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E40 GATOPARDO
LA DELIRANTE HISTORIA DE CROMWELL GÁLVEZ, EL ESTAFADOR MÁS FAMOSO DEPERÚ, COMENZÓ EN 1998, CUANDO INVENTÓ UN SOFISTICADO MÉTODO PARA ROBAREL BANCO EN EL QUE TRABAJABA. DURANTE CINCO AÑOS, Y SIN QUE NADIE SE DIERACUENTA, EL CAJERO SE LLEVÓ UN MILLÓN DE DÓLARES. PERO NO HIZO FORTUNA:DILAPIDÓ CADA CENTAVO EN LLEVARSE A LA CAMA A LAS VEDETTES MÁS FAMOSAS DESU PAÍS, CON QUIENES ORGANIZÓ FIESTAS INOLVIDABLES Y ORGÍAS SUCULENTAS.ESTUVO PRESO UN TIEMPO Y, DESDE QUE RECUPERÓ SU LIBERTAD, PARECE HABERRENACIDO. POR JUAN MANUEL ROBLES / FOTOS DE JAIME GIANELLA
Cromwell,
El protagonista de esta historia me jodió la tarde. Él no lo
recuerda, fue hace tiempo. La única vez que lo visité en la
céntrica prisión en la que lo encerraron, Cromwell Gálvez
huyó de mí y se apresuró a decir que no hablaba con la
prensa. Le habían quitado la libertad pero la fama insistía en
quedársele, no podía sacársela de encima ni dentro de los
cuatro muros de una celda. Cromwell, el hombre que había
robado un banco durante años sólo para poder acostarse con
las vedettes más deseables de Lima, estaba finalmente preso
y las carátulas de los diarios populares seguían poniendo su
fotografía junto a letras grandes multicolores. Yo había dado
su nombre en la entrada del penal diciendo que era su
amigo, arriesgándome a lo que a veces nos arriesgamos los
reporteros: a que la persona que buscas te reciba mal.
Había guardado la esperanza de que adentro podría ma-
nejar la situación portándome cortés,pero Cromwell Gálvez
se mostró nerviosamente hostil y me dijo que sólo recibía a
familiares. No fue lo único que hizo. Se quejó ante los guar-
dias del penal y ellos le hicieron caso: me detuvieron y me
castigaron dejándome cuatro horas encerrado por gracioso.
No hay nada que moleste más a un uniformado que un pe-
riodista que se hace pasar por otra cosa. Mientras un efec-
tivo de traje plomo tomaba mis declaraciones en la comi-
saría del penal, pude ver, a través de la abertura de la puerta,
la imagen del interno Cromwell Gálvez hablándole a otro
oficial. Asomaban sus ademanes de queja, los ojos molestos,
cierta indignación bajo el pelo grasiento. ¿Es que cualquier
periodista entra aquí como si nada? El oficial hacía gesto de
mea culpa. Era fácil entender que el interno tenía cierta clase
de cercanía con él, cierta llegada o conexión que atenuaba
la frontera típica que hay entre un preso y su celador. Años
más tarde entendería que el motivo de tanta amabilidad era
inocente: esos oficiales eran los mismos que, un día, le ha-
bían pedido al nuevo y simpático recluso Cromwell Gálvez
que les contara eso. Eso de las vedettes.
el cajero generoso
Un programa de televisión difundió un video casero
en el que Cromwell aparecía en la cama con Eva María
Abad, una vedette de moda a quien él había beneficiado
con 10 mil dólares en una cuenta bancaria. Un tercer
sujeto, apodado Coyote, completaba el trío. Todos la
pasaban bien.
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CROMWELL
Cromwell Gálvez descansa las manos para pensar un mo-
mento. No está seguro de la respuesta, pero me dice que
todo es cuestión de práctica. También dice que los dedos
índices se usan para verificar al vuelo que cada billete sea
genuino. Vuelve a hacer el movimiento otra vez y me in-
dica la forma correcta de conseguirlo. El ex funcionario
del banco lleva una camisa blanca. Luce flaco y, si el lector
levanta la mirada —y deja que las manos sigan jugando a
contar billetes invisibles—, verá que en sus ojos se adivina
cierta paz, la paz nostálgica usual en los que empiezan de
nuevo tras una catástrofe. Cromwell Gálvez está libre.
Cumplió su reclusión por hurto agravado y apropiación
ilícita. Ahora lo visito en el estudio de su abogado defen-
sor, el lugar donde le han dado un trabajo temporal digi-
tando escritos en una pantalla. Pasé todo el día pensando
en la posibilidad de que él tuviera algún resentimiento
contra mí por violar su privacidad, hace tres años. Pero ya
no me recuerda. Al menos, no con nitidez.
—No sé de dónde te he visto antes, flaco —me dijo al
entrar en la sala, tratando de hacer memoria achicando
sus intrigados ojos como quien enfoca algo.
Salí al paso:
—¿A mí?, lo dudo. Bueno, pero yo sí sé de donde te
he visto.
Para él es difícil hacer memoria. Para mí no. He visto a
este hombre desnudo y él lo sabe. El 29 de julio de 2003,
un día después de las Fiestas Patrias peruanas, el ex fun-
cionario bancario Cromwell Gálvez llegó al clímax de la
popularidad mediática. Esa noche, un programa de tele-
visión difundió en vivo y en directo un video casero en el
que Cromwell aparecía en la cama con Eva María Abad,
una pulposa vedette de moda a quien él había beneficiado
con 10 mil dólares en una cuenta bancaria. El hombre se
Y Cromwell, sonriente, les había empezado a contar la
historia que lo ha hecho famoso. La de las chicas. De
cómo robar un banco durante cinco años sin que nadie se
dé cuenta con el único móvil de inaugurar una nueva mo-
dalidad criminal: robo por fantasía. Disparar billetes como
ráfagas y así preparar orgías suculentas. Un día eres un co-
rrecto empleado bancario y al día siguiente una sorpresa
electrónica de cinco cifras en la pantalla de la computadora
cambia tu vida. Luego tienes dinero. Lo gastas, lo prestas,
ayudas a la gente, eres bueno, te quieren. Te acuestas con
ellas, con todas las que imaginaste. Te diviertes como un
chancho. Luego te descubren, todo se va a la mierda y sales
en la prensa. En primera plana. Una historia suficientemen-
te poderosa como para tener de qué hablar de por vida, o,
al menos, para hacer nuevos amigos en cualquier parte, in-
cluso en la cárcel donde te encierran y donde un periodista
faltoso te busca en pleno domingo familiar. Cromwell le
dio la mano al uniformado y subió a su celda. Los oficiales
me dejaron salir del centro penitenciario recién a las nueve
de la noche, dándome la cariñosa recomendación de no re-
gresar por allí. Un fuerte ruido, el ruido universal del por-
tón de hierro de una prisión cerrándose, fue la señal de que
ya estaba en la calle. Anoté en la libreta una frase que en-
tonces se me hizo urgente: “Mientras escribo esta historia,
Cromwell Gálvez se acostumbra a la cárcel”. Pasarían años
antes de volver a verlo.
Sobre la mesa, dos manos hacen la mímica de contar
con los dedos un fajo imaginario de billetes. Los de-
dos anular y medio de cada mano se mueven como
acariciando el aire, tan rápido que parecen las alas de un
colibrí: la carne no es carne sino un holograma traslúcido.
¿Cuántos billetes por segundo puede contar un cajero?
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había quitado la ropa y ahora desnudaba a la mujer. Un
tercer sujeto, apodado Coyote, completaba el trío. Todos la
pasaban bien. El material fílmico probaba lo que ya era un
secreto a voces: que las mujeres que habían recibido
abonos ilícitos en sus cuentas bancarias correspondieron
la generosidad de Cromwell con sexo. Semanas más tarde,
el ex cajero se entregó finalmente a la policía y engrosó aún
más la larga lista de portadas que los tabloides habían pu-
blicado en su honor.
Cromwell Gálvez no es un hombre guapo. Sus ojos
caídos evidencian cierta inseguridad antigua y el hecho
de que su labio superior sobresalga cuando cierra la boca
—como el personaje de Ungenio de Condorito— con-
tribuye a darle un aspecto carente de audacia y segu-
ridad, acentuado por esa raya al costado que usó desde
tiempos inmemoriales. De ahí que la prensa haya ven-
dido fácilmente la imagen del feo sin talento que des-
falcó un banco para resolver con plata sus problemas de
seducción. Pero la cosa es más compleja. Hay algo since-
ramente atractivo en la forma de ser de Cromwell: un
tipo campechano, ameno, transparente, sin poses ni ín-
fulas, que ama a las mujeres como quien ama el mar, o
sea, de forma natural y embelesada, sin detenerse a pen-
sar en los riesgos de los oleajes tormentosos. Se trata de
un hombre que irradia vibraciones positivas, de esos con
los que te dan ganas de ir pronto a beber alcohol o a ju-
gar un partido de futbol. No es broma. Bastan pocos días
para darte cuenta de que Cromwell Gálvez se lleva bien
con todo el mundo, que nunca dejó de ser el punto medio
entre el nerd y el vivo de un salón de clases. El perfil del
hombre generoso con la casi extinta cualidad de lograr
que cada favor parezca desinteresado y sincero, inofen-
sivo. El amigo perfecto.
Pero volvamos a la oficina donde ha decidido mos-
trarme la minuciosa artesanía de contar billetes. Cromwell
confiesa tener mucho tiempo libre. La calle es dura cuando
dejas la prisión, así que se ha propuesto capitalizar la ex-
periencia vivida. Negocia con una productora los derechos
de una serie de televisión sobre su vida. Está en conversa-
ciones con un director de cine para llevar a la pantalla ese
cúmulo de noches locas y excesos que ha sido la fracción
de su existencia que nos compete. Evalúa propuestas de
editores para la publicación su libro biográfico. Recién sa-
lido de prisión, un amigo suyo sacó un diario tabloide lla-
mado El Mañanero de Cromwell. En cada edición, el ex
Su fantasía era jugar con las chicas, hacer que bailaran
y movieran los tacos al sudoroso ritmo de un buen fajo
de billetes, ensayar con ellas muchas posiciones y grabarlas
con una cámara de video, por si algún día, de viejo, en esa
ciénaga temblorosa que —lo intuía— iba a ser el futuro,
le daban ganas de recordarlas.
presidiario contaba los detalles de sus relaciones íntimas
con vedettes: historias edificantes para el hombre de a
pie. A estas alturas, él conoce bien los atractivos de su his-
toria, siempre sabe cómo endulzar el relato y es conscien-
te también de la regla de todo narrador de cuentos: guar-
darse un capítulo para después. No importa todo lo que
escuches, él siempre habrá callado algo. Al ex funcionario
le gustan los relatos. En la cárcel, acostumbraba ver pelí-
culas en DVD. Recuerda con especial afecto Una mente
brillante, la del matemático que se vuelve esquizofrénico
y ve apariciones. Le pregunto qué libros leyó en tanto
tiempo de encierro.
—No, la verdad no soy mucho de libros. Siempre me
gustaron más los números.
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CROMWELLCROMWELL
El juego se llamaba TODI y al funcionario del Banco
Continental le encantaba encerrarse con los amigos
y las chicas a jugarlo. Siempre tuvo una afición por
los dados, esos cubitos–ruleta que ofrecían las mismas
probabilidades que el tambor de un revólver. Toma,
obliga, derecha, izquierda: TODI. El juego consistía en
lanzar el dado y, según la correspondencia numérica, hacer
que los otros tomaran. Si te salía °, tomabas tú; si te salía ° °,
obligabas a tomar quien quisieras. Si te tocaba el ° ° °, el
que estaba a tu derecha debía coger el vaso. Cromwell
debía estar bien abastecido de cerveza en tales ocasiones.
Y para eso estaba Jorge Córdova, su leal sirviente, a quien
había apodado Coyote por la afanosa celeridad con la que
recorría hasta la punta de cualquier cerro para cumplir una
encomienda. Jugar TODI sólo tenía gracia cuando había
chicas ahí. Era un entremés, una distracción antes del mo-
mento de rendirse a los instintos. Él y sus amigos se reu-
nían en un departamento cercano a la agencia bancaria, un
piso que él le pagaba a Jorge con la condición de poder
convertirlo, cuando le diera la gana, en su cuchitril orgiás-
tico. Había un dormitorio, y en él dormitorio una cama, y
en la cama una frazada de leopardos tejidos. En ese cuarto
—recuerda nuestro hombre— se vivieron sesiones inolvi-
dables con las vedettes. Cuando saltó el escándalo, todas
negaron haber estado allí. Pero Eva María Abad tuvo ma-
la suerte: un video casero la desmintió a nivel nacional.
Las chicas que Cromwell recuerda en esa habitación eran
populares. Podías encontrar fotografías de sus traseros en
cualquier kiosco, dando una ilusión de volumen y 3D a las
planas portadas de los tabloides. Estaban de moda, salían en
la tele. En la página web de Eva María Abad aparecía, lu-
minosa, una promesa feliz: “En cuestión de minutos trans-
formo toda la noche en una bomba de gran diversión”.
Al estudiante de ingeniería Cromwell Gálvez siempre
le gustaron los números. Ingresó a trabajar en el
Banco Continental de Lima el lunes 27 de junio de
1988. Tenía veintiún años. Había sorteado satisfactoria-
mente un riguroso proceso de selección: de cien postulan-
tes quedaron cuarenta; de cuarenta, veinte; de veinte, tres.
Dos afuera, él adentro. No fue una sorpresa. Cromwell no
era un chico disperso en clases ni trajo nunca mayores com-
plicaciones a casa. Estuvo entre los seis mejores alumnos de
su promoción de colegio, y siempre dedicó su tiempo libre
a los deportes: preselección de futbol, selección de básquet.
Dice que sólo abordaba a una chica si tenía la seguridad de
que ella iba a corresponderle: la coartada típica de los tí-
midos. El banco buscaba un tipo de ese perfil, y encontró
en Cromwell un chico empeñoso y con ambición, voca-
ción de trabajo y disposición a aprender. Las cosas le
fueron bien desde el comienzo. Los tejedores de imágenes
suelen hacernos ver la función de un empleado bancario
como una de las cosas más aburridas y mecánicas que
existen. Pero Cromwell dice que nunca hizo nada que lo
divirtiera tanto.
—Para mí era un juego trabajar en caja.Trataba de pa-
sarla bien. Era el cajero que más encargos hacía dentro
de la oficina.
—¿Encargos?
—Me refiero a tareas adicionales a atender la venta-
nilla. No todos tienen la capacidad de hacer encargos.
Cualquiera se raya. O cierran la ventanilla para recién
atender un encargo. Yo no.
Cromwell Gálvez describe su cerebro como una má-
quina compleja capaz de concentrarse en tres cosas al
mismo tiempo. Mueve los dedos de la mano derecha y re-
cuerda el tablero numérico en el que acostumbraba a ha-
cer sumas y restas mientras su cabeza miraba a otro lado.
No tiene ninguna duda de que sus destrezas lo iban a
llevar lejos en el banco. Su carrera iba en ascenso. En
1993, fue transferido a la oficina del aeropuerto. Empezar
a trabajar allí era visto en el banco como una promoción,
un privilegio reservado a los mejores empleados. En 1996,
fue ascendido a Cajero Back. Un año más tarde, pasa a ser
Jefe de Atención al Cliente y en 1998 asume como Jefe de
Gestión Operativa. Todo iba bien, hasta el día en que
Cromwell recuerda haber recibido una sorpresa de cinco
dígitos destinada a embarrar para siempre el herrumbroso
túnel de su biografía.
Fue una tarde de verano. Al cerrar las cuentas de la
agencia, aparecieron 30 mil dólares de más en la pantalla.
Cromwell se extraña. Hace llamadas, le dicen que eso es
imposible, que todo ha sido cuadrado normalmente. Du-
da. Deja pasar los días. Vuelve a dudar. Y entonces ocurre:
decide coger los 30 mil dólares y para camuflarlos hace un
abono en una cuenta bancaria de su madre, doña Rebeca
Florián. Piensa que tomará sólo mil dólares. Pero pensar
eso es como cuando le dices a un amigo que sólo tomarán
un par de cervezas. En cuestión de meses, Cromwell se ha
gastado todo el dinero. Un año después de que la extraña
cifra llegase para perturbarle la vida, le informan lo que se
temía, que hay un saldo negativo de 30 mil dólares en la
central. Ooops. Para evitarse problemas, el funcionario ex-
trae 30 mil dólares de la caja y los envía a la persona que
SU ÚNICO MÓVIL ERA INAUGURAR UNA NUEVA MODALIDADCRIMINAL: ROBO POR FANTASÍA. DISPARAR BILLETESCOMO RÁFAGAS Y ASÍ PREPARAR ORGÍAS SUCULENTAS.
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lo está molestando. ¿Listo? No, ahora hay un forado virtual
de 30 mil dólares en Caja. Cromwell trata de calmarse.
Ha trabajado diez años en el banco, es jefe de Gestión
Operativa, y es experto en resolver problemas con núme-
ros que no encajan. Así que decide actuar. Se pone a jugar
con los casilleros virtuales. En todo banco hay una cuenta
virtual llamada Caja, pero además hay otros casilleros vir-
tuales internos. Uno se llama Teleproceso y el otro, Reme-
sas Interoficinas. Estas dos últimas cuentas suelen estar en
movimiento permanente, pues corresponden a transac-
ciones diversas y constantes de montos virtuales. Cromwell
Gálvez pensó: “¿Qué pasa si saco 30 mil dólares de Tele-
proceso y los abono en Caja?”. Así lo hizo. Como por arte
de magia, la caja estaba nuevamente en orden: los 30 mil
dólares habían vuelto. Ahora el hueco estaba en Telepro-
ceso. No podía dejar pasar demasiado tiempo. Decidió en-
tonces sacar 30 mil dólares de Remesas Interoficinas para
cubrir el forado de Teleproceso. ¿Qué hacía ahora con el
hueco de Remesas Interoficinas?, ¿es que iba a buscar otra
cuenta interna de donde sacar 30 mil dólares y luego otra y
otra y así hasta el infinito? No.
—Lo que pasa es que Teleprocesos es una cuenta
“bachera”.
—…
—Es decir, una cuenta que se refleja al día siguiente,
a diferencia de Remesas Interoficina.
—¿O sea?
O sea que cuando vinieran a hacer el control verían la
información del día anterior de Teleprocesos. No impor-
taba lo que hiciese, la cuenta aparentaría estar saldada. ¿Y
Remesas Interoficinas? ¿No había quedado un hueco allí?
Sí, pero Cromwell Gálvez se levantaría muy temprano, y
llenaría el hueco de Remesas Interoficinas dejando un fo-
rado en Teleproceso. Y no importaba hacer un forado en
Teleprocesos, porque el reporte que se vería en pantalla
correspondería al día anterior: era una cuenta “bachera”.
En cambio, Remesas Interoficina mostraba su reporte en
línea. Esta diferencia de un día en el reporte de ambas fue
fundamental. El resultado: Caja, Remesas Interoficina y
Teleprocesos aparecían sin irregularidades. Naturalmente,
por la noche Cromwell debía volver a cubrir el hueco que
había dejado en Teleproceso por la mañana, para que el
reporte del día siguiente muestre la cuenta en orden. Y la
mañana siguiente tendría, otra vez, que hacer un forado
en Teleproceso para cubrir Remesas Interoficina. Y así su-
cesivamente. Cromwell debió pensar más que nunca que
trabajar en un banco era un juego.
La explicación del modus operandi es complicada, así
que aquí va la versión preescolar.Tienes dos casilleros. En
cada uno guardas un fajo de mil dólares que no es tuyo.
Cada día, viene un inspector a abrir los casilleros y veri-
ficar que el dinero esté allí. Dos mil dólares en total ¿Pero
qué pasa si el inspector decide un día que ya no revisará
los casilleros al mismo tiempo sino que a las 10 am revisará
uno y las 6 pm el otro? Si eres honesto, no pasa nada. Pero
también puedes hacer esto: coges mil dólares, te los tiras, y
luego rotas el fajo de mil dólares de uno a otro casillero, to-
dos los días, religiosamente, sin falta. ¿Es posible pasar mu-
cho tiempo así? Cromwell Gálvez vivió en ese plan cinco
años de su vida. En todo ese lapso, sus vacaciones eran
raras: los compañeros lo veían visitar la oficina, brevemente,
por la mañana y por la noche.
El descubrimiento fue maravilloso para él. Si podía ca-
muflar electrónicamente un hueco de 30 mil dólares, nada
le impedía hacer lo mismo con una cifra más elevada. Lo
único que había que hacer era teclear los números que se
le antojasen. Tenía el método, de ahí en adelante, el cielo
era el límite.
El hombre que traga un sándwich de chorizo delante
de mí sustrajo unos dos millones de dólares del banco
en el que trabajaba. Lo hizo durante cinco años, sin
que nadie se diera cuenta, mediante transferencias ilícitas
ejecutadas con destreza y precisión. El dinero le servía
para gustos mundanos: nigth clubs costosos, un equipo de
futbol amateur propio, una orquesta, karaokes, ternos,
pero sobre todas las cosas, para llevar a la cama a las ve-
dettes más cotizadas, jugar a disfrutarlas, hacer que bai-
laran y movieran los tacos al sudoroso ritmo de un buen
fajo de billetes, ensayar con ellas muchas posiciones y gra-
barlas con una cámara de video, por si algún día, de viejo,
en esa ciénaga temblorosa que —lo intuía— iba a ser el
futuro, le daban ganas de recordarlas.
—El banco me preparó muy bien, eso no lo puedo
negar. Hay gente que no aprovecha los momentos que el
banco te da para que aprendas. Yo sí lo hice.
Eso dice Cromwell con la boca llena, y con una mirada
parsimoniosa recorre en dos segundos los casi siete años
que han pasado desde la fecha en que el expediente poli-
cial registra su primera transacción ilícita, la primera de 376.
Es la tercera vez que me encuentro con él y mi libreta de
apuntes se ha llenado de dibujitos para entender bien sus
transacciones. Hemos decidido venir al Prince Pub Karaoke,
un lugar que le trae muchos recuerdos de sus días de gloria.
Él no había vuelto aquí desde antes de entrar a la cárcel,
a pesar de que el local se halla a pocas cuadras de su do-
micilio. Este barrio no queda muy lejos de aeropuerto. Es
aquí donde Gálvez creció, un sitio de clase media que, visto
desde el cielo, es dominado por la presencia elefantiásica de
los campos verdes de una universidad y del parque zooló-
gico. A comienzos de los años noventa, la caótica liberali-
zación económica y el shock de inversiones comenzaron a
verse, quizá más que en ningún otro lugar de Lima, en esta
zona. La avenida principal, La Marina, empezó a poblarse
de centros comerciales, KFC, McDonald’s, pollos a la
brasa, casinos luminosos, discotecas, y karaokes, night clubs
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y los consiguientes hostales de paso. Todo un culto al
goce efímero, a la paz recobrada, al libre mercado, porque
el libre mercado en América Latina siempre viene en
forma de neón.
—Esto está gigantesco. ¿No quieres la mitad?
Cromwell es un hombre solidario, desprendido, servicial.
Una vez que supo cómo sacar dinero, comenzó a prestarlo.
Transfirió su generosidad natural al ámbito de la actividad
delictiva. Durante los primeros dos años, creyó con since-
ridad que todo estaba bajo control. Su idea era utilizar sus
nuevas facultades para hacer préstamos y cobrar comisiones
por ello. Algún día —pensaba— iría saldando el monto
debido y podría olvidarse de todo, voltear la página y se-
guir su carrera ascendente, pues incluso hoy, mientras co-
me la mitad de un sándwich, está convencido de que él iba
a llegar lejos. Muy lejos.
El empleado bancario no era bueno. Era magnífico.
¿Tenías un problema?, ¿necesitabas ayuda? Cromwell
Gálvez hacía un depósito en tu cuenta en menos de 24
horas, sin firmar papeles ni atar tu preciado cuello a las
fauces de ese monstruo que es el sistema bancario. No te
preocupes, yo te voy a poner la plata. Págame cuando
puedas, hermano. Para eso estamos. Si eras chica, mucho
mejor. Su fama fue creciendo. Su atractivo con las mujeres
llegó a niveles inéditos. Un coreógrafo del mundo de las
vedettes dice que hubo quienes ofrecían dinero sólo por
que les presentaran al misterioso Cholo Cromwell, ángel
benefactor en mangas de camisa.Tuvo poder. Cumplió sus
deseos de diversión. Las mujeres no eran mujeres, eran
moscas atraídas por los dólares–azúcar. Él era el rey. El
Romeo de Chollywood. Podían ser las tres de la mañana,
pero si él las llamaba por el celular, las chicas tenían que
ir. “Cuando tú tienes un poder y te rodeas de gente guapa,
te sientes el rey del mundo”, dice. Todas llegaban: sabían
que si no le hacían caso, perdían sus privilegios y que-
daban fuera. Y era en el mismo karaoke donde ahora to-
mamos una cerveza —el sándwich de chorizo procesán-
dose en nuestros estómagos— donde solían reunirse todos
para cantar y ponerse alegres. Ellas hacían la vida más li-
gera. Ellas eran el mejor deporte, el único capaz de acabar
con la afición de jugar futbol los fines de semana.
Pero ellas también fueron su perdición.
El banco en el que trabajaba Cromwell Gálvez trajo a
Lima a Claudia Schiffer. Fue para promocionar la
tarjeta de crédito Visa Oro.Poner a una top model como
la imagen de la campaña publicitaria de un dispositivo
creado para el consumo hiperbólico es un tanto irrespon-
sable. Científicos de la Universidad de Windsor hicieron
el siguiente experimento. Mostraron a un grupo de hom-
bres fotografías de mujeres. Al otro grupo, no. Luego les
ofrecieron a ambos grupos elegir entre recibir inmediata-
mente 50 dólares o recibir una cantidad mayor en el futuro.
Los hombres que habían sido expuestos a las fotografías
de chicas eligieron los 50 dólares inmediatos en abruma-
dora mayoría.O sea, los hombres adoptamos conductas irra-
cionales cuando nos vemos expuestos a la imagen de una
mujer. Qué novedad. No pensamos en el futuro. Cromwell
Gálvez no recuerda la llegada de la modelo alemana, pero
sí recuerda el anuncio publicitario en que la Schiffer pro-
mocionaba la tarjeta. Lo recuerda muy bien porque un
CROMWELL
Cromwell estuvo tres años en la cárcel, un periodo en el
que aprendió a controlarse. Cuando llegó al penal todos lo
respetaron de inmediato: no sólo debido a la fama de la que
venía precedido sino, sobre todo, por lo de las vedettes.
DIAR
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día, de la nada, le ofreció la tarjeta dorada a Martha
Chuquipiondo, una amiga a quien había conocido poco
tiempo atrás: una mujer menuda, la frente ancha, de pelo
largo y negro, que en el ambiente era conocida como La
Mujer Boa: una bailarina que se subía al escenario con el
cuerpo semidesnudo y una culebra rodeándola. Era muy
liberal y ambiciosa. Al parecer, tenía muchas ganas de
una tarjeta de crédito.
—Ella se emocionó mucho. Me dijo que si le conseguía
la tarjeta, se acostaba conmigo. Así de simple, imagínate.
Pensé que estaba bromeando. Para mí no era difícil darle
una, por ser empleado del banco. Pero ella hizo la oferta.
Cromwell dice que La Mujer Boa siempre le pareció
una chica extremadamente abierta, y que por eso no le
sorprendió el ofrecimiento. Decidió aprovechar. Su versión:
le dio la tarjeta un martes y a los dos días ya estaban en un
hotel. Se hicieron amigos cariñosos, y se acercaron más
cuando Martha sobrevivió a un accidente de avión que le
dejó cicatrices que luego serían descritas en el expediente
policial. Cuando Cromwell empezó a hacer movidas para
el desfalco,Martha comenzó a pedirle préstamos. Fue la que
más dinero recibió: 224 mil dólares. Construyó una casa
en una zona campestre, compró una camioneta nueva y
se hizo una operación de aumento de busto. Hubo un
factor determinante en que la amistad con Martha haya
sido tan sólida y fructífera: las amigas que ella tenía. La
Mujer Boa estaba en el ambiente, conocía a muchas ve-
dettes. Se convirtió en el contacto de Cromwell con esas
mujeres, es decir, se hizo indispensable. Ella sabía bien
cuál era la debilidad de aquel hombre de billetera gorda.
Y un día le presentó a una atractiva y delgada vedette
llamada Maribel Velarde.
Maribel decidió darme la entrevista en un parque soli-
tario. Llevaba gafas oscuras, un jean que le sentaba mara-
villosamente bien, tacos aguja y un polo que dejaba ver su
espalda descubierta. Tenía expresión inofensiva, una mi-
rada infantil que contrastaba con el cuerpo, un cuerpo tra-
bajosamente contenido en el breve espacio de su vestimen-
ta. Una imagen que era fácil revestir con la otra imagen
del mismo cuerpo, semidesnudo en ciertas galerías de in-
ternet. Cuando nos encontramos, Cromwell estaba a punto
de entregarse, pero aún permanecía prófugo. Maribel negó
haber tenido encuentros sexuales con el ex cajero, sólo ad-
mitió que Cromwell y ella eran amigos.
—¿Coqueteaba contigo?
—Como cualquier hombre.Todos tenemos algo de co-
quetos. Hombres y mujeres. Yo tengo algo de coqueta. Tú
tienes algo de coqueto…
Traté de no perder la compostura. Años después Crom-
well me diría: “Estas chicas saben hacer sus cosas, son
muy hábiles”. A Maribel, la tarde soleada le sentaba bien.
Las líneas negras de dos pegasos en celestial cabalgata de-
finían sus trazos oscuros en la piel clara de la espalda. En
el expediente policial me enteraría de que ése era sólo uno
de los siete tatuajes. Le molestaba hablar de Cromwell.
Apenas alcanzó a decir que el ex empleado bancario pa-
recía un poco tímido, pero eso era sólo hasta que entraba
en confianza. Se encontraron 32 mil dólares en su cuenta
bancaria. Ella dijo que eran por presentaciones privadas,
y que no tenía los recibos correspondientes.
—¿En qué consistían las presentaciones?
—Hago jugar al público, coreografías, juegos.
Maribel Velarde nunca pudo justificar el dinero de su
cuenta bancaria. Durante el tiempo en que había recibido
los abonos, ella se compró un auto y un terreno de 200
metros cuadrados en una zona exclusiva de Lima. Después
de haber negado a los cuatro vientos algún contacto físico
con Cromwell, en el juicio se vio obligada a decir que sí
había tenido encuentros sexuales con el ex empleado.Tuvo
que admitirlo pues era lo que más convenía para justificar
el dinero recibido. Al fin y al cabo, no es delito recibir
abonos a cambio de servicios íntimos. No es delito vender
tu cuerpo. Aun así, Maribel fue encontrada culpable, pero
su pena fue demasiado leve como para ir a la cárcel.
El futuro llegó sin avisar, como un tsunami que se ca-
mufla en la borrosa quietud del horizonte: parpadeas
y mueres. Cromwell podía olerlo. Objetivamente, no
había ningún contratiempo: las transferencias seguían su
silenciosa rutina, dos empleados habían detectado las
irregularidades pero prefirieron ser cómplices: permane-
cían con la boca callada a cambio de obtener sus propios
beneficios. Cromwell dice con orgullo que ellos jamás se
enteraron de cómo hacía él para llevar a cabo su jugarreta
electrónica. Sólo sabían que sacaba dinero, pero no la
forma. Todo parecía en calma. Pero fue en la segunda
mitad de 2002 cuando el funcionario se dio cuenta de que
había prestado demasiado dinero. Según Jorge Córdova,
La Mujer Boa lo presionaba para que él le hiciera depó-
sitos. Había perdido el control: ya no era él quien ponía
las condiciones. Eran ellas. Sus reuniones con las chicas
ya no eran tanto de placer: eran más bien un escape, una
forma de olvidar la gigantesca bomba que cada mañana
tenía que desactivar, como un súbito MacGyver latino.
No importaba que se quedara bebiendo hasta las cuatro
de la mañana, al día siguiente debía levantarse a la seis y
hacer girar la máquina invisible. En las reuniones,
Cromwell se deprimía con las chicas y les decía que todo
iba a acabarse. Una vez —cuenta— estuvo con Maribel
hablando de eso.
—Chola, creo que mi reinado se va al diablo.
—¿Qué dices?, ¿por qué hablas así?
—Porque ustedes no me van a devolver la plata. Y vas
a ver como mañana más tarde me voy a quedar solo.
—Mentira. Vas a ver cómo tus amigos van a estar ahí.
Yo voy a estar ahí.
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48 GATOPARDO
CROMWELL
Pero nadie estuvo, naturalmente. En febrero de 2003,
un error de rutina comienza a desmoronar el castillo de
naipes. Cromwell Gálvez recibe un cheque de Telefónica,
traído por quien supuestamente era un empleado de la
empresa. Siguiendo una práctica común, deja cobrar el
cheque sin pedir los requisitos reglamentarios. Es uno de
los tantos favores que se hacen en la agencia para no com-
plicarse la vida. Pero el hombre es un estafador. Desaparece
del mapa y Telefónica acusa al banco de negligente. Crom-
well Gálvez pierde su trabajo por la falta cometida. Pero
sabe que se viene lo peor.
Y así, al cabo de cinco años, el banco detectó el desfalco
sistemáticamente perpetrado en su agencia bancaria del
aeropuerto. Antes de iniciar acciones penales, llaman a
Cromwell Gálvez y le dan la oportunidad de devolver el
dinero robado. Cromwell Gálvez toma su celular y em-
pieza a hacer llamadas. Es hora de que sus amigas y
amigos respondan por la deuda adquirida, por el dinero
que él no dudó en obsequiarles.
Nadie le contestó.
El ex empleado bancario se lamenta del mal que hizo
mientras bebe un sorbo de cerveza. La vanidad con
la que ha estado hablando de sus habilidades banca-
rias se ha ido apagando poco a poco, como un fluorescente
antiguo que comienza a parpadear por el uso. Ahora re-
cuerda la cárcel. Fueron tres años que le enseñaron a con-
trolarse y estar tranquilo. Una vez que llegó al penal, todos
lo respetaron de inmediato, no sólo
debido a su imagen mediática y a la
fama de la que venía precedido, sino
también a su habilidad para jugar pe-
lota. También era rápido con las ma-
nos. Ganó un campeonato de fut-
bolín de mesa. La cárcel tenía una or-
ganización política interna y a Crom-
well le tocó estar en la cima. Fue Delegado de Fiscalización,
Delegado de Economía y Delegado General de su pabe-
llón. Prohibió las apuestas en los deportes, porque eso des-
virtuaba el espíritu de competencia sana. “La gente se
quería matar por una moneda”. Conoció a peces gordos del
Grupo Colina —los asesinos paramilitares de la época de
Fujimori—, a los hombres de Montesinos y a timadores, y
se refiere a todos como gente de la que guarda el mejor re-
cuerdo. Conoció también a un colombiano que estafaba a
incautos haciendo depósitos de mentira en cuentas banca-
rias: eran préstamos artificiales que aparecían en una pan-
talla pero que nunca llegaban físicamente. El hombre co-
braba su comisión y se hacía humo. Cromwell habla de él
con un inocultable respeto, aunque apunta que una cosa es
trabajar con el respaldo de una mafia internacional y otra
muy distinta es hacer las cosas solo. En la cárcel donde un
día fui a verlo arriesgándome a que me recibiera mal,
Cromwell soportó el adiós de su novia, recibió la noticia de
la muerte de su abuelo, obtuvo su sentencia y recibió la vi-
sita de Maribel para la celebración del día del padre. Ella
lo sacó a bailar y le quitó la camisa mientras los otros
presos alentaban el número preparado por la vedette.
A Cromwell Gálvez siempre le gustaron los números.
En el Prince Pub Karaoke, una mujer prueba el micró-
fono y canta muy mal. Cromwell Gálvez dice que el lugar
está igualito, aunque la última vez que yo vine, hace tres
años, alguien había escrito en el baño algo muy feo sobre La
Mujer Boa, y eso ya no está. Una nueva bebida energizante
va a entrar al mercado y le han ofrecido un trabajo de pro-
moción en ventas. Ningún banco le permite abrir una
cuenta de ahorros, aunque Cromwell cree que los bancos no
deberían cerrarle las puertas pues él podría serles útil pa-
ra detectar las cochinadas internas de sus empleados.Tiene
mucho tiempo libre. Por las tardes entra a internet para co-
nocer gente. Su página de Hi5 dice: “SOY UNA PER-
SONA ALEGRE, EMPRENDEDORA, A LA QUE
SIEMPRE LE GUSTA LLEGAR A SUS METAS,
ME GUSTA LA MUSICA, EL CINE, PRACTICO
EL DEPORTE, FUTBOL, BÁSQUETBOL, MO ME
GUSTA LA NEGATIVIDAD… ME ENCANTAN
LAS MUJERES”. Suele conectarse al MSN con el nick “El
trabajo dignifica al hombre”. Aunque ahora es eso precisa-
mente lo que anda buscando, porque lo que ha hecho hasta
ahora es confeccionar joyas y eso no da para comer: co-
llares, pulseras, aretes. Son joyas de fantasía.
Las cosas han cambiado en estos años. Eva María Abad
está prófuga y vive en Estados Unidos. Maribel Velarde
fue condenada a libertad condicional, y ha debutado como
actriz en el teatro, mostrando más que tatuajes en la obra
Baño de damas. Después de haber pasado casi tres años
huyendo de la justicia, Martha Chuquipiondo se entregó
y está en la cárcel de mujeres del distrito costeño de Cho-
rrillos. Su salud no es buena. Pesa 47 kilos y vomita lo que
come. Desde la prisión, ha llamado por teléfono a su ex
amante Cromwell Gálvez. Quería decirle “Feliz Navidad”.
Ahora pido la cuenta. Pago con dólares y me entregan
un billete de 20 de vuelto. El local está oscuro, no veo
bien, y en esta ciudad hay que ser desconfiado con los dó-
lares. Sobre todo en esta zona de casinos y neón. Le doy
el billete a Cromwell. “¿Está bueno?”. Cromwell hace una
caricia fugaz con las yemas de los dedos. Sonríe.
—Está perfecto. IIII
ALGUNOS OFRECÍAN DINERO SÓLOPOR CONOCER AL MISTERIOSO CHOLOCROMWELL, ÁNGEL BENEFACTOR ENMANGAS DE CAMISA.
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