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Comentar Obras de Danza Carlos P�rez Soto COMENTAR OBRAS DE DANZA CARLOS PEREZ SOTO Compañera, compañero: este texto es gratis. No aceptes pagar por él si no estás seguro de que con eso beneficiarás alguna causa progresista. Para imprimir y distribuir más de 20 ejemplares, te rogamos escribir a [email protected] Publicado bajo licencia Creative Commons (CC BY-NC-ND): este texto puede ser copiado y distribuido libremente siempre que se mencione la fuente; no puede ser alterado, ni usado con fines comerciales Segunda edición: Octubre 2013 Edición y diseño: Yovely Díaz Cea Editada de acuerdo a las convenciones de lectura fácil disponible en: www.lecturafacil.net

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Comentar Obras de Danza

Carlos P�rez Soto

COMENTAR OBRAS DE DANZACARLOS PEREZ SOTO

Compañera, compañero: este texto es gratis.No aceptes pagar por él si no estás seguro de que con eso beneficiarás alguna causa progresista.

Para imprimir y distribuir más de 20 ejemplares, te rogamos escribir a [email protected]

Publicado bajo licencia Creative Commons (CC BY-NC-ND): este texto puede ser copiado y distribuido libremente siempre que se mencione la fuente; no puede ser alterado, ni usado con fines comerciales

Segunda edición: Octubre 2013Edición y diseño: Yovely Díaz Cea

Editada de acuerdo a las convenciones de lectura fácil disponible en: www.lecturafacil.net

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Este libro ha sido posible, en primer lugar, gracias a las múltiples conversaciones que he mantenido con Simón Pérez Wilson, Jennifer Mc Coll, María José Cifuen-tes y Andrés Grumann, con quienes hemos compartido, en los últimos años, la trabajosa tarea de levantar un campo de discusión teórica en torno a los diversos aspectos de la práctica artística de la danza en Chile. Mis ideas en este campo muchas veces son indistinguibles de sus escritos y sugerencias. A ellos debo gran parte de los tópicos y muchas de las respuestas concretas que expongo en este texto. Los matices y contrapuntos que he agregado pueden ser considerados como plenamente integrados a la viva corriente de conceptos y teoría que hemos generado en una tarea esencialmente colaborativa y fraterna.

Ha sido posible, en segundo lugar, por la generosa confianza con que bailarinas y coreógrafas han aceptado mis preguntas y comentarios, y a las conversaciones, siempre un poco apuradas, con creadoras e intérpretes al calor de sus obras, entre ellos Nelson Avilés, Daniela Marini, Paulina Mellado, Paulina Vielma y Exe-quiel Gómez. Muy particularmente, sin embargo, agradezco la calidez humana y la disposición de la gran creadora que es Carmen Beuchat, de la que provienen, de una u otra manera, todos los hilos que llegaron a formar el tejido actual de la nueva danza chilena.

Manuela Bunster, Verónica Canales, Lorena Hurtado, como directores de escue-la, en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano y en la Universidad Arcis, me han permitido mantener los cursos de Historia de la Danza y Análisis de Obras a partir de los cuales he podido ir desarrollando progresivamente los contenidos que expongo en este libro. Carla Jara y Paulina Mellado me han ofrecido un valioso espacio para Seminarios dictados en la Universidad Finis Terra y en PE. Mellado Danza, de los que provienen directamente la mayor parte de los textos concretos.

Agradecimientos

Índice

Agradecimientos

Prólogo

I. La danza entre las artes

II. El estilo en danza

III. Historia y danza

IV. Corporalidades y géneros

V. Arte político y política del arte

VI. Apreciación, crítica, comentario

Bibliografía brevemente comentada

Post Scriptum

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Prólogo 1

Frecuentemente converso con personas que se quejan de que “no entienden” la danza contemporánea. La mayoría de los coreógrafos e intérpretes, ante esta inquietud, suelen responder que en danza no se trata tanto de entender sino más bien de sentir. Aún así hay quienes argumentan sosteniendo que “[con esta obra] no me pasa nada porque no entiendo nada”.

¿Deberíamos entender las obras de danza? ¿Deberíamos limitarnos a sentirlas? Por supuesto no se trata de que una u otra actitud sea obligatoria, ni siquiera se trata de que sean excluyentes. El espectador es, y debe ser, soberano. Pero, tam-bién, es razonablemente esperable que la actitud del espectador sea congruente, aunque sea de manera general, con las intensiones del coreógrafo, o los esfuerzos de los intérpretes.

El hecho es que no hay un acuerdo general, en el propio ejercicio del arte de la danza, acerca de cuál es el objetivo de las obras. Sus diferencias de criterio respecto de éste punto en particular tienen una profunda significación estética, y forman parte esencial de lo que puede ser llamado “estilo” en esta disciplina. No es difícil notar que un problema análogo se da también en todas las otras artes. La disposición del espectador no es la misma, quiéralo o no, ante Guérnica de Picasso que ante Cuadrado negro sobre fondo blanco de Malevich, o la Gioconda de Leonardo. Más allá de la soberanía del espectador, de su libertad de enfrentar sus experiencias de la manera que quiera, no es posible evitar la sensación de que se perdería algo muy importante si enfrentara todas estas obras exactamente de la misma manera, en particular, si las juzgara todas según los parámetros que ha elaborado sólo para alguna de ellas.

1  Presento en esta Introducción todos los temas que se tratan en este libro. Los Capítulos desarrollan, en el mismo orden, los contenidos correspondientes.

El sentido que quiero dar a la tarea de comentar obras de danza es ofrecer criterios, fundamentalmente destinados a los espectadores, para hacer estas diferencias y considerarlas en el momento de apreciar las propuestas de coreó-grafos e intérpretes. Criterios que, desde luego, no deben considerarse como normativos ni, mucho menos aún, como directivos respecto del acto de creación mismo. El comentario tiene algo de meramente clasificatorio, sólo puede proce-der a posteriori, ante el hecho consumado de las obras, que debe ocurrir, desde luego, siempre en el ámbito de la completa libertad del artista. No debe operar como “dirección del gusto” entre los espectadores ni, menos aún, como “tirano de la creación” entre los creadores.

La idea general es más bien contribuir a enriquecer la experiencia de asistir a una obra de arte y experimentar sus proposiciones. Hay muchas razones por las cuales esta tarea ha llegado a ser necesaria. La estructura de este libro está dedicada a tratar de abarcar, al menos de manera general, cada una de estas razones, y a mostrar su significación para una estética de la danza. En la medida en que la estética de la danza es una de las menos desarrolladas en el campo de las diversas expresiones artísticas, este ejercicio, en principio orientado hacia los espectadores, puede resultar una contribución útil también para los teóricos del arte, y para los creadores, en la medida en que busquen coordenadas teóricas en las cuales inscribir sus trabajos.

La verdad es que ver, de una manera apropiada, un espectáculo de danza ar-tística suele ser bastante difícil. El movimiento del cuerpo humano puede decir muchas cosas complejas de manera directa e inmediata. La información visual puede complicarse enormemente si a la vez va acompañada de música, y si el vestuario, la iluminación, la puesta en escena, se usan también como elementos expresivos. El espectador tiene que procesar velozmente todos estos elementos en torno a un significado que puede ser sugerido de maneras alegóricas, meta-fóricas, o a través de intrincadas series de pistas que sólo se asocian entre sí de forma metonímica. Frecuentemente el coreógrafo no sólo intenta decir o señalar algo, sino también producir una cierta atmósfera, comprometer al espectador de una forma no intelectual, apelando a sus emociones a través del ritmo, del dra-matismo expresivo, o del efecto de conjunto de elementos muy dispares entre sí.

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El asunto se complica, sin embargo, cuando se consideran las diferencias es-tilísticas, bastantes profundas, que en danza, a diferencia de otras artes, se dan hoy con igual relevancia, todas a la vez. Aún siendo todas las dificultades ante-riores ciertas, se aplican de maneras muy diversas al ballet, a la danza moderna y a la danza de vanguardia, existiendo incluso, al interior de cada una de ellas, importantes matices que requieren del espectador disposiciones muy distintas. Aunque a lo largo de este libro ofreceré muchos criterios generales, de aplicación común, en realidad no hay una manera única de ver danza, ni de relacionarse con ella. Lo más interesante de esta expresión artística considerada como conjunto son justamente las diferencias, los enfoques, profundamente diversos, desde los cuales es concebida, es practicada y, consecuentemente, puede ser vista.

La danza, como la ópera, como el teatro, es un arte fuertemente interdiscipli-nario. La mayor parte de las veces recurre a la música y se despliega en estrecha relación con ella. Otras veces su conexión esencial es con los elementos pictó-ricos que aportan el vestuario, la iluminación, la escenografía. En muchas obras de vanguardia la relación de tipo arquitectónica con el espacio, en niveles, pisos intervenidos, en ambientes no teatrales, es particularmente relevante. En el estilo moderno es frecuente la relación con mensajes o textos literarios.

Siendo estas relaciones muy propias y arraigadas en las obras, una primera cuestión que es necesario especificar entonces es qué de danza tiene una obra de danza, o también, al menos de manera meramente analítica, qué es lo propia-mente dancístico de la danza.

Sin embargo, es justamente éste elemento dancístico de la danza, y su relación con las otras artes, el que cambia de manera fundamental cuando pasamos de unas obras a las que agrupamos como ballet o académicas a otras, que distinguimos como modernas o de vanguardia. Por esto, un segundo elemento que es necesario especificar es el estilo.

Se trata, desde luego, de una categoría largamente cuestionada, sobre todo por la manía clasificatoria con que se la ha usado habitualmente. Un vicio ilustrado que es poco útil, en general, para experiencias complejas como las que se dan en el arte. La uso aquí, sin embargo, de manera pragmática, como orientación general

para el espectador acerca de diferencias, muy notorias, que se dan de hecho, y que producen una situación muy práctica, muy cotidiana: antes de ver una obra de danza es bueno saber, aunque sea de una manera muy general, con que “tipo” de obra nos encontraremos. Lo que el coreógrafo espera de su obra y de los es-pectadores suele ser muy diferente de un estilo a otro. Los valores internos de la obra, aquellos que la obra misma propone, suelen ser también muy diversos, e incluso, con cierta frecuencia, directamente antagónicos.

La indicación “estilo”, que siempre debe aplicarse de manera moderada y flexi-ble, ofrece una primera guía, general, acerca de qué y cómo ver o experimentar una obra. La discusión posterior sobre el grado y los aspectos en que una obra “se apartó” del estilo en que se inscribía, llevada por cierto de manera igualmente flexible, puede ser una manera de especificar, con más elementos técnicos, la experiencia que hemos tenido al verla.

La danza es un arte que tiene una importante componente conservadora. Un rasgo que comparte con la música sinfónica y con la ópera. No es raro que haya coreógrafos y críticos que consideren que estilos corporales y concepciones co-reográficas elaboradas hace dos siglos son la forma perfecta de su arte. Algunos extienden su historia, de manera más o menos mítica, hasta el siglo XVII. Una actitud que contrasta fuertemente, por cierto, con el espíritu de impugnación permanente que las vanguardias trajeron al campo del arte hace ya más de cien años. Es muy poco frecuente, por ejemplo, que los críticos o los historiadores del arte consideren que el momento perfecto de la plástica moderna sean las escul-turas de Miguel Ángel o la pintura impresionista.

La abrupta diferencia entre balletómanos y performers en danza, y la relativa dificultad para acceder a muchas obras2 crea la necesidad de orientar al espectador respecto de esta polémica y de su dimensión histórica. Cuánto hay de conserva-dor entre los que aparecen (frecuentemente con orgullo) como conservadores, y cuánto hay realmente de innovación en los que se presentan (frecuentemente con

2  Hay que considerar que mientas podemos acceder a todas las artes visuales y musicales a través de excelentes medios de reproducción (el libro ilustrado, el CD, el DVD), es aún muy raro para el público general asistir a una serie de obras de danza, o contar con una cantidad suficiente de registros, como para poder formarse una idea de la variedad estilística contem-poránea, y mucho menos de cómo esa variedad fue cambiando históricamente.

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más orgullo aún) como impugnadores, es una dimensión esencial, y nada trivial, en la apreciación de una obra.

Lo esencial es que los estilos (y las obras mismas) son realidades eminente-mente históricas. Tienen una vigencia plena (clásica) en una época y un entorno que se puede distinguir con cierta claridad. Son sometidos a recreaciones o a reformulaciones (a veces muy importantes) cuando cambian de época y entorno. Especificar estos cambios contribuye a darle contenidos más precisos a etiquetas generales como “ballet” o “moderno”.

Pero, más allá, esas especificaciones pueden contribuir a dos reflexiones de fondo, que son relevantes en la estética en general. Una en torno a la historicidad esencial del acto de creación artística y, como consecuencia, de las obras mismas. Otra en torno a la recurrente diferencia entre las obras “como tales” (un núcleo, en buenas cuentas, siempre difícil de determinar) y los discursos a través de los cuales se las conceptualiza, y se las recrea.

Mucho más directamente que en el teatro, la danza es un ámbito en que el cuerpo está centralmente implicado. Nuevamente aquí los modos y los conteni-dos de esta implicación dependen fuertemente de los estilos, sus historias y sus discursos. El asunto esencial aquí es si el cuerpo es un medio de expresión o es, de manera directa e inmediata, la materia misma de la obra. O, en otros términos, si el cuerpo re-presenta (a un sujeto), es una apariencia (de algo otro), o simplemente presenta algo, siendo él mismo ya todo el contenido. En ambos casos, y en cada estilo, hay diversas maneras de ejercer estas funciones, que implican exigencias de diverso tipo en términos orgánicos, mecánicos y expresivos.

En estrecha conexión con esta centralidad del cuerpo en danza se encuentran dos preocupaciones que la atraviesan completamente a lo largo de su historia y a través de sus estilos: las diferencias de género y las de constitución corporal.

Quizás la danza es el único arte en que la diferencia entre lo femenino y lo masculino resulta insoslayable en términos estilísticos. Una parte muy importante del sentido de los múltiples recursos del ballet derivan de la “feminización” de este estilo llevada a cabo por coreógrafos y maestros hombres (patriarcales y machistas) a lo largo del siglo XIX. De manera correspondiente, una buena parte de los rasgos del modernismo y de las vanguardias deriva de la impugnación de

ese régimen de “feminización” artificiosa, que se mantiene hasta el día de hoy en tantos lugares de enseñanza y ejercicio de este arte. Un fenómeno que no tiene parangón ni en la plástica, ni en la música, ni en la literatura.

De la misma manera, el modelo de competencias y destrezas del ballet, con su régimen de exigencias de nutrición, proporciones corporales, flexibilidad y fuerza, ha sido uno de los temas recurrentes del vanguardismo, y uno de los ámbitos de reflexión e impugnación básicos del momento clásico del estilo moderno. Que haya existido un gran músico sordo es una excepción y una maravilla en música. Que exista un bailarín de primer orden sin piernas (como David Tool, de Candoco) es un hecho relevante en danza en términos propiamente estéticos.

La fuerte institucionalización de la práctica artística a lo largo del siglo XX, que está estrechamente relacionada con su mercantilización, ha acarreado la necesi-dad de una suerte de “erudición” creciente en los espectadores. La situación se complica por el hábito vanguardista de fundar la creatividad en la impugnación, lo que hace que las obras (y la novedad que pretenden) adquieran sentido sólo en una fuerte conexión con otras obras que las anteceden o rodean. Abunda la poesía que sólo tiene sentido para otros poetas, o la pintura que sólo entienden otros pintores.

Desde luego el asunto se agrava con la existencia de las escuelas de arte, con regímenes de estudio análogos a los que se dan en Ciencias Sociales o en Ciencias Naturales, escuelas que permiten obtener “título” de artista, o de crítico, con relativa independencia de la contribución real del afectado a la creación artística. Esto crea comunidades de personas que “saben mucho de arte” (o de su discipli-na específica), que resultan un público privilegiado para los artistas creativos, y con grandes ventajas respecto del público común. Así, muchas obras sólo tienen un sentido real para los que “han estudiado arte”, mientras que aparecen como perfectos misterios o exotismos para los no iniciados.

La situación general nos habla de una cierta política del arte, que ha llegado a tener significación estética. Esto es, las relaciones entre el creador y su escuela, entre el creador y las instituciones que han aparecido en su disciplina, entre el creador y sus pares, se han convertido en un elemento importante en el acto de la creación misma. Para el espectador común muchos misterios en torno a las obras se aclararían con un saber al menos general sobre ese mundo (ese mundillo) desde

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el que surgen, con sus querellas, sus cambios “revolucionarios”, sus relaciones de poder y de mercado. Sin esos elementos, aunque sean generales y mínimos, corre el riesgo de asistir al arte como mero espectáculo, como un gesto que reporta un cierto estatus, desde una postura más bien pasiva, impresionable y manipulable. Ni qué decir, por supuesto, que reducir al espectador a ese lugar suele ser una política relativamente frecuente de los que participan en el mundo del arte más bien como promotores de un bien de mercado, o de ventajas políticas, que de experiencias propiamente estéticas.

El que esta política del arte haya llegado a tener una significación estética tiene su origen en la permanente relación del arte con la política, sobre todo a lo largo del siglo XX. En toda la época de las llamadas “vanguardias históricas” (1890-1925) la mayor parte de los movimientos artísticos (“ismos”) que se crearon quisieron hacer un arte que tuviese una significación directamente política, una preocupación que alcanzó su apogeo al calor de la revolución rusa (1917) a lo largo de los años 20. El mecenazgo estatal (fascista, estalinista, keynesiano) y la mercantilización (sobre todo a partir de 1940) convirtieron a este arte político en algo muy distinto a su concepción original. Dieron paso, más bien, a un uso político del arte, una función, por lo demás, que se ha dado a lo largo de toda su historia.

Estos tres términos (política del arte, arte político, uso político del arte) se expresan de maneras muy notorias en las obras mismas. En danza, el carácter “faraónico” de ciertos montajes contemporáneos del ballet, las políticas de im-pugnación muchas veces muy agresivas de ciertas obras de vanguardia, los con-tenidos más existenciales o más directamente políticos, de las obras modernistas, provienen de ellos. Para el lego, situar las obras también en estas coordenadas tiene que contribuir en buena medida a su captación integral.

Pero, precisamente, esta creciente institucionalización del ámbito artístico ha creado a los intermediarios que, al menos teóricamente, podrían conectar al gran público con las obras: los críticos de arte. El drama de esa función crítica, sin em-bargo, es haber sucumbido a esa misma lógica de institucionalización y mercado.

En el teatro, como en el cine, la música y la danza, desde fines del siglo XIX, la crítica tuvo ese sentido originario de presentar las obras ante un eventual pú-blico futuro. Fue un oficio más bien periodístico que de orden teórico o estético.

Y alcanzó cultores notables3, la mayoría de los cuales escribieron también obras sistemáticas, de historia o estética. Este género de crítica, que se mantiene ple-namente vigente, cedió hace mucho tiempo ya, sin embargo, ante la profesiona-lización de la crítica promovida desde las escuelas de arte. Primero en literatura, luego en la plástica, se desarrolló un estilo de crítica muchísimo más erudito, fuertemente técnico, no destinado ya a presentar obras sino a discutirlas y va-lorarlas entre especialistas. Primero en el mercado de la plástica, luego en el de la industria editorial, este nuevo tipo de crítico empezó a cumplir una función de intermediario entre los grandes mecenas, o directamente los empresarios del arte, y los artistas. Haciendo las presentaciones y contactos necesarios, promoviendo a unos, valorizando o desvalorizando a otros.

Con el tiempo este tipo de crítica adquirió un doble carácter, por un lado se convirtió en un vasto campo de diletantismo académico, al son de las filosofías de moda (estructuralismo, post estructuralismo, deconstrucción), por otro se convirtió lisa y llanamente en parte del negocio, en la calidad de evaluador experto de los eventuales valores de las obras con vistas a su transacción en el mercado, o ante el mecenazgo estatal. Dos aspectos que no son contradictorios en lo más mínimo y que, muy por el contrario, suelen reforzarse mutuamente, dando a toda la actividad un carácter más bien especulativo, por cierto no en el sentido que tiene esta palabra en filosofía, sino directamente en el sentido que tiene en el mundo de los negocios. Contra el primer aspecto se pronunció Susan Sontag en el clásico texto Contra la Interpretación4, dando lugar a una nueva avalancha de comentarios… especulativos, entre especialistas. Contra el segundo aspecto nadie parece querer pronunciarse… después de todo la subsistencia misma de los artistas depende de ello.

La función crítica, burocratizada por la academia y por el mercado, ha dado paso a la generalización de una figura que sólo se daba en el mundo de la plástica, la del curador. Pensado en su origen como un conservador de arte, cuyo oficio era el

3  En danza son ya clásicos los excelentes comentarios de Joan Acocella, Cyril Beaumont, Lynn Garafola, Jill Johnston, Deborah Jowitt, Marcia B. Siegel. Cada uno de estos autores ha escrito también importantes textos de historia, teoría o estética de la danza, los cito aquí sólo en su función de críticos habituales en medios periodísticos. Un enorme e interesante volu-men que contiene muchos artículos (más de cien) escritos en este tenor es Reading Dance, editado e introducido por Robert Gottleib, publicado por Pantheon Books, New York, 2008.4  Susan Sontag, Contra la Interpretación (1964), Seix Barral, Barcelona, 1969

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cuidado y la preservación de las colecciones en los museos, el curador se convirtió, desde principios del siglo XX, en el agente seleccionador de las obras, es decir, en el mediador entre el mecenas estatal o privado y el lugar de eventual consagración de las obras. Con la apertura del Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA, 1929), incluso el arte de las vanguardias llegó a ser integrado en la institución que aborrecieron: el urinario de Marcel Duchamp llegó, ahora efectivamente y en serio, al museo, que en algún momento quiso desbancar con su provocación.

La actividad de curatoría ha introducido también otro tipo de crítica, derivaba directamente de los discursos académicos sobre el arte. La acción del curador es respaldada casi siempre de textos que legitiman sus opciones a través de una legitimación de las obras que ha escogido. Con esto, a pesar de sus eventuales buenas intensiones, el curador está siempre al borde de convertirse en el “director del gusto” para cada disciplina y cada momento, con los consiguientes conflictos que genera toda inclusión – exclusión, sobre todo en un ámbito extremadamente propenso a la susceptibilidad.

A esto se suma una creciente tendencia, que se dio primero en el mundo de la plástica, a convertir los textos curatoriales mismos en obras, que compiten, como las obras que suelen exponer, en su sofisticación, en la erudición de sus referen-cias teóricas, en el barroquismo de su formato literario. Este barroquismo, y el hecho trivial y contundente de que la subsistencia misma de los artistas resulta condicionada por estos mediadores, ha levantado ya la preocupación acerca de quién “curará las curatorías”, es decir, acerca de cómo garantizar que la función mediadora responda a criterios efectivamente estéticos o, al menos… deje con-tentas a todas las partes5.

La degradación de la crítica periodística, víctima de la rapidez de una industria que no distingue el arte del espectáculo comercial, y la “elevación” de la crítica académica y curatorial a los alambicados discursos dictados por la moda y las necesidades de la legitimación burocrática, hace manifiesto el amplio hiato que existe entre el campo del arte institucionalizado y el espectador que, como lego, quiere tener una experiencia genuina, que vaya más allá de la lógica ocasional del espectáculo, o de la vanidad del “consumo cultural”.

5  Ver al respecto, sólo como un síntoma, las discusiones expuestas en el proyecto español Plataforma Curatorial, que se puede encontrar en www.plataformacuratorial.es

Pero esa distancia hace necesario también especificar mejor las diferencias entre lo que es habitualmente la crítica de arte, propia de los especialistas, la apreciación del arte, propia del relato periodístico o del lego, y lo que me gustaría distinguir como comentario, simplemente a falta de un término mejor.

La función del comentario, que propongo en este libro, en principio dirigida a quienes no tienen una gran familiaridad con una disciplina artística, no tendría por qué ser ajena o inútil para sus cultores, o incluso para los especialistas. Explicitar y extender el sentido de una obra, conectarla con su entorno intertextual, situarla en sus coordenadas históricas, puede contribuir a que sus autores o intérpretes la vean objetivada desde más allá de sus propias intensiones, y puede ser una contribución también para la acumulación de materiales sobre los que el teórico, el historiador, el experto en estética, pueden trabajar. Y esa ha sido, por lo demás, la tarea del comentario periodístico más clásico, o el que se da en los medios especializados, como muestra de manera abundante la obra de los autores que he citado.

De lo que se trata entonces no es de construir una guía para la apreciación (que consideraré como personal y subjetiva), ni una categorización para ser discutida por expertos (tarea que considero excesivamente marcada por la burocratización académica). Se trata de hacer algo mucho más simple y razonable: comentar obras de danza. Este texto trata de los criterios más generales que permitirían esa actividad.

Santiago de Chile, Febrero de 2012.

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Cuando se trata de captar una obra de arte, tanto en su contenido como en su forma, lo primero es fijarse en cuál es la cualidad sensible a la que está específicamente dirigida. Lo propio de la pintura es el color y la línea, lo propio de la poesía es la palabra, lo propio de la escultura es la forma, en el teatro es la articulación de la palabra y el gesto, en la música es el sonido.

Por supuesto estas cualidades no son ni exclusivas ni excluyentes. Se podrían agregar algunas: en la pintura el juego de la luz y la sombra, en el teatro la articulación entre el gesto y el movimiento corporal, en la escultura la articulación entre la forma y el material.

Tampoco son excluyentes en el sentido de ser únicas. Muchas obras de arte combinan diversas disciplinas, y cada una de ellas aporta lo que le es específico. Nada impide que haya esculturas sonoras, o teatro sin palabras. Géneros como la ópera, o disciplinas como el cine, son particularmente ricos en esta combinación, y resultan, de manera correspondiente, parti-cularmente complejas en el momento de su apreciación.

Desde el punto de vista del espectador, la idea de establecer la cualidad sensible que constituye a una disciplina artística es poder organizar la per-cepción global desde ella. En la danza el centro de atención debería ser el movimiento y, en torno a él, las relaciones que establece con la música, los elementos pictóricos, los gestos o la palabra. En último término, los intér-pretes deben ser considerados por la manera en que se mueven, a pesar de la brillantez o la excelencia que puedan tener todos los otros elementos.

Para decirlo de un modo más conceptual, la relación de los movimien-tos entre sí es lo que puede llamarse la danzalidad de la danza. Lo que es propiamente suyo. Toda obra, sin embargo, con más o menos relevancia según los estilos, puede ser vista desde su musicalidad, su teatralidad, o su carácter más o menos pictórico.

I. La Danza entre las artes

1. Lo propio de la Danza es el movimiento

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Las Cualidades Sensibles en el ArteArtes Cualidades SoportesPintura Colores, líneas Pigmentos, BasesLiteratura Palabras Sonidos, TintaEscultura Formas, Texturas MaterialesMúsica Sonoridad SonidosTeatro Gestos, Movimientos, Palabras Cuerpo, VozCine Imágenes en movimiento CeluloideDanza Movimientos Cuerpos

Compliquemos esto un poco más para ver si avanzamos. Los elementos sensibles que presenta una obra son, en la práctica inseparables por dos tipos de razones. La primera es que en el acto de la percepción que los capta no están, de hecho, separados. La riqueza extraordinaria de la percepción humana consiste justamente en que puede experimentar sensaciones o conceptos por varios medios a la vez, y producir una primera síntesis única y global de manera espontánea, sin que tener que realizar ninguna tarea analítica. Es gracias a esta habilidad, por lo demás que, desde la época pa-leolítica, hemos podido sobrevivir como especie.

La segunda razón, bastante más compleja aún, es que podemos captar o atribuir a unas cualidades rasgos que son propios de otras. Es perfectamente posible hablar de una musicalidad del movimiento, directamente en la medi-da en que le atribuimos rasgos como el ritmo, o metafóricamente, cuando usamos términos propios de la música para referirnos a sus variaciones. Puede haber un movimiento melódico, podemos juzgar otro como agudo o grave, o intenso o tenue. De la misma manera hay quienes podrían referirse a ciertos movimientos como oscuros o claros, como coloridos u opacos.

El uso de estas metáforas que asocian diversas cualidades sensibles es extraordinariamente frecuente en el discurso de los coreógrafos respecto de sus obras, y es razonable extenderlo como una posibilidad también para los espectadores. En lo que sigue estableceré un catálogo mínimo de las relaciones entre las diversas disciplinas artísticas que se dan habitualmente

en obras de danza, para volver luego a este asunto complejo, el de las me-táforas no cinéticas que se suelen usar al referir las relaciones dancísticas internas, es decir, de unos movimientos respecto de otros.

Cualidad Sensible Significante

Contenido Significado

Soporte Significante

En tanto percibidos, tanto las Cualidades como los Soportes son SignificantesEs decir, portadores, en la actividad mental, de Significados

2. La danza y la música

Hay quienes sostienen que no puede haber danza sin música. Es obvio, sin embargo, que es perfectamente posible una obra sin acompañamiento musical alguno. Mi opinión es que los que defienden tal postura en realidad se están refiriendo metafóricamente a las cualidades del sonido, atribu-yéndoselas a los movimientos. Que un movimiento sea rítmico y a la vez carente de todo sonido no significa que sea directamente musical. Lo que significa, en cambio, es que estamos usando categorías de la música para captarlo o distinguirlo.

Una de las referencias más famosas a esta manera de aludir a los movi-mientos es la aspiración de George Balanchine: “hay que ver la música y oír la coreografía”. Por supuesto, la proposición profunda en este pronunciamiento es que la danzalidad y la musicalidad en una obra deberían ser inseparables.

Los modos de esta inseparabilidad, sin embargo, pueden ser muy diver-sos. La opción más simple es que la danza sólo siga a la música, reprodu-ciendo en clave cinética sus propiedades acústicas: el ritmo, la melodía, la intensidad, el timbre. Es una opción común.

Algo más complejo, sin embargo, es establecer relaciones indirectas. Los movimientos pueden aludir a la música, sin seguirla directamente, o contravenirla, oponiéndose a ella o estableciendo relaciones en canon.

Un ángulo distinto del mismo asunto es considerar en qué intervalo se da la relación. La música puede acompañar los movimientos asociándose a

Obra

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las poses, los gestos, los pasos, las frases, las secuencias de movimientos o, en fin, poniendo simplemente un fondo general para la obra, que establece un clima, pero que no se relaciona con ningún movimiento particular. De manera correspondiente, por lo tanto, es posible referirse a la musicalidad de los pasos, de las frases, o de toda la obra de manera diferencial, según cada caso. Es perfectamente posible una obra llena de musicalidad en que ningu-na de las frases de movimiento particulares sean, por sí mismas, musicales.

Hay que considerar también que la música misma ha tenido una evolución muy diversa, que debe ser considerada en su relación con la danza. Lo dicho hasta aquí supone la música sinfónica, que tiene sus raíces en el siglo XIX, y su desarrollo propio en el siglo XX. Pero todo en ella, sus valores meló-dicos, su aceptación de la escala tonal, su carácter expresivo, su desarrollo dramático, han sido impugnados también por las vanguardias musicales. Esto produjo “música” que debe entenderse más bien como trabajo en tor-no a las posibilidades de la sonoridad, en una política de problematización análoga a la que ha ocurrido en la plástica. Un quehacer de la “música” que busca subvertir la lógica de la escala tonal, de los usos tradicionales de los instrumentos. Una gran tarea de búsqueda de los sonidos del mundo, de los objetos, de las situaciones cotidianas, combinados como tales, o traba-jados a través de las nuevas interfaces tecnológicas, como el montaje en la grabadora o el sintetizador electrónico.

En la medida en que es propio de las vanguardias un ánimo de diluir los límites entre las disciplinas artísticas, estas impugnaciones se expresaron directamente sobre los experimentos paralelos en la danza1. Para un espec-tador común las obras construidas de esta manera puede ser fuente de un doble desconcierto y requiere, por lo tanto, de una erudición original: estar advertido a la vez de los registros posibles de la danzalidad y la sonoridad en modos no representacionales, no expresivos.

1  La colaboración más conocida en este registro es la que mantuvieron por casi cinco déca-das Merce Cunningham y John Cage. Desde Stravinsky a Pierre Boulez, hasta La Monte Young y Frank Zappa, hay una constante interacción entre vanguardias dancísticas y musicales. El período más activo de este intercambio, sin embargo, ocurre desde mediados de los años 50 hasta fines de los 60.

Pero, si se trata de captar una obra en lo que tiene de danza, en suma, lo relevante, a pesar de todas las relaciones anteriores, cada una perfecta-mente posible, es fijarse en los movimientos y, sólo desde ellos considerar primero, el aporte o el defecto de la música que los acompaña y, de manera más sutil, el aporte o defecto de su musicalidad intrínseca, independiente-mente de si hay o no de manera efectiva un acompañamiento musical. Esta segunda tarea, mucho más difícil por cierto, se puede facilitar considera-blemente si se tienen en cuenta las características propias del movimiento, que consideraré más adelante.

3. La danza y la plástica

Hay tres formas en que la danza se relaciona directamente con la plástica: el vestuario, la iluminación, y los elementos arquitectónicos de la puesta en escena. En la iluminación lo que está en juego son cualidades directa-mente pictóricas: el color, la luz y la sombra. En el vestuario está en juego lo pictórico (el color, la línea), pero también, de manera sutil, rasgos de tipo escultórico, como la textura, el volumen, las formas, los materiales. La puesta en escena, considerada de manera amplia, incluye, por cierto, los elementos anteriores, pero me interesa, sólo con fines analíticos, enten-derla de una manera más restringida: tiene que ver con el tratamiento del espacio escénico (piso, profundidad, niveles, amplitud), y con los objetos que se incluyan (o no) en él.

El vestuario ha sido usado casi siempre en danza como un acompaña-miento. Se lo usa para completar el significado, para fortalecer la atmósfera general o, incluso, sólo para mantener ciertas convenciones estilísticas. Su progresiva disminución, hasta culminar en el desnudo, ha sido un podero-so significante de naturalidad y vitalidad en el estilo moderno. Su uso de acuerdo con el libreto, o simplemente con la tradición (como es el caso del tutú romántico y el tutú clásico) es habitual en el ballet. En general, en estos casos, lo que se ha privilegiado es darle el máximo de movilidad

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al cuerpo, dejando por lo tanto al elemento de vestuario en una posición funcional, subordinada, portadora de contenidos paralelos, relativamente independientes de los movimientos mismos.

Lo verdaderamente sutil, sin embargo, es cuando el vestuario interactúa con el movimiento, más allá de un simple rol de facilitador. El ejemplo por excelencia es el de las exóticas formas ensayadas por Oskar Schlemmer, en el Ballet Triádico (1923). Lo que opera como vestuario allí son verdaderas construcciones escultóricas, muchas de las cuales contravienen intensamen-te la naturalidad corporal y sus posibilidades de movimiento, produciendo un contexto general de negación de lo que podría ser visto como una de las principales reivindicaciones del estilo moderno: la recuperación de la espontaneidad “natural” del cuerpo.

Una interacción poderosa y sugerente se da también en Loïe Fuller, en torno al 1900, en cuyas obras, a través de recursos lumínicos y de varas que actúan como extensiones de los brazos, prácticamente todo el movimiento que está en juego reside en amplios vestidos, orquestados desde un sujeto que es parcialmente opacado, en beneficio de la pura ilusión cinética. Una propuesta que puede considerarse vanguardista, mucho antes de las van-guardias, justamente porque pone en cuestión la centralidad del cuerpo, que la mayoría del gremio considera como distintiva de la danza. Comentaré este límite, propuesto por Loïe Fuller, más adelante.

La intervención del espacio escénico, siguiendo la línea de la relativa simplicidad con que es tratado el vestuario, también resulta, en la mayoría de las obras, meramente funcional. La mayoría de los coreógrafos prefieren un espacio simplemente despejado, amplio, profundo, donde las destrezas de los bailarines puedan desplegarse sin dificultad. La escenografía en el ballet suele ser meramente indicativa, en el fondo, a lo sumo distinguiendo dos planos de profundidad. A veces se usa para dar más relevancia a los bai-larines, que suelen quedar empequeñecidos por las enormes alturas de los escenarios más clásicos. El uso de objetos es también meramente funcional y, en ningún caso, llegan a intervenir el espacio como tal. El estilo moderno innovó en el uso de objetos (típicamente sillas, o elementos que se puedan

intercambiar de mano en mano), o en la diferenciación de espacios escénicos (típicamente marcos con ventanas, ocasionalmente niveles). Tal como he co-mentado en el caso del vestuario, sin embargo, estos elementos son usados casi siempre de manera relativamente paralela al movimiento, para reforzar sus contenidos a través de significantes ocasionales. La academización del estilo moderno trajo, por lo demás, la vuelta a la escena completamente despejada, totalmente al servicio de la facilidad de desplazamientos.

Nuevamente son más bien las vanguardias dancísticas las que ensayaron la interacción entre movimiento y espacio escénico. El uso de niveles, o de objetos que se interponen, que obliga a los bailarines a adecuar sus movi-mientos a un espacio complejo es la manera más común. Buenos ejemplos de esto son los trabajos de Cunningham con John Cage en el sonido y Robert Rauchemberg en la alteración del espacio, a principios de los años 60. Parte de la academización de la obra de Cunningham consiste justamente en ha-ber renunciado a estos experimentos a partir de los años 70. Otro ejemplo interesante es el permanente interés arquitectónico de Sasha Waltz, en cuyas obras se ensayan a cada paso posibilidades de intervención en el piso, en las profundidades, en la diferenciación física de espacios en el escenario. Un caso justamente famoso de interacción directa del movimiento de los bailarines y el espacio es la intervención del piso, ideada por Rolf Borzik para las obras de Pina Bausch: sillas, agua, tierra, claveles, planos inclinados, que obligan a los bailarines a moverse de maneras especiales, de acuerdo a cada textura.

Mucho más frecuente, en cambio, en parte por su impacto directo e inevitable, es la interacción del movimiento con la iluminación. La sola dife-rencia de luz y sombra, que aumenta o aplana los volúmenes, que confunde las profundidades, ha sido usada desde que existe el espacio escénico de los teatros modernos (desde el siglo XVII) que, a diferencia de los teatros griegos, es un espacio interior, en principio oscuro, que debe ser iluminado por una necesidad inmediata: su carencia de ventanas. La apelación al co-lor, y a las atmósferas que puede producir, ha sido una constante desde la iluminación eléctrica, a lo largo del siglo XX.

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En este caso, sin embargo, es nuevamente útil recordar la diferencia entre los diversos intervalos que se pueden dar en danza: la pose, el gesto, los pasos, las frases, las secuencias de frases. Considerada de esta manera, encontramos de nuevo que el uso de la iluminación resulta, en la mayoría de las obras, relativamente convencional. Se la usa para producir atmós-feras generales, o para resaltar los roles protagónicos, pero rara vez para interactuar con el movimiento mismo, cuestión que sólo se puede dar, de manera específica, si la interacción se establece en relación con los pasos, los gestos o las frases. El mejor ejemplo de la riqueza que se puede establecer por esa vía son las obras de Alwin Nikolais, en los años 60 y 70, concebidas bajo la influencia de la obra de Schlemmer, y complejizadas por el ingenio y los recursos técnicos posibles con el avance de la electrónica.

La posibilidad de proyectar imágenes, que ya era posible de manera en-gorrosa con las proyectoras de cine, fue ensayada desde los años 30. A partir de los años 70 se ha facilitado enormemente con los focos y proyectoras portátiles. Esto ha creado una interface entre escenografía e iluminación que ha sido usada abundantemente. La tentación imperante, sin embargo, es usarla de manera simple, como elemento escenográfico (como fondo, o como cortina). Es mucho menos frecuente, en cambio, la auténtica inte-racción entre proyección y movimiento. Un ejemplo extraordinariamente interesante, en este sentido, es el de la compañía japonesa Dumb Type, que desde 1987 ha experimentado con toda clase de medios tecnológicos que posibiliten la fusión de luz y movimiento. En el mismo orden puede se pueden considerar los resultados de la experimentación con programas computacionales que crean o asisten la creación de coreografías. Merce Cunningham, en los años 90, y Pablo Ventura2 , desde los años 80, han experimentado intensamente con la interacción entre imágenes coreo-gráficas generadas por computador y bailarines de cuerpo presente. En la práctica, la interface tecnología danza ha creado toda una línea de trabajo o, también, un género, dentro de la disciplina, cuyas implicancias tendré que comentar más adelante.

2  Se puede encontrar información, y breves extractos de obras, en los sitios de Pablo Ventu-ra: www.ventura-dance.com, y de Dumb Type: www.dumbtype.com.

La Danza y la PlásticaVestuario Color, Forma, Textura

Iluminación Color, Luz, Sombra

Puesta en Escena

Espacios, Telones, Objetos,

ProyeccionesLa Danza es un arte fuertemente interdisciplinario

La danzalidad de la Danza reside siempre en el movimiento

Lo que se puede decir, como recuento de estas consideraciones, es que la interacción entre los elementos plásticos y danzalidad ha sido tratada de manera bastante convencional por la mayoría de los coreógrafos a lo largo del último siglo y, sin embargo, es uno de los campos, aunque minoritario, de más activa creación y experimentación.

En el orden de sugerencias que quiero establecer en este texto, nueva-mente, como lo haré con frecuencia en lo que sigue, la advertencia general es la misma: lo verdaderamente relevante de los elementos plásticos que entran en juego en una obra de danza es la manera en que alteran o inte-ractúan con el movimiento. Es desde esa perspectiva que se puede evaluar como “meramente funcional” o, incluso, “convencional”, su uso.

En este sentido primero, y mayoritario, la sugerencia general es, por decirlo de alguna manera provocativa, no dejarse impresionar por la visto-sidad o la magnificencia de los elementos visuales (pictóricos, escultóricos, arquitectónicos), y atender en primer lugar a la manera en que los baila-rines se mueven. En el caso de la experimentación más activa en torno la interacción con esos elementos el asunto clave es, de nuevo, cómo logran alterar el régimen de movimientos, cómo lo fuerzan, qué le agregan, de qué maneras lo enriquecen. En el marco de un espectáculo visual complejo, puede ser difícil atender a la danzalidad como eje central, pero es justamente ese desafío el que no pone en contacto con lo mejor que el arte de la danza puede lograr desde sí.

Danza

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4. La danza y la palabra

Como he sostenido más arriba, la articulación entre el gesto y la palabra es lo propio del teatro, considerado en su expresión más genuina, es decir, no como parte de la literatura sino, propiamente como un arte escénico. La teatralidad del teatro no reside en el texto mismo, sino en cómo es llevado a la escena.

La danza es difícilmente separable de la teatralidad así entendida. El asunto no es si los intérpretes usan o no palabras en su dimensión sonora, es más bien el hecho de que la mayor parte de las obras de danza “dicen” algo, poseen un contenido que, al menos en principio, podría relatarse con palabras.

Por supuesto, y es famoso, está el pronunciamiento que tanto Martha Graham como Mary Wigman expresaron de una manera casi idéntica: “si pudiera decir lo que quiero decir con palabras no bailaría”. Es necesario con-siderar esta idea, sin embargo, más como un síntoma de entusiasmo propio de grandes creadoras que como un dictamen que tenga la fuerza de una reflexión teórica. El hecho contundente es que ellas mismas, prácticamente para cada una de sus obras, eran capaces de explayarse largamente acerca de los significados que esperaban fueran captados por el espectador.

Es completamente inútil discutir acerca de qué medio es más expresivo que otro. La poesía, con palabras y cadencias, puede ser tanto o más ex-presiva que la danza, y esta a su vez, con movimientos, puede serlo tanto o más que la música. La cuestión es más bien de qué manera la danza recurre, o no, a la palabra, hablada o contenida como idea, en sus formas propias.

Se pueden distinguir con facilidad dos aspectos del problema. El más simple es si se recurre o no a la palabra hablada. Desde el punto de vista de la danzalidad el asunto es si ese recurso altera, contraviene o enriquece los movimientos mismos. Una interacción como esta, por ejemplo a través del valor cinético que pueda alcanzarse con un grito, una exhalación, o la destreza relativa que pueda evidenciarse ejecutando movimientos mien-tras simultáneamente se relata un texto sólo puede encontrarse en ciertos experimentos vanguardistas. Quizás el más conocido sea la combinación

de relato y movimiento en las Acumulaciones creadas por Trisha Brown. Si no hay esta interacción directa, en realidad el uso de la palabra no es muy relevante, al menos en términos puramente dancísticos. Como veremos, sí puede ser relevante, sobre todo en el estilo moderno, para la idea global bajo la cual es concebida una obra.

Teatralidad del Teatro Articulación del Gesto y la Palabra

Teatralidad de la DanzaUso de la Palabra HabladaTeatralidad de los Movimientos

Teatralidad del Mimo Teatralidad de los Gestos

La segunda forma del problema de la relación entre danza y texto es mucho más complejo: es el asunto de las formas en que los movimientos pueden aludir a textos, a situaciones que pueden ser también descritas, en cuanto a su contenido, con palabras. Dicho de otro modo, es el tema general de cómo la danza refiere a contenidos explicitables, más allá de las asociaciones con la música, o de las asociaciones internas entre los movi-mientos mismos.

En principio, nada impide que una obra de danza simplemente no aluda a nada explicitable, y refiera sólo a la música (es el caso más común), o a “nada”. Lo primero es lo que Balanchine llamó “danza pura”, queriendo decir con esto “sin libreto”. Lo segundo, que es entre otras cosas justamente una respuesta a la idea de Balanchine, es la pretensión de Cunningham de una danza “sin referente”, concebida sólo como combinación de movimientos, con completa independencia de la música, la teatralidad, o las interaccio-nes escénicas. Si se considera detalladamente, no es difícil mostrar que los momentos más “balletísticos” del ballet más académico son aquellos, como los pas de deux, o los lucimientos individuales en que, justamente se interrumpe el relato, y se ejercen movimientos dictados por convenciones estilísticas previas, independientes del curso teatral de la obra.

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La referencialidad, sin embargo, el aludir de maneras más o menos ex-plícitas a contenidos, es común, y muy visible, en la gran mayoría de las obras de danza, sobre todo en el ballet y en el estilo moderno. Dos son los aspectos que se deben especificar en este ámbito. Uno es el carácter, o la forma de esas referencias, el otro es el nivel en que se instalan, y desde el cual producen efectos de sentido.

En cuanto a sus formas la referencias dancísticas van desde la mímesis (movimientos que imitan directamente contenidos reconocibles), la alu-sión (movimientos que no imitan, pero cuya relación con lo que refieren es visible e inmediata), hacia las muchas formas de la metáfora (movimientos que aparecen “en lugar de” los contenidos referidos, cuyo sentido debe ser de algún modo descifrado por el espectador), y hasta las aún más variadas formas de la metonimia (movimientos con vínculos muy débiles con sus referentes, pero que pueden ser descifrados tras la reconstrucción de una cierta serie metonímica que les da sentido). Aunque en la teoría literaria estas formas son claramente distinguibles, y aunque en los comentarios de obras concretas siempre valga la pena distinguirlas, me referiré a todas ellas de manera coloquial como metáforas, en el sentido muy general de “maneras de aludir a algo sin decirlo directamente”.

En cuanto al nivel, es importante distinguir cuando estas formas se ins-talan en las poses, en los gestos, en los pasos, las frases, las secuencias de frases, o en la obra como conjunto. Una obra de danza es más “abstracta” mientras más amplio sea el espacio en que se instala la metáfora. El grado mínimo es la mímesis que se ejerce al nivel de los gestos o los pasos, la máxima abstracción se alcanza cuando el efecto de sentido se completa sólo con el conjunto de la obra, sin que sus pasos o frases particulares hayan sido construidos de manera mimética o a través de referencias particulares.

Tal como en el caso de la musicalidad, la abstracción es mínima cuando los pasos, los gestos, las poses, siguen y reproducen más o menos directa-mente el contenido referido, y es máxima cuando la relación no sólo no es directa sino que requiere de secuencias enteras para su “desciframiento”. Esto último es lo que ocurre cuando el coreógrafo elabora secuencias de movimiento que más que “decir” algo concreto lo que hacen es formar una atmósfera general, cuyos efectos de sentido envuelven al espectador

independientemente de que vaya “entendiendo” lo que ocurre paso a paso. Este procedimiento es frecuente en el Butoh, o en ciertas obras cuyo con-tenido es sólo una atmósfera, o una serie de estados de movimiento, como ocurre en el grupo brasileño Corpo3. Obras, o momentos, ejemplarmente “concretos”, se pueden encontrar en largas secuencias en las obras de ballet, o en las obras modernistas.

Recursos de la Referencialidad

Niveles de Abstracción

Niveles del Movimiento

Mímesis

MENOR

MAYOR

Poses

Alusión Gestos

Metáfora Pasos

Metonimia Frases

Series Metonímicas Secuencias de Frases

Símbolos Convencionales Escenas

Hay, por lo tanto, una dimensión literaria en muchas obras de danza, así como la hay en el teatro. Es importante, respecto de ella, sin embargo, distinguir el modo de su referencialidad, que he tratado en los párrafos an-teriores, de los modos de su narratividad. Un asunto es cómo una obra dice algo, otro es si eso que dice se articula como una narración, o un relato, o no. Es perfectamente posible una obra referencial (alude a muchas cosas) pero no narrativa (no las organiza como una historia). Es obvio que no puede darse la situación inversa: una obra narrativa es, de suyo, referencial. Es justamente el que esta situación inversa no pueda darse (por razones meramente lógicas) lo que hace que ambas características frecuentemente se confundan.

La narratividad lineal en danza, es decir, aquella que sigue de manera directa la secuencia temporal de lo relatado, y que se apega en términos

3  No es difícil encontrar clip de Butoh, o de Corpo en Internet. Más adelante comentaré algunas de sus características con más detalle.

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generales a la convención literaria de apertura – desarrollo – desenlace, sólo es frecuente en el ballet. Una de las innovaciones importantes del estilo moderno es justamente el complejizar la línea narrativa recurriendo a un orden de avances y retrocesos temporales, o a la composición en un collage secuencial, que muestra escenas diversas, sin un orden lineal, y que sólo como conjunto forman un hilo de sentido.

Lo que es más frecuente en la danza de vanguardia, en cambio, es que no haya narratividad, ni directa ni compleja, y que las obras se construyan collages directamente con las referencias, sin llegar a construir una historia (formando más bien climas, o efectos de sentido globales), o también, que el juego de referencias no tenga contenido literario alguno, y se mantenga sólo en el plano de las relaciones entre movimiento y música, o movimiento y elementos plásticos.

REFEREN-CIALIDAD

NarrativaLineal

Secuencia Narrativa Simple

Nivel deAbstracción

No Lineal Collage Secuencia Narrativa Menor

Mayor

No

Narrativa

Lineal Desarrollo – Clímax – Final

No lineal

Referencias Abs-tractas

Efectos de Sentido

Clímax Globales

En algún momento, en los años 60, se pretendió que podría haber obras de danza que simplemente “no refirieran a nada”. Examinado de cerca la sola formulación del problema es un poco absurda. Hay que notar que el sólo hecho de distinguir una serie de movimientos como danza (o como performance, o como pantomima, o como teatro físico) ya los refiere a todo el otro universo de movimientos que, en ese momento y en ese espacio, no están siendo distinguidos como tales. La afirmación de esta posibilidad, sin embargo, con su enunciación algo tremendista, suele entusiasmar de

tiempo en tiempo a autores y coreógrafos, y alarmar, de manera corres-pondiente, a otros coreógrafos y espectadores. Sólo por eso merece un mínimo comentario.

El asunto de no referir a “nada” se relativiza sustancialmente si se en-tiende que “nada” es una exageración que debe ser remitida a una serie de “algos” bastante más concretos. Como he indicado, es perfectamente po-sible que haya danza sin relato (no narrativa) y aún así referencial, es decir, indicando algo, siguiéndolo o aludiéndolo de maneras más o menos indirec-tas. En sentido preciso de lo que se trata es de si los movimientos mismos refieren a algo, y en qué dimensión o aspecto de una obra lo hacen. Desde luego la referencia más común es de los movimientos a la música. Por esa sola relación ya se podría decir que se trata de una obra “referencial”. Más sutil es la referencia de los movimientos a la iluminación, o a los elementos escénicos. Es necesario considerar también que, de hecho, toda obra se produce en un contexto de otras obras, ante las cuales de manera inevita-ble se posiciona. Esto es lo que se llama habitualmente intertextualidad. Y es, por supuesto, un tipo de referencia. Es necesario agregar, por último, el que toda obra se encuentra en un contexto, respecto del cual está referida (relacionada) de hecho, incluso más allá de la voluntad de sus autores.

La situación se puede ordenar así: hay referencias textuales (internas, entre los elementos de una misma obra), contextuales (externas, respecto de la situación general en que es producida), e intertextuales (externas, pero sólo respecto de otras obras de arte entre las cuales se sitúa). Puestas las cosas de esa manera es obvio que no puede haber obras que no contengan referencias contextuales o intertextuales. Simple y llanamente: ninguna obra es producida en el vacío. Y el asunto se limita entonces a dos ámbitos: uno es el de si las referencias contextuales son explícitas y buscadas, o deben ser atribuidas por el espectador; otro es el carácter de las referencias internas, en una misma obra.

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Movimientosque refieren a

Significados reconocibles Nivel de AbstracciónImágenes explícitas

Menor

Mayor

Palabras habladas

La Música o el Sonido

Los Elementos Escénicos

A un Clima Escénico General

Sólo a otros Movimientos

Referencias En el texto Dentro de la obra

Intertextuales Hacia la obra

Contextuales En el entorno de la obra

En el primer ámbito es bueno considerar la existencia de dos tipos básicos de autores, intérpretes o públicos, uno al que se puede llamar en general “neuróticos”, que buscarán en cada movimiento un cierto significado (“¿qué me están queriendo decir con eso?”), y otros, que tenderán a captar el mo-vimiento de manera meramente metonímica, es decir, sólo como juego de movimientos que producen efectos de significación completamente libres, a los que, también en clave psicoanalítica, cabría llamar “psicóticos”. Autores e intérpretes que buscarán una y otra vez “decir algo”, ser entendidos, o espectadores que se preguntarán una y otra vez qué quisieron decirles, o qué es lo que debían entender. Autores e intérpretes, por otro lado, que pondrán todo su énfasis en cómo ocurren los movimientos, no en por qué o para qué ocurren, o espectadores que pondrán toda su atención en los movimientos mismos, con cierta independencia de si significaban algo o no.

Desde luego para los neuróticos, en general, toda obra significa o refiere a algo, o por sí misma, o por el contexto en que está, o por la intertextualidad que la circunscribe. Si no alude a nada del contexto, buscarán entender su situación intertextual. Si aún así parece caída desde la Luna, buscarán las relaciones internas entre movimiento y música o los diversos elementos de la puesta en escena. En este caso se puede decir que las expresiones “danza no referencial”, “danza pura”, “danza abstracta” aluden simplemente a que se trata de obras no narrativas, o a que se ha renunciado al vínculo entre

}

} movimiento y música. Tanto las obras de Cunningham, como algunas de las obras más importantes de Balanchine caven en esas categorías, aún miradas “de manera neurótica”.

Pero si se pueden hacer esas consideraciones razonables con los es-pectadores “neuróticos”, nada impide que valgan también para los que tienden a no reparar en las referencias, tienden a ver las obras de manera puramente interna y también puramente dancística, y que, debido a esta despreocupación (que no tiene nada de peyorativa ni de defectuosa) pueden ser llamados espectadores “psicóticos”. En los términos de estos últimos la danza no refiere “a nada” si no refiere (o parece no referir) a nada que esté fuera de ella misma, de su danzalidad misma. Así, cuando se busca una “danza pura” se excluirá no sólo la narratividad, sino también las referencias internas a la obra respecto de la música, el vestuario, el espacio escénico, etcétera. En este sentido obras como Trío A (1965) de Yvonne Reiner (que en realidad es una secuencia de una obra mucho mayor), o Puntos en el Es-pacio (1986) de Merce Cunningham, pueden ser llamadas “no referenciales”, y en cambio, a pesar de sus pretensiones, una obra como Joyas (1967) de George Balanchine, será considerada plenamente referencial (a la música, a la historia del ballet, a los recursos del vestuario).

5. La danzalidad como texto

La extensión de las categorías y los usos de la crítica literaria al conjunto de las artes a lo largo de los años 60, hace que hoy en día parezca natural hablar de la danza como texto. Es común referirse a movimientos relati-vamente continuos como “frases”, y se suele decir de un coreógrafo que posee un “vocabulario” definido. Desde luego, se trata de una metáfora. No hay nada de necesario en ella, y su utilidad reside en el amplio desarrollo de la teoría literaria, y el sistema de correspondencias que se puede hacer desde ella.

Si examinamos más de cerca lo que tales metáforas conllevan, nos encon-tramos con su gran debilidad, con su límite: los movimientos son eminen-temente continuos, no poseen por sí mismos la discontinuidad que tienen los fonemas, las letras, o las palabras, en el lenguaje hablado o escrito. Todo

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análisis de la continuidad del movimiento en unidades que lo compondrían, ya sea en el tiempo o en el desplazamiento, debe presentar por fuerza un cierto carácter artificial que no se da en la manera en que articulamos esos lenguajes.

Es dentro de esos límites, y considerando la artificialidad que represen-tan, que se puede hablar de los pasos como si fuesen “palabras” de un vocabulario, y quizás, en la misma lógica, habría que referirse a las poses (los momentos quietos en un paso o una frase) y a los gestos (los aspectos teatrales, pero cinéticos, de los pasos y las frases) como si fuesen signos de puntuación, con funciones ilativas, o para marcar énfasis o matices significa-tivos. Es en la misma línea que se puede decir que las frases dancísticas (se-cuencias breves de movimiento que operan como unidades de sentido) son verdaderas “frases”, en el sentido de que combinan pasos, poses y gestos.

Es esa textualidad del movimiento mismo lo que debe ser considerado como la danzalidad de una obra de danza. Este es el ámbito interno desde el cual deberían ser apreciadas las relaciones con las otras dimensiones artísticas que he enumerado hasta aquí.

Una primera diferencia que se debe tener en cuenta es la que hay entre el espacio de movimientos, que es el modo en que cada bailarín particular se mueve, y el espacio de desplazamientos, que es el modo en que se trasladan en el espacio escénico. En el primer caso se trata de la manera en que el cuerpo individual ejerce las diversas cualidades del movimiento. Si se trata de un solista es posible percibir directamente esas cualidades. Si se trata en cambio de un grupo (un coro) lo que percibiremos es un régimen general de movimientos, algo así como un promedio ponderado de lo que ocurre, según el grado de los lucimientos individuales. Y es esa percepción global, que no separa en unidades discretas lo que los intérpretes de hecho realizan de manera individual, la que se constituirá como experiencia de la obra. En ese caso el espacio de movimientos se percibe como un régimen general, y el espacio de desplazamientos, en el que se relacionan unos bailarines con otros, será el foco desde el cual se organiza el primero.

Solista Coro

Espacio de Movimientos

Cualidades del Movimiento

(Energía, Flujo, Peso…)

Régimen General de Cualidades

(Percepción Global)

Espacio de Desplazamientos

Cualidades del Desplazamiento

(Rapidez, Amplitud, Canon…)

Régimen General de Desplazamientos

(Percepción Global)

Rudolf Laban hizo por primera vez una categorización de las cualida-des del movimiento, en su enseñanza, desde los años 20. Distinguió como dimensiones:

- la energía, que puede ser entendida también como la fuerza con que se ejerce, o la intensidad del esfuerzo;

- el flujo, que es la medida de la relativa continuidad o discontinuidad con que se realiza;

- el tiempo, en que debe considerarse la rapidez relativa, o el ritmo, en los flujos discontinuos;

- y el espacio, que es la manera en que el cuerpo se extiende, se inclina, se apodera, de su entorno espacial inmediato4.

A estas dimensiones, sin embargo, se podrían agregar otras:

- el equilibrio, considerado a lo largo del movimiento, que puede ir de esta-dos estables, a los inestables, pasando por momentos lábiles (posición media que se puede resolver tanto hacia el equilibrio como hacia el desequilibrio);

4  Para el estudio y dominio de esta cualidad es que Laban propuso sistematizarla a través de su famoso icosaedro, en cuyo interior, y respecto de cuyos múltiples vértices enseñaba a trazar posiciones y trayectorias de brazos y piernas, o extensiones y torsiones del tronco. Mi opinión es que la cualidad espacio debería reservarse para este estudio, en que no hay desplazamiento, y distinguirse, por lo tanto, de la cualidad amplitud, que también refiere al espacio, pero esta vez a la manera en que es ocupado a través de desplazamientos.

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- la flexibilidad, tanto de las extensiones corporales como de los cambios en los movimientos que se lleven a cabo con ellas;

- el peso, es decir la manera en que se trabaja la relación entre el bailarín y sus movimientos y la fuerza de gravedad en que está inmerso;

- la precisión, en que hay que considerar la claridad relativa, o la visibilidad de las líneas que los movimientos trazan.

De la misma manera, y extendiendo esa lógica, se podrían enumerar cua-lidades de los desplazamientos:

- la rapidez, con que es ocupado el espacio;

- la amplitud, es decir, la manera en que un bailarín ocupa el espacio que está más allá de su entorno inmediato y, en el caso de un coro, el modo en que se tratan las distancias entre los bailarines;

- las simetrías en la configuración de ejes de movimiento individual, o en la disposición del coro;

- la relación en canon y/o sincronía, es decir, las simetrías establecidas en el tiempo;

- en el caso de los movimientos en grupo, el régimen de protagonismos.

Por supuesto, no es lo mismo comentar una obra que analizar los movi-mientos como tales. El análisis de movimiento es una técnica específica, muy útil para la enseñanza, o para fomentar la consciencia de la diversidad de los movimientos posibles en un bailarían, o incluso para diseñar movimientos adecuados en otros contextos que no sean los de la danza5. Sólo los espe-cialistas interesados en llevar una obra a algún sistema de notación pueden interesarse en analizar una obra de esa manera, con ese detalle. Mientras se

5  En términos técnicos, en el análisis de movimiento originado en Laban se pueden dis-tinguir la eukinética, que es el estudio de las cualidades del movimiento como tal (energía, flujo, tiempo, espacio), con independencia de los desplazamientos; la coréutica, que extiende las cualidades del movimiento a la consideración de las trayectorias (definidas en el famoso icosaedro) y los desplazamientos en general; e incluso el effort, que es el análisis de acciones específicas (como correr, saltar, martillar), pensado para optimizar su eficacia respecto de un fin cualquiera.

asiste a una obra llevar a cabo semejante análisis es literalmente imposible. Pero también, afortunadamente, es completamente innecesario. De lo que se trata, más bien, es de establecer un régimen general de movimientos y desplazamientos, contemplando estos diversos aspectos. El régimen general de energía, las variaciones en el flujo, el trabajo con el peso, el modo de los desplazamientos, el tratamiento de las situaciones de equilibrio, etcétera.

Cuando se logra establecer este régimen general, más bien a través de un acto de percepción global, impresionista, que a través de un análisis detallado, se está en posición de captar efectos de conjunto más sutiles, que revelan el orden de la composición, es decir, el del trabajo coreográfico propiamente tal. Se puede captar el tipo de protagonismos, y los modos en que se usa. Captar si la composición es, para decirlo con metáforas musica-les, “monódica” (sucesiva, lineal), “polifónica” (varios grupos y protagonistas a la vez, en relaciones de canon y simetría), o “sinfónica”, es decir, el uso de relaciones complejas, de armonía o contrapunto, entre varios grupos y varios solistas a la vez, para lograr un clima general, pleno de operaciones y efectos de significados.

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Cualidadesdel Movimiento

Cualidadesdel Desplazamiento

Solistas y/o Coros(local) ---- (global)

Solistas y/o Coros

(local) ---- (global)

Energía

Flujo

Tiempo

Espacio

Peso

Equilibrio

Flexibilidad

Precisión

Rapidez

Amplitud

Simetrías

Sincronías

Protagonismos

ComposiciónMonódica Polifónica Sinfónica

Pero, aún más allá, en rigor no se trata de hacer una consideración “obje-tiva” de lo que ocurre “realmente” con el movimiento. Esto por dos razones: desde un punto de vista interno, porque estas cualidades permiten amplios efectos de ilusión de movimiento y, desde un punto de vista externo, porque nuestra percepción de lo que ocurra con el movimiento como significante puede ser ampliamente influida por los significados en juego, y los modos en que se sugieren o son captados.

Las posibilidades de establecer ilusiones de movimiento en danza son innumerables, y se dan de manera extraordinariamente frecuente. Tan frecuente que muchos coreógrafos no llegan a captar que lo que están construyendo son en realidad ilusiones, más que movimientos puramente

} Laban

objetivos. Desde luego está la ilusión de levedad, tan central en el ballet. Los trucos para producir la ilusión de que un bailarín ha logrado permanecer suspendido en el aire más de lo que objetivamente estuvo. La ilusión de que los brazos o las piernas son más flexibles de lo que los huesos permiten, o de que se han hecho desplazamientos más rápidos o más lentos de lo que resultarían medidos directamente con regla y reloj. Mucho del arte de la danza, salvo en las tendencias vanguardistas que expresamente rechazan tal posibilidad, reside en esta capacidad de producir efectos perceptuales en los espectadores, que van más allá de las destrezas y capacidades objetivas de los ejecutantes.

Pero la ilusión tiene, siempre, dos términos, el del objeto que la produce y el del espectador que la capta. Lo clave, en el carácter propiamente artístico de la danza, es que la ilusión generada desde el coreógrafo es, si se quiere, ampliada por el espectador y, sobre todo, dotada de significación. En la obra misma, los movimientos y sus efectos de significación son simplemen-te inseparables. Toda evaluación del régimen de movimiento que preside una obra de danza es, debido a estos dos factores, fuertemente subjetiva. Al espectador los movimientos “le parecieron” de tal o cual manera, y en producir esas impresiones consiste el arte del autor. Asumir esas ilusiones como tales o, también, “dejarse llevar” por ellas, es justamente asistir al carácter artístico de una obra de arte.

Pero, hasta aquí, he considerado sólo el punto de vista del espectador. En rigor, la consideración de las cualidades del movimiento se produce, y debe ser considerada, desde una triple perspectiva. La del coreógrafo que las imagina, la del intérprete que las experimenta, y la del espectador que las capta. Como argumentaré más adelante, en realidad la obra se consti-tuye desde estos tres ámbitos, es creada desde los tres: una experiencia de imaginar, una experiencia de ejercer, una experiencia de recrear. La ilusión cinética y sus posibilidades se da en las tres, y en eso consiste que sean experiencias propiamente creativas.

La gran excepción a estas consideraciones sobre la ilusión en danza es, sin embargo, el hecho de que algunas vertientes de vanguardia, justamente,

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las han impugnado, defendiendo como eje de sus obras la deconstrucción de toda ilusión escénica, y reivindicando la validez de todos los movimientos convencionales y cotidianos. Lo que está en juego en esas tendencias es bastante profundo: se trata de construir un arte que ya no re-presenta lo real (no lo reproduce, no alude a algo fuera de él) sino que, simplemente presenta algo, es él mismo todo lo que habría que ver y entender. Obras que no muestran algo sino que hacen algo. En el caso de la danza, la acción misma de los bailarines como todo el contenido y toda la forma que habría que captar.

Si remitimos esta línea de trabajo a las categorías que todas las artes han adoptado desde la teoría literaria, se puede decir que son obras en que no hay, o no se pretende que haya, un contenido metafórico, o tam-bién, de manera inversa, obras que deben ser leídas de manera puramente metonímica. Habiendo, como he comentado antes, tanto espectadores “neuróticos” como “psicóticos”, es evidente que el espectador debe estar al menos advertido de que ese es el plan de la obra a la que asiste. A partir de esa advertencia, desde luego, es libre para aceptarla o no, es decir, para atribuirle efectos de significación a lo que capta, más allá de si el coreógrafo ha querido producirlos o no. Y, al revés, el coreógrafo debe estar advertido de esta libertad real del espectador, no sólo para no sentirse defraudado porque “no se ha entendido” lo que quiso hacer, sino, mucho antes, para decidir si quiere producir las borrosidades que permiten una lectura u otra.

6. La danzalidad es el centro

Todo en el arte es un juego de percepciones. Y, también, un juego de experiencias que se conjugan desde el autor, el ejecutante y el espectador. Como he señalado, y es bastante evidente, las artes escénicas, como el teatro, la ópera y la danza, contienen un cruce múltiple y complejo de disci-plinas artísticas, que apelan de maneras diversas a cada uno de los sentidos.

No es banal entonces establecer que la experiencia del movimiento es el centro de la danza. Más adelante argumentaré que es esencial también que sea la experiencia de movimientos del cuerpo humano.

Pero, la percepción del movimiento, como organizadora de la experiencia global en el caso de la danza, es muy diferente en el que lo imagina (el coreó-grafo), el que lo ejerce (el ejecutante) y el que lo capta (el público). Lo que parece más simple es una doble constatación: el ejecutante experimenta el movimiento, el espectador lo mira. La percepción del propio movimiento es lo que se llama cinestesia. En el caso del espectador pareciera que se trata, en cambio, de una percepción predominantemente visual.

La percepción cinestésica, que es parte de la propiocepción o experiencia interna de tener un cuerpo es la que nos informa de nuestros estados de equilibrio, postura, movilidad, peso, flexibilidad y también de las dimensio-nes del propio cuerpo, y el alcance inmediato de sus miembros durante un movimiento. Aunque, en general, es relativamente independiente de los estímulos que afectan al olfato, el gusto, la sensación de temperatura, o la audición, se puede mostrar que es influida directamente por la sensación de tacto y, en mucho mayor medida por la visión. El conocimiento, no sólo práctico sino también teórico, de estas posibilidades debería ser parte im-portante de la formación y del autoconocimiento de un bailarín.

Pero, justamente por ese carácter eminentemente interno, pareciera que el espectador no puede participar de ella de ningún modo. Y esto es algo que la mayoría de los bailarines, e incluso coreógrafos, esgrimen con cierto orgullo: la danza es algo que sólo se puede captar ejecutándola direc-tamente. Por supuesto que no es así y, si ese fuera el caso, la mayor parte del arte de la danza carecería de sentido o, como mínimo, el espectador quedaría completamente fuera del acto de creación de las obras, pudiendo evaluarlas sólo en términos visuales, relativamente externos.

Afortunadamente la percepción humana es mucho más compleja que eso. No sólo la percepción visual influye en la percepción cinestésica de quien se mueve, sino también de quien ve moverse a otro. Más aún, la percepción cinestésica no sólo es posible y se da en quienes se mueven, sino también en quienes, estando perfectamente inmóviles miran, o incluso imaginan, movimientos corporales. Para entender esto hay que recordar que la per-cepción, a diferencia de las simples sensaciones, no es sólo un proceso que va “desde fuera hacia dentro”, -- digamos, del estímulo luminoso hacia la retina, luego hacia el proceso que el sistema nervioso haga de ello, y por fin hacia la experiencia que llegamos a tener--. También ocurre, en una propor-

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ción y dimensión esencial “desde dentro hacia fuera”, es decir, es influida de manera decisiva por los procesos de ideación, imaginación y emotividad en que se encuentra inserta de manera indisoluble.

Justamente esta doble dirección de la percepción hace posible que la experiencia de “ver danza”, que podría parecer meramente pasiva, está en realidad llena de contenidos propiamente cinéticos, con bastante inde-pendencia de si el espectador se deja llevar por ellos y los expresa a su vez como movimientos. El espectador inmóvil puede sentir el movimiento que capta con toda intensidad, y en esa experiencia consiste que sea justamente un espectador de danza, y no simplemente de un espectáculo visual, cuyos valores son sólo los que la visualidad puede ofrecer. Y es también por eso que puede organizar la experiencia global en la que está inmerso desde la percepción cinestésica, a pesar de que su participación en los movimientos reales que elabora le llega a través de la visión y, ahora podemos agregarlo para terminar de complejizar este punto, de sus sensaciones sonoras y, eventualmente, olfativas o táctiles. Y es por eso, por último, que el propio coreógrafo puede crear danza con bastante independencia de si él mismo se mueve o no. Tal como fue posible un gran músico sordo, es perfectamente posible un gran coreógrafo completamente inmóvil.

La experiencia del movimiento es pues el centro tanto de la creación, como de la ejecución, como del constituirse como espectador de una obra de danza. Y es respecto de ella que todas las relaciones que he enumerado antes, deberían ser organizadas. El sentido de los recursos pictóricos, tea-trales, literarios, musicales, es alcanzado realmente sólo cuando contribuyen a esta experiencia central.

Nada obliga, sin embargo, a un creador a producir justamente una obra de danza. Podría ocurrir que el papel del movimiento corporal en una obra esté subordinado a otros valores. Una obra teatral que recurre al movimiento, una obra musical que enfatiza lo sonoro apoyándolo en movimientos, una obra pictórica en que queremos que sean cuerpos humanos los portadores de los colores y las sombras.

El asunto no es simplemente de clasificación. No consiste en, simple-mente, “respetar el género” en el cual queremos ser considerados. Mucho

más allá de esa cuestión trivial, se trata de algo propiamente estético, es decir, de algo que tiene que ver con el orden de la representación, y los modos específicos en que se hace una realidad tangible. Ya sea que las obras pretendan ser portadoras de belleza, o de contenidos intelectuales o emotivos, o que pretendan de manera más inmediata poner en cuestión los elementos expresivos que una determinada tradición ha considerado como propios6 , el asunto en el arte es siempre a través de qué cualidades sensibles se llevan a cabo estas operaciones.

Experiencia de la Danza Coreógrafo Ejecutante Público

Experiencia Conceptual Experiencia Directa Experiencia Receptiva

CONCEPTO

Idea

Propone

EJERCICIO

Movimiento

Ejecuta

CON-MOCIÓN

Propiocepción

Elabora

Público

Percepción

Visual

Auditiva

Táctil

Percepción Cinestésica

Experiencia del Movimientosin Desplazamiento

“Escuchar” el Movimiento; “Ver” la Música

Considerando sólo el punto de vista del espectador, se trata de la expe-riencia de movimiento que le permite su percepción cinestésica, configurada a través de estímulos visuales, auditivos y textuales. Por supuesto la posición del espectador puede descansar, y quedarse, sólo en la apreciación, a partir

6  He distinguido en otro texto estas tres posibilidades, respectivamente, como una estética de lo bello, una estética de la expresión y una estética del señalamiento. Volveré sobre esta diferencia en el capítulo siguiente, dedicado a los estilos. Ver, Carlos Pérez Soto, Proposiciones en torno a la historia de la danza, Lom, Santiago de Chile, 2008.

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de la cual va a establecer un juicio de gusto, una impresión más bien sensi-tiva o emotiva de lo que ha presenciado. Esto es perfectamente válido, a pesar del papel relativamente pasivo que conlleva. Es indudable que la gran mayoría de los espectadores, adiestrados quizás por la institucionalización del arte, permanecerán en esa actitud, no sólo ante la danza, sino ante cualquier otra expresión artística.

Pero si trata de ir más allá, si trata de llevar su impresión inmediata a una cierta autoconciencia, que le permita un mínimo comentario, entonces la pregunta central es cómo los movimientos corporales organizaban los diversos aspectos de la obra, y lo que hace posible ese comentario es la em-patía fundamental que logre alcanzar respecto del régimen de movimientos que se le ha planteado.

Tal empatía, básicamente sensible, y sólo en segundo término intelectiva (por eso uso el término “empatía”), es en principio una experiencia inme-diata, y sólo en segundo término resulta alterada, influida, por el mundo de saber intertextual que posea el espectador, es decir, por el grado de fami-liaridad que posea respecto de otras obras de danza. Como las artes en la modernidad se han convertido en verdaderas tradiciones al interior de un mundo cultural definido, mientras mayor es esa familiaridad más completa resulta la experiencia o, dicho de otro modo, mayores son las posibilidades de completar la experiencia inmediata a través de una reflexión que la sitúe en su intertextualidad.

En ese amplio mundo intertextual la primera y más abarcadora de las categorías que resulta útil considerar es la de estilo. A ella voy a dedicar el capítulo siguiente.

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II. El estilo en la Danza

1. El estilo como categoría

La idea de estilo ha sido tanto defendida como criticada extensa y efusi-vamente en la estética del siglo XX. Inicialmente se introdujo en el contexto de la clasificación de obras pictóricas para los museos, luego se extendió a la clasificación de los períodos en la historia del arte, por último se elaboró en términos propiamente estéticos, para señalar características distintivas de autores, grupos de obras o épocas. No es esa discusión, perfectamente válida por sí misma, la que aquí me interesa. Usaré este término de manera eminentemente pragmática, recogiendo lo que me parece útil para esta-blecer un cierto orden entre autores y obras, un orden flexible, abierto a la revisión, cuyo fin es sólo establecer un lenguaje mínimo para establecer comparaciones y, desde ellas, comentarios más o menos informados.

Por otro lado, me interesa centrar completamente su uso, que ha sido ampliamente desarrollado en la plástica y en la teoría literaria, específica-mente en la danza, donde las consideraciones que se pueden encontrar al respecto son particularmente escasas y vagas.

Para estos fines, acotados y pragmáticos, entenderé el estilo como un conjunto de características que permiten establecer diferencias en las ma-neras en que son pensadas, ejecutadas y presenciadas las obras de danza. Características que deben ser especificadas en los ámbitos del texto de las obras, considerado como el contenido expresado en la cualidad sensible en que se manifiestan y, a la vez, en sus relaciones intertextuales (con otras obras de la misma disciplina) y contextuales, es decir, en sus relaciones con el mundo más allá de la disciplina y del arte.

Para quienes hayan seguido la turbulenta y compleja historia de la teoría literaria en los últimos cien años, resultará claro que lo que pretendo es hacer distinciones que acumulen los modos de análisis que, en esa tradi-ción, han buscado el sentido de las obras y su categorización a través de consideraciones históricas y sociológicas (es decir, apelando al contexto), o

apelando a su pura estructura de relaciones internas (es decir, considerán-dolas exclusivamente como textos), o a sus relaciones textuales con otras obras (desde su intertextualidad). O, para decirlo aún de otra forma, lo que sostengo es que prolongar, ahora en danza, la discusión entre teorías del tipo de las sociologías del arte, respecto de las estructuralistas y luego las post estructuralistas, podría ser completamente inútil, un ejercicio de mero burocratismo académico, y que lo más aconsejables es, simplemente, aprovechar las eventuales virtudes de cada una de estas maneras de con-siderar el arte, que no tienen por qué ser excluyentes entre sí, para ofrecer un cuadro más completo y complejo.

Como he sostenido en el capítulo anterior, el centro y la preocupación primera de la categorización de estilos debería ser la consideración de la obra como texto y, en ella, las especificaciones que corresponden a la cua-lidad sensible que la establece como un arte particular. Es a partir de esto que se puede ampliar el horizonte hacia lo que esos rasgos han significado en la evolución y, sobre todo, en las formas alternativas que se han dado en una disciplina, caracterizando ahora a las obras desde su contrapunto, desde la manera en que responden a esa evolución y se constituyen como formas alternativas. Mi opinión es que sólo entonces, desde estos ámbitos más internos, arraigados en la consideración propiamente estética, tiene sentido situar las obras en los contextos históricos y sociológicos en que se dan y que, de manera indudable, las determinan profundamente.

Entendido así, el estilo resulta a la vez una categoría estética e histórica. Debería permitir situar las obras tanto internamente, respecto de sus modos de representación, o de los modos en que se pronuncian ante el problema de la representación, como externamente, respecto de los modos en que expresan un mundo y, también, se pronuncian respecto del modo en que el arte se relaciona con el mundo. Pero también resulta una categoría dis-ciplinar, es decir, contribuye a situar las obras respecto del modo en que realizan lo que consideran propiamente su disciplina (danza, plástica, música,

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etc.) y, también, de los modos en que se pronuncian respecto del hecho mismo de que haya disciplinas, como es lo que ocurre en géneros como la performance, las interfaces entre arte y tecnología, o las propuestas van-guardistas de mix y remake.

Por supuesto los estilos son agrupaciones fuertemente históricas. Tienen su momento “clásico”, y son luego reconstruidos, recreados, o aludidos de múltiples maneras en la historia posterior. La caracterización de un estilo debe apuntar a ese momento clásico como referencia porque es lo que ocurre de hecho, cuando luego es recreado o referido. No debe ser nada extraño, entonces, que a cada paso encontremos formas “neo”, o “post” (como en neo expresionismo, o postmoderno), y tampoco que encontremos formas más o menos academizadas, de algún modo ritualizadas, de lo que en su minuto fue vital y diverso. Un fenómeno, este último, particularmente frecuente en la danza del siglo XX.

Pero puede ocurrir perfectamente que la vida y obra de un autor sea mucho más larga que aquel momento clásico del estilo en que se formó y al que contribuyó. No debe ser sorprendente entonces que se puedan atri-buir más de un estilo a un mismo autor, o también, visto de otro modo: en realidad la categoría de estilo debe aplicarse a las obras, no a los autores. O, si se prefiere, desde las obras hacia sus autores. No debería ser extraño tampoco encontrar autores como, ejemplarmente, Pablo Picasso, cuya versatilidad les permite transitar entre varios estilos contemporáneos.

Hay que considerar, por otro lado, que la historia del arte no es, ni mucho menos, una sucesión de “momentos clásicos” que estén justo a disposición de los comentaristas para sus clasificaciones. Nadie debería extrañarse que la atribución de estilo a una obra sea la mayor parte de las veces problemá-tica, y pueda estar sometida a una cierta controversia. Con toda seguridad encontraremos a las obras mismas en su momento clásico, para luego ser recreadas de maneras diversas incluso por sus propios autores. Cuando eso ocurre seguramente podremos aún obtener un cierto rendimiento al comentar qué aspectos de la obra han sido sometidos a recreación, y cómo

esas modificaciones pueden ser situadas en un conjunto intertextual en que sus propias versiones anteriores resultan significativas1.

En realidad todas estas consideraciones y advertencias deberían resultar extrañas (e innecesarias) para cualquier persona razonable. No debería ser difícil atenerse a las categorizaciones de estilo como herramientas proviso-rias, variables, que se aplican de manera más o menos exacta a muy pocas obras ejemplares, y que son más bien puntos de partida para establecer diferencias en todas las otras obras, a las que se pueden aplicar de manera más o menos parcial. Las hago aquí únicamente porque la mayoría de los críticos de arte no son este tipo de personas razonables, capaces de ma-nejarse con criterios flexibles, y se encuentran trabados y entrampados, por los vicios de la definición precisa y la caracterización única e invariable, obligados a ello por las presiones del burocratismo académico.

Digamos aún, sin embargo, una última cosa general: los estilos deben ser considerados como categorías descriptivas, nunca normativas. Se pueden usar para caracterizar las obras, no para evaluarlas. Nunca el haberse apar-tado del estilo puede ser una evaluación, ni positiva ni negativa; siempre debe ser sólo una constatación. En la mayoría de los casos “apartarse” del estilo seguido hasta un cierto punto es justamente lo que hace que un autor sea creativo. Aún así, el sólo hecho de apartarse no puede ser considerado, por sí mismo, como positivo.

El asunto de fondo es si las obras de arte pueden ser evaluadas, es decir, si se puede decir de ellas que son “malas” o “buenas”, en tanto obras de arte. Al respecto lo que puedo decir, en general, es que sí pueden serlo, pero que tales juicios deben remitirse a su lógica interna, tal como es pensada por un autor, ejecutada por unos intérpretes concretos, y vista por espectadores determinados. Una lógica que debe considerar, como he sostenido, aspectos textuales, intertextuales y contextuales. Por supuesto que para establecer esa evaluación las distinciones que se hagan desde la formulación de un juicio estilístico pueden ser muy útiles, e incluso centrales y decisivas. Sin

1  La constante recreación de las obras de arte, sobre todo en el campo de las artes escénicas, permite formular la idea de una historicidad radical, que desarrollaré en el capítulo siguiente.

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embargo la “contabilidad”, para decirlo de algún modo, debe mantenerse lo más clara posible: que una obra se adecúe o no a un cierto estilo no puede ser considerado ni bueno ni malo. El estilo debe ser un elemento, pero los criterios de evaluación lo exceden2.

Justamente porque el estilo no es una categoría normativa, las considera-ciones de estilo sólo pueden cumplir un papel muy secundario en las opcio-nes que dirigen un acto creativo. Muy pocos autores se preguntan primero por un cierto estilo que quisieran respetar y luego por la creación concreta que quieren desarrollar. Por supuesto el estilo está operando en ellos, sobre todo a través de las convenciones estéticas en que se han formado, y que ejercen sabiéndolo o no. Pero la “conciencia de estilo”, o la claridad explícita sobre esas convenciones sólo es relevante en los casos más academizados del ejercicio artístico. Una consecuencia de esto es que el conocimiento de los estilos puede ser útil como una herramienta más para autores e intér-pretes, pero no debería resultar decisiva en su acto de creación.

Caracterizar el Estilo de una manera que lo considera a la vez de manera:

Textual - Intertextual - Contextual - HistóricaEl Estilo se expresa en cómo la obra se piensa, se ejecuta, se presencia

El Estilo se aplica mejor a las Obras o a las Épocas que a los Autores

Hay momentos “Clásicos” de un Estilo, y otros “Neo” y “Post”

Las categorías de Estilo deben ser Descriptivas, no Normativas

Los espectadores, en cambio, están en una situación diferente. Su par-ticipación en el acto de creación depende muy directamente de la ampli-tud de la lectura que pueda hacer de las obras. En las artes escénicas los autores crean y proponen, los intérpretes recrean y proponen, en cambio los espectadores se encuentran con proposiciones y están emplazados a recrear materiales que ya están allí, disponibles. Y esto es justamente lo

2  Por lo demás, siempre lo exceden. Cuando se dice de una obra de arte que es buena o mala los criterios de evaluación subyacentes rara vez son puramente estéticos. Esto es algo sobre lo cual deberé volver cuando trate el asunto del “arte político”.

que los define como espectadores, más allá del grado de intervención que la propuesta les permita. Hay estilos, como el ballet, en que el espectador tendrá que recrear la obra desde su asiento, hay otros, como el modernismo en que tendrán que poner muy activamente sus sentidos y emociones en juego, por mucho que permanezcan sentados, y hay, por fin, las propues-tas vanguardistas en que serán emplazados a moverse ellos mismos, y a participar de la realización de las obras. A pesar de la evidente diferencia en el grado de participación directa, la función de “espectador” se man-tiene y, en ella, las consideraciones de estilo, en la medida en que se esté más o menos preparado, sí resultan importantes en el momento en que el espectador decida reaccionar, o reaccione de hecho ante la situación en la que ha sido puesto.

2. El estilo en danza, en general

De acuerdo con las precedencias que he establecido en el apartado an-terior, lo primero que se debe especificar en un estilo de danza es lo que atañe al núcleo mismo, a su danzalidad o, también, a las obras como textos.

Quizás lo más importante sea el tipo y orden de los movimientos que se consideran adecuados o deseables, tanto por parte del coreógrafo, como de los intérpretes y también, desde luego, del público. Las opciones pre-dominantes (que no tiene porqué ser exclusivas) en cuanto al trabajo con el peso, con la verticalidad, con el equilibrio, la precisión, la expresividad.

En segundo término el modo en que se relacionan, de manera predomi-nante, la composición en el espacio de movimientos, con la que ocurre en el espacio de desplazamientos. En este orden son relevantes las opciones en torno a las destrezas, corporales y cinéticas, exigida a los bailarines individuales, a los protagonismos eventuales y su modo de relacionarse con el conjunto, el tipo de destrezas que se considera adecuado para los movimientos corales.

En tercer lugar resultan significativas las opciones en cuanto a la relación entre los movimientos y las características corporales que se consideran ade-cuadas o deseables. Esto conlleva, por supuesto, decisiones en torno al tipo de corporalidad que se considera adecuada para la ejecución, sin embargo

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el punto es un poco más sutil. El asunto propiamente interno, dancístico, es la relación entre cuerpo y movimiento, es decir, no tanto las características física como las posibilidades respecto de las cuales se las escoge. Conside-rado de esta manera, forman parte de las opciones de un estilo los modos de la respiración, las maneras en que se hace visible o no el esfuerzo, las maneras en que se hacen visibles, o se ocultan, los rasgos mecánicos del movimiento. Cuerpos que deben ofrecer una apariencia mecánica estilizada, como en el ballet, o producir la ilusión de una flexibilidad orgánica, como en el estilo moderno, o evidenciar y cuestionar su disciplinamiento cultural, urbano, como en las propuestas vanguardistas.

En el ámbito intertextual, forma parte del estilo en danza, no sólo la ac-titud que los coreógrafos e intérpretes tienen hacia las otras obras, o hacia la tradición, sino también, de manera más amplia, lo que consideran como “propio” o no de la danza como disciplina, los límites que establecen res-pecto de las otras artes, o de las otras formas, no expresamente artísticas de la danza, como el baile social, el baile folclórico, o los bailes desarrollados en contextos comerciales, como el cine, la televisión, la industria del disco.

En este posicionamiento intertextual es central también la preponderan-cia relativa que los tres actores presentes en la co-creación de una obra se atribuyen entre sí. Si la obra está centrada en el acto creativo del coreógrafo, o en la capacidad de ejecución del intérprete, o en el emplazamiento que representa para el público. En qué medida el coreógrafo es directivo o no, en qué medida el intérprete puede variar sobre sus instrucciones, en qué medida el espectador está invitado a completar o simplemente ejercer el papel de creador.

Estrechamente relacionado con esto, forman parte de las opciones es-tilísticas en danza las decisiones en torno al papel que se le atribuye a las otras disciplinas artísticas. Desde luego, y en primer término, la relación con la música. Pero también, y de maneras más sutiles, como he señalado antes, la relación con los elementos pictóricos o arquitectónicos de la puesta en escena. Colaboración entre disciplinas, uso funcional, aspiración de co-creación inter o transdisciplinar.

Pertenece también al ámbito intertextual la función que los autores atri-buyen a las técnicas. Por supuesto, a las técnicas específicamente corpo-rales, que son las propias de la danza. Hay que tener presente al respecto la diferencia entre técnicas de enseñanza, técnicas de composición3, técnicas de interpretación, y técnicas de análisis de movimientos. Como veremos más adelante, el que todos estos ámbitos se confundan en la práctica, sobre todo en la formación en escuelas, es un rasgo característico del momento de academización de un estilo.

Lo primero es la actitud misma hacia la técnica, en cualquiera de sus for-mas. Lo segundo es la importancia relativa que se les atribuye, en cada uno de sus ámbitos específicos. La tercera cuestión es la política de convergencia o de diferencia entre estos ámbitos técnicos que se practica.

Por supuesto, ninguna técnica en danza es cerrada, ni fija. Todas están sometidas a la variación de los propios estilos, y establecen con ellos una suerte de diálogo, de determinación mutua. Un diálogo cuyas posiciones van cambiando sensiblemente cuando se pasa del momento clásico al mo-mento más académico, un movimiento que, como he señalado, es bastante frecuente.

Pero los estilos deben ser caracterizados también de manera contextual. En este ámbito, se pueden encontrar particularmente en danza, importantes diferencias respecto de lo que cada estilo considera propio e interno del arte. La danza se ha desarrollado de tal manera que la pregunta de qué es arte y qué no está rondando siempre en la relación que unas líneas estilísti-cas mantienen con otras. El asunto incluye también la postura que se tiene respecto de la diferencia entre “arte” y “artesanía”.

Hay que notar que en castellano, y en la mayor parte de las lenguas europeas, existen dos palabras que parecen referirse a lo mismo: “danza” y “baile”. Nadie niega la legitimidad y validez propia de las prácticas sociales

3  Hay que considerar también, sólo para complejizar un poco más este punto, que podrían ser claramente distinguibles las técnicas de composición empleadas para el espacio de movi-mientos que las usadas para el espacio de desplazamientos. O, de manera más simple, para componer solos y para componer movimientos corales.

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que se pueden llamar de manera general “baile”, las diferencias empiezan cuando aparece la pregunta en torno a cuáles de esas prácticas se pueden considerar propiamente “artísticas”, y qué relación pueden llegar a tener éstas con las que, de acuerdo a un criterio general, no lo serían.

El Estilo en DanzaEl Estilo en el nivel Textual

- uso general de las cualidades del movimiento y el desplazamiento

- uso general del espacio de movimientos y el espacio de desplazamientos

- opciones en torno a la corporalidad y a su desempeño

El Estilo en el nivel Intertextual

- preponderancia relativa del coreógrafo, los intérpretes y el público

- opciones en el trabajo con otras disciplinas artísticas

- uso de técnicas de enseñanza, de interpretación, de composición

El Estilo en el nivel Contextual

- la relación arte / artesanía

- las ideas en torno a qué es el arte

- la relación arte / política

El otro gran asunto contextual en la caracterización del estilo es, desde luego, la manera en que la danza como arte se inserta en las prácticas so-ciales en general. Lo propio del estilo es, por un lado, la manera en que los autores mismos piensan o ejercen esa inserción, pero también, la manera en que de hecho resultan involucrados, más allá de su voluntad. Esta es la dimensión política de la danza. Cada obra contiene una determinada po-lítica y, a su vez, una determinada actitud hacia el hecho de que haya esa conexión política.

Curiosamente, a pesar de lo que se podría pensar, prácticamente todos los coreógrafos importantes han sido perfectamente conscientes de la po-lítica que conllevan sus obras. En esto hay en danza menos “inocencia” que

en otras artes. Quizás esto se deba a que es un arte que depende fuerte-mente de condiciones materiales complicadas para su realización: mecenas, montajes, colaboración con otras artes, trabajo en equipo, costos de todo tipo. Las opciones políticas incluyen, desde luego, la actitud que se tenga respecto de todos esos costos y compromisos posibles. Lo que ocurre es que en danza es bastante difícil no llegar a tener una actitud, la que sea, explícitamente. Su propio desarrollo como arte lo requiere.

3. Los estilos en danza

No es difícil distinguir tres grandes orientaciones en la danza, que ya he mencionado varias veces: el ballet, o estilo académico, el estilo moderno, y la amplia variedad de prácticas que, de manera un tanto general, pueden llamarse “vanguardias”. La tarea del teórico, sin embargo, junto con carac-terizarlas de acuerdo con el encuadre que he venido construyendo hasta aquí, es especificar sus diferencias y, sobre todo, especificar en ellas mismas, las diferencias de matices y momentos en que han sido desarrolladas.

En el estilo académico es necesario especificar qué es lo que sus cultores llaman “clásico” o “neoclásico” y también, de manera mucho más sutil, a qué rasgos consideran como “clásicos” o “románticos”. Es frecuente tam-bién, en la crítica especializada, que se hable de “ballet moderno”, o de “ballet contemporáneo”, dando a entender que se han superado (y a la vez contenido) en él las características que se consideraban “clásicas” y “románticas”. En los dos primeros casos se trata de diferencias que se dan a la vez, al comparar diversas obras, o actos de obras. En el tercero se trata más bien de una estimación de cómo el ballet ha cambiado bajo la influencia del estilo moderno.

En el estilo moderno es necesario especificar la diferencia entre “dan-za expresionista” y “danza expresiva”, muy discutida en los años treinta, particularmente en Alemania. Pero también la diferencia entre la danza expresionista que en cierto sentido puede calificarse de “clásica” (la de los años 20 y 30) y su “recuperación” en las diversas propuestas de danza teatro de los años 60 y 70, sobre todo en Europa. Mi opinión es que es muy importante, de manera inversa a lo que ha ocurrido en el ballet, distinguir

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las consecuencias sobre el estilo moderno de su “academización”, es decir, de la influencia de los parámetros académicos sobre un estilo que nació como impugnación explícita justamente de esos parámetros.

La palabra “vanguardia”, que proviene de la pintura (avant garde, un término militar, que se podría entender como “escena avanzada”), tiene un sentido muy distinto cuando se refiere a las “vanguardias históricas” (1890-1925) que cuando se usa para describir a la prolongación de éstas, las llamadas “vanguardias contemporáneas”, posteriores a la Segunda Guerra Mundial.

Lo que tienen en común es el ánimo experimental con que se enfrenta la tarea creativa, la actitud de impugnación intertextual permanente, la pro-blematización de los medios expresivos que caracterizan tradicionalmente a cada disciplina, la superación de la pretensión realista y de la lógica de la representación, la crítica a las ideas tradicionales de belleza y de la obra como “objeto bello”, la composición en collage o en perspectivas simultá-neas, la aspiración a la autonomía y soberanía del artista, la constitución de grupos de artistas en movimientos que se articulan en torno a manifiestos y a veces a programas con diversos grados de explicitación.

Las diferencias, sin embargo, son casi tan importantes como estos nume-rosos puntos comunes. Diferencias que han aparecido, y otras que consisten en la reformulación del sentido que tenían las características anteriores. La primera es el cambio fundamental de la posición de hecho de los artistas respecto del mecenazgo estatal y el mercado. Desde una autonomía po-lémica, bastante radical en general, y apoyada en discursos fuertemente ideológicos en la mayoría de los casos, se ha pasado a una autonomía rela-tivamente inofensiva, desideologizada (al menos en el discurso explícito), y de una dependencia notoria respecto del mercado y del mecenazgo estatal. Con este cambio, la radicalidad de los discursos, cuya grandilocuencia no sólo se mantiene sino incluso ha aumentado, ha pasado visiblemente del ámbito contextual (el de las referencias al entorno social) al intertextual (el de las referencias al entorno artístico, en sentido profesional).

Esta diferencia central conlleva enormes consecuencias. Desde luego, de

la autonomía de los artistas que sin embargo se inscriben en movimientos sociales más amplios, a una autonomía que no es sino la reivindicación de sus intereses gremiales respecto, o incluso frente, al entorno social. Por otro lado, del paso de una estrategia de revolución formal estrechamente relacionada con la revolución social se pasa a una revolución meramente formal, cuyo contexto es la crítica a otras propuestas, completamente al interior del propio ámbito disciplinar. Esto hace que se pase de una estrategia de involucramiento directo del “espectador”, de su elevación al carácter de co-creador, a estrategias en que el involucramiento es valorado por sus as-pectos formales, con relativa independencia de sus connotaciones políticas.

En el caso de la danza, otra diferencia relacionada resulta crucial: la re-lación con la técnica. Las vanguardias históricas impugnaron el tecnicismo que provenía de la academia y la tradición, experimentaron con nuevas técnicas en una actitud básicamente anti tecnológica, cuestión que for-maba parte también de la estrategia de acercamiento del arte a la vida, y de disolución de la diferencia entre el artista y el público. Las vanguardias contemporáneas, en cambio, convirtieron su relación con las técnicas en otro aspecto de sus ensayos formales, sobre la base, a penas discutida, de que el artista debe dominar las técnicas y desarrollarlas para, desde ellas, ejercer su experimentación. Por supuesto esta nueva actitud resultó a la vez consecuencia y motor de la “escolarización” de la formación del artista, del auge de escuelas de arte que muy difícilmente logran escapar a la lógica “académica” contra la cual surgieron, justamente, las vanguardias históricas.

La existencia de movimientos de artistas que pueden ser llamados “de vanguardia” es muy nítida en la pintura (desde 1870), y se hizo notoria rápidamente en literatura, escultura, y teatro (desde 1890). Movimientos, exposiciones, manifiestos, abundante producción discursiva en torno a las obras, referencias cruzadas de unas vanguardias respecto de otras. En medio de una abundante creación de “ismos” (expresionismo, futurismo, dadaísmo, surrealismo, etc.), se usó la expresión “arte moderno” para con-traponer estos movimientos a la tradición que había encontrado su punto de crisis en el realismo del siglo XIX.

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Cuando se examina la situación contemporánea a esta (1890-1925) en la danza, se encuentra que no hay nada que pueda ser asimilado a esa lógica de manera consistente. Ni movimientos, ni manifiestos, ni “ismos” diferenciados y en discusión. No sólo eso. Al examinar el momento siguiente (1925-1945), siempre en danza, lo que se encuentra son dos movimientos predominantes, uno en Alemania, el otro en Estados Unidos, lo que se lla-mó “danza moderna”4, cuyas tareas estilísticas son más bien una crítica del ballet clásico, es decir de un arte extremamente académico y formalista, que no alcanzan el grado de radicalidad que representaba en ese mismo contexto el arte de vanguardia. Casi se podría decir, en una comparación que necesariamente debe aparecer algo forzada, que la danza moderna representa respecto del ballet una diferencia análoga a la que en pintura significó el impresionismo (Monet, Corot, Degas, Manet), aún plenamente ligado a la lógica de la representación, respecto del realismo pictórico típico del estilo neoclásico (sobre todo Jacques-Louis David). Nada aún de la crí-tica de lo bello, del espacio del museo (o del espacio escénico), de la crítica al naturalismo, o de la composición en collages que rompen la inmediatez del sentido.

Esto hace que en realidad sólo se pueda hablar de “vanguardia” en danza por primera vez de manera integral respecto del movimiento iniciado por la Judson Church Dance Theater, desde 1960, es decir, una época en que las vanguardias plásticas históricas ya han dado plenamente paso a las que son llamadas contemporáneas.

4  Fue el crítico John Martin el que, en los años 30, refiriéndose a las obras de Martha Graham, acuñó la expresión “danza moderna” para contraponerla a lo que caracterizó como “clasicismo” y “romanticismo” en el arte en general, y en el ballet en particular. Ver, John Martin, Introduction to the dance, W. W. Norton & Company, New York, 1939.

Los Estilos en DanzaAcadémico - Clásico - Romántico

- Neoclásico

- “Contemporáneo”

Moderno - Expresionista - “Expresivo”

- Danza Teatro

- Convergencia Académico – Moderno

Vanguardias - “Vanguardismos”

- Judson Church

- Butoh en Hijikata

- Vanguardias Academizadas

- Vanguardias en el Margen

Precedentes - Momento Clásico - Recreación - Academización

Esta estimación, sin embargo, puede ser relativizada de dos formas, con-trapuestas, simétricamente importantes. Por un lado, en varios momentos y autores, antes de 1960, se pueden distinguir rasgos muy claros de lo que llamaré “vanguardismo”, es decir, una tendencia, una serie de rasgos, unos experimentos que, sin formar un movimiento, sin grandes manifiestos o sin todos los aspectos formales de las muchas vanguardias pictóricas, se acercan visiblemente a la experiencia de las vanguardias. Claramente es el caso de las últimas obras de Isadora Duncan (su etapa más oscura, más “expresionista”) y de manera más amplia el de Loïe Fuller. Es algo muy nítido en las primeras obras de Rudolf Laban5 y, sobre todo, en el Ballet Triádico (1922) de Oskar Schlemmer. Se podría extender esta categoría de “vanguardismo pre vanguardia” también a Vaslav Nijinsky y sus tres obras,

5  Sobre estas primeras obras hay sólo testimonios escritos, unas cuantas fotografías y, de manera excepcional, una notable reconstrucción histórica, Los payasos verdes (Die Grünen Clowns, 1928) puesta en escena a partir de una rigurosa investigación por Valerie Preston-Dunlop, en 2008. Se encuentra en DVD, editada por IDM Limited, en colaboración con el Trinity Laban Conservatoire of Music and Dance, Londres, 2008.

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cada una de las cuales significó una revolución respecto de la danza de su época y contexto6.

Por otro lado es necesario distinguir, de manera bastante aproximada al sistema de diferencias que hay entre vanguardias históricas y contem-poráneas en la plástica, entre la vanguardia constituida en particular por el movimiento de la Judson Church, y sus secuelas (1960-1975), y las diversas expresiones de danza de vanguardia a partir de los años 80. Una diferencia que es paralela en muchos sentidos a la que hay entre el Butoh desarrollado por Tatsumi Hijikata (entre 1959 y 1986) y la verdadera “japonización” del Butoh desde Kazuo Ohno y otros discípulos que operaron sobre todo en Europa y Estados Unidos, en los años posteriores a la muerte de Hijikata.

4. El estilo académico y sus variantes

a. El ballet clásico, o el momento clásico del ballet

El estilo académico (al que se llama comúnmente “ballet”) tiene una larga historia, mucho menos continua y consistente de lo que sus admiradores pretenden, pero fácil de caracterizar. A pesar de lo que se cree habitual-mente, el origen de los rasgos actuales del ballet sólo remonta a principios del siglo XIX, con el tratado de Gennaro Magri y, luego los de Carlo Blasis7. Desarrollado a lo largo del siglo XIX, sobre todo en Dinamarca y la Rusia imperial, su momento clásico hay que situarlo en Rusia, entre 1880 y 1910, sobre todo bajo la influencia de Marius Petipa.

6  Las coreografías de Nijinsky son: La siesta de un fauno (1912), Juegos (1913) y La consa-gración de la primavera (1913). La primera ha sido reconstruida y puesta en escena por el Ballet de la Ópera de París, en una coproducción de La Sept y NVC Arts, de 1990 que, des-graciadamente sólo se encuentra en VHS. La última ha sido puesta en escena por el Ballet Mariinsky (ex Kirov), tras una investigación de Millisent Hodson y Kenneth Archer, y se puede encontrar en DVD, publicado por Bel Air Classiques y Mariinsky Theater, en 2009.7  Ver Rebecca Harris-Warrik y Bruce Alana Brown, ed.: The grotesque dancer on the eight-eenth century stage, Gennaro Magri and his world, The University of Wisconsin Press, Wis-consin, USA, 2005. Los tratados se pueden encontrar publicados en inglés: Carlo Blasis: An elementary treatise upon the theory and practice of the art of dancing, (1820), Dover Pub-lications, New York, 1968; Gennaro Magri, Theoretical practical treatise on dancing (1779), Dance Books, Londres, 1988.

De manera general, y puramente interna, el estilo académico se carac-teriza por movimientos que despliegan las destrezas mecánicas del cuerpo: los saltos, los giros, movimientos muy rápidos de pies, o muy extendidos de brazos y piernas. Lo que se pretende es obtener un efecto estético de destrezas corporales que están fuertemente condicionadas por un “vocabu-lario” de pasos y poses creados y acumulados por una tradición de maestros de ballet extraordinariamente influyentes8.

Predomina, en todas sus variantes, una estética de lo bello, en que lo que se privilegia como modelo cinético y corporal de belleza es el equilibrio, la precisión, la levedad, la armonía de tipo geométrico, el énfasis en la vertica-lidad (ligado a la levedad). Movimientos que se organizan bajo una conven-ción estética para la cual lo bello está relacionada con lo elegante y, en algún sentido, lo auténticamente aristocrático, aceptando para este término todas sus posibles connotaciones positivas. Movimientos, por lo tanto, en que lo cotidiano y, con mayor razón, lo vulgar, violento u ordinario, es excluido y, por consiguiente, de acuerdo a estas particulares convenciones, todo lo que recuerde las funciones orgánicas (por decir algo, las funciones digestivas, renales, circulatorias, reproductivas).Una política que lleva a procurar ocultar la respiración, adiestrando a los bailarines en su uso meramente funcional, y la transpiración, recurriendo a un vestuario especial, o a constantes salidas de escena para recuperar el maquillaje.

La idea de lo bello en el estilo académico opera, pues, sobre una es-tetización de un cuerpo concebido de manera mecánica. La naturalidad del cuerpo sólo se considera aceptable si está dominada técnicamente o, también, culturalmente. Se trata de movimientos en que la razón predo-mina (y debe predominar) sobre la naturaleza. En que lo bello es un valor fuertemente cultural.

Guiado por esta idea racionalista, intelectual, de la belleza, y por una técnica de composición que consiste en combinar poses y pasos previa-

8  A los mencionados Gennaro Magri y Carlo Blasis habría que agregar, más o menos en orden histórico, a Christian Johansson (en la época de Petipá), Enrico Cechetti (en la com-pañía de Diaghilev), Agripina Vagánova (en la época soviética), Asaf Meserer (en la segunda mitad del siglo XX).

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mente diseñados y aceptados como propios del estilo, el movimiento de centra de manera muy firme en el tronco, desde donde los brazos y las piernas se extienden haciendo visible el carácter de bisagra mecánica de las articulaciones. Predominan los movimientos desde ese centro hacia afuera (movimientos periféricos), tratando de presentar siempre la superficie del cuerpo de manera abierta, expuesta, lo que es considerado como significan-te de claridad, de “limpieza”. Desde el tronco, relativamente recto y rígido, con poca oscilación de la cabeza, el predominio está en las extensiones de brazos y piernas, y es valorada la habilidad de desarrollar estas extensiones de forma independiente, muchas veces como contrapunto entre brazo y pierna, hasta formar poses (momentos quietos muy breves) complicadas, desde las cuales se sale también de formas que pretenden ser a la vez “cla-ras” y difíciles.

La valoración central de la levedad y la verticalidad, que en el discurso de sus defensores es asociada a la elevación del espíritu humano, lleva a desarrollar toda clase de recursos destinados a producir la ilusión de que el cuerpo se ha liberado del peso, de la tiranía de la gravedad. Para eso se enfatizan los pasos en puntas (sostenidos sobre la punta dura de zapatillas especiales), se organiza el acto de caminar a través de pasos elaborados a partir del demi-pied (levantando los talones tras cada paso), se suele girar sobre la punta del pié, se acompañan los saltos de grandes extensiones de brazos o piernas, se salta tratando de producir la ilusión de quedar suspen-dido en medio del salto.

La valoración de la calidad o la belleza de una ejecución en una obra de ballet dependen muy directamente de la destreza, precisión y claridad con que se lleven a cabo estos recursos. Más allá de que las obras pueden encan-tar por la música, por el carácter fantástico del relato, por la grandiosidad de las puestas en escena (y, en realidad, todo contribuye), los momentos más “balletísticos” del ballet son justamente aquellos en que el relato queda suspendido, en que el vestuario y la música ocurren de manera meramente funcional, y los bailarines pueden desplegar, sin trabas y con mínimo acom-pañamiento, sus destrezas. Los solos y pas de deux (dúos), en que se lucen los bailarines principales, los pas de trois (tríos) o pas de catre (cuartetos), son los momentos apropiados para obtener la experiencia propiamente dancística.

Es en ese orden (solistas, bailarines secundarios importantes y, por fin, el elenco de fondo) que adquieren sentido los coros (conjuntos de bailarines que hacen de “fondo”). Casi siempre tienen una función decorativa, respecto del lucimiento de los solistas. Pero también, en todas las obras, tienen reser-vado un momento protagónico. En el momento clásico del ballet (la época de Petipá), el protagonismo del coro está estrechamente relacionado con una convención estética central: la inclusión en cada obra de actos de ballet blanco. Las obras clásicas alternan casi siempre actos de tipo “naturalista”, coloridos, diurnos, en que se usan vestuarios y escenografías que aluden a espacios comunes (una aldea, los jardines de un palacio, un gran salón de baile, una casa), y otros más “blancos”, en penumbras, fríos, nocturnos, en que aparecen personajes abiertamente ficticios, que llevan la trama a situaciones fantásticas (sílfides, espíritus del bosque, hadas, copos de nieve), cuyo vestuario es casi siempre blanco y artificial (el tutú romántico, suelto hasta más debajo de la rodilla, o el tutú clásico, tieso, horizontal desde las caderas). Por supuesto, un vestuario destinado a hacer visibles los brazos y piernas y las destrezas que se despliegan con ellos.

Quizás, después de los grandes pas de deux, los momentos en que el coro es protagónico en las escenas blancas sean los más característicos del ballet. Es en ellos se muestra ejemplarmente el privilegio de la armonía geométrica, la destreza de las alineaciones, de los movimientos en canon o simultáneos. Se muestra el mundo de orden y simetría, de tranquila levedad, y de acción de conjunto (en orden y “acuerdo”), que se considera expresión dancística de la belleza. Comparados con ellos, los momentos corales en las escenas naturalistas son más alegres (en general se trata de representaciones de fiestas), más “movidos”, organizados con simetrías menos visibles, y más susceptibles de lucimientos por parte de figuras secundarias. En las obras de Petipá, esos son los momentos en que se introducen las “danzas nacio-nales”, que en realidad son fuertes estilizaciones de temas que se considera convencionalmente, de una forma algo arbitraria, propios de una u otra cul-tura (típicamente, danzas napolitanas, españolas, chinas, rusas o hindúes).

Si ampliamos la mirada a la forma en que este mundo interno de danza se relaciona con las otras artes, en la puesta en escena, las dos primeras

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cosas que se advierten es que el ballet en su momento clásico fue un estilo marcadamente musical y narrativo.

La referencia a la música que acompaña los movimientos es directa, ya sea siguiéndola o como contrapunto. La precisión de esta referencia o, la musicalidad de los movimientos, es muy valorada como significante de su precisión y, en último término, de su belleza. La música misma, sin embargo, es en rigor secundaria. Lo valorable es la musicalidad de los movimientos. La consecuencia de esto es que, en sentido estricto, no hacen falta músicos de primera línea para componer la música de un ballet. Petipá tuvo el privi-legio de trabajar con Tchaikovsky pero, en realidad, su uso de la música es funcional, y la mayor parte del tiempo sólo oficia como acompañamiento. Por eso, el mismo Tchaikovsky siempre consideró a su música para ballet como obras creadas por encargo, de las que no podía sentirse particular-mente orgulloso. O, si consideramos la situación desde el punto de vista de la música, la valoración de la calidad de la música para ballet depende crucialmente de si uno ha formado sus gustos musicales siendo espectador de ballet, o siendo un escucha devoto de lo que en la música misma se ha considerado bello en momentos estilísticos análogos al del ballet.

La referencia textual en el ballet clásico está organizada siempre desde una historia narrada de manera simple y lineal. Sin embargo aquí, también esta narratividad general es secundaria, o meramente funcional, a la narra-tividad de los propios movimientos. En general las obras tienen momentos más narrativos, en que la acción transcurre, avanza de un tópico a otro, y otros en que la narración simplemente se detiene para dar paso al lucimiento o de los protagonistas o del coro. También en esto hay que ser relativamente estricto, no es la teatralidad que se puede desplegar en esos momentos más narrativos lo que es más relevante en el ballet, es la otra, es a la teatralidad de los movimientos mismos, que se da justamente en las escenas menos narrativas a la que debe dirigirse toda la atención.

La teatralidad de los momentos no narrativos del ballet clásico es fuer-temente abstracta, depende de convenciones que requieren una cierta familiaridad con el estilo. A pesar de que la acción del libreto general está detenida, esos momentos, a los que he llamado “balletísticos”, nunca dejan de aludir a la situación en que se encuentran dentro de la trama. Y se en-

frentan entonces a una tarea bastante difícil: como aludir con movimientos, en general sin el recurso de la pantomima. Lo que ocurre casi siempre es que se establece la alusión respecto de estados de ánimo, de atmósferas, de momentos emotivos. Se interrumpe el relato como tal, sus detalles, pero no se interrumpe el sentido. Los momentos de ballet puro, no mimético, intentan reforzar el punto dramático en que quedó el relato cuando se dio paso a ese espacio de lucimiento. Las sílfides tiene que mostrar de alguna manera su presencia peligrosa, los espíritus que acompañan a Giselle de-ben exhibir su metódica pretensión de castigar, los copos de nieve deben evidenciar su levedad y su pureza. De la misma manera, los bailarines prin-cipales deben mostrar de algún modo que su dúo es un acto de amor, o de distanciamiento, o de abandono a su destino.

Por supuesto, ni Petipá, ni sus imitadores, fueron consistentes en esta construcción de teatralidad. En sus obras abundan los momentos simple-mente decorativos (como el famoso pas de catre de El Lago de los Cisnes, casi un ejercicio de escuela) o aquellos cuya narratividad está insertada de manera graciosamente artificial (como las danzas nacionales, bajo el pretexto de embajadas, carnavales o exotismos). Este carácter decorativo abunda también en el vestuario, la escenografía, el carácter fantástico de las historias, en la facilidad rítmica de la música. No hay que olvidar, para encontrar sentido a todo esto, que el ballet clásico mismo, como un todo, fue un género decorativo en el marco de las pretensiones artístico culturales de la corte imperial rusa. Y en realidad, nunca, a pesar de los grandes cam-bios de contexto político a través de los cuales ha sobrevivido, ha perdido completamente ese carácter.

Si consideramos al ballet clásico desde el punto de su contexto cultural e histórico, se trata, muy claramente, de un estilo sometido a las exigencias de ser un espectáculo culto. Debe entretener (de manera elegante, sobria y bella), no debe complicar al público. Debe mostrar destreza, “brillanteces”, que admiren, asombren y, en cierto sentido, eduquen. La diferencia entre el coreógrafo y los bailarines, y también entre el maestro de ballet que los forma y entrena, debe ser estrictamente vertical: una de las cosas en que el ballet quiere educar es en el espíritu de cuerpo, disciplinado, obediente,

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capaz de arduos esfuerzos día a día, y de duros sacrificios en términos de régimen físico (dieta, ejercicios, concentración exclusiva). Y todo eso debe, de algún modo, evidenciarse en el escenario. Los seguidores del ballet lo saben, están básicamente de acuerdo en que esas duras reglas deben ser seguidas, y esperan verlas hechas realidad en la escena.

Pero, precisamente por eso, la diferencia entre los ejecutantes y el público es, y debe ser, aún más acentuada. El ballet es un arte que debe ser con-templado de una manera relativamente pasiva: ¡no vaya a subir al escenario por ningún motivo, por favor! Por supuesto se debe empatizar con lo que se ve. He indicado más arriba que esto es posible porque, a pesar de que para el espectador tiene un carácter eminentemente visual, la percepción cinestésica le permite recrear en él mismo los movimientos, aunque no se mueva. En el ballet se trata, particularmente, de que el espectador no se mueva. Toda su recreación debe ser interior. Tal como sería sumamente perturbador y grosero tararear la melodía en voz alta en un concierto, se-ría considerado grosero llevar el ritmo de los bailarines de manera visible, con los brazos, los pies o la cabeza, en una obra de ballet. El asunto no es, desde luego, que el espectador sea completamente pasivo. Si eso ocurre simplemente no captaría nada de la obra. Es más bien que toda su atención y elaboración debe ser quieta y silenciosa, de tal manera que sea la obra lo más importante. El centro absoluto de una obra de ballet es la obra misma. Y se considera parte de la belleza del espectáculo como conjunto que los espectadores acaten y respeten esa convención.

Si tenemos en cuenta estas observaciones, encontraremos que, en prin-cipio, puede ser bastante difícil ver una obra de ballet o, para ser más pre-ciso, ver la obra misma, su danzalidad. Es habitual que los espectadores comunes, sin mayor familiaridad con el género, se detengan en los aspectos relativamente anexos. En primer término en el carácter gimnástico de las destrezas, luego en los vericuetos de la trama, o en la coordinación entre la música y los movimientos, o en la fastuosidad de las puestas en escena. No hay más remedio para esto que ver mucho ballet, ver las obras una y otra vez, estar familiarizado con los múltiples “se supone” que las rodean, con las variaciones más o menos audaces que cada coreógrafo que las vuelve a montar ha introducido.

Si se quiere apreciarlo de manera auténtica y rigurosa, el ballet resulta un arte, por lo tanto, relativamente erudito. Fuertemente intertextual. Saber lo que ha ocurrido desde una puesta en escena a otra suele ser importante. Y parte de su dificultad consiste en que es un arte intensamente dancístico, es decir, en que son los momentos “balletísticos”, más abstractos, más lle-nos de convenciones, los que son sobradamente los más relevantes. Podría parecer curioso decir que un estilo en danza que es dancístico, que es lo que aparentemente todo estilo debería ser como mínimo. Pero el asunto no es para nada obvio. Como explicaré más adelante, en términos comparativos, el estilo moderno puede ser sustancialmente más teatral, incluso más musical y, de manera correspondiente, más simple de apreciar para un espectador común, en la medida en que las convenciones del teatro (realista) y de la música (melódica) nos resultan muchísimo más familiares.

b. La diferencia entre el ballet “clásico” y el ballet “romántico”

Los términos “clásico” y “romántico” no se usan en el ballet de la mis-ma manera que en otras disciplinas artísticas. Por un lado señalan rasgos bastantes técnicos, en cuanto a los matices en el régimen general de mo-vimientos. Por otro lado señalan diferencias históricas obtenidas de una visión fuertemente mítica de su propia historia.

Desde un punto de vista histórico, hay dos momentos claramente distin-tos en lo que se suele llamar “romanticismo” en el arte. Uno es el romanti-cismo que se puede llamar “revolucionario” por su asociación con la época y el espíritu de la Revolución Francesa (Schiller, Holderlin, Beethoven), el otro es el que se puede llamar “conservador” justamente por su alejamiento de ese espíritu, por su relación con la nueva sensibilidad burguesa, genera-lizada a partir del auge de las capas medias tras las guerras napoleónicas (Rossini, Chopin, Delacroix). Es a este último al que se alude en danza con la expresión “ballet romántico”, comprendiendo en ello las obras creadas, más o menos, entre 1820 y 1870. Las obras más relevantes son Giselle (Jules Perrot, 1841) y Coppelia (Arthur Saint-Léon, 1870).

Hay que tener presente, sin embargo, una doble mediación, que impide que esta asociación histórica sea estricta. Por un lado no se conserva ningu-

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na coreografía, tal como fueron creadas en esa época, en su versión original. Todas las que se mantienen (que no son más de tres o cuatro), se conocen sólo a través de las reconstrucciones hechas por Petipá, a fines del siglo XIX, y luego, a su vez, las hechas por la Escuela Soviética sobre los montajes de Petipá, en los años 40 y 50. Reconstrucciones para las que se cuenta con la música, el libreto, el vestuario, la escenografía pero, en cambio, con muy pocas indicaciones propiamente coreográficas. Que este pasaje era un solo, que aquel un trío, que esto se bailaba en puntas o aquello con los brazos alzados, indicaciones en que se pierden de manera dramática, justamente los elementos dancísticos, los movimientos mismos, que las caracterizaban.

De la misma manera, en términos históricos, se habla de “ballet clásico” para referir a las obras de la época de Petipá (1880-1910), sin embargo, nuevamente, sólo conocemos actualmente las reconstrucciones de esas obras hechas por los coreógrafos soviéticos treinta o cuarenta años después de que se cierra la gran época del Ballet Imperial Ruso.

Esto hace, entonces, que la diferencia entre lo clásico y lo romántico en el ballet no sea propiamente histórica (aunque sea presentada de esa manera por sus historiadores) sino, más estrictamente, de tipo estilístico. Refiere a matices en el régimen general de movimientos, que expresan a su vez diferencias en el planteamiento general (temático, escénico, musical).

En general el romanticismo es una reacción frente al racionalismo moder-no. Es la reivindicación de la emocionalidad frente al intelecto, de la natura-leza frente a la cultura, de la espontaneidad frente al cálculo. Como actitud crítica conlleva una discursividad de tipo revolucionario, que se presenta como rebelión, más o menos genérica, ante el intelectualismo, los excesos de la industrialización, la mezquindad de la vida ordinaria. Como propuesta conlleva una exaltación del heroísmo, del amor sentimental y desinteresado, de la grandeza, el genio, el espíritu de aventura.

Todo esto, sin embargo, está mediado en danza por su asociación con el romanticismo conservador, en que se pasa de la exaltación más bien a la melancolía, de la gran aventura al pequeño drama sentimental, de la asociación con la grandeza dionisíaca de los griegos al mundo más frío,

cristiano y sentimental que se ubica, míticamente, en la baja edad media. Pero mediado también por el hecho de que el ballet en general es un estilo más bien intelectual, racional, cultural, de tal manera que todo acercamiento a la naturaleza y la espontaneidad queda bajo el imperativo de atenerse al dominio técnico del cuerpo. Debido a esto, el adjetivo “romántico” represen-ta más bien un matiz respecto del racionalismo general que un verdadero contrapunto9.

En el ballet los matices que se pueden llamar románticos se expresan en el énfasis en movimientos más curvos, más alargados, relativamente más lentos y fraseados que sus correspondientes “clásicos”. El torso tiende a inclinarse hacia adelante, la cabeza a inclinarse hacia un lado. Hay menos trabajo de puntas y más trabajo de la expresividad. Las destrezas procuran ser significantes de estados de ánimo reflexivos, o melancólicos, o nostál-gicos. También en términos relativos, hay menos elevaciones y giros más pausados. Más trabajo con el flujo, una ilusión general de mayor cuidado y detalle en cada parte de los pasos y las frases.

Frente a esto lo “clásico” se expresa en una mayor importancia del vir-tuosismo, de la rapidez y la fuerza, de la estrecha relación entre los valores rítmicos de la música y los movimientos, más cortados, correspondientes. El trabajo de puntas, las zapatillas duras, la agitación de las piernas, el énfasis en los movimientos rectos y directos. En general una ilusión más de tipo geométrico, acompañada de una expresividad más convencional. Movimien-tos que procuran ser significantes del orden, vigor, energía, coordinación, equilibrio, precisión. Es decir, valores todos de tipo racionalista, derivados de una disciplina estricta.

Es difícil, sobre todo para el que no está familiarizado, distinguir estos matices, muchas veces bastante sutiles. Pero es una verdadera satisfacción

9  En realidad, una danza verdaderamente enmarcada en los cánones del romanticismo (revolucionario), con su culto a la espontaneidad y la naturalidad, sólo se puede encontrar en Isadora Duncan y resulta, efectivamente, un contrapunto, una postura contraria a las for-malidades del ballet. En Isadora Duncan se puede encontrar también la referencia (mítica) al mundo griego, según las formas en que el romanticismo alemán del siglo XVIII imaginó lo griego.

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constatarlos una vez que se han aprendido sus claves y series. La guía gene-ral, externa, que se puede usar al principio es el tipo de actos o momentos en el libreto, y la manera en que se expresan en la escenografía y la música. No es para nada extraño que los actos y escenas “blancas” estén construidos de manera romántica y las “naturalistas” de manera clásica. El caso ejemplar es el segundo y cuarto actos de El Lago de los Cisnes (blancos), comparados con los actos primero y tercero (naturalistas). Pero también hay obras en que el tenor general es de tipo romántico (como Giselle y Cascanueces), y otras de tipo clásico (como La Bella Durmiente o Don Quijote). Estimaciones, por cierto, que son válidas para los montajes originales, pero que están so-metidas luego a las variaciones introducidas por cada coreógrafo que vuelve a montarlas. De la misma manera, en general los montajes soviéticos de los años 40 y 50 enfatizaron los aspectos clásicos, sobre todo en el Bolshoi (Moscú) y el Kirov (Leningrado), en cambio se abrieron a montajes de tipo más romántico en los años 60 (sobre todo Yuri Grigorovich en el Bolshoi), y también en los ballet más alejados de estos grandes centros, como los de Kiev, y las otras capitales de las diversas repúblicas.

c. La diferencia entre ballet “clásico” y ballet “neoclásico”

Tras su gran momento clásico (1890 – 1910) el ballet vivió una época de eclipse, precipitada en Rusia por la revolución bolchevique, y acentuó su decadencia en el resto de Europa (arrastrada desde 1850) a partir de la Primera Guerra mundial. Los Ballets Russes, la compañía de Serge Diaghilev, no sólo fueron la única gran excepción, sino también el desarrollo de impor-tantes variaciones respecto del modelo clásico. La sobrevivencia del ballet propiamente clásico se debe, casi exclusivamente, a su recuperación en la época soviética, constituyendo un modelo de tal influencia que hoy en día es prácticamente todo lo que identificamos como ballet, o estilo académico.

Coreógrafos como Vassily Vainonen, Rotislav Zakharov y Leonid Lavro-vsky, coreógrafos en los teatros Marinski y Bolshoi entre 1935 y 1965, y maestros de ballet como Agripina Vaganova, repusieron las obras de Petipá, agregaron las propias, en una política que podría ser considerada, aunque parezca una redundancia, una “academización del estilo académico”. Es de-

cir, convirtieron en disciplina estricta, relativamente rígida, las convenciones creadas en la época rusa. Subordinaron muy estrictamente las técnicas de interpretación, e incluso los supuestos de la composición, a las técnicas de formación de bailarines, enfatizaron el uso de un vocabulario de pasos defi-nido, promovieron una conciencia de continuidad histórica sin interrupción desde las enseñanzas de Jean George Noverre (segunda mitad del siglo XVIII), pasando por Petipá, hasta sus días10.

En esta política de “academicismo academizado”, se enfatizaron los ras-gos clásicos frente a los románticos, es decir, aquellos que dependían más estrechamente de la brillantez del lucimiento técnico, y con ellos la man-tención de la tradición por sobre la innovación. Por supuesto esta actitud creó muy luego la contraria. Y esa reacción, en realidad, ya se había dado como contrapunto en la misma época rusa. Debido a la fuerza con que se propagó este conservadurismo (que en muchos lugares aún se mantiene), prácticamente toda innovación en el modelo clásico se ha llegado a llamar “neoclásica”11.

En términos históricos la proposición de una alternativa sistemática, y sin embargo completamente inscrita en la lógica esencial del ballet, proviene de Alexander Gorski, que murió en 1924, poco después de la revolución rusa, y se mantuvo a través de Fiodor Lopukhov, cuya actividad de maestro y coreógrafo se extiende hasta fines de los años 60, a la sombra de los grandes ballets soviéticos oficiales. Pero esta vertiente soviética de lo neoclásico, originaria y profunda, ha sido tradicionalmente eclipsada por la historiografía común de la danza, que suele atribuir tal programa más bien a Michel Foki-ne (Mijail Mijailovich Fokin) y a George Balanchine (Giorgi Balanchivadze), discípulos en su juventud, respectivamente, de Gorski y Lopukhov.

10  Una consciencia de continuidad que se ha convertido en un verdadero mito institu-cional, y que mantiene una relación bastante variable con lo que ocurrió efectivamente en esa historia.11  La principal fuerza que mantuvo la tradición conservadora del ballet en la época soviética es la extraordinaria influencia que llegaron a tener dos maestros de Ballet: Agrippina Vaganova (1879-1951) y Nikolai Tarasov (1902-1975). Parte del enorme manual de Agrippina Vaganova, publicado originalmente en varias partes desde 1935, se puede encontrar en inglés en Ag-rippina Vaganova: Basic Principles of Classical Ballet, Dover Publications, Nueva York, 1969.

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Los cambios se notan, en primer lugar, en las puestas en escena. Obras más breves (casi nunca más de 50 minutos), sin grandes interrupciones para lucimientos individuales; coros más protagónicos, funcionales, menos decorativos; personajes, vestuarios, movimientos, más adecuados al libreto; colaboración más estrecha con músicos y artistas visuales de primera línea (que resultó ser el gran talento de Serge Diaghilev); mejor desarrollo de la teatralidad y la expresividad de los movimientos; una relación más compleja con la musicalidad.

En un espacio más técnico, más interno, la principal diferencia es la liber-tad de variar sobre el vocabulario tradicional de pasos y poses, y de ir más allá, creando pasos que sean más adecuados a cada momento de la trama. Una mayor variabilidad del régimen de energía y flujo, que contempla más modulaciones, más contrapuntos y variaciones de un momento a otro. El pasar desde lo geométrico a lo expresivo y viceversa, que trasciende la opo-sición entre un planteo “clásico” y otro “romántico”. La variación respecto de las reglas estrictas en cuanto al trabajo con el peso o con la verticalidad, en un predominio neto, sin embargo, de estos valores, esenciales al ballet. Y, por cierto, a pesar del menor protagonismo de los solistas, un conside-rable aumento de las exigencias técnicas, y de la dificultad de las destrezas cinéticas que se exige de los bailarines.

Se deben enumerar también, ahora en un plano un poco más exterior, el cambio en las temáticas, en las ambientaciones, en los recursos escénicos. De los cuentos fantásticos e infantiles a cuentos más inquietantes, o direc-tamente a preocupaciones existenciales, la trama deja de ser meramente decorativa, y se convierte en un asunto relevante. De escenarios completa-mente despejados, con escenografía sólo en el fondo, al uso más frecuente de elementos escénicos (sillas, muebles, columnas), que pueden interactuar con los ejecutantes. De escenografías convencionales, ligadas al realismo pictórico simple, a propuestas más ligadas a las vanguardias pictóricas del momento. El uso de la composición orquestal del siglo XX, sustancialmente más compleja que el naturalismo de la música de ballet del siglo XIX.

Mientras el estilo académico más clásico (incluso contemplando sus variantes “clásica” y “romántica”) aparece relativamente homogéneo, y consistentemente conservador, el estilo académico neoclásico contiene

más bien un espectro de obras y autores que van desde propuestas más ligadas a la tradición hasta otras que se pueden ubicar francamente en la frontera del estilo moderno.

Curiosamente las obras de ballet académico neoclásico más próximas al modernismo son justamente las primeras. En particular Petrouchka (1911) y El Pájaro de Fuego (1910), de Michel Fokine; más ligada a la tradición en cambio es Espartaco (1968) de Yuri Grigorovich. Una obra notable, en que se presentan de manera directa, en un contexto neoclásico, tanto las posibilidades del ballet romántico, como las del clásico y del neoclásico, es Joyas (1967) de George Balanchine, que está compuesta como un verdadero recuento de ciento cincuenta años de ballet, lleno de citas y alusiones a sus momentos estelares, y con la propuesta del propio Balanchine como eje12.

Como comentaré más adelante, la academización del estilo moderno hace difícil hoy en día establecer claramente sus diferencias con el ballet neoclásico. Autores como Maurice Bejart, Jiri Kylián o Hans van Manen, se mueven constantemente en esta frontera. La convergencia suele resumirse bajo la fórmula, esencialmente ambigua, “danza contemporánea” o, incluso, “ballet contemporáneo”. No creo que sea bueno establecer una disputa al respecto. Con toda seguridad sólo conduciría a una discusión un tanto esco-lástica, tan ambigua como lo que se quiere resolver. El asunto práctico, más bien, es describir ese punto de convergencia como una categoría estilística específica, como un aspecto de la realidad actual de la danza. Es lo que haré, considerándola en el contexto de la evolución del estilo moderno.

12  Se puede encontrar una reconstrucción histórica de Petrouchka, por el Ballet de la Ópera de París, en una coproducción de La Sept y NVC Arts, que lleva el título de Paris Dances Di-aghilev, 1990 que, desgraciadamente sólo se encuentra en VHS. El Pájaro de Fuego ha sido puesta en escena por el Ballet Mariinsky (ex Kirov), tras una investigación de Millisent Hodson y Kenneth Archer, y se puede encontrar en DVD (junto con La Consagración de la Primavera), publicado por Bel Air Classiques y Mariinsky Theater, en 2009. Una versión histórica de Joyas (Jewels), por el Ballet de la Ópera de Paris, se puede encontrar en DVD, editada por Opus Arte, en 2006. Es interesante ver también Le Train Bleu (1924), coreografía de Bronislava Nijinska y Le Tricorne (1919), coreografía de Leonide Massine, ambas con escenografía de Pablo Picasso, que se pueden encontrar en DVD, editados por Kultur, en 2005

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5. El estilo moderno

a. El estilo moderno en general

El estilo moderno en danza se construyó explícitamente en contraposición al estilo académico. En el discurso de todas sus fundadoras y precursoras son recurrentes los temas del naturalismo en contra del movimiento mecánico, de la libertad expresiva en contra de la sujeción a pasos o movimientos es-tablecidos por la tradición, de la libertad corporal en contra de la disciplina de las escuelas académicas, que se veía como rígida e impositiva.

De algún modo se expresa en estos discursos una reacción a la cultura in-dustrial y urbana, y las rigideces que introduce en las pautas de movimiento cotidianas: la rutina, la tendencia a formas de movimiento repetitivas, poco expresivas, la restricción sobre la expresividad y la libertad del cuerpo. Se podría decir que los recorre una intuición generalizada en torno a la pro-funda conexión entre el racionalismo industrializador, la moral victoriana y la estetización de los movimientos mecánicos que exhibía, con orgullo, el ballet.

En las creaciones dancísticas modernas impera una sensación de libe-ración, de expansión de las posibilidades expresivas que responde tam-bién a una reivindicación de la soberanía de la persona, de la primacía de la esfera emotiva por sobre el cálculo racional, del derecho absoluto del individuo a expresar pública y libremente sus estados emotivos internos. Reivindicaciones que responden a su vez a un momento de poderoso auge de las capas medias, de la sensibilidad burguesa, de un cierto hedonismo cultural que aspira ahora a gozar de la abundancia que se ha construido a través de las penosas condiciones de vida durante las primeras etapas de la industrialización.

Como he señalado antes, en términos estilísticos, este es el espíritu ge-neral de los movimientos románticos. El estilo moderno en danza, en ple-no siglo XX, realiza la impronta romántica y crítica que tuvo el realismo naturalista en la pintura a mediados del siglo XIX (Coubert, Corot, Millet), o la novela social un poco más tarde (Balzac, Flaubert, Zolá). Un desfase, sin embargo, que hace que la asociación se haga bastante compleja. Las

coreógrafas modernas son contemporáneas, y están plenamente conscien-tes, de la revolución estética que representan las vanguardias pictóricas y musicales, y esta consciencia se hace presente en sus obras.

El estilo moderno se desarrolló de una manera más o menos paralela tanto en Estados Unidos como en Alemania. Su momento clásico en la formulación alemana se puede situar entre 1920 y 1935, y las obras más representativas son las que montaron en esa época Mary Wigman y Kurt Jooss. En Estados Unidos entre 1925 y 1940, las obras más características son las que compusieron en esa época Martha Graham y Doris Humphrey13.

Desde un punto de vista puramente interno, cinético, la diferencia más importante respecto del estilo académico es que la composición está or-ganizada sobre la base de frases (más que sobre poses y pasos), creadas especialmente, de acuerdo a los contenidos que se quiere expresar, sin un vocabulario previo (al menos en principio), establecido, de movimientos a los que el coreógrafo tenga que atenerse.

Dada esta libertad respecto de un catálogo de pasos previos, el estilo moderno significó una extraordinaria ampliación de las posibilidades de movimiento. Ante la convención académica de la levedad, explora todo el rango de levedad – peso, a favor o en contra de la gravedad, con diver-sos grados de intensidad o fuerza14. De la misma manera, ante el énfasis académico en la vertical (tronco erguido, incluso en los saltos, alineación vertical de la cabeza y el tronco), desarrolla todo el ángulo de las inclina-ciones posibles, del cuerpo en general, de la cabeza, los brazos, el tronco. Y, como extensión de esa política, desarrolla todo un ámbito de trabajo en el piso, con predominio directamente horizontal, al que, por supuesto, se

13  El énfasis “en esa época” tiene que ver con algo que he comentado más arriba: los mis-mos autores pueden ir modificando, a veces muy profundamente su orientación estilística. Es preferible referir las distinciones de estilo a obras y no a autores, en sus momentos originales, más que en los sucesivos montajes y reelaboraciones que sufren luego.14  Aunque esta característica suele distinguirse como “trabajo de peso”, (o “con el peso”), es importante notar que en realidad se trata de todo el rango del peso, más que un énfasis en el “dejarse caer”, o el recurso de moverse sólo a favor del empuje gravitatorio. El uso de la ilusión de levedad es perfectamente compatible con el estilo moderno, y depende exclu-sivamente de si aporta o no a los contenidos que se quiere expresar.

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asocia una serie de procedimientos de caída y recuperación, ausentes en las técnicas académicas.

Ante la rigidez muscular general que impera en los movimientos aca-démicos, se desarrolla un régimen de flexibilidad general o, más bien, de modulación entre flexibilidad y rigidez, de acuerdo a los contenidos. Ante el predominio del equilibrio explora todo el rango del equilibrio, desde a las posiciones inestables y de desequilibrio hasta la estabilidad y la recuperación del equilibrio. Esto da origen a una serie de ilusiones, plenamente conso-nantes con el espíritu general del estilo: la ilusión de que los movimientos son aún más flexibles o curvos de lo que la estructura ósea permitiría, la ilusión de que las articulaciones óseas no actúan de manera mecánica, como bisagras, son de una manera fluida, como si fuesen blandas. Ilusiones que configuran un régimen de movimientos más bien orgánico que mecánico, más cercano a la naturaleza que a la disciplina y la cultura.

Esta política de movimiento orgánico hace que se pueda organizar el movimiento desde más de un “centro” (desde el hombro hacia los dedos, o desde la pelvis hacia los pies, o desde la cintura hacia los brazos y piernas), en relaciones más complejas que las articulaciones académicas, en que el centro corporal exclusivo corresponde sólo al centro de gravedad. Por lo mismo, el significado de lo “aéreo” cambia: la ilusión de suspender la gra-vedad, que se puede trabajar tal como en las técnicas académicas, se com-plejiza porque, por un lado, se puede trabajar la ilusión contraria (ofrecer la ilusión de que se cae más rápido de lo que efectivamente ocurre) y, por otro, porque no sólo se puede trabajar la elevación de todo el cuerpo, sino también la levedad o peso diferenciados de sus diversas partes.

También debido a esta política de naturalidad, ya no imperan las conven-ciones que exigen ocultar la respiración, o la transpiración, o la agitación subjetiva. El interior, físico y emotivo, puede (y debe) aflorar, y es plenamen-te legítimo como recurso expresivo. Esto significa integrar la respiración al movimiento, usar el esfuerzo visible como recurso, aceptar la transpiración o las exhalaciones involuntarias como parte de lo visible.

Sin embargo, al mirar una obra de danza moderna resulta de inmediato evidente que todas estas ampliaciones no son el tema mismo del estilo sino sólo eso, recursos disponibles para un objetivo. Y el gran objetivo es la expresión. Mientras en el estilo académico es perfectamente posible la danza “pura”, en el sentido de que se dé un completo protagonismo al movimiento, con independencia de cualquier relato, en el estilo moderno todo movimiento está siempre, directa o indirectamente al servicio de un contenido. Esto es porque impera lo que se puede llamar una “estética de la expresión”: el arte tiene una función comunicativa esencial, inseparable. Es un medio para expresar la subjetividad humana.

Por supuesto esto conlleva un cambio en la idea que se tiene de lo bello. Se opera desde una idea expresiva de la belleza, que amplía el relativo forma-lismo característico del estilo académico hacia la validez de un arte “feísta”, en que lo que para el gusto común, o para los cánones académicos podría considerarse “feo” adquiere la cualidad y la fuerza suficiente para ser cap-tado, de un modo trágico, como bello. En la pintura, es el caso muy notorio de obras como El Grito, de Eduard Munch, o Guernica, de Pablo Picasso.

En la medida en que se considera al arte como acción expresiva, en las obras de danza moderna siempre existe la pretensión del coreógrafo de ser entendido o, a la inversa, la idea de que una buena parte de la justificación de una obra reside en aquello que expresa. Por supuesto el asunto propia-mente estético es el modo en que se dice algo, más que aquello que se dice. En este caso, sin embargo, la aspiración es que ambos aspectos establezcan una relación profunda e inseparable.

Este imperativo de decir, y de ser entendido, ligado al imperativo no menos intenso de innovar en el modo, hace que el estilo moderno haya ampliado considerablemente los modos de la metáfora cinética, o de los recursos de tipo literario aplicados al movimiento. Las obras son, en general, referenciales pero, justamente, el punto es la manera en que lo son. Como he señalado más arriba, el espectro de las referencias tiene dos ejes: uno es qué tan cerca o lejos están de la mímesis, el otro es qué tan lejos o cerca están de los pasos. En el primer eje, más o menos en orden, se podrían dis-tinguir las referencias miméticas, las alusiones, las metáforas, las alegorías, y las construcciones metonímicas. En el segundo eje, también más o menos

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en orden, el asunto es si la figura (literaria) está instalada en los gestos, las poses, los pasos, las frases, las secuencias de frases o, de manera más amplia, en todo un acto, o incluso en toda la obra. La grandeza, la complejidad, por ejemplo, de las obras de Martha Graham, consiste justamente en el uso de todo el espectro, de ambos ejes, creando cada vez pasos, frases, estados de movimiento, que recorren estas posibilidades expresivas. Un caso análogo, estilísticamente del mismo tipo, se puede encontrar en literatura, en un gran poema como Alturas de Machu Picchu, de Pablo Neruda.

Por supuesto, esta política de complejidad literaria, llevada a los movi-mientos, exige una enorme atención de parte del espectador. Pero también, y valga la paradoja, crea la posibilidad y tentación inversa de experimentar las obras de manera puramente impresionista, dejándose llevar sólo por sus efectos melódicos o rítmicos, con independencia del mensaje eventual de que sean portadores. Es una forma de relación que se puede tener con las sinfonías de Beethoven, con Guernica, de Pablo Picasso, o con los múltiples ingenios de Altazor, de Vicente Huidobro. Asumir una simpatía básica con las formas, poner entre paréntesis lo que el autor “haya querido decir”, y experimentar los valores sonoros, pictóricos o textuales “puros”, como tales. En la práctica, lo que suele ocurrir es que bajo la profunda impresión de una primera experiencia, digamos “desprevenida”, ocurre esta conexión más impresionista (en el sentido coloquial de que el espectador “ha sido impresionado” por lo que se le presenta) y, luego, cuando se asiste una y otra vez a la misma obra, se van descubriendo sus secretos, se asiste al proceso de develar el sentido y los detalles de su complejidad.

¿Debería considerarse más auténtico, o más deseable en cualquier sen-tido, este segundo proceso de acercamiento? En la danza moderna, más de alguien podría oponerse a tal consecuencia. Lo que se puede advertir al menos es que muchas veces, sobre todo en las obras más representativas del estilo, una primera impresión no basta, y ese camino es necesario. Sin embargo, justamente por su pretensión de espontaneidad y naturalidad, muchos coreógrafos e intérpretes se inclinan por aceptar más bien esas primeras impresiones, y esas relaciones marcadas por una espontaneidad correspondiente.

Pero este tipo de relación contiene también un peligro que, de muchas

maneras, condujo a un progresivo agotamiento del estilo. La relación inme-diatista, espontaneísta, se tradujo en una cierta tendencia a la arbitrariedad expresiva, a expensas de la paciencia de los espectadores, o a una estrategia de simplificación impresionista, en que las obras fueron debilitando sus contenidos en beneficio de movimientos cuya aceptación derivaba más bien del ejercicio de explayarse libremente, individualista y autorreferente, por parte de los intérpretes, o de la simplificación de los movimientos a valores rítmicos y valóricos fáciles de seguir por parte de los espectadores. Es una evolución visible en las obras de la compañía de Alvin Ailey, o en la deriva de la compañía José Limón.

Por supuesto este fenómeno de agotamiento se dio también en su mo-mento en el estilo académico, por razones correspondientemente internas. El formalismo, la literalidad de las reposiciones, que se legitimó como res-peto a la disciplina y a la tradición, son las que llevaron del academicismo soviético a su apertura en las formas neoclásicas. En el caso del estilo mo-derno hubo también, y hay hasta hoy, un fenómeno análogo. Una forma de academicismo propia, que consiste en la ritualización de sus propias innovaciones formales.

Como se ve hasta aquí, es imposible considerar el sentido y contenido del estilo moderno sin ahondar desde el principio en sus relaciones con-textuales e intertextuales. Desde luego, debido a su carácter de reacción al estilo académico, y también por la manera en que expresa el auge de la sensibilidad hedonista e individualista de la cultura urbana del siglo XX.

En Estados Unidos el estilo moderno está asociado al liberalismo de las capas medias de los blancos de la costa este, en pleno auge, siguiendo el impulso de la liberalidad alcanzada en los años 20, que se va a transformar luego en una poderosa corriente de crítica social, ahora bajo el impacto de la crisis de 1929. Esto hace que el estilo, marcado por el hedonismo liberal en boga, adquiera una impronta fuertemente política en su momento clá-sico, lo que tuvo profundas consecuencias estéticas en la esfera puramente interna de la danza.

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Desde luego, en primer término, en las temáticas. “Por fin, en danza, po-demos hablar de cosas serias” afirma Martha Graham, en una crítica directa al carácter fantástico de las tramas del ballet. La represión sobre el cuerpo propia del puritanismo tradicional de los blancos, los derechos civiles de los negros, los derechos de los trabajadores en general, la guerra civil es-pañola, la situación de los blancos pobres producto de la crisis económica, se convierten en los temas recurrentes. Un amplio movimiento de coreó-grafos, compañías y talleres de danza se extendió en las grandes ciudades, y creció hasta asociarse en la llamada Worker’s Dance League, cuya acción se extendió desde 1932 hasta 196015. La mayoría de sus creadores habían sido alumnos de Martha Graham o Doris Humphrey, la historia oficial, sin embargo, sólo ha destacado a estas dos grandes coreógrafas, y a su círculo inmediato, escamoteando con eso no sólo el carácter político del movimien-to, estrechamente asociado a la izquierda marxista norteamericana, sino las innovaciones formales que esta conexión fue capaz de producir.

La gran tarea de llevar la danza a los trabajadores, a los desposeídos, a los discriminados, significó para estos creadores ampliar enormemente el campo de acción de su arte, que hasta entonces se pensaba apropiado sólo para corporalidades determinadas, y cuerpos muy entrenados. No sólo todas las razas (es el momento del gran auge de la danza negra, con Katherine Dunham, Pearl Primus, Tatley Betty, Donald McKayle, Daniel Negrin), sino a toda corporalidad (por primera vez se ensayó hacer danza con ciegos y discapacitados), en una política que buscaba borrar la diferencia entre el eje-cutante y el público, hacer de todos los espectadores bailarines eventuales.

Esto hizo disminuir los niveles de destreza y, de manera correspondiente, ampliar los modos del fraseo, del trabajo con el peso o con la flexibilidad, del trabajo con bailarines no entrenados. Asumiendo, en virtud de los con-tenidos que se querían expresar, una actitud propia del vanguardismo, que sólo se convirtió en un estándar treinta años después, los coreógrafos mo-

15  Una pálida imagen de lo que este movimiento hacía en industrias, talleres, escuelas y plazas, a través de reconstrucciones hechas por admiradores actuales, se puede encontrar en New Dance Group, Gala Historical Concert, Retrospective 1930-1970, un concierto realizado en 1993, publicado en DVD por Dancetimes Publications, en 2008. Se trata, sin embargo, de un documento extraordinario, reconstruido con la asesoría de algunos de los autores originales, sin el cual todas estas obras simplemente se habrían perdido.

dernos de esa época apelaron a los bailes sociales, al folklore, a las formas habituales de moverse, ampliando con esto el rango de movimientos que se consideraron propios de “arte” de la danza, diluyendo la diferencia entre arte y artesanía, entre profesionalización y arte cotidiano.

En este momento clásico (1925-1940) el estilo moderno fue intensamen-te expresivo. Por un lado se trataba de organizar las obras completamente desde el contenido, desde el mensaje (textual, literario), por otro lado se organizaron todos los movimientos en función de este propósito expresivo, acentuando todo el rango que va desde la mímica y la alusión, hasta la alego-ría y la metáfora. Esto llevó a explorar los modos, más o menos sofisticados, de producir construcciones y efectos metafóricos con el movimiento mismo, ampliando la riqueza lírica de la danza en términos puramente cinéticos, lo que significó en la práctica, un gran desarrollo respecto de las metáforas relativamente convencionales propias del ballet. Los autores querían “ser entendidos”, y se hizo un enorme esfuerzo para ir más allá de la literalidad mímica, y formar una audiencia capaz de experimentar sus sensaciones estéticas de maneras propiamente dancísticas, y a la vez, de un modo in-separable con el valor de los contenidos comunicados.

Como he señalado más arriba, el estilo moderno en Estados Unidos derivó con el tiempo hacia su agotamiento. Esta fase (1945-1960) coincide, sin embargo, con su extensión a nivel internacional. En México, Chile, Argentina y Brasil se practicó, bajo la influencia de coreógrafos norteamericanos y alemanes, desde los años 40. En Europa sobrevivió, fuertemente eclipsado por el nazismo, sobre todo en Inglaterra y Francia.

Tal como su estética estuvo directamente determinada por sus impulsos políticos, por el entorno16 social en que quería insertarse, también su de-cadencia puede ser relacionada con ese entorno. Las décadas de los 40 y

16  Digamos, incidentalmente, que no es casual que la “danza pura”, común al estilo aca-démico neoclásico y al vanguardismo academizado (del tipo Cunningham), se preste particu-larmente para ser analizado de manera puramente textual, mientras que el estilo moderno se preste sobre todo para consideraciones contextuales, y las obras de vanguardia para consid-eraciones intertextuales. Cada modo de la crítica parece tener sus objetos más apropiados. Una relación, por supuesto, que no es ni exclusiva, ni excluyente.

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50 fueron una época conservadora y reaccionaria. Marcadas por la Guerra Fría, por un lado, y el crecimiento económico por otro. El modernismo en danza derivó hacia temas más de tipo existencial que político, justamente en el sentido en que el adjetivo “existencial” designa una reacción de regreso a la problemática individual, interior, en desmedro de los contenidos sociales, comunes, que eran el centro de lo “político”.

Pero también, en un efecto que veremos repetirse luego respecto de las vanguardias, derivó hacia la profesionalización, en un giro hacia el interior ahora del conjunto del gremio, que se tradujo en un aumento progresivo de la preocupación por la destreza, por la formación de los bailarines, por las técnicas, primero de enseñanza, luego de interpretación y, como conse-cuencia, de composición. Es decir, una evolución en que progresivamente el imaginario coreográfico fue siendo limitado por las posibilidades trazadas de manera previa en las técnicas de enseñanza. Es la época en que surgen, aún de manera embrionaria, las técnicas Graham, desarrolladas por las alumnas de Martha Graham, y las técnicas Limón y Horton, ambos discípulos de Doris Humphrey.

El público de la danza moderna, que en su apogeo, en torno a 1940, llegó a ser extraordinariamente masivo, se redujo en forma considerable. Muchas compañías dejaron de funcionar y, con ellas, muchas revistas de discusión, talleres en escuelas e industrias, encuentros de creación y reflexión.

La vitalidad crítica y expresiva, derivó hacia una cierta arbitrariedad inti-mista, subjetivista, marcada por el individualismo y por la influencia teórica de las diversas formas norteamericanas del psicoanálisis. Una política de primacía del arbitrio del creador paralela a lo que el mercado de la plástica promovió y ensalzó como “expresionismo abstracto”, en que los coreó-grafos acentuaron la sutileza de sus metáforas hasta el grado de hacerlas ilegibles por el espectador común, cuestión que en sí no tendría por qué ser vista como un defecto, pero que rompió un cierto pacto implícito entre coreógrafos y audiencia en torno a la función comunicativa del arte. Si los espectadores que fueron educados para “entender” las obras simplemente dejaron de entenderlas, el espacio en el cual las nuevas obras podían pros-perar se descompuso, y los creadores se volvieron hacia sus propios pares como público privilegiado. Volveré a comentar estos efectos cuando aborde,

más adelante, la misma situación respecto de las vanguardias surgidas en los años 60.

b. La diferencia entre danza “expresionista” y danza “expresiva”

En Alemania el gran auge del estilo moderno, y también la “época de oro” de la danza alemana, va desde 1920 hasta 1935 o, de manera más precisa, hasta 1933, año crucial en que el auge del nazismo provoca su crisis y posterior colapso17.

Nuestra impresión de que esa es una época sobre todo modernista en danza se debe básicamente a la forma en que ha sido contada la historia de la danza alemana hasta hace muy pocos años. En realidad esos son años en que se dio un enorme movimiento cultural en que, en todas las artes, hubo toda clase de experimentos vanguardistas. En ese contexto, la danza participó muy de cerca en el movimiento expresionista, con muchas obras y ejecutantes y, en menor medida, a través de una serie de coreógrafos individuales, en otros movimientos. Como ya he comentado, toda esta par-ticipación está marcada, sin embargo, por el relativo retraso de la formación de movimientos de vanguardia en danza, respecto de las otras disciplinas artísticas. Eso hace que el “expresionismo” que se dio en danza sea, en rea-lidad, una forma que prolonga los grandes temas del romanticismo, sobre todo a través de su actitud anti académica.

Este romanticismo de la danza alemana es, como lo fue también el ro-manticismo inglés en el siglo XIX, una reacción a la tendencia homoge-neizadora y represiva de la cultura industrial. Contra la rutina, la extrema ritualización de los movimientos, la extrema disciplina corporal, exigidas por el trabajo industrial18 repetitivo, abstracto, enajenante, este expresionismo

17  Inter Nationes, una editora asociada al Goethe Institut, ha publicado una extensa colec-ción de documentales sobre los principales coreógrafos alemanes del siglo XX. En ellos se pueden ver algunos de los escasos registros originales que se conservan, todos de gran valor histórico, y un cierto relato “oficial”, útil en términos contextuales, pero no muy riguroso en la historia más interna de la danza. Todos estos documentales se pueden encontrar en las bibliotecas del Goethe Institut.18  Y en ese mismo carácter se proyecta sobre los creadores del Butoh, en Japón, que son todos discípulos de coreógrafos y maestros de danza japoneses formados en Alemania, bajo

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reivindicó el valor de la libertad corporal, del acercamiento a la naturaleza, de la esfera de las emociones frente al racionalismo.

Netamente menos individualista que el modernismo norteamericano, el expresionismo de la danza alemana promovió fuertemente el sentimien-to de comunidad, justamente en contraposición al efecto disgregador de la cultura burguesa urbana y, con ello, desarrolló formas de expresión en que los cuerpos están estrechamente asociados, hasta constituir una masa corporal que se manifiesta como una subjetividad común. Y, precisamente por lo mismo, promovió la subjetivización del arte, la primacía de la sub-jetividad, ante el efecto objetivante, despersonalizador, de una cultura de masas anónimas, sin identidad.

Esta primacía de la subjetividad, esta radical crítica a la despersonaliza-ción, generó un régimen de movimientos dramático, fuertemente teatral, en que la música y el vestuario actuaron en general para reforzar la intensidad, para enfatizar la centralidad del sujeto. El desnudo, los pies descalzos, las manos abiertas, los brazos extendidos, se usaron como significantes de naturalidad. Se experimentó de muchas formas con la improvisación en escena, más o menos estructurada, en una política que procuraba explici-tar la creatividad del intérprete en tiempo real, en el curso mismo de una obra. Un rasgo que, es bueno decirlo, sólo ha sido reconocido muchísimo después considerándolo, erróneamente, un descubrimiento propio de las vanguardias post modernas19.

El expresionismo en la danza alemana se caracterizó, como he señalado,

la influencia de Mary Wigman y de Harald Kreutzberg.19  La improvisación, que en la danza norteamericana deriva del jazz, puede ser usada como forma de apresto (para formar bailarines), o como forma de composición (improvisar y luego fijar las frases). En estas dos maneras es propia del modernismo en general. Pero su uso en las obras mismas, en tiempo real, siempre fue resistido, considerándolo incluso una falta de profesionalismo, o una falta de seriedad. Sólo el expresionismo alemán de los años 20, y luego las vanguardias de los años 60, la han considerado como una práctica válida, so-bre la base de contextos teóricos muy distintos en ambos casos. En los años 90, en Europa, coreógrafos como Julyen Hamilton, Aline Lecler y Jules Beckman recurrieron a lo que llaman “improvisación en tiempo real” como manera de resistir el convencionalismo academizado que se había apoderado de las vanguardias.

por un extremo dramatismo. Debido a esto trabajó ampliamente la relación contracción – relajación, y junto a ella el eje caída – recuperación. Tanto en Alemania como en Estados Unidos se exploraron las bases musculares de los movimientos, complejizando la preferencia por centrar los ejes en las estructuras óseas, propio del estilo académico. Esta educación para desa-rrollar la conciencia orgánica, y no sólo mecánica de los movimientos es lo que aparece luego, de manera recurrente, en las diversas técnicas que se llaman a sí mismas release20.

Tal como el modernismo norteamericano, en Alemania predominó la idea de que la danza, como todas las artes, era un medio de expresión. De manera correspondiente, todas las innovaciones en el régimen de movi-mientos se pusieron al servicio de ese “querer decir” característica de los coreógrafos de esta orientación, al servicio del mensaje. Y se exploraron y desarrollaron en consonancia con ese propósito. Por supuesto, tal como en Estados Unidos, esto acentuó la teatralidad de los movimientos, y puso en el tapete el problema de las técnicas de actuación. En el momento más expresionista se apeló a una teatralidad eminentemente subjetiva, que exi-gía un compromiso fuertemente afectivo del intérprete con los contenidos que estaba exponiendo. Por supuesto, esto condujo a una tendencia a la sobreactuación. Es algo que se puede constatar si vemos el cine expresio-nista de la misma época, y contrastamos las actuaciones con la naturalidad (trabajosamente construida) que impera en el cine actual. Un estilo de danza que quería acercarse a la experiencia cotidiana, expresarla lo más fielmente posible, terminó por esta vía, alejándose muy visiblemente de ella.

La tendencia a la sobreactuación fue muy discutida desde fines de los años 20. Algunos críticos la asimilaron al sentimentalismo burgués, de cor-te conservador, como había ocurrido en el romanticismo conservador del siglo XIX. Otros fueron capaces de intuir la tendencia, entonces en pleno desarrollo, que llevaba de la acentuación de la esfera emotiva a un clima

20  El primer texto en que esta preocupación se aborda es el de Mabel E. Todd: The Thinking Body (1937), Dance Horizons Book, 1968. Aparece como una sistematización, en un momento relativamente tardío, en que el tema ya ha sido ampliamente discutido por los coreógrafos y teóricos modernistas de la época. Su influencia, sin embargo, solo se difunde a partir de los años 60, con el renacimiento del modernismo, ahora academizado.

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de exaltación que operó como facilitador del auge nacionalsocialista, una vertiente política que usó la exaltación de las masas guiándola hacia el fa-natismo y la obediencia. A través de una deriva que ha sido muy estudiada posteriormente, la desesperación general, arrastrada desde la derrota en la Primera Guerra Mundial y la gran crisis económica, fue convertida pro-gresivamente en una necesidad compulsiva de orden y mando, que Hitler encarnó de manera muy eficaz. El paso de muchos de los artistas que for-maron parte del expresionismo alemán a este nuevo orden de disciplina, ver-ticalidad, obediencia, exaltación nacionalista, que contradecía visiblemente sus propios ideales, originariamente libertarios, es uno de los fenómenos más oscuros en el arte del siglo XX.

En danza, muy notoriamente Mary Wigman y Rudolf Laban son los mejo-res ejemplos. Wigman nunca rompió explícitamente con el nazismo. Laban sólo se distanció en plena guerra, después de haber organizado los grandes actos de masas del nazismo (cuya culminación se da en la inauguración de las Olimpíadas de Berlín, en 1936), es decir, después de haber creado la fórmula coreográfica que se considera hasta hoy como propia de los regímenes totalitarios.

La discusión se dio en términos estéticos. Los pintores de la corriente llamada “Nueva Objetividad” (George Grosz, Max Beckmann, Otto Müller) criticaron, desde principios de los años 20, el subjetivismo extremo del expresionismo. Propusieron obras en que enfatizaron lo simple, lo repre-sentativo, la claridad de las formas, en que se apartaron de las emociones acentuadas, de la mística de tipo religioso, de los pigmentos recargados, del ambiente cercano al exceso o al éxtasis. En danza estas posturas fueron defendidas por Kurt Jooss, explícitamente en contraposición a las obras de Mary Wigman.

Jooss tenía ya una cierta trayectoria en el expresionismo de Laban cuando formó su propia compañía, en colaboración con Sigurd Leeder. Se esforzó por marcar la diferencia llamando “ausdrucktanz” a su línea de trabajo. Al castellano se puede traducir esto como “danza expresiva”, fórmula que, dada la discusión anterior, adquiere una connotación técnica: se trata de una forma alternativa a la que se puede llamar “expresionista”.

La primera gran diferencia que plantean las obras de Jooss es que bajan considerablemente el clima emotivo en juego. Esto acarrea no sólo una cierta disminución de la teatralidad (la política de gestos y poses), sino su conversión más activa a movimientos, es decir, un paso relativo de la mími-ca a las metáforas establecidas con el conjunto del cuerpo. Pero, a la vez, acarrea una relativa estilización de los movimientos mismos. Se alargan los fraseos, se pone énfasis en las extensiones de brazos y piernas, aumentan las elevaciones, se hace relevante la exposición más clara y abierta del cuer-po. Siendo, siempre, un estilo marcado por la teatralidad, todo se hace más leve, de algún modo más elegante y, a pesar de los temas, más armónico.

Con Jooss vuelve la idea de expresar belleza, y de hacer de esta proyec-ción de un actuar bello un medio para la eficacia del mensaje. Pero vuelve también, con ella, la preocupación por la armonía, por la claridad del men-saje, por la claridad de la puesta en escena. Jooss trata de facilitar las cosas al espectador, por razones políticas y estéticas. Y la principal facilidad está en producir básicamente un sentimiento de empatía, de agrado básico y consenso, muy lejano al compromiso revulsivo, emocional, cuestionador en el plano anímico y físico, planteado por Mary Wigman.

La consecuencia inmediata de estas opciones es el énfasis en la “limpieza” de los movimientos, una preocupación propia del estilo académico. Aumenta sensiblemente el grado de destreza física que se exige a los intérpretes, y se inscribe en ella, y a partir de ella, la demanda sobre las destrezas expre-sivas. Esto hace que Jooss necesite formar físicamente a sus bailarines, a diferencia de la “formación” que ocurre en la compañía Wigman, que es más una serie de emplazamientos de tipo psicológico y emotivo destinados a desarrollar las motivaciones internas que una serie de ejercicios, físicos en primer lugar, y conversados y motivados luego. Esa es la gran tarea de Sigurd Leeder, la elaboración progresiva de un método de enseñanza que a la larga, y en contra de su propio propósito, mucho más acotado, se llegó a conocer como “técnica Leeder”.

La danza expresiva llevó la teatralidad a un espacio de emociones repre-sentadas (lo mejor posible) en lugar de las emociones directamente vividas en el curso de las obras, predicada por Mary Wigman. Pero llevó también la danzalidad a un espacio netamente más representacional. Los movimientos

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no son ya directamente el asunto, sino medios para un objetivo más bien de tipo literario. Bajo su influencia, que se extendió con muy bajo perfil a lo largo de los años 50 y 60, una nueva generación de coreógrafos, en los años 70, quiso rescatar la danza alemana de las influencias soviéticas y norteamericanas, creando un movimiento de danza teatro, creyendo así restaurar lo que el nazismo y la post guerra habían extinguido.

La danza teatro de los años 70, que ha sido llamada, de manera bastan-te confusa, “neo expresionista”, opera ya, sin embargo, en otro contexto, muy lejano al que hizo posible al expresionismo. Es paralelo al primer mo-vimiento dancístico propiamente vanguardista, por lo que ha sido conside-rada, también de manera confusa, como una expresión de vanguardia. Hay dos razones, bastante notorias, para considerar que esta es una atribución estilística errónea. La primera es su carácter, y su programa explícito, de reconstrucción de la danza expresionista de los años 20, cuestión que no logra en absoluto, y a la que renuncia muy pronto. La segunda es mucho más interna, técnica: su orientación general marcada por el desarrollo de la destreza y la levedad física, que la aleja sensiblemente del programa revoltoso de la vanguardia dancística norteamericana, de la misma época.

La danza teatro, para decirlo de una manera más directa y concisa, nace y se desarrolla marcada por la academización del estilo moderno, defendida explícitamente por Jooss a partir de los años 60.

c. El estilo moderno academizado

Kurt Jooss no fue el único que defendió la convergencia entre el estilo académico y el estilo moderno. Independientemente de su influencia, resultó una fórmula de mucho éxito. Para los seguidores de la tradición del ballet21 se trata de “ballet contemporáneo”, mucho más usada es la expresión “dan-za contemporánea”. Un éxito tal que merece ser especificada como una orientación estilística nueva.

Por supuesto el adjetivo “contemporáneo” es absolutamente ambiguo.

21  Parte del enorme manual de Agrippina Vaganova, publicado originalmente en varias partes desde 1935, se puede encontrar en inglés en Agrippina Vaganova: Basic Principles of Classical Ballet, Dover Publications, Nueva York, 1969.

También Isadora Duncan fue contemporánea hace cien años. Incluso los crí-ticos, refiriéndose a las vanguardias pictóricas actuales (siempre muy abun-dantes), han empezado a hablar de movimientos “post contemporáneos”, lo que, como es evidente, no hace más que prolongar la ambigüedad. Falta una designación que sea realmente general y útil, y no la voy a proponer aquí, puesto que me interesa más el cambio ocurrido que su categorización.

Más útil es tratar de especificar en qué consiste, y cuál es el origen, del fenómeno que llamo “academización”. Se trata de un fenómeno en el ám-bito de la institucionalidad del arte, pero que tiene profundos efectos en el plano estético y estilístico.

Academia, académico, academizado, son términos que refieren, en pri-mer lugar, a un arte desarrollado a partir de escuelas que no sólo forman (inician) a los artistas, sino que imprimen en ellos modelos definidos que acotan su universo creativo a un conjunto de convenciones que se evalúan como lo “correcto”, lo “estéticamente aceptable”, y también, casi siempre, se asocian con connotaciones como “seriedad”, “profesionalismo”, “alta calidad artística”. Escuelas que llegan a determinar las formas adecuadas, llegan a actuar como “directores del gusto”, e incluso a establecer condicio-namientos sobre la aceptación y circulación de obras y autores en función de esos criterios.

Se trata de una forma de organizar el mundo del arte que se originó en Francia, a mediados del siglo XVII, muy frecuente en los países latinos y eslavos (Francia, España, Italia, Rusia, Polonia), y relativamente raro en los países anglosajones y germánicos (Inglaterra, Alemania, Estados Unidos), y que alcanzó su culminación a mediados del siglo XIX. Una organización dominada por el mecenazgo estatal, que opera como sustento de la exis-tencia misma de los artistas, pero también de las escuelas que los forman y condicionan.

En principio, considerada más bien en abstracto, este fomento estatal del arte, y esta función formadora de las escuelas, podría ser vista como positiva o, al menos, no tendría por qué alcanzar alguna particular conno-tación estética. La práctica histórica, sin embargo, muestra una constante

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interferencia entre criterios escolares y burocráticos y la libertad creativa. Y, a partir de ella, una consistente tendencia a la decadencia de las formas academizadas.

Sin que haya ninguna necesidad especial, quizás en virtud de una lógi-ca muy profunda residente en toda forma de institucionalización, el arte académico tiende a la repetición más o menos mecánica, tiende al adorno de lo ya establecido, se hace progresivamente conservador, en las formas (incluso más que en los contenidos), que es lo propiamente artístico. Pri-vilegia la destreza sobre la creatividad, el oficio por sobre el ingenio, una cierta trivialización por sobre el desafío y el experimento.

En la medida en que gira en torno al “arte por encargo”, tiende a diluir el desafío y la interpelación al espectador, y a promover una estética de “lo bonito”, a través de los cual se suaviza sustancialmente todo efecto dramático. Tiende a la estilización, a la alusión más o menos genérica, a la parábola más bien moralizante. Privilegia, por supuesto, la habilidad técnica al modo, y según las formas, en que ha sido formada por la escuela, lo que, a su vez, separa al espectador del artista del mismo modo como se produce la distancia entre un especialista (“ha estudiado para ser artista”) y un lego (“su única formación es asistir como público del arte”). Esta distancia entre el que sí sabe, y el que sólo es espectador (y admirador), no sólo produce un público relativamente pasivo, sino también una relación distanciada con las obras mismas, que separa al arte, como espacio o evento especial, ex-traordinario (por su belleza, o por su elaboración técnica), frente a la vida común, cotidiana.

No es extraño que el arte académico sea por excelencia, el arte de los museos y los teatros. El rango extraordinario de la obra (y, por extensión, del artista), lo hace propicio al fomento de la idea de “genio”, de “trascen-dencia” e “intemporalidad”, y desde ellas, a una estética en que lo bello es entendido de maneras más o menos formales.

En su origen, el arte académico fue un “arte de Estado”. Formó parte de la necesidad de visibilidad del poder, un rasgo típico del auge de las monarquías europeas a lo largo de toda la modernidad. El siglo XX acarreó un cambio significativo, que lejos de ser contradictorio, ha operado como perfecto

complemento de esa tendencia: el “arte de mercado”. Puesto al servicio de la visibilidad del poder, y luego puesto al servicio del espectáculo, que no es sino una forma bastante más sutil de ejercer poder, el arte adquiere o una función pedagógica (a través de mensajes genéricos, no agresivos), o una función de adorno (a través de una “estética de lo bonito”), destinada más a la simplicidad del gusto que a la complejidad de la experiencia artística. No es extraño que las vanguardias históricas hayan reaccionado en forma tan radical contra este panorama.

En el caso de la danza, como también en el concierto sinfónico, la ópe-ra, los grandes montajes de teatro, la relación con el mecenazgo parece obligada. Aparentemente se trata de montajes costosos, de grandes nece-sidades de coordinación y disciplina entre sus ejecutantes, de la necesidad de destrezas desarrolladas para realizar con éxito tales coordinaciones. Lo que ocurre con estas racionalizaciones, sin embargo, es que padecen de un cierto círculo argumental: no es claro que lo costoso de los montajes sea el origen de la necesidad de grandes mecenas o, perfectamente a la inversa, que sean los grandes mecenas los que promueven la grandiosidad de los montajes en virtud de sus propias necesidades de lucimiento y legitimación, externas al arte. Para decirlo de manera más general, no necesariamente es la complejidad del arte la que lleva a su institucionalización, es más probable que sea su institucionalización, promovida por necesidades exteriores al arte, la que precipita su complicación, su énfasis en un cierto barroquismo confiable, leve, bien adiestrado, que se preste para esos propósitos externos.

Para apoyar esta idea hay abundante material empírico. Desde luego la creación de la Academia de Ballet, hacia 1660, por el monarca absoluto de Francia, también la función de adorno culto del poder que llegó a tener el ballet en la Rusia Imperial y luego, casi en la misma lógica, en la Rusia Sovié-tica. Agreguemos aún la promoción explícita del ballet en Estados Unidos en los años 50 y 60, y su uso como un elemento más en la Guerra Fría, en la curiosa “balletización” de la danza alemana por parte de ambos bandos de ocupación tras la Segunda Guerra Mundial.

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Pero también se pueden invocar situaciones y necesidades mucho me-nores, más prosaicas. El recurso a la institucionalización de la danza es una forma, algo dramática, a través de la cual los grandes coreógrafos pudieron, lisa y llanamente, sobrevivir. La danza moderna ha sido siempre, y aún es, un arte relativamente marginal. Cuenta con un público estable infinita-mente menor al de la literatura, la música o el cine (que han alcanzado las dimensiones de “arte industria”), y también que el de la plástica que, con instalaciones mucho menos costosas, puede mantener una afluencia de pú-blico relativamente barata. Su posición es claramente desventajosa incluso respecto del teatro, o la ópera, que han logrado posicionarse con éxito en el mercado del arte, a pesar de tener características similares.

El fenómeno ha afectado tradicionalmente, desde principios del siglo XX, mucho más directamente a los coreógrafos modernos o de vanguardia que a los, ya academizados, del ballet. Inicialmente bailarín, luego esforzada-mente coreógrafo, los grandes creadores de la danza moderna encontraron enormes dificultades para mantener compañías relativamente estables.

El recurso más frecuente, muy usado hasta el día de hoy, fue establecer de manera paralela talleres de enseñanza, que luego se convirtieron en pequeñas escuelas o academias. El primer caso, de enorme importancia histórica, es la Escuela Denishawn, que mantuvieron Ruth Saint Denis y Edward Shawn entre 1915 y 1930 en Estados Unidos. Lo más común, hasta el día de hoy, es el pequeño taller que todo gran coreógrafo ha mantenido como espacio de ensayos de sus compañías, por un lado, y de enseñanza a un público más amplio que el de sus propios bailarines por otro.

Kurt Jooss y Sigurd Leeder ya habían formado una escuela antes de la época nazi, la Folkwang Schule, en Essen, que dirigieron entre 1927 y 1933, en la que aplicó su entusiasmo por la eukinética, como una técnica capaz de fusionar el análisis de movimiento, y la tendencia expresiva del estilo moderno, desarrollada sobre todo por Lisa Ullmann y Gertrud Snell, ambas discípulas de Laban. En la época nazi trató de reproducir esa experiencia en Londres, entre 1934 y 1947, y luego de nuevo en Alemania, tras su vuelta a Essen en 1948. Es notable, sin embargo, que hasta en una época tan tardía como 1962, durante su enseñanza en Chile, Sigurd Leeder se resistiera a referirse a su enseñanza, que hoy se conoce como “técnica Leeder” como

una técnica particular, susceptible de ser registrada en un manual al estilo, por ejemplo, del Manual de Agrippina Vaganova, que imperaba en el ballet . Su énfasis era, siempre, la primacía de la expresión, y de la creatividad del coreógrafo, por sobre los recursos técnicos o, para decirlo de otra manera, sus énfasis distinguían claramente las técnicas usadas para la formación de bailarines, de las eventuales “técnicas” de composición, que consideraba una esfera propia y exclusiva de cada creador.

Una y otra vez, los coreógrafos de la época clásica del estilo moderno formaron escuelas, y una y otra vez, durante esa época, marcaron un énfasis análogo al formulado por Leeder, en torno a la libertad de la creación y la expresión. Entre esas muchas escuelas resultaron muy significativas, por su proyección histórica, las que estaban asociadas a las compañías de Martha Graham y de Doris Humphrey y Charles Weidman (de la que egresaron José Limón y Lester Horton); la academia formada por la alemana Hanya Holm, en 1941, en Nueva York; el Laban Center, originado en la escuela formada por Rudolf Laban en Londres en los años 50; y las escuelas de danza, aso-ciadas a universidades estatales, fundadas en Chile, México y Argentina, por discípulos de los anteriores.

Sin embargo, no basta con que haya escuela (academia) para que haya “academización”. Este último término debe ser entendido más bien como un enfático: designa un grado extremo de las consecuencias que derivan de la institucionalización de la enseñanza. Unas consecuencias que deben ser establecidas a partir de la lógica que tuvo un estilo inicialmente, de la que alcanzó su pleno desarrollo en lo que he llamado “momento clásico”.

La primera de estas consecuencias es el radical cambio en la relación con las técnicas. No sólo aparecen técnicas específicas de enseñanza sino que, como ya he señalado, estas técnicas tienden a extenderse, operando como modelos en la interpretación y en la composición. El paso siguiente es la convergencia de estos tres espacios que, al hacerse indistinguibles, se convierten en un conjunto de criterios para evaluar las obras. La evaluación se hace “objetiva”, es decir, opera contrastando las obras con los modelos de formación de destrezas, por sobre la evaluación plenamente “subjetiva”,

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que era la tradicional, en que se privilegiaba plenamente la consideración de la expresividad.

Desde luego este énfasis en la formación técnica eleva sustancialmente el nivel de las destrezas físicas exigidas a los bailarines, y puestas en juego en las obras, con las consiguientes exigencias respecto de la corporalidad adecuada para su ejecución. Esto tiene el efecto inmediato de alejar al intér-prete (que ahora es y debe ser un especialista) del público (que es reducido a una posición relativamente pasiva) y, por lo mismo, entre el arte (que vuelve a la lógica de las “bellas artes”) y la artesanía (que vuelve al lugar de la práctica común que se distingue como “baile”).

Pero este aumento de las destrezas cinéticas va acompañado de un cam-bio en el régimen general de los movimientos, con lo que las consecuencias de la institucionalización llegan al núcleo propiamente estético de la danza. Las destrezas privilegiadas resultan ser, nuevamente, la elevación, la leve-dad, la ilusión de agilidad. Junto a ello, aumentan de manera notoria el uso general de la fuerza, de la rapidez, de los flujos entrecortados, que requieren alta habilidad. Nuevamente los saltos, los giros complejos, las extensiones muy amplias de brazos y piernas, se convierten en tópicos centrales de la composición. Por supuesto, digo “nuevamente” por el retorno que todas estas características significan a los criterios tradicionales del ballet.

La consistencia de este relativo “retorno” se puede extender a la puesta en escena. La participación de los elementos sonoros se simplifica, impe-rando una relación más directa, más musical, que tiende al adorno. Como también se estilizan sistemáticamente el vestuario, las escenografías, el uso de la luz, imperando la escena completamente despejada y una disminución en el uso de objetos como elementos escénicos.

De la misma manera cambia la relación de la danza con la política, que fue uno de los temas centrales del modernismo en su momento clásico. Desde “bailar con ellos” se vuelve a un “bailar para ellos”, una posición en que la danza vuelve al escenario convencional, enfatiza su condición de espectá-culo culto, y se convierte, para su desgracia, en una suerte de ilustración o, en el peor de los casos, adorno, del discurso político.

La academización del estilo moderno coincide también con una nueva profundización de un fenómeno muy característico del siglo XX: la masifi-cación de la sensibilidad individualista y hedonista de las capas medias rela-tivamente acomodadas. Después de las décadas reaccionarias, que fueron los años 40 y 50, y recuperando el impulso cultural de los “locos 20”, los ahora “locos 60” son un momento en que la prosperidad acumulada tras la Segunda Guerra Mundial emerge como una demanda masiva por un “buen vivir”, por la realización individual plena, por la liberación corporal. Todo esto, tal como ocurrió a fines de los años 20, se convirtió rápidamente en un amplio y variado movimiento de carácter político, en demanda de mayores libertades civiles, de la realización de derechos postergados. Un fenómeno que se extendió, desde fines de los 60 y a lo largo de los años 70, a las capas medias de América Latina y los países más desarrollados de África y Asia.

La danza moderna había decaído progresivamente desde 1945. Dismi-nuyeron los públicos, se disolvieron muchas compañías, las escuelas que se mantuvieron sobrevivieron en una relativa marginalidad. De pronto, desde 1960 en adelante en Estados Unidos, se asistió a un inesperado boom de las escuelas. Se produjo un aumento muy rápido y muy masivo de la demanda de “estudiar danza”. Las escuelas se llenaron y crecieron enormemente. Miles y miles de jóvenes se acercaron a la práctica de la danza, sobre todo en su versión moderna, pero también en las escuelas de ballet, y en los na-cientes grupos de vanguardia. La industria del disco, el nuevo cine musical que se hacía cargo de la revolución en la música popular, contribuyeron y magnificaron este interés. De alguna manera West Side Story, la notable obra de Leonard Bernstein, coreografiada para Broadway por Jerome Rob-bins, puede ser considerada un punto crucial de este fenómeno22. Con igual rapidez, a lo largo de los 60, se refundaron las compañías, y aumentaron enormemente las audiencias de Martha Graham, José Limón y Alvin Ailey, y las academias correspondientes se convirtieron en instituciones financia-das por el Estado, y promovidas como parte de una nueva política cultural, menos conservadora que la de las décadas anteriores.

22  Estrenada en 1957, en el Winter Garden Theater de Nueva York, fue llevada al cine por el director Robert Wise, en 1961. Se puede encontrar fácilmente en DVD, bajo el título que se le dio en castellano: Amor sin barreras.

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El fenómeno de “boom de la danza” se repitió en Europa, a lo largo de los años 70, y luego en América Latina, desde principios de los 80. El esti-lo moderno, bajo su nueva modalidad, se convirtió en objeto favorito del creciente mecenazgo estatal, en el marco de políticas culturales activas, que usaron el arte como elemento no sólo del aura del poder, sino como medio de formar y satisfacer clientelas políticas de nuevo tipo, que apuntan a capas medias que ha elevado sustancialmente sus niveles educacionales, y sus posibilidades de acceso a la cultura. Es importante notar, bajo estas mismas premisas, que también el ballet recibió en este contexto un pode-roso impulso de parte de los mecenas estatales y privados, constituyéndose en un segmento, social y culturalmente más exclusivo, del mismo tipo de política cultural.

El modernismo academizado en danza se convirtió así en una expresión artística y cultural privilegiada de estas nuevas capas medias. El enorme aumento de la cultura visual, hecho posible por los nuevos medios de comu-nicación y la completa democratización del libro ilustrado, hizo que no fuera ya la plástica, como ocurrió en los años 20, el signo de este nuevo modo de acceso al arte, con todas sus connotaciones de estatus, y de consumo cultural, sino el asistir a espectáculos diseñados como artes escénicas. Junto a la danza (moderna y ballet), se produce también un auge del concierto sinfónico, de la ópera y, de manera más diversificada, del teatro.

Se podría hablar hoy de una “gran danza moderna”, para hacer con ella un contrapunto respecto de su extensión en innumerables compañías me-nores, comparable a la “gran ópera” o la gran orquesta sinfónica. Una forma de danza que se articula en grandes espectáculos, en que impera la “lógica de lo bonito”, de lo relativamente leve, que ofrece en términos cinéticos un nuevo modelo de elegancia y levedad, que opera como adorno artístico de la cultura oficial, y cumple de esta manera con las mismas funciones sociales que tuvo y tiene el ballet académico.

Pero este auge significó también un nuevo interés en la práctica misma de la danza. Se produjo un aumento enorme de las pequeñas compañías, casi ocasionales, formadas por bailarines no profesionales, que han asistido a talleres. Y también una extensión de su práctica por simples aficiona-dos, para los cuales su ejercicio no tiene ya connotaciones artísticas, sino

simplemente sociales o, en una notable deriva, una década más tarde, una utilidad de tipo terapéutico.

Para el espectador, el estilo moderno academizado es distinguible del ballet en primer término por la ausencia de ciertos rasgos y tópicos muy notorios: los movimientos en puntas, los tutús clásicos o románticos, los libretos infantiles e inocuos. De una manera más técnica, se advertirá tam-bién la ausencia de los pasos típicos del ballet, los pas de deux (dúos) o pas de trois (tríos), o de los movimientos ornamentales del coro.

En general las obras modernas de este tipo, que son llamadas habitual-mente “contemporáneas”, son más cortas, más vistosas e iluminadas que las de ballet. Los libretos son mucho más sofisticados, aunque se tiende a obras de “danza pura”, es decir, no narrativa, aunque con una firme y direc-ta base en la música. Las puestas en escena más despejadas, de acuerdo a propuestas plásticas más actuales en el orden pictórico y en los recursos de iluminación. En un ambiente general en que impera, tal como en el ballet, la “limpieza”, la claridad, la exposición corporal, el lucimiento de destrezas, muy por sobre la intensidad o el dramatismo del contenido.

Quizás los autores más característicos sean Alvin Ailey, Jiri Kylián, Hans van Manen23. Sin embargo, la mayor parte de los coreógrafos que actúan como directores artísticos de las compañías de ballet más importantes in-corporan obras de este tipo a sus repertorios, completando la convergencia con el ballet en un nivel programático. El caso más característico es el del Ballet de la Ópera de Paris, cuya versatilidad y amplitud de repertorio se mantiene, sin embargo, en torno a estas dos orientaciones. Frente a un repertorio que se atiene a estos criterios generales, la verdad es que la diferencia estilística eventual entre las obras se diluye completamente en el plano puramente interno, y se mantiene más bien como un conjunto de convenciones y tradiciones conservadoras, puestas junto a innovaciones

23  Se pueden ver claros ejemplos en Four by Kylián (1983), con coreografías de Jiri Kylián para el Nederlands Dans Theater, publicada por Kultur; la edición Hans van Manen (2007) de Arthaus Musik, con coreografías de este autor para el Nederlands Dans Theater y el Het Nationale Ballet; y en Brel Barbara (2005), coreografía de Maurice Bejart, publicada por Éditions Jacques Brel. Todos disponibles en DVD.

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más bien exteriores, que mantienen, renovado y enriquecido, el espíritu más interno y propio del ballet.

6. Las Vanguardias en Danza

a. El vanguardismo en general

A pesar de la estrecha vinculación con el clima político y el activismo so-cial de su época (1890-1925), desde un punto de vista puramente estético, las vanguardias históricas significaron un viraje más bien hacia el interior del propio campo artístico. Mientras lo que se podría llamar modernismo pictó-rico (el romanticismo revolucionario, el realismo de los socialistas utópicos) implicaba la propuesta de hacer política con el arte (el arte como instru-mento político), la actitud de la vanguardia fue más bien hacer política en el arte: la revolución estética como otra dimensión de la revolución general.

Esto llevó a que la preocupación primera, el gran tema de las obras, fuese la subversión operada sobre los propios medios expresivos. Las sonoridades, los coloridos, las formas, los materiales, los soportes, pasaron a ser centrales. Expandir esos medios, experimentar con ellos, alterarlos, sacarlos de las rutinas en que habían sido ordenados por el arte académico, mezclarlos, se convirtieron en propuestas que hacían eco en la propia actividad del arte de la subversión de la vida social en que se situaba.

Se suele aludir a este proceso como “fin de la lógica de la representación”: las obras ya no re-presentan algo definido de la realidad exterior a ellas. La más mínima revisión de la plástica de la época muestra, sin embargo, que esta fórmula, como caracterización general, dista mucho de ser rigurosa. La mayor parte de las obras siguen siendo perfectamente referenciales, abundan incluso las que aún se pueden considerar como figurativas.

Lo que ha ocurrido más bien es una sustancial complejización de lo re-presentado: re-presentar, por ejemplo, lo inconsciente, o atmósferas con contenido, pero no figurativas. Ha ocurrido una complejización de los modos de representar: componiendo en collage, recurriendo a la alegoría, o a la metonimia. Y ha ocurrido, desde luego, un distanciamiento general respecto

de la ilusión de la mímesis, de la idea tradicional de que se podía representar de manera “realista”. Es decir, la crisis de una política mimética, pero no de la referencialidad en general. Y, en eso, la mayor parte de las vanguardias históricas mantienen una impronta modernista. Un modernismo que han ampliado y enriquecido.

Pero hay una dimensión más sutil en que esa lógica de la representación sí se ha alterado de una manera fundamental. Las obras ya no se limitan a situarse frente a lo que re-presentan (presentan de nuevo), sino que se adelantan a intervenir en, a trabajar con, aquello a lo que refieren. No se limitan a mostrar algo que permanece exterior, más bien hacen algo con aquello a lo que aluden: lo intervienen directamente, lo interpelan o em-plazan, buscan subvertirlo.

El cuadro que, concebido en un contexto mercantil, debe adornar, o promover la contemplación armoniosa y satisfacerla, irrumpe ahora, inte-rrumpiendo la armonía, subvirtiendo las rutinas del espacio que coloniza. Si el modernismo amplió la idea de lo bello hasta contemplar obras “feístas”, que producen el sentimiento de lo bello desde lo dramático o lo trágico, las vanguardias, ahora, van a proponer un arte directamente “feo”, que no pueda ser resignificado como belleza ni aún a partir de la sensación trágica. Recurren al “mal gusto”, a lo chocante, a lo grosero, con la esperanza máxi-ma de remover la sensibilidad burguesa adormecida, o simplemente con la esperanza mínima de agregar una dosis de caos rupturista a una realidad que merece ser derrocada integralmente.

Este hacer el caos, o la ruptura, es el que trasciende la lógica del mostrar (re-presentar). De una política pedagógica (mostrar) se ha pasado a una política de acción directa (subvertir). Y esta subversión ocurre en dos pla-nos: el de la obra misma, donde los materiales expresivos son radicalmente alterados, y el del espacio en que la obra irrumpe, alterando el orden esta-blecido. Como explicaré luego, es la frágil conexión entre estos dos planos la que caracteriza a las vanguardias históricas, y las distingue visiblemente de las vanguardias contemporáneas.

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El resultado de las consideraciones anteriores, en términos puramente estilísticos, es que se deben considerar obras de vanguardia, o vanguar-distas, a aquellas en que el eje de su composición es la experimentación y subversión del propio medio expresivo, y de su entorno inmediato.

Pero esta consideración interna no agota el significado del término “van-guardia”. Como he indicado antes, las distinciones de estilo requieren no sólo de consideraciones textuales, o internas, sino también intertextuales y contextuales.

En términos intertextuales “vanguardia” significa movimientos, artistas que se agrupan en torno a convicciones comunes y los expresan en una intensa discusión estética, la que se traduce a su vez, de manera carac-terística en manifiestos, en exposiciones que se consideran ejemplares, e incluso en revistas o en la formación de una crítica especializada que opera como su fuente de legitimación ante el público y los eventuales mecenas. Características todas que son muy visibles en las vanguardias históricas en la plástica, como el expresionismo, grupos como Die Blaue Reiter, o el movimiento surrealista. Y, como centro de toda esta orgánica, una intensa referencia de unas obras respecto de las que la rodean, un mundo de re-ferencias polémicas o de complicidad, que establece un “mundo del arte” (y de cada disciplina), propio y diferenciado, como no había existido en los siglos anteriores.

Pero, también, en ese mundo, “vanguardia” significa una intensa polémica en torno a la profesionalización e institucionalización del arte. Una actitud polémica contra las escuelas, los museos, el “arte por encargo”, las técnicas convencionales. Impugnaciones que apuntan todas a la completa soberanía del artista respecto de modelos e instituciones ya establecidas.

“Vanguardia” significa también, en términos contextuales, la actitud de estos movimientos ante la posición del arte en la sociedad. Frente al mer-cado, frente a la política, frente al sufrimiento, la explotación o la guerra. Una actitud eminente y directamente política, que busca realizar en las militancias estéticas el sentido y propósito de las militancias que atraviesan al mundo social. Un arte plenamente inserto en la época revolucionaria en que se encontraba, compartiendo y desarrollando esa lógica general de agitación y subversión.

b. Vanguardismos en danza

Pero es respecto de estos aspectos intertextuales y contextuales, res-pecto de toda esa sociología de hecho que se da en el campo artístico desde fines del siglo XIX, que la danza, como ya he indicado, se encuentra en una posición de relativo “retraso”24. Todas las características que he enumerado en el apartado anterior sólo se dan en danza a la vez, por primera vez, en el movimiento de la Judson Dance Theater, a partir de 1960.

Esto nos obliga a hacer una diferencia, que tiene efectos sobre la manera en que podemos situar las obras de ciertos autores, que de otra manera que-darían como excepciones sin más explicación que su conexión puramente externa con el hecho de que en ellas se bailaba, o se aludía al hecho de bailar. Los casos importantes son fáciles de señalar: Isadora Duncan (1910), veinte años antes y a dos mil kilómetros, de lo que se pudo llamar luego danza “moderna”; Oskar Schlemmer (1923), haciendo su teatro de danza cubista completamente contrapuesto al modernismo dancístico de su época; Loïe Fuller (1900), trasgrediendo las diferencias disciplinares con sus obras a la vez cinéticas y pictóricas, sesenta años antes que Alwin Nikolais; Nikolai Foregger (1924) y sus “danzas mecánicas”, apuntando en una dirección completamente contraria al naturalismo romántico del modernismo; Valeska Gert y su larga colaboración con Bertold Brecht.

Creo que, para resolver esto, en danza, se puede establecer una dife-rencia un poco forzada, pero necesaria y útil: la que habría entre “vanguar-dia”, con todas sus connotaciones, y “vanguardismos”, previos o paralelos, en que se dan sólo algunas de sus características. Es en este sentido que, además de los autores mencionados, se podrían considerar, pero ahora de una manera menos nítida, los gestos vanguardistas en las coreografías de

24  “Retraso” es un término que hay que tomar, sin embargo, con toda clase de precau-ciones. Lo que quiero decir aquí no es que haya una forma única y necesaria de devenir en la historia de las disciplinas artísticas, respecto de la cual haya un “retraso” objetivo, que sea de algún modo un defecto. Uso este término simplemente para señalar un hecho real y efectivo: en danza no hay movimientos de vanguardia, que cumplan con todos los aspectos que he enumerado, hasta los años 60. Que este hecho tenga una lógica interna, propia, que lo haga plenamente comprensible no es el punto, al menos en esta parte de mis consideraciones. Y, por lo tanto, no lo uso en sentido peyorativo, sino meramente clasificatorio.

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Valsav Nijinsky, en Francia (1911-1913); en la Worker’s Dance League, en Estados Unidos (1930-1945), en el modernismo extremo de Maja Lex, en Alemania (1930-1935).

Lo común a todos estos autores es que, de modos más o menos radi-cales, pusieron en duda las convenciones de la danza, tanto académica como moderna. Por un lado su actitud directamente anti académica, pero también, por otro lado, la manera en que exceden lo que el estilo moderno, también inicialmente anti académico, estaba proponiendo. Tiene en común, para decirlo en los términos más reconocibles del arte pictórico, que no sólo van más allá del academicismo al estilo del neoclasicismo o el realismo burgués, sino que también más allá de lo que en la evolución estética se convirtió en su reemplazo, el romanticismo naturalista y el impresionismo, igualmente naturalista. También se podría decir de este otro modo: tienen en común ser auténticos contemporáneos de las vanguardias artísticas que los rodeaban. Han recogido sus desafíos, y han sabido expresarlos en términos dancísticos. Por eso, respecto de ellos, el estilo moderno que, por lo demás, la mayoría ejerce, resulta casi una camisa de fuerza, que están desbordando constantemente.

Es el desborde al que se asiste cuando Isadora Duncan o Vaslav Nijinsky subvierten completamente la rutina del ballet, y sus códigos aristocráticos de elegancia mecánica. Es lo que hacen, aún como discípulos del molde que imprime Martha Graham, los coreógrafos de la Worker’s Dance League, llevando la danza a los no profesionales, sacándola del espacio teatral, dilu-yendo la diferencia entre arte y artesanía. O Maja Lex, por muchas razones modernista, al diluir el espacio del arte frente a la vida, proponiendo sus obras no sólo como maneras de expresarla, sino directamente como su modo de vivirla.

Los vanguardismos en danza, previos a la danza de vanguardia propia-mente tal, son entonces estas dos clases de fenómenos: experimentos bastante aislados, que sólo décadas después llegan a ser reconocidos en su pleno valor y sentido, o expresiones extremas del modernismo, que tras-cienden en algunos aspectos sin lograr superarlo. Casos, cada uno de ellos, dignos de análisis y de homenaje, que poco a poco se han ido incorporando al reconocimiento por la conciencia histórica del gremio, tremendamente proclive a consagrar a unos y lisa y llanamente olvidar a otros.

c. Danza de vanguardia

Si consideramos ahora, primero en términos estilísticos, qué significa “danza de vanguardia”, tenemos que hacer primero su caracterización en torno a sus rasgos internos, propiamente dancísticos y, desde allí, extenderla hacia su intertextualidad, y hacia su contexto.

“Vanguardia”, como he indicado, significa la subversión de los propios materiales expresivos de un arte. En danza esto es impugnar las conven-ciones que tanto el estilo académico como en el moderno suponen, cada uno a su modo, como “propias de la danza”.

En primer lugar el imperativo de que haya destrezas físicas, mecánicas u orgánicas, objetivas o subjetivas. La danza de vanguardia reivindicó la validez de todo movimiento como danza y, como consecuencia, adoptó movimientos cotidianos (tanto de los bailes sociales como de las acciones comunes, como caminar o escribir), por supuesto para luego criticar también su rutina, su ritualización, su carga de enajenación corporizada.

Esto hace, entonces, que el movimiento no sea tanto una herramienta para proyectar belleza (como en el estilo académico), o un contenido expre-sivo (como en el moderno) sino que sea propiamente el tema. Lo relevante aquí no es lo que se dice con el movimiento, sino lo que se hace con él. No lo que re-presenta sino, directamente, lo que presenta.

Cuestionar la destreza física llevó, por cierto, a cuestionar directamente las técnicas. Las técnicas de enseñanza, las de composición, los “pies for-zados” convencionales en la interpretación. Todos son capaces de hacer danza, lo que cualquier persona haga como danza debe ser reconocido legítimamente como tal. Pero también llevó a cuestionar las “destrezas expresivas”, a problematizar el imperativo de que la obra “diga algo” que no está en ella misma.

En un desarrollo mucho más sofisticado, esto llevó a algunos autores a proponer una “despersonalización” de las obras, para que los movimientos y el cuerpo no sean los portadores de algo que los excede (un sujeto, un alma,

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una idea de lo bello) sino directamente el objeto en cuestión. En esa direc-ción apuntan los experimentos de Merce Cunningham con el azar objetivo. Se diseñan frases abstractas, completamente independientes de todo relato o sonoridad, pero luego el orden en que se ejecutan se decide al azar, justo antes de ejecutarlas, lanzando dados, o palillos del I Ching. Se trata de que la subjetividad del intérprete, incluso del coreógrafo, no intervenga en lo que ocurre, y el cuerpo se mueva sólo como objeto. Cunningham recurrió también, en sus años heroicos, a la intervención del espacio escénico (para lo cual contó con las instalaciones de Robert Rauchemberg) para que los bailarines se vieran obligados a cambiar las frases previamente diseñadas, al encontrarse sorpresivamente con objetos sobre los que no están adver-tidos25.

También en ese sentido apuntan los experimentos de Laura Dean con una musicalidad extremadamente repetitiva, que produce un embotamiento de la consciencia y un acercamiento a estados de éxtasis como los que se encuentran en las danzas de los derviches otomanos.

Quizás el extremo más notable en esta tendencia es el momento final del Butoh desarrollado por Tatsumi Hijikata, que abandona completamen-te su cuerpo a la desintegración, ejerciendo una radical anulación del yo. Él mismo, en ese estado, declara: “quiero ser como un árbol caído que se pudre en medio del bosque”26.

Bastante lejos de estos extremos, y desarrollando los suyos, la vanguardia congregada en torno a la Judson Church practicó una política muchísimo más mundana, más cerca de la valorización de lo cotidiano, bajo el lema general de acercar el arte a la vida. Se criticó toda aura ilusionista en las

25  Este azar objetivo debe distinguirse de lo que ocurre en el Contact Improvisation, desa-rrollado por Steve Paxton y Carmen Beuchat, donde los movimientos ocurren bajo un azar determinado por decisiones instantáneas, momento a momento, de los bailarines: un azar subjetivo.26  Sobre Tatsumi Hijikata, ver el Vol. 44, Nº 1 de The Drama Review, Primavera, 2000, pu-blicado por la Universidad de Nueva York. Un valioso y extraordinario registro de Summer Storm (1973), una obra perteneciente a este período, se puede encontrar en DVD, publicado por Microcinema International DVD en 2010.

obras, todo truco escénico que generara ilusiones perceptuales, o manipu-laciones afectivas en el espectador. Para esto se abandonó toda elabora-ción en el vestuario (ropa común, cotidiana, zapatillas), toda elaboración escenográfica, para lo cual se optó por actuar en espacio reales (gimnasios, plazas, calles), sin mayor intervención. Se abandonó la relación elaborada con la música, recurriendo al silencio, o a la música común, difundida por la industria discográfica.

Este despojamiento de la puesta en escena, y de los movimientos mis-mos, es lo que se llamó, con posterioridad, minimalismo27. Pero en danza, a diferencia de su origen en pintura y arquitectura, sus características están asociadas a una voluntad expresa de acercar la ejecución a los especta-dores, democratizando no sólo las audiencias (como ya lo había hecho el estilo moderno), o la interpretación (cosa que estaba en boga con el boom de la danza a principios de los 60), sino incluso la creación: diluyendo la frontera entre el creador, el intérprete y el público. Un intento, que está en perfecta resonancia con propuestas del mismo tipo en las vanguardias históricas, a principios del siglo XX. Una proposición en que el espectador no sólo participa reelaborando lo que se le ofrece, según el modo en que se planteaban las obras modernas, sino que es emplazado a pronunciarse y participar directamente: todos pueden ser, todos son de hecho, artistas.

Con esto se completa una diversidad llamativa: el estilo académico está centrado casi completamente en la voluntad del coreógrafo, el estilo mo-derno está centrado en la destreza expresiva del intérprete, la vanguardia, ahora, centra sus propuestas en la capacidad de convocar la participación directa del espectador.

Pero se trata de una intervención en el momento, imposible de calcular y fijar completamente, que conlleva un riesgo respecto del resultado final de la obra. Y, justamente, en plena consonancia, se privilegió el carácter

27  Minimalismo es una categoría propuesta por Richard Wolheim, en 1965, para incluir en ella una tendencia en pintura en que se reducen la elaboración formal y material, recurriendo al uso literal de los materiales (tal cual se los encuentra), se abandona toda ornamentación, se privilegia la abstracción, la economía en medios y en lenguaje, la sencillez. En este sentido, porque comparte estas características, es aplicable al primer período de la Judson Church, 1960-1966.

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efímero de la danza, y de lo efímero en general. Privilegio de lo que ocurre en tiempo real, de lo que es parcialmente imprevisible, de lo que ocurrirá sólo una vez, o encontrará en cada repetición variaciones de fondo, que lo recrean. Privilegio de la obra que se va creando en el momento mismo, y que se hace con esto irrepetible. Irrepetible, digámoslo, como la vida misma, que es justamente lo que se pretende: hacer converger el acto de arte con un acto más de la vida.

En una aventura hermosa, toda ella difícilmente repetible, los coreógrafos más importantes en la primera época de la Judson Church Dance Theater (1960-1966), que son Yvonne Reiner, Trisha Brown, David Gordon, Steve Paxton, Lucinda Childs, Deborah Hay, se dedicaron a organizar una serie de encuentros de danza en que se presentaron decenas de obras únicas, en grupos que no constituían compañías, que no tenían repertorios, ni agentes, ni propagandas que ofrecieran sus productos, que operaban en escenarios extremadamente simples.

Es interesante observar, además, que el minimalismo general alcanzó el propio régimen de movimientos. Coreografías de baja energía, susceptibles de ser ejecutadas por intérpretes no profesionales, de baja fuerza, y casi nulo lucimiento, movimientos relativamente lentos, que requirieran un bajo nivel de destreza, sin desarrollo dramático, sin mensajes que descifrar: sólo movimientos, es decir, sólo danzalidad.

Es realmente notable que de toda la época que va desde 1960 hasta 1966 prácticamente no se conserven registros. Cientos de obras de danza existieron, provocaron la sensación momentánea de los que tuvieron la fortuna de asistir a ellas, y se perdieron para siempre. Medios tecnológicos no faltaban en absoluto. Esta es la gran época del cine experimental con cámaras de 8 mm. Los coreógrafos mantenían estrechas relaciones con los artistas visuales (como Robert Whitman, casado con la bailarina chilena Sylvia Palacios) protagonistas de ese movimiento. Sin embargo, sólo se conservan unas pocas fotografías, algunos registros en performances más bien orientadas hacia el cine. Ningún registro fílmico directo. El primer do-

cumental sobre el movimiento, Beyond the mainstream, dirigido por Merrill Brockway para Dance in America, fue grabado recién en 197928.

De la misma manera, sólo muy recientemente se han empezado a publi-car algunos de los materiales escritos en esa época, por parte de los coreó-grafos con más pretensiones teóricas (ejemplarmente, Yvonne Reiner), los que no logran dar cuenta del enorme intercambio de puntos de vista, de las larguísimas conversaciones después de cada encuentro, del abigarrado clima de creación entre músicos, coreógrafos, artistas visuales, por sobre las diferencias tradicionales entre sus respectivas disciplinas. Extraordinarias ausencias que sólo pueden explicarse a partir de una voluntad muy profunda y muy general de contraposición y aguda crítica a la tan consabida “intem-poralidad del arte”, una crítica de hecho, que no puede ser más radical, a la idea de “trascendencia de la obra de arte”.

d. Academización de la vanguardia

Un clima de aventura, sin embargo, muy difícil de mantener. Ya he co-mentado los múltiples factores que mueven a las vanguardias, en un pro-ceso que tiene algo de dramático, hacia su propia academización. Desde las necesidades de subsistencia de los coreógrafos hasta el cambio en el clima político en que se insertaban. Desde la emergencia de su propia vanidad, que no puede conformarse con obras efímeras, que no dejan registros ni huellas, hasta la vanidad inducida por el halago y la cooptación de los mecenas pri-vados y estatales. Desde la diversificación de los matices estilísticos alcan-zados, hasta la revisión, por los propios autores, de su radicalidad original.

28  Precisamente esta falta de documentación, y la importancia que han adquirido en la perspectiva histórica los autores involucrados, ha generado una verdadera obsesión por encontrar y publicar pequeños extractos hasta ahora perdidos. Una búsqueda extraordinari-amente valiosa en términos historiográficos. Lo más importante se puede encontrar en la editora Artpix, distribuida por Microcinema International. En la colección Artpix Notebooks se encuentran Robert Whitman, Performances from the 1960s (2003); Trisha Brown, Early Works 1966-1979 (2004); Simone Forti, An evening of dance constructions (2009), cada uno con entrevistas actuales a los autores. También la colección 9 evenings: theatre & engineering, que recoge una serie de eventos, ocurridos en 1966, en que se presentaron colaboraciones entre músicos, artistas visuales, coreógrafos e ingenieros, en obras que hacían un uso intenso de nuevas tecnologías. Hasta ahora se han publicado Open Score, por Robert Rauchemberg (2007); Variations VII, por John Cage (2008) y Bandoneon!, por Anthony Tudor (2009).

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Quizás el profundo cambio en el clima político de Estados Unidos fue, en-tre tantos, un factor crucial. A mediados de los años 70 empieza una época oscura para la cultura y el arte, reaccionaria en el sentido explícito y directo de reacción al revoltoso clima cultural de los años 60. Pero se abre con ella a la vez, una poderosa corriente de mecenazgo estatal, un renovado interés de las autoridades políticas por financiar la cultura y el arte buscando de manera bastante manifiesta por un lado la formación de clientelas culturales (de “consumidores culturales”) y, por otro lado, un efecto de aquietamiento de la radicalidad intelectual de las década precedente.

Palo y zanahoria: financiamiento para los que se acojan a una política de amplia tolerancia de la innovación formal inofensiva, alejamiento, cierre de puertas, incluso represión, de los díscolos que no entiendan el cambio en la dirección de los vientos. Es la política cultural de Reagan en Estado Unidos, de Francois Mitterrand en Francia, de Felipe González en España, de Salinas de Gortari en México. Políticas en que las aparentes diferencias ideológicas entre el conservador Reagan, los socialistas Mitterrand y Gon-zález, el corrupto Salinas de Gortari, se difuminan casi completamente para dar paso a un doble estándar muy notorio: las enormes inversiones en infraestructura para la cultura y el arte, y la igualmente enorme pérdida de radicalidad política de quienes llegan a ocuparlas29.

El cambio se expresó, en primer lugar, en el establecimiento de compa-ñías, elencos estables, programas, repertorios, incluso agentes y giras bien planificadas. También en una vuelta a escenarios más convencionales: de la calle y el gimnasio al museo, la galería de arte y el teatro. Pero todo esto significó de inmediato un nuevo “cuidado” en las puestas en escena. Una nueva “seriedad”, que se tradujo en el diseño del vestuario, ya no cotidiano, sino estilizado de acuerdo a las nuevas tendencias de la plástica (también academizadas). Se expresó en el retorno de la musicalidad, de una nueva

29  Un efecto que se puede constatar acá, en Chile, al comparar la radicalidad cultural y artística desplegada en los años 80, con todos los elementos en contra, con el carácter inofen-sivo de las propuestas de los años últimos veinte años (1990-2010), en que aparentemente todo estaría a favor de un mayor desarrollo. Acá, es lo que deberíamos llamar “efecto Lagos” sobre la cultura y el arte.

relación entre danza y música, más compleja que la del modernismo, pero referencial, es decir, lejos de la independencia creativa que la vanguardia había proclamado desde Cunningham y John Cage.

Pero el cambio más interno, y quizás el más decisivo, es el que ocurrió en el ámbito de la danzalidad. El nuevo cuidado, la profesionalización, trajo un notorio incremento en las destrezas técnicas exigidas a los bailarines y, con ellas, el retorno de las frases estilizadas, ilusionistas, con grandes extensio-nes de brazos y piernas, acompañadas de un gran incremento de la energía y de las variaciones del flujo. El extremo de esta nueva actitud se consagró en la aparición, digámoslo, en contra de todo pronóstico, de técnicas de formación de bailarines. Hoy es común hablar de “técnica Cunningham”, “técnica Forsythe”, incluso “técnica Brown”. A estas se han agregado una infinidad de propuestas más particulares en torno a distintos tipos de Con-tact30, Flying Low, Release, técnicas “aéreas” con cuerdas o paños, etc.

Por un lado una nueva generación de coreógrafos, en Estados Unidos y Europa, y por otro el cambio estilístico en la misma primera generación, trajo una gran diversificación de los modos y, sin embargo, la mantención en el plano puramente interno de una poderosa lógica común. Estilización, teatralidad, destreza, energía, musicalidad, sofisticación en las puestas en escena, vuelta de la diferencia entre el intérprete y el público, entre el es-pacio de la obra y el espacio del espectador, vuelta de la idea de belleza y trascendencia del arte, vuelta de la obsesión por el repertorio, la selección de “buenos” bailarines, la estructuración en compañías y escuelas estables.

Jim Self, Bill T. Jones, Mark Morris, representan la vuelta a una teatralidad que era propia del estilo moderno, con obras plenamente referenciales, incluso narrativas31. William Forsythe, las obras de Merce Cunningham pos-

30  Es interesante saber que originalmente el Contact Improvisation no era una técnica sino, directamente, un tipo de obras. Su novedad consistía en usar el contacto corporal como guía para el desarrollo de improvisaciones en escena, en tiempo real, siguiendo la idea, propuesta por Richard Bull, de “improvisación estructurada”. Es notable que con el tiempo haya llegado a ser considerado una técnica de formación, luego de interpretación, y que luego se le haya dado incluso un sentido terapéutico… Sobre la improvisación estructurada y su significado práctico y teórico, ver Susan Leigh Foster, Dances that Describe Themselves. The improvised choreography of Richard Bull, Wesleyen University Press, USA, 2002.31  Hasta hoy, sigue siendo uno de los ejemplos más hermosos de esta tendencia la puesta

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teriores a 1970, representan una línea de trabajos abstractos, con un muy alto nivel de destreza técnica, sin musicalidad, ni teatralidad (a pesar de que Cunningham se esfuerza por trabajar con músicos y artistas visuales, manteniendo una completa independencia creativa)32. De manera inversa, un retorno a la musicalidad, pero con hilos referenciales muy sofisticados e indirectos, se encuentra en las obras, extraordinariamente influyentes, de la coreógrafa Anne Teresa de Keersmaeker, que presentan una estrecha relación con las del canadiense Edouard Lock, y un eco reconocible en el trabajo del grupo brasileño Corpo33.

e. Nuevas vanguardias en danza

Esta academización de la vanguardia dancística caracterizó a la mayor parte de las propuestas innovadoras de los años 80 y 90 del siglo pasado. Sin embargo, debe ser puesta en un contexto más amplio. Por un lado la enorme extensión de la práctica de la danza, en todo el mundo, en todas sus formas. Por otro la enorme extensión del mecenazgo estatal y privado que prefiere ahora promover espectáculos que conciten muchos partici-pantes y abundante público, en una política cultural que procura satisfacer un “consumo cultural masivo” que considera, por arte y parte de burócratas y críticos de arte, como parte de sus deberes sociales.

en escena, por Mark Morris, de la ópera de Henry Purcell (1689) Dido y Eneas (1989), publi-cada por Rhombus Media en 1995, disponible en DVD, una obra que podría pertenecer sin problemas a la época clásica del estilo moderno, pero que es necesario considerar aquí no sólo por el contexto, sino por el trabajo que hace con la diferencia de género. Una narrativa más sofisticada se puede encontrar en La Canción de Medea (2004), de Angelin Preljocaj, publicada en DVD por Opus Arte en 2007.32  El ejemplo quizás clásico de esta perspectiva es Points in Space (1986) de Merce Cun-ningham, que se ejecuta junto a Voiceless Essay de John Cage. Está publicado en DVD por Kultur, a partir de de su registro por el artista visual Elliot Caplan, junto a un documental sobre la obra. De William Forsythe se puede ver From a Classical Position (1992), publicado en DVD por Kultur y NVC Arts en 2007.33  Anne Teresa de Keermaeker ha realizado varios trabajos de video danza, sobre obras crea-das para originalmente para la escena, con el artista visual Thierry de Mey. El más conocido es Rosas danst Rosas (la obra es de 1983, el video de 1996), publicado en DVD por Éditions a Voir Media en 2002. Muy influyente ha sido también el video de Amelia, creada por Edouard Lock para La La La Human Steps, publicada en DVD por Opus Arte en 2006.

No sólo la práctica de la danza como arte se extiende sino también, en todo el mundo, el baile folklórico, bajo la fórmula de “ballet folklórico” creada en los años 40 por el soviético Igor Moiseyev; se asiste a un enorme boom de los bailes sociales promovidos comercialmente primero por la industria del disco, y luego por la televisión; aumentan de manera notable los usos no artísticos de la danza, en contextos más o menos gimnásticos con finalidad terapéutica; proliferan notablemente, por fin, las compañías efímeras de aficionados, las grandes escuelas universitarias y las pequeñas academias privadas, los múltiples encuentros centrados en la danza en las escuelas, y en la televisión.

Este contexto es relevante para la práctica artística porque crea un gran circuito de pequeña creación, completamente paralelo a los autores y ten-dencias relativamente conocidos o consagrados. Un extenso mundo de creatividad, que se da en las escuelas de danza, en las pequeñas compañías que logran sobrevivir a la escasez de audiencia, en talleres formados por estudiantes con la participación activa de otros artistas (músicos, artistas visuales), e incluso profesionales diversos, como programadores computa-cionales e ingenieros, que experimentan en la interface entre arte y tecno-logía, o médicos no tradicionales que experimentan en la interface entre arte y terapia.

Hoy en día las fórmulas experimentadas en lo que puede llamarse, más auténticamente que en el mundo oficial, vanguardia dancística, pueden provenir de muchos lugares teóricos y profesionales distintos. Se trata de experiencias cercanas a la tradición de la performance, que diluyen las di-ferencias entre disciplinas artísticas, que rehúyen los lugares oficiales, man-teniéndose en una marginalidad programática. Experiencias que recrean el sentido que tuvieron las vanguardias históricas, y reproducen sus prácticas de subversión de los medios y los soportes, de emplazamiento a los espec-tadores, de experimentación con las cualidades sensibles, por fuera de lo que se enseña en las escuelas.

Por supuesto, vanguardias difíciles de encontrar y comparar. Obras que hay que buscar en eventos efímeros, en escuelas marginales, en circuitos

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de creación obligados a un elitismo de hecho, no buscado, producido en parte por la sofisticación intertextual de sus propuestas. Un ejemplo es la corriente que consiste en realizar puestas en escena pequeñas, en espacios tan mínimos como departamentos o casas, a las que se puede asistir sólo por invitación. Otro ejemplo son las propuestas coreográficas creadas para el video, por artistas visuales en colaboración con músicos y, de manera auxiliar, estudiantes de danza.

Lo que se llama “vanguardia” en danza hoy en día es, en realidad, debido a estas tendencias, un campo dividido. Por un lado una especie de “gran vanguardia”, consagrada, estilizada, promovida y elogiada de manera endo-gámica por una crítica extremadamente erudita, que la remite a las modas filosóficas y literarias en boga34. Por otro una “vanguardia en el margen”, mucho más difusa, difícil de rastrear, muy diversa, plena de creatividad, que responde mucho mejor, de una manera más propia, a lo que el término “vanguardia” señaló originalmente. El destino burocrático de las primeras es la trascendencia e “inmortalidad” extremadamente precaria, y paradójica-mente breve, de las modas promovidas por críticos y curadores. El destino melancólico de las segundas es la oscilación, bastante impredecible, entre difuminarse en su carácter efímero… o pasar a formar parte de las primeras.

Es en el marco de estas “vanguardias en el margen” desde donde ha sur-gido, en los últimos diez años (2000-2010) una repolitización de la danza, que se ha abierto paso lentamente hacia las compañías, espacios y autores más conocidos. Después de dos décadas de conservadurismo y evasión, la realidad social ha vuelto a presionar sobre el campo artístico, y a hacerse presente en sus temáticas y en sus decisiones estilísticas.

Una repolitización que sigue, además, las líneas de la diversificación de la política a nivel social, completamente paralela a la concentración sobre sí misma de la clase política tradicional, formada por representantes que ya no representan a sus supuestos representados, circunscrita a preocupaciones y

34  Los autores por excelencia, por ahora, son Jerome Bel, María Ribot, Xavier Le Roy. El críti-co por excelencia, leído y releído, citado y recitado ad nauseam, es André Lepecki. Nombres, por cierto, sometidos a la fragilidad propia de la novedad un tanto mercantil de las modas.

agendas que transcurren completamente a espaldas de los intereses reales de las grandes mayorías. Diversificación que se expresa en la amplitud y variedad de las luchas contra la discriminación de género, en el impacto creciente de las reivindicaciones de los inmigrantes y las minorías étnicas discriminadas, ya no sólo en Europa, sino en todos los países que presenten algún grado de atractivo para las poblaciones más pobres del mundo. Diver-sificación que alcanza a la lucha contra la discriminación de discapacitados físicos y mentales. Y alcanza, por fin, desde hace no más de tres años hasta la indignación de las poblaciones sobre explotadas y empobrecidas para obligarlas a pagar las desastrosas consecuencias de las políticas financieras de los grandes bancos.

La indignación, la imagen de la protesta social, de la esperanza por un mundo mejor, vuelve a ser legítima en el arte, después de años en que todo el espíritu de impugnación se había retraído sólo a los aspectos formales, al ámbito erudito de la intertextualidad. Y esto se expresa en la danza de discapacitados35, danza de minorías étnicas36, danza de género37, danza de indignados, ahora, en estos mismos momentos, en los innumerables actos de protesta contra las políticas de restricción del gasto fiscal en Europa.

Cuando se siguen estas líneas de trabajo se puede ver que tienen su origen heroico en los mismos años 80, oscuros, exitistas, con sus obras eli-tistas, de alta energía y alta destreza. Y se desarrollaron penosamente, en el margen, hasta emerger, a fines de los años 90, hacia esta nueva época, en que encuentran la simpatía y el interés de nuevas audiencias, menos interesadas en el lucimiento, y más sensibles al sufrimiento humano como motor de la imaginación artística. Un paso de unas obras centradas en una política del arte a otras que quieren ejercer directamente un arte político. Desarrollaré esta diferencia más adelante.

35  Ver las obras de la compañía inglesa Candoco, de la norteamericana Dancing Wheels, de Alito Alessi, cada uno con sitios en Internet.36  Ver Ananya Chatterjea, Butting Out, Reading Resistive Choreographies trough Works by Jawola Willa Jo Zollar and Chandralekha, Wesleyen University Press, USA, 2004.37  Ver, entre una extensa bibliografía al respecto, Judith Lynne Hanna, Dance, sex and gender, The University of Chicago Press, Chicago, 1988. También las obras de DV8, dirigido por Llyod Newson.

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La tendencia burocrática de la crítica establecida, y el sentido común conservador formado en buena parte del gremio en las décadas anteriores, suele asociar la politización del arte a una pérdida de “calidad”. Una objeción que opera, desde luego, de manera perfectamente circular, a partir de lo que esa misma tendencia conservadora ha establecido como estándar de “calidad”. Afortunadamente se pueden invocar claros argumentos de que eso no tendría por qué producirse en dos planos. Por un lado hay coreógrafos e intérpretes que cumplen con todos esos estándares sobradamente, y que han hecho un significativo giro en cambio hacia problemáticas políticas. Un caso puntual es Monstruos Sagrados (2006), de Akram Khan, creado junto a Sylvie Guillem, otro es la extensa trayectoria de Urban Bush Woman, dirigida por Jawole Willa Jo Zollar38. Por otro, y de una manera mucho más fundamental, el asunto es justamente el cuestionamiento de esa “calidad” academizada que reside en el núcleo de todas estas propuestas.

El fenómeno de repolitización de la danza en ciertos ámbitos de vanguar-dia en los últimos años alcanza una dimensión estética porque vuelve a po-ner en discusión el régimen de movimiento mismo, la danzalidad establecida como tal, y su compromiso implícito, y muchas veces bastante explícito, con el estado y los usos de la dominación imperante. Porque retoma la discusión en torno a la relación del arte y la vida, de la representación y la presenta-ción, la discusión respecto de la diferencia entre disciplinas artísticas que colaboran y, lisa y llanamente, la disolución de las diferencias disciplinares, en torno al espacio de la representación y su diferencia respecto del espacio que el arte profesional le reserva al espectador.

Para entender mejor el sentido estético, estilístico, de estas discusiones, es necesario ponerlas en un contexto teórico un poco más amplio. Es para

38  Monstruos Sagrados está disponible en DVD, publicado por Axiom Films en 2008. Sobre Jawole Willa Jo Zollar, ver Nadine Georges-Graves, Urban Bush Woman, Twenty Years of Af-rican American Dance Theater, community, engagement, and working it out, The University of Wisconsin Press, Wisconsin, 2010.

esto que exploraré con más detalle, en los capítulos siguientes, cuestiones básicas de las relaciones entre danza e historia, danza y corporalidad, y danza y política, para volver luego sobre las diferencias entre los modos de comentar las obras.

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III. Historia y Danza

1. Historia

En una época en que el arte ha llegado a ser una actividad fuertemente intertextual, y con unos estilos que están profundamente ligados a su entor-no contextual, su historia resulta relevante para comprender sus aspectos más internos, propiamente textuales. Las obras resultan históricas no sólo en su origen y producción, sino en el acto de percibirlas. El arte se vuelve de algún modo erudito, experimentarlo de manera auténtica resulta un acto complejo, que depende de una cierta acumulación de saberes y experiencias previas. Y esto resulta cada vez más cierto en la medida en que los creadores mismos adquieren conciencia de la intertextualidad y están constantemente refiriendo sus obras de manera explícita al universo de obras que las rodea.

En principio, entonces, saber la historia de una disciplina artística es ne-cesario para abordar sus obras de manera genuina. Pero esto, que pareciera un deber simple, que no debiera representar una dificultad mayor a la de la simple acumulación, es en realidad una tarea bastante compleja. Y la primera fuente de esa complejidad es la propia noción de “historia”.

No es lo mismo hacer historiografía, que hacer historia o, aún, filosofía de la historia. Una buena parte de la mala fama del “saber historia” proviene de confundir estos niveles, epistemológicamente muy distintos.

La historiografía es la tarea empírica de recolección y registro de los da-tos. Su misión básica es el recuento. Corresponden en ella los cuidados de la objetividad, en la medida en que puede alcanzarse en cualquier investigación científica y, para ella, corresponde recurrir al instrumental de la ciencia. Su materia prima son los hechos, los nombres, las fechas, los contextos.

Lo que debería llamarse propiamente historia, sin embargo, es más bien una actividad de tipo teórico, la tarea de establecer ordenamientos, épocas. Su misión básica es la periodización. Sus herramientas son las categorizacio-nes, el formular criterios ordenadores, el buscar relaciones de orden causal, el caracterizar conjuntos de hechos de acuerdo a premisas, a estimaciones sobre la lógica de su devenir.

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Pero estos criterios ordenadores, e incluso, antes que ellos, los criterios en torno a qué es lo que debe considerarse como un hecho relevante, un evento digno de ser integrado a un recuento, pueden ser de muy diverso tipo. Discutir sobre la conveniencia y el carácter de los criterios con que se recolectan hechos y luego se los orden es lo que hace la filosofía de la historia. Esta no puede ser sino una tarea especulativa, en el buen senti-do que tiene este término en filosofía. Una actividad que está guiada por la búsqueda de sentido del devenir histórico o, también, de una manera más general, por un pronunciamiento acerca del sentido eventual que ten-gan los hechos, aún en el caso de que la conclusión final sea que carecen completamente de él. La filosofía de la historia es el fondo de todos estos niveles, es la preocupación profunda que se ha resumido en las preguntas inquietantes: “¿de dónde venimos, qué somos, a dónde vamos?”, que se pueden formular sobre todos los aspectos de las actividad humana, y que han preocupado particularmente a una cultura tan altamente dinámica como ha sido la modernidad.

También se puede decir, desde una perspectiva metodológica, que la historiografía sólo busca describir, mientras que la tarea de la historia es más bien explicar. Pero es sólo en la filosofía de la historia donde se puede discutir realmente el valor de esas descripciones y el valor de esas explicaciones. Y también, desde luego, si esas descripciones y explicaciones son realmente posibles o no. Es decir, la filosofía de la historia busca comprender, a partir de la discusión de los materiales entregados por cada una de las otras. Y, en el mismo sentido metodológico, se puede decir que la historiografía descansa en enumerar hechos, la historia en organizarlos en una narrativa, y la filosofía de la historia en discutir los principios organizadores.

Por supuesto estos niveles de la tarea de investigar la historia son per-fectamente complementarios, y se requieren mutuamente. Ninguna his-toria debería carecer de cada uno de ellos, y es aconsejable siempre que, en la medida de lo posible, se trate de explicitar el paso entre uno y otro: qué cosas hemos consignado como “hechos”, en virtud de qué criterios; qué aspectos hemos considerado al formular una categoría o un período; qué estimación estamos haciendo del sentido general de los cambios que hemos registrado.

Cada uno de estos niveles epistemológicos del “hacer historia” presenta también sus propias dificultades, y es necesario hacer una mínima especifi-cación de ellas, y formular criterios para abordarlas. La primera cuestión es qué clase de hechos son los que recoge la historiografía. Inevitablemente el asunto está ligado al propósito con que se escribe, un asunto de filosofía de la historia. Las historias más antiguas, destinadas a ensalzar gobiernos y a legitimar poderes ganados, consistían en recuentos de nombres y fechas. Se escribían en torno a eventos (típicamente batallas, coronaciones, conquis-tas, descubrimientos), y a personajes (típicamente militares, gobernantes, sabios, “genios”). Las historias más modernas, animadas de un espíritu más científico, se escriben, en cambio, más bien en torno a pueblos o comunida-des, y procesos o contextos. Las historias más antiguas se escribían como inventarios de efectos, eran meramente descriptivas. Las más sofisticadas, en cambio, buscan establecer cadenas causales, procuran comprender los cambios. De la misma manera, en las primeras se describían los eventos o los personajes como objetos, por sí mismos, como realidades autosuficientes, en cambio en las posteriores, se los considera más bien como funciones que operan en contextos que los determinan y a los cuales contribuyen, como expresiones de un contexto que los trasciende. Menos nombres y fechas, más categorías y procesos.

Una segunda cuestión es el tipo y orden de categorías que serían acepta-bles en la historia, considerada como la tarea de periodizar. Llevadas por las ingenuidades de la filosofía ilustrada, la historia tradicional buscó formular períodos claramente definibles (definiciones sin ambigüedad), estrictamente sucesivos (termina uno y empieza el otro), que definían una corriente de eventos única o, al menos, sin grandes contradicciones. En las maneras más modernas de escribir la historia ya nadie supone que se pueda definir una época histórica (digamos, “medieval”, “barroco”, “burguesa”) sin establecer en ella contrapuntos, corrientes de hechos parcialmente contrapuestas y paralelas. Ni nadie espera que los períodos, que en buenas cuentas se reco-nocen como distinciones meramente teóricas, sean estrictamente continuos y sucesivos. Períodos que se superponen, momentos de mayor nitidez y otros de transición más mezclados y complejos, tendencias en desarrollo que se contradicen entre sí.

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Por supuesto, las grandes discusiones, que determinan a todas las an-teriores, son las que ocurren en el ámbito de la filosofía de la historia1. La discusión central es bastante profunda, y afecta a toda la postura filosófica que se asuma, en todos los ámbitos.

Aunque las personas comunes y razonables suelen creer que la historia humana tiene sentido (“las cosas pasan por algo”, “de todas maneras se ha progresado en alguna medida”), hace mucho tiempo que los filósofos más sofisticados desconfían de esta perspectiva, que ahora consideran ingenua. No sólo desconfían de la idea de que la humanidad progresa linealmente, y de que esta es la mejor época de todos los tiempos (cosa que muy pocos creen actualmente), sino que desconfían incluso de que tenga algún sentido: los acontecimientos humanos podrían seguirse unos a otros simplemente al azar, sin que haya ningún tipo de racionalidad en ello.

En las ambientes más críticos (o, al menos, más “post modernos”) de la disciplina histórica se discute activamente hoy en día acerca de este sin-sentido general. Los términos de la discusión podrían parecer curiosos a cualquier neófito. Por un lado se supone que los historiadores tradicionales han postulado una concepción histórica regida sin más por la idea de pro-greso, lineal, necesario, ascendente, luego a esa idea se contrapone la idea (aparentemente post moderna) de un transcurso histórico que se sucede llevado por el azar, por lo contingente, sin racionalidad interna. Por su-puesto no estamos condenados a esta dicotomía que, sin embargo, parece suponerse como indudable en las modas académicas. Y esto es importante para los propósitos de este texto por la idea de un eventual progreso en la historia del arte.

1  La obstinada tendencia que se puede llamar “positivismo histórico” niega que las dis-cusiones en torno a la filosofía de la historia sean realmente importantes, y proclama la independencia de la “historia”, que tienden a identificar con la historiografía, como “ciencia”, respecto de la especulación, que ven de manera eminentemente negativa, como “filosofía”. El punto se presta para una larga y engorrosa discusión. Pero al menos se puede adelantar lo siguiente: el precio de negar el papel de la filosofía de la historia suele ser el practicarla igual, de manera encubierta. Con la consiguiente dificultad para discutir sus criterios abiertamente.

Como no es este el lugar para “resolver” tal discusión, lo que haré es algo más práctico: estableceré un supuesto razonable, que la suspenda, y que nos permita avanzar en nuestro propósito. Lo que sostengo es que los extremos de esta dicotomía no son ni necesarios, ni completamente contrarios. No es necesario suponer que la historia esté plena de sentido, que todo ocurre necesariamente, que no haya alternativas, para suponer, en cambio, que sí se puede discernir una cierta racionalidad, una lógica que permite describir la evolución interna de un proceso. Digamos, por ejemplo, que es posible encontrar la lógica que lleva del impresionismo al expresionismo, sin suponer que esa transición ocurrió de manera universal, necesaria, sin alternativas.

Pero, mucho más práctica que esa, es la discusión, propia de la filosofía de la historia que se asume, aunque sea de manera implícita, en torno al sentido de la propia escritura histórica. Cuando se examinan las formas en que se ha escrito la historia en la modernidad se observa que ha sido frecuente concebir su propósito como moralizante: se escribe la historia para ensalzar un bando, a un pueblo, a una serie de héroes. Bajo este propósito la historia adquiere un sentido pedagógico: se escribe y se enseña para legitimar, y formar un sentimiento de comunidad en torno a esas legitimaciones. Y es perfectamente congruente una escritura en torno a personajes y eventos (como he señalado antes, típicamente generales, gobernantes, batallas, conquistas), con una historia moralizante, que gira en torno a relatos que muestran situaciones ejemplares, que habría que admirar, imitar, o de las cuales habría que obtener lecciones que se presumen útiles para la vida de la comunidad.

Todos los que hemos sufrido el relato “patriotero” de la historia estamos familiarizados con esa historia moralizante. También la historia de la ciencia (genios, descubrimientos, teorías geniales, mártires) se ha relatado tradi-cionalmente de esa manera.

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Historiografía Historia Filosofía de la HistoriaEmpírica

Hechos

Describir

Enumeración

Teórica

Períodos

Explicar

Narrativa

Especulativa

Sentido

Comprender

Discusión de la Narrativa

Historia de- Eventos

- Personajes

- Descriptiva

- Moralizante

Historia de- Procesos

- Comunidades

- Comprensivas

- “Neutrales”

2. Historias del arte

Desde luego, también las historias del arte se han escrito tradicional-mente de manera interesada, pedagógica, moralizante, al servicio de inte-reses nacionales, o del interés del poder ya consolidado de incrementar su aura a través de un “revestimiento” cultural y artístico. El arte fue usado, como práctica, para estos fines prosaicos y políticos, la historia del arte fue, tradicionalmente, un género al servicio de tales fines. Un género que de algún modo coronaba las pretensiones legitimadoras del poder, legiti-mando a través de un discurso teórico conveniente el aura de la que quería rodearse. Así, no es raro que el eje del interés de los historiadores italianos sea el “renacimiento”… italiano, el de los españoles el barroco… español, y así sucesivamente.

Las historias del arte fueron, primero, historias de autores. El modelo, muy influyente para este modo, fue Vidas de los más excelentes arquitec-tos, pintores y escultores italianos desde Cimabue hasta nuestros tiempos, escrita por Giorgio Vasari, y publicada en Florencia en 1550, en la cual se

consagra el término “Renacimiento”. Luego, desde el siglo XVIII, fueron historias de obras, impulsadas por la moda aristocrática de la arqueología y el viaje turístico cultural (a Pompeya, a los templos clásicos griegos), y por las necesidades de catálogo de las nacientes colecciones de museos.

No es raro que estas historias de autores y obras se hayan tenido las ca-racterísticas de los relatos históricos menos desarrollados, que he descrito en el apartado anterior. Centradas en “grandes” personajes y “grandes obras”, contribuyeron a formar y a hacer popular la muy extendida mitología del “genio artístico”, y otra, estrechamente relacionada: la de la trascendencia e intemporalidad de las “grandes obras”. Centradas también, desde luego, en una tarea educativa, al estilo de la filosofía de la ilustración, con las con-siguientes consecuencias en el orden moral, contribuyeron a formar la idea moderna de una “alta cultura” y, ejemplarmente en ella, la de “bellas artes”, contrapuesta casi con desdén a lo que se consideró mera “artesanía” o, con algo de más simpatía “cultura popular”.

Una ampliación muy importante del nivel teórico, de los criterios histo-riográficos, del desarrollo conceptual se da recién a fines del siglo XIX, con las historias de los estilos. Su modelo ahora, muy influyente, fue La cultura del Renacimiento en Italia, de Jacob Bruckhardt, publicada en 1860.

En torno al concepto de estilo, la historia del arte pudo por fin ir más allá del ensalzamiento, de la mitología interesada, de la actitud meramente pe-dagógica, hacia la discusión de categorías más rigurosas, y hacia un abordaje más fundado de los materiales historiográficos. Poco a poco, como resul-tado de las proposiciones discutidas sobre todo en la historia de la pintura, se fueron estableciendo las categorías que ahora nos parecen familiares: renacimiento, románico, gótico, barroco, manierismo, romanticismo, por mencionar sólo algunas. Sobre el modelo de categorización establecido en esas discusiones, las propias vanguardias plásticas históricas formularon sus propias distinciones, a través de las cuales querían distanciarse de las orientaciones estilísticas que los historiadores del arte ponían frente a ellos, haciendo posible claramente precisamente su impugnación. Y ese modelo, de indudable éxito respecto de la historia de la pintura, se extendió lenta-mente, por eso, a las otras disciplinas, hasta hacer común expresiones como “música romántica”, “ópera barroca”, o “danzas del renacimiento”.

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La sencilla utilidad de las historias de estilos, su historicismo razona-ble, su ánimo de investigación teórica y categorización, muy pragmática, su capacidad de ligar eficazmente los ámbitos textuales, intertextuales y contextuales y, a la vez, de establecer puentes y relaciones fundadas de manera histórica y estilística entre las diversas disciplinas artísticas, son las virtudes que me han llevado a usarla una vez más como modelo, tratando de establecer diferencias entre las diversas formas de la danza. Sin embargo, a pesar de todas estas virtudes, ha sido seriamente criticada, sobre todo desde los años 40 del siglo pasado, y en primer lugar desde el ámbito de los estudios literarios.

La principal crítica se formuló en torno a su énfasis en los elementos contextuales, que derivó hacia una tendencia a escribir historias sociales del arte o, incluso, a entenderla como sociología del arte. Por supuesto el gran modelo, en este caso, es la famosa Historia Social de la Literatura y el Arte, publicada por Arnold Hauser, en 1951. Se criticaron los supuestos historicistas (en un declive hacia el estructuralismo), su supuesta manía por la categorización y la lógica de las definiciones estrictas. Se criticaron también sus bases empíricas, a partir de investigaciones más ajustadas de los eventos que relataban los modelos conceptuales que la hicieron famosa (como “renacimiento” o “manierismo”). Se criticó su tendencia a mistificar los estilos como realidades objetivas que, de un modo paradójico, parecían trascender a los propios contextos históricos en los que se los circunscribía. Una tendencia que parecía mantener como supuesto una estética de lo bello, y una idea de la belleza, que ahora las tendencias estéticas de moda en el siglo XX coincidían en rechazar.

El historicismo de las historias de estilos se convirtió, a partir de esas críticas, en el primer momento de un largo ciclo de oscilaciones teóricas que llega hasta hoy, y sigue dando que hablar, refundado una y otra vez en distintos ropajes conceptuales. Del historicismo al formalismo, y luego de vuelta. Del texto al contexto, y una vez más, de modos más sofisticados, de vuelta. De la idea formal de lo bello a la crítica de la idea de belleza como

mera ideología, y nuevamente hacia la reposición de lo bello. La teoría de la historia del arte, densamente imbricada con las teorías estéticas, las teorías del arte, las teorías de la crítica de arte, y dando tumbos de disciplina en disciplina, no ha dejado de producir “novedades”, a estas alturas bastante difíciles de seguir, pero acaloradamente discutidas por pequeños círculos de especialistas.

De todas esas “novedades” sólo me interesan dos posibilidades de la historia del arte que abarcan efectivamente ángulos hasta ahora poco ex-plorados, y una idea central, que formularé sin acudir a los engorrosos pre-cedentes teóricos que tiene: la de historicidad radical de las obras.

Un detalle interesante, producto de las nuevas tendencias de la historio-grafía contemporánea, es la posibilidad de hacer la historia de los detalles. Hacer historiografía (investigación empírica, recuento), y luego historia (distinciones teóricas, periodizaciones), de aspectos tradicionalmente con-siderados mínimos, o marginales, respecto de la “gran historia”, económico social, o cultural. La historia de los soportes (la tela de la pintura, los pig-mentos, los instrumentos musicales como objetos), de los materiales (del uso del mármol, del yeso, de las herramientas), de los elementos “anexos” (del vestuario teatral, de la decoración), de los objetos (del espejo, el diván, el metrónomo), los recursos técnicos (la notación musical, la perspectiva, la asistencia de computadores).

Se trata de innumerables “pequeñas historias” que resultan casi siempre sorprendentes, que proyectan poderosos efectos de sentido sobre prácticas o elementos que parecían “geniales”, o “repentinos”, o “marginales” sólo por el desconocimiento de su historia concreta. Y que contribuyen siempre, a pesar de la esperable queja que sus cultores presentarían ante tamaño pragmatismo, a completar el sentido, diversificándolo, enriqueciéndolo.

No es difícil pensar en historias de este tipo que serían interesantes para la danza: la historia de las zapatillas de punta, y sus sucesoras y competidoras; la historia de los diversos tipos de tutús; la de la notación de danza; la de las academias de baile popular; la historia de los recursos de iluminación; y un largo etcétera.

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Otro punto interesante, que abre una perspectiva distinta, ni exclusiva ni excluyente, perfectamente complementaria de los enfoques antes enume-rados (historia de autores, de obras, de estilos, de contextos, de márgenes), es considerar la historia de los discursos artísticos. En un sentido inmediato, abordar las obras como discursos, empleando el instrumental que desarrolló la lingüística para analizar discursos y series discursivas. Pero, en un sentido más sutil, abordar los discursos sobre las obras como un aspecto sustantivo de su creación y recreación.

Ya he comentado la posibilidad de considerar lo propio de un arte (la teatralidad, la musicalidad, la danzalidad) como un conjunto de textos y las analogías que eso permite formular respecto de los textos literarios. Que son, por lo demás, los únicos que, en sentido estricto, son realmente textos: todas las demás asociaciones son más bien metafóricas, y es bueno tener presente siempre ese carácter.

Me interesa más en este punto, por sus consecuencias, la idea de que los discursos construidos en torno a una obra de algún modo le pertenecen intrínsecamente. Si consideramos a esos excelentes retratistas flamencos que fueron Rembrandt o Vermeer en su contexto inmediato, lo que encon-tramos es que no eran sino eso, retratistas que fueron considerados como muy buenos artesanos, y que muy escasamente, o sólo en el fuero interno de unas vanidades poco convenientes en términos comerciales, se conside-raron efectivamente como artistas. Hasta tal punto que sus obras pasaron rápidamente de moda, perdieron valor, o se perdieron en sentido absoluto a penas unos cuarenta años después de su apogeo (entre los años 1600 y 1640). Es sólo cuando los pintores impresionistas se interesan de un nuevo modo por las técnicas y posibilidades de la iluminación que empiezan a ser reconocidos, rescatados, y se puede decir también reinventados. El arte de Rembrandt, se podría decir, le debe mucho al siglo XIX. Un efecto que se debe a la construcción sistemática, a partir de necesidades muy distintas a las que él mismo tenía, de un discurso sobre su obra, un discurso para el cual la obra empieza a ser distinguida propiamente como “arte”, e incluso, bajo valoraciones que podrían ser muy distintas a las que él mismo habría dado, como “grandes obras”. Bach, reconstruido en clave romántica por Félix

Mendelssohn, altisonante y grandiosa por Toscanini, de nuevo de manera frugal, luterana, por Nikolaus Harnoncourt, es otro ejemplo.

Respecto de cada autor, de cada obra, y también de una unidad mayor como es un estilo, se puede hacer este ejercicio: hacer la historia de los dis-cursos construidos en torno a ellos. Pero, al hacerlo, se pone de manifiesto algo que no es sólo rigor historiográfico. Emerge en las obras toda una dimensión que debería ser considerada como algo que forma parte propia-mente de su ser. Algo que, por razones filosóficas un poco oscuras, llamaré historicidad radical. El acto de creación no se agota en el creador, a lo sumo empieza con él e, incluso, mirado de manera retrospectiva, empieza antes de él, con los precedentes que cada recreación le va atribuyendo. No sólo las pinturas de Hieronymus Bosch emergen en todo su esplendor a la luz de los surrealistas, también los surrealistas son inventados ya desde Bosch.

Se podría creer, en una epistemología simple y realista, que existe por un lado la obra (digamos, por ejemplo, Los Cautivos, de Miguel Ángel2) y por otro una serie de discursos sobre ella. Cuando consideramos la com-plejidad de la percepción como acto humano y, desde ella, la complejidad del sentimiento estético, las innumerables variables que operan sobre él, esa epistemología ya no es sostenible: la obra se confunde completamente con la serie de discursos construidos en torno a ella. Para el espectador, la obra es indistinguible de esos discursos o, para decirlo todavía de otra ma-nera: simplemente no existe la “obra en sí”, sólo existe lo que es, en cada experiencia, para nosotros.

2  Me interesan estas esculturas, que han recibido diversos nombres, como ejemplos entre otras cosas porque durante mucho tiempo, casi tres siglos, se las consideró incompletas, casi proyectos fallidos, destinados a la Tumba de Julio II, que Miguel Ángel nunca pudo terminar. Sólo a la luz de la escultura de fines del siglo XIX, y a partir de investigaciones en los bocetos del propio autor, se las ha llegado a ver, en el estado en que están, como obras completas y legítimas por sí mismas. El hondo “expresionismo” de Miguel Ángel final, que se muestra de manera impresionante en la Pietá Rondanini, y que está prefigurado en estas obras veinte años anteriores, no fue “visto” hasta que el expresionismo lo hizo aparecer ante nuestros ojos.

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Si esto se puede afirmar para obras, aparentemente fijas, como escul-turas o pinturas, con mucha mayor razón debe sostenerse para obras que requieren su puesta en escena para completarse. La música, el teatro, la danza, son géneros que requieren de una co-creación múltiple. El autor imagina y propone, el director que lo lleva a escena interpreta y propone, los intérpretes intervienen, quiéranlo o no en su propuesta, el público no puede evitar recrear en sí cada uno de esos actos creativos. Pero, a su vez, y en un perfecto círculo, el autor “corrige” empujado por el público, el director se pronuncia respecto de las versiones que el autor ha ensayado, dejado a medias, respecto de sus indicaciones frecuentemente contradictorias, los intérpretes reaccionan ante la reacción del público y alteran sobre la marcha todo lo que ha sido diseñado. Las obras en escena viven, y su vida se gesta una y otra vez, y el ciclo de su agotamiento y renacimiento las enriquece.

Se podría creer que todo esto no es sino un arranque poético, un ensalza-miento excesivo de la facultad de crear y el carácter activo del espectador. En realidad se trata de un asunto extremadamente práctico. Si queremos comentar Antígona, en principio una obra de Sófocles, ¿basta con el texto?, ¿debemos atenernos a su carácter original de ceremonia cuasi religiosa, o asumirla como fue presentada un siglo después, como una obra de teatro?, ¿nos guiaremos por los montajes modernos, que psicologizan sus perso-najes, o deberemos atenernos a la falta de profundidad psicológica propia de una cultura que no había desarrollado aún el sentimiento moderno de individualidad? Incluso, de manera mucho más simple aún, ¿qué Lago de los Cisnes es el que comentaremos, el del Ballet Kirov, el del Bolshoi, el de la primera función, el del elenco secundario, aquel en que la bailarina principal se cae, el otro, que quedó registrado en video?3

Lo que sostengo es que toda obra de arte es en realidad un mosaico de innumerables recreaciones realizadas por sus autores (por los directores, por los intérpretes) y sus muchos públicos. No hay la “obra en sí”, ni tam-

3  Graham McFee, en una de las pocas obras dedicadas específicamente a la estética de la danza que existen, ha presentado este problema, abordándolo a través de la diferencia Type/Token, formulada en filosofía del lenguaje, y muy usada en antropología y crítica literaria. La idea de historicidad radical de las obras que propongo aquí puede ser considerada como una alternativa crítica a sus consideraciones. Ver Graham McFee, Understanding Dance (1992), Routledge, Londres, 1994, Capítulo 4, pág. 88-111.

poco el objeto o evento que la representa “de manera ejemplar”. La “obra como tal” es más bien un abigarrado intertexto que un texto, y sus hilos intertextuales se extienden a través de los innumerables espectadores, en cada experiencia que se hace de ella. Y esa experiencia misma es inseparable de esos múltiples hilos, que se acumulan y enredan en torno a un núcleo que ya no es posible determinar sin ellos. Esa experiencia se enriquece, y se hace progresivamente más compleja, a medida que se acumulan en ella las experiencias pasadas.

Una consecuencia de esto es que nunca se puede comentar una “obra como tal”. Siempre el comentario opera situado y situándola. Otra conse-cuencia es que cada historia de una disciplina artística asume sus objetos en un estado de complejidad mayor que las anteriores. Cada generación recrea todo el arte que es capaz de experimentar, y va legando a las gene-raciones siguientes su falta de inocencia. Pero las experiencias como tales son intransferibles. Lo que nos han legado son discursos en torno a una experiencia, y es bajo esa mediación, la de ser discursos, que intervienen en nuestra propia falta de inocencia.

Y también, una consecuencia de todo esto es que quien ve por primera vez una obra, sin haber tenido ninguna referencia previa de lo que ve, ve mucho menos que otros, sin que ese “menos” pueda ser considerado como una pérdida o como una falta. No como una pérdida, porque no se puede perder lo que no se ha tenido. Ni como una falta, porque justamente faltan los elementos respecto de los cuales podría ser experimentada como tal. Que la experiencia estética sea intransferible hace que la “falta” no pueda ser notada por el que la padece, que es el único para el cual el que haya una falta podría ser relevante, ni pueda ser notada desde los otros que, justamente, no pueden experimentarla por sí mismos. Pero el “menos” resulta igualmente formulable. La falta de la mediación discursiva hace que la obra sea, en realidad, por sí misma, menos, puesto que está constituida, de manera intrínseca por ese universo.

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3. Historias de la danza

El desfase entre el desarrollo de la danza y el de las otras disciplinas ar-tísticas, que he comentado antes, afecta muy notoriamente a la escritura de su historia. Comparada con las historias de la plástica o de la literatura la pobreza de las historias de la danza es simplemente impresionante. Y esto ha tenido efecto a su vez sobre la estética y sobre la crítica. Hasta hoy sólo hay dos (¡!) textos realmente importantes en torno a la estética de la danza4, y las obras que relacionan la danza con las otras artes, o con las diversas Ciencias Sociales resultan igualmente escasas.

El reverso exacto de esta situación de pobreza teórica, que se extendió por siglos, es el verdadero boom de la escritura sobre danza que se ha producido en los últimos veinte años, quizás como efecto algo tardío del boom social de la práctica misma de la danza en todas sus formas que he comentado más arriba. Cuando se considera la bibliografía especializada, hoy relativamente abundante, y prácticamente toda en inglés, se observa que las fechas de las primeras ediciones en su gran mayoría no se remontan más allá de 1990.

Pero la avalancha de la escritura ha creado también una avalancha de reediciones de todo el material anterior, lo que curiosamente crea el efecto de que hoy es más fácil encontrar reeditado el libro de Thoinot Arbeau (su Orchesographie, de 1589), que el comentadísimo libro de Vidas de Pintores de Giorgio Vasari. A pesar de su pobreza heredada, hoy es quizás el mejor momento para escribir sobre danza. Escribir sobre los mil y un puntos de vista y perspectivas que las teorías sobre la literatura y la plástica han corrido y recorrido ya tantas veces, escribir sobre lo que acá falta, desde unas pers-pectivas irreemplazables, que esas disciplinas difícilmente podrían ofrecer.

Y entre lo que falta hay que considerar, precisamente, a las historias de la danza. He hecho todas las distinciones anteriores justamente para indicar que hasta hoy no logran pasar el nivel historiográfico del mero recuento.

4  El citado Understanding Dance, de McFee, y A measured pace. Toward a Philosophical Understanding of the Art of Dance, de Francis Spashott, University of Toronto Press, Toronto. El primero es de 1992, el segundo de 1995.

La gran mayoría de las historias, es decir, de los textos que se proponen describir una perspectiva histórica, una época, un conjunto de obras, no logran ser algo más que historias de autores o, incluso antes que ellos, his-torias de intérpretes, algo así como tratar de entender la historia del cine relatando las hazañas de Marlon Brando, Viven Leigh o Humphrey Bogart.

Hay buenos recuentos de obras, más o menos informados. Sin embargo, muchísimo más que en otras artes, la mayoría están centradas en un estilo, el ballet académico, y sólo se detienen en los otros de manera derivada, o incluso marginal. Uno clásico, quizás modelo para muchos otros es Four Centuries of Ballet, Fifty Masterworks (1970), de Lincoln Kirstein5, en que agrupa como ballet no sólo El Lago de los Cisnes y Cascanueces sino tam-bién Fancy Free, coreografiada en 1944 por Jerome Robbins para Broadway, y El Ballet Triádico (1923) de Oskar Schlemmer, una obra que está en las antípodas de todo lo que el ballet quiere representar.

Sin abandonar la lógica del recuento, Susan Au, Jack Anderson y Joan Cass, reúnen bajo la fórmula “ballet y danza moderna” historias centradas en el ballet, a cuya tradición dedican más de la mitad de sus respectivos textos, en las que los autores modernos, e incluso algunos (los más ele-gantes) autores de vanguardia, aparecen como extensiones, o variaciones, sobre la tónica central del estilo académico6. La misma lógica se repite en las historias centradas en el estilo moderno, pero ahora el desbalance ocurre desde este estilo. Es el caso de Jacques Baril, Leonetta Bentivoglio, Claudia Fleischle-Braun, Isa Partsch-Bergsohn7

Mucho más útiles, aunque sean apenas un poco mejores en términos teóricos, resultan las historias escritas para hacer el recuento de la danza del siglo XX. La más importante es Not Fixed Points, de Reynolds y McCormick.

5  Lincoln Kirstein, Four Centuries of Ballet. Fifty Master Works (1970), Dover Publications, Nueva York, 1984.

6   Susan Au, Ballet and Modern Dance (1988), Thames & Hudson, Londres 1988; Jack Anderson, Ballet & Modern Dance. A concise history (1986), Princeton Book Company, New Jersey, 1992; Joan Cass, Dancing through History (1993), Prentice hall, New Jersey, 1993.7  Claudia Fleischle-Braun: Der Moderne Tanz (2001), Afra Verlag, Stuttgart, 2001; Jacques Baril: La danza moderna (1977), Paidós, Buenos Aires, 1987; Leonetta Bentivoglio: La Danza Moderna, Longanesi & C., Milán, 1977; Isa Partsch-Bergsohn: Modern Dance in Germany and the United States, Harwood Academic Publishers, Switzerland, 1994

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Se pueden encontrar las versiones francesa y alemana de la misma tarea, y resultan un complemento enriquecedor8.

Por supuesto, se han escrito estudios históricos muchísimo mejores, sobre todo en los últimos veinte años, pero sobre movimientos, autores o polémicas particulares9. Lo que no hay, en cambio, es ese tipo de historias comprensivas, fuertes en su base historiográfica pero a la vez de excelente nivel en sus estimaciones estilísticas, claras en sus fundamentos estéticos, recorriendo a la vez los contextos, las obras, los estilos, que no es difícil encontrar en literatura o en pintura.

4. La danza y sus historias

Aún así, todo lo que se lea sobre historia de la danza, contribuye al te-jido intertextual que configura esencialmente a cada obra, y se agrega a la historia de los discursos que ocurre de hecho en la experiencia de cada espectador. Nadie espera que la experiencia estética que se puede tener al escuchar la Novena Sinfonía de Beethoven se complete y consume la pri-mera vez, o en una única vez. Por supuesto podemos escucharla también para completar la digestión, o como música de fondo mientras estudiamos matemáticas, o compramos en un supermercado. En buenas cuentas esa es la clase de interacción que hemos llegado a tener con el cine, aún cuando consideremos que hemos ido a ver una obra de “cine arte”. La vemos una vez, nos quedamos con el recuerdo, y casi nunca encontramos que sea necesario verla unas dos o tres veces hasta captar su complejidad de una manera más completa, o profunda. También nos contentamos con ver las pinturas de la Capilla Sixtina en un libro de arte, o incluso en directo, una vez, y ya podemos ponerla en el catálogo de “obras vistas”.

En las artes escénicas esta tentación de la mirada fugaz, que se siente satisfecha con una experiencia, es particularmente probable debido a su

8  Nancy Reynolds y Malcolm McCormick: No fixed points, Dance in the twentieth century, Yale University Press, New Haven, 2003; Isabelle Ginot y Marcelle Michel: La danse au XXe siècle, Ed Larousse, Paris, 2002; Jochen Schmidt: Tanz Geschichte des 20. Jahrunderts, Hen-schel Verlag, Berlin, 20029  Autoras ejemplares en este tipo de estudios específicos son Lynn Garafola, Sally Banes, Susan Manning, Janet Adshead-Lansdale, June Layson.

acercamiento general a la lógica del espectáculo, ampliamente promovida por los mecenas estatales y privados. Una lógica que tiende a aplanar el sentimiento estético en torno a las sensaciones del momento, que tiende a privilegiar el efectismo, la ilusión escénica, el giro ingenioso, el recurso a lo cómico, la solución armoniosa.

Para esta manera de acercarse al arte, como consumo cultural, como signo de estatus, más para ser visto viendo que para ver, en realidad, la tela-raña histórica es más bien una dificultad. Se convierte en una mediación que dificulta el agrado, que hace más difícil el buen pasar que permite “salir” del espacio del arte sin grandes huellas y “volver” al espacio de la vida cotidiana sin impedimentos que entorpezcan sus relaciones habituales.

Poner las obras de danza en el contexto de sus historias hace que asistir a ellas sea una experiencia artística, es decir, de creación. Aislarlas como momentos especiales, a los que se entra y de los que se sale, sin alguna co-nexión especial con la vida “real”, aplana justamente la dimensión artística que tiene el asistir a ellas. Se podría pensar que esta diferencia tiene una cierta significación moral, algo así como “se debería hacer esto y no aquello” pero, aunque la tenga, no es directamente lo que me importa señalar aquí. El asunto en juego es más bien de tipo estético, propiamente artístico. O, para decirlo aún de otra forma, el asunto es que perfectamente podemos experimentar una obra de arte sin que la estemos experimentando como obra de arte.

En danza ocurre la paradoja de que es un tipo de actividad extraordi-nariamente frecuente, de la que estamos rodeados, en ocasiones sociales, en los shows televisivos, en el zapping del TV cable y, sin embargo, algo relativamente raro de ver como expresión artística10. Este doble registro hace que sea muy fácil extender el sentido del espacio más frecuente al otro, que debido a su dificultad de acceso es relativamente más raro. Una situación que produce una cierta insensibilización respecto del contenido

10  Algo que se da también respecto de la costumbre de poner obras pictóricas clásicas como adorno en nuestros entornos cotidianos, o ver obras consagradas pero agradables en los pasillos de los bancos o las clínicas médicas. O en la insensibilización progresiva respecto del teatro que ha producido la telenovela, el cine de esparcimiento, la banalización del drama.

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estético de lo que vemos. Y esta transición, que en su extremo conduce a una cierta banalización de la experiencia, resulta todavía más probable debido a la densidad del ver danza que he comentado en el primer capítulo, a la enorme cantidad y variedad de estímulos, informativos y emocionales, que un buen coreógrafo puede llegar a condensar en unos pocos minutos danzados.

La única manera de “desbanalizar” la Novena Sinfonía es escucharla mu-chas veces. En momentos distintos, con disposiciones distintas, en versiones distintas. Y, por supuesto, tratar de escucharla realmente, de oír la música, tratando de no dispersarse en ideaciones múltiples y algo ajenas respecto de las cuales oficie como un mero acompañamiento. Algo que todo asistente no especializado a un concierto habrá experimentado: esa sensación de dejarse llevar por la música hasta el grado de que mentalmente la pasamos a un segundo plano, aprovechamos su acompañamiento como refugio, y usamos la relativa pasividad que hemos logrado en nuestros asientos como un espacio en el cual realizar otras tareas subjetivas que el tráfago cotidiano no nos ha dado la oportunidad de explorar. Ir a un concierto y realmente escuchar la música, una experiencia quizás cada vez más difícil.

De la misma manera, la única manera de “desbanalizar” las obras de dan-za es verlas más de una vez, es estar advertido lo mejor posible de su texto dancístico, y de los múltiples discursos que lo configuran. Lo que habría que hacer es ver realmente la danza, en lo que tiene de danza, como he insistido antes, detenerse o, más bien, con-moverse, con y en los movimientos mis-mos. Las formas, más que los mensajes, las propiedades del movimiento, más que lo llamativo de la música o de los elementos pictóricos, el espacio de movimientos en que operan las metáforas (o su ausencia), el modo en que son tratados los desplazamientos, la energía, el equilibrio, el soporte que es el cuerpo.

Y, cada uno de estos elementos, modulado a su vez por la lógica que el estilo le imprime. En el ballet los lucimientos, en la danza moderna la ex-presividad (de los movimientos mismos), en las propuestas de vanguardia la subversión que contienen, el emplazamiento que nos hacen. Es para esta modulación que las historias de las obras son relevantes.

En otra dirección, un poco más convencional, esta historicidad es la que se pone en juego cuando un montaje cita o alude a otro, de lo que, se su-pone, es una misma obra. Casos explícitos y polémicos de esto son los que se encuentran en los montajes de Cascanueces, bajo el nombre apenas di-simulado de Hard Nut, por Mark Morris, y de Matthew Bourne, con el título Nutcracker!, que refieren, y hacen mofa, una y otra vez a los giros y rasgos ya ritualizados de la obra original, y en particular a la versión “consagrada” y extremadamente popular de George Balanchine11.

Se trata de una posibilidad ampliamente explorada en el teatro y la ópera desde hace muchas décadas, pero relativamente nueva en danza. Nueva, aunque no novedosa, sobre todo en cuanto a la consciencia de sus auto-res en torno a las posibilidades que abre la reposición abiertamente inter-pretativa de las puestas en escena, o el montaje que abiertamente busca subvertir una cierta tradición establecida en torno a una obra en particular. Una práctica que, por la novedad del estilo moderno, y por la ritualización del estilo académico, era relativamente excepcional, y que desde hace unos veinte años se ha hecho habitual12.

En el mismo sentido, también la apertura de los coreógrafos hacia el poderoso movimiento de renovación de la ópera ocurrido en Europa en los años 70 y 80 a través del montaje de óperas en que se hace central la dimensión danzada, en un hermoso giro en que la danza, que nació para acompañar óperas se convierte en la dueña de casa que invita a la ópera para que sea su pretexto. Quizás el ejemplo más accesible sea Dido y Eneas (1689), de Henry Purcell, montada por Mark Morris en 1986, y por Sasha Waltz en 2005, ambas disponibles en DVD.

11  En orden temporal las obras son George Balanchine, The Nutcracker (1956), publicada y reeditada muchas veces en VHS y DVD, por Elektra Entertainment de Warner; Mark Mor-ris, The Hard Nut (1992), publicada en VHS en 1992 y DVD en 2008 por NBC Arts; Matthew Bourne, Nutcracker! (2002), publicada en DVD por Screen Stage en 2003.12  Ejemplos notables son los montajes de Mat Ek, un coreógrafo moderno, extraordinari-amente productivo en obras completamente originales, que ha recreado, y trastocado, obras tradicionales como Giselle (1982), El Lago de los Cisnes (1987), Carmen (1992) y La Bella Durmiente (1996).

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Por supuesto, ante estas nuevas posibilidades, que ponen en evidencia la historicidad de las obras, nuestra mirada vuelve a ser reconfigurada, y empezamos a ver mucho más explícitamente lo que siempre estaba ahí, pero la percepción habitual negaba. Que El Lago de los Cisnes “de Petipá” en realidad es “de Vainonen”, que el modernismo “de Fokine” en realidad es “de Gorski”. O que el Cascanueces de Balanchine (1956) es la versión norteamericana (hecha por un georgiano) de la versión soviética de Lo-pukhov (1929), que era a su vez una versión que se convirtió en “disidente” de la versión soviética de Vainonen (1934), que pretendía ser una versión más fiel del montaje de Petipá (1892), que en realidad fue coreografiado completamente por Lev Ivanov…

La consciencia de esta densa intertextualidad, de esta historicidad radi-cal, ha permitido un giro interno, en la danza vanguardista, que agrega una dimensión de complejidad interesante. Hay coreógrafos que han explorado la historicidad inmediata de las obras mismas, su proceso de construcción, y han convertido esa exploración en el motivo y centro de lo que llega a considerarse, ahora de un modo sustancialmente más difuso, “la obra como tal”. Una obra que expone su proceso de creación nos pone ante el curioso problema de establecer cuál era la obra y cuál era el proceso “de preparación”.

No se trata ya de la improvisación en tiempo real, en el espacio escénico directamente. Esta es, desde luego, una situación en que la elaboración (el proceso) y el resultado están presentes a la vez. Se trata, en un desafío más sutil, de que se construye una obra, en principio no improvisada, quizás con el objetivo de “fijarla” en algún momento, pero en que se opta por mostrar, o poner en evidencia, las incertidumbres propias del proceso de creación. Un procedimiento que se suele designar con la expresión norteamericana “working in progress”.

Se trata aquí de la historicidad interna de la propia obra, puesta como un elemento para enfatizar el carácter efímero de la danza como experiencia, como una forma de subvertir la idea de “obra como tal”, con sus conno-

taciones de trascendencia fijada, de intemporalidad, que aparecen ahora como ficticias, forzadas, meramente míticas.

Historias del ArteHistoria de

- Autores

- Obras

- Estilos

- Discursos

- Márgenes

Historias de

- Textos

- Intertextualidades

- Contextos

Historicidad Radical de las Obras de Arte(en las Artes de la Representación)

- recreación por el director

- ejecuciones distintas

- percepción desde diversos públicos

- cambios progresivos en la intertextualidad

- cambios en los contextos de la reposición

Historicidad Interna de las Obras: Working in Progress

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La cultura moderna se construyó sobre la base de una enorme represión de la espontaneidad y sensibilidad corporal. Cuando se observa su desarrollo en Europa, desde el siglo XIII, y luego las formas en que se expandió progre-sivamente a través de todo el planeta, se asiste al penoso espectáculo de la miseria industrial sufrida por las grandes masas que migran del campo a la ciudad, a la tragedia de millones y millones de seres humanos enajenados en trabajos opresivos, con niveles salariales a penas por sobre el nivel de la subsistencia, se contempla la enorme magnitud del sufrimiento acumulado sobre el cual se levantó la relativa abundancia de la que, algunos países, disfrutan hoy en día, países cuyos orgullos sólo pueden operar contra un fondo de pésima memoria y mala consciencia.

Las diversas formas del cristianismo cumplieron un poderoso y crucial papel en esta miseria, y en esta enorme acumulación productiva. Fueron el sustento ideológico de una cultura social represiva, que fomentó la resig-nación de unos y el esfuerzo ahorrativo de otros. El puritanismo cristiano hizo posible y defendió por los medios más crueles imaginables una cultura del sacrificio, del extremo esfuerzo físico, de la obediencia y el miedo. Las guerras de religión, la sostenida costumbre de enviar a la hoguera a judíos, gitanos, parteras, ancianas, homosexuales, bajo la acusación genérica e incontrastable de “herejía”, la extrema intolerancia cultural, se extendieron por más de quinientos años (siglo XIII al siglo XVIII), bajo una política que la hipocresía europea quiere olvidar o poner entre paréntesis llamando “edad media” a su propio pasado, o contando de manera abiertamente sesgada las maravillas del arte de que gozaron los ricos, o de las teorías científicas que coexistieron mano a mano con toda clase de fanatismos religiosos.

Todo este horror, sufrido por las grandes masas, se tradujo en una cultura de increíbles restricciones corporales. A diferencia de las culturas agrícolas tradicionales, que en tiempos de bonanza permitía a los campesinos una vida cotidiana relativamente saludable, la miseria urbana en la cultura in-dustrial significó un grave retroceso en los niveles de salud pública, con una

IV. Corporalidades y Género

1. El cuerpo como “descubrimiento” del siglo XX

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aguda recurrencia del hacinamiento, de las enfermedades infecciosas, de la desnutrición y la mortalidad infantil. La política social con que se enfrentó la crisis y decadencia capitalista en los países del sur de Europa (España, Portugal, Italia, Francia) no fue sino el oscurantismo religioso (recordar que los tribunales de la Inquisición funcionaron en España hasta 1868). La política social con que se disciplinó la mano de obra en los países capitalistas en auge (Holanda, Inglaterra, Estados Unidos) fue el más extremo purita-nismo. Por ambas vías el cuerpo se convirtió en un verdadero enemigo de las costumbres, del orden establecido. Mientras los ricos inventaban las gracias placenteras y desordenadas de la Volta o la Gallarda, las enormes masas de pobres sólo accedían a ellas en las catarsis toleradas en los escasos días de carnaval (en España, Portugal, Italia), o simplemente no gozaban de carnaval alguno (en Holanda, Inglaterra, en los estados puritanos de Estados Unidos). El baile popular prácticamente desapareció de las ciudades (salvo en el carnaval), y subsistió sólo en las aldeas campesinas, a las que la cultura industrial aún no llegaba.

Pero el saqueo sistemático primero de América Latina y luego de África y Asia por un lado, y la sobre explotación de sus propias poblaciones por otro, permitió, tras quinientos años oscuros, la abundancia europea, que se extendió luego a la zona industrial de Estados Unidos. Una disponibilidad de bienes nunca vista en la historia, empujada por una permanente revolu-ción tecnológica y productiva, generó sociedades complejas, y permitió la aparición de enormes capas medias, formadas por sectores de trabajadores que lograron mejorar progresivamente sus estándares de vida. Primero los trabajos profesionales (médicos, abogados, ingenieros, profesores univer-sitarios, altos funcionarios públicos), luego los trabajadores calificados, de los sectores productivos basados en tecnologías más avanzadas. Desde mediados del siglo XIX crecieron en Europa y en Estados Unidos capas me-dias más grandes y con mejores niveles de vida que en cualquier sociedad humana hasta entonces. A lo largo del siglo XX esta abundancia llegó, de manera variable, pero progresiva, a los trabajadores industriales, y se hizo visible en todas las grandes ciudades del mundo.

Pero entonces, para estas capas medias, el sombrío horizonte cultural del puritanismo o el integrismo religioso, que hasta entonces había cumplido una función productiva, apareció como mezquino y opresivo. Aparece un fenómeno singular, que históricamente sólo se había dado en los momentos más altos de las grandes culturas agrícolas: personas comunes y corrientes quieren gozar de los beneficios de la relativa abundancia que han alcanzado. No sólo los ricos, los aristócratas y nobles, los grandes burgueses y banque-ros, sino las “capas medias”, formadas por un amplio espectro de niveles de ingreso y acceso a la educación, reunidas más bien por la sensación misma de ser “capas medias” que por alguna clase solidaridad o de intereses comunes.

Emerge, de manera masiva, el espíritu burgués, no en los burgueses (pro-pietarios capitalistas) como tales, sino en los sectores sociales que, sobre la base de sus salarios, tienen un horizonte cultural de tipo burgués. Balzac, Zolá, Dickens, convirtieron en una gran literatura el testimonio de esta emergencia1. Surge un espíritu individualista, atravesado de triunfalismo, ávido de ascenso social y de lucimiento, mezquino en sus horizontes, pero ávido de derrochar en todo aquello que le permita ser reconocido. Surge una cierta urgencia por tener voz propia, por expresarse y ser considerado válido en todo aquello que sea expresión particular e individual. Y esto tiene efectos sobre la cultura predominante que superan todo lo que se había dado en la sociedad humana hasta entonces. Surge la política moderna, impulsada por ciudadanos comunes y con una cierta eficacia sobre el po-der del Estado. Surge el arte “moderno”, que generaliza entre los artistas la autonomía del creador que ya se había reivindicado en el romanticismo. Surgen demandas sociales por el salario, por el acceso a la cultura, por la educación y la salud, levantadas por las organizaciones nacientes de la clase de los trabajadores industriales.

1  Actualmente existe todo un género en la disciplina histórica dedicado al acercamiento que hago aquí de manera extremadamente general: la llamada historia de la vida privada. Con ese mismo nombre se puede encontrar en castellano la colección Historia de la Vida Privada (1987), dirigida por Philip Ariès, en Taurus, Madrid, 1987-1989, en cinco volúmenes, y la colección Historia de las Mujeres (1990), dirigida por Michelle Perrot , en Taurus, Ma-drid, 1991-1993, en cinco volúmenes. Entre nosotros se puede encontrar, dirigida por Rafael Sagredo y Cristián Gazmuri, la Historia de la Vida Privada en Chile, Taurus-Aguilar, Santiago, 2005, en 3 volúmenes.

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La autonomía, la completa independencia creativa, defendida y exaltada por los artistas, invierte la relación tradicional entre el gremio y sus mecenas. El mecenazgo se amplía hacia una clase de consumidores de alta cultura que ya no encargan las obras sino que van siguiendo la creación efectiva y potencian o discriminan, a posteriori, lo que los artistas proponen. Por esa vía surge la permanente tensión entre la Academia, que procura mantener la lógica de los encargos reglados por normas, y las vanguardias, más o menos marginales, que luchan por imponer sus nuevos criterios estéticos. Una lógica que es análoga a la tensión permanente entre el movimiento de trabajadores por un lado y el Estado y la burguesía como sus antagonistas. Una analogía que permitirá la aparición de un arte político subversivo que va más allá del uso político tradicional que había tenido el arte por encargo.

Un gran resultado de estos cambios revolucionarios, sobre el cual quiero centrar los comentarios de esta sección, es el “descubrimiento” del cuerpo. La cultura burguesa ya no quiere verse restringida por el puritanismo que le fue impuesto durante los primeros cinco siglos de su historia. Parte de sus ansias de reconocimiento pasan por el abandono progresivo de los índices de estatus que fueron característicos de la cultura aristocrática. La democra-tización de las maneras de vestir, de las maneras de conducirse en público. La democratización de las emociones y las expresiones emocionales que se consideran válidas y pueden ser ejercidas de manera soberana. Nunca más ropajes fastuosos, tampoco las complicadas maneras de saludos y el barroquismo de los gestos de cortesía. Tampoco la contención emocional y expresiva. Los nuevos “pequeños” burgueses ríen a carcajadas en público, lloran de manera visible cuando asisten a los melodramas de moda, corren en las calles, circulan en los días festivos vestidos de manera informal, van a las recién inventadas “vacaciones” con ropajes estrafalarios, o simplemente con la menor cantidad de ropajes posible.

Por supuesto el espanto conservador se expresa, de maneras casi tan viscerales como las que combaten. Se critica el mal gusto, la superficialidad, la flexibilidad moral rayana en el oportunismo, el individualismo galopante. Pero los revoltosos se imponen con su desenfado, con su actitud leve, con la facilidad democrática de sus nuevas costumbres, accesibles a todos los

sectores sociales. Y esta lucha en el campo de las costumbres es sostenida por la nueva cultura burguesa de esa manera directa y desordenada, y es otro campo el que se manifiestan las múltiples revoluciones de los tiempos. La informalidad burguesa se extiende en Francia en las décadas de 1860 y 1870, se propaga a Estados Unidos desde 1890, se generaliza en la Belle Époque (1890-1914). El auge de la cultura revoltosa e informal alcanza su culminación en los “locos veinte” y luego, por todo el mundo, en los “locos sesenta”.

Pero, antes de abordar el efecto de esta nueva cultura sobre la percep-ción del cuerpo, es necesario considerar otra serie de factores, más sutiles, que a pesar de su notoria visibilidad han sido casi siempre ignorados, quizás porque hemos llegado a estar tan familiarizados con ellos que los conside-ramos obvios.

A lo largo del siglo XIX ocurrió la más profunda revolución en la produc-ción agrícola nada menos que desde la misma invención de la agricultura. Los avances científicos en química y en biología permitieron un aumento espectacular en la productividad agrícola y, de manera consiguiente, en la producción de alimentos. A esto hay que agregar el efecto del comercio mundial sobre la diversidad de alimentos disponibles. La papa, el café, el arroz, la soya, la cebada, y una innumerable serie de otras variedades de plantas que alimentaron tradicionalmente de manera local, ahora viajaron y se arraigaron en los lugares más alejados imaginables, cambiando de ma-nera sustancial la dieta de todos los seres humanos. El efecto general es que los niveles nutricionales aumentaron de manera revolucionaria, en todo el mundo, durante más de ciento cincuenta años (1830-2000).

Pero no sólo eso. En la misma época ocurrió también la mayor revolución médica en la historia de la humanidad. La bacteriología permitió las vacunas y los antibióticos. Se conocieron por primera vez los mecanismos profundos de la alimentación, y se enseñaron en todas las escuelas las normas básicas de una dieta equilibrada. Se conocieron las causas de las enfermedades infecciosas y eso permitió un diseño racional de los sistemas de salud e higiene pública. Los Estados se preocuparon activamente de desarrollar

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los sistemas agua potable, de salud primaria, de educación para la salud.

Es difícil dar cuenta del enorme y múltiple impacto que estas revoluciones han significado en la historia humana. Por mucho que enumeremos cifras y estadísticas, la diferencia de nuestra vida cotidiana con la que las personas comunes vivían hace tan sólo cien años es tan grande que simplemente ya no podemos imaginar sus condiciones de vida.

Sólo algunas cifras. La esperanza de vida de las personas comunes pasó, en todos los países del mundo, desde unos 35 años en 1900 a unos 75 años en el 2000. ¡Vivimos en promedio más del doble que nuestros bisabuelos! La mortalidad infantil bajó desde un 20% en 1900, incluso en los países más avanzados, a menos del 1% en 2000, incluso en los países más atrasados. La estatura de las personas comunes es hoy, en promedio, más de veinte centímetros mayor que hace sólo cien años. Por supuesto, también, por las mismas razones, hemos pasado de 1500 a 7000 millones de seres humanos en esos mismos cien años. Antes de considerar cómo ha cambiado nuestra percepción y experiencia del cuerpo es necesario tener presente que los mismos cuerpos humanos han cambiado de manera revolucionaria.

Si hay un campo en que las nuevas ansias de vivir de manera conforta-ble y placentera se expresó, a lo largo del siglo XX, con particular fuerza, es el de experimentar al máximo esta nueva corporalidad, más vigorosa y susceptible de experiencias que los avances productivos y técnicos hicieron posible. La liberación burguesa (pequeño burguesa) respecto del purita-nismo de la cultura moderna tradicional se expresó ante todo como una euforia hedonista. Desde fines del siglo XIX, primero en las capas medias acomodadas, surgió un creciente interés por “gozar” la vida. Se reinventó la antiquísima costumbre de los balnearios marítimos, que había desaparecido con el Imperio Romano (recordar Pompeya y Herculano). Tener casa en la playa, “ir a la playa”, se convirtió en una necesidad y en una tensión, más allá de todos los dolores de cabeza que significó para los sectores medios más empobrecidos.

Pero también se recuperó la antiquísima costumbre de los deportes físi-cos, que por más de mil quinientos años había estado restringida a las clases

dominantes y a la formación militar. El fútbol, el rugby, el básquetbol, el beisbol, se convirtieron en “pasión de multitudes”. La educación física, con énfasis variables entre lo deportivo y lo militar, se convirtió en una asigna-tura obligatoria en todos los niveles educacionales.

Este nuevo interés por el despliegue físico fue reforzado por las nacientes formas de propaganda de las empresas dedicadas a los rubros de consumo masivo. La propaganda de automóviles, de accesorios del hogar, del vestua-rio, de los cigarrillos, y de las famosísimas Coca Cola y Pepsi Cola, apelaron a la difusión de un estilo de vida (el famoso “american way of life”) en que se enfatizaban de manera directa y casi violenta la cultura del despliegue físico y los atractivos del cuerpo sexualizado.

Revolución en los Cuerpos Revolución de los CuerposDieta

Higiene

Revolución Médica

Ejercitación

Hedonismo

Juvenilización

El Cuerpo como Estatus

Diversidad Corporal

Erotismo y Des-erotización

Sexualización

Nueva Sensibilidad

Diversidad de Géneros

Esperanza de Vida

Vigor Físico

Nuevas Medidas Corporales

Desarrollo de la Motricidad Fina

Cuerpos Intervenidos

Prótesis

Piercing

La posibilidad de una vida larga y saludable, cambió también de manera dramática la idea tradicional, tan antigua como la historia misma, de cuestio-nes tan básicas como qué es un “joven”, hasta qué edad se es “niño”, desde qué momento somos “adultos” o “viejos”. Cada uno de estos períodos no sólo se extiende sino que, en sentido auténtico, se constituye como sector

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social: por primera vez en la historia los niños, los jóvenes, los viejos, se convierten en sujetos sociales significativos, con necesidades y capacidades de acción propia. Y la sociedad los reconoce como tales, en sus necesidades y capacidades.

Sin embargo, la pasión burguesa, hedonista, que recorre el siglo XX, ha construido y perseguido de manera dramática una convergencia de todos estos estratos de edad hacia la juventud. Los niños ansían llegar a jóvenes, los viejos sufren porque ya no lo son, los adultos sufren pensando que poco a poco dejan de serlo. La virtudes atribuidas a la juventud (vigor, jovialidad, salud, optimismo, capacidad de innovación, capacidad de gozar plenamen-te), fueron (y son) adoradas y exaltadas sin tregua por los medios de comu-nicación. Actuaron como meta e ideal de cada hombre y mujer a lo largo de todo el siglo. En una sociedad democratizada en muchos aspectos, en que los indicios tradicionales de estatus y privilegio (como el vestuario, el acce-so a la cultura o las “buenas maneras”) pueden ser fácilmente simulados, el acceso a una corporalidad cercana a estos mitos e ideales, propagados hasta el exceso por los medios de comunicación, se convirtió en un verda-dero privilegio. Una nueva fuente de estatus que se expresa en la condición universal que atormenta a los que buscan empleo: “se requiere persona de buena presencia”.

Pero estas metas e ideales tuvieron y tienen una realidad efectiva tre-mendamente variable, y en la práctica llegaron a significar algo sólo para un segmento de edad bastante breve, y sólo fueron efectivas y plenas en los sectores sociales más acomodados. En la vida social común, cotidiana, efectiva, es este carácter de realidad mítica y nunca realizada la que ha sido de manera constitutiva y esencial para la cultura del siglo XX: no es la realidad de la juventud la relevante, sino más bien, simplemente, su ca-rácter ideal, y la ansiedad masiva que conlleva. Desear llegar a ser joven, desear permanecer joven, desear ser para siempre “joven”, ha marcado el imaginario corporal de los últimos ciento cincuenta años, incluso de manera creciente. Y esto a pesar de todas las limitaciones y sufrimientos efectivos que afectan a la juventud real.

También la revolución industrial permanente que vive la modernidad desde principios del siglo XIX ha significado enormes cambios en las pau-tas cotidianas de corporalidad y movimiento. El trabajo industrial por un lado ha reemplazado progresivamente el esfuerzo físico directo, propio del trabajo campesino, por un esfuerzo que requiere más de coordinaciones musculares y perceptuales finas que del despliegue de energía. Por otro lado, sin embargo, ha ritualizado fuertemente los movimientos en la esfera del trabajo, proyectando el modelo mecánico del movimiento de una máquina sobre el cuerpo humano, y extendiéndolo progresivamente, como hábito, más allá del tiempo de trabajo, a toda las expresiones de la vida cotidiana.

El desarrollo industrial ha promovido el uso sistemático y creciente de interfaces que prolongan y magnifican el esfuerzo humano. Los automóviles permiten correr más rápido que los pies. La sierra eléctrica corta con más energía, precisión y eficacia que el hacha. La máquina de escribir imprime la escritura con mayor precisión y claridad que la pluma de ganso. Hoy en día la mayor parte de los trabajadores que producen bienes reales sólo completan los aspectos que las máquinas no han podido automatizar. Por un lado los cuerpos son físicamente más vigorosos, por otro el patrón de esfuerzos corporales predominante se ha desplazado desde la musculatura gruesa y el gasto de energía a la musculatura fina y el trabajo con las coordinaciones entre musculatura y percepción.

Pero el desarrollo industrial ha revolucionado también completamente la vida cotidiana, llenándola de artefactos cuya relación con las destrezas corporales es completamente distinta a la relación entre el cuerpo y los objetos en las culturas tradicionales. Equilibrarse en el Metro, caminar en calles repletas de personas, dominar los botones y palancas de los arte-factos eléctricos, y luego dominar las teclas de los artefactos electrónicos. Dominar el teclado del celular con una sola mano, al mismo tiempo que se conduce un automóvil.

El ejercicio corporal de la vida cotidiana, tal como el de la esfera del trabajo, ha evolucionado también desde el esfuerzo físico al esfuerzo neu-romuscular y perceptual. Y con ello los patrones tradicionales de cansancio han cambiado. El cuerpo vigorizado, lleno de energía, se enfrenta ahora a un cansancio predominantemente neuromuscular. A un cansancio que tiene

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una fuerte carga subjetiva que se somatiza en la musculatura gruesa. Se ha vuelto absolutamente cotidiano el buscar descanso haciendo ejercicio físico, gastando energía… “cansándose”. De la motricidad gruesa a la motricidad fina, y de esta a una motricidad subjetiva, plenamente condicionada e inter-venida por la subjetividad. Es común hoy en día que la danza, sobre todo en sus formas modernas, sea vista como un lugar de descanso relativo: expre-sión subjetiva y despliegue corporal íntimamente ligados por los hábitos y condiciones de la misma vida cotidiana. No es raro, en ese contexto, que la danza sea tan frecuentemente vista como un procedimiento terapéutico.

2. La cultura corporal en la danza del siglo XX

El cuerpo juvenilizado por el imaginario hedonista de las capas medias ha tenido un papel central en la danza del siglo XX, en todos los estilos. En el ballet primero, y la danza moderna luego, está el origen de los modelos de corporalidad que han sido considerados adecuados para el cine, la in-dustria de la publicidad, e incluso para los argumentos medio estéticos y medio mercantiles de la industria alimentaria y la medicina mercantilizada.

Este cuerpo, imaginariamente pleno, ha sido la fuente de las innumerables ansiedades que atacan la confianza en sí mismo, o la necesidad compulsiva de ser reconocido y aceptado, de los individuos a la deriva entre el consu-mo y la precariedad de la vida. Y ha sido también, para algunos, una fuente inesperada de estatus y privilegio.

Estas ansiedades resultan perfectamente claras en el origen de la danza moderna, tanto en su versión alemana como en la norteamericana. Todas las valientes coreógrafas blancas, de capas medias acomodadas, en Estados Unidos (Duncan, Saint Denis, Graham, Humphrey) que todas las historias reconocen como creadoras de la danza moderna, provienen de ambientes liberales que están en plena polémica con el puritanismo tradicional. Todas reivindican la libertad corporal, la libertad de ejercer un cuerpo expresivo, abierto, libre de las restricciones impuestas por las costumbres victorianas. El puritanismo y la represión conservadora son temas frecuentes en sus obras. Cada una de ellas puede ser vista como una verdadera heroína en la

larga lucha por la liberalización y humanización de las costumbres, que no va a culminar sino hasta los años sesenta.

El modernismo de la danza alemana encuentra sus raíces en los movi-mientos de gimnasia rítmica y vida natural que abundan en la región desde mediados del siglo XIX. La escuela sueca de gimnasia, iniciada por Pehr Henrik Ling (1776-1839) y su hijo Henrik Ling (1820-1866), no competitiva sino orientada hacia el reforzamiento de la salud, con un matiz algo militar, encontró su alternativa en la escuela alemana, iniciada por Guts Muths (1759-1859) y Friedrich L. Jahn (1778-1852), orientada hacia la competi-tividad deportiva, pero con un idéntico énfasis en la salud “perfecta” y la vida cercana a la naturaleza. Ambas fueron extraordinariamente populares, y practicadas en forma masiva en escuelas y lugares públicos, sobre todo desde la década de 1870. Pero, a su vez, frente a ambas, también fue masiva y popular la tendencia hacia la gimnasia rítmica, desarrollada paralelamente tanto por Emile Jacques Dalcroze (1865-1950) como por Rudolf Bode (1881-1971). En estas escuelas el ánimo competitivo y militar fue ampliamente abandonado, a favor de un nuevo énfasis en un concepto más integral de salud, tanto física como espiritual, un concepto más cercano a las ideas de cuerpo bello, de goce del vigor natural, y de simple esparcimiento libre y sano, sin grandes objetivos pragmáticos, más bien asociado a la idea de realización personal. Rudolf Laban, Mary Wigman, Kurt Jooss, Maja Lex, como la mayoría de los fundadores del modernismo alemán, se formaron en estas escuelas de gimnasia rítmica, y las practicaron a lo largo de sus vidas de manera cotidiana, como parte de su apresto para la danza.

Este origen “gimnástico” del modernismo, tan presente en la lucha de las blancas estadounidenses contra el puritanismo, se diluirá parcialmen-te en su época clásica, más cercana al expresionismo, cuando la libertad expresiva se pone como valor central, y eso lleva espontáneamente a la aceptación de toda corporalidad como válida, y a toda expresividad como legítima. Pero resurgirá con fuerza en la época, más conservadora, de su academización. Esta deriva, que en realidad es más compleja que la de una

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simple sucesión temporal, trae a todo el ejercicio de la danza a lo largo del siglo, una permanente tensión: la danza que ha sido creada y engrandeci-da en el contexto de un movimiento histórico democratizador, se aleja de manera cíclica de ese contexto hacia la sobrevaloración de determinadas configuraciones corporales privilegiadas.

Este privilegio de ciertas corporalidades está apoyado en el ejercicio sis-temático de las más diversas escuelas de gimnasia, y en el acceso a niveles nutricionales y de salud por sobre la normalidad efectiva, siempre atacada por la pobreza y la enfermedad. Pero está respaldado también por el in-tenso imaginario social en torno a las corporalidades que serían deseables o adecuadas. Los mitos de la salud permanente, de la vida sin riesgos, de la juventud permanente, y los estereotipos de belleza, de agilidad juvenil y deportiva caen una y otra vez, de manera inclemente, y creciente, sobre las personas comunes a lo largo de todo el siglo. Y se expresan en su relación directa, como intérpretes posibles, o indirecta, como espectadores, con las diversas formas de la danza pero, sobre todo, con su práctica como forma artística.

Después de generaciones y generaciones de niñas defraudadas por las extremas exigencias del ballet, sometidas a esfuerzos y exigencias por ma-dres ansiosas, sometidas al escarnio de la competitividad y la obligación de mantener estándares de desempeños impuestos, se tiene la impresión de que es sólo en ese ámbito que las corporalidades privilegiadas y sus exigen-cias han representado un problema, humano y, a la larga, también estético, para la danza. Mucho más amplio, y sutil, y por tanto menos notorio (hasta el grado de “invisible”), es lo que ha significado la misma presión en la danza moderna, y en las vanguardias academizadas. Una y otra vez, modernistas y vanguardistas han proclamado la validez de toda corporalidad, una y otra vez esta validez general ha sido defraudada por la profesionalización y la academización. Sin embargo, en estos casos, este retroceso es más sutil: todo es válido, pero no todo es arte. La diferencia entre arte y artesanía, entre práctica artística y ejercicio común, entre “danza” y “baile”, ha sido el modo en que las esperanzas expresivas de las capas medias han sido relegadas al ámbito de “aficionados”, o al ámbito derivado de prácticas de tipo terapéutico (como el yoga, o el uso de la eutonía, o el Feldenkrais). La

promesa de goce integral, de reconocimiento pleno, encuentra un límite: la destreza de los especialistas. Y, de una manera algo dramática, las orgullosas y democratistas capas medias… acatan. Más aún, se sienten intimidadas, y combinan sus ansiedades entre la secreta ambición de “hacerlo tan bien como ellos” y la resignada posición de “al menos admirar lo que hacen”.

Justamente estas tensiones se han constituido en un asunto central en la estética de la danza. Tanto en el ámbito real y directo de la creación y sus horizontes, como en el de la teoría que la sigue. El asunto es la oscilación, que ha llegado a conocer mucho más de una vuelta, entre la validez de toda corporalidad y su reverso en la exigencia de destrezas y competencias cor-porales especializadas. En la medida en que el cuerpo es el soporte central de la danza, esta oscilación equivale a lo que ha sido en la plástica la larga y compleja polémica sobre los soportes, y sobre las destrezas técnicas y pro-fesionales. Tal como se ha discutido la validez del formato cuadro en pintura, hacia soportes más complejos como las instalaciones, las intervenciones, los materiales no convencionales, se ha discutido también en danza sobre los cuerpos más o menos “adecuados”. Una gran diferencia, sin embargo, es que mientras en la plástica estas discusiones han ocurrido de manera explícita, y a través de debates en que se encuentran diversas opciones, en la danza la oscilación ha ocurrido de manera soterrada, con algo de mala consciencia, más bien como cambios de hecho en las prácticas concretas que a partir de opciones explicitables.

Pero, justamente por eso, también el reverso de esta corriente persisten-te hacia las corporalidades privilegiadas, ha sido particularmente explícito, de una manera disruptiva, y se ha planteado cada vez como desafío abierto a las convenciones imperantes. La situación de esos desafíos representa una dramática contradicción para el espectador común. Y es justamente por eso que he incluido esta sección. Por un lado el imaginario corporal del siglo XX que he descrito también opera, y muy directamente, sobre los espec-tadores. Eso significa una cierta expectativa del espectador medio sobre el desempeño de los bailarines y coreógrafos que se presentan como artistas.

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Por mucho que estas expectativas también se relajan considerablemente en las épocas más liberales, actúan como una presión permanente para el gremio. Por otro lado esas expectativas contienen, y en cierto modo disi-mulan, la propia impotencia del espectador ante ideales de corporalidad a los que, por mucho que tengan de míticos, sólo logra asistir en calidad de testigo, algo externo. La “admiración” de que son objeto frecuentemen-te los bailarines profesionales está envuelta de un dramático reverso: una soterrada, muy oculta, animadversión que proviene de esa impotencia. La mayoría de los bailarines la constatan, también de una manera dramática, en sus vidas cotidianas.

Las vanguardias, justamente en sus momentos vanguardistas, han aco-gido estas contradicciones en torno a la corporalidad como uno de sus temas centrales. Si el gran orgullo del modernismo es la reivindicación de la libertad corporal expresiva en contra del puritanismo conservador, la subversión vanguardista ha consistido en mostrar como esa reivindicación olvida, omite, sistemáticamente aquellas realidades que se alejan de los nuevos modelos y ideales corporales dominantes. Sólo en los países, y en los sectores sociales, aún católicos (o sometidos a enclaves de protestan-tismo conservador), la libertad del cuerpo es un tema de vanguardia. La experiencia más política del cuerpo, en las vanguardias, ya no tiene que ver con los ideales hedonistas de las capas medias, sino con un horizonte crítico en que toda forma de discriminación debe ser impugnada.

Para la sensibilidad modernista, siempre deudora de las claves básicas del romanticismo, una reivindicación importante es la crítica de la ritualización corporal producida por la cultura industrial, de la mano con el tópico del acercamiento a la naturaleza, vista como ámbito de pureza, de espontanei-dad y libertad. Para la perspectiva mucho más urbana y política de las van-guardias, en sus momentos no academizados, no es tanto el acercamiento a la naturaleza y su pureza mítica el asunto, sino las situaciones de discri-minación y postergación concretas, actuales, en la cultura predominante.

Es por este “naturalismo” neo romántico que el desnudo, que históri-

camente ha resultado progresivo, ha sido significativo para el modernis-mo2. Para las vanguardias, en cambio, la ropa de calle es suficiente, incluso para exhibir destrezas, sin que la desnudez implique ninguna trasgresión particular. Desde un punto de vista más político, es como si la desnudez omnipresente a la propaganda comercial fuese ya suficiente, haciendo que la protesta no gane nada particular con reproducirla, o aludirla, ni siquiera en sentido crítico.

Es en este contexto que resultan extraordinariamente interesantes, en términos políticos y estéticos, los coreógrafos que han trabajado directa-mente con discapacitados, o que han puesto en escena de manera agresiva y directa la realidad del SIDA, o de los estados terminales de salud. En sen-tido político se puede entender la impugnación directa de los efectos de discriminación que significa el olvido, la omisión, la invsibilización, de tales realidades. Desde un punto de vista estético, aunque resulte algo violento decirlo, el asunto es el radical cuestionamiento de los soportes (cuerpos) que se han convertido en predominantes y privilegiados desde los ambientes profesionalizados y academizados. Este es un ámbito en que claramente puede verse lo que describiré luego como arte político: un arte en que la ruptura formal es congruente con la ruptura que se promueve a nivel social. Danza de discapacitados, danza de gordos, ciegos, Dawn, danza de esmirriados y torpes, danza en que coexisten de igual a igual con los que pueden presumir de “normales”: esa es una parte muy significativa de la nueva danza política o, al revés, de la repolitización de la danza tras décadas de conservadurismo disciplinar.

3. La diversidad de género como “descubrimiento” del siglo XXI

La libertad burguesa (pequeño burguesa) ganada a lo largo del siglo XX significó una extraordinaria expansión de las posibilidades de la subjetividad.

2  Una situación y perspectiva muy distinta a la del uso del desnudo en las vanguardias academizadas, o en los momentos academizados del ballet o el estilo moderno, en que lo que está en juego es más bien “limpiar” el espacio corporal para poner en evidencia la com-plejidad y dificultad de las destrezas, que un ánimo liberador, o de denotar espontaneidad.

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Una extraordinaria revolución en el reconocimiento de los derechos de la expresión subjetiva, según los dictados de la soberanía individual.

La diferenciación de innumerables grados de “noviazgo”, prematrimo-niales, en principio libres, entre los jóvenes, simplemente no tiene paralelo alguno en ninguna sociedad humana anterior. De la misma manera, la ex-traordinaria frecuencia del divorcio, y su reconocimiento social, la frecuencia de los segundos o terceros matrimonios o, simplemente, de la convivencia extra matrimonial. El amplio reconocimiento social del derecho de cada individuo de ejercer libremente sus afectos. Considérese, como mínimo, que en casi todas las sociedades humanas la realidad de los afectos y la institución de la familia estaban rígidamente reglamentadas, y regidas en cada familia por los mayores.

La emergencia de la subjetividad afectiva libre e individual es una gran conquista de la modernidad, pero sólo llegó a ser una realidad masiva y efectiva desde fines del siglo XIX. El siglo XX es el siglo de su consolidación.

Pero este ámbito de expansión de la subjetividad no ha tenido sólo un significado afectivo. Ha estado apoyada por un sólido avance en los dere-chos de las mujeres, los jóvenes y los niños. Paradójicamente, la sociedad moderna, que llevó la milenaria dominación patriarcal hasta sus más vio-lentos extremos (como la quema de brujas o la sistemática cosificación de la condición femenina), es la primera en la historia en alcanzar grados tan altos de derechos para las mujeres y jóvenes y, sobre todo, grados tan altos de aceptación y legitimidad social de esos derechos. Y estas conquistas son una de las grandes hazañas del siglo XX.

La masiva integración de la mujer al trabajo industrial, inicialmente pro-movido sólo por el interés burgués de pagar menores salarios, pronto fue seguida por la reivindicación de la igualdad. Desde los primeros años del siglo el feminismo igualitarista, omnipresente en el movimiento obrero, pero también autónomo y consciente de sí entre las mujeres de capas medias, luchó por los derechos políticos (el sufragismo), por el acceso a la educación media y superior, por la igualdad salarial. Estas luchas tuvieron un poderoso efecto sobre la sensibilidad común, sobre los patrones de comportamien-to social. Bajo el impacto de las diversas formas del psicoanálisis, los años

treinta marcaron el ascenso de la consideración social de los niños, que se convirtieron en sujetos con una esfera subjetiva propia, para la cual se masificaron nuevas fórmulas de crianza y educación infantil. Más tarde, los jóvenes son los héroes de los locos sesenta, que los exalta hasta el grado del mito.

Pero el igualitarismo resultó ser sólo el punto de partida de las políticas identitarias. Desde las políticas de la igualdad en los años sesenta se pasó a las políticas de la diferencia. Si los que luchan desde las primeras encaran a sus opresores tradicionales afirmando algo como “podemos hacer las mis-mas cosas que hacen ustedes”, ahora las defensoras de la diferencia afirman “podemos hacer cosas que ustedes no pueden hacer”. Desde una lucha en que de alguna manera se perseguía la asimilación al modelo de subjetividad dominante (al hombre, padre, proveedor, ciudadano, racionalista, patriarcal), se pasa a la reivindicación de rasgos específicos, propios, de la condición femenina, que la constituirían como esencialmente diferente, e incluso pre-ferible a una cierta condición masculina, de algún modo antagónica.

A lo largo de los años setenta, sin embargo, la reivindicación de la dife-rencia, que había alcanzado un enorme nivel de legitimidad social, mostró su extraordinaria complejidad. La apariencia dicotómica, relativamente simple, distinguida como eje femenino-masculino, estalló en dos direcciones, cada una llena de humanidad y creatividad. Por un lado la diversidad real y evidente, secularmente omitida y oprimida, es mucho más amplia que la diferencia de género. Paralelamente emergen o, más bien, se hace por fin visible, la tradicional lucha por los derechos civiles de las minorías raciales y los derechos de los postergados del tercer mundo. Por otro lado la dicoto-mía de género es cuestionada por los movimientos de gays y lesbianas, que operan desde diferencias no reductibles a una condición femenina esencial.

A pesar del amplio retroceso, del oscurantismo cultural y la represión fundamentalista que se levanta en todo el mundo en los ochenta, las largas luchas por la diversidad se desarrollan, se amplían, y vuelven a emerger des-de mediados de los años noventa. El siglo XXI amanece lleno de diversidad, pleno de luchas por el reconocimiento. La diferencia sexual se multiplica en

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un colorido mundo de especificidades. Las diferencias “raciales” se multi-plican ahora como luchas por el reconocimiento de la diversidad cultural, por los derechos de los pueblos originarios, por los derechos de las minorías culturales que aparecen ahora en todo el mundo empujadas por grandes procesos migratorios: millones de turcos en Alemania, millones de negros africanos en Francia, millones de hindúes y paquistaníes en Inglaterra, mi-llones de europeos del Este que inundan la Europa capitalista tradicional y, la máxima expresión de este multiculturalismo, la extraordinaria diversidad étnica y cultural en Estados Unidos.

Los movimientos feministas han sido el modelo de todas estas luchas por la diferencia a lo largo del siglo XX. Desde el feminismo sufragista (desde 1880) hasta el feminismo de la diferencia (desde los años 60), sus discusio-nes, sus múltiples aportes a la reflexión, han sido el terreno desde el cual toda filosofía de la diferencia se ha levantado. Productos de esa rica tradición es que, a principios del siglo XXI, la diversidad de géneros ha trascendido, tanto teórica como prácticamente, todos los espacios tradicionales de la discriminación para poner su colorido en la vida cotidiana, en las discusiones de todos los sectores sociales.

Pero también, por esa misma larga tradición, sus formulaciones teó-ricas más radicales han alcanzado una sofisticación que opera como una vanguardia que ya no es tan fácil de seguir por el sentido común. Por un lado un cierto barroquismo de sus formulaciones académicas (marcadas por las filosofías post estructuralistas y de la deconstrucción), por otro la reivindicación de avanzadas prácticas de libertad que aún no son fácilmente aceptables de manera masiva. Lo que es indudable, sin embargo, es que tal como, entre muchas otras cosas, el siglo XX fue el siglo de los movimientos femeninos, el siglo XXI podría ser el de gays, lesbianas y travestis.

Es importante al respecto indicar, aunque sea de manera muy general, la diferencia entre estos tres momentos en sus fundamentos teóricos. La rei-vindicación de las igualitaristas pudo ser criticada por las feministas que las siguieron por su aceptación implícita del modelo patriarcal como una meta para sus reivindicaciones. Se podría decir así: “no sólo queremos ser iguales

a ellos, también tenemos derecho a reivindicar nuestro propio modelo de subjetividad”. La diferencia entre género y sexo se usó, en este contexto, como una verdadera bandera de lucha. Se afirmó que mientras el sexo podía ser considerado como una categoría natural el género, en cambio, era una realidad puramente cultural. Como afirmó más de alguna feminista: “no se nace mujer, se llega a ser mujer”.

En los años ochenta y noventa, sin embargo, al extender esta diferencia a la realidad de gays y lesbianas, las teóricas más importantes objetaron incluso esta diferencia. Por un lado criticaron la idea de que exista alguna esencia propia y pura que pueda ser considerada como condición femenina (y, por cierto, su correspondiente “esencia masculina”) en el marco de una crítica filosófica a todo esencialismo, por otro criticaron la naturalización que implica reducir la sexualidad a una aparente objetividad médica, que operaría de manera binaria: sólo hay “hombres” o “mujeres”. Tal como las luchadoras anteriores criticaron la naturalización del género, las nuevas autoras criticaron la naturalización del sexo3. Se podría decir, muy en ge-neral, que la nota dominante de este “post feminismo”, es la idea de que tanto el sexo como el género son más bien posiciones de subjetividad, que no tienen un fundamento natural, ni una esencia estable de ningún tipo, y que se constituyen de manera completamente histórica, de acuerdo a la cultura dominante, y a las resistencias que origina.

3  La bibliografía posible al respecto es enorme. Sólo de manera indicativa, porque el obje-tivo de esta sección es sólo contextualizar los cambios en la danza, digamos que esas nuevas teóricas, que suelen llamarse “post feministas”, son Judith Butler, Donna Haraway, Sheila Jeffreys, Luce Irigaray, Kate Millett. Sus escritos, innumerables, y el valioso y enorme caudal de textos que han generado, son hoy referencias obligadas para quien quiera estudiar el arte en el contexto de las preocupaciones más sentidas de sus mejores representantes.

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Las muchas maneras de lo femenino, la emergencia del reconocimiento de masculinidades diversas, el reconocimiento social de la diversidad gay y lesbiana, forman hoy, ya en pleno siglo XXI, parte del haber de la muy larga lucha humanista que han levantado los sectores progresistas en la moder-nidad. Forman parte de lo que los más amplios sectores sociales consideran ya como sus derechos básicos, anteriores a toda tendencia fundamentalista, a toda discriminación, o a toda legislación restrictiva. El reconocimiento de la legitimidad de la diversidad de género puede ser visto como uno de los más grandes avances en la lucha por la libertad de la sociedad humana.

Todo esto, que no es sino cultura contemporánea, es esencial para en-tender algunos aspectos cruciales en danza. No sólo como espacio contex-tual sino internamente. La danza es, entre todas las artes, la que está más directamente condicionada por la diferencia de género. Hasta sus criterios estéticos más internos han sido determinados por estas luchas.

4. Sexo y género en la danza como forma artística

Tradicionalmente, desde su constitución como forma artística en la Eu-ropa del siglo XVIII, la danza ha sido un arte “feminizado” desde una sen-sibilidad masculina. No sólo masculina, también patriarcal, gruesamente machista. Esta feminización culmina, en muchos sentidos, en el siglo XIX, y es paralela a toda una oscura historia, que siempre ha sido omitida por los teóricos del gremio.

Curiosamente, en contra de lo que muestra la industria turística y la ba-nalidad cultural, en la mayor parte de las culturas humanas la danza ha sido un privilegio de los hombres. Los marinos, los pastores, los campesinos, los guerreros, los sacerdotes, siempre hombres, bailan en las culturas tradicio-nales para invocar los espíritus que favorecen sus oficios. Las mujeres miran.

Sólo en las culturas agrícolas más estratificadas, en los grandes imperios de la antigüedad, se levanta el uso paralelo, aún más marcado por la opresión patriarcal, de la danza erótica realizada por mujeres. La danza “seria”, la que

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mo › Asimila el sexo al género

› El sexo como construcción social e histórica

› Reivindica una diversidad sexual no binaria

› La diversidad sexual como condición no esencia-lista, cambiante

› Diferencia entre sexo y género

› Sexo natural, género como construcción social

› Reivindica la diferencia sexual binaria como diferencia de vida

› Diferencia sexual como esencia

› Distingue entre sexo y género

› Roles sociales de la mujer como construcción social

› Reivindica derechos políticos y sociales

› Diferencia sexual como diferencia política

› Asimila el género al sexo

› Roles femeninos naturales

› Acceso restringido de la mujer a los derechos políticos y sociales

› Diferencia sexual natural

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tiene objetivos rituales, o de legitimación cultural y política, la ejercen los hombres. En la periferia, como otra dimensión más de la opresión, las muje-res bailan para los hombres. Por supuesto, sólo entre y para los poderosos.

Hay que considerar, sólo como ejemplos, que todos los oficios de la dan-za en la tragedia y la comedia griega clásica son realizados por hombres. Sólo la comedia nueva, ya en pleno período helenístico, lleva a la mujer a la escena, en un contexto explícito de banalización y grosería que se experi-menta como cómica en su dimensión más trivial. Otro ejemplo, la tradicional danza polinésica del Tamuré fue siempre danzada, con fines rituales, por hombres. Fueron los colonos europeos, tanto o más machistas que los mis-mos tahitianos originarios, los que encontraron que se vería mucho mejor bailada por mujeres, por supuesto, en contextos completamente ajenos a su origen ritual.

En la cultura europea este predominio de los hombres en la ejecución artística se mantuvo hasta principios del siglo XVIII. Los roles femenino en la ópera y en el teatro, incluyendo sus episodios danzados, eran ejecutados por hombres en travesti. Era frecuente, y obligado, que en las óperas del siglo XVII las cantantes entonaran sus arias entre bambalinas, y fuesen repre-sentadas ante el público por hombres en travesti que gesticulaban su canto.

Pero paralelamente, y como ninguna cultura anterior, ya desde el siglo XIV, Europa conoció un grueso doble estándar: mientras en los espacios públicos “legítimos” imperaba la representación masculina, en las sombras de la transgresión privada la mujer fue espectáculo y objeto del imaginario masculino, en unos contextos escénicos subterráneos, privilegio exclusivo de los que tenían a la mano algún grado de poder patriarcal. Esto genera una amplia historia oculta de las artes escénicas europeas, muy mal explorada hasta hace muy poco, y frecuentemente negada por la vía de su simple y radical omisión en la historiografía convencional.

La figura del prostíbulo más o menos elegante, al que pueden acceder los más poderosos, se repite a lo largo de cinco siglos, hasta culminar en su impúdica visibilidad en la segunda mitad del siglo XIX, en los teatros de variedades franceses, como el mítico Moulin Rouge. En estos lugares

hay, siempre, un espacio escénico en el que se desarrolla toda una cultura de exhibición de lo aparentemente prohibido y generalmente tolerado. Homosexuales, travestis, mujeres que ejercen el comercio sexual, siem-pre en convivencia con músicos, maestros de danza en sus horas secretas, dramaturgos menores e improvisados, escenógrafos al servicio del placer, generan innumerables espectáculos, por los que circulan, en sus expresio-nes grotescas, todas las modas de la danza y la música cortesana. Son los lugares a los que primero llegan las danzas exóticas del mundo árabe (como la zarabanda), de las culturas precolombinas en proceso de colonización (como la chacona). Los lugares en los cuales la danza campesina se hace urbana (es el caso del vals). Los lugares en que se va creando, en la sombra, la libertad de la subjetividad moderna, por entonces formalmente oprimida por el conservadurismo católico y protestante.

Estos prostíbulos, que en Chile fueron llamados legal y oficialmente “ca-sas de tolerancia”, esconden una buena parte de la creatividad de la danza europea histórica. Las grandes bailarinas reconocidas del siglo XVIII y XIX circulan de la sala de teatro pública a estos espacios “privados” constante-mente. Es en ellos donde se desarrollan los embriones de la gran ópera, que sólo es posible representar, por su costo y envergadura, en teatro oficiales. Es en estos espacios en que se desarrollaron las destrezas corporales que condujeron tanto a la disciplina del ballet clásico como a su medio hermano paralelo y omitido, el baile de variedades.

Sin embargo, cuando consideramos la situación de este ámbito de arte-sanías desde el punto de vista de las relaciones de género, lo que encon-tramos es el lado verdaderamente oscuro de su creatividad. La progresiva cosificación patriarcal de la condición femenina, que se va abriendo paso lentamente hacia la esfera de su explicitación pública.

Como otra de sus infinitas manías racionalistas, la época napoleónica procuró poner orden en este doble estándar. Por un lado se prohibieron los carnavales y las fiestas callejeras, que se fueron convirtiendo, desde la toma de la Bastilla, en lugares de subversión. Por otro lado, se “democrati-zó” el prostíbulo elegante, creando el espacio escénico ambiguo, pleno de

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doble estándar, que es el teatro de variedades legalmente permitido y, sin embargo, con una amplia zona de actividades anexas toleradas mucho más allá de lo que la moralidad pública victoriana, e incluso la misma legalidad, proclamaban de manera hipócrita y grandilocuente.

Este cambio de estándar llevó a una inversión revolucionaria y curiosa: en la representación de la danza se impuso la figura fetichizada de la mujer hasta tal punto que, a mediados del siglo XIX, muchos papeles masculinos en el ballet eran ejecutados por mujeres en travesti. La danza se convirtió en un “arte femenino”, empujada, por supuesto, por el imaginario de co-reógrafos, maestros de ballet, libretistas y empresarios plenos de poder y ansiedades patriarcales. El ballet se convirtió en la primera gran escena de la exposición patriarcal de la mujer como objeto, y es desde ese modelo que se proyectó sobre el cine y luego sobre el mundo de la pasarela de modas.

En el ballet clásico la cosificación de la mujer y, más estrechamente, la del cuerpo femenino, alcanza su momento de máxima sublimación. El ideal patriarcal de mujer, sus obsesiones y sus contradicciones, se expresan con la máxima transparencia e ingenuidad. Un curioso machista que se llamó Theóphile Gautier llegó a definir una “bailarina pagana” frente a una “bai-larina cristiana”, caracterizando y contraponiendo sus movimientos típi-cos, sus formas y proporciones corporales, y asociando cada una de ellas, por supuesto, con cualidades morales y sociales. Muchos balletómanos comparten sus juicios hasta el día de hoy. O, lo que es más importante, esta asociación de cuerpos y movimientos “femeninos” de un tipo u otro, presiden hasta hoy el imaginario estético del estilo académico, y de los momentos academizados de los otros estilos. Su prolongación más visible, y legitimada, se puede encontrar en la definición de la corporalidad ideal de sus “musas”, reiterada una y otra vez, a todo el que se lo preguntó, por George Balanchine.

Las creadoras del estilo moderno fueron plenamente conscientes de esta cosificación estilizada y estetizada de la mujer en el estilo académico. La más explícita, y en muchos sentidos la más profunda, es Isadora Dun-can. Refiriéndose a los ideales de la escuela de danza que siempre quiso

tener escribe: “no quiero formar bailarinas mejores, quiero formar mujeres mejores”. En sus escritos busca no sólo la emancipación de la danza, sino también la emancipación de la mujer4.

Sin embargo, el modernismo en general no fue más allá de Isadora Dun-can en sus políticas de género. Aunque se puede decir que buscó una política de la igualdad, e incluso desarrolló de hecho elementos valiosos de una po-lítica de la diferencia, para el estilo moderno el problema del género quedó subsumido en su preocupación por la corporalidad. O, incluso, se podría decir que quedó trabado en el carácter naturalista de su concepción de cuerpo, lo que lo lleva a mantener la diferencia sexual como una diferencia natural, por mucho que reivindique la libertad expresiva de lo femenino, considerado como género.

A la larga, víctimas por un lado de las trampas de la naturalización, y por otro de los patrones de la academización, el estilo moderno terminará por consagrar, en una nueva versión, ahora naturalista y “libre”, la cosificación de lo femenino, enfatizando las diferencias corporales, proponiendo dife-rencias en los estilos de movimiento que tendrían un significado esencial “femenino” o “masculino” de acuerdo con las concepciones naturalizadas de lo corporal que son frecuentes en lo que podría llamarse un “machismo liberal”, un “patriarcado tolerante y colaborativo” que, sin embargo, no llega a cuestionarse, y muchas veces ni siquiera a plantearse, la complejidad de la diversidad de géneros y sus problemas.

Como consecuencia de esto, hoy en día pueden reconocerse con relativa claridad dos modos o grados de la feminización patriarcal de la danza. Una versión abiertamente conservadora, que mantiene los mitos del “eterno femenino”, de la belleza y los movimientos suaves, leves, estilizados, en el estilo académico, en todas sus formas, y una versión que podría llamarse “liberal”, en que la mitología de lo femenino se mantiene en la diferencia sexual naturalizada, en las diferencias que establece un plano de igualdad pero sagradamente dentro de una explicitación de la diferencia de roles y formas de movimiento que se consideran apropiadas y “bellas”. Por supues-

4  Ver, al respecto, los múltiples pronunciamientos recogidos en sus escritos en Isadora Duncan, El Arte de la Danza y otros escritos, Akal, Madrid, 2003. Una selección traducida y editada por José Antonio Sánchez

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to, la academización del estilo moderno se puede reconocer también en la convergencia de ambas políticas.

El género como tal, su diversidad e historicidad real, sólo llegaron a ser un problema para la danza de manera bastante tardía, a partir de las van-guardias de los años 60. Todavía para Merce Cunningham su propia homo-sexualidad es una especie de tabú, en sus obras aparece completamente entre paréntesis, y se evidencia sólo a contrapelo, justamente desde ese paréntesis. Más de un crítico ha comentado al respecto que parte de la motivación de Cunningham para despojar a sus obras de todo contenido subjetivo proviene de un intento por mantener su sexualidad en el clóset en una época particularmente reaccionaria y agresiva, como son los años 50. Expresar sus contenidos subjetivos, a la manera de su propia maestra Martha Graham, habría significado un alto costo en el panorama cultural norteamericano, pleno del machismo militarista generado durante y luego de la Segunda Guerra Mundial.

Pero los “locos sesenta” se despojaron lentamente de esa opresión. Es importante notar que fue un proceso mucho más lento que el estallido general, un proceso que se hará visible recién a lo largo de los años 70. Sin embargo, hoy es visible que de las muchas corrientes libertarias originadas y exaltadas en los 60 esta, la de la diversidad sexual, resultó la más poderosa y, en muchos sentidos, la más profunda. Primero en el margen, después con bastante visibilidad, hasta alcanzar un amplio y pleno reconocimiento, muchos coreógrafos la convirtieron en motivo central de sus obras. Desde luego, en primer término, la notable pareja dispareja, artística y amorosa, que formaron Arnie Zane y Bill T. Jones. Pero también Mark Morris, en Inglaterra Llyod Newson y la compañía DV8. Desde los años 80 el número de bailarines, performers, coreógrafos, que trabajan activamente el tema no ha dejado de aumentar5. Y esa revolución forma parte hoy también de lo que he llamado re-politización de la danza de vanguardia. Nuevamente

5  Un hermoso homenaje y reconocimiento a la larga historia de esta lucha, que fue bastante dura a lo largo de la mayor parte del siglo XX se puede encontrar en The Gay & Lesbian The-atrical Legacy, editado por Billy J. Harbin, Kim Marra y Robert A. Schnake, en The University of Michigan Press, Ann Arbor, 2005.

aquí la protesta social y la innovación formal se encuentran, ahora en otro frente, en lo que puede ser llamado realmente arte político.

5. Des-sublimación y des-erotización en la danza feminizada

Es bueno, aunque sea muy brevemente, examinar algunos contenidos de la opresión patriarcal en la danza del siglo XX porque, nuevamente, como cada uno de los elementos que hemos ido acumulando, nos pueden entregar claves para la enorme diversidad presente en la danza actual, y para algunas de las formas y líneas de trabajo más desarrolladas en la danza de vanguardia.

Como he sostenido ya, el apogeo de la feminización patriarcal de la danza empieza con el machismo simple, explícito, ingenuo pero no inofensivo, de mediados del siglo XIX. Coreógrafos, libretistas, maestros de ballet, escenó-grafos y gestores culturales, se dan a la tarea, que les parece completamente natural y válida, de crear los medios formales para expresar lo que, en su concepto, sería la esencia de lo femenino, y exponerlo como representa-ción teatral. Al hacerlo generan verdaderos arquetipos que contemplarían la diversidad de lo femenino, arquetipos, por supuesto, que tienen largas raíces en la cultura patriarcal de la modernidad, y que están presentes ya de muchos modos en la literatura y la plástica.

El primer momento de esta construcción de artificios es el romanticismo conservador de la época posterior a las guerras napoleónicas, que suele llamarse, con bastante sinceridad, “época de la Restauración” (1815-1848). La caricatura que Gautier llamó “cristiana”, ejemplarmente la Giselle del ballet homónimo, y la corte inverosímil de las Willis, que se vengan de los novios que las han abandonado en el altar. La caricatura inversa de Carmen, en la ópera homónima, y sus coqueterías y devaneos, que corresponden a la figura balletística de la bailarina “pagana”. Y entre ellas, la madre, pura, sufriente y abnegada, la hermana, también pura, pero invariablemente víctima de alguien, la hija, destinada al altar a pesar de las dificultades, la prostituta buena, que ha caído en pecado por las miserias y los engaños de la vida, la prostituta mala, experta en mandar a los hombres a la perdición.

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Toda una galería de mujeres construidas a partir de realidades dramáticas, simplificadas y exaltadas por el lente de un patriarcado completamente seguro de sí y, de manera simétrica, completa y dramáticamente inseguro en torno a lo que la condición femenina podría significar por sí misma, más allá de sus propias obsesiones. Un patriarcado que no se molestará en absoluto en tratar de constatar con las propias mujeres la verosimilitud de sus inventos. Los modelos del romanticismo conservador, degradados una y otra vez, siguen presentes hasta el día de hoy en la telenovela, en el cine romanticón, en el sentido común más simple. Y el ballet es, hasta hoy, uno de sus íconos en el espacio de la alta cultura.

Sin embargo, el ballet clásico (1880-1910) y sus prolongaciones neo-clásicas, elevaron de manera sustancial el grado de sofisticación de este machismo romanticón y simple6. Sobre todo, los convirtieron en formas, en movimientos, en estilos y proporciones corporales que se pueden llamar también “clásicas”. La principal innovación es la radical estilización de los temas sexuales, su sublimación en patrones de movimiento que los sugie-ren a través de la levedad, la suavidad, la elegancia, que se han decretado como “femeninas”.

Hoy en día el tutú romántico, e incluso el clásico, nos parecen perfec-tamente inofensivos. Hay que considerarlos, sin embargo, en el contexto de su propia época, la más dura de las costumbres y prohibiciones victo-rianas7. En sus momentos más balletísticos, es decir, en los solos, dúos y

6  En este comentario me ha interesado resaltar sobre todo el lado de cosificación patriar-cal de la figura femenina en el ballet, porque es el que ha pasado ampliamente al imaginario público, y su ha proyectado sobre otras expresiones culturales, como el mundo de la moda, la telenovela y el cine. No es imposible, sin embargo, argumentar en sentido contrario, es decir, buscar los espacios de resistencia que se dieron, y se dan aún, en ese mundo de opresión. Al respecto se puede consultar la notable selección de textos, plenos a la vez del mejor feminismo y la mejor historiografía de la danza, hecha por Lynn Garafola, en Rethinking the Silph, New perspectives on the romantic ballet, en Wesleyan University Press, USA, 1997. Siguiendo la dirección de las críticas que aquí formulo, en cambio, un texto clásico es el de Christy Adair, Women and dance, Sylph and Sirens, New York University Press, Neuva York, 1992.7  Es notable, por ejemplo, que cuando se representó por primera vez en Chile el ballet Giselle, en 1850, los censores de la época criticaran severamente las gruesas medias que, por debajo del tutú romántico, protegían las piernas de las bailarinas de las miradas indiscretas.

tríos, las presentaciones en tutú clásico en las obras de Petipá mostraban un espectáculo, para la época, abiertamente sexual. La convención estricta, obligatoria, sin embargo, era no reconocerlo como tal. Pesaba sobre el ballet una convención estética y cultural que mostraba un sexo desexualizado, es decir, un objeto, para los estándares de la época explícitamente sexual, que debía contemplarse, sin embargo, de manera no sexual, una imposición fuertemente protegida, por lo demás, por su carácter espectáculo “culto”, por su aura de “bellas artes” (como disciplina) y de “arte bella” (es decir, sostenida en una estética de lo bello).

Desde un punto de vista formal, esta des-sexualización se hace viable a partir de una operación mucho más sutil: la completa des-erotización de los movimientos. En la medida en que el movimiento busca un ideal de belleza más bien mecánico, en que la subjetividad esta impostada, meramente re-presentada, pero a la vez fuertemente reprimida en el ejecutante mismo, la presencia de contenidos eróticos que podría sugerir la relativa desnudez es completamente neutralizada por la exhibición de una destreza más bien gimnástica, y por la implementación de un régimen de movimientos con-vencionales, prefijados, que el espectador debe seguir atentamente para captar el contenido dancístico, tan atentamente que su atención no debería reparar en que haya algo subversivo en escena. Aunque lo haya. Esta es, desde luego, la figura perfecta de lo que el psicoanálisis, justamente en esa misma época, empezó a llamar sublimación.

El extraordinario gestor cultural que fue Serge Diaghilev captó desde siempre este contenido erótico implícito y puesto entre paréntesis en el ballet, y aprovechó abundantemente su explicitación, de manera estética y comercial, en las obras que promovió a lo largo de toda su carrera. En los ba-

Por un lado, escandalosamente, tales medias tenían un color parecido a la piel. Por otro, más escandalosamente aún, permitían ver claramente los movimientos de piernas, por lo demás, esenciales en la obra. La salomónica solución que se dio a tal horror, que manifestaba el grado de tolerancia liberal a que se estaba dispuesto en el nuevo mundo, fue alargar el vestido hasta los tobillos, junto con la recomendación de poner cintas y adornos que disimularan los movimientos de caderas. La obra se presentó en esas condiciones por una temporada, es decir, por algo más de un mes. La próxima compañía de ballet que se presentó en Chile sólo llegó en 1857. La siguiente… sólo en 1873.

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llets promovidos por Diaghilev la danza, todavía académica, pero con fuertes inclinaciones modernistas, explotó de manera bellísima el imaginario erótico que el ballet oficial intentaba negar. Cuando se considera el espectáculo de la Danzas Polovetsianas de la ópera El Príncipe Igor, de Alexander Borodin, coreografiado por Michel Fokine, y ambientado por Nicolai Roerich8, se en-cuentra todo el erotismo desplegado, como radical promesa de un mundo distinto a la rutina urbana e industrial, y se encuentra lo bello como tal, en su conexión visible con lo erótico, superando la impronta patriarcal desde la que es concebido9. Un efecto del mismo tipo, en la misma época, se puede ver en la pintura de Gustav Klimt, o en muchas piezas de Claude Debussy o Maurice Ravel. La sublimación aquí, en la medida en que se mantiene el nexo entre sexualidad y erotismo, conlleva toda su carga de promesa, de fantasía potencialmente liberadora. Y, en el sentido en que lo ha propuesto Herbert Marcuse, su carga política.

La danza del siglo XX, sin embargo, muy rara vez ha vuelto a ese mo-mento de erotismo altamente estético, a esa sublimación plena de posi-bilidad política. Por un lado la danza comercial recurrió a la sexualización progresiva, y se convirtió a lo largo del siglo en la precursora y modelo de la sexualización de la propaganda, y la liberalización de las costumbres. Casi de manera inversa a la pretensión des-sexualizadora del ballet académico. Por otro lado el modernismo, nuevamente por su conexión con el naturalismo de tipo liberal, nunca ha trabajado la diferencia entre erotismo y sexualidad, y mucho menos, como he indicado antes, la historicidad de la sexualidad.

Lo que ha ocurrido, en cambio, en el ámbito del estilo moderno, en todas sus formas, es una progresiva des-sublimación de la sexualidad en escena. Un progresivo reconocimiento del contenido sexual de la representación

8  Se puede ver una extraordinaria reconstrucción histórica, dirigida por Isabelle Fokine (su hija) y Andris Liepa, en The Kirov celebrates Nikinsky, editado en DVD por Kultur, interpretada por el Ballet Kirov, en el Teatro La Chatelet, en Paris, en 2002. En el mismo DVD se encuentra Sherezade (Fokine), El espectro de la rosa (Nijinsky) y El pájaro de fuego (Fokine).9  Esta conexión entre erotismo y belleza es un punto esencial en la estética de Herbert Marcuse, y se puede encontrar muy claramente formulada en dos de sus textos, Eros y Civi-lización (1955) y La Dimensión Estética (1972).

del cuerpo “natural”, y un uso reivindicativo de este carácter, en el marco de unas políticas de liberación hedonistas como las que he comentado en la sección anterior. Pero, con eso, su trayectoria no hizo sino converger pro-gresivamente con la liberalización general de las costumbres que, ya desde fines de los años 60, perdió completamente su significado subversivo, y se convirtió en un recurso más de la administración de la subjetividad en una sociedad altamente tecnológica.

Pero la des-erotización del cuerpo en danza ha sido parte también de las políticas de des-subjetivización promovidas por las vanguardias, desde los años 60, y ha sido reforzada de manera manifiesta en sus formas aca-demizadas. Llevadas por un ánimo “anti-expresionista”, es decir, por su oposición a lo que consideraban sobre actuación, e impostación teatral en la danza moderna al estilo de Martha Graham, los “post modernos” quisieron hacer una danza menos subjetivista, en que todo el énfasis residiera en la objetividad de los movimientos, más que en la ilusión escénica, o en el des-velamiento de contenidos psicológicos o íntimos. Esta tendencia, que es una de las principales claves en la obra de Cunningham, se desarrolló luego en conexión con las tendencias filosóficas de moda (post estructuralistas), en las que se criticaban el esencialismo y el naturalismo contenido en la noción cartesiana de sujeto, y se sometía a una profunda deconstrucción todo el ámbito de la subjetividad que el modernismo creyó natural.

Pero esta des-subjetivización, que favoreció la vuelta a las destrezas, a los modelos puramente cinéticos de movimiento en desmedro de la expresión, y que favoreció también, como he comentado antes, la profesionalización de la danza en torno a corporalidades más energéticas, más “duras”, sig-nificó también un proceso de des-erotización. Quizás como reacción a la sexualización mercantil del baile comercial, quizás también como eco de las críticas radicales al imaginario “sentimental” levantado por el patriarcado en torno a la sexualidad, la danza posterior a los años 60 terminó por coin-cidir completamente en la paradoja de la exposición de un cuerpo sexual fuertemente des-sexualizado.

Quizás el ejemplo más directo de esa tendencia es el uso cada vez más ex-plícito del desnudo, en contextos en que la exhibición del cuerpo se presenta como aparentemente ajena a toda emotividad, a todo intento de conexión

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intersubjetiva a través del desnudo. Una exposición extrañamente médica, objetiva en un sentido casi científico, pero que nunca escapa a la ironía del deseo que omite, y que incluso, como es visible en muchos coreógrafos, usufructúa de los contenidos que presuntamente niega u omite, creando con y a través de ellos una complicidad fácil con el público, que es en general mucho menos sofisticado que lo que las referencias post estructuralistas quisieran. La paradoja de ese desnudo, tan recurrido, omnipresente en las diversas formas de la danza actual, es que reproduce exactamente la situa-ción de exposición del sexo des-sexualizado y des-erotizado inaugurada por el ballet más clásico, contra el cual, en su retórica erudita de vanguardia, se pronuncia una y otra vez.

Con esto, poco a poco el panorama de la danza moderna, en todas sus formas, seguida incluso por los guiños modernistas del ballet académico, ha pasado a formar parte de la política general, liberal en el plano de la subjetividad individual, profundamente conservadora en sus aspiraciones históricas. Y, con ello, poco a poco su des-sublimación de la sexualidad ha adquirido los contenidos represivos de la permisividad administrada: se puede liberar todo lo que se quiera en el plano individual o inter subjetivo, se limita, desplaza, o simplemente omite, en cambio, todo contenido que apunte hacia un mundo en que esa liberalización se convierta en un espacio de libertad social y política. La permisividad hedonista de la danza, como arte y como ejercicio social, público, se convierte en un elemento, de nue-vo tipo, que contribuye a sostener y confirmar el sistema opresivo como conjunto, a cambio de la catarsis y el desahogo en el espacio particular de la intersubjetividad. Se convierte en un modelo de lo que se puede llamar tolerancia represiva: la que tolera en lo particular, sólo al precio de confirmar la opresión general.

Y esa es una buena parte de la significación política de la danza como forma artística en la actualidad. Para desafiar ese conservadurismo encu-bierto es necesario no sólo preguntarse mucho más radicalmente sobre la diversidad de género y la historicidad de la sexualidad y sus funciones socia-les, como lo han hecho los movimientos más de gays y lesbianas radicales, sino también indagar y distinguir mucho más claramente en qué sentido

el arte puede ser político, y puede (o no) responder a ese desafío, como lo ha empezado a hacer, dada la crisis mundial en curso, el arte político que resurge en las vanguardias que optan por mantenerse en el margen. Una contribución a esas distinciones, entre arte y política, es lo que abordaré en el capítulo siguiente.

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En el sentido habitual, más trivial, menos honroso, la política es lo que hacen los políticos. Los medios de comunicación, los partidos y su partido-cracia autorreferente, el desencanto de una democracia en que los repre-sentantes hace mucho tiempo dejaron de representar a sus representados, nos han acostumbrado a usar la palabra “política” casi en sentido peyorativo, como una actividad en que, en buenas cuentas, cada uno persigue sólo su interés particular encubriendo su egoísmo con retóricas grandilocuentes. Para los propios políticos ha llegado a ser plenamente conveniente un doble estándar en que se declara una y otra vez que de lo que se trata es del inte-rés y la participación pública y, al mismo tiempo, en realidad se consideran ellos mismos los únicos capacitados para ejercer las acciones adecuadas a ese presunto bien público, eternizándose en sus puestos representativos a través del acto cada vez más formal de emitir un voto. No es raro que las diversas instancias e instituciones que se catalogan por esta vía de “políticas” aparezcan tan reiteradamente entre las menos populares, entre aquellas en que las personas comunes menos confían, en toda clase de encuestas. Los gobiernos, el parlamento, los tribunales, las diversas instituciones del Estado.

Es obvio, y nadie lo niega, que la política es mucho más que eso. Sin embargo, para poder entender mejor su función social y su carácter es necesario evitar también el concepto inverso, puramente positivo, que la presenta como un horizonte de ideales. Que la política sería la acción con vocación pública, que sería la formulación de utopías o de consensos, o el espacio en que la sociedad puede dialogar libremente sobre las contrapo-

V. Arte político y la política del Arte

1. La política, lo político

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1  Una primera versión de este capítulo, que aquí he modificado y ampliado de manera considerable, fue presentado como ponencia al Coloquio Estética de la Resistencia Crítica, en la 9° Bienal de Video y Artes Mediales, en Septiembre de 2009, en Santiago de Chile, y publicado bajo el título “Arte Político y Política del Arte”, en el catálogo y sumario de la bienal, Resistencia, editado por Simón Pérez Wilson y Enrique Rivera Gallardo, durante 2010.

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siciones que la animan. Que sería un espacio para desarrollar y ejercer des-trezas comunicativas. Todo este mundo de conceptos, meramente ideales, meramente declarados, con algo de retórica almibarada e inocentona, no es sino un conjunto de mitos… o de astucias.

Es preferible, de manera realista, considerar a la política como el ámbito en que se desarrollan, pugnan y se equilibran los poderes presentes en una sociedad. El asunto de la política es el poder. El que se ejerce, el que se sufre, aquel que se impone, el que se quiere resistir. He estado considerando a lo largo de todo este texto, y lo desarrollaré aquí, a la política como los modos en que se gestionan las relaciones de poder. Y, de manera correspondiente, a lo político como el campo de acciones sociales en que esa gestión opera.

Considerada históricamente, en todas las sociedades tradicionales la política no fue sino el campo de disputa en y entre las clases dominantes. Los oprimidos sólo llegaron a ella como objetos de los deseos de sus se-ñores o, muy esporádicamente, empujados por situaciones extremas de miseria y opresión. Es sólo en la modernidad, en la cultura europea, como resultado de la universalidad cristiana que, desde el siglo XII, los pobres, el pueblo, se convierte progresivamente en un actor político. Primero bajo la forma religiosa de las llamadas “herejías” de los siglos XII y XIII, que no eran sino sublevaciones campesinas con ideología religiosa. Luego a través de recurrentes sublevaciones de burgueses, por sus fueros, y de trabajadores, contra la miseria, en las ciudades. Una larga marcha, de más de quinientos años, que culmina en la formación de un espacio público para la política, re-cién desde principios del siglo XIX. El espacio que actualmente reconocemos como el de los partidos y movimientos, como el de las iniciativas ciudadanas, el de los proyectos sociales contrapuestos, y también como el espacio de las relaciones entre el Estado, más o menos democrático, y la ciudadanía.

Es esta apertura del espacio público, es decir, el reconocimiento del de-recho de los ciudadanos individuales de mantener, manifestar y perseguir modelos de sociedad e ideas políticas propias, lo que hace que la política moderna sea completamente distinta a la de cualquier otra época en la

historia humana. Y esto se traduce directamente en la aparición, también por primera vez en la historia, de la posibilidad de que los artistas desarro-llen una postura política propia, en tanto artistas y en tanto ciudadanos. Es decir, abre la posibilidad por primera vez, de un arte político en sentido propio, como relación autónoma y soberana de la tarea artística con las relaciones de poder imperantes.

2. El uso político del arte

La relación histórica de arte y política fue, en todas las culturas ante-riores, muy distinta de esta autonomía y soberanía que se abre desde el siglo XIX. Desde la construcción de las pirámides hasta la decoración de la Capilla Sixtina y las Cantatas Religiosas de Juan Sebastián Bach, siempre lo que reconocemos hoy como arte fue un elemento al servicio de la política, es decir, más directamente, al servicio del poder.

Para entender esto hay que tener presente que la viabilidad del poder, incluso del más brutal, sólo es posible a través de la construcción de un en-torno simbólico que lo haga de algún modo aceptable. Que consiga ganar a sus adversarios a través del convencimiento, que pueda disuadir de manera preventiva a los que no consienten, que pueda mantener la lealtad de los que lo apoyan. Esa es la función que han cumplido, en todas las culturas, los dioses y sus parafernalias religiosas. Promover una cohesión social de hecho que, aunque esté sostenida por importantes grados de fuerza física, se prolongue y se mantenga en los tiempos de relativa paz, en que el do-minio físico ya ha sido consolidado.

Pero para cumplir esa función los dioses invisibles deben hacerse visibles. Por eso se los invoca, recuerda y refuerza en ritos, en templos, en monumen-tos y representaciones de todo tipo. Y esa es la función que ha cumplido lo que, desde la modernidad, llamamos arte en todas las otras culturas: formar el espacio de la visibilidad del poder. Esa es la función social predominante de la actividad artística, la mayor parte de las veces bajo formas y contenidos religiosos. Pero, también, sobre todo en las sociedades más estratificadas, en que los poderes terrenales son mayores, bajo formas y contenidos rela-tivamente terrenales, que manifiestan los poderes inmediatos y reales de

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señores perfectamente humanos. El poder, para ser viable, debe ser visible, debe expresarse en un espacio de representaciones, debe formar a su alre-dedor un universo simbólico que lo vehiculice. En este sentido histórico el arte ha sido siempre “usado” por la política, por el poder.

No es ese sentido, sin embargo, al que se alude en las muchas discusiones que se dieron en el siglo XX sobre el “uso” del arte. Se podría decir que ese uso tradicional era tan consustancial que no le extrañaba a nadie. No había, en realidad, de manera contemporánea, un campo de autonomía posible respecto del cual afirmar que el arte era “usado”. En eso consistía el arte, ese era todo el asunto.

Es sólo bajo el imperativo moderno de autonomía personal, de auto-nomía de la consciencia privada, de derechos políticos de los ciudadanos individuales, que tiene sentido preguntarse si un artista está ejerciendo en sus obras su voluntad, propia y soberana, o está al servicio, más allá de su voluntad, de algún poder que determina las formas o los contenidos que produce. Es bajo esta realidad de la autonomía personal, que se desarrolló y generalizó muy lentamente desde los primeros siglos de la cultura mo-derna, que se puede reivindicar o exigir algún grado de autonomía real para la producción artística.

Pero ese desarrollo, que está presente de manera embrionaria en todos los grandes creadores artísticos desde el siglo XV y, sobre todo, en el respeto de los poderes que les dan empleo hacia sus innovaciones formales, sólo se convirtió en una reivindicación más o menos general del gremio artístico a fines del siglo XVIII, de la mano del romanticismo revolucionario, es decir, del que está asociado a los ideales de la revolución francesa.

Son paradigmáticas de esa transición hacia la libertad artística las relacio-nes entre Hydn y el joven Beethoven y, con mayor intensidad y contenido, entre el Beethoven maduro y el gran Goethe, ávido de reconocimiento por parte de sus empleadores aristocráticos. Con Beethoven se hace visible la figura del artista que impone sus criterios a sus mecenas. Apenas veinte años antes Mozart murió en la pobreza sin poder lograrlo. Desde Beethoven aparece también la figura del artista que prefiere simplemente la pobreza

y la marginación antes que doblegar sus criterios artísticos. Y, más allá, incluso la figura del artista que simplemente no considera servicio a señor alguno, ni siquiera a su propia seguridad y sustento, como algo relevante de su tarea creativa, como lo fue Van Gogh, como la recurrente figura del poeta maldito que prefiere el alcoholismo y la miseria ante que renunciar a su independencia.

La fuerza simbólica de estos héroes de la soberanía creativa individual, exaltados de manera grandilocuente por la retórica del romanticismo, fue tan grande que se convirtió en un verdadero modelo e ideal de lo que se suponía era “ser realmente un artista”. Y junto a la completa libertad crea-tiva acarreó también la pretensión y el mito, la obligación paradójica de la “originalidad”, y también un extenso conjunto de supuestos y lugares comunes acerca de la vida bohemia, de la libertad sexual, de la falta de convencionalismo social, que caracterizaría al “verdadero artista”.

La época que va desde 1890 a 1930, cargada de revoluciones de todo tipo, es el momento de culminación de estos ideales. Y es, en realidad, la única en que se acercan en algo a la práctica y la vida efectiva en cada uno de los gremios artísticos. Desde los años 30, a lo largo de todo el siglo XX, hasta hoy, la realidad efectiva de esos ideales, de esos lugares comunes y supuestos, ha sido más bien una vasta mitología, un mundo de apariencias, que ejerce su fascinación sobre los no iniciados, sobre los artistas jóvenes, pero que sólo se ha sostenido de manera real en los pocos momentos y espacios de las vanguardias más radicales. A pesar de la mitología que re-viste al “ser artista”, el siglo XX se caracterizó más bien por la cooptación de los artistas por los poderes paralelos del Estado y del mercado, por la profesionalización creciente, y por la diferencia consiguiente en la vida del gremio entre su retórica de autonomía y su realidad de asalariados relati-vamente triviales.

Y es respecto de esta dramática deriva de los oficios artísticos hacia su refuncionalización por los poderes dominantes que debería inscribirse la discusión, ahora sobre el fondo de la autonomía posible, de los eventuales “usos” digamos, “impropios” del arte.

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Curiosamente, sin embargo, no es ese el contexto en que se dio y desde el que nutrió su fuerza la discusión. Todas las polémicas acerca del “uso político del arte” se formaron en torno a un uso particular: el que ejercieron los diversos bandos revolucionarios a lo largo del siglo. Por supuesto, en primer lugar, los partidos y aparatos estatales que se llamaron a sí mismos marxistas. En menor medida y, curiosamente, con menos énfasis polémico, se invoca también el uso por parte del nazismo y el fascismo. En una pro-porción notoria y culpablemente menor, las polémicas han apuntado hacia el uso político de arte por parte de los Estados capitalistas.

En buenas cuentas, ¿en qué consisten la polémica y las acusaciones aso-ciadas? La acusación es que los artistas, voluntariamente o no, habrían re-nunciado, o habrían sido obligados a renunciar, a su libertad artística, y que eso se habría traducido en un notorio empobrecimiento de las obras, en un empobrecimiento propiamente estético. Por supuesto, en estas acusaciones, el uso mismo de la palabra “política” es ya un agravante. Se suele reducir en ellas “la política” a ese concepto peyorativo que he indicado al principio de este capítulo. Por esa vía, la situación de un “arte al servicio de la política”, lo que ya implica un defecto, se vería agravada por la idea implícita de que no se trataría sino de un “arte al servicio de los políticos”, de sus ambiciones y avaricias particulares.

Estas polémicas, ya presentes desde los años 30 en contra del “gris rea-lismo socialista”, curiosamente opacadas en los años 50, a pesar del con-servadurismo reinante, simplemente pasaron de moda en los revoltosos años 60 y 70. Pero reaparecieron con singular fuerza, y desde entonces son significativas para nosotros, a la sombra del conservadurismo de los años 80 y 90. A la sombra de un giro muy amplio y general de la intelectualidad desde el radicalismo “sesentero” hacia posturas más conservadoras que atravesó una etapa de verdadera catarsis anti radical (contra todo los “anti”), en que todos, cada cual más o menos, procuraron separarse de sus raíces revoltosas ejerciendo los tipos más variados de “autocríticas”, de pruebas de blancura, de actos de contrición, por los eventuales errores, culpabilidades e ingenuidades de las posturas que habían defendido hasta allí.

La principal mala consciencia, encubierta en esas declaraciones univer-sales de buena conducta, sin embargo, es que ese uso político, fomentado desde Estados totalitarios y por partidos políticos, fue casi universalmente iniciado desde los propios artistas. El uso político del arte, en estos términos, no ha sido en general el producto de una imposición, de actos de fuerza groseros o amenazantes. Ha partido casi siempre de los propios artistas, aun con plena conciencia de que sus resultados estéticos podrían ser bas-tante pobres.

Por un lado es cierto que la censura totalitaria, que impedía o perseguía determinados tipos de obras fue una realidad general y oprobiosa. Por otro es tanto o más cierto que la simple colaboración, o la complicidad, fue también una conducta demasiado frecuente. Es el caso de muchos expre-sionistas alemanes frente al nazismo, ejemplarmente Rudolf Laban y Mary Wigman. Es el caso de la deriva hacia la instrumentalización y el empo-brecimiento de muchos artistas bolcheviques ante las “tareas culturales” impuestas por el estalinismo.

Desde el punto de vista de sus contenidos, y a pesar de su mala conscien-cia conservadora, la crítica al uso político del arte puede ser, sin embargo, perfectamente razonable. Las características del arte producido bajo ese imperativo han sido señaladas innumerables veces, con bastante majadería. Se trata de obras que se limitan a ilustrar tesis exteriores, que aportan la sensación de lo “bonito” a unas ideas y contenidos que no tienen su origen en los propios artistas. Contenidos que levantan una universalidad ilusoria a partir de deberes y situaciones que no son sino el reflejo de aspectos particulares, contingentes, de la tarea política imperante.

Obras por encargo (aunque sean los mismos artistas los que se hacen ese encargo), que tienden a ser pedagógicas, frecuentemente grandilocuentes o monumentales, que refuerzan la ilusión escénica (como modo de reforzar la autoridad del mensaje), que son eficientes en el contenido y relativamente convencionales en la forma, que no hacen sino reciclar las mitologías de los estilos para ponerlas al servicio del contenido.

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Un arte que mantiene la diferencia entre arte y artesanía, y entre arte y vida, pues de ella depende su efecto pedagógico, y el aura de su autori-dad. Que descansa retóricamente en una estética de lo bello, pero que ha reducido lo bello de acuerdo al imperativo de su claridad pedagógica. Un arte, en fin, que no puede poner en conflicto la lógica de la representación simple, porque requiere ser “entendido”, aun al precio de la banalización.

No es difícil encontrar ejemplos de este arte en la monumentalidad y en los simplismos del realismo socialista y de la propaganda nazi. Y tampoco es difícil rastrear la buena voluntad, ansiosa de colaboración, de muchos artistas de primera línea, que aceptaron cada uno a su turno y en su frente, ser emisarios, buenos artesanos, compañeros de ruta, para obtener resul-tados que les parecían necesarios y políticamente correctos.

3. El arte político

La mala voluntad política conservadora se esforzó en confundir, de ma-nera extremadamente simple, la posibilidad de un arte político con el mero uso político del arte. Hubo un momento en que cualquier tipo de relación del arte con “la política” parecía evidencia de un “uso” que se consideraba ilegítimo y empobrecedor. Y era considerada de manera fuertemente ne-gativa en cada una de las disciplinas artísticas. Hasta el día de hoy, muchos artistas que se formaron en los años 80 insisten, con un cierto orgullo, que la política no es significativa en sus obras. Repitiendo con eso, de las maneras más ingenuas posibles, notorios lugares comunes impuestos por la marea conservadora: el carácter peyorativo con que se ve la “actividad política”, la reivindicación de la libertad creativa en la forma de una furiosa autono-mía individual e individualista, perfectamente correlativa al individualismo general fomentado por la economía de mercado.

A pesar de estas asimilaciones a la rápida y de estas muestras de espanto frente a este eventual “aprovechamiento por parte de los políticos”, es per-fectamente posible formular (y recuperar) la idea de un arte político como tal. Un arte que se convierte él mismo en un acto político. Que se constituye, en tanto arte, en tesis y emplazamiento. Que participa de manera directa

en la lucha. Que no ilustra algo, lo hace. No muestra algo, participa en su realización.

Desde luego un arte que se constituye como un conjunto de actos que se sienten participando de un movimiento general, del cambio de sociedad, de la impugnación de un orden caduco. Su política es, directamente, la del movimiento social que integra. Y su tarea es hacer, en la esfera del arte, lo que el movimiento social como conjunto quiere hacer en la esfera social.

Es por esto que no se limita a los estilos establecidos, sino que impugna las maneras convencionales y los medios habituales de su ejecución. Es en esa perspectiva, que le importa romper el ilusionismo, la distancia entre el creador y el espectador, la distancia entre hacer arte y simplemente luchar.

Por eso se esfuerza en criticar las instituciones del arte, la diferencia entre arte y artesanía. Un arte que no puede consistir sino en el ejercicio de la ruptura estilística, en la impugnación del crítico y del experto. Un hacer que no teme la complejidad de las formas porque espera que el efecto político provenga justamente de esas formas politizadas, más que de la claridad pe-dagógica del mensaje. Un arte, por lo tanto, más específicamente “artístico”, en la medida en que su preocupación es la forma, y más específicamente “político”, en la medida en que su preocupación es la participación directa, y no simplemente la “colaboración”.

Pero, en esta voluntad de hacer política con las obras, y no simplemente a través de ellas, es necesario todavía distinguir a qué política nos estamos refiriendo. El “arte político” que, ahora, podríamos llamar “clásico”, se sintió plenamente en la política, no frente a ella. Su referente inmediato era el movimiento social, era el horizonte de liberación que el movimiento popular había establecido, como tarea de toda la humanidad. Es decir, su referente no era específicamente el arte, aunque toda su lucha se diese en ese ámbito. Por eso, aunque su creatividad gira en torno a las formas, no es indiferente en absoluto al mensaje, y su preocupación central es involucrar al espectador no solo en esas formas sino, sobre todo, en los contenidos que conllevan.

Por eso el arte político es también un crítico permanente de la función del crítico, o del curador. No son los expertos en la esfera del arte los que

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deben decidir la validez o la viabilidad de una propuesta estética, sino los espectadores, justamente aquellos que son a la vez destinatarios y partí-cipes de la producción de la obra. No es raro que, debido a esto, tienda al expresionismo. Y no es raro, por lo mismo, que fuera de contexto, parezca sobreactuado o grandilocuente.

Por supuesto es un arte frente y contra el mercado, y su vocación pro-funda lo lleva a desconfiar del mecenazgo estatal o partidario, y a formular políticas independientes. Es frecuente, por esto, que sea un “arte pobre”, justamente por esa vocación de independencia. Pobre, de pobres y entre pobres. Por supuesto, ejercido por artistas que provienen de las capas me-dias. Es perfectamente consistente, entonces, su vinculación histórica con las vanguardias políticas. Tiende él mismo a constituirse como vanguardia política.

4. La política del arte

Muy distinto, en cambio, es el panorama de lo que se puede llamar “polí-tica del arte”. Se trata, en este caso de una política cuyo referente inmediato es más bien el gremio artístico que el movimiento popular. Su política, en el plano reivindicativo, tiene que ver con los derechos y condiciones de vida de los artistas en particular.

En el plano propiamente estético, la política del arte tiene que ver con la ruptura formal frente a la institucionalidad del arte establecido. Se hace política en el arte, y desde el arte, para los artistas, y para su público pri-vilegiado: el curador, el crítico. Sus discusiones giran en torno al discurso crítico. Sus luchas giran en torno a los derechos del arte frente al mundo.

No es raro, entonces, que tienda al formalismo, y a la ruptura meramente formal, con bastante indiferencia por el contenido. No es raro, por consi-guiente, que tienda a la abstracción, o a referentes más bien exóticos, o cuya principal característica es la sofisticación y la novedad.

Por supuesto un arte perfectamente compatible y funcional al mercado y al patrocinio estatal. Que depende de las políticas culturales. Que no se hace cargo de la función política de un arte cooptado por el poder. Una práctica que cultiva el mito de la autonomía del arte solo bajo la exigencia

burocrática del financiamiento estatal. Un arte pues, de y para la abundan-cia. De y para las capas medias en ascenso, que quieren completar su arribo “consumiendo” cultura.

No hay que extrañarse en absoluto si de pronto las retóricas de este arte cooptado son sorprendentemente “políticas”. Hay que fijarse más bien en los poderes de turno, y sus lógicas de legitimación cultural. Es el caso, entre nosotros perfectamente reconocible, del arte sobre la Dictadura, en que las referencias a la tortura, a los militares, al catolicismo, son apenas pretextos para experimentos formales perfectamente tolerables, incluso ya en la mis-ma época de la Dictadura. Pretextos, por cierto, que han rendido jugosos frutos en la época de la democracia ficticia, y en un mercado mundial del arte proclive al exotismo, aun en claves populista y tercermundista.

Nada impide que esta práctica que gira en torno a la política del arte sea un ejercicio de vanguardia. Pero, nuevamente, el asunto requiere especifi-car a qué “vanguardia” nos estamos refiriendo. El factor esencial, en esta distinción, es ahora el fenómeno de la profesionalización del arte. Un efecto que hay que correlacionar con la mercantilización y la cooptación desde las políticas culturales del Estado. Es para esto que he propuesto antes la idea de “vanguardia académica”, y la idea consiguiente de “academización” de las vanguardias históricas.

El arte político se constituyó, como he señalado, en vanguardia política. Se configuró a través de movimientos y contra movimientos, en torno a manifiestos estéticos que eran también directamente políticos. Y, por ello, se desarrolló por fuera, y en contra, de las escuelas de arte. Impugnó la experticia, se volcó hacia obras de baja destreza, reivindicó los materiales cotidianos y el recurso a la artesanía. Se esforzó por involucrar a legos, e incluso a quienes no parecían estar en condiciones de ejercer las disciplinas: danza de cojos o de ciegos, pintura de transeúntes comunes, alta cultura desde los pobres, teatro hecho por los espectadores mismos. Participar en la creación era un derecho, y por sí mismo una experiencia política libera-dora. Participar directamente. Sin la mediación de críticos, financiamientos, o enseñanzas autorizadoras.

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La academización de las vanguardias históricas se produce, justamente al revés, cuando se hacen hegemónicas las escuelas, o cuando esas mismas vanguardias adquieren el carácter de escuelas. Se inaugura, lentamente, una práctica muy distinta. Una práctica que es favorecida de manera directa desde el mercado y desde las “bondades” del patrocinio estatal. Se reponen la tendencia a la profesionalización, la diferencia progresiva entre el experto y el lego, entre el arte y la artesanía, entre el espacio (especial, ideal) del arte y el otro (común, cotidiano) de la vida.

Reaparece en ellas la tendencia al formalismo, y a la experimentación indiferente a los contenidos. Aparece una tendencia al emplazamiento del público (en lugar de su involucramiento), y a una banalización de ese empla-zamiento (que reemplaza la política referida a los contenidos). El desarrollo de las disciplinas, y de las obras, empieza a girar en torno al discurso crítico (más que en torno al espectador), y la formación “teórica” aparece como un imperativo, junto al énfasis general en el desarrollo de habilidades y destre-zas específicas para cada disciplina. Si las vanguardias políticas simplemente borraron la diferencia entre disciplinas artísticas, atendiendo muy poco a la clasificación del producto, ahora, en cambio, a través de la fórmula del trabajo “interdisciplinario” el fuero y la autonomía de los especialistas se mantiene y defiende plenamente. No es lo mismo “colaborar” que aceptar fundir un género en otro.

La vanguardia política lo es porque pone al centro de su hacer el cambio del mundo. La vanguardia académica es relativamente indiferente a la polí-tica, o la entiende solamente de manera reivindicativa y gremial. Por eso no tiene problemas en luchar por su “autonomía” a través del financiamiento mercantil o estatal. Y, en la medida en que se constituye desde escuelas, en cierta medida está obligada a hacerlo. No es lo mismo un arte con vocación marginal, porque está en contra de las instituciones prevalecientes, que un arte que quiere constituirse como institución, y requiere ser mantenido como tal.

5. La re-politización en las vanguardias actuales

Después de tres décadas de hegemonía cultural conservadora, por fin se vuelve a hablar de arte político. La caída de los países socialistas, la derrota de la guerrilla latinoamericana y de los gobiernos de izquierda, la represión bajo las dictaduras militares, dio paso a profundos procesos de “autocrítica”, la mayor parte de las veces simplemente autodestructivos.

La ominosa hegemonía neoliberal, como contrapartida, abrió las puertas a la generalización de la mercantilización del arte, bajo la dictadura de una nueva clase de críticos, animados por las retóricas más sofisticadas del post estructuralismo.

La apertura de las democracias neoliberales, por último, solo significó la gruesa cooptación del campo del arte por los financiamientos estatales, creando una lógica de clientelismo y “arte correcto”, amparado en la indi-ferencia por las formas, acompañada discretamente por la autocensura en los contenidos.

Todo un panorama, desde luego, en que de lo último que quería oírse en los ambientes culturales era de “política”, imponiéndose una curiosa neutralidad, en que los gremios del arte usufructuaban del mercado y el mecenazgo estatal como si las desastrosas consecuencias sociales del neo-liberalismo no fueran sino inventos de una retórica populista anticuada o, en todo caso, eventos de una periferia muy lejana y ajena, sobre la que no se puede intervenir, menos aun en nombre de perspectivas utópicas que se declararon de manera muy general como enajenantes y engañosas.

La crisis financiera global y sus efectos, la apertura de perspectivas polí-ticas de nuevo tipo (como las políticas ecológicas, de género, étnicas, inter-culturales), la aparición, quizás, de una nueva conciencia social, formulada aún en la forma simple de la furia de los indignados y, también, hay que decirlo, el péndulo de las modas culturales, nos han traído un nuevo arte político y, como suele ocurrir con las modas, una avalancha de retórica y entusiasmos que no se veían desde hace demasiado tiempo.

Pero, justamente estos entusiasmos, con sus alardes de novato, nos ha-cen correr el riesgo de confundir aquello que la palabra “política” sugiere,

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(preocupación por lo social, por el cambio del mundo, por un horizonte de liberación) con lo que, en el río revuelto de las conversiones apresuradas, de las negaciones y las renegaciones, no es sino el simple oportunismo de quienes solo ven en “lo político” un nuevo segmento de mercado, una manera de complacer a las burocracias populistas que manejan los finan-ciamientos estatales, o una nueva retórica, artificiosa y ambigua, para decir las mismas cosas de siempre.

Y se trata de una confusión posible no solo en el ámbito de la política efectiva, de los efectos sobre la sociedad, que esas políticas en el arte im-plican sino, también, en el propio ámbito de las distinciones estilísticas, sobre todo en aquellas que refieren a las formas de “vanguardia”, y a las connotaciones, formales y semánticas, que dicho término podría contener.

Es necesario, por todo esto, para que la noción tenga un sentido propia-mente estético, establecer qué de arte puede tener un arte político. Para muchos, embargados aun en el grueso conservadurismo de las últimas déca-das, esta es una cuestión esencial, porque se mantiene la impresión de que en esa fórmula mixta en realidad lo único que está en juego, y sale ganando es “la política”. Es necesario también, si de explicitar se trata, decir algo sobre qué clase de política es la que está en juego en esa fórmula. Ambas aclaraciones contienen cuestiones relevantes para reforzar las diferencias que he establecido hasta aquí.

Lo propio del arte es la forma, no el contenido. O, si se quiere, el conte-nido en el arte debe residir justamente en la forma. Pero la forma, a su vez, es la de un elemento sensible, real. Es decir, se trata del color, el sonido, la línea, la luz, el movimiento, el espacio, el tiempo, la palabra. Por supuesto estos elementos sensibles solo pueden ser percibidos en un soporte, en cuerpos, en pigmentos, en materiales, en ambientes. Y estos soportes de-ben ser intervenidos a través de herramientas, de técnicas e instrumentos.

Pero estos tres elementos, el elemento sensible, el soporte, las herra-mientas y técnicas pueden y deben ser distinguidos. Si lo hacemos, se pue-de ver que la innovación propiamente artística es la que se hace sobre el elemento sensible. Por supuesto interviniendo sus soportes, por supuesto

usando para ello nuevas herramientas y técnicas. Pero el efecto propiamen-te artístico es el que se traduzca en una modificación de aquel elemento, que es el propio y definitorio de cada hacer artístico. En la danza se trata del movimiento, en la música del sonido, en la pintura del color y la línea, en el teatro de la articulación del gesto y la palabra. Los equilibrios que se mantengan aquí son muy reveladores de la situación del arte y la política en las obras.

Es propio de las vanguardias academizadas el énfasis en el soporte, o en las técnicas y herramientas. Es necesario que así sea: los artistas son concebidos como especialistas. Solo llegan a serlo si dominan determinadas técnicas, y las destrezas y habilidades consiguientes. Si dominan técnica-mente el soporte. Aquello que “cualquiera podría hacerlo” es visto como mera artesanía.

Por supuesto este énfasis en los medios lleva a una tendencia hacia su ritualización, y a la contra corriente de des-ritualizarlos. Pero todo ese ejerci-cio no hace sino alejar al creador de la preocupación por el elemento sensible en que su arte se expresa. Crea una tendencia a entender la innovación formal como innovación en las técnicas y en los materiales, más que en las formas mismas. Una tendencia que, por supuesto, es reforzada por el crítico y el curador que, a falta de imaginación propiamente formal ha concentrado su educación en los recursos y en los medios, más que en lo que es pro-piamente el contenido. Se ha formado más en el contexto (inmediato) del arte (los materiales y las técnicas), que en el contenido propio (sensible).

Es por esto que el crítico siempre llamará la atención sobre las dificultades que han representado los desafíos técnicos, y las maneras exitosas o no en que han sido abordados. Esto es, desde luego, por que el crítico no es un artista. Pero no porque no domine esas técnicas, sino simplemente porque ve el arte desde su exterior.

O, también, para decirlo de manera directa: la academización del arte genera un mal arte. Independientemente de la política a la que quiera servir, gremial o social. Es por eso que el uso político del arte rara vez produce un gran arte: porque frecuentemente está ligado a su academización. Y es

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por eso que un arte político puede ser un gran arte: porque está atento al contenido mismo, al elemento sensible en que el creador se expresa.

Pero esto significa también que el arte no es bueno o malo según si es político o no, sino según la forma en que interviene en la sensibilidad, de una manera más conceptual o más expresiva. El arte puede ser perfecta-mente tal sin estar (explícita o directamente) en la política. Desde luego siempre tiene un significado (y debe hacerse cargo de él), pero es necesario distinguir ese significado de su relación militante (o no) con el movimiento político general.

Pero, justamente, “intervenir en la sensibilidad” no es una política cual-quiera. Sobre bases muy generales, que exceden, desde luego, los límites y propósitos de este texto, creo que es posible afirmar que el despertar de la sensibilidad, su estímulo y ejercicio, tienen un significado directamente político. Apuntan al despliegue de lo que los seres humanos tienen más profundamente de seres humanos. Porque no se trata de estimular simple-mente los sentidos, como es propio del arte mercantil y de propaganda, que usan la estimulación sensorial como recurso en sus políticas pedagógicas, sino de aquello que, a través de los sentidos, nos hace reaccionar ante los automatismos, ante la enajenación, ante la opresión cotidiana.

La política específicamente artística de un arte político consiste en esta apelación al universo de la sensibilidad justamente a través del elemento sensible que es propio del arte como tal. Es ese universo el que nos pone ante la realidad de la opresión, del trabajo repetitivo, de la vida trivial. Es ese universo el que nos abre ante la posibilidad de un mundo mejor. Y es por eso que todo gran arte tiene algo de arte político, más allá de las militancias específicas de sus autores.

Se trata de un mundo, por cierto, muy lejano al pragmatismo del uso político del arte, muy ajeno al oportunismo gremial de las políticas del arte, muy lejano en fin de lo que está de moda por orden y capricho del discur-so de críticos y curadores. Un mundo que puede ser imaginado desde la sensibilidad propiamente artística, más que desde escuelas o mecenas. Un mundo que puede ser imaginado desde la política efectiva, más que desde los simulacros políticos que se limitan a administrar los poderes imperantes.

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He descrito hasta aquí de manera sistemática, siempre con menos detalle del que quisiera y del que es posible, los diversos aspectos que permitirían comentar obras de danza. Su especificidad como forma artística, su relación con las otras disciplinas artísticas, sus características textuales, intertextua-les y contextuales. He descrito también los ámbitos que me parece pueden situar de una manera más completa a la danza del siglo XX. Sus relaciones con la corporalidad, con el género, con la política. Quizás una descripción análoga de elementos en otras disciplinas artísticas requiera, de manera correspondiente, otros centros de interés que no he tocado hasta aquí.

He procurado mantener, en todas estas consideraciones, siempre el cen-tro en la danza. Y esa centralidad la he condensado cada vez con una fór-mula que la resume: en danza de lo que se trata es del movimiento. Ahora, sin embargo, puesta en el contexto de las reflexiones sobre corporalidad, género y política, tengo que agregar una segunda estimación, sin la cual me ha llegado a parecer que la primera simplemente carecería de sentido: sólo es posible convertir el movimiento de un cuerpo humano en arte porque lo que se juega en él es siempre un sujeto.

Es la subjetividad, presente, prometida, sugerida, la que convierte las cualidades puramente físicas del movimiento en algo que podemos llamar arte. Si consideramos como arte a la obra bella, lo que consideramos belleza en ella nunca es mera objetividad, siempre es algo que existe y se manifiesta como un sentimiento estético, por muy formales que sean los rasgos que lo precipitan. Y si consideramos como arte a las obras expresivas, lo que consideramos expresado y expresivo es siempre una presencia subjetiva. Y aún en el caso de que consideremos como arte a una obra meramente señalada como tal, es decir, si consideramos que el carácter de “artística” de una obra es una mera convención, social, histórica, aquello que es señalado en ella remite siempre a una subjetividad, productora, portadora, sensible.

VI. Apreciación, crítica y comentario

1. La apreciación y el comentario

En toda forma artística, y quizás de manera más notoria en la danza, siempre lo que está en juego es la subjetividad. Y está en juego en el triple acto de creación que las obras de danza están constantemente reuniendo: el movimiento imaginado y proyectado por el coreógrafo, el movimiento ejecutado y recreado por el bailarín, el movimiento reproducido y recreado en la percepción cinestésica del espectador. Cada uno de ellos plenos de subjetividad.

Para decirlo de un modo más difícil (no sea cosa que esté quedando de-masiado claro), en toda creación artística lo que encontramos es la propia subjetividad humana en el elemento de su representación. No ya, ni fun-damentalmente, en aquello que la obra parece representar, sino más bien, en aquello que la obra hace en el acto de su producción, represente o no algo exterior a ella misma.

Estas consideraciones previas son necesarias para entender que siempre que comentamos una obra de danza estamos hablando de algo que atañe muy profundamente a lo que somos, como sujetos. Estamos hablando de nuestra capacidad de expresar la subjetividad a través de movimientos cor-porales. Y estamos asumiendo una posición respecto de cómo esa opera-ción se ha realizado ante nosotros, respecto de nosotros, en una obra. Esto también se puede decir sosteniendo que, siempre, de manera inevitable, antes de comentar una obra de danza, hemos hecho la tarea subjetiva, más o menos explícita, de apreciarla.

La mercantilización y la banalización del arte, sin embargo, como he descrito en capítulos anteriores, han intervenido y distorsionado profunda-mente la posibilidad de experimentar en toda su dimensión aquello que las obras de arte tienen de propiamente artístico. Han usurpado, por decirlo de alguna manera, la posibilidad del sentimiento estético, reduciéndolo a la facilidad del agrado, han reducido las destrezas y focos de la percepción a los aspectos formales más simples. Por cierto, como he sostenido tam-bién, esto se ve reforzado por la constitución del arte como una serie de tradiciones fuertemente intertextuales, que van requiriendo cada vez más de un cúmulo de experiencias previas para dar pleno sentido a las nuevas.

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Ante este empobrecimiento, notorio y lamentable, los maestros de arte han forjado la ambición bien intencionada de educar la apreciación artística. Y son frecuentes los manuales, en cada disciplina, que pretenden contri-buir a ello. Es hora de especificar, aunque ya hayamos pasado casi todos los contenidos de este libro, que no ha sido esa mi intención al escribirlo. No porque crea que es algo que no debe o no puede hacerse. Por supuesto este libro puede ser entendido y leído de esa manera, y podría servir para ese propósito. Pero no es la manera en que yo lo he escrito, ni tratado de cumplir con ese propósito.

Lo que he hecho es establecer y describir elementos para una tarea muy próxima y relacionada, pero claramente distinguible: para comentar obras de danza. La apreciación es, y debe ser, siempre subjetiva, en el sentido estrecho de propia o personal. El comentario, aunque sea propio y perso-nal, tiene una pretensión objetiva. O, más bien, objetivante. La apreciación tiene, y es justo que tenga, un sentido evaluativo. Una evaluación que se constituye como un juicio de gusto: me agrada, no me agrada. Un juicio que puede o no ser explicitable, o dar razones acerca de su origen. Un juicio que puede estar fundado legítimamente en aspectos parciales, o incluso anexos a la obra. El comentario debería, en la medida de lo posible, suspender el juicio. Al menos, necesariamente, el juicio de gusto. E intentar más bien establecer un juicio estético, lo más explícito posible. Es decir, una serie de pronunciamientos sobre el carácter propiamente artístico de la obra como tal, considerando la especificidad de la disciplina artística y el estilo desde la que se propone. No tiene ningún sentido buscar, o pedir, una apreciación “rigurosa”. Sí tiene sentido, en cambio, distinguir entre comentarios más o menos ajustados, pertinentes, útiles, o estrictos.

Por supuesto los comentarios de obras pueden tener una función y uti-lidad educativa. Pero no es ese ni su origen ni su sentido. Se comenta una obra para situarla, para explicitarla, para formar alguna tesis en torno a ella, para considerarla de una manera más cercana a su contenido estético. Por supuesto comentar una obra puede servir, para el propio comentarista, o para otros, para apreciarla de una manera distinta, más o menos profunda. Pero el sentido del comentario no tiene porqué ser ni educativo ni persuasivo.

Un comentario establece una posición subjetiva frente a una obra. Una entre otras posibles. Pero puede, y debe, ser discutido más o menos racio-nalmente. El tipo de posición subjetiva que establece la apreciación no tiene como sentido ser discutida racionalmente, es plenamente válida sólo por sí misma. La apreciación de una obra puede ser más o menos parcial, más o menos profunda, pero nunca es, propiamente errónea. Los comentarios, en cambio, pueden ser erróneos. Pueden ser criticados por su falta de ade-cuación teórica y empírica a aquello que comentan.

Apreciar y conversar obras de arte es una tarea intersubjetiva, que apunta hacia la socialidad, hacia compartir y experimentar en común, una tarea cargada de connotaciones afectivas. Comentar y discutir comentarios sobre obras de arte es una tarea teórica, predominantemente intelectual.

Nada en estas diferencias, por supuesto, impide que estas prácticas estén estrechamente conectadas. Que frecuentemente, en la práctica, se puedan confundir una y otra, o se puedan apoyar una en la otra. Las diferencias que enumero son también, como los comentarios, teóricas, analíticas. Sólo buscan especificar dos ámbitos que, en principio, pueden y deben ser dis-tinguidos.

2. La crítica de arte1

La mercantilización y la academización prevalecientes en las disciplinas artísticas hacen necesario, sin embargo, sostener otra diferencia, un poco más difícil: sostengo que se puede distinguir el comentario de obras de arte de su crítica.

El crítico de arte es una figura social que proviene del curador. Es intere-sante constatar que, desde fines del siglo XIX, la crítica trató de distinguir-se de los curatoría, a la que se consideró implícitamente un oficio menor, mientras que en cambio, a lo largo de la segunda parte del siglo XX, la tarea curatorial ha llegado a imponerse sobre la tarea crítica por la vía de asimi-larla casi completamente. Hoy en día, en casi todas las disciplinas artísticas,

1  Un excelente recuento de la historia y problemática de la crítica de arte se puede encontrar en la compilación hecha por Anna María Guasch: La crítica de arte, historia, teoría y práctica, en Ediciones del Serbal, Barcelona, 2003.

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son los curadores los que ofician como “maestros del gusto” ejerciendo una tarea tan clave como prosaica: haciendo viable la visibilidad necesaria para la sobrevivencia de los artistas.

Originalmente, ya desde principios del siglo XVIII, los grandes mecenas de las principales casas aristocráticas y reales contrataron personas que clasificaran y conservaran sus colecciones de pinturas y esculturas. Hacia finales de ese mismo siglo se abrió paso lentamente la idea de abrir esas colecciones a públicos cada vez mayores, constituyéndose la institución del museo moderno. A lo largo del siglo XIX los curadores y conservado-res de museos permanecieron en un estatus relativamente administrativo, producido por la declinación del mecenazgo por parte de la realeza, y su desplazamiento hacia el mecenazgo de tipo estatal, paralelo a la expansión del museo como institución predominante de un nuevo tipo de poderes estatales, más abiertos al espacio público.

Este proceso, muy claro en la pintura y la escultura, tiene su correlato y su equivalencia perfecta en los encargados de los teatros aristocráticos (levantados a lo largo del siglo XVIII), que se convierten ahora en teatros estatales, públicos, que contemplan, siguiendo el modelo del museo, “con-servatorios” de música, y academias de ópera y ballet. Sus administradores, sus directores artísticos, cumplen exactamente el mismo tipo de tareas que los curadores en el mundo de la plástica.

El crítico de arte surgió, a mediados del siglo XIX, esencialmente como un mediador. Por un lado apareció la crítica periodística, en la medida en que el consumo de arte se convirtió en un índice de estatus para las nuevas capas medias en ascenso. El teatro, el museo, y en ellos el concierto, la ópera, la exposición de pintura y escultura, se convirtieron en lugares de visibilidad para las nuevas capas medias que, siguiendo las viejas tradiciones aristo-cráticas, asisten a ellos más bien como espectáculos, más para ser vistos que para ver. La crítica periodística, en el contexto de una muy reciente expansión de la prensa como medio de comunicación, ofreció los elementos básicos para que esa visibilidad pudiera revestirse del barniz de cultura que sus pretensiones de ascenso social requería. Operó como rectora del gusto,

como guía estilística, como escuela de una diversidad estilística hasta ese momento había estado oculta por el mecenazgo aristocrático.

Fue la crítica periodística la que, requerida por el carácter efímero de los nuevos medios de comunicación impresos, generó la moda artística. Ávida de novedad, de recambio, necesitada de héroes y villanos, inició la tradición de elevar a unos y hundir a otros periódicamente de acuerdo a lo que se suponía era la “opinión y el sentir del público”. Una opinión y unos sentires, por supuesto, que eran a su vez fuertemente determinados por la propia crítica.

La crítica periodística de arte elevó a los grandes cantantes de ópera y, tras ellos, a los compositores italianos de fines del siglo XIX, exaltando y contribuyendo a crear toda una forma artística, que llegó a ser identificada con la ópera como tal hasta muy avanzado el siglo XX. Fue esa misma crítica la que exaltó al ballet como forma pura, y proyectó la imagen del estilo mo-derno como subversión marginal, como exotismo individualista, que imperó entre los años 30 y 70, y que condiciona en muchos sentidos al mundo de la danza hasta hoy. Fue la crítica periodística, de la mano del auge de la radio y de la industria discográfica, la que elevó el gran concierto y la gran sinfonía, acompañadas por la figura algo mítica del director de orquesta, al carácter de centro del mundo musical culto, desplazando a una periferia exótica y minoritaria a todas las formas musicales que procuraron excederlas.

Pero también, ya desde la segunda mitad del siglo XIX, la crítica pe-riodística fue el origen de un estatus más elevado, el de la crítica acadé-mica. Contribuyó, particularmente en Francia, a desplazar al crítico de la Academia oficial de artes, ya largamente desprestigiado como censor, y reemplazarlo por la figura del crítico formado y operando desde el mundo universitario. Estos críticos académicos que ya no provienen de la Academia sino de la universidad aparecen primero en Alemania e Inglaterra, primero en la plástica y luego en la literatura. La gran escuela alemana que creó la historia de los estilos (Jacob Bruckhardt, Heinrich Wolfflin, Alois Riegl, el inglés John Ruskin) representa este paso de la crítica periodística culta a la investigación universitaria de la historia del arte y la estética. Todos ellos

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mantuvieron un fluido diálogo a la vez con sus audiencias especializadas, con los mecenas y curadores, y con el gran público. Los más conocidos herederos de este diálogo fecundo y múltiple, que se mantiene siempre en el mejor nivel de claridad y rigor son quizás Erwin Panofsky, Arnold Hauser y Ernst H. Gombrich.

Paralelamente, sin embargo, se desarrolló la tarea del crítico de arte como mediador entre las obras y los mecenas privados, y posteriormente estatales, dispuestos a invertir en arte. Estos mecenas privados formaron a lo largo del siglo XX importantísimas colecciones de arte, al más puro es-tilo aristocrático del siglo XVIII, y convirtieron una buena parte de ellas en nuevos museos. Considerando que las claves del poder bajo el dominio ca-pitalista ya no están tan crucialmente determinadas por su visibilidad, como en las culturas anteriores, sino simplemente por los argumentos mucho más brutales de las armas y el dinero, hay que considerar que esta visibilidad cultural de los nuevos poderosos forma parte más bien de una cultura de la ostentación y el despilfarro, lo que ha determinado en buena medida sus características. Este es el origen de instituciones como el Museo de Arte Moderno de Nueva York, promovido por la familia Rockefeller, o los Museos Gugguenheim, que han operado como modelos para incontables museos privados y luego, para políticas similares en los Estados de bienestar de la época keynesiana.

En este desarrollo en la crítica académica, primero en Estados Unidos, con Clement Greenberg, y luego en Europa, con los críticos literarios asociados al estructuralismo, se producen una serie de desplazamientos significativos, que dan cuenta de un cambio mayor en el estatus social del arte.

Por un lado el interlocutor principal del crítico deja de ser el público, e in-cluso el artista, y ese lugar es ocupado fundamentalmente por los mecenas. El empresario dispuesto a invertir en arte, o los funcionarios privados que ha designado para tal efecto, el político que quiere usar el arte como marco de visibilidad, y los burócratas que ha designado para que lleven a cabo esa labor. Por otro lado el discurso crítico se pliega a las modas filosóficas del

momento, primero un marxismo bastante intelectualizado, en Greemberg y su generación, luego, en sucesión, el estructuralismo, el post estructura-lismo, y los diversos momentos de las filosofías de la deconstrucción. Pero con este doble giro surge una situación paradójica: el crítico genera un discurso extremadamente sofisticado en sus escritos y pronunciamientos públicos y, en cambio, se convierte en pieza clave para una toma de deci-siones extremadamente prosaica, que no es sino consagrar o relevar unas obras por sobre otras.

Con esto la crítica académica se va convirtiendo poco a poco en crítica curatorial, es decir, en una tarea de autorizar y legitimar a unos artistas y unas obras frente, o incluso a expensas de otras. No es raro entonces que la tarea del curador, tradicionalmente subestimada, haya llegado a coinci-dir con la del crítico o, más bien, haya sido usurpada por éstos. En buenas cuentas, es en la elección y promoción de las obras donde se juega el poder real dentro de cada gremio artístico.

Pero todo esto ha sido y es posible sólo como efecto de la mercantili-zación del arte, y de su uso por parte de las administraciones estatales po-pulistas. El crítico se ha convertido en el profesional que hace la mediación entre los poderes relativos que se juegan en la operación del arte como recurso de la política general y del mercado.

La sofisticación de su discurso y sus referentes teóricos, reflejo de su academización, es funcional, como en toda función burocrática a este papel. Protege su estatus de especialista, y lo protege también del escrutinio de formas de crítica más racionales, o del simple sentido común. Un lenguaje que protege a los críticos consagrados, unos respecto de otros, y respecto de sus interlocutores, de la misma manera en que los médicos o los abo-gados, o cualquier gremio burocratizado se protege internamente. Y que genera, desde luego, la presión correspondiente de los nuevos críticos, que han cumplido los rituales de iniciación académica en sus formaciones de pre y post grado, y sin embargo no tienen cabida (aún) en el juego de los poderes que detentan los consagrados. Es decir, genera una política de la crítica, tal como la academización produce una política del arte en el oficio que sirve de pretexto a todos estos discursos2.

2  He sugerido ya, en un capítulo anterior, consultar al respecto las notables discusiones que se dan en el sitio web www.plataformacuratorial.es. La gran pregunta que recorre todas las

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Esta deriva histórica nos permite, entonces, distinguir claramente en-tre comentario y crítica de arte, considerando lo que es de hecho real en ambas posibilidades. Mi opinión es que es preferible inaugurar esta dife-rencia, lo que por supuesto es un gesto polémico, a tratar de recuperar un cierto deber ser que la crítica y la curatoría tendrían y podrían cumplir aún. Esto es lo que persiguen, por ejemplo, aquellos que son partidarios de unas “prácticas curatoriales experimentales”. Pero este discurso acerca de una crítica “realmente crítica”, es decir, que no sea una simple operación de legitimación y reproducción academizada, recorre permanentemente justamente a la crítica curatorial academizada, con la misma frecuencia y en el mismo sentido con que todo político profesional jura y promete una y otra vez que su único interés es servir al interés público. Por supuesto, tal como frente a los “políticos” es posible invocar la posibilidad de otra política, frente a los “críticos” es necesario invocar la posibilidad de otra crítica. El asunto crucial, sin embargo, es cómo distinguir estas nuevas formas de la retórica que los mismos políticos y críticos usan ya como elementos de su propia legitimación.

Lo que sostengo es que lo crucial de la diferencia no está en el nombre sino en los contenidos. Uso un nombre distinto, comentario, sólo para dis-tinguir unos contenidos distintos.

3. El comentario y la crítica

Considerada en perspectiva histórica, propongo la noción de comentario como una contraposición explícita a la academización de la crítica, que la ha elevado a la pretensión y al poder curatorial.

Mientras la crítica de arte actual tiene como destinatario real al mecenas privado o estatal, por mucho que su grandilocuencia se dirija al estrecho círculo de expertos que reside en las universidades, el comentario debería tratar de recuperar al destinatario clásico, es decir, a un cierto público cul-to desde el cual se habla, y en el cual se quiere permanecer, por sobre las pretensiones pedagógicas o normativas. Mientras la crítica actual es una

discusiones es ¿quién curará a los curadores? Una pregunta que equivale a ¿quién legitima a los legitimadores? Pero también equivalente a otra muchísimo más prosaica ¿quién le da poder a los poderosos?

tarea de expertos, para expertos, que ejerce un efecto de fascinación y legitimación entre los legos, el comentario debería ser una tarea en el seno del público y los cultores mismo del arte, sin la pretensión de que se podría distinguir entre expertos y legos.

Mientras la crítica actual depende estrechamente de las modas filosófi-cas y estéticas, y su estilo discursivo tiende a la complicación artificiosa, en detrimento de la argumentación real, el comentario debería mantenerse en la sana claridad del buen sentido informado (del common sense), en un estilo que privilegie más bien la argumentación que la floritura, o la tenta-ción literaria.

Los textos de la crítica curatorial actual no sólo cumplen la función de legitimación y autorización de obras y autores, en la práctica se han levan-tado como un verdadero género de obras junto a las obras, parasitando y usufructuando un estatus circular, que proviene del estatus que ellos mismos han construido. El comentario debería rehuir este juego de poderes para entregarse a otro poder, más llano, menos ventajoso y con más contenido experiencial, como es el juego de las argumentaciones que buscan compartir y extender el sentimiento estético.

A través de la función legitimadora de la crítica curatorial los expertos, en este campo de la vida social como ya en muchos otros, han usurpado la función del creador y la del público que extiende la creación a través de su propia experiencia, para reemplazarla por juicios que provienen de la esfera de la mera teoría, auto legitimada, puramente académica. Por primera vez en la historia los críticos literarios parecen saber más de literatura que los narradores y poetas, los críticos de cine parecen capaces de hacer mejor que los propios directores las películas que ellos mismos nunca harán, los críticos de la pintura establecen la viabilidad y carácter artístico de las obras. El comentario, que debe ser una actividad común y compartida entre los creadores y los públicos debe, por esto mismo, recuperar la autoridad de los creadores mismos sobre el curso de su creación, de los públicos mismos sobre el carácter de sus experiencias. No puede haber, propiamente, “ex-pertos” en sentimiento estético. Ni debe haber directores del gusto que

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dictaminen sobre la sobrevivencia de los creadores mismos.

Recuperar la función del comentario que, desde luego, no es sino la función que cumplió originariamente la crítica de arte, antes de su aca-demización, es recuperar algo de la autonomía social del campo artístico, incluyendo en ella no sólo la del creador sino también la soberanía de los públicos para establecer qué obras son las que lo expresan, en qué clase de obras encuentran su propia representación.

En realidad no debería haber nada de trascendente o de permanente en el comentario. La posibilidad de que sean erróneos, o poco ajustados a las obras, no deriva de una relación fija o fundamental con una verdad que pueda considerarse objetiva sin más. La verdad de un comentario de arte es, y debe ser, tan móvil como el cambio en la creación y co-creación perma-nente de las obras. Mientras la crítica curatorial oscila entre la arbitrariedad de las modas que impone y la pretensión de verdad con que las defiende, el comentario es una actividad de suyo algo fugaz, que propone un ámbito de objetividad débil, expuesta por su propio carácter al escrutinio y al debate.

Justamente por esto, mientras la crítica establecida busca y alcanza su mayor poder a través de la escritura, el comentario debería recurrir a ella sólo como soporte provisorio, y vivir más bien en el espacio de la conver-sación y la discusión hablada. Un espacio, desde luego, muy poco útil para cualquier pretensión de poder. Y esa es una diferencia crucial. La crítica se mueve al ritmo de un juego de poderes, el comentario forma parte de la vida misma de las obras, por el lado o por debajo de los poderes que se jueguen en ellas.

Pero esta relación posible con la escritura se extiende también a sus relaciones con las obras consideradas como textos. La apreciación, en ge-neral, se detiene poco en el texto mismo, y se deja llevar más bien por el contexto, tanto el de la obra como el de la disciplina artística central con las asociadas. En el caso de la danza, la apreciación pasa muy rápidamente del movimiento mismo, y el valor estético de sus cualidades, al contexto inmediato de la música, el vestuario, la puesta en escena y, por cierto, salta desde allí al contexto externo, la figuración de los bailarines, la comparación con otras obras, la relación con el momento social que se vive, o en que

la obra se creó. El resumen de todo esto es que, en realidad, lo propio de la apreciación en su relación con las obras es su construcción contextual.

Exactamente a la inversa, en cambio, la crítica, sobre todo en sus estados de academización, tiende a concentrarse sólo en el texto, y en las relaciones intertextuales más técnicas, más eruditas, desvalorizando fuertemente (al menos desde la moda estructuralista) los elementos que el contexto pueda aportar a la comprensión de la obra. Lo propio de la crítica académica son las relacione puramente internas, las estructuras textuales, y la intertextualidad más inmediata, la que se extiende a la tradición propia de cada disciplina.

Justamente una de las ventajas que el comentario puede recuperar de los estilos más clásicos de la crítica de arte es la libertad para moverse entre los ámbitos textuales, intertextuales y contextuales sin desvalorizar ninguno, entendiéndolos como perfectamente compatibles, e incluso centrando sus esfuerzos en una reconstrucción teórica que los muestre como consistentes.

Es importante, por último, señalar que las diferencias entre apreciación, crítica y comentario son también consistentes con la estética, o con la teoría del arte, que nos parezca más verosímil. Tanto la apreciación, cuando se confunde a sí misma con el juicio estético, como la crítica legitimadora, son consistentes con la idea de que una obra sólo se convierte en obra de arte a través de un señalamiento, y sólo difieren en el sujeto que señala. Para la mera apreciación se trataría de la soberanía y el arbitrio del espectador in-dividual, para la crítica academizada se trataría del juicio experto del crítico.

También, dada el progresivo debilitamiento del sentimiento estético y la correspondiente banalización de la experiencia artística, tanto la aprecia-ción sobre valorada como la crítica curatorial coinciden en criticar la idea de que lo que constituye a una obra como artística es la objetividad de lo bello. La primera porque ha reducido esa objetividad al arbitrio del gusto, la segunda porque la crítica de ciertos modelos imperantes de belleza la ha conducido a la torpeza de negar lo bello en general como mera apariencia y pura ideología.

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Apreciación - Crítica - ComentarioGénero Autor Destinatario Conecta Funciones EstiloApreciación Espectador Espectador La obra y la vida Comparte /

Valora

Impresio -nista

Crítica Pe-riodística

Periodista Espectador La obra y el público

Informa /

Educa

Descriptivo

Crítica Académica

Teórico Público La obra y sus contextos

Reflexiona /

Interpreta / Sitúa

Explicativo

Crítica Curatorial

Crítico Mecenas / Pares

La obra y el mer-cado

Reproduce /

Legitima

Erudito

Comenta-rio

Espectador / Creador

Público / Crea-dores

La obra y el públi-co crítico

Comparte / Sitúa

Extiende

Compren-sivo

Frente a tales dicotomías, me gustaría pensar que la noción de comenta-rio de obras de arte es consistente con una estética en que las tres estéticas (de lo bello, de la expresión, del señalamiento) son plenamente compatibles y complementarias entre sí.

En la estética que imagino la obra de arte se constituye en un acto de señalamiento que, como tal, no es absoluto, que está sometido a algún gra-do de arbitrio, en que el sujeto que señala es lo que hasta aquí he llamado “público culto”, pero que debería ser considerado más bien, de un modo conceptual, como el pueblo. Aquello que es pueblo precisamente, y de ma-nera simétrica, entre muchas otras cosas, por ese acto de señalamiento a través del cual se pone a sí mismo en el elemento de la representación.

Pero, a la vez, aquello que es señalado en la obra es precisamente lo bello que, dado el arbitrio que pesa sobre su determinación, resultaría una cualidad histórica, situada, relativa al menos al contexto social en que es distinguida. El sujeto de ese señalamiento de lo bello, el pueblo, reconoce como belleza su propio espíritu, puesto en el elemento material de la obra. Lo bello, en este caso, sería una sustancia, real, objetiva, universal, pero a la vez, sería el producto de una realidad construida, una objetividad objetiva-

da, una universalidad que no es sino un horizonte de universalidad posible.

La trascendencia de la obra de arte, en que un pueblo objetiva su esencia, no sería así sino la proyección inmanente a su historia, de sus posibilidades. En lo bello un pueblo pone sus esperanzas, la idealidad de la reconciliación posible, el horizonte de las luchas que su vida tiene pendientes. Lo que co-mentamos, cuando compartimos una obra de arte, nunca es ajeno a esas esperanzas, a esas luchas.

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Bibliografía Brevemente Comentada 1

Hasta hace unos veinte años la bibliografía sobre historia de la danza era escasa, y los textos sobre estética de la danza lo siguen siendo. La gene-ralización del boom de la danza a todo un mundo globalizado, altamente conectado, altamente tecnológico, que he comentado en este libro, ha producido también un boom correspondiente en el interés por escribir sobre ella, desde los más diversos puntos de vista.

Hasta hoy la principal fuente de producción de textos significativos se encuentra en las universidades norteamericanas, en segundo lugar en In-glaterra, y mucho más atrás en Francia y el resto de Europa. Es en estos países donde la reflexión ha alcanzado un grado de extensión, pluralidad y profundidad realmente significativo. En el resto del mundo, donde se publica cada día más sobre danza, se permanece todavía en una etapa de reconstrucción de sus experiencias, de rescate de sus prácticas, de mera des-cripción, con fines más o menos legitimadores, en el contexto casi siempre de la formación de la institucionalidad estatal y privada en torno al oficio.

No es raro entonces que la mayor parte de la bibliografía significativa esté en inglés. Tampoco es raro que los textos en francés y en alemán pasen con relativa rapidez al mundo de las publicaciones inglés y norteamericano. En ese mundo editorial sólo en Estados Unidos e Inglaterra existen editoriales especializadas en danza. En Estados Unidos hay editoras universitarias muy activas en el tema, como la Wesleyan University Press, o la Duke University Press. En Inglaterra tiene su centro Dance Horizons Books y Dance Books. Todas las novedades se pueden encontrar en el sitio especializado www.dancebooks.co.uk.

1  Una primera versión de esta Bibliografía Brevemente Comentada apareció en mi libro Proposiciones en torno a la Historia de la Danza, Lom, Santiago, 2008. Para este texto la he corregido, actualizado y ampliado considerablemente.

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En danza, sin embargo, la literatura temática pierde gran parte de su valor si no es acompañada consistentemente del registro de las obras mismas. Hasta hoy se trata de una tarea trabajosa, que presenta fuertes sesgos. Por un lado la mayor parte de los registros en DVD disponibles en el mercado, mucho más de la mitad, contienen obras de ballet. Sólo en segundo tér-mino de danza moderna, y muy escasamente de las vanguardias, aún de las consagradas. Falta por completo, por supuesto, el enorme mundo de creatividad de vanguardia, pasada y actual, sobre todo en sus expresiones más radicales y marginales. Una posibilidad al respecto es consultar direc-tamente los depósitos de registros visuales que se han creado de a poco en diversos países. Los más completos se encuentran en el Archivo de Danza de Colonia (Deutsches Tanzarchiv Köln, www.sk-kultur.de/tanz), en Alemania, y en la Lilly Library de la Universidad de Duke, www.library.duke.edu/lilly), asociada al American Dance Festival, en Estados Unidos.

Desde hace unos pocos años se ha desarrollado considerablemente la presencia de la danza en el sitio www.youtube.com. Actualmente (Febrero 2012) la sola búsqueda, en ese único sitio, de videos relacionados con la palabra “dance” arroja más de tres millones de enlaces. Es la gran vía para acceder al enorme mundo de la creatividad en el margen, condicionada y limitada claro, paradójicamente, justamente por su enorme extensión. Es el gran depósito también de ejemplos de la danza más oficial, tanto histórica como presente. Una presencia limitada, o más bien acosada, sin embargo, de manera permanente por los guardianes de los derechos de autor.

En lo que sigue he ordenado, por mera inercia de intelectual, primero los libros que me parecen útiles para que un lego pueda formar una visión sólida del mundo de la danza, y luego los materiales visuales que, en realidad, deberían ser el punto de partida.

Los he ordenado, muy en general, por temas, tratando de indicar, casi siempre, entre paréntesis el año de la publicación original. Cada vez que he podido he preferido consignar las versiones en castellano, que son muy pocas y difíciles de conseguir, junto a las versiones en inglés, siempre más accesibles. He incluido también, al final de la sección de libros, los publicados hasta ahora en Chile, con breves comentarios.

A. LIBROS1. Obras de Referencia General

» La obra de referencia más importante, sobre todo en lo concerniente al mundo del ballet académico y moderno, es la enorme International Encyclo-pedia of Dance: A Project of Dance Perspectives, editada por Selma Jeanne Cohen, (Oxford University Press, 1º ed. 1998, 2º ed. 2004), Cuenta con 3950 páginas, en seis volúmenes. Fue encargada por la Dance Perspectives Foundation. Aunque su perspectiva es algo conservadora, y deja fuera o comenta sólo superficialmente los movimientos de vanguardia, contiene una enorme y documentada cantidad de información, y valiosas y detalladas bibliografías.

» Anatole Chujoy, P.W. Manchester: The Dance Encyclopedia, (1949, 1967), Simon & Schuster, New York, 1967

» Debra Craine, Judith Mackrell: The Oxford Dictionary of Dance, (2000), Oxford University Press, Oxford, 2000

2. Compilaciones de textos para pre grado (readers)

La emergencia de los estudios teóricos sobre danza en los años 80 y 90 ha dado lugar a la publicación de compilaciones de textos que ofrecen un pano-rama de posturas diversas y ámbitos problemáticos a desarrollar, rescatando y reuniendo fuentes clásicas y contemporáneas importantes que, de otra manera, sería muy difícil ver juntas. Estas compilaciones, extraordinaria-mente útiles como guías de campo, son a veces generales y ya hay algunas en torno a temas específicos. Las siguientes son las más interesantes:

» Alexandra Carter, ed.: The Routledge Dance Studies Reader (1998), Rout-ledge, London, 1998

» Roger Copeland, Marshall Cohen, eds.: What is dance? (1983), Oxford University Press, 1983

» Alexandra Carter, ed.: Rethinking Dance History (2004), Routledge, Lon-don, 2004

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» Susan Leigh Foster, ed.: Choreographing History (1995), Indiana University Press, 1995

» Ann Cooper Albrigth, David Gere, ed.: Taken by Surprise. A Dance Impro-visation Reader, (2003) Wesleyan University Press, USA, 2003

» Ann Dils, Ann Cooper Albright, eds.: Moving history/dancing cultures. A Dance History Reader (2001), Wesleyan University Press, Middleton, USA, 2001

» Susan Leigh Foster: Reading Dancing, bodies and subjects in contemporary American dance (1986), University of California Press, 1992

» Deborah Jowitt: Time and the dancing image, University of California Press, Berkeley, 1988

3. Estética y Filosofía de la Danza

» Francis Sparshott: A measured pace, towards a philosophical understanding of the arts of dance, (1995), University of Toronto Press, 1995

» Graham McFee: Understanding Dance (1992), Routledge, London, 1994

» Judith B. Alter: Dance-based dance theory (1991), Peter Lang Publishing, USA, 1996

» Susanne K. Langer: Feeling and form, a theory of art, (1953) Routledge & Kegan, London

» Sussane K. Langer: Los problemas del arte (1957), Ediciones Infinito, Buenos Aires, 1966. S. K. Langer fue la filósofa del arte más influyente en estética de la danza antes de McFee y Sparshott.

4. Historia de la Danza

4.1 Libros y manuales históricos

» Antonio Cornazano: The book on the Art of Dancing (1465), Dance Books, Londres, 1981

» Fabritio Caroso: Il Ballerino (1581), en inglés, Princeton Book Co., 1991

» Thoinot Arbeau: Orchesographie (1588), en castellano, Ediciones Cen-

turión, Buenos Aires, 1946. En inglés, comentado por Julia Sutton, Dover Publications, New York, 1967

» Fabritio Caroso: Nobilità di Dame (1600), traducida y comentada por Julia Sutton, en inglés, Dover Publications, New York, 1986

» Pierre Rameau: El Maestro de Danza (1725), en castellano, Ediciones Cen-turión, Buenos Aires, 1946. En inglés, la traducción de Cyril W. Beaumont (1931) se puede encontrar en Dance Book, Londres, 2003

» Jean George Noverre: Cartas sobre la danza y sobre los ballets, (1760), en castellano, con una introducción de André Levinson, Ediciones Centurión, Buenos Aires, 1946. En inglés, la traducción de Cyril W. Beaumont (1930) se puede encontrar en Dance Book, 1968. En francés, con una valiosa in-troducción de Maurice Bejart, Éditions Ramsay, Paris, 1978.

» Selma Jean Cohen, Ed.: Dance as a theater art, source readings in dance history from 1581 to the present (2º ed., 1992), valiosa antología de textos históricos brevemente comentados, en inglés, Dance Horizons Book, 1992

» John Martin: The modern dance (1933), Dance Horizons Book, 1965

» John Martin: Introduction to the dance (1939), Norton & Company, New York, 1939

» John Martin: Historia de la danza, en castellano, Editora del Consejo Na-cional de Cultura, La Habana, 1965. No se indica el texto original desde el que fue traducido.

» Doris Humphrey: El arte de componer una danza (1959), La Habana, 1962, también publicado como: La composición en la danza, UNAM, México, 1981

» Louis Horst: Formas preclásicas de la danza (1953), Eudeba, Buenos Aires, 1966

» Lincoln Kirstein: The book of the dance (1938), Publishing Co., New York, 1942

4.2 La Danza en la Antigüedad

» Sobre la danza en las primeras sociedades agrícolas se puede ver el hermo-

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so texto de Yosef Garfinkel: Dancing at the dawn of agriculture, University of Texas Press, Austin, 2003. Reproduce una gran cantidad de ilustraciones que contienen escenas de danza de las más diversas culturas.

Sobre la danza en la Grecia clásica se puede consultar:

» Steven H. Lonsdale: Dance and ritual play in Greek religion, The John Hopkins Univ. Press, 1993.

» Lillian B. Lawler: The dance in ancient Greece, (1964), Wesleyan Univ. Press, Connecticut, 1964.

» Todavía es útil, a pesar de sus deducciones altamente especulativas, y de que es bastante antiguo, el texto de Maurice Emmanuel: The Antique Greek Dance (1916), J.J. Little & Ives Company, Nueva York, 1927

4.3 Sobre los siglos XV - XIX

» Barbara Segal, ed.: Dancing Master or Hop Merchant?, The role of the Dance Teacher trough the ages, Proceeding of a Conference held at St Bride Institute, London, 23 February 2008, Early Dance Circle, London, 2008.

» Rebecca Harris-Warrik y Bruce Alana Brown, ed.: The grotesque dancer on the eighteenth century stage, Gennaro Magri and his world, The University of Wisconsin Press, Wisconsin, USA, 2005.

» Judith Chazin-Bennahum: Dance in the shadow of the guillotine, Suthern Illinois University Press, Illinois, 1988

» Judith Chazin-Bennahum: The lure of perfections: Fashion and ballet, 1780-1830, en Routledge, Londres, 2004. Ambos con muchas ilustraciones de la época.

» Lynn Garafola, ed.: Rethinking the Silph, New Perspectives on the Romantic Ballet, Wesleyan University Press, USA, 1997.

» Lynn Matluck Brooks, ed.: Women’s Work, Making Dance in Europe before 1800 (2007), The University of Wisconsin Press, Wisconsin, 2007.

» John Waller: A time to dance, a time to die: the extraordinary story of the dance plague of 1518, Icon Books, Londres, 2008.

» Richard Hudson: The allemande, the ballet and the tanz, Vol. I, The History (1986), Cambridge University Press, Cambridge 1996.

4.4 Historias de la Danza en el siglo XX

» Isabelle Ginot y Marcelle Michel: La danse au XXe siècle, Ed Larousse, Paris, 2002

» Nancy Reynolds y Malcolm McCormick: No fixed points, Dance in the twentieth century, Yale University Press, New Haven, 2003

» Jochen Schmidt: Tanz Geschichte des 20. Jahrunderts, Henschel Verlag, Berlin, 2002

» Martha Bremser: Fifty Contemporary Choreographers, Routledge, Lon-don, 1999

» J. M. Brown, Naomi Mindlin, Ch. H. Woodford: The vision of modern dance, in the words of its creators, Princeton Book, New Jersey, 1998

5. Sobre Ballet Académico

5.1 Historias centradas en el estilo académico

» Cyril Beaumont: The complete book of ballets (1938), Garden City Ed., New York, 1941. Contiene los argumentos y todos los detalles de la primera pues-ta en escena de 200 (!) ballets, desde La Fille Mal Gardée (1789) hasta los ballets soviéticos de los años 30. Como aún faltaban algunos, Mr. Beaumont publicó tres Supplement to Complete Book of Ballets, en 1942, 1954 y 1955.

» Susan Au: Ballet and modern dance (1988), Thames & Hudson, Londres, 1988.

» Joan Cass: Dancing through history (1993), Prentice Hall, New Jersey, 1993.

» Jack Andreson: Ballet & modern dance (1992), Dance Horizons Book, 1992. » Carol Lee: Ballet in western culture (2002), Routledge, New York, 2002.

» Lincoln Kirstein: Four Centuries of Ballet (1970), Dover Publications, New York, 1984

5.2 Libros clásicos sobre técnica académica

» Gennaro Magri: Theoretical and practical treatise on dancing (1779) Dance

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Books, London, 1988. Traducción al inglés del Trattato teorico prattico di ballo, de Magri, que es el verdadero origen del tecnicismo académico que se desarrolló en el siglo XIX.

» Carlo Blasis: An elementary treatise upon the theory and practice of the art of dancing, (1820) edición en inglés, Dover Publications, New York, 1968. Traducción al inglés del tratado clásico del maestro de ballet más importante del siglo XIX.

» Carlos Blasis: L’Uomo fisico intellettuale e morale (1868). Libreria Musicale Italiana, Roma, 2007. Contiene una edición facsimilar de la segunda edición (1868) de este texto fundamental de uno de los creadores claves del estilo académico. Editado por Ornella Di Tondo y Flavio Pappacena, que agregan dos extensos y documentados estudios.

» Cyril W. Beaumont, Stanislas Idzikowski: The Cecchetti Method, Theory and Technique, (1922, 1932), Dover Publications, New York, 2003.

» Agrippina Vaganova: Basic principles of classical ballet (1946), Dover Pu-blications, New York, 1969. La edición rusa original es de 1934.

» Asaf Messerer: Classes in Classical Ballet (1972), Dance Book, Londres, 1976.

» Suki Schorer: Balanchine Technique (1999), Alfred A. Knopf, New York, 2000

» Nadezhda Bazarova y Varvara Mei: El abece de la danza clásica, Editado por Anabella Roldán, Editorial LOM, Santiago, 1998. Manual estándar en las escuelas soviéticas, ampliamente basado en las enseñanzas de Agripina Vaganova.

5.3 Sobre obras y autores en el estilo académico

» Don McDonagh: How to enjoy Ballet (1954), Doubleday, New York, 1978

» Akim Volinsky: Ballet’s Magic Kingdom. Selected writings on Dance in Ru-sia, 1911-1925, Yale University Press, New Haven, 2008. Valiosa edición de textos fundamentales del principal teórico del ballet clásico, con excelente introducción y notas de Stanley J. Rabinowitz.

» Stephanie Jordan, ed.: Fedor Lopukhov, Writings on ballet and music (2002), The University of Winsconsin Press, Wisconsin, 2002. Única recopilación de textos de Lopukhov que se puede encontrar en un idioma distinto del ruso.

» Joan Acocella, Lynn Garafola, ed.: André Levinson on Dance, Wesleyan University Press, Londres, 1991. Una antología de textos de uno de los máximos defensores del estilo académico, con una excelente introducción de las editoras.

» Vera Krasovskaya: Vaganova (1989), University Press of Florida, 2005. Bio-grafía de Agrippina Vaganova escrita por una de las historiadoras rusas del Ballet más importantes, con una excelente introducción de Lynn Garafola.

» Gretchen Ward Warren: The art of Teaching Ballet (1996), University Press of Florida, Florida, 1996. Notable conjunto de biografías de diez de los principales maestros que propagaron la enseñanza del ballet clásico en el siglo XX. Respecto de cada uno se señala una genealogía de sus maestros que permite una reconstrucción de la tradición del ballet desde el siglo XVIII hasta hoy.

» Elizabeth Souritz: Soviet Choreographers in the 1920s (1979), Duke Uni-versity Press, Durham, 1990. Introducción de Sally Banes.

» Tim Scholl: Sleeping Beauty, a legend in progress, Yale University Press, New Haven, 2004.

» Jennifer Fisher: Nutcracker Nation, Yale University Press, New Haven, 2003

» Don McDonagh: George Balanchine, Twayne Publishers, Boston, 1983

5.4 Polémicas en torno al Ballet

»Christy Adair: Women and Dance, Sylphs and Sirens, N. York University Press, New York, 1992.

» Sobre los extremos a los que se llega habitualmente en la formación de las bailarinas de ballet, y sus consecuencias para la salud: L. M. Vincent: Pas de Death, Saint Martin’s Press, Nueva York, 1994. Este está basado en el texto anterior, del mismo autor, pionero en el tema, y que motivó muchas investigaciones y discusiones sobre las oscuridades de la formación acadé-mica: Competing with the Sylph: Dancers and the pursuit of the ideal body

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form, Andrews & McMell Publishing Co., Kansas, 1979.

» Suzanne Gordon: Off Balance, the real world of ballet, Pantheon Books, Nueva York, 1983.

» Josef S. Huwyler: The dancer’s body, a medical perspective on dance and dance training, International Medical Publishing, Madison, 1999

6. Sobre el estilo moderno

6.1 Historias centradas en el estilo moderno

» Claudia Fleischle-Braun: Der Moderne Tanz (2001), Afra Verlag, Stuttgart, 2001.

» Jacques Baril: La danza moderna (1977), Paidós, Buenos Aires, 1987.

» Leonetta Bentivoglio: La Danza Moderna, Longanesi & C., Milán, 1977.

» Isa Partsch-Bergsohn: Modern Dance in Germany and the United States, Harwood Academic Publishers, Switzerland, 1994.

» Lynn Garafola: Diaghilev’s Ballets Russes (1989), Da Capo Press, New York, 1998.

» Jacqueline Robinson: L’aventure de la danse moderne en France (1920-1970), Ed. Bouge, 1990.

» Naima Prevost: Dance for export, cultural diplomacy and the cold war (1998), Wesleyan University Press, USA, 2001.

» Julia L. Foulkies: Modern Bodies, dance and american modernism from Martha Graham to Alvin Ailey, The University of North Caroline Press, 2002.

» Stephanie Jordan: Striding Out, Aspects of contemporary and New Dance in Britain, Dance Book, Londres, 1992.

» Gay Morris: A game for dancers, performing modernism in the postwar years, Wesleyan University Press, Connecticut, 2006.

6.2 Sobre obras y autores modernos

» Richard Nelson Current, Marcia Ewing Current: Loie Fuller, godess of ligth, Nothwestern University Press, Boston, 1997.

» Jochen Schmidt: Isadora Duncan, Javier Vergara Editor, Barcelona, 2001. » Isadora Duncan, El Arte de la Danza y otros escritos, Akal, Madrid, 2003.

Una selección de sus escritos, editados por José Antonio Sánchez.

» Walter Terry: Miss Ruth, The “more living life” of Ruth Saint Denis, Dodd, Mead & Company, Nueva York, 1969.

» Suzanne Shelton: Divine Dancer, a biography of Ruth Saint Denis, Double-day, Garden City, 1981.

» Susan A. Manning: Ecstasy and Demon, feminism and nationalism in the dances of Mary Wigman, University of California Press, Berkeley, 1993.

» Sally Banes: Dancing Woman, Routledge, Londres, 1998. Sobre el papel fundador de las mujeres en la danza moderna.

» Marian Horosko: Martha Graham, University Press of Florida, Florida, 1991.

» Agnes de Mille: Martha (1956), Random House, 1991.

» Lynn Garafola, ed.: José Limón, an unfinished memoirs, Wesleyan University Press, Londres, 1999.

» Doris Humphreys: An artist first, autobiography (1966), Dance Horizons Books, New Jersey, 1995. Una autobiografía editada y completada por Sel-ma Jean Cohen.

» Helen Thomas: Dance, modernity & culture, Routledge, Londres, 1995. No-tables ensayos sobre sociología de la danza modernista en Estados Unidos.

» Mabel E. Todd: The Thinking Body (1937), Dance Horizons Book, 1968. Es el texto que inspiró a Mary Fulkerson, una de las creadoras del release y a Steve Paxton, creador del contact improvisation.

» Eden Davies: Beyond Dance, Laban’s legacy of movement analysis, Brechin Books, Londres, 2001

» John Hodgson: Mastering Movement, the life and work of Rudolf Laban, Routledge, Londres, 2001

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7. Sobre movimientos y autores de vanguardia

7.1 Textos sobre autores de vanguardia

» Laurence Louppe: Poetique de la danse contemporaine (1997), Ed. Con-tradanse, Bruxelles.

» Don McDonagh: The rise and fall of modern dance (1970), Outerbridges & Dienstfrey, NuevaYork, 1970.

» Roselle Goldberg: Performance Art (1988), Ediciones Destino, Barcelona, 1996.

» Mario De Michelis: Las vanguardias artísticas del siglo XX, Alianza, Ma-drid, 1983.

» Libby Worth and Helen Poynor: Anna Halprin, Routledge, Londres, 2004

» Janice Ross: Anna Halprin’s Urban Rituals, en The Drama Review, Vol. 48, Nº 2, Verano 2004.

» Sid Sachs: Yvonne Rainer, Radical Juxtapositions 1961-2002, University of the Arts, USA, 2003.

» Varios Autores: Trisha Brown, Dance and art in dialogue, 1961-2001, Addi-son Gallery of American Art, USA, 2001.

» Germano Celant: Merce Cunningham, Fundació Antoni Tapies, Barcelona, 1999.

» Jacqueline Lesschaeve: Merce Cunningham, the dancer and the dance, Boyars, New York, 1991.

» Deborah Hay: My body, the buddihst, Wesleyan University Press, Londres, 2000.

» Yvonne Rainer: Feelings are facts, a life, MIT Press, Londres, 2006. Auto-biografía.

» Bill T. Jones y Peggy Gillespie: Last Nigth on Earth, Pantheon Books, New York, 1995

» Yvonne Rainer: A woman who…, The Johns Hopkins University Press, Bal-timore, 1999

7.2 Sobre la Judson Church

» Sally Banes: Terpsichore in sneakers, post-modern dance (1977, 2º ed. re-visada 1987), Wesleyan University Press, USA, 1987.

» Sally Banes: Democracy’s Body, Judson Dance Theater 1962-1964, Duke University Press, Durham, 1993.

» Sally Banes, ed.: Reinventing Dance in the 1960s, University of Wisconsin Press, Madison, 2003

7.3 Sobre Butoh

» Sobre Tatsumi Hijikata ver el Vol. 44, Nº 1 de The Drama Review, Pri-mavera, 2000, publicado por la Universidad de Nueva York. Este volumen incluye entrevistas, artículos sobre su desarrollo histórico, y algunos textos del propio Hijikata. Todos los textos están disponibles en Internet.

» Kazuo Ohno y Yoshito Ohno: Kazuo Ohno’s World from without & within (1999), Wesleyan University Press, Connecticut, 2004. Traducción al inglés de textos de ambos, escritos para el Kazuo Ohno Dance Studio, en Japón.

» Kazuka Kuniyoshi: Contemporary Dance in Japan, en www.mcachicago.org/MCA/Performance

» Gustavo Collini Sartor: Kazuo Ohno, el último emperador de la danza, Editorial Vinciguerra, Buenos Aires, 1995.

» Sondra Horton Fraleigh: Dancing Darkness, butoh, zen and Japan, Univer-sity of Pittsburgh Press, Pittsburgh, 1999.

» Sondra Fraleigh y Tamah Nakamura: Hijikata Tatsumi and Ohno Kazuo, Routledge, Londres, 2006

7.4 Sobre Contact Improvisation

» Ann Cooper Albrigth, David Gere, eds.: Taken by Surprise. A Dance Im-provisation Reader, Wesleyan University Press, USA, 2003.

» Thomas Kaltenbrunner: Contact Improvisation, Meyer and Meyer, Oxford, 2004.

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» Cynthia J. Novack: Sharing the dance, Contact Improvisation and American Culture, The University of Wisconsin Press, Madison, 1990.

» Susan Leigh Foster: Dances that describe themselves, the improvised cho-reography of Richard Bull, Wesleyan University Press, Connecticut, 2002

8. Danza y género

» Fiona Buckland: Impossible Dance, Wesleyan University Press, Connecti-cut, 2002.

» Judith Lynne Hanna: Dance, sex and gender, The University of Chicago Press, Chicago, 1988.

» Jane C. Desmond, ed.: Dancing Desires, choreographings sexualities on & off the stage, The University of Wisconsin Press, Madison, USA, 2001.

» David Gere: How to make dances in an epidemic, tracking choreography in the age of AIDS, The University of Wisconsin Press, Madison, USA, 2004.

» Sharon E. Friedler, Susan B. Glazer, eds.: Dancing Female, lives and issues of women in contemporary dance, Harwood Academic Publishers, Amster-dam, 1997.

» Billy J. Harbin, Kim Marra y Robert A. Schnake, eds.: The Gay & Lesbian Theatrical Legacy, The University of Michigan Press, Ann Arbor, 2005.

» Bruce E. Fleming: Sex, Art and Audience. Dance Essays, Peter Lang, Nueva york, 2000.

» Jennifer Fisher, Anthony Shay, eds: When men dance. Choreographing masculinities across borders, Oxford University Press, Nueva York, 2009

9. Danza y discurso étnico

» Sobre la problemática de la danza étnica se puede consultar el texto de Ananya Chatterjea: Butting Out, Wesleyan University Press, Middletown, 2004, en que compara las políticas implicadas en las coreografías de Jawola Willa Jo Zollar y Chandralekha, coreógrafas negra e hindú que trabajan en Estados Unidos.

Sobre la danza negra en Estados Unidos, y su papel central en la creación de la danza moderna, se puede ver la interesantísima y novedosa discusión mantenida entre:

» Susan Manning: Modern Dance Negro Dance, University of Minesota Press, Minesota, 2004.

» John O. Perpener III: African-American Concert Dance, U. of Illinois Press, Chicago, 2001.

» Kariamu Weish Asante, ed.: African Dance, Africa World Press, Eritrea, USA, 1998.

» Thomas F. DeFrantz, ed.: Dancing many drums, The University of Wis-consin Press, Madison, 2002.

» Steve Watson: The Harlem Renaissance, Pantheon Books, New York, 1995.

» Anne-Marie Gaston: Bharata Natyam, from temple to theatre (1996), Ma-nohar, New Delhi, 1996

10. Sobre danza y política

» Mark Franko: The Work of Dance, Wesleyan University Press, Connecticut, 2002.

» Ellen Graff: Stepping Left, Duke University Press, Durham, 1997.

» Bernice Rosen, ed.: The New Dance Group, movement for change, en Cho-reography and Dance, Vol. 5, Part 4, Harwood Academic Publishers, Swit-zerland, 2001.

» Lynn Garafola, ed.: Of, By, and For the People: Dancing on the Left in the 1930s, en The Journal of the Society of Dance History Scholars, Vol. V, Nº 1, Spring 1994.

» Andrew Hewitt: Social Choreography, Ideology as performance in dance and everyday movement, (2005) Duke University Press, Durham, 2005.

» Ann Cooper Albright: Choreografing Difference, the body and identity in contemporary dance, Wesleyan University Press, Connecticut, 1997.

» Susan Leigh Foster, ed.: Corporealities. Dancing, knowledge and power (1996), Routledge, London, 1996.

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» Daniel Sibony: Le corps et la danse (1995), De Seuil, Paris, 1995.

» Mark Franko: Dancing modernism / performing politics (1995), Indiana University Press.

» Sally Banes: Writing dancing in the age of postmodernism (1994), Wesleyan University Press, USA, 1994.

» Sobre el papel político de los Ballets Folklóricos durante la Guerra Fría, Anthony Shay: Choreographic Politics, State Folk Dance Companies, repre-sentation and power, Wesleyan University Press, Middletown, 2002.

» Randy Martin: Critical Moves. Dance studies in theory and politics, Duke University Press, Durham, 1998

11. Escritos sobre danza en Chile

» María José Cifuentes: Historia Social de la Danza en Chile: Visiones Escuelas y Contextos 1940-1990. LOM, 2007. Un texto que por su alcance y rigor historiográfico debería considerarse precursor en América Latina. Ningún otro país latinoamericano cuenta con una historia de la danza que se eleve por sobre el simple recuento o el homenaje y la legitimación.

» Constanza Cordovez, María José Cifuentes, Simón Pérez Wilson, Andrés Grumann: La danza independiente en Chile, Reconstrucción de una escena 1990-2000. Editorial Cuarto Propio, 2009. Tal como el anterior, un texto que prácticamente inaugura en América Latina la consideración sociológi-ca y política de la danza, como he dicho, más allá del recuento simple y el testimonio.

» Jennifer Mc Coll: Carmen Beuchat. Modernismo y vanguardia. Editorial Cuarto Propio 2010.

» Gladys Alcaino, Lorena Hurtado: Retrato de la Danza independiente en Chile 1970-2000, Ocho Libro Ediciones, 2010.

» Carlos Pérez Soto: Proposiciones en torno a la Historia de la Danza, LOM, 2008.

» María Elena Pérez: Conceptos fundamentales para una apreciación de la Danza Universidad de Chile, Facultad de Artes, 2004.

» María Elena Pérez, Vladimir Guelbet: Diccionario del Ballet. Editorial Uni-versitaria, 2006.

» María Elena Pérez: Evolución de la danza profesional clásica y contempo-ránea en Chile, Monografía de la Revista Musical Chilena, Santiago, 2006.

» Carlos Pérez Soto: Comentar obras de Danza, texto en preparación. Con-tiene un valioso y completo recuento de materiales escritos y visuales sobre danza, entre los cuales se enumera a sí mismo.

» María José Cifuentes, Rodrigo Fernández, Raquel Núñez: Eukinética. Pro-fundizando las cualidades del movimiento. Edición independiente, 2010.

» Hans Ehrmann: Cuatro décadas de ballet en Chile. Hans Ehrmann. Escritos periodísticos 1960-1999. Ril Editores, 2009. Una excelente antología, ejem-plo de la mejor crítica periodística.

» Gladys Alcaíno: Escritura del Cuerpo. Sobre Danza y Dramaturgia. Edición independiente, 2009.

» Paulina Mellado: Por qué, cómo y para qué se hace lo que se hace, editado por Lara Hübner González, Publicación de Cía. Pe Mellado Danza, Santiago, 2008.

» Paola Aste, Alexis Figueroa, Ricardo Seúlveda, Fernando Teillier: Arte Danza entorno. Crónica historiográfica de Calaucan 1984-2008, Edición Independiente, Concepción, 2009.

» Amílcar Borges de Barros: Dramaturgia Corporal (Acercamiento y dis-tanciamiento hacia la acción y la escenificación corporal), Editorial Cuarto Propio, 2011.

» Caída Libre / Brisa MP: Interferencias, Edición independiente, 2009.

» Vicky Larraín: Crónicas desde el cuerpo, Edición Universidad Bolivariana, 2005.

» Una publicación que fue muy importante, porque inició y promovió la preocupación por la escritura sobre danza en Chile es la Revista Impulsos, en su primera época, 13 números, entre 2002 y 2004, impulsada por Nel-son Avilés, entonces a cargo del Área de Danza del Consejo nacional de la Cultura y las Artes, editada por Marietta Santi, con Constanza Cordovez a cargo de la edición y producción periodística. Una excelente iniciativa,

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lamentablemente perdida en los recortes presupuestarios.

B. MATERIALES VISUALES

Nunca hay que olvidar que la danza como arte escénica es una experien-cia completamente distinta de su registro a través de algún medio visual (como la escritura, el video, el cine). Esta diferencia crucial produce una dificultad esencial cuando queremos ser testigos de su ejercicio histórico, e incluso de su estado actual. Cuestión completamente distinta de lo que ocurre, por ejemplo, con la pintura o la poesía, análoga, en cambio, a lo que ocurre con el teatro o la ópera. Aún la música, que cuenta con un sistema de registro establecido, y que se puede reproducir por medios electrónicos con mucha fidelidad, cambia de manera significativa experimentada en vivo.

En el caso de los registros de danza en video, en formatos digitales o en cine, hay al menos tres diferencias que son decisivas. El ojo, a diferencia de la cámara, es perfectamente capaz de fijarse en algún detalle particular sin perder el plano general. La visión humana logra captar la tercera dimensión espacial, lo que falta completamente en el video o el cine. El director de cine tiene una amplia posibilidad de editar el material filmado, lo que, por mínima que sea su intervención, nos pone ante un registro “del ojo de otro”, frente a lo que no tenemos alternativa.

Agreguemos a esto la posibilidad, en muchos sentidos importante y va-liosa, de combinar danza y video en una sola producción artística, la video danza, que es de por sí un arte diferente, con valores estéticos diferentes, y en muchos sentidos más complejos, que los de la danza como tal. Esto hace que sea necesario distinguir entre el registro de danza y el video danza, sin que podamos, sin embargo, librarnos, ni aún en el primero, de los límites que he mencionado.

Cuando agregamos a todo esto la perspectiva histórica el asunto se hace francamente insuperable. Antes del cine y el video simplemente no hay registro alguno a partir del cual se puedan hacer reconstrucciones media-namente confiables de lo que se bailó. Los sistemas de notación son dra-máticamente ineficientes. Lo que pasa por reconstrucción histórica, sobre

todo en los detalles de los movimientos mismos, está lleno de supuestos altamente especulativos, como lo declaran abierta y sinceramente todos los que han intentado dichas reconstrucciones con algo de seriedad.

Para una investigación profunda de materiales audiovisuales relacionados con la danza habría que visitar las grandes colecciones que he mencionado antes, el Archivo de Danza de Colonia y la Biblioteca Lilly en el East Campus de la Universidad de Duke en Durham, Carolina del Norte, USA, que son los archivos de danza más importantes del mundo, o las colecciones au-diovisuales de las grandes bibliotecas europeas o norteamericanas como la Biblioteca Pública de Nueva York o el Centro George Pompidou en París.

Sin haber tenido semejante privilegio, y bajo las condiciones que he men-cionado antes, puedo consignar aquí las obras que he visto personalmente entre las que están disponibles en el comercio on line2, en que los sitios más completos son www.dancebooks.co.uk, y el portal británico de Amazon, que en esto es significativamente distinto del portal principal, en www.amazon.co.uk.

[Nota: Mientras corregía y editaba este libro he encontrado un texto que se hace cargo de manera plena y directa de esta falta de acceso a materiales visuales en danza, publicado en Agosto de 2012. En él los autores no sólo ofrecen una completa guía de lo disponible en VHS y DVD en el comercio, sino que recurren ampliamente a YouTube y a los sitios de las mismas compañías que contienen materiales en Internet. Este texto me parece una guía hasta hoy inigualable e indispensable por la cantidad extraordinaria de materiales que refiere, que recorren todo el siglo XX, incluyendo la primera década del XXI. Se trata de Marc Raymond Straus y Myron Howard Nadel: Looking at Contemporary Dance, a guide for the Internet age, Dance Horizons Book, Princeton Book, 2012.]

1. Reconstrucciones Históricas

» DanceTime DVD! (3 vol.) y How to Dance Through Time (6 vol.), producidos por Dancetime Publications Video Productions, contienen reconstrucciones,

2  En Chile es inútil recurrir al comercio habitual de las casas discográficas. Aún las más espe-cializadas, que no son más de dos o tres, se nutren completamente del comercio a través de Internet. Es útil, en cambio, acudir a las bibliotecas de los institutos culturales más grandes. Particularmente el Instituto Goethe y el Instituto Chileno Francés de Cultura.

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algo artificiosas, de los principales bailes sociales europeos de los últimos quinientos años. Quizás su principal defecto es la presentación de los bailes completamente fuera de sus contextos originales, en un marco escénico abstracto o vacío.

» Como contraste se pueden ver las reconstrucciones de algunos bailes burgueses en el cine, en que aparecen plenos de contexto y sentido, como una Chacona en El Rey Pasmado (1991), de Imanol Uribe, una coreografía de Alberto Lorca, con la asesoría histórica de Anselmo Alonso. O una Moresca, en la versión de Romeo y Julieta de Franco Zeffirelli (1968), una coreografía de Alberto Testa, con música de Nino Rota.

» Una extraordinaria presentación de la versión original de la comedia ba-llet El Burgués Gentilhombre (1670), con texto de Molière y música de Jean Baptiste Lully, muy bien documentada, permite ver en directo qué fueron los “ballet à entrée” en el siglo XVII. La dirección es de Vincent Dumestre, la coreografía es de Cecile Russant, el registro y el documental están dirigidos por Martin Fraudreau, el montaje se hizo en un escenario de la época, el Thêatre Le Trianon, en 2004, se puede encontrar en DVD en Alpha Pro-ductions, Paris, Francia.

» Siguiendo las misma líneas de la producción anterior, Alpha productions ha publicado Cadmus & Hermione, de Jean Baptiste Lully, en Paris, 2008.

» Una valiosa reconstrucción del ballet Medea (1780) de Jean-George Nove-rre, hecha por Judith Chazin-Bennahum, acompañada de un documental con mucha información, se puede encontrar en Dance Horizons Video, 2000.

» El Ballet de la Ópera de París hizo una reconstrucción de La Sílfide (1832) siguiendo el original de Filippo Taglioni. Dirigida por Pierre Lacotte, grabada en 2004 por TDK DVD Video.

» El Ballet de la Ópera de París ha hecho reconstrucciones de obras de la Compañía de Diaghilev en Paris Dances Diaghilev (1990), (Petrouchka, El Espectro de la Rosa, La Siesta de un Fauno, Noces). Está en Elektra Nonesuch Dance Collection, NVC Arts, 1990. Desgraciadamente, hasta hoy, sólo se encuentra en VHS.

» También el Ballet de la Ópera de París produjo Picasso and Dance (1994), donde se pueden encontrar las versiones originales de dos obras cuyas

escenografías fueron diseñadas por Pablo Picasso, Le Train Blue (1924), de Jean Cocteau y Le Tricorne (1919) de Leonidas Massine. Una edición Kultur, NVC Arts, 1994.

» Isabelle Fokine (hija de Michel Fokine) y Andris Liepa hicieron la recons-trucción de otras cuatro obras de la Compañía de Diaghilev (Sherezada, Danzas Polovetsianas, El Espectro de la Rosa, El Pájaro de Fuego, todas de Fokine), para el Ballet Kirov. La edición, The Kirov celebrates Nijinsky, gra-bada en el Teatro de la Chatelet en Paris, en 2002, está en www.kultur.com.

» Sobre Ruth Saint Denis y Edward Shawn en el Denishawn hay dos docu-mentales, que contienen reconstrucciones de sus obras, y algunos registros originales. Denishawn, The Birth of Modern Dance (1988), dirigido por Mi-chelle Mathesius y Janet Rowthorn, en Kultur, 1988. Y Denishawn Dances On!, dirigido por Janet Rowthorn y Livia Vanaver, Kultur, 2002.

» Versiones, algo almibaradas, de obras de Isadora Duncan se pueden en-contrar en Isadora Duncan Technique and Repertory Dance, dirigido y co-mentado por Andrea Mantell-Siedel, Dance Horizons Video, 1995.

» De Doris Humphrey se pueden encontrar versiones de With my red fires (1936) y New Dance (1935), interpretadas para el American Dance Festival en 1972, en Two Masterpieces of Modern Choreography by Doris Humprheys, Dance Horizons Video, 1978.

» Una extraordinario testimonio del expresionismo alemán más clásico se puede encontrar en Die Grünen Clowns (Los payasos verdes), una obra creada por Rudolf Laban en 1928 puesta en escena a partir de una rigurosa investigación por Valerie Preston-Dunlop, en 2008. Se encuentra en DVD, editada por IDM Limited, en colaboración con el Trinity Laban Conservatoire of Music and Dance, Londres, 2008.

» Otro importantísimo acercamiento a las vanguardias históricas en danza es la reconstrucción de las Danzas Mecánicas de Nikolai Foregger, compuestas en 1923, en el marco de una investigación general de las vanguardias escé-nicas entre 1909 y 1945, llevada a cabo por el Laboratorio de Creaciones Intermedia, de la Universidad Politécnica de Valencia, y puestas a disposición de todos en www.youtube.com. El sitio del Laboratorio, desde el que se puede llegar a otra decena de montajes y reposiciones es www.upv.es/intermedia

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» El ballet Bolshoi ha puesto en escena recientemente una brillante recons-trucción histórica de Flames de Paris, coreografía compuesta por Vasily Vainonen en 1932, una obra representativa del ballet soviético de la época estalinista. Está publicada en DVD por Bel Air Media, en 2010. Contiene un breve documental que informa del proceso de investigación histórica y reconstrucción.

» El Teatro y Ballet Marinsky (ex Kirov), han publicado una reconstrucción histórica de dos ballet con música de Igor Stravinsky en Stravinsky and the Ballets Russes, una valiosa versión con el vestuario y la coreografía original de Vaslav Nijinsky de Le sacre de printemps (La consagración de la primave-ra, 1913), y otra, también con la coreografía original, de Michel Fokine, de The Firebird (El pájaro de fuego, 1910). Contiene también un documental sobre el proceso de investigación y reconstrucción. Grabado en el Teatro Marinsky de San Petersburgo en 2008, está publicado por Bel Air Classiques.

2. Registros Históricos

Hay valiosos registros históricos de la época modernista, con obras de al-gunos de los coreógrafos más importantes del siglo, casi siempre bailadas por ellos mismos. Obras clásicas, en sus versiones originales (interpreta-das para cine) que es necesario ver como tales, independientemente de las nuevas versiones, que suelen tener un nivel técnico y una concepción escénica diferente.

» El documental Martha Graham The Dancer Revealed, dirigido por Catheri-ne Tatge, contiene una larga entrevista y extractos de obras. Edición Kultur, 1994.

» Martha Graham in Performance, contiene una entrevista (1957) y dos obras, Night Journey (grabada en 1961), Appalachian Spring (grabada en 1958) interpretadas por ella misma. Los registros fueron dirigidos por Nathan Kroll. Edición Kultur.

» José Limón, three modern dance classics, contiene La Pavana del Moro (1949, grabada en 1955), El Traidor (1954, grabada en 1955) y El Emperador Jones (1956, grabada en 1957) interpretadas por él mismo. Video Artists Internacional, 200.

» Escasos veinte minutos de entrevista a Anna Sokolow, grabados en 1980, se pueden encontrar en Anna Sokolow, Choreographer, Dance Horizons Video, 1991.

+ En ediciones Inter Nationes, asociadas al Goethe Institut, se pueden encontrar notables documentales sobre los principales clásicos de la danza alemana:

» Kurt Jooss, 1985, 42 min.

» La mesa verde, ballet de Kart Jooss, dirigido por Thomas Grima, 2000, 37 min.

» Dore Hoyer, cuatro obras, interpretadas por ella misma, grabadas en 1962, 32 min.

» El ballet triádico, tres cuadros de la obra de Oskar Schlemmer, de 1923, reconstruida y dirigida por Franz Schömbs, grabado en 1970, 30 min.

» Mary Wigman, mi vida es el baile, documental, 29 min.

» Persona y figura artística: Oskar Schlemmer y el teatro de la Bauhaus, documental de Margarete Hasting, 1968, 30 min.

» Harald Kreutzberg, bailarín y poeta de la danza, documental de Ulrich Tegeder, 1993, 29 min.

» La aguerrida danza escénica de Johann Kresnik, documental de Ulrich Tegeder, 1993, 29 min.

» En esta misma colección, que se puede consultar en cualquier Goethe Institut, se pueden encontrar documentales sobre Sussane Linke, Rinhild Hoffmann, y otros autores contemporáneos.

+ La estación de televisión alemana WDR hizo un documental en 2001 a propósito del centenario de Kurt Jooss, dirigido por Anette von Wangen-heim: Kurt Jooss, Tanz als Bekenntnis, 2001, 60 min.

+ Breves escenas de gran interés histórico pueden verse en los siguientes documentales:

» Plisetskaya Dances, 1964, Kultur, 70 min.

» Maya Plisetskaya, Diva of Dance, Euroarts Music International Gmbh, 2006, 71 min.

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» Ballets Russes, un notable documental sobre los bailarines que pasaron por la compañía Ballet Russe de Monte Carlo, del Coronel Vasily De Basil entre 1938 y 1962, bajo la dirección de Léonidas Massine, y que son el principal vehículo a través del que se difundió la forma académica por todo el mun-do, dirigido por Daniel Geller y Dyana Goldfine, Revolver Entertainment, 2006, 118 min.

» Balanchine, documental de Merrill Brockway, Kultur, 2004, 156 min.

» Serge Lifar Musagete, es una edición de tres documentales breves de Do-minique Delouche sobre y con Serge Lifar. Está publicada por Mezzo, Paris, 2005. Duración: 130 min. Se puede encontrar en www.doriansfilms.com.

3. Ballet Académico

El ballet es el estilo más representado y accesible en el mercado de video y DVD. Hay muchas versiones de las obras clásicas, lo que permite comparar unas puestas en escena con otras, cuestión que prácticamente nunca es posible en el estilo moderno o en las obras contemporáneas. Incluso es posible comparar con nuevas propuestas, con una estética completamen-te distinta, de las obras que se consideran el canon del ballet, las obras de Petipá e Ivanov transmitidas hasta hoy a través del academicismo soviético. De estas muchas versiones quizás habría que ver, como mínimo, las siguien-tes, aunque es probable que los balletómanos tengan opiniones específicas dispares sobre ellas:

+ Giselle, de Adolphe Adam, por el American Ballet Theatre, con Carla Fracci y Erik Bruhn, grabada en 1969, para cine, en video en Philips Classics, 1987.

» Giselle, de Adolph Adam, por el Ballet Bolshoi, grabada en 1974, con Na-talia Bessmertnova y Mikhail Lavrovsky, en Kultur.

Es necesario agregar que en el mercado hay por lo menos otras diez ver-siones distintas de esta misma obra.

+ El lago de los cisnes, de Petipá e Ivanov, por el Ballet Kirov, grabada en 1972, con Galina Mezentseva y Konstantin Zaklinsky, en Kultur.

» El lago de los cisnes, de Petipá e Ivanov, en The Bolshoi Ballet Company in the Ultimate Swan Lake, grabada en 1984, dirigida por Yuri Grigorovich, con Natalia Bessmertnova y Alexander Bogatyrev, en Kultur.

Es necesario agregar que en el mercado hay por lo menos otras veinte ver-siones distintas de esta misma obra, incluyendo desde una Barbie of Swan Lake hasta la notable versión de Matthew Bourne, con una interpretación y una puesta en escena completamente contemporánea, en Swan Lake, grabada en 1996 para NVC Arts.

+ Una amplia diversidad de versiones y montajes es accesible en el caso del ballet Cascanueces de Lev Ivanov.

» El registro más vendido, con un record absoluto sobre cualquier otra obra de danza, corresponde a su vez a la versión que más veces ha sido repre-sentada en la historia del ballet: The Nutcracker, en la versión de George Balanchine, que desde 1954 ha sido representada sólo por el New York City Ballet más de 3600 veces. Esta versión, grabada en 1993, siguiendo una adaptación para video de Peter Martins, está en Warner Home Video.

» Quizás la versión más “ortodoxa”, es decir, más apegada a la reconstruc-ción del ballet de Ivanov hecha por Vasily Vainonen en 1934, que es la que se puede considerar “clásica”, es The Nutcrecker del Russian State Theater Academy of Ballet, grabada en 1996, en Kultur.

» Los balletómanos prefieren ampliamente, en cambio las versiones The Nutcracker del Ballet Kirov, con Larissa Lezhnina y Victor Baranov, dirigidos por Oleg Vinogradov, grabada en 1994, en Phillips Classics Productions; y The Nutcracker del Ballet Bolshoi, con Yekaterina Maksimova y Vladimir Vasilyev, dirigidos por Yuri Grigorovich, grabada en 1978, Kultur. Entre las versiones de Cascanueces las de Vainonen (1934) y ésta, de Grigorovich (1966), son el marco para casi todos los múltiples montajes que se hacen actualmente para esta obra.

» En el mercado hay por lo menos treinta versiones distintas. Hay que incluir en ellas la infaltable Barbie in Nutcracker (2001), tres Nutcracker on Ice, y la interesante versión de una selección por los estudios Disney en el largometraje de animación Fantasia (1940).

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» Particularmente interesantes son los dos montajes hechos bajo una es-tética completamente distinta a la clásica por Morris y Bourne. The Hard Nut, es una coreografía de Mark Morris, que usa la música de Tchaikovsky y la línea general de las secciones clásicas, pero se atiene en el libreto más directamente al cuento original de E.T.A. Hoffmann, “El Cascanueces y el Rey Ratón” (1816) en que se basa el libreto del ballet, doblemente azucarado por Alejandro Dumas (“El Cascanueces en Nüremberg”, 1844) y por Lev Ivanov, que adaptó el cuento de Dumas en 1891. The Hard Nut, de Morris, grabado en 1992, está en Elektra Nonesuch Dance Collections, NVC Arts. Por otro lado la estética abiertamente kitsh de Nutcracker!, coreografía de Matthew Bourne, grabada en 2003, para Screen Stage.

» Comentarios, vivencias y muchos datos sobre esta obra se pueden en-contrar en Jennifer Fisher: Nutcracker Nation, Yale University Press, New Haven, 2003

+ Entre las muchas otras obras de ballet, en montajes clásicos o contempo-ráneos, que están disponibles en el mercado es interesante ver:

» Coppélia, de Arthur Saint-Léon, dirigida y ampliamente interpretada, por Oleg Vinogradov, por el Ballet Kirov, con Irina Shapchits y Mikhail Zavialov, grabada en 1993, Kultur, NVC Arts, 91 min.

» Coppélia, completamente reinterpretada respecto de la versión clásica por Maguy Marin, para el Ballet de la Ópera de Lyon, grabada en 1994, 62 min.

» Coppélia, en su versión “clásica”, que no es sino la reconstrucción de Ivanov en 1891 a partir de la coreografía de Saint-Léon, por el Australian Ballet, dirigida por Peggy van Praagh, grabada en 1990, en Kultur, 107 min.

» Las obras de George Balanchine están ampliamente disponibles en sus versiones estándar para video por el New York City Ballet, entre ellas Ba-lanchine (con Tzigane, The four temperaments, una selección de Jewels y Stravinsky Violin Concerto), en video dirigido por Merrill Brookway, grabado en 1977, en Warner Music Vision.

» La versión completa de Jewels (1967) de George Balanchine, se puede

encontrar por el Ballet de la Ópera de París, con Aurélie Dupont, está gra-bada en 2006, en Opus Arte, y por el Mariinsky Ballet (el antiguo Ballet Kirov, del Teatro María de San Petersburgo), grabada en 2006, y publicada en 2011 por ORF.

» Espartaco (1968), coreografía de Yuri Grigorovich, sobre la música de Aram Khachaturian, con Irek Mukhamedov y Natalia Bessmertnova, grabado en 1990, Ballet Bolshoi, NVC Arts.

» Carmen (1965), coreografía de Alberto Alonso, sobre la música de George Bizet, en la interpretación clásica de Maya Plisetskaya, grabada en 1969, Kultur.

» La Bella Durmiente (1996), en la versión de Mats Ek para el Cullberg Ballet, sobre la música de Tchaikovsky, grabada en 1999, RM Associates.

» Una versión “clásica” de La Bella Durmiente es la del Ballet Kirov, con In-nokenti Smoktunovski, Antonina Shuranova y Maya Plisetskaya, dirigidos por Oleg Vinogradov, grabada en 1972, Image Entertainment.

4. Obras características del modernismo actual

Como he comentado en el capítulo correspondiente, el estilo moderno ha llegado a converger, desde los años 70, en muchos sentidos, con el estilo aca-démico. Se puede hablar más de modernismo en general, para distinguirlo de las puestas en escena que siguen las convenciones del ballet académico más clásico, que del estilo moderno en su sentido histórico más propio. Y en este modernismo hay que incluir tanto la nueva danza teatro alemana, desde los años 70, como propuestas más formalistas, como las de la nueva danza francesa de los años 70 y 80. Por supuesto, los coreógrafos consa-grados son en este campo Pina Bausch, Teresa de Keersmaeker, Eduard Lock, Sasha Waltz, Angelin Preljocaj, William Forsythe, y toda una serie de creadores que se mantienen más o menos según las modas de los princi-pales escenarios europeos. Sus oscilaciones entre coqueteos vanguardistas y una firme base formal muy próxima a lo académico han hecho necesaria la categoría ambigua e inespecífica de “contemporáneos”, que he criticado en los capítulos anteriores.

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En la medida en que su consagración pasa por una fuerte presencia en el mercado escénico culto, no debería ser difícil encontrar registros accesibles de algunas de sus obras. Curiosamente, la mayoría de ellos se han resistido a esa proyección de sus obras hacia formatos virtuales, aceptándolos sólo traducidas a video danza, como en el caso de la colaboración de Cunningham con Eliot Caplan, o de Teresa de Keersmaeker con Thierry de Mey, o de las publicaciones de Llyod Newson y el DV8, (los que significa que las obras tienen dos versiones: una en vivo y otra para las cámaras), o a través de compromisos con teatros o producciones que no son las de sus compañías originales, como es el caso de Pina Bausch y Maguy Marin. Son muy pocos los que, como Sasha Waltz, Angelin Preljocaj y Matthew Bourne, trabajan con plena consciencia e interés por lo que puede proyectar la difusión del registro de sus obras en vivo.

Considerando estas variables, los registros “contemporáneos” que son más accesibles son:

+ De Merce Cunningham es representativo ver:

» Points in Space, la obra acompañada de documental de Elliot Caplan, con música de John Cage, grabado en 1986, Kultur, 55 min.

» Split Sides, que contiene Split Sides 45 y Split Sides 46, que son respec-tivamente las presentaciones 45 y 46 de cuatro pertes de una obra cuya combinatoria permite 32 variaciones, compuestas en 2003. Los dos DVD duran algo más de cuatro horas.

» Merce Cunningham Collection, Vol. I, que contiene reposiciones para ser grabadas por Elliot Caplan entre 1985 y 1993 de obras de los años 70.

» Cage/Cunningham, documental de Elliot Caplan, grabado en 1995, Kultur, 95 min.

» Merce Cunningham, a lifetime of dance, documental de Charles Atlas, grabado en 2000, American Masters, 90 min. Estos trabajos y muchos otros se pueden comprar en el shop on line www.merce.org.

+ De la Compañía DV8, dirigida por Llyod Newson se pueden encontrar:

» Dead Dreams of Monochrome Men (1989), grabada para video bajo la dirección de David Hinton, en RM Associates, 52 min.

» The cost of living (2004), grabación para video dirigida por el mismo Llyod Newson, Digital Classics, 35 min.

» En la edición DV8 Physical Theater se pueden encontrar tres obras, Dead Dreams of Monochrome Men (1989), Strange Fish (1992) y Enter Achi-lles (1995). Está publicada por Arthaus Musik, en 2010, sobre la base de una edición RM Arts – BBC de 1996.

+ De Pina Bausch, que siempre se negó a autorizar la circulación de los registros de sus obras, se pueden encontrar actualmente:

» El documental, grabado en 1993, A la búsqueda de la danza: el otro teatro de Pina Bausch, contiene algunos fragmentos de Kontakthof y de La Consagración de la Primavera. Sólo en VHS, se puede consultar en las bibliotecas del Goethe Institut.

» De Café Müller (1978), se encuentra hoy disponible un registro hecho en 1985, que durante mucho tiempo sólo era accesible en las bibliotecas del Goethe Institut (ya no), remasterizado en DVD y acompañado por un buen folleto explicativo. Fue publicado por L’Arche, Paris, en 2010.

» De Kontakthof (1978), se puede encontrar una versión llamada Kon-takthof – Mit Damen und Herren ab 65 (Kontakthof - con Caballeros y Damas mayores de 65), un trabajo realizado por dos integrantes de su com-pañía, asesorado ocasionalmente por ella, durante 2000. Publicado también por L’Arche, en 2007, cuenta con un detallado documental y un folleto que describen el proceso. El éxito de este experimento fue tal que se repitió en una versión para adolecentes, realizada en 2008, también por integrantes de su compañía bajo su supervisión esporádica. El trabajo se puede apreciar muy parcialmente en el documental Dancing Dreams, realizado por Anne Linsel y Reiner Hoffman, y publicado en 2010.

» Barbe Bleue (1977), se puede encontrar completo en un registro bas-tante precario (probablemente ilegal), que no indica ni la fecha ni el autor, en www.youtube.com. En el mismo sitio se pueden ver también varios frag-

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mentos, captados por aficionados, de algunas otras obras.

» La ópera Orfeo y Eurídice, de Christoph Gluk (1762), cuya coreografía original por Pina Bausch es de 1975, está grabada en una reposición por el Ballet de la Ópera de Paris, bastante estilizada, en 2008, publicada por Bel Air Classiques.

» El gran éxito de ventas, sin embargo, es el documental de Wim Wenders, Pina (2011), que registra una serie de testimonios de los bailarines de su compañía grabados poco después de su muerte, en 2009, y que muestra de manera extremadamente fragmentaria y parcial algunos registros de sus obras principales.

+ De Sacha Waltz se pueden encontrar algunas de sus obras principales:

» Alee der Kosmonauten (1996), está publicada en su versión de video danza por Arte/ZDF.

» La trilogía que contempla Körper (2000), S (2001) y Nobody (2002) ha sido publicada por Arthaus Musik, en tres DVD, en 2011.

» La ópera de Dido y Eneas de Henry Purcell (1686), coreografiada por Sasha Waltz en 2005, se puede encontrar en Arthaus Musik, en un registro de su versión original.

» El registro de 4 elements / 4 seasons, un concierto barroco coreografia-do por Juan Kruz Diaz de Garaio Esnaola, co-creador de muchas de las obras de la compañía de Sasha Waltz, fue publicado por Harmonia Mundi, a partir de una presentación en vivo en 2009, junto con un documental que explica el proceso de su creación, tanto desde el punto de vista de los músicos que lo gestaron, como de Juan Kruz, que actúa como coreógrafo invitado.

+ De la colaboración entre Anne Teresa de Keermaeker y el artista visual Tierry de Mey, han surgido varias obras de video danza que convierten a ese formato obras creadas para la escena, para su representación en vivo. Las principales son:

» Rosas danst Rosas, cuya versión original es de 1983, grabada como

video danza en 1996. Es interesante saber que esta obra, que sólo se pre-sentó unas pocas veces después de su estreno original, fue repuesta por la Compañía de Keersmaeker, Rosas, en 1992, tras lo cual ha sido representada más de 250 veces, a lo largo de veinte años, por todo el mundo. Producto de esas muchas representaciones, y del video, ha tenido una enorme influencia sobre muchos coreógrafos contemporáneos. Se encuentra en DVD, desde 2002, en Éditions à Voir.

» Fase, cuya versión original es de 1982, fue grabada para video danza en 2002, y también se encuentra en Éditions à Voir. En vivo y en video ha tenido un éxito y una trayectoria muy parecida a la anterior.

» Achterland, coreografiada en 1990, fue vertida a video danza por la misma Keersmaeker en 1993. Está en DVD desde 2006, por la misma casa editora.

+ Un coreógrafo que, silenciosamente, ha tenido una enorme influencia sobre la danza en Chile, es el inglés Christopher Bruce. Esa influencia se puede constatar en las siguientes publicaciones:

» En The Huston Ballet, en RM Associates, grabado en 1990 se pueden ver Ghost Dances (1981), con música de Víctor Jara interpretada por Inti Illiminani, y Journey (1990). Probablemente Ghost Dances, cuya temática es la experiencia del pueblo chileno durante la dictadura militar, sea la obra de danza relacionada con Chile más representada en todo el mundo. Nunca ha sido presentada en nuestro país.

» En Christopher Bruce’s Triple Bill, publicada en DVD por Arthaus Musik en 2006, se encuentran Rooster (1990, grabada en 1994), Silence is the end of our song (1981, grabada en 1983) y Swansong (1987, grabada en 1989). La segunda, con música de Inti Illimani, también está referida a la dictadura chilena.

+ Otras obras relativamente accesibles en el formato DVD, cada una de ellas interesante, son:

» Le sacre de printemps (La consagración de la primavera), coreografía de

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Uwe Scholtz, grabada en 2003, publicada por Euroarts Music International en 2008. Con un documental sobre Uwe Scholtz.

» Sacred Monsters, una obra dirigida por Akram Kahn, producto de su colaboración con Sylvie Guillem y el coreógafo taiwanés Lin Hwai-min, grabada en 2008, publicada por Axiom Films.

» Del notable Akram Khan se puede encontrar también Zero Degrees, en colaboración con Sidi Larbi Cherkaoui. Grabada en 2007, publicada en 2008 por Axiom Films.

» Dido y Eneas (1989), coreografía de Mark Morris, sobre la ópera barroca de Henry Purcell (1689), grabado para video en 1995, en Image Entertian-ment.

» Trisha Brown coreografió, de una manera completamente modernista, con sólo algunas alusiones a lo que es el estilo con que se la identifica, la ópera de Claudio Monteverdi L’Orfeo, para el famoso teatro La Monnaie, en Bruselas. Grabada en 1998, está publicada en DVD, con un extenso documental sobre la producción de la obra, por Harmonia Mundi, en 2006.

» Amelia, coreografía de Édouard Lock, contiene la obra y un documental dirigido por el mismo Lock, grabada en 2002, con la Compañía La La La Human Steps, en Opus Arte.

» Evidentia, obras de video danza convocadas por Sylvie Guillem, algunas con su interpretación. Se puede ver aquí el notable dúo Smoke, coreografía de Mats Ek, un solo ya clásico coreografiado e interpretado por William Forsythe y el solo Blue Yellow, interpretado por Guillem. Grabado en 1995, NVC Arts.

» Carmen (1994), coreografía de Mats Ek, con Ana Laguna y el Cullberg Ballet, grabada en 1994, RM Associates.

» An evening with the Alvin Ailey American Dance Theater, con coreografía de Ailey y otros integrantes de la Compañía, grabada en 1986, RM Associates.

» Entre varias ediciones de obras de Jirî Kylián es representativo ver Four by Kylián, con el Netherlands Dance Theater, registros entre 1980 y 1984 de Sbadevka (su versión de Noces, de Bronislava Nijinska, 1923), Sinfonietta, Torso y La Cathédrale Engloutie, Kultur.

» Concertante, Black Cake, coreografías de Hans van Manen, con el Ba-varian State Ballet, grabadas en 1997, RM Associates.

» De Angelin Preljocaj, tres obras escenificadas por el Ballet de la Ópera de París. MC 14/22, ceci est mon corps y La songe de Médée, grabadas en 2004, publicadas por Opus Arte en 2007; y Siddharta, grabada en 2010, y publicada por Arthaus Musik en 2011.

5. Propuestas Vanguardistas

El acceso a obras grabadas de los autores que han hecho propuestas van-guardistas desde los años 60 hasta hoy es extremadamente irregular. Es bastante difícil, sobre todo desde la orilla del mundo, poder ver las obras de Maguy Marin, Vim Vandekeybus, Simone Forti o Thumb Type, por men-cionar sólo algunos en una lista que podría ser interminable si se considera la enorme creatividad que se despliega en danza hoy en día prácticamente en todo el mundo.

+ Dos documentales clásicos sobre la vanguardia post moderna y “post post” moderna en Estados Unidos son:

» Beyond the mainstream, documental de Merrill Brockway para Dance in America, grabado en 1979, 60 min.

» Retracing Steps, American dance since postmodernism, documental de Michael Blackwood, escrito y documentado por Sally Banes, grabado en 1988, Michael Blackwood Productions, 89 min.

+ Una colección extraordinariamente interesante dedicada a registros histó-ricos de performances, fotografía y video experimental está aún en proceso de publicación. Se puede encontrar en www.artpix.org:

» Robert Witman, performances from the 1960’s, Artpix Notebooks, 2003

» Trisha Brown Early works 1966-1979, Artpix Notebooks, 2005

» Robert Rauchemberg Open Score, 9 evenings: theatre & engineering, 2007

» John Cage, Variations VII, 9 evenings: theatre & engineering, 2008

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» David Tudor, Bandoneón!, 9 evenings: theatre & engineering, 2009

» Simone Forti, An evening of dance constructions, Artpix Notebooks, 2009.

Sobre toda esta producción se puede ver www.microcinema.com.

+ Un ejemplo de los muchísimos trabajos de performance actual es el do-cumental La Ribot Distinguida, dirigido por Luc Peter, con la presentación de trece obras de María Ribot, grabadas en 2001, Intermezzo Films.

+ A pesar de las modas, y la proyección internacional de Pina Bausch, proba-blemente el coreógrafo más importante de la danza teatro alemana, y uno de sus creadores, desde los años 60, más próximos a la sensibilidad vanguar-dista, es Johann Kresnik. Desgraciadamente sólo es posible encontrar dos documentales sobre sus obras, producidos por Inter Nationes, asociada a la organización del Goethe Institut. En La aguerrida danza escénica de Johann Kresnik, grabado en 1993, expone claramente sus posturas estéticas y polí-ticas, y es posible ver algunos fragmentos de sus obras. Sylvia Plath: teatro coreográfico de Johann Kresnik, grabado en 1985, se concentra en el proceso y concepto de esa obra. Sólo en VHS, en las bibliotecas del Goethe Institut.

+ Una notable recuperación de una de las formas de vanguardia más ex-tremas, el butoh original, se encuentra en Summer Storm, coreografía de Tatsumi Hijikata, ejecutada por él mismo y su compañía, registrada en 1973, en la Universidad de Tokio, con una cámara de 8 mm, y publicada por Da-guerro Press y Transflux Films en 2010. Se trata de una de los poquísimos registros que se conservan del mismo Hijikata en escena. Se puede encon-trar en www.microcinema.com.

6. Danza en el Cine

Las múltiples producciones de danza para el cine, y todo el género del Music Hall, que es su origen y fundamento, debería ser motivo de estudio seriamente por los historiadores de la danza, siempre demasiado influidos por la desagraciada diferencia entre arte “como tal” y cultura popular. Hay muchísimas cosas que habría que ver, que merecen toda una bibliografía aparte. Consigno aquí sólo dos obras clásicas y una antología que considero

un mínimo indispensable:

» Amor sin Barreras (West Side History), la notable obra de Jerome Rob-bins, con música de Leonard Bernstein, estrenada en Broadway en 1957, y llevada al cine en 1961 por Robert Wise. MGM Home Enterteinment.

» Cantando bajo la lluvia (1952), dirigida y bailada por Gene Kelly, 100 min. Sobre Gene Kelly (1912-1996) se puede ver el documental Gene Kelly, Anatomy of a Dancer, de Robert Trachtenberg, en Warner Video, 2002.

» Érase una vez Hollywood (That’s Entertainment), documental en tres partes que recorre la historia de los musicales producidos por Metro Goldwin Meyer desde sus inicios como compañía en los años 20 hasta la década de los 60. Una colección repleta de excelentes ejemplos de comedia musical y de la gran presencia de la danza en ellas. Son particularmente interesantes las secuencias referidas a Fred Astaire y a Gene Kelly. En Warner Video, grabados en 1974, 1976 y 1994.

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Cuando el notable Carl Sagan tituló su serie televisiva Cosmos, en que mostraba el extraordinario panorama de las revoluciones científicas del siglo XX, agregó un subtítulo que ahora me parece muy significativo: Un viaje personal. Este libro da cuenta también, como esa serie, de un panorama amplio, de una exposición sistemática que es, y debe ser considerada, sin embargo, estrictamente como eso: como un viaje personal. Dedico este Post Scriptum, consistentemente escondido al final del texto, a decir algunas cosas en torno a ese viaje. Fuera ya de toda pretensión teórica. Sólo como testimonio. Con algo de sentimientos encontrados y bastante de agrade-cimiento. En la misma medida en que su lectura resulta completamente innecesaria para completar la lógica del libro, resulta necesaria para mí, muy en particular, para completar el sentido de su escritura.

Hace ya diez años que inicié este trabajo de estudio y compenetración en el mundo de la danza, un campo sobre el que previamente no tenía expe-riencia alguna, ni siquiera en el plano más simple y personal del baile. Como lo he dicho muchas veces en mis clases, no he bailado nunca en mi vida, ni siquiera en los contextos más privados y particulares, como fiestas o salidas nocturnas. Ocasionalmente he seguido con mucho entusiasmo corporal el ritmo irresistible de Inti Illimani, o de Caetano Veloso, en los recitales a los que he tenido la fortuna de asistir. Mi propia experiencia corporal con la danza, hasta hoy, no pasa de ese entusiasmo temporal.

Me acerqué al mundo de la danza inicialmente por una motivación po-lítica. Quería entender más de cerca los modos en que la dominación al-tamente tecnológica logra producir cohesión social a través del agrado corporal. Una idea propuesta originalmente por Herbert Marcuse, que me parece de una lucidez e importancia realmente esencial. Una idea que, para la cultura marxista de la que provengo resulta, por supuesto, tan exótica como sospechosa.

Post Scriptum

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Hacia 2002, cuando inicié mis exploraciones, en Chile se vivía aún el auge del boom de la danza, que ocurrió antes en Estados Unidos, en los años 60, luego en Europa, durante los 70, y se extendió luego a todas las grandes capitales del mundo, desde los 90. Un fenómeno social en que no sólo se ha generalizado la práctica del baile social y popular, promovido por la industria del espectáculo, sino que, de manera más concentrada, miles de personas quieren “estudiar danza”, y se integran con gran entusiasmo a talleres, compañías improvisadas, e incluso la escogen como su futuro profesional en escuelas universitarias. Un fenómeno no habitual, no es-perado, en el oficio artístico que fue la danza a lo largo de la modernidad, siempre reservado a muy pocos cultores y con públicos bastante menores comparados con los de la literatura o la plástica.

Me pareció que este boom del “estudiar danza” estaba relacionado con otras tendencias masivas en el orden de la cultura corporal: el enorme auge de los gimnasios (que debe distinguirse de un aumento del interés por el deporte), el aumento extraordinario de la obsesión por las dietas, por la “buena presencia”, por el seguimiento de los modelos corporales impuestos desde el espectáculo o desde el mundo de las pasarelas de modas. Se podía ver en todo esto, desde luego, lo que una mirada sociológica rápida podría evaluar como tendencias hedonistas asociadas al consumismo imperante, y estas a su vez, a la ansiedad de las nuevas capas medias en ascenso por encontrar índices de estatus que pudieran hacer visibles sus éxitos.

Me pareció, sin embargo, que para entender mejor había que estudiar la cultura corporal con mucho más detalle. No tanto a través de la mirada que proyectan sobre ella las Ciencias Sociales, sino más bien desde la óp-tica de sus propios actores. Me dediqué a tratar de conocer a esos actores que parecían tener la convicción de que a través de la danza se accedía a un mundo de liberación (y de liberalidad) mientras que, de manera exac-tamente inversa, yo sospechaba en ellos más grados de enajenación que de autonomía real.

Lo que hice fue, simple y directamente, tratar de conversar sobre la vida y oficio que los entusiasmaban con las personas mismas. Las coreógra-

fas, las bailarinas, las estudiantes de danza, los profesores y maestros, los esforzados gestores de las pocas compañías independientes. Fui a clases (teóricas), golpeé innumerables puertas, pedí hacer clases (teóricas) yo mismo en las escuelas de danza. Hoy puedo decir, ya sin resquemor ni sen-timiento adverso alguno, que se trató de una tarea casi siempre ingrata, llena de malos entendidos y desconfianzas, atravesada por oscuras tensiones que lentamente fui entendiendo como producto del machismo agresivo y la feminización enajenante que rodea y oprime al gremio históricamente.

Como era completamente esperable, las mejores y más provechosas conversaciones las mantuve con los más viejos. Sobre todo con los entra-ñables maestros que son Carmen Beuchat y Patricio Bunster. Las largas conversaciones con el maestro Bunster, su encantadora amabilidad, y la extraordinaria combinación de enorme saber, sabiduría y sencillez en Car-men, son los mejores recuerdos que tengo de una tarea que fue en general bastante difícil.

Pero, como era quizás también esperable, me encontré con la abierta indigencia de los profesionales del gremio respecto de su propio oficio, respecto de cualquier aspecto (histórico, teórico, conceptual) que trascen-diera incluso mínimamente su hacer inmediato. Una pobreza visiblemente producto de la postración general del campo cultural chileno, heredada de décadas de abandono y postergación. Encontré que no tenía más alternativa que recurrir a la literatura que se estaba produciendo en Estados Unidos y, desde ella, interrogar la realidad que tenía enfrente.

Encontré que era esencial ver muchas obras, y algunas muchas veces. Compré una cantidad que ahora me parece increíble de libros y registros visuales. Me dediqué una cantidad de horas, de las que no me arrepiento en absoluto, pero que hoy me parecen francamente increíbles, a ver obras, a leer en inglés y en francés lo que mis interlocutores inmediatos simplemente ignoraban. Recuerdo haber visto ocho veces una obra de Claudia Vicuña y Alejandro Cáceres (Contendor, 2003), tomando toda clase de apuntes cada vez. He visto detenidamente al menos seis versiones de El Lago de los Cisnes, algunas varias veces. He visto, muchas más de una vez, todas las obras que consigno en el capítulo de Materiales Visuales de la Bibliografía. Veo hasta hoy, sin cansarme, una y otra vez, casi como terapia, las obras

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de Vaslav Nijinsky en sus reconstrucciones históricas, La siesta de un fauno, por el Ballet de la Ópera de París, La consagración de la primavera, por el Ballet Marinsky.

Se puede ver, en la descripción que hago, el resultado de mis esfuerzos: un enamoramiento general que, como todos los enamoramientos, ha re-sultado atravesado por toda clase de contradicciones, respecto de un oficio que está casi en las antípodas de lo que mi estructura mental de intelectual oscuramente racionalista podría esperar.

Descubrí tesoros que siento han enriquecido profundamente mi vida. Las obras de Martha Graham, la sensibilidad y el humor de Mark Morris, la belleza e inteligencia de Sylvie Guillem, el hermoso erotismo de las obras promovidas por Serge Diaghilev, la extraordinaria claridad política y esté-tica de Johann Kresnik, la extraordinaria valentía y profundidad política de Adam Benjamin y CandoCo, e incluso la levedad perfectamente enajenada, sobreactuada y encantadora de Fred Astaire y Gene Kelly. Entre los teóricos, la claridad de Mark Franko, la calidad académica inmejorable de Sally Banes, Lynn Garafola, Susan Manning, Susan Leigh Foster. Entre los más clásicos, la delicia de leer a los maestros de danza de los siglos XVII y XVIII, Fabritio Caroso, John Weaver, Pierre Rameau.

Descubrí en la experiencia directa con el gremio en Chile una enorme capacidad creativa, que excede muchas veces la consciencia que sus propios actores tienen de sí. Sobre todo en la última generación de coreógrafas jóvenes: Paulina Vielma, Tamara González, Andrea Torres, Bárbara Pinto, Alexandra Mabes. La creatividad y el talento directivo de Nelson Avilés y La Vitrina. Y la aparición de una generación de jóvenes profesionales in-teresados en desarrollar los aspectos teóricos y conceptuales de un oficio que, en este país, empujado por un naturalismo pobre e ingenuo, se resistió siempre a la teorización: María José Cifuentes, Jennifer McColl, Constanza Cordovez, Simón Pérez Wilson, Andrés Grumann, Gladys Alcaíno, Brisa Pérez, Adeline Maxwell.

Y pude ser testigo también de las oscuridades, de los dramas del oficio, que expresan tan clara y directamente las oscuridades de la realidad social

que vivimos. El abandono del arte, o su mera instrumentalización por po-líticas culturales populistas. La tragedia de las políticas de identidad que buscan la visibilidad corporal como instrumento, con el único resultado de ser defraudadas y cosificadas por la opresión patriarcal. El drama de la enajenación corporal que permite el pequeño agrado confirmando a la vez la opresión general. La oscura deriva del oficio artístico hacia las prácticas terapéuticas, y su función de resignación y consolación. El drama de un arte inofensivo, que se hace perfectamente funcional a la economía de mercado que se presenta con “rostro humano”.

Muchas experiencias, muchos aprendizajes. Mucha incomprensión y encuentros parciales. Mucha alegría atravesada de drama, y mucho drama encubierto en falsas alegrías. Es suficiente. Siento una sensación de agobio aquí que no siento habitualmente en medio de mis indignaciones y alega-tos más directamente políticos. Una sensación de humanidad doliente que debo asumir de otras formas, más próximas a mis destrezas y capacidades habituales.

Es suficiente. He vertido en dos libros los saberes adquiridos, y quedan ahí, para que sean de alguna utilidad para los profesionales del gremio. He expresado en ellos con la mayor transparencia posible las luces y oscurida-des que veo en su labor y en sus perspectivas. He difundido esos saberes en muchos cursos universitarios, en varias universidades, a lo largo de una década, y mantendré aún al menos uno de ellos. He dicho lo que me pareció honrado decir en los muchos encuentros y mesas redondas a los que he sido invitado. He dejado de decir las apreciaciones técnicas y estéticas sobre las obras chilenas que he visto para no irrumpir con una voz algo ajena en un ambiente en que no hay tradición alguna de crítica y discusión crítica racional medianamente fundada. Para alguien que se dedica a la filosofía, y que dedica habitualmente sus mayores esfuerzos a la teoría política, me parece que es suficiente.

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Las imágenes contenidas en este libro son ilustraciones realizadas por el coreógrafo Merce Cunningham (1919-2009) en los cuadernos de apuntes en que registraba sus ideas para

cada una de sus obras.

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Los que quieran seguir las reflexiones que hago, en otros campos, en-riquecidas de manera profunda por las que he hecho en este, los remito a mis otros libros escritos y por escribir. En general escribo sobre marxismo, ese es el centro de todas mis reflexiones. Desde allí he incursionado en la epistemología y en la filosofía de la ciencia, en psicología crítica y antip-siquiatría. Probablemente a partir de ahora escribiré mucho más sobre la filosofía hegeliana, a la que he dedicado largos años de estudio. Salvo en las materias más generales de la estética y la historia del arte, este libro es para mí el fin de un ciclo, y una despedida.

Santiago de Chile, febrero de 2012.