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COLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOAL COLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOAL Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes Jacqueline Balcells y Ana María Güiraldes PEDRITO EL ARRIERO PEDRITO EL ARRIERO

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COLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOALCOLECCION CUENTOS DEL ALTO CACHAPOAL

Jacqueline Balcells y Ana María GüiraldesJacqueline Balcells y Ana María Güiraldes

PEDRITO

EL ARRIERO

PEDRITO

EL ARRIERO

Primera edición

ISBN 978-956-8800-01-715 de diciembre de 2010

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Estimados amigos,

En el valle del Alto Cachapoal, al igual que en casi todos los

valles cordilleranos de Chile central, el hombre es un actor

importante. En un principio de nuestra historia, como cazador

recolector, luego como ganadero, agricultor y minero. Hoy día los

usos que el hombre da al valle son múltiples, y uno de ellos es la

utilización de los ríos en la generación de energía para iluminar

nuestros hogares y quizás esta lectura. Además, y no menos

importante, el valle es fuente de inspiración a la contemplación, a

la reflexión y al deleite de su belleza.

En estas montañas y valles se encuentra gran parte de nuestra

historia y de nuestra chilenidad. Es aquí donde subsisten algunas

de las tradiciones, con sus mitos, leyendas, bailes, música y

poesía, que definen nuestra identidad. Tal vez, una de las

actividades tradicionales que más profundamente ha marcado la

cultura de todos los valles cordilleranos de Chile central es la

ganadería extensiva, donde su protagonista principal es el arriero.

Sin embargo, esta práctica, que además cumple una importante

función ecológica, comienza a desaparecer bajo las presiones de

los mercados de la carne, altamente industrializados, y de las

actuales aspiraciones en los modos de vida.

En este cuento conoceremos a Pedrito, niño nacido y criado en

la montaña, conocedor del valle como pocos. Esta historia nos

invita a conocer y hacernos parte del enfrentamiento entre dos

mundos; el de los arrieros, ganaderos trashumantes, como su

padre y su abuelo, y el de las legítimas oportunidades que brinda

la ciudad y la modernidad.

Los invito a disfrutar y conocer el mundo de los arrieros, un

mundo del que Pedrito tiene mucho que contarnos.

José Antonio Valdés

Gerente General

Pacific Hydro Chile

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PEDRITO,

EL ARRIERO

Esa mañana Anselmo amaneció preocupado. El

verano se venía encima y él seguía con ese dolor en

la costilla.

-¡Buen dar con mi mala suerte!- murmuró, mientras

miraba por la ventana el travesaño quebrado de la larga

escalera aún sin reparar. Comenzaba la veranada,

Juano y el Negro ya habían partido con los animales y él

tenía que seguirlos con el piño de su corral.

-¡Quién me manda subir al techo!- reclamó.

Salió del dormitorio y caminó muy lento hacia la cocina.

-¿Quieres un té, viejo?- preguntó Ema, solícita.

Anselmo asintió con la cabeza y se sentó frente a

la mesa de tablas pulidas.

-¿Y tú, no das los buenos días? –preguntó a su hijo.

Ahí estaba Pedrito, de trece años, que como siempre

tenía la cara enterrada en un libro y no contestó.

- Tu padre te habla- murmuró Ema.

-¡Ah, sí, buenos días!

El muchacho levantó la cabeza y sus ojos y pelo

negro brillaron bajo los tibios rayos del sol de

octubre que entraban por la ventana.

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Anselmo refunfuñó por lo bajo, mientras sorbía su té.

Ahí estaba otra vez ese chiquillo leyendo. ¿Qué le verá

tanto a los libros?, se preguntó. Pensó que en vez de

fijar los ojos en un papel debería ocuparlos en ayudarlo

a cuidar los animales; y en vez de sostener un lápiz para

escribir quién sabe qué cosa, debería sostener bien las

riendas para conducir las ovejas. Tan entusiasmado que

estaba de más chico y ahora que era un muchachote

grande y sano, no se interesaba en el arreo.

-Oye, niño- dijo, golpeando con su mano en la mesa

para llamar su atención-, vas a tener que ayudarme.

-¿Qué pasa?- respondió Pedro, y volvió sus ojos a la

novela que había sacado de la biblioteca de su escuela.

-¡Tendrás que ayudarme con los animales!- exclamó

Anselmo alzando la voz.

-¿Qué?

-Lo que oyes. Así es que

vamos preparando los

arreos- Anselmo tosió

e hizo un gesto

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de dolor apretándose el costado con sus manos callosas.

-Me habías dicho que este verano podía quedarme

abajo- alegó el muchacho.

-A mí nadie me dijo que me iba a caer del techo. ¿Es

que no puedes perder tres días?

Ema, atenta a la conversación, contuvo un suspiro y

comenzó a cortar el zapallo para la cazuela del almuerzo.

Ella sabía que su Pedrito no quería subir a la montaña.

Cuando chico era el primero en pedirle a su padre y a

su padrino que lo llevaran a las veranadas y a las

invernadas, y ya a los diez años silbaba y voceaba como

grande para llamar la atención de los animales; también

era capaz de arrearlos y de ayudar a las ovejas a parir.

Sin embargo ahora, junto con la voz que le estaba

cambiando y el bigote que

ya asomaba, le estaban

gustando más las niñas,

la música en inglés y

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las juntas con sus amigos en las tardes veraniegas de

Coya. Pero la madre sabía que la gran pasión de su hijo

era algo que tenía muy escondido para que sus amigos

no se rieran de él: leer y escribir. Ella lo intuyó esa vez

que para su cumpleaños le escribió una poesía que

rimaba tan bonito y que la hizo llorar porque la

comparaba con la luz blanca de la luna y con la luz

amarilla del sol. Todavía tenía el papelito guardado en el

cajón de su velador.

De esas cosas no entendía su marido. Claro, también

tenía razón: había que trabajar.

-Arregla esa cara, niño. Les haré pancito amasado y

llenaré un termo con caldo de cazuela para el frío de la

noche. Y también irán unos alfajores- añadió guiñándole

un ojo.

El muchacho no contestó y dio un resoplido.

-Y no te olvides de mi tinto para la fatiga- recordó

Anselmo.

Así fue como al día siguiente, el chiquillo montaba a

Pimienta que trotaba tras el caballo de Anselmo, mientras

Moneda, Cara y Sello ladraban y saltaban nerviosos.

El sol brillaba sobre el ancho sendero que tan bien

conocían los arrieros. Los piños de vacas, cabras y

algunas ovejas caminaban lento. Cien cuerpos

blancuzcos se entrechocaban unos con otros; los que

iban por los bordes se rozaban con los arbustos y la

gran mancha clara y movediza llenaba de balidos y

mugidos la Cuenca del Cachapoal.

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Pedrito iba con el ceño fruncido. Ya se había

resignado a pasar dos noches en la cordillera, aunque

habría preferido mil veces estar acostado en su cama

viendo tele, que echado en el suelo mirando patas de

animales. Trató de animarse recordando las tardes en

que luego de compartir un buen asado o saborear un

charqui sabroso se dormía alrededor del fuego

escuchando las conversaciones de los hombres y

mirando las estrellas que allá en lo alto brillaban tanto

que llegaba a dar miedo. Una vez hasta le habían dado

un par de sorbos de vino y en ese momento se sintió

todo un hombre. Pero ahora tenía muy claro que era

otra la vida que soñaba. Había descubierto que leyendo

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era como mejor lo pasaba y se había dado cuenta de que

escribiendo se sentía poderoso: se adueñaba de las

palabras e inventaba mundos con ellas. Su profesor de

lenguaje le había contado que Pablo Neruda era hijo de

un maquinista de trenes. Y que Gabriela Mistral vivía en

un pueblito pobre que tenía nombre de animal. ¿Por

qué entonces un hijo de arriero no podría hacerse

famoso escribiendo poemas?

Ya llevaban dos horas de viaje y comenzaba a hacer

calor. Dos cóndores parecían tocar con sus alas la

inmensa muralla de la cordillera cuando cruzaron un

puente. Luego vadearon el río, treparon el cerro,

descansaron y vuelta a seguir subiendo. Aún les

quedaban seis horas para llegar a los Morros Azules,

lugar de encuentro con los otros arrieros.

Al rodear una quebrada sombría,

Pedrito recordó que ahí fue cuando él y

su padrino vieron la jaula dorada.

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Era la primera vez que subía a una veranada. Tenía

ocho años y se sentía muy importante montado en su

caballo. Los demás se adelantaron y él y su padrino,

conversando, se habían quedado atrás. Era ya de noche

y no había luna que alumbrara. De pronto el hombre

lanzó una exclamación y el muchacho siguió la dirección

de la mano que apuntaba hacia el suelo. Allí, entre las

matas negras, brillaba como si fuera de oro una jaula

del porte de un conejo grande. El padrino ya levantaba

su pierna para desmontar, cuando desde lejos el grito

de Anselmo para que se apuraran lo hizo recapacitar.

“No podemos separarnos, a la vuelta la recogemos”,

dijo el padrino.

Pero al regreso, cuando el sol ya alumbraba, no había

ni sombra de la jaula. “Aprende cabro: era una tentación

de la cordillera, que le gusta engañar al hombre para

que se pierda”, le dijo el padrino en voz baja.

Así, poco a poco, entre miedos y cosas inexplicables,

Pedrito había entendido que la cordillera estaba llena

de secretos y que no se podía andar solo. No era llegar

y subir en busca de las mejores vegas para los animales.

Había que conocer los caminos, porque de

pronto la ruta se hundía en un voladero de

cientos de metros o se enfrentaba a un

laberinto de sendas de las que era imposible

salir a menos de elegir la correcta. Y eso sin

hablar de la nieve que los pillaba en invierno y

les nublaba la visión . Por eso, los arrieros de la

cordillera no podían perderse de vista.

-¡Espabílate, niño, que andas como dormido!- gritó

Anselmo, indicándole tres ovejas y un corderito overo

que se habían alejado-. Y corretea a la mula, que tiene

ganas de arrancarse.

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Pedrito espoleó a Pimienta y silbó a los perros. Luego

con un trote seguro avanzó hacia los rezagados y con la

ayuda de Moneda, Cara y Sello fue vadeando a los

dóciles animales hacia el piño. Varias veces tuvo que

repetir la maniobra: la mula era un poco porfiada y el

corderito overo insistía en separarse de su familia, cerro

arriba, para ramonear las puntas de las ramas tiernas

caídas lejos de la ruta. Cada vez que tuvo que ir a

buscarlo Pedrito miró con simpatía a ese

cordero que, como él, se resistía a

hacer lo mismo que los demás.

Por su parte Anselmo observaba desde lejos y con

una sonrisa lo bien que su hijo manejaba a los animales.

Luego de ocho horas de viaje sólo interrumpido por tres

breves descansos, estaban por llegar al campamento.

Intuyendo la cercanía de hombres y bestias que los

esperaban, las dos mulas apuraron el tranco haciendo

sonar su cargamento de chocas, cobijas y ollas.

Cuando padre e hijo llegaron al campamento

atardecía y el grupo de arrieros

instalados frente al refugio

de palo con paredes

de pizarreño ya

había encendido

una fogata.

Un silbido

largo y dos

cortos de

Anselmo

anunciaron su

llegada. Allá

abajo, cientos de

animales pastando las

hierbas frescas parecían el

oleaje blanco de un mar verde. Los

silbidos de respuesta no se hicieron esperar y mientras

el rebaño de Anselmo corría por la ladera flanqueado

por los perros que ladraban, padre e hijo hincaron los

ijares de sus caballos.

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-La costilla me está matando- se quejó Anselmo al

desmontar. Se sacó la chupalla y abanicó con ella su

rostro sudoroso.

-Aquí está listo su mate, para que recobre las fuerzas-

dijo un hombre de rostro curtido y ojos pequeños y

negros, pasándole al recién llegado

una choca humeante.

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Y agregó, con una sonrisa: -¡Miren, si hasta vino

el chiquillo!

-Hola don Negro: buena la fogata - saludó Pedrito, al

viejo amigo de su padre.

-Ojalá dure, porque pocazo olivillo va quedando acá

arriba para hacer fuego- respondió el arriero y añadió

con un gesto desanimado-: Y qué decir del cacho de

cabra: encontramos apenas una que otra matita huacha.

Juano, que fumaba un cigarrillo echado

cara al cielo, se levantó para ayudar a

los recién llegados a descargar las

mulas. Minutos más tarde, cada uno

ponía a disposición del grupo los

alimentos que había traído y en

medio de una parca conversación

compartieron un humeante caldo de

cazuela, trozos de carne, dos presas

de pollo, tomates con cebolla y

cilantro, arroz y pan amasado. Entre

bocado y bocado se pasaban la botella

de vino tinto. Luego Pedrito, recogió las

sobras para dárselas a los perros, que se

movían inquietos esperando sus raciones.

Junto con la puesta del sol los perfiles

de las montañas se recortaron azules en

el cielo y poco a poco una leve y

sorpresiva neblina comenzó a cubrir el

estrecho valle.

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-¿Dónde vas, hijo?- preguntó Anselmo, al ver que su

hijo se alejaba de la fogata.

-A buscar agua a la veguita.

-Cuidado, que encontramos güesamentas de animales

por ahí. No sea cosa que ande el puma … -advirtió Juano.

-Todavía hay luz, vuelvo altiro- contestó Pedrito,

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encaminándose hacia un sendero que se abría entre una

fronda de matorrales bajos.

Recordaba el lugar y le dio curiosidad ver las

osamentas de las que había hablado Juano. Los perros,

entusiasmados con los restos de carne, no levantaron

cabeza cuando se alejó. El muchacho comenzó a caminar

aspirando hondo esa frescura que la vegetación soltaba

al anochecer mientras la neblina, como si quisiera pasar

inadvertida, seguía cayendo con lentitud sobre Los

Morros Azules.

Se internó a grandes zancadas entre

maitenes y olivillos que lo ocultaban del

claro donde estaba el campamento y muy

pronto el olor del agua llegó a sus narices. Ahí

estaba la veguita que conocía bien: un hilo brillante que

se estiraba en un brazo largo sobre las piedras.

Boca abajo, usando sus manos como cuenco, Pedrito

bebió varios sorbos de agua fresca y se mojó la cabeza.

Luego llenó su pequeña cantimplora y como ya estaba

casi oscuro, olvidó las osamentas y apuró el regreso. Pero

la neblina, que ahora caía espesa, no lo dejaba ver ni sus

propios pies. Siguió adelante cuidando no desviarse del

sendero barroso por el que había llegado. Sabía que

tenía que seguir derecho y que el tramo era corto, pero

no era fácil pisar sobre piedras y hendiduras resbalosas

del suelo sin perder el equilibrio. Hasta que lo perdió. De

pronto se vio en el suelo y se quedó ahí sentado,

sintiéndose como un tonto.

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En ese momento el balido débil de un animal muy

joven llegó a sus oidos. Venía de muy cerca, a su derecha.

Más que un balido le sonó a un quejido largo y

prolongado, tan largo y prolongado como la cinta de agua

que había desaparecido entre las sombras y la niebla.

Pedrito dio un suspiro resignado, se puso de pie con

dificultad y se internó entre los matorrales, pisando con

tiento para no volver a resbalar. El corderito, como si

quisiera guiarlo, seguía lanzando uno tras otro sus

llamados. Volvió a recordar las osamentas y pensó con

horror la posibilidad de que el inquieto corderito cayera

preso entre las fauces hambrientas del puma. Tenía

que ser él quien llegara primero.

Y llegó primero.

Como siempre, no había puma.

Caminó hacia la mancha parda que seguía gimiendo

encogida bajo las ramas de un olivillo. Animal y árbol

aparecían y desaparecían entre la niebla que, tan

silenciosa y rápida como había llegado, comenzaba

ahora a disiparse.

Al verlo llegar, el corderito levantó la cabeza y lo miró.

Los balidos cesaron y sus ojos brillantes mostraron

confianza. El muchacho se acercó y en un impulso abrazó

al animal por el cuello y lo estrechó contra él. Sintió la

entrega total de ese cuerpo lanudo y tibio y lentamente

una emoción nueva fue naciendo en su interior.

-Todo está bien, todo está bien – susurró. Y se quedó

ahí quieto, hablando por lo bajo hasta que el animalito

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dejó de estremecerse. Entonces lo levantó, lo acomodó

sobre sus hombros y emprendió el regreso. Arriba ya

brillaban las estrellas y la luna alumbraba el camino

casi como si fuera de día. El muchacho, cada cierto

tiempo levantaba la cabeza y fijaba sus ojos en ese

cielo brillante e infinito que sólo la Cuenca del

Cachapoal, lejos de ciudades y pueblos, podía regalar.

Ese cielo, que cuando era chico le daba miedo de tanta

inmensidad y luz, ahora lo llenaba de palabras. Su

imaginación comenzó a trabajar y el poema brotó de su

boca como si lo estuviera escribiendo:

“Soy arriero de estrellas

pastor de montañas

marcador de abismos

amo del silencio

guía de animales

y amansador de sombras”

Cuando terminó de recitar quedó un poco

sorprendido. ¿Era posible que el simple contacto de un

corderito perdido lo hiciera pensar tantas cosas? ¡Casi

sin darse cuenta estaba planeando su futuro!

Y así lo supo. Eso sería él: conduciría el ganado y

sería poeta. Pero poeta de la cordillera.

Con su carga lanuda en los hombros y silbando por lo

bajo, llegó al campamento. Soltó al animal que corrió a

reunirse con el rebaño y él se sentó frente a la fogata

junto a su padre, Juano y el Negro, tal como lo seguiría

haciendo durante mucho tiempo.

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Los arrieros son pastores por naturaleza y tienen un gran

conocimiento de los animales y de las montañas. Los primeros

hombres que llegaron a la zona del Cachapoal se encontraron con

piños de guanacos que vivían en un eterno subir y bajar de la

montaña en busca de pastos verdes, según la estación del año. Los

arrieros se adaptaron a esta naturaleza y montados en sus caballos

comenzaron a realizar el arreo de sus animales hasta las altas

estepas de valles verdes en primavera y a bajarlos en busca de

vegetales antes de que llegara la nieve. Y así nacieron las

"veranadas", que es el período en que suben al

ganado, entre octubre y abril, y el de las

"invernadas", cuando lo bajan.

Los arrieros son hombres duros,

pacientes y conocedores de las

altas montañas, donde los acechan

peligros y los sorprenden visiones.

Hoy día, las espectativas de la

vida moderna hacen que los hijos

de los arrieros busquen horizontes

distintos a los de sus padres y abuelos,

como en un momento pensó en hacerlo el

Pedrito de nuestra historia. Y los altos

estándares que impone el mercado de la

carne hace que cada día la ganadería de

extensión sea menos rentable y que el

trabajo del arriero vaya

desapareciendo.