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Consideraciones sobre el absolutismo axiológico 1
Mario Sambarino
I. Introducción
La llamada “Teoría de los Valores”, que desde fines del siglo pasado ha adquirido amplio
desarrollo y creciente importancia, cumplió su proceso gestatorio en medio de circunstancias
particularmente difíciles: multitud de hechos planteaban problemas estimativos necesitados de
respuestas urgentes, y obligaban al trabajo conceptual con apremios que comprometían la cautela
del esfuerzo analítico; prejuicios derivados de contextos culturales perimidos se deslizaban a través
de expresiones que ya no eran adecuadas; y era frecuente que las fórmulas en uso ocultasen las
preguntas verdaderas. En la actualidad, una renovada temática y la literatura técnica que la
acompaña, permiten creer que se ha llegado a un punto crítico, que por una parte orienta hacia el
examen cuidadoso del pasado, y por otra invita a correr el riesgo de aventurarse por caminos
nuevos.
De acuerdo con esta tónica de los tiempos, intentaremos la revisión de un concepto muy clásico,
muy debatido, muy ensalzado y muy denostado: el de “absolutismo axiológico”, cuyos ciclos
reiterados de vida, muerte y resurrección, llenan siglos del pensar filosófico. Lo adoptamos por
tema con la esperanza de acerca de él quepa decir cosas nuevas.
Un trabajo de esta índole ha de padecer la falta de convenciones terminológicas suficientemente
establecidas acerca de los sentidos precisos de algunos conceptos básicos, lo que obliga a
incómodas repeticiones y a tolerar un cierto margen de indeterminación expresiva. Dejemos que en
cada caso el contexto permita las aproximaciones suficientes. Sin embargo, a manera de aclaración
teorética que estimamos imprescindible establecer desde el principio, queremos subrayar los
siguientes presupuestos, que hemos analizado en trabajos anteriores:
a) Toda presencia de valías o de valores encarnados que se manifiestan como datos, así
como todo criterio de apreciación o de evaluación, son trans-puntuales: el puro ofrecimiento de un
valor o de un ente-valente como correlato de una aprehensión inmóvil, no configura una presencia
estimativa, la cual supone un transcurrir diferenciado y una comparación contextualística.
b) Valías y criterios son trans-instantáneos. Carece de sentido la idea de un instante
estimacional inmóvil y aislado, que no proyecta el dato de valor o su estimar presentes hacia un
futuro y un pasado. Tanto el instante como un instante constituyen materia para una determinación
axiológica que sólo es posible en función de marcos más amplios. Por otra parte las rectificaciones
1 Contribución a los Estudios en homenaje del Prof. Dr. Luis Recaséns Siches. Caracas, Octubre de 1974.
Transcripción de una copia del original mecanografiado en papel carbón. (Nota de E. Piacenza).
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estimativas que en otros momentos sobrevengan y que siempre son posibles, afectan a lo actual, a lo
ocurrido y a lo esperado, tanto en la historia colectiva como en la individual, y afectan también al
hecho de haber tenido por válidos tales criterios y valías.
c) Valías y criterios son también trans-individuales. Lo que se ofrece valente o es
evaluado no puede ser separado en la experiencia individual de la presencia o de la ausencia de los
otros y sus estimas, sean coincidentes o divergentes; y la experiencia estimacional colectiva
tampoco puede prescindir de las coincidencias o divergencias de sus miembros.
Es por esta tridimensionalidad axiológica que la experiencia estimativa puede estructurarse
como sistema. Esa forma de oredenamiento integra esencialmente los problemas propios de la teoría
de los valores. Con una de sus preguntas básicas –la razón y la fuerza de criterios y valías– tiene
que ver el uso de la expresión “absolutismo axiológico”.
II. Noción básica de absolutismo axiológico
Comencemos por preguntarnos por los sentidos, plausibles en tanto inteligibles, que pueden
asignarse a expresiones tales como “valores absolutos” o “absolutismo de los valores”. Dado que
son múltiples los usos en que pueden emplearse palabras como “absoluto”, “absolutismo”, “valor”,
“valores”, puede ser de interés preguntarse primeramente cuál es, o cuáles son, el o los problemas
con los que estas expresiones pueden conectarse como respuestas posibles. Si se indaga por las
razones genéticas, o estructurales, o teleológicas que hacen que en una sociedad o en una
personalidad dadas sean efectivos u operantes estos o aquellos valores, la afirmación que los llama
absolutos no explica nada: dice que el valor o los valores del caso, ya se trate de criterios
estimativos o de valías encarnadas, valen de una cierta manera. La pregunta a la que responde esa
afirmación no inquiere por qué tales valores, o la creencia en ellos, o su reconocimiento, se hacen
presentes en el orden de los fenómenos psico-sociales. Esa afirmación responde a otra pregunta: la
que indaga por su modo de valer.
A su vez esta expresión, “modo de valer”, puede interpretarse en dos formas diferentes. Según
una, dirijo mi atención a un aspecto fáctico, y observo la fuerza o la eficacia coactiva de su
efectividad. Si me sitúo en este plano, diré que un valor, considerado como tal o a través de las
normas o de las formas de comportamiento en que se expresa, impone límites o condicionamientos
que de hecho son infranqueables para el sujeto, el grupo o la sociedad que se examinan, mientras no
se consiga actuar modificativamente sobre éstos, por ejemplo por psicoterapia, educación,
propaganda, o grados suficientes de placer, de pasión o de temor; u ocurra que el curso espontáneo
de los sucesos produzca una transformación adecuada de las circunstancias. Puede sostenerse que
ese límite fáctico sigue siendo absoluto aunque ocasionalmente pueda infringirse, si el hecho de la
infracción tiene consecuencias tan gravemente perturbadoras, como penosos sentimientos de culpa,
en tanto que muestran el carácter irrebasable de la vigencia u efectividad operante; es el peso de esa
efectividad lo que entonces es de hecho absoluto, aunque en la acción sea realmente posible una
conducta diferente de la que resulta acorde con la presencia estimacional coactiva. Por otra parte, la
experiencia de ésta no va necesariamente acompañada del reconocimiento de su legitimidad: se
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puede considerar que tal estima que presiona, y eventualmente acongoja, es un prejuicio a rechazar,
pero que prácticamente resulta insuperable.
Algunas breves observaciones más son convenientes antes de dejar de lado esta interpretación
referida a lo fáctico, del modo de valer que hemos llamado absoluta. Limitaciones de hecho como
las expuestas son frecuentes en el caso de inhibiciones profundas, cualquiera sea su génesis.
Experiencias que, a los efectos de nuestro tema, presentan un carácter similar, se encuentran en el
fenómeno generalizado del “tabú”, como prohibición cuya infracción acarrea de inmediato y de por
sí un estado disminuido o de impureza en el infractor, que solo puede recuperar su posición
precedente, cuando ello es posible, mediante el cumplimiento de precisas prescripciones rituales.
Finalmente, corresponde observar que sería improcedente rechazar para las situaciones expuestas el
uso del término “absoluto” como adjetivo, fundándose en el carácter fáctico de esas situaciones: así,
análogamente, se dice en el lenguaje común que la estructura psicofísica del hombre, y las leyes
naturales, imponen límites absolutos a las posibilidades humanas.
Pero existe otro plano, ya no factual, en el que puede interpretarse el término “absoluto” respecto
a la expresión “modo de valer”. A él hemos apuntado cuando, renglones más arriba, hemos
introducido el término “legitimidad”. Ahora, en lugar de comprobar que, de hecho, determinadas
estimas efectivas, que pueden ser tenidas o no por legítimas, imponen límites de algún sentido
irrebasables, procedemos a juzgar si tales o cuales estimas, sean o no efectivas, son o no válidas. La
respuesta afirmativa, es decir que son válidas, implica sostener que, si son efectivas, está bien que lo
sean, y lo mismo si son reconocidas; y que, si no son efectivas (o reconocidas), debieran serlo. La
respuesta negativa, es decir que no son válidas, implica sostener que, si son efectivas o reconocidas,
no debieran serlo; y que, si no son efectivas (o reconocidas), está bien que no lo sean. Ya no
comprobamos una clase de hechos (el tener o no por valiosas, en tal grado y en tal forma, tales
valores-criterios y valores-valías), sino que los aprobamos o los rechazamos, o sea juzgamos; pero
juzgamos en un segundo plano: juzgamos valores, ya se trate de criterios o de presencia de un
admitido valor.
Este juzgar segundo suele ser implícito; y es normal admitir como cosa que va de suyo, que
nuestras formas habituales de juzgar estimativamente son válidas. Sin embargo, en la experiencia
común se ofrece a veces dicha distinción de planos. Ya hemos observado que podemos apreciar
nuestros criterios operantes interpretándolos como prejuicios, sin que ello baste para que superemos
su efecto compulsivo; y también ocurre que apreciamos positiva o negativamente las formas de
apreciar de otros, sobre todo cuando pertenecen a culturas diferenciadas, y notoriamente cuando
tenemos la experiencia del contacto con culturas extrañas, en las que se expresan valores distintos.
En todos esos casos nos preguntamos por las validez de los valores, sea como criterios, sea como
valías. Pero admitir la validez no es todavía decidir o dictaminar sobre el modo de valer; pues de
los valores que decimos válidos, cabe además decir si lo son absoluta o relativamente, objetiva o
subjetivamente, etc. De suerte que ahora debemos esforzarnos por aclarar, de ser posible, qué ha de
entenderse en este plano de legitimidad o de validación por “modo absoluto de valer” o “valer de un
modo absoluto”.
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III. El absolutismo axiológico en sentido primario.
Si por “absoluto” en un sentido primario se entiende lo que es incondicionado, y por lo tanto
perfecto o completo en sí mismo, o sea no-dependiente-de, un valor (o sistema) vale de una manera
absoluta cuando: a) no depende de condiciones en tanto que valor (aunque pueda depender de
circunstancias la oportunidad de su aplicación ); b) es consecuencia necesaria de un valor
incondicionado, por relación con el cual se perfecciona o completa en su valer.
La explicitación de este sentido primario requiere precisar cómo ha de interpretarse este
‘incondicionamiento’ del valer de un valor. Esto es distinto del incondicionamiento que se presuma
en el posible fundamento de un valor. Lo que ahora retiene nuestra atención es la indagación por el
carácter de modo de valer, y no por las razones en virtud de las cuales valga de esa manera, o por
las cuales pensemos que vale de esa manera. Por lo tanto, el ‘incondicionamiento’ debe
considerarse en relación con circunstancias que limiten, disminuyan o anulen su modo de valer. De
ser así, es incondicionamiento no se refiere a las circunstancias que limiten, disminuyan o quiten
sentido a la posibilidad concreta de su aplicación: que no se den las condiciones de posibilidad para
su presencia encarnada o ausencia faltiva, o para el ejercicio del correspondiente juicio estimativo,
en nada compromete su carácter de valor ni su modo de valer; para este carácter y este modo basta
la eventualidad del caso adecuado, incluso cuando sólo ante la realidad del caso se descubre
reconoce el valor correspondiente a su modo de valer. Para ejemplificar las distinciones expuestas,
baste recordar que el cristianismo, seguramente una de las más cumplidas expresiones de un sistema
de valores cuyo valer se considera por su misma doctrina de carácter absoluto, ha tenido
representantes que han discutido multisecularmente en qué medida sus contenidos eran o no válidos
para paganos, infieles, casos de ignorancia invencible, etc.
De esto resulta que un valor (o sistema) puede valer absolutamente, y sin embargo:
a) ser individuado (como en el caso de Pablo y su misión evangelizadora que le está
directamente dirigida; y lo mismo se repite en formas diversas de mesianismo).
b) ser propio de una configuración cultural; pero ser los valores de esa cultura los que valen
absolutamente.
c) ser histórico-temporal, en cuanto propio y legítimo de un tiempo, para el cual vale de una
manera absoluta.
d) ser referido a una institución o grupo considerado depositario de los valores absolutos (los de
la república platónica, la iglesia, en general todo teocratismo). O, en conexión con esto, ser
accesibles sólo para quienes tienen un especial ‘cultivo del espíritu’, o ser los ‘elegidos’ para una
forma de revelación o desencubrimiento, o para un destino histórico cuyo valor se ofrece como
absoluto para quien tiene acceso a él.
Todas estas limitaciones o condicionamientos no impiden en lo más mínimo el carácter absoluto
(real o supuesto) del modo de valer del valor o de los valores del caso. Y también es inoperante la
oposición que a veces se establece, en relación con este tema, de un valer-en-sí y de un valer-para;
no porque la distinción sea conceptualmente inexacta –y sin perjuicio de que todo ser-valioso-para
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sea un en-sí– sino porque es irrelevante para el tema del modo del valer, aunque pueda importar
para determinar el cuándo (tiempo o circunstancias) o el quién (personas o instituciones) de ese
modo de valer.
Con todo esto hemos circunscrito el tema, sin entrar en él; pues todavía no hemos determinado
que ha de entenderse por ‘modo de valer’, ni hemos dicho nada acerca de qué razones o
fundamentos pueden invocarse para sostener que un valor o sistema pueden valer de esa manera. No
hemos identificado el modo, ni hemos caracterizado su tipo de fundamentación, o sus tipos de
fundamentaciones. Pasemos pues ahora a la explicación de cuándo un valor, o un sistema o un
principio normativo que vale como expresión o como medida de un valor o un sistema, vale de una
manera ‘absoluta’, en sentido primario.
Si decimos que vale así por ser incuestionable, indisputable, incontrovertible, no definimos ese
modo de valer en sí mismo, sino accidentalmente, por relación a su conocimiento eventual. La
ignorancia o la duda pueden ser factores a tener en cuenta para definir el ámbito de su aplicabilidad;
pero, delimitado este ámbito, la falta de reconocimiento o de aplicación no comprometen su valor
en cuanto tal. Es ilegítima su negación en el marco de su ámbito; vale, sin que sea admisible que no
valga; y en este sentido cabe decir que no es afectado por el cambio de las circunstancias, aunque
éstas puedan influir para juzgar a quien actúa sin acatarlo o sin cumplirlo. Es en tanto legítimo, y en
tanto es ilegítima su negación mientras se mantenga su fundamento y mientras de opere dentro de
los límites de su aplicabilidad, que el valor, el sistema o el principio vale ‘absolutamente’. Lo dicho
no excluye la posibilidad de que valores, sistemas o principios que sean o se crean absolutos, pero
sean incompatibles o excluyentes, ni que en el caso se den alternativas legítimas de opción.
De la ilegitimidad de la negación se sigue que el orden estimativo de carácter absoluto requiere
que se lo respete como escala estimativa verdadera, en el sentido de escala legítima, no en el sentido
de que guarde una relación necesaria con el orden de los entes, ni en el de que simplemente sea un
verdadero orden, o una verdadera escala, lo que también podría decirse de otro orden que disputase
sus jerarquizaciones. Pero su coactividad como escala legítima no connota ‘obligatoriedad’ respecto
de la acción o el resultado. Esto, por ejemplo, es claro en la estimativa aristotélica, en la cual hay un
orden de criterios fundado en un orden de valías, que es preciso respetar como tal orden; pero no
todos pueden valer en tal grado de valía. Lo mismo ocurre en el ámbito agonal, y en el estético; y si
se discute la transposición correspondiente en el plano ético, es preciso recurrir a una
fundamentación especial, pues se puede estar abrumado por la propia imposibilidad del
comportamiento requerido, y aún del enseñado.
¿Qué es lo que puede o podría valer, o se ha sostenido que vale de esa manera absoluta?
1) Un orden jerarquizado de excelencias concretas referido: a) a clases o tipos de entes, como la
escala que lleva de la piedra a la planta, al animal, al hombre, al ángel, a Dios; b) a calidades,
cualidades, aptitudes o posibilidades de ciertos entes, como el comportamiento según la ‘razón’, o
según la ‘caridad’ o según la ‘valentía’, en el hombre; c) modos de vida humana teleológicamente
definidos en función de fines jerarquizados, como el lucro, el placer, el honor, el conocimiento, la
contemplación; y las condiciones y perfecciones instrumentales adecuadas, así como los modos de
acción correspondientes. Se trataría de un sistema de valores conforme a la naturaleza de las cosas,
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que traduce o expresa el orden axiológico de estructura intemporal, cuyo sistema encuadra el curso
temporal de lo real. De esta manera, el orden del ser coincide con el orden del valer, y este orden es
inmutable como la estructura de aquél. Sabido es que por este camino se concluyó, de una manera
clásica, en la noción normativa de ley: ley eterna, ley natural, ley racional.
2) Un principio cuasi-formal, como la máxima escotista que expresa lo estrictamente racional y
no-contradictorio en el orden normativo (no odiar a Dios); pero a ello se añade en el mismo Duns el
anexo de contenidos concretos racionales en sentido lato, y de cualquier manera contenidos
concretos de legislación positiva de origen divino, que no tienen una conexión necesaria con la
naturaleza de las cosas, con lo que comienza a quebrantarse la relación lógica necesaria entre los
contenidos normativos fundamentales y el orden ontológico.
3) Un principio formal, que mantiene su valor aunque cambien sus contenidos concretos, lo que
se distingue del caso en que un mismo valor se expresa en acciones diferentes y aun contrapuestas.
En ese caso no hay determinaciones singularizadas cuyo valor subsista a través de situaciones
cambiantes, sino que sólo persiste el principio, que en cuanto formal es vacío. De este estilo es la
doctrina kantiana de la moralidad; pero también un conciencialismo extremo (Rousseau) llega con
facilidad a una conclusión similar.
4) Un núcleo fundamental de principios materiales referidos tanto a la idea de moral natural
como a la de derechos naturales, que, y tanto en el racionalismo como en el empirismo modernos,
regulan las relaciones entre los individuos, de éstos con el Estado, y de los Estados entre sí.
5) El “alma”, el “espíritu”, o los “valores” de una cultura, considerada como paradigma, y en
relación a la cual otras valen de una manera inferior, sea por desviarse del modelo, sea por
representar aproximaciones primitivas o insuficientes respecto de la configuración lograda de más
alto rango.
6) Una dirección histórica que señala una meta y da sentido a un pasado; aunque considere
inevitables las etapas que preceden a la meta, cada una de ellas tiene su propio valor, aunque sean
etapas transitorias y transitivas, que valen por razón de su término. Acá confluyen formas de
evolucionismo naturalista, materialista, espiritualista, que no obstante sus diferencias pertenecen a
una misma categoría conceptual.
7) Los ejemplos hasta ahora propuestos enlazan aunque de maneras distintas el orden ontológico
y el orden axiológico, por lo que dan a la noción de absolutismo axiológico primario un sentido
muy acorde con el tradicional. Pero esas posibilidades están lejos de ser las únicas, ya que el
concepto que consideramos se limita a designar un máximo principio estimativo, y este lugar podría
ocuparlo la tesis que niega que existan diferencias estimativas absolutas; o la que niega que exista
un último término ontológico, y a partir de esa negación juzga valías y criterios; o la que considere
que toda estima está culturalmente condicionada, y erige al orden cultural como principio. Estas
posibilidades nos obligarán a trabajar de una manera nueva el concepto clásico, desligándolo de
conexiones con el orden ontológico y con el orden gnoseológico.
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IV. El absolutismo axiológico en sentido secundario.
Antes de entrar a la pregunta por los sentidos posibles de ese modo de valer, debemos advertir
que, en un sentido secundario, sea en el orden ontológico o en el orden axiológico, se usa la palabra
“absoluto” para calificar sucesos condicionados naturales o culturales, sea para señalar requisitos
necesarios para su cumplimiento, sea para anticipar el alcance normado de su presencia, si tiene
lugar, o de su ausencia, si no se realiza.
No hay por qué extenderse en la práctica que califica de “absolutamente necesarias” estas
condiciones sin las cuales un determinado suceso o tipo de sucesos no pueden tener lugar. Desde
que nos ocupa el tema de los valores, podemos dejar de lado problemas conceptuales y
terminológicos referentes al orden de lo que es, en la medida en que, librado a sí mismo su
acontecer meramente transcurre. Así la vida y la acción humanas presuponen condiciones que son
“absolutamente” indispensables para su posible realización, y se ven afectadas por límites
“absolutamente” infranqueables para sus posibilidades. Se trata de imposibilidades fácticas,
esenciales o accidentales, que delimitan un ámbito situacional no sobrepasable. Nuestro tema nos
sitúa directamente en campo de los fenómenos culturales que son, y por cuanto son no pueden
prescindir de las conexiones legales propias del orden de lo que es; pero que además se organizan y
funcionan estimativamente, de manera que el problema de los valores encuentra allí su campo
privilegiado de interés. No hay configuración cultural sin un sistema de valores, ni hay personalidad
humana formada que no involucre como condición necesaria la referencia a un sistema operante de
valías y valuaciones, conectado con un sistema normativo que identifica y encauza modos posibles
de comportamiento.
Dentro de la historia de la cultura hay un sector que, por la dinámica interna de su significado
funcional, ha logrado sobresalir con caracteres sumamente precisos en su función normativa,
condicionada-por y condicionante-de ‘valores’, que proporciona un cómodo punto de partida para
comprender analógicamente otros sectores del mundo estimativo-normativo. Ese campo es el que
identificamos como ‘derecho’, diferenciable de lo ético, estético, religioso, agonal, económico, etc.;
y unas breves consideraciones sobre su estructura nos servirán metodológicamente para avanzar
hacia los problemas que tenemos como meta provisoria.
En un sistema legal encontramos (prescindiendo, por no venir ahora al caso, de problemas
teóricos que pueden y deben plantearse, pero cuya consideración no es necesaria para nuestros
fines) un sistema normativo jerarquizado: ley constitucional, ley común, reglamentos, disposiciones
administrativas, decisiones concretas. Cada una de esas instancias responde a planos organizativos
diferentes; esos planos guardan relaciones de subordinación y dependencia, pero referente a marcos,
sin que ello represente subordinación lógica necesaria de contenidos concretamente determinados,
siempre que sean posibilidades admisibles dentro del ámbito delimitado. Una constitución define
competencias para elegir, legislar, ejecutar, juzgar; determina algunas materias y algunas formas,
que limitan el ejercicio de aquellas funciones. Se pueden dictar leyes, respetando tales derechos y
guardando tales procedimientos; pero el legislador, en materia de su competencia y cumpliendo con
las formas adecuadas, puede establecer respecto al problema A la ley a’, o a’’, o a’’’, etc.
Cualquiera de ellas, que pueden ser buenas o malas según otros criterios, son formalmente leyes de
igual modo válidas. La reglamentación de una disposición legal puede dar origen a diversas
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posibilidades, y cuál se establezca, sin perjuicio de que pueda ser eficaz o ineficaz, etc., es válida si
no infringe las disposiciones que la condicionan; y así sucesivamente. Aun donde se dice que
simplemente se aplica la ley, como ha de hacerlo el juez, queda un margen de indeterminación, pues
caben diversas interpretaciones de una ley o de un conflicto de leyes; y puede ocurrir que el
razonamiento del juez sea lógicamente erróneo, y sin embargo sea válida su sentencia, si se ha
dictado conforme a las normas de competencia que le confieren validez. Las disposiciones de un
jerarca administrativo pueden ser absurdas, impracticables, tontas, y sin embargo válidas.
Ahora bien, se puede discutir si es verdad o no que existe tal disposición legal; si tal reglamento
ha sido dictado o no con las formalidades correspondientes y en el ámbito propio de la competencia
debida, etc.; se puede discutir si una ley resuelve verdaderamente o no el conflicto de intereses que
pretendía regular; pero no tiene sentido preguntarse si un reglamento es más verdadero que otro, si
una ley es más verdadera que otra, etc.; las conexiones formales de validez o legitimidad no se rigen
por los criterios de verdad o falsedad relativos al orden de lo que es.
Por otra parte, en un sistema como el legal, se gestan a la vez posibilidades e imposibilidades
normadas, que en cuanto tales no son ni verdaderas ni falsas, salvo en el sentido de si son vigentes o
si ha tenido lugar el hecho a que se refieren:
a) hay normas que hacen legalmente imposibles ciertas posibilidades fácticas. El interesado
puede de hecho realizarlas, siempre que se atenga a las consecuencias; pero igual es cierto que son
absolutamente imposibles legalmente, a lo menos mientras se mantenga la vigencia del sistema
legal, o no se dicten normas rectificativas complementarias.
b) es absolutamente imposible actuar legalmente fuera de la órbita de competencia, y si ello se
hace el resultado es nulo, en el sentido de carente de validez para el sistema;
c) es absolutamente imposible lograr ciertos resultados sin las expresas formalidades legales
necesarias para producirlos;
d) se dan además limitaciones dentro de una competencia, como cuando un juez debe fallar de
acuerdo con normas que establecen presunciones absolutas o relativas.
La enumeración no es completa es procedente ahora completarla ni efectuar su examen crítico;
pero retenemos como resultado que el concepto de posibilidad se desdobla: una es la posibilidad
fáctica, otra la posibilidad legal. Ésta puede crear posibilidades que sean fácticamente imposibles,
tal como lo fácticamente posible puede ser legalmente imposible: por ejemplo, cuando el sistema
legal consagra un ‘poder absoluto’ en ciertas esferas de la vida social o política, sin que el titular del
mismo pueda de hecho ejercerlo por falta de fuerzas reales, o, inversamente, cuando el delincuente
tiene un real pero ilegal poder absoluto sobre su víctima.
Por otra parte, hay posibilidades o imposibilidades pertenecientes puramente al sistema
normativo, porque determinados actos sólo son posibles como tales actos dentro del sistema, en el
sentido de que sólo dentro de él pueden producirse o ser imposible su producción. Así, si decimos
que una especie animal es monógama, nos referimos a una constante aproximada de su
comportamiento real, sin salir del campo de regularidades fácticas; pero “matrimonio monogámico”
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es un concepto jurídico, que supone la vigencia posible de un sistema normativo, y que dentro de tal
sistema da lugar a determinadas imposibilidades estrictamente jurídicas.
De lo dicho se concluye que si y sólo si está vigente tal sistema jurídico, entonces es
absolutamente posible o imposible tal o cual acto. El “si” condicionante, desde el momento en que
apunta a una hipótesis que puede faltar, pues esa vigencia puede dejar de ser tal y sustituirse por
otra, muestra que estamos en presencia de términos absolutos pero condicionados, que llamaremos
absolutos intrasistémicos; son absolutos en sentido derivado o secundario, y no absolutos primarios.
Lo señalado respecto de un orden legal se repite en otros órdenes de la vida humana: en el plano
lógico, en el ético, en el estético, en el religioso, en el económico, en el agonal, etc. Pero ahora nos
interesa señalar especialmente la transposición posible al orden cultural en su conjunto de varios de
los conceptos expuestos. En efecto, en toda configuración cultural hay sectores categoriales de
actividades y comportamientos organizados; y en cada sector, o en zonas de confluencia entre ellos,
se dan conjuntos de valores y pautas que se relacionan entre sí en tanto condicionantes y
condicionados, fundamentantes y fundamentados, subordinantes y subordinados, sin perjuicio de
formas de inversión en las que se alteran esas conexiones, de manera que el conjunto funciona
entrelazadamente y por ello mismo constituye un sistema. Si bien la estructura interna de un sistema
cultural, con sus planos de preferencias y prioridades, es todavía materia para un estudio empírico
que está en sus comienzos, ninguna duda cabe que constituye un ordenamiento jerarquizado;
presenta aspectos prescindibles (por ejemplo, modas), otros graves (por ejemplo, organización
institucional) y otros imprescindibles para que el sistema funcione como una unidad identificable en
el tiempo (por ejemplo, tipos de relaciones humanas, sociopolíticas, y económicas básicas). La
misma jerarquización se traduce en las clasificaciones y calificaciones estimativas de actividades y
conductas; se ordenan en rangos, y son laudables, o permitidas, o prohibidas. Se comprende
entonces que en toda configuración cultural existan posibilidades fácticas de acción que son
incompatibles con el funcionamiento del sistema, y que son condenadas absolutamente en el sentido
de que representan límites estimativos infranqueables para permanecer perteneciendo al medio
cultural del caso. Si y sólo si vale el sistema, entonces valen secundaria pero absolutamente las
limitaciones infranqueables supuestas por el mismo.
Si se confrontan configuraciones culturales diferentes, se observa:
1. Hay valores iguales (o presumible o aproximadamente tales) a través de pautas
diferentes. Por ejemplo, la piedad filial se expresa en conductas no sólo distintas sino
incompatibles.
2. Hay valores diferentes a través de pautas verbalmente iguales: el precepto “no
matar” puede obedecer a valores muy diversos, que integran el significado de la norma, y la vuelven
diferente en su sentido.
3. Tanto en uno como en otro caso nos encontramos con pautas y valores que tienen un
alcance absoluto pero en sentido secundario o derivado, por cuanto son “intrasistémicos”.
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4. Queda por ahora abierta la pregunta de si hay valores o pautas extrasistémicos,
trans-sistémicos, o suprasistémicos, y la relación que guardan con el “si” que condiciones
hipotéticamente el carácter absoluto de lo que así vale intrasistémicamente.
V. El sentido de la fundamentación.
Aclarados los sentidos primarios y secundarios del término “absoluto” en los problemas de
orden axiológico, corresponde ahora preguntarse por el “fundamento” (o el tipo de fundamento o
fundamentos) que puede otorgar esa forma de valer a un valor o a un sistema de valores, o a un
principio o a un sistema de principios. No se trata pues sólo de que un valor, o un sistema, o una
parte del sistema, estén fundados, sino que lo estén de manera tal que puedan valer
“absolutamente”. La respuesta es diferente según se trate del plano primario o del secundario.
(A) En el sentido secundario, la respuesta surge hasta cierto punto de las consideraciones hechas
en el numeral anterior. El (o los) fundamento(s) no puede consistir en un término no-sistemático, o
en un término anhipotético. El fundamento está en el sistema mismo, pero en aquellos planos en que
éste se condiciona, se consolida o se confirma a sí mismo, sea porque son vitales para el sistema,
sea porque lo es la creencia en ellos.
Ni la Filosofía ni la Antropología Cultural, ni la Sociología, han logrado establecer criterios
razonablemente aproximados para identificar con suficiente rigor esos planos de un sistema socio-
cultural, o de un sistema de valores; pero ello no impide que esos planos existan, tal como nuestra
ignorancia no impide que un fenómeno natural se produzca.
Ahora bien, las condiciones de posibilidad (y, llegado el caso, de viabilidad) de un sistema dado,
no son valores por sí mismos, no valen por sí mismas; tienen un signo positivo de valer en la
medida en que valga positivamente lo por ellas condicionado. No son valores fundamentantes, sino
fundamentados, aunque sean condicionantes en el plano fáctico. Las condiciones fácticas de una
posibilidad tienen un signo de valor en la medida en la tiene la posibilidad consiguiente.
Puede pensarse que existen condiciones de posibilidad que son comunes a toda pensable
sociedad humana, considerada en cuanto tal sociedad, y ajenamente a los contenidos culturales
concretos que en ella se realicen. De ser así, ellas serían condicionantes universales de toda
sociedad humana posible. Pero: a) serian también condicionantes de una sociedad o de una forma
cultural excluyentes de otras y destructoras de otras, problema que no se resuelve con la invocación
a comunes condiciones de existencia; b) dentro de una configuración cultural, pueden valer también
para formas criminales, lo que muestra que esas condiciones de agrupación y coexistencia no valen
por el solo hecho de ser tales. Si se dice que presuponen una sociedad mayor, dentro de la cual
operan, cabe preguntarse en qué medida son frutos de ésta, y en qué medida comprometen los
presupuestos de ésta, y en qué medida no es suprasistémicamente válido que los comprometan. Por
otra parte, existen sociedades delincuentes que no son accidentales sino perdurables. Además, debe
señalarse que el problema puede repetirse, sin mucho cambio en los términos, respecto de
sociedades minoritarias internacionales, o de marginaciones debidas a causas (raciales, históricas,
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de comportamiento preferencial, de intuición del mundo y de la vida) que no son lógicamente
contradictorias con los supuestos de la sociedad mayor en cuanto sociedad, sino con sus contenidos
culturales concretos. De cualquier manera, aún admitidas condiciones universales indiferentes a
contenidos, o sea puramente formales (lo que es difícil, pues, por ejemplo, no parece sencillo
calificar sólo formalmente la lealtad exigida por un grupo, como si pudiese separarse de los
contenidos del grupo), nos encontramos con una forma hipotética de valor positivo, pues esas
condiciones valen positivamente si es válida positivamente toda forma de asociación humana,
cualquiera sea su contenido. Estaríamos, pues, en un absolutismo derivado o secundario, y negable
sin contradicción lógica; tanto, que probablemente algunos se sentirían inclinados a sostener que
sólo valen para algunas formas de sociedad humana, con lo que el problema se desplaza hasta el
tema de los criterios para juzgar a éstas por sus contenidos, y cómo juzgar los contenidos mismos,
con lo que salimos del absolutismo derivado o secundario.
(B) ¿Pero cómo tendría que ser el fundamento de un valor, o de unos valores; o de un principio,
o de varios; o de una configuración, o de varias, para que pueda suponerse que valen absolutamente
en un sentido primario, es decir, incondicionado? Pues no se trata de explicar el acontecer de
hechos, como las vigencias psicosociales estimativas, sino de justificar la validez, supuestamente
absoluta, de valías o de criterios o de principios de valor, siendo así que lo es estimacionalmente
válido en el sentido dicho puede:
1) no ser vigente y no ser tenido por válido;
2) ser vigente, y no ser tenido por válido;
3) ser vigente y ser tenido por válido, pero no de una manera absoluta; pues podría ser válido en
sentido dependiente, o por entrelazamiento intrasistémico, o por condicionante fundamental del
sistema, y por lo tanto hipotéticamente condicionado al valor global del sistema.
Un absolutismo axiológico en sentido primario debe justificarse suprasistémicamente, aun
cuando reconozca como de valor absoluto solo al sistema que lo reconoce y en el cual es vigente
(como se usó a veces la noción de “orbe cristiano” en el mundo medieval); y también cuando regula
relaciones extrasistémicas, incluso cuando reconoce de valor absoluto a sistemas diferentes, en
conflicto real o posible. La justificación estimacional incondicionada remite a un término
axiológicamente incondicionado (un valor supremo, un bien supremo, un principio estimativo
supremo); necesita derivar de un fundamento axiológico anhipotético; y si éste se presenta múltiple,
remite a su vez como término último a la regla que regula las relaciones entre los antes supuestos
términos últimos, o a la regla que manifiesta la falta de una regulación comparativa entre ellos. Tal
sería el caso de un politeísmo que admitiese que para cada cultura es válido el mundo de los valores
que deriva de sus propios dioses, y de un antropólogo que establezca que cada cultura se expresa en
sus propias pautas, y que éstas son inconmensurables con las de otras culturas, con las cuales pueda
entrar en conflicto real. Igualmente, resulta preciso que el término axiológicamente anhipotético sea
no-removible o no-revocable en tanto fundamento de su validez, pues de otro modo lo
incondicionadamente válido sería la norma que regula y justifica su rectificación. Así, en el
supuesto politeísmo antes mencionado podríamos tener esta serie de proposiciones:
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1) cada cultura se rige por sus dioses;
2) la voluntad de los dioses es mutable, y es válido estimativamente lo que agrada en el
momento a los dioses de una cultura;
3) supuesto un conflicto entre los dioses de una cultura o de diversas culturas, vale lo que agrada
a los dioses triunfantes, y no a lo que agrada a los dioses vencidos.
El ejemplo importa para mostrar el carácter anhipotético de un término, como cosa distinta de las
razones que tengamos para creer en él como verdadero. Y aquí conviene recordar que la noción de
verdad puede referirse a la existencia de una cosa, a la cosa tal como ella es en sí misma, a la cosa
tal como es en tanto objeto de conocimiento; o puede referirse a las proposiciones correspondientes
a cada uno de estos aspectos. Esto a su vez importa para tener presente que el absolutismo en
sentido axiológico es independiente del absolutismo en sentido ontológico y del absolutismo en
sentido cognoscitivo.
Para comprender la expresión “término axiológico anhipotético” a la que hemos recurrido para
explicar el sentido del absolutismo axiológico en sentido primario es preciso examinar cada uno de
sus elementos:
1) “anhipotético”, es decir, no sometido a ninguna hipótesis condicionante de su valer primario.
Pueden existir condiciones para que sea, pero esto pertenece a otro orden; así para proseguir con el
mismo ejemplo introduciendo algunas variantes y matices, si decimos: “Sólo porque existe lo
divino existen los dioses”, condicionamos a los dioses en su ser, pero mientras no sea por lo divino,
sino por estar constituidos como dioses, que vale lo que ellos agrada, el término anhipotético en el
orden del valer es “lo que a los dioses agrada”, aunque este agrado, a su vez, presuponga, para ser,
la existencia de los dioses. Su doble condicionamiento ontológico no implica condicionamiento
axiológico. Asimismo, pueden existir hipótesis condicionantes en el orden cognoscitivo para su
reconocimiento o su aplicación, y esto no compromete su valer. Si digo: “sólo si el agrado de los
dioses es conocido vale como principio estimativo”, cambio de plano, y el término anhipotético
resulta ahora ser: “el conocimiento del agrado de los dioses es el máximo principio estimativo”.
2) “axiológico”, es decir, que para tener el carácter de valer como fundamento último de todo
valer, ni puede derivar de otra forma de valer, ni puede estar desconectado de valores directamente
subordinados o de la validación de valores emergentes o creados. No basta con, o no se trata de –
parafraseando lo que constituye el argumento ontológico– un valer mayor del cual no pueda
concebirse otro, sino de que sea el fundamento de todo valer real o posible. Por cuanto axiológico,
es irrelevante que sea o no fundamento ontológico; no le compete la existencia de entes reales o
posibles, sino la existencia de valías y criterios de valor reales o posibles.
3) “término”, es decir, punto terminal, último en el orden ascendente y primero en el
descendente, en un orden de subordinaciones. El carácter de “término último” se puede tener en
cualquier serie de fundamentaciones jerarquizadas. En el orden del ser, por ejemplo, puede
constituirlo un ente o un plano o modo de ser que fundamente a los otros entes o planos o modos;
sin perjuicio de la posible respuesta negativa a la pregunta por la existencia de ese ente o de ese
orden, y de que se discuta la justificación de esa afirmación o negación. En el orden lógico, puede
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tener ese carácter un principio, sin perjuicio de la respuesta negativa acerca de la existencia de un
primer principio lógico, y el sistema lógico se considere derivación de postulados convencionales. –
en cuyo caso la tesis: “no hay un primer principio lógico, sino sólo principios convencionales”, pasa
a ser el primer principio. En el orden axiológico, puede serlo un ente supremamente Valente (como
el Summum Ens que es también Summum Bonum; o un orden primigenio, como lo divino
originario de Heráclito; o la Idea del Bien de Platón; o la Natura naturans, en sí ajena al valor, pero
que remite el valor a las relaciones parciales de los modos en que se manifiesta como Natura
naturata); o un principio, ni más ni menos que2 un principio lógico, que constituya un criterio
fundamentante del valer más allá del cual no pueda concebirse otro, y que, como en el caso de lo
dicho sobre el principio lógico, puede no ser sino una ausencia o una negación.
4) Así como en el numeral anterior se observa que, en distintas tesis, el término puede guardar
relaciones diversas con el orden ontológico, sin que por ello cambie su carácter de primer principio
axiológico, lo mismo ocurre con el orden cognoscitivo; y si, desde éste, se dice que “no hay un
término anhipotético axiológico”, o “no sabemos si lo hay”, o “es dudoso que lo haya”, esas tesis
funcionan justamente como términos axiológicos anhipotéticos, pues a partir de ellas como
principios últimos juzgamos del valer de los valores.
VI. La relación con el término anhipotético.
La relación justificativa con un término axiológicamente incondicionado puede invocar razones
de “verdad” o razones de “legitimidad”. Esas razones deben significar:
a) que la relación con el fundamento es verdadera, y justifica su valer en la medida en que sea
válida su derivación del fundamento;
b) que la dependencia con el fundamento sea jerárquicamente necesaria, de suerte que lo valente
no vale por sí, sino por causa de la validez de su derivación del fundamento.
De donde:
1) Si un enunciado estimativo es verdadero, sea analítico o sintético, o es el
fundamento último o deriva absolutamente del fundamento último.
2) Si algo es valente, o es el fundamento de todo valer, o vale por derivar del
fundamento.
Los lazos derivativos pueden ser de orden lógico o ajenos a la lógica. Cuando en éticas
irracionalistas , por ejemplo, se afirma el valer último de los datos estimativos de la conciencia, o
del sentimiento íntimo del bien y del mal, o se sostiene el valor cognitivo de la intuición emocional,
2 En el margen inferior figura como corrección a lápiz de Sambarino: “sin otro estatuto que el de”. Conjeturo
que esta expresión sustituiría a “ni más ni menos que”, que aparece en el texto, aunque esta última no está
tachada.
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se presupone el principio: “la intuición emocional estimativa hace manifiesto un correlato objetivo
absolutamente válido; y lo que a su vez necesita fundamento en cuanto a por qué razón lo
afirmamos, pero cuya demostración no interfiere con el principio dicho en cuanto a su carácter de
principio axiológico.
Sin embargo, muchas veces el pensamiento tradicional ha discutido sobre el “valor absoluto” de
algo: un ente o tipo de entes (la vida humana); una acción (ayudar al prójimo); un sentimiento (la
piedad; una cualidad (la valentía); un mandato (respetarás a tus padres); una prohibición (no
robarás), procurando juzgarlo en y por sí mismo. Ya hemos sostenido que esto no parece admisible,
desde que el enjuiciamiento estimativo forma parte de un continuo transpuntual, transinstantáneo y
transindividual; pero ha pesado mucho, y se ha manifestado en varias direcciones, de las cuales nos
interesan especialmente dos: una, que considera el valer fundado en el ser de la cosa misma, de
modo que la proposición que la dice valente es verdadera en la medida en que expresa la verdad de
la cosa misma o, dicho de otro modo, en la medida de su acuerdo con la “naturaleza de las cosas”;
otra, que no se pregunta por una verdad entitativo-valente, sino que se limita a afirmar que tales
sentimientos o tales reglas de conducta son verdaderos por sí mismos y válidos por sí mismos, y se
les considera valederos “aunque Dios no existiese”, etc. Por estos antecedentes es necesario
extenderse algo más sobre las nociones de “verdad” y “legitimidad”, y su relación con el
fundamento.
1. Al formular el enunciado “este valor (o este principio) vale de una manera absoluta por ser
verdadero”, o bien creo en la verdad de la proposición, o intento que se crea en ella, o la propongo
como tema de discusión, etc.; o sea que, con independencia de la intención con que la diga, pienso o
hago pensar que es verdadera, o pregunto si es o no verdadera. En todos estos casos me refiero a la
verdad posible de la proposición; pero lo que ésta dice no es que ella es verdadera, sino¨
(a) que es verdad que tal valor o principio vale absolutamente;
(b) que vale así por ser verdadero.
En (a) no doy razones, en (b), sí. Y puede ocurrir que lo dicho en (a) sea verdadero, pero no por
la razón que se expresa en (b). Lo que ahora nos interesa examinar es si la razón expresada en (b)
“ser verdadero”) es fundamento adecuado para sostener como verdad que tal valor es válido
absolutamente.
En primer lugar hemos de considerar qué significa decir que un valor es verdadero. De lo
anterior ha surgido la diferencia de dos sentidos: que es verdadero como valor, y que vale por ser
verdadero. Lo primero podría derivarse, por ejemplo, de que sea un “mandamiento de los dioses”,
supuesto el principio de que tales mandamientos confieren valor a lo mandado; lo segundo, se
refiere a una cualidad, condición o modo de ser, que le pertenece por su ser, como cuando digo que
una obra de arte es auténtica. El problema se simplifica si, en lugar del lenguaje impuesto por la
filosofía de los valores, usamos la terminología clásica, con su noción de “bien”. Así, distinguimos
lo que es un bien para algo y vale en consecuencia (como el alimento para el animal); lo que es un
bien en algo y lo hace valer en consecuencia (como la perfección del tipo específico en el animal de
raza); lo que es un bien de algo y le da valor especial (como el filo de la espada); lo que es un bien
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por algo y le da valor especial (como su origen: hijo del rey, obra de tal autor). Decir que un valor
(sea como criterio, sea como valía) es verdadero significa:
i) que es un grado positivo de valer real de un ente;
ii) que es una pauta real de apreciación, una medida que hace manifiesta una valía real.
Y lo mismo decimos de un principio (si admitimos que valer por su verdad, en tanto que en ella
se expresan valores o principios verdadero, traducidos en sus valías o en sus pautas estimativas).
Pero, para que valga de una manera absoluta en sentido primario, no basta con que un valor o un
principio sean verdaderos; es necesario además que su verdad sea:
i) incondicionada, o se derive de una verdad incondicionada;
ii) es necesario que la verdad valga, y valgo incondicionadamente en tanto que verdad, o el valer
de la verdad se fundamente en una fuente incondicionada.
No son incondicionados el metro o el oro, y tampoco lo es una verdad convencionalmente
fundada, a menos que se suponga este principio: “las verdades convencionalmente establecidas, y
las que derivan de ellas, son fundamentos estimativamente válidos”. Tampoco podría serlo una
verdad resultante del entrelazamiento cognitivo-estimativo-normativo de una configuración
cultural, a menos de suponer este principio: “toda verdad resultante de un sistema cultural y
aprobada por él es válida estimativamente, sea como valía, sea como criterio”; o sea que las
verdades valen en la medida en que integran el sistema y se fundamentan en él, de suerte que el
sistema proporciona las razones para que una verdad sea tal, y para que valga una verdad (pues
puede haber verdades prohibidas, nefastas, etc.; como debían aprenderlo los magistrados platónicos,
en lo que han sido seguidos por muchos magistrados de otros tiempos; y no siempre tiene valor la
verdad; y a veces lo tiene, pero negativamente, a menos que en el sistema se suponga que “toda
verdad vale estimativamente con signo positivo por ser verdad”, lo que necesita de razones). Es
decir que, a su vez, el sistema necesita ser fundado suprasistémicamente.
Aun suponiendo un orden jerarquizado de esencias, un orden de entes-valentes, una naturaleza
de las cosas dotada de su propio valer –como lo concibiera el pensamiento clásico– ¿qué puede
llevarnos desde el hecho de ese orden a su reconocimiento como derecho? El mismo pensamiento
clásico, aunque a veces de manera implícita, necesitó proporcionar una respuesta validante. Y son
cuatro los términos que expresamente, en distintas filosofías, han cumplido su función de
justificación final y concreta: Deus, Ratio, Natura, Historia. Estos términos se han presentado como
diversos, o como parcialmente coincidentes, o como totalmente coincidentes; se diviniza la Razón,
la Naturaleza, la Historia, o se racionaliza, se naturifica, o se historifica a Dios. De cualquier modo,
han sido presentados como términos últimos, de anhipotética fuerza validante, que sólo plantean la
alternativa, tal vez ficticia, de la autoridad de un legislador o la autoridad de una legalidad, en
ambos casos en el supuesto de que el proceso de fundamentaciones axiológicas jerarquizadas no
puede ser ad infinitum.
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2. El examen del punto anterior nos ha mostrado la insuficiencia de la noción de “verdad” para
fundamentar con carácter absoluto en sentido primario un valor, un principio, un sistema, una
configuración, y nos ha conducido al tema del fundamento legitimante; lo que era de esperar, pues
el problema que delimitamos desde el comienzo se refería a la validez de los ordenamientos
estimativo-normativos. Ciertamente, puede discutirse si este o aquel orden jerárquico es verdadero;
pero en el bien entendido de que no vale por ser verdadero, sino por el fundamento que lo justifica o
le da valor de verdad, o le da valor a su verdad. Tan es así que nada impide, dentro del supuesto de
la imposibilidad de una serie infinita de fundamentaciones, que haya más de un orden verdadero
(por ejemplo, porque es legítimo el cambio de voluntad del legislador, porque hay legislaciones o
legalidades verdaderas que se aplican en distintos tiempos y lugares, o porque no es ilógico pensar
que la vida humana se realiza en el conflicto de incompatibles jerarquizaciones verdaderas). La idea
de un principio anhipotético fundamental no tiene nada que ver con la idea de “verdad”, como no la
tiene un orden legislativo; más: cabe también que el término final fundamentante se relacione de
manera muy diversa con contenidos estimativos concretos. Examinemos algunas hipótesis, no
exhaustivas ni mucho menos, pero importantes para que el problema se haga patente.
VII. Carácter y posibilidades del término anhipotético.
Hagamos lo dicho y consideremos las siguientes tesis posibles:
a) Existe un término anhipotético que permite hacer discriminaciones de valor absolutamente
válidas. La Idea del Bien en la filosofía platónica conforma uno de los ejemplos más típicos. Ya
hemos visto que, posteriormente, se concretó en términos tales como Dios, Razón, Naturaleza,
Historia. Pero, cualquiera sea el término a que recurra, y sin perjuicio de las discutidas y discutibles
relaciones entre ellos, constituyen el fundamento de estatutos axiológicos sin otra posible instancia
de apelación. Lo que de ellos resulta acerca del valer, tanto si ya está expresado como si está en
curso de proceso, es cosa juzgada o llegará a serlo. Esto muestra que esos términos han sido
divinizados, tal como corresponde a su origen platónico, y por mucho que esto le duela a ciertos
evolucionismos naturalistas y ciertos historicismos utópicos que ingenuamente se dicen ateos. E
incluso un principio estimativo absoluto de tipo kantiano –y que más que en el famoso imperativo
categórico se encuentra en su supuesto: que “nada hay en el mundo ni fuera de él que pueda
juzgarse como bueno sin restricción más que la buena voluntad” – se vio en la necesidad de
prolongarse en postulados de inspiración religiosa. Este modo de concebir el principio es
necesariamente metaempírico.
b) Hay un término anhipotético que es justificativo de la ausencia de discriminaciones válidas
absolutamente entre valores y sistemas de valor. Heráclito y Spinoza son tal vez los ejemplos más
patentes. También aquí hay un tipo de fundamentación metaempírica, pero que desde un término
ontológicamente absoluto fundamenta la falta de jerarquizaciones axiológicas absolutas, y legitima
las discriminaciones jerarquizadas relativas. En cierto modo, (y a diferencia, por ejemplo de
Protágoras), lo relativo axiológico adquiere como tal un fundamento absoluto de carácter
ontológico, y además se enlaza con un conocimiento absoluto del carácter que tiene ese
fundamento.
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c) No hay un fundamento ontológico anhipotético de jerarquizaciones absolutas de valor: “No
hay Dios, luego todo es lícito, todo está permitido”; pero hay un fundamento axiológico
anhipotético que se expresa, justamente, en el dictum: “todo es lícito”, “todo está permitido”. La
ausencia ontológica se convierte en presencia axiológica. Hay aquí (Nietzsche) un absolutismo
negativo radical, que tampoco deja lugar para un relativismo justificado. Los valores son hechos,
los hechos son valores; pero en definitiva el hecho como tal tiene la primacía, por cuanto las
relaciones entre valores son hechos. Simplemente, cabe la distinción entre las tablas de valores que
expresan los hechos tal cuales, y las tablas que, aunque reales, son ficticias por inauténticas, por
presuponer aquello mismo que dicen negar, de suerte que son intentos desenmascarables por ocultar
relaciones fácticas originarias. Bien puede discutirse si por esta ausencia del fundamento ontológico
tradicionalmente invocado, nos quedamos sin otro fundamento axiológico que la ausencia de
jerarquizaciones que no sean meramente fácticas; pero no hay duda que, dentro de ese modo de
pensar, se quiera o no, hay un fundamento axiológico anhipotético.
d) No sabemos si hay un criterio, si es no discriminativo; y si lo hay, si es o no posible
conocerlo; o carece de sentido tratar de conocerlo; o toda proposición que a él se refiera no es
susceptible de demostración o carece de sentido. Fórmulas agnósticas, escépticas, positivistas,
según el matiz. Pero en todos estos casos, que en definitiva son referentes al tema del conocimiento,
reaparece siempre, se quiera o no, el término anhipotético de tipo axiológico, por cuanto de lo que
afirman quieren desprender lo que tenemos que pensar sobre el modo de valer de nuestras valencias
y valuaciones. Así, decir que “no tiene sentido ninguna fórmula estimacional no demostrable”, es
término axiológico anhipotético; decir “ninguna expresión estimacional es demostrable” , es
enunciar un término axiológico anhipotético. Decir “sólo hay fórmulas estimacionales relativas”, o
decir que en el orden estimacional “lo único absoluto es lo relativo”, es también expresar término
axiológicos anhipotéticos que, en tanto no condicionados jerárquicamente en cuanto a su validez,
valen absolutamente de un modo primario.
e) Se dice: “el fundamento del valer hay que buscarlo sólo en lo absoluto en sentido secundario y
en sus relaciones”, se tiene también una regla que tiene carácter de última y en consecuencia de
término axiológicamente anhipotético; y lo mismo si se dice que “ningún término suprasistémico
puede valer como fundamento por cuanto no es testable” o “respecto de lo suprasistémico no hay
otra sabiduría que la de guardar silencio”, “no es testable ningún término axiológico anhipotético”,
etc. La diferencia, única e irrelevante, está en que, en lugar de la expresión directa de un término
axiológico anhipotético, se está en presencia de una proposición última sobre el fundamento; pero
ésta ocupa el lugar de aquélla. El lugar de un fundamento último, lo ocupa una proposición última
sobre el fundamento. Pero, se dirá, ¿esa proposición no es dependiente de presupuestos
cognoscitivos, y en consecuencia hipotética, de modo que mal puede valer como anhipotética? No
importa que el término sea último o primero, según hemos visto; lo que importa es que no sea
sobrepasado en la escala jerarquizada de fundamentaciones del valor, así como lo que vale en
calidad de primer principio de un orden jurídico no deja de ser primer principio aunque no sea ése el
lugar que ocupa en un orden de conexiones puramente lógicas.
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¿Mas no hay algo de extraño en todo esto? ¿No hemos caído en una trampa? ¿No nos
envolvemos en paradojas desconcertantes? Creemos que no y que hay una explicación histórica de
viejas confusiones, necesitadas de una progresiva clarificación.
Sabido es que la filosofía clásica, hasta entrados los tiempos modernos, estuvo dominada por una
problemática fundamentalmente ontológica, y que en ella los temas del ser y del ente, de la esencia
y la existencia, ocuparon el lugar de privilegio; lo axiológico se trató de manera secundaria o
consecuencial, y aun en Platón, en quien puede considerarse dominante la preocupación axiológica,
el desarrollo técnico del tema quedó sometido a su propia doctrina sobre los planos jerarquizados
del ser. Y, en tanto en el tratamiento de esa problemática dominante, dominaron a su vez las
direcciones que conducían a un ente, o a un plano de lo que es, que presentaba el carácter de
término último y fundamentante, por lo tanto anhipotético, o sea un absoluto en el orden ontológico,
en él se fundamentó un absoluto axiológico, y el término anhipotético axiológico fue concebido por
analogía con el término anhipotético ontológico. La crisis de la antigua metafísica aportó el dominio
de direcciones que prefirieron una concepción extensiva y no intensiva del ser; la existencia dejó de
implicar diferencias de rango en lo existente, y el valor fue desterrado del ser en la nueva ciencia de
la naturaleza. Borrado el antiguo absoluto ontológico, se creyó borrada toda forma de absoluto
axiológico; borrado el ente supremo, supremo valor, se creyó borrada toda medida anhipotética del
valor; y se entró en el vértigo del tema de “la muerte de Dios”, como si la proposición “no hay
medida de valor” no fuese una expresión axiológica de carácter último. No se vio que el tema del
término anhipotético en el orden del ser, no exige un tratamiento paralelo en el orden del valor.
Con el desarrollo del pensamiento moderno, pasó a dominar la problemática relativa al
conocimiento. Dentro de una técnica crecientemente empirista, importa la verdad a establecerse por
proposiciones demostrables, fácticas o analíticas. Y el modelo se tenía en el conocimiento
científico, el que se creía ajeno al valor. Pero éstos han sido también los tiempos en que la
importancia del tema de los valores comenzó a crecer, sin que lograse por ello escapar a sus nuevas
barreras; pues desde entonces hasta el presente, ha sido por el orden lógico o por datos fácticos que
han querido resolverse los problemas del orden axiológico, sin perjuicio de algunas resistencias que
en definitiva prolongaban el pasado. De la posibilidad o imposibilidad de un conocimiento absoluto
de un absoluto ontológico, se extrajeron consecuencias axiológicas; y lo mismo se hizo a partir de
tesis sobre el carácter instrumental de los términos anhipotéticos de los principios lógicos, o de la
noción de verdad en el ámbito de las disciplinas lógico-formales o en el de las ciencias fácticas, sea
para excluir de un tratamiento lógico al orden axiológico, sea para dictaminar sobre él en el nombre
de los meros hechos.
Tal vez las consideraciones precedentes puedan ilustrarse mediante un esquema provisorio. Para
realizarlo usaremos las nociones de “absoluto” en sentido axiológico, ontológico y gnoseológico,
dándolas por supuestas a través de la expresión “término anhipotético” referida a esos órdenes.
Formaremos así tres columnas, en las cuales señalaremos con el signo “+” toda tesis que sostenga o
suponga que se alcanza el término anhipotético correspondiente, y con el signo “–” las que
entiendan que ese extremo no es alcanzable. Pondremos siempre “+” en la tabla axiológica, dado
que de las reflexiones anteriores surge que siempre hay allí un término anhipotético, por variado
que sea su sentido, que puede ser negativo; y veremos qué conexiones guarda con las respuestas
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positivas o negativas en los otros órdenes. Señalaremos con “a” toda tesis en que el principio
anhipotético axiológico se exprese en contenidos concretos, y con “o” los casos en que se exprese
de una manera puramente formal. Después, buscaremos ilustrar aquellas conexiones con tesis
filosóficas conocidas. Ya hemos dicho que el esquema es provisorio; no se nos oculta que presenta
insuficiencias, en particular porque es de dudosa interpretación la tabla correspondiente al orden
gnoseológico, pues no queda claro si su conocimiento se refiere al orden ontológico, al orden
axiológico o si se atiene a sí mismo y se refiere a un término puramente lógico o a un término
referente al establecimiento de verdades factuales.
Término axiológico
anhipotético
Término ontológico
anhipotético
Término gnoseológico
anhipotético
a
+
o
+
+
a
+
o
–
+
a
+
o
+
–
a
+
o
–
–
O sea:
1. En la primera línea se supone que hay un término ontológico anhipotético, que hay
un término gnoseológico anhipotético y que hay un término axiológico anhipotético, que puede ser
formal o de contenidos.
2. En la segunda línea se supone que no hay un término ontológico anhipotético, pero
que hay un término gnoseológico anhipotético, y un término axiológico anhipotético, que puede ser
formal o de contenidos.
3. En la tercera línea se supone que hay un término ontológico anhipotético, no hay un
término gnoseológico anhipotético, y hay un término axiológico anhipotético, que puede ser formal
o de contenidos.
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4. En la cuarta línea se supone que no hay un término ontológico anhipotético, que
tampoco hay un término gnoseológico anhipotético, y que hay un término axiológico anhipotético,
que puede ser formal o de contenidos.
Ejemplificaciones posibles (algunas discutibles):
1. a Aristotelismo
o Heráclito y Spinoza
2. a Nietzsche
o Comte
3. a Agnosticismo
o Probabilismo
4. a Positivismo lógico
o Protágoras
VIII. Conclusiones.
1. No hay manera de escapar a la referencia respecto de un término anhipotético de valor, sea
cual fuere la doctrina axiológica de que se trate. Tanto si los valores son de fundamento humano
como si no lo son, esa referencia es igualmente necesaria. La fórmula: “sólo hay valores creados por
la acción social humana, y los sistemas así creados de valores han de gestar ellos mismos sus
propios criterios de relación en lo interno y en lo externo”, es una forma de expresión axiológica
anhipotética, si no es presentada derivándola de otra de mayor jerarquía estimativa. . La fórmula: “si
y sólo si la cultura humana tiene valor, sea para los hombres, sea para los seres racionales en
general, valen los valores gestados en ella”, es axiológicamente anhipotética en tanto el
condicionamiento que incluye como hipótesis excluya su dependencia de una hipótesis axiológica
mayor. . La fórmula: “el término axiológicamente anhipotético es tal que mayor que él no puede
concebirse otro”, o bien es meramente definitoria del carácter del término, o bien es
axiológicamente anhipotética; pero en ninguno de ambos casos incluye de por sí una suposición
entitativa, necesaria ni necesita sobrepasar el estatuto ontológico de un principio, o de un postulado.
La fórmula: “ningún término axiológicamente anhipotético tiene valor, de modo que todos los
valores valen, o ninguno vale”, puede figurar como término axiológico anhipotético, sea correcta o
incorrecta en su estructura o en sus razones.
2. Pero la necesidad de la referencia expuesta es puramente estructural y de ella no se extrae
ninguna necesidad de contenido, ni ninguna relación definida con determinaciones dadas, mientras
sea discutible o no verificable la identificación de un contenido, o las correctas relaciones de
derivación. Aparentemente, la referencia no es sino una expresión de la comunidad humana
entendida en el sentido de interrelación originaria que se constituye como tal justamente con
determinaciones axiológicas que admiten múltiples variaciones y la concretan como tal comunidad,
identificable por su conjunto de concreciones cognitivo-estimativo-normativas; o del “nosotros”
supuesto en cada “yo”; o de la universalidad formal de la razón. De cualquier modo, es expresión de
un sistema de relaciones que puede concretarse en formas altamente divergentes en el orden del ser
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y en el del valer; lo que no significa que valgan lo mismo las fundamentaciones que pueden invocar
esas formas, más o menos racionales o irracionales, coherentes o contradictorias, absurdas o
plausibles, probables o improbables, con o sin posibilidades demostrativas.
3. Por lo tanto, el absolutismo axiológico en sentido primario es estructuralmente necesario, pero
formalmente compatible con dogmatismos, escepticismos, relativismos, objetivismos,
subjetivismos, historicismos, etc. Una vez que el término queda despejado de su aureola mitico-
mística, que tanto ha enardecido los ánimos al discutir sobre su validez y su sentido, resulta ser un
concepto teórico básico con el cual hay que contar; nada más ni nada menos. La antigua confusión
entre lo absoluto en sentido ontológico, lo absoluto en sentido gnoseológico, y lo absoluto en
sentido axiológico, es la causa que ha motivado innumerables desconciertos y desaciertos, que
desaparecen con su debida distinción. Efectuada ésta, resulta que el absolutismo axiológico en
sentido primario, mientras no se introduzcan en él determinaciones que no pertenecen
necesariamente a su concepto, es perfectamente compatible con tesis axiológicas definitivamente
anti-absolutistas, en el sentido tradicional de la expresión.
4. Debe quedar claro que la tesis que ha sido expuesta sobre la referencia necesaria explícita o
implícita a un término anhipotético axiológico, como momento de todo sistema axiológico teórico o
práctico, alude a una condición formalmente indispensable de todo ordenamiento estimativo-
normativo en tanto que estructura jerarquizada; pero nada dice sobre cuál sea ese término. Y si ha
quedado establecida la falta de una conexión necesaria con un absoluto ontológico o con un
absoluto gnoseológico, esto no significa que una doctrina, si lo quiere y lo puede, se vea
imposibilitada de esforzarse por mostrar otras formas de conexión, que sean plausibles; o sea, que
se manifiesten en otros planos que aquellos hacia los que apuntaba Comte cuando observaba que es
imposible demostrar que Apolo o Minerva no existen, pero que igualmente carece ya de sentido
creer en ellos.
5. Debe también quedar claro que todos los enunciados que se han mencionado como posibles
términos axiológicos anhipotéticos, han aparecido en el texto a modo de ejemplo de lo que se ha
tenido o se podría tener como expresión de ese término; pero las menciones no igualan en lo más
mínimo las notorias diferencias de esas tesis en cuanto a la solidez de su fundamentación posible, o
su verificabilidad, plausibilidad, coherencia, etc. Por otra parte, una misma fórmula puede aparecer
en un orden de ideas como término hipotético o subordinado, y en otro como término anhipotético
puro. Además, debe insistirse en que el orden de las razones por las cuales se llega a sostener que
un término axiológico es anhipotético, no compromete su condición de tal, no lo subordina por
lógicamente dependiente; así también, para recurrir a una analogía ilustrativa, las razones por las
cuales la teología clásica llegaba a sostener la existencia de Dios, no condicionaban a su término
ontológico último.
6. Las tesis que se refieren al absolutismo axiológico en sentido secundario o derivado,
mantienen toda su gravedad y urgencia, justo porque el sentido primario aparece sólo como un
punto referencial que nada permite decidir entre ellas; pues ese extremo es mero término, que
importa prácticamente cuando se presenta revestido de un modo determinado, lo que no es
independiente ni de la doctrina filosófica, ni de la actitud vital, ni de la configuración cultural que le
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otorgan contenido. Pero que tal término sea una universalidad vacía que requiere ser determinada,
es cosa que está lejos de carecer de consecuencias relevantes:
a) Por una parte, es un índice claro de que todo sistema estimativo-normativo, o bien se
integra como parte de un sistema más amplio (una sub-cultura en una cultura, por ejemplo), o bien
acontece que el sistema dado inmediatamente como el más amplio entra en relación con otros, y se
ve en la necesidad de definirse de manera estimativo-normativa en su relación con estos otros. Así
sucede cuando acontece el encuentro entre culturas diferentes, que pueden conectarse de manera
amistosa o conflictual; pero en ambos casos cada una debe definir su manera de actuar respecto de
la otra, por lo que su trato queda regulado según una norma que, aunque tenga un origen
intrasistémico, se proyecta extrasistémicamente, y se presenta pretendiendo valor suprasistémico.
b) Por otra parte, muestra que todo sistema estimativo-normativo se constituye como tal en el
horizonte de una “universalidad de abarcamiento”, que parece integrar su estructura, tal vez a modo
de “idea regulativa”. Una vez más, ha de señalarse que esa universalidad es vacía, y puede
determinarse con diferente signo respecto de los datos con los que entra en relación: que, por
ejemplo, “los otros deban ser respetados o deban ser aniquilados”, son posibilidades igualmente
reales de la manera en que puede determinarse esa universalidad. Por lo tanto, esa universalidad no
es un valor, no posee un signo axiológico propio; es nada más que una parte estructural de todo
sistema axiológico, y está, como término referencial, presente en las relaciones entre estos sistemas.
Piénsese, como ejemplo muy notorio pero moderadamente alejado –de modo que no trastorna
nuestra mirada por la presión de lo cotidiano– en el choque del mundo hispánico o del mundo
anglosajón con las culturas indígenas a consecuencia del descubrimiento, la conquista, la
colonización. El encuentro fáctico se integra de inmediato en reglas de relación estimativo-
normativas. Y tanto las reglas: “sólo nuestros valores son válidos, los otros deben ser destruidos”, o
“es necesario buscar el acuerdo armónico entre los dos mundos de valores”, son por igual
determinaciones de la unidad referencial de que hablábamos. A toda cultura en estado conflictivo
con otras, se le plantea la pregunta: “¿cómo hacer frente a la situación problemática, creada en el
nosotros constituido por nosotros y los otros?
7. Por último, ha de quedar en claro que ni las universalidades fácticas, ni las divergencias
fácticas, son relevantes a los efectos de los problemas de la validez axiológica. Unas son
comprobaciones de hechos, y no sobrepasan el nivel de éstos; pero los problemas de validez se
refieren a la legitimidad de un sistema estimativo, y esto no se resuelve por hechos, ni siquiera en el
caso en que se diga que “los hechos son los que tienen la última palabra”; tesis que necesita de
razones, y no de hechos; y, si se limita a éstos, tiene que justificar que los hechos son razones.
Caracas, octubre de 1974
Prof. Mario Sambarino
Caracas
Centro de Estudios Latinoamericanos
“Rómulo Gallegos”