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CONTRA EL GENIUS LOCI Roberto Fernández, Revista Summa, número 249, 1988, pp. 10‐12 Los cultores desesperados de una "identidad" perfectamente inasible, se sienten cómodos con el arcaico concepto de Genius loci, cuyo origen pagano y común a mitologías tanto latinas como nórdicas, lo instalan bien lejos de las problemáticas contextuales de la arquitectura moderna metropolitana, esa que ha borrado las huellas y que perdió su aura, al decir del filósofo Walter Benjamin; esa sin atributos según diría Robert Musil, o según nuestro más próximo (a la arquitectura) Kenneth Frampton, esa sin calidad. La reconstrucción mitológica de la arquitectura puede darse, en plena modernidad ingrata, con el extremismo conceptual de Loos, o con la comodidad con que se mueve, en sus prácticas proyectuales funerarias, un Asplund que no por nada puede reivindicar sus ancestros. Y desde luego, arraiga en el pensamiento trans‐nacionalista de Heidegger, quien desembarazado de los patéticos esfuerzos de su maestro Husserl por entender las sinrazones de ese cénit de racionalidad que es un campo de concentración (o muchos campos de concentración), vuelve a la tierra de los dioses y, en definitiva, a una idea de locus capaz de trascender las involuciones de una arquitectura racional definitivamente extraña a la idea de "patria". El proyecto de Heidegger, quizás justo en la perspectiva evolucionista de una metafísica cada vez menos sustentable en el sujeto, es sin embargo demasiado próximo a ese ultranacionalismo del Heimat-stil, de la folklórica apología de la "arquitectura de la tierra" reivindicada ‐y ejecutada‐ por Hitler y Speer y también por Tessenow, no casualmente reivindicado en estos días de desesperanza, aunque en beneficio de su ética personal bueno es decir que hizo cosas muy valientes para cortar toda ligazón con la macabra cosmovisión política que inexorablemente se relacionaba con su pensamiento urbano‐arquitectónico. Como negar toda vinculación con su egregio discípulo, Speer. La teoría del genius loci, levantada en medio de este siglo como barrera al “apátrida” Movimiento Moderno (y a sus “sinarcas” Corbu, Mies y Gropius) está pues, demasiado ligada a un proyecto político‐ideológico execrable. Habrá que tener mucho cuidado en "usarla", sobre todo en este momento de plenitud neoconservadora. Sin embargo, valgan las paradojas, las reflexiones heideggerianas en el único y tardío texto en que alude a la arquitectura –su intervención en un coloquio de la década del 50, conocida como "Construir, Habitar, Pensar”—aunque levantan pálidamente reminiscencias de las teorías ultramontanas del arraigo a la tierra, se convierten en una de las más formidables posturas sobre la inviabilidad de una arquitectura nueva, —me atrevo a decir— de la arquitectura como proveedora de nuevas moradas. Lo que dice, en suma, es que la complejidad del hábitat profundamente popular es irreproducible: con ello, quiéranlo o no los cultores de renovados ultra nacionalismos en arquitectura, el discurso mimético de unos supuestos genius loci en que fundar arquitecturas nuevas de corte contextualista y presuntamente ancladas en una identidad provista por esas referencias (tan inefables como los hobbits de Tolkien) no garantiza la calidad de un habitar únicamente propio de la densidad de la acumulación de dilatadas cotidianidades históricas. Heidegger sostiene que el “construir” —entendido como un proceso de larga duración en la historia— es equiparable al pensar. Una analogía articulada por otro verbo, “cultivar”, que

Contra El Genius Loci Roberto Fernandez

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CONTRA EL GENIUS LOCI  

Roberto Fernández, Revista Summa, número 249, 1988, pp. 10‐12 

Los cultores desesperados de una "identidad" perfectamente inasible, se sienten cómodos con  el  arcaico  concepto  de  Genius  loci,  cuyo  origen  pagano  y  común  a  mitologías  tanto latinas  como  nórdicas,  lo  instalan  bien  lejos  de  las  problemáticas  contextuales  de  la arquitectura moderna metropolitana, esa que ha borrado las huellas y que perdió su aura, al decir del  filósofo Walter Benjamin; esa sin atributos según diría Robert Musil, o según nuestro más próximo (a la arquitectura) Kenneth Frampton, esa sin calidad.  

La reconstrucción mitológica de la arquitectura puede darse, en plena modernidad ingrata, con  el  extremismo  conceptual  de  Loos,  o  con  la  comodidad  con  que  se  mueve,  en  sus prácticas  proyectuales  funerarias,  un  Asplund  que  no  por  nada  puede  reivindicar  sus ancestros. Y desde luego, arraiga en el pensamiento trans‐nacionalista de Heidegger, quien desembarazado  de  los  patéticos  esfuerzos  de  su  maestro  Husserl  por  entender  las sinrazones  de  ese  cénit  de  racionalidad  que  es  un  campo  de  concentración  (o  muchos campos de  concentración),  vuelve  a  la  tierra de  los dioses  y,  en definitiva,  a una  idea de locus  capaz  de  trascender  las  involuciones  de  una  arquitectura  racional  definitivamente extraña  a  la  idea  de  "patria".  El  proyecto  de  Heidegger,  quizás  justo  en  la  perspectiva evolucionista de una metafísica  cada vez menos  sustentable  en  el  sujeto,  es  sin  embargo demasiado próximo a ese ultranacionalismo del Heimat­stil, de la folklórica apología de la "arquitectura  de  la  tierra"  reivindicada  ‐y  ejecutada‐  por  Hitler  y  Speer  y  también  por Tessenow,  no  casualmente  reivindicado  en  estos  días  de  desesperanza,  aunque  en beneficio de su ética personal bueno es decir que hizo cosas muy valientes para cortar toda ligazón  con  la macabra  cosmovisión  política  que  inexorablemente  se  relacionaba  con  su pensamiento urbano‐arquitectónico. Como negar toda vinculación con su egregio discípulo, Speer. La teoría del genius loci, levantada en medio de este siglo como barrera al “apátrida” Movimiento  Moderno  (y  a  sus  “sinarcas”  Corbu,  Mies  y  Gropius)  está  pues,  demasiado ligada  a  un  proyecto  político‐ideológico  execrable.  Habrá  que  tener  mucho  cuidado  en "usarla", sobre todo en este momento de plenitud neoconservadora.  

Sin embargo, valgan las paradojas, las reflexiones heideggerianas en el único y tardío texto en  que  alude  a  la  arquitectura  –su  intervención  en  un  coloquio  de  la  década  del  50, conocida como "Construir, Habitar, Pensar”—aunque levantan pálidamente reminiscencias de  las  teorías  ultramontanas  del  arraigo  a  la  tierra,  se  convierten  en  una  de  las  más formidables  posturas  sobre  la  inviabilidad  de  una  arquitectura  nueva,  —me  atrevo  a decir— de la arquitectura como proveedora de nuevas moradas. Lo que dice, en suma, es que  la  complejidad  del  hábitat  profundamente  popular  es  irreproducible:  con  ello, quiéranlo o no  los cultores de renovados ultra nacionalismos en arquitectura, el discurso mimético  de  unos  supuestos  genius  loci  en  que  fundar  arquitecturas  nuevas  de  corte contextualista  y  presuntamente  ancladas  en  una  identidad  provista  por  esas  referencias (tan  inefables  como  los  hobbits  de  Tolkien)  no  garantiza  la  calidad  de  un  habitar únicamente propio de la densidad de la acumulación de dilatadas cotidianidades históricas.  

Heidegger sostiene que el “construir” —entendido como un proceso de larga duración en la historia— es equiparable al pensar.  Una analogía articulada por otro verbo, “cultivar”, que 

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en  alemán  se  dice  con  la  misma  palabra,  bau  que  construir.  Construir  y  cultivar  son entonces, acciones de paciencia, de acumulación, de densificación de experiencias. Por eso, construir  imitando ciertas cualidades de un locus particular, parece ser no solo una labor estéril, sino además falsa. 

De  aquí  a  una  noción  de  “arquitectura”  como  análisis  del  habitar  y  como  actividad especulativa relativa al instalarse, hay un solo paso que, sin embargo oculta toda la brecha inconmensurable que separa a  la arquitectura de hoy (como práctica  innovativa bastante "ciega"  a  las  condiciones  antropológicamente  profundas  del  habitar)  de  una  nueva arquitectura por venir (como práctica especulativa analítica del instalarse).  

La  misma  impracticable  vía  —en  términos  de  perduración  del  paradigma  clásico  y moderno de la arquitectura— que avizora Heidegger, es la que nos sugieren los profundos esbozos de teoría americana que ha desarrollado Rodolfo Kusch en sus legendarios y poco conocidos escritos (desde América profunda hasta Esbozos de una antropología  filosófica americana).  Kusch  investiga,  como pocos  en nuestra  realidad neocultural,  lo  esencial  del habitar americano, que es una esencialidad proveniente de  las viejas tradiciones andinas, las únicas que perduran sordamente en los remansos mestizos de la operación genocida de la conquista. Y, también, como Heidegger respecto de los antiguos campesinos de la Selva Negra, nos devela una realidad del habitar extremadamente irreproducible, rebelde de las práctica miméticas dependientes del apolíneo proyecto greco latino con el que se definió la modernidad  de  Occidente  y,  en  ella,  la  naturaleza  histórico‐ideológico  de  la  disciplina arquitectónica. 

Frente  a  la profundidad mítica,  sobre‐racional,  del mundo andino,  lo que  cabe  ‐al menos como  primera  tarea‐  es  el  conocimiento,  la  asimilación,  el  análisis,  la  empatía  con cotidianeidad ritual y un paisaje. Heidegger en una transracionalidad occidental y Kusch en una  prerracionalidad  o  contrarracionalidad  occidental,  que  no  pueden  proponer  a  los arquitectos es que extrememos nuestras capacidades de entender el hábitat como producto homólogo del pensar y del estar.  

Si  el  pensamiento  rebuscador  de  esta  post,  pre  o  contrarracionalidad  es  correcto,  la arquitectura puede legitimar su dualidad entre práctica técnica y forma de conocimiento de la  realidad.  Esta  segunda  tarea  está  en  pañales,  en  cuanto  es  necesario  una  arquitectura como  análisis  capaz  de  aprehender  profundamente  la  esencialidad  del  habitar  dado  y  la homología  intrínseca  entre  el  construir  y  el  pensar.  Pero  lo  otro,  lo  común  de  la arquitectura,  sus  prácticas  técnicas  proyectuales,  pueden  desembarazarse  del voluntarismo simétrico contextualista, puesto que lo esencial, lo profundo, lo complejo del habitar es irreproducible.  

No temamos, pues, esgrimir una postura contraria a supuestas reivindicaciones del Genius loci  de  cada  lugar, porque el dominio de esa esencialidad nos vendrá naturalmente dado cuando seamos naturalmente parte de cada específico loci.  

Mientras  tanto,  la  arquitectura,  que  pertenece  a  ese  paradigma  en  extinción  —el  de  la modernidad—  no  podrá  sino  asumir  su  condición  de  diferencialidad,  su  carácter  de producción  de  objetos  exclusivos  de  la  ciudad;  su  condición,  en  suma,  de  obras  de  arte; claro  que,  por  otra  parte,  habrá  que  hacerse  cargo,  como decía Adorno,  del  compromiso 

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crítico  político  que  significa  producir  una  obra  de  arte.  La  única  identidad  posible  de América Latina es así, la que se hace, no la que se busca.  

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