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Dos vejetes, de aspecto senatorial, conversan recostados en sus sillones de la sala de
estar con vistas a una acequia oscura, pues sus posibles no les dan para una residencia de
mejores panorámicas. Don Genaro había sido, antes de su actual existencia de trasto
arrinconado, capitán de la Marina Mercante; don Claudio, revisor de tren y sigue usando la
visera profesional, cuyo coste le fue deducido por la empresa en la indemnización final por
cuarenta años de servicios; sólo cuando viene a visitarlo su hija se la quita, para que no lo riña.
—¿Me podría contar eso de los tortazos, don Genaro?
—Sargazos, dirá.
—Eso, ya sabe que no tengo cabeza.
—Se quedará dormido, como siempre que abro la boca, don Claudio.
—No sucederá, se lo prometo, lo que pasa es que habla usted tan bien …¡Si yo tuviera
una lengua como la suya…!
—Ande, ande, déjese de guasas —le corta el marino—. ¿Ha tomado ya las medicinas de
la tarde?
El viejo revisor abre su mano donde guarda dos cápsulas de colores que se le ha
olvidado tomar. Seguro que será regañado por la
hermana Úrsula, la monja que impone su
autoridad despótica en el asilo de ancianos. El
capitán, solícito, se levanta para tomar de la mesita
el vaso de agua, sin hacer caso de sus dolores
reumáticos que le arrancan una mueca de dolor
fugaz. Lo pone en la mano temblorosa de su
amigo, que le hace una seña para que empiece,
mientras termina de tomar las medicinas y se
recuesta sobre el sillón con el resto del vaso en la
mano. Se hace la ilusión de que es viejo ron añejo.
¡Cuánto le habría gustado haber viajado! ¡Cómo
envidiaba a su amigo!
—El Mar de los Sargazos está en el Atlántico. Es una extensión tan grande como dos
terceras partes de los Estados Unidos ―diserta el capitán―. Las plantas se extienden hasta el
horizonte. No nos gusta a los marinos esa zona y procuramos evitarla siempre que podemos.
Incluso ahora, con los grandes petroleros y transatlánticos, preferimos dar un rodeo.
—¿Por qué?
—Porque está llena de porquería.
—¿No dice que son plantas, don Genaro?
—Sí, hoy hay plantas, pero también latas de cerveza y bolsas de plástico. En los tiempos
de Colón era diferente.
COLÓN EN LA RESIDENCIA DE LA ACEQUIA
Javier Tazón Ruescas
javiertazonruescas.blogspot.com
COLÓN EN LA RESIDENCIA DE LA ACEQUIA Javier Tazón Ruescas
―Colón atravesó ese mar.
―Caramba, don Claudio, sabe usted mucho más de lo que parece…
―Lo escuché en un reportaje del National Geografic.
―Pues sí, eso es lo que dicen, pero yo lo dudo.
La hermana Úrsula los interrumpe para preguntar por si han tomado ya sus medicinas.
Le retira al hombre de la visera de ferroviario el vaso de agua que tiene sujeto en la mano, a
guisa de ron. Este farfulla una imprecación de bucanero, pues escuchando historias sobre el mar
se transforma en lo que siempre quiso ser: un marino malhablado y tabernario. «Le he oído, don
Claudio», responde la monja indignada mientras se aleja. «Mañana tendrá usted que confesarse».
―Ahora entenderá, amigo, que estaba muy cuerdo el almirante Colón cuando se negó a
llevar religiosos a bordo ―satiriza don Genaro y golpea, cariñoso, con dos palmaditas el
antebrazo de su compañero.
―A esta la tiraría yo por la borda para que la devoraran los tiburones del Caribe
―responde aún indignado el amigo―. Pero, dígame, ¿por qué ha dicho que no cree que Colón
atravesara el mar ese de los Sargazos?
Don Genaro se recuesta en el mullido sofá, reposa los codos en los antebrazos y junta
las manos con los dedos separados, su postura habitual cuando se dispone a hablar.
―Verá, querido don Claudio, muchos portugueses lo habían intentado antes y quedaron
atrapados en la vegetación. Además, en aquella zona del Atlántico no soplan buenos vientos
para ir al Caribe. Si quiere usted tomar los Alisios ha de poner rumbo al Sur. Lo ideal es bajar
hasta Cabo Verde y luego subir en ángulo recto, casi, hacia el Nornoroeste. ¿Se acuerda usted de
Pedro Calandria, el gaditano?
―¡Claro!, el que casó con la hija de Azpiazu, el naviero?
―El mismo, pues solía participar todos los años en la
Regata Juan de la Cosa, la que sale de El Puerto de Santa María y
llega hasta el Caribe. A él puede preguntarle, pues esa carrera de
balandros de la que fue casi fundador, sigue el itinerario que le
digo: Canarias, Cabo Verde y virazón hacia el Norte Noroeste
hasta coger las Antillas por el Sur. ¿Se hace usted una idea?
―¿Mintió Colón? ―pregunta con cierta angustia el viejo
revisor, pues se le están desbaratando esquemas aprendidos
desde niño.
―Como un bellaco, Claudio, se lo aseguro.
Este mantiene la boca abierta por el asombro. Don Genaro continúa con su historia,
seguro de que la atención de su compañero está bien agarrada.
―Se lo voy a explicar. Verá, en aquella época todos los marinos trafulcaban los datos
sobre sus rutas. Los caminos de la mar eran los secretos mejor guardados de las cancillerías. Es
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COLÓN EN LA RESIDENCIA DE LA ACEQUIA
más, dicen que fue por entonces cuando surgió el espionaje tal y como hoy lo conocemos. Los
portugueses y los castellanos habían llegado a un acuerdo, el tratado de Alcaçovas, según el cual,
si desde el Cabo Bojador, justo debajo de Canarias, en la costa africana, se tirase una línea
paralela al Ecuador, de ella para arriba las aguas serían de Castilla y de ella para abajo de
Portugal. Si se fija en un mapa, las costas del Caribe están, más o menos, a la misma altura que
Canarias, algo por encima del Bojador, luego pertenecerían a Castilla, aunque no todas.
Don Genaro dibuja en el aire el mapa mientras habla, puntea las islas y don Claudio mira
el espacio vacío y contempla costas, mares, oleaje.
―Puede usted comprobar la latitud ―continúa el marino como si tuviera delante, en
efecto, un mapa―. El problema está en saber por dónde llegaron los castellanos a América.
Decir que habían marchado por el sur habría sido confesar la violación de las aguas
jurisdiccionales portuguesas. Los reyes lusos no eran tontos y la reina Isabel habría tenido serias
dificultades para lograr del papa Alejandro Sexto el reconocimiento de la titularidad castellana y
aragonesa sobre las tierras recién descubiertas.
Don Claudio mira de reojo a su amigo, que sigue despierto.
―Para evitarlo ―continúa-― dijeron que habían ido rectito desde Canarias, pero eso era
poco menos que imposible porque se habrían encontrado con los sargazos por la zona más
densa. Así y todo, yendo por el Sur, también atravesaron zonas con abundante hierba, según
recoge Colón en su diario.
El capitán palmea, cariñoso, la huesuda rodilla de su amigo de singladura.
―De todas formas, mire, don Claudio, le voy a dejar un
libro que acabo de leer sobre estos asuntos, es una novela histórica
en la que se narra el viaje del Descubrimiento. Se titula «El
cartógrafo de la reina (Memorias de Juan de la Cosa)» y lo ha sacado
la editorial cántabra Kattigara. Es muy interesante, la verdad. Lo ha
escrito un tal Javier Tazón, uno de Santoña, Santander o de por ahí.
Habla de las rutas que siguieron, de las mentiras divulgadas, de
cómo se hundió la Santa María, del misterio de las capitulaciones de
Santa Fe. Lo que cuenta es muy diferente a lo que aprendimos en la
escuela. ¡Seguro que le gustará! Además salen también mafiosos,
como esos de las películas de Mario Puzzo que tanto le gustan y
encima…
Don Genaro calla. A su amigo se le ha caído la gorra de revisor. Tiene la cabeza
inclinada sobre el pecho, por la comisura de los labios le resbala un hilillo de baba y ronca con
suavidad. Siempre sucede lo mismo.
El viejo narrador, que había sido capitán de la Marina Mercante antes de ser arrinconado
como un trasto en aquel varadero con vistas a una acequia oscura, se levanta pesado, ahora sin
disimular los gestos de dolor causados por el reuma agudo que ha transformado su cuerpo en un
saco de agujas. Toma una manta de sobremesa y cubre, piadoso, el sueño inocente e insensible
javiertazonruescas.blogspot.com
Marcha a su habitación y vuelve con un libro que deja en el regazo de don Claudio. Sabe que
tendrá que leérselo, una vez más. Ya es la tercera vez que lo hace y siempre le parece nuevo: «El
cartógrafo de la reina. (Memorias de Juan de la Cosa)», reza su título sobre un fondo de carta
náutica con una vieja leyenda: «Mare Oceanum».
―Le gustará, don Claudio. Seguro que le gustará ―dice el capitán a su transido amigo
mientras se sienta de nuevo, inclina la cabeza sobre el pecho y, él también, queda dormido.
Javier Tazón Ruescas
elcartografodelareina.com
javiertazonruescas.blogspot.com
kattigara.com
Agradezco a Javier Tazón Ruescas su colaboración en el Proyecto
Colaborativo:
“Nueva Expedición de Colón”
www.diahispanidad2010.blogspot.com
con el relato que nos ha enviado, así como con su libro “El cartógrafo de
la reina. Memorias de Juan de la Cosa.”
Raquel Vadillo Sierra—Noviembre 2010
Www.laclasedeluna.blogspot.com
javiertazonruescas.blogspot.com
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