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Cuentos de la diáspora 1 Autor: Fausto Leonardo Henríquez

Cuentos de la diaspora 1

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Mis cuentos escritos en Honduras, América Central entre los años 1997-2008.

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Cuentos de la diáspora 1

Autor: Fausto Leonardo Henríquez

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DEMONIO MERIDIANO

En la empresa tenía fama de ser el mejor agente de seguros. Viajaba con frecuencia,

daba conferencias aquí y allá. Recibía condecoraciones, diplomas de reconocimiento y

bonificaciones. Poseía varias tarjetas de crédito en dólares. Tenía carro de lujo y casa

abarrotada de objetos preciosos comprados en sus viajes turísticos. El sobre blanco llegó

un día cualquiera. Dentro traía una nota que decía: “Gracias por sus servicios”. Esta

breve pero lacónica expulsión le valió la ruina, depresión y la esterilidad total a Oscar

Ortiz. El demonio meridiano lo acosó hasta hacerlo perder el juicio.

AVE SIN NIDO

El día que ella lo vio, un cosquilleo le hizo arder el corazón. Su cuerpo virgen, adulto,

de unos treinta años, por primera vez había sido sorprendido con la llama inconsumible

de Eros. El joven era de prosapia, un potentado mestizo, gerente de una transnacional al

que toda mujer, -por ese misterio que tienen los hombres seductores, galanes y de

dinero- caía postrada ante su arrolladora presencia. Interpuso Ártemis su fuerza y

desintegró el noviazgo, tal vez el último de Susana. Esto sucedió después de perder la

flor de la virginidad y quedar como ave sin nido.

CONFESIONES DE TÁNTALO

Este castigo pesa sobre mi alma desde hace siglos. El mundo ha evolucionado desde que

divulgué todo lo que hoy el mundo sabe y conoce

Sigo aquí todavía, con el agua al cuello, en lo profundo de mi memoria. Miro en el

pasado lo que fui, mas lamentablemente no puedo escapar de esta insoportable camisa

de agua. Ya nadie pasa por aquí, salvo cuando me despierta del sueño algún explorador

de mitos.

Soy y no soy, existo y no existo. Sin embargo, estoy vivo porque he llegado a trascender

el tiempo. Sé muy bien que yo estoy en la memoria colectiva de la raza humana. Tuve

secretos divinos que poseían parte de la verdad. Uno dice su propia verdad, y yo la dije

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pensando en la gente de todas las generaciones. Aquella verdad es la que todos hoy

pueden manejar en torno a la técnica y a las comunicaciones, el espacio y las ciencias.

Tal vez la roca de la injusticia algún día caiga de mi cabeza, porque si algo pesa en mi

vida es sentir el peso del mal causado por los de mi misma especie. Otro gran lamento

que surge de lo más profundo de mi interior (cuánto lo he dicho en mis plegarias

matutinas) es el hambre de eternidad que despiertan en mí las frutas del árbol de la vida.

Esas frutas jugosas que se me escapan y huyen de mí causando un hambre muy honda.

Es agónica mi insistencia. Vivo pensando en probar esa fruta. Es desesperante porque

nunca las alcanzaré.

Si Dios no me saca de estas aguas turbias de la nada cotidiana y si no me quita esta

tosca piedra de mi cabeza, seguiré postrado ante el mal.

Yo, Tántalo, confieso que deseo ir con la humanidad toda hacia donde se pone el sol,

allá, donde nunca muere la esperanza.

DRAMA EN UN ACTO

Hace quince años que me casé con él. Me da todo lo que quiero: carro, vestido, joyas,

sexo y dinero. Tiene buenos sentimientos y trabaja de sol a sol. Pero tiene un defecto:

toma alcohol, ha embarazado a una mujer y a mí, míreme, me golpea y me amenaza con

matarme con su pistola. Sólo cuando bebe.

EL BMW DE ESTEBAN

Esteban acababa de comprar un carro nuevo, el carro que siempre soñó tener. Todos los

días lo llevaba a lavar para tenerlo pulcro, nítido. Su carro se convirtió en su dios, en las

niñas de sus ojos. Su esposa Iris sintió que todas las atenciones de su marido recaían en

el BMW de suerte que se sentía desplazada. Al medio día, cuando pasó por el kínder a

buscar a su hijo José Manuel de dos años, se detuvo para hacer una transacción en el

Banco Central. El pequeño empezó a dibujar con sus crayolas en los asientos, en los

cristales y todos los lugares posibles y con todos los colores posibles. Estaban, furioso,

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empezó a darle pao pao en la mano derecha de José Manuel. En un extraño delirio de

cólera maltrató tanto al pequeño que, al llegar a su casa, Iris notó que la mano de José

Manuel estaba completamente amoratada. El niño, lloraba de dolor y se quejaba.

Esteban profería toda clase de insultos y maldiciones como fuera de sí. En el colmo del

asunto, el niño perdió su manita y hubo que amputársela. El pequeñín, viendo que le

faltaba su mano, le dijo a su padre: papi, yo me porté mal y me castigaste, ahora

devuélveme mi mano, que no lo volveré a hacer. La inocencia de José Manuel le

penetró la conciencia a Esteban y éste lloró su estupidez.

EL CUERNO DE AMARTEA

La Llanada Arriba, Subida de la Cuaba, año 2002. Juana Abréu, viuda de

Henríquez, heredó de su marido una gran crianza de chivos. Éstos pastaban en una finca

de ochenta tareas de tierra. Arroyos, manantiales y el río Dajao abastecían de agua, no

sólo el inmenso rebaño de cabras, sino incluso algunas decenas de cabezas de vacas

para el ordeño doméstico.

La viudez de Juana Abréu se caracterizó por una terrible soledad. Todos sus

hijos ya estaban casados. Unos se habían ido a los Estados Unidos de América y otros a

las ciudades del país. Ella tenía ochenta y dos años. De las familias que había en La

Subida de la Cuaba en los años noventa -pese a habérselo dicho mil veces sus hijos-

sólo ella se quedó custodiando el caserón que le dejó el difundo Don Luis y unos

cuantos animales de crianza. Juana Abréu sabía que a su edad el final estaba cerca.

Fue entonces cuando mandó llamar al mayor de sus nietos, que siempre había

sido de ayuda en los momentos cruciales de su vida, -especialmente cuando Don Luis

falleció-, para comunicarle los secretos que guardaba con más sigilo que los pecados

confesados a un sacerdote.

-Moy, le reveló ella, con estricta privacidad y en ausencia de oídos envidiosos,

aquí tienes el Cuerno de Amartea, una chiva blanca a la que un rayo, durante una

tormenta, se lo arrancó de cuajo. Andaba yo por el monte cuando sucedió el milagro de

los dioses. Yo cogí el cuerno y lo guardé sin saber que era un regalo del cielo. Toma, te

traerá suerte, pues es un cuerno sagrado, divino.

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El joven nieto tenía en su rostro un deje de extrañeza, pero al mismo tiempo sus

ojos brillaban con más intensidad. Presentía que algo grande sobrevendría a su vida.

Guardó el cuerno de Amartea con mucho celo donde nadie lo encontrara.

A partir de ese día, el 5 de septiembre del año 2002, Moy empezó a sentir los

efluvios del cuerno de la cabra. Resultó que un amigo bohemio, José Tatán, que

regentaba un hotel casino en Barahona, una ciudad al sur de la República Dominicana,

le llamó por teléfono para darle una gran noticia.

-Moy, hijo mío, -como él solía llamarlo-, un gringo compró el casino. Ven a

buscar tus acciones, doscientos mil dólares.

-Tatán, ¡no lo puedo creer! Ahora sí que la pegué.

Entre tanto, Juana Abréu, contra todos sus hijos, se casó con Nono (Gregorio) un

hombre esquizofrénico a quien le daban ataques de locura como al más endemoniado

del mundo. Un día en La Vega, frente al Centro Médico Padre Fantino, dando gritos,

saltó entre unos carros quebrándole de una patada el cristal delantero a uno de ellos.

Los quince hijos de Juana Abréu se opusieron (y dos que habían muerto de

seguro se revolcaban bajo tierra) a que ella se casara con un loco. Pero como no quería

pasar los últimos días de su vida sola, contra viento y marea, se casó religiosamente

contra todo pronóstico con un hombre de cuarenta y pico de años. Su matrimonio, de

haberlo conocido los periodistas, habría sido noticia de primer impacto.

Moy, por su parte, era el único beneficiario de la anciana que, para unas cosas

era tan loca como Nono, y para otras era astuta y clarividente. Sucedió que un vendedor

de billetes de la lotería nacional, mientras Moy hacía una parada de semáforo en un

viaje que hiciera a Santo Domingo, le vendió una ristra de números que tenía de remate.

No supo cómo ni porqué compró los números, pues casi nunca gastaba dinero en esas

pendejadas, como decía él, pero por fortuna alcanzó el premio mayor. Con el dinero que

ganó se compró un carro nuevo y un apartamento de lujo en Santiago de los Caballeros.

Pocos días después, nada era casual, una empresa importante de La Vega –a la

que nadie podía hacer frente por poderosa e influyente- le había invadido a Moy un

terreno de ocho tareas, ante lo cual interpuso una demanda judicial que ganó obteniendo

una fuerte suma en efectivo en concepto de indemnización.

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Ante los sorprendentes efectos del cuerno de Amartea, Moy fue a visitar a su

abuela, Juana Abréu, para contarle lo acontecido. Al verlo, ella se adelantó y le dijo:

-Hijo, cuida el cuerno de la chiva, es el cuerno de la abundancia. El que lo posee

nunca tendrá necesidad de nada; ni de amor, bienes, dinero o salud.

-Mamá Juana, ¿quién le dio a usted el cuerno?

-Zeus, hijo, él me lo confió y me autorizó entregarlo al primer nieto de mi

descendencia.

-¿Zeus?, ¿el dios mitológico?

-Sí, él es quien me dio el cuerno de la chiva y por una revelación que me hizo

eres tú el heredero del mismo. No hablemos más de eso, que los dioses se pueden

rebelar y arrebatarte la felicidad que ahora tienes y la que tendrás hasta el fin de tu vida.

En efecto, Moy ya no preguntó nada más para no contrariar a la anciana y al

extraño dios del mito que, fuera quien fuera, algo bueno le estaba procurando.

La abuela guardó para sí otro de los secretos que pronto iba a ser una gran

sorpresa para su nieto. Para entonces, ya no quedaban chivos en la hacienda de doña

Juana, salvo una marrana recién parida, una chiva blanca con un solo cuerno y dos

panales de abeja para producir miel.

La ausencia del rebaño de cabras hizo que pronto la hacienda se poblara de

matorrales. De día sólo las chicharras se oían y raras aves perdidas en los montes.

Moy había comprado todas las tierras que en herencia les correspondían a los

tíos suyos, o sea, a los hijos de doña Juana Abréu. Una mañana de sol radiante, salió a

explorar los condominios que le correspondían y otros que compró a los campesinos

colindantes con el dinero que se sacó en la lotería. Bajó al río Dajao, a la parte que da a

lo del difunto Honorio, abuelo paterno del joven afortunado. Mientras se lavaba la cara

en el agua poco profunda del río, pudo ver en el fondo una piedra brillante que le llamó

la atención. La observó detenidamente. Se dijo para sí con un aire de triunfo en el

rostro:

-¡Oro, esto es oro!

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Siguió mirando y pudo percatarse de que la peña del río tenía un ligero tintineo

dorado. Extrajo un pedazo de roca color carbón con adherencias que parecían escarcha a

la luz del sol. Intuyó que podía ser oro y llevó una muestra a un laboratorio de minería

en la capital. Un ingeniero especialista en metalurgia le dio el diagnóstico de la muestra.

-Esto es oro, pero el oro legítimo está abajo, en lo profundo de la roca.

-Quiere decir, Ingeniero, que tengo una mina.

-En efecto, tiene usted mucho oro, es usted rico.

Moy, asesorado por ingenieros y expertos, legalizó la mina y empezó a

explotarla. En pocos años acumuló una gran fortuna. Se compró un yate en Puerto Plata

y una casa en la playa.

A nadie le dijo nada del cuerno de la chiva Amartea. Juana Abréu murió rodeada

de abejas y de una chiva blanca con un solo cuerno.

Nono enloqueció por completo. Fue el único que, en su locura, pudo ver que la

chiva Amartea era sólo un producto de su esquizofrenia y todo este cuento también.

UNA ENFERMERA GRACIOSA

La enfermera del lunar en la mejilla se hizo popular en el hospital por su peculiar

belleza y su andar contoneante. Los enfermos, al verla, recuperaban, en medio del

sufrimiento físico, la alegría. Ella les pasaba la mano por sus frentes y era como un

bálsamo. Les preguntaba cómo se sentían y velaba por que el suero nunca se acabase sin

antes ser repuesto por otro nuevo. Su sonrisa, su humor y su mano tierna la hizo más

famosa incluso que los médicos. En las últimas dos semanas sólo se hablaba de ella.

Hasta que se supo que en realidad hacía veinte años que la enfermera del lunar en la

mejilla había fallecido.

LA MADRE QUE ME ENGENDRÓ

Hace diez años que mi madre, la que me crió, murió; de la que me engendró no supe de

ella si no hasta hace cinco años. Yo sentía un deseo de conocerla muy grande. No quería

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sentirme huérfano. Así es que me dispuse a buscarla. Un tío mío me dijo que ella vivía

en una hacienda de La Florida, Santa Rosa de Copán. Nos pusimos en camino hacia el

cerro en donde se hallaba mi madre, pues resulta que ella vivía en un comedero de

vacas, chivos, gallinas y cerdos. Yo sentía una gran ansiedad por conocerla. A mis

treinta y cuatro años parecía un niño. En el trayecto mi corazón palpitaba al cien por

cien. Cuando mi tío Sebastián y yo nos aproximamos a la casa de la hacienda, pudimos

ver a una mujer de piel canela que bregaba con de masa maíz en el patio. Los doscientos

pasos siguientes se me hicieron largos y retumbaban en todo mi cuerpo. Mi tío

Sebastián me dijo: yo te voy a presentar, recuerda que no te conoce. –Sí, tío, es verdad.

Vea como le hace. Cuando estuvimos frente a la mujer mi tío le dijo: Tina, le presento a

este joven. A lo que ella respondió: mucho gusto, pasen, siéntese, ¿hijo de quién es?

Preguntó. Mi tío quería llevar las cosas un poco lejos y le volvió a decir: fíjese bien,

adivine. Pero ella se confundió más y un poco ruborizada añadió: no, no sé de quién

será hijo. Mírelo bien, Tina, es Joselito. Mamá abrió los ojos y haló aire, pues sentía que

se ahogaba. Después preguntó para despejar sus dudas: ¿cuál Joselito? La pregunta

estuvo de más, era sólo para darse tiempo, pues sólo había un Joselito en la familia, y

era justamente yo. Sin embargo, mi tío le corroboró: es tu hijo Joselito, Tina. Entonces

mi madre se llevó ambas manos a los ojos y se arrodilló ante mí porque no pudo

aguantar la emoción de pie. Le ayudé a levantarse y la abracé entre sollozos. A partir de

ese instante, que jamás olvidaré, mi vida cambió.

EL DELITO DE SER UNIVERSITARIO

Un día entró un predicador al aula de clases donde Miguel Ángel de Sula cada

mañana recibía su formación académica. Aquél leyó un texto del libro de los Macabeos.

El texto decía que Judas el hijo de Matatías exterminó a todos los impíos, apóstatas y

cobardes. Su éxito, logrado por la punta de su espada, se extendió grandemente por

todos los pueblos. El pastor amenazó con su índice directamente a Miguel Ángel de

Sula quien, nervioso pensó en regresar a su país, Honduras, cuanto antes.

Corría el año 1978. En Nicaragua ser universitario constituía un delito, ya que los

estudiantes suministraban armas e información a la guerrilla. Si alguien era

universitario, no importaba quién fuese, tenía ganada la pena capital: la muerte.

Miguel Ángel de Sula, estudiante del último año de ingeniería química, viendo que

las cosas se estaban poniendo feas, decidió retornar a Honduras, su tierra natal. Recogió

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sus bártulos con las prisas de quien tiene que apagar un fuego. Se dirigió hacia

Esquipulas, a diciseis kilómetros del territorio hondureño. Allí se alojó en un hotel para

pasar la noche, la cual le costaría siete dólares, una fuerte suma de dinero para un

estudiante extranjero. Estando Miguel Ángel dormido oyó que alguien rompió las

celosías de las persianas. Dos jóvenes desconocidos le suplicaron que les dejase dormir

allí porque no tenían dónde quedarse. En realidad no le dijeron la verdadera causa por la

cual se veían forzados a pedir asilo. Miguel Ángel, aturdido por el sueño malogrado, no

supo qué hacer, mas cuando se despejó de la turbación hizo un trato con los dos

extraños. Cada uno le daría un dólar para ayudarle a pagar el hotel. Cerraron el trato y

se acostaron a esperar la luz del día.

De pronto, tres soldados arremetieron contra la puerta de la habitación en la que

yacían los tres jóvenes estudiantes. Los sacaron a la calle violentamente, donde les

hicieron un soberbio interrogatorio.

¿Quiénes son ustedes?

Somos estudiantes universitarios, dijo Miguel Ángel de Sula, inocentemente, sin

saber que acababa de firmar su pena de muerte.

Ajá, con que universitarios, dijo burlonamente el soldado que les interrogaba.

Cegado por la ira el militar los hizo subir al jeep de patrulla entre patadas y

culatazos. Los trató vilmente, como a bestias de carga. Los insultó y les mencionó la

madre a todos con tal fuerza e ímpetu como el peor de los sargentos de las películas

recias norteamericanas. A Miguel Ángel de Sula lo sentaron en el centro del asiento

trasero. Uno de los soldados continuamente les apuntaba con su fusil y otro con una

escopeta de dos cañones, de las recortadas. Cuando ya habían recorrido un largo trecho

por una carretera solitaria, por donde solamente los grillos nocturnos y el croar ansioso

de las ranas ensordecen, parda la noche tibia, el que manejaba el jeep se detuvo y dijo al

que estaba sentado a la derecha de Miguel Ángel de Sula:

Tú, baja; pon las manos contra la nuca. Tienes una única oportunidad para vivir:

decirnos dónde está escondida la guerrilla.

No lo sé, contestó el joven estudiante.

Camina cinco pasos al frente. Ahora arrodíllese.

El joven se arrodilló. En ese preciso momento le apuntó en la cara.

Dime, ¿dónde se oculta la guerrilla?

Le he dicho que no lo sé, soy un estudiante universitario, no un guerrillero.

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El soldado, que continuaba apuntándole en la cara, perdió la paciencia y le disparó a

quema ropa. El joven estudiante dio un brinco de venado herido y cayó con el rostro

desmoronado a varios metros. Y como se movía le volvió a disparar en la espalda un

tiro de gracia para asegurarse de que el escopetazo en la cara había sido eficaz.

Miguel Ángel de Sula y el otro muchacho se quedaron espantados por el horror de la

escena que acababan de ver. También ellos presentían la muerte. Uno de los dos iba a

ser el siguiente. Por la mente de Miguel Ángel de Sula pasaban muchos pensamientos.

Los de odio y repugnancia, los de impotencia y valentía, los de indefensión y miedo.

Los ruidos de la noche de pronto se convirtieron en un único ruido: el del disparo que le

dieron en la cara al joven de forma indiscriminada.

Al cabo de unos cuantos kilómetros otra vez se detuvo el jeep. Las piernas de

Miguel Ángel temblaron, la se heló en sus venas. Una voz seca y autoritaria, la que

ordenó salir al fallecido estudiante, exclamó:

Usted, dijo al que iba a la izquierda de Miguel Ángel, salga, que es el siguiente.

Tiene una última oportunidad de salir con vida de este lío, agregó. Si tiene algo que ver

con la guerrilla díganoslo de una vez y dónde está su centro de operación.

Pero el estudiante no articuló ni una sola palabra. Como no respondió a la pregunta

fue sometido a la misma pena de muerte que el primer joven asesinado. Subieron de

nuevo al jeep con Miguel Ángel dentro. Los soldados pensaron que con las dos muertes

anteriores habían amedrentado a último estudiante, a fin de sacarle toda la verdad, mas

no fue así.

Continuaron corriendo por la carretera que va hacia la frontera hondureña. Miguel

Ángel sabía que su turno no estaba muy lejos y empezó a maquinar cómo podía

fugárseles a los soldados. La luna se ocultó tras espesas nubes como para no ver el

terror que se aproximaba.

Yo soy hondureño, dijo parcamente Miguel Ángel, no tengo que ver con nada de

toda esta historia, voy de regreso a mi país.

Y a mí qué me importa de dónde seas tú, pedazo de sabandija.

Digo la verdad, agregó Miguel Ángel. Denme un chance, soy hijo único y mi madre

me espera.

Mal parido, te quieres callar. Tú, detén el jeep, dijo al chofer.

Miguel Ángel de Sula pensó en fracciones de segundos: ya me llegó la hora. No

perderé nada con correr. Cuando sienta el calor de un disparo entonces sabré que soy

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hombre muerto. En cuanto ponga la punta de mis pies en el suelo correré en dirección

contraria, de manera que cuando den la vuelta yo me les pierda en la oscuridad.

Aún estaba pensando su estrategia Miguel Ángel cuando súbitamente se oyó la voz

rota del militar:

Baja, es tu turno.

Miguel Ángel ya sabía lo que iba hacer. Abrió la puerta del jeep y, como un atleta de

altas velocidades, no más poner los pies en el suelo corrió sin rumbo fijo amparado tan

sólo por el espesor nocturno. Los militares rugían como leones burlados por su presa.

Miguel Ángel corría y corría con la desesperación de un fugitivo. La única manera de

salvarse era correr, y eso lo supo hacer muy bien Miguel Ángel, quien a su paso rompió

un cerco de alambres de púas. Pero con tan mal agüero que cayó en un abismo de unos

quince metros y en cuyo fondo había una poza de agua. Definitivamente, la suerte le

acompañó pudiendo salvarse. En toda la noche no se atrevió a salir por temor a que los

militares lo estuvieran buscando. Escondido entre matojos permaneció hasta que, allá

por las siete de la mañana, oyó gente por los alrededores. Sigilosamente salió del

escondrijo. Fue en ese momento cuando se apercibió que estaba herido en el pecho, sin

camisa, descalzo y con los pantalones rotos.

Decidió allegarse a la casa más cercana. Miguel Ángel tocó la puerta, pero nadie le

abrió y, temiendo que fueran a verlo, de una patada la derribó. Una mujer escuálida se

quedó estática mirando al intruso.

Socórrame, por favor, señora, que me quiere matar el ejército.

¿Quién es usted?, preguntó la mujer aún atónita.

Me llamo Miguel Ángel, soy hondureño, ayúdeme a escapar.

Lo andan buscando, joven, márchese pronto de aquí que están por llegar los

militares.

La mujer le dio una camisa de hombre, acaso la de su marido y le facilitó una

bicicleta para que corriera hacia la parte fronteriza. Miguel Ángel le dio los dólares que

tenía para pagar el hotel. Se montó en su bicicleta y corrió rumbo a la frontera que

estaba ya bastante cerca.

Al poco tiempo de salir huyendo en su bicicleta el fugitivo llegó una patrulla a

inspeccionar la casa de la mujer. Descubrieron que la puerta estaba rota. Obligaron a la

pobre mujer a decirles la verdad de lo acaecido. Allí mismo le dieron un tiro y se

marcharon hacia la frontera, esta vez sin jeep, aunque corriendo para darle caza. El

prófugo podía denunciar al ejército y destapar la barbarie que estaban cometiendo. Y

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esto no lo podían tolerar. De ahí que en la mente de los soldados latía una sola idea:

matarlo antes de que cruce la frontera.

Muy por delante iba Miguel Ángel de Sula cansado de tanto pedalear. Faltaba un

kilómetro para llegar a la frontera, cuando, desgraciadamente, se le pinchó una rueda. El

fugitivo oyó disparos distantes. Creyendo que estaba de nuevo próxima su muerte,

arrojó la bicicleta y corrió a pie, pero ya sin las fuerzas con que lo hizo la noche

anterior. Como le importaba seguir viviendo resistió el cansancio de su cuerpo y la

terrible angustia de estar perseguido sin aparente causa. Por fin pudo cruzar a tierras

hondureñas. Una sensación de libertad y de estar como en casa le insufló grandes

ánimos y corrió tierra adentro como un venado. No volvió a escuchar más los disparos

de los soldados, pero eso no le detuvo hasta que se sintió totalmente seguro de que no lo

perseguían.

Estando ya en san Pedro Sula, Miguel Ángel denunció las muertes de los

estudiantes. El abogado que llevaba el caso le aconsejó salir del país porque lo podían

linchar si permanecía en Honduras. Se acordó de la sentencia que le hizo el pastor en el

aula de clases. Para que no se cumpliera viajó a México hasta que los tiempos

cambiaron y él ya pudo rehacer su vida como ingeniero químico.

EL MAR EN UN SEGUNDO PISO

El fontanero llegó como a las tres de la tarde para sanear el problema de una llave de

agua en el lavamanos del baño de Alfredo Lanza, un amigo que vino desde Barcelona a

pasar una temporada a Honduras, por expresa invitación de Roberto Alvarado, un gran

amigo y admirador suyo.

Alfredo era un hombre de casi setenta años de edad, escritor de humor popular, pero

muy bien conservado. Su único defecto era su sordera. Oía muy poco, y había que

hablar fuerte para que oyera todo.

Roberto Alvarado, bastante más joven, como anfitrión le asignó una habitación

situada en el segundo piso, lugar donde sin saber cómo se convirtió en un inmenso mar

de agua.

El fontanero dejó todo bien reparado. Se marchó satisfecho y complacido por lo que

había cobrado. Varias horas después de estar resuelta la avería todo iba bien. Incluso a

la hora de acostarse no había ninguna anormalidad.

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La cisterna, como cada noche, quedó en marcha, con el automático para cargue y

recargue a presión de las tuberías de toda la casa. Nunca había pasado nada hasta la

noche del 18 de Febrero de 2003.

La noche del 18, que será recordada para siempre, era una noche placentera. De

alegrías sumas porque ese día le había ganado el Barcelona al Milán y Honduras había

empatado con Panamá.

Contentos como estaban los amigos se fueron a descansar sin saber lo que en la

madrugada les sorprendería.

La puerta de acceso al segundo piso era de cristal hermético para conservar el aire

acondicionado en los días de calor. Nadie sabía, hasta la tragedia del 18 de febrero, que

iba a servir de muro contenedor de cientos de litros de agua.

Eran las tres de la mañana cuando Roberto quiso levantarse a orinar. Medio dormido

como estaba se sentó en la cama con los pies, sorpresivamente, metidos en más de ocho

dedos de agua.

Sus ojos se abrieron atónitos. Acabó de despertar, lógicamente. En seguida se dio

cuenta de que algo andaba mal. Miró alrededor. Por un lado flotaban las chancletas, los

tenis de diario, los pantalones que había dejado colgados del respaldar de la silla de su

habitación estaban mojados casi por completo.

Por su mente pasaron muchas cosas en unos segundos. En piyama como estaba salió

de su habitación. Toda la sala estaba hecha un mar. Los muebles de la sala, que eran

bajitos, estaban empapados, el librero, fue también pasto de la inundación.

Aceleró el paso, chapoteando, hasta la habitación en la que yacía Alfredo. Cuando

llegó a la puerta se detuvo un instante, temiendo no molestar a su huésped. Pero algo lo

empujó y tocó fuertemente la puerta de la habitación.

-Alfredo, Alfredo, llamó con firmeza. Pensó para sí que tal vez, como era sordo, no

había oído nada. Así que tocó de nuevo y llamó el doble de fuerte. Esperó unos

instantes que parecían ser los más largos de su vida. Hasta que al fin apareció su amigo

acomodándose los lentes de concha de carey y arremangándose el ruedo de la piyama.

Su rostro era todo un poema.

-¿Qué está pasando, Roberto?

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-No, sé, algo tiene que haber salido mal en la fontanería. En efecto, un chorro de

agua se oía en el baño de Alfredo. Roberto se movilizó batiendo a su paso el agua. Vio

que el tubo que alimenta el grifo del lavamanos estaba destrabado. El fontanero no le

había puesto cinta aislante ni pegamento ni nada. Lo cual hizo que la presión de la

cisterna lo hiciera reventar. Roberto cerró ágilmente la llave de paso. Al fin detuvo la

violenta presión de la cisterna que se empeñaba en subir todo el depósito al segundo

piso.

Entonces, y sólo entonces, una sensación de alivio invadió a Roberto quien, entre

nervios y humor, empezó a reír descontroladamente.

Alfredo no había aterrizado todavía. Miraba alrededor con un deje de incertidumbre

y desazón indescriptibles.

-No sé si reír o llorar, dijo. Roberto entendió entonces la confusión mental por la que

pasaba su amigo.

-Voy a llamar a Daniel, dijo Roberto, para que nos ayude a limpiar toda esta agua. Se

refería a un vecino suyo de confianza. Como pudo abrió la puerta de cristal y bajó a

llamar a su vecino.

-Daniel, Daniel, levántate que tenemos un problema. Se inundó el segundo piso.

Daniel respondió entre sueño y abrió la puerta de su casa. Cejó asustado al ver a su

amigo Roberto.

-¿Qué pasa? Fue lo único que atinó a decir.

-Agarra los trapeadores y dos cubetas que tenemos trabajo esta noche.

En efecto, trabajaron casi tres horas con las cubetas. El agua la tiraban por los

inodoros. Como los trapeadores no chupaban el agua cogieron varias toallas de las

playeras para poder avanzar en sofocar la inundación.

Así amanecieron, desvelados y agotados de tanto bregar con la cisterna que esa

noche se escapó para el segundo piso.

BAJO EL MISMO TECHO

Veía algo raro en mi padre. Tal vez sólo yo, deduje, empecé a darme cuenta del

asunto. Cuando salía y regresaba siempre hallaba a mi padre en casa. Eran horas en las

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que no tenía que estar, pensaba. La cosa se puso seria cuando una noche, viendo

televisión, deslizó sus manos en los muslos de mi hermana. Ella se dejó tocar. Eso me

sorprendió. Disimulé, sin embargo, miraba por el rabillo del ojo para asegurarme de lo

que presenciaba. En efecto, no estaba equivocado. De madrugada, aquel mismo día,

comprobé que mi padre estaba liado con mi hermana. Los hallé acostados juntos.

Aquello me resultó difícil. Pero más difícil me resultó concebir que mi madre, que vivía

bajo el mismo techo, aceptara –como comprobé después– que las dos fueran sus

esposas.

UNA GUACAMAYA MAYA

La guacamaya está sentada en lo alto de una estela maya, contemplando el

verdor de los árboles místicamente, mientras en su cuello un alegre graznido rompe el

ronroneo del viento en la fronda.

El ave gira la cabeza para apercibirse mejor de su entorno. Pestañea para aclarar

la vista con dulzura y abre con júbilo, de repente, las alas; aplaude con ellas y con su

pico se ordena algunas plumas que con el alborozo se le descompusieron.

El mundo maya, herencia del pasado, la conmueve y le concita emociones

brillantes, bellas y variadas como su plumaje. Se siente orgullosa de ser maya, de tener

una cultura maravillosa e insustituible. Grazna de nuevo, para expresar su entusiasmo.

La guacamaya piensa cómo surgieron, según el Popol Vuh, del maíz, los seres

humanos, los únicos seres que ella admitía que le domesticasen. No comprende cómo el

Corazón del Cielo pudo haber hecho tantas razas y culturas.

Aunque ella no logra penetrar en el misterio que encierra el maíz, percibe con su

alma, limpia como el cristal del agua que baja de los cerros, contempla como un niño las

grandezas de las ruinas mayas.

El viento de la tarde, la saluda. Un escalofrío le pone la piel de gallina al sentir

que el viento le habla:

Vengo de parte de Conejo 18 para decirte que eres el ser más armonioso en sus

colores que el Corazón del Cielo jamás haya creado. Yo, en particular, rondo

por los árboles silbando porque cada vez que te veo sentada en esta estela

maya, se me va la tristeza.

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La guacamaya maya, sonrió, al tiempo que se sonrojó tímidamente. Nunca había

oído de labios de nadie palabras tan halagüeñas. No sabía qué decir al viento, y

balbuciendo en su encorvado pico, susurró:

Me gustaría que todos los niños sean felices, que conozcan y amen nuestra cultura

y tradiciones. Que sean solidarios y que vivan en armonía con la naturaleza.

Te prometo, guacamaya maya, que voy a ir por todos los rincones de Honduras

alborozando los montes y los oídos de los niños para que conozcan tu deseo.

Diles, también a los niños y niñas de Honduras, que cuiden del medio ambiente,

de los ríos y de los animales, pero sobre todo que haya amor entre los nacidos del maíz.

Mis colores siempre existirán como prueba de que soy solidaria con la naturaleza y con

los hijos del Corazón del Cielo.

Tienes un corazón de oro, guacamaya maya, que la alegría de vivir se contagie en

todos los niños que ya va a acabar la Campaña Infantil 1999.

El diálogo entre el viento y la guacamaya maya acabó cuando el sol se fue a

descansar tras las montañas. Ella voló hasta su árbol favorito y allí, perdida entre el

verde del bosque, se hizo luna de plata.

Al día siguiente el sol apareció por el lado contrario a la noche anterior, entonces

la guacamaya maya cantó con voz de niño: “el sol pone su calor/ y nosotros la

hermandad / Dios pone su amor/ y nace la solidaridad”.

Así se pasó toda la mañana y toda la tarde hasta que con su cántico despertó todas

las estelas mayas e hizo resucitar a todos sus antepasados, los cuales entonaron con ella:

“El sol pone su calor y nosotros la hermandad/ Dios pone su amor/ y nace la

solidaridad”.

UNA MIRADA AL PASADO

Una tarde Luis Manuel fue a visitar a una anciana de ochenta y pico de años,

madre de René, un amigo suyo, que se llamaba Lis. La vitalidad y desparpajo en el

hablar de la vetusta mujer eran asombrosos. En sus ojitos cansados aún se albergaba el

resplandor, ya mortecino, de una hoguera a punto de extinguirse. No salía de su

habitación, no porque no podía, sino porque su nuera no la quería dejar salir para que no

corriera el riesgo de caerse y romperse la cadera, lo más común a esos años. Y cuando

se escapaba de la habitación para ir sola al baño no era raro hallarla en el suelo como un

bebé. Varias veces la encontraron al borde de la cama, postrada y sin poder levantarse.

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Había que estar encima de ella para que no hiciera una de sus trastadas. Lis era una

mujer dulce, locuaz y de una fe en Dios sin parangón. Era como una reliquia que hijos,

nietos y biznietos y tataranietos veneraban con cariño.

Es sabido que los ancianos tienden a mirar más al pasado, especialmente hacia

los acontecimientos de la infancia. Luis Manuel, que ya había tenido experiencia en un

asilo de ancianos, no tuvo problemas para adaptarse a las historias y fantasías de Lis.

Luis Manuel saludó a la abuela efusivamente y le tendió la mano. Sintió fríos los

huesos de los dedos, como presintiendo el frío de la muerte, lo disimuló para no alertar

a la anciana. Ella estaba sentada en una silla al borde de la cama. Intercambiaron

palabras vagas, hasta que la abuela tomó las bridas de la conversación.

–Cuando yo era niña, empezó a contar Lis, tenía yo unos siete años por

entonces, le estoy hablando de 1915, mi padre me llevó a El Salvador a un convento de

monjas para que estudiara con ellas, aunque como luego me enteré que lo que él quería

era librarme de todos los peligros de la época, especialmente de las guerras civiles y de

las represalias políticas. Mi padre, en paz descanse, fue diputado del partido nacional y

muchas veces lo perseguían para matarlo. El viaje fue largo y tardamos muchos días en

llegar a Santa Ana, así se llamaba el lugar adonde fui a parar en El Salvador. Recuerdo

que llegamos a una casa grande, de finales del siglo dieciocho, con un enorme portón de

rejas que se abrían a dos bandas. Una enorme pared de piedra rodeaba la casa dándole

un aire de prisión, más que de un internado de muchachas.

Luis Manuel se acomodó en la silla que le había puesto la nuera de Lis, pues

había que escuchar la historia con atención. Él la miró fijamente. Ella, en cambio, se

miraba hacia adentro, sumida en el pasado remoto.

–Mi padre, prosiguió, tocó una campana que colgaba en la entrada de la casa y al

poco rato apareció una monja vestida de blanco. Le dirigió unas palabras que yo no

entendí y le entregó una carta que ella no leyó seguramente porque era para la madre

superiora. La monjita partió a entregar la misiva con diligencia. Al poco rato apareció

una hermana con un rosario en la mano, fija la mirada en mi padre. Sonrió levemente y

le dirigió la palabra.

–Pase, don Fernando, está usted en su casa. Y mi padre la saludó haciendo una

reverencia. Tengo que decirle que el obispo ha hablado conmigo para que acoja a su

niña entre nosotras; no hay que preocuparse, estará como en casa. La limosna que usted

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nos ha dado, muy generosa por cierto, nos ha beneficiado grandemente; que Dios se lo

pague.

Yo solamente escuchaba y miraba lo que sucedía. Finalmente la madre superiora

se despidió de mi padre y se quedó conmigo. Mi padre se alejó cabizbajo, mustio, por el

camino solitario vadeando los charcos de agua que reflejaban la cara del sol. Sentí en

mis mejillas dos lágrimas quemarme y sentí el terrible deseo de salir detrás de mi padre.

Pero me contuve. De pronto una voz me dijo:

–Ven, Lis, vamos, que ésta será tu nueva casa.

Cuando escuché esas palabras sentí un escalofrío. La hermana me invitó a

seguirla. Seguí sus pasos hasta llegar a un gran aposento dormitorio. Recuerdo que

cuando entré al dormitorio común vi numerosas camas literas, con sábanas blancas

tendidas. Las niñas del internado estaban en clases. En esos instantes hubiera preferido

que me tragara la tierra. Es el único momento de mi vida que recuerdo como uno de los

instantes más tristes. Me hallé sola en el mundo, indefensa y sin saber qué iba a pasar

conmigo. Miré en espiral la habitación para asegurarme bien cómo sería mi nuevo

hábitat. Afortunadamente me adapté a la vida que ya llevaban las demás niñas:

levantarse a las seis de la mañana, ir la capilla a rezar, desayunar y luego ir a clases.

Por las tardes solíamos jugar en el patio y más de una vez tuve la tentación de

salir por el gran portón por el cual había visto marcharse a mi padre meses atrás. Una

mañana, cuando estaba en la capilla, vi que el Cristo me miró fijamente. Yo me asusté,

escondí la mirada en mis manos. Y, abriendo los dedos, que como barrotes de rejas se

erguían en mi cara, volvía a ver al Cristo, disimuladamente, pero seguía mirándome.

Pensé que no era cierto y me convencí que esta visión era un sueño, pues estaba medio

dormida. De modo que no se lo dije a nadie. Sin embargo, todos los días yo tenía esa

sensación de que él me miraba. Y me miraba, sin embargo.

Era el año 1917. Mi padre decidió evacuarme de El Salvador para enviarme a

Francia donde acabé de crecer y acabé mis estudios. En Francia aprendí, como todos los

niños, francés y me gradué en filología francesa. Lo cual me sirvió, a la vuelta a mi país,

Honduras, para trabajar y ganarme un sueldo digno como profesora. Pues bien, ¿su

nombre?, que no me acuerdo.

–Luis Manuel.

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–Ah, perdona, hijo es que la memoria ya me falla. Ya caen goteras en mi

memoria. Es un problema de los viejos. ¿Por dónde iba?

–Usted me iba a contar que su padre fue a evacuarla de El Salvador.

–Sí, eso es, gracias, José Roberto, ay, perdón, Luis Manuel. Decía que mi padre

fue a evacuarme porque los tiempos eran críticos en El Salvador e incluso en Honduras.

Él llegó una mañana escoltado por una brigada de guardias que le puso el presidente

salvadoreño porque corría mucho peligro su vida. Tenía enemigos en los otros partidos

políticos y se lo querían cargar. La madre superiora se asustó al ver a los militares

armados de fusiles, pues pensó que la expulsarían del convento, como había sucedido

décadas atrás. No sé lo que mi padre le dijo a la superiora, pero ésta fue a avisarme que

tenía que dejar el convento urgentemente. Recuerdo que ella alistó mi valija con una

rapidez de fugitivo.

Con un adiós presuroso nos despedimos de la superiora Cleotilde. Siempre tuve

la sospecha de que ella era una santa, por eso le rezo todos los días. Fuimos a quedarnos

a otro convento, pues era, por aquellos azarosos años, el lugar más seguro de todos,

hasta que nos trasladaran a otro lugar. Hicimos noche en el convento y al otro día

fuimos a quedarnos en un hotel del pueblo. Los únicos clientes éramos mi padre y yo.

Los escoltas en ningún momento nos abandonaron. Afuera se quedaron vigilando, los

guardias. Mi padre estaba en la habitación conmigo.

Mañana saldremos del país, me decía para que yo no me preocupara. Verás a tu

madre y te irás a conocer el mundo. Él se refería, lo entendí después, a Francia.

De repente, una voz irrumpió en el silencio de la habitación.

–Sal de aquí, Fernando, acecha un gran peligro.

La voz misteriosa, inesperada, volvió a oírse.

–Fernando, sal de este edificio con la niña.

Mi padre estaba nervioso. Yo me abracé a él férreamente, llorando. Miré para

todos los rincones y no vi a nadie, excepto un Cristo colgado en la pared idéntico al que

veía en el convento de las hermanas. Diría que era el mismo. Vi brillar sus ojitos de

madera con un fulgor de gloria y un escalofrío recorrió mi cuerpo. Doy fe de que esto es

verídico, Luis Manuel. Providencialmente mi padre, entonces, sin coger la maleta salió

del hotel conmigo en brazos. Al poquito rato de haber salido, la tierra empezó a temblar.

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¡Oh, Dios, qué día aquél! Mientras el terremoto consumaba su ira, el planeta parecía

salirse de órbita.

De pronto, como un pesado y lento barco que se hunde en la mar, cual Titánic, el

edificio del hotel en el que estábamos hacía unos instantes se desplomaba totalmente. Vi

derrumbarse ante mis ojos, no sólo el hotel en el cual estábamos alojados mi padre y yo,

sino muchas viviendas antiguas de la ciudad. La gente salía despavorida, gritando y

lamentándose por los familiares que habían quedado bajo los escombros. Los heridos y

los muertos, cuando hubo pasado el temblor de tierra, se multiplicaban. La

desesperación y la impotencia para mover paredes enteras que arropaban a gente aún

viva eran terribles, una auténtica pesadilla.

En medio de tales desastres, y con mucha dificultad, pudimos salir de El

Salvador. Sin perder tiempo mi padre me envió a Francia con unos amigos exiliados.

Ellos me acogieron. Junto a ellos dediqué el resto de mi infancia al estudio y parte de mi

juventud. Después vine a Honduras, cuando ya las cosas estaban normalizadas, y le di

todo lo que pude a mi país instruyendo a cientos de alumnos en las escuelas y

universidades. Ya todo aquello ha quedado en el ayer. La vida ha pasado rauda como un

ave migratoria. Humo que el viento ha enredado entre sus faldas es ahora mi vida

pasada. Me he consumido como un tronco que arde en la hoguera; siento que me estoy

apagando.

La anciana, para acabar su narración, le dijo a Luis Manuel:

–René me ha dicho que tú escribes cuentos e historias. Quizá ésta pueda servirte

de material.

–En efecto, Lis, escribo historias interesantes.

Lis bostezó, cansada por el esfuerzo mental. Le dio la mano a Luis Manuel y le

dijo:

–Te acuerdas del Cristo que me miraba en la capilla cuando iba a rezar, él fue el

que le dijo a mi padre, lo he presentido siempre, que saliera del hotel para que no

pereciéramos.

Lis, después de haberle confesado a Luis Manuel el secreto que guardó siempre,

aún asiendo sus manos, cerró los ojos y se quedó dormida, mas para no despertar ya

nunca.