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Cuentos de la señorita C

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Cuentos Mínimos protagonizados por un personaje, la señorita C., que a través de ellos nos brinda el latir de su existencia.

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CUENTOS DE LA SEÑORITA C.

ILDEFONSO ROBLEDO CASANOVA

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Ildefonso Robledo Casanova, mayo de 2011 Bubok Publishing S.L. Joaquín Turina, 16 28.044, Madrid, España

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A María, Julia y Alicia, que me acompañan siempre.

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Noche de Luna

Estaba amaneciendo y la madre de la señorita C., en la dormivela, sentía deseos de gritar de júbilo. Llevaba varias noches soñando con caballos que galopaban y sentía la necesidad, sin saber porqué, de dar las gracias.

El timbre del teléfono la despertó. Una mujer que sollozaba habló:

-Esta noche –dijo- la luna ha querido robarme el blanco de los ojos.

-A mi –respondió ella- los flujos de la luna me vienen robando la menstruación.

Algunos meses después nació la niña. El fondo blanco de sus verdes ojos era tan inmaculado que todos afirmaron que nunca habían visto nada igual.

Para entonces hacía varios meses que la madre de la señorita C. no soñaba con caballos. Eran ahora las nubes, las maravillosas nubes, las que ocupaban su mente durante la noche.

La luna había hecho su trabajo.

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Historias de la señorita C.

Siempre que evocaba el primer y único amor de su vida la señorita C., entre lágrimas, recordaba que nunca habían llegado a besarse.

Desde entonces, todos y cada uno de los días, la señorita C. siempre se había lamentado de esa ausencia de besos primerizos y de que los bombones de chocolate negro engordaran tanto.

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La señorita C. y sus inquietudes

A veces, la señorita C. reparaba en que le faltaban algunos trozos de si misma y poseída por cierto desasosiego se aventuraba a buscarlos.

Nunca le era posible recuperarlos todos, pero a veces encontraba algunos que habían quedado impregnados en las gotas de agua de lluvia o atrapados más allá de los cristales de las ventanas.

Entonces, con esos fragmentos recuperados, procedía a recomponerse.

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La señorita C. y la poesía

Cuando escribía poesía la señorita C. sabía que estaba hablando consigo misma.

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La señorita C. y las roturas

Aquella noche, la señorita C. estaba soñando que soñaba y en el sueño una fuerza inexplicable la obligaba a romper el espejo veneciano que tenía en su dormitorio. Al momento, del interior de su quebrado armazón brotaron dos pájaros. Ella nunca había sospechado que en el interior de los espejos pudieran anidar los pájaros. Cuando se alejaron revoloteando, la señorita C. miró más allá del cristal roto, temiendo que en su interior hubiera quedado olvidado algún polluelo. Fue entonces cuando vio que desde la obscuridad unos ojos la miraban. Se dio cuenta de que eran sus propios ojos. Eran sus propios ojos de antes, los ojos en los que ella había vivido hasta aquel día en que el negro Raulito la había abandonado buscando encontrar refugio en el cuerpo y en el alma de la niña Chole.

La señorita C., en el sueño, no lo dudó, saltó dentro del espejo y se integró con ella misma. Decidió que nunca saldría de allí. Esos serían siempre sus ojos.

Cuando despertó del sueño, la señorita C. lo había olvidado. Al poco, sin embargo, inexplicablemente, sintió que una fuerza desconocida la obligaba a romper el espejo veneciano que tenía en su dormitorio.

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La señorita C. y el Mediterráneo

Paseando por la orilla de aquel mar, en la costa andaluza, la señorita C., al contemplar el color del cielo y de las aguas, tuvo la certeza de que las gamas de los azules habían sido inventadas allí.

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Para que nos vea

Sabes, amiga –le dijo la señorita C.-, estoy harta de tanta rutina. Esta noche voy a soñar con cualquiera que se me cruce. Y mañana, cuando me levante me mancharé uno de los vestidos y tiraré a la basura, al menos, dos pares de zapatos. Después, me negaré a desayunar. Si, lo tengo decidido. Y es posible, incluso, que me fume un cigarrillo y termine quemando alguna colcha.

Y luego llamaré a la puerta del vecino y cuando salga le daré un beso de locura que salvo que me de un ataque de tos durara al menos medio minuto.

Si, voy a hacerlo. Y además, se lo daré frente a la ventana de la escalera, para

que la señora Patro nos vea.

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La señorita C. y el bombero

La señorita C. se había enamorado de un bombero que escribía poesía.

Ante sus compañeros del parque móvil, el hombre nunca hablaba de su pasión por la poesía. Esos tipos duros nunca lo habrían entendido.

Los martes y los jueves por la tarde, cuando se reunía en la tertulia de los poetas, jamás mencionaba que el oficio que le permitía vivir era el de bombero. Ellos, tan alejados del mundo real, se hubieran reído de él.

Ante la señorita C. actuaba indistintamente como bombero y como poeta, según las circunstancias, de modo que cuando paseaban por la ciudad y se cruzaban con algún conocido la señorita C. nunca sabía como tendría que comportarse. Llegó un momento incluso en que ya ni siquiera se atrevía a hablar. Tenía miedo de decir algo que no resultara conveniente.

Sometida a esa tensión tan intensa, unos meses después, la señorita C. comenzó a mostrar claros signos de estar enloqueciendo. Fue entonces cuando empezó a susurrar a todo el mundo que su amante la engañaba. Al parecer había descubierto que el bombero-poeta mantenía relaciones con la novicia Rosalía, una monja de clausura de las Clarisas de Santa María Magdalena que los fines de semana actuaba como domadora de tigres en el Circo de la Luna.

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Tarde de domingo

Las tardes de los domingos, mientras el negro Raulito, en el bar, seguía los partidos de futbol, la señorita C., en su soledad, dejaba que los sueños la soñaran.

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De los secretos

Tengo que contarte un secreto –me susurró la señorita C,-:

-Esta mañana he visto flores…

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La señorita C. y el sexo

Cuando don Manuel Moreno habló, la señorita C. estaba leyendo un tratado sobre “El afeitado de hombres a cuchilla”…

-Hay momentos que son muy momentáneos –dijo don Manuel.

La señorita C. sentenció:

-Es lo que sucede con los orgasmos de los ángeles.

-¿Amó alguna vez a un ángel? –preguntó él.

-No, no, claro que no… -respondió ella.

La señorita C. se quedó pensativa.

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A veces

La señorita C., a veces, caminaba sobre los sueños puros.

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La Maga de las Nubes

En aquellos tiempos vivía en la ciudad una mujer que contemplando las nubes profetizaba el futuro. La señorita C., cierta mañana, decidió ir a consultarla. Llevaba algunos días inquieta. Experimentaba una sensación irreal, mezcla de confusión y alegría. Pensó que la Maga de las Nubes podría ayudarla.

Tras ser recibida por la adivina, las dos mujeres subieron a la azotea. Durante unos segundos, la Maga, con su mirada, estuvo escrutando el cielo. Al poco dirigió su dedo índice a una de las nubes:

-Observe –le dijo- aquellas nubes que simulan ser un campo de mármoles en el que crecen las amapolas… Repare en como se mueven mecidas por el viento…

La señorita C. miró, pero no vio mármoles ni amapolas. No dijo nada. Unos minutos después, en el cuarto, la Maga de los Mundos le hizo saber que en el empedrado celeste había visto al negro Raulito llorando por las calles. Todos los indicios –le dijo con seriedad- apuntan a que la niña Chole, dentro de nueve lunas, lo dejará tirado.

Para entonces, las nubes se habían evaporado. El mármol y las amapolas, al disiparse en el cielo, habían hecho que se disolvieran también las confusas inquietudes de la señorita C. Cuando la mujer abandonó la casa de la Maga de las Nubes lucía en su rostro una espectacular sonrisa.

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La señorita C. y los secretos

-Tengo que decirte algo –le susurró el negro Raulito-, descubrí que los cuerpos de las mujeres están hechos de maíz y de frutas.

-Y sus almas, de lunas –respondió la señorita C.

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La señorita C. y la Nada

Aquella noche, la señorita C. me dijo que le gustaba contemplar la Nada.

-A mí también –respondí-. Después quedamos en silencio. Estábamos extasiados ante la Nada de la noche y las palabras sobraban.

La señorita C., amante de la Nada, las noches de Luna llena, desde su ventana, suele espiar con la luz apagada. Sabe que en algún momento el negro Raulito subirá a la azotea y durante un tiempo fumará cigarrillos mientras suspira contemplando el astro.

Y es que la señorita C. sabe que el negro Raulito, para ella, es la Nada pura, al menos mientras la niña Chole lo tenga atrapado.

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Las cosas de la señorita C.

Lo peor de todo –dijo la señorita C.- es cuando echamos de menos a alguien que nunco existió.

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Fue entonces

La señorita C. tenía en sus manos un libro de poesía. Acababa de leer: “Fue entonces cuando el hombre decidió crear a Dios a su imagen y semejanza…”

Me miró, pero no supo que decirme.

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Ensoñaciones

“Leímos todo cuanto había sido escrito sobre el amor. Pero cuando nos amamos descubrimos que nada había sido escrito sobre nuestro amor.” (Marco Deveni, Tú y yo).

A veces, unas simples palabras que alguien había colocado en un orden apropiado conseguían que la señorita C., de inmediato, se derrumbara en la ensoñación...

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La señorita C. y los sueños

Las cosas se fueron complicando cuando la señorita C. comenzó a soñar que estaba matando a sus sueños.

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La señorita C. y las cosas inútiles

Cuando alguien le dijo que los ángeles solían manifestarse en los atardeceres, la señorita C. se dedicó a estudiar con un empeño estéril todas las posibles maneras en que un crepúsculo invernal podía verse reflejado en una gota de agua.

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De la utilidad de los abrazos

La señorita C. siempre dormía abrazada a un espejo. Pensaba que así, reflejándolos en el cristal, podría rechazar los sueños inoportunos.

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La señorita C. y el Derecho de Gentes

-Todas las personas deberían tener reconocido el derecho a soñar –había dicho alguien-.

-Cierto –respondió la señorita C.-. No solo de vivir vive el hombre.

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De los abandonos

La señorita C., con los ojos húmedos, abandonó la habitación. Sin rumbo alguno estuvo paseando por las calles. Al fin, frente al desamparo de las olas del mar, vino a su mente una revelación: a nadie en el mundo le importaba que su madre se estuviera muriendo.

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La señorita C. y las pérdidas

Sentada en la tierra, en los atardeceres, a la señorita C. le gustaba contemplar como el sol, desde el otro lado del espejo, alumbraba a la luna con su mirada. En esos momentos de ilusión, perdida la conciencia ante la pura belleza de la luz, la señorita C. acariciaba a los gatos hasta que estos, en algún momento, con sus maullidos, le alertaban de que su alma se le estaba escapando del cuerpo.

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Lo malo de los recuerdos

-Lo malo de los recuerdos que no queremos recordar –pensó la señorita C.- es que algunos de ellos se empeñan en ser recordados.

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La señorita C. y la noche

Estaba anocheciendo y la señorita C. volvía a casa. Iba a cambiar de acera cuando vio que unos pasos más allá, el negro Raulito se le acercaba canturreando. Decidió no cambiarse. La mujer suspiró. Se sentía, de improviso, poseída por la pasión. Hubiera deseado verse transformada en una gata y que Raulito fuera un tigre de fiera mirada.

Al momento, el negro, al llegar a su altura, le habló:

-Niña, sabés que hora es…

Presa de sobresalto, ella, entonces, se desmayó. Su cuerpo rodó por el suelo.

Mientras el negro, asustado, se alejaba corriendo, el Fito Antolinez, que volvía del bar, supo como actuar: se aseguró primero de que la mujer respiraba, besó luego su boca con ciego ardor y, finalmente, viendo que ella no despertaba, le quitó la medalla de la virgen que la mujer lucía en su cuello.

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La señorita C. y las Ciencias Naturales

La señorita C. siempre suspendía las Ciencias Naturales. Cuando sus padres le pedían explicaciones, ella insistía en que la Botánica era una ciencia muy compleja.

-Nunca he podido entender –decía la niña- que las margaritas, en la simpleza de sus pétalos, tengan custodiados todos los secretos de los amores.

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La señorita C. y los mundos extraños

Algunas veces –dijo la señorita C.- las gotas de agua, al igual que los sueños o los espejos, no reflejan la realidad de las cosas sino otros mundos extraños que nunca conoceremos.

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De los sueños y su mundo

La señorita C., cada nuevo amanecer, creía que el mundo de sus sueños era el único mundo real.

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De los misterios de los mares

Anoche, la señorita C. me dijo que alguien le había contado que en uno de los bares del puerto habían visto a una sirena que estaba saboreando un helado de turrón.

-En otros tiempos –le dije-, las sirenas se comían a los hombres.

El mundo, sin duda –pensé-, ha perdido algo de magia.

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De las cosas sencillas

La señorita C. sabía que alcanzar los sueños resultaba sencillo. Bastaba soñarlos.

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De los miedos

A la señorita C. le aterraba el futuro, de modo que decidió olvidarlo.

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De las maldades

La abuela de la señorita C. solía decir que algunos hombres tenían grabada en su alma una condición perversa tan indeleble que sus madres, al quedar preñadas de ellos, habían tenido sueños en que alumbraban serpientes.

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De los misterios leves

La señorita C., empeñada en estudiar la trascendencia de lo inútil, terminó reparando en que los besos que resultan más leves son los que nunca se han dado.

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Cuento de amor

Fue en ese momento cuando la señorita C. se dio cuenta de que se había enamorado de él. A partir de entonces todo cambió. Alguien diría que los planetas se habían confabulado para que ellos fueran felices.

El amor, sin embargo, resultó ser más breve que la vida y tras el eclipse de la Luna del 3 de enero de 2006 los dos sintieron que las olas del desamor lo estaban inundando todo.

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Del desamor

La señorita C. y el negro Raulito se querían mucho, sobre todo cuando recordaban lo mucho que se habían querido.

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