto sugesticulación, si bien bastante barroca,

como la sonrisa casi perenne a flor delabios revelaban al auténtico hombre delCaribe, y esos le fascinaban. Además,desde la turbulenta y malograda relacióncon su amante colombiano, profesabacierta preferencia por los hombresmaduros. Le calculó unos cincuenta añosbien vividos y, aunque lo notó algoexcedido de peso, se dijo que, a juzgarpor la ternura de su mirada, seencontraba ante un gozador de la vida.

Algo del detective le recordaba aRafael, su único gran amor, elinescrupuloso empresario de Medellínque había conocido mientras estudiabaperiodismo. Aquel romance con elhombre casado había desembocado en

tragedia. Rafael había muertoametrallado un día en pleno centro de laciudad, llevándose consigo sus sueñosde muchacha, obligándola a retornar aChile para poner a buen recaudo suvida.

—Perdóneme, ¿pero usted no eschileno, verdad? —se escuchópreguntar.

—Para ser franco, soy cubano.Cubano de origen, aunque medio chilenopor elección —repuso cordial,exhibiendo la mejor de sus sonrisas—.¿Por qué?

—Por nada. Solo que su acento mellamó la atención.

Le dedicó una sonrisa cálida y plena

de significados y luego inquirió:—¿Está segura de que el diputado no

recibió a nadie de apellido Balsen?—¿Balsen? ¿Como el alemán?—Tal cual.—No. A nadie.—Me imaginaba que todas las citas

del diputado se concertaban a travéssuyo.

—En efecto —replicó ella segura.—¿No lo podría consultar en su

agenda?—Nunca vino ningún Balsen aquí —

afirmó enfática—. No recuerdo aninguno. Y además le puedo jurar que enmarzo…

—En abril.

—Da lo mismo. En abril no vinoningún Balsen. Lo recordaría.

—¿Y si le echa una miradita a suagenda? A veces la memoria nos juegaterribles travesuras —advirtió Cayetanoacercando la cabeza con los ojoscargados de ternura.

Solange se levantó y caminógrácilmente hasta su escritorio. Examinóa la rápida las páginas de su agenda.Desde la calle ascendía el ruido devehículos y desde el ventilador ráfagasde aire.

—¿En abril, dice usted que vinoBalsen? Pues no lo encuentro.

Resopló desconcertado. Se hallabaen un callejón sin salida. Debía

abandonar el caso y volver a Valparaíso.Cornelia Kratz podía quedarse con susmarcos. Era preferible continuar siendopobre, disfrutando la cercanía deMargarita de las Flores ydespachándose de vez en cuando unmariscal en Los Porteños del mercadodel puerto o un par de empanadas dequeso acodado en la barra delValparaíso Eterno, a dejarse arrastrarhacia un revuelto mar de incertidumbres.

—¿Y si buscara en la agenda deldiputado? ¿Todavía la tiene?

Se miraron durante unos instantes,solo separados por el escritorio. Éladmirando sus pupilas penetrantes,oliendo su fragancia de verdulera,

interpretando la suave agitación de lasaletas de su nariz, ella descendiendo alo más profundo de las dioptrías delbigotudo, escrutando sus profundidadesinsondables.

—Veamos —dijo Solange finalmenteal soltar un suspiro de decisión crucial—. Nada se pierde.

Se levantó y salió de la oficina.Tenía las piernas largas y bronceadas.Por alguna razón lucían más jóvenes yatractivas que su rostro, pensó Cayetanoal verla cerrar la puerta tras de sí. Miróentonces hacia la ciudad a través delventanal. ¡La hora de los mameyes!,pensó. O se corta el hilo o avanzamoshacia donde creo que apunta esta

historia. Meditaba sobre aquello cuandoSolange volvió con una agenda de tacoen las manos. Era la agenda de Patiño.De aquellas que brindan una páginaentera a cada día. Comenzó a hojearlacon repentina impaciencia.

—¿3 de abril, me dijo?—3 de abril, pero puede ser un día

antes o después.—¿No le dije? —repuso Solange

tras hallar la página correspondiente.Junto con la fragancia a colonia yvioletas, el detective respiró cierto tonotriunfal en su respuesta—. Mire, aquítenemos la página del 3. No aparecenadie con ese nombre.

—¿Ni antes ni después? —preguntó

desconcertado.No acertaba a descifrar las letras

invertidas, ya que la mujer, al otro ladodel escritorio, examinaba al mismotiempo la agenda.

—Ni antes ni después —repitió enestilo pedagógico, de maestraexperimentada—. No podía ser de otromodo, señor Brulé, todas sus citas detrabajo pasaban por mi escritorio.

—Perdone, no quiero serexcesivamente insistente —replicóCayetano posando el índice sobre laspalabras garrapateadas en la agenda deldiputado—. Pero ¿qué dice allí, el día 3de abril a las diez de la mañana?

Leyó tranquilamente lo que le

indicaban y luego, mirando al detectivecon fingida indiferencia, dijo:

—De Balsen, nada, señor Brulé. Loque dice aquí, y le voy a rogar que nome pregunte lo que significa, pues loescribió el diputado, es Sierra Leona.Sierra Leona, a las diez de la mañana.

ANTOFAGASTA, SÁBADO 16 DE MAYO,12.37 HRS.

—Disculpe mi insistencia —dijoCayetano Brulé atusándose la puntaderecha de su bigote mientras mirabacon fijeza a la mujer por sobre elescritorio—. ¿Pero está usted segura deque el diputado no recibió visita aqueldía de Willi Balsen?

Solange Farías bajó la vista porunos instantes tratando de hacermemoria. Él advirtió ahora con claridad

la línea ganchuda de su nariz y lasarrugas que, casi de modo imperceptibleaún, comenzaban a cavarle la frente. Lapulsera de oro que colgaba de sumuñeca izquierda le recordó a Cayetanolas alhajas expuestas en la sala deltesoro atacameño.

—Estoy completamente segura —repuso ella en tono grave—. Nadie deese nombre me pidió cita con eldiputado.

Procuró armarse de paciencia eldetective. La casualidad se le antojabadesmesurada. Sierra Leona aparecía enambas agendas, tanto en la de Balsencomo en la de Mariano Patiño, personasque habían vivido a cientos de

kilómetros de distancia y que, según lasecretaria del político, no se conocían.¿Es que planeaban viajar a Sierra Leonasin concertación previa? Le resultabaimprobable. Por otra parte, en ambasagendas aparecía una cita a las diez dela mañana. En la del diputado estabaconsignada bajo Sierra Leona, en la deBalsen como MP por SL, lo quesignificaba, indudablemente, MarianoPatiño por Sierra Leona. No, aquí noestaba frente al itinerario de un vuelointernacional con destino a África, sinoante los indicios evidentes de una citaconcertada claramente.

No solo los vinculaba el nombre deaquel país africano, que conocía de los

relatos de Vásquez-Figueroa, sinotambién la muerte, la muerte violenta,que los había sorprendido casi al mismotiempo.

—¿Cuándo murió el diputado?—El domingo 5 de abril —

respondió seria.¿Qué los unía?, se preguntó

Cayetano mirando por unos instantes através del ventanal hacia el Pacífico.¿Antares? ¿La detección de una empresaque ocultaba el hallazgo de petróleo?¿El descubrimiento de una pista decisivaque perjudicaba a narcotraficantes? ¿Osimplemente la casualidad?

—¿Se encontraba usted en estaoficina aquel 3 de abril, el día en que

Balsen vino a conversar con eldiputado?

—Aunque yo no hubiese estado esedía en Antofagasta —precisó ellarecobrando el aplomo—, una cita seacuerda con varios días de antelación,especialmente si se trata de undesconocido. Y, tal como le digo, unseñor con ese apellido jamás estuvoaquí.

No claudicó y volvió a preguntar.—¿Ese día, el viernes 3 de abril,

usted no estuvo acaso fuera de laoficina?

Cruzó los brazos sobre el escritoriode modo que la pulsera emergió en todosu esplendor, luego dirigió brevemente

su mirada hacia el cielo raso, como si larespuesta pudiese flotar en lo alto.Cayetano admiró su cuello largo y terso,un cuello de aquellos que confieren a lasmujeres el apacible movimiento de lasgarzas.

—Esa semana estuve en Valparaíso,en el Parlamento — admitió con lentitud—. Resolviendo trámites por encargodel diputado. Solía hacerlo confrecuencia. Pero volví el viernes cercade las cinco de la tarde.

Le pareció extraño que Solangehubiese olvidado inicialmente dichodetalle. Sin embargo, era comprensible.Desde hace tiempo atravesaba ella porcircunstancias adversas.

—Eso significa que usted volvió elmismo día en que se produjo la reuniónentre el diputado y Balsen.

—Si se produjo el día en que ustedsupone —su tono resonó autoritario—,entonces regresé horas después deaquella reunión —precisó lívida y seechó el cabello hacia atrás, como si alhacerlo se librara de un gran peso.

—Usted no pudo haber visto aBalsen, por lo tanto.

Asintió en silencio.—¿Cuántos días estuvo usted fuera?—La semana completa, de lunes a

viernes. Había mucho que hacer en laoficina central de don Mariano.

—¿Aquí trabaja alguien más?

—Nadie. Solo la mujer que hace elaseo por las noches.

—Usted llegó entonces el viernes 3por la tarde, a Antofagasta —recapitulóCayetano—. ¿Y ese mismo día viajó conel diputado a Las Tacas?

—En efecto. Me reuní con él aquí yviajamos esa noche en su Cessna a LasTacas —respondió con leve rubor en lasmejillas y la mirada clavada enCayetano.

—¿Él no le comentó a usted quepensaba sostener conversaciones detrabajo con alguien en Las Tacas?

—No. Viajamos a descansar.—¿Tampoco se encontraron en Las

Tacas con conocidos?

—Con nadie. Mariano era muydiscreto y prefería los lugares pocofrecuentados para salir conmigo.

—Entiendo.Claro, pensó acariciándose la punta

del bigotazo, en invierno el balneariorepresentaba el refugio idóneo para laaventura amorosa del político.

—¿Él no se alejó, en Las Tacas, enalgún momento de usted?

—Solo para ir a nadar. El sábado yel domingo. Salía muy temprano.

El investigador se acomodó losanteojos mientras reconstituíamentalmente la escabrosa historiadivulgada por la prensa tras la muertedel político: Mariano Patiño, el

destacado parlamentario, casado y concuatro hijos, había volado aquel viernesa Las Tacas en su avioneta particular encompañía de su secretaria. El temahabía quedado flotando en el ambientedurante una semana y luego había cedidoel paso a otros acontecimientos, igual defugaces. La vida, pensó melancólico eldetective, es fugaz como un meteorito.¿No resultaría quizás convenienteconsultar a la viuda de Patiño?, sepreguntó regresando a su tema, perodescartó aquello de inmediato,suponiendo que ella se mostraríareticente a cooperar.

—Hay una cosa que sí me interesa—añadió Cayetano poniéndose de pie y

comenzó a pasearse por la salita. Leplacía sobremanera la suavidad de laalfombra mullida. Solange, inmóvil,seguía su trayectoria desde el escritorio—. ¿Cuándo sostuvo el diputado suúltima reunión en este despacho?

Ella hojeó nuevamente la agenda delpolítico y revisó algunos apuntes.Después repuso con mirada vacía:

—Por lo que apuntó aquí, el viernes3 de abril, a las cuatro de la tarde.

—Vale decir, poco antes de queusted llegara. ¿Y a quién recibió eldiputado?

—Según mi agenda, tenía la tardelibre, pero según su propia agenda —tamborileó con sus dedos de uñas largas

sobre el taco—, recibió al representantede una empresa alemana.

—¿A Pankow? ¿A Bodo Pankow?—Sí, a Pankow —admitió azorada

—. Eso dice aquí, lo anotó de su puño yletra. ¿Cómo lo sabe?

Soltó una sonrisa displicente. Susojos brillaban enigmáticos tras loscristales.

—Usted no concertó esa cita —afirmó desentendiéndose de la pregunta—. Usted no la concertó. ¿No es cierto?

—No —repuso nerviosa. Aceptabaahora sin más el papel de interrogada—.Debe haberse tratado de una reunión quesurgió a último minuto, por lo que ladeben haber concertado pocas horas

antes, cuando yo me hallaba enValparaíso. Por eso no pasó por miescritorio.

—Usted conoce a Pankow, por loque veo —se detuvo en medio de lasala, con las manos enlazadas a laespalda, en actitud autoritaria—. Y esoimplica que ellos solían reunirse confrecuencia.

—Un par de veces al año. Eldiputado estaba interesado en promoverla inversión extranjera en la región. Sereunía con muchos empresarios.

Cayetano se volvió hacia el ventanaly contempló los acantilados deldesierto, que se alzaban como ungigantesco muro por sobre la ciudad. En

la plaza la gente se reducía a puntosminúsculos, anónimos, que sedesplazaban sin rumbo fijo por la vida.Se le vino a la cabeza un capítulo de lanovela El tercer hombre, de GrahamGreene. Allí el protagonista observadesde lo alto de una rueda giratoria deun parque de diversiones el erráticotrajín de la gente. Desde la altura —Greene tenía razón—, los anhelos y laspreocupaciones de la gente quecirculaba abajo parecían insignificantesy se disipaban. No tenían sentido. Losseres humanos no eran nada más quehormigas anónimas.

—¿El diputado no le contó a ustedmientras volaban a Las Tacas que

acababa de reunirse con Pankow?—No, era muy reservado con sus

cuestiones de trabajo.—Una última pregunta, Solange.

¿Ustedes pensaban volar juntos deregreso a Antofagasta el domingo?

Ella guardó silencio por un rato,cruzó las piernas bajo el escritorio ydijo taciturna:

—Claro. Le correspondía volver aAntofagasta. Se iba a quedar conmigo,trabajando.

—¿Por qué viajó entoncesrepentinamente al Parlamento?

—No sé. Cambió de planes elmismo domingo —había ahorapreocupación en su rostro—. Me dijo

que él tenía que volar al Parlamento y yovolver sola a Antofagasta. Fue lo que mesalvó.

—¿Y no le explicó a qué se debía susorpresivo cambio de planes?

—No.

ANTOFAGASTA, SÁBADO 16 DE MAYO,13.25 HRS.

Tras la conversación, Cayetano saliópresuroso de la oficina de Solange ysubió a la camioneta de Pompeyo Jara,quien lo aguardaba en las inmediacionesdel edificio. En poco tiempo el vehículologró adentrarse en el desierto en mediode un estrepitoso corcoveo, vibrandocomo los viejos DC3 poco antes deremontar el vuelo.

—Solo una persona nos puede

ayudar a esclarecer este enigma —dijoel detective escupiendo minúsculosgranos de arena contra la canícula. Elviento apelmazado que se filtraba porlas ventanillas desguarnecidas le agitabael bigote y peinaba hacia atrás susentradas—. Y esa es Bárbara Schuster.

—¿Y usted cree que ella viveactualmente en Sierra Leona? —gritóPompeyo Jara aferrado al manubrio.

—Estoy convencido de que ella viveallá y espero que el diario de Cornelia,si es tan influyente como dicen, la hayaubicado.

Cayetano carraspeó con un saboramargo en la boca y paseó en silencio sumirada por la inmensa superficie de

tierra, piedras y rocas que en ladistancia se alisaba como una pista deasfalto y a trechos se convertía enespejismos de agua. Admiró la líneaprecisa, los volúmenes macizos y lostonos ocres de los Andes mientras sentíasu espalda empapada. En Cuba, pensócon cierta nostalgia, no había nada quese le acercara en majestuosidad a lacordillera; por el contrario, susmontañas más altas, las de la SierraMaestra, difícilmente merecerían elnombre de tales en Chile.

Volvió a concentrarse en lo suyo.¿Por qué resultaba de pronto tanimportante Sierra Leona? ¿Por qué esepaís africano aparecía al mismo tiempo

en las agendas de Willi Balsen y en ladel diputado Mariano Patiño? ¿Pensabanviajar a ese país? ¿A qué? La cabezaempezó a darle vueltasvertiginosamente. La resolana, elzumbido ronco del motor, la vibraciónde la carrocería y la altura comenzabana perturbarlo de nuevo. Anhelaba unbuen chapuzón en el Caribe, muy cercade donde crecen las palmas, escuchandoen sordina algún bolero interpretado porla voz romántica de Beny Moré, asabiendas de que al salir de las aguas loesperaban un sabroso daiquiri y untabacón de Vuelta Abajo.

Pero ahora estaba en el desierto,incrustado en el calor infernal de la

tarde atacameña, con la boca reseca ylos labios partidos, a dos horas deloasis más cercano, enfrentando unenigma insoluble. Maldijo una vez más aCornelia Kratz por haberlo involucradoen aquel caso.

Le parecía evidente, pensó apoyandoel codo en la ventanilla, que Balsenhabía viajado expresamente aAntofagasta a reunirse con el diputadopoco antes de su muerte. Eso solo podíaatribuirlo a que el alemán necesitabacomunicarle algo de envergadura. Setrataba de una cita de carácter urgente.Trató de recapitular la historiacompleta, tal como se la imaginaba: díasantes de que Bárbara Schuster dejara

involuntariamente San Pedro deAtacama, Balsen había escrito elnombre de Sierra Leona en su agenda.Eso podía significar solo una cosa: queella sabía que sería enviada a SierraLeona, por lo que se lo había anunciadoa su amante. Pero, entonces, ¿a qué sedebía que Balsen preguntara días mástarde en la hostería por ella? Por otraparte, la entrevista de Balsen con eldiputado podía deberse a que el alemánportaba un mensaje de Bárbara para eldiputado. ¿Cuál era ese mensaje? Soloella podría revelarlo.

La voz de Pompeyo Jara lo hizosobresaltarse en el asiento.

—¿Está durmiendo, don Cayetano?

—Para nada, mi amigo, solo bajandolas revoluciones para soportar latravesía hasta San Pedro.

—Me alegro, porque yo hecabeceado varias veces y no nos hemossalido del camino solo porque es rectocomo moral de santo.

Pero surgían otros interrogantes quelo consumían. ¿Por qué el diputadohabría silenciado su entrevista conBalsen y Pankow ante su secretaria?Rumió su lengua diciéndose que podríatratarse meramente de un olvido. Pero,por otra parte, no podía ignorar que lasreuniones habían tenido lugarprecisamente cuando la secretaria sehallaba lejos de Antofagasta. Hizo

chasquear la lengua mientras admitía unanueva posibilidad, la de que Solange loestuviese engañando al afirmar quedesconocía la cita de ambos hombrescon Patiño. Tendría que chequear si ellaefectivamente había viajado al CongresoNacional.

Con todo, las preguntas seguíanplanteándose con porfía enervante: ¿quésignificaba Sierra Leona? ¿Qué mensajele había dejado Bárbara a Balsen antesde emprender su viaje a África? ¿Y porqué Balsen se había apresurado enreunirse con el diputado antes de queeste se fuese a Las Tacas? Solo ellapodía ayudarlo, se repitió sin dejar decontemplar la cordillera, que se

ondulaba a lo lejos por efecto de laevaporación del oasis.

Arribaron a San Pedro de Atacamacuando los últimos estertores delcrepúsculo pintaban de rojo la cima delLicancabur. Ahora soplaba una brisafresca y persistente que arrancabalánguidos rumores a los árboles de laplaza. Cayetano ordenó a Pompeyo quelo condujera de inmediato a la hosteríaTrópico de Capricornio.

Allí encontraron a Cornelia en sucabaña. Acababa de regresar de una girapor los oasis de la zona y leía recostadaun libro sobre budismo. Estaba feliz,creía haber descubierto en los oasisvibraciones eléctricas propicias para la

meditación y la comprensión entre losseres humanos. Se incorporó sin prisa,se calzó sus zapatillas con un extrañoaspecto de serenidad y dijo:

—Bárbara Schuster no se encuentraen Sierra Leona. Nunca ha estado allá.

—¿Nunca? —preguntó Cayetano,mientras intentaba desabotonarse laguayabera sudada—. ¿Cuándo volvió deSierra Leona a Alemania?

—Nunca. De Chile se fue directo aBerlín. No a Sierra Leona.

—Con mayor razón. Necesitohablarle. ¿Dónde puedo ubicarla?

—Ahora es imposible.—¿Imposible? —repitió

consternado el detective y cogió una

toalla del baño para secarse el sudor desu pecho velludo—. ¡Necesitoconsultarle algo urgentemente!

—Imposible. Bárbara Schuster estámuerta. Se suicidó hace más de un mes ymedio con una sobredosis debarbitúricos.

SAN PEDRO, SÁBADO 16 DE MAYO,20.00 HRS.

Después de tomar una ducha con aguacaliente y servirse un sándwich dearrollado y una cerveza en el restauranteJuanita, Cayetano Brulé, aún bajo elefecto deprimente de la noticia deldeceso de Bárbara, caminó a lo largodel muro de adobe de la parroquia yentró a la central de llamados. BárbaraSchuster se había suicidado tres díasdespués de la muerte de Balsen. Era el

tercer muerto en torno a San Pedro deAtacama. ¿Los unía algo más que unafatídica casualidad? Sumergida en laspenumbras y la soledad del local, laoperadora se recogía el moño por sobreel cuello. Con rostro grave le solicitó locomunicara de inmediato con un númerode Valparaíso.

—¿Eva Mac Clure? —preguntó alescuchar la voz fina de la mujer al otrolado de la línea, mientras intentabaacomodarse en la estrechez de la cabinade madera.

—Con ella. ¿Quién habla?—Cayetano. Cayetano Brulé. Era

para molestarte, mi ángel del aire —dijoel detective. La operadora leía ahora

algo detrás del mesón—. ¿Lograsteaveriguar lo del accidente de laavioneta?

—Poco. Está todo en veremos —respondió Eva, la mujer piloto—. Loúnico importante es que el fiscal de laDirección de Aeronáutica Civil estimaque la caída del Cessna 180 del exdiputado se debió a fatiga de material.

—¿Era nuevo el avión?Escuchó a Eva soltar un suspiro.—La Cessna no fabrica avionetas

desde principios de los años ochenta.Creo que hace poco comenzó de nuevo aproducirlos.

—¿O sea que es posible que elmaterial haya estado agotado?

—Es posible.—¿No hay indicios de sabotaje?—¿Sabotaje? —repitió ella con

evidente estupor—. No. Es decir,cuando cae una avioneta de este tipo yno queda nada, como en el caso deldiputado, es muy difícil establecer aciencia cierta qué ocurrió. Aquí no haycaja negra, como en los aviones de laslíneas aéreas comerciales, Cayetano.Pero al menos la gasolina no conteníaazúcar, si esto te calma.

—¿Pero qué cree el fiscal? ¿Por quése cayó el Cessna?

—Fatiga de material.—¿Y tú qué piensas?—Puede haber sido un

desfallecimiento del diputado, creo quesufría de bajas repentinas en el azúcar,pero también puede haber incidido unamala maniobra o simplemente una falla.No hay nada cierto.

—¿Puede ser todo y nada a la vez?—No sé qué significa eso en el

lenguaje de los detectives privados —repuso la mujer cortante—, pero solopuedo decirte lo que te dije. El diputadotuvo buen tiempo, salió justo a la horacero de Las Tacas en una avioneta sininstrumentos.

—¿Hora cero?La operadora alzó en esos instantes

su cabeza equipada con los auriculares.Había un velo de interrogación sobre su

rostro regordete.—La última hora del día en que

puede despegar una avioneta sininstrumentos. En esta época es alrededorde las cinco y media de la tarde. Pues éldespegó a esa hora y se proponíaaterrizar en el aeródromo de Viña delMar.

—¿No iba a Valparaíso?—Puede ser, pero no tenía permiso

para aterrizar en Valparaíso. Elaeródromo de Rodelillo carece de lucesde orientación. Solo a veces, duranteciertos torneos, encienden chinchones.Los equipos que permiten un aterrizajeun poco más seguro están en elaeródromo de Viña del Mar, por eso

tenía que aterrizar allí.Le pareció que la operadora lanzaba

ahora un suspiro de alivio. Sus ojos seencontraron durante algunos instantes.En los de ella había una invitacióndesafiante. En los suyos, el brilloacostumbrado de sus pupilas caribeñas.

—¿Nada más?—En realidad, no. Solo que él

cambió repentinamente su itinerario.Todo eso está anotado en la torre decontrol. Originalmente se proponíavolver de Las Tacas a Antofagasta, perodesde Las Tacas anunció que noretornaría a Antofagasta, sino quevolaría el domingo por la tarde a Viñadel Mar.

—¿Y cómo comunicó ese cambio?—A través de la torre de Las Tacas.

Lo hizo el mismo domingo por lamañana, antes de emprender su vuelo.

Agradeció la información y cortó.Lo importante era que había logradoacotar de modo aproximado el cambiode planes del diputado Patiño. Se habíaproducido el domingo por la mañana.Salió de la cabina para encontrarse desopetón con los ojos negros y la sonrisainsinuante de la operadora. Este huevoquiere sal, se dijo el detective, y luegole rogó lo comunicara con un teléfono deSantiago. Volvió a la cabina y su aparatono tardó mucho en emitir el timbrazo.

—¿Hablo con Ralph Kahlau?

—El mismo.—Aquí habla Cayetano Brulé —

escuchó un silencio prolongado, comode asombro. No era usual en Alemaniaque alguien fuese llamado tarde a casapor motivos del trabajo—. Me permitíllamarlo a su hogar a esta hora por algomuy urgente.

—¿Usted es el detective, no?La operadora volvió a alzar el

rostro. Esta vez sin disimular sudecepción. No se trataba de un políticoinfluyente.

—Exacto. Veo que se acuerda de mí.—¿En qué puedo ayudarlo? —su voz

no transmitía emoción alguna. En elfondo se escuchaba el murmullo agitado

de personas que conversaban.Seguramente el diplomático ofrecía unarecepción—. ¿No será preferible que mellame el lunes a la embajada?

—Es muy urgente.—En Chile todo es urgente, por eso

los asuntos tardan tanto.—Esto sí es urgente.—Diga, entonces.Se sentó en la pequeña butaca de la

cabina y trató infructuosamente de cruzarlas piernas.

—Necesito saber si BárbaraSchuster, la alemana que trabajaba en laplanta Antares de Atacama, realizóalguna llamada telefónica en marzopasado o a comienzos de abril a San

Pedro de Atacama.—¿Usted está loco? —exclamó

irritado el alemán—. ¿Cree que hablacon la KGB o la CIA? Soy undiplomático alemán —recalcó— y notengo acceso a ese tipo de datos. ¿Porqué no le pregunta eso directamente a laseñora Schuster?

—Porque murió.—¿Murió? —repitió tartamudeando.Unas arrugas profundas surcaron el

rostro ahora compungido de latelefonista.

—Murió.—Pero si ella trabajó hasta hace dos

meses en Chile.—Así es, pero eso no quita que

ahora esté convertida en cadáver.—Lo lamento, lo lamento mucho. ¿Y

esa supuesta llamada qué tiene que vercon su investigación?

—Es clave. Si ella llamó a SanPedro de Atacama poco antes de morir,tengo todo aclarado.

—Me asombra su optimismo, señorBrulé —repuso Kahlau cambiando detono, aunque continuaba nervioso. Elmurmullo de trasfondo ahora eraeclipsado por una risotada femenina.

—Necesito su ayuda —mascullóCayetano—. Yo sé que usted puedeobtener ese dato. Se aclararán muchascosas. Usted no pierde nada. Inténtelo.

—No le prometo nada, pero algo

intentaré —su tono parecía más bienorientado a desembarazarse cuanto antesdel llamado—. ¿Cuándo murió la señoraSchuster?

—Hace más o menos un mes.—Oh, Dios, trataré de hacer algo

por ella.—Por ella y por Willi Balsen.

LAS TACAS, DOMINGO 17 DE MAYO,11.15 HRS.

Cayetano y Cornelia se embarcaron aldía siguiente en el primer vuelo deLadeco con destino a la ciudad de LaSerena, a la que arribaron, tras unabreve escala en el aeropuerto deAntofagasta, en menos de dos horas. Fueun vuelo sin incidentes y alquilaron unpequeño Nissan en el aeródromoserenense.

—Aún no entiendo qué persigue en

Las Tacas —se quejó la periodistaconduciendo el auto—. Parece que lamuerte de Bárbara Schuster loenloqueció.

—Ya lo entenderá cuando lleguemosallá —replicó misterioso el detective.

La nariz del Nissan iba cortando lamañana fría del litoral. Cayetano seempecinaba en guardar silencio sobre elestado de su investigación y se mostrabareticente a explicarle a la periodista losmotivos de aquel inesperado viaje.

—Solo me queda confiar en quesabe lo que está haciendo —alegó laalemana, picada.

—Realmente a estas alturas delpartido a usted solo le queda eso.

—Lo más grave es que mi diarioexige resultados concretos lo antesposible o de lo contrario suspenderá elfinanciamiento.

La miró extrañado y una inflexión deinquietud afloró en su voz:

—¿Su diario paga todo esto?Ella no respondió de inmediato,

pues atendía al cambio de luz de unsemáforo. Cayetano aprovechó paraadmirar las fachadas neocoloniales delas construcciones céntricas de LaSerena: portales de piedra, casonasantiguas de familias de renombre,edificios modernos embellecidos conbalcones y arcadas, calles amplias,rectas y limpias, en fin, todo aquello

contribuía a crear una atmósfera decalma y sosiego rara, cuando noinexistente en las ciudades chilenas.Allí, en las cercanías de la plaza con susárboles frondosos, el tiempo discurríamás lentamente que en Valparaíso oSantiago. Le asombraba que La Serenacultivase con ahínco su patrimonioarquitectónico, un patrimonio fundadosolo medio siglo atrás, cuando elpresidente González Videla habíaordenado que las principales calles desu ciudad natal debían reconstruirsesiguiendo el estilo colonial. Había sidouna decisión arbitraria, pues La Serenacarecía de una tradición de tal estilo,aunque al mismo tiempo fuera un aporte

innegable a su belleza urbana, pensó eldetective, un aporte grato y necesario enun país donde los terremotos, por unlado, y los arquitectos y autoridades, porotro, parecían empecinados en borrartodo vestigio arquitectónico del pasado.

—Le pregunté si su diario paga todoesto —insistió Cayetano.

Ahora torcían por un costado de laplaza, frente a unos portales de piedra.

—No se lo había querido contar,pero es así —repuso Cornelia muyseria, entrando a una amplia avenida conbandejón central, donde se retorcía unavegetación exuberante. Entre losarbustos divisó estatuas de mármol—.Espero que me entienda. De otro modo

yo no podría acompañarlo ni pagar estosdesplazamientos.

—Digamos que en el caso de Willicombinó su ansia personal por lograrjusticia con su deseo de vender un parde buenos artículos.

—Es un buen compromiso, favorecea todos, incluso a usted —admitió ellacon franqueza—. En fin, hay un plazoque respetar.

En realidad, le resultabaabsolutamente indiferente descubrirahora el origen de sus honorarios. Seacarició la punta de los bigotes ypreguntó:

—¿De cuánto tiempo disponemos?—Una semana a todo reventar.

Después lo sentiré por Willi —comentócon un dejo de tristeza.

—Una semana más… No se inquietemucho, hay veces en que pienso queestamos en la recta decisiva y otras enque aún no iniciamos la investigaciónpropiamente tal.

Ella se encerró en un mutismoinfranqueable mientras el vehículo sedesplazaba rumbo al sur por la carreteraPanamericana franqueando la sinuosacosta del Pacífico. Por el oeste podíanadmirar las olas enormes y espumosasque revientan contras las playasdesiertas y, por el este, extendiéndosehasta la cordillera, el paraje yermo quepresagia el pronto nacimiento del

desierto.Tras anunciarle al puesto de

vigilancia de Las Tacas que planeabanservirse unas copas en el restaurante delbalneario, dejaron atrás la pista deaterrizaje y descendieron por el caminoque serpentea entre edificios de colorocre, palmeras y céspedes.

Estacionaron en las inmediacionesdel Chiringuito, en perpendicular a lascabañitas del apartotel, e ingresaron a laatmósfera rústica y clara del local, a esahora vacío. Un mozo de sonrisa amplia ycabello peinado a lo Gardel los invitó aocupar una mesa junto a la ventanaprincipal. Desde allí contemplaron unrato la playa desierta, por la que una

muchacha galopaba a caballo.—Necesito que vaya al apartotel y

converse con la gente de la recepción,cosa nada difícil para usted por sucondición de extranjera —dijo Cayetanotras encender un cigarrillo y ordenar dosbabaco sour y camarones de río consalsa americana.

—¿Con qué propósito?—Conseguir los nombres de las

personas que se hospedaron allí entre el4 y el 5 de abril.

—¿Alrededor de la fecha en quemurió el diputado?

—Exacto.—No entiendo nada.—No puedo explicarle en detalle lo

que tengo entre manos, pero pienso queesa lista podría contribuir a lainvestigación. Y usted, como esalemana, podrá obtenerla más fácilmenteque yo.

—¿Pero qué digo a la gente delapartotel?

—Dígales que busca a unos amigosque se hospedaron aquí por esa fecha.

El mozo volvió con dos vasos altoscolmados de un líquido transparente enel que flotaban trozos de babaco, unafruta emparentada con la papaya, que aCayetano le sabía lejanamente a la frutabomba habanera y que, con jugo denaranja, pisco del bueno y bastanteazúcar, arrojaba una combinación más

que apetecible.—¿Y qué va a obtener con esa lista?—La confirmación de algo que me

ronda en la cabeza desde hace días y mecausa insomnio. Salud. Por sucooperación.

El mozo se había alejado y ahoraescuchaban una melodía antigua de HerbAlbert y su Tijuana Brass. Cayetanosorbió de la pajita admirando elPacífico mientras pensaba en el puestode vigilancia que controlaba el acceso aaquel lugar, pese a que, según la leychilena, no había playas privadas en elpaís.

—¿Y si no me dan los nombres? —preguntó de pronto Cornelia,

devolviéndolo al ambiente fresco delChiringuito.

—¿Usted cree que esto es Alemania,donde respetan los datos personales?Esto es Chile, mi amiga, donde los datospersonales yacen sobre los mesones delos bancos o algunas salas de espera demédicos y abogados.

—Si usted lo dice, no chistaré —anunció ella rascándose la melenita, querefulgía como una llama.

—Es lo que le sugiero —dijoCayetano. La amazona se alejaba ahoraa galope tendido por la orilla,salpicando agua, dejando la playasumida en una soledad pasmosa—. Yaverá que los nombres se los entregarán

sin titubeo y en cuanto los tenga, nosiremos volando a San Pedro deAtacama.

CALAMA, DOMINGO 17 DE MAYO, 18.30HRS.

Retornaron a Calama en un vuelo deLadeco, tras haber cumplido la breveescala obligatoria en Antofagasta,aquella ciudad ubicada entre el Pacíficoy los acantilados cobrizos del desiertode Atacama. A la hora prevista, pocoantes de las ocho, el Boeing 737 se posóen la losa del pequeño aeropuerto deCalama. En medio del frío vendaval dela noche, los aguardaba Pompeyo Jara

con el motor de la vieja Chevrolet enmarcha.

Cayetano Brulé cargó en silencio sumaletín hasta la camioneta, ocupó elasiento del copiloto, se encasquetó sugorro de lana y enfundó las manos en losbolsillos de la gabardina con unresoplido. La sensación de derrota se leagudizaba en el alma al sentir el besogélido del viento cordillerano queatenazaba sus huesos caribeños. Sindecir palabra, repasó una y otra vez lalista de huéspedes del apartotelconseguida por Cornelia Kratz. Setrataba de los pasajeros cuyapermanencia en Las Tacas habíacoincidido con la del diputado y su

amante.La lista era breve y

descorazonadora: solo contenía losnombres y los números de rol de dospasajeros, ambos hombres. Habíanocupado una cabaña durante el fin desemana del accidente de MarianoPatiño. Su arribo aparecía registrado elsábado 4 de abril, por la noche, valedecir, un día después de que el diputadoy Solange se hubiesen aposentado en elapartamento. El checkout se habíaproducido al atardecer del domingo, díadel accidente. Según la recepcionista,ambos pasajeros viajaban solos en unaavioneta con matrícula de Antofagasta,ciudad a la que posteriormente habían

regresado. Se llamaban Aldo Toro yFrancisco Rico, nombres que, porcierto, nada significaban para elinvestigador.

—Lo veo desanimado, don Cayetano—observó Pompeyo Jara mientras elsilbido de las turbinas del Boeing ibaatenuándose en la distancia y laspenumbras—. ¿Le fue mal en Las Tacas?

—Enmudeció desde que le entreguéla lista que me dio la recepcionista delapartotel —añadió Cornelia desde elasiento posterior.

—Me había imaginado otra cosa —reconoció el detective lacónico.

—¿Aún estamos en los inicios de lainvestigación? —inquirió la alemana en

tono deliberadamente hiriente.El detective volvió su rostro hacia la

periodista.—Creí que marchábamos en la recta

final —precisó—, pero después de leerla lista cambié de parecer.

—Usted siempre tan misterioso —reclamó Cornelia.

—Soy más bien quitado de bulla.—¿O es que anda muy perdido?—No tanto como el Teniente Bello,

pero la cosa se ve dura.—¿Pensaba encontrar a Pankow

entre los pasajeros del apartotel?—Debo confesar que en algún

momento pasó por mi mente.La desordenada corriente de aire

frío que se filtraba a través de lasventanillas desguarnecidas estuvo apunto de apagar el fósforo con el cualCayetano pretendía encender su LuckyStrike. Pudo prenderlo finalmente, perolo hizo más por el deseo de imponersilencio en la cabina que de fumar. Diouna chupada larga y efectiva observandoa través del parabrisas los focos devehículos que viajaban en direccióncontraria. De pronto la camioneta seinternó por una carretera que apuntaba aleste y el desierto se desplegó vasto yplateado ante sus ojos, tan plateadocomo si alguien hubiese derramadoazogue sobre él.

—Pankow es el hombre que está a

cargo de la planta de Antares —dijoPompeyo al rato y dejó su fraseinconclusa. Después echó un vistazofurtivo a la luna y el cielo estrellado, yañadió—: En noches como esta trabajanlos huaqueros.

—¿Por superstición? —inquirióCornelia.

Cayetano pudo percibir su alientocálido y mentolado en la orejaizquierda.

—Porque está claro y no senecesitan linternas —dijo el guía deldesierto—. Así nadie los puede detectar.La única precaución es evitar elencuentro con los brujos durante lasnoches de luna llena.

La alemana acercó aún más sucabeza a los hombres.

—¿Cómo es eso? —preguntó.—En los días de luna llena, los

brujos no pueden sentarse junto a lasfogatas —Pompeyo bajó el tono de suvoz, imprimiéndole una dimensiónmisteriosa—. Cuando están cerca delfuego, sus cabezas se desprenden deltronco para echar a volar. Antes de queamanezca regresan a sus cuerpos y losbrujos pueden seguir viviendonormalmente. Pero, a veces, las cabezasse enredan en las ramas de los chañares,que son sus principales enemigos, yentonces mueren. Sus cuerpos aparecenal alba decapitados. ¿No me cree,

verdad? —preguntó a la alemana através del espejo retrovisor mientras susojos despedían un extraño fulgor.

—Le creo —el rostro de Cornelia setornó serio.

—Es verdad. Lo sé por mi padre,que me lo contó —aseguró Pompeyo.Cayetano escuchaba en silencio—. Elviejo caminaba una madrugada deinvierno por el oasis y de pronto lollamó alguien desde un bosquecillo. Sedetuvo a ver de qué se trataba y no tardóen descubrirlo. Era la cabeza de unbrujo de melena blanca trabada en lacopa de un chañar. Le juró que si loliberaba, le concedería el deseo quepidiera. Mi padre, que ya era un achache

sin ambiciones, lo desenredó temeroso ysolo se atrevió a solicitarle una simplechomba de vicuña. Enseguida la cabezase alejó volando por la noche.

—¿Y nunca más supo del brujo? —preguntó Cornelia con incredulidad.

—Nunca más. Hasta que un día llegóa la casa un afuerino viejo de melenablanca. Yo mismo le abrí la puerta. Meentregó un paquete grande para mipadre, que no estaba en casa. —Pompeyo giró su cabeza repentinamentehacia Cornelia y dijo—: Contenía unachomba de vicuña.

—No puedo creerlo —musitó laalemana.

—¿No me cree? Es esta, la que llevo

puesta —afirmó el guía con desparpajoy soltó una risa que a Cayetano le erizólos pelos—. Pero mi viejo actuó conligereza, la única vez en su vida queactuó así.

—¿Por qué?—Por lo poco que pidió. Yo le

habría pedido al brujo que me dijeradónde se halla el tesoro de Pedro deValdivia.

Un suave estremecimiento recorrióel cuerpo del detective. Todo parecíaverdaderamente insondable y envueltoen un velo de irrealidad en Atacama,pensó. Las solitarias callejuelas detierra del oasis que desembocaban en lainmensidad reseca, la cadena de

montañas y cerros que se levantabancomo un muro en el oriente, laluminosidad de las estrellas, en fin, todose confabulaba allí para crear unaatmósfera misteriosa y etérea. Dirigió sumirada hacia la cordillera y vio el granLicancabur destacándose entre losmacizos con una servilleta de nieveatada a su cuello.

—Voy a necesitarla de nuevo,Cornelia —dijo al rato el detectiveimponiendo su voz por sobre la sonajeradel vehículo, que ahora bajabaenganchado por la carretera en direccióna San Pedro.

—Usted dirá.—Quiero que le pregunte

discretamente al recepcionista de lahostería San Pedro si en los últimos tresmeses se alojó alguien allí bajo elnombre de Aldo Toro o Francisco Rico.

—No creo que pueda conseguir eso,don Cayetano.

—Hágalo —repuso enfático eldetective—. Dígale que va de mi parte yque después arreglamos.

SAN PEDRO DE ATACAMA, DOMINGO17 DE MAYO, 21.00 HRS.

Los registros de huéspedes de lahostería de San Pedro de Atacama,puestos sin mayores objeciones adisposición de Cornelia Kratz por elrecepcionista, arrojaron para eldetective un resultado sorprendente:Aldo Toro y Francisco Rico tambiénhabían pernoctado en el establecimientoatacameño. Habían llegado a San Pedrola tarde del viernes 3 de abril, un día

antes del asesinato de Balsen, paraabandonar el oasis al día siguiente,sábado, en dirección a Las Tacas. Elavión del diputado caería la tarde deldomingo.

Se lo acababa de afirmar laperiodista, que ahora tomaba asiento enla mesa del restaurante Juanita, junto aCayetano y Pompeyo. El comedor,abarrotado y alegre aquella noche,flotaba en penumbras y humo, oscilandobajo la trepidante luz de las velas. En unrincón rojeaba una estufa de hierro quedespedía calor y un agradable tufillo aleña.

Imitando a sus compañeros que laesperaban allí desde hacía una hora,

Cornelia pidió una cerveza sin dejar dehablar. Cayetano se estremeció. Sianalizaba acuciosamente los datos,saltaba a la vista que los desconocidosrondaban por las inmediaciones deambas muertes. El viernes, cuando elasesinato de Balsen, estaban en SanPedro de Atacama, y el sábado, al morirel diputado, en Las Tacas.

Sin embargo, Cayetano estaba porescuchar aún lo más sorprendente:

—¿Y sabe usted quién pagó el cuartode ambos hombres en la hostería? —preguntó Cornelia con el rostroencendido.

—¿Bodo Pankow? Ella entornó lospárpados e inclinó varias veces la

cabeza en un gesto teatral.—Efectivamente. Pankow. ¿Cómo lo

supo?Cayetano escuchó la pregunta sin

ocultar un sentimiento de satisfacción.Convino en que a Rico y Toro lesresultaría incómodo, cuando nocomprometedor, tratar de explicar supresencia en Las Tacas y San Pedro deAtacama exactamente en los momentosen que morían el diputado y el técnicoalemán. Claro, la reiteración de lacoincidencia no probaba nada, pero nodejaba de representar un indicioaltamente valioso, se dijo atusándose losbigotazos.

La dueña del establecimiento colocó

la cerveza ante Cornelia y luegopreguntó si el trío deseaba cenar.Ordenaron lomitos con palta y tomatepara neutralizar el hambre, y tazones decafé con leche para combatir el frío. Seatrevería a apostar, continuó pensandoCayetano mientras se enjuagaba la bocacon alcohol, que Rico y Toro eran losasesinos. Todo parecía indicarlo. Sinembargo, carecía de pruebas y sussuposiciones no eran nada más que eso,vagas suposiciones alimentadas por suolfato de sabueso.

—Pankow está a tiro de piedranuestro —comentó y engurruñó la bocapara indicar hacia la hostería—. Situviésemos pruebas, podríamos hacerlo

detener.Afuera el manto frío de la noche

continuaba flameando sobre el desiertoque resplandecía bajo el disco perfectode la luna. A ratos, cuando loscomensales guardaban repentinosilencio como obedeciendo al unísonouna misteriosa orden interior, llegabahasta el Juanita el ronroneo grave delgenerador del oasis.

—¿Y entonces, Cayetano, qué vamosa hacer ahora? —preguntó la periodista.La llama de la vela hizo bailar lasfacciones finas de su rostro—. Porquenada prueba el simple hecho de queestos hombres hayan estado en LasTacas y en el oasis precisamente en los

momentos en que morían Balsen yPatiño.

—Ahora solo puede ayudarmeSuzukito —replicó Cayetano pensandoen su ayudante, quien atendía la oficinaen Valparaíso—. Suzukito tendrá queviajar a la capital a buscar lainformación que requiero sobre laempresa.

—Y mañana es 18 de mayo —masculló Cornelia—. La fecha queaparece tanto en la agenda de Willicomo en la del diputado.

El detective consultó su reloj. Eranlas nueve en punto de la noche, elmomento indicado para llamar a Suzukiantes de que este se dirigiese a abrir la

Kamikaze, una fritanguería que sehallaba en las inmediaciones del puertode Valparaíso y que era frecuentada pormarineros, bohemios y prostitutas. En laKamikaze se ofrecía el mejor pescadofrito de Chile, unas merluzas y reinetasadobadas según la fórmula secreta delos ya desaparecidos hermanos Carbone,merluzas y reinetas que Suzuki regateabacada mañana en la caleta de ElMembrillo y acompañaba después conensalada chilena cargada al ajo y lacebolla, cerveza bien fría o un pasablevino de la casa. Cayetano vació su vasopensando en aquel pipeño, se pusosorpresivamente de pie y salió delJuanita en dirección al centro de

llamados.Ahora se sumergió en la oscuridad

de la plaza desierta y caminó después, alo largo del muro de la parroquia,sintiendo el frío cortante de la noche enlas manos y orejas.

—Suzukito, te habla el mayimbe —anunció medio en serio, medio en chanzaal reconocer la prístina voz de suayudante al otro lado de la línea.

Aquella noche no era el turno de laoperadora coqueta. La reemplazaba unaanciana que no cesaba de bostezardetrás del mesón.

—Diga, jefazo, aquí estoy listo paraatender sus pedidos. De partida lecuento que tenemos tal ruma de cuentas y

facturas, que más vale que se asile enAtacama. El dueño de su casa le envióhasta las contribuciones para que se laspague.

Cayetano se encogió de hombros enla estrechez de la cabina telefónica.

—Olvídate de las cuentas, quevendrán más —afirmó—. Pero te llamopor otra cosa.

—Usted dirá. Soy todo oídos ymúsculos para la acción.

—Tienes que ir mañana mismo, aprimera hora, a Santiago a darte un bañode esmog. Ve al Ministerio de Minería, ala Embajada Alemana y a la CámaraChileno-Alemana de Comercio arecoger toda la información que puedas

sobre la empresa prospectora deminerales Antares, que opera una plantaen las inmediaciones de San Pedro.

—Momento, que estoy apuntando —se quejó Suzuki—. Voy recién enSantiago. ¿Cómo seguía?

—Ojalá que al menos sepas escribiren japonés, mi hermano, porque a eseritmo me voy a congelar aquí.

—Quien apurado vive, apuradomuere, jefazo.

—Tengo además otro encargo —dijoal rato.

—Sigo escribiendo.—Tienes que ir a la Embajada de

Sierra Leona o a la embajada querepresenta a Sierra Leona en la capital.

—¿Sierra Leona? ¿En Santiago?—Claro, chino ignorante ¿Dónde si

no va a tener un país su embajada enChile? —inquirió irritado el detective—. ¿Acaso en Pichilemu?

—Perdone, pues, jefazo, ignorabaque eso era nombre de país.

—Mira, azote de ignorancia.Métetelo de una vez por todas por unoído y que no te salga por el otro. SierraLeona es un país africano, con bandera,escudo, himno, población y todo.

—Nombre de barco tiene en todocaso —insistió Suzuki con un hilillo devoz.

Cayetano Brulé se estremeció hastala médula y se propinó un sonoro

palmazo en la frente.—¡Coño, Suzukito, por lo que tú más

quieras! ¿Barco dijiste? —preguntó agritos y a través del cristal advirtió quela telefonista despertaba y lo observabainquieta—. Debes ser el chino másinteligente del mundo.

—¿Qué pasa, jefe? ¿De qué se ríe?Cayetano se atusó eufórico los

bigotazos y acomodó el marco de susanteojos sobre la nariz. Ahora, pese alintenso frío de la noche, creyó quecomenzaba a sudar bajo la gabardina.

—Olvídate de todo, Suzukito —gritófuera de sí—. Y ve ahora mismo a lapolicía marítima a toda carrera ypregunta si esperan para mañana un

barco que se llame Sierra Leona.—¿Como el país africano?—Sí, Suzukito, pero, por lo que tú

más quieras, corre que es urgente. Y encuanto tengas la respuesta, comunícatecon el centro de llamados del oasis.¡Pero apúrate, coño, que yo estaréesperando aquí!

SAN PEDRO, DOMINGO 17 DE MAYO,21.45 HRS.

Cayetano Brulé desanduvo el callejónGabriela Mistral con un sentimientorenovado de esperanza y minutos mástarde volvía a tomar asiento en elJuanita, junto a Cornelia y Pompeyo, quedevoraban taciturnos los sándwiches.

—¿Alguna buena noticia desdeValparaíso? —preguntó la periodista.

Le arrancó un trozo a su pan ymasticó en silencio, ensimismado,

escuchando como en lontananza elmurmullo de los comensales. Si hacíamemoria, debía reconocer que en cuantointuía que se aproximaba alesclarecimiento de un caso, unainseguridad angustiante solía apoderarsede su ser e inducirlo a comer en exceso.No tardaría en devorar aquel sándwich yen estar en perfectas condiciones paraordenar otro más. Debía mantener elcontrol sobre sí mismo, mal que malestaba a un tris del paso decisivo. Nodisponía de indicios claros para ello,pero abrigaba una esperanza remota deque avanzaba en la dirección correcta.Para ello confiaba en su olfato,verdadera brújula capaz de conducirlo

gradualmente hacia donde correspondía.¿De dónde provenía entonces aquellainseguridad que ahora lo desbordaba?

Terminaron de comer en silencio y,tras el café, que el detective sorbióacompañado de un Lucky Strike,pagaron la cuenta y se instalaron aesperar en el callejón Gabriela Mistral,frente a la central de llamados. Elestablecimiento parecía funcionar hastaque se cortaba el suministro eléctrico, loque significaba que aún disponían dealrededor de media hora. Decidieronesperar afuera. Desde allí podían atisbarlas calles desiertas, habitadas solo porel polvo y el olor a azufre, y el cielocuajado de estrellas luminosas.

Fumando su cigarrillo, el detectivecalculó que si Suzuki se dirigía deinmediato al puerto y lograba consultar aalguien de la autoridad marítima,obtendría la información antes de treintaminutos. Eso era probable, ya que nomediaba gran distancia entre su oficina yel puerto. Ahora no lograba ordenar lassospechas que rondaban por su cabeza.De lejos, probablemente del bar de LaEstaka, a esa hora frecuentado porturistas y hippies que ordenaban lostradicionales pisco sours a la peruanadel Yerko, le alcanzaba la vozdesgarrada del cantante de Queen: Youwant a clean reputation, but now you’refacing complications, ’cos into every

life a little rain must fall. ¿No setrataría acaso de un texto premonitoriode su fracaso, interpretado desde el másallá por Freddy Mercury?

Hizo chasquear la lengua y recordóque tanto en las novelas policiales comoen las películas de detectives losinvestigadores siempre solíanarreglárselas para enfrentar con lógicaimplacable y desconcertante losdesenlaces. No conocía investigadoralguno que experimentara la inseguridady el desconcierto que lo dominabanaquella noche en Atacama.

De pronto vieron pasar grupospequeños y bulliciosos de turistas, en sumayoría jóvenes, que parecían

dispuestos en aquella noche magnífica aadentrarse en el desierto.

—¿Adónde va esa gente? —preguntóCornelia extrañada.

A juzgar por sus gritos desaforados yrisotadas estentóreas, parecían ebriosaquellos muchachos.

—A los gentilarios, los cementeriosantiguos —dijo Pompeyo en tono grave.La gente ya se perdía al doblar porTocopilla.

—¿Al cementerio? —preguntósorprendido Cayetano mientras apagabael cigarrillo contra un muro—. ¿Y aqué?

—Reuniones de grupos místicos.Dicen que allí las vibraciones son más

intensas y permiten que la gente seacerque entre sí. Allí se quedan yconversan y aguaitan las estrellasfugaces. Y, bueno, algunos tambiénfuman marihuana y buscan susrecuerditos.

—¿En los cementerios indígenas? —preguntó azorada la periodista—. ¿Allí,donde yacen vuestros antepasados? ¿Yla gente no se opone?

—¿Y qué van a hacer? Se lesprohíbe una y otra vez, y vuelven ahacerlo. Pero son los chilenos lospeores; los europeos y norteamericanosque vienen acá suelen respetar, por logeneral, nuestras costumbres. Es genteque antes de venir se ha ocupado de leer

algo sobre los atacameños.—¿Así que los chilenos son los

peores? —insistió Cornelia.—En este país nunca se ha enseñado

a respetar a los indígenas. Cuando ustedrecorre los ayllus y encuentra a lo largodel río envases vacíos y pañalesdesechables, sabe que por ahíanduvieron chilenos.

—Los compatriotas… —murmuró eldetective.

—Compatriotas no, chilenos —aclaró enérgico el guía del desierto—.Para la gente de aquí hay atacameños,chilenos y extranjeros. Los menosqueridos, debido a su prepotencia y faltade respeto hacia las costumbres locales,

son los chilenos. Se notan a la legua,llegan en sus autos flamantes, acampandonde les viene en gana, ponen lasradios a todo volumen incluso en lugaressagrados, excavan en sitios prohibidos yluego se retiran dejando atrás losdesperdicios.

El relato del guía del desierto fueinterrumpido repentinamente por la vozcascada de la telefonista, quepronunciaba el nombre de CayetanoBrulé.

Se sacudió las palmas con prontitudy entró a la central, donde un achacheesperaba pacientemente su turnoenvuelto en la luz mortecina. Segundosmás tarde el detective se hallaba ante el

aparato.—Valparaíso no espera a ningún

Sierra Leona para mañana —anunció lavoz de Bernardo Suzuki, al otro lado dela línea—. El Sierra Leona, que es debandera liberiana, llega aquí recién encuatro días.

Cayetano acarició desanimado laperilla de la puerta de la cabina. Sintióque las sienes y el pecho le palpitabancon la violencia de un tambor batá. Erala sangre caribeña que se agitabaenloquecida en sus venas con la malanueva. La fecha no calzaba, aunque sí elnombre. Tragó saliva varias veces. —Dime, Suzukito —su voz brotó calmada,profunda—, ¿el Sierra Leona no viene

acaso atrasado?—No, jefe, viene en su itinerario.—¡Coño, coño, mi hermano! —

masculló el detective. Sentía que lagarganta se le cerraba.

—¿Qué sucede, jefazo?Siguió un silencio largo. A través

del cristal pudo ver que el achacheentraba por fin a una cabina.

—Nada, nada —repuso Cayetano entono vacilante.

¿No estaría volviéndose loco en eldesierto y con ello extrayendoconclusiones torpes y apresuradas?¿Atacama no se introducía acasoimperceptiblemente en su ser cargada dehistorias de brujos sin cabeza y

buscadores de tesoros de la época de laconquista? ¿No era ese el primer pasopara perder los vínculos con la supuestaracionalidad de las ciudades y encallarper sécula en los fondos arenosos deaquel oasis?

¿Cómo había llegado a sospechar delos alemanes y ahora del Sierra Leona?¿Cuál era su lógica en todo aquello?Aspiró profundo, infundiéndose ánimo.El desaliento conquistaba ahora todoslos vericuetos de su alma.

—¿Qué sucede, jefecito, se cortó lacomunicación?

La voz de Suzuki resonó comobálsamo de un mundo lejano, tal vez yairrecuperable. Preguntó tartamudeando:

—¿Y de dónde viene el SierraLeona?

—Ya me imaginaba, jefazo, que ibaa querer saberlo —precisó Suzuki—.Salió de Hamburgo, pasó porBarranquilla, Panamá y Callao.

—Dime, Suzukito —agregóCayetano. Una nueva esperanza aclarósu voz—. ¿El barco atraca en Chile soloen el puerto de Valparaíso?

—No, jefazo, precisamente de esoquería hablarle. El Sierra Leona arribamañana a primera hora al puerto deAntofagasta.

SAN PEDRO, DOMINGO 17 DE MAYO,22.10 HRS.

Cayetano Brulé colgó el auricular yabandonó precipitadamente la cabinatelefónica. Afuera lo aguardaban losrostros expectantes y entumidos deCornelia Kratz y Pompeyo Jara.Consultó su reloj a la luz de la luna.Todo se convertía ahora en una cuestiónde tiempo, del que no disponían. Habíaque correr.

—Vamos de inmediato a la Trópico

de Capricornio — ordenó—. Tengo quehacer una llamada clave. De aquí no meatrevo.

Cruzaron a paso rápido lascallejuelas desiertas. Bajo sus suelascrepitaban los guijarros y del bar ElTambillo llegaban por el aire helado lasnotas tristes que el saxofonista EmilioPeñalver arrancaba cada noche a suinstrumento de bronce.

El músico negro había llegado alpueblo decenios atrás, cuando este noexistía más que para los atacameños y elpadre Gustavo Le Paige. Llevabazapatos de doble tono, traje blancopercudido y un jipijapa con franjafloreada. A su espalda, alegre, el saxo

robaba fulgores al sol. RecorrióPeñalver aquel caluroso mediodía defebrero las calles polvorientas de SanPedro con aspecto de profeta,flanqueado por los niños del oasis, quenunca habían visto a un negro de verdad,y alquiló un cuarto en las inmediacionesde la parroquia, en ningún caso movidopor convicciones religiosas, a las que noera afecto, sino más bien porqueanhelaba tocar en una banda durante lapróxima fiesta de San Pedro y SanPablo. Nadie conocía a ciencia cierta suprocedencia ni los oscuros motivos quelo habían empujado a buscar refugio enla inmensidad de Atacama, mas para losachaches aquellos labios gruesos, el

pelo encarrujado, el vozarrón profundoy el aspaventoso modo de gesticularconstituían el indicio innegable de quecorrespondía a un ser oriundo delCaribe y eso bastaba. Y el músico, consu envergadura de gigante, susensoñadores ojos oscuros y la dentaduraencalada, no tardó mucho tiempo enconquistar a Isidora, una muchachaatacameña bella como el agua y grácilcomo un pudú. Ya casado con ella,mediante una dieta de arroz y frijoles lacebó sin misericordia hasta que susnalgas y caderas despuntaron magníficasy palpitantes bajos las sayas ajustadasque le obligó a usar, y como si aquellofuese poco, le enseñó a contonear la

pelvis y a quebrar la cintura al ritmoardiente de las orquestas de PérezPrado, Desy Arnaz, Enrique Jorrín, BenyMoré, Cachao y Tony Camargo, y a amarcomo si cada engrifamiento entre lassábanas fuese el último antes de subir alcielo. En las noches de verano, cuandoel oasis se repletaba de visitantes, ElTambillo solía contratar a Peñalver paraque animara sus bailes y fiestas. Sinembargo, años más tarde, aquel amordesenfrenado entre el negro y la india seextinguió de golpe cuando Isabel,frisando los cuarenta y sin hijos, se fugódel oasis con una numerosa banda demambo integrada por apasionados ysandungueros músicos cubanos. Desde

entonces, Peñalver solo era capaz dearrancar notas melancólicas a su fielinstrumento de bronce.

Una cuadra más arriba, cerca dedonde comienza el desierto y el saxo dePeñalver ya no se escuchaba, secruzaron con tres sombras que sedesplazaban silenciosas en dirección ala plaza. Iban de prisa. Una de ellascargaba un gran bulto.

—¿Sabe quién carga el saco? —preguntó Pompeyo al detective bajandola voz.

—A la distancia ni lo distingo.—Es Monipodio, famoso ladrón y

huaquero —afirmó el guía—. Segurolleva lo que ha saqueado hoy de los

gentilares.La noche no tardó en tragarse a los

traficantes, y los investigadorescontinuaron la marcha escuchando elrelato de Cayetano sobre suconversación con Suzuki. Al rato,cuando ya divisaban los muros deadobones de la Trópico de Capricornio,quedaron de golpe sumidos en laoscuridad mientras la luna y las estrellasrecobraban su fulgor de azogue. Elgenerador del oasis había dejado defuncionar.

Alcanzaron la hostería e ingresarona la estrecha cabaña de recepción. DonRoque acababa de encender un par develas.

—Necesito el teléfono —dijoCayetano.

—Úselo no más —replicó donRoque en medio de un gran bostezo. Susojos lucían pequeños a la luzparpadeante de las velas. Había estadodurmiendo sobre el sofá—. Solo que altérmino de la llamada le indiquen elprecio. ¿Va a llamar muy lejos?

—A Valparaíso.—De acuerdo —abandonó la cabaña

desperezándose, seguido de Cornelia yPompeyo.

Solicitó a la operadora el número dela Brigada de Homicidios deValparaíso. Lo sabía de memoria.Necesitaba hablar con el inspector

Zamorano. Era el hombre a quien solíarecurrir para solicitarle interviniera encasos ya prácticamente esclarecidos. Noera un santo de su devoción, debido aloscuro papel que había jugado este bajoel régimen militar y a los peculiaresfavores que concedía a algunoshampones del ambiente porteño, peroera un sujeto del cual podía esperarcierto respaldo en la lucha contra ladelincuencia.

Al otro lado no tardó en presentarseuna voz que le resultó desconocida. Seacodó en el mesón.

—¿Zamorano no está? HablaCayetano Brulé, un amigo.

—Anda de vacaciones —repuso la

voz—, y yo lo reemplazo.—¿Dónde anda?—Se fue para Rengo, es de allá, y no

hay cómo ubicarlo. Sus padres no tienenteléfono. Creo que lo hace con su qué.Yo haría lo mismo. ¿Usted no? ¿Algúnrecado?

¿Qué podría contestar? ¿Acaso quetenía entre manos algo tan importantecomo vago? ¿Que Antares operaba almargen de la ley? ¿Que vigilara lasmaniobras de la nave Sierra Leona, queen un par de horas arribaría al puerto deAntofagasta? Sintió que las piernas leflaqueaban.

—No, gracias —dijo en tono neutro—. Lo llamaré a la vuelta de

vacaciones.—Bien, eso será dentro de una

semana.Cayetano colgó el auricular y se viró

cabizbajo, impotente, solitario en aquelrecinto. De fuera llegaba el murmulloanimado de sus amigos que conversabancon don Roque.

—No está el tipo que busco —anunció al asomarse al umbral.

Pudo apreciar la inmensidad de lanoche clara que flotaba delicadamentesobre el oasis. En ese momento resonóla campanilla del teléfono. Seestremeció esperanzado.

—Déjeme a mí —advirtió donRoque entrando a la cabaña—. Es la

cuenta de su llamada.Solo el inspector Zamorano podía

haberlo ayudado. Lo habría convencidopara que ordenara, en este caso, unainvestigación a fondo de la carga que elSierra Leona llevaba o recibiría deAntares. En el pasado, aun cuando laspruebas hubiesen sido a todas lucesfrágiles e insuficientes, había recibidosu cooperación para esclarecer elcrimen de un joven empresario deapellido Kustermann y la misteriosaaparición de medio millón de dólares enla maleta de Plácido del Rosal, uncantante de boleros de Valparaíso queactuaba en Centroamérica.

—Así, así como van las cosas, lo

mejor será que don Roque nos apunte lacuenta del teléfono y del hospedaje en elhielo —murmuró el detective mientrascruzaba el patio de la hostería seguidode Cornelia y Pompeyo.

—¿Y ahora? —preguntó ella.—Ahora no nos queda más que

preparar el matalotaje y la camioneta —anunció resuelto el detective—. Nosvamos de inmediato a Antofagasta. Hayque llegar allá antes de que atraque elSierra Leona.

ANTOFAGASTA, LUNES 18 DE MAYO,07.20 HRS.

El Sierra Leona era una motonave queapenas rebasaba las mil quinientastoneladas y los setenta metros de eslora,y navegaba bajo bandera liberiana conun casco implacablemente carcomidopor el óxido. Estaba a la gira y desde lacosta no se avizoraba tipo alguno deactividad sobre la cubierta. Envuelto enla tibia y dorada luz matinal aguardabala orden de atraque para iniciar las

faenas de descarga.—Por lo oxidado juraría que es un

barco fuera de servicio —comentóCayetano Brulé a sus acompañantes conlas manos en la gabardina.

Se encontraban en la cabina de lacamioneta, estacionada en el malecón.Habían arribado con las primeras lucesdel alba a Antofagasta y ahora el solcomenzaba a asomarse por entre lospicos andinos, posando tímidamente susrayos sobre el oleaje del Pacífico y lasgrúas del puerto. Más allá, las gaviotasse dejaban caer en picada contra algúncardumen centelleante.

—A lo mejor es un barco pirataabandonado —opinó Cornelia tras un

bostezo.Acababa de abrir los ojos en el

asiento trasero del vehículo.—¿Y ahora, don Cayetano? —

preguntó Pompeyo—. ¿Qué piensa hacerahora?

Sin responder, el detective bajó dela Chevrolet y dio unos pasos a lo largode la costa buscando alguna señal devida en la cubierta del Sierra Leona. Elaire fresco lo abofeteó impregnado deun profundo olor a cochayuyos.

—Ustedes dos van a visitar lascompañías navieras —dijo tras volver ala cabina— y cuando den con la que loatiende, cosa nada difícil, pues veoapenas cinco barcos en la bahía,

consultarán si el Sierra Leona recibirácarga de Antares.

—Va a ser difícil obtener esainformación —alegó Pompeyo, al que nole entusiasmaba la idea de desplazarsepor una ciudad. Hacía decenios habíadecidido refugiarse para siempre en SanPedro de Atacama y tendía a desconfiarde los habitantes de las ciudades y de supropia capacidad para orientarse enaquellos laberintos.

—No creo que alguna empresa nosvaya a brindar los datos de buenas aprimeras —apuntaló Cornelia.

—A Pompeyo le resultará difícillograrlos, primero porque, como buenchileno, es algo apocado y, segundo,

porque el desierto, si bien lo haengrandecido en una dimensión, lo haachatado en otra —replicó Cayetano concrítica benevolencia—. Pero que usted,Cornelia, piense que tampoco lo logrará,me hace dudar de su verdadera calidadde periodista.

—¿Qué quiere decir con eso? —inquirió ella irritada.

El pitazo agudo de un barcoestremeció la bahía y se fue a estrellarcontra los acantilados que ciñenAntofagasta como un cincho asfixiante.A sus espaldas los primeros microbusesde la mañana cargaban ya de estrépito ygases venenosos la atmósfera.

—Quiero decir algo muy simple, mi

amiga —repuso el detective—. Que siaún usted no se ha percatado de que loschilenos pierden la cabeza por unacolorina de ojos azules y presas bienpuestas, entonces usted no capta nada dela mentalidad de los países que recorre.

La mujer se arrellanó en el asientotrasero y se acodó en el respaldo de labutaca del copiloto. No tardó enreclamar medio en broma, medio enserio:

—Es degradante que a una la tratancomo objeto sexual, Cayetano.

—Disculpe, Cornelia, no fue miintención —el detective carraspeómelancólico—. Lo que quiero decirle esque bastará con que usted le susurre a

cualquier oficinista lo que desea, leacepte una invitación a tomar un café,para que lo cautive de inmediato.Después de eso el oficinista es capaz deentregarle hasta las placas radiográficasdel presidente de la compañía.

—¿Usted cree?—¿Que si creo? ¡Estoy convencido!

Por eso necesito su cooperación, aunquesea mi jefa.

—Aquí no hay jefes, Cayetano, peroordene.

El detective echó una mirada furtivaa su Poljot.

—Van a ser las ocho y media, horaen que las agencias navieras abren —precisó—. Tenemos que actuar con

rapidez. Consulten en la guía telefónicala dirección de las navieras locales ydiríjanse a ellas de inmediato.Disponemos de muy poco tiempo.

—¿Usted va con nosotros?Al dirigir su mirada hacia la costa,

Cayetano se sobresaltó. Si no le fallabael cálculo, el pequeño remolcador quecruzaba ahora tosiendo la bahíanavegaba hacia el Sierra Leona. Elatraque al muelle, y con ello las faenasde carga y descarga, eran inminentes. Losabía porque desde su oficina enValparaíso solía contemplar elmovimiento de naves.

—Yo realizaré un par de diligenciasen el entretanto — anunció antes de

descender del vehículo—. Nosreuniremos dentro de hora y media en elcafé Caribe, que queda cerca de lacatedral. ¿De acuerdo?

ANTOFAGASTA, LUNES 18 DE MAYO,09.25 HRS.

Poco antes de las nueve y media, cuandolas calles céntricas de Antofagasta yarecobraban su animación cotidiana,Cornelia y Pompeyo llegaron presurososal Caribe. Ubicaron de inmediato aldetective en medio de las mesas vacías.

Se hallaba plácidamente sentado enuna de las mesitas del fondo, ante uncigarrillo y una tacita de café humeantes.Un aire tranquilo y seguro envolvía a

esa hora su rostro bonachón de miradaafectuosa y grandes bigotazos. Lesdedicó una sonrisa complacida.

—El Sierra Leona lo atiende laAgencia del Pacífico —anunció laperiodista mientras se sentaba junto aldetective.

Pompeyo la imitó. Venían sudando,tensos, como si hubieran corrido unlargo trecho, por lo que les sorprendiósobremanera la envidiable tranquilidadque irradiaba el detective.

—¿Y usted, tan calmado? —reclamóla alemana mientras se despojaba de suparka.

—Yo ya cumplí con lo mío, miamiga —se torció triunfante una punta

del bigotazo—. Solo me faltan los datosde ustedes. El barco atraca cerca de lasonce de la mañana, por lo que aúndisponemos de tiempo. Pero cuéntenme.¿Tenemos toda la información?

Los senos de Cornelia se cimbraronbajo su polera, arrancándole una sonrisapícara al detective. Imaginó el revueloque había causado en las agencias laaparición matinal de aquella colorina deojos azules y carnes bien repartidas. Notardará en convertirse en leyenda entrelos navieros, pensó divertido.

—Les recomiendo tomar un café conleche y pedir el lomito con palta,mayonesa y tomate —dijo—. La carnees blanda y el pan, amasado.

Ordenaron sin perder tiempo lo queles sugería el detective.

—Todo resultó fácil —dijo Corneliareanudando la conversación—. Ya en laprimera nos contaron quién atendía elSierra Leona. En realidad, los latinossuelen concentrarse aquí menos en sutrabajo y más en cierta parte de laanatomía femenina, Cayetano. Al revésde lo que sucede entre los alemanes.

—Los ojos se han hecho para ver, miniña —explicó el detective y lanzó unavoluta hacia el tubo de neón queparpadeaba sobre ellos—. Tienes queestar clara que aquí, mi vida, en estetrozo de mundo, se trabaja para vivir,mientras que en tu país se vive para

trabajar.—No me diga cosas que yo sé bien,

Cayetano.—Y lo repito porque en todo esto

nos asiste la razón —agregó sinescucharla—, porque fíjate tú que cuánmalo será el trabajo, mi niña, que es loúnico por lo que le pagan a uno en lavida.

Ella asintió sonriendo.—Y tanto es así que afirman en

África que los monos simulan no hablarpara que no los obliguen a trabajar. ¿Seimagina a esos pobres si hablaran? Pero,en fin, volvamos a lo nuestro. ¿Cuántoscontenedores exportará Antares con elSierra Leona?

—El Sierra Leona no embarcarácarga de Antares —intervino Pompeyo.

Y dicho esto, se restregó las manos.—¿No embarcará carga alguna de

Antares?—Nada. Preguntamos varias veces.

Bueno, en realidad fue la señoritaCornelia quien lo hizo, y déjemeaprovechar para decirle que la atendióel propio gerente de la empresa, el queincluso la invitó a cenar esta noche almejor restaurante de Antofagasta.

—Ya lo sabía, mi hermano, ya losabía —exclamó Cayetano—. A esteritmo esta mujer se nos va a casar con unlatino bien plantado, con lo que la haráolvidarse de inmediato del budismo y la

macrobiótica. Pero díganme —añadióponiéndose serio—, ¿el Sierra Leonatrae al menos carga para la empresaAntares?

—Dos contenedores de cuarentapies cada uno —precisó Pompeyo.

—¿Dos?—Los desembarcarán sin que toquen

puerto, directo a los camiones.—¿Y la aduana no revisa los

contenedores?—Desconsolidan en el lugar de

destino —precisó la periodista dándoseimportancia—. Solo abren uno que otro,cuando hay sospecha. ¿Se imagina loque tardarían si abrieran todos loscontenedores?

—Mala cosa.—Y el gerente cree que sortearán

rápido la aduana, pues vienen con todoslos papeles en regla.

—¿Averiguaron el contenido de loscontenedores?

Pompeyo y Cornelia intercambiaronuna mirada rápida.

—Equipos para prospección minera—dijo Pompeyo—. Pura tecnologíaalemana.

—Entonces tendré que apurarme enresolver un par de cosas —dijoCayetano y golpeó la mesa con losnudillos antes de levantarse—. Dentrode una hora pasen a buscarme en lacamioneta frente a este café. Llenen

antes el estanque. Es probable quetengamos que montar guardia frente alpuerto y emprender un largo viaje.

ANTOFAGASTA, LUNES 18 DE MAYO,11.40 HRS.

Cerca del mediodía la destartaladacamioneta se estacionó en lasinmediaciones del acceso principal alpuerto de Antofagasta. Desde aquellaperspectiva podían espiar cómodamenteel ingreso y la salida de los enormescamiones cargados con contenedores.

—Aquí vamos a esperar hasta queaparezcan —afirmó Cayetano arrojandohumo a través de la nariz. Daba la

impresión de estar seguro de cuantodecía desde el asiento delantero de laChevrolet.

Pompeyo se volvió hacia él parapreguntarle:

—¿Y por qué cree que loscontenedores pasarán obligatoriamentepor aquí?

—¿Ven ese jeep Mercedes Benz decolor verde, estacionado a la sombra deaquel edificio?

—¿El que está junto al quiosco dediarios? —preguntó Cornelia.

—El mismo.—¿Y eso qué tiene que ver?—Allí dentro aguarda un hombre

que conocemos. No baja las ventanillas,

porque, a diferencia de nuestracamioneta, el Mercedes tiene aireacondicionado.

—¿Quién es?—Pankow, Bodo Pankow, el

representante de Antares.—¿Cómo sabe que es él quien está

al volante detrás de los vidrioscalobares?

—Lo vi por casualidad caminandopor el centro mientras ustedesconsultaban en las agencias. Lo seguíhasta que abordó ese jeep, es el mismoen que se llevaron a Bárbara Schuster.

Siguió un largo silencio en la cabina.El calor comenzaba a sofocarlos.Cornelia preguntó al rato:

—¿También espera loscontenedores?

—Seguro —repuso Cayetanoabriendo los brazos—. Imagínense loimportante que debe ser ese cargamentocomo para que él esté personalmenteaquí.

—La tecnología, si es de punta,siempre es importante —observóCornelia con cierta dosis de humor.

Aguardaron en silencio, atentos a loscamiones que dejaban el puertoremeciendo el pavimento. Cayetanoabrigaba nuevamente la esperanza deque su plan fructificaría. Si Pankowesperaba allí el cargamento, los doscontenedores deberían pasar frente a su

jeep, porque él, don Bo, losacompañaría.

—¿Y qué vamos a hacer cuandoaparezcan? —indagó Cornelia.

—Hay dos cosas que no les hecontado —anunció Cayetano, serio.Elevó las cejas y una arruga se marcó ensu frente. Se rascó la calvita y luego dijo—: La primera es que acabo de hablarcon el señor Kahlau, de la embajadaalemana.

—¿Alcanzó a averiguar si Bárbarahabló con Willi desde Alemania? —indagó Cornelia apoyada en el respaldodel asiento delantero.

—Kahlau fue rápido y eficiente.Confirmó mi suposición. Bárbara

Schuster llamó desde su apartamento enBerlín al número de SOS en San Pedrode Atacama el día 25 de marzo. Hablódurante más de media hora. Solo puedehaberlo hecho con Balsen. El 25 demarzo es el día en que aparece SierraLeona por primera vez en la agenda deBalsen.

—El mensaje se relaciona entoncescon el Sierra Leona —opinó Pompeyo.

—¿No fue a fines de marzo queBalsen la llamó a Buenos Aires? —preguntó Cayetano a Cornelia.

—Sí, el 27 o 28, porque yo partí unasemana después a Santiago.

—Entonces ahora está todo claro —resumió el detective—. Balsen quería

revelarle a usted lo que Bárbara le habíacontado por teléfono desde Berlín. Y esainformación, que lamentablementedesconocemos, es el motivo del crimen.Así de simple.

Cayetano sintió que susacompañantes guardaban repentinosilencio, seguramente abrumados por elescepticismo o el desconcierto. Tal vezde pronto les resultaba inconcebible queun crimen tan complicado pudiesedesmadejarse de forma tan sencilla.

—¿Y cuál es la segunda noticia? —preguntó Pompeyo.

—Que mientras ustedes acudían a lagasolinera, llamé por teléfonoanónimamente a Carabineros y denuncié

que en los contenedores de la Antares seocultan productos químicos paraproducir cocaína.

—¿Y usted cree de verdad que setrata de una internación de losdenominados precursores de la droga?—preguntó Cornelia compungida.

—Eso creo.—Bueno, yo sé que los precursores,

como la acetona, los importan deAlemania y otros países desarrollados.

—Sí, y Chile también los produce—afirmó Cayetano.

—Exacto. Luego los llevan decontrabando a Perú y Bolivia.

—Al igual que en el tango, senecesitan dos para bailar. Sin

precursores no hay cocaína, mis amigos.—¿Y usted piensa que Antares se

dedica en realidad a ese tipo deactividades? —preguntó Cornelia con unhilo de voz.

—Así es.Recién ahora caía ella en la cuenta

de que se había adentrado en un terrenomucho más riesgoso del que imaginabainicialmente. Ya no se trataba solo deindagar sobre el crimen de un conocidoo de denunciarlo simplemente ante elmundo. Ahora naufragaba en una zonainquietante, donde el peligro acechabapor doquier. Admitió con un sentimientode congoja que solo un negocio muydelicado, y la droga, por cierto, lo era,

podía explicar el asesinato de WilliBalsen.

—Pero no se ponga nerviosa —advirtió Cayetano y colocó los zapatossobre el tablero cromado de laChevrolet—. Ahora se trata de que lapolicía intercepte el envío. Estoy segurode que lo hará en el puerto, puesconsiderarán que la denuncia provienede narcotraficantes de la competencia.Veremos caer a peces gordos, misamigos.

Pompeyo se envolvió en silencio.No creía que la justicia fuese idénticapara todos. Cuando caían los grandes enlas redes de la justicia, no tardaban enabandonar la cárcel. Para ello contaban

con el respaldo de amigos influyentes entodos los niveles. El país, a su juicio, seiba convirtiendo cada vez más en ungran acuario en el que los peces grandesse apoderaban de las mejores presas ylos chicos se debían contentar conexhibir colores exóticos y comer losrestos. No, a su edad ya no estaba paradejarse seducir por las ilusiones. Solole quedaba hallar alguno de los tesorosocultos en el desierto de Atacama parapoder iniciar una vida independiente.

Cerca de la una, cuando el calor yahacía estragos en la cabina, doscamiones tolva de marca Mack,cargados con sendos contenedores, sedetuvieron frente al jeep. Uno de los

choferes, un rubio de aspecto europeo,descendió ágilmente de la cabina y seacercó al Mercedes.

—Ese es uno de los alemanes quetrabajan para Antares —exclamóPompeyo Jara.

El vidrio del jeep bajó lentamente,dejando al descubierto la quijadaprominente y los carrillos inflados deBodo Pankow. Los hombres cruzaronunas cuantas palabras y luego volvierona sus máquinas. No tardaron enemprender la marcha detrás del jeep.

La Chevrolet se ubicó a prudentedistancia de la caravana para nodespertar sospechas. Tal como Cayetanolo había previsto, los vehículos

enfilaron hacia el este, ascendiendohacia la planicie del desierto, buscandola carretera que conduce a Calama y, porende, a San Pedro de Atacama.

—Nadie los detuvo en la aduana,don Cayetano, falló su plan —murmuróPompeyo mientras permitía que loscamiones le ganaran cierta distancia.

—No se preocupe, todo indica queel destino final de los contenedores es laplanta de Antares —anunció el detectiveal rato, cuando seguían a los Mack porel desierto—. Pero si la policía no losdetiene, lo tendremos que hacer nosotrosmismos, así que a prepararse.

DESIERTO DE ATACAMA, LUNES 18 DEMAYO, 14.20 HRS.

Dos horas más tarde, en lasinmediaciones del oasis de San Pedro,en una pendiente de pronunciadas curvasque desgajan la cordillera de la Sal, y enmomentos en que el desaliento seapoderaba de Cayetano Brulé y susacompañantes, una repentina visión, casiun espejismo, les hizo recobrar laesperanza: tres carabineros, que habíanllegado hasta aquel paraje prehistórico

en un jeep radiopatrullas, ordenaron alos camiones detener su marcha a uncostado de la carretera.

Pompeyo aminoró la velocidad yestacionó su Chevrolet a buena distanciade los camiones. Pankow hizo algosimilar, deteniendo el jeep doscientosmetros más abajo del primer camión, sinatreverse a descender del vehículo.

Desde la camioneta, Cayetano y susacompañantes podían seguir visualmenteel curso de los acontecimientos, perosolo alcanzaban a escuchar el rumor demotores y mensajes entrecortados de laradio del carro policial. El sol hacíafulgurar la tierra árida y achicharrabalos desperdicios —latas de conservas,

botellas, cartones, papeles y pañalesdesechables— que yacían a la vera delcamino.

No tardaron los conductores de loscamiones en apearse de sus vehículoscon la documentación en mano.

—El otro también trabaja para laAntares —afirmó Pompeyo trasreconocer al segundo chofer.

El teniente a cargo de loscarabineros examinó atentamente lospapeles. Era un hombre alto, de bigotefino y serio, y se movía con la calmapropia de la autoridad consciente de suimportancia. Seguido de amboschoferes, se aproximó a loscontenedores, al parecer, con el afán de

iniciar una inspección más a fondo. Enese instante, Cayetano Brulé decidióbajar de la camioneta.

—Ni se muevan —advirtió a susacompañantes cerrando suavemente laportezuela—. Aquí la cosa se puedeponer color de hormiga.

Al acercarse al grupo, se percató deque los choferes se negaban a abrir loscontenedores. Si bien el controldemostraba que su denuncia anónimahabía prosperado, a juzgar por el escasonúmero de carabineros presentes, lapolicía no parecía haberla tomadodemasiado en serio.

—Es ilegal abrir los contenedores—advirtió enfáticamente uno de los

choferes en español rudimentario. Eraun rubio de ojos azules y tez bronceada—. Vienen sellados, solo contienenequipos de excavación de nuestraempresa.

Su acompañante, un hombre macizo,de pelo oscuro y barriga cervecera,agregó algo a media voz en un alemánque Cayetano no logró descifrar.

—Además, los papeles están enregla —tradujo el rubio mirando alteniente—. Se trata de equipos técnicosdebidamente calibrados, que puedendañarse si los abren.

Cayetano creyó detectar ahora unaire de inseguridad en el rostro delteniente. Lo vio consultar con los ojos a

sus subordinados mientras agitaba ladocumentación en su mano. Tal vez sussuperiores le habían ordenado asumir eneste caso solo una conductaexploratoria. El chofer volvió a insistir,esta vez con mayor vehemencia, en quese trataba de equipos de una poderosaempresa alemana, lo que hizo temer aCayetano que en cualquier instante elteniente cediera.

—Esos contenedores no puedentrasladar solo equipos —afirmó depronto el detective. Escuchó su vozcomo si fuese de otra persona.

El teniente se volvió sorprendido yse encontró con un bigotudo de ajustadaguayabera amarilla y anteojos gruesos

que ahora se le acercaba con pasoresuelto.

—¿Y a usted, quién lo invitó a estebaile? —preguntó el teniente demalhumor. Sus ojos, pequeños yoscuros, miraban severos bajo la visera.

—En verdad, nada tengo que ver conesto, mi teniente —admitió Cayetanodócil—, pero si los contenedores traentecnología, entonces la empresaimportadora se dedica al contrabando.¿Se imagina cuánto equipo ha de haberallí dentro?

Los contenedores refulgían bajo elsol de la tarde como gigantescas tortugasbruñidas.

El teniente miró de soslayo a

Cayetano y, colocando los papeles bajoel brazo, preguntó:

—¿Usted pertenece a los camiones?—No.—Entonces no se inmiscuya y

continúe su camino —repuso conbrusquedad y luego, como cambiando detono, ordenó con voz clara—:Vamos aabrir, entonces, el segundo contenedor.

—Nosotros no lo haremos —repusoel chofer con aspecto desafiante.

—Entonces lo hará mi gente.Minutos más tarde hizo su entrada en

escena uno de los carabineros portandoun gigantesco alicate. Subió a la tolvadel segundo Mack y descerrajó conviolencia tres candados. Luego, y ante

los ojos atónitos de los choferes,procedió a abrir las puertas delcontenedor.

Su interior se hallaba atestado decajas de madera. Cayetano perdió elaliento y volvió a sentir que sus piernasflaqueaban. Lo embargó un sentimientode angustia y derrota.

—Vea, por favor, lo que señala ladocumentación —insistió el chofer rubioentre desdeñoso y preocupado—. Setrata exclusivamente de maquinaria. Elcontenedor está lleno de cajas conmaquinarias o ¿usted sospecha acasoque la empresa se dedica a la droga?

Cayetano se trepó con dificultad alcamión, se adentró en el contenedor ante

la mirada atónita del carabinero delalicate y echó una ojeada a través de losintersticios que se formaban entre lascajas.

—Detrás de esto no hay más cajas—aseveró a grito pelado—. Hay otrosobjetos que brillan.

El teniente le dirigió una mirada deindisimulado reproche. Le resultabairritante aquel bigotudo con ínfulas deinvestigador. Si había algo que nosoportaba era que alguien intentararobarle la iniciativa. Optó por lo sano:

—A ver, movamos una de esascajas, que es lo que me interesa.

No fue fácil hacerlo. En primerlugar, debido al peso de las cajas, y en

segundo, porque los alemanes semostraron reticentes a colaborar en latarea.

El aire parecía hervir dentro delcontenedor. Dos carabineros, auxiliadospor Cayetano, Pompeyo y Cornelia,quienes se sumaron a última hora a laoperación, comenzaron a tirarlentamente hacia afuera la caja delextremo superior izquierdo. Loschoferes alemanes observaban azorados.Minutos más tarde, aquella caja caía conestrépito al piso del contenedor.

—Usted responderá por los daños—advirtió el chofer rubio al teniente.

Uno de los carabineros se encaramósobre las cajas premunido de una

linterna y revisó el interior delcontenedor. Descendió enseguida conrostro consternado.

—Esto está lleno de tambores —anunció.

No tardaron mucho en abrirse pasoentre las cajas y hallar decenas detambores cuidadosamente apilados.Cayetano sonrió para sí. Estaba ante laprueba fehaciente de que Antares sededicaba a la importación de losprecursores químicos de la droga. Nohabía prácticamente maquinaria en elcontenedor, solo tambores sellados,pintados de ocre, con indicaciones enidioma alemán para su manejo.Tambores y más tambores, solo

tambores apilados hasta el fondo delcontenedor.

—¿Y dónde está la maquinaria? —preguntó el teniente a los choferes.

—Solo somos responsables por elcorrecto traslado de los contenedores —explicó el rubio, después de que sucolega le dijera algo en alemán—. Nopor su contenido.

—Como ambos son alemanes —dijoel teniente sacudiendo nuevamente ladocumentación—, no se me ponganindisciplinados y destapen de inmediatoese tambor.

—No nos puede obligar a eso, esilegal —reclamó el rubio.

—Ilegal es lo que ustedes están

haciendo. Vamos, vamos destapando.El rubio tradujo algo a su colega y

se cruzaron de brazos.—Usted no nos puede obligar a que

abramos los tambores.El oficial estaba desconcertado.

Consultó con la vista a sus hombres y aCayetano.

—Si no lo hacen ustedes, lo haremosnosotros —terció el detective.

El rubio tradujo las palabras delteniente y su colega emitió un gruñidodestemplado, seguido de un par deimprecaciones en tono gutural.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó elteniente al ver que los choferes seenfrascaban en una disputa en alemán.

—No. No lo hagan —tradujo elrubio.

—¿Por qué no? ¿Son explosivos? —insistió el teniente.

—No. No los abran.—¿Por qué no?El rubio guardó un silencio

sepulcral, dejando en la incertidumbreal grupo.

—No, no lo hagan —dijo de prontoCornelia. Había seguido con atención ladisputa entre sus compatriotas.

El grupo se volvió con curiosidadhacia ella.

—¿Por qué no?—Por lo que entendí, son desechos

tóxicos letales —aclaró.

Con rostro incrédulo y tenso, elteniente subió al contenedor y observólos tambores sin decir palabra. Luegosaltó a tierra con la documentación bajoel brazo y comenzó a pasearse dudosode ida y vuelta a lo largo del camión. Elsol caía vertical desde el cielo limpio.

—¿Qué significa eso?El rubio consultó a su compañero en

alemán mientras introducía las manos enlos bolsillos y extraía un cigarrillo.Luego, calmado, dijo:

—Que si abren los barriles,podemos morir aquí mismo.

Un silencio apabullante se cerniósobre el lugar. Solo se escuchó al rubioque aspiraba el humo de su cigarrillo.

—Vamos todos a San Pedro —ordenó el teniente—. Vamos, señores,los documentos quedan en mi poder yustedes detenidos.

Un motor que zumbó a lo lejos llamóla atención de Cayetano. Era el jeep dePankow que echaba a andar en direcciónal oasis. Cayetano, seguido de Pompeyoy Cornelia, corrió hacia la Chevrolet.

—¡Que no se nos escape el jeep! —gritó Cayetano mientras ingresaban a lacabina—. Vamos, Pompeyo, y demuestraque los tienes bien puestos y que estacacharra es lo mejor que se desplaza portodo Atacama. ¡Vamos, coño, que no senos escape el yipito!

Pompeyo puso en marcha el motor

de la Chevrolet, rebasó osadamente enplena curva a los camiones quereanudaban lentos la marcha yaprovechó el impulso de la pendientepara salir en persecución de Pankow.

—¡Vamos, Pompeyo, rápido! —volvió a gritar Cayetano. Se aferraba altablero metálico, que vibrabaestrepitosamente—. ¡Está liquidado, losorprendimos in fraganti!

Avanzaron a toda velocidad por lascalles del oasis a esa hora sumido en lasiesta. El jeep iba dejando atrás unacortina de polvo que facilitaba supersecución e impedía a la vez quePankow los divisara por el retrovisor.Al rato lo vieron enfilar por la calle

Licancabur y doblar, en una maniobraextremadamente osada, hacia el sur, loque indicaba a las claras que se dirigía ala hostería San Pedro de Atacama.

Allí, a la sombra de los pimientosfrondosos del jardín, dieron alcance aljeep de Pankow. Se detuvieron a sulado. El vehículo estaba ya vacío y conel motor en marcha. No había huellasdel alemán.

—Déjenme aquí y vayan deinmediato por refuerzos de Carabineros—ordenó el detective en voz baja—.¡Pero vuelen, carajo, vuelen!

SAN PEDRO DE ATACAMA, LUNES 18DE MAYO, 15.30 HRS.

Los 105 kilos y medio de peso de BodoPankow ladearon el jeep al acomodarseen el asiento del conductor. El alemáncolocó su pistola y el pequeño maletínde cuero sobre el asiento del copiloto yhurgó con movimientos nerviosos y larespiración entrecortada en su pantalónen busca de las llaves.

—No busque más, Pankow, la llaveestá en la piscina de la hostería —dijo a

su espalda una voz con acento tropical—. Y no se vuelva, que lo apunto con supropia Luger, que le dejaría las purasorejas. Levante las manos y cuélguelasdel retrovisor para que no se canse.

—¿Qué pasag ahoga? ¿Quién seg tú?—preguntó Pankow.

A través del retrovisor distinguió lostrazos de una cara redonda de bigotazosmexicanos y anteojos gruesos.

—Soy Cayetano Brulé, el detectiveprivado. ¿No se acuerda de mí?

Pankow tragó saliva y aspiróprofundo.

—¿Qué quieres? Estoy apugado,devuélvame las llaves y déjate depogquegías, sí, pogquegías. Esto es un

delito.—Delito es lo que usted cometió:

escapar de la policía cuandodescubrieron el contrabando de loscontenedores.

El alemán inclinó la cabeza sinresponder. Tenía el cuello grueso yrosado. En su juventud, ahora andabapor los sesenta, debía haber cuidado sufísico, pensó Cayetano.

—No sé de qué tú hablas y déjameig, que no tengo tiempo.

—Usted está liquidado y suscómplices detenidos. Además, no setrata solo de contrabando, también detres asesinatos, Pankow.

—No sé de qué tú hablar. Déjame ig

o tendrás graves problemas, tú ignogascon quién estás tratando. Te puede hacegla vida imposible en este país y encualquier otro, cubanito. Vamos, déjatede bromas y devuélveme las llaves.

—Calma, Pankow, ya está claro aqué se dedica Antares y por qué razónasesinaron a Bárbara Schuster, a WilliBalsen y al diputado.

Pankow viró violentamente sucabeza y miró a Cayetano con ira ydesprecio. La sangre se le congestionóen el rostro y miles de venitas surcabanahora su papada.

—Escúchame, si me deja ig ahoga,puedes quedagte con el dinero que yoteneg en el maletín.

—Vuelva la cara hacia adelante,Pankow, y no descuelgue las manos delretrovisor. ¿Cuántos contenedores haimportado en los últimos años?

—No seas estúpido, cubanito —repuso—. Esto según encargo de purachatarra. Pura chatarra.

—Seguro que rica en sustanciasletales, ¿no es cierto?

Antes de escupir al piso, Pankowmiró por unos instantes hacia afuera,hacia el jardín y la piscina de lahostería, en cuyo fondo yacía la llavedel vehículo. Luego observó el maletín asu lado y dijo:

—Un paisito como el tuyo solopuede beneficiarse con esto. Es, en el

fondo, dagle sentido al desierto. ¿Te haspuesto a pensar de qué le sigve eldesierto a este país de pogquegía?

—Buen modo de integrar a lospaíses pobres, Pankow, convirtiéndolosen los basureros de las nacionesindustriales —dijo Cayetano mordaz—.¿Cuánto recibían?

—Poco.—No lo cree ni un niño. El

contrabando de desechos tóxicos es muyrentable, Pankow, tanto como elnarcotráfico. Lo que ustedes hacían esterrible, esas sustancias contaminan lasaguas subterráneas y contagian a la genteinocente que se acerca a los vertederos.La gente enferma y muere sin saber por

qué, Pankow.—Nadie acegcagse a un lugar

pegdido en el desiegto — porfió elalemán—. Además, la tierra absogbe lassustancias, la naturaleza es muy sabia.Esto es un negocio limpio. ¿Por qué mepersigues a mí?

—Por las agendas descubrí quehabía un contacto entre Willi Balsen y eldiputado. Era un mismo nombre, que serepetía: Sierra Leona. Balsen habíaapuntado ese nombre el día en queBárbara Schuster le reveló todo a travésdel teléfono.

—Me diviegte mucho lo que túafirma, nada de eso sirve para pgobarnada ante los tribunales. Exigiré que me

juzgue un tribunal civilizado, que dégarantías.

—Bárbara le entregó el mensajeclave a Balsen desde Berlín. No sé porqué ella decidió bajarse de su empresa yalejarse de Atacama, Pankow. Puedehaber sido por amor, Pankow, algo en loque usted no cree. Ella se habíaenamorado de un hombre que se sentíallamado a auxiliar a los pobres de unoasis en el Tercer Mundo, y cuando sedio cuenta de que su amor no eracorrespondido, pues Balsen amaba aIsabel Ayabire, decidió marcharse deAntares y revelar todo a Balsen. Sinsaberlo, Balsen había convencido aBárbara de que su tarea de ayudar a los

atacameños, aunque desafortunada, eradigna y justa, y que la de Antares eracriminal.

—Eso sonag muy bien. Admigo tufantasía latina. Una vegdadera historiade Romeo y Julieta de Atacama, cubano.

—Y no se mueva —advirtióenérgico el detective—. Después delllamado de Berlín, Balsen hablóprimero con usted, exigiéndole detuvierala descarga de hoy. Pero como usted senegó, a Balsen no le quedó más quecontactar al diputado, cosa que hizo elviernes, a las diez de la mañana, un díaantes de que lo mataran, pues él sabíaque el político tenía relaciones conAntares. Fue a verlo para exigirle que

interviniera o de lo contrario haría ladenuncia de inmediato. Patiño leaseguró que él se encargaría de aclarartodo con usted. Balsen no estaba paradejarse extorsionar, pero ya habíacometido un error, le había revelado austed que estaba al tanto del asunto, conlo que sus días estaban contados. Ladecisión del alemán aterró a Patiño yeste lo citó a usted a su oficina paraaquel mismo día para plantearle elultimátum: usted echaba todo atrás o élse sumaría a la denuncia. Patiño queríasalvar su propia carrera a toda costa. Enese momento usted decidió liquidar aambos: a uno por incorruptible, al otropor cobarde.

—Fantástico, es una fantasiosacabecita la tuya, cubanito. ¿Qué más?

—Y usted supo así que el soplo delSierra Leona venía necesariamente deBárbara Schuster, por lo que ordenó sueliminación.

—¡Felicitaciones, Sheglock Holmes!—la papada de Pankow temblaba y suquijada parecía ahora más prominente.

—Balsen fue liquidado porque senegó a aceptar el arreglo que le propusoel diputado en su oficina de Antofagasta.Fue su última oportunidad.

—¡Idiota!—¡Cálmese, Pankow! Hay más.

Ustedes liquidaron al diputado, porquetras la visita de Balsen, decidió cancelar

todas las operaciones con Antares. Loliquidaron antes de que los denunciara,cosa que le urgía, pues como buenpolítico quería a su vez adelantarse a lasrevelaciones que pudiera hacer Balsen,las que podían arruinar su carrerapolítica.

—¡Eres un perfecto idiota!—Al liquidar a los tres, eliminaron

todo peligro de denuncia, Pankow.—Muy bien, muy bien, bigotudo —

sonrió Pankow—, pero jamás podrásprobag algo que es producto de tu menteenfermiza, como el supuesto asesinatode esas tges personas.

—El de Bárbara, quizás no, pues hayformas de liquidar a una persona con

barbitúricos y simular un suicidio. Perodiferentes son los casos de Patiño,donde se podrá demostrar el sabotaje, yel de Balsen, donde habrá que probarque fue baleado por ustedes.

El jeep blanquinegro de loscarabineros de San Pedro de Atacamaingresó suavemente al patio de lahostería y una densa nube de polvoenvolvió el vehículo de Bodo Pankow.Cayetano Brulé tosió mientras lassombras de la tarde comenzaban una vezmás a cernirse con su resplandor doradosobre los muros encalados del oasis.

Epílogo

Pocos días más tarde se confirmaron lassospechas en contra de Bodo Pankow.Un examen realizado por peritos dellaboratorio de balística de la Policía deInvestigaciones concluyó que losproyectiles que habían segado la vida deWilli Balsen correspondían al arma dePankow.

Una segunda investigación, esta vezmás acuciosa, realizada porespecialistas norteamericanos a losrestos del Cessna de Mariano Patiño,estableció que la nave se habíaprecipitado a tierra debido al corte de

un cable del timón. De acuerdo con losexpertos, el cable había sidopreviamente limado por algúnsaboteador.

Por otra parte, Carabineroscomprobó que Francisco Rico, quien sehospedaba con Aldo Toro en el apartotelde Las Tacas el día en que Patiño iniciósu viaje a la muerte, había sido dado debaja, años atrás, de la Fuerza Aérea deChile por indisciplina. Allí se dedicabaa la manutención de aviones deentrenamiento Pillán.

Tanto el juicio en contra de losmiembros de Antares —quienes aún sehallan detenidos en celda especial en lacárcel de Antofagasta— por la

internación ilegal de sustancias tóxicasal territorio nacional, como el homicidiode Balsen y Patiño se encuentran todavíaen fase de instrucción en los tribunalesrespectivos. Sumarios se realizantambién en Alemania con el ánimo deprocesar a los representantes de Antarespor la presunta responsabilidad en lamuerte de Bárbara Schuster y laexportación ilegal de desechos tóxicos.

Los contenedores del Sierra Leonatransportaban un centenar de tambores,cuyo destino eran los terrenos de laplanta de Antares, donde seríanalmacenados.

Contenían una sustancia dedesarrollo reciente y fallido en Europa,

que debía sustituir el CFC en lossistemas de refrigeración. El CFC, aldestruir la capa de ozono de la Tierra,es uno de los gases responsables delefecto invernadero en el planeta. Lanueva sustancia no aprobó el examen desus propios productores, por ser nodegradable y dañar mortalmente las víasrespiratorias y alterar el materialgenético de los seres vivientes.

Inti Palomares se vio forzado aabandonar Chile tras sufrir una brutalagresión por parte de una banda juvenilde xenófobos capitalinos. Hoy vive consu esposa en un pequeño villorrio aorillas del río Mississippi, donde sededica a la venta de productos que

elabora inspirado en la artesanía de losindios sioux e iroqueses.

Lo que nunca logró esclarecerse afondo fue el papel efectivo de MarianoPatiño en las operaciones de Antares.Pese al avance de la investigación deCayetano Brulé, la policía no hallópruebas suficientes de que el diputadohubiese estado al tanto de lasoperaciones ilícitas de la empresa. Estashabían comenzado tres años atrás con eldepósito, en otras plantas de Antares, detoneladas de desechos tóxicos deindustrias de baterías y de refrigeración.Según el juez, en cuanto Patiño seimpuso por boca de Willi Balsen de lasverdaderas prácticas de la empresa,

había intentado denunciarlas, actitudnoble e ingenua que le costó la vida.

Gracias a las gestiones de uno de losestudios de abogados más renombradosde Santiago, Solange Farías salió librede polvo y paja de los procesos. Esto,pese a que testigos declararon habervisto que Pankow y Patiño solíanreunirse a menudo en el departamento dela secretaria. En la actualidad, Solangetrabaja en la Cámara de Diputados comoasesora de imagen de uno de susintegrantes.

Isabel Ayabire amplió al pocotiempo su pensión y la bautizó, ainstancias de Cayetano Brulé, El Alemánde Atacama. La divulgación de la

historia por la prensa brindó alestablecimiento tal popularidad, quesólo es posible conseguir allí unahabitación durante la época de invierno.

El proyecto de irrigación de SOS nopudo seguir adelante por la carencia derecursos y el velo de torcidasespeculaciones que lo envolvió. Quienrecorra hoy el oasis podrá encontrar sindificultad los piques secos, las piletassin terminar y una red de acequiaspolvorientas como mudos testigos delproyecto de Willi Balsen.

Saúl Puca se marchó discretamente aAntofagasta, donde ocultó que eraatacameño para conseguir trabajo y sesumergió en el anonimato como

cuidador de autos.Cornelia Kratz publicó una serie de

tres capítulos sobre el asesinato deBalsen y la exportación de desechostóxicos en Le Figaro, de París; TheIndependent, de Londres; El País, deMadrid; El Neue Zuercher Zeitung, deZurich, y su propio FrankfurterAllgemeine Zeitung. Meses más tarde lacadena norteamericana de televisiónCBS le encargó el guión para undocumental sobre el tema. Los jugososhonorarios le sirvieron para pagaradecuadamente a Cayetano Brulé.

Con su paga, Pompeyo Jara reparóla carrocería de la vieja Chevrolet.Continúa trasladando a turistas europeos

—que lo solicitan a voz en cuello encuanto llegan a la plaza del oasis— porlos confines más remotos del desierto, yhay quienes aseguran que en sus escasosratos de ocio, premunido de pico y pala,aún vaga por las quebradas de Atacamabuscando los tesoros precolombinos.

Por su parte, Cayetano Brulé retornóa Valparaíso con los bolsillos bienapertrechados de marcos alemanes.Gracias a ellos no solo canceló suspropias deudas, sino también las de sufiel ayudante, Bernardo Suzuki. De estemodo el detective sigue en la casa quealquila en el paseo Gervasoni y Suzuki,en la fritanguería Kamikaze, continúaofreciendo cada noche el mejor pescado

frito de la ciudad.Después de todo aquello —aún

disponía de ciertos pesos—, Cayetanopasó a una agencia turística a recogercatálogos sobre viajes de placer por eltrópico y comenzó a hojearlos en sulecho, a la hora de la siesta, mientrasescuchaba canciones de amor de BenyMoré. No tardó mucho en invitar a suMargarita de las Flores a un crucero deuna semana de duración por el marCaribe.

Durante la travesía disfrutaron detragos y aperitivos bajo el sol ardiente,nadaron en las aguas turquesas y seinternaron en el verde exuberante de lasislitas tropicales, pero por las noches,

cuando deambulaban a paso lento por lacubierta del Holyday, envueltos solo enla brisa pegajosa y el rumor grave de lanave, vislumbraban de cuando encuando, entre el follaje costero, lasparpadeantes luces de pueblitoscubanos. Y un poco más tarde, ya con elánimo de espantar la nostalgia queembargaba su alma desflecada,Cayetano cogía por el brazo a sucompañera y la conducía hasta ladiscoteca de la nave, una nave tanblanca como la nieve del Licancabur,donde se daban a bailar —ella deorgandí y volantas, él de traje y humitaarrendada— las más alegres yextenuantes piezas de swing, rock and

roll y twist.La fiesta prosiguió en Miami durante

tres días y sus respectivas noches. Laúltima resultó inolvidable, ya queacudieron al popular restaurante LaCarreta, de la calle Ocho de la PequeñaHabana, y ordenaron mojitos fragantes aron, caña y yerbabuena, botellas decerveza muy frías, casi congeladas,masas de puerco asado, generosasporciones de moros y cristianos, asícomo de yuca y malanga suave, junto aempalagosos trocitos de plátano maduroy el todopoderoso pan con ajo, manjaresellos muy criollos, que fueron rematadosmás tarde por dedales de cafecitosprietos. Y mucho después, destilando ya

sandunga y satería hasta por los poros,comenzaron a tirar sabrosísimos pasosde mambo, de rumba y chachachá, decasino y buey cansado al ritmocontagioso y delirante de las grandesorquestas cubanas del exilio.

Pero fue solo durante la madrugada,cuando ya el sol encendía el cielo tibioy húmedo del golfo, y los músicosabandonaban bostezando el escenario, ypoco faltaba para el regreso definitivoal sur del mundo, que la pareja empezó abailar con pasión un magnífico bolero.Era «Hoy como ayer» y lo entonaba elgrandioso Beny Moré. Cayetano,emocionado y con la sangre agolpada enel rostro, intentó aprisionar entre sus

manos las caderas amplias de Margaritade las Flores con el fin de fundirla consu cuerpo y solo encontró la almohada,la cama revuelta y solitaria y losvistosos catálogos del Caribe yaarrugados.

En aquel instante cayó en la cuentade que los honorarios de Atacama no lealcanzarían para salir de Valparaíso ysus párpados volvieron a cerrarse, estavez bajo el peso de la desilusión. Afuerael ventarrón frío de la tarde porteñaululaba implacable sembrando nubesnegras por sobre los techos de calaminade la ciudad, mientras el mar, convertidoen un gigantesco y furibundo plato deazogue hirviendo, columpiaba las naves

de la bahía y estallaba en espuma contralas rocas de la costanera, pero en lapenumbra del dormitorio del detectivela inigualable voz del «Bárbaro delRitmo» seguía entonando su bolerofavorito.

Cayetano Brulé, tendido aún en lacama, se acomodó entoncestranquilamente los anteojos, se atusó conparsimonia el bigotazo mexicano ypensó con un estremecimiento queaquella canción era tal vez el delicadopresagio de su pronto regreso a LaHabana.

San Pedro de Atacama - Olmué,26 de julio de 1996

Agradecimientos

Tomás Aros, Amsterdam, Holanda.

Ana María Barón, ex alcaldesa de San Pedro deAtacama.

Dra. Margarita Castro, CIDAL S. A., Santiago.

Subcomisario Sergio Flores, Policía deInvestigaciones, Santiago.

Christianne Knauf, Südwestfunk, Fráncfort,Alemania.

Juan Pablo Kummetz, Deutsche Welle,Colonia, Alemania.

Superintendente (r) Michael Patrick Molloy,

Scotland Yard, Gales.

Lautaro Núñez, director del Museo de SanPedro de Atacama.

Saúl Cervantes, Museo de San Pedro deAtacama.

Dr. Elmar Römpczyk, Fundación FriedrichEbert, Bonn, Alemania.

Dr. Heiner Sassenfeld, Fundación FriedrichEbert, Santiago.

Mayor de aviación Marco Antonio SánchezMuñiz, Ejército de Guatemala.

Ing. Rafael Sotomayor, Santiago.

Sra. Ana Zárate de Rennke, Viña del Mar.

ROBERTO AMPUERO. Nacido enValparaíso (Chile), es un novelista congran número de lectores. Ha publicadoya diez novelas, todas de gran éxito.Entre ellas destacan Pasiones griegas,elegida en China como la mejor novelaescrita en español. 2006; Los amantesde Estocolmo, escogida Libro del año

2002 en Chile; y la ficcionesautobiográficas Nuestros años verdeolivo (2000) y Detrás del muro (2014).También es autor de una popular saga, ladel investigador privado CayetanoBrulé, que ha convertido a suprotagonista en un personaje legendario.Los casos de este curioso detective deorigen cubano comenzaron con ¿Quiénmató a Cristian Kustermann?, Premiode Novela de Revista de Libros, 1993;Boleros en La Habana (1994), Elalemán de Atacama (1996). Cita en elazul profundo (2003), y Halcones de lanoche (2005). A esta serie se incorporaahora una novela excepcional, querompe el orden cronológico de la vida

del detective: El caso Neruda. Ampueroes también autor de la novela juvenil Laguerra de los duraznos (2001), elvolumen de cuentos El hombregolondrina (1997), el libro de ensayoLa historia como conjetura (2006), y dela serie de televisión BrigadaEscorpión (1997). Sus obras sepublican en todos los países de AméricaLatina, en España, Alemania, Croacia.China, Francia, Italia. Grecia, Brasil yPortugal. Ha vivido en Chile, Cuba,Alemania del Este, Alemania Federal,Suecia y, desde el año 2000, en laUniversidad de Iowa, institución en laque enseña escritura creativa y literaturalatinoamericana.