Cuentos Luz

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    Amanece así del golpe. Hay gentes que corren detrás de la casa. Salto de la cama para ver

    qué pasa. Son hombres con rifles persiguiendo a un perro. Mi viejo Awicho quiere correr detrás

    de ellos pero lo detengo. Me siento a su lado. Le arrimo a mis pies y le abrazo. Cuando los

    hombres se dispersan me doy cuenta de que es Lobo el que huye de ese ejercito armado. Su

    hocico está envuelto en espumas. Sus patas parecen frágiles y se quieren desmoronar al saltar

    la acequia, pero esto es sólo para engañar a los hombres. Sus patas son de metal. Sus orejas

    son alas. Lobo vuela con la cabeza erguida hasta el bosque. De sus espumas se desprenden

    burbujas de colores. Las burbujas se desvanecen con las balas. Los pájaros oscurecen el cielo

    de vapor. Mas Lobo no tiene miedo; su valentía crece con cada disparo. Los arboles le abren

    camino y él se entrega a ellos. Una bala le atraviesa la espalda y el vuela más alto. Él es

    invisible. Es vacío. El quiere volar hasta el infinito y más allá. Su cuerpo parece desmayarse

    entre la maleza, pero no. La brisa le levanta y su cuerpo flota en el aire. Se eleva hacia el

    firmamento y Lobo es como una nube. Vuela, vaga en el cielo. Los alaridos de los hermanos

    Miguel y Hugo me devuelven a la realidad. Los veo atravesar corriendo el campo de alfalfa.

    Vienen espantando mariposas y codornices. Hugo parece que se ha caído en medio campo yMiguel sigue brincando sin mirar atrás. Llegan hasta el bosque, pero llegan tarde. Su perro

    Lobo se ha ido y todo lo que queda de él es su fantasma. Los hombres lo arrastran a un

    agujero tenebroso cerca del rio. Ahí yacen muchos animales enterrados con lama y piedras; ahí

    en el cementerio de animales. Encierro a Awicho en la casa y voy volando hasta el cementerio.

    Las gentes reunidas murmuran que Lobo debía morir. De un día para otro había cambiado. No

    quería comer, ni jugar. No quería ver a nadie. Se iba a esconder en el maizal. Pasaba los días

    postrado ahí adentro, y en las noches, salía a vagar como un alma en pena. A pesar de que

    Los hermanos Miguel y Hugo lo sabían, no habían querido contar a nadie. Y es que Lobo tenía

    mal de de rabia. Su única cura era la muerte.

    Después de unos días, llega febrero, oliendo a Carnaval. Los choclos se muelen para hacer

    humintas. Los repollos se cortan para cocinar puchero. Los corderos devoran sus últimos

    bocados de pastos antes de ser convertidos en asados. En la cancha las q’uwas están

    expuestas, con figuras de animalitos y fetos de llamas. Las envolturas de las serpentinas y de

    los cohetillos chinos brillan más que el mismo sol. Los globos se venden de todos colores,

    formas y tamaños. Las mixturas multicolores flotan en las calles. Los confites blancos caen

    como granizos en las bolsas de nylon de los compradores y los hilos de miel de caña llenan sus

    pomos de plástico. Con la mirada hacia todos lados, avanzo detrás de mi mamá. Entre lamultitud de la cancha ella parece perderse, pero la sigo, esquivando bultos, carretilleros,

    cargadores y señoras con polleras abultadas. Al notar mi lejanía, ella me espera. Se arregla el

    bulto de aguayo. Me hace señas con su mano. Después, me agarra de la mano. Juntos

    cruzamos la calle entre bocinas y vendedores ambulantes. Tomamos la calle que lleva a las

    tiendas de ropas usadas, el thantaqhatu. Mientras avanzamos por la calle observo todo. Desde

    el cielo hasta el pavimento. Hay nubes de tormenta efímera flotando en lo alto y baches en

    sobre el asfalto. Hay hombres bañados en sudor corriendo con sus cuerdas para recoger

    bultos. Hay mujeres pesando papas con sus romanas, regateando precios y discutiendo con

    sus caseros. Hay changos con sus narices pegadas a sus botes de clefa. Con sus caras sucias

    pero sonrientes se tambalean en las aceras, seguidos de sus perros. Uno de ellos voltea averme. Me mira y le miro. Sus ojos son diminutos y sus mejillas están quemadas. Baja su bote

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    de clefa de su nariz y parece pronunciar mi nombre. Su voz entrecortada se pierde entre el

    ruido de la gente y su misma tos. Las vendedoras parecen haber notado la tormenta y ahora,

    arman sus carpas de plástico. Mi mamá me suelta de la mano y me hace señas para que le

    siga. Avanzo detrás de ella, sin perder de vista al chango. Es el más pequeño del grupo; el más

    flaco, el más melancólico. Es José. Aquel chango que se escapó del campo a la ciudad había

    encontrado su vida en las calles entre nuevos amigos. Su fiel Bocanegra nunca lo había

    abandonado. Se para firme y alerto como si fuera a atraparlo si se cae. Cierro los ojos y quiero

    pensar que nada es cierto. Al abrirlos, José está dando vueltas en plena calle. Gira con su

    mirada perdida y sus brazos abiertos. Los otros se ríen, carcajean y saltan. Saltan con las

    primeras gotas de lluvia. Y bailan. Se caen hasta rodar por los pavimentos. Las gentes, al

    pasar, los miran con repugnancia. Los llaman banda de drogados y se alejan de ellos. Mas,

    ellos hacen fiesta quizá sobre algún campo de flores. Sumergidos en su felicidad y su libertad,

    solo oyen la lluvia y tal vez algún canto de pájaros. Tengo ganas de correr hacia ellos; de

    abrazar a José, de reír y de jugar con ellos. Giro la cabeza hacia mi mama y ella no está más

    ahí.

    A algunas gentes, enserio, les molesta todo. ¡Todo lo que se ve bonito y frágil!, continuo,

    mirando hacia el techo de una casa que emerge desde el otro lado del rio. Él dirige su mirada

    perpleja hacia el punto. Antes de que tú llegaras a este campo, había un bosque de sauces

     justito ahí. Lo llamábamos el “Pueblo de las Cigarras”, aunque también los horneritos

    construían sus casitas de barro hasta de tres pisos en los arboles más gigantes. En las tardes

    de viento, chillaban las cigarras tambaleándose entre las ramas. Cantaban hasta caerse

    dormidos. Cuando las ramas de los sauces se agitaban, se desprendían unos copos de

    algodón y flotaban en el aire. Son semillas voladoras, decía el más grande de los changos.

    Cuando caigan al suelo, van a nacer con la lluvia, insistía. Y de verdad, nacieron, pero un día,

    se murieron. Los mataron unas gentes que vinieron en tractores. Una mañana como ésta,

    ingresaron al bosque como una fila de robots. A medida que fueron avanzando, fueron

    derribando los arboles uno a uno. Extrajeron desde sus raíces hasta a los sauces más

    gigantes. Los hornitos de los pájaros se fueron estrellando contra el suelo, con sus dueños

    adentro. A algunos los hemos visto volar despavoridos hacia el otro lado del rio. Las cigarras se

    han elevado al cielo gritando entre el humo de los motores y han desaparecido en la nada. Fue

    bien triste, tan triste que me he ido a llorar sobre un árbol caído todo el resto del día. Algunas

    noches, todavía escuchamos algunas cigarras chillar. Vienen a buscar a sus familias, yo creo, yal encontrar solo un cementerio de arboles, lloran. Aunque algunos changos dicen que son

    fantasmas, fantasmas en pena. Días más tarde, llegó otra procesión de camiones y

    motosierras. Mutilaron los árboles caídos y se llevaron todo menos las raíces. A ellas, las han

    amontonado cerca del rio como una montaña de arañas muertas. ¿Las ves? Su mirada

    asombrada se dirige hacia las raíces. Después de que unas aplanadoras pasaran y repasaran

    dejando el bosque liso como una cancha de futbol, unos albañiles han alzado una casa con

    paredes blancas, con una cruz de madera en el techo. En la entrada principal han escrito

    “Iglesia de San Juan”. Entonces, de un día para otro, el pueblo de las cigarras se convirtió en el

    hogar de un tal Juan. Las gentes del campo no han dicho nada. Y eso me ha indignado mucho.

    Han ido en procesión, a darle la bienvenida al nuevo dueño, con cargas de papas y carnefresca de cordero. Le han llamado padrecito Juan y le han mirado con asombro. Se han

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    sentado con él a la mesa y le han prometido proveerle de comida, servicio de limpieza, dinero,

    flores, ¿A cambio de qué? De escuchar los mismos discursos sobre Dios todos los domingos.

    Desde entonces, van a su casa semana a semana ya sea por obligación o rutina. Yo también

    voy. Me siento en el último asiento. Mientras dormito imagino a Dios. El es un mago blanco con

    barba café. El crea unas criaturas y les regala un planeta. Un día cualquiera viaja al cielo y no

    vuelve más. Aprovechando la ausencia del mago, las criaturas destruyen su mundo. ¿Te

    imaginas si el volviera? Caería en una amargura al ver a sus bosques muertos. Yo le diría que

    no esté triste. Le pediría que cree otros bosques y yo se los cuidaría si tuviera que partir otra

    vez.

    ¡Súbete, chango, sin pena! le digo. ¡Siéntate en este tronco mientras aguardamos a los demás!

    Este viejo molle sarnoso y esa choza de cañahueca son nuestro hogar. Aquí nos reunimos los

    changos del campo e inventamos aventuras. Reímos hasta llorar y lloramos de verdad cuando

    las desgracias nos acechan. Lo importante es lloriquear juntos. Hay changos desdichados

    desde su nacimiento. Changos ocupados que no tienen tiempo para estar feliz ni para morir.

    Chicos sin nombres sino con apodos. Vas a ver. Otros, solitarios que apenas tienen por

    hermanitos a sus animalitos. Hay changos aparecidos de la nada como tú, y hay otros que se

    quieren desaparecer. De todo hay, hasta, chicos invisibles que no existen ni de día ni de noche

    y otros que existen las 24 horas como yo. Mientras mis papás roncan en su catre, yo miro las

    moscas en el cielo raso hasta que la vela se muera. En la oscuridad no las puedo divisar

    entonces las imagino. Y es que a mí me gusta imaginar y mirar. Y como verás, desde aquí se

    contempla bien todo; el brillo de la llovizna en los campos de alfa-alfa