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Crónicas de un país que ya no existe Libia, de Gadafi al colapso

Crónicas de Un País Que Ya No Existe. Libia, De Gadafi Al Colapso- Adelanto

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Adelanto Capitulo 1

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Crónicas de un país que ya no existeLibia, de Gadafi al colapso

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Crónicas de un país que ya no existeLibia, de Gadafi al colapso

Jon Lee AndersonEdición y traducción de

Gabriel Pasquini

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Todos los derechos reservados.Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida,

transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Copyright © Jon Lee Anderson, 2015All rights reserved

Primera edición: 2015

Traducción y edición© Gabriel Pasquini

Imagen de portada© Moisés Samán/Magnum Photos/ Contacto

Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2015París 35-AColonia del Carmen, Coyoacán04100, México D. F., México

www.sextopiso.com

Copyright © Universidad Autónoma de Nuevo León, 2015 Casa Universitaria del Libro Padre Mier 909 Pte. Centro Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64440 Teléfono: (528 1) 8329 4111 / Fax: (5281) 8329 4095 e-mail: [email protected] Página web: www.uanl.mx/publicaciones

DiseñoEstudio Joaquín Gallego

ISBN: 978-607-9436-17-9 (Sexto Piso)ISBN: 978-607-27-0537-1 (Universidad Autónoma de Nuevo León)

Impreso en México

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En memoria de

Tim Hetherington Chris Hondros

Anton Hammerl Marie Colvin Rene Ochlik

Anthony Shadid Jim Foley

Steven Sotloff Salwa Bugaighis

Y en agradecimiento a mis amigos libios, Suleyman Ali Zwey y Osama Alfitory

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NOTA DEL TRADUCTOR

Este libro es obra de un incierto número de circunstancias. La violencia y la ambición de los hombres, las intrigas de la política internacional, la vocación de un periodista, el intento de crear un medio de comunicación independiente, una amistad, el en-tusiasmo de un equipo editorial, son algunas de ellas.

No me corresponde, sin embargo, hablar de esas causas sino de su resultado: un extraordinario relato sobre las ilusiones, bravuras, triunfas y desvaríos de una revolución en el desierto que retrata también un país sin destino aparente y la desmesura de un hombre que quiso inventarlo y darle su propio nombre; las espléndidas fantasías de una nueva generación, las miserias de los poderes que rigen el mundo.

Ese relato es obra de un cronista extraordinario llamado Jon Lee Anderson. Que sea publicado en forma completa en español antes que en ningún otro idioma, incluido el suyo, es un privile-gio y un regalo inapreciable para nosotros, sus lectores.

También por obra de esas circunstancias que no cabe aquí detallar, me tocó en suerte traducir la estupenda prosa de Jon Lee: vívida, enérgica, pero con esa increíble calma incluso durante las más frenéticas escaramuzas libradas a lo largo de la carretera que conduce, bordeando el mar, de Bengasi a Trípoli. Su inglés conserva las marcas de su origen, esa excolonia británica deve-nida en imperio que llamamos los Estados Unidos de América. También, el registro «culto», sin coloquialismos, que lo vuelve inmediatamente asequible a todo lector angloparlante «educa-do» –si términos como «educado» o «culto» pueden utilizarse de este modo.

Creo que dos aclaraciones bastarán sobre mi trabajo. Al mencionar nombres de personas y lugares, muchas de ellas en

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idioma árabe, he tratado de ceñirme cuanto pude a los usos de la prensa hispanoparlante; parecía lo correcto. Respecto del texto, sabemos que la pretensión de traducir en un español «neutro», –idea que se antojó interesante a algunos escritores medio siglo atrás– hoy se ha vuelto imposible. He tenido que lidiar, enton-ces, con mi español, el español de un escritor nacido y criado en Buenos Aires –esa «capital de un imperio que nunca existió», en palabras atribuidas a André Malraux–. He adoptado aquí, en las, por cierto, muy escasas ocasiones en que fue necesario, las conjugaciones verbales del «tú» que los argentinos sólo recita-mos en la escuela y que nuestra literatura dejó de frecuentar hace más de cuarenta años. A mi juicio, utilizar el «vos», tan circuns-crito, amenazaba con tornar irreales los combatientes de Trípolí y Bengasi a los ojos y oídos de muchos lectores.

Ellos reconocerán en este libro, sin embargo, la voz de un argentino. Al viajar imaginariamente a Bengasi con Jon Lee, he salido muchas veces de ese gastado tribunal que fungía de cuartel revolucionario, he atravesado sonriendo la muchedumbre agol-pada sobre la avenida costanera y he buscado la playa. Y, mien-tras el rumor de las olas ahogaba los cantos de muerte a Gadafi, he preguntado al Mediterráneo si acaso al mar van a dar las per-didas esperanzas de una revolución.

No habría podido, en cambio, entrar o salir de un «palacio de justicia», caminar por un «paseo marítimo», echarme sobre una «tumbona» en lugar de una reposera, beber un «zumo» en lugar de un jugo. Lo peor, pienso, sería fingirme español, mexi-cano, caribeño, otro.

Con mi propia voz, pues, he intentado transmitir el relato de un amigo. Qué tan fiel he sido queda a juicio de quien lea las páginas que siguen.

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Lunes 10 de agosto de 2015A modo de prólogo

Cuando llegué a Bengasi, a fines de febrero de 2011, reinaba un clima de eufórica locura. Pocos días antes, un levantamien-to ciudadano había librado a la ciudad de las fuerzas de Gadafi y convertido los juzgados de la ciudad, un par de castigados edi-ficios que se alzaban sobre la avenida costanera, en el centro de su «Revolución». Unos jóvenes andaban en camionetas rugien-tes disparando armas y agitando banderas; la gente hacía sonar sus bocinas con júbilo. Las multitudes se reunían y estallaban en canciones y rezos frente a los juzgados y, cada tanto, alguna personalidad aparecía para dar un discurso o una conferencia de prensa. Unos grafitis con la bandera libia anterior a Gadafi y unas caricaturas del detestado Hermano Líder comenzaban a cubrir sus muros. Pronto se esparcieron por toda la ciudad.

Fuera de Libia, manifestaciones sin precedentes atrave-saban el mundo árabe como parte de un dramático fenómeno que fue comparado con el colapso del comunismo en Europa del Este, ocurrido una generación atrás. Fue bautizado como la Primavera Árabe y, durante unas pocas semanas vertiginosas, pareció imparable. En los países vecinos, Hosni Mubarak, de Egipto, había caído al cabo de apenas tres semanas de protestas; el dictador tunecino Ben Ali había huido al exilio. Las protestas se propagaban a Baréin, a Yemen, y hasta había manifestaciones contra las adormiladas monarquías de Jordania y Omán. Siria todavía no había estallado, pero lo haría pronto. En esas pri-meras semanas de confusión y caos, parecía como si se hubiera llegado a un nuevo umbral de la Historia, en el que todo lo que no había ocurrido en Oriente Medio con las infelices interven-ciones occidentales de la década previa –liberación de la tiranía,

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el surgir de la democracia– se produjera ahora gracias a Twitter y Facebook y a unos cuantos veinteañeros cantando eslóganes por las calles.

Frente a los juzgados de Bengasi, jóvenes entusiastas se acercaban a ofrecer sus servicios como guías, traductores y chó-feres. No buscaban dinero sino cumplir con lo que definían como su «deber revolucionario». Pronto me encontré forman-do equipo con Suleyman Ali Zwey y Osama Alfitory, jóvenes ben-gasíes a quienes doblaba en edad pero que pronto se convirtieron en buenos amigos y que seguirían siendo mis fieles compañe-ros a lo largo de toda mi estadía en Libia. Cuando preguntaba a Suleyman, Osama y sus amigos qué los había motivado a rebelar-se, explicaban que estaban hartos de la falta de oportunidades en Libia y expresaban su indignación ante la corrupción y la doble moral del régimen de Gadafi. Como muchos otros jóvenes del mundo árabe, habían tomado conciencia de estas cuestiones, en gran medida, gracias a su reciente acceso a la televisión satelital e Internet.

Oficialmente, por ejemplo, Libia era un país «seco», pero habían visto vídeos de YouTube en los que varios de los hijos de Gadafi bebían champán en fiestas de la Riviera Francesa con fa-mosas actrices y cantantes de la farándula internacional. Eran conscientes de que cada uno de los hijos de Gadafi había recibido como obsequio un sector de la economía libia y que su padre tam-bién pensaba legarles el poder político. Mencionaban la matanza de más de mil prisioneros que había tenido lugar en la prisión de Abu Salim, en Trípoli, unos años antes, y muchas, muchas otras injusticias de las que se habían enterado. Sus padres eran parte de una generación de libios que se habían sentido aplastados por el régimen y, en ultima instancia, optaron por una coexistencia pasiva con él; ellos no querían vivir así.

Así como los jóvenes árabes habían sido incitados a la acción política por las desigualdades de sus sociedades expuestas por la televisión satelital, Internet y las redes sociales, de igual modo lo había sido una nueva generación de jóvenes periodistas occiden-tales. Tan pronto como se aquietó la excitación de la plaza Tahrir

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en El Cairo, varias decenas de jóvenes estadounidenses y euro-peos viajaron a Bengasi, ansiosos por presenciar y reportear los acontecimientos. Unos pocos eran documentalistas y fotógrafos en ciernes, pero la mayoría de ellos no eran periodistas en ab-soluto: se hallaban en la región por pura coincidencia, o estudian-do árabe, o viajando por el mundo tras terminar la universidad. Algunos contaban con poco más que un iPhone y una página de Facebook. Fuera cual fuese su experiencia, o su falta de ella, se unieron a un puñado de reporteros más veteranos, como yo, y pronto crearon una intrépida banda de hermanos y hermanas. Compartían sus magros recursos y sus cuartos de hotel baratos, y hacían autoestop para ir de un lugar a otro. Muchos de ellos se sen-tían profundamente identificados con los jóvenes revolucionarios y se convirtieron en sus amigos; las informaciones que enviaban a un indistinto revoltijo de websites y periódicos –cualquiera que aceptara su material– eran a menudo de una eufórica parcialidad.

Había muchos indicios de que cuestiones sociales y políti-cas sin resolver yacían bajo la superficie en Libia. En la muche-dumbre que se hallaba frente a los juzgados de Bengasi eran tan numerosos los jóvenes barbudos, fervientemente devotos, como los que calzaban pantalones vaqueros ajustados y camisetas de-portivas. Entre los grafitis había burdas caricaturas de Gadafi con la estrella de David. Cuando pregunté el significado de esos símbolos, los jóvenes de Bengasi me explicaron que todo el mundo creía que Gadafi era judío. Ello, al parecer, era fuente de sospechas y odio, y un recordatorio del hecho de que, durante los más de cuarenta y dos años que había durado el gobierno de Gadafi, esta nación del norte de África había permanecido ver-daderamente aislada del resto del mundo: era un lugar donde no había habido un intercambio de ideas abierto u honesto, y mu-cho menos un debate, durante mucho, mucho tiempo. Mientras contemplaba el desfile de libios agitando sus banderas y gritando los eslóganes de la revolución, me preguntaba qué ideas subya-cían en lo profundo de sus corazones.

No pasó mucho tiempo antes de que el clima festivo de Ben-gasi comenzara a cambiar. Pocos días después de mi llegada, las

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fuerzas de Gadafi lanzaron su primer contraataque, en el que al-guna gente murió. Después vino el conflicto en sí mismo, con los altos y bajos de la batalla, en el que los jóvenes revolucionarios aprendieron a ser guerreros, a matar y también a morir. Las di-visiones sociales que había observado en las multitudes frente a los juzgados se hicieron más claras y, en algunos casos, se torna-ron venenosamente violentas.

Para cuando cayó Trípoli, en agosto de 2011, la revolución libia se había convertido en una capa multicolor que desafiaba cualquier intento de definición simplista. Entre las caravanas de jóvenes armados y las hordas de gente celebrando en las calles la caída del dictador, era difícil saber quién era un auténtico revo-lucionario y quién no. Muy pronto, tras la formación de una mi-ríada de diferentes milicias, cada una reivindicando diferentes lealtades –algunas geográficas, algunas tribales, algunas ideoló-gicas–, ya no importó.

En todo Oriente Medio la Primavera Árabe se había vuelto súbitamente violenta y, en un país tras otro, la mayoría de los jó-venes que la habían protagonizado terminaban encerrados, exi-liados o muertos.

Tras el derrocamiento de Gadafi, muchos jóvenes libios se marcharon a combatir en Siria. Allí, el campo de batalla fue to-mado muy pronto por una nueva estirpe de extremistas islámicos que buscaban instalar un califato medieval regido por la Sharia, la ley religiosa islámica. Luego, cientos de ellos regresaron a Li-bia trayendo esos violentos sueños consigo. Buena parte de los periodistas que habían estado en Libia se sentían obligados a se-guir informando sobre la dramática ola de cambios en el mundo árabe. Muchos viajaron a cubrir lo que ocurría en Siria. Tanto allí como en Libia, algunos –demasiados– fueron heridos, quedaron traumatizados tras el calvario de unos largos secuestros, o resul-taron muertos porque se hallaban en el sitio equivocado en el momento equivocado. Algunos fueron asesinados cruelmente.

En los últimos cuatro años he perdido a algunos amigos muy queridos y también he llevado luto por personas a quienes ape-nas había conocido. Todos eran miembros de la extraordinaria

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hermandad que nació en esas semanas dramáticas de principios de 2011 en Bengasi.

Este libro está dedicado a ellos.

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Domingo 27 de febrero de 2011

La ciudad libia de Bengasi se encuentra a dieciséis horas de mar-cha si uno conduce peligrosamente desde la capital egipcia de El Cairo. Ambas están conectadas por una franja de carretera y, también, por sus respectivas y recientes «liberaciones», obra de manifestantes antigubernamentales.* En viaje de una a otra, ayer, el lado egipcio de la frontera funcionaba normalmente. Es decir, había guardias fronterizos y funcionarios de inmigración que sellaron mi pasaporte y nos dijeron adiós en unas salas caó-ticas, repletas de cientos de refugiados que huían de Libia, en su mayoría trabajadores bangladesíes y vietnamitas. Allí acababa lo «normal».

Cruzar Libia implicaba hacerlo a pie a través de unos ocho-cientos metros de tierra de nadie hasta un puesto fronterizo; una vez pasado éste, nos hallábamos abandonados a nuestra suerte en la «nueva Libia».

Nos dio la bienvenida una banda de jóvenes entusiastas que hacían las veces de guardias y que nos ofrecieron tazas de té dulce y caliente. Nos mostraron la bandera que habían colgado en lo alto: la vieja bandera real de Libia, roja, verde y negra, y no la uti-lizada en la era de Muamar el Gadafi, que es una simple tela ver-de. Querían que les tomáramos una fotografía frente a ella, como si, al hacerlo, de algún modo validáramos el cambio ocurrido en

* Una serie de manifestaciones populares iniciadas en diciembre de 2010 derrocó al presidente Zine El Abidine Ben Ali en Túnez el 14 de enero de 2011. Once días más tarde, en Egipto surgieron manifestaciones similares contra el presidente Hosni Mubarak, quien se vio forzado a renunciar el 10 de febrero siguiente. Seis días más tarde comenzaron las protestas públi-cas contra Muamar el Gadafi en Bengasi. [N. del T.]

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su país, que todavía parecía algo precario. A su alrededor, los edificios estaban abandonados y cubiertos de grafitis; más allá se extendía el desierto.

La teórica libertad de Libia parecía un espejismo has-ta que condujimos otras seis horas a través de unas tierras casi totalmen te despojadas de gente, un paisaje que alternaba entre el desierto y el ondulado verdear de unas granjas, y llegamos a la vieja ciudad fenicia de Bengasi, con sus decaídos edificios de la era colonial, de estilo italianizante. Allí, en un deteriorado tri-bunal frente a la costanera, había tenido lugar la semana pasada la revolución que, después de varios días de confrontación vio-lenta, puso al «pueblo» al mando de la Libia oriental.

Dos horas después de llegar, me hallaba en los tribunales, ahora cuartel general de la Bengasi revolucionaria, frente al cual paseaban cientos de personas. Tres efigies de Gadafi colgaban de un mástil, y el tronante mar oleaba al otro lado de la calle.

La multitud comenzó a cantar: grandes, rítmicos, estriden-tes cánticos que sonaban como música. Me detuve en un cuarto del piso superior y desde allí miré la escena junto a una de las nuevas líderes voluntarias de la ciudad, Iman Bugaighis, una mujer de unos cuarenta años que es miembro de la facultad de Odontología en la universidad local. Le pregunté qué cantaban. Mientras me lo explicaba, la sobrecogió una súbita, inesperada emoción y comenzó a llorar: están deseando la muerte a Gadafi, dijo. Incapaz de traducir los juegos de palabras de esos hombres y mujeres reunidos allá abajo en grupos separados que cantaban y se respondían, los resumió: «Lo que están tratando de decir es todo lo que no pudieron decir durante cuarenta y dos años. Lo que dicen es que ya no están dispuestos a vivir con vergüenza». «¿Qué es la vergüenza para ellos?», le pregunté. «Gadafi», re-plicó. «Él es nuestra vergüenza».

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