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4 elcuaderno Número 52 / Enero del 2014 EN EL TALLER DE LOS DÍAS 2012, tercer miércoles de julio Stupía, estudio Es casi de noche; a esta altura del año no quiere decir que sea demasiado tarde en Buenos Aires. Durante años me acostumbré a la luz y al calor de Caracas, tanto que las temperaturas fuertes, en especial el frío, como para todos los que viven allí, se convirtie- ron en avatares geográficos, nunca cronológicos: al frío se llega. Y también podría decir: aunque de dis- tinto modo, a la noche se llega (después de la tarde, en el final del día). Y a diferencia: a la mañana no se llega; las mañanas ocurren, sobrevienen, aun cuan- do se las espere. Vengo del taller de Stupía, a donde «llegué» des- pués del mediodía. Creo que es correcto decirlo así, «llegué», porque fue equivalente a asistir a una or- ganización particular de cosas. (En el taller hacía un frío de morirse: también podría decir entonces que «llegué» a su estudio como si una temperatura más cruda hubiese estado esperando.) Un invierno encapsulado entre paredes. Al entrar a esa casa in- mensa, de techos altísimos y ambientes gigantes, recordé la presencia del frío en Buenos Aires cuan- do la calefacción no era habitual y uno vivía inmer- so en experiencias parecidas a esta. Un frío como de cámara de conservación, algo frigorífico, con un punto alto de humedad muy propicio para hacerlo más intolerable (el frío, pero también el punto alto de humedad). Cámaras frías: 1) como en el Fairway de la ca- lle 132, con abrigos a disposición del cliente que quiera incursionar en el inmenso sector de produc- tos perecederos —y cervezas—; o 2) como el anti- guo Makro de Caracas, camino a Guarenas, con un salón de frío intenso, donde según recuerdo tenían los quesos, también con la opción de abrigos. Un día voy a escribir sobre la nostalgia del frío en Vene- zuela: algo que nunca ha pertenecido a la experien- cia colectiva y que la gente desea como si una parte importante de la realidad le hubiera sido negada. (De nuevo: al frío se llega.) Según dice Stupía, ese primer piso que ocupa (más bien que comparte con otros dos artistas) es tan antiguo (se refiere al edificio, de dos pisos de todos modos) y desde hace tanto no se usa co- mo vivienda de nadie, que carece de instalaciones para la calefacción. Stupía cuenta con un pequeño calefactor eléctrico que frente a esa amplitud pa- rece de juguete. Pienso que en ese piso podría tra- bajar una brigada de artistas, podrían ser veinte o treinta y sobraría lugar. Pero es ridículo pensarlo de ese modo: imposible medir el espacio que pre- cisa alguien. En general el espacio es asignado; si no directamente (por alguna autoridad o acuerdo social), por el uso que hacen los demás del mismo espacio. No es verdad que uno naturalmente tienda a apropiarse de muchísimo espacio; una prueba se verifica en las playas durante el verano. Si llegamos temprano cuando todavía no se ha poblado, el sec- tor que imaginariamente definimos como propio es absolutamente minúsculo teniendo en cuenta la extensión que nos rodea. Pero a la vez, es verdad, las proporciones territoriales se van reduciendo a me- dida que llega más gente, creando nuevos puntos fí- sicos que aumentan la densidad. (Entonces podría pensar: ¿a qué superficie o sector se vería reducido el espacio de trabajo de Stupía si compartiera el piso con quince colegas y no solo con dos?) (En realidad, creo que dijo «dos» por un curioso pudor de decir que solo comparte el piso con «uno».) (Otro ejem- plo: los asentamientos populares. Cuando se ocupa un predio lo primero que se hace, después de plan- tar la bandera nacional (defensivo blasón simbóli- co), es delimitar los terrenos individuales a partir de criterios adaptativos respecto del catastro urba- no convencional. Quiero decir: pese a la ilegalidad o irregularidad, no se reparte la superficie entre el número de ocupantes, sino ateniéndose a magni- tudes generalmente aceptadas.) Hablando de la ocupación del espacio, el miste- rio argentino (para decirlo de modo altisonante): las inabarcables superficies de tierra pertenecientes a muy pocos individuos. El motivo: el tremendo nú- mero de ganado feral. Y entonces, cuanta más tierra propia, más ganado. Acá uno encontraría desmenti- da la hipótesis del reparto proporcional del espacio, aunque solo a primera vista porque, naturalmente, los animales ocupan el territorio según criterios propios, no humanos —y los hombres, se podría de- cir, cuando se inspiran en la conducta animal para estas y otras cosas, evidentemente se barbarizan. Encontré a Stupía y a Julián d’Angiolillo en la panadería de al lado. Un pequeño sitio con mesas muy chicas, en una de las cuales apenas cabían ellos dos. Habían dejado los abrigos y morrales a un costado; no es que cargaran con muchas cosas, pero de todos modos ocupaban la mitad del local. Cuando me acerqué y conseguí asiento, después de varios reacomodos colectivos, la empleada debió escucharme a la distancia cuando era notorio que un sentido profesional le sugería acercarse para escuchar mi pedido —de tal modo estábamos aisla- dos tras nuestras pertenencias y varias mesas veci- nas—. De hecho, debimos repetir el procedimiento cuando me alcanzó el cortado. Mientras lo tomaba comenté a Eduardo y a Julián que me parecía in- sólito que formáramos una isla solitaria en tan pe- queño lugar, algo parecido a una rampante y autista ocupación del espacio. (Quiero decir, una situación inversa a la que, como recién describí, se me ocu- rrió pensar cuando, una vez arriba, vi la impresio- nante amplitud del taller.) Al rato subimos. Dejar la panadería significó una pequeña mudanza. Julián y Eduardo debían trabajar juntos. Se tra- taba de crear una continuidad de imágenes para un audiovisual. Se sentaron, en un rincón de la también gigantesca mesa de trabajo, frente a una computa- dora portátil cuya pantalla estaba saturada de las imágenes a seleccionar —con más imágenes detrás y al costado de las que se veían, en muchos casos re- gistros parecidos o pertenecientes a motivos o pa- radigmas semejantes— (y también estaba saturada, la pantalla, de íconos de diferente tipo, como pude ver después, cuando en un momento Stupía cerró la aplicación). Julián esgrimía una cámara de video en silencio (es miembro conspicuo de esa generación de jóvenes wittgensteinianos que dicen solo lo im- prescindible); a veces se les ocurría filmar las imáge- nes fijas, un poco maximizadas sobre la superficie de la pantalla —y a veces filmaban la sucesión de ellas. Sergio Chejfec Amadeo Gabino Mannheim (1992), collage, 56 µ 56 cm 4 escultores Sala de Arte Van Dyck (Gijón) › Hasta el 26 de enero

Chejfec, S. - Stupía, estudio

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Visita del escritor al taller del pintor.

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4 elcuaderno Número 52 / Enero del 2014EN EL TALLER DE LOS DÍAS

2012, tercer miércoles de julio

Stupía, estudio

Es casi de noche; a esta altura del año no quiere decir que sea demasiado tarde en Buenos Aires. Durante años me acostumbré a la luz y al calor de Caracas, tanto que las temperaturas fuertes, en especial el frío, como para todos los que viven allí, se convirtie-ron en avatares geográficos, nunca cronológicos: al frío se llega. Y también podría decir: aunque de dis-tinto modo, a la noche se llega (después de la tarde, en el final del día). Y a diferencia: a la mañana no se llega; las mañanas ocurren, sobrevienen, aun cuan-do se las espere.

Vengo del taller de Stupía, a donde «llegué» des-pués del mediodía. Creo que es correcto decirlo así, «llegué», porque fue equivalente a asistir a una or-ganización particular de cosas. (En el taller hacía un frío de morirse: también podría decir entonces que «llegué» a su estudio como si una temperatura más cruda hubiese estado esperando.) Un invierno encapsulado entre paredes. Al entrar a esa casa in-mensa, de techos altísimos y ambientes gigantes, recordé la presencia del frío en Buenos Aires cuan-do la calefacción no era habitual y uno vivía inmer-so en experiencias parecidas a esta. Un frío como de cámara de conservación, algo frigorífico, con un punto alto de humedad muy propicio para hacerlo más intolerable (el frío, pero también el punto alto de humedad).

Cámaras frías: 1) como en el Fairway de la ca-lle 132, con abrigos a disposición del cliente que quiera incursionar en el inmenso sector de produc-tos perecederos —y cervezas—; o 2) como el anti-guo Makro de Caracas, camino a Guarenas, con un salón de frío intenso, donde según recuerdo tenían los quesos, también con la opción de abrigos. Un día voy a escribir sobre la nostalgia del frío en Vene-zuela: algo que nunca ha pertenecido a la experien-cia colectiva y que la gente desea como si una parte importante de la realidad le hubiera sido negada. (De nuevo: al frío se llega.)

Según dice Stupía, ese primer piso que ocupa (más bien que comparte con otros dos artistas) es tan antiguo (se refiere al edificio, de dos pisos de todos modos) y desde hace tanto no se usa co-mo vivienda de nadie, que carece de instalaciones para la calefacción. Stupía cuenta con un pequeño calefactor eléctrico que frente a esa amplitud pa-rece de juguete. Pienso que en ese piso podría tra-bajar una brigada de artistas, podrían ser veinte o treinta y sobraría lugar. Pero es ridículo pensarlo de ese modo: imposible medir el espacio que pre-cisa alguien. En general el espacio es asignado; si no directamente (por alguna autoridad o acuerdo social), por el uso que hacen los demás del mismo espacio. No es verdad que uno naturalmente tienda a apropiarse de muchísimo espacio; una prueba se verifica en las playas durante el verano. Si llegamos temprano cuando todavía no se ha poblado, el sec-tor que imaginariamente definimos como propio es absolutamente minúsculo teniendo en cuenta la extensión que nos rodea. Pero a la vez, es verdad, las proporciones territoriales se van reduciendo a me-dida que llega más gente, creando nuevos puntos fí-sicos que aumentan la densidad. (Entonces podría pensar: ¿a qué superficie o sector se vería reducido el espacio de trabajo de Stupía si compartiera el piso con quince colegas y no solo con dos?) (En realidad,

creo que dijo «dos» por un curioso pudor de decir que solo comparte el piso con «uno».) (Otro ejem-plo: los asentamientos populares. Cuando se ocupa un predio lo primero que se hace, después de plan-tar la bandera nacional (defensivo blasón simbóli-co), es delimitar los terrenos individuales a partir de criterios adaptativos respecto del catastro urba-no convencional. Quiero decir: pese a la ilegalidad o irregularidad, no se reparte la superficie entre el número de ocupantes, sino ateniéndose a magni-tudes generalmente aceptadas.)

Hablando de la ocupación del espacio, el miste-rio argentino (para decirlo de modo altisonante): las inabarcables superficies de tierra pertenecientes a muy pocos individuos. El motivo: el tremendo nú-mero de ganado feral. Y entonces, cuanta más tierra propia, más ganado. Acá uno encontraría desmenti-da la hipótesis del reparto proporcional del espacio, aunque solo a primera vista porque, naturalmente, los animales ocupan el territorio según criterios propios, no humanos —y los hombres, se podría de-cir, cuando se inspiran en la conducta animal para estas y otras cosas, evidentemente se barbarizan.

Encontré a Stupía y a Julián d’Angiolillo en la panadería de al lado. Un pequeño sitio con mesas muy chicas, en una de las cuales apenas cabían ellos dos. Habían dejado los abrigos y morrales a un costado; no es que cargaran con muchas cosas, pero de todos modos ocupaban la mitad del local. Cuando me acerqué y conseguí asiento, después de varios reacomodos colectivos, la empleada debió

escucharme a la distancia cuando era notorio que un sentido profesional le sugería acercarse para escuchar mi pedido —de tal modo estábamos aisla-dos tras nuestras pertenencias y varias mesas veci-nas—. De hecho, debimos repetir el procedimiento cuando me alcanzó el cortado. Mientras lo tomaba comenté a Eduardo y a Julián que me parecía in-sólito que formáramos una isla solitaria en tan pe-queño lugar, algo parecido a una rampante y autista ocupación del espacio. (Quiero decir, una situación inversa a la que, como recién describí, se me ocu-rrió pensar cuando, una vez arriba, vi la impresio-nante amplitud del taller.) Al rato subimos. Dejar la panadería significó una pequeña mudanza.

Julián y Eduardo debían trabajar juntos. Se tra-taba de crear una continuidad de imágenes para un audiovisual. Se sentaron, en un rincón de la también gigantesca mesa de trabajo, frente a una computa-dora portátil cuya pantalla estaba saturada de las imágenes a seleccionar —con más imágenes detrás y al costado de las que se veían, en muchos casos re-gistros parecidos o pertenecientes a motivos o pa-radigmas semejantes— (y también estaba saturada, la pantalla, de íconos de diferente tipo, como pude ver después, cuando en un momento Stupía cerró la aplicación). Julián esgrimía una cámara de video en silencio (es miembro conspicuo de esa generación de jóvenes wittgensteinianos que dicen solo lo im-prescindible); a veces se les ocurría filmar las imáge-nes fijas, un poco maximizadas sobre la superficie de la pantalla —y a veces filmaban la sucesión de ellas.

Sergio Chejfec

Amadeo Gabino › Mannheim (1992), collage, 56 µ 56 cm • 4 escultores › Sala de Arte Van Dyck (Gijón) › Hasta el 26 de enero

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elcuaderno 5Número 52 / Enero del 2014 SERGIO CHEJFEC

Me pasó algo curioso mientras los veía trabajar: fue sentir que mi curiosidad por sus operaciones no se correspondía con mi responsabilidad. Es de-cir, advertí que posiblemente porque se trataba en parte de mi audiovisual, porque yo estaba formal-mente implicado en ello, eso me impedía sostener una curiosidad desinteresada y expectante hacia las operaciones que emprendían y sus espléndidos desarrollos. (Comprobé una vez más que lo mío es estar fuera; cuando algo no me apela en términos prácticos me siento mucho más comprometido y, sobre todo, curioso.)

No estoy completamente seguro, pero ahora, en el silencio de este lugar en la calle Arenales, viendo una cantidad reducida de otros departa-mentos iluminados y suponiendo la vida regular y más o menos privada que se desarrolla en cada uno, pienso que la curiosidad es lo único que me sostiene. (Flaubert decía en una carta algo como que no se trata de buscar la felicidad sino de evitar el aburrimiento; puesto así parece frívolo, pero en la formulación original, o en su contexto, conven-cía como una de esas máximas desengañadas y sa-bias al mismo tiempo —y sin embargo, la formuló muy joven, como argumento a favor de su viaje a Oriente—.) A veces pienso que la curiosidad ha ido reemplazando en mí cierto tipo de intereses espe-cíficos que antes tenía bastante claros; y a la vez, se ha ido convirtiendo en una de las cualidades que más valoro en los demás. Pero valoro la curiosi-dad, obviamente, como una actitud ante la vida, no como expresión de la indiscreción. Aunque a la vez soy capaz de entender que la indiscreción —ya sea como principio o como concepto— puede ser un motor muy eficaz para seguir activo; conozco muchos casos.

Retomando entonces, el estar concernido por las decisiones de Stupía y las propuestas de Julián hacía que mi interés fuera distinto, paradójica-mente más difuso; diría: apuntaba más a lo general, a lo paradigmático, y menos a los detalles (mientras sabía muy bien que de otro modo, de ser ajeno al proyecto, me habría implicado con pelos y señales hasta en lo más nimio; pero claro, eso hubiese sido imposible: es ridículo pensar que uno pueda inter-venir en el nivel profundo de algo que no le pertenece) (PA está por ser padre, y me dedi-qué con empeño a la compulsa de nombres para la criatura, tomándomela en serio, como si fuera a tratarse de un hijo propio —pero debería aclarar, de nuevo, que si se hubiera tra-tado de mi hijo probablemente me habría esforzado de otra manera—).

Por eso mismo el hecho no me sorprendió, al fin y al cabo me ocurre siempre; conocién-dome, había llegado al estudio de Stupía con mi cá-mara de fotos dentro del morral, quería documentar (para mí esta palabra y esta acción, documentar, son cada vez más supremamente —como dicen los co-lombianos— importantes) el lugar de artista, así no-más el lugar de este artista en un nivel privado. En-tonces me coloqué durante unos minutos detrás de ellos dos, los miraba trabajar asintiendo en general, y de cuando en cuando agregaba alguna cosa en la dirección que ellos tenían. Pero como naturalmente yo me había instalado en ese lugar, o sea, detrás, y de pie, no podía esperar que ellos recibieran mis opi-

niones como las de alguien integrado al trabajo re-cíproco: yo era ese el aproximadamente ajeno — que nunca falta en los grupos o las reuniones— capaz de ausentarse en cualquier momento (de cualquier for-ma y bajo cualquier circunstancia).

La primera foto que tomé se refirió entonces a esta escena de comunión y exterioridad; ambos están inclinados sobre la pantalla, más Stupía que D’Angiolillo, quizás porque el primero es quien

opera la computadora (tiene las yemas de dos dedos sobre el touchpad) y el segundo sos-tiene la pequeña video frente a un rostro femenino de la época victoriana, que abre mucho la boca casi en el límite de su ar-ticulación maxilar, por lo tanto también afecta los ojos, produ-ciendo un gesto que parece de alguien absolutamente des-quiciado. Como la obra que, se supone, «estamos» preparan-do, va a tener un componente coral excluyente, esta imagen

podría ser una especie de leitmotiv. Ambos compa-ñeros están de acuerdo; y a mí es algo que me pare-ce muy bien y sin embargo no termina de conven-cerme, tal como de costumbre y acabo de referir. Aunque lo callo.

Para aprovechar la débil luz invernal se han sen-tado de espaldas a los ventanales. De modo que el reflejo del cielo, según puede verse en la foto, vela buena parte de la pantalla de la notebook. Una ve-ladura de la que se salva la mujer victoriana. Esta-mos en la sala más grande del lugar de Stupía. Unos nueve metros de ancho por cuatro de profundidad; las ventanas dan a Medrano, y a través de un acceso lateral se sale al balcón, casi tan largo como la sala, balcón cuyas superficies —balaustrada, cornisas varias, suelo— exhiben el trabajo habitual de las palomas, mezcla granizada blanca, gris, por mo-mentos verde, también en ocasiones volátil por las ligeras plumas aquí y allá dispersas (también to-mé una foto del balcón, ahora veo que las manchas son menos homogéneas de como lo recordaba, y pienso que obedece a ciertas preferencias, por uno u otro motivo, de las palomas para reposar o prote-gerse; y también recuerdo a Levrero, observador neurasténico de animales urbanos).

Entre las primeras impresiones que uno tiene recorriendo el lugar de Stupía: lo accidental eter-nizado. A lo mejor en eso consiste la naturaleza del desorden, pero entiendo que no se trata de desorden de una manera estricta; es un desorden disconti-nuo, en proceso de disolución —aunque tampoco naturalizado—. Se acostumbra describir el desor-den en términos de imprevisibilidad y ausencia de proporciones; en este caso el desorden se mani-fiesta como flujo, algo parecido a una secuencia o transfiguración en trance. Quiero decir: se intuye (reconoce, advierte, etcétera) el motivo de que una cosa esté puesta en ese preciso lugar, y a la vez se advierte la lógica inmediata para dejarlo allí. ¿En qué consiste esta lógica inmediata? En ocupar es-pacio; el espacio está integrado por unidades abs-tractas, que se manifiestan como tales solo cuando es ocupado. A más cosas, más unidades y mayor densidad (como recién mencioné sobre la playa). Lo instructivo en el caso del estudio de Stupía son las vías de circulación que uno reconstruye como género de recorridos. Vías de circulación, digamos sublimadas, de distinta naturaleza. En ese espacio uno podría proponer la Ruta de los Pigmentos, el Sendero de las Ilustraciones, la Avenida de las Obras Inacabadas y varias otras. Esto, naturalmente,

Amadeo Gabino › Sin título (1992), P. A. I de IV, pirograbado y collage, 70 µ 70 cm • 4 escultores › Sala de Arte Van Dyck (Gijón) › Hasta el 26 de enero

Entre las primeras impresiones que uno tiene recorriendo el lugar de Stupía: lo accidental eternizado. A lo mejor en eso consiste la naturaleza del desorden, pero entiendo que no se trata de desorden de una manera estricta; es un desorden discontinuo, en proceso de disolución —aunque tampoco naturalizado

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6 elcuaderno Número 52 / Enero del 2014EN EL TALLER DE LOS DÍAS

Ginebra, sábado 21 de septiembre de 1867

Esta mañana he vuelto a copiar lo que Fedia [Dos-toievski] me había dictado ayer. Luego nos hemos acercado a correos, pero no hemos encontrado na-da; seguro que mañana recibimos una carta. Mien-tras comíamos, hemos sabido por los periódicos que en San Petersburgo una comisión estaba discu-tiendo un proyecto que evite la prisión a los deudo-res insolventes. Estaría muy bien que se aprobara. Me alegraría tanto por mamá; al menos ya no ten-dría que temblar más ante la idea de que cualquier sinvergüenza pudiera llegar de un momento a otro para meterla en la cárcel. Deberíamos trasmitirle la nueva, que le agradará. Después de comer, Fedia se ha ido a leer. Yo he vuelto a casa, donde me estaba esperando la lavandera. ¡Me sentí violentísima por no tener dinero para pagarle!

Al final de la tarde estuvimos paseando por el jardín botánico que está próximo al Palacio Elec-toral. Por el camino, Fedia me habló de un artículo que había leído en el periódico acerca de la vida de un campesino del Gobierno de Arjángelsk. Había viajado y recorrido mucho; de regreso a Rusia, le habían condenado a azotes bajo el pretexto de ha-berse fugado del país, cuando en realidad había vuelto por su propia voluntad, a pesar de las ven-tajas que le habían ofrecido para que se quedara en el cabo de Buena Esperanza. Hemos dado un paseo

estupendo: de día, este parque no es muy agrada-ble, pero al atardecer se está bastante fresco. Por el camino, Fedia me ha señalado que no le daba nun-ca el brazo de paseo: de ahí, sacaba que yo actuaba así o por vergüenza o por timidez. Le he asegurado que eso era completamente falso, que simplemente tenía miedo de molestarle. Que me parecía que no había cosa más enojosa para un marido que pasearse del brazo de su mujer. En eso no estaba de acuerdo conmigo. Para que no se enfadara, le he propuesto que me cogiera del brazo el resto del paseo. Hace ya dos o tres días que Fedia me repite que visto tan mal como una matrona, mientras que las demás mujeres salen a la calle arregladas y llevan buenos vestidos, que soy la única que va vestida Dios sabe como quién. Semejantes reproches me resultan más penosos porque sé de sobra que visto horriblemente mal. Pero ¿qué puedo hacer? Si me diera aun-que solamente fueran veinte francos al mes para ropa, podría ir arreglada. Pero desde que es-tamos en el extranjero, todavía no ha encargado que me hagan un solo vestido. ¿Cómo puede entonces dirigirme el reproche de que voy mal vestida? Creo que, en vez de enfadarse, debe-ría apreciar mucho más el que no le pida ropa.

22 de septiembre

La mañana de hoy ha sido espléndida. Como no te-nía ninguna gana de quedarme en casa, salí a dar un paseíto después de la una. En correos me entregaron una carta de mamá. Me alegré mucho de que Fedia no estuviera conmigo. Desde correos fui a dar una vuelta por el centro y pasé por la Place Neuve. Estuve deambulando largo rato por distintas calles. Visité la catedral de San Pedro, rodeada de casas altas. Des-pués de un paseo bastante largo por el barrio, fui a mirar la hora del reloj y todavía no eran las dos. No tenía ganas de volver a casa: Fedia estaba trabajan-do y temía importunarle, aunque siempre me diga lo contrario. Volví a casa hacia las tres. Nos fuimos a comer inmediatamente. Por el camino, Fedia es-

tuvo calculando cuánto dinero nos haría falta para vivir un po-co mejor. Si ahora quisiésemos instalarnos un mes en Floren-cia y luego dos meses en París, habría que añadir a los gastos de estancia cien francos para ropa, mil francos para mandar a casa y a los familiares y cua-trocientos francos para dividir entre los acreedores, o sea, que necesitaríamos como mínimo diez mil francos, e incluso con ese presupuesto no viviríamos

Anna Grigorievna Dostoievskaia [Traducción de Carlos Ortega]

Hace ya dos o tres días que Fedia me repite que visto tan mal como una matrona, mientras que las demás mujeres salen a la calle arregladas y llevan buenos vestidos, que soy la única que va vestida Dios sabe como quién. Semejantes reproches me resultan más penosos porque sé de sobra que visto horriblemente mal

implica también la presencia de núcleos de agregación, pasibles de su correspondiente enu-meración: la Montaña de Recortes, la Llanura de los Proyectos, los Edificios de Libros, la Ciudad de las Herramientas.

Otra foto: colgada de un clavo sobre el marco de una puerta, cerca del balcón y al costado de una es-tantería con libros cuyos lomos están hacia atrás, por lo tanto son invisibles, una escuadra de acrí-lico de esas con hueco interior que es proyección reducida de la forma exterior (con un lado reglado de unos trece centímetros). Del clavo también cuelgan, por encima de la escuadra, dos argollas sin llaveros, enlazadas, con tres llaves (dos tipo Trabex y una de cabeza redonda, común, tipo Yale; veo ahora las dos trabex, una detrás de la otra, y las for-mas características de sus ca-bezas me recuerdan las botellas de Maker’s Mark, de una geometría única, que tiende al cuadrángulo irregular). La llave redonda no se ve, porque es más chica y se oculta tras las otras dos, pero yo sé que está ahí, porque hace unas horas me puse a jugar con la escuadra, y porque ahora la intuyo en la som-bra redondeada tras las otras dos llaves. Entonces pienso sobre el estudio de Stupía: paredes de gran superficie (muy altas, sobre todo largas), demasia-das pocas cosas sobre ellas (porque los estantes son en proporción bastante pequeños, y la buena can-tidad de obra terminada o en proceso (bastidores, marcos, collages, papeles y cartones) se apoya ver-ticalmente, a veces separada de las paredes, y cuan-do ello no ocurre todavía queda una gran superficie

mural disponible); entonces, con tan pocas cosas colgadas en las paredes, ¿por qué esa escuadra es-colar y esas llaves en aparente desuso, exiliadas de cualquier camino mágico (acaso un Derrotero de los Símbolos en ciernes)? No se lo pregunté a Stu-pía, quizá por la ostensible apariencia de frutos solitarios: presencia de lo accidental eternizado.

Probablemente él hubiese tenido una expli-cación, es el emperador efectivo de ese mundo de objetos organizados —por otra parte sobre todo

gráficos y en especial impresos ilustrados—. (Grandes canti-dades que después ocupan un lugar inestable en su taller, api-lados con peligroso equilibrio bajo caballetes y aerosoles, po-mos y pinturas de diferente te-nor y textura.) Olvido siempre mencionarle la Reanimation Library, en Brooklyn. Siendo capaz de comprar lotes ente-

ros de viejas publicaciones ilustradas, colecciones de láminas y manuales de viñetas o instrucciones, para Stupía esa biblioteca equivaldría a una utopía estético-social al fin realizada.

La presencia de objetos rotos es otra cosa en la que me fijé. Ahora recorro mis fotos para intentar una enumeración, y en lugar de hacerla me atrae más la idea de pensar en general sobre ellos, los objetos medio destruidos. Y pienso: así como uno puede encontrar hojas arrancadas (por doquier, como dice el lugar común) y sueltas, libros abiertos en páginas en apariencia casuales y apoyados en si-tios más o menos inverosímiles, del mismo modo se produce también un inventario residual de obje-tos (trastos, partes, secciones, desechos), utensilios

ineptos para el uso primario asignado pero desde todo punto de vista elocuentes. Pienso: allí uno po-dría establecer una división entre cosas rotas, sa-nas, útiles, inutilizadas, mutiladas, etcétera; pero esa división, posible en términos descriptivos, sería completamente inefectiva en términos prácticos. Y esta flagrante contradicción fue de lo primero que me llamó la atención apenas estuve en el taller (y que no solo llamó mi atención sino que me su-gestionó). Cómo decirlo, puede parecer demasiado inocente… Sentí estar en un lugar medio sacro. Esa sacralidad no es otra cosa que la presencia estética, aun cuando en Stupía todo apunte en una dirección contraria; el aura arropa todos los objetos que coin-ciden en el espacio donde se producen los fenóme-nos que la convocan (o sea, la producción de arte), y de algún modo, al estar presentes, directa o poten-cialmente contribuyen a crearla.

El taller y los dossiers de Cornell, el estudio de Bacon, tantos otros lugares de artistas plásticos. Quizá sea un error pensar que las obras plásticas son eso, obras. A lo mejor no son más que epifenó-menos de la obra mayor, que es la instalación com-pleja y funcional (irrelevante por aleatoria, pero emblemática como documento) representada por el taller.

Ahora a punto de terminar —debo hacer otra co-sa—, otra foto de esta tarde en la que me fijo antes de cerrar: Julián está muy inclinado sobre la mesa y consustanciado en mantener el pulso para gra-bar una foto (en este caso no desde la pantalla sino impresa) perteneciente a uno de esos típicos libros ilustrados de Stupía, quien, mientras tanto, lo sos-tiene atento, con aplicación y cuidado.

Filmar una foto… Me fascina —pero como suele decir mi madre: «¿En qué cabeza cabe…?». ¢

La presencia de objetos rotos es otra cosa en la que me fijé. Ahora recorro mis fotos para intentar una enumeración, y en lugar de hacerla me atrae más la idea de pensar en general sobre ellos, los objetos medio destruidos

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