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Cuentos elegidos II James Joyce Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Cuentos elegidos II

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Page 1: Cuentos elegidos II

Cuentos elegidos II

James Joyce

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

www.luarna.com

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Eveline

Sentada ante la ventana, miraba cómo lanoche invadía la avenida. Su cabeza se apoyabacontra las cortinas de la ventana, y tenía en lanariz el olor de la polvorienta cretona. Estabasentada.

Pasaba poca gente: el hombre de la úl-tima casa pasó rumbo a su hogar, oyó el repi-queteo de sus pasos en el pavimento de hormi-gón y luego los oyó crujir sobre el sendero degrava que se extendía frente a las nuevas casasrojas. Antes había allí un campo, en el que ellosacostumbraban jugar con otros niños. Después,un hombre de Belfast compró el campo y cons-truyó casas en él: casas de ladrillos brillantes ytechos relucientes, y no pequeñas y oscurascomo las otras. Los niños de la avenida solíanjugar juntos en aquel campo; los Devine, losWater, los Dunn, el pequeño lisiado Keogh,

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ella, sus hermanos y hermanas. Sin embargo,Ernest jamás jugaba: era demasiado grande. Supadre solía echarlos del campo con su bastónde ciruelo silvestre; pero por lo general el pe-queño Keogh era quien montaba guardia y avi-saba cuando el padre se acercaba. Pese a todo,parecían haber sido bastante felices en aquellaépoca. Su padre no era tan malo entonces, y,además, su madre vivía. Hacía mucho tiempode aquello. Ella, sus hermanos y hermanas sehabían transformado en adultos; la madrehabía muerto. Tizzie Dunn había muerto tam-bién, y los Water regresaron a Inglaterra. Todocambia. Ahora ella se aprestaba a irse también,a dejar su hogar.

¡Su hogar! Miró a su alrededor, repa-sando todos los objetos familiares que durantetantos años había limpiado de polvo una vezpor semana, mientras se preguntaba de dóndeprovendría tanto polvo. Tal vez no volvería aver todos aquellos objetos familiares, de loscuales jamás hubiera supuesto verse separada.

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Y sin embargo, en todos aquellos años, nuncahabía averiguado el nombre del sacerdote cuyafoto amarillenta colgaba de la pared, sobre elviejo armonio roto, y junto al grabado en colo-res de las promesas hechas a la beata MargaretMary Alacoque. El sacerdote había sido com-pañero de colegio de su padre. Cada vez queéste mostraba la fotografía a su visitante, agre-gaba de paso:

-En la actualidad está en Melbourne.Ella había consentido en partir, en dejar

su hogar. ¿Era prudente? Trató de sopesar to-das las implicaciones de la pregunta. De una uotra forma, en su hogar tenía techo y comida, yla gente a quien había conocido durante toda suexistencia. Por supuesto que tenía que trabajarmucho, tanto en la casa como en su empleo.¿Qué dirían de ella en la tienda, cuando supie-ran que se había ido con un hombre? Pensaríantal vez que era una tonta, y su lugar sería cu-bierto por medio de un anuncio. La señoritaGavan se alegraría. Siempre le había tenido un

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poco de tirria y lo había demostrado en especialcuando alguien escuchaba.

-Señorita Hill, ¿no ve que estas damasestán esperando?

-Muéstrese despierta, señorita Hill, porfavor.

No lloraría mucho por tener que dejar latienda.

Pero en su nuevo hogar, en un país leja-no y desconocido, no sería así. Luego se casaría;ella, Eveline. Entonces la gente la miraría conrespeto. No sería tratada como lo había sido sumadre. Aún ahora, y aunque ya tenía más de 19años, a veces se sentía en peligro ante la violen-cia de su padre. Ella sabía que eso era lo que lehabía producido palpitaciones. Mientras fueronniños, su padre nunca la maltrató, como acos-tumbraba a hacerlo con Harry y Ernest, porqueera una niña; pero después había comenzado aamenazarla y a decir que se ocupaba de ellasólo por el recuerdo de su madre. Y en el pre-sente ella no tenía quién la protegiera: Ernest

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había muerto, y Harry, que se dedicaba a deco-rar iglesias, estaba casi siempre en algún puntodistante del país. Además, las invariables dis-putas por dinero de los sábados por la nochecomenzaban a fastidiarla sobre manera. Ellasiempre aportaba todas sus entradas -siete che-lines- y Harry enviaba sin falta lo que podía; elproblema era obtener algo de su padre. Éste laacusaba de malgastar el dinero, decía que notenía cabeza y que no le daría el dinero quehabía ganado con dificultad para que ella lotirara por las calles; y muchas otras cosas, por-que generalmente él se portaba muy mal lossábados por la noche. Terminaba por darle eldinero y preguntarle si no pensaba hacer lascompras para el almuerzo del domingo. Enton-ces ella debía salir corriendo para hacer lascompras, mientras sujetaba con fuerza su bolsonegro abriéndose paso entre la multitud, paraluego regresar a casa tarde y agobiada bajo sucarga de provisiones. Le había dado muchotrabajo atender la casa y hacer que los dos ni-

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ños que habían sido dejados a su cuidado fue-ran a la escuela regularmente y comieran con lamisma regularidad. Era un trabajo pesado -unavida dura-, pero ahora que estaba a punto departir no le parecía ésa una vida del todo inde-seable.

Iba a ensayar otra vida; Frank era muybueno; viril y generoso. Ella se iría con él en elbarco de la noche, para ser su mujer y para vi-vir juntos en Buenos Aires, donde él tenía unhogar que aguardaba. Recordaba muy bien laprimera vez que lo había visto; había alquiladouna habitación en una casa de la calle principal;y ella solía hacer frecuentes visitas a la familiaque vivía allí. Parecía que hubieran transcurri-do sólo pocas semanas. Él estaba en la puertade la verja, con su gorra de visera echada sobrela nuca, y el pelo le caía sobre el rostro bron-ceado. Así se conocieron. Él acostumbraba en-contrarla a la salida de la tienda todas las tar-des, y la acompañaba hasta su casa. La llevó aver La Niña Bohemia, y ella se sintió endiosada

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al sentarse junto a él en las butacas más carasdel teatro. Él tenía gran afición por la música ycantaba bastante bien. La gente sabía que esta-ban en relaciones y, cuando él cantaba la can-ción de la muchacha que ama a un marino, ellase sentía siempre agradablemente confusa. Él,en broma, la llamaba “Poppens” (amapola). Alprincipio, para ella resultó emocionante tenerun amigo, y luego él comenzó a gustarle. Cono-cía relatos de países distantes. había comenza-do como grumete por una libra mensual en unbarco de la Altan Lines que iba al Canadá. Lenombró los barcos en los que había trabajado yenumeró las diversas compañías. Había nave-gado a través del estrecho de Magallanes, yrelató anécdotas de los terribles indios patago-nes; tuvo suerte en Buenos Aires, dijo, y sólohabía vuelto a su patria para pasar las vacacio-nes. Naturalmente, el padre de ella se enteró, yle prohibió, terminantemente, continuar talesrelaciones.

-Conozco a esos marineros... -dijo.

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Un día, su padre discutió con Frank, ydespués de eso ella tuvo que encontrarse ensecreto con su enamorado.

La tarde se oscurecía en la avenida. Lablancura de las dos cartas que tenía sobre elregazo se iba desvaneciendo. Una de las cartasera para Harry. Su padre había envejecido úl-timamente, según había notado; la extrañaría.A veces se portaba muy bien. No hacía mucho,una vez que ella debió permanecer en camadurante un día, él le había leído en voz alta unahistoria de fantasmas y le había preparado tos-tadas sobre el fuego. Otro día, cuando su madreaún vivía, fueron a merendar a la colina deHowth. Recordaba a su padre poniéndose elsombrero de la madre para hacer reír a los ni-ños.

El tiempo transcurría, pero ella conti-nuaba sentada junto a la ventana con la cabezaapoyada en la cortina, aspirando el olor de lapolvorienta cretona. Lejos, en la avenida, podíaoír un organillo callejero. Conocía la melodía.

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Era extraño que justo esa noche volviera pararecordarle la promesa hecha a su madre: la deatender la casa mientras pudiera. Recordó laúltima noche de enfermedad de su madre; es-taba en el cerrado y oscuro cuarto situado delotro lado del vestíbulo, y había oído afuera unamelancólica canción italiana. Dieron al organi-llo seis peniques para que se alejara. Recordó laexclamación de su padre, cuando volvió alcuarto de la enferma.

-¡Malditos italianos! ¡Ni siquiera aquínos dejan en paz!

Mientras meditaba, la lastimosa visiónde la vida de su madre trazaba una huella en laesencia misma de su propio ser; aquella vida desacrificios intrascendentes que desembocó en lalocura final. Se estremeció mientras oía otra vezla voz de su madre repitiendo una y otra vez,con estúpida insistencia, las voces irlandesas:

-¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun!Se puso de pie con súbito impulso de te-

rror. ¡Escapar, debía escapar! Frank la salvaría.

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Él le daría vida, tal vez amor también. Perodeseaba vivir. ¿Por qué había de ser desgracia-da? Tenía derecho a ser feliz. Frank la tomaríaen sus brazos, la estrecharía en sus brazos. Lasalvaría.

***Estaba en medio de la movediza multi-

tud, en el muelle del North Wall. Él la tenía dela mano, y ella sabía que él le hablaba, que ledecía con insistencia algo acerca del pasaje. Elmuelle estaba lleno de soldados con mochilaspardas. A través de las abiertas puertas de losgalpones, entrevió la masa negra del barco,inmóvil junto al muelle y con los ojos de bueyiluminados. No respondió. Sentía sus mejillaspálidas y frías y, desde un abismo de angustia,rogaba a Dios que la guiara, que le señalara sudeber. El barco lanzó una larga pitada fúnebreen la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar,con Frank, rumbo a Buenos Aires. Sus pasajeshabían sido reservados. ¿Podía volverse atrás,después de todo lo que Frank había hecho por

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ella? La angustia le produjo náuseas, y siguiómoviendo los labios en silenciosa y fervienteplegaria. Sonó una campana, que le estremecióel corazón. Sintió que él la tomaba de la mano.

-¡Ven!Todos los mares del mundo se agitaron

alrededor de su corazón. Él la conducía haciaellos, la ahogaría. Se tomó con ambas manos dela verja de hierro.

-¡Ven!¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se

aferraron al hierro, frenéticamente. Desde elmedio de los mares que agitaban su corazón,lanzó un grito de angustia.

-¡Eveline! ¡Evy!Él se precipitó detrás de la barrera y le

gritó que lo siguiera. La gente le chilló para queél continuara caminando, pero Frank seguíallamándola. Ella volvió su pálida cara hacia él,pasiva, como animal desamparado. Sus ojos nole dieron ningún signo de amor, ni de adiós, nide reconocimiento.

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FIN

Las hermanas

No había esperanza esta vez: era la ter-cera embolia. Noche tras noche pasaba yo porla casa (eran las vacaciones) y estudiaba elalumbrado cuadro de la ventana: y noche trasnoche lo veía iluminado del mismo modo débily parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, veríael reflejo de las velas en las oscuras persianas,ya que sabía que se deben colocar dos cirios a lacabecera del muerto. A menudo él me decía:"No me queda mucho en este mundo", y yopensaba que hablaba por hablar. Ahora supeque decía la verdad. Cada noche al levantar lavista y contemplar la ventana me repetía a mí

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mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempreme sonaba extraña en los oídos, como la pala-bra gnomo en Euclides y la palabra simonía enel catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala yllena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo,ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.

El viejo Cotter estaba sentado junto alfuego, fumando, cuando bajé a cenar. Mientrasmi tía me servía mi potaje, dijo él, como vol-viendo a una frase dicha antes:

-No, yo no diría que era exactamente...pero había en él algo raro... misterioso. Le voy adar mi opinión.

Empezó a tirar de su pipa, sin duda or-denando sus opiniones en la cabeza. ¡Viejo es-túpido y molesto! Cuando lo conocimos eramás interesante, que hablaba de desmayos ygusanos; pero pronto me cansé de sus intermi-nables cuentos sobre la destilería.

-Yo tengo mi teoría -dijo-. Creo que erauno de esos... casos... raros... Pero es difícil de-cir...

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Sin exponer su teoría comenzó a chuparsu pipa de nuevo. Mi tío vio cómo yo le clavabala vista y me dijo:

-Bueno, creo que te apenará saber que sete fue el amigo.

-¿Quién? -dije.-El padre Flynn.-¿Se murió?-El señor Cotter nos lo acaba de decir

aquí. Pasaba por allí.Sabía que me observaban, así que conti-

nué comiendo como si nada. Mi tío le daba ex-plicaciones al viejo Cotter.

-Acá el jovencito y él eran grandes ami-gos. El viejo le enseñó cantidad de cosas, paraque vea; y dicen que tenía puestas muchas es-peranzas en este.

-Que Dios se apiade de su alma -dijo mitía, piadosa.

El viejo Cotter me miró durante un rato.Sentí que sus ojos de azabache me examinaban,pero no le di el gusto de levantar la vista del

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plato. Volvió a su pipa y, finalmente, escupió,maleducado, dentro de la parrilla.

-No me gustaría nada que un hijo mío -dijo- tuviera mucho que ver con un hombre así.

-¿Qué quiere usted decir con eso, señorCotter? -preguntó mi tía.

-Lo que quiero decir -dijo el viejo Cot-ter- es que todo eso es muy malo para los mu-chachos. Esto es lo que pienso: dejen que losmuchachos anden para arriba y para abajo conotros muchachos de su edad y no que resul-ten... ¿No es cierto, Jack?

-Ese es mi lema también -dijo mi tío-.Hay que aprender a manejárselas solo. Siemprelo estoy diciendo acá a este Rosacruz: haz ejer-cicio. ¡Como que cuando yo era un mozalbete,cada mañana de mi vida, fuera invierno o ve-rano, me daba un baño de agua helada! Y eso eslo que me conserva como me conservo. Esto dela instrucción está muy bien y todo... A lo mejoracá el señor Cotter quiere una lasca de esa pier-na de cordero -agregó a mi tía.

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-No, no, para mí, nada -dijo el viejo Cot-ter.

Mi tía sacó el plato de la despensa y lopuso en la mesa.

-Pero, ¿por qué cree usted, señor Cotter,que eso no es bueno para los niños? -preguntóella.

-Es malo para estas criaturas -dijo el vie-jo Cotter- porque sus mentes son muy impre-sionables. Cuando ven estas cosas, sabe usted,les hace un efecto...

Me llené la boca con potaje por miedo adejar escapar mi furia. ¡Viejo cansón, nariz depimentón!

Era ya tarde cuando me quedé dormido.Aunque estaba furioso con Cotter por habermetildado de criatura, me rompí la cabeza tratan-do de adivinar qué quería él decir con sus fra-ses inconclusas. Me imaginé que veía la pesadacara grisácea del paralítico en la oscuridad delcuarto. Me tapé la cabeza con la sábana y tratéde pensar en las Navidades. Pero la cara grisá-

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cea me perseguía a todas partes. Murmurabaalgo; y comprendí que quería confesarme cosas.Sentí que mi alma reculaba hacia regiones gra-tas y perversas; y de nuevo lo encontré allí,esperándome. Empezó a confesarse en murmu-llos y me pregunté por qué sonreía siempre ypor qué sus labios estaban húmedos de saliva.Fue entonces que recordé que había muerto deparálisis y sentí que también yo sonreía suave-mente, como si lo absolviera de un pecado si-moniaco.

A la mañana siguiente, después del des-ayuno, me llegué hasta la casita de la CalleGran Bretaña. Era una tienda sin pretensionesafiliada bajo el vago nombre de Tapicería. Latapicería consistía mayormente en botines paraniños y paraguas; y en días corrientes había uncartel en la vidriera que decía: Se Forran Para-guas. Ningún letrero era visible ahora porquehabían bajado el cierre. Había un crespón atadoal llamador con una cinta. Dos señoras pobres yun mensajero del telégrafo leían la tarjeta cosi-

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da al crespón. Yo también me acerqué paraleerla.

1 de Julio de 1895El Reverendo James Flynn (quien que pertene-ció a la parroquia de la Iglesia de Santa Catali-na, en la calle Meath) de sesenta y cinco años deedad, ha fallecido.R. I. P.

Leer el letrero me convenció de que sehabía muerto y me perturbó darme cuenta deque tuve que contenerme. De no estar muerto,habría entrado directamente al cuartito oscuroen la trastienda, para encontrarlo sentado en susillón junto al fuego, casi asfixiado dentro de suchaquetón. A lo mejor mi tía me habría entre-gado un paquete de High Toast para dárselo yeste regalo lo sacaría de su sopor. Era yo quientenía que vaciar el rapé en su tabaquera negra,ya que sus manos temblaban demasiado parapermitirle hacerlo sin que derramara por lo

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menos la mitad. Incluso cuando se llevaba laslargas manos temblorosas a la nariz, nubes depolvo de rapé se escurrían entre sus dedos paracaerle en la pechera del abrigo. Debían ser estasconstantes lluvias de rapé lo que daba a susviejas vestiduras religiosas su color verde des-vaído, ya que el pañuelo rojo, renegrido comoestaba siempre por las manchas de rapé de lasemana, con que trataba de barrer la picaduraque caía, resultaba bien ineficaz.

Quise entrar a verlo, pero no tuve valorpara tocar. Me fui caminando lentamente a lolargo de la calle soleada, leyendo las cartelerasen las vitrinas de las tiendas mientras me aleja-ba. Me pareció extraño que ni el día ni yo estu-viéramos de luto y hasta me molestó descubrirdentro de mí una sensación de libertad, como sime hubiera librado de algo con su muerte. Measombró que fuera así porque, como bien dijerami tío la noche antes, él me enseñó muchas co-sas. Había estudiado en el colegio irlandés deRoma y me enseñó a pronunciar el latín correc-

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tamente. Me contaba cuentos de las catacumbasy sobre Napoleón Bonaparte y hasta me explicóel sentido de las diferentes ceremonias de lamisa y de las diversas vestiduras que debe lle-var el sacerdote. A veces se divertía haciéndo-me preguntas difíciles, preguntándome lo quehabía que hacer en ciertas circunstancias o sitales o cuales pecados eran mortales o venialeso tan sólo imperfecciones. Sus preguntas memostraron lo complejas y misteriosas que sonciertas instituciones de la Iglesia que yo siem-pre había visto como la cosa más simple. Losdeberes del sacerdote con la eucaristía y con elsecreto de confesión me parecieron tan gravesque me preguntaba cómo podía alguien encon-trarse con valor para oficiar; y no me sorpren-dió cuando me dijo que los Padres de la Iglesiahabían escrito libros tan gruesos como la Guíade Teléfonos y con letra tan menuda como la delos edictos publicados en los periódicos, eluci-dando éstas y otras cuestiones intrincadas. Amenudo cuando pensaba en todo ello no podía

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explicármelo, o le daba una explicación tonta ovacilante, ante la cual solía él sonreír y asentircon la cabeza dos o tres veces seguidas. A vecesme hacía repetir los responsorios de la misa,que me obligó a aprenderme de memoria; ymientras yo parloteaba, él sonreía meditativo yasentía. De vez en cuando se echaba alternati-vamente polvo de rapé por cada hoyo de lanariz. Cuando sonreía solía dejar al descubiertosus grandes dientes descoloridos y dejaba caerla lengua sobre el labio inferior -costumbre queme tuvo molesto siempre, al principio de nues-tra relación, antes de conocerlo bien.

Al caminar solo al sol recordé las pala-bras del viejo Cotter y traté de recordar quéocurría después en mi sueño. Recordé quehabía visto cortinas de terciopelo y una lámpa-ra colgante de las antiguas. Tenía la impresiónde haber estado muy lejos, en tierra de costum-bres extrañas. "En Persia", pensé... Pero no pu-de recordar el final de mi sueño.

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Por la tarde, mi tía me llevó con ella alvelorio. Ya el sol se había puesto; pero en lascasas de cara al poniente los cristales de lasventanas reflejaban el oro viejo de un gran ban-co de nubes. Nannie nos esperó en el recibidor;y como no habría sido de buen tono saludarla agritos, todo lo que hizo mi tía fue darle la ma-no. La vieja señaló hacia lo alto interrogante y,al asentir mi tía, procedió a subir trabajosamen-te las estrechas escaleras delante de nosotros, sucabeza baja sobresaliendo apenas por encimadel pasamanos. Se detuvo en el primer rellanoy con un ademán nos alentó a que entráramospor la puerta que se abría hacia el velorio. Mitía entró y la vieja, al ver que yo vacilaba, co-menzó a conminarme repetidas veces con sumano.

Entré en puntillas. A través de los enca-jes bajos de las cortinas entraba una luz crepus-cular dorada que bañaba el cuarto y en la quelas velas parecían una débil llamita. Lo habíanmetido en la caja. Nannie se adelantó y los tres

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nos arrodillamos al pie de la cama. Hice comosi rezara, pero no podía concentrarme porquelos murmullos de la vieja me distraían. Notéque su falda estaba recogida detrás torpementey cómo los talones de sus botas de trapo esta-ban todos virados para el lado. Se me ocurrióque el viejo cura debía estarse riendo tendidoen su ataúd.

Pero no. Cuando nos levantamos y fui-mos hasta la cabecera, vi que ni sonreía. Ahíestaba solemne y excesivo en sus vestiduras deoficiar, con sus largas manos sosteniendo flác-cidas el cáliz. Su cara se veía muy truculenta,gris y grande, rodeada de ralas canas y connegras y cavernosas fosas nasales. Había unapeste potente en el cuarto: las flores.

Nos persignamos y salimos. En el cuar-tito de abajo encontramos a Eliza sentada tiesaen el sillón que era de él. Me encaminé hacia misilla de siempre en el rincón, mientras Nanniefue al aparador y sacó una garrafa de jerez ycopas. Lo puso todo en la mesa y nos invitó a

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beber. A ruego de su hermana, echó el jerez dela garrafa en las copas y luego nos pasó éstas.Insistió en que cogiera galletas de soda, perorehusé porque pensé que iba a hacer ruido alcomerlas. Pareció decepcionarse un poco antemi negativa y se fue hasta el sofá, donde se sen-tó, detrás de su hermana. Nadie hablaba: todosmirábamos a la chimenea vacía.

Mi tía esperó a que Eliza suspirara paradecir:

-Ah, pues ha pasado a mejor vida.Eliza suspiró otra vez y bajó la cabeza

asintiendo. Mi tía le pasó los dedos al tallo desu copa antes de tomar un sorbito.

-Y él... ¿tranquilo? -preguntó.-Oh, sí, señora, muy apaciblemente -dijo

Eliza-. No se supo cuándo exhaló el último sus-piro. Tuvo una muerte preciosa, alabado sea elSantísimo.

-¿Y en cuanto a lo demás...?

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-El padre O'Rourke estuvo a visitarlo elmartes y le dio la extremaunción y lo preparó ytodo lo demás.

-¿Sabía entonces?-Estaba muy conforme.-Se le ve muy conforme -dijo mi tía.-Exactamente eso dijo la mujer que vino

a lavarlo. Dijo que parecía que estuviera dur-miendo, de lo conforme y tranquilo que se veía.Quién se iba a imaginar que de muerto se veríatan agraciado.

-Pues es verdad -dijo mi tía. Bebió unpoco más de su copa y dijo:

-Bueno, señorita Flynn, debe de ser parausted un gran consuelo saber que hicieron porél todo lo que pudieron. Debo decir que uste-des dos fueron muy buenas con el difunto.

Eliza se alisó el vestido en las rodillas.-¡Pobre James! -dijo-. Sólo Dios sabe que

hicimos todo lo posible con lo pobres que so-mos... pero no podíamos ver que tuviera nece-sidad de nada mientras pasaba lo suyo.

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Nannie había apoyado la cabeza contrael cojín y parecía a punto de dormirse.

-Así está la pobre Nannie -dijo Eliza, mi-rándola-, que no se puede tener en pie. Contodo el trabajo que tuvimos las dos, trayendo ala mujer que lo lavó y tendiéndolo y luego elataúd y luego arreglar lo de la misa en la capi-lla. Si no fuera por el padre O'Rourke no sécómo nos hubiéramos arreglado. Fue él quientrajo todas esas flores y los dos cirios de la capi-lla y escribió la nota para insertarla en el Free-man's General y se encargó de los papeles delcementerio y lo del seguro del pobre James ytodo.

-¿No es verdad que se portó bien? -dijomi tía.

Eliza cerró los ojos y negó con la cabeza.-Ah, no hay amigos como los viejos

amigos -dijo.-Pues es verdad -dijo mi tía-. Y segura

estoy que ahora que recibió su recompensa

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eterna no las olvidará a ustedes y lo buenas quefueron con él.

-¡Ay, pobre James! -dijo Eliza-. Si no nosdaba ningún trabajo el pobrecito. No se le oíapor la casa más de lo que se le oye en este ins-tante. Ahora que yo sé que se nos fue y todo, esque...

-Le vendrán a echar de menos cuandopase todo -dijo mi tía.

-Ya lo sé -dijo Eliza-. No le traeré más sutaza de caldo de res al cuarto, ni usted, señora,me le mandará más rapé. ¡Ay, James, el pobre!

Se calló como si estuviera en comunióncon el pasado y luego dijo vivazmente:

-Para que vea, ya me parecía que algoextraño se le venía encima en los últimos tiem-pos. Cada vez que le traía su sopa me lo encon-traba ahí, con su breviario por el suelo y tum-bado en su silla con la boca abierta.

Se llevó un dedo a la nariz y frunció lafrente; después, siguió:

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-Pero con todo, todavía seguía diciendoque antes de terminar el verano, un día quehiciera buen tiempo, se daría una vuelta paraver otra vez la vieja casa en Irishtown dondenacimos todos, y nos llevaría a Nannie y a mítambién. Si solamente pudiéramos hacernos deuno de esos carruajes a la moda que no hacenruido, con neumáticos en las ruedas, de los quehabló el padre O'Rourke, barato y por un día...decía él, de los del establecimiento de JohnnyRush, iríamos los tres juntos un domingo por latarde. Se le metió esto entre ceja y ceja... ¡PobreJames!

-¡Que el Señor lo acoja en su seno! -dijomi tía.

Eliza sacó su pañuelo y se limpió losojos. Luego, lo volvió a meter en su bolso y con-templó por un rato la parrilla vacía, sin hablar.

-Fue siempre demasiado escrupuloso -dijo-. Los deberes del sacerdocio eran demasia-do para él. Y su vida, también, fue tan compli-cada.

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-Sí -dijo mi tía-. Era un hombre desilu-sionado. Eso se veía.

El silencio se posesionó del cuartito y,bajo su manto, me acerqué a la mesa para pro-bar mi jerez, luego volví, calladito, a mi silla delrincón. Eliza pareció caer en un profundo em-beleso. Esperamos respetuosos a que ella rom-piera el silencio; después de una larga pausadijo lentamente:

-Fue ese cáliz que rompió... Ahí empezóla cosa. Naturalmente que dijeron que no eranada, que estaba vacío, quiero decir. Pero aunasí... Dicen que fue culpa del monaguillo. ¡Peroel pobre James, que Dios lo tenga en la Gloria,se puso tan nervioso!

-¿Y qué fue eso? -dijo mi tía-. Yo oí algode...

Eliza asintió.-Eso lo afectó mentalmente -dijo-. Des-

pués de aquello empezó a descontrolarse,hablando solo y vagando por ahí como un almaen pena. Así fue que una noche lo vinieron a

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buscar para una visita y no lo encontraban porninguna parte. Lo buscaron arriba y abajo y nopudieron dar con él en ningún lado. Fue enton-ces que el sacristán sugirió que probaran en lacapilla. Así que buscaron las llaves y abrieronla capilla, y el sacristán y el padre O'Rourke yotro padre que estaba ahí trajeron una vela yentraron a buscarlo... ¿Y qué le parece, que es-taba allí, sentado solo en la oscuridad del con-fesionario, bien despierto y así como riéndosebajito él solo?

Se detuvo de repente como si oyera al-go. Yo también me puse a oír; pero no se oyóun solo ruido en la casa: y yo sabía que el viejocura estaba tendido en su caja tal como lo vi-mos, un muerto solemne y truculento, con uncáliz inútil sobre el pecho.

Eliza resumió:-Bien despierto y riéndose solo... Fue

así, claro, que cuando vieron aquello, eso leshizo pensar que, pues, que no andaba del todobien...

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FIN

Un encuentro

Fue Joe Dillon quien nos dio a conocerel Lejano Oeste. Tenía su pequeña colección denúmeros atrasados de The Union Jack, Pluck yThe Halfpenny Marvel. Todas las tardes, despuésde la escuela, nos reuníamos en el traspatio desu casa y jugábamos a los indios. Él y su her-mano menor, el gordo Leo, que era un ocioso,defendían los dos el altillo del establo mientrasnosotros tratábamos de tomarlo por asalto; olibrábamos una batalla campal sobre el césped.Pero, no importaba lo bien que peleáramos,nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla y todoacababa como siempre, con Joe Dillon cele-brando su victoria con una danza de guerra.Todas las mañanas sus padres iban a la misa de

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ocho en la iglesia de la Calle Gardiner y el auraapacible de la señora Dillon dominaba el reci-bidor de la casa. Pero él jugaba a lo salvaje com-parado con nosotros, más pequeños y más tí-midos. Parecía un indio de verdad cuando salíade correrías por el traspatio, una funda de tete-ra en la cabeza y golpeando con el puño unalata, gritando:

-¡Ya, yaka, yaka, yaka!Nadie quiso creerlo cuando dijeron que

tenía vocación para el sacerdocio. Era verdad,sin embargo.

El espíritu del desafuero se esparció en-tre nosotros y, bajo su influjo, se echaron a unlado todas las diferencias de cultura y de cons-titución física. Nos agrupamos, unos descara-damente, otros en broma y algunos casi conmiedo: y en el grupo de estos últimos, los indi-os de mala gana que tenían miedo de pareceraplicados o alfeñiques, estaba yo. Las aventurasrelatadas en las novelitas del Oeste eran de porsí remotas, pero, por lo menos, abrían puertas

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de escape. A mí me gustaban más esos cuentosde detectives norteamericanos en que de vez encuando pasan muchachas toscas, salvajes y be-llas. Aunque no había nada malo en esas nove-litas y sus intenciones muchas veces eran litera-rias, en la escuela circulaban en secreto. Un díacuando el padre Butler nos tomaba las cuatropáginas de Historia Romana, al chapucero deLeo Dillon lo cogieron con un número de TheHalfpenny Marvel.

-¿Esta página o ésta? ¿Esta página? Puesvamos a ver, Dillon, adelante. Apenas el díahubo... ¡Siga! ¿Qué día? Apenas el día hubolevantado... ¿Estudió usted esto? ¿Qué es esacosa que tiene en el bolsillo?

Cuando Leo Dillon entregó la revistatodos los corazones dieron un salto y pusimoscara de no romper un plato. El padre Butler lahojeó, ceñudo.

-¿Qué es esta basura? -dijo-. ¡El jefe apa-che! ¿Es esto lo que ustedes leen en vez de es-tudiar Historia Romana? No quiero encontrar-

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me más esta condenada bazofia en esta escuela.El que la escribió supongo que debe de ser uncondenado plumífero que escribe estas cosaspara beber. Me sorprende que jóvenes comoustedes, educados, lean cosa semejante. Lo en-tendería si fueran ustedes alumnos de... escuelapública. Ahora, Dillon, se lo advierto seriamen-te, aplíquese o...

Tal reprimenda durante las sobriashoras de clase amenguó mucho la aureola delOeste y la cara de Leo Dillon, confundida yabofada, despertó en mí más de un escrúpulo.Pero en cuanto la influencia moderadora de laescuela quedaba atrás empezaba a sentir otravez el hambre de sensaciones sin freno, del es-cape que solamente estas crónicas desaforadasparecían ser capaces de ofrecerme. La miméticaguerrita vespertina se volvió finalmente tanaburrida para mí como la rutina de la escuelapor la mañana, porque lo que yo deseaba eracorrer verdaderas aventuras. Pero las aventurasverdaderas, pensé, no le ocurren jamás a los

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que se quedan en casa: hay que salir a buscarlasen tierras lejanas.

Las vacaciones de verano estaban ahí aldoblar cuando decidí romper la rutina escolaraunque fuera por un día. Junto con Leo Dillony un muchacho llamado Mahony planeamos undía furtivo. Ahorramos seis peniques cada uno.Nos íbamos a encontrar a las diez de la mañanaen el puente del canal. La hermana mayor deMahony le iba a escribir una disculpa y LeoDillon le iba a decir a su hermano que dijeseque su hermano estaba enfermo. Convinimosen ir por Wharf Road, que es la calle del muelle,hasta llegar a los barcos, luego cruzaríamos enla lanchita hasta el Palomar. Leo Dillon teníamiedo de que nos encontráramos con el padreButler o con alguien del colegio; pero Mahonyle preguntó, con muy buen juicio, que qué iba ahacer el padre Butler en el Palomar. Tranquili-zados, llevé a buen término la primera parte delcomplot haciendo una colecta de seis peniquespor cabeza, no sin antes enseñarles a ellos a mi

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vez mis seis peniques. Cuando hacíamos losúltimos preparativos la víspera, estábamos algoexcitados. Nos dimos las manos, riendo, y Ma-hony dijo:

-Hasta mañana, socios.Esa noche dormí mal. Por la mañana, fui

el primero en llegar al puente, ya que yo vivíamás cerca. Escondí mis libros entre la yerbacrecida cerca del cenizal y al fondo del parque,donde nadie iba, y me apresuré malecón arriba.Era una tibia mañana de la primera semana dejunio. Me senté en la albarda del puente a con-templar mis delicados zapatos de lona que dili-gentemente blanqueé la noche antes y a mirarlos dóciles caballos que tiraban cuesta arriba deun tranvía lleno de empleados. Las ramas delos árboles que bordeaban la alameda estabande lo más alegres con sus hojitas verde claro yel sol se escurría entre ellas hasta tocar el agua.El granito del puente comenzaba a calentarse yempecé a golpearlo con la mano al compás de

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una tonada que tenía en la mente. Me sentí delo más bien.

Llevaba sentado allí cinco o diez minu-tos cuando vi el traje gris de Mahony que seacercaba. Subía la cuesta, sonriendo, y se trepóhasta mí por el puente. Mientras esperábamossacó el tiraflechas que le hacía bulto en un bol-sillo interior y me explicó las mejoras que lehabía hecho. Le pregunté por qué lo había traí-do y me explicó que era para darles a los pája-ros donde les duele. Mahony sabía hablar jeri-gonza y a menudo se refería al padre Butlercomo el Mechero de Bunsen. Esperamos uncuarto de hora o más, pero así y todo Leo Di-llon no dio señales. Finalmente, Mahony se bajóde un brinco, diciendo:

-Vámonos. Ya sabía yo que ese mantecaera un fulastre.

-¿Y sus seis peniques...? -dije.-Perdió prenda -dijo Mahony-. Y mejor

para nosotros: en vez de seis, tenemos nuevepeniques cada uno.

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Caminamos por el North Strand Roadhasta que llegamos a la planta de ácido muriá-tico y allí doblamos a la derecha para coger porlos muelles. Tan pronto como nos alejamos dela gente, Mahony comenzó a jugar a los indios.Persiguió a un grupo de niñas andrajosas,apuntándoles con su tiraflechas, y cuando dosandrajosos empezaron, de galantes, a tiramospiedras, Mahony propuso que les cayéramosarriba. Me opuse diciéndole que eran muy chi-quitos para nosotros y seguimos nuestro cami-no, con toda la bandada de andrajosos dándo-nos gritos de Cuá, cuá, ¡cuáqueros!, creyéndo-nos protestantes, porque Mahony, que era muyprieto, llevaba la insignia de un equipo de crí-quet en su gorra. Cuando llegamos a La Plan-cha planeamos ponerle sitio; pero fue todo unfracaso, porque hacen falta por lo menos trespara un sitio. Nos vengamos de Leo Dillon de-clarándolo un fulastre y tratando de adivinarlos azotes que le iba a dar la señora Ryan a lastres.

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Luego llegamos al río. Nos demoramosbastante por unas calles de mucho movimientoentre altos muros de mampostería, viendo fun-cionar las grúas y las maquinarias y más de unavez los carretoneros nos dieron gritos desde suscarretas crujientes para activarnos. Era medio-día cuando llegamos a los muelles y, como losestibadores parecían estar almorzando, noscompramos dos grandes panes de pasas y nossentamos a comerlos en unas tuberías de metaljunto al río. Nos dimos gusto contemplando eltráfico del puerto -las barcazas anunciadas des-de lejos por sus bucles de humo, la flota pes-quera, parda, al otro lado de Ringsend, losenormes veleros blancos que descargaban en elmuelle de la orilla opuesta. Mahony habló de labuena aventura que sería enrolarse en uno deesos grandes barcos, y hasta yo, mirando susmástiles, vi, o imaginé, cómo la escasa geogra-fía que nos metían por la cabeza en la escuelacobraba cuerpo gradualmente ante mis ojos.Casa y colegio daban la impresión de alejarse

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de nosotros y su influencia parecía que se es-fumaba.

Cruzamos el Liffey en la lanchita, pa-gando por que nos pasaran en compañía de dosobreros y de un judío menudo que cargaba conuna maleta. Estábamos todos tan serios queresultábamos casi solemnes, pero en una oca-sión durante el corto viaje nuestros ojos se cru-zaron y nos reímos. Cuando desembarcamosvimos la descarga de la linda goleta de tres pa-los que habíamos contemplado desde el muellede enfrente. Algunos espectadores dijeron queera un velero noruego. Caminé hasta la proa ytraté de descifrar la leyenda inscrita en ella pe-ro, al no poder hacerlo, regresé a examinar a losmarinos extranjeros para ver si alguno tenía losojos verdes, ya que tenía confundidas misideas... Los ojos de los marineros eran azules,grises y hasta negros. El único marinero cuyosojos podían llamarse con toda propiedad ver-des era uno grande, que divertía al público en

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el muelle gritando alegremente cada vez quecaían las albardas:

-¡Muy bueno! ¡Muy bueno!Cuando nos cansamos de mirar nos fui-

mos lentamente hasta Ringsend. El día se habíahecho sofocante y en las ventanas de las tiendasunas galletas mohosas se desteñían al sol. Com-pramos galletas y chocolate, que comimos muydespacio mientras vagábamos por las mugrien-tas calles en que vivían las familias de los pes-cadores. No encontramos ninguna lechería, asíque nos llegamos a un vendedor ambulante ycompramos una botella de limonada de fram-buesa para cada uno. Ya refrescado, Mahonypersiguió un gato por un callejón, pero se leescapó hacia un terreno abierto. Estábamosbastante cansados los dos y cuando llegamos alcampo nos dirigimos enseguida hacia una cues-ta empinada desde cuyo tope pudimos ver elDodder.

Se había hecho demasiado tarde y está-bamos muy cansados para llevar a cabo nuestro

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proyecto de visitar el Palomar. Teníamos queestar de vuelta antes de las cuatro o nuestraaventura se descubriría. Mahony miró su tira-flechas, compungido, y tuve que sugerir regre-sar en el tren para que recobrara su alegría. Elsol se ocultó tras las nubes y nos dejó con losanhelos mustios y las migajas de las provisio-nes.

Estábamos solos en el campo. Despuésde estar echados en la falda de la loma un ratosin hablar, vi un hombre que se acercaba por ellado lejano del terreno. Lo observé desganadomientras mascaba una de esas cañas verdes quelas muchachas cogen para adivinar la suerte.Subía la loma lentamente. Caminaba con unamano en la cadera y con la otra agarraba unbastón con el que golpeaba la yerba con suavi-dad.

Se veía miserable en su traje verdinegroy llevaba un sombrero de copa alta. Debía deser viejo, porque su bigote era cenizo. Cuandopasó junto a nuestros pies nos echó una mirada

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rápida y siguió su camino. Lo seguimos con lavista y vimos que no había caminado cincuentapasos cuando se viró y volvió sobre sus pasos.Caminaba hacia nosotros muy despacio, gol-peando siempre el suelo con su bastón, y lohacía con tanta lentitud que pensé que buscabaalgo en la yerba.

Se detuvo cuando llegó al nivel nuestroy nos dio los buenos días. Correspondimos y sesentó junto a nosotros en la cuesta, lentamentey con mucho cuidado. Empezó hablando deltiempo, diciendo que iba a hacer un veranocaluroso, pero añadió que las estaciones habíancambiado mucho desde su niñez -hace muchotiempo. Habló de que la época más feliz es,indudablemente, la de los días escolares y dijoque daría cualquier cosa por ser joven otra vez.Mientras expresaba semejantes ideas, bastanteaburridas, nos quedamos callados. Luego em-pezó a hablar de la escuela y de libros. Nos pre-guntó si habíamos leídos los versos de TomásMoro o las obras de Walter Scott y de Lytton.

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Yo aparenté haber leído todos esos libros de losque él hablaba, por lo que finalmente me dijo:

-Ajá, ya veo que eres ratón de biblioteca,como yo. Ahora -añadió, apuntando para Ma-hony, que nos miraba con los ojos abiertos-, queéste se ve que es diferente: lo que le gusta esjugar.

Dijo que tenía todos los libros de WalterScott y de Lytton en su casa y nunca se aburríade leerlos.

-Por supuesto -dijo-, que hay algunasobras de Lytton que un menor no puede leer.

Mahony le preguntó que por qué no laspodían leer, pregunta que me sobresaltó y abo-chornó porque temí que el hombre iba a creerque yo era tan tonto como Mahony. El hombre,sin embargo, se sonrió. Vi que tenía en su bocagrandes huecos entre los dientes amarillos. En-tonces nos preguntó que quién de los dos teníamás novias. Mahony dijo a la ligera que teníatres chiquitas. El hombre me preguntó cuántastenía yo. Le respondí que ninguna. No quiso

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creerme y me dijo que estaba seguro que debíade tener por lo menos una. Me quedé callado.

-Dígame -dijo Mahoney, parejero, alhombre- ¿y cuántas tiene usted?

El hombre sonrió como antes y dijo quecuando él era de nuestra edad tenía novias amontones.

-Todos los muchachos -dijo- tienen no-viecitas.

Su actitud sobre este particular me pare-ció extrañamente liberal para una persona ma-yor. Para mí que lo que decía de los muchachosy de las novias era razonable. Pero me disgustóoírlo de sus labios y me pregunté por qué ledarían tembleques una o dos veces, como sitemiera algo o como si de pronto tuviera esca-lofrío. Mientras hablaba me di cuenta de quetenía un buen acento. Empezó a hablarnos delas muchachas, de lo suave que tenían el pelo ylas manos y de cómo no todas eran tan buenascomo parecían si uno no sabía a qué atenerse.Nada le gustaba tanto, dijo, como mirar a una

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muchacha bonita, con sus suaves manos blan-cas y su lindo pelo sedoso. Me dio la impresiónde que estaba repitiendo algo que se habíaaprendido de memoria o de que, atraída por laspalabras que decía, su mente daba vueltas unay otra vez en una misma órbita. A veces habla-ba como si hiciera alusión a hechos que todosconocían, otras bajaba la voz y hablaba miste-riosamente, como si nos estuviera contando unsecreto que no quería que nadie más oyera.Repetía sus frases una y otra vez, variándolas ydándoles vueltas con su voz monótona. Seguímirando hacia el bajío mientras lo escuchaba.

Después de un largo rato hizo una pau-sa en su monólogo. Se puso en pie lentamente,diciendo que tenía que dejarnos por uno o dosminutos más o menos, y, sin cambiar yo la di-rección de mi mirada, lo vi alejarse lentamentecamino del extremo más próximo del terreno.Nos quedamos callados cuando se fue. Despuésde unos minutos de silencio oí a Mahony ex-clamar:

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-¡Mira lo que hace!Como ni miré ni levanté la vista, Maho-

ny exclamó de nuevo:-¡Pero mira eso!... ¡Qué viejo más es-

trambótico!-En caso de que nos pregunte el nombre

-dije-, tú te llamas Murphy y yo me llamoSmith.

No dijimos más. Estaba aún conside-rando si irme o quedarme cuando el hombreregresó y otra vez se sentó al lado nuestro.Apenas se había sentado cuando Mahony,viendo de nuevo el gato que se le había escapa-do antes, se levantó de un salto y lo persiguió acampo traviesa. El hombre y yo presenciamosla cacería. El gato se escapó de nuevo y Maho-ny empezó a tirarle piedras a la cerca por la quesubió. Desistiendo, empezó a vagar por el fon-do del terreno, errático.

Después de un intervalo el hombre mehabló. Me dijo que mi amigo era un travieso yme preguntó si le daban azotes con frecuencia

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en la escuela. Estuve a punto de decirle que noéramos alumnos de la escuela pública para quenos dieran azotes, como decía él; pero me que-dé callado. Empezó a hablar sobre la manera decastigar a los muchachos. Su mente, comoimantada de nuevo por lo que decía, pareciódar vueltas y más vueltas lentas alrededor desu nuevo eje. Dijo que cuando los muchachoseran así había que darles azotes y darles duro.Cuando un muchacho salía travieso y malo nohabía nada que le hiciera tanto bien como unabuena paliza. Un manotazo o un tirón de orejasno bastaba: lo que estaba pidiendo era unabuena paliza en caliente. Me sorprendió suánimo, por lo que involuntariamente eché unvistazo a su cara. Al hacerlo, encontré su mira-da: un par de ojos color verde botella que memiraban debajo de una frente fruncida. Denuevo desvié la vista.

El hombre siguió con su monólogo. Pa-recía haber olvidado su liberalismo de hacepoco. Dijo que si él encontraba a un muchacho

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hablando con una muchacha o teniendo novialo azotaría y lo azotaría: y que eso le enseñaríaa no andar hablando con muchachas. Y si unmuchacho tenía novia y decía mentiras, le dabauna paliza como nunca le habían dado a nadieen este mundo. Dijo que no había nada en elmundo que le agradara más. Me describió có-mo le daría una paliza a semejante mocoso co-mo si estuviera revelando un misterio barroco.Esto le gustaba a él, dijo, más que nada en elmundo; y su voz, mientras me guiaba monóto-na a través del misterio, se hizo afectuosa, comosi me rogara que lo comprendiera.

Esperé a que hiciera otra pausa en sumonólogo. Entonces me puse en pie de repente.Por miedo a traicionar mi agitación me demoréun momento, aparentando que me arreglaba unzapato y luego, diciendo que me tenía que ir, ledi los buenos días. Subí la cuesta en calma peromi corazón latía rápido del miedo a que meagarrara por un tobillo. Cuando llegué a la ci-

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ma me volví y, sin mirarlo, grité a campo tra-viesa:

-¡Murphy!Había un forzado dejo de bravuconería

en mi voz y me abochorné de treta tan burda.Tuve que gritar de nuevo antes de que Mahonyme viera y respondiera con otro grito. ¡Cómolatió mi corazón mientras él corría hacia mí acampo traviesa! Corría como si viniera en miayuda. Y me sentí un penitente arrepentido:porque dentro de mí había sentido por él siem-pre un poco de desprecio.

FIN

Un triste caso

El señor James Duffy residía en Chape-lizod porque quería vivir lo más lejos posiblede la capital de que era ciudadano y porque

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encontraba todos los otros suburbios de Dublínmezquinos, modernos y pretenciosos. Vivía enuna casa vieja y sombría y desde su ventanapodía ver la destilería abandonada y, más arri-ba, el río poco profundo en que se fundó Du-blín. Las altivas paredes de su habitación sinalfombras se veían libres de cuadros. Habíacomprado él mismo las piezas del mobiliario:una cama de hierro negro, un lavamanos dehierro, cuatro sillas de junco, un perchero-ropero, una arqueta, carbonera, un guardafue-gos con sus atizadores y una mesa cuadradasobre la que había un escritorio doble. En unnicho había hecho un librero con anaqueles depino blanco. La cama estaba tendida con sába-nas blancas y cubierta a los pies por una colchaescarlata y negra. Un espejito de mano colgabasobre el lavamanos y durante el día una lámpa-ra de pantalla blanca era el único adorno de lachimenea. Los libros en los anaqueles blancosestaban arreglados por su peso, de abajo arriba.En el anaquel más bajo estaban las obras com-

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pletas de Wordsworth y en un extremo del es-tante de arriba había un ejemplar del Catecismode Maynooth cosido a la tapa de una libretaescolar. Sobre el escritorio tenía siempre mate-rial para escribir. En el escritorio reposaba elmanuscrito de una traducción de Michael Kra-mer de Hauptmann, con las acotaciones escéni-cas en tinta púrpura y una resma de papel co-gida por un alfiler de cobre. Escribía una fraseen estas hojas de cuando en cuando y, en unmomento irónico, pegó el recorte de un anunciode Píldoras de Bilis en la primera hoja. Al le-vantar la tapa del escritorio se escapaba de éluna fragancia tenue -el olor a lápices de cedronuevos o de un pomo de goma o de una man-zana muy madura que dejara allí olvidada.

El señor Duffy aborrecía todo lo queparticipara del desorden mental o físico. Unmédico medieval lo habría tildado de saturni-no. Su cara, que era el libro abierto de su vida,tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. Ensu cabeza larga y bastante grande crecía un

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pelo seco y negro y un bigote leonado que nocubría del todo una boca nada amable. Sus pó-mulos le daban a su cara un aire duro; pero nohabía nada duro en sus ojos que, mirando elmundo por debajo de unas cejas leoninas, da-ban la impresión de un hombre siempre dis-puesto a saludar en el prójimo un instinto re-dimible pero decepcionado a menudo. Vivía acierta distancia de su cuerpo, observando suspropios actos con mirada furtiva y escéptica.Poseía un extraño hábito autobiográfico que lollevaba a componer mentalmente una breveoración sobre sí mismo, con el sujeto en tercerapersona y el predicado en tiempo pretérito.Nunca daba limosnas y caminaba erguido, lle-vando un robusto bastón de avellano.

Fue durante años cajero de un bancoprivado de la Calle Baggot. Cada mañana veníadesde Chapelizod en tranvía. A mediodía iba aDan Burke a almorzar: una botella grande deláguer y una bandejita llena de bizcochos dearrorruz. Quedaba libre a las cuatro. Comía en

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una casa de comidas en la Calle George dondese sentía a salvo de la compañía de la doradajuventud dublinesa y donde había una ciertahonestidad rústica en cuanto a la cuenta. Pasa-ba las noches sentado al piano de su casera orecorriendo los suburbios. Su amor por la mú-sica de Mozart lo llevaba a veces a la ópera o aun concierto: eran éstas las únicas liviandadesen su vida.

No tenía colegas ni amigos ni religión nicredo. Vivía su vida espiritual sin comunióncon el prójimo, visitando a los parientes porNavidad y acompañando el cortejo si morían.Llevaba a cabo estos dos deberes sociales enhonor a la dignidad ancestral, pero no concedíanada más a las convenciones que rigen la vidaen común. Se permitía creer que, dadas ciertascircunstancias, podría llegar a robar en su ban-co, pero, como estas circunstancias nunca sedieron, su vida se extendía uniforme -una his-toria exenta de peripecias.

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Una noche se halló sentado junto a dosseñoras en la Rotunda. La sala, en silencio yapenas concurrida, auguraba un rotundo fraca-so. La señora sentada a su lado echó una mira-da en redondo, una o dos veces, y después dijo:

-¡Qué pena que haya tan pobre entradaesta noche! Es tan duro tener que cantar a lasbutacas vacías.

Entendió él que dicha observación loinvitaba a conversar. Se sorprendió de que ellapareciera tan poco embarazada. Mientrashablaba trató de fijarla en la memoria. Cuandosupo que la joven sentada al otro lado era suhija, juzgó que ella debía de ser un año menorque él o algo así. Su cara, que debió de ser her-mosa, era aún inteligente: un rostro ovalado defacciones decisivas. Los ojos eran azul oscuro yfirmes. Su mirada comenzaba con una nota dedesafío pero, confundida por lo que parecía undeliberado extravío de la pupila en el iris, reve-ló momentáneamente un temperamento degran sensibilidad. La pupila se enderezó rápi-

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da, la naturaleza a medias revelada cayó bajo elinflujo de la prudencia, y su chaqueta de astra-cán, que modelaba un busto un tanto pleno,acentuó definitivamente la nota desafiante.

La encontró unas semanas más tarde enun concierto en Earlsfort Terrace y aprovechó elmomento en que la hija estaba distraída paraintimar. Ella aludió una o dos veces a su espo-so, pero su tono no era como para convertir lamención en aviso. Se llamaba la señora Sinico.El tatarabuelo de su esposo había venido deLeghom. Su esposo era capitán de un buquemercante que hacía la travesía entre Dublín yHolanda; y no tenían más que una hija.

Al encontrarla casualmente por terceravez halló valor para concertar una cita. Ella fue.Fue éste el primero de muchos encuentros; seveían siempre por las noches y escogían parapasear las calles más calladas. Al señor Duffy,sin embargo, le repugnaba la clandestinidad y,al advertir que estaban condenados a versesiempre furtivamente, la obligó a que lo invita-

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ra a su casa. El capitán Sinico propiciaba talesvisitas, pensando que estaba en juego la manode su hija. Había eliminado aquél a su esposatan francamente de su elenco de placeres queno sospechaba que alguien pudiera interesarseen ella. Como el esposo estaba a menudo deviaje y la hija salía a dar lecciones de música, elseñor Duffy tuvo muchísimas ocasiones de dis-frutar la compañía de la dama. Ninguno de losdos había tenido antes una aventura y no pare-cían conscientes de ninguna incongruencia.Poco a poco sus pensamientos se ligaron a losde ella. Le prestaba libros, la proveía de ideas,compartía con ella su vida intelectual. Ella eratodo oídos.

En ocasiones, como retribución a susteorías, ella le confiaba datos sobre su vida. Consolicitud casi maternal ella lo urgió a que leabriera su naturaleza de par en par; se volviósu confesora. Él le contó que había asistido enun tiempo a los mítines de un grupo socialistairlandés, donde se sintió como una figura única

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en medio de una falange de obreros sobrios, enuna buhardilla alumbrada con gran ineficaciapor un candil. Cuando el grupo se dividió entres células, cada una en su buhardilla y con unlíder, dejó de asistir a aquellas reuniones. Lasdiscusiones de los obreros, le dijo, eran muytimoratas; el interés que prestaban a las cues-tiones salariales, desmedido. Opinaba que setrataba de ásperos realistas que se sentían agra-viados por una precisión producto de un ocioque estaba fuera de su alcance. No era proba-ble, le dijo, que ocurriera una revolución socialen Dublín en siglos.

Ella le preguntó que por qué no escribíalo que pensaba. Para qué, le preguntó él, concuidado desdén. ¿Para competir con fraseólo-gos incapaces de pensar consecutivamente porsesenta segundos? ¿Para someterse a la críticade una burguesía obtusa, que confiaba su morala la policía y sus bellas artes a un empresario?

Iba a menudo a su chalecito en las afue-ras de Dublín y a menudo pasaban la tarde

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solos. Poco a poco, según se trenzaban sus pen-samientos, hablaban de asuntos menos remo-tos. La compañía de ella era como un climacálido para una planta exótica. Muchas vecesella dejó que la oscuridad los envolviera, abste-niéndose de encender la lámpara. El discretocuarto a oscuras, el aislamiento, la música queaún vibraba en sus oídos, los unía. Esta uniónlo exaltaba, limaba las asperezas de su carácter,hacía emotiva su vida intelectual. A veces sesorprendía oyendo el sonido de su voz. Pensóque a sus ojos debía él alcanzar una estaturaangelical; y, al juntar más y más a su persona lanaturaleza fervorosa de su acompañante, escu-chó aquella extraña voz impersonal que reco-nocía como propia, insistiendo en la soledaddel alma, incurable. Es imposible la entrega,decía la voz: uno se pertenece a sí mismo. Elfinal de esos discursos fue que una noche du-rante la cual ella había mostrado los signos deuna excitación desusada, la señora Sinico le

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cogió una mano apasionadamente y la apretócontra su mejilla.

El señor Duffy se sorprendió mucho. Lainterpretación que ella había dado a sus pala-bras lo desilusionó. Dejó de visitarla duranteuna semana; luego, le escribió una carta pi-diéndole encontrarse. Como él no deseaba quesu última entrevista se viera perturbada por lainfluencia del confesionario en ruinas, se en-contraron en una pastelería cerca de Parkgate.El tiempo era de aterido otoño, pero a pesar delfrío vagaron por los senderos del parque cercade tres horas. Acordaron romper la comunión:todo lazo, dijo él, es una atadura dolorosa.Cuando salieron del parque caminaron en si-lencio hacia el tranvía; pero aquí empezó ella atemblar tan violentamente que, temiendo élotro colapso de su parte, le dijo rápido adiós yla dejó. Unos días más tarde recibió un paqueteque contenía sus libros y su música.

Pasaron cuatro años. El señor Duffy re-tornó a su vida habitual. Su cuarto era todavía

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testigo de su mente metódica. Unas partiturasnuevas colmaban los atriles en el cuarto de aba-jo y en los anaqueles había dos obras de Nietzs-che: Así hablaba Zaratustra y La Gaya Ciencia.Muy raras veces escribía en la pila de papelesque reposaba en su escritorio. Una de sus sen-tencias, escrita dos meses después de la últimaentrevista con la señora Sinico, decía: El amorentre hombre y hombre es imposible porque nodebe haber comercio sexual, y la amistad entrehombre y mujer es imposible porque debehaber comercio sexual. Se mantuvo alejado delos conciertos por miedo a encontrarse con ella.Su padre murió; el socio menor del banco seretiró. Y todavía iba cada mañana a la ciudaden tranvía y cada tarde caminaba de regreso dela ciudad a la casa, después de comer con mo-deración en la Calle George y de leer un ves-pertino como postre.

Una noche, cuando estaba a punto deecharse a la boca una porción de cecina y coles,su mano se detuvo. Sus ojos se fijaron en un

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párrafo del diario que había recostado a la jarradel agua. Volvió a colocar el bocado en el platoy leyó el párrafo atentamente. Luego, bebió unvaso de agua, echó el plato a un lado, dobló elperiódico colocándolo entre sus codos y leyó elpárrafo una y otra vez. La col comenzó a depo-sitar una fría grasa blancuzca en el plato. Lamuchacha vino a preguntarle si su comida noestaba bien cocida. Él respondió que estabamuy buena y comió unos pocos bocados condificultad. Luego, pagó la cuenta y salió.

Caminó rápido en el crepúsculo de no-viembre, su robusto bastón de avellano gol-peando el suelo con regularidad, el borde ama-rillento del informativo Mail atisbando desdeun bolsillo lateral de su ajustada chaqueta-sobretodo. En el solitario camino de Parkgate aChapelizod aflojó el paso. Su bastón golpeabael suelo menos enfático y su respiración irregu-lar, casi con sonido de suspiros, se condensabaen el aire invernal. Cuando llegó a su casa su-bió enseguida a su cuarto y, sacando el diario

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del bolsillo, leyó el párrafo de nuevo a la mor-tecina luz de la ventana. No leyó en voz alta,sino moviendo los labios como hace el sacerdo-te cuando lee la secreta. He aquí el párrafo:

MUERE UNA SEÑORA EN LA ESTA-CIÓN DE SYDNEY PARADE

Un Triste CasoEn el Hospital Municipal de Dublín, el

fiscal forense auxiliar (por ausencia del señorLeverett) llevó a cabo hoy una encuesta sobre lamuerte de la señora Emily Sinico, de cuarenta ytres años de edad, quien resultara muerta en laestación de Sydney Parade ayer noche. La evi-dencia arrojó que al intentar cruzar la vía, ladesaparecida fue derribada por la locomotoradel tren de Kingston (el correo de las diez), su-friendo heridas de consideración en la cabeza yen el costado derecho, a consecuencia de lascuales hubo de fallecer.

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El motorista, James Lennon, declaró quees empleado de los ferrocarriles desde hacequince años. Al oír él pito del guardavías, pusoel tren en marcha, pero uno o dos segundosdespués tuvo que aplicar los frenos en respues-ta a unos alaridos. El tren iba despacio.

El maletero P. Dunne declaró que el trenestaba a punto de arrancar cuando observó auna mujer que intentaba cruzar la vía férrea.Corrió hacia ella dando gritos, pero, antes deque lograra darle alcance, la infortunada fuealcanzada por el parachoques de la locomotoray derribada al suelo.

Un miembro del jurado. - ¿Vio ustedcaer a la señora?

Testigo. - Sí.El sargento de la policía Croly declaró

que cuando llegó al lugar del suceso encontró ala occisa tirada en la plataforma, aparentementemuerta. Hizo trasladar el cadáver al salón deespera, pendiente de la llegada de una ambu-lancia.

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El gendarme 57 corroboró la declara-ción.

El doctor Halpin, segundo cirujano delHospital Municipal de Dublín, declaró que laoccisa tenía dos costillas fracturadas y habíasufrido severas contusiones en el hombro dere-cho. Recibió una herida en el lado derecho de lacabeza a resultas de la caída. Las heridas nohabrían podido causar la muerte de una perso-na normal. El deceso, según su opinión, se de-bió a un trauma y a un fallo cardíaco repentino.

El señor H. B. Patterson Finlay expresó,en nombre de la compañía de ferrocarriles, sumás profunda pena por dicho accidente. Lacompañía, declaró, ha tomado siempre precau-ciones para impedir que los pasajeros crucenlas vías si no es por los puentes, colocando alefecto anuncios en cada estación y también me-diante el uso de barreras de resorte en los pasosa nivel. La difunta tenía por costumbre cruzarlas líneas, tarde en la noche, de plataforma enplataforma, y en vista de las demás circunstan-

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cias del caso, declaró que eximía a los emplea-dos del ferrocarril de toda responsabilidad.

El capitán Sinico, de Leoville, SydneyParade, esposo de la occisa, también hizo sudeposición. Declaró que la difunta era su espo-sa, que él no estaba en Dublín al momento delaccidente, ya que había arribado esa mismamañana de Rótterdam. Llevaban veintidós añosde casados y habían vivido felizmente hastahace cosa de dos años, cuando su esposa co-menzó a mostrarse destemplada en sus cos-tumbres.

La señorita Mary Sinico dijo que últi-mamente su madre había adquirido el hábitode salir de noche a comprar bebidas espirituo-sas. Atestiguó que en repetidas ocasiones habíaintentado hacer entrar a su madre en razón,habiéndola inducido a que ingresara en la ligaantialcohólica. La joven declaró no encontrarseen casa cuando ocurrió el accidente.

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El jurado dio su veredicto de acuerdocon la evidencia médica y exoneró al mencio-nado Lennon de toda culpa.

El fiscal forense auxiliar dijo que se tra-taba de un triste caso y expresó su condolenciaal capitán Sinico y a su hija. Urgió a la compa-ñía ferroviaria a tomar todas las medidas a sualcance para prevenir la posibilidad de acciden-tes semejantes en el futuro. No se culpó a terce-ros.

El señor Duffy levantó la vista del pe-riódico y miró por la ventana al melancólicopaisaje. El río corría lento junto a la destilería yde cuando en cuando se veía una luz en unacasa en la carretera a Lucan. ¡Qué fin! Toda lanarración de su muerte lo asqueaba y lo as-queaba pensar que alguna vez le habló a ella delo que tenía por más sagrado. Las frases deshil-vanadas, las inanes expresiones de condolencia,las cautas palabras del periodista habían conse-guido ocultar los detalles de una muerte co-

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mún, vulgar, y esto le atacó al estómago. Noera sólo que ella se hubiera degradado; lo de-gradaba a él también. Vio la escuálida ruta desu vicio miserable y maloliente. ¡Su alma geme-la! Pensó en los trastabillantes derrelictos queveía llevando latas y botellas a que se las llena-ra el dependiente. ¡Por Dios, qué final! Era evi-dente que no estaba preparada para la vida, sinfuerza ni propósito como era, fácil presa delvicio: una de las ruinas sobre las que se erigíanlas civilizaciones. ¡Pero que hubiera caído tanbajo! ¿Sería posible que se hubiera engañadotanto en lo que a ella respectaba? Recordó losexabruptos de aquella noche y los interpretó enun sentido más riguroso que lo había hechojamás. No tenía dificultad alguna en aprobarahora el curso tomado.

Como la luz desfallecía y su memoriacomenzó a divagar pensó que su mano tocabala suya. La sorpresa que atacó primero su es-tómago comenzó a atacarle los nervios. Se pusoel sobretodo y el sombrero con premura y salió.

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El aire frío lo recibió en el umbral; se le coló porlas mangas del abrigo. Cuando llegó al pub delpuente de Chapelizod entró y pidió un ponchecaliente.

El propietario vino a servirle obsequio-so, pero no se aventuró a dirigirle la palabra.Había cuatro o cinco obreros en el estableci-miento discutiendo el valor de la hacienda deun señor del condado de Kildare. Bebían de susgrandes vasos a intervalos y fumaban, escu-piendo al piso a menudo y en ocasiones ba-rriendo el aserrín sobre los salivazos con susbotas pesadas. El señor Duffy se sentó en subanqueta y los miraba sin verlos ni oírlos. Sefueron después de un rato y él pidió otro pon-che. Se sentó ante el vaso por mucho rato. Elestablecimiento estaba muy tranquilo. El pro-pietario estaba tumbado sobre el mostradorleyendo el Herald y bostezando. De vez encuando se oía un tranvía siseando por la deso-lada calzada.

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Sentado allí, reviviendo su vida con ellay evocando alternativamente las dos imágenescon que la concebía ahora, se dio cuenta de queestaba muerta, que había dejado de existir, quese había vuelto un recuerdo. Empezó a sentirsedesazonado. Se preguntó qué otra cosa pudohaber hecho. No podía haberla engañadohaciéndole una comedia; no podía haber vividocon ella abiertamente. Hizo lo que creyó mejor.¿Tenía él acaso la culpa? Ahora que se habíaido ella para siempre entendió lo solitaria quedebía haber sido su vida, sentada noche trasnoche, sola, en aquel cuarto. Su vida sería igualde solitaria hasta que él también muriera, deja-ra de existir, se volviera un recuerdo -si es quealguien lo recordaba.

Eran más de las nueve cuando dejó elpub. La noche era fría y tenebrosa. Entró al par-que por el primer portón y caminó bajo los ár-boles esmirriados. Caminó por los senderosyermos por donde habían andado cuatro añosatrás. Por momentos creyó sentir su voz rozar

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su oído, su mano tocando la suya. Se detuvo aescuchar. ¿Por qué le había negado a ella lavida? ¿Por qué la condenó a muerte? Sintió quesu existencia moral se hacía pedazos.

Cuando alcanzó la cresta de MagazineHill se detuvo a mirar a lo largo del río y haciaDublín, cuyas luces ardían rojizas y acogedorasen la noche helada. Miró colina abajo y, en labase, a la sombra del muro del parque, vio unasfiguras caídas: parejas. Esos amores triviales yfurtivos lo colmaban de desespero. Lo carcomíala rectitud de su vida; sentía que lo habían des-terrado del festín de la vida. Un ser humanoparecía haberlo amado y él le negó la felicidady la vida: la sentenció a la ignominia y a morirde vergüenza. Sabía que las criaturas postradasallá abajo junto a la muralla lo observaban ydeseaban que acabara de irse. Nadie lo quería;era un desterrado del festín de la vida. Volviósus ojos al resplandor gris del río, serpeandohacia Dublín. Más allá del río vio un tren decarga serpeando hacia la estación de Kings-

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bridge, como un gusano de cabeza fogosa ser-peando en la oscuridad, obstinado y laborioso.Lentamente se perdió de vista; pero todavíasonó en su oído el laborioso rumor de la loco-motora repitiendo las sílabas de su nombre.

Regresó lentamente por donde habíavenido, el ritmo de la máquina golpeando ensus oídos. Comenzó a dudar de la realidad delo que la memoria le decía. Se detuvo bajo unárbol a dejar que murieran aquellos ritmos. Nopodía sentirla en la oscuridad ni su voz podíarozar su oído. Esperó unos minutos, tratandode oír. No se oía nada: la noche era de un silen-cio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamentemuda. Sintió que se había quedado solo.

FIN

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Una madre

El señor Holohan, vicesecretario de lasociedad Eire Abu, se paseó un mes por todoDublín con las manos y los bolsillos atiborradosde papelitos sucios, arreglando lo de la serie deconciertos. Era lisiado y por eso sus amigos lollamaban Aúpa Holohan. Anduvo para arriba ypara abajo sin parar y se pasó horas enteras enuna esquina discutiendo el asunto y tomandonotas; pero al final fue la señora Kearney quientuvo que resolverlo todo.

La señorita Devlin se transformó en laseñora Keamey por despecho. Se había educa-do en uno de los mejores conventos, dondeaprendió francés y música. Como era exangüede nacimiento y poco flexible de carácter, hizopocas amigas en la escuela. Cuando estuvo enedad casadera la hicieron visitar varias casasdonde admiraron mucho sus modales pulidosy su talento musical. Se sentó a esperar a que

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viniera un pretendiente capaz de desafiar sufrígido círculo de dotes para brindarle una vidaventurosa. Pero los jóvenes que conoció eranvulgares y jamás los alentó, prefiriendo conso-larse de sus anhelos románticos consumiendoDelicias Turcas a escondidas. Sin embargo,cuando casi llegaba al límite y sus amigas em-pezaban ya a darle a la lengua, les tapó la bocacasándose con el señor Keamey, un botinero dela explanada de Ormond.

Era mucho mayor que ella. Su conversa-ción adusta tenía lugar en los intermedios de suenorme barba parda. Después del primer añode casada intuyó ella que un hombre así seríamás útil que un personaje novelesco, pero nun-ca echó a un lado sus ideas románticas. Era élsobrio, frugal y pío; tomaba la comunión cadaviernes, a veces con ella, muchas veces solo.Pero ella nunca flaqueó en su fe religiosa y fueuna buena esposa. Cuando en una reunión condesconocidos ella arqueaba una ceja, él se le-vantaba enseguida para despedirse, y, si su tos

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lo acosaba, ella le envolvía los pies en una col-cha y le hacía un buen ponche de ron. Por suparte, él era un padre modelo. Pagando unamódica suma cada semana a una mutual seaseguró de que sus dos hijas recibieran unadote de cien libras cada una al cumplir veinti-cuatro años. Mandó a la hija mayor, Kathleen, aun convento, donde aprendió francés y música,y más tarde le costeó el Conservatorio. Todoslos años por julio la señora Kearney hallabaocasión de decirles a sus amigas:

-El bueno de mi marido nos manda averanear unas semanas a Skerries.

Y si no era a Skerries era a Howth o aGreystones.

Cuando el Despertar Irlandés comenzóa mostrarse digno de atención, la señora Kear-ney determinó sacar partido al nombre de suhija, tan irlandés, y le trajo un maestro de len-gua irlandesa. Kathleen y su hermana les en-viaban postales irlandesas a sus amigas, quie-nes, a su vez, les respondían con otras postales

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irlandesas. En ocasiones especiales, cuando elseñor Kearney iba con su familia a las reunio-nes procatedral, un grupo de gente se reuníadespués de la misa de domingo en la esquinade la calle Catedral. Eran todos amigos de losKearney, amigos musicales o amigos naciona-listas; y, cuando le sacaban el jugo al últimochisme, se daban la mano, todos a una, riéndo-se de tantas manos cruzadas y diciéndose adiósen irlandés. Muy pronto el nombre de KathleenKearney estuvo a menudo en boca de la gentepara decir que ella tenía talento y que era muybuena muchacha y, lo que es más, que, creía enel renacer de la lengua irlandesa. La señoraKearney se sentía de lo más satisfecha. Así nose sorprendió cuando un buen día el señorHolohan vino a proponerle que su hija fuerapianista acompañante en cuatro grandes con-ciertos que su Sociedad iba a dar en las Anti-guas Salas de Concierto. Ella lo hizo pasar a lasala, lo invitó a sentarse y sacó la garrafa y labizcochera de plata. Se entregó ella en cuerpo y

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alma a ultimar los detalles; aconsejó y persua-dió; y, finalmente, se redactó un contrato segúnel cual Kathleen recibiría ocho guineas por susservicios como pianista acompañante en aque-llos cuatro grandes conciertos.

Como el señor Holohan era novato encuestiones tan delicadas como la redacción deanuncios y la confección de programas, la seño-ra Kearney lo ayudó. Tenía tacto. Sabía quéartistas debían llevar el nombre en mayúsculasy qué artistas debían ir en letras pequeñas. Sa-bía que al primer tenor no le gustaría salir des-pués del sainete del señor Meade. Para mante-ner al público divertido, acomodó los númerosdudosos entre viejos favoritos. El señor Holo-han la visitaba cada día para pedirle consejosobre esto y aquello. Ella era invariablementeamistosa y asesora, en una palabra, asequible.Deslizaba hacia él la garrafa, diciéndole:

-Vamos, ¡sírvase usted, señor Holohan!Y si él se servía, añadía ella:-¡Sin miedo! ¡Sin ningún miedo!

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Todo salió a pedir de boca. la señoraKearney compró en Brown Thomas un retazode raso liso rosa, precioso, para hacerle unapechera al traje de Kathleen. Costó un ojo de lacara; pero hay ocasiones en que cualquier gastoestá justificado. Se quedó con una docena deentradas para el último concierto y las envió aesas amistades con que no se podía contar queasistieran si no era así. No se olvidó de nada y,gracias a ella, se hizo lo que había que hacer.

Los conciertos tendrían lugar miércoles,jueves, viernes y sábado. Cuando la señoraKearney llegó con su hija a las Antiguas Salasde Concierto la noche del miércoles no le gustólo que vio. Unos cuantos jóvenes que llevabaninsignias azul brillante en sus casacas, holgaza-neaban por el vestíbulo; ninguno llevaba ropade etiqueta. Pasó de largo con su hija y unarápida ojeada a la sala le hizo ver la causa delholgorio de los ujieres. Al principio se preguntósi se habría equivocado de hora. Pero no, falta-ban veinte minutos para las ocho.

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En el camerino, detrás del escenario, lepresentaron al secretario de la Sociedad, el se-ñor Fitzpatrick. Ella sonrió y le tendió una ma-no. Era un hombrecito de cara lerda. Notó quellevaba su sombrero de pana pardo al desgairea un lado y que hablaba con dejo desganado.Tenía un programa en la mano y mientras con-versaba con ella le mordió una punta hasta quela hizo una pulpa húmeda. No parecía darleimportancia al chasco. El señor Holohan entra-ba al camerino a cada rato trayendo noticias dela taquilla. Los artistas hablaban entre ellos,nerviosos, mirando de vez en cuando al espejoy enrollando y desenrollando sus partituras.Cuando eran casi las ocho y media la poca gen-te que había en el teatro comenzó a expresar eldeseo de que empezara la función. El señorFitzpatrick subió a escena, sonriendo inexpre-sivo al público, para decirles:

-Bueno, y ahora, señoras y señores, su-pongo que es mejor que empiece la fiesta.

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La señora Kearney recompensó su vul-garísima expresión final con una rápida miradadespreciativa y luego le dijo a su hija para ani-marla:

-¿Estás lista, tesoro?Cuando tuvo la oportunidad llamó al

señor Holohan aparte y le preguntó qué signifi-caba aquello. El señor Holohan le respondióque él no sabía. Le explicó que el comité habíacometido un error en dar tantos conciertos:cuatro conciertos eran demasiados.

-¡Y con qué artistas! -dijo la señoraKearney-. Claro que hacen lo que pueden, perono son nada buenos.

El señor Holohan admitió que los artis-tas eran malos, pero el comité, dijo, había deci-dido dejar que los tres primeros conciertos sa-lieran como pudieran y reservar lo bueno parala noche del sábado. La señora Kearney no dijonada, pero, como las mediocridades se sucedí-an en el estrado y el público disminuía cadavez, comenzó a lamentarse de haber puesto

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todo su empeño en semejante velada. No legustaba en absoluto el aspecto de aquello y laestúpida sonrisa del señor Fitzpatrick la irritabade veras. Sin embargo, se calló la boca y decidióesperar a ver cómo acababa todo. El conciertose extinguió poco antes de las diez y todo elmundo se fue a casa corriendo.

El concierto del jueves tuvo mejor con-currencia, pero la señora Kearney se dio cuentaenseguida de que el teatro estaba lleno de bal-de. El público se comportaba sin el menor reca-to, como si el concierto fuera un último ensayoinformal. El señor Fitzpatrick parecía divertirsemucho; y no estaba en lo más mínimo conscien-te de que la señora Kearney, furiosa, tomabanota de su conducta. Se paraba él junto a lasbambalinas y de vez en cuando sacaba la cabe-za para intercambiar risas con dos amigotessentados en el extremo del balcón. Durante latanda la señora Kearney se enteró de que se ibaa cancelar el concierto del viernes y que el co-mité movería cielo y tierra para asegurarse de

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que el concierto del sábado fuera un lleno com-pleto. Cuando oyó decir esto buscó al señorHolohan. Lo pescó mientras iba cojeando conun vaso de limonada para una jovencita y lepreguntó si era cierto. Sí, era cierto.

-Pero, naturalmente, eso no altera elcontrato -dijo ella-. El contrato es por cuatroconciertos.

El señor Holohan parecía estar apurado;le aconsejó que hablara con el señor Fitzpatrick.La señora Kearney comenzó a alarmarse enton-ces. Sacó al señor Fitzpatrick de su bambalina yle dijo que su hija había firmado por cuatroconciertos y que, naturalmente, de acuerdo conlos términos del contrato ella recibiría la sumaestipulada originalmente, diera o no la Socie-dad cuatro conciertos. El señor Fitzpatrick, queno se dio cuenta del punto en cuestión ense-guida, parecía incapaz de resolver la dificultady dijo que trasladaría el problema al comité. Laira de la señora Kearney comenzó a revolotear-

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le en las mejillas y tuvo que hacer lo imposiblepara no preguntar:

-¿Y quién es este convidé, hágame el fa-vor?

Pero sabía que no era digno de una da-ma hacerlo: por eso se quedó callada.

El viernes por la mañana enviaron aunos chiquillos a que repartieran volantes porlas calles de Dublín. Anuncios especiales apare-cieron en todos los diarios de la tarde recor-dando al público amante de la buena música elplacer que les esperaba a la noche siguiente. Laseñora Kearney se sintió más alentada peropensó que era mejor confiar sus sospechas a sumarido. Le prestó atención y dijo que sería me-jor que la acompañara el sábado por la noche.Ella estuvo de acuerdo. Respetaba a su esposocomo respetaba a la oficina de correos, comoalgo grande, seguro, inamovible; y aunque sa-bía que era escaso de ideas, apreciaba su valorcomo hombre, en abstracto. Se alegró de que él

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hubiera sugerido ir al concierto con ella. Pasórevista a sus planes.

Vino la noche del gran concierto. La se-ñora Kearney, con su esposo y su hija, llegó alas Antiguas Salas de Concierto tres cuartos dehora antes de la señalada para comenzar. Tocóla mala suerte que llovía. La señora Kearneydejó las ropas y las partituras de su hija al cui-dado de su marido y recorrió todo el edificiobuscando al señor Holohan y al señor Fitzpa-trick. No pudo encontrar a ninguno de los dos.Les preguntó a los ujieres si había algún miem-bro del comité en el público, y, después de mu-cho trabajo, un ujier se apareció con una mujer-cita llamada la señorita Beirne, a quien la seño-ra Kearney explicó que quería ver a uno de lossecretarios. La señorita Beirne los esperaba deun momento a otro y le preguntó si podía haceralgo por ella. La señora Kearney escrutó aaquella mujercita que tenía una doble expresiónde confianza en el prójimo y de entusiasmoatornillada a su cara, y le respondió:

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-¡No, gracias!La mujercita esperaba que hicieran una

buena entrada. Miró la lluvia hasta que la me-lancolía de la calle mojada borró el entusiasmoy la confianza de sus facciones torcidas. Luegoexhaló un suspirito y dijo:

-¡Ah, bueno, se hizo lo que se pudo, co-mo usted sabe!

La señora Kearney tuvo que regresar alcamerino.

Llegaban los artistas. El bajo y el segun-do tenor ya estaban allí. El bajo, el señor Dug-gan, era un hombre joven y esbelto, con un bi-gote negro regado. Era hijo del portero de unasoficinas, del centro, y, de niño, había cantadosostenidas notas bajas por los resonantes corre-dores. De tan humildes auspicios se había edu-cado a sí mismo para convertirse en un artistade primera fila. Había cantado en la ópera. Unanoche, cuando un artista operático se enfermó,había interpretado el rol del rey en Maritana, enel Queen's Theatre. Cantó con mucho senti-

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miento y volumen y fue muy bien acogido porla galería; pero, desgraciadamente, echó a per-der la buena impresión inicial al sonarse la na-riz en un guante, una o dos veces, de distraídoque era. Modesto, hablaba poco. Decía ustéipero tan bajo que pasaba inadvertido y porcuidarse la voz no bebía nada más fuerte queleche. El señor Bell, el segundo tenor, era unhombrecito rubio que competía todos los añospor los premios de Feis Ceoil. A la cuarta inten-tona ganó una medalla de bronce. Nervioso enextremo y en extremo envidioso de otros teno-res, cubría su envidia nerviosa con una simpa-tía desbordante. Era dado a dejar saber a otraspersonas la viacrucis que significaba un con-cierto. Por eso cuando vio al señor Duggan se leacercó a preguntarle:

-¿Estás tú también en el programa?-Sí -respondió el señor Duggan.El señor Bell sonrió a su compañero de

infortunios, extendió una mano y le dijo:-¡Chócala!

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La señora Kearney pasó por delante deestos dos jóvenes y se fue al borde de la bamba-lina a echar un vistazo a la sala. Ocupaban laslocalidades rápidamente y un ruido agradablecirculaba por el auditorio. Regresó a hablar enprivado con su esposo. La conversación girabasobre Kathleen evidentemente, pues ambos leechaban una mirada de vez en cuando mientrasella conversaba de pie con una de sus amigasnacionalistas, la señorita Healy, la contralto.Una mujer desconocida y solitaria de cara páli-da atravesó la pieza. Las muchachas siguieroncon ojos ávidos aquel vestido azul desvaídotendido sobre un cuerpo enjuto. Alguien dijoque era Madama Glynn, soprano.

-Me pregunto de dónde la sacaron -dijoKathleen a la señorita Healy-. Nunca oí hablarde ella, te lo aseguro.

La señorita Healy tuvo que sonreír. Elseñor Holohan entró cojeando al camerino enese momento y las dos muchachas le pregunta-ron quién era la desconocida. El señor Holohan

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dijo que era Madama Glynn, de Londres. Ma-dama tomó posesión de un rincón del cuarto,manteniendo su partitura rígida frente a ella ycambiando de vez en cuando la dirección de sumirada de asombro. Las sombras acogieronprotectoras su traje marchito, pero en revanchale rebosaron la fosa del esternón. El ruido de lasala se oyó más fuerte. El primer tenor y el barí-tono llegaron juntos. Se veían bien vestidos losdos, bien alimentados y complacidos, regalan-do un aire de opulencia a la compañía.

La señora Kearney les llevó a su hija y sedirigió a ellos con amabilidad. Quería estar enbuenos términos pero, mientras hacía lo posiblepor ser atenta con ellos, sus ojos seguían lospasos cojeantes y torcidos del señor Holohan.Tan pronto como pudo se excusó y le cayó de-trás.

-Señor Holohan -le dijo-, quiero hablarcon usted un momento.

Se fueron a un extremo discreto del co-rredor. La señora Kearney le preguntó cuándo

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le iban a pagar a su hija. El señor Holohan dijoque ya se encargaría de ello el señor Fitzpatrick.La señora Kearney dijo que ella no sabía nadadel señor Fitzpatrick. Su hija había firmadocontrato por ocho guineas y había que pagárse-las. El señor Holohan dijo que eso no era asuntosuyo.

-¿Por qué no es asunto suyo? -le pregun-tó la señora Kearney-. ¿No le trajo usted mismoel contrato? En todo caso, si no es asunto suyo,sí es asunto mío y me voy a ocupar de él.

-Más vale que hable con el señor Fitzpa-trick -dijo el señor Holohan, remoto.

-A mí no me interesa su señor Fitzpa-trick para nada -repitió la señora Kearney-. Yotengo mi contrato y voy a ocuparme de que secumpla.

Cuando regresó al camerino, ligeramen-te ruborizada, reinaba allí la animación. Doshombres con impermeables habían tomadoposesión de la estufa y charlaban familiarmentecon la señorita Healy y el barítono. Eran un

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enviado del Freeman y el señor O'Madden Bur-ke. El enviado del Freeman había entrado a de-cir que no podía quedarse al concierto ya quetenía que cubrir una conferencia que iba a pro-nunciar un sacerdote en la Mansion House.Dijo que debían dejarle una nota en la redac-ción del Freeman y que él se ocuparía de que laincluyeran. Era canoso, con voz digna de crédi-to y modales cautos. Tenía un puro apagado enla mano y el aroma a humo de tabaco flotaba asu alrededor. No tenía intenciones de quedarsemás que un momento porque los conciertos ylos artistas lo aburrían considerablemente, peropermanecía recostado a la chimenea. La señori-ta Healy estaba de pie frente a él, riendo y char-lando. Tenía él edad como para sospechar larazón de la cortesía femenina, pero era lo bas-tante joven de espíritu para saber sacar prove-cho a la ocasión. El calor, el color y el olor deaquel cuerpo juvenil le despertaban la sensua-lidad. Estaba deliciosamente al tanto de lossenos que en este momento subían y bajaban

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frente a él en su honor, consciente de que lasrisas y el perfume y las miradas imponenteseran otro tributo. Cuando no pudo quedarse yamás tiempo, se despidió de ella muy a pesarsuyo.

-O'Madden Burke va a escribir la nota -le explicó al señor Holohan-, y yo me ocupo deque la metan.

-Muchísimas gracias, señor Hendrick -dijo el señor Holohan-. Ya sé que usted se ocu-pará de ella. Pero, ¿no quiere tomar una cositaantes de irse?

-No estaría mal -dijo el señor Hendrick.Los dos hombres atravesaron oscuros

pasadizos y subieron escaleras hasta llegar a uncuarto apartado donde uno de los ujieres des-corchaba botellas para unos cuantos señores.Uno de estos señores era el señor O'MaddenBurke, que había dado con el cuarto por puroinstinto. Era un hombre entrado en años, afa-ble, quien, en estado de reposo, balanceaba sucuerpo imponente sobre un largo paraguas de

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seda. Su grandilocuente apellido de irlandésdel oeste era el paraguas moral sobre el quebalanceada el primoroso problema de sus fi-nanzas. Se le respetaba a lo ancho y a lo largo.

Mientras el señor Holohan convidaba alenviado del Freeman, la señora Kearney hablabaa su esposo con tal vehemencia que éste tuvoque pedirle que bajara la voz. La conversaciónde la otra gente en el camerino se había hechotensa. El señor Bell, primero en el programa,estaba listo con su música pero su acompañanteni se movió. Algo andaba mal, era evidente. Elseñor Kearney miraba hacia adelante, mesán-dose la barba, mientras la señora Kearney lehablaba al oído a Kathleen con énfasis contro-lado. De la sala llegaban ruidos revueltos, pal-mas y pateos. El primer tenor y el barítono y laseñorita Healy se pusieron los tres a esperartranquilamente, pero el señor Bell tenía los ner-vios de punta porque temía que el público pen-sara que se había retrasado.

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El señor Holohan y el señor O'MaddenBurke entraron al camerino. En un instante elseñor Holohan se dio cuenta de lo que pasaba.Se acercó a la señora Kearney y le habló confranqueza. Mientras hablaban el ruido de lasala se hizo más fuerte. El señor Holohan esta-ba rojo y excitadísimo. Habló con volubilidad,pero la señora Kearney repetía cortante, a in-tervalos:

-Ella no saldrá. Hay que pagarle susocho guineas.

El señor Holohan señalaba desesperadohacia la sala, donde el público daba patadas ypalmetas. Acudió al señor Kearney y a Kath-leen. Pero el señor Kearney seguía mesándoselas barbas y Kathleen miraba al suelo, movien-do la punta de su zapato nuevo: no era su cul-pa. la señora Kearney repetía:

-No saldrá si no se le paga.Después de un breve combate verbal, el

señor Holohan se marchó, cojeando, a la carre-ra. Se hizo el silencio en la pieza. Cuando el

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silencio se volvió insoportable, la señorita Hea-ly le dijo al barítono:

-¿Vio usted a la señora Pat Campbell es-ta semana?

El barítono no la había visto, pero lehabían dicho que había estado muy bien. Laconversación se detuvo ahí. El primer tenorbajó la cabeza y empezó a contar los eslabonesde la cadena de oro que le cruzaba el pecho,sonriendo y tarareando notas al azar para afi-nar la voz. De vez en cuando todos echabanuna ojeada hacia la señora Kearney.

El ruido del auditorio se había vuelto unescándalo cuando el señor Fitzpatrick entró alcamerino, seguido por el señor Holohan queacezaba. De la sala llegaron silbidos que acen-tuaban ahora el estruendo de palmetas y pata-das. El señor Fitzpatrick alzó varios billetes enla mano. Contó hasta cuatro en la mano de laseñora Kearney y dijo que iba a conseguir elresto en el intermedio. La señora Kearney dijo:

-Faltan cuatro chelines.

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Pero Kathleen se recogió la falda y dijo:Vamos, el señor Bell, al primer cantante, quetemblaba más que una hoja. El artista y suacompañante salieron a escena juntos. Se extin-guió el ruido en la sala. Hubo una pausa deunos segundos: y luego se oyó un piano.

La primera parte del concierto tuvo mu-cho éxito, con excepción del número de Mada-ma Glynn. La pobre mujer cantó Killarney convoz incorpórea y jadeante, con todos los ama-neramientos de entonación y de pronunciaciónque ella creía que le daban elegancia a su cantopero que estaban tan fuera de moda. Parecíacomo si la hubieran resucitado de un viejo ves-tuario, y de las localidades populares de la pla-tea se burlaron de sus quejumbrosos agudos. Elprimer tenor y la contralto, sin embargo, serobaron al público. Kathleen tocó una selecciónde aires irlandeses que fue generosamenteaplaudida. Cerró la primera parte una conmo-vedora composición patriótica, recitada por unajoven que organizaba funciones teatrales de

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aficionados. Fue merecidamente aplaudida; y,cuando terminó, los hombres salieron al inter-medio, satisfechos.

En todo este tiempo el camerino habíasido un avispero de emociones. En una esquinaestaba el señor Holohan, el señor Fitzpatrick, laseñorita Beirne, dos de los ujieres, el barítono,el bajo y el señor O'Madden Burke. El señorO'Madden Burke dijo que era la más escanda-losa exhibición de que había sido testigo nunca.La carrera musical de Kathleen Kearney, dijo,estaba acabada en Dublín después de esto. Albarítono le preguntaron qué opinaba del com-portamiento de la señora Kearney. No queríaopinar. Le habían pagado su dinero y queríaestar en paz con todos. Sin embargo, dijo que laseñora Kearney bien podía haber tenido consi-deración con los artistas. Los ujieres y los secre-tarios debatían acaloradamente sobre lo quedebía hacerse llegado el intermedio.

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-Estoy de acuerdo con la señorita Beirne-dijo el señor O'Madden Burke-. De pagarle,nada.

En la otra esquina del cuarto estaban laseñora Kearney y su marido, el señor Bell, laseñorita Healy y la joven que recitó los versospatrióticos. La señora Kearney decía que el co-mité la había tratado escandalosamente. Nohabía reparado ella ni en dificultades ni en gas-tos y así era como le pagaban.

Creían que tendrían que lidiar sólo conuna muchacha y que, por lo tanto, podían tra-tarla a la patada. Pero les iba ella a mostrar loequivocados que estaban. No se atreverían atratarla así si ella fuera un hombre. Pero ella seencargaría de que respetaran los derechos de suhija: de ella no se burlaba nadie. Si no le paga-ban hasta el último penique iba a tocar a rebatoen Dublín. Claro que lo sentía por los artistas.Pero ¿qué otra cosa podía ella hacer? Acudió alsegundo tenor que dijo que no la habían trata-do bien. Luego apeló a la señorita Healy. La

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señorita Healy quería unirse al otro bando, pe-ro le disgustaba hacerlo porque era muy buenaamiga de Kathleen y los Kearneys la habíaninvitado a su casa muchas veces.

Tan pronto como terminó la primeraparte, el señor Fitzpatrick y el señor Holohan seacercaron a la señora Kearney y le dijeron quelas otras cuatro guineas le serían pagadas des-pués que se reuniera el comité al martes si-guiente y que, en caso de que su hija no tocaraen la segunda parte, el comité daría el contratopor cancelado, y no pagaría un penique.

-No he visto a ese tal comité -dijo la se-ñora Kearney, furiosa-. Mi hija tiene su contra-to. Cobrará cuatro libras con ocho en la mano ono pondrá un pie en el estrado.

-Me sorprende usted, señora Kearney -dijo el señor Holohan-. Nunca creí que nos tra-taría usted así.

-Y ¿de qué forma me han tratado uste-des a mí? -preguntó la señora Kearney.

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Su cara se veía ahogada por la rabia yparecía que iba a atacar a alguien físicamente.

-No exijo más que mis derechos -dijoella.

-Debía usted tener un poco de decencia -dijo el señor Holohan.

-Debería yo, ¿de veras?... Y si preguntocuándo le van a pagar a mi hija me respondencon una grosería.

Echó la cabeza atrás para imitar un tonoaltanero:

-Debe usted hablar con el secretario. Noes asunto mío. Soi mu impoltante pa-lo-poco-quiago.

-Yo creí que era usted una dama -dijo elseñor Holohan, alejándose de ella, brusco.

Después de lo cual la conducta de la se-ñora Kearney fue criticada por todas partes:todos aprobaron lo que había hecho el comité.Ella se paró en la puerta, lívida de furia, discu-tiendo con su marido y su hija, gesticulándoles.Esperó hasta que fue hora de comenzar la se-

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gunda parte con la esperanza de que los secre-tarios vendrían a hablarle. Pero la señorita Hea-ly consintió bondadosamente en tocar uno odos acompañamientos. La señora Kearney tuvoque echarse a un lado para dejar que el baríto-no y su acompañante pasaran al estrado. Sequedó inmóvil, por un instante, la imagen pé-trea de la furia, y, cuando las primeras notas dela canción repercutieron en sus oídos, cogió lacapa de su hija y le dijo a su marido:

-¡Busca un coche!Salió él inmediatamente. La señora

Kearney envolvió a su hija en la capa y siguió asu marido. Al cruzar el umbral se detuvo a es-cudriñar la cara de el señor Holohan:

-Todavía no he terminado con usted -ledijo.

-Pues yo sí -respondió el señor Holohan.Kathleen siguió, modosa, a su madre. El

señor Holohan comenzó a caminar alrededordel cuarto para calmarse, ya que sentía que lapiel le quemaba.

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-¡Eso es lo que se llama una mujer agra-dable! -dijo-. ¡Vaya que es agradable!

-Hiciste lo indicado, Holohan -dijo elseñor O'Madden Burke, posado en su paraguasen señal de aprobación.

FIN

Una nubecilla

Ocho años atrás había despedido a suamigo en la estación de North Wall diciéndoleque fuera con Dios. Gallaher hizo carrera. Seveía enseguida: por su aire viajero, su traje delana bien cortado y su acento decidido. Pocostenían su talento y todavía menos eran capacesde permanecer incorruptos ante tanto éxito.Gallaher tenía un corazón de este tamaño y se

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merecía su triunfo. Daba gusto tener un amigoasí.

Desde el almuerzo, Chico Chandler nopensaba más que en su cita con Gallaher, en lainvitación de Gallaher, en la gran urbe londi-nense donde vivía Gallaher. Le decían ChicoChandler porque, aunque era poco menos quede mediana estatura, parecía pequeño. Era demanos blancas y cortas, frágil de huesos, de vozqueda y maneras refinadas. Cuidaba con excesosu rubio pelo lacio y su bigote, y usaba un dis-creto perfume en el pañuelo. La medialuna desus uñas era perfecta y cuando sonreía dejabaentrever una fila de blancos dientes de leche.

Sentado a su buró en King's Inns pensa-ba en los cambios que le habían traído esosocho años. El amigo que había conocido con unchambón aspecto de necesitado se había con-vertido en una rutilante figura de la prensabritánica. Levantaba frecuentemente la vista desu escrito fatigoso para mirar a la calle por laventana de la oficina. El resplandor del atarde-

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cer de otoño cubría céspedes y aceras; bañabacon un generoso polvo dorado a las niñeras y alos viejos decrépitos que dormitaban en losbancos; irisaba cada figura móvil: los niños quecorrían gritando por los senderos de grava ytodo aquel que atravesaba los jardines. Con-templaba aquella escena y pensaba en la vida; y(como ocurría siempre que pensaba en la vida)se entristeció. Una suave melancolía se pose-sionó de su alma. Sintió cuán inútil era lucharcontra la suerte: era ése el peso muerto de sabi-duría que le legó la época.

Recordó los libros de poesía en los ana-queles de su casa. Los había comprado en susdías de soltero y más de una noche, sentado enel cuarto al fondo del pasillo, se había sentidotentado de tomar uno en sus manos para leerlealgo a su esposa. Pero su timidez lo cohibiósiempre: y los libros permanecían en los ana-queles. A veces se repetía a sí mismo unoscuantos versos, lo que lo consolaba.

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Cuando le llegó la hora, se levantó y sedespidió cumplidamente de su buró y de suscolegas. Con su figura pulcra y modesta salióde entre los arcos de King's Inns y caminó rápi-do calle Henrietta abajo. El dorado crepúsculomenguaba ya y el aire se hacía cortante. Unahorda de chiquillos mugrientos pululaba porlas calles. Corrían o se paraban en medio de lacalzada o se encaramaban anhelantes a los qui-cios de las puertas o bien se acuclillaban comoratones en cada umbral. Chico Chandler no lesdio importancia. Se abrió paso, diestro, porentre aquellas sabandijas y pasó bajo la sombrade las estiradas mansiones espectrales dondehabía baladronado la antigua nobleza de Du-blín. No le llegaba ninguna memoria del pasa-do porque su mente rebosaba con la alegría delmomento.

Nunca había estado en Corless's, peroconocía la valía de aquel nombre. Sabía que lagente iba allí después del teatro a comer ostrasy a beber licores; y se decía que allí los camare-

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ros hablaban francés y alemán. Pasando rápidopor enfrente de noche había visto detenerse loscoches a sus puertas y cómo damas ricamenteataviadas, acompañadas por caballeros, baja-ban y entraban a él fugaces, vistiendo trajesescandalosos y muchas pieles. Llevaban lascaras empolvadas y levantaban sus vestidos,cuando tocaban tierra, como Atalantas alarma-das. Había pasado siempre de largo sin siquieravolverse a mirar. Era hábito suyo caminar conpaso rápido por la calle, aun de día, y siempreque se encontraba en la ciudad tarde en la no-che apretaba el paso, aprensivo y excitado. Aveces, sin embargo, cortejaba la causa de sustemores. Escogía las calles más tortuosas y os-curas y, al adelantar atrevido, el silencio que seesparcía alrededor de sus pasos lo perturbaba,como lo turbaba toda figura silenciosa y vaga-bunda; a veces el sonido de una risa baja y fugi-tiva lo hacía temblar como una hoja.

Dobló a la derecha hacia la calle Capel.¡Ignatius Gallaher, de la prensa londinense!

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¿Quién lo hubiera pensado ocho años antes?Sin embargo, al pasar revista al pasado ahora,Chico Chandler era capaz de recordar muchosindicios de la futura grandeza de su amigo. Lagente acostumbraba a decir que Ignatius Galla-her era alocado. Claro que se reunía en ese en-tonces con un grupo de amigos algo libertinos,que bebía sin freno y pedía dinero a diestro ysiniestro. Al final, se vio involucrado en ciertoasunto turbio, una transacción monetaria: almenos, ésa era una de las versiones de su fuga.Pero nadie le negaba el talento. Hubo siempreuna cierta... algo en Ignatius Gallaher que im-presionaba a pesar de uno mismo. Aun cuandoestaba en un aprieto y le fallaban los recursos,conservaba su desfachatez. Chico Chandlerrecordó (y ese recuerdo lo hizo ruborizarse deorgullo un tanto) uno de los dichos de IgnatiusGallaher cuando andaba escaso:

-Ahora un receso, caballeros -solía decira la ligera-. ¿Dónde está mi gorra de pegar?

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Eso retrataba a Ignatius Gallaher por en-tero, pero, maldita sea, había que admirarlo.

Chico Chandler apresuró el paso. Porprimera vez en su vida se sintió superior a lagente que pasaba. Por primera vez su alma serebelaba contra la insulsa falta de elegancia dela calle Capel. No había duda de ello: si unoquería tener éxito tenía que largarse. No habíanada que hacer en Dublín. Al cruzar el puentede Grattan miró río abajo, a la parte mala delmalecón, y se compadeció de las chozas, tanchatas. Le parecieron una banda de mendigosacurrucados a orillas del río, sus viejos gabanescubiertos por el polvo y el hollín, estupefactos ala vista del crepúsculo y esperando por el pri-mer sereno helado que los obligara a levantar-se, sacudirse y echar a andar. Se preguntó sipodría escribir un poema para expresar estaidea. Quizá Gallaher pudiera colocarlo en unperiódico de Londres. ¿Sería capaz de escribiralgo original? No sabía qué quería expresar,pero la idea de haber sido tocado por la gracia

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de un momento poético le creció dentro comouna esperanza en embrión. Apretó el paso, de-cidido.

Cada paso lo acercaba más a Londres,alejándolo de su vida sobria y nada artística.Una lucecita empezaba a parpadear en su hori-zonte mental. No era tan viejo: treinta y dosaños. Se podía decir que su temperamento es-taba a punto de madurar. Había tantas impre-siones y tantos estados de ánimo que queríaexpresar en verso. Los sentía en su interior.Trató de sopesar su alma para saber si era unalma de poeta. La nota dominante de su tempe-ramento, pensó, era la melancolía, pero unamelancolía atemperada por la fe, la resignacióny una alegría sencilla. Si pudiera expresar estoen un libro quizá la gente le hiciera caso. Nuncasería popular: lo veía. No podría mover multi-tudes, pero podría conmover a un pequeñonúcleo de almas afines. Los críticos ingleses, talvez, lo reconocerían como miembro de la escue-la celta, en razón del tono melancólico de sus

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poemas; además, que dejaría caer algunas alu-siones. Comenzó a inventar las oraciones y fra-ses que merecerían sus libros. "El señor Chand-ler tiene el don del verso gracioso y fácil...""Una anhelante tristeza invade estos poemas...""La nota celta". Qué pena que su nombre nopareciera más irlandés. Tal vez fuera mejorcolocar su segundo apellido delante del prime-ro: Thomas Malone Chandler. O, mejor todavía:T. Malone Chandler. Le hablaría a Gallaher deeste asunto.

Persiguió sus sueños con tal ardor quepasó la calle de largo y tuvo que regresar. An-tes de llegar a Corless's su agitación anteriorempezó a apoderarse de él y se detuvo en lapuerta, indeciso. Finalmente, abrió la puerta yentró.

La luz y el ruido del bar lo clavaron a laentrada por un momento. Miró a su alrededor,pero se le iba la vista confundido con tantosvasos de vino rojo y verde deslumbrándolo. Elbar parecía estar lleno de gente y sintió que la

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gente lo observaba con curiosidad. Miró rápidoa izquierda y derecha (frunciendo las cejas lige-ramente para hacer ver que la gestión era seria),pero cuando se le aclaró la vista vio que nadiese había vuelto a mirarlo: y allí, por supuesto,estaba Ignatius Gallaher de espaldas al mostra-dor y con las piernas bien separadas.

-¡Hola, Tommy, héroe antiguo, por finllegas! ¿Qué quieres? ¿Qué vas a tomar? Estoybebiendo whisky: es mucho mejor que al otrolado del charco. ¿Soda? ¿Lithia? ¿Nada de aguamineral? Yo soy lo mismo. Le echa a perder elgusto...

Vamos, garçon, sé bueno y tráenos doslíneas de whisky de malta... Bien, ¿y cómo tefue desde que te vi la última vez? ¡Dios mío,qué viejos nos estamos poniendo! ¿Notas queenvejezco o qué? Canoso y casi calvo acá arriba,¿no?

Ignatius Gallaher se quitó el sombrero yexhibió una cabeza casi pelada al rape. Teníauna cara pesada, pálida y bien afeitada. Sus

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ojos, que eran casi color azul pizarra, aliviabansu palidez enfermiza y brillaban aún por sobreel naranja vivo de su corbata. Entre estas dosfacciones en lucha, sus labios se veían largos,sin color y sin forma. Inclinó la cabeza y se pal-pó con dos dedos compasivos el pelo ralo. Chi-co Chandler negó con la cabeza. Ignatius Ga-llaher se volvió a poner el sombrero.

-El periodismo -dijo- acaba. Hay queandar rápido y sigiloso detrás de la noticia yeso si la encuentras: y luego que lo que escribasresulte novedoso. Al carajo con las pruebas y elcajista, digo yo, por unos días. Estoy más queencantado, te lo digo, de volver al terruño. Tehacen mucho bien las vacaciones. Me sientomuchísimo mejor desde que desembarqué eneste Dublín sucio y querido... Por fin te veo,Tommy. ¿Agua? Dime cuándo.

Chico Chandler dejó que le aguara bas-tante su whisky.

-No sabes lo que es bueno, mi viejo -dijoIgnatius Gallaher-. Apuro el mío puro.

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-Bebo poco como regla -dijo ChicoChandler, modestamente-. Una media línea ocosa así cuando me topo con uno del grupo deantes: eso es todo.

-Ah, bueno -dijo Ignatius Gallaher, ale-gre-, a nuestra salud y por el tiempo viejo y lasviejas amistades.

Chocaron los vasos y brindaron.-Hoy me encontré con parte de la vieja

pandilla -dijo Ignatius Gallaher-. Parece queO'Hara anda mal. ¿Qué es lo que le pasa?

-Nada -dijo Chico Chandler-. Se fue apique.

-Pero Hogan está bien colocado, ¿no escierto?

-Sí, está en la Comisión Agraria.-Me lo encontré una noche en Londres y

se le veía boyante... ¡Pobre O'Hara! La bebida,supongo.

-Entre otras cosas -dijo Chico Chandler,sucinto. Ignatius Gallaher se rió.

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-Tommy -le dijo-, veo que no has cam-biado un ápice. Eres el mismo tipo serio que memetías un editorial el domingo por la mañanasi me dolía la cabeza y tenía lengua de lija. De-bías correr un poco de mundo. No has ido deviaje a ninguna parte, ¿no?

-Estuve en la isla de Man -dijo ChicoChandler. Ignatius Gallaher se rió.

-¡La isla de Man! -dijo-. Ve a Londres o aParís. Mejor a París. Te hará mucho bien.

-¿Conoces tú París?-¡Me parece que sí! La he recorrido un

poco.-¿Y es, realmente, tan bella como dicen?

-preguntó Chico Chandler.Tomó un sorbito de su trago mientras

Ignatius Gallaher terminaba el suyo de un viaje.-¿Bella? -dijo Ignatius Gallaher, hacien-

do una pausa para sopesar la palabra y pala-dear la bebida-. No es tan bella, si supieras.Claro que es bella... Pero es la vida de París lo

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que cuenta. Ah, no hay ciudad que sea comoParís, tan alegre, tan movida, tan excitante...

Chico Chandler terminó su whisky y,después de un poco de trabajo, consiguió lla-mar la atención de un camarero. Ordenó lomismo otra vez.

-Estuve en el Molino Rojo -continuó Ig-natius Gallaher cuando el camarero se llevó losvasos- y he estado en todos los cafés bohemios.¡Son candela! Nada aconsejable para un purita-no como tú, Tommy.

Chico Chandler no respondió hasta queel camarero regresó con los dos vasos: entonceschocó el vaso de su amigo levemente y recipro-có el brindis anterior. Empezaba a sentirse algodesilusionado. El tono de Gallaher y su manerade expresarse no le gustaban. Había algo vul-gar en su amigo que no había notado antes.Pero tal vez fuera resultado de vivir en Londresen el ajetreo y la competencia periodística. Elviejo encanto personal se sentía todavía pordebajo de sus nuevos modales aparatosos. Y,

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después de todo, Gallaher había vivido y vistomundo. Chico Chandler miró a su amigo conenvidia.

-Todo es alegría en París -dijo IgnatiusGallaher-. Los franceses creen que hay que go-zar la vida. ¿No crees que tienen razón? Si quie-res gozar la vida como es, debes ir a París. Ydéjame decirte que los irlandeses les caemos delo mejor a los franceses. Cuando se enterabanque era de Irlanda, muchacho, me querían co-mer.

Chico Chandler bebió cinco o seis sor-bos de su vaso.

-Pero, dime -le dijo-, ¿es verdad que Pa-rís es tan... inmoral como dicen?

Ignatius Gallaher hizo un gesto católicocon la mano derecha.

-Todos los lugares son inmorales -dijo-.Claro que hay cosas escabrosas en París. Si tevas a uno de esos bailes de estudiantes, porejemplo. Muy animados, si tú quieres, cuando

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las cocottes se sueltan la melena. Tú sabes lo queson, supongo.

-He oído hablar de ellas- dijo ChicoChandler.

Ignatius Gallaher bebió de su whisky ymeneó la cabeza.

-Tú dirás lo que quieras, pero no haymujer como la parisina. En cuanto a estilo, asoltura.

-Luego es una ciudad inmoral -dijo Chi-co Chandler, con insistencia tímida-. Quierodecir, comparada con Londres o con Dublín.

-¡Londres! -dijo Ignatius Gallaher-. Esoes media mitad de una cosa y tres cuartos de laotra. Pregúntale a Hogan, amigo mío, que leenseñé algo de Londres cuando estuvo allá. Yate abrirá él los ojos... Tommy, viejo, que no esponche, es whisky: de un solo viaje.

-De veras, no...-Ah, vamos, que uno más no te va a ma-

tar. ¿Qué va a ser? ¿De lo mismo, supongo?-Bueno... vaya...

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-François, repite aquí... ¿Un puro, Tom-my?

Ignatius Gallaher sacó su tabaquera. Losdos amigos encendieron sus cigarros y fumaronen silencio hasta que llegaron los tragos.

-Te voy a dar mi opinión -dijo IgnatiusGallaher, al salir después de un rato de entrelas nubes de humo en que se refugiara-, elmundo es raro. ¡Hablar de inmoralidades! Heoído de casos... pero, ¿qué digo? Conozco casosde... inmoralidad...

Ignatius Gallaher tiró pensativo de sucigarro y luego, con el calmado tono del histo-riador, procedió a dibujarle a su amigo el cua-dro de la degeneración imperante en el extran-jero. Pasó revista a los vicios de muchas capita-les europeas y parecía inclinado a darle el pre-mio a Berlín. No podía dar fe de muchas cosas(ya que se las contaron amigos), pero de otras sítenía experiencia personal. No perdonó ni cla-ses ni alcurnia. Reveló muchos secretos de lasórdenes religiosas del continente y describió

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muchas de las prácticas que estaban de modaen .la alta sociedad, terminando por contarle,con detalle, la historia de una duquesa inglesa,cuento que sabía que era verdad. Chico Chand-ler se quedó pasmado.

-Ah, bien -dijo Ignatius Gallaher-, aquíestamos en el viejo Dublín, donde nadie sabenada de nada.

-¡Te debe parecer muy aburrido -dijoChico Chandler-, después de todos esos lugaresque conoces!

-Bueno, tú sabes -dijo Ignatius Gallaher-, es un alivio venir acá. Y, después de todo, es elterruño, como se dice, ¿no es así? No puedesevitar tenerle cariño. Es muy humano... Perodime algo de ti. Hogan me dijo que habías...degustado las delicias del himeneo. Hace dosaños, ¿no?

Chico Chandler se ruborizó y sonrió.-Sí -le dijo-. En mayo pasado hizo dos

años.

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-Confío en que no sea demasiado tardepara ofrecerte mis mejores deseos -dijo IgnatiusGallaher-. No sabía tu dirección o lo hubierahecho entonces.

Extendió una mano, que Chico Chand-ler estrechó.

-Bueno, Tommy -le dijo-, te deseo, a ti ya los tuyos, lo mejor en esta vida, viejito: tone-ladas de plata y que vivas hasta el día que yo tepegue un tiro. Estos son los deseos de un viejoy sincero amigo, como tú sabes.

-Yo lo sé -dijo Chico Chandler.-¿Alguna cría? -dijo Ignatius Gallaher.

Chico Chandler se ruborizó otra vez.-No tenemos más que una -dijo.-¿Varón o hembra?-Un varoncito.Ignatius Gallaher le dio una sonora pal-

mada a su amigo en la espalda.-Bravo, Tommy -le dijo-. Nunca lo puse

en duda.

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Chico Chandler sonrió, miró confusa-mente a su vaso y se mordió el labio inferiorcon tres dientes infantiles.

-Espero que pases una noche con noso-tros -dijo-, antes de que te vayas. A mi esposa leencantaría conocerte. Podríamos hacer un pocode música y...

-Muchísimas gracias, mi viejo -dijo Igna-tius Gallaher-. Lamento que no nos hayamosvisto antes. Pero tengo que irme mañana por lanoche.

-¿Tal vez esta noche...?-Lo siento muchísimo, viejo. Tú ves, an-

do con otro tipo, bastante listo él, y ya convi-nimos en ir a echar una partida de cartas. Si nofuera por eso...

-Ah, en ese caso...-Pero, ¿quién sabe? -dijo Ignatius Galla-

her, considerado-. Tal vez el año que viene medé un saltito, ahora que ya rompí el hielo. Va-mos a posponer la ocasión.

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-Muy bien -dijo Chico Chandler-, lapróxima vez que vengas tenemos que pasar lanoche juntos. ¿Convenido?

-Convenido, sí -dijo Ignatius Gallaher-.El año que viene si vengo, parole d'honneur.

-Y para dejar zanjado el asunto -dijoChico Chandler-, vamos a tomar otra.

Ignatius Gallaher sacó un relojón de oroy lo miró.

-¿Va a ser ésa la última? -le dijo-. Por-que, tú sabes, tengo una c.t.

-Oh, sí, por supuesto -dijo Chico Chand-ler.

-Entonces, muy bien -dijo Ignatius Ga-llaher-, vamos a echarnos otra como de deoc andoirus, que quiere decir un buen whisky en elidioma vernáculo, me parece.

Chico Chandler pidió los tragos. El ru-bor que le había subido a la cara hacía unosmomentos, se le había instalado. Cualquier cosalo hacía ruborizarse; y ahora se sentía caliente,excitado. Los tres vasitos se le habían ido a la

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cabeza y el puro fuerte de Gallaher le confun-dió las ideas, ya que era delicado y abstemio.La excitación de ver a Gallaher después deocho años, de verse con Gallaher en Corless's,rodeados por esa iluminación y ese ruido, deescuchar los cuentos de Gallaher y de compar-tir por un momento su vida itinerante y exitosa,alteró el equilibrio de su naturaleza sensible.Sintió en lo vivo el contraste entre su vida y lade su amigo, y le pareció injusto. Gallaher esta-ba por debajo suyo en cuanto a cuna y cultura.Sabía que podía hacer cualquier cosa mejor quelo hacía o lo haría nunca su amigo, algo supe-rior al mero periodismo pedestre, con tal deque le dieran una oportunidad. ¿Qué se inter-ponía en su camino? ¡Su maldita timidez! Que-ría reivindicarse de alguna forma, hacer valersu virilidad. Podía ver lo que había detrás de lanegativa de Gallaher a aceptar su invitación.Gallaher le estaba perdonando la vida con sucamaradería, como se la estaba perdonando aIrlanda con su visita.

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El camarero les trajo la bebida. ChicoChandler empujó un vaso hacia su amigo ytomó el otro, decidido.

-¿Quién sabe? -dijo al levantar el vaso-.Tal vez cuando vengas el año que viene tengayo el placer de desear una larga vida feliz alseñor y a la señora Gallaher.

Ignatius Gallaher, a punto de beber sutrago, le hizo un guiño expresivo por encimadel vaso. Cuando bebió, chasqueó sus labiosrotundamente, dejó el vaso y dijo:

-Nada que temer por ese lado, mucha-cho. Voy a correr mundo y a vivir la vida unpoco antes de meter la cabeza en el saco... si esque lo hago.

-Lo harás un día -dijo Chico Chandlercon calma.

Ignatius Gallaher enfocó su corbata ana-ranjada y sus ojos azul pizarra sobre su amigo.

-¿Tú crees? -le dijo.

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-Meterás la cabeza en el saco -repitióChico Chandler, empecinado-, como todo elmundo, si es que encuentras mujer.

Había marcado el tono un poco y se diocuenta de que acababa de traicionarse; pero,aunque el color le subió a la cara, no desvió losojos de la insistente mirada de su amigo. Igna-tius Gallaher lo observó por un momento yluego dijo:

-Si ocurre alguna vez puedes apostartelo que no tienes a que no va a ser con claros deluna y miradas arrobadas. Pienso casarme pordinero. Tendrá que tener ella su buena cuentaen el banco o de eso nada.

Chico Chandler sacudió la cabeza.-Pero, vamos -dijo Ignatius Gallaher con

vehemencia-, ¿quieres que te diga una cosa? Notengo más que decir que sí y mañana mismopuedo conseguir las dos cosas. ¿No me quierescreer? Pues lo sé de buena tinta. Hay cientos,¿qué digo cientos?, miles de alemanas ricas yde judías podridas de dinero, que lo que más

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querrían... Espera un poco, mi amigo, y verás sino juego mis cartas como es debido. Cuando yome propongo algo, lo consigo. Espera un poco.

Se echó el vaso a la boca, terminó el tra-go y se rió a carcajadas. Luego, miró meditativoal frente, y dijo, más calmado:

-Pero no tengo prisa. Pueden esperarellas. No tengo ninguna gana de amarrarme anadie, tú sabes.

Hizo como si tragara y puso mala cara.-Al final sabe siempre a rancio, en mi

opinión -dijo.

Chico Chandler estaba sentado en elcuarto del pasillo con un niño en brazos. Paraahorrar no tenían criados, pero la hermana me-nor de Annie, Mónica, venía una hora, más omenos, por la mañana y otra hora por la nochepara ayudarlos. Pero hacía rato que Mónica sehabía ido. Eran las nueve menos cuarto. ChicoChandler regresó tarde para el té y, lo que esmás, olvidó traerle a Annie el paquete de azú-

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car de Bewley's. Claro que ella se incomodó y lecontestó mal. Dijo que podía pasarse sin el té,pero cuando llegó la hora del cierre de la tiendade la esquina, decidió ir ella misma por uncuarto de libra de té y dos libras de azúcar. Lepuso el niño dormido en los brazos con periciay le dijo:

-Ahí tienes, no lo despiertes.Sobre la mesa había una lamparita con

una pantalla de porcelana blanca y la luz dabasobre una fotografía enmarcada en cuerno co-rrugado. Era una foto de Annie. Chico Chand-ler la miró, deteniéndose en los delgados labiosapretados. Llevaba la blusa de verano azul pá-lido que le trajo de regalo un sábado. Le habíacostado diez chelines con once; ¡pero qué ago-nía de nervios le costó! Cómo sufrió ese díaesperando a que se vaciara la tienda, de piefrente al mostrador tratando de aparecer cal-mado mientras la vendedora apilaba las blusasfrente a él, pagando en la caja y olvidándose decoger el penique de vuelto, mandado a buscar

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por la cajera, y, finalmente, tratando de ocultarsu rubor cuando salía de la tienda examinandoel paquete para ver si estaba bien atado. Cuan-do le trajo la blusa, Annie lo besó y le dijo queera muy bonita y a la moda; pero cuando él ledijo el precio, tiró la blusa sobre la mesa y dijoque era un atraco cobrar diez chelines con diezpor eso. Al principio quería devolverla, perocuando se la probó quedó encantada, sobretodo con el corte de las mangas y le dio otrobeso y le dijo que era muy bueno al acordarsede ella.

¡Hum!...Miró en frío los ojos de la foto y en frío

ellos le devolvieron la mirada. Cierto que eranlindos y la cara misma era bonita. Pero habíaalgo mezquino en ella. ¿Por qué eran tan deseñorona inconsciente? La compostura de aque-llos ojos lo irritaba. Lo repelían y lo desafiaban:no había pasión en ellos, ningún arrebato. Pen-só en lo que dijo Gallaher de las judías ricas.Esos ojos negros y orientales, pensó, tan llenos

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de pasión, de anhelos voluptuosos... ¿Por quése había casado con esos ojos de la fotografía?

Se sorprendió haciéndose la pregunta ymiró, nervioso, alrededor del cuarto. Encontróalgo mezquino en el lindo mobiliario que com-prara a plazos. Annie fue quien lo escogió y aella se parecían los muebles. Las piezas eran tanpretenciosas y lindas como ella. Se le despertóun sordo resentimiento contra su vida. ¿Podríaescapar de la casita? ¿Era demasiado tarde paravivir una vida aventurera como Gallaher? ¿Po-dría irse a Londres? Había que pagar los mue-bles, todavía. Si sólo pudiera escribir un libro ypublicarlo, tal vez eso le abriría camino.

Un volumen de los poemas de Byrondescansaba en la mesa. Lo abrió cauteloso conla mano izquierda para no despertar al niño yempezó a leer los primeros poemas del libro.

Quedo el viento y queda la pena vesper-tina,Ni el más leve céfiro ronda la enramada,

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Cuando vuelvo a ver la tumba de mi MargaritaY esparzo las flores sobre la tierra amada.

Hizo una pausa. Sintió el ritmo de losversos rondar por el cuarto. ¡Cuánta melanco-lía! ¿Podría él también escribir versos así, ex-presar la melancolía de su alma en un poema?Había tantas cosas que quería describir; la sen-sación de hace unas horas en el puente de Grat-tan, por ejemplo. Si pudiera volver a aquel es-tado de ánimo...

El niño se despertó y empezó a gritar.Dejó la página para tratar de callarlo: pero nose callaba. Empezó a acunarlo en sus brazos,pero sus aullidos se hicieron más penetrantes.Lo meció más rápido mientras sus ojos tratabande leer la segunda estrofa:

En esta estrecha celda reposa la arcilla,Su arcilla que una vez...

Era inútil. No podía leer. No podíahacer nada. El grito del niño le perforaba lostímpanos. ¡Era inútil, inútil! Estaba condenadoa cadena perpetua. Sus brazos temblaron de

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rabia y de pronto, inclinándose sobre la cara delniño, le gritó:

-¡Basta!El niño se calló por un instante, tuvo un

espasmo de miedo y volvió a gritar. Se levantóde su silla de un salto y dio vueltas presurosaspor el cuarto cargando al niño en brazos. Sollo-zaba lastimoso, desmoreciéndose por cuatro ocinco segundos y luego reventando de nuevo.Las delgadas paredes del cuarto hacían eco alruido. Trató de calmarlo, pero sollozaba conmayores convulsiones. Miró a la cara contraíday temblorosa del niño y empezó a alarmarse.Contó hasta siete hipidos sin parar y se llevó elniño al pecho, asustado. ¡Si se muriera!...

La puerta se abrió de un golpe y unamujer joven entró corriendo, jadeante.

-¿Qué pasó? ¿Qué pasó? -exclamó.El niño, oyendo la voz de su madre, es-

talló en paroxismos de llanto.-No es nada, Annie... nada... Se puso a

llorar.

Page 133: Cuentos elegidos II

Tiró ella los paquetes al piso y le arran-có el niño.

-¿Qué le has hecho? -le gritó, echandochispas.

Chico Chandler sostuvo su mirada porun momento y el corazón se le encogió al verodio en sus ojos. Comenzó a tartamudear.

Sin prestarle atención, ella comenzó acaminar por el cuarto, apretando al niño en susbrazos y murmurando:

-¡Mi hombrecito! ¡Mi muchachito! ¿Teasustaron, amor?... ¡Vaya, vaya, amor! ¡Vaya!...¡Cosita! ¡Corderito divino de mamá!... ¡Vaya,vaya!

Chico Chandler sintió que sus mejillasse ruborizaban de vergüenza y se apartó de laluz. Oyó cómo los paroxismos del niño men-guaban más y más; y lágrimas de culpa le vi-nieron a los ojos.