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Seix Barral Biblioteca Formentor Sascha Arango La verdad y otras mentiras

COLECCIÓN SELLO SEIX BARRAL (B. BREVE) FORMATO LAPAS … · «Humor negro con aromas de Tom Sharpe y La conjura de los necios», Fernando Gracia Guía, presidente de la Asociación

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CORRECCIÓN: SEGUNDAS

SELLO

FORMATO

SERVICIO

SEIX BARRAL (B. BREVE)

16/7

COLECCIÓN

13,3X23-RUSITCA CON SO-LAPAS

26-03-2013DISEÑO

REALIZACIÓN

CARACTERÍSTICAS

CORRECCIÓN: PRIMERAS

EDICIÓN

5 tintas-CMYK + Pantone 187C

IMPRESIÓN

FORRO TAPA

PAPEL

PLASTIFÍCADO

UVI

RELIEVE

BAJORRELIEVE

STAMPING

GUARDAS

Folding 240grs

Brillo

INSTRUCCIONES ESPECIALES

+ FAJA (Pantone 187C) P.Brillo

DISEÑO

REALIZACIÓN

17/6

Sascha ArangoLa verdad y otras mentiras

De padre colombiano, nació en Berlín en 1969. Es uno de los guionistas más importantes de su país, especialmente conocido por su trabajo en la serie de televisión de culto Tatort, en su ediciónde Kiel. El personaje central de la serie,el comisario Borowski, es todo un referenteen Alemania. Vive cerca de Potsdam. La verdad y otras mentiras se ha convertido en el mejor debut literario de la temporada, recibiendo el aplauso unánime de la críticay los lectores. En pocas semanas se vendieron los derechos a más de veinte países, con subastas sin precedentes para una primera novela en lengua alemana en Inglaterray Estados Unidos, y se ha cerrado la ventade los derechos cinematográficos.

Diseño de la cubierta: Departamento de Arte y Diseño, Área Editorial Grupo Planeta Ilustración de la cubierta: © Carlos Martin

Sascha A

rango La verdad y otras m

entiras

Henry Hayden parece un tipo extraordinario: escritor de fama internacional, las mujeres suspiran por él y vive felizmente casado con Martha. Una situación idílica que cambia el día en que Betty, su amante y editora, le confiesa que está embarazada. Este ligero contratiempo pone a Henry en un aprieto: ha llegado el momento de contárselo todo a su mujer. ¿O quizá no? Mentiroso compulsivo, elabora enseguida un as-tuto plan, pero cometerá un error fatal que cambiará su perfecta vida y la de cuantos lo rodean. Una vez que empiezas a mentir, ya no hay vuelta atrás.

Dicen que mentimos por inseguridad, para esconder algo o para protegernos. En esta magistral novela, lle-na de giros inesperados, casualidades caprichosas y una buena dosis de suspense, nos adentramos en un triángulo amoroso, literario y criminal que se convierte en un de-mencial enredo del que nuestro protagonista, y también el lector, no sabrá cómo escapar hasta la última página.

Aclamada unánimemente por la crítica y los lectores en Alemania, y con un espectacular desembarco interna-cional, La verdad y otras mentiras juega con la naturaleza del ser humano y nuestra innegable necesidad de mentir. De la mano de uno de los guionistas más prestigiosos del momento, Sascha Arango sorprende con esta excepcional primera novela, considerada «el mejor debut literario de la temporada» (Corriere della Sera).

Seix Barral Biblioteca Formentor

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«El mejor debut literario de la temporada», Corriere della Sera. «Sin duda, una novela para ser leída urgentemente. Una delicia para nuestras emociones», Ximo Soler, La Lli-breria, Onteniente.

«Ingeniosamente construida y llena de giros sorpren-dentes», Süddeutsche Zeitung.

«La historia y la forma de escribir son magníficas; un buen escritor y una buena novela, la recomendaremos», José Herreros, Librería Herso, Albacete. «La verdad y otras mentiras se mueve hábilmente entre la novela policiaca y la comedia, y resulta genial en ambos géneros», Focus.

«Magníficamente escrita, nos lleva hasta el final sin atisbar cómo va a acabar», Conchita Quiros, Librería Cervantes, Oviedo.

«Patricia Highsmith nos saluda cordialmente desde estas páginas, lo mismo que Hitchcock», Funkhaus Europa.

«Humor negro con aromas de Tom Sharpe y La conjura de los necios», Fernando Gracia Guía, presidente de la Asociación Aragonesa de Amigos del Libro.

«Sascha Arango, uno de los autores más interesantes de la televisión alemana, ha construido una muy notable primera novela», Der Spiegel.

Sobre La verdad y otras mentiras

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Sascha ArangoLa verdad y otras mentiras

Traducción del alemán porCarles Andreu

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T tulo ori inal

© C. Bertelsmann Verlag, 2014, una división de Verlagsgruppe Random House GmbH, Múnich, Alemania

www.randomhouse.de Publicado de acuerdo con Ute Körner, Literary Agent, S. L. U., Barcelona,

www.uklitag.com© por la traducción, Carles Andreu, 2014© Editorial Planeta, S. A., 2014 Seix Barral, un sello editorial de Editorial Planeta, S. A. Avda. Diagonal, 662-664, 08034 Barcelona (España) www.seix-barral.es www.planetadelibros.com

Diseño original de la colección: Josep Bagà Associats

Primera edición: septiembre de 2014ISBN: 978-84-322-2295-5 Depósito legal: B. 15.060-2014Composición: Víctor igual, S. L.Impresión y encuadernación: Unigraf, S. L.

- Impreso en España

El papel utilizado para la impresión de este libro es cien por cien libre de cloro y está calificado como a el e l i .

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea éste electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal).Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

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I

Fatídico. Bastó una simple mirada a aquella imagen para que los negros presentimientos de los últimos meses tomaran cuerpo. El embrión estaba encogido como un batracio y lo miraba fijamente con un ojo. ¿Y qué era eso que se insinuaba encima de la cola de dragón? ¿Un brazo o un tentáculo?

Los momentos de certeza absoluta a lo largo de una vida son escasos, pero en aquel preciso instante Henry vio el futuro. Aquel batracio crecería y se convertiría en una persona. Tendría derechos, exigiría cosas, haría pre-guntas, y antes o después lo sabría todo y se convertiría en un individuo.

La ecografía tenía el tamaño de una postal. Había una escala de grises a la derecha del embrión, varias letras a mano izquierda, y el nombre de la madre y de la docto-ra en la parte superior. A Henry no le cabía ninguna duda de que era auténtica.

Betty, que fumaba sentada al volante, junto a él, vio cómo le brotaban lágrimas de los ojos. Le acarició la me-jilla, creyendo que eran lágrimas de felicidad. Pero en realidad Henry pensaba en Martha, su mujer. ¿Por qué

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no podía quedarse embarazada de él? ¿Por qué tenía que estar sentado en el coche con aquella otra mujer?

Se despreciaba a sí mismo, sentía vergüenza, se arre-pentía de veras. Su máxima vital había sido siempre: «La vida te lo da todo, pero nunca de una vez».

Era por la tarde. Por el acantilado subía el monótono retumbar de las olas, el viento doblaba la hierba y se deja-ba sentir en las ventanillas del Subaru verde. Henry solo tenía que arrancar el motor y pisar el acelerador para que el coche se precipitara por el acantilado, contra el rom-piente. En cinco segundos todo habría terminado, el im-pacto los mataría a los tres. Aunque para ello habría teni-do que dejar el asiento del copiloto y cambiarle el sitio a Betty. Demasiado complicado.

—¿Qué me dices?¿Qué iba a decirle? El asunto le resultaba bastante ab-

yecto de por sí, aquella cosa debía de estar moviéndose ya dentro de su útero, y si algo había aprendido Henry era que uno debía quedarse para sí lo que era preferible no decir.

Durante los últimos años, Betty lo había visto llorar tan solo en una ocasión, cuando lo habían investido doc-tor honoris causa por el Smith College de Massachusetts. Hasta ese día había estado convencida de que Henry no lloraba nunca. Sentado en la primera fila, en silencio, él pensaba en su mujer.

Betty se inclinó sobre el cinturón de seguridad y lo abrazó. Se quedaron así un momento, escuchando sus res-pectivas respiraciones, hasta que Henry abrió la puerta y vomitó sobre la hierba. Vio la lasaña que le había prepara-do a Martha para comer: parecía una compota de embrión, cuajada de grumos de pasta de color carne. Ante aquella visión se atragantó y empezó a toser de mala manera.

Betty se quitó los zapatos y se bajó del coche. Ante la

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puerta del copiloto, tiró de Henry, le pasó los brazos por encima del pecho y lo estrujó con fuerza, hasta que él sacó un trozo de lasaña por la nariz. Era fenomenal cómo, de forma instintiva, Betty había hecho lo adecuado. Se quedaron los dos de pie sobre la hierba, junto al Subaru, mientras el viento hacía volar la espuma del mar.

—Di, vamos. ¿Qué hacemos?Lo apropiado habría sido responder: «Cariño, esto no

va a acabar bien». Pero una respuesta de este tipo tiene consecuencias, hace que las cosas cambien, cuando no las destruye por completo. De nada servía ya lamentarse; además, ¿quién quiere cambiar algo bueno y agradable?

—Iré a casa y se lo contaré todo a mi mujer.—¿En serio?Henry vio el desconcierto en el rostro de Betty. Él

mismo estaba sorprendido. ¿Por qué había dicho eso? Henry tenía tendencia a exagerar las cosas: lo de contár-selo todo se lo podría haber ahorrado.

—¿A qué te refieres con «todo»?—A todo. Se lo contaré todo. Se acabaron las mentiras.—¿Y si te perdona?—¿Cómo me va a perdonar?—¿Y el bebé?—Espero que sea una niña. Betty lo abrazó y lo besó en los labios.—Henry, a veces eres increíble.

Sí, a veces era increíble. Iría a casa y reemplazaría las mentiras por verdades. Al final lo confesaría, sin mira-mientos y con todos los detalles desagradables. Bueno, todos tal vez no, solo los esenciales. Tenía que cortar por lo sano y, desde luego, habría lágrimas. Iba a resultar te-

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rriblemente doloroso, incluso para él. Supondría el final de la confianza y de la armonía entre Martha y él, pero también sería un acto de liberación. Henry dejaría de ser un canalla infame y de sentirse abrumado por la vergüen-za. No había otra, debía anteponer la verdad a la belleza, y todo lo demás vendría rodado.

Se abrazó a la estrecha cintura de Betty. Entre la hier-ba había una piedra lo bastante grande y pesada como para asestarle un golpe mortal. No tenía más que aga-charse y levantarla.

—Vamos, sube al coche.Henry se sentó al volante y puso el motor en marcha.

En lugar de dar gas a fondo y precipitarse por el acantilado, metió la marcha atrás y dejó que el Subaru retrocediera po-co a poco. Craso error, tal como se demostraría más tarde.

* * *

El angosto camino de losas de hormigón llenas de baches serpenteaba casi invisible entre un bosque de pi-nos, desde el acantilado hasta la pista forestal, donde de-tuvieron el vehículo, que quedó oculto entre las ramas bajas. Betty bajó la ventanilla, se encendió otro cigarrillo mentolado e inhaló el humo.

—No hará ninguna locura, ¿verdad? —Espero que no.—¿Cómo reaccionará? ¿Le dirás que soy yo?«¿Que tú eres qué?», estuvo a punto de preguntarle

Henry.—Se lo diré si me lo pregunta —fue lo que dijo en

cambio.Naturalmente que se lo preguntaría. Todo el que des-

cubre que ha sido objeto de una infidelidad sistemática

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quiere saber por qué, desde cuándo y con quién. Es natu-ral. La traición es un enigma que exige respuestas.

Betty posó la mano con el cigarrillo encendido sobre el muslo de Henry.

—Cariño, los dos hemos tomado precauciones. Quie-ro decir que ni tú ni yo queríamos un hijo, ¿no?

Henry no podía estar más de acuerdo: no, no quería un hijo, y menos con ella. Betty era su amante, nunca se-ría una buena madre, no tenía el corazón preparado para ello, estaba demasiado ocupada consigo misma. Un hijo en común le otorgaría poder sobre él, un poder que apro-vecharía para echar por tierra sus coartadas y presionarlo hasta las últimas consecuencias. Durante mucho tiempo le había dado vueltas a la idea de esterilizarse, pero había algo, un no sé qué difuso, que se lo impedía. Tal vez la esperanza de concebir un hijo con Martha.

—Pero quería nacer y ya está —soltó él.Betty sonrió con labios temblorosos. Henry había en-

contrado el tono apropiado. —Creo que será una niña.Bajaron del coche y volvieron a cambiar de sitio.

Betty se sentó al volante, se puso los zapatos, pisó mecá-nicamente el embrague y movió la palanca del cambio de marchas de un lado a otro.

«No parece que esté contento», pensó. Sin embargo, ¿no era esperar demasiado de un hombre que acababa de decidir que iba a cambiar drásticamente de vida y que iba a poner fin a su matrimonio? A pesar de los años que llevaban juntos, Betty sabía muy pocas cosas de él, pero tenía una bien clara: Henry no era un tipo familiar.

«Se muere de ganas —pensó él—. Se muere de ganas de que renuncie a todo por ella.» No obstante, Henry no tenía intención de cambiar su despreocupado recogi-

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miento por una vida familiar para la que no estaba hecho. Después de la gran confesión ante su mujer, iba a necesi-tar una nueva identidad. Inventarse un nuevo Henry, un Henry para Betty, le iba a llevar mucho trabajo. Se sentía cansado solo de pensarlo.

—¿Puedo hacer algo?Henry asintió.—Dejar de fumar.Betty dio una calada y tiró el cigarrillo.—Será horrible.—Sí, será horrible. Te llamo cuando todo haya termi-

nado.Ella metió una marcha.—¿Cómo llevas la novela?—Ya falta poco —aseguró él, y se inclinó hacia ella a

través de la puerta abierta—. ¿Le has contado a alguien lo nuestro?

—No, a nadie —contestó ella.—Y el hijo es mío, ¿verdad? Quiero decir que está

realmente ahí, que va a nacer...—Sí. Es tuyo. Y va a nacer.

Ella le ofreció los labios entreabiertos para un beso. Él se inclinó de mala gana y Betty le metió la lengua en la boca, como un tornillo grueso y sin espiral. Henry cerró la puerta del Subaru y ella se alejó por la pista forestal, hacia la carre-tera. La siguió con la mirada hasta que se perdió de vista y entonces apagó el cigarrillo a medio fumar que había que-dado encendido entre la hierba. La creía, sabía que Betty no le mentiría, sobre todo porque no tenía la imaginación necesaria para ello. Era joven y deportista, mucho más elegante que Martha, guapa, no especialmente inteligente,

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pero extremadamente práctica. Y ahora estaba embaraza-da de él. No hacía falta ninguna prueba de paternidad.

El frío pragmatismo de Betty atrajo a Henry desde el mo-mento en que la conoció: si algo le gustaba, lo cogía. Te-nía chispa y los pies menudos, pecas sobre los pechos, los ojos verdes y el pelo rubio y rizado. La primera vez que la vio llevaba un vestido estampado con especies animales en peligro de extinción.

Su aventura había empezado en el preciso instante en que se conocieron. Henry no tuvo que esforzarse, ni apa-rentar, ni ganársela; no tuvo que hacer nada, como de costumbre, pues ella lo consideraba un genio. Por otra parte, a ella no le molestó lo más mínimo que él estuviera casado y que no quisiera tener hijos. Al contrario: era todo cuestión de tiempo. Hacía mucho que esperaba a un hombre como él, no tenía reparos en confesarlo. En su opinión, a la mayoría de los hombres les faltaba estatura, aunque lo que entendía con ello se lo guardaba para sí.

Por entonces, Betty era la redactora jefe de la Edito-rial Moreany. Había empezado trabajando como asisten-ta en el Departamento de Ventas, pero se sentía infrava-lorada, pues tenía una carrera en Literatura. Aunque la mayoría de las asignaturas le habían parecido un aburri-miento y se arrepentía de no haber estudiado Derecho, tal como le habían aconsejado sus padres. Sin embar-go, aun con su titulación, las posibilidades de progresar dentro de la editorial eran muy limitadas. A la hora del almuerzo se colaba en los despachos de los editores de la casa para husmear un poco. Un día, por puro aburri-miento, cogió el texto de Henry del vertedero donde ter-minaban todos los manuscritos rechazados que llegaban

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a la editorial, y se lo llevó al comedor para tener algo que leer. Henry no había acompañado el texto de ninguna carta y lo había facturado como un envío de libros para ahorrarse parte del franqueo. Hasta aquel momento siem-pre había tenido problemas económicos.

Betty leyó treinta páginas sin tocar la comida. Enton-ces subió al tercer piso y se plantó en el despacho del fun-dador de la editorial, Claus Moreany, al que despertó de la siesta. Tres horas más tarde, Moreany llamó a Henry en persona.

—Buenos días, soy Claus Moreany.—¿En serio? Dios mío.—Ha escrito usted algo increíble, realmente maravi-

lloso. ¿Le han comprado ya los derechos?No, no se los habían comprado. Aquella primera no-

vela, Frank Ellis, vendió diez millones de ejemplares en todo el mundo. Un thriller, como suele decirse, con mu-cha violencia y poca condescendencia. Era la historia de un autista que se hacía policía para encontrar al asesino de su hermana. Los primeros cien mil ejemplares se ven-dieron, y seguramente se leyeron, en apenas un mes. Las ventas salvaron a la Editorial Moreany de la quiebra. Ocho años más tarde, Henry era un escritor de éxito cu-yos libros se traducían a veinte idiomas, que ganaba todo tipo de premios y a saber qué más. Entretanto, Moreany le había publicado cinco novelas y todas ellas se habían convertido en best sellers, se habían llevado al cine y se habían adaptado para el teatro. Frank Ellis incluso se en-señaba en las escuelas, convertida ya casi en un clásico. Y Henry seguía casado con Martha.

Aparte de él mismo, Martha era la única que sabía que Henry no había escrito ni una sola palabra de todas esas novelas.