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LA CHICA QUE Iu Ruiz Tell

Chica que

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Un chico intenta soñar con la ayuda de las drogas, pero un encuentro inesperado le hará darse cuenta que para soñar sólo la necesitaba a ella. Una breve historia de amor inspirada y basada en un relato de Ray Loriga.

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LA CHICA QUEIu Ruiz Tell

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Basado en un relato de Ray Loriga

Mis sueños siempre habían sido de lo más normales hasta que conocí a Arantza. Nunca había soñado conducir un camión lleno de dinamita por la Plaza Roja, ni disparar al tío que mató a Lennon. Ni tan sólo había soñado con tener una pistola. Y menos plateada. Mis historias no iban más allá de encontrarme una moneda, ayudar a una vieja a cruzar la calle o ver como perdía el tren.

Tenía una vida onírica de mierda. De esas que fomentaban el insomnio y que te hacían desear que no llegara nunca la hora de ir a dormir. De hecho, esto era lo que intentaba, no dormir. Aunque siempre acababa su-cumbiendo al poder de Morfeo. Supongo que por eso empecé a escribir, para intentar que mi cabeza pudiera generar historias dignas de soñar, aunque fuera despierto.

Pero no tenía talento, si es que lo he tenido alguna vez, así que tampoco salieron grandes historias. Y para mejorarlo bebía, y me colocaba, en toda ocasión que me apetecía evadir la realidad. Era como un viaje a otro mun-do sin la necesidad de tener que pagar un billete de avión, solo el pequeño peaje que suponía la botella o la hierba.

El único inconveniente de estos viajes es que no sabía cómo llegaba al parque. Sin saber por qué siempre acababa despertándome en el Parc Güell. Un día, incluso, me desperté abrazado al dragón, siendo el prota-gonista de las fotos de los turistas japoneses. Creo que hubiese terminado muerto en algún rincón entre arbustos si no la hubiese conocido a ella.

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-¿Qué coño pasa? – le pregunté un día al verla observándome mientras me despertaba.

“Nada, parece que sólo tenías un sueño”, contestó. Fue la primera vez que intercambiamos palabras. Hacía semanas que la veía después de des-pertarme. Normalmente iba con su cámara de fotos tomando imágenes de todo el mundo que le parecía interesante. Colección de sentimientos lo llamaba ella, ganas de matar el aburrimiento lo llamaba yo.

La verdad es que me pareció una chica rara. Rara de narices. Siempre me la cruzaba a la misma hora, con una expresión seria, como si nunca son-riera, y por eso se debía dedicar a robar sonrisas, aunque de vez en cuan-do fotografiara alguna lágrima. Y pese a que casi nos cruzábamos a diario nunca me saludaba. Aunque imagino que yo tampoco hubiera saludado a un fumeta alcohólico.

Días más tarde de nuestro primer cruce de palabras, mientras intentaba sobrellevar de la mejor manera posible la resaca, la vi comiendo en el banco de al lado. No pude dejar de observarla durante todo el rato que estuvo allí, tomando su ensalada, mirando enfrente, ajena a mi presencia. Fue el momento en que descubrí lo que era la auténtica belleza.

Cuando acabó se levantó, guardó el “tupper”, y se fue, dejándose el teléfo-no en la esquina del asiento. Estuve dudando un buen rato si cotillear o no su contenido. Quizás tenía alguna foto interesante, o algún vídeo picante. O también podía saber su nombre, o si tenía pareja. Al final me decanté por guardármelo en el bolsillo y decidir que hacía con él más tarde.

Y me olvidé, hasta la mañana siguiente, cuando vi el teléfono en la mesa del comedor. No sé qué impulso, o pensamiento, si hubo alguno, me llevó al parque para intentar encontrarla. Hubiese sido más fácil llamar a cual-quiera de sus contactos, pero no fue una opción que se me pasara por la cabeza. Di vueltas por todas partes, buscándola, siendo inútil. Me senté en el gran mirador, admirando la ciudad, viendo lo que me había perdido entre borrachera y colocón.

- ¿Perdona, por casualidad no encontraste un móvil ayer por la tarde? Soy la chica que estaba comiendo a tu lado.

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Me sobresalté. No esperaba que fuera ella la que me encontrara a mí.

- Eso depende. Podría ayudarte si me dices tu nombre.

Una sonrisa inocente se dibujó en su rostro a la vez que pronunciaba “Arantza”. Le di el aparato móvil y empezamos a hablar. Sin parar. Cono-ciéndonos a través de historias sin trasfondo pero siendo un libro abierto a través de gestos y miradas. Por primera vez la vi sonreír, y me cautivó. Su naturalidad, su desparpajo, su sentido del humor. Era totalmente diferente de cómo me la había imaginado. Segundas impresiones son las buenas. Nos veíamos casi a diario, siempre a la misma hora.

- ¿Por qué te colocas?

- Para evadirme de este mundo. Para poder soñar.

- Una vez soñé que me encontraba con Iggy Pop y David Bowie en Moscú. Se fueron. Y traté de encontrarlos pero no di con ellos. Así que comencé a angustiarme y me angustié tanto que me desperté. ¿Qué es lo último con lo que has soñado?

- Disparaba. Disparaba a todo el mundo. A los que iban de uniforme y me daba igual si eran policías, carteros, azafatas o barrenderos. No pensaba nada al respecto. Y cuando se terminaron las balas, tiré la pistola al suelo y eché a correr. Tan deprisa como podía, y podía correr realmente deprisa.

Arantza llevaba semanas en Barcelona. Había llegado a la ciudad a través de una beca de arte para trabajar en el Museo de Arte Contemporáneo. Nunca vi ninguna obra suya. Solo sé que pintaba. El tiempo con ella me pasaba realmente rápido perdiendo totalmente la noción. Incluso empecé a conocer un poco la ciudad pese a llevar más de dos años viviendo allí.

Un mundo cercano que apenas conocía se estaba abriendo ante mí. Co-nocí el Born, el Gótic, bebí en infinidad de bares cuyo paradero descono-cía, visité exposiciones de arte, e incluso amueblé mi salón con un sillón de diseño.

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Mis sueños también empezaron a evolucionar. No necesitaba tomar nada para que la imaginación fluyera mientras estaba despierto. Y dormido tenía sueños que me trasladaban a mundos y situaciones de película, dignas de registrar en Dvd. Poco a poco las historias se expandían en temática, los argumentos se volvían más dramáticos, y la sensación al levantarse era de confort. Me convertí en un soñador. Mi vida era un estado constante de Babia, y más cuando estaba con Arantza.

Mi proximidad hacia ella fue tal que un día mientras soñaba había llegado a Moscú en busca de Iggy y de Bowie, pero tampoco los encontré. Pregunté a todo el que pasaba por allí, pero nadie sabía responderme, hasta que un chico con una cazadora de cuero me señaló la dirección que habían toma-do. Me señaló hacia Berlín, pero sin saber cómo me desvié a Ámsterdam donde acabé comprando una rosa de chocolate que acabaría dejando en la habitación de su casa después de allanarla.

- Quiero ver mundo. Más. Viajar sin parar, sea en avión, autobús o bici-cleta. Conocer a personas, que me enseñen. Y si algún sitio no ha estado bien poner un tupido velo e ir a otra parte.

- Pero no podrás ir a todos los sitios que desees – le replicaba.

- Por algo se inventaron los sueños.

Había conocido decenas de personas a lo largo de mi vida, pero nadie como ella. Sus ganas por saber y vivir eran infinitas. Amaba la belleza. Quería a las posibilidades de la vida. Y no dejaba escapar ninguna, no fue-ra que perdiera una oportunidad única. Aprendí una nueva manera de ver las cosas, sentí que había otra forma de encarar la vida. Solo había que creer, soñar, y no dejar escapar.

- ¿Sabes quién es Loriga?

- ¿Quién?

- Loriga. Ray Loriga. Es un escritor. Es leerlo y acordarme de ti. Creo que te gustaría.

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Y sacó de su bolso una hoja de papel con un relato impreso. “Es suyo”, me dijo. Trataba de un chico y una chica que soñaban, unos héroes des-conocidos que podrían ser cualquier pareja. Fue leerlo y pensar automá-ticamente en Iggy y Bowie, preguntándome donde estarían, qué estarían haciendo en aquel mismo momento.

Años más tarde seguiría pensando qué sería de ellos, buscaría a una chi-ca bonita, querría saber cómo se inventó Manhattan y me plantearía si Tokio me querría alguna vez.

- Mañana me voy. Se me acaba la beca, y me han dado una colaboración en Madrid.

La acompañé hasta la estación de autobuses. Había sido poco tiempo, pero su presencia me había abierto hacia un mundo nuevo. La ciudad se quedaba tremendamente vacía, y sería jodidamente aburrida sin ella. Nos dimos un beso, despidiéndonos para probablemente no vernos nunca más. Una parte de mí encontraba que le faltaba algo. Me había acostum-brado demasiado rápido a su compañía.

Al cabo de dos años me vino a la cabeza algo que escribió Loriga en ese relato que Arantza me regaló, y cuyas palabras puso en boca de Bob Dylan: “Te dejaré estar en mis sueños, si yo puedo estar en los tuyos”. Nunca más volvimos a encontrarnos, nunca más volvimos a cruzarnos, ni tan solo en sueños. Solo sabíamos de la existencia del otro a través del recuerdo.

FIN

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Texto original:

Conducía un camión lleno de dinamita por la Plaza Roja cuando se dio cuenta de que ya no había nada que hacer allí. Se acordó de la foto de Iggy Pop y David Bowie en Moscú. Trató de encontrarlos pero no dio con ellos. Así que comenzó a angustiarse y se angustió tanto que se despertó.

Le pregunté: ¿Qué coño pasa?

Y dijo: Nada, sólo era un sueño.

Después volvimos a quedarnos dormidos. Soñé que tenía una pistola de plata. Una pistola preciosa. Primero disparaba contra el tío que mató a Lennon y pensaba: eso está bien, pero después me ponía a dispararle a todo el mundo. Disparaba sobre los que iban de uniforme y me daba igual que fueran policías, carteros, azafatas o futbolistas. Sinceramente no sa-bía qué pensar al respecto. Cuando se terminaron las balas, tiré la pistola al suelo y eché a correr. Corría tan deprisa como podía, y podía correr real-mente deprisa. Tanto que los niños temblaban en sus asientos cuando pa-saba cerca de un colegio. Corría mucho mas deprisa de lo que he corrido nunca despierto, dos o tres veces más. Cuando llegué a Moscú me puse a buscar a Iggy y a Bowie pero para entonces ya era viejo y estaba cansado. Un chico con una cazadora de cuero me dijo: Bowie ya no está aquí, se ha ido a Berlín, Iggy está con él. Hace rato ha venido tu chica, pero ella corría más que tú. Ya debe estar allí. Después el chico se marchó y me quedé solo y empecé a comprender que todo era un sueño, desde el principio. Porque yo no podía ver en sus sueños y porque ni siquiera tenía chica.

Muchos años más tarde estuve en Berlín con ella y, a pesar de que Bowie ya no estaba allí, pasamos un tiempo extrañamente feliz. Berlín es una ciudad jodidamente extraña. Contamos ángeles bajo la lluvia, saludamos a la gente del circo cuando ya se marchaban, compramos medallas a los desertores y yo me acordé de algo que decía Bob Dylan:”Te dejaré estar en mis sueños, si yo puedo estar en los tuyos”.

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