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Cuando Sara Chura despierte Juan Pablo Piñeiro

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Cuando Sara Chura despierte

Juan Pablo Piñeiro

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A mis mayores

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“El pasado es para siempre imprevisible.”

Jesús Urzagasti

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Las pieles de César Amato

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I.

El mundo es la casa embrujada que todos habitamos, pensó César Amato en la

cima de las serranías de Murillo. Había subido la montaña sin saber por qué, pero

el trayecto lo dejó maravillado: caballos salvajes de larga cola, extensos bofedales y

luego la cordillera tatuada en la luz fría del Altiplano. Sentado sobre una roca,

ahora podía ver las cosas con mayor claridad.

—Las personas —pensaba César arrobado— somos como el forastero que

llega a medianoche a una casa abandonada. Prendemos una vela encandilando

todo lo que respira en los rincones y silenciando lo que camina metiendo ruido

por los pasillos. Esa luz es nuestra oscuridad.

Por el sendero que descendía de la cordillera, pasaba un hombre con tres

burros de carga. Vestía pantalón de tocuyo, chaleco de oveja, sandalias de caucho

y un lluchu de símbolos kallawayas como los que se tejen en Charazani y Curva;

cargaba un bulto en la espalda y llevaba un kimsacharani en la mano para dirigir a

sus animales. Los burros eran flacos, tenían la piel como un pergamino que

resaltaba las formas de sus afilados huesos. Su paso era propio de un tiempo

cansino, repetido hasta la lasitud, hasta la eterna cotidianidad de subir la montaña

cada año, cada semana, cada jornada.

—Estos mis burros son únicos; saben subir la montaña —le comentó el

dueño de los animales a César cuando se encontraron en un recodo del camino—.

Yo me voy a traer hielo cada día de allá arriba; mis burritos me colaboran. En la

ciudad lo vendo a los que hacen raspadillo —hizo una pausa y señalando su carga

dijo: —Para que no se me resbale lo meto en paja brava; así llega sanito hasta la

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tranca.

César lo miró pensativo:

—O sea que perteneces a la cofradía de los trabajadores del frío.

El hielero bajó la mirada y se retiró junto a sus tres animales sin proferir

palabra alguna. César hubiera querido que le preguntara por el gremio al que

estaba afiliado. Soy parte del gremio de ciencias ocultas, embrujos severos e

ilusiones menores —hubiera respondido el pax’paku con cierto desdén

involuntario. El hielero se perdía en la distancia y a César le pareció, por un

momento, que de uno de los bultos que cargaban los animales se desprendía un

par de pies. Otra vez estoy viendo sonseras, pensó antes de descender de la

montaña.

¿Un hielero? ¿Podría convertirse César en un hielero, sentir el hielo como él,

sentir la montaña como él? Cada vez que César conocía a alguien, se hacía este tipo

de preguntas, como si cada persona fuera un disfraz potencial. Por otro lado, el

hielo tenía para él un significado especial que se revelaba cada vez que evocaba

una imagen de su infancia, cuando se vio reflejado de súbito en las lagunas

glaciares de Sorata, su pueblo natal. Como Narciso, no se identificó con el reflejo.

Presentía que esa forma difusa tenía vida propia, una vida distinta a la suya. Era

él, disfrazado en el hielo, el que imitaba sus movimientos y gestos; era César, con

la piel mudada, el que se convertía en otro. Revelación vital para el mapa del

recorrido de su existencia. Mudar la piel significaba, en su propia mitología, ser

otro por completo.

A sus diecisiete años, tuvo un extraño sueño. Se encontraba en una playa

extensa que en lugar de dar al mar, desembocaba en un abismo cubierto de niebla.

Enterradas y esparcidas en la arena había monedas antiguas, llenas de signos y

dibujos que no entendía. César las recogía emocionado y cada vez que alzaba una

moneda, apretándola en su puño, su voz cambiaba. Al despertar supo que las

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monedas eran pieles, y que el albur de su vida debía ser la eterna mudanza. Así

habitando las distintas posibilidades de ser otro, olvidaría la pesada máscara que

heredó del mundo. El era el paxp’aku, el especialista en dar gato por liebre,

marear la perdiz, dorar la píldora y contar el cuento del tío. El era el ilusionista, el

que con palabras podía crear una piel para después vestirla. Este arte era más

apropiado para sus intenciones que el oficio de actor. Él no sería como un

intérprete que revela sus otras entidades solamente en un escenario, espacio

delimitado, acondicionado para la tramoya. El actor tomaba prestada otra piel, el

paxp’aku mudaba de piel. Su escenario era este mundo; la casa embrujada qué,

según él, todos habitamos. En este caso, pensaba César, mi luz, la vela que

encandila el rostro apagado del mundo, multiplicada será comunidad y

fragmentada será el más insoportable absurdo. Yo seré el fantasma errante que

hablará por distintas voces y será distintas luces, y a la vez seré siempre el ajeno.

Con estas reflexiones, César Amato regresó a la ciudad de La Paz.

Era el atardecer del 13 de junio de 2003, víspera de la fiesta del Señor del

Gran Poder, único Cristo de tres rostros. La ciudad estaba ansiosa, en el aire ya se

percibía un ligero tufo a cerveza que anunciaba la fiesta del día siguiente y la

resaca incandescente de toda la semana. Miles de bailarines ultimaban los detalles

de su vestimenta junto a los bordadores que habían trabajado sin parar desde el

mes de mayo. Morenos, diablos, llameros, tinkus y sicuris estaban listos para

calzar sus disfraces y bailar en la entrada folklórica. Bailar, para los devotos, era

adorar al Señor del Gran Poder; para los impíos, era ejercer una profunda libertad

que brotaba de la misma fiesta. No solamente los bailarines y los bordadores

estaban alocados con los últimos detalles; en las calles se multiplicaban los

puestos de comida, de cerveza y de cotillón. Los bares se abastecían para recibir a

los pasantes de cada comparsa. Debían estar listos para una semana de festejos.

César se confesaba como un fanático de la víspera del Gran Poder, es como si todo

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fuera a cambiar mañana de una manera radical, como si el mundo esperara la

llegada de una instancia nueva, tan importante como el día o como la noche, decía

cada vez que se emocionaba de borracho.

A las siete y media de la noche César Amato llegó a su habitación. Era un

cuarto que había alquilado hace diez años cerca de la Garita de Lima. Le encantaba

vivir en esta garita, antiguo límite de la ciudad, lugar donde arribaban los

caminantes, porque él era siempre un recién llegado a la ciudad, un viajero en

tránsito como todos los paceños. Su habitación, a pesar de ser pequeña, hacía las

veces de taller y de oficina, dependiendo siempre de la piel que César vestía en ese

momento. Al fondo siempre el mismo catre; al lado el viejo baúl que usaba para

guardar recuerdos de sus pieles; al frente un escritorio y un perchero; en la

ventana persianas de metal que, junto a la máquina de escribir, eran un elemento

nuevo y subordinado a su último proyecto. César Amato había decidido mudar su

piel hace una semana, decidió convertirse en un detective. Su tarjeta de

presentación rezaba así:

César Amato

Investigador privado especializado en casos sin resolver

Publicó un aviso en el periódico durante una semana. Sabía que para

resaltar en el difícil negocio de la investigación privada tenía que ofrecer un

servicio distinto: resolver casos que no habían podido ser resueltos. Para poder

convertirse en un buen detective había tenido que averiguar por varias semanas el

modus operandi del gremio. Sabía que usaban gabardina, por lo tanto su oficina

debía tener un perchero largo para colgarla junto al infaltable sombrero. Sabía que

debía tener un escritorio con una maquina de escribir para anotar los datos de sus

investigaciones. Sabía, además, que la luz ideal para un detective era la que

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provocaba claroscuros filtrándose a través de las persianas. Cuando las consiguió

se sintió preparado para ejercer a sus anchas su nueva piel.

Cuando llegó a su habitación esa noche, doña Dora, la dueña de casa, lo

estaba esperando. Era una anciana dulce que al perder su familia de muy joven,

decidió vivir en soledad. Es mejor así, decía la señora, sola soy, así no sufro de que

se encariñen conmigo. César Amato había puesto como referencia en el aviso del

periódico el número telefónico de la señora, ella dejaba que los inquilinos

utilizaran su línea e incluso tomaba los recados. César te han llamado para que

trabajes de detective. Estate atento, en una hora volverán a telefonear, le dijo, en

tono maternal, la dueña de casa. El pax’paku colgó su sombrero y su gabardina en

el perchero, se sentó en el escritorio y esperó la llamada mirando la calle a través

de las persianas. Afuera, en alguna habitación de la ciudad, una mujer también

observaba la calle desde su ventana; estaba ansiosa y se sentía frágil, era Sara

Chura.