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Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840). Crónica VIII La Legión Británica

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Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvares Caperochiqui Doctor en Medicina y Cirugía 2009

Segunda parte

De la muerte de “Zuma” a la resistencia de Cabrera

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Crónicas médicas de la primera guerra carlista (1833-1840) Javier Álvares Caperochiqui Doctor en Medicina y Cirugía 2009

Crónica VIII

Las aportaciones sanitarias extranjeras. La Legión Auxiliar Británica

En mayo de 1836 se había internacionalizado la contienda bélica; la triple alianza (Inglaterra, Francia y Portugal) apoyaban a los gubernamentales y Prusia, Rusia, Austria, Sicilia y Cerdeña a los carlistas.

8- 1 La Legión Auxiliar Británica.

La Legión Auxiliar Británica había desembarcado en la bahía de la Concha de San Sebastián para luchar al lado del ejército liberal. Su primer destino había sido Vitoria, donde habían sufrido algunos contratiempos y muchas bajas por las condiciones climáticas en Álava y las extorsiones; más tarde volvieron a San Sebastián. La Legión había perdido su primera gran batalla, con el Príncipe carlista Sebastián en el monte Oriamendi en los alrededores de San Sebastián, de donde los liberales fueron desalojados por los carlistas, perdiendo 1.500 soldados. Un escándalo muy criticado en el Parlamento de Londres Pronto iba a presentarse una segunda oportunidad para resarcirse comandado por el general inglés Lacy Evans, al servicio de Espartero. Los Liberales preparaban una batalla a gran escala para intentar dominar todo el corredor desde la capital hasta la frontera de Francia, ampliamente dominado por carlistas.

La Legión Británica la formaban entre 5000 y 8000 efectivos, se trataba más bien de una tropa reclutada, entre gente mercenaria que buscaba un salario, mezclada con aventureros e idealistas. Acompañaba a la Legión un equipo médico profesionalizado con el Cirujano Jefe Alcock a la cabeza, asistido por el cirujano Henry Wilkinson, oficial voluntario apuntado para hacer méritos y coger experiencia en cirugía, también formaban parte del mismo, el médico del Estado Mayor Watson y el asistente Jenner. La coyuntura que esperaban para su plan bélico, se la proporcionó un extraño episodio denominado Expedición Real, de la que hablaremos en la próxima crónica. En la primavera de 1836, el pretendiente Carlos María Isidro de Borbón organizó un ejército poderoso para ir sobre Madrid, en una misión entre absurda e inesperada. Las expediciones carlistas las hacían para captar gente y hacer diversificar las fuerzas cristinas, pero esta era especial, en ella iba el pretendiente y las metas eran más ambiciosas. Esta marcha carlista dejó desguarnecidas durante seis meses, algunas de sus posiciones del Norte, como las plazas de Irún, Fuenterrabía y frontera con Francia, hasta entonces fuertemente defendida por diez batallones comandados por Guibelalde. Para los historiadores será el principio del fin de la aventura carlista.

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El ejército liberal y la Legión Británica habían conquistado ya el puerto de Pasajes y con la disminución del potencial rebelde, creyeron que era el momento de hacerse con el control de la desembocadura del río Bidasoa, de la bahía de Txingudi y de las poblaciones de Irún y Fuenterrabía. Antes de narrar las vicisitudes de la batalla, es preciso conocer al cirujano Wilkinson, ya que a su través y en primera persona tendremos documentos bélicos y sanitarios muy importantes.

a) El cirujano Wilkinson

Uno de los primeros en llegar a San Sebastián con la Legión Británica, fue el cirujano Henry Wilkinson, un señor entre joven y mediana edad, barba poblada, buen observador y amante de la naturaleza, que se instaló como base de operaciones en el Hospital de San Telmo la ciudad, para atender y curar los heridos y enfermedades de la tropa inglesa. San Sebastián se había declarado al comienzo de la contienda partidaria de Isabel II y había permanecido relativamente alejada de la guerra directa durante los dos primeros años. Cuando Zumalacárregui llevó la guerra a Guipúzcoa y fue conquistando plazas, San Sebastián se constituyó, en un tiempo, en seguro refugio de liberales. La llegada por mar de la legión británica y las escaramuzas carlistas en los alrededores habían situado a la ciudad en el conflicto directo. El cirujano Wilkinson vivía alojado invitado en casa de Manuel Alcain, acudía una vez a la semana a una tertulia de café, con su familia protectora. Su estancia en la hermosa ciudad pasaba desapercibida fuera de su entorno médico. Una vez finalizada la contienda y vuelto a su país publicaría un libro con sus vivencias y experiencias que titulará: “Apuntes paisajistas y musicales de las provincias vascas”, que contienen dibujos de algunos parajes que le impresionaron, como los llanos de Vitoria o los pueblos de la costa de Bilbao a Hendaya; también costumbres del país vasco, músicas y canciones; pero contiene sobretodo, momentos de la guerra de Irún, que vivió de manera directa en calidad de cirujano y que por ser tan cercanos, los vamos a denominar “la guerra en directo”. Curioso personaje Wilkinson-, como diría Monreal, -que en plena contienda, tiene la sensibilidad suficiente, como para apreciar la belleza de los atardeceres de San Sebastián, y encuentra tiempo para reproducir en hermosos gravados, lo que veían sus ojos-. Era un gran dibujante, en sus ratos libres se perdía ensimismado en algún lugar maravilloso a plasmar el paisaje; eran dibujos imbuidos de poesía y romanticismo. El galeno tuvo mejor suerte que su amigo el teniente White de Marinos Reales, al que cogieron prisionero los carlistas mientras pintaba. Wilkinson pasará a la historia por ser autor de los dibujos más importantes de San Sebastián, Pasajes, Rentaría, Hernáni, Irún y Fuenterrabía del siglo XIX.

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Volvamos ahora a la batalla de Irún

b) El asedio a Irún y Fuenterrabía

Los mandos del ejército mixto, decidieron el asedio militar a la ciudad de Irún, al cerciorarse de estar defendido por un contingente menor de soldados, que habían marchado con la Expedición Real a Madrid. El equipo médico dependiente del director de operaciones general Lacy Evans se trasladaría junto a la tropa. Al grupo sanitario se habían sumado varios jóvenes voluntarios y entre ellos el soldado Elliot que había sido curado por Wilkinson de varios golpes de culata de fusil en la cara y cuero cabelludo. Asesorado por los mandos del ejército, buscaron una ubicación idónea para poder atender a los heridos, lo más rápido y seguro posible. Escogieron una casa de buenos muros de pared, ventanas pequeñas, habitaciones amplias, situada en el camino entre Irún y Hernáni, a menos de dos leguas de la zona de las hostilidades, con buen acceso directo, alejada de la artillería carlista. Desde allí pudo el cirujano realizar uno de sus dibujos completos de un paisaje bucólico con el mar azul del golfo de Vizcaya, sus pueblos (Fuenterrabía Irún Behobia), las montañas (Jaizquivel, Guadalupe, San Marcial) la desembocadura del río Bidasoa en la bahía; una zona de una belleza que calificaría de idílica, hasta que un bombazo le devolvió a la realidad; el obús procedía del fuerte carlista “el Parque” situado en un montículo al suroeste de Irún. .Wilkinson y sus compañeros se verían obligados a trabajar sin desmayo en la atención de los heridos, porque la resistencia carlista sería muy fuerte a pesar de tener mermada su defensa. El dominio del ejército mixto liberal y británico parecía suficiente y por si no lo fuera, estaban varios barcos de guerra al mando de Almirante Morales y de Lord Hay fondeados no muy lejos de la zona pendientes de intervenir si fuera necesario.

c) Los heridos del asalto

Mientras el equipo sanitario se instalaba y tomaba un pequeño refrigerio, apareció el primer herido liberal; era un soldado español con una herida en el brazo a la altura del hombro, por bala de cañón; tenía tan destrozado el brazo, que se hizo necesaria la amputación, cosa que se llevó a efecto inmediatamente con la ayuda de unos buenos tragos de alcohol del infortunado; en la intervención de Wilkinson se consumieron sólo unos breves minutos, el brazo le fue cortado de raíz, operación realizada en un abrir y cerrar de ojos, estando todavía sin abrir la enfermería. Trajeron más tarde al capitán de fusileros De Bugh con balazo en la rodilla, con orificio de entrada y salida que apenas sangraba y al que sólo tuvieron que limpiar la herida y el trayecto. El teniente Pheelen

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tenía las dos piernas destrozadas por bala de mortero, se hizo lo que se pudo con él falleciendo sin remedio mientras se le atendía. Un oficial del VIII de escoceses tenía destrozada la muñeca por disparo de cañón y también hubo que amputarle aprisa y corriendo, que era la mejor manera de ahorrarles sufrimiento. Dos obuses cayeron sobre la casa mientras se atendía a los heridos; uno de ellos mató a todos los soldados que estaban en la puerta y el otro deshizo un corral. Se mandó un emisario de inmediato para informar al general de la posibilidad de cambiar de ubicación para mayor seguridad. Mientras se esperaban órdenes, los heridos se iban sucediendo, a veces en grupos que esperaban ser atendidos ente gritos, juramentos y lamentaciones; contabilizaron con preocupación que se habían producido un buen número de muertos. Se trabajaba ininterrumpidamente para arreglar lo que estaba en sus manos; cada uno de los médicos con un intendente de apoyo iba pasando a una mesa a los infortunados. Al anochecer había apaciguado el fuego, pero la casa estaba llena de heridos, que pedían agua abrasados por la fiebre. Uno de los asistente de Wilkinson viendo el panorama, vino a sincerarse con el cirujano: “Qué maldito viejo estúpido fui al dejar mi villa de Norwood y alistarme para venir a España, a una guerra que no es la mía” Al día siguiente el mando sugirió que el equipo sanitario se desplazase hasta Behobia, en territorio francés muy cercano y sin peligro de refriegas, ordenó abandonar la casa que había servido de hospital por insegura, y más después de los obuses caídos. Se organizó el traslado de todos los lesionados con una logística militar y sanitaria eficaz: carros- ambulancias, camillas y trasporte en barcas a través de la bahía, dejaron vacía en unas horas la casa que había servido de centro de operaciones sanitarias. En Behobia se había acondicionado un hospital provisional con 60- 70 heridos y con más medios. Allí aposentaron a los heridos de la primera refriega y pronto aparecieron nuevos. El teniente Ormsby traía el brazo colgando de unos músculos y casi se cae la extremidad al retirarle la casaca; prácticamente vino amputado, pero sangrando y tuvieron serias dificultades para pararle la hemorragia, porque la arteria que lleva la sangre al mismo quedó retraída debajo de la clavícula y no hubo forma de apresarla para ocluirla con una ligadura; hubo que taponar la zona con mucho miedo de que sangrara cosa que afortunadamente no ocurrió. En barca trajeron al hospital al joven oficial Bezant tenía el muslo arrancado de cuajo con los músculos colgando y el hueso seccionado muy arriba. Murió muy pronto; era un tipo muy valiente, que dejó impresionado a los médicos por su compostura y serenidad. El tiempo de estancia en Behobia, le sirvió a Wilkinson, para observar y criticar a los médicos franceses, muy aficionados a hacer vendajes compresivos con grandes vendas que molestaban mucho a los pacientes y que él se veía en ocasiones, en la necesidad de retirar la cura y poner otra más sencilla. En unos pocos días el ejército liberal-británico había hecho enmudecer los fuertes carlistas y las posiciones de zonas dominantes; la entrada en la plaza de Irún no se hizo esperar, afortunadamente sin disparos; 350 soldados carlistas fueron hechos prisioneros y recluidos en la imponente casa del pueblo, junto a la Iglesia. Había un número

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considerable de heridos que necesitaban atención; el general Evans mandó llamar al cirujano Wilkinson a Behobia, para hacerse cargo del hospital de Irún, donde el descontrol era absoluto. Los heridos del hospital de Behobia quedaron en manos de otros compañeros. El doctor se trasladó de inmediato junto al emisario que había traído la orden; lo hicieron a caballo y a galope, era un trayecto corto pero peligroso con riesgos, quedaban focos de resistencia rebelde en las inmediaciones del monte y ermita de San Marcial que disparaban sin control a todo lo que se movía; aún así Wilkinson se detuvo unos segundos en el camino junto al río Bidasoa, para contemplar el discurrir de sus aguas, la isla de los Faisanes y las marismas de la desembocadura, ante la desesperación del emisario, más pendiente de las balas que caían cercanas. El aspecto de Irún era desolador, la ciudad era un caos: la mitad de los guerreros carlistas muertos, más de la mitad de las casas destruidas, charcos de sangre por las calles, saqueos por doquier. En el hospital había más de 60 heridos, alguno pertenecía a los carlistas. A pesar de la situación Wilkinson puso orden enseguida, haciéndose ayudar y aplicando protocolos de la armada británica. Llegaron muchos más heridos y hubo que ampliar la zona de hospital al recinto de la iglesia Nuestra Señora del Juncal, una mole de piedra de sillería sin ninguna ornamentación, que se divisaba por encima de las murallas y que también había sido saqueada, no quedando ni estatuas ni pinturas ni platerías, sederías ni nada. Relata el cirujano que había visto morir, nada más llegar, a un hombre viejo nativo que no participaba en la guerra con una herida en la nuca y a una señora joven con un tiro en el brazo que atravesaba el pulmón, abrazada a su hija de cuatro meses a la que protegía y a la que soltó después de su último aliento. Le afectó sobremanera observar que la mujer moribunda y con el hijo en sus brazos había sido violada por la chusma inmunda. Mucho trabajo, muchos gritos de dolor y muchas pérdidas humanas, eran el balance de los primeros días en el hospital. La batalla estaba finalizando, aunque no se podían evitar coletazos. Días después también fue solicitada la presencia de Wilkinson en el convento de los capuchinos en la entrada de Fuenterrabía, donde habían instalado una enfermería improvisada para atender a los heridos de las últimas escaramuzas con los rebeldes; allí llevaron al infortunado capitán Leach con un disparo mortal en la columna vertebral, al mayor Calver con una bala en el brazo por debajo del codo con orificio de entrada y salida y a los coroneles Ross y Beatson con heridas menores. Encarnizada y última escaramuza carlista; enseguida terminarían las hostilidades en la región y dejaría de haber nuevos disparos. Los carlistas, a los que no dudaría Wilkinson de alabar su valentía, acabarían rindiéndose en las cercanías de Fuenterrabía ante la aplastante superioridad del rival. Antes de entregar las armas solicitaron información del trato recibido por los prisioneros de Irún y al cerciorarse que este había sido correcto, accedieron a recluirse de manera voluntaria prisioneros en la Iglesia del pueblo de Fuenterrabía. Wilkinson quedaría unos días más atendiendo los heridos y no abandonaría el lugar sin hacer otro

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de sus dibujos del último hospital de sangre en el convento de los capuchinos, con el pueblo de Fuenterrabía al fondo. Apéndice: La novela “La Gaviota” de Fernán Caballero Para intentar acercarnos más a la vida del citado cirujano, hemos acudido a una novela clásica, en la que la uno de los protagonistas principales había sido inspirado en su figura. La escritora Cecilia Bohl de Faber, “Fernán Caballero” conoció, coincidió y trató a Henry Wilkinson y le hizo el personaje central de su novela “La Gaviota”, bajo el nombre de Fritz Stein. Novela clásica de autora realista escrita hacia 1845, ambientada en la denominada guerra civil de Navarra. Presenta al cirujano como una persona alta, delgada, tranquila, serena, afable, de nobles sentimientos y grandes sensibilidades, que llevaba al cinto una especie de pistola, que en realidad era una flauta con la que se entretenía en sus momentos de ocio. Había acudido a la guerra, al terminar sus estudios y prácticas y no encontrar trabajo en su ciudad; era el mayor de siete hermanos y no quería seguir siendo gravoso para la familia. En el discurrir de la novela, Stein se verá obligado a abandonar la guerra de Navarra por discrepancias con el mando liberal, que le echará en cara haber curado a soldados carlistas y se instalará en el sur de España donde ejercerá con éxito y generosidad la profesión. Fernán Caballero, narra muchas de sus actuaciones médicas: Emplea caldos sustanciosos, refrescos temperantes y leche de burra para curar numerosos procesos diferentes; al duque de Almansa le arregla una fractura de pierna de una caída de caballo, al hijo de la duquesa de Ribas le practicará una incisión sobre las encías para ayudar a que aflore su dentición, a los niños del lugar los vacunará contra la viruela, ayudará a parir a las mujeres y colaborará desinteresadamente en el Hospital San Lázaro de leprosos de Sevilla; en su entorno solo se muere de vejez. El cirujano tiene un gran prestigio, gana mucho dinero a pesar de hacer la mayoría de las curas de balde. Se casará con Marisalada, la joven hija de un pescador, una “doña simplicia” de aldea, a la que enseñará a cantar y más tarde ayudará a convertida en “diva donna”; esta no sabrá estar a la altura de las circunstancias y le engañará con un torero. Fritz Stein antes de morir le perdonará. Era solo una buena novela, pero seguro que muchas de las cualidades de Fritz Stein, bautizado como don Federico en España, adornarían a ese personaje semidesconocido, resucitado por sus dibujos, el cirujano Henry Wilkinson.

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d) La formación quirúrgica de Wilkinson

La tradición de la sanidad militar inglesa, era de gran prestigio; el final del siglo XVIII aportó a la cirugía británica y mundial dos figuras estelares John Hunter y John Pringue dos médicos militares que elevarán la cirugía a la categoría de ciencia por encima de la artesanía. Ambos opinaban que para ser un buen cirujano, hay que saber anatomía, fisiología y patología y que el cirujano tenía que saber tanto como el médico y además también saber operar. Publicaron por separado sus respectivas experiencias en el tratamiento de las heridas de fuego, echando abajo las teorías de la intoxicación que producía la pólvora o aportando nuevas enseñanzas, sobre la posibilidad de cicatrización por primera intención en algunas determinadas heridas de bala, siempre y cuando se proceda a una buena limpieza de los trayectos. El primero de los padres de la cirugía citado Hunter, un gran anatomista, está enterrado en la abadía de Westminster, lugar reservado para monarcas y grandes personajes de la historia. A partir de estas figuras, los cirujanos que formaba el ejército habían abandonado para siempre las costumbres de los barberos y otros oficios parecidos, para ejercer una profesión que requería una formación concienzuda, bien integrada al servicio de la logística de la guerra. La lectura del libro de Wilkinson va a ayudar a entender como se forman y se deshacen los hospitales de campaña o de sangre, y como iban cambiando de ubicación de un lado a otro, según los giros de la batalla o las órdenes de la autoridad militar que miraba por la seguridad y la eficacia de su equipo sanitario; se aprecia también la organización y disciplina de los movimientos de camillas, carruajes, carros-ambulancias que permiten en unas horas evacuar un hospital o llenar otro. Otra característica de una parte del libro es la crudeza de la descripción de los horrores de la guerra, en forma de exposición detallada y dantesca de las heridas y circunstancias de los guerreros afectados y eso que el autor nunca pretendió hacer una explicación pormenorizada. Pocos comentarios nos han dejado sobre los medicamentos que utilizaba. El aguardiente era el anestésico habitual; la pérdida de conocimiento por dolor o hemorragia podía ser un buen anestésico, a condición de terminar pronto la operación y ayudarle a revivir; también el vino seguía siendo una buena medicina para Wilkinson. En uno de los pasajes decía:- Le di vino a mi paciente operado y observé su efecto sobre el pulso. Este se mantenía firme y albergué esperanzas de su buena evolución- De la relación del cirujano con sus pacientes, llamaba la atención su afirmación de decir que a pesar de las penalidades y tragedias vividas le seguía afectando el sufrimiento físico y sobretodo el psíquico, la angustia y ansiedad de los infortunados. A todos hablaba con palabras sentidas diciendo la verdad de sus situaciones. -Ese brazo lo vas a perder-, o esa pierna; pedía autorización para proceder a una amputación; otras veces tenía que comunicar cosas peores: - tu vida está en grave peligro-, -Vas a morir-, palabras dichas con sentimiento y emoción por el bien del interesado

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Las penalidades no le hacían perder el sueño: -Después de trabajar sin desmayo, dormía a gusto en cualquier camastro o rincón; algunas veces en la misma habitación o sala donde estaban los enfermos-. Los horrores de la guerra no le hacían perder el placer de contemplar a las hermosas mujeres, que atendían con esmero a los infortunados lesionados, que los consolaban, aunque no entendieran su idioma y que pasaban con cariño un pañuelo frío para bajar la fiebre o les daban a beber agua para intentar aplacar la sed que la fiebre producía. Cuando tenía un momento libre se relajaba dibujando con habilidad y técnica los paisajes que contemplaba. No hemos hecho ningún comentario, con respecto a las aportaciones militares de la legión extranjera, entre otras cosas por nuestra falta de capacidad en el tema, hemos leído de historiadores más avezados, que opinaban que era un ejército formado fundamentalmente por mercenarios, que aportaron pocas cosas más de lo que significa el aumento de unidades para la guerra. El propio Wilkinson se quejaría en alguna ocasión de su falta de preparación para soportar penalidades y es que 1588 soldados ingleses murieron, en dos años de campaña en España, de muertes no atribuibles a la propia guerra: frío, tifus, tisis etc. El libro de Wilkinson termina con las loas más hermosas a la ciudad de San Sebastián y el recuerdo entrañable a compañeros oficiales muertos en las guerras de 1837 y sepultados en la colina del Castillo del monte Urgull, en lo que se ha denominado desde entonces, el cementerio de los ingleses. La belleza de los lugares no le hace evitar la amargura por la guerra que había vivido: -Una desgraciada guerra civil, con numerosos actos de barbarie por los dos lados, a la que tuvo que acudir por los acuerdos de su gobierno con el de la nación española-. El cirujano volvería a su país después de terminada la guerra, donde ejercería su profesión, siempre ligada a la vida militar, llegando a ser Cirujano del Estado Mayor de la Legión Británica y miembro del Colegio Ingles de Cirujanos. Wilkinson no dejó más rastros, no ha habido manera de hurgar en su vida después de terminada la contienda, solo sus dibujos resucitados pasados unos años le han devuelto al cirujano a la actualidad.

e) El cirujano jefe Alcock

Rutherford Alcock, será el cirujano jefe de los ejércitos y participará en numerosas acciones, lo hemos citado antes en el asalto a Irán y había participado antes en lo que había denominado el infierno de Oriamendi y en el otro infierno de Vitoria. También publicaría a su vuelta a Londres “Los resultados de las amputaciones y defunciones habidas en el Hospital Militar de San Telmo de San Sebastián, sufridas por la Legión Auxiliar Británica en España.

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Pero la parte más impresionante de sus narraciones se refiere a las andanzas por Vitoria a la que no dudará en calificar como “la ciudad de la muerte” y el infierno de Vitoria y no le faltarán razones, puesto que 4.706 soldados de la Legión, la mitad de la tropa, serán atendidos por cuadros muy confusos que pasamos a relatar, siguiendo las explicaciones del cirujano jefe. -Fue un invierno muy crudo el del 1836, los soldados no estaban acostumbrados ni preparados y tuvieron que realizarles 300 amputaciones de pierna por congelación. Tampoco estaban acostumbrados a las aguas y bebidas del país y el tifus se cebó con la soldadesca. -Pero lo peor de todo fue una grave intoxicación por el pan, un acto de sabotaje, del cocinero José de Elósegui de Vitoria, que sería sorprendido “in fraganti” y no tendría más remedio que reconocer su culpa; por lo que sería ajusticiado con garrote vil. El citado panadero fabricaba para la Legión un pan negro y gelatinoso hecho entre otros componentes con temulina, ácido oxálico y albayalde. Alcock afirmaba haber pasado el peor período de la historia de cualquier ejército. Fueron muy complicados los trabajos, hasta encontrar el famoso pan de la intoxicación Una vez localizado el foco y exterminado al saboteador, consiguieron recuperar y curar a 3.100 soldados que habían estado ingresados con vómitos y diarreas graves.

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