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20 Crisis de fa autoridad La crisis global y el trabajo terapéutico (en lo que concierne a la crisis dentro de la crisis) nos enfrentan a diario con uno de los sín- tomas centrales de esta época: el cuestionamiento del principio de autoridad. Este síntoma es un elemento recurrente en nues- tro trabajo, forma parte de las preocupaciones profesionales (y personales), dado que corresponde a u na crisis de los principios que fundan las relaciones entre adultos y jóvenes. El manteni- miento de ese conjunto de principios, que permitían al adulto educar y proteger al joven, hoy está seriamente en peligro. Sin embargo, no podemos educar ni curar de la misma manera en una sociedad estable que cree en el futuro que en el seno de una sociedad en crisis, que le teme a ese mismo futuro. La amenaza del au tori t arismo En nuestro trabajo de psis, los redamos que incluyen la sión (autoritarismo) conciernen tanto a los barrios como a las es- cuelas o al núcleo familiar. Nos convertimos así en testigos de un sufrimiento ligado a lo que podríamos llamar una desapari- ción -o tal vez incluso un derrumbamiento- del principio de autoridad. En la escuela, en el colegio, en el liceo, el maestro, el

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Crisis de fa autoridad

La crisis global y el trabajo terapéutico (en lo que concierne a la crisis dentro de la crisis) nos enfrentan a diario con uno de los sín­tomas centrales de esta época: el cuestionamiento del principio de autoridad. Este síntoma es un elemento recurrente en nues­tro trabajo, forma parte de las preocupaciones profesionales (y personales), dado que corresponde a una crisis de los principios que fundan las relaciones entre adultos y jóvenes. El manteni­miento de ese conjunto de principios, que permitían al adulto educar y proteger al joven, hoy está seriamente en peligro. Sin embargo, no podemos educar ni curar de la misma m anera en una sociedad estable que cree en el futuro que en el seno de una sociedad en crisis, que le teme a ese mismo futuro.

La amenaza del au toritarismo

En nuestro trabajo de psis, los redamos que incluyen la expre~ sión (autoritarismo) conciernen tanto a los barrios como a las es­cuelas o al núcleo familiar. Nos convertimos así en testigos de un sufrimiento ligado a lo que podríamos llamar una desapari­ción -o tal vez incluso un derrumbamiento- del principio de autoridad. En la escuela, en el colegio, en el liceo, el maestro, el

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profesor o docente ya no parecen representar un símbolo sufi­cientemente fuerte para los jóvenes: la relación con el adulto se percibe ahora como simétrica. Simétrica en el sentido de que ya no existe una diferencia, una asimetría susceptible de instaurar de entrada una autoridad y de constituir al mismo tiem po un sentido y un marco propicios para la relación.

En una relación simétrica, dos seres humanos establecen una . relación de tipo contractual: no hay nada que prefigure la rela­

ción, fuera de la relación misma. Para los padres y los docentes es difícil asumir sus roles dentro de ese marco, dado que todo parece obligarlos, . en nombre del respeto al principio de libertad individual, a justificar sus acciones frente al joven (que acepta o no lo que se le propone en una relació'n igualitaria).

Esta simetría padre-hijo viene a veces a borrar la percepción de las necesidades del hijo en función de su edad (es decir, su propia realidad). De esta manera, cada vez con más frecuencia hay padres que consultan por niños pequeños, de dos a cuatro años, que describen como tiranos, violentos e indomables. Esos padres se sorprenden de no poder convencer racionalmente a su hijo, de tener que consentir, casi contractualmente, las limi­taciones educativas que intentan imponerle. Se dirigen a él como a un igual - un otro simétrico- , a quien hay que convencer y con el cual hay que evitar a toda costa estar en desacuerdo. Esta dificultad de algunos padres para mantener una posición de au­toridad tranquilizadora y de contención deja al niño solo frente a sus pulsiones y a la angustia que de ella se desprende. Conlleva por lo tanto una angustiosa tensión entre el niño y sus padres, transformando la vida familiar en un inquietante psicodrama permanente .. . A tal punto que, a la ansiedad actual, se añade la inquietud por el porvenir: ¿cómo será cuando sea adolescente?

Paradójicamente, la crisis del principio de autoridad no se corresponde en absoluto con un cuestionamiento del autori­tarismo. Por el contrario, esta crisis constituye una verdadera .,

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invitación a todos los autoritarismos. Una sociedad cuyos me­canismos de autoridad están debilitados, lejos de inaugurar una época de libertad, entra en un período de arbitrariedad y confusión .

Esta sociedad oscila permanentemente entre dos tentacio­nes: la de la coerción y la de la seducción mercantil. De esta forma, algunos docentes intentan a veces ganarse la atención de

· sus alumnos mediante .técnicas y astucias de seducción, ya que parece inadmisible la idea misma de decir Mé tienes que escuchar y respetar simplemente porque yo soy responsable de esta relación. En nom­bre de esa supuesta libertad individual, el alumno o el joven adopta el papel del cliente que acepta o rechaza lo que el adulto­vendedor le propone. Y cuando esta estrategia fracasa, el único recurso es la coerción, la fuerza bruta.

Estas dos tentaciones no son más que dos variantes del auto­ritarismo que inevitablemente induce la relación de simetría en­tre jóvenes y adultos. No es sorprendente que en estas condi­ciones se desarrolle la violencia, porque esta relación no puede fundarse sino en la simple relación de fuerzas (incluso si se trata de fuerza de seducción o de convicción). En efecto, el autorita­rismo no reposa en el principio de una persona que actúa en nombre de la ley (ley que, a fin de cuentas, nos une a través de la obediencia y nos protege). Por el contrario, .con el autoritaris­mo, aquel que tiene aires de autoridad se impone al otro en la medida en que su fuerza es la única garantía y el único funda­mento de la relación.

.A la inversa, el principio de autoridad se diferencia del auto­ritarismo en que representa una suerte de base común para los · dos términos de la relación: en nombre de ese fundamento com­partido, está claro que uno representa a la autoridad, mientras que el otro obedece; pero al mismo tiempo queda establecido que los dos obedecen a ese principio común que, por así decirlo, prefigura la relación desde el exterior. De modo que el principio

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de autoridad se funda en la existencia de un bien compartido, de un mismo objetivo para todos: yo te obedezco porque tú repre­sentas para mí la invitación a encaminarse a ese objetivo común, porque yo sé que esa obediencia te ha permitido a ti mismo con­vertirte en este adulto de hoy, como yo lo seré mañana, en una sociedad con el futuro asegurado.· · · ·

Pero ese futuro ya no tiene nada de seguro. Y cuando el jo­ven pregunta por qué debe obedecer, una gran mayoría de los adultos se encuentra en la incapacidad de responder claramente Porque soy tu padre ... Porque soy tu profesor. .. Si el joven no está seducido o dominado, entonces no ve ninguna razón para obede­cer al otro, ese semejante que pretend~ merecer respeto ... ¿en nombre de qué? 1

Es justamente en esta pregunta donde se cristaliza el proble­ma de la autoridad: ün nombre de qué? rnn nombre de qué prin­cipio común será aceptada una reiación jerárquica o de autori­dad por las dos partes de una situación, sin que esa relación de­rive y se transforme en autoritarismo? Hablar de la crisis es pre­cisamente hablar de la crisis de esta relación.

EJl fin del principio de :arutoridad=antedoridad

Pero la confusi,ón aumenta ·cuando, a priori, toda impugnación de la autoridad establecida y de la jerarquía social aparece como portadora de emancipación y de libertad. La independencia de las colonias, el movimiento feminista, las luchas por los dere­chos civiles de las minorías, o incluso el movimiento contesta­tario de los estudiantes en Mayo del 68, ¿no surgieron en su momento de una impugnación sana y anhelante frente a la au­toridad?

Sin duda, así es. Es sólo que el cuestionamiento de la autori­da'd que aquí nos interesa no tiene ninguna relación con esos

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movimientos de emancipación que son fuente de justicia. Al contrario, se trata allí de una tendencia característica de nuestras sociedades ganadas por un individualismo sin límites, en nom­bre del primado que el neoliberalismo concede a los estrechos intercambios de consumo. Ninguna forma de solidaridad es percibida positivamente en ese contexto, ya que, dentro de esa visión utilitarista del mundo, la humanidad aparece como una serie de individuos aislados que mantienen antes que nada rela­ciones contractuales y de rivalidad, haciendo pasar a un segundo plano las afinidades electivas, las solidaridades familiares o de

otro tipo. Así, las ideas dominantes en nuestra cultura han evolucio-

nado. Nos hemos vuelto hacia esa idea de Iaserialidad por la que la única autoridad, la única jerarquía aceptada y a~eptable es de­terminada por el éxito y el poder personal, evaluadas y cifradas por el universo de la mercancía. En ese mundo, las relaciones interpersonales se ordenan en función de criterios de utilidad (utilidad en términos de producción de beneficios, de poder). Así es como, sin que nos demos verdaderamente cuenta, nues­tra sociedad ha sustituido de algún modo el principio de autori-· dad por otro principio fundado en el sentimiento de inseguri­

dad con respecto al futuro. En cada cultura, el principio de autoridad reposa sobre bases

que evolucionan en el tiempo. Pero, más allá de esas evolucio­nes, siempre se ha apoyado en una estructura invariante. Ese principio universal funciona, como lo explica la etnóloga Fran~oi­se Héritier5, a partir de la pareja autoridad-anterioridad: la anterio­ridad, la antigüedad -en otras palabras, la preexistencia con res­pecto al joven- representa de entrada una fuente de autoridad.

5 Héritier, Frans;oise, Masculin/Féminin. Dissoudre la hiérarchie, Tomo 2, París,

Odile Jacob, 2002.

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Si lo anterior representa la autoridad, no es porque el adulto esté dotado de una cualidad personal particular, es porque encarna la transmisión y la viabilidad de la cultura: si ello ha sido, si lo que vivimos es, entonces, en el futuro será. Este principio de autori­dad-anterioridad no excluye en ningún caso la novedad y el cam­bio, simplemente ordena la evolución a través de la transmisión y la responsabilidad común, asumida por todos y que garantiza la supervivencia de la comunidad.

Pero en nuestros días, para muchos, los ancianos ya no re­presentan ninguna autoridad, ya no aseguran la transmisión cul­tural. Parecería que no hubiesen sabido transmitir a las jóvenes generaciones la idea de un mundo y de ~n futuro agradables. Y con razón ... Millones de jóvenes no verl a sus padres levantarse para ir a trabajar, millones de jóvenes viven permanentemente bajo bombardeos publicitarios que promueven un mundo don­de lo único que cuenta es la capacidad de poseer. A partir de los años setenta, que marcan el inicio de la crisis, dos o tres genera­ciones han vivido la ruptura histórica que hemos evocado, el cambio de signo delfuturo, el pasaje delfuturo-promesa aljuturo-ame­naza.

Las generaciones de la crisis, es decir los adultos de hoy, no representan a ojos de sus hijos ni una permanencia, ni una espe­ranza en el futuro. Muy por el contrario, encarnan la imagen de generaciones que han fracasado: los sentimientos de inquietud y de ansiedad impuestos por la crisis van a la par con el cuestio­namien to de los adultos.

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