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LA EXPULSIÓN John Christopher El agua escaseaba siempre entre planeta y planeta, incluso en un buque como el Ironrod. Al llegar a Forbeston, mi primera visita era siempre a la piscina. Me sumergía en sus aguas teñidas de verde y, después de nadar un rato, me tumbaba de espaldas, flotando. En lo alto, más allá de la casi invisible cúpula protectora, relucía el terciopelo púrpura del cielo marciano, moteado, ahora que el sol estaba bajo en el horizonte, con las mayores estrellas. Una de ellas, estática y enorme, era verde. De la piscina al club; la rutina habitual. El Club de Oficiales Decanos estaba en la confluencia de las calles 49 y X, en frente del edificio del Departamento de Comercio. Hacía dos años que pertenecía al club, y a los 34 no era ya el oficial más joven. Un prodigio de 31 años había obtenido su carnet de miembro dos o tres meses antes. Desde su pequeño cubículo, Steve me reconoció, lo cual era evidentemente un honor. Sacó el correo de mi casilla: media docena de facturas, dos vococartas de un primo lejano, y un montón de vocoanuncios. Steve dijo: —¿Dónde ha estado usted, capitán Newsam? El citar el apellido era otra parte de su técnica: me había dado cuenta de que a las personas a las cuales conocía desde hacía años se limitaba a saludarlas con el nombre de «capitán», «comodoro», o lo que fueran. —En Venus... en Mercurio —le dije—, en Clarke's Point... en Karsville... en Mordecai... Lo de siempre. —Usted dando vueltas por ahí —dijo—. Yo estoy clavado aquí. No era la primera vez que oía aquella queja; se la había oído al propio Steve, y a otros hombres de Forbeston y de otros lugares. Aunque la mayoría de ellos parecían bastante satisfechos de su suerte. —Un lugar es igual que otro. —Sí —dijo—. Así parece. Uno se acostumbra a un sitio, y... ¿Va usted a comer? —Desde luego. —Dejé caer los vocoanuncios en un vertedero—. ¿Quiere hacerme un favor, Steve? —Con mucho gusto. —Localíceme al capitán Gains. Su vacilación duró apenas un segundo, pero estoy acostumbrado a observar los pequeños detalles y a extraer consecuencias de ellos. Obtuve mi diploma con una tesis sobre el estudio psicológico de la conducta. Noté el parpadeo de los ojos de Steve, y el involuntario movimiento de sus manos.

Chistopher, John - La Expulsion

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LA EXPULSIÓN John Christopher El agua escaseaba siempre entre planeta y planeta, incluso en un buque como el Ironrod. Al llegar a Forbeston, mi primera visita era siempre a la piscina. Me sumergía en sus aguas teñidas de verde y, después de nadar un rato, me tumbaba de espaldas, flotando. En lo alto, más allá de la casi invisible cúpula protectora, relucía el terciopelo púrpura del cielo marciano, moteado, ahora que el sol estaba bajo en el horizonte, con las mayores estrellas. Una de ellas, estática y enorme, era verde. De la piscina al club; la rutina habitual. El Club de Oficiales Decanos estaba en la confluencia de las calles 49 y X, en frente del edificio del Departamento de Comercio. Hacía dos años que pertenecía al club, y a los 34 no era ya el oficial más joven. Un prodigio de 31 años había obtenido su carnet de miembro dos o tres meses antes. Desde su pequeño cubículo, Steve me reconoció, lo cual era evidentemente un honor. Sacó el correo de mi casilla: media docena de facturas, dos vococartas de un primo lejano, y un montón de vocoanuncios. Steve dijo: —¿Dónde ha estado usted, capitán Newsam? El citar el apellido era otra parte de su técnica: me había dado cuenta de que a las personas a las cuales conocía desde hacía años se limitaba a saludarlas con el nombre de «capitán», «comodoro», o lo que fueran. —En Venus... en Mercurio —le dije—, en Clarke's Point... en Karsville... en Mordecai... Lo de siempre. —Usted dando vueltas por ahí —dijo—. Yo estoy clavado aquí. No era la primera vez que oía aquella queja; se la había oído al propio Steve, y a otros hombres de Forbeston y de otros lugares. Aunque la mayoría de ellos parecían bastante satisfechos de su suerte. —Un lugar es igual que otro. —Sí —dijo—. Así parece. Uno se acostumbra a un sitio, y... ¿Va usted a comer? —Desde luego. —Dejé caer los vocoanuncios en un vertedero—. ¿Quiere hacerme un favor, Steve? —Con mucho gusto. —Localíceme al capitán Gains. Su vacilación duró apenas un segundo, pero estoy acostumbrado a observar los pequeños detalles y a extraer consecuencias de ellos. Obtuve mi diploma con una tesis sobre el estudio psicológico de la conducta. Noté el parpadeo de los ojos de Steve, y el involuntario movimiento de sus manos.

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—Trataré de localizarle, capitán. Últimamente no le he visto por aquí. —Dijo. Dije, rápidamente: —¿Cuánto tiempo hace que no le ha visto? Sus maneras volvían a ser tranquilas. —Bueno, ya sabe usted lo que pasa. Con los oficiales de servicio, uno no sabe nunca si están aquí o de viaje. Y cuando están en Forbeston, no siempre vienen al club. Se dedican a hacer excursiones, y todo eso. —Tiene usted muy buena memoria, Steve. ¿Cuándo vio al capitán Gains por última vez? Fingió reflexionar. —Hará un par de meses, quizá. ¿Cuánto tiempo ha estado usted fuera? —Unos dos meses. —Sí. Más o menos, ése es el tiempo. —Gracias. De todos modos, trate de localizarlo. Voy a comer. Encontré una mesa vacía junto a la ventana y encargué la comida. La ventana permitía ver el patio de recreo de la Forbeston Junior School; mientras comía, contemplé la generación que iba a relevarme cuando hubiera completado mis veinte años de servicio espacial y estuviera dispuesto a retirarme a la plantación de las colinas. No me di cuenta de que alguien se acercaba a mi mesa. El recién llegado dio unos golpecitos en el respaldo de mi silla. —¿Le importa que me siente aquí? Era Matthews, del Firelake. Había viajado con él varias veces, a diversos lugares, y me era bastante simpático. Hice un gesto de asentimiento. —¿Acaba usted de llegar? —Hace unas tres horas. Asintió. —Yo llevo aquí una semana. Ahora hacemos la ruta de Uranio. Un viaje muy pesado. Me tiene más que harto. En el último recorrido perdimos el Steelback. Es una ruta endiablada. —Un lugar es igual que otro —dije. Era la frase convencional. Matthews me miró. —Me alegro que piense usted así. —¿Qué otra cosa podría pensar? —La gente tiene ideas, a veces —dijo, vagamente—. ¿Pasa cerca de la Tierra su ruta actual? —Por la Luna. Clarke's Point. ¿Por qué?

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—Nosotros pasamos por Tycho. Tienen un telescopio bastante bueno. Acostumbro a ir al observatorio. Pueden verse pequeños grupos de edificios, cuando el tiempo es bueno. La conversación estaba haciéndose embarazosa. Mencionar la Tierra era ya malo de por sí; hablar del «tiempo» era algo peor. Miré a Matthews. Su aspecto era completamente normal, pero me pareció notar una expresión de alerta detrás de la placidez de su rostro. —Nunca pienso en ello. —Dije, deliberadamente: —A veces, la gente resulta divertida —dijo Matthews—. A bordo teníamos un segundo oficial que llevaba con nosotros tres o cuatro años. Se le metió en la cabeza la idea de que la Tierra estaba organizando una flota de combate. Se pasaba el tiempo libre en la pantalla de observación, esperando ver acercarse a los cruceros enemigos. Me eché a reír. —¿Qué hicieron con él? —Le expulsaron. Supongo que a estas horas estará mejor informado. —Si es que está vivo. Matthews hizo una breve pausa. —¿Ha pensado usted alguna vez en los motivos de que expulsemos a la Tierra a los inadaptados? Le miré de nuevo. —No creo que haya que pensar en ello. El motivo es evidente. Dado que se promulgó una ley contra la lobotomía prefrontal, es la única alternativa que existe para librarse de ellos. A no ser que se opte por recluirlos en instituciones a nuestro cargo. Matthews apuró su café. —Sé que algunos dicen que nunca debimos abandonar la Tierra. Es más rica en recursos naturales que todos los planetas juntos. Añadí: —Y está poblada por unos mil millones de salvajes. No hubiésemos podido disponer de aquellos recursos, ni hubiésemos podido evitar la contaminación de habernos quedado a vivir entre aquella gente. El motivo que empujó a los de nuestra raza a trasladarse a los planetas fue el de poder desarrollar nuestra personalidad superior en paz y sin interrupción. Nuestro proyecto Sirio está en marcha. Dentro de un par de siglos, podemos estar juntos en un sistema distinto. —O podemos no estar en él —dijo Matthews—. No sería el primer proyecto que fracasara, empezando por el Próximo Centauro. Esto fue hace doscientos años. —Es usted muy pesimista —dije. —Consecuencias del viaje a Uranio —dijo. Sonrió—. Olvídelo. Un lugar es igual que otro. ¿Tiene algún plan para esta noche? —Poca cosa. Estoy tratando de localizar a un amigo mío.

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—Sí —dijo—. Es lo que me imaginaba. La observación resultó algo enigmática para mí. Pero Matthews se marchó antes de que pudiera hacerle más preguntas. Al salir del club pasé por el cubículo de Steve. —¿Ha localizado al capitán Gains? —le pregunté. Sacudió la cabeza. —Bueno, déjelo correr. Voy a llegarme a su casa. Si no está allí, habrá algún mensaje suyo. Steve asintió. Al marcharme vi que conectaba el vidifono que tenía en frente de él. La vivienda de Larry se encontraba a unos siete u ocho kilómetros en las afueras de la ciudad. Recogí mi automóvil en el West Lock y me puse en camino. El sol se había puesto cuando salí de la ciudad, pero Phobos había salido ya, de modo que no necesité encender los faros del coche. Un cuarto de hora después me encontraba ante la casa de Larry. Pude verla iluminada por la claridad de la luna, pero en su interior no brillaba ninguna luz. Aparqué el automóvil y me dirigí hacia la casa. Empujé la puerta, que estaba abierta. El saloncito estaba razonablemente limpio. Pero los muebles tenían una capa de polvo, lo cual demostraba que hacía algunas semanas, por lo menos, que nadie había habitado allí. Me acerqué al vidifono y lo conecté. La pantalla no se iluminó. El hecho resultaba sorprendente. Larry debió dejar algún mensaje. Husmeé por toda la casa en busca de alguna pista. Pero no pude encontrar nada. Larry Gains y yo habíamos ido juntos a la escuela, habíamos ingresado juntos en la Universidad de Tycho y nos habíamos graduado juntos. Nuestros primeros cuatro años en el espacio los hicimos a bordo de la misma nave —el Greylance, del Circuito Asteroides—, y cuando sobrevino la inevitable separación, con mi nombramiento de capitán del Ironrod, continuamos viéndonos todo lo que las circunstancias nos permitían. Afortunadamente, las dos naves tenían su base en Forbeston. Seis meses antes, el viejo Greylance había dado su última vuelta alrededor del Cinturón; un trozo de roca con un peso de más de veinte toneladas lo había abierto en dos. Larry había sido uno de los supervivientes, pero con heridas lo bastante graves como para mantenerle un año, como mínimo, fuera de servicio. Entonces había comprado la casa, y yo había pasado aquí con él un par de permisos. Ahora, el lugar estaba desierto. ¿Le habrían enviado de nuevo al espacio en una nave especial? En tal caso, hubiera dejado un mensaje, aunque también pudo ocurrir que pensara estar ausente menos tiempo... Ésta parecía ser la única explicación posible. Pero había el hecho de la espesa capa de polvo, y había el hecho de la extraña expresión de los ojos de Steve cuando mencioné el nombre de Larry. Di otra vuelta por la casa, con una sensación de desconcierto. Encontré una cinta de la edición de Forbeston de la Tycho Capsule. La hice deslizar por la pantalla: 24 del VII... Era una cinta atrasada. Más de dos meses. No oí ningún ruido en el exterior de la casa. Oí que se abría la puerta detrás de mí y me volví en redondo, pensando que iba a encontrarme ante el propio Larry. Pero, en vez de Larry, vi a dos hombres que llevaban el uniforme médico. Uno de ellos dio un paso hacia adelante.

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—¿Capitán Newsan? —Sonó como una pregunta, pero en realidad era una afirmación. Asentí. —Le necesitamos a usted para una comprobación —dijo—. No le retendremos mucho tiempo. —Ya he pasado la revisión. Esta tarde. Cuando llegué en el Ironrod. —Lo sé, lo sé —dijo el médico—. No le retendremos mucho tiempo. —No me retendrán ustedes absolutamente nada —dije—. He pasado mi revisión. Si quieren algo de mí, diríjanse a la Base Venus. Me dispuse a marcharme. El hombre que había hablado no hizo nada. El otro alzó su mano izquierda y la agitó suavemente. Arodato venusino, desde luego, contra el cual estaban inmunizados. Vi el polvillo dorado avanzar hacia mí, y sólo pude dar un par de pasos antes de sentir que se paralizaban mis músculos. Perdí el conocimiento. Desperté en el edificio Médico de Forbeston. Mis músculos estaban aún rígidos. Me encontraba en una camilla, debajo del Comprobador. Los dos médicos estaban allí, y un capitán médico. Era un hombre bajito y rechoncho, de largas patillas, con una sonrisa que le llegaba de oreja a oreja. —Lamento haber tenido que utilizar estos procedimientos. Incidentalmente, puedo asegurarle que estábamos autorizados para actuar de este modo. Se lo digo por si se le ocurre la idea de presentar una querella contra nosotros. —Dijo. El estar debajo del Comprobador explicaba lo del aerodato, pero no explicaba por qué. Estuve a punto de decir algo, pero decidí mantener la boca cerrada. Colocaron los electrodos detrás de mis orejas. El globo del Comprobador se encendió, con su color rosado normal. El capitán dijo: —Me llamo Pinski. Ahora, capitán Newsan, dígame: ¿es usted comandante de navío del Ironrod, de la línea Venus-Mercurio? —Sí. —¿Aterrizó usted hace cinco horas? —Si llevo aquí media hora... sí. Las preguntas continuaron, la mayor parte de ellas pura rutina. Pinski miraba de soslayo el globo del Comprobador. Luego empezó a formular unas cuantas preguntas menos «normales». —¿Ha estado alguna vez en los otros planetas? —¿Más allá de los Asteroides? No. —¿Conoce usted al comandante Leopold? —No. —¿Y al comandante Stark? —No.

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—¿Qué opina usted de la lobotomía? —Nunca he pensado en ella. Ahora no se utiliza, ¿verdad? Se recurre a la expulsión. —¿Y sobre el proyecto Sirio? —No estoy demasiado interesado en él. —¿Sueña usted en amplias extensiones de agua? —No he vuelto a soñar en ellas desde que era niño. No tenía ningún motivo para temer lo que pudiera señalar el Comprobador, de modo que no me puse nervioso. El globo seguía proyectando su luz rosada, mientras iban brotando las preguntas. Pinski dijo: —¿Qué estaba usted haciendo en el lugar donde le encontraron los médicos? —Tengo la impresión de que lo sabe usted perfectamente. Estaba buscando al capitán Gains. Tal vez pueda usted decirme dónde le encontraré —dije. Pinski sonrió. —No soy yo quien está bajo el Comprobador, capitán Newsam. —Dio un paso atrás—. Creo que todo está en regla. Lamento haberle molestado. Dentro de un par de minutos podrá usted marcharse por su propio pie. Al salir, pase por el bar. La tercera puerta a la derecha, siguiendo el pasillo. Me encontrará allí. Tendré mucho gusto en invitarle a una copa. Le encontré en el bar, tal como me había dicho. Estaba sentado ante una mesa, con dos vasos delante de él. Alguien debió decirle que yo bebía ginebra de endrina. Me senté en la silla vacía. —Me alegro de conocerle en circunstancias más «normales», capitán Newsam —dijo Pinski—. Beba, por favor. Cogí el vaso. —Ahora, dígame por qué... Alzó una mano. —Siento decirle que no puedo darle a usted ninguna información acerca de los motivos por los cuales ha sido usted sometido al Comprobador. —De acuerdo —dije—. Entonces, ¿sabe usted dónde puedo encontrar a Gains? Vaciló un brevísimo instante. —La respuesta tiene que ser no —dijo. Apuré el contenido del vaso. —Le agradezco mucho su hospitalidad. Buenas noches, capitán Pinski. —Permítame darle un consejo puramente médico —dijo—. Váyase directamente a la cama y procure dormir.

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—¡Gracias! —dije. Y me marché. Forbeston, al igual que todas las estaciones de tránsito de las rutas interplanetarias, tenía su lado menos respetable. Me dirigí directamente al East Side, en la confluencia de las calles 90 y J. El «Persépolis» es un pequeño club situado al final de la calle 90. Soy un antiguo cliente del club, pero cada vez que voy allí me siento menos satisfecho de ello. Me tomé un par de ginebras de endrina en el bar. Estaba terminando con la segunda cuando se me acercó Cynthia. —¡Hola! Cuanto tiempo sin verte... —Lo mismo digo. Oye, ¿has visto a Larry por aquí? —¿Larry? No he vuelto a verle desde la última vez que estuvisteis aquí los dos. Pero he estado una temporada fuera, viajando por el Gran Canal. Espera, se lo preguntaré a Sue. —Gracias —dije. Estuvo ausente dos o tres minutos. Cuando regresó, me dijo: —No. No le han visto por aquí desde entonces. Pero Cynthia había dejado de mostrarse espontánea; su actitud de recelo era evidente. Y no parecía sentir la menor curiosidad acerca de lo que podía haberle sucedido a Larry. —Creí que éramos amigos, Cynth... Vamos, ¿qué es lo que pasa? —dije. —¿Lo que pasa? No sé que pase nada. Ni siquiera me has invitado a beber. Dejé caer un billete sobre la mesa. —Tómate una copa a la salud de Larry. Buenas noches, Cynthia. Me alcanzó antes de que llegara a la puerta. —No lo sé, Jake, palabra que no lo sé. Lo único que me han dicho es que no me convenía hacer preguntas acerca de Larry. Ahora me estaba diciendo la verdad. —Gracias —le dije—. De todos modos, buenas noches. —¿A dónde vas ahora? —Sólo hay un lugar donde puedo obtener alguna información. La Oficina Terminal tenía controlados a todos los oficiales que navegaban por el espacio. Allí tenían que conocer forzosamente el paradero de Larry. Subí a mi automóvil y solté los frenos. Detrás de mí, una voz familiar dijo: —No parece haber tenido mucha suerte en lo que respecta a encontrar a su amigo, capitán Newsam. Era Matthews. Estaba retrepado en el asiento trasero del automóvil. —No esperaba encontrarle aquí —dije.

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—He pensado que no tendría usted inconveniente en llevarme a casa. Vivo en la calle 72. —¿Qué me dará a cambio? ¿Información? —Un trago. Y tal vez información. —De acuerdo —dije—. ¿Qué número? Era un apartamento más lujoso de lo que yo hubiera imaginado que podía costearse Matthews. Cuatro habitaciones, muy bien montadas. Me hizo sentar en una cómoda butaca delante de un chisporroteante fuego, y me sirvió un vaso de ginebra de endrina. El hecho de que todo el mundo supiera la clase de bebida que me gustaba había dejado de preocuparme. —Ahora —dije—, deseo saber dónde está Larry Gains. Matthews frunció las cejas. —¿Gains? ¡Ah, sí, ese amigo al que usted no encuentra...! Dije, desabridamente: —¿Qué información puede usted darme? —Creí que había venido por la ginebra... —dijo—. No, no se marche. Si va usted a la Oficina Terminal a esta hora, no encontrará allí más que al guardián nocturno, el cual le dirá a usted que vuelva mañana. Termine su ginebra, y sírvase otra. Tengo entendido que le llevaron a usted a comprobación a primera hora de la noche, ¿verdad? —Sí. —¿Qué clase de preguntas le hicieron? Se lo dije, y él asintió. —Leopold... Stark... Muy interesante. —Ahora, dígame: ¿qué hay detrás de todo esto? Tardó unos segundos en contestar, y lo hizo con otra pregunta: —¿Recuerda la conversación que hemos sostenido esta tarde? —Más o menos. Hablaba usted de los inadaptados. Matthews me miró fijamente. —El capitán Larry Gains fue clasificado como inadaptado hace tres semanas. Fue expulsado a la Tierra hace una semana. ¿Es eso lo que quería saber? —Creo que está usted confundido. Larry se encontraba perfectamente cuando le vi por última vez, hace cosa de dos meses. Y para que a uno le clasifiquen de inadaptado tienen que transcurrir tres meses. —dije. —No, si la clasificación es 3-K —dijo Matthews suavemente. —¿3-K?

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—Actividades organizadas contra el Estado. —Esto me resulta aún más increíble, tratándose de Larry. —Dígame —inquirió Matthews—, ¿qué sabe usted acerca de la Tierra? —Lo que todo el mundo sabe. Que cuando estalló la tercera guerra atómica, las colonias de la Luna y las de Marte declararon su neutralidad. La mayor parte de los estados mayores técnicos de las bases terrestres se apresuraron a unirse a ellas, y los que no lo hicieron es de suponer que perecieron en el conflicto. El curso de la guerra fue seguido por radio hasta que la última emisora desapareció del éter, señalando el derrumbamiento. Las colonias se concentraron en su propia expansión, primero sobre la Luna y sobre Marte; más tarde sobre Venus y sobre las lunas de Júpiter, Saturno y Urano. Hubiera sido descabellado regresar a una Tierra envenenada de gases radioactivos, con una población salvaje minada por las enfermedades y por las radiaciones. Lo más lógico era extenderse hacia otros sistemas. —Y, desde luego —dijo Matthews—, existía el Protocolo. Supongo que el Protocolo puede ser llamado la base de nuestra educación. En él se afirma que lo antiguo y caduco debe ser dejado atrás; que el hombre debe ir en busca de cosas más valiosas, y no regresar al mundo de desgracia y de miseria al cual estuvo atado tanto tiempo. Se afirman muchas más cosas, pero ésas son las fundamentales. Los chiquillos tienen que aprenderse el Protocolo de memoria. —Sí, el Protocolo —dije—. El Protocolo surgió de un modo natural de las circunstancias. —Desde luego —convino Matthews—. De las circunstancias. Pero las circunstancias cambian. Y el Protocolo sigue siendo el mismo. —¿Por qué tendría que cambiar? —Bueno, ¿cree usted que la mejor existencia que puede tener un hombre es pasar de un medio ambiente artificial a otro? ¿Volverle la espalda a un planeta increíblemente productivo? —No es más que una etapa de transición. El proyecto Sirio... —...es un fracaso —dijo Matthews—. Pero no lo sabremos de un modo oficial hasta que hayan redactado un nuevo proyecto... otra zanahoria delante del borrico. Pero es un fracaso. Dos planetas. Ni habitables, ni con posibilidades de convertirse en habitables. Dije, lentamente: —Ahora quizá me dirá usted qué tiene que ver todo eso con Larry Gains. Matthews se puso en pie y se acercó a la telepantalla. Pulsó un pequeño interruptor que había a su izquierda, y en la pantalla aparecieron una serie de círculos concéntricos que iban ensanchándose desde el centro. Se trataba de un sistema de alarma: si alguien se acercaba a la habitación, los círculos se harían irregulares. Matthews volvió a sentarse. —A raíz del accidente que sufrió, Gains dispuso de mucho tiempo libre. Y se dedicó a pensar. Luego conoció a alguien de nuestro grupo, y, resumiendo, se unió a nosotros. —¿Su grupo? ¿Se unió a ustedes?

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—Representamos a un partido cuyo objetivo es la derogación del Protocolo. Queremos regresar a la Tierra, recolonizarla y librarla de la barbarie. Gains se unió a nosotros. —Está usted loco. ¿Qué le hace creer que sabe usted más que el Directorio? Cada año que pasa, mejoramos las condiciones de los planetas. Las nuevas construcciones en el Gran Canal ocuparán más de cuarenta kilómetros cuadrados. —dije. —Construcciones cada vez mayores —dijo Matthews—, pero siempre artificiales. Nunca la posibilidad de vivir una vida natural en un medio ambiente natural. —¿Y Larry? ¿Permitieron ustedes que le cogieran? —Fue mala suerte. —¿Mala suerte? —Sí, mala suerte. Controlaron sus conversaciones con un amigo suyo. Les detuvieron a los dos. Afortunadamente, no conocían más que a dos hombres del grupo... y ésos pudieron escapar. No podemos hacer nada por Gains y Bessemer. Absolutamente nada. —De modo que lo han expulsado... ¿Está seguro de que no lo tienen retenido en alguna parte? —En determinados aspectos, nuestro servicio de información es perfecto. Fueron expulsados los dos. Les dejaron caer en el continente Americano —al Norte, exactamente—. Allí es donde suelen dejar caer a los inadaptados. Algo me había estado preocupando todo el tiempo, y repentinamente supe lo que era. Dije, cautamente: —Bueno, ya he obtenido la información que vine a buscar. Ahora empiezo a preguntarme por qué la he obtenido. No creo que usted piense que soy inofensivo para su organización, por el solo hecho de que Larry perteneciera a ella. Y, sin embargo, me ha revelado usted un montón de cosas, de las cuales yo podría hacer un mal uso. ¿Por qué lo ha hecho? Matthews sonrió. —Bueno, no le he dicho a usted nada que el Directorio no sepa. Excepto que yo formo parte del grupo, aunque dispongo de los medios para escapar; de todos modos, no soy indispensable. Pero está usted en lo cierto al creer que existía un motivo. Gains era un buen amigo suyo. —El mejor. —Era un hombre excelente. Sentimos mucho su pérdida, y nos gustaría hacerle regresar. —¿Regresar? ¿De la Tierra? —Tenemos un pequeño crucero a nuestra disposición —esto es confidencial, y al decírselo quemo sus naves y las nuestras—, y podemos ir a la Tierra y regresar. Pero no es una tarea fácil, y desde luego no podemos ni pensar en organizar patrullas de exploración. Pero si alguien es expulsado con instrucciones para Gains y Bessemer, a fin de que se dirijan a un lugar donde podamos recogerlos... podrían regresar los tres. Tenemos la suerte de que los inadaptados son dejados caer siempre en la misma zona, aproximadamente. Esto significa que no sería muy difícil encontrarlos.

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—¿Qué sabe usted acerca de las condiciones de aquella parte del planeta? Matthews me miró a los ojos. —Absolutamente nada. Reflexioné unos instantes. —De acuerdo. Iré. ¿Qué es lo que tengo que hacer? Matthews sonrió. —No me equivoqué al suponer que lo haría. En cuanto a ir, resultará bastante fácil. Tenía usted el propósito de dirigirse a la Oficina Terminal. Hágalo. Si se muestra usted insistente, le informarán acerca de Gains. Después de esto, la cosa será fácil. En la oficina estará usted bajo observación automática, y la inyección de adrenalina que se pondrá usted antes de ir allí quedará registrada. Esto les hará entrar en sospechas. Enviaremos al club unos documentos comprometedores a su nombre. A partir de aquel momento, todo irá muy de prisa. Y espero que cuando le sometan a usted de nuevo al Comprobador, conservarán una razonable distancia entre sus sospechas y lo que realmente sucede. Creo que lo harán. Los Comprobadores no son demasiado buenos, actualmente. —Gracias —dije—. Parece usted haberlo previsto todo. Pero, por simple curiosidad, dígame: aquella observación acerca de quemar sus naves y las mías, ¿significa que de no haber accedido a...? —Confiamos plenamente en usted —me interrumpió Matthews—. Pero, si nos hubiésemos equivocado... Apuntó su pulgar hacia el suelo con mucha delicadeza. Quedé sorprendido de la rapidez con que se desarrollaron los acontecimientos. Los documentos que Matthews me envió al club debían ser muy comprometedores. Fui trasladado a la Luna, a Arquímedes, para la decisión final, que estaba decidida de antemano. Al cabo de una semana de mi conversación con Matthews, estaba escuchando la sentencia que me condenaba, por inadaptado, a ser expulsado a la Tierra. En la puerta de la sala donde se había reunido el tribunal, alguien me estaba esperando. Pinski. —He sido comprobado tres veces en una semana. Creí que había terminado usted ya conmigo. —dije. Pinski sonrió. —Esta vez es distinto. Esta vez vamos a someterle a la hipnosis. Me apresuré a decir: —No puede usted hacer eso. La Norma 75 estipula que nadie puede ser sometido a una forma de interrogatorio que su mente consciente no pueda observar. El Comprobador es el límite. —Conoce usted las normas, ex capitán Newsam —dijo Pinski—. Desgraciadamente, han dejado de tener aplicación para usted. El Estado le ha privado a usted de todos sus derechos. No nos llevará mucho tiempo.

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Demasiado, pensé amargamente, para las fuentes de información de Matthews. Me encontraba completamente indefenso. Podía tratar de resistir, pero el aerodato acabaría con mi resistencia. Me quedé quieto mientras Pinski preparaba el pequeño hipnotizador. —Siéntese —me dijo. Las pequeñas bolas plateadas empezaron a girar; los espejos despidieron unas extrañas luces. Oí la voz de Pinski, próxima al principio, luego cada vez más lejana. Al cabo de un indefinido espacio de tiempo, la voz de Pinski otra vez. —Despierte, Newsam. Despierte. Levanté la cabeza, con la mente despejada. Pinsky me estaba mirando con una expresión de lástima. —Ha tenido usted mala suerte —observó—. Le han engañado a usted miserablemente. No estaba seguro de lo que habían obtenido de mí, aunque supuse que había sido todo. —No me quejo —dije. Pinski dijo: —Desgraciadamente, no existe ningún precedente de reclamación de inadaptados; de haber existido, podíamos haberle salvado a usted. Tal como están las cosas... puede usted aceptar la expulsión con la satisfacción de haber prestado un servicio final al Directorio. No sabíamos nada acerca de aquel crucero. —Hizo una pausa—. La nave le espera. Buena suerte, Newsam. Estreché la mano que me tendía. A continuación, los guardianes me condujeron a la rampa principal. Dirigí una última mirada a Arquímedes, y entré en la nave. Era muy pequeña; menos de diez mil toneladas. Durante las tres horas de viaje hacia la Tierra, tuve tiempo más que sobrado para reflexionar. El plan de Matthews se había venido abajo. Cuando el crucero llegara al lugar de la cita, se encontraría con una flota de combate esperándole. De todos modos, eran unos locos al tratar de derribar al Directorio. En cuanto a establecerse de nuevo en la Tierra, no tardaría en saber a mi costa lo que significaba, con la ayuda de Larry y de Bessemer... si es que podía encontrarlos. La nave se colocó en órbita, y empezaron los preparativos finales para mi lanzamiento. Matthews había estado en lo cierto, al menos, al decir que no dejaban caer a los inadaptados al buen tun-tún. Toda la operación estaba minuciosamente calculada. Cuando hubieron terminado, me encontré metido dentro del traje de lanzamiento. El capitán de la nave me dio las pertinentes instrucciones. —Los cinco chorros de retardamiento se encenderán automáticamente. Después del quinto, se abrirá el primer paracaídas, y diez segundos más tarde se abrirá el otro. —Sonrió tristemente—. Si al cabo de quince segundos no se ha abierto, sabrá usted que la cosa no marcha como es debido. No creo que le quede a usted un hueso sano después de aterrizar en tales condiciones. —Muchas gracias —murmuré.

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—Hasta ahora no hemos tenido ninguna queja —continuó—, aunque supongo que los perjudicados no habían quedado en condiciones de quejarse. Si todo va bien, aterrizará usted en el lugar donde son enviados todos los inadaptados. Gracias a la generosidad de nuestro Directorio, caerá usted en una zona en la que abunda la caza, y si consigue sobrevivir el tiempo suficiente, podrá llegar a cultivar la tierra. Y está muy cerca del mar, al mismo tiempo. Antiguamente creo que se llamó New Hampshire. —¿Qué hay de las provisiones? —Lleva usted alimentos concentrados para una semana. Y una pistola Klaber con cien cargas. Salté al vacío sin esperar que la carga de aire me empujara. En el momento de saltar se encendió el primero de los chorros de retardamiento. Cuando se encendió el quinto, se me ocurrió una idea que heló la sangre en mis venas. Matthews no había previsto que pudieran someterme a la hipnosis. ¿Y si él y su grupo estaban equivocados en otros detalles? ¿Y si la observación del capitán acerca de la no apertura del segundo paracaídas había sido algo más que una broma de mal gusto? ¿Quién podía saber si la expulsión era un modo como otro de dar cumplimiento a una sentencia de muerte? El primer paracaídas se abrió. Empecé a contar lentamente los segundos. Al llegar a quince, supe que estaba en lo cierto. La velocidad de mi caída fue aumentando. Abajo me aguardaba la muerte. A los veinte segundos, con un fuerte tirón, se abrió el segundo paracaídas. El sentido del humor del capitán era más horrible aún de lo que había imaginado. Con todo, novato como era en aquella clase de descensos, me estrellé contra el duro suelo. Mi cabeza chocó contra algo, y perdí el conocimiento. Antes de abrir de nuevo los ojos, oí la voz de Larry. Creí que se trataba de una alucinación, pero de ser así era una alucinación muy persistente. —Vamos, Jake. Despierta de una vez. Abrí los ojos. Era Larry. Y lo más raro de todo era que detrás de él había otra media docena de personas. Y dos de ellas eran mujeres. —Tenía que encontrarme contigo y llevarte a un lugar de la costa, para que un crucero nos recogiera a ti, a Bessemer y a mí. Pero el Directorio está enterado de todo. Será una trampa... —dije. Larry se echó a reír. —Es una trampa, desde luego. Pero no del Directorio, te lo aseguro. —Estoy hablando en serio —dije—. Me sometieron a la hipnosis y se enteraron de todo. —Lo sabíamos —dijo Larry—. Matthews no podía advertírtelo, naturalmente, porque se hubieran enterado también de la advertencia. De modo que tuvo que inventarse una historia. Una historia capaz de convencerte a ti, y de despistar al Directorio al mismo tiempo. —¿Cómo sabes todo eso?

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—No tenemos ningún crucero —dijo Larry—. No tenemos ni siquiera una barca de pesca. Pero mantenemos contacto por radio. Te estábamos esperando. Siempre esperamos a los inadaptados que son lanzados aquí. —¿Esperáis? —pregunté—. ¿Quieres decir...? —Sí —dijo Larry—. Tenemos aquí una pequeña colonia, cincuenta y ocho en total, y vamos aumentando. Me ayudaron a quitarme el traje de lanzamiento. Noté un soplo de aire natural en, mi rostro, mezclado con el perfume, el indescriptible perfume de las flores, de la hierba y de los árboles. Larry espiaba mis reacciones. —Esto es algo, ¿no? —¿Y los salvajes? —inquirí. Se encogió de hombros. —Tal vez haya algunos más al oeste. No hemos tenido tiempo de explorar todo esto detenidamente. Pero esta zona está despejada. La tierra crujía bajo mis pies. —Pero, ¿por qué? —pregunté—. El Directorio tiene que saber cómo es este planeta. ¿Por qué no regresan aquí, en vez de entretenerse con proyectos interestelares que no conducen a ningún resultado positivo? —El Directorio —dijo Larry— es una organización establecida para gobernar un grupo de ciudades artificiales perfectamente controladas. Un Estado que se extiende sobre una docena de planetas y de satélites, pero un Estado completamente urbano. Si los hombres regresaran a la Tierra, volvieran a cultivar el suelo y a vivir en pequeñas comunidades como nosotros hacemos ahora, el poder del Directorio quedaría anulado. Y si deseas que te aclare más los motivos, es que desconoces por completo la naturaleza humana. —¿Crees que podemos vencerles? —le pregunté—. ¿Que podemos desafiarles ante sus mismas narices? ¿Olvidas acaso que disponen de un telescopio, el telescopio de Tycho, apuntando directamente a la Tierra, inspeccionándolo todo? —Nosotros no deseamos vencer a nadie —dijo Larry—. Lo único que queremos es pasar inadvertidos. Vivimos en una aldea de edificaciones muy pequeñas, enmascaradas, por añadidura, para más seguridad. Cultivamos nuestra tierra, y nuestros agentes en los planetas se encargan de reclutar nuevos adeptos. De repente me acordé de Matthews. —¡Pobre Matthews! —murmuré—. ¡Pensar que sigue en Forbeston! —No te preocupes —dijo Larry—. No tardarás mucho en verle. Tiene prevista su detención para dentro de tres meses. Se echó a reír, y el resto del grupo coreó su risa. Una risa contagiosa. De pronto, estallé en una carcajada incontenible. Larry apoyó una mano en mi hombro. —Mira eso —dijo—. Míralo bien. Mis ojos siguieron la dirección de su mano, y pude contemplar la puesta del sol. FIN