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Dos vejetes, de aspecto senatorial, conversan recostados en sus sillones de la sala de estar con vistas a una acequia oscura, pues sus posibles no les dan para una residencia de mejores panorámicas. Don Genaro había sido, antes de su actual existencia de trasto arrinconado, capitán de la Marina Mercante; don Claudio, revisor de tren y sigue usando la visera profesional, cuyo coste le fue deducido por la empresa en la indemnización final por cuarenta años de servicios; sólo cuando viene a visitarlo su hija se la quita, para que no lo riña. ¿Me podría contar eso de los tortazos, don Genaro? Sargazos, dirá. Eso, ya sabe que no tengo cabeza. Se quedará dormido, como siempre que abro la boca, don Claudio. —No sucederá, se lo prometo, lo que pasa es que habla usted tan bien …¡Si yo tuviera una lengua como la suya…! Ande, ande, déjese de guasas le corta el marino. ¿Ha tomado ya las medicinas de la tarde? El viejo revisor abre su mano donde guarda dos cápsulas de colores que se le ha olvidado tomar. Seguro que será regañado por la hermana Úrsula, la monja que impone su autoridad despótica en el asilo de ancianos. El capitán, solícito, se levanta para tomar de la mesita el vaso de agua, sin hacer caso de sus dolores reumáticos que le arrancan una mueca de dolor fugaz. Lo pone en la mano temblorosa de su amigo, que le hace una seña para que empiece, mientras termina de tomar las medicinas y se recuesta sobre el sillón con el resto del vaso en la mano. Se hace la ilusión de que es viejo ron añejo. ¡Cuánto le habría gustado haber viajado! ¡Cómo envidiaba a su amigo! El Mar de los Sargazos está en el Atlántico. Es una extensión tan grande como dos terceras partes de los Estados Unidos ―diserta el capitán―. Las plantas se extienden hasta el horizonte. No nos gusta a los marinos esa zona y procuramos evitarla siempre que podemos. Incluso ahora, con los grandes petroleros y transatlánticos, preferimos dar un rodeo. ¿Por qué? Porque está llena de porquería. ¿No dice que son plantas, don Genaro? Sí, hoy hay plantas, pero también latas de cerveza y bolsas de plástico. En los tiempos de Colón era diferente. COLÓN EN LA RESIDENCIA DE LA ACEQUIA Javier Tazón Ruescas javiertazonruescas.blogspot.com

Colón en la residencia de la acequia

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Page 1: Colón en la residencia de la acequia

Dos vejetes, de aspecto senatorial, conversan recostados en sus sillones de la sala de

estar con vistas a una acequia oscura, pues sus posibles no les dan para una residencia de

mejores panorámicas. Don Genaro había sido, antes de su actual existencia de trasto

arrinconado, capitán de la Marina Mercante; don Claudio, revisor de tren y sigue usando la

visera profesional, cuyo coste le fue deducido por la empresa en la indemnización final por

cuarenta años de servicios; sólo cuando viene a visitarlo su hija se la quita, para que no lo riña.

—¿Me podría contar eso de los tortazos, don Genaro?

—Sargazos, dirá.

—Eso, ya sabe que no tengo cabeza.

—Se quedará dormido, como siempre que abro la boca, don Claudio.

—No sucederá, se lo prometo, lo que pasa es que habla usted tan bien …¡Si yo tuviera

una lengua como la suya…!

—Ande, ande, déjese de guasas —le corta el marino—. ¿Ha tomado ya las medicinas de

la tarde?

El viejo revisor abre su mano donde guarda dos cápsulas de colores que se le ha

olvidado tomar. Seguro que será regañado por la

hermana Úrsula, la monja que impone su

autoridad despótica en el asilo de ancianos. El

capitán, solícito, se levanta para tomar de la mesita

el vaso de agua, sin hacer caso de sus dolores

reumáticos que le arrancan una mueca de dolor

fugaz. Lo pone en la mano temblorosa de su

amigo, que le hace una seña para que empiece,

mientras termina de tomar las medicinas y se

recuesta sobre el sillón con el resto del vaso en la

mano. Se hace la ilusión de que es viejo ron añejo.

¡Cuánto le habría gustado haber viajado! ¡Cómo

envidiaba a su amigo!

—El Mar de los Sargazos está en el Atlántico. Es una extensión tan grande como dos

terceras partes de los Estados Unidos ―diserta el capitán―. Las plantas se extienden hasta el

horizonte. No nos gusta a los marinos esa zona y procuramos evitarla siempre que podemos.

Incluso ahora, con los grandes petroleros y transatlánticos, preferimos dar un rodeo.

—¿Por qué?

—Porque está llena de porquería.

—¿No dice que son plantas, don Genaro?

—Sí, hoy hay plantas, pero también latas de cerveza y bolsas de plástico. En los tiempos

de Colón era diferente.

COLÓN EN LA RESIDENCIA DE LA ACEQUIA

Javier Tazón Ruescas

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Page 2: Colón en la residencia de la acequia

COLÓN EN LA RESIDENCIA DE LA ACEQUIA Javier Tazón Ruescas

―Colón atravesó ese mar.

―Caramba, don Claudio, sabe usted mucho más de lo que parece…

―Lo escuché en un reportaje del National Geografic.

―Pues sí, eso es lo que dicen, pero yo lo dudo.

La hermana Úrsula los interrumpe para preguntar por si han tomado ya sus medicinas.

Le retira al hombre de la visera de ferroviario el vaso de agua que tiene sujeto en la mano, a

guisa de ron. Este farfulla una imprecación de bucanero, pues escuchando historias sobre el mar

se transforma en lo que siempre quiso ser: un marino malhablado y tabernario. «Le he oído, don

Claudio», responde la monja indignada mientras se aleja. «Mañana tendrá usted que confesarse».

―Ahora entenderá, amigo, que estaba muy cuerdo el almirante Colón cuando se negó a

llevar religiosos a bordo ―satiriza don Genaro y golpea, cariñoso, con dos palmaditas el

antebrazo de su compañero.

―A esta la tiraría yo por la borda para que la devoraran los tiburones del Caribe

―responde aún indignado el amigo―. Pero, dígame, ¿por qué ha dicho que no cree que Colón

atravesara el mar ese de los Sargazos?

Don Genaro se recuesta en el mullido sofá, reposa los codos en los antebrazos y junta

las manos con los dedos separados, su postura habitual cuando se dispone a hablar.

―Verá, querido don Claudio, muchos portugueses lo habían intentado antes y quedaron

atrapados en la vegetación. Además, en aquella zona del Atlántico no soplan buenos vientos

para ir al Caribe. Si quiere usted tomar los Alisios ha de poner rumbo al Sur. Lo ideal es bajar

hasta Cabo Verde y luego subir en ángulo recto, casi, hacia el Nornoroeste. ¿Se acuerda usted de

Pedro Calandria, el gaditano?

―¡Claro!, el que casó con la hija de Azpiazu, el naviero?

―El mismo, pues solía participar todos los años en la

Regata Juan de la Cosa, la que sale de El Puerto de Santa María y

llega hasta el Caribe. A él puede preguntarle, pues esa carrera de

balandros de la que fue casi fundador, sigue el itinerario que le

digo: Canarias, Cabo Verde y virazón hacia el Norte Noroeste

hasta coger las Antillas por el Sur. ¿Se hace usted una idea?

―¿Mintió Colón? ―pregunta con cierta angustia el viejo

revisor, pues se le están desbaratando esquemas aprendidos

desde niño.

―Como un bellaco, Claudio, se lo aseguro.

Este mantiene la boca abierta por el asombro. Don Genaro continúa con su historia,

seguro de que la atención de su compañero está bien agarrada.

―Se lo voy a explicar. Verá, en aquella época todos los marinos trafulcaban los datos

sobre sus rutas. Los caminos de la mar eran los secretos mejor guardados de las cancillerías. Es

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COLÓN EN LA RESIDENCIA DE LA ACEQUIA

más, dicen que fue por entonces cuando surgió el espionaje tal y como hoy lo conocemos. Los

portugueses y los castellanos habían llegado a un acuerdo, el tratado de Alcaçovas, según el cual,

si desde el Cabo Bojador, justo debajo de Canarias, en la costa africana, se tirase una línea

paralela al Ecuador, de ella para arriba las aguas serían de Castilla y de ella para abajo de

Portugal. Si se fija en un mapa, las costas del Caribe están, más o menos, a la misma altura que

Canarias, algo por encima del Bojador, luego pertenecerían a Castilla, aunque no todas.

Don Genaro dibuja en el aire el mapa mientras habla, puntea las islas y don Claudio mira

el espacio vacío y contempla costas, mares, oleaje.

―Puede usted comprobar la latitud ―continúa el marino como si tuviera delante, en

efecto, un mapa―. El problema está en saber por dónde llegaron los castellanos a América.

Decir que habían marchado por el sur habría sido confesar la violación de las aguas

jurisdiccionales portuguesas. Los reyes lusos no eran tontos y la reina Isabel habría tenido serias

dificultades para lograr del papa Alejandro Sexto el reconocimiento de la titularidad castellana y

aragonesa sobre las tierras recién descubiertas.

Don Claudio mira de reojo a su amigo, que sigue despierto.

―Para evitarlo ―continúa-― dijeron que habían ido rectito desde Canarias, pero eso era

poco menos que imposible porque se habrían encontrado con los sargazos por la zona más

densa. Así y todo, yendo por el Sur, también atravesaron zonas con abundante hierba, según

recoge Colón en su diario.

El capitán palmea, cariñoso, la huesuda rodilla de su amigo de singladura.

―De todas formas, mire, don Claudio, le voy a dejar un

libro que acabo de leer sobre estos asuntos, es una novela histórica

en la que se narra el viaje del Descubrimiento. Se titula «El

cartógrafo de la reina (Memorias de Juan de la Cosa)» y lo ha sacado

la editorial cántabra Kattigara. Es muy interesante, la verdad. Lo ha

escrito un tal Javier Tazón, uno de Santoña, Santander o de por ahí.

Habla de las rutas que siguieron, de las mentiras divulgadas, de

cómo se hundió la Santa María, del misterio de las capitulaciones de

Santa Fe. Lo que cuenta es muy diferente a lo que aprendimos en la

escuela. ¡Seguro que le gustará! Además salen también mafiosos,

como esos de las películas de Mario Puzzo que tanto le gustan y

encima…

Don Genaro calla. A su amigo se le ha caído la gorra de revisor. Tiene la cabeza

inclinada sobre el pecho, por la comisura de los labios le resbala un hilillo de baba y ronca con

suavidad. Siempre sucede lo mismo.

El viejo narrador, que había sido capitán de la Marina Mercante antes de ser arrinconado

como un trasto en aquel varadero con vistas a una acequia oscura, se levanta pesado, ahora sin

disimular los gestos de dolor causados por el reuma agudo que ha transformado su cuerpo en un

saco de agujas. Toma una manta de sobremesa y cubre, piadoso, el sueño inocente e insensible

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Marcha a su habitación y vuelve con un libro que deja en el regazo de don Claudio. Sabe que

tendrá que leérselo, una vez más. Ya es la tercera vez que lo hace y siempre le parece nuevo: «El

cartógrafo de la reina. (Memorias de Juan de la Cosa)», reza su título sobre un fondo de carta

náutica con una vieja leyenda: «Mare Oceanum».

―Le gustará, don Claudio. Seguro que le gustará ―dice el capitán a su transido amigo

mientras se sienta de nuevo, inclina la cabeza sobre el pecho y, él también, queda dormido.

Javier Tazón Ruescas

elcartografodelareina.com

javiertazonruescas.blogspot.com

kattigara.com

[email protected]

Agradezco a Javier Tazón Ruescas su colaboración en el Proyecto

Colaborativo:

“Nueva Expedición de Colón”

www.diahispanidad2010.blogspot.com

con el relato que nos ha enviado, así como con su libro “El cartógrafo de

la reina. Memorias de Juan de la Cosa.”

Raquel Vadillo Sierra—Noviembre 2010

Www.laclasedeluna.blogspot.com

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