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gladiz-hernandez
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Charco de luna
La tarde se perdió entre mil mariposas negras. Natalia la niña con ojos cafés y pies
descalzos, siempre sonreía esperando que él volviera. El no regresaba, talvez porque no
podía –o simplemente no quería-.
Natalia se sentaba en el quicio de la casa, siempre a esperar, hablar con una que otra
luciérnaga—le gustaban las conversaciones luminosas-.
Pasaron las horas, todo el mundo dormía; pero luego una voz—la niña asustada apretaba su
edredón—esa voz era amarga, sombría y llamaba a la puerta. Natalia se levantó abrió
lentamente la puerta y alguien entró, pero, ¿Quién era? – se preguntaba Natalia—era un ser
extraño, con la cara desfigurada, los ojos desorbitados y apenas lograba controlar sus
actividades motoras, en su cara se nota algo raro como una alegría falsa inventada por una
compañía multimillonaria.
¡Natalia!- gritaba él- una y otra vez como quien pierde algo para siempre-, la niña no sabía
porque él gritaba su nombre. Ella no lo conocía.
Esta escena se repetía muchas veces y Natalia no entendía porque, él no regresaba, sólo este
ser extraño volvía una y otra vez.
Natalia vio por última vez a su padre, una noche de verano, en que el ser extraño lo
estranguló, en un charco de luna. Allí quedo tendido, boca abajo con las manos
engaruñadas, los ojos bien abiertos- con una expresión de querer escapar-. Fue inútil, lo
asesinó. Natalia lo saco de su charco de luna cerró sus ojos ya sin vida y lo acomodo
delicadamente bajo un árbol de mangos azules allí se quedo con él, había vuelto, su