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Ciencia y anticiencia L a afluencia de éxitos con los que la ciencia ha dulcificado la vida humana es de tal magnitud que de ordinario apenas recordamos la existencia de quienes cuestionan el sentido y utilidad de la misma. La denuncia del peligro de guerra nuclear o de la robotización del ser humano en una sociedad enteramente tecnificada y despersonalizada, han cedido el paso en la actualidad a la batalla contra la contamina- ción medioambiental, originada por un industrialismo en el que los intereses crematísticos priman sobre cualesquiera otros. Sin embargo, tales críticas se centran en definitiva tan sólo sobre las consecuencias tecnológicas del saber científico, aunque algunos traten de ampliarlas por extensión a la ciencia misma. Rafael Andrés Alemañ Berenguer http://raalbe.jimdo.com AUTORES CIENTÍFICO-TÉCNICOS Y ACADÉMICOS 105 La puntualización anterior se comprende justa si advertimos que la ciencia es nada más y nada menos que una herramienta intelectual con la que nos ayudamos en nuestro permanente esfuerzo por cono- cer la naturaleza. Y todos entienden que un instrumento es éticamen- te neutral, esto es, la bondad o maldad de sus efectos no depende más que de las intenciones de quien lo maneja. Los mismos individuos que protestan contra el uso militar de la energía nuclear saben perfecta- mente, o deberían saber, el importante papel que ésta juega en la lucha radiológica contra los tumores, por usar un ejemplo conocido. De todo ello se desprende que esta clase de amonestaciones contra la ciencia es de una índole completamente distinta a la que se examina- rá a continuación. De aquí en adelante calificaremos de anticiencia a la corriente de pensamiento que condena la ciencia en cuanto a estilo intelectual de aproximación a la realidad. La consideración de este asunto resulta de gran importancia si tenemos en cuenta que un abultado número de adeptos al ocultismo y a las paraciencias (ufología, espiritismo, para- psicología, misticismo, esoterismo,…) esgrimen este ideario como estandarte para reivindicar un respeto hacia sus actividades igual o

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Ciencia y anticiencia

L a afluencia de éxitos con los que la ciencia ha dulcificado la vidahumana es de tal magnitud que de ordinario apenas recordamos

la existencia de quienes cuestionan el sentido y utilidad de la misma.La denuncia del peligro de guerra nuclear o de la robotización del serhumano en una sociedad enteramente tecnificada y despersonalizada,han cedido el paso en la actualidad a la batalla contra la contamina-ción medioambiental, originada por un industrialismo en el que losintereses crematísticos priman sobre cualesquiera otros. Sin embargo,tales críticas se centran en definitiva tan sólo sobre las consecuenciastecnológicas del saber científico, aunque algunos traten de ampliarlaspor extensión a la ciencia misma.

Rafael Andrés Alemañ Berenguerhttp://raalbe.jimdo.com

AUTORES CIENTÍFICO-TÉCNICOS Y ACADÉMICOS

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La puntualización anterior se comprende justa si advertimos que laciencia es nada más y nada menos que una herramienta intelectualcon la que nos ayudamos en nuestro permanente esfuerzo por cono-cer la naturaleza. Y todos entienden que un instrumento es éticamen-te neutral, esto es, la bondad o maldad de sus efectos no depende másque de las intenciones de quien lo maneja. Los mismos individuos queprotestan contra el uso militar de la energía nuclear saben perfecta-mente, o deberían saber, el importante papel que ésta juega en lalucha radiológica contra los tumores, por usar un ejemplo conocido.De todo ello se desprende que esta clase de amonestaciones contra laciencia es de una índole completamente distinta a la que se examina-rá a continuación.

De aquí en adelante calificaremos de anticiencia a la corriente depensamiento que condena la ciencia en cuanto a estilo intelectual deaproximación a la realidad. La consideración de este asunto resulta degran importancia si tenemos en cuenta que un abultado número deadeptos al ocultismo y a las paraciencias (ufología, espiritismo, para-psicología, misticismo, esoterismo,…) esgrimen este ideario comoestandarte para reivindicar un respeto hacia sus actividades igual o

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superior al que gozan los conocimientos científicosconsagrados [Eliade (1977), Burckhardt (1979)]. Yadesde un principio hemos de renunciar a la aspira-ción que exige la solución de todos los enigmas, dadoque no existe un saber perfecto, y en esto están deacuerdo tanto los científicos como la mayoría de suscontrarios.

Se repite con harta frecuencia la acusación de quelos científicos se conducen como si fuesen los sumossacerdotes de un dogma establecido [Pauwels & Ber-gier (1981)], y aun admitiendo que cualquier sistemade creencias es susceptible de una censura semejan-te, nada nos asegura que si las ideas que articulan laparapsicología reemplazasen a la ciencia convencio-nal, los defensores de aquellas se comportarían demanera distinta a los partidarios de esta última. Sesuele reprochar a los hombres de ciencia que den alos parapsicólogos el mismo trato que antaño ellosmismos recibieron de los teólogos, perpetuando asíuna tradición de intolerancia. No obstante, la terque-dad en la defensa de la opinión propia es un defectoinherente al ser humano, y la experiencia nos permi-te dudar que el comportamiento de los adalides de laparapsicología fuese muy distinto.

La queja más asiduamente lanzada contra la cien-cia por sus detractores asegura que la metodologíacientífica, al servirse del análisis y la clasificación,fragmenta la realidad y falsifica su significado. Comomuestra, el escritor español Juan García Atienza(1930 – 2011) nos hacía saber que “... el conocimien-to del Cosmos, como el de uno mismo, nunca podrárealizarse a través de disciplinas encajadas en com-partimentos estancos (...) El conocimiento, por el con-trario, es una búsqueda constante de la Totalidad(...)” [García Atienza (1991)]. También el patriarca dela ufología española, Antonio Ribera (1920 – 2001),escribía [Ribera (1984)]:

“En el Cosmos no hay compartimentos estancos(...); lo que ocurre es que el hombre, en su limitacióntiene que ordenar y clasificar las cosas, con lo queirremediablemente hace abstracción de parte de suesencia. Un ejemplo, una roca será algo muy distintopara un químico, que para un geólogo o un arquitec-to (y no digamos para un poeta...) Quizá sea el poeta,en el modesto ejemplo citado, el que más se acerquea la íntima esencia del objeto que canta. (...)”.

El rechazo radical de la investigación científicaencuentra su fundamento en la convicción, repetidahasta la saciedad, de que tal modo de proceder nossumerge en un mundo de abstracciones separado delos hechos reales por un abismo insalvable.

Figura 1. Antonio Ribera Jordá.

La alternativa de los anticientíficos para la adqui-sición de conocimientos, es una especie de aprehen-sión mística de la realidad en su conjunto. En ella laintuición reemplaza a la razón, o por lo menos recu-pera una primacía sobre ésta de la que la ciencia orto-doxa la había despojado largo tiempo atrás. La nega-ción de que la verdad, o lo más parecido a ella,pueda brotar del conocimiento basado en la experi-mentación científica hace reclamar a los anticientífi-cos la apertura del espíritu hacia nuevas dimensionesde la realidad desde las que contemplar, cual si deuna atalaya se tratase, la totalidad de lo existente. Enla concepción de la anticiencia, el hombre encadena-do por el pensamiento científico y racionalista actua-ría como quien se ha perdido en las profundidades deun espeso bosque, no siendo consciente más que deun reducidísimo entorno a su alrededor [Michel(1973)]. Sólo cuando somos capaces de liberarnos denuestros prejuicios intelectuales conseguimos encara-marnos sobre la copa del árbol más alto y percibir elilimitado espacio que nos rodea.

�Análisis y totalidad

En el mundo de las paraciencias se tiene a Char-les Hoy Fort (1874 – 1932) por el principal exponen-te de esta filosofía. Charles Fort fue un periodista yescritor estadounidense que encontró uno de losmayores alicientes de su vida en la recolección de loque el llamaba “hechos condenados”, un conglome-rado de presuntos sucesos que resultaban inexplica-bles: desapariciones misteriosas, lluvias insólitas,fenómenos desconocidos, seres monstruosos, etc.[Fort (1974)]. El furor iconoclasta de Fort y su pasiónpor el exotismo irracionalista le extraviaron por unamaraña de hipótesis delirantes con las que pretendía

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explicar sus supuestos hechos condenados. Sostenía,por este afán, la existencia de un océano sobre laatmósfera terrestre (el “Supermar de los Sargazos”)por el que navegaban enigmáticos navíos que espo-rádicamente arrojaban cosas, o que la Tierra no esredonda sino cuadrada, y que algunos astros realizaninverosímiles movimientos erráticos en abierta oposi-ción a las leyes de la mecánica celeste.

Figura 2. Charles Hoy Fort.

Sin embargo es un error afirmar que Fort despre-ciaba toda sistematización; muy al contrario, su máscara aspiración intelectual era hallar un sistema teóri-co de mayor poder explicativo que el de la ciencia tra-dicional, el cual abarcase tanto sus “hechos malditos”como los ordinarios. Así nos lo expone en uno de susescritos: “Después, durante ocho años estudié todaslas artes y las ciencias de las que tuve noticias, y tam-bién inventé media docena más de ellas... Entoncesse me ocurrió un plan para coleccionar notas sobretodos los temas de la investigación humana, sobretodos los fenómenos inexplicables, para encontrar asíla mayor diversidad de datos, de concordancias quequisiesen decir algo de orden cósmico, o alguna leyo fórmula..., algo que se pudiese coleccionar, bus-cando siempre similitudes entre las diferencias másaparentes”.

Acerca de la posibilidad del análisis y de sus efec-tos, perniciosos o no, cabe hacer algunas precisionesesencialmente de orden lógico. El ideario anticientífi-co basa sus críticas a la ciencia en la presunción deque la práctica del análisis desvirtúa el conocimientode la realidad, y para demostrarlo se nos ofrece todoun género de argumentos, algunos de ellos muy leja-namente relacionados con la cuestión principal. Enaquellas argumentaciones que sí se atienen directa-mente a lo que se discute podemos detectar la supo-sición de que las cosas son lo que son en virtud de sus

relaciones con todo el resto de lo que existe, de dondese sigue que cualquier separación o catalogación laspriva de parte de su naturaleza y deja viciado nuestroconocimiento. Ahora bien, este punto de vista presu-pone que el conocimiento directo de una cosa impli-ca necesariamente el conocimiento completo de lasrelaciones de esa cosa con todo lo demás, y ésta esuna afirmación que no se sostiene.

En el ejemplo de la roca propuesto por Ribera nose diferencia en absoluto entre estos dos aspectos. Ungeoquímico puede dominar una cantidad abrumado-ra de información sobre una roca en particular (textu-ra, estructura composición, dureza) sin haberla vistonunca. Y a su vez, aquel a quien le ha caído sobre unpie puede decir con pleno derecho que tiene cono-cimiento directo de la roca, aunque ignore todos losdatos que sabe el geólogo sobre ella. Esta reflexiónnos indica que el conocimiento directo de una cosano implica lógicamente el conocimiento de sus rela-ciones, así como que el conocimiento de algunas desus relaciones no comporta de modo ineludible elconocimiento de todas las demás.

El geólogo contemplará la roca desde la perspec-tiva de su formación y su evolución en el tiempo, elquímico lo hará en lo referente a su composicióninterna, el arquitecto se preguntará si sería un buenmaterial de sustentación para sus edificaciones y elpoeta proyectará sobre ella los sentimientos que encada momento ocupen su ánimo. Ninguna de estasformas de contemplación puede erigirse honestamen-te en superior a las otras, como tampoco podría decir-se que una perspectiva de un paisaje es más verdade-ra que todas las demás. En el caso del poeta enparticular, puesto que sus sentimientos se modificanagitada y velozmente, conceder prioridad a su visiónde la piedra supondría aceptar que la naturaleza de éstacambia en correlación con las emociones del artista, o–por qué no– de cualquier vate que la admire.

La clave de la discusión estriba en que el hecho deque una cosa tenga cierto tipo de relaciones no prue-ba que tales relaciones sean lógicamente necesarias,ni tampoco que por el hecho de ser lo que es haya deposeer las relaciones que en efecto posee [Russell(1986)]. De acuerdo con esta concepción, ni laestructura de la realidad es por entero independientede como nosotros la percibimos, ni tampoco somosnosotros los que estructuramos decisivamente dicharealidad. Un espejo curvado nos devuelve imágenesdeformadas de lo que se le enfrenta, pero sabemosque tal imagen ni es creada por el espejo ni es inde-pendiente de lo que se ponga delante (una silla, unamaceta o un elefante).

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Análogamente, hay muchas maneras de represen-tar un mapa geográfico mediante multitud de proyec-ciones (cilíndricas, elípticas, esféricas) sin que seacorrecto decir que unas sean más verdaderas queotras, pues todas compaginan por igual ventajas einconvenientes siendo en cada caso aptas para unadeterminada utilidad. Nuestros conceptos y teoríasreflejan y se adaptan al mundo circundante, sin olvi-dar al mismo tiempo que no existe un modo unívocode hacerlo. Así pues, la costumbre científica de orga-nizar lógicamente nuestras observaciones no involu-cra ineludiblemente una alteración de las mismas.Tan sólo se limita a organizarlas en un todo coheren-te que las haga aprehensibles con más facilidad por elintelecto. Algo similar ocurre con los juegos de naipes;la ordenación de la baraja por palos no varía elnúmero de cartas ni sus tipos, ni tan siquiera señala lajugada óptima, pero sí facilita la comprensión racio-nal de las reglas del juego.

En el quehacer diario de la investigación científicala fe en el análisis se manifiesta por la creencia en quelos efectos complejos pueden ser estudiados descom-poniéndose en una suma de efectos simples cuyacombinación nos devuelve a la situación inicial. Losmovimientos de los planetas en sus órbitas, con granaproximación, pueden suponerse producidos por lasuma de cada uno de los movimientos que provoca-rían la atracciones de los astros más cercanos consi-deradas por separado. La posibilidad de subdividirlas leyes causales en otras más sencillas y luego vol-verlas a recombinar, recoge la esencia del espírituanalítico y por ende −en gran medida− del científico,al ser imposible para la mente humana tener concien-cia simultánea de los infinitos factores que puedeninfluir en un fenómeno. Sin embargo, no hay razónlógica alguna por la que esto deba ser siempre así. Lafilosofía anticientífica pretendía demostrar la falsedadde este método; empeño que un examen apropiadodemuestra erróneo. Pero lo cierto es que tampocohay argumentos terminantes a su favor. Concluimos,pues, que si bien el método analítico no posee garan-tías impecables de veracidad, tampoco existen argu-mentos lógicamente sostenibles para abandonarlo. Eléxito del análisis en particular y de la ciencia en gene-ral, nos permite admitirlo como la hipótesis más fia-ble de entre cuantas disponemos, en tanto no sepruebe lo contrario fehacientemente.

�Intuición y razón

Los apóstoles de la anticiencia, por otro lado, nocejan en pregonar los peligros intelectuales y morales

del pensamiento científico, sin saber que sus mensa-jes resonaban ya con los mismos ecos hace veinticin-co siglos. Aristófanes, comediógrafo griego del siglo Va.d.C. y destacado representante de esta visión anti-científica del mundo, censuraba a Sócrates al queacusaba de ser un “espíritu moderno” −hoy le llama-ríamos un racionalista− apasionado por las cienciasy por el análisis objetivo de la realidad. Según Aristó-fanes, esta afición a disecarlo y escudriñarlo todo eraimpía; es más, anunciaba la decadencia de Atenas.En todas las épocas, y la Grecia filosófica no escapa-ba a ello, los amigos de la tradición supersticiosa y dela autoridad revelada se han sentido importunadospor la ciencia, en tanto ésta proclamaba su escepticis-mo frente a lo que no fuese razonable en teoría ocomprobable en la práctica. Debido a esto, las gentescon escasa disposición a razonar sus creencias o asometerse al juicio de los hechos, han visto un enemi-go a combatir en los hábitos mentales que la cienciainvolucraba.

Es de todos conocida la resistencia de no pocosindividuos al cambio de costumbres que implican losadelantos científicos en nuestras vidas, bajo el argu-mento de que dichos adelantos no son “naturales” yapartan al hombre de la vida recta. Esta actitud suelevenir asociada, asimismo, a una melancólica aspira-ción a retornar a la naturaleza, gracias a la cual el serhumano volverá a ser puro y feliz. Por desgracia, noestá claro en absoluto qué se quiere decir exactamen-te al hablar de una vuelta a lo natural. Lao-Tse (filó-sofo chino que vivió, según parece, en el siglo VI antesde Cristo) añoraba los que él llamaba “hombrespuros de la antigüedad” porque no conocían lospuentes, las embarcaciones, la alfarería o la doma decaballos, cosas todas que a este pensador no le pare-cían naturales.

En cambio, Rosseau, famoso por su defensa del“buen salvaje”, consideraba todo eso como lo másnatural del mundo, y hubiera ansiado una sociedaddedicada exclusivamente a ese tipo de actividades.Se diría entonces que cuando alguien habla de “retor-no a la naturaleza” se refiere en la práctica al regresoa las condiciones de vida que se le hicieron familiaresa él durante su infancia y juventud. Tan discutiblesopiniones fortalecen la convicción de que, salvo enmuy contados casos en los que combatir tecnologíasperjudiciales está justificado, refugiarse en el pasadoes un signo lamentable de incapacidad para enfren-tarse al futuro sin temor.

Una crítica mucho más intelectual y sugestiva con-tra el saber científico fue la efectuada por los filósofosdecimonónicos Friedrich Nietzsche y Henri Bergson,

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especialmente éste último. La doctrina de Nietzsche,el “vitalismo” o “irracionalismo”, es una agria des-aprobación de los esquemas de pensamiento racio-nalista, a los que juzga demasiado estrechos y raquí-ticos para abarcar la esencia de la realidad. Estaviolenta protesta emocional encontrará un desarrollómás elaborado en la filosofía de Bergson, el denomi-nado “intuicionismo”. Para los intuicionistas, al tratarde conocer una cosa el científico gira en torno a ellay se limita al ámbito de la observación externa. Con-trariamente, el filósofo intuicionista intenta conoceresa misma cosa entrando en ella, sin depender depuntos de vista externos, buscando alcanzar lo absolu-to. Mientras la ciencia parcela la realidad vaciándolade contenido, la intuición nos suministra conocimien-to intrínseco, concreto y absoluto, sumergiéndonos enla realidad misma y liberándonos de los esquemas dela razón. A juicio de Bergson, conocer por intuiciónsignifica vivir dentro de una cosa; es el modo absolu-to de conocer frente al modo relativo que procura elanálisis racional. Filosofía ésta que, como vemos,difiere muy poco de la que subyace en multitud dementalidades ocultistas modernas.

Figura 3. Henri Bergson.

Antes de analizar las virtudes y defectos de laintuición y el intelecto, hemos de aclarar el significa-do de un conflicto aparente. En rigor, faltan a la ver-dad quienes presentan a la intuición como algo ajenopor completo a la ciencia. Todos los grandes sabiosque han existido hablaron a menudo de esa especiede “intuición” o “instinto científico” que constituye lagenuina marca de la genialidad. Merced a ese instin-to científico, los investigadores prominentes hanalcanzado siempre las hipótesis básicas que tomaroncomo punto de partida para posteriores avances ycontrastaciones. El conflicto entre razón e intuiciónes, pues, en gran parte ilusorio; la intuición proporcio-na las bases teóricas que luego la razón se ocupará de

armonizar en la esperanza de que constituyan un fielreflejo del mundo físico. En la medida en que su ins-tinto no le engañe, un científico se aproximará a laverdad con mayor rapidez que otro que carezca de él,y en ello se pone de manifiesto que el instinto se jus-tifica por su utilidad tanto entre los hombres primiti-vos como entre los instruidos.

El debate surge cuando concedemos a una de lasdos partes, en este caso a la intuición, una mayor fia-bilidad de la que ciertamente merece. Los ocultistas yesoteristas de nuestros días toman partido abierta-mente por la intuición pero no ofrecen, por contra,ninguna prueba de que su exactitud sea superior a lade la razón, aun en el caso de que ambos se encuen-tren en dificultades. Es una profunda equivocaciónpensar que porque una cuestión resulta complicadade examinar racionalmente, el instinto nos brindaráuna respuesta precisa e indudable. Nada hay másazaroso que la vida humana, y sin embargo pocascosas son tan sólidas como las finanzas de una com-pañía de seguros. Si los directivos de estas empresasrenunciasen a los cálculos, ciertamente complejos ydifíciles, que les suministran una estimación de losriesgos de los asegurados, optando en cambio por fiaren sus propias intuiciones, es dudoso que tales com-pañías gozasen de la misma solvencia.

Bergson, a diferencia de los parapsicólogos actua-les, sí trata de justificar su preferencia por el instintofrente a la razón. Para él, la primacía del instinto sobreel razonamiento se fundamenta en que este últimonació por una necesidad de supervivencia biológica,en tanto que el primero es capaz de captar aspectosdel mundo que al intelecto le parecen desconcertan-tes. Contra esto se puede aducir que no sólo el inte-lecto sino todas las demás facultades humanas, almenos en sus formas más rudimentarias, aparecierondurante el proceso de evolución biológica por necesi-dades de utilidad práctica más o menos relacionadascon la supervivencia. Por tanto, sería más lógicosuponer que fue el instinto, y no la razón, el que jus-tamente brotó de las exigencias que el sobrevivirimponía a nuestros antepasados [Malinowski (1971,1981)]. Deberíamos entonces esperar que cuantomás primitiva fuese una criatura en la escala biológi-ca, mayor importancia adquiriese el instinto en suexistencia. Y esto es precisamente lo que nos revelanlos estudios de etología: el papel del instinto es muyreducido en la cría humana, en los perros o las aveses muy superior y en los gusanos, por ejemplo, ape-nas puede hablarse seriamente de intelecto.

La infalibilidad que tanto los intuicionistas deantaño como los ocultistas de hogaño atribuyen al

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instinto, parece no corresponder en modo alguno a laverdad. Todos los jugadores de azar, particularmentelos que acaban arruinados, saben cuán frecuente esque nos veamos engañados por intuiciones que sen-timos como indudables. Y es comprensible que laintuición no constituya una garantía segura de veraci-dad, según sostienen los anticientíficos. El instinto noes más que una serie de pautas de comportamientoprogramadas genéticamente en el recién nacido porefecto de la selección natural en sus antepasados. Porello el instinto puede resultar admirable cuando actúaen el tipo de situaciones para las que fue generado,pero no nos sirve de mucho −a veces más bien alcontrario− cuando se desenvuelve fuera de ellas.

Nos maravillamos ante el instinto de orientaciónde las aves en sus vuelos o de los zorros en la perse-cución de sus presas, y no obstante no nos sorpren-demos de que esos mismos instintos no les sirvanpara bucear o tocar el piano. Las situaciones en lasque el instinto es útil al ser humano son notablemen-te primarias y estereotipadas (el acto de mamar en losrecién nacidos, la huida ante el peligro, la excitaciónsexual), mientras la riqueza vital del hombre se hallaen su capacidad de aprender y desarrollarse en situa-ciones no previstas por los condicionamientos instin-tivos. Lo que solemos llamar intuiciones o “corazona-das” tan solo consisten en una confusa mezcla dehábitos inconscientes y proyecciones de nuestros pro-pios deseos, como saben bien los amantes decepcio-nados y quienes se arruinan en los casinos. Por todosestos motivos, defender la prioridad del instinto sobrela razón apoyándose en analogías con el mundo ani-mal, equivale implícitamente a favorecer la vuelta delhombre al estado en el que se vestía con pieles, vivíaen cavernas y cazaba sus presas a estacazos.

�Ni anticiencia ni cientifismo

Uno de los defectos que mayor daño causa alfrente anticientífico nace de su afición al uso de pala-bras y expresiones que parecen profundas por suvaguedad cuando no encierran más profundidad quela que permite la confusión. Se usan términos impre-cisos o mal definidos con toda naturalidad, se inven-tan analogías con distinto significado y, sobre todo, sesuscitan pseudo-problemas metafísicos que en reali-dad son perplejidades confusas y absurdas provoca-das por la ignorancia. Estos enredos intelectuales conlos que se seducen a sí mismos y a sus seguidores tie-nen su origen en la impreparación científica de lospregoneros de lo oculto, así como en la firme confian-za en sus propias aptitudes para el discurso filosófico.

Por otra parte debemos evitar la cómoda suposi-ción de que la racionalidad contiene la panacea paratodos los problemas teóricos o prácticos, técnicos oéticos de la humanidad; ello da vida a la falacia delcientifismo. Más bien podemos confiar que la ciencianos brinda el estilo de pensamiento que en mayormedida nos aproxima a una verdad objetiva, inde-pendiente de los sentimientos y emociones particula-res de cada individuo. Teniendo siempre presenteque, si bien jamás llegaremos a una certidumbreabsoluta sobre la naturaleza última de la realidad, sípodemos estar justificados en esperar que los méto-dos lentos e inseguros del intelecto se demuestrenmás eficaces que los arranques emotivos disfrazadosde conocimiento que proporciona la intuición.

Tampoco significa esto que la emotividad no des-empeñe ningún papel importante en la vida humana.Muy al contrario, es el sentimiento el que nos permi-te apreciar los justos fines de la vida. Ahora bien, unavez decidido lo que queremos hacer con ella, ya seacultivar el arte, luchar contra la injusticia o dominar elmundo, corresponde al raciocinio señalarnos losmedios más apropiados para los fines que deseamosalcanzar. Rompiendo este equilibrio entre medios yfines nos encaminaremos con toda probabilidad aldesastre, pues tal vez dispongamos de muchos recur-sos sin saber qué hacer con ellos, o quizás contemoscon encomiables objetivos sin saber cómo alcanzarlos.

Figura 4. René Descartes.

Los adictos a la anticiencia pueden recriminarnosenojados: “Si abandonamos la intuición como fuentede conocimiento, ¿qué nos queda del mundo?, ¿úni-camente un cúmulo de abstracciones matemáticas sinvida ni calor?, ¿no es, pues, más confortable éstenuestro mundo que el vuestro?” En efecto, una de lasmás penetrantes críticas lanzadas por la anticiencia esque la ciencia moderna ha operado una especie de

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rechazo de la sensibilidad, una devaluación del ámbi-to de las sensaciones (colores, sonidos, olores, etc.).Tal era, desde luego, uno de los grandes principiosformulados por Descartes en su libro Principios deFilosofía: “Abandonaremos (...) todos los prejuiciosque no están sino fundados en nuestros sentidos, yno nos serviremos más que de nuestro entendimien-to”. Esta concepción hacía posible la constitución deuna física matemática certera; pero, a cambio, de unsólo golpe los hombres comunes habían sido prácti-camente desposeídos de todo el conocimiento tenidoentre ellos por verdadero [Vickers (1991)].

Este planteamiento de las cosas es sólo parcial-mente cierto. Hay verdad en la aseveración de que elmundo de la ciencia se construye con complejas abs-tracciones, lo que se da en especial dentro del campode la física teórica. Pero no conviene olvidar que enella, como en el resto de las ciencias, toda abstracciónencuentra su justificación última en la eficacia paraconectarnos con el mundo de las sensaciones, que esla materia prima de nuestro conocimiento. Las sensa-ciones nos proporcionan los datos con los que levan-tar nuestras teorías físicas, y toda ciencia, en tantoque sea experimental, debe descansar en último tér-mino en las percepciones como piedra angular de suedificio.

La aversión de muchos ocultistas y parapsicólogospor el conocimiento racional es compartida por otrosintelectuales y humanistas a causa de un error cultu-ral cuyos orígenes casi podrían rastrearse hasta la eramedieval, pero que tiene sus más directos anteceden-tes en el movimiento romántico del siglo XIX. Lasobrevaloración decimonónica del sentimiento juntoal menosprecio correlativo del raciocinio, abonó unadesusada desconfianza hacia todo lo racional, que sejuzgó desde entonces como algo áspero y deshuma-nizado. Se admitió sin discusión que la búsqueda per-manente de la objetividad científica acarreaba unempobrecimiento de la sensibilidad y era, por tanto,inhumana.

Esta opinión, todavía hoy demasiado extendida,es fruto de una concepción educativa equivocada. Enella se escinde de modo artificial la personalidadhumana en emotividad y entendimiento, contrapo-niendo falsamente lo que en realidad son aspectoscomplementarios e imprescindibles de la persona.Mediante este absurdo proceder se habitúa al indivi-duo desde su niñez a pensar que el placer estéticosólo puede derivarse del arte y de las materias huma-nísticas. La ciencia queda, todo lo más, para técnicosy sabios excéntricos que tal vez hagan la vida de lacomunidad más agradable con sus inventos, pero que

se ven incapaces de paladear los manjares culturalesreservados a artistas y literatos [Rossi (1991)].

No obstante, el anhelo de desentrañar los funda-mentos íntimos de la naturaleza es una de las aspira-ciones más nobles del ser humano, y su esplendor seacrecienta generación tras generación, al compás delos descubrimientos que van añadiéndose al acervodel conocimiento colectivo. Algunos hombres y muje-res logran superar las consecuencias de una educa-ción deficiente, advirtiendo por fin que el placer decomprender encierra un lirismo por lo menos igual alplacer de sentir. Otros, desdichadamente, jamás con-siguen comprender que la ciencia fortalece la comu-nión entre el hombre y el universo del que ha surgidoy al que inexorablemente regresará.

�La irracionalidad como artículode consumo

Por muy rechazable que juzguemos la ignoranciadeliberada y la ensoñación de exóticas quimeras,gran cantidad de personas encuentran en ellas unconsuelo que las ayuda a sobrellevar los sinsaboresde la vida cotidiana. Así, nos encontramos que la fas-cinación por el misterio se convierte en un negocio–muy lucrativo en general– y cuando no hay suficien-tes enigmas disponibles, simplemente se inventan. Laestratagema suele reportar pingües beneficios comer-ciales, como se desprende del abultado número delibros, revistas y programas de radio y televisión queabordan estos temas. Y con ello el daño cultural infli-gido a la sociedad se duplica, pues no solo se plan-tean incógnitas donde no las hay, sino que además seinculca en el público una desconfianza peligrosahacia las formas más refinadas de conocimientoracional −singularmente las ciencias−, tachadas dedogmáticas y miopes.

Un ejemplo clamoroso de este proceder se mani-fiesta en la trayectoria profesional del periodista yescritor español Juan José Benítez (1946-). Navarrode nacimiento, Benítez dio un vuelco a su labor perio-dística cuando se aficionó a las noticias sobre ovnis,tan de moda en España a mediados de la década de1970. Esta nueva inclinación le llevó a relacionarsecon otros escritores ya bien conocidos en los círculosespecializados en temas enigmáticos, como AntonioRibera o Fernando Jiménez del Oso. Pero su verdade-ro salto a la fama se produjo en la década de 1980,con la publicación de su saga literaria Caballo deTroya en la editorial Planeta, donde descubrió el filónde mezclar la ufología con su particular versión de la

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historia sagrada. Las novelas, veladamente presenta-das como verídicas, narraban el supuesto viaje en eltiempo de un astronauta estadounidense hasta laépoca de Jesucristo. No tardaron en hacerse públicasacusaciones de supuestos plagios realizados por Bení-tez tanto en relación con esta obra como con muchosotros de sus libros anteriores.

En concreto, Antonio Ribera y Jesús Beorleguipublicaron un libro [Ribera & Beorlegui (1988)] seña-lando la inmensa cantidad de fragmentos transcritosde manera prácticamente literal por Benítez a partirdel texto titulado El Libro de Urantia. Este volumen,un farragoso conglomerado de escritos esotéricosrecopilados entre 1934 y 1935 en Chicago por ungrupo de individuos que decían recibir mensajes tele-páticos enviados por extraterrestres, se considerabade dominio público en Estados Unidos, razón por lacual Benítez y la editorial Planeta rechazaron la acu-sación. Es más, los abogados de la editorial catalanapleitearon contra Ribera –que hasta ese momentohabía trabajado bajo contrato para Planeta– impu-tándole una acusación pretendidamente falsa haciaBenítez. El litigio causó a Ribera una serie de que-brantos financieros y morales de los que el escritorjamás llegó a recuperarse del todo.

Figura 5. Juan José Benítez.

La colaboración entre Benítez y la editorial Plane-ta se renovó en virtud de un contrato conseguido conTelevisión Española en torno a 2002 para la realiza-ción de unos documentales de temática paranormal,que finalmente se tituló Planeta Encantado [Benítez(2004)]. Plagada de toscos errores históricos y cientí-ficos, la serie destilaba un tono inequívocamentemesiánico por el cual su presentador se veía conduci-do a determinadas revelaciones bajo los designios deun destino inescrutable. Por ejemplo, en el capítulo 8,“El anillo de plata”, se nos dice: «Ese mismo julio de

1996, el destino quiso que me encontrara en Egipto.(…). Misteriosamente empujado por una serie deextrañísimas casualidades, me vi obligado a demorarla prevista ascensión al Sinaí, la montaña sagrada»(minutos 6:52 – 7:13). El estrambote llega a su cénitcuando Benítez relata que durante un baño en el marRojo, un individuo desconocido saca a su esposa delagua a cajas destempladas. A cualquiera se le antoja-ría inaudita la reacción del periodista navarro, que élmismo refiere con toda naturalidad: «Los vi alejarse eincomprensiblemente, en lugar de seguirlos (…), dimedia vuelta, y movido por una fuerza que no heconseguido explicar, me sumergí a la búsqueda delpequeño tesoro [un anillo de oro extraviado por laesposa de Benítez]» (min. 9:49 – 10:05).

Igualmente sucedía en el capítulo 10, “Sahararojo”, donde se relata: «Al penetrar en una de las salasdel museo etrusco de la ciudad de Tarquinia, algoextraño y superior a mí me empujó con fuerza haciauno de los sepulcros.» (min. 45:22 – 45:31). La men-ción continua de fuentes de información que nuncase desvelaban, o el hecho de incluir imágenes artifi-cialmente recreadas con el epígrafe “inéditas” parasugerir autenticidad, despertaron una justificada ani-madversión hacia estos programas entre los sectoresmás cultos de la audiencia.

Con todo, esos no fueron los principales deméri-tos de los documentales de Benítez. El aspecto másdañino consistía en el profundo menosprecio hacia laracionalidad científica que destila el hilo argumentalde la serie. El cuerpo de conocimientos científicos setrata como la colección de dogmas de una religióncualquiera, y se mira a los académicos como guardia-nes de la ortodoxia comparables en su celo a unacasta sacerdotal. Los argumentos razonados se susti-tuyen por una emotividad disfrazada de conocimien-to a la que Benítez apela de continuo: «En ésta, miquinta visita a la isla de Pascua, me propuse algo dife-rente, (…). Hasta ese momento todas mis investiga-ciones habían tomado como referencia los disparescriterios de la ciencia; pero, como digo, esas afirma-ciones resultaban tan endebles como contradictorias.En esta oportunidad, obedeciendo a la intuición,escuche la voz del pueblo.» (Cap. 2, “La isla del findel mundo”, min. 6:33 – 7:03).

No importa que los antropólogos hayan estudiadohasta la saciedad la mitología de todas las culturasinsulares del Pacífico, ni que él mismo utilice la topo-grafía convencional en busca del lugar originario delos primeros pascuenses. Siempre que interese hacer-lo así, la razón cederá el paso a la intuición. Y cuan-do alguien le exija pruebas más sólidas que las meras

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corazonadas, basta con presentarse como el incom-prendido portador de verdades desdeñadas: «Es posi-ble que la ciencia sonría burlona; pero, ¿qué importasu escepticismo si las pruebas son tan abrumadoras?»(Cap. 9, “Sahara azul”, min. 38:04 – 38:14). Nóteseque en esta frase no se distingue entre la ciencia comométodo y la ciencia como institución social.

Es muy posible que algunos científicos individua-les sean neófobos, refractarios a cualquier novedad,pero no más que en cualquier otra profesión. Elmétodo científico, por el contrario, consiste precisa-mente en admitir la veracidad tan solo de aquello quecuente con suficientes evidencias comprobables a sufavor. La ciencia como método –y también como ins-titución poco después– se forjó en el calor de la bata-lla contra revelaciones religiosas incontrastables, untipo de enunciados muy similar al que Benítez propo-ne en sus obras envuelto en la pretendida aureola deun saber profundo.

Desgraciadamente no existen tales saberes; el ver-dadero conocimiento racional y comprobable se des-echa, tildado de elemento deshumanizador. Así se

expone en el capítulo 13, “Las esferas de nadie”,cuyos minutos finales contienen toda una declaraciónde intenciones: «Después de treinta años de investiga-ción he aprendido que los enigmas no deben ser des-velados. Sólo así podemos seguir soñando.» (min.48:23 – 48:31). En verdad, más que un embelesoonírico, tras la aseveración del periodista navarro seatisba el deseo de preservar un boyante negocio. Pesea tan vehemente sospecha, si tomamos esa decla-ración al pie de la letra desembocaremos, no en unaimaginación razonada como antesala del descu-brimiento de la verdad, sino meramente en el librevuelo de la fantasía destinado a enmascarar una rea-lidad que en el fondo tememos. Con ello Benítez sesitúa en las antípodas intelectuales del estadouniden-se y premio Nobel de física, Richard Feynmann,quien señaló sobre la investigación científica: “Nues-tra imaginación se dilata hasta el máximo, no paraimaginar, como en la ficción, las cosas que no existen,sino para abarcar aquello que existe realmente”. Sihemos de escoger entre ambas posturas, creo que laelección no admite dudas.

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�Referencias

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