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contra la vida activa - Traficantes de Sueños · 2018-12-29 · y santón de los perezosos, escribió que la moral capita-lista es una “lastimosa parodia de la moral cristiana”

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contra la vida activa

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D.R. © 2015, Tumbona Ediciones S.C. de R.L. de C.V.Progreso 207-201, Col. EscandónC.P. 11800 México, D.F.www.tumbonaediciones.comTwitter: @tumbonalibros

ISBN: 978-607-7534-05-1Hecho en Mexico.Made in Mexico.

D.R. © Rafael LemusD.R. © Diseño de colección y portada: Éramos Tantos

Este libro está bajo una licencia de CreativeCommons Reconocimiento-CompartirIgual4.0 Internacional.

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VERSUS ROUND 9

RAFAEL LEMUS

LA

CONTRA

VIDA ACTIVA

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Nunca está nadie más activo que cuando no hace nada.

Catón el Joven

Cuando el ocio te hace infeliz, tiene el mismo valor que el trabajo.

Jules Renard

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Con el término vida activa me propongo designar tres actividades humanas fundamentales: la labor, el trabajo y la acción.

Hannah Arendt, La condición humana

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ELOGIO DE LAS COSAS

Señor, no tema. Señora, venga y oiga. ¿Sabían que uste-des pueden tener una vida feliz y plácida? ¿Vacacionespagadas, tranquilos fines de semana, dos niños mansos ybien alimentados? Mucho más que eso. Un lunes lento einútil entre las sábanas. Un miércoles gastado, si se quie-re, en el campo. Siestas al mediodía y dulces sueños en lanoche. Días, semanas enteras para consumirlas en com-pañía o ejerciendo, qué mejor, la más absoluta indiferen-cia. Es sencillo: cosa de leer un ensayito del señorBertrand Russell y suscribirlo. El ensayo: “Elogio de laociosidad”, de 1932. Su propuesta: tan simple y subversi-va como que se reduzca la jornada laboral de ocho a cua-tro horas diarias. Buena cosa para el desempleado, queya cubrirá uno de los turnos, y buena cosa para el traba-

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jador, tan alienado. Buena cosa, incluso, para aquellosque fastidian con cifras y tecnicismos: la propuesta, unnúmero más, un número menos, es factible.

Algo pasa que nadie, ni siquiera ustedes, apoya conardor la propuesta. Multitudes se organizan y marchan ydemandan todo salvo tiempo libre. La derecha, criminal,explota y enajena. La izquierda, no menos carnicera,exige más empleos, mejores salarios, grilletes de sórdi-dos colores. Aunque la idea de Russell es suficiente paraponerlo todo de cabeza, nadie sale a la calle y levanta elpuño en su nombre. ¿Qué pasa? Que la idea del ocio ya novende. Se dirá que esto es mentira y que cualquiera,incluso aquel eficaz gerente, desea descanso y recreo. Laevidencia demuestra lo contrario: son legión los quedefienden el deber del trabajo, no el derecho a la pereza;y aun los pocos que tienen tiempo libre ya buscan cómosaturar sus horas. Hay que decir que esto, el desprestigiode la ociosidad, es cosa nueva. Son muchos los siglos quenos preceden y en todos los anteriores a la sociedadindustrial el trabajo fue concebido, razonablemente,como una pena. Se hacía la guerra, se acaparaban tierras,se esclavizaba a hombres y mujeres y niños con el únicoobjeto de imponer el diario tormento a los otros. Se tra-bajaba, no sin ira, sólo si un látigo obligaba a ello. Nótese

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ahora, en cambio, la vanidad idiota con que nuestro veci-no revisa su agenda, consulta a su secretaria y anunciaestar, sí, tremendamente ocupado.

Es tal el descrédito del ocio que en no mucho tiempola palabrita que lo nombra se sumará a nuestro populosocementerio léxico. Para las generaciones futuras el termi-najo ocio será tan incomprensible como para nosotros lapalabra sobrepelliz, la costumbre del bombín o, si nosponemos melodramáticos, el concepto del honor. Unesqueleto, sólo eso, de cuatro letras. Si alguna vez hubouna guerra entre el trabajo y el ocio, ha concluido, y novencieron los vagos. Está claro: de 9 a 7 son horas de fábri-ca y oficina. No se confundan: las demás horas son tam-bién propiedad del trabajo. Ese, el problema: el trabajo loavasalla todo. En sus horas nos tritura y vacía. Cuando alfin nos escupe, su sombra, que se llama cansancio o abu-lia, nos persigue. Si alguien, un héroe, conserva ciertaenergía, ya se le apura a que corra y la gaste. Porque tam-bién eso: en los breves tiempos de ocio se trabaja. La éticalaboral ha rebasado las fronteras de la oficina y la fábricay mora, dominante, en todas partes: los gimnasios, loscursos de educación continua, los divanes que nos invitana ocupar dramáticamente nuestro tiempo libre. Dondeantes había asueto y fiesta ahora hay un régimen blando

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de trabajo. ¿Exagero? Exagera el mundo, que ya ofrecediversiones extremas (altas cumbres, profundos cañones,sinuosos safaris) a la salida del despacho.

Hubo un tiempo en que casi cualquier empresariohubiera firmado estas palabras de Henry Ford: “El princi-pio moral fundamental es el derecho de los hombres altrabajo [...] Según mi parecer, no hay nada más abomina-ble que una vida ociosa. Ninguno de nosotros tiene dere-cho a algo semejante. En la civilización no hay sitio paragente ociosa.” Hoy los patrones argumentan de modomás amable y, por lo mismo, más avieso: el ocio, aseguran,no es malo, entre otras cosas porque no es esencialmentedistinto del trabajo. Dicen: trabaja durante tu tiempolibre. Añaden: relájate y diviértete durante las horas labo-rales. Para difuminar la frontera entre el trabajo y la ocio-sidad, imaginan los instrumentos de tortura más atroces:convenciones en la playa, reuniones familiares, comedo-res públicos, viernes de mezclilla y manga corta... Paraocultar que el trabajo es sinónimo de tortura, se fingenamigos, compadritos, de sus empleados. Pero, señor, nose engañe; señora, no se rinda. Antes de resignarse a ocu-par un trabajo amigable y sin corbata, repitan: existe eltrabajo y existe el ocio, y el trabajo es el lado siniestro dela vida. Entiendo que ustedes, señor, señora, son sólo dos

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y que no pueden abolir por sí solos el régimen de trabajo:demanden, al menos, la reducción de la jornada laboral.Comprendo que la vida es tosca y que pronto deberánvolver a la oficina: trabajen, al menos, de mala gana. Noolviden a Marx: “El trabajo es, por su esencia, una activi-dad no libre, inhumana e insocial.”

Este sería un buen momento para interrumpir lacharla, ofrecer una disculpa y volver a la hamaca.Sospecho, sin embargo, que ya es más fácil abandonarsea la inercia y facturar otras frases. El culpable, por ejem-plo. Si tuviera que señalar un culpable, diría, para nopensar demasiado: el capitalismo, el cochino capitalis-mo. La productividad. La publicidad. El consumo. Peroesto no es enteramente cierto: también en la isla del dic-tador Fidel Castro se trabaja de mañana a noche —y denoche a mañana las jineteras. Para ser sinceros, hay quedecir que el capitalismo ofrece una extraña paradoja:nunca se había trabajado menos, nunca se había trabaja-do tanto. A la vez que redujo las horas de trabajo e inven-tó la semana laboral de cinco días, la sociedad capitalistaimpuso una certeza protestante: el trabajo es bueno.Primero fomentó el ocio y luego, cuando vio que el ociono era rentable, decretó: gasta, consume, trabaja en tushoras de descanso. ¿Entonces? Por lo pronto, contra el

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trabajo. Contra la moral del trabajo, aquí, ahora, a lamitad de este supermercado.

No querrán saber, pero sabrán de todos modos, quemi aversión hacia el mercado tuvo un origen literario.Gastaba yo mis días y noches leyendo novelas y relatos.No una evasión sino al revés: una manera de experimen-tar lo real desde el cómodo vaivén de mi hamaca. Leía,digamos, no para embotarme sino, digamos, para recrear-me. Pero hubo un día, y después otro día, en el que ellibro, una novedad editorial, no pretendió otra cosa quesedar mis sentidos. Luego fueron otros días, otros libros,la misma mierda. Ya no recuerdo bien cómo concluí loque sigue, pero concluí lo que sigue: el culpable es el mer-cado editorial, el mercado a secas. Supongo que ya notabala vulgar tendencia a hacer de la literatura un entreteni-miento, y del entretenimiento, una manera de degradar elocio. Porque eso pasa: la sociedad contemporánea ofrecemúltiples modos de matar el tiempo libre pero pocos paraintensificarlo. En lugar de vehículos que nos permitanpenetrar la realidad, pasatiempos que nos distraen detodo menos de este precepto: el tiempo que vale es el deltrabajo, no el del ocio. Reconozco que mi crítica del mer-cado puede parecer maniquea, y por lo mismo advierto alos izquierdistas que ya me estiran un carné: tampoco me

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caen bien ustedes. Para empezar, se mueven demasiado.Como si sólo el conflicto los dejara satisfechos.

La moral del trabajo, entonces. Buena cosa que notengo que moverme, cambiar de autor y texto, para afir-mar que la moral del trabajo es moral de esclavos. Elmismo Russell lo indica. Yo agrego: es moral de esclavostodavía, incluso en medio de nuestras democracias libe-rales, incluso si aceptamos el yugo con agrado. Se quierao no, trabajamos para un amo: el patrón, la empresa, elpaís, el progreso o como se quiera llamar al hocico quenos devora. Un detalle: también el patrón trabaja, noimporta que duerma sobre fajos de billetes. ¿A quiénsirve él? Al trabajo mismo. Es absurdo pero cierto: se tra-baja para seguir alimentando la lógica del trabajo. Seanda de una oficina a otra, o se golpea sin tregua el tecla-do de la computadora, o se fabrican más y nuevos alfile-res, para que el mundo no suspenda ese bamboleo en elque, mal que bien, subsistimos. Pero nada nos garantizaque incrementar la velocidad del mundo, y producir másobjetos, y desechar más basura, mejore nuestras vidas.El abotargado rostro de los obreros, la estúpida muecade los novelistas nos demuestran más bien lo contrario:mejor sería producir menos cosas, escribir menos nove-las, sobrevivir de otro modo. Pero ¿cómo detener la mar-

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cha? Creo que fue Aristóteles, o al menos el Aristótelesque yo recuerdo, quien apuntó que el absurdo es infinito:en el principio de los tiempos un exaltado tuvo la malaidea de actuar, y su acción provocó un daño, y hubo queactuar para reparar ese daño, y esa acción provocó otrodaño que hubo que...

La frasecita, moral de los esclavos, hace pensar enNietzsche, y así está bien: hablamos aquí de lo mismo.Aunque él dirigió su furia contra el mal del cristianismo,no es difícil desviarla y apuntarla contra la sociedad con-temporánea. No por nada Paul Laforgue, yerno de Marxy santón de los perezosos, escribió que la moral capita-lista es una “lastimosa parodia de la moral cristiana”.Nietzsche descubrió, bajo la cruz, una rebelión y unatransvaloración perniciosas: los esclavos vencieron a losamos y establecieron sus propios vicios como valores. Lomismo ocurre, desde hace un par de siglos, con el asuntodel trabajo: el pequeño burgués terminó por rebasar alaristócrata holgazán y, previsiblemente, tuvo oportuni-dad de decretar la nueva cartilla moral. Como no pudo irmás allá de sí mismo, fijó su propia vida como modelo: lapropiedad, el consumo, el demasiado trabajo. Pero hayotras vidas. Hay vida más allá del trabajo. Tonto estaríayo si anhelara la restauración de la nobleza rentista que

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compraba su ocio sometiendo a la mayoría. Sólo digo:azucemos la furia contra ese pequeño burgués —esemediocre belga, diría Baudelaire— que llevamos estúpi-damente en el bolsillo.

Con la moral del trabajo, el culto a la eficacia. Si selabora es para algo, y no precisamente para recrearse auno mismo; se trabaja para producir. ¿Qué? Cualquiercosa, de preferencia algo fácilmente vendible, pero pro-ducir. Para decirlo de otro modo: no importa tanto el tra-bajo como el resultado del trabajo; menos el mecanismoque el producto. No hay, para el capitalista rapaz, traba-jos más o menos hermosos sino trabajos más o menosproductivos. Todo, cualquier actividad o método, vale sies eficaz y genera algo mensurable. Casi ni es necesariodecir que esto, el culto a la productividad, supone tam-bién una aceleración del ritmo del mundo. Eso: time ismoney. No sólo hay que producir: hay que producir más,y más rápido, que la competencia. Aquello que nos dis-trae de este objetivo no es un desvío, acaso agradable,sino un estorbo y debe ser librado. No exagero. Allí está,por ejemplo, mi tío, que tiene su negocito y no desea otracosa que hacerlo crecer cuanto antes. Trabaja comoesclavo el pobre. Y cuando no trabaja, me dice, “invierte”su tiempo libre; es decir: aprovecha su escuetas horas de

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ocio no para descansar ni, menos, para diversificarsesino para aprender las técnicas, los trucos, que haráncrecer su negocio. ¿Ya dije, por cierto, que la palabranegocio significa llanamente negación del ocio?

Como no llevo prisa, volvamos a la literatura. Tambiénaquí prevalece, cada vez con menos resistencia, el culto ala eficacia. Incluso los autores más jóvenes, que no estánobligados a saber cómo hacerlo, se empeñan en hacerobras eficientes, sin fisuras ni desperfectos, correcta-mente producidas. El propósito: alcanzar, sin demasia-dos desvíos ni gastos innecesarios, el punto final. Entrelas normas: avanzar sin tropiezos, atar bien los cabos,evitar la opulencia verbal, no distraerse con minucias y,cosa importante, no jugar si no hay razón para hacerlo—y nunca, de hecho, hay una justificación válida parajugar. No sorprende (por el contrario: aburre) que lasnuevas generaciones recurran con tanta frecuencia algénero policíaco, habitualmente veloz y vertical. ¡Eldaño que ha hecho Borges, el gusto de Borges por lo poli-cíaco, a las nuevas generaciones! Cuando el argentinofingía disfrutar los relatos detectivescos, lo hacía parajoder a sus contemporáneos. Ahora, cada que un jovenelige, para expresar su espíritu fabril, el género policíaco,un bostezo irrumpe y me mastica. Rara costumbre, apar-

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te, esa de escribir libros que funcionen cuando se puedenescribir obras que exasperen o decepcionen o desorien-ten o rasguen. Uno, incluso, puede tomar un género, unasuperstición literaria, y no parar hasta descomponerla. Oparar sencillamente antes del final. O, mejor, no empezarnunca.

Libros que funcionen: ¿para quién? Para el amo,claro. Para el señor lector, la patrona lectora. Porque tam-bién en la literatura contemporánea campea la moral delos esclavos. Se trabaja para alguien; se escribe no porquealgo deba ser escrito sino porque alguien demanda serdivertido. El señor, la señora, desean que se les complaz-ca, y más vale darse prisa: son muchos los cortesanos, esmucha la competencia. Se dirá que dramatizo, que losescritores siempre han escrito para los lectores. Peroaquello era un diálogo. Esto es distinto: una tiranía, y noes el escritor el que gobierna. Ocurre que el lector máschato ha terminado por imponerse y exige obras a suimagen y semejanza: veloces, banales, eficientes. El lec-tor más sofisticado, por el contrario, no demanda: en vezde libros que lo consientan y reafirmen, gusta de perder-se y de encontrar, entre el basurero, alguna obra que lodesafíe. Sí, siempre hubo buenos y malos lectores. No,nunca antes el mal lector había pesado tanto en el mundo

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editorial, la conversación pública, el inconsciente de losautores. Se escribe, masivamente, para agradarlo, y ese esel problema. No extraña que el conocido lamento deSalvador Elizondo —cada vez son más los libros escritospara ser leídos y menos los que se escriben porque nece-sitan ser escritos— coincida con esta queja de Russell: “Elhombre moderno piensa que todo debería hacerse poruna razón determinada, y nunca por sí mismo.”

Que la moral del trabajo se opone a la idea del juegoes cosa clara. El objeto de trabajar, al menos en la socie-dad contemporánea, es producir; el propósito del juegono es otro que jugar. Si uno se toma con seriedad unjuego, ya descubrirá que no importa el resultado, sólo eljuego mismo: su lógica, su mecanismo, su voluntad deabolirnos. Hans Georg Gadamer, que algo sabía de pingpong y damas chinas, aseguraba que el verdadero juga-dor no juega para ganar o perder sino para ser jugado.Añadía: el sueño del juego es jugarse a sí mismo. Que escomo decir: el juego manda. No en la literatura contem-poránea. ¿Se ha visto cómo se desdeña hoy, a diferenciade hace cuarenta o setenta años, esa literatura que nodesea otra cosa que enroscarse en sí misma? ¿Se escuchael rumor de todos aquellos que emplean la escritura paradecirse en vez de encenderla, y atizarla, para que ella se

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escriba a sí misma? ¿No les parece sospechoso el afán decrear obras, tantas obras, y no mecanismos literarioscapaces de reproducir —o mejor: de recrear— la literatu-ra? ¡Y ese desprecio, tan pequeñoburgués, con que secondenan hoy las aliteraciones y las rimas y las cacofoní-as y los juegos de palabras! Lo que quiero decir es esto:que el culto a la eficacia terminará por asfixiar, está sofo-cando, a la literatura. No, digo esto: que la literatura pre-sente tiene un insoportable tufo a almacén.

Los invitaría a jugar conmigo —no sé, tal vez canicaso frontenis— pero sospecho que tienen prisa. Así, conprisa, no hay manera: el juego demanda atención y tiem-po. Además, no puedo garantizarles que será divertido;como ya dije, el juego no produce, a veces ni siquieradiversión. Si lo que quieren es sonreír y distraerse, dejende escuchar de una vez este discurso y vuelvan —¡llevenguantes!— a la calle. Son muchas las ofertas de entreteni-miento: toda una industria, ocupada en matar el tiempolibre, está a sus pies si usted tiene más arriba, en la manoderecha, unas moneditas. Sería raro que encontrara unapropuesta seria de juego; lo que impera es la diversiónsegura e inmediata: dos sonrisas por cada peso. Nadiequiere que usted gaste vanamente su dinero ni, muchomenos, que se ocupe tanto de un juego como para que

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olvide volver a casa, dormir temprano, checar tarjeta a lamañana siguiente. Vaya, son tan buenos estos señores delentretenimiento que ya ni siquiera le obligan a salir decasa: encienda el televisor, retoce con su videojuego, abrala novela del verano. Porque su tiempo libre, entienda, noes importante: no es una oportunidad para librarse deloverol y penetrar el mundo. Porque el mundo, entienda,es pobre y más le vale a usted comulgar con la realidadmejorada, virtual, que se le ofrece. Las balas de pinturablanca y roja que no matan. El documental televisivo queno ensucia. Los libritos de aventuras que no fatigan. Laexperiencia que no.

Miren lo sentimental que soy: antes las cosas erandistintas. No antes, cuando yo era joven, sino antes, cuan-do el mundo aún pesaba. Porque hubo un tiempo en quelas cosas, los árboles, las piedras, los pájaros tenían quali-tas y significaban. No ahora, cuando, una y otra vez repro-ducidos, no retienen siquiera su aura. Ese es otro de loslastres del capitalismo de consumo: a pesar de que saturade objetos nuestro horizonte, empobrece el mundo. LaTierra, alguna vez sagrada y luego aterradora, fabulosa-mente secular, es, en la cabeza de nuestros ejecutivos,apenas un escenario: el supermercado en que nos move-mos y trabajamos y compramos. Las cosas, desprovistas

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de densidad, han sido reducidas a calidad de mercancía oherramienta. O valor de uso o valor de cambio: el mundono parece conservar nada sagrado, ni siquiera un algohondo y espeso, para aquellos que adoran el fetiche de laeficacia. ¿Un río? Se le cruza. ¿Una obra de arte? Se levende y se le cuelga, y se encarga al artista la siguientepieza. ¿Una piedra? Si no brilla, no existe. Existen lasobras de la tecnología y estas tampoco remedian el pro-blema. Al revés: vacían otro poco el mundo, consolidan eltriunfo de la técnica.

¿Hace cuánto tiempo que usted no se detiene y con-templa, de verdad contempla, una piedra o una mosca?Hace rato yo miraba el pequeño caparazón de una tortu-ga y ya le digo: la cosa tiene su encanto. Es cierto que,salvo que el animal ponga un huevo, la cosa no me sirvepara un demonio y que toda ella cuesta menos que cual-quier parte de cualquier coche. Lo que sea, pero yo creoque de haber mirado un poco más el caparazón habríaencontrado, entre sus formas, un asomo de algo grandeo, al menos, fascinante. Pero sonó el teléfono. Pero olvidéla cosa. Pero volví a la hamaca y seguí pensando estaqueja. Porque esto es una queja: la maldita sociedad deconsumo ha vaciado al mundo, y el trabajo maldito no datiempo de contemplar las cosas hasta poder resignificar-

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las. Para contemplar cualquier cosa se necesita tiempo,atención y otro elemento que la diosa eficacia tambiéncombate con éxito: conocimiento inútil. Es posible queuno mire, por horas, una pieza de arte y que la pieza sen-cillamente no nos arrobe. Es posible que, de golpe, elrecuerdo de otra pieza, o alguna referencia musicalencontrada en un libro, o un dato nimio jamás olvidado,transforme nuestra percepción de la obra y suceda al finel arrobo. También es probable que esa experiencia nonos dispare, como querrían los gerentes, hacia delante,en línea recta, sino hacia el fondo de otra obra.

Sorprendía a Bertrand Russell la desmedida fama deHamlet. Su pregunta: ¿por qué este hombre, vacilante ytemeroso, gravita más en el imaginario de los modernosque el iracundo Otelo? Su hipótesis: porque los hijos de lamodernidad sencillamente no pueden comprenderlo ydespacharlo. Entienden mejor, asimilan más fácil, la rabiairracional de Otelo que el pensamiento sin acción deHamlet. No la brutalidad sino la especulación circular, lareflexión que no concluye en un acto obvio, les causa vér-tigo. Hoy puede decirse lo mismo: se entiende y celebra elinstinto, se entiende y celebra el conocimiento técnico,pero se teme y desdeña, por lo general, el conocimientoteórico, el conocimiento a secas. Todo debe tener un fin,

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¡y no demasiados parecen considerar que el conocimien-to sea un fin en sí mismo! Debe trabajarse en beneficio dela empresa o la patria, ¡y la teoría es autista, habla unajerga, se discute a sí misma! Como no se halla placer en elconocimiento, se decreta: el conocimiento no es placen-tero, debe contribuir a crear productos placenteros.

Decir que las cosas tienen sólo un valor de uso y unvalor de cambio supone decir que carecen, entre otrascosas, de un valor estético. Mucho me temo que estodemanda una aclaración. Hoy las cosas son bellas, acasomás bellas que nunca. Muebles, automóviles, utensiliosde cocina: todo es bosquejado por las grandes firmas dediseño y fabricado con los mejores estándares de cali-dad. La cuchara que te llevas a la boca: pensada por unartista reputado. El hotel con el que sueñas: un milagrode la arquitectura. Tu camisa o el insólito botón de tucamisa: tan bonitos. Hoy todo, casi todo, es bello y por lomismo la belleza contemporánea, como ha escrito YvesMichaud, es gaseosa: está en todas partes y en ninguna.Peor: es un deleite tan cotidiano que es cada vez menosvigoroso. Reconozca usted que nuestra actitud ante lasmercancías bellas suele ser poco contundente: celebra-mos su delicada forma y, si no podemos adquirirlas, lestomamos una o dos fotografías. Acepte que la experiencia

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estética se ha desvanecido o, cuando menos, ablandado.Walter Benjamin señalaba, hace tiempo, que las obras dearte en la época de la reproductibilidad técnica no preci-san de ser contempladas; basta con “percibirlas en la dis-tracción”. Si quiere comprobarlo usted mismo, asista a lainauguración de una muestra de arte contemporáneo.Dígame: ¿quién, entre el público, mira, en verdad mira,las obras? Es que ya no se trata de mirarlas sino de perci-bir, como dice otra vez Michaud, el ambiente: la música,el lugar, los otros invitados, el bonito y fastidioso mo-mento. Ahora imagine: si esa mirada deparamos a losobjetos del arte, ¿cómo estaremos mirando las demáscosas?

La contemplación, entonces. Si tuviera que dejar degimotear para proponer, eso diría: la contemplación,entonces. No, señor: no una mirada veloz, sibarita, a lascosas sino atención y recogimiento. No, señora: menosdiseño y más arte, menos placer y más goce. Digamos: unacontemplación terrena, capaz de perforar la espesa reali-dad y de introducirnos violentamente en ella; no la con-templación platónica, que marcha en sentido contrario,de la cosa a lo divino. ¿Cómo? Observar un pedazo delmundo hasta que el mundo tiemble, o cambie de forma, omuestre sus repelentes entrañas. Atender detenidamente

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la naturaleza porque sólo así, con atención, se la descubre—la naturaleza, como sabían los griegos, ama esconderse.Mirar las cosas hasta que las cosas se vuelvan a saturar decosidad, peso y gracia. Reconocer que la realidad basta, eincluso sobra, y que, en vez de adornarla con más objetos,sería mejor acotarla, condensarla, intensificarla. Aceptar,en suma, que estar aquí, entre los otros y las cosas, es tra-bajo suficiente, demasiado trabajo.

No conozco mejor elogio de la contemplación que elescrito hace casi veinticinco siglos por Empédocles yrecogido, en La naturaleza ama esconderse, por GiorgioColli. Decía el griego: “Vamos, observa con todo tu podercognoscitivo cada objeto en su claridad esencial.”Agregaba: “No te fíes más de la vista que del oído, ni deloído más que de los sabores distintos de la lengua. A nin-guna de las otras facultades, por doquier que exista uncamino que conduzca al conocimiento, le niegues tu fe, ycapta cada objeto en su esencial claridad.” Si se contemplael mundo, se descubren los “componentes interiores ele-mentales de la realidad”, que “te pertenecerán para todala eternidad, y de ellos adquirirás muchas otras riquezascognoscitivas”. Mejor: si se contempla devotamente elmundo, la vida crece y la realidad se acentúa: “Tierraacrecienta su propio cuerpo, el aire acrecienta el aire.”

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Señor, espere. Señora, regrese y oiga. Sé que yohablaba en un principio de vidas plácidas y felices. Séque hablo ahora de contemplación y cosas. No me dis-culpo: de haberlo querido, ustedes podrían habermecallado. Aparte, tampoco he divagado, no demasiado.Esto decía: el trabajo es el mal. Porque achata a los sereshumanos. Porque satura de baratijas el mundo. Porquesepulta la realidad con tanta basura. Porque desdeña eljuego. Porque empobrece el ocio. Porque se opone a lapereza. Porque es vida activa. ¿Que qué puedo ofrecerlesyo? Allí, entre ustedes, hay un papel con la propuesta delseñor Bertrand Russell impresa. Si quieren, fírmenla.Usted, señora, llévese a casa aquella piedra. Usted, señor,tenga este hueso, alguna vez de un pollo, y no lo tire.Miren la piedra y el hueso. Miren la piedra y el hueso, yaen sus camas, hasta que algo se encienda y refulja.Cuando vuelvan, aquí seguiré, tendido en la hamaca.Prometo no ir a ninguna parte.

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ELOGIO DEL ABURRIMIENTO

Olvide, señor, al obrero. Olvide, señora, al siniestro eje-cutivo.

Ahora que han vuelto, elijamos, si no se oponen, otroadversario.

El monótono donjuán, por ejemplo. O la infatigableadolescente. O el turista que apenas pisa una ciudad y yase apura a mancillar la que sigue. Eso digo: ya no el traba-jador sino el ocioso, el ocioso contemporáneo.

Bonito mundo sería este si el trabajo fuera el únicoproblema. También el tiempo libre es hoy una monserga.En parte, por lo ya dicho: porque el trabajo lo avasallatodo y nos devuelve exhaustos, estúpidos, a la cama; por-que la ética laboral ha vencido en todas partes e inclusodurante el tiempo de ocio se trabaja; porque es ya una

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costumbre atar, durante las vacaciones o los fines desemana, el nudo de la soga que nos asfixia: consumimosentonces, y no con pocas risas, lo que se produjo durantela tortura del trabajo.

Bonita cosa el aburrimiento y, sin embargo, mirencómo se le desprecia. Turistas, arquitectos, salvadore-ños: todo mundo anda de un sitio a otro con el único finde evitarlo. Prostitutas, amas de casa, permanentes can-didatos a la presidencia: nadie parece dispuesto a dejarpasar el tiempo, a sencillamente no hacer nada. Esa es laotra parte del problema: el ocio es hoy una pena porquees ya parte de la vida activa; porque la gente anda y correy viaja para saturarlo; porque se prefiere matar el tiempolibre antes que acomodarse en él y encontrar, en uno desus pliegues, el torpor del aburrimiento. Apenas si hayque decir que no existe hoy enemigo más común ni mástemido que el aburrimiento. Incluso la angustia, inclusola melancolía, incluso la depresión, conservan ciertoprestigio romántico, un aura de intrigante locura. No eltedio. Es tanto el desprestigio del aburrimiento que, dehecho, ya es sinónimo de mala cosa. ¿Que cómo estuvo lapelícula? No pobre ni malograda ni infame: aburrida.¿Que cómo estuvo el libro? No vivo ni válido ni hermosoni desafiante ni brillante: divertido. Parece que simplifi-

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co, lo sé, pero sólo repito lo que escucho: que está biensonreír, que está mal bostezar. Pobre gente: como si elespíritu no se forjara en lo más hondo del aburrimiento.

Miren de una vez, antes de que yo empiece a divagar,a la gente que pasa: ese joven nervioso y apurado, aquellamujer nerviosa y apurada. Esperen un segundo y mirenotra vez: ya vuelven, aún nerviosos y apurados, la mujer yel joven. Se dirá que eso es normal, que la vida es movi-miento, que en cualquier parte, a la vuelta de cualquieresquina, nos espera una experiencia memorable. Perojusto eso, vida y experiencia, es lo que hace falta. Quedigan lo que quieran pero yo no me engaño: ni el joven nila mujer se toparon en su camino de hoy con una expe-riencia, y por lo mismo ya saldrán mañana a buscarla denuevo. No irán, ya dije, a la fábrica o a la oficina (están devacaciones o no trabajan, da lo mismo) sino a escalar unamontaña o a remar en un río revuelto o a tajarse el brazocon una navaja o a apostar la camisa en una ruleta o adomar a algunas desdichadas bestias. Lo que sea que losaleje del aburrimiento. Lo que sea que los haga experi-mentar la realidad, la aspereza de la realidad. Es ciertoque estas personas, al revés del vapuleado obrero, nobuscan distracción sino un suceso más intenso. Es ver-dad que se equivocan del mismo modo: trabajan, se agi-

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tan, confían en el movimiento. Sencillamente no puedenquedarse quietas.

Me avergüenza confesarles que no tengo un nombre,no todavía, para esta enfermedad del espíritu. Me alegraindicarles que tampoco Iván Goncharov, autor de esemonumento al tedio que es Oblómov, tenía una palabraprecisa para definir la efervescencia de muchos de suscontemporáneos. Conocía, como conocemos nosotros,los síntomas del mal: el nerviosismo, la falta de concen-tración, el exceso de movimiento, la fe imbatible en lavida activa, esa extraña incapacidad para quedarse encama. Sabía, como sabemos nosotros, que, “si a lo largodel verano [estos hombres] permanecen todo un día encasa, sienten que algo los oprime, los agobia y les impideestar tranquilos; una fuerza irresistible los expulsa de laciudad, un espíritu maligno se apodera de ellos...”Reconocía, como reconocemos nosotros, los efectosdevastadores de la acción constante: “su juventud, susalud floreciente, sus brillantes esperanzas, todo se per-derá en el agotamiento, en medio de esfuerzos atroces yvoluntarios”.

Mal del ímpetu: así llamó Goncharov, provisio-nalmente, a este desequilibrio del espíritu. Mal delímpetu: así tituló a su novela referida al asunto. Si

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estaban a punto de preguntarlo, el libro arranca deeste modo:

¿Han leído ustedes, muy señores míos, o por lomenos han oído hablar de este extraño mal queantaño padecieron los niños en Alemania y enFrancia y que no tiene nombres ni ha quedadoregistrado en los anales de la medicina? Se tra-taba de una dolencia que creaba en ellos lanecesidad de subir al monte Saint-Michel (creoque en Normandía).

¿Han leído ustedes, señor y señora, o por lo menos hanoído hablar de ese común mal que padecen millones entodo el mundo y que la medicina llama, torpemente,hiperquinesis? Se trata de una dolencia que crea en losenfermos la necesidad de subir al monte Saint Michel yde bajar al cañón más profundo y de esquiar incesante-mente y de repetir, una y otra vez, el viaje en teleférico yde abandonar los libros que oponen resistencia y decomprar chucherías hasta embotarse y de mirar todaslas películas del verano y de repetir, una y otra vez, el tra-jín en montaña rusa y de moverse de una ciudad a otra yde seguir siempre hacia adelante, con prisa, porque elaburrimiento también avanza y es, claro, el adversario.

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Si usted piensa que me contradigo, se equivoca: notolero el demasiado movimiento, llámese trabajo o maldel ímpetu. Si cree que exagero, no tiene una idea: puedoser bastante más intransigente. Podría, por ejemplo,citar a Epicuro y aquello de la ataraxia, o a Pascal y aque-llo de los hombres incapaces de persistir entre las cuatrodichosas paredes. Podría, incluso, recurrir a Cioran yclausurar esta charla con una de sus irrefutables pedra-das. Pero lo cierto es que estoy ya viejo y uno se cansa ytransige. Fueron muchos los días y las noches de mijuventud en que no hice otra cosa que mirar mis manos ocontar mis respiraciones o fingirme insobornablementeuna piedra. Ahora no hay tarde en que no abandone lahamaca y ande por ahí, en el mundo, rara vez con entu-siasmo. Me da pereza repetirme pero acaso sea buenmomento para hacerlo: creo en la experiencia, creo en laposibilidad de rasgar el disfraz del mundo y de experi-mentar, aunque sea por un instante, el hedor, la belleza,la estimulante complejidad de lo real. No creo que el tra-bajo o la actividad frenética sean los medios pertinentespara conseguirlo.

Creo, estoy por probarlo, en el aburrimiento.De haber un argumento, iría más o menos de este

modo: tedio es separación, tedio es estar desapegado de la

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realidad. Quien se aburre está desprendido: pisa el mun -do pero no es parte del proceso del mundo. Las cosas ocu-rren, están (allá), y el que se hastía sobrevive, fluye traba-josamente (aquí). No un abismo sino un velo, intangible yapenas evidente, se opone entre él y la experiencia delmundo. Puede estallar, digamos, la mañana del otro ladodel velo, o declinar un vasto imperio, o persistir la guerradiaria, y nada de eso afecta al que se aburre. Ni siquiera laagitación extrema, mucho menos la agitación extrema,consigue sacudirlo: cuando uno se hastía da lo mismorascarse los sobacos, admirar la noche o arrojarse enparacaídas.

Está además el tiempo, que se rehúsa a arrastrarnos.Si nos aburrimos, no somos una partícula más en el deve-nir: miramos desplomarse, uno a uno, los segundos. Loprimero, la sensación más obvia, es la lentitud: todoparece durar demasiado, acaso para siempre, y nadafluye con soltura, como si no sólo uno, también el mundo,se hubiera atascado. No es extraño que la palabra alema-na para designar el tedio, Langeweile, signifique llana-mente “larga duración”. Es más raro que el tedio, comoha explicado Thomas Mann, suponga también una ace-leración del mundo: ahora, mientras se le padece, eltiempo no pasa; en un futuro, cuando se recuerde el abu-

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rrimiento, parecerá que todos los meses de hastío sereducen a un mismo, insípido día. Tengo para mí, sinembargo, que el rasgo más característico del tedio esque anula los instantes. Si, según Gaston Bachelard, eldevenir es una sucesión casi ininterrumpida de instan-tes, el aburrimiento es lo contrario: no la experiencia delos instantes sino el tormento de los lapsos transitivos,esos tiempos muertos que yacen entre un segundo yotro. Es como si el que se aburre habitara un desventa-joso pliegue del tiempo: demasiado tarde para gozardel instante anterior, demasiado pronto para disfrutardel siguiente.

Señores, una imagen: Charles Baudelaire —chaleco,bastón, pajarita— gasta las horas en un café suntuoso. Enlas mesas a su lado: algún burgués, una mascota, dos otres mujeres espléndidas. En la calle frente a él, un espec-táculo nada menor: París y su agitada modernización.Alumbrado público, barrios derruidos, bulevares amplí-simos. Baudelaire observa y de vez en vez anota, sinrepulsión ni entusiasmo, alguna palabra o esta preguntaen su cuaderno: “¿Para qué ejecutar los proyectos si elproyecto es, por sí mismo, un goce suficiente?” Aunquepersigue la originalidad, no celebra con fervor las nove-dades ni extraña, pese a su decadente romanticismo, el

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mundo que se fuga. No escribe, sobra decirlo, una cróni-ca. No podría hacerlo: el espectáculo frente a su ojossucede lejos, en ese instante pero en otro tiempo.

Baudelaire no hace nada, salvo desear la muerte,para sacudirse el aburrimiento. Mucho me temo que lamayoría de los hombres, menos estoicos, practica, conobjeto de volver a enchufarse con el mundo, las más abi-garradas coreografías. Antes de mirarlos y reír, una ate-nuante: hay una disposición física a ello, un afán naturalde actuar y crecer y expandirse. Otra disculpa: persiste lafantasía romántica y esta sugiere que eso, la comuniónentre el hombre y el mundo, es todavía posible, sobretodo a través de la aventura. Pero para ser honestos: no esla voluntad de crecimiento ni la imaginación románticalo que motiva nuestros actos cotidianos. Es el miedo, elcomún miedo al aburrimiento. Porque el tedio es, sí, ate-rrador: quien se aburre, aun en medio de la multitud, estáabsolutamente solo; si no se huye del bostezo, un abismometafísico se abre y nos devora.

El alpinista que conquista una cumbre y ya mira lasiguiente, el licenciado que cambia desesperadamentede canales televisivos, la secretaria que habla y grita parano concederle un segundo al silencio: triste, absurdacoreografía. Se pretende vencer el tedio y el tedio es jus-

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tamente lo invencible. Se puede, digamos, erradicar lapobreza o abatir la tontería pero con el tedio no haymanera. Hágase la prueba y ya se verá cómo, después deuna vida gastada en el despótico altar de la acción, seconcluye en el mismo callejón que Byron: “No nos quedamás que aburrirnos o aburrir.” Porque, en principio, elaburrimiento es inasible, ¡y cómo derrotar aquello queno sabemos siquiera reconocer! El tedio no es una dolen-cia nítida y localizada. Es un malestar hijo de puta: estáen todas partes y en ninguna. Los hastiados insisten: unvaho, y no una punzada, es lo que los asfixia y tortura.Ahora que me aburro, agrego: nada, ninguna fórmula otarea, garantiza disipar la neblina. Tampoco el esfuerzopersonal lo hace. Uno puede entregarse al frenesí de lalabor con la esperanza de disolver el tedio y uno puededescubrirse, a la mitad de un safari o al borde de unorgasmo, renovadamente aburrido. Pessoa, que aburrióa un puñado de heterónimos, apuntaba: “El tedio de losgrandes esforzados es el peor de todos.”

Es verdad, señora, que de pronto un individuo sedesprende de la coreografía, se enciende un instante ycomulga momentáneamente con el mundo. Es verdad,también, que el romanticismo nos ha querido conven-cer de que eso, una epifanía, es suficiente para justificar

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una vida toda bostezos. No estoy seguro. Sé, eso sé, quela demente danza contemporánea rara vez concluye enun instante de plenitud y júbilo. He visto a mis contem-poráneos sedados o divertidos. Los he visto destruidos,ya sabiamente perezosos, o entusiastas, camino al fraca-so. Los he visto ir de un lado a otro, coleccionando sen-saciones, y los he visto ya de vuelta, robustecidos susegos, contando orondamente sus anécdotas. Pero muypocas veces he encontrado a un hombre capaz de presu-mir, de veras presumir, una experiencia. Para decirlo deotro modo: son muchos los que extenúan monótona-mente el mundo pero apenas unos cuantos los que sabengirar sobre su eje hasta perforar el tedio y hundirse en latupida madeja de lo real.

Una hipótesis: es escasa hoy la experiencia porquees escasa hoy la aventura. La aventura, según el señorVladimir Jankélévitch, es cosa grave: no una diversiónextrema sino un paréntesis de vida plena en el curso denuestras vidas desteñidas. No una anécdota grata sinoun episodio, irrepetible, de horror y belleza. Antes quediversión, vértigo y peligro. Sobre todo eso: una aventu-ra, para de veras serlo, debe poner en riesgo nuestranaturaleza. Si uno se aventura, la palabra muerte, y conella un sentido trágico de la existencia, despunta en el

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horizonte. Si uno persiste, el porvenir se torna incierto: laexperiencia puede matarnos o sacudir, transformar,nuestra vida. Por el contrario: aquel suceso que no nosacerca a los bordes ni compromete, en el juego, nuestraconstitución psíquica no es aventura sino distracción,cosquillas.

Díganme de cuál de nuestras diversiones contempo-ráneas podríamos decir lo que sigue:

Al introducir la tensión patética y la fantasía enla existencia, la aventura nos recuerda que lasbarreras sociales son fluidas; nivela al inferior yal superior, acerca a los desiguales, suprime lasdistancias, trastoca las jerarquías, suaviza unajusticia demasiado rígida... (Jankélévitch, Laaventura, el aburrimiento, lo serio)

No, tiene usted razón, de las aventuras que ofrecen losagentes de viaje. De acuerdo con Jankélévitch son dos, almenos, los tipos de aventura: la mortal, profunda, y laestética, menos intensa. En la primera, todo corre peli-gro; en la segunda, el hombre, que algo arriesga, mantie-ne cierta distancia y contempla, mientras lo vive, el acon-tecimiento. Que la aventura actual es casi puramenteestética apenas si necesita decirse. Ya no la muerte, ni

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siquiera el accidente aparece como posibilidad en lasofertas de entretenimiento. Se viaja de un lado a otro, o seacribilla venados, o se seduce mujeres casadas, no paraarriesgar el modo de vida propio sino para coleccionarrecuerdos. Parecería que ese, adornar la vida con nuevasimágenes y posesiones, es, de hecho, el móvil de quienesse desplazan incesantemente. Peor todavía: la aventuracontemporánea, la aventura que brinda la industria delocio, es pobremente estética. Bueno sería que la expe-riencia resultara aplastante (el encuentro con un libroque nos impida disfrutar otros libros, el museo que vuel-va prescindible la visita a los demás museos, la ciudadque nos arrobe y deforme nuestro itinerario). En vez deeso, se persigue algo menor y más común: lo fotogénico.No cualquier fotografía, la menos fiel: aquella que haceparecer como aventura lo que definitivamente no lo es.

Además está, para decirlo de algún modo, la calidadgenérica de la aventura contemporánea. Si nos aburri-mos es, en parte, porque los medios de entretenimientono están pensados para nosotros sino para todos y nin-guno. Por más dispuestos que estemos a arriesgar nuestroespíritu en la empresa, la empresa (el gran turismo, lanovelita del mes, la programación televisiva, los fatuosdesfiles de la patria) no apela a nuestro espíritu. La aven-

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tura, ya se sabe, es la experiencia más personal de todas yjusto de eso, un sentido personal, carece la aventura con-temporánea. El asunto es sensible: necesitamos estar enfricción con el presente y, sin embargo, los estímulos delpresente nos llegan, como ha advertido Lars Svendsen ensu Filosofía del tedio, ya codificados, digeridos, sin opo-nernos resistencia. La publicidad se esfuerza, con sustrampas y millones, en convencernos de lo contrario: lascosas, asegura, están hechas para nosotros y las necesita-mos. Pero se esfuerzan, los publicistas criminales, vana-mente: estamos solos, el mundo no nos invoca.

Para acabar con el asunto de la aventura: no es aven-tura, son aventuras. Otro de los rasgos del presente es que,mientras más escasa se vuelve la aventura verdadera, másaventuras se buscan. Los niños, los novios, los obreros, losaltos ejecutivos, las amas de casa en su fin de semana:todos están listos para escalar cimas, disparar a los patos,conocer la jodida India. Las ofertas de entretenimiento semultiplican y, se nos advierte falsamente, son cada vezmás extremas. ¿Qué delata esta búsqueda frenética deaventuras? Sencillo: que eso, la aventura, es lo que no seencuentra. O también: que si se le encuentra, suele serdébil, insatisfactoria. Si uno experimentara de golpe, y enverdad, la realidad, esa experiencia sería suficiente para

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relajarnos un tiempo y regresarnos a la apretada sabidu-ría de las cuatro paredes. Una buena aventura, de hecho,debería hacernos aborrecer la posibilidad de experimen-tar pronto otra aventura. Si no estuviera tan cansado, diríaque esa es una de las funciones de la aventura: devolver-nos renovados, satisfechos, a la vida cotidiana.

El tedio de las demasiadas aventuras. Kierkegaardha escrito famosamente sobre el asunto. Según su tipolo-gía, hay un “hombre estético” —justo el bicho que incre-pamos: vano y efervescente— y es uno solo su destino: ladesesperación. Si no goza, porque no goza: el mundo esfrío y aburrido. Si alcanza el placer, porque lo alcanza:es breve y se escurre; es tópico y se parece a otros place-res; es mucho y enajena. De un modo u otro, la misma,torpe estrategia: multiplicar, no intensificar, las aventu-ras. Tengo un par de citas, desde luego, para convencer-los de que la táctica correcta es, debe ser, la contraria: nocoleccionar sensaciones sino intensificar unas pocasexperiencias. Jan ké lé vitch: “El remedio contra el tediono estriba tanto en extender la diversión como en limi-tarla e intensificarla.” Italo Calvino: la mejor manera decombatir el infierno es “buscar y saber quién y qué, enmedio del infierno, no es infierno, y hacer que dure, ydejarle espacio.”

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Parte del problema es, otra vez, la moral del trabajo ysu adoración de la producción y el consumo. El mismofuror que enciende al obrero, enciende y mastica al aven-turero que viaja y consume. Si el trabajador produce loque se le obliga, el hombre con mal de ímpetu consumelo que se le ofrece: distracciones inanes, elaboradas di -ver siones, expediciones ecológicas, hoteles de gran tu -rismo, películas, festivales, esta y aquella otra bagatela.No desdeña nada porque su propósito no es disfrutarrepetidamente una misma cosa sino atesorar anécdotas,agotar el campo de lo posible. No desprecia, como GuyDebord, las ofertas de la sociedad del espectáculo paraconstruir, en algún margen, un acontecimiento, unasituación. Anda y consume. Anda y se consume.

No hay que ser Iván Goncharov para anticipar quelas facultades de cualquiera se agotan con tanto movi-miento, ni hay que ser Fernando Pessoa para advertirque al final del bullicio descansa el “tedio de descubrir,bajo la falsa diferencia de las cosas y de las ideas, laperenne identidad de todo”. Hay que reprimir de vez envez la tentación del movimiento para saber que eso —lotodavía no vivido, los deseos que aún no conocen su fati-ga— es el mejor pretexto para persistir otro rato en elmundo.

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Una pausa. ¿Han visto esos pequeños jardines públi-cos cuya desolación nos invita a visitarlos? Pues bueno,miro uno desde la hamaca. El pasto crecido y húmedo.Los macizos troncos de diez o doce árboles. El herrum-broso tiovivo. ¿Que por qué no dejo la hamaca y memonto festivamente en uno de los columpios? En parte,por cortesía: estoy hablando con ustedes. En parte, por-que he leído un bello ensayo del señor Robert LouisStevenson que me recomienda, a la manera de Bartleby,mejor no hacerlo. Habla Stevenson de la “sensación deperspectiva”, ese placer que provocan las cosas y losespacios que descansan siempre un poco más allá, en elhorizonte. Habla de cierto malestar de la cercanía, esadecepción que se sufre a menudo cuando algo se alcanzay se exprime y el goce de la anticipación termina. Hayque pensar mucho en un paisaje, advierte, antes deempezar a disfrutarlo. Hay que paladear la expectativade la experiencia antes de perpetrar la acción. Para con-vencernos, refiere este episodio de Werther:

Cuando llegué aquí, ¡cómo me llamaba el her-moso valle desde todas las laderas, cuando lomiré desde la cima de la colina! ¡Oh, perdermeen sus misterios! Corrí a su encuentro, y volvísin hallar nada de lo que anhelaba. ¡Ay! La dis-

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tancia es como el futuro. Un todo enorme seextiende en el crepúsculo ante nuestra alma; lavista y el sentimiento se adentran y se pierdenen la perspectiva, pero ansiamos entregar todonuestro ser, y dejar que se llene a rebosar deléxtasis de una única sensación gloriosa; y des-graciadamente, cuando corremos a su fructifi-cación, cuando el allí se ha transformado en elaquí, todo está como estaba antes, y nos queda-mos en nuestro pobre y exiguo estado, y nuestraalma ansía un elixir que aún burbujea.

Dije antes, antes del paréntesis, que el tedio es cosagrave. Es, también, cosa vieja. En el principio fue, comosabía Kierkeggard, el aburrimiento: el bestial bostezoque expelió al mundo. Después, como cualquier sociólo-go advierte, fue la edad moderna y su renovado tedio: laindividuación creciente, la erosión de las lealtades tradi-cionales, el desencantamiento del mundo, la soledad,etcétera. Todo eso, es cierto, y sin embargo es posibledecir, casi con vanidad, que no hay aburrimiento máspotente que el contemporáneo. Porque hay un desaso-siego específicamente contemporáneo.

La ausencia de una perspectiva a largo plazo, porejemplo. Ni el trabajo embrutecedor de las oficinas ni la

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simpática programación del canal 13 ni la voluptuosaindustria del ocio son capaces de ofrecer hoy, con susmillones de moneditas, lo que las ideologías criminalesprocuraban en la primera mitad del siglo XX: un ideal devida para los entusiastas. ¿Nostalgia? Ni siquiera unpoco: lo que yo prescribo es pereza, no entusiasmo. Sólodigo: antes ellos, los entusiastas, quemaban sus caloríasmientras vivían y mataban en nombre de un ideal. Ahorabasta detenerse un segundo para verlos ir y venir sin con-cierto. Ahí están: cambian un auto por otro, corren de ungimnasio al siguiente, retacan sibaritamente sus estóma-gos... y nada, pobres, sacia su romántica voluntad devuelo. Es como si ninguno de sus movimientos, ningunade sus escenas, se inscribiera en un movimiento másamplio, en un acto. Por el contrario: acciones sueltas, fla-tulencias del esqueleto.

Ahora ya puede decirse: el movimiento es pernicioso. Ahora ya puedo advertirle: tome usted, señor, seño-

ra, un descanso. Observe, mientras descansa, cómo los otros andan y

se aventuran malamente y casi nunca logran, al revés delo que desean, conectar con el mundo. No diga que ya loharán, a la mitad de otra aventura, o que no importaexperimentar lo real mientras uno se distraiga y divierta.

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Acepte lo obvio: no recuperan, y muy probablemente norecuperarán, la sensación de realidad porque ese, andar yagitarse, no es el medio pertinente. Repita conmigo: elmovimiento, en vez de anular el tedio, aumenta la sepa-ración entre el individuo y el mundo. De nuevo: el movi-miento, en vez de anular el tedio, aumenta la separaciónentre el individuo y el mundo. Ocurre que la aventuracontemporánea zarandea al individuo pero deja intactoal mundo, y el mundo, ay, también necesita ser sacudido.Lo apremiante es acercar al hombre y al mundo, y elmovimiento actual sólo se ocupa de divertir y, en el mejorde los casos, de fortalecer al individuo. Camino equivo-cado: mientras más nos ocupemos del hombre y másignoremos la realidad, más grande será la brecha entreambos elementos, más espeso el aburrimiento. No nos-otros sino el mundo debe ser reforzado.

No nos aburrimos porque hayamos perdido volun-tad y fuerza. Por el contrario: somos fuertes y duramosdemasiado. Es el mundo el que se ha debilitado. Ni quédecir que ha perdido encanto: no es ya un lugar sagradocuya mera existencia pasme. No es siquiera, o al menosno parece ser ya, un sitio hermoso: es poco el tiempo quetenemos para contemplarlo y, a final de cuentas, paraqué mirarlo cuando podemos, según los publicistas, po -

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seerlo. Hay cosas en todas partes pero, ya se dijo, estándesprovistas de qualitas. No cosas, más bien mercancías.Señor, señora, conocen la tarea: hay que volver a colmarde sentido el mundo. Que el mero hecho de estar aquípresentes, entre los otros y las cosas, valga la pena.

Tonto estaría yo si dijera: vamos, reconstruyamos elmundo. Digo justo lo contrario: hagamos una pausa,contemplemos el mundo. Hay trabajo, sí, pero no supo-ne, por fortuna, movimiento. Es cosa de atender la reali-dad; una tarea de suprema atención, como quería Valéry.Lo dicho: mírese detenidamente la piedra, o el árbol, o elpelaje del perro a nuestro lado, hasta reconocer que lapiedra y el árbol y el perro a nuestro lado tienen grosor,sustancia, una existencia al margen de la nuestra. Sus-pendamos un momento nuestra impaciente danza yadmitamos que la piedra y el árbol y el perro son seresy cosas asombrosos, que su presencia es un misterio, quesu valor y peso le restituyen algo de interés al mundo.Admitamos en seguida que, si el mundo conserva algúnatractivo, no todo está perdido y que el tedio, incluso eltedio, puede remitir. No digo nada de los seres humanos:salvo nosotros tres, me parecen sombras pueriles, vanas.

Entonces: la solución para remediar el aburrimientono es huir del aburrimiento. La solución es sumirse en el

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aburrimiento hasta encontrar, en el fondo, un mundodenso capaz de oponernos resistencia. Sugería MartinHeidegger: hacer del tedio pasajero un tedio profundo yesencial que marque lo más hondo de nuestro ser.Escribía Joseph Brodsky: “Cuando el tedio haga presa deti, sumérgete en él. Deja que te presione, que te arrastrehasta el fondo.” ¿Qué se oculta allí? No el movimiento delos otros sino la quieta existencia de las cosas, atadas alpiso, dotadas de sustancia. No los espejismos brillantes,pero estériles, de la industria del ocio ni la fría comodi-dad de la rutina sino un atisbo de realidad. Cierta fric-ción. Un asomo de vida.

Podríamos reírnos de lo que sigue pero es ya tarde ylos obreros duermen extenuados: se busca desesperada-mente una experiencia que nos libre del tedio y el tedioes, ay, la verdadera experiencia. Es, de hecho, una aven-tura, y no cualquier aventura: la más potente y decisiva.Si nos sumergimos, si de verdad nos sumergimos, en elaburrimiento, descubriremos pronto que este no es unestado pasivo sino exasperado, capaz de desvelarnos,con una violencia casi insoportable, la materia de la queestá hecho el mundo. No se está seguro cuando se abra-za el tedio: su experiencia puede demoler nuestra cor-dura, transformar nuestro espíritu. Tampoco se conser-

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va una distancia estética, atenuante, en esta aventura. Dehecho, no hay aventura menos estética que la del aburri-miento. No se puede narrar el tedio (Beckett, que seempeñó toda la vida en lograrlo, es el mejor ejemplo: fra-casa cada vez más radicalmente); y a nadie interesa verfotografías de nosotros aburriéndonos. Es mejor así: laexperiencia del tedio es demasiado honda como para ser,aparte, fotogénica.

Señor y señora, una disculpa. Es ya de noche y notengo ninguna conclusión que ofrecerles. Hemos llega-do al final y aquí también todo luce desierto. Cuando unoalcanza el fondo del aburrimiento, eso descubre: la vas-tedad del desierto, la finitud de los hombres, la vanidadde sus actos, la insignificancia de sus obras, la perennesabiduría del bostezo. Esa es la lección del tedio y eslumbre: quema o despeja, calcina a algunos hombres yreconcilia a otros con el mundo. Es una lástima que yo nopueda arder ahora, mientras hablo.

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Contra la vida activa de Rafael Lemusse terminó de imprimir, mientras bostezábamos sobre la hamaca,

en el mes de septiembre de 2008, en la ciudad de México. El tiraje fue de mil ejemplares.

En la composición se utilizó la tipografía Mercury Text publicada por Hoefler & Frere-Jones.

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