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Cuentos trágicos Emilia Pardo Bazán Obra reproducida sin responsabilidad editorial

Cuentos trágicos

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Cuentos trágicos

Emilia Pardo Bazán

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El Pozo de la Vida

La caravana se alejó, dejando al camellero en-fermo abandonado al pie del pozo. Allí las caravanas hacen alto siempre, por lafama del agua, de la cual se refieren mil conse-jas. Según unos, al gustarla se restaura la ener-gía; según otros, hay en ella algo terrible, algosiniestro. Los devotos de Alí, yerno y continuador de laobra religiosa y política de Mohamed, profesanrespeto especial a este pozo; dicen que en élapagó su sed el generoso y desventurado prín-cipe, en el día de su decisiva victoria contra lashuestes de su jurada enemiga Aixa o Aja, viudadel Profeta. Como no ignoran los fieles creyen-tes, en esta batalla cayó del camello que monta-ba la profetisa, y fue respetada y perdonadapor Alí, que la mandó conducir a La Meca otravez. Aseguran que de tal episodio históricoprocede la discusión sobre las cualidades delagua del Pozo de la Vida. Es fama que Aixa la

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ilustre, una de las cuatro mujeres incompara-bles que han existido en el mundo, al acercar asus labios el agua cuando la llevaban prisioneray vencida, aseguró que tenía insoportable sa-bor.

El camellero no pensaba entonces en el gustodel agua. Miraba desvanecerse la nube de pol-vo de la caravana alejándose, y se veía comonáufrago en el mar de arena del desierto.

Verdad que el pozo se encontraba enclavadoen lo que llaman un oasis; diez o doce palme-ras, una reducida construcción de yeso y ladri-llo destinada a bebedero de los camellos y al-bergue mezquino y transitorio para los pere-grinos que se dirigían a la mezquita lejana; aesto se reducía el oasis solitario. Devorado porla calentura, que secaba la sangre en sus venas,el camellero, frugal y sobrio siempre, ahoraapenas se acercaba al alimento, a las provisio-nes de harina y dátiles. Su sostén era el aguadel pozo.

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-No en balde se llama el Pozo de la Vida...Bebiendo sanaré. Transcurrieron dos o tres días. El abandonadono cesaba de sumergir el cuenco en el odre queal partir, con piadosa previsión, habían dejadolleno sus compañeros de caravana. Y pensabapara sí: "Mi mal me trastorna los sentidos. Estaagua, al pronto tan gustosa, ahora parece hatenido en infusión coloquíntida." Al día tercero, algunas muchachas de la tribude los Beni-Said, acampada a corta distancia enla vertiente de un valle árido, vinieron a cebarsus odres en el pozo. El enfermo solicitó deellas que le renovasen la provisión, porque susfuerzas no lo consentían. Una virgen como dequince años, de esbeltez de gacela, atirantó lacuerda con sus brazos morenos y el cangilónascendió rebosando un líquido claro y frío co-mo cristal. El enfermo tendió las manos ansio-sas y hasta sonrió de gozo cuando la muchacha,en su cuenco de arcilla esmaltado de vivos co-lores, le presentó la prueba de aquella delicia.

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Pero, apenas humedeció la lengua, hizo unmohín de disgusto. -¡Amarga más todavía que la del odre! -murmuró consternado. La muchacha vertió otra vez agua en el cuencoy bebió despacio, con fruición. -¿Qué dices de amargura? -interrogó burlán-dose-. Está más fresca que los copos de la nievey más dulce que la leche de nuestras ovejas. Harefrigerado y exaltado mi corazón. No he en-contrado jamás agua tan sabrosa. Probad voso-tras, a ver quién se engaña. Y el grupo de jóvenes aguadoras, antes decargar en las fundas de red de cuerda, al costa-do de sus asnillos, los colmados odres, bebiólargos tragos de agua del pozo. Hiciéronlo rien-do sin causa, disputándose los cuencos de don-de el agua se derramaba mojando las túnicaslistadas de rojo y blanco, las gargantas aceitu-nadas y tersas como dátiles verdes, los senoschicos y los brazos bruñidos y mórbidos. Losnegros ovales ojos de las vírgenes relucían; sus

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dientes de granizo eran más blancos al travésde los labios pálidos avivados por el agua. Ca-balgaron después en los jumentos, acomodán-dose para caber entre los odres, y con carcaja-das locas tomaron la vuelta de su aduar. El camellero quedóse solo otra vez. Comohabía mirado desvanecerse la nubecilla de lacaravana, vio perderse, en la ilimitada exten-sión, no del camino (el desierto es camino todoél), sino de la planicie, la polvareda que levan-taba el trote de los asnos aguadores, azuzadospor las muchachas. La fiebre le consumía. Des-esperado, bebió. El agua amargaba más aún. Los días desfilaron. El enfermo los contabapor los granos del rosario de gordas cuentasque, a fuer de devoto creyente musulmán, lle-vaba colgado de la cintura. Porque eran igualestodos los días. Los mismos amaneceres des-lumbrantes de sol en un cielo acerado; los mis-mos mediodías cegadores, crudamente magní-ficos, con lampos de brasa y rayos de sol sinvelo, refractados por la amarillenta llanura; las

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mismas encendidas tardes, caliginosas, espi-rando abrasadores soplos de terral, entrecorta-das por rugidos y aullidos lejanos de fieras; lasmismas noches de esplendidez implacable, enque el firmamento sombrío y puro se adornabacon sus astros y constelaciones más refulgentes,sin que ni una ráfaga de aire descendiese de labóveda de bronce, empavonada de azul, ocela-da de estrellas vivísimas, lucientes y duras co-mo la mirada altiva del poderoso. Y el enfermo, sin poderlo evitar, bebía, bebía...Y el agua era a cada trago más repugnante.Dijérase que las manos de los genios enemigosdel hombre desleían en el pozo bolsas de hiel,puñados de sal, esencia de dolor. Llegó unmomento en que las fuerzas del camellero seagotaron; en que la sola vista del agua le pro-dujo escalofríos, y al pie del pozo se tendió enel agostado suelo resuelto a dejarse perecer,resignado y ansioso del fin. Una voz que le llamó -una voz imperiosa ygrave- le hizo abrir los ojos. Tenía ante sí a un

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santón, un viejo morabito de larga barba argen-tina, de remendado traje, apoyado en una ca-yada, con su zurrón de mendicante al hombro.La faz, requemada por el sol, presentaba no-bles, aguileños rasgos, y los ojos fijos en el en-fermo, no revelaban piedad, sino meditaciónserena; el estado de un alma que conoce losLibros sacros y sondea el existir. En la manoderecha, el santón sostenía el cuenco lleno deagua; tal vez se disponía a apurarlo. -No bebas, santo varón -aconsejó el camellero-.Es amarga como absintio. Te dará horror. Yo yano la soporto. Sin hacerle caso, el santo bebió, y ni mostródesagrado ni complacencia. -Este agua -murmuró después de que se hubolimpiado la boca con el revés de su mano curti-da por la intemperie- no es ni amarga ni dulce;su amargor y su dulzor están en el paladar dequien la bebe. ¿No han venido aquí, desde quelanguideces al pie del pozo, seres jóvenes ysanos? ¿No han bebido del agua?

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-Han venido -respondió el camellero- unasmozas vírgenes, muy alborotadas, a tomaraguada para su aduar. Y han alabado lo refrige-rante de la bebida.

-Ya ves -dijo reposadamente el santón-. Que elángel Azrael mire por ti y te permita encontrartolerable al menos el agua del pozo. Yo te lleva-ría conmigo, sacándote de este mal paso; peromi jumento no puede con más carga y tengoque adelantar camino para incorporarme a unacaravana, porque si voy solo me devorarán lasfieras.

Y el santón se alejó recitando un versículo delCorán. Al ver su silueta oscura desvanecerse enel horizonte inflamado, el camellero sintió quesu última esperanza desaparecía, y en transpor-te delirante, acercóse al brocal del pozo, se aga-rró a él con ambas manos y, no sin trabajosoesfuerzo -¡hasta para darse la muerte se necesi-ta vigor!-, se precipitó dentro, de cabeza.

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Y las aguas del Pozo de la Vida, desde que searrojó a su profundidad el camellero, siguensiendo dulces para algunos, amargas para bas-tantes... Sólo hay que añadir que los de paladarfino las encuentran gusto a muerto. "El Imparcial", 29 de mayo de 1905.

La mosca verde

Tomábamos o pretendíamos tomar el frescoen la gran terraza de Alborada, una tarde deagosto abrasadora y enervante, de las poquísi-mas que, en aquel clima benigno, aprietan conrigor canicular. El aire estaba saturado no sólodel efluvio resinoso, ardiente, de los pinaresvecinos, sino de otras emanaciones peculiares -almizcle de hormigas y escarabajos, miel y cerade panal-; y en el aire encendido revoloteaban,además de las mariposas multicolores, insectosde pedrería y esmalte, enlutadas "vacas de SanAntonio", efímeras de gasa pálida, mariquitas

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de coral con pintas negras, mosquitos de sedacolor humo, mientras en la arena brincaban lossaltamontes, parecidos a caballeros enlorigadosy se arrastraban las chinches campesinas, lim-pias y de pintoresca forma, tan distintas de lasurbanas. Recostados en las mecedoras, hablábamosdespacio, emperezados y esperando con ansiael primer soplo del atardecer que abanicasenuestras sienes. El tema de la conversación eraque el calor disuelve las energías, y disertába-mos sobre esa influencia psicológica de los cli-mas, que ya empieza a reconocerse en la histo-ria. -Buena es -decía el científico- la firmeza decarácter; excelente su cultivo intensivo, y acer-taría el que afirmó que del propio destino esautor cada hombre; pero a mí, esta naturalezaque nos rodea y nos agobia, me produce unaimpresión de fatalidad tan profunda, que casino me atrevería a pensar en contrarrestarla.¿Qué somos ante las fuerzas naturales?

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-Lo somos todo -exclamó el pensador-. Esasfuerzas naturales, las hemos puesto a nuestrospies, a nuestro servicio. Cada día más saldre-mos vencedores en nuestra lucha con ellas. -Crea usted que se toman el desquite; al finalno vencemos nosotros... -respondió el Doctor,pensativo-. Y como el sol descendiese, esplen-doroso hacia el castañar, y una ráfaga suave,cargada de partículas de humedad, viniese dela represa del molino, reanimándonos, se deci-dió el Doctor a contar un episodio de su vidamédica... -Era hijo de viuda aquel muchacho tan simpá-tico, a quien yo conocí en el balneario de Cal-dasrojas, y que todas las tardes paseaba un ratoconmigo por los caminos solitarios y las sendasaldeanas, confiándome sus esperanzas, sus as-piraciones y su tenacísima labor. La decorosaestrechez en que quedaron el chico y su madrea la muerte del padre, los esfuerzos de la pobremujer para salir a flote y dar carrera a su hijo,habían influido en el carácter de Torcuato,

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haciéndole hombre consciente desde la niñez, ydesarrollando en él, con extraño vigor, las fa-cultades de la voluntad perseverante, sin undesmayo ni una vacilación, y con esa especie deiluminación genial, que lo mismo puede de-mostrarse en la creación artística que en la con-ducta. A los once años, Torcuato llevaba loslibros de una tienda de la antigua ciudad uni-versitaria, donde vivía; a los trece, prestaba elmismo servicio en varios establecimientos, ga-nando lo suficiente para sostenerse él y su ma-dre, y a la vez

estudiaba, robando horas al sueño, tan impe-rioso en el período crítico de la pubertad. Mejordicho: la pubertad fue vencida, en sus inquie-tudes y en sus torturadoras distracciones, por laconstancia de Torcuato. Ni curiosidades ni de-vaneos le desviaron de su marcha hacia un ob-jeto y un fin. Su vida estaba regulada cronomé-tricamente; ni migaja de tiempo perdía. Sehabía fijado, al minuto, el que debía invertir enlavarse, cepillarse, comer, dormir; y el progra-

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ma se cumplía exactamente. ¡Digo mal! A ve-ces, Torcuato se sustraía tiempo a sí mismo, yrealizaba trabajos extraordinarios que pagasenlas matrículas y algún gasto inevitable, extraor-dinario también. No rehusaba por soberbiatarea ninguna; capaz sería de limpiar zapatos sicreyese que le compensaba la remuneración.Escribía discursos para los graduandos, sermo-nes para los canónigos, prospectos, para losindustriales, memorias, para los secretarios deasociaciones... todo lo que le valiese un duro yun amigo y protector.

Así, al terminar brillantemente la carrera, obtu-vo en la Universidad un empleo con medianosueldo: lo necesario, lo estricto, el modo de es-perar y resistir hasta conseguir algo de lo infini-to soñado.

Al preguntarle yo a Torcuato si no había esta-do enfermo nunca (una enfermedad arruina alque lleva exactamente empalmados gastos coningresos), me respondió:

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-¡Enfermo! No tuve tiempo de enfermar... ¡Loúnico que se me resintió algo fue el estómago, ypor eso me ve usted aquí, en Caldasrojas, en elcamino, y ocioso, y sin mi madre, por primeravez de mi vida! ¡Estoy embriagado de sensa-ciones; loco perdido de aire libre y de olor deflores y árboles! Pero ¡no crea usted que aun asíme aparto de mi camino! Por más que mi ju-ventud se me suba a la cabeza -¡y hay horas enque se me sube, y al corazón también, y espu-mante y furiosa!-, la voluntad está sobre todo.Mando en mí, y no habrá fuerza que me impidallevar a término mis planes de asegurar el por-venir, la vejez tranquila y dichosa de mi madre,y mi propia suerte. Tengo algún entendimiento,alguna disposición: otro malgastaría este capi-tal; yo lo beneficiaré con réditos crecidos. Elque quiere, puede. ¡Es el Evangelio!

Me hablaba así Torcuato a la vuelta de un pa-seo por la carretera que conduce al Borde, en lacual ritma la conversación el chirrido quejum-broso del eje de los carros cargados, que pasan

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lentos, sin alzar polvo, en la melancolía de lapuesta de sol. No se borrará de mi memoria:dos de estos carros cruzaban en sentido contra-rio al nuestro, y su carga era de pieles de buey amedio curtir, mercancía que se exporta en lacosta para Inglaterra. El sol, moribundo, se re-flejaba en los pelajes cobrizos manchados deblanco amarillento. Torcuato accionaba con ladiestra y de pronto vi que en ella refulgía unachispa verde, metálica, y que él sacudía la ma-no, como el que espanta un bichejo incómodo. -¡Maldita! Me ha picado... Sentí un escalofrío, que no era razonado, sinoinvoluntario, y cogí la mano de Torcuato viva-mente. No se notaba señal de la picadura. Se-guimos andando, pero yo no había perdido lasganas de charlar, y miraba de reojo a mi jovenamigo. A poco noté que maquinalmente rasca-ba el sitio de la picadura, y vi deshacerse lavesícula recién formada y sustituirla una de-presión negruzca. Me "sentí" palidecer. Distá-bamos más de una legua del pueblecillo.

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-Aprisa, andemos... No vale nada la picadaesa, pero querría quemársela a usted con uncáustico.

-¡Se me está hinchando la mano! -murmuróTorcuato con más sorpresa que alarma.

Comprendí que ignoraba el mal horrible quepueden transmitir esas mosquitas preciosas, deesmeralda, que se han posado en despojos deanimales carbunclosos... ¡El carbunclo! -repetíadentro de mí, temblando de horror y de lásti-ma...- ¡El carbunclo! ¡La pústula maligna!

Abreviaré el relato de aquella tragedia...Cuando desnudamos en la rebotica a Torcuato,para operar, ya no era la mano, era el brazo loque se inflaba rápidamente. No cabía duda, elbrazo debía cortarse. Única esperanza. Pero¿cómo? ¿Sin cloroformo, casi sin instrumentos?Mientras venían de mi casa los chismes, su-dando frío y con una angustia compasiva queme partía el alma, me fue preciso notificarle alenfermo la verdad. ¡Qué ojos me echó! ¡Qué

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mundo de horror, de protesta y de dolor enaquellos ojos! -¡El brazo derecho! ¿Y mi madre? ¿Y cuando losepa? -balbuceó, lívido. -Aquí de la voluntad... -pronuncié, creo quemás horrorizado que la víctima-. ¡Es necesario!No hay remedio. ¡Cuántas veces me he arrepentido del martirioque le di! Fuese por la tardanza e indecisiónirremediable de los primeros momentos, fueseporque la infección venía de mano armada, laoperación no logró salvar al desventurado. Pre-fiero no detallar su fin, los síntomas espantosos,el tétano como desenlace... Si los médicos pun-tualizásemos ciertos casos, la humanidad seaborrecería a sí propia, como dijo Salomón, porhaber nacido... He sacado a cuento este casocruel para que se vea lo que puede una mosqui-ta verde, muy linda por cierto, y lo que valecontra la mosquita una voluntad humana, fir-me, decidida, templada en la desgracia y eltrabajo. ¡No somos nada!...

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La noche caía. Las luciérnagas empezaban aencender sus linternas misteriosas.

El aljófar

Los devotos de la Virgen de la Mimbralera, enVillafán, no olvidarán nunca el día señalado enque la vieron por última vez adornada con susjoyas y su mejor manto y vestido, y con la her-mosa cabeza sobre los hombros, ni la furia queles acometió, al enterarse del sacrílego robo y laprofanación horrible de la degolladura. Todos los años, el 22 de agosto, celébrase en laiglesia de la Mimbralera, que el vulgo conocepor "la Mimbre de los frailes", solemne funciónde desagravios. La Mimbralera había sido convento de domi-nicos, construido, con espaciosa iglesia, bajo laadvocación de Nuestra Señora del Triunfo, porlos reyes de Aragón y Castilla, en conmemora-ción de señalada victoria. La imagen, desente-

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rrada por un pastor al pie de una encina, nolejos del campo de batalla, y ofrecida al monar-ca aragonés la víspera del combate, fue coloca-da en el camarín, que la regia gratitud enrique-ció con dones magníficos.

Aunque relegada al pie de la sierra, en parajebravío y montuoso, próxima solamente a unpueblecillo de escaso vecindario, la iglesia delTriunfo gozó de universal nombradía, y la famade la milagrosa Virgen, extendiéndose fuera dela región, cundió por España entera. Más de unrey, de la trágica dinastía de Trastámara o de lamelancólica dinastía de Austria, vino a la Mim-bralera en cumplimiento de voto, en acción degracias por algún favor obtenido del cielo me-diante la intercesión de la Virgen del Triunfo,dejando, al marcharse, acrecentado el tesorocon rica presea. Las reinas, no pudiendo ir enpersona, enviaban de su guardajoyas arracadas,ajorcas, piochas, tembleques y collares; y doñaMariana, madre de Carlos II, queriendo sobre-pujarlas a todas, regaló el incomparable manto,

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de brocado de oro con recamo de esmeraldas ygruesas perlas, amén de infinitos hilos de aljó-far; una red de hilos, que recordaba el rocío dela mañana sobre los prados, y que al salir laimagen en

procesión, se soltaban y eran recogidos piado-samente por los devotos en un cuenco, ya des-tinado de tiempo inmemorial a este uso.

El amor del pueblo de Villafán había salvadodel saqueo este manto célebre y el resto deltesoro de la Virgen, en la época de la exclaus-tración; y el día 21 de agosto, fiesta de la Mim-bralera, la imagen, luciendo completas sus al-hajas, bajaba del convento al pueblo, seguidade inmenso gentío venido de toda la sierra.Descansaba en la plaza Mayor y se recogía a sucamarín antes de ponerse el sol, permaneciendoen él, engalanada y ataviada, hasta el amanecerdel siguiente día, hora en que la camarera,ayudada por dos mozas de lo mejor del lugar,iba a desnudar a la Reina del cielo, recoger sus

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preseas y vestimenta y sustituirla por la ropade diario. El año del robo, memorable en los humildesanales de Villafán, al entrar la camarera -esposadel juez municipal, señora de mucho visto- enel trasaltar, y subir las escaleras que conducen ala plataforma donde se apoya la peana de laimagen, por poco se cae muerta. La efigie estaba despojada, sin manto ni joyas,sólo con la túnica interior de tisú. Y, detalleespantoso: estaba decapitada. La cabeza, serra-da a raíz de los hombros, más abajo del sitiodonde se atornillaba la gargantilla de piedraspreciosas, había desaparecido. Media hora después, el pueblo entero, frenéti-co, delirante de indignación, invadía la iglesia,y los comentarios y las hipótesis principiaban ahervir en el aire. Alcalde, secretario, médico,juez, párroco, sargento de la Guardia Civil,cuanto allí representaba la autoridad y la ley sereunía para deliberar. Era preciso descubrir alos malhechores, sin pérdida de tiempo, porque

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de otro modo el vecindario de Villafán haríauna que fuese sonada. Ya, sobre el desesperadollanto del mujerío, se destacaban las vocesamenazadoras de los hombres, los tacos, lasinterjecciones y las blasfemias, y las manos,vigorosas, se crispaban alrededor del garrote, orequerían, en las vueltas de la faja, la navaja demuelles. Dos cosas interesaban mucho: prender a losculpables, y luego, impedir que los hiciesentrizas. Si no se lograba lo primero, lo que im-portaba de veras, la multitud haría lo segundocon el cura, con el sacristán, con todos los quedebían velar, y no habían velado, por la adora-da patrona del pueblo, cuya mutilación acaba-ban de comprobar, entre rugidos de ira. Pren-der a los culpables. Sí; pero... ¿dónde estaban? Ese ruido sordo y profundo como la subida dela marea; ese eco de un acento repetido porcentenares de voces, que se llama el rumor pú-blico, acusaba ya, designaba ya a los reos. Noeran, ni podían ser, sino los acróbatas que la

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víspera, en la plaza, habían ejecutado sus habi-lidades y recogido buena cosecha de cuartos.¡Aquellos pillastres vagabundos, aquellos titiri-teros, se llevaban el tesoro de la Virgen! Al ano-checer, desbaratado el tabladillo, recogidos ycargados en carros y jaulas los chirimbolos y losdos o tres monos y perros sabios, se les habíavisto alejarse en dirección a la Mimbralera, di-ciendo que se proponían trabajar al día siguien-te en Guijadilla. Para bergantes así, avezados atoda truhanería, no era difícil acampar en elrobledal y, sigilosamente, entre las sombras,asaltar la iglesia, a tales horas solitaria. El sa-cristán, contrito y trémulo, confesaba que envez de vigilar había dormido a pierna suelta ensu domicilio, una de las mejores celdas del

antiguo convento; el cura de la Mimbralera nonegaba haber pernoctado en el pueblo, en casadel alcalde, después de una cena copiosa.¿Quién pensaba en la posibilidad del atroz sa-crilegio? Los ladrones, teniendo por delante lanoche entera, pudieron despacharse a su gusto.

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Patentes se veían las señales: la puertecilla late-ral de la iglesia se encontraba forzada, abiertade par en par; tres hierros de la verja del cama-rín, limados y arrancados, dejando boquetepara cabida de un cuerpo; y en el propio cama-rín, sobre el piso de mármoles, huellas de pa-sos, fragmentos de madera, un serrucho olvi-dado al borde de la peana, revelaban la formaen que el atentado debió de cometerse. Comodecía muy bien Ricardo el Estudiante el hijo dela difunta tía Blasa, que era el que más enarde-cía a la amotinada muchedumbre, los infamesni aun se cuidaban de esconder los instrumen-tos del delito. ¡Ellos, ellos eran! ¡No cabía du-darlo!

Púsose en movimiento la Guardia Civil, y apesar de oponerse formalmente el sargento, laprecedieron bastantes mozos, de los más re-sueltos y fornidos, que así andan diez leguas apie como trincan a un criminal, aunque tengalas fuerzas del hércules de la compañía, el titiri-tero que levantaba en vilo, jugando, una pesa

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de hierro mayor que el bolo en que remata elcampanario de la Mimbralera. "¡A descubrir alos ladrones, contra!" Sin embargo, el veterano sargento de la guar-dia, mordiéndose de soslayo el mostacho rudo,parecía rumiar no sé qué recelos, no sé qué sos-pechas misteriosas. Su mirada astuta, penetran-te como un punzón, escrutaba el grupo quemarchaba a vanguardia, capitaneado por Ri-cardo, el Estudiante, que blandía una vara re-cia, profiriendo imprecaciones contra los sacrí-legos. Los guardias son muy mal pensados. Ni pizcale gustaba Ricardo al buen sargento. Conocíalede sobra: un jugador eterno y sempiterno, tanposeído del vicio, que no pudiendo satisfacerloen Villafán, pues sólo los días de feria hayquien tire de la oreja a Jorge, se iba por los pue-blos, y hasta por Madrid y Barcelona, apare-ciendo siempre donde se hojease el libro de lascuarenta hojas, el libro de perdición. Por insistoy costumbre, el sargento recelaba de los juga-

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dores. Sabía que son simiente de criminales,como lo es todo apasionado que va al objeto desu pasión sin reparar en medios. No podríafundar el escozor que allá dentro notaba; peromientras seguían el camino de Guijadilla, pol-voriento y devorado de sol, guarnecido de ca-rrascales y olivos blancuzcos, involuntariamen-te, en las paradas, miraba a Ricardo, estudiabasu cabeza greñuda, su fisonomía hosca, coléricay por momentos sellada con una expresión decansancio indefinible, una especie de fatigainmensa, cual lasombra de unas alas negras que la velasen. Ypensaba el sargento: "Si tú has pasado esta no-che en tu cama..., quiero yo que mal tabardillome mate." Perfilábase ya en el horizonte la torre de laiglesia de Guijadilla; era la hora meridiana,cuando la turba, excitada por el calor y la mo-lestia de la caminata hasta entonces inútil, divi-só, en un campo donde verdeaban espadañasfrescas, señal evidente de existir allí un arroyo,

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a la sombra de un grupo de alisos, a los titirite-ros acampados. Indudablemente esperabanocasión propicia de entrar en el pueblo anun-ciando con tambor y trompeta sus ejercicios.Tendidos en el suelo, echados panza arriba,recostados sobre los instrumentos, los saltim-banquis dormían la siesta, descansando de sujornada y del trabajo de la víspera.

Allí estaba completo el cuadro de la pobre yasendereada compañía: el payaso y director,embadurnado de harina y colorete, mostrandola boca abierta y oscura en la enyesada faz; elhércules, jayán sudoroso, de rizada testa, anchotórax y bíceps acentuados bajo la malla rosavivo; la funámbula, más fea que un susto, largay esqueletada como estampa de la muerte; lasaltarina de aros, regordeta, morena, graciosa,hecha un mamarracho con su faldellín de gasaamarilla y su corpiño de lentejuela azul, y, porúltimo, los dos niños gimnastas, hijos del hér-cules; la chiquilla de doce años, rubia, pálida,de dulces facciones; y el chiquillo, de seis, gor-

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dinflón, derramados los rizos de oro en alboro-tada madeja alrededor de la sofocada carita.Los niños reposaban abrazado, recostado elpequeñín en el pecho de la hermana: ambosvestían la malla color de carne, sobre la cualllevaban túnicas de seda celeste prendidas conrosas de papel; y un aro plateado, ciñendo susfrentes, les dabaaspecto de ángeles de gótico retablo. La turba, detenida un instante, vociferó, aulló,precipitándose al campillo, y entre exclamacio-nes de sorpresa, voces que pronunciaban inju-rias y rugidos de alegría bárbara, en un santia-mén, los saltimbanquis, mal despiertos, aturdi-dos aún, incapaces de defenderse, se vieroncogidos, asaltados, rodeados cada cual de unadocena de paletos, que blandían estacas, esgri-mían cuchillos, sacudían y zarandeaban y har-taban de mojicones a los supuestos reos delrobo de la Virgen del Triunfo. A su vez, corrieron los guardias, compren-diendo que allí podía ocurrir algo terrible.

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Mientras los niños lloraban y chillaban las mu-jeres, el hércules, sin más arma que sus cerra-dos puños, juntándolos contra el pecho y des-pidiendo los brazos como movidos por aceradoresorte, se defendía. Dos paletos mordían ya latierra, el uno con las costillas hundidas, el otrocon la nariz rota, soltando un río de sangre.Eran, sin embargo, muchos contra uno; Ricar-do, el Estudiante, lívido y feroz, azuzaba contrael saltimbanqui a los lugareños; llovían garro-tazos. Uno, bien asestado, le cruzó la nuca,haciéndole tambalearse como acogotado buey;otro le alcanzó en la muñeca, partiéndoselacasi. A manera de jauría que acosa al jabalí y sele cuelga de las orejas -sin que los guardias,dedicados a proteger al resto de la compañía, alos niños y a las mujeres, pudiesen impedirlo-los paletos se estrecharon contra el hércules,que desapareció entre el grupo.

Se oyó el fragor de la lucha, el ronco resuellode la víctima; los guardias, echándose el fusil ala cara, se prepararon a hacer fuego a los ver-

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dugos; apartáronse éstos, saciada la ira, y se vioen el suelo una masa informe, sangrienta, algoque no tenía de humano sino el sufrimiento queaún revelaban las palpitaciones del pecho y laconvulsión de las extremidades. Los niños, sollozando, se arrojaron sobre elpadre moribundo, cubriéndole de besos; y, enaquel mismo punto, el sargento veterano,asiendo del brazo a Ricardo el Estudiante, cla-mó en formidable voz: -¡Date preso! Tú, y nadie más que tú, es quienha robado las alhajas de la Virgen. Y como el Estudiante protestase y los mozosacudiesen a su defensa, el guardia, extendiendoun dedo acusador, señaló a las greñas de Ricar-do, a la inculta y revuelta melena que siempregastaba. Todas las miradas se fijaron en el sitioindicado por el guardia, y una convicción y unestupor cayeron de plano, súbitamente, sobretodos los espíritus. Entre la cabellera de Ricar-do se veían, enredados aún, dos o tres hilos dealjófar, de los que, como telarañas irisadas de

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rocío matinal, bordaban el manto de NuestraSeñora de la Mimbralera.

El Estudiante confesó y fue a presidio. Lasjoyas, entregadas a un tahúr, un cómplice en-cubridor venido de Madrid y apostado en lascercanías del Triunfo para recoger la presa,nunca se recobraron, ni tampoco la divina ca-beza, de dulce sonrisa estática, la amada cabezade la Virgen. Y de aquellos dos niños hijos del hércules, yahuérfanos y solos, ¿quién sabe lo que habrásido? Continuarán rodando por el mundo,adoptando posturas plásticas en algún circo, ypoco a poco se irá borrando de su memoria laimagen del campo verde, festoneado de alisos yespadañas, donde vieron asesinar a su padre... "La Ilustración artística", núm. 1044, 1902.

La cana

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Mi tía Elodia me había escrito cariñosamente:"Vente a pasar la Navidad conmigo. Te darégolosinas de las que te gustan". Y obteniendode mi padre el permiso, y algo más importanteaún, el dinero para el corto viaje, me trasladé aEstela, por la diligencia, y, a boca de noche, meapeaba en la plazoleta rodeada de vetustos edi-ficios, donde abre su irregular puerta cochera elparador.

Al pronto, pensé en dirigirme a la morada demi tía, en demanda de hospedaje; después, poruno de esos impulsos que nadie se toma el tra-bajo de razonar -tan insignificante creemos sucausa-, decidí no aparecer hasta el día siguien-te. A tales horas, la casa de mi tía se me repre-sentaba a modo de coracha oscura y aburrida.De antemano veía yo la escena. Saldría a abrirla única criada, chancleteando y amparandocon la mano la luz de una candileja. Se pondríamuy apurada, en vista de tener que aumentar ala cena un plato de carne: mi tía Elodia suponíaque los muchachos solteros son animales carní-

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voros. Y me interpelaría: ¿por qué no he avisa-do, vamos a ver? Rechinarían y tintinearían lasllaves: había que sacar sábanas para mí... Y,sobre todo, ¡era una noche libre! A un mucha-cho, por formal que sea, que viene del campo,de un pazo solariego, donde se ha pasado elotoño solo con sus papás, la libertad le atrae.

Dejé en el parador la maletilla, y envuelto enmi capa, porque apretaba el frío, me di a vagarpor las calles, encontrando en ello especial pla-cer. Bajo los primeros antiguos soportales, tro-pecé con un compañero de aula, uno de esos aquienes llamamos amigos porque anduvimoscon ellos en jaranas y bromas, aunque se dife-rencien de nosotros en carácter y educación. Lamisma razón que me hacía encontrar divertidoun paseo por calles heladas y solitarias, la largatemporada de vida rústica me movió acoger aLaureano Cabrera con expansión realmenteamistosa. Le referí el objeto de mi viaje, y leinvité a cenar. Hecho ya el convenio, reparé, ala luz de un farol, en el mal aspecto y derrota-

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das trazas de mi amigo. El vicio había degra-dado su cuerpo, y la miseria se revelaba en suropa desechable. Parecía un mendigo. Al mo-verse, exhalaba un olor pronunciado a tabacofrío, sudor y urea. Confirmando mi observa-ción, me rogó en frases angustiosas que le pres-tase cierta suma. Lanecesitaba, urgentemente, aquella misma no-che. Si no la tenía, era capaz de pegarse un tiroen los sesos. -No puedo servirte -respondí-. Mi padre meha dado tan poco... -¿Por que no vas a pedírselo a doña Elodia? -sugirió repentinamente-. Esa tiene gato. Recuerdo que contesté tan sólo: -Me causaría vergüenza... Cruzábamos en aquel instante por la zona declaridad de otro farol, y cual si brotase de lastinieblas, vivamente alumbrada, surgió la carade Laureano. Gastada y envilecida por los exce-sos, conservaba, no obstante, sello de inteligen-cia, porque todos conveníamos, antaño, en que

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Laureano "valía". En el rápido momento en quepude verle bien noté un cambio que me sor-prendió: el paso de un estado que debía de seren él habitual -el cinismo pedigüeño, la come-dia del sable-, a una repentina, íntima resolu-ción, que endureció siniestramente sus faccio-nes. Dijérase que acababa de ocurrírsele algoextraño. "Éste me atraca", pensé; y, en alto, le propuseque cenásemos, no en el tugurio equívoco, se-miburdel que él indicaba, sino en el parador.Un recelo, viscoso y repulsivo, como un reptil,trepaba por mi espíritu conturbándolo. No que-ría estar solo con tal sujeto, aunque me parecie-se feo desconvidarle. -Allí te espero -añadí- a las nueve... Y me separé bruscamente, dándole esquinazo.La vaga aprensión que se había apoderado demí se disipó luego. A fin de evitar encuentrosanálogos, subí el embozo de la capa, calé elsombrero y, desviándome de las calles céntri-cas, me dirigí a casa de una mujer que había

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sido mi excelente amiga cuando yo estudiabaen Estela Derecho. No podré jurar que hubiesepensado en ella tres veces desde que no la veía;pero los lugares conocidos refrescan la memo-ria y reavivan la sensación, y aquel recovecodel callejón sombrío, aquel balcón herrumbro-so, con tiestos de geranios "sardineros" me re-trotraían a la época en que la piadosa Leocadia,con sigilo, me abría la puerta, descorriendo uncerrojo perfectamente aceitado. Porque Leoca-dia, a quien conocí en una novena, era en todocauta y felina, y sus frecuentes devociones y sucontinente modesto la habían hecho estimableen su estrecho círculo. Contadas personas sos-pecharían algo de nuestra historia, desenlazadasencillamente por mi

ausencia. Tenía Leocadia marido auténtico, alláen Filipinas, un mal hombre, un perdis, que nosiempre enviaba los veinticinco duros mensua-les con que se remediaba su mujer. Y ella merepetía incesantemente:

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-No seas loco. Hay que tener prudencia... Lagente es mala... Si le escriben de aquí cualquierchisme... Reminiscencias de este estribillo me hicieronadoptar mil precauciones y procurar no servisto cuando subí la escalera, angosta y tem-blante. Llamé al estilo convenido, antiguo, y lamisma Leocadia me abrió. Por poco deja caer labujía. La arrastré adentro y me informé. Nadieallí; la criada era asistenta y dormía en su casa.Pero más cuidado que nunca, porque "aquel"había vuelto, suspenso de empleo y sueldo acausa de unos líos con la Administración, ygracias a que hoy se encontraba en Marineda,gestionando arreglar su asunto... De todos mo-dos, lo más temprano posible que me retirase ycon el mayor sigilo, valdría más. ¡Nuestra Se-ñora de la Soledad, si llegase a oídos de él lacosa más pequeña!... Fiel a la consigna, a las nueve menos cuarto,recatadamente, me deslicé y enhebré por lascallejas románticas, en dirección al parador. Al

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pasar ante la catedral, el reloj dio la hora, conpausa y solemnidad fatídicas. Tal vez a lahumedad, tal vez al estado de mis nervios sedebiese el violento escalofrío que me sobreco-gió. La perspectiva de la sopa de fideos, espesay caliente, y el vino recio del parador, me hizoapretar el paso. Llevaba bastantes horas sincomer. Contra lo que suponía, pues Laureano no solíaser exacto, me esperaba ya y había pedido sucubierto y encargado la cena. Me acogió conchanzas. -¿Por dónde andarías? Buen punto eres tú...Sabe Dios... A la luz amarillenta, pero fuerte, de las lámpa-ras de petróleo colgadas del techo, me horripilómás, si cabe, la catadura de mi amigo. En me-dio de la alegría que afectaba, y de adelantarsea confesar que lo del tiro en los sesos era bro-ma, que no estaba tan apurado, yo encontrabaen su mirar tétrico y en su boca crispada algoinfernal. No sabiendo cómo explicarme su ges-

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to, supuse que, en efecto, le rondaba la impul-sión suicida. No obstante, reparé que se habíaatusado y arreglado un poco. Traía las manosrelativamente limpias, hecho el lazo de la cor-bata, alisadas las greñas. Frente a nosotros, uncomisionista catalán, buen mozo, barbudo,despachado ya su café, libaba perezosamentecopitas de Martel leyendo un diario. ComoLaureano alzase la voz, el viajante acabó porfijarse, y hasta por sonreirnos picarescamente,asociándose a la insistente broma. -Pero ¿en qué agujero te colarías? ¡Qué ficha!Tres horas no te las has pasado tú azotandocalles... A otro con esas... ¿Te crees que somosbobos? Como si uno se fiase de estos que vuel-ven del campo... Las súplicas de la precavida Leocadia mezumbaban aún en los oídos, y me creí en el de-ber de afirmar que sí, que callejeando y vagan-do había entretenido el tiempo. -¿Y tú? -redargüí-. Rezando el Rosario, ¿eh? -¡Yo, en mi domicilio!

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-¿Domicilio y todo?

-Sí, hijo; no un palacio... Pero, en fin, allí secobija uno... La fonda de la Braulia, ¿no sabes?

Sabía perfectamente. Muy cerca de la casa demi tía Elodia: una infecta posaducha, de últimafila. Y en el mismo segundo en que recordabaesta circunstancia, mis ojos distinguieron, col-gando de un botón del derrotado chaqué deLaureano, un hilo que resplandecía. Era unalarga cana brillante.

Me creerán o no. Mi impresión fue violenta,honda; difícilmente sabría definirla, porquecreo que hay sobradas cosas fuera de todo aná-lisis racional. Fascinado por el fulgor del hiloargentado sobre el paño sucio y viejo, no hiceun movimiento, no solté palabra: callé. A vecespienso qué hubiese sucedido si me ocurre bro-mear sobre el tema de la cana. Ello es que nodije esta boca es mía. Era como si me hubiesenembrujado. No podía apartar la mirada delblanco cabello.

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Al final de la cena, el buen humor de Laurea-no se abatió, y a la hora del café estaba tétrico,agitado; se volvía frecuentemente hacia la puer-ta, y sus manos temblaban tanto, que rompióuna copa de licor. Ya hacía rato que el viajantenos había dejado solos en el comedor lúgubre,frente a los palilleros de loza que figuraban untomate, y a los floreros azules con flores artifi-ciales, polvorientas. El mozo, en busca de lapropia cena, andaría por la cocina. Cabrera,más sombrío a cada paso, sobresaltado, oreja enacecho, apuraba copa tras copa de coñac,hablando aprisa cosas insignificantes o cayendoen acceso de mutismo. Hubo un momento enque debió de pensar: "Estoy cerca de la totalborrachera", y se levantó, ya un poco titubeantede piernas y habla. -Conque no vienes "allá", ¿eh? Sabía yo de sobra lo que era "allá", y sólo deimaginarlo, con semejante compañía y con lalluvia que había empezado a caer a torrentes...¡No! Mi camita, dormir tranquilo hasta el día

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siguiente y no volver a ver a Laureano. Le echépor los hombros su capa, le di su grasientosombrero y le despedí. -¡Buenas noches... No hay de qué... Que tediviertas, chico! Dormí sueño pesado que turbaron pesadillasinformes, de esas que no se recuerdan al abrirlos ojos. Y me despertó un estrépito en la puer-ta: el dueño del parador en persona, despavo-rido, seguido de un inspector y dos agentes. -¡Eh! ¡Caballero! ¡Que vienen por usted!... ¡Quese vista! No comprendí al pronto. Las frases broncas,deliberadamente ambiguas, del inspector meguiaron para arrancar parte de la verdad. Mástarde, horas después, ante el juez, supe cuantohabía que saber. Mi tía Elodia había sido es-trangulada y robada la noche anterior. Se meacusaba del crimen... Y véase lo más singular... ¡El caso terrible nome sorprendía! Dijérase que lo esperaba. Algoasí tenía que suceder. Me lo había avisado indi-

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rectamente "alguien", quién sabe si el mismoespíritu de la muerta... Sólo que ahora eracuando lo entendía, cuando descifraba el pre-sentimiento negro. El juez, ceñudo y preocupado, me acogió conuna mezcla de severidad y cortesía. Yo era unapersona "tan decente", que no iban a tratarmecomo a un asesino vulgar. Se me explicaba loque parecía acusarme, y se esperaban mis des-cargos antes de elevar la detención a prisión.Que me disculpase, porque si no, con la Prensay la batahola que se había armado en el pueblo,por muy buena voluntad que... Vamos a ver:los hechos por delante, sin aparato de interro-gatorio, en plática confidencial... Yo debía venira pasar la noche en casa de mi tía. Mi cama es-taba preparada allí. ¿Por qué dormí en el para-dor? -De esas cosas así... Por no molestar a mi tía adeshora... ¿No molestar? Cuidado: que me fijase bien.He aquí, según el juez, los hechos. Yo había ido

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a casa de doña Elodia a eso de las siete. La cria-da, sorda como una tapia, no quería abrir. Yogrité desde la mirilla: "Que soy su sobrino", yentonces la señora se asomó a la antesala ymandó que me dejasen pasar. Entré en la sala yla criada se fue a preparar la cena, pues teníaórdenes anteriores, por si yo llegase. Hasta lasnueve o más no se sabe lo que pasó. Pronta yala cena, la fámula entró a avisar, y vio que en lasalita no había nadie: todo en tinieblas. Llamóvarias veces y nadie respondió. Asustada, en-cendió luz. La alcoba de la señora estaba cerra-da con llave. Entonces, temblando, sólo acertó aencerrarse en su cuarto también. Al amanecerbajó a la calle, consultó a las vecinas; subierondos o tres a acompañarla, volvió a llamar a gri-tos... La autoridad, por último, forzó la cerra-dura. En el suelo yacía la víctima bajo un col-chón. Por una esquina asomaba un pie rígido.

El armario, forzado y revuelto, mostraba susentrañas. Dos sillas se habían caído...

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-Estoy tranquilo -exclamé-. La criada habrávisto la cara de ese hombre.

-Dice que no... Iba embozado, con el sombreromuy calado. No le vio. ¡Y es tan torpe, tan ne-cia, tan apocada! Medio lela está.

-Entonces soy perdido -declaré.

-Calma... ¡Cierto que son muchas coinciden-cias! Ayer llegó usted a las seis. A las seis ycuarto habló con un amigo en la calle de losBebederos. Luego, hasta las nueve, no se sabede usted más. A las nueve cena usted en el pa-rador con el mismo amigo, y un viajante queestaba allí declara que le molestaba a usted lapregunta de ¿dónde había pasado esas horas?,y que afirmaba usted haberlas pasado en lacalle, lo cual no es verosímil. Llovió a cántarosde ocho a ocho y media, y usted no llevaba pa-raguas... También decía que estaba usted así...,como preocupado... a veces, y el mozo añadeque rompió usted una copa. ¡Es una fatalidad...!

-¿Ha declarado el que cenó conmigo?

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-Si por cierto... Declaró la calamidad de Cabre-ra... Nada, eso; que le vio a usted un rato antes;que, convidado, cenó con usted, y que se retiróa cosa de las once.

-¡Él es quien ha asesinado a mi tía! -lancé fir-memente-. Él, y nadie más.

-Pero ¡si no es posible! ¡Si me ha explicadotodo lo que hizo! ¡Si a esas horas estuvo en suposada!

-No, señor. Entraría, se haría ver y volvería asalir. En esa clase de bujíos no se cierra la puer-ta. No hay quien se ocupe de salir a abrirla. Élsabía que me esperaba la tía Elodia. Es listo. Loarregló con arte. Está en la última miseria.Cuando me encontró, en los Bebedores, mepidió dinero, amenazándome con volarse lossesos si no se lo daba. Ahora todo es claro: loveo como si estuviese sucediendo delante demí.

-Ello merece pensarse... Sin embargo, no leoculto a usted que su situación es comprometi-

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da. Mientras no pueda explicar el empleo deese tiempo, de seis a nueve... Las sienes se me helaron. Debía de estar blan-co, con orejas moradas. Me tropezaba con unjuez de los de coartada y tente tieso... ¿Coarta-da? Sería una acción sucia, vil, nombrar a Leo-cadia -toda mujer tiene su honor correspon-diente-, y además, inútil, porque la conozco. Noes heroína de drama ni de novela y me desmen-tiría por toda mi boca... Y yo lo merecía. Yo noera asesino, ni ladrón, pero... La contrición me apretó el corazón, estruján-dolo con su mano de acero. Creía sentir que misangre rezumaba... Era una gota salada en loslagrimales. Y en el mismo punto, ¡un chispazo!,me acordé del hilo brillante, enredado en elbotón del raído chaqué. -Señor juez... Todavía estaba allí la cana cuando hicieroncomparecer al criminal... El "gato" de la tía Elo-dia se halló oculto entre su jergón, con la llavede la alcoba... Sin embargo, no falta, aun hoy,

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quien diga que el asunto fue turbio, que yo en-tregué tal vez a mi cómplice... Honra, no mequeda. Hay una sombra indisipable en mi vida.Me he encerrado en la aldea, y al acercarse laNavidad, en semanas enteras, no me levanto dela cama, por no ver gente. "Los contemporáneos", núm. 106, 1911.

La cita

Alberto Miravalle, excelente muchacho, notenía más que un defecto: creía que todas lasmujeres se morían por él. De tal convencimiento, nacido de varias con-quistas del género fácil, resultaba para Albertouna sensación constante, deliciosa, de felicidadpueril. Como tenía la ingenuidad de dejar tras-lucir su engreimiento de hombre irresistible, laleyenda se formaba, y un ambiente de suaveridiculez le envolvía. Él no notaba ni las sola-padas burlas de sus amigos en el círculo y en el

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café, ni las flechas zumbonas que le disparabanalgunas muchachas, y otras que ya habían de-jado de serlo. Dada su olímpica presunción, Alberto no ex-trañó recibir por el correo interior una carta sinnotables faltas de ortografía, en papel pulcro yoloroso, donde entre frases apasionadas se lerendía una mujer. La dama desconocida se que-jaba de que Alberto no se había fijado en ella, ytambién daba a entender que, una vez puestasen contacto las dos almas, iban a ser lo que sedice una sola. Encargaba el mayor sigilo, yañadía que la señal de admitir el amor que lebrindaba sería que Alberto devolviese aquellamisma carta a la lista de Correos, a unas inicia-les convenidas. Al pronto, lo repito, Alberto encontró lo másnatural... Después -por entera que fuese su infa-tuación-, sintió atisbos de recelo. ¿No sería unaencerrona para robarle? Un segundo examen lerestituyó al habitual optimismo. Si le citabanpara una calle sospechosa, con no ir... La pre-

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caución de la devolución del autógrafo indica-ba ser realmente una señora la que escribía,pues trataba de no dejar pruebas en manos delafortunado mortal. Alberto cumplió la consigna. Otra segunda epístola fijaba ya el día y lahora, y daba señas de calle y número. Era preci-so devolverla como la primera. Se encargabauna puntualidad estricta, y se advertía que,llegando exactamente a la hora señalada, en-contraría abiertos portón y puerta del piso. Serogaba que se cerrase al entrar, y acompañabana las instrucciones protestas y finezas de lo másderretido. Nada tan fácil como enterarse de quién era labella citadora, conociendo ya su dirección. Y,en efecto, Alberto, después de restituir pun-tualmente la epístola, dio en rondar la casa, enpreguntar con maña en algunas tiendas. Y supoque en el piso entresuelo habitaba una viuda,joven aún, de trapío, aficionada a lucir trajes yjoyas, pero no tachada en su reputación. Eran

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excelentes las noticias, y Alberto empezó a fan-tasear felicidades. Cuando llegó el día señalado, radiante de va-nidad, aliñado como una pera en dulce, se diri-gió a la casa, tomando mil precauciones, despi-diendo el coche de punto en una calleja algodistante, recatándose la cara con el cuello delabrigo de esclavina, y buscando la sombra delos árboles para ocultarse mejor. Porque con-viene decir, en honra de Alberto, que todo loque tenía de presumido lo tenía de caballerotambién, y si se preciaba de irresistible, era unmuerto en la reserva, y no pregonaba jamás, niaun en la mayor confianza, escritos ni nombres.No faltaba quien creyese que era cálculo hábilpara aumentar con el misterio el realce de susconquistas. No sin emoción llegó Alberto a la puerta de lacasa... Parecía cerrada; pero un leve empujóndemostró lo contrario. El sereno, que rondabapor allí, miró con curiosidad recelosa a aquelseñorito que no reclamaba sus servicios. Alber-

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to se deslizó en el portal, y, de paso, cerró. Su-bió la escalera del entresuelo: la puerta del pisoestaba arrimada igualmente. En la antesala,alfombrada, oscuridad profunda. Encendió unfósforo y buscó la llave de la luz eléctrica. Lavivienda parecía encantada: no se oía ni el másleve ruido. Al dar luz Alberto pudo notar quelos muebles eran ricos y flamantes. Adelantóhasta una sala, amueblada de damasco amari-llo, llena de bibelots y de jarrones con plantas.En un ángulo revestía el piano un paño anti-guo, bordado de oro. Tan extraño silencio, y elno ver persona humana, fueron motivos paraoprimir vagamente el corazón de nuestro DonJuan. Un momento se detuvo, dudando si vol-ver atrás y no proseguir la aventura.

Al fin, dio más luces y avanzó hacia el gabine-te, todo sedas, almohadones y butaquitas; peroigualmente desierto. Y después de vacilar otropoco, se decidió y alzó con cuidado el cortinajede la alcoba de columnas... Se quedó paraliza-do. Un temblor de espanto le sobrecogió. En el

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suelo yacía una mujer muerta, caída al pie de lacama. Sobre su rostro amoratado, el pelo, suel-to, tendía un velo espeso de sombra. Los mue-bles habían sido violentados: estaban abiertos yesparcidos los cajones.

Alberto no podía gritar, ni moverse siquiera.La habitación le daba vueltas, los oídos le zum-baban, las piernas eran de algodón, sudaba frío.Al fin echó a correr; salió, bajó las escaleras;llegó al portal... Pero ¿quién le abría? No teníallave... Esperó tembloroso, suponiendo quealguien entraría o saldría. Transcurrieron minu-tos. Cuando el sereno dio entrada a un inquili-no, un señor muy enfundado en pieles, la luzde la linterna dio de lleno a Alberto en la cara, ytal estaba de demudado, que el vigilante le cla-vó el mirar, con mayor desconfianza que antes.Pero Alberto no pensaba sino en huir del sitiomaldito, y su precipitación en escapar, empu-jando al sereno que no se apartaba, fue nuevo yya grave motivo de sospecha.

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A la tarde siguiente, después de horas de esasque hacen encanecer el pelo, Alberto fue dete-nido en su domicilio... Todo le acusaba: suspaseos alrededor de la casa de la víctima, elhaber dejado tan lejos el "simón", su fuga, sualteración, su voz temblona, sus ojos de loco...Mil protestas de inocencia no impidieron que ladetención se elevase a prisión, sin que se leadmitiese la fianza para quedar en libertadprovisional. La opinión, extraviada por algunosperiódicos que vieron en el asunto un dramapasional, estaba contra el señorito galanteadory vicioso. -¿Cómo se explica usted esta desventura mía?-preguntó Alberto a su abogado, en una con-versación confidencial. -Yo tengo mi explicación -respondió él-; faltaque el Tribunal la admita. Vea lo que yo su-pongo, es sencillo: para mí, y perdóneme sumemoria, la infeliz señora recibía a alguien..., aalguien que debe ser mozo de cuenta, profesio-nal del delito y del crimen. El día de autos,

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desde el anochecer, la víctima envió fuera a sudoncella, dándole permiso para comer conunos parientes y asistir a un baile de organillo.El asesino entró al oscurecer. Él era quien escri-bía a usted, quien le fijó la hora y quien, preca-vido, exigió la devolución de las cartas, paraque usted no poseyese ningún testimonio favo-rable. Cuando usted entró, el asesino se ocultóo en el descanso de la escalera, o en habitacio-nes interiores de la casa. A la mañana siguiente,al abrirse la puerta de la calle, salió sin que na-die pudiese verle. Se llevaba su botín: joyas ydinero. ¿Qué más? Es un supercriminal que hasabido encontrar un sustituto ante la Justicia. -Pero ¡es horrible! -exclamó Alberto-. ¿Me ab-solverán? -¡Ojalá!... -pronunció tristemente el defensor. -Si me absuelven -exclamó Alberto- me iré a laTrapa, donde ni la cara de una mujer se veanunca. "La Ilustración Española y Americana", núm.48, 1909.

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Nube de paso

-Jamás lo hemos averiguado -declaró el regis-trador, dejando su escopeta arrimada al árbol ydisponiéndose a sentarse en las raíces salientes,a fin de despachar cómodamente los fiambrescontenidos en su zurrón de caza-. Hay en lavida cosas así, que nadie logra nunca poner enclaro, aunque las vea muy de cerca y tenga, alparecer, a su disposición los medios para ente-rarse. Salieron de las alforjas molletes de pan, dospollos asados, una ristra de chorizos rojos, y labota nos presentó su grata redondez pletórica,ahíta de sangre sabrosa y alegre. Nos disputa-mos el gusto de besarla y dejarla chupada yfloja, bajo nuestras afanosas caricias de galanessedientos. Los perros, con la lengua fuera y lamirada ansiosa, sentados en rueda, esperabanel momento de los huesos y mendrugos.

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Cuando todos estuvieron saciados, amos ycanes, y encendidos los cigarros para fumardeleitosamente a la sombra, insistí: -Pero ¿ni aun conjeturas? -¡Conjeturas! Claro es que nunca faltan. Cuan-do se notó que el pobre muchacho estaba muer-to y no dormido; cuando, al descubrirle elcuerpo, se vio que tenía una herida triangular,como de estilete, en la región del corazón -laautopsia comprobó después que esa heridacausó la muerte-, figúrese usted si los compa-ñeros de hospedaje nos echamos a discurrir.Entre otras cosas, porque, al fin y al cabo, po-díamos vernos envueltos en una cuestión muyseria. Como que, al pronto, se trató de prender-nos. Por fortuna, la tan conocida como vulgarcoartada era de esas que no admiten discusión.En la casa de huéspedes estábamos cinco, in-cluyendo a Clemente Morales, el asesinado. Loscuatro restantes pasamos la noche de autos enuna tertulia cursi, donde bailamos, comimospasteles y nos reímos con las muchachas hasta

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cerca del amanecer. Todo el mundo pudo ver-nos allí, sin que ninguno saliese ni un momen-to. Cien testigos afirmaban nuestra inculpabili-dad y, así y todo, nos quedó de aquellance yo no sé qué: una sombra moral en el es-píritu, que ha pesado, creo yo, sobre nuestravida... -Ello fue que ustedes, al regresar a casa... -¡Ah!, una impresión atroz. Era ya de día, y lapatrona nos abrió la puerta en un estado dealteración que daba lástima. Nos rogó que en-trásemos en la habitación de nuestro amigo,porque al ir a despertarle, por orden suya, a lasseis de la mañana, vio que no respondía, y es-taba pálido, pálido, y no se le oía respirar... ¡Odesmayado, o...! Fue entonces cuando, alzandola sábana, observamos la herida. -¿Qué explicación dio la patrona? -Ninguna. ¡Cuando le digo a usted que ni lapatrona, ni la Justicia, ni nadie ha encontradojamás el hilo para desenredar la maraña de eseasunto! La patrona, eso sí, fue presa, incomuni-

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cada, procesada, acusada...; pero ni la menorprueba se encontró de su culpabilidad. ¡Quédigo prueba! Ni indicio. La patrona era unabuena mujer, viuda, fea, de irreprochables an-tecedentes, incapaz de matar una mosca. Lanoche fatal se acostó a las diez y nada oyó. Lasirvienta dormía en la buhardilla: se retiró des-de la misma hora, y a las ocho de la mañanasiguiente roncaba como un piporro. El sereno anadie había visto entrar. ¡El misterio más den-so, más impenetrable! -¿Se encontró el arma? -Tampoco. -¿Tenía dinero en su habitación la víctima? -Que supiésemos, ni un céntimo; es decir,unos duros..., que es igual a no tener nada, parael caso... Y esos allí estaban, en el cajón de lacómoda, por señas, abierto. -¿Se le conocían amores? -Vamos, rehacemos el interrogatorio... No te-nía lo que se dice relaciones seguidas, ni queri-da, ni novia; no sería un santo, pero casi lo pa-

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recía; por celos o por venganza de amor, no seexplica tan trágico suceso. -Pero ¿cuáles eran sus costumbres? -insistí,con afán de polizonte psicólogo, a quien irrita yengolosina el misterio, y que sabe que no hayefecto sin causa-. Ese muchacho -¿no era unhombre joven?- tendría sus hábitos, sus capri-chos, sus peculiares aficiones... -Era -contestó el registrador, en el tono del quereflexiona en algo que hasta entonces no sehabía presentado a su pensamiento- el chicomás formal, más exento de vicios, más libre demalas compañías que he conocido nunca. Re-traído hasta lo sumo, muy estudioso; nosotros,por efecto de esta misma condición suya, letuvimos en concepto de un poco chiflado. Ya veusted: todos fuimos aquella noche a divertirnosy a correrla, menos él, y si hubiese ido, no lematan... Para dar a usted idea de lo que era elpobre, se acostaba muy temprano, y encargabaque le despertasen así que amanecía, sólo por elprurito de estudiar.

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-¿Recuerda usted dónde estudiaba? -¡Ah! Eso, en todas partes. A veces se traía acasa libros; otras se pasaba el día en bibliotecaso sabe Dios en qué rincones. -Amigo registrador -interrumpí-, que me ma-ten si no empiezo a rastrear algo de luz en elsombrío enigma. -¡Permítame que lo dude!... ¡Tanto como seindagó entonces!... ¡Tantos pasos como dieronla justicia y la policía, y hasta nosotros mismos,sin que se haya llegado a saber nada! Callé unos instantes. El celaje de la tarde seencendía con sangrientas franjas de fuego, ince-santemente contraídas, dilatadas, inflamadas oextinguidas, sin que ni un momento permane-ciese fija su terrible forma. Pensé en que la sos-pecha, la verdad, la culpa, el destino se disuel-ven e integran, como las nubes, en la cambiantefantasía y en la versátil conciencia. Pensé que sinada es inverosímil en la forma de las nubes,nada tampoco debe parecérnoslo en lo huma-no. Lo único increíble sería que un hombre fue-

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se asesinado en su lecho y el crimen no tuvieseni autor ni móvil. -Registrador -dije al cabo-, todos mueren de loque han vivido. El muchacho estudiaba sin ce-sar: en sus estudios está la razón de su muerteviolenta. No diga usted que no sabe por qué lemataron: lo sabe usted, pero no se ha dadocuenta de lo que sabe. -Mucho decir es... -murmuró-. Sin embargo... -Lo sabe usted. En cuanto me conteste a otraspocas preguntas se convencerá de que lo sabíaperfectamente: lo sabía la parte mejor de su serde usted: su instinto. -¡Qué raro será eso! Pero, en fin... pregunte,pregunte lo que quiera. -¿A qué clase de estudios se dedicaba Clemen-te? -A ver, Donato, haz memoria -murmuró elregistrador, rascándose la sien-. Ello era cosa demuchas matemáticas y mucha física... ¡Ya, yarecuerdo! ¡Pues si el muchacho aseguraba que,cuando consiguiese lo que buscaba, sería riquí-

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simo, y su nombre, glorioso en toda Europa!Creo que se trataba de algo relacionado con lanavegación aérea. Advierto a usted que muriócomo vivía, porque fue el hombre más recon-centrado y enemigo de enterar a nadie de susproyectos. -¿Tendría muchos papeles, cuadernos, notasde su trabajo? -¡Ya lo creo! A montones. -¿Dónde los guardaba? -¡En la cómoda! Y su ropa andaba tirada porlas sillas y revuelta. -¿Aparecieron esos papeles después del cri-men? -Se me figura que sí. Pero confirmaron lo quecreíamos: que el pobre no estaba en sus cabales.Eran apuntes sin ilación, y algunos, borradoresque nadie entendía. -¿Tenía algún amigo Clemente, enterado desus esperanzas? ¿Alguien que conociese su se-creto?

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La cara del registrador sufrió un cambio aná-logo al de las nubes. Primero se enrojeció; pali-deció después; los ojos se abrieron, atónitos; laboca también adquirió la forma de un cero.

-¡Rediós! -gritó al cabo-. ¡Y tenía usted razón!Y yo sabía, es decir, yo tenía que saber... ¡Tontode mí! ¿Cómo pude ofuscarme?... ¡Qué cosas!Había, había un amigo, un ingeniero belga, quele daba dinero para experiencias... ¡Un barbirro-jo, más antipático que los judíos de la Pasión! ¡Yhasta judío creo que era! ¡Seré yo estúpido! ¡Nohaber comprendido! ¡No haber sospechado! ¡Elbandido del extranjero fue, y para robarle elfruto de sus vigilias! ¡Dejó los papeles inútiles ycargó con los que valían, y sabe Dios, a estashoras, quién se está dando por ahí tono y ga-nando millones con el descubrimiento del infe-liz! ¡Y a mí la cosa me pasó por las mientes;pero... no me detuve ni a meditarla, porque...no se veía por dónde hubiese podido entrar elasesino!

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-¡Bah! Esa es la infancia del arte -contesté-.Entró con una llave falsa, que había preparado,o con el propio llavín de su víctima; estuvo enel cuarto de ésta hasta tarde, hizo su asunto, seescondió y de madrugada se marchó. -¡Así tuvo que ser! ¡Bárbaros, que no lo com-prendimos! ¡Requetebárbaros! -No se apure usted... Quizá estamos soñandouna novela. -No, no; si ahora lo veo más claro que el sol...Soy capaz de perseguir al asesino... -¿Cuántos años hace de eso? -Trece lo menos... -Déjelo usted por cosa perdida... Aun en frescono se averigua nada... Conténtese con el gocedel filósofo: saber... y callar. "La Ilustración Española y Americana", núm.22, 1911.

"Drago"

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Algunas o, por mejor decir, bastantes personaslo habían observado. Ni una noche faltaba desu silla del circo la admiradora del domador. ¿Admiradora? ¿Hasta qué punto llega la ad-miración y dónde se detiene, en un alma feme-nil, sin osar traspasar la valla de otro sentimien-to? Que no se lo dijesen al vizconde de Tres-mes, tan perito en materias sentimentales: todaadmiración apasionada de mujer a hombre o dehombre a mujer para en amor, si es que no em-pieza siéndolo. La admiradora era una señorita que no figu-raba en lo que suele llamarse buena sociedadde Madrid. De los concurrentes al palco de lasSociedades, sólo la conocía Perico Gonzalvo, elmenos distanciado de la clase media y el másamigo de coleccionar relaciones. Y, según noti-cias de Gonzalvo, la señorita se llamaba RosaCorvera, era huérfana y vivía con la hermanade su padre, viuda de un hombre muy rico, quele había legado su fortuna. Considerando aRosa, más que como a sobrina, como a hija;

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resuelta a dejarla por heredera, le consentía,además, libertad suma; y no pudiendo la tíasalir de casa -clavada en un sillón por el reúma-la muchacha iba a todas partes bajo la cómodaégida de una de esas que se conocen por cara-binas, aunque oficialmente se las nombra da-mas de compañía, institutrices y misses. Rosaera una independiente; pero no podía PericoGonzalvo (que no adolecía de bien pensado)añadir otra cosa. La independencia no llegaba alicencia.

Quizá la admiración vehemente mostrada aldomador -que en los carteles adoptaba el títulode vizconde de Praga, enteramente fantástico,imposible de descubrir en cancillería alguna-fuese la primera inconveniencia cometida porRosa. Sin duda, el hecho constituía una exhibi-ción de mal gusto en una joven soltera, y másen España, donde es sospechosa para el honorcualquier excentricidad de la mujer. Lo cierto esque Rosa llamaba la atención, y su actitud em-pezaba a darle notoriedad. Se discutía su figu-

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ra, su modo de vestir; se convenía en que, sinser una belleza, no carecía de encanto. Rubia,alta, bien formada (extremo que la moda ceñidahace muy fácilmente demostrable), la hermo-seaba, sobre todo, la expresión como de em-briaguez divina que adquiría su semblante alsalir el vizconde de Praga a desempeñar sunúmero: el encierro en una jaula con un sóloleón, pero terrible: Drago, que, indómito, vigo-roso, valía por seis de los criados en cautiverio.

-Las bacantes, en los misterios órficos, tendrí-an ese gesto -decía Tresmes, que había leídotodo lo concerniente a anomalías amorosas yperversiones antiguas y modernas.

Pero Tresmes, en este punto, confundía. Elgesto de Rosa, lejos de expresar nada impuro,sólo dejaba trasmanar el entusiasmo heroico.Eran nobles, hasta la sublimidad, los sentimien-tos que asomaban a aquel rostro de mujer, y siel amor entraba a la parte, sería con el caráctermás espiritual, como transporte ante la nobleza

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del valor viril. Por otra parte, Rosa no practica-ba el menor disimulo. Abonada a diario a dos sillas, las más próxi-mas al sitio en que se colocaba la jaula de Dra-go, entraba poco antes que comenzase el traba-jo del domador, y, concluido éste, se levantabacon desdeñosa indiferencia, envolviéndose enun abrigo de última moda y pasando por entrelos espectadores sin mirarlos. Su lindo landau-let eléctrico esperaba siempre a la puerta. Y, sincuidarse del run-run curioso que alzaba a supaso, retirábase, pálida aún de la emoción. El domador había notado lo que todos nota-ban. Era un hombre joven, aunque no tantocomo parecía, por la robusta esbeltez de sucuerpo y la finura acentuada de sus facciones,debida a la sangre georgiana. Nada más airosoque su torso, nada mejor delineado que sus piesy manos, a no ser su bigote o los rizos naturalesde sus cabellos negrísimos. No era el tipo deldandy, del elegante que se ha formado su dis-tinción a fuerza de alta vida y de hábitos de

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lujo; era un ejemplar de las razas humanas aris-tocráticas de abolengo, perfectamente arianas. Consciente del efecto que producía en Rosa, eldomador adoptaba posturas románticas, que-braba la cintura como un torero, avanzaba lapierna, nerviosa y de perfecta forma, cautiva enel calzón de punto gris perla, y sacudía congentileza los bucles de su frente, húmeda desudor, enviando a la señorita una sonrisa y unligero signo de inteligencia. Por señas, que en elpalco de los elegantes, este signo fue conside-rado indicio de algo serio, y sólo cambiaron deopinión al exclamar Tresmes: -¡Qué tontería! Si se entendiesen, ella no ven-dría ya a exhibirse aquí. Os digo que, a pesar delas apariencias, ese hombre y esa mujer no hancruzado palabra. Pongo la mano derecha a queno. Y razón tenía el calvatrueno, sagacísimo cono-cedor del alma de la mujer. El domador nohabía dado un paso por ponerse en contactocon su apasionada, por una razón prosaica y

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sencilla, era casado. Vivían su esposa y sus doshijos en una casita, al borde del lago de Como,y la fortuna de la señorita española -fortuna dela cual, por otra parte, ella no podía aún dispo-ner- no le resolvía problema alguno. Halagába-le, ciertamente, aquella devoción, aquel home-naje; aunque otra cosa diga la leyenda, no estan frecuente que las espectadoras se enamorende tenores, domadores y cómicos. Semejantefascinación, no oculta, acababa por envanecer alsupuesto vizconde, llamado realmente MarcoDiáspoli. Pero una aventura, de pasada, no sepodía intentar. La contrata iba a terminar, y eldomador era esperado en Viena. Y como, fuerade la aventura no existía finalidad, el domadorse limitaba a dejarse acariciar por los magnéti-cos ojos fijos en él.

-¿En él? He aquí una pregunta que su vanidadde histrión heroico no le permitió formular,pero que el ducho Tresmes lanzó, con gran ex-trañeza del auditorio.

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-¿Estáis seguros de que a esa muchacha quienla entusiasma es el domador? Porque yo, que laestudio mucho, he llegado a dudar ¡si no serámás bien el león! Se rieron. Sin embargo, Drago reunía todas lascondiciones para producir eso que en Italia senombra il fascino. Si hay un género de bellezasublime que se funda en la energía, nada másbello que Drago. No era la fiera rendida, cansada, pelada, de losdemás domadores, y en eso consistía la origina-lidad del trabajo temerario. Drago, con su bra-vura y fuerza, por su talla no común, lo enormede su cabezota, lo rutilante y abundoso de sumelenaza, imponía una especie de respeto, alcual se unía atracción misteriosa. Sus actitudesconservaban la gracia terrible y natural de lafiera que está en su propio ambiente, en el cáli-do desierto, y detrás de la majestuosa masa desu cuerpo se hubiese deseado ver extenderse elrojo rubí del celaje líbico. Su rugido infundíapavor, y sus ojos de venturina derretida, en que

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el sol de África parecía haberse quedado cauti-vo, tenían un encanto peculiar, amenazador yferoz. Drago había sido cogido no hacía seismeses en el Atlas. La única defensa del doma-dor con aquel felino era la temeridad, la sorpre-sa. En realidad, ni estaba habituado a la suges-tión y al olor del hombre ni a la obediencia dela varita. Acordábase de sus soledades, de quebajosus dientes habían crujido costillas de caballos,¡quién sabe si de jinetes moros!... El interés dela labor de Praga estaba en eso: en que cadanoche sostenía un duelo a muerte. Y así se podía explicar la palidez constante deRosa, sus ojos dilatados de susto, su mano contanta frecuencia llevada al corazón, como si nopudiese contener su latido, y hasta aquella es-pecie de éxtasis con que seguía los incidentesde la lucha. Marco entraba en la jaula de pron-to, y a los rugidos del rey de los animales con-testaba con gritos estridentes de mando, dereto, de furor. El león le miraba y él arrostraba

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su mirada aterradora. Íbase acercando, ganan-do terreno, sin más armas que un latiguillo depuño de pedrería. Los rugidos se hacían menosroncos. El león bajaba la cabeza, como si nopudiese afrontar los ojos del hombre. Por últi-mo se tendía, siempre rugiendo sordamente, yPraga, un momento, alargando la bella pierna yel pie, calzado con reluciente bota de borlita, loapoyaba en los lomos del vencido, y en rápidavuelta, antes que su enemigo se rehiciese, salíade la jaula, sonriendo, alzando el látigo, en-viando besos a la multitud que aplaudía...

Dos noches antes de la última, pudieron notaralgunos espectadores que Drago estaba de muymal talante. Revolvíase inquieto en la estrechaprisión, y sus rugidos estremecían por lo hon-dos y roncos. Cuando el domador franqueó lapuerta de la reja, la fiera, sin darle tiempo anada, se lanzó contra él de un brinco feroz.Otras veces lo había hecho; pero al punto retro-cedía, dominado, como a pesar suyo.

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Algo distinto debía suceder aquella noche,porque Praga vaciló y se puso blanco. No tenía,sin embargo, más defensa que la valentía abso-luta, y, vibrando el latiguillo, avanzó resuelto.Pero la fiera se había dado cuenta de aquel des-fallecimiento momentáneo... Un rugido tremebundo envió al rostro deldomador el hálito bravío del felino. Sin intimi-darse, Praga descargó el látigo, silbante, en lasorejas del animal. Más que el imperceptibledolor, el ultraje enardeció a la fiera. Como unamasa cayó sobre su enemigo; sus garras hicie-ron presa en un hombro, y sus dientes en elcostado. En el circo se alzó un grito de horror,formado de mil clamores. No había modo deintervenir. Drago, que había probado la sangre,la bebía con áspera lengua en el mismo cuellode su víctima... Y Rosa, la admiradora, de pie, transportada,electrizada, ya fuera de sí, sin atender a ningúnrespeto, aplaudía al vencedor. -¡Bravo, Drago! ¡Bravo! ¡Drago, Drago, así!...

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Por eso suele decir Tresmes: -Yo bien lo sabía. No era el domador, era elleón el que a la muchacha le parecía hermoso...Y acertaba; opino lo mismo que ella. Pero, ¡ca-ramba con las mujeres! ¡Ponerse a aplaudir, avitorear! Bueno fue que, como todo el mundochillaba, sólo nosotros oímos la atrocidad... Sino, la linchan. "La Ilustración Española y Americana", núm.47, 1911.

La tigresa

El joven príncipe indiano Yudistira, famoso yapor alentado y justo, alegría de sus súbditos yterror de los enemigos de Pandjala, tenía mo-mentos de tristeza honda, por recelar que su finestaba próximo y que moriría de muerte violen-ta. Un genio, en un sueño, se lo había pronosti-cado, y Yudistira, en medio de su existencia desemidiós -siempre victorioso y siempre adora-

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do de las mujeres y del pueblo, que veía en él auna encarnación de Brahma-, ocultaba en elpecho la roezón de la inquietud, y cada día, aldespertar, se preguntaba si aquél sería el pos-trero.

La mayor amargura era no saber por dóndevendría el peligro. Cuando se ignora lo que seteme, el temor se exalta. No por esto vaya acreerse que Yudistira fuese un cobarde misera-ble. Al contrario, hemos dicho que Yudistira eraun héroe. De él se referían cien rasgos de teme-ridad en batallas y cacerías; especialmente en ladel tigre -en los selvosos montes de Bengala-había realizado prodigios de temeridad y reci-bido heridas, de que guardaba señales en sucuerpo.

Pero así es el hombre: cuando se arroja al peli-gro, le sostiene la esperanza de desafiarlo victo-riosamente; y, en cambio, un agüero fatídico lerinde. No le importa exponerse a morir, ni aunmorir, si le acompaña la ilusión de la vida.

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En sus horas de meditación, el propio Yudisti-ra reconocía esta verdad, y se increpaba, y re-solvía lanzarse como antes a continuas y aven-turadas empresas. ¿Qué conseguía con retirar-se, con vegetar encerrado en su palacio? El des-tino, cuando nos busca, sabe encontrarnosdondequiera que nos ocultemos. No obstante,el príncipe continuaba bajo la protección de suguardia, al amparo de su alcázar inexpugnable,donde sólo penetraban personas de cuya ad-hesión estaba seguro.

Abrumado, no obstante, por fatídico presen-timiento, resolvió llamar a un penitente quetenía fama de leer en el porvenir como en abier-to libro. El asceta contestó que, si el príncipedeseaba consultarle, tendría que venir a su reti-ro, del cual había hecho voto de no salir nunca.Aunque quisiese, no podría moverse de aquelsagrado lugar, pues para librarse de tentacio-nes, para no seguir a las apsaras, ninfas bellísi-mas que venían a hacerle momos, se habíaamarrado con cadenas al suelo, y ya las cade-

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nas, cubiertas por una costra petrificada, nopodían ser rotas. Decidióse entonces Yudistira a emprender lafatigosa jornada hasta la montaña, en cuya cimase alza un templo consagrado a la misteriosaTrimurti. Llevó fuerte escolta, adoptando cuan-tas precauciones se le ocurrieron para ir res-guardado y seguro. Al llegar a la soledad, donde el asceta leaguardaba, Yudistira alejó su séquito, postrán-dose ante el hombre santo. Éste se hallaba sen-tado al pie de una roca, de la cual manaba unhilo de agua, formando remanso, donde losgrandes lotos blancos y azules bañaban sushojas gruesas, alentejadas, de un verde limpio yterso, como jade bruñido. En medio de unavegetación tan lozana, el penitente parecíahecho de raigambre tortuosa y desecada por elsol. Yudistira, previas las fórmulas de venera-ción y respeto, expresó el objeto de su venida. Con hueca voz, que parecía salir de un tubode barro, respondió el asceta:

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-Lo primero que debo decirte, ¡oh príncipe!, esque has hecho mal en venir a verme. En gene-ral, es dañosa la acción, y el hombre sólo aciertacuando se está quieto y espera sin interés el finde su existencia, la cual no es sino apariencia,sombra vana. Pero todavía debe el hombre pre-caverse doblemente contra la acción, si pesasobre él un augurio, una amenaza del destino.Entonces no debe ni respirar, pues cuanto hagaservirá únicamente para apresurar lo que estédecretado. Yudistira bajó la cabeza. Un escalofrío corriópor el árbol de su vida, por la médula de sushuesos. -Quisiera, al menos -murmuró débilmente-,que tu ciencia rasgase el velo del peligro queme amarga. Se me figura que, conociéndolo, sintemor alguno lo arrostraré. Lo que hace sufrires lo ignorado. Dame luz, y acepto cuanto ven-ga. El asceta calló un momento. Sus ojos, de unafijeza extática, buscaron a lo lejos la revelación.

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Una chispa brilló en ellos, como estrella quecayese en un pozo. -Príncipe -dijo al fin-, el peligro que te amena-za consiste en que una hembra se acuerda sincesar de ti; no te olvida un minuto. ¡Ay delhombre cuando la hembra lo recuerda, sea conamor o con aborrecimiento, que viene a ser lomismo! -¿Una hembra? -preguntó, sorprendido, Yu-distira-. A ninguna he amado profundamente,y, por lo mismo, no creo haber hecho daño aninguna. -Haz memoria -advirtió el penitente- de queuna te clavó en el brazo su zarpa y sus dientesen el hombro, mientras su ruda lengua bebía tusangre con delicia... -¡Ah! -respondió el príncipe-. ¿Hablabas de latigresa que me hirió en una cacería, dos añoshace? Mis gentes la mataron. -No; no la mataron, príncipe. La dejaron me-dio muerta: no atendieron más que a curarte ati. Tú no ignoras que cuando el tigre llega a

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probar la carne del hombre, desdeña ya y miracon repugnancia cualquier otro alimento; pero -todos nuestros montañeses lo dicen- cuando esuna tigresa la que gusta el manjar, no sólo loprefiere a todo, sino que años enteros va tras elrastro de la misma persona a quien hincó eldiente, apasionada, con terrible violencia de susangre. El olfato sutil de la fiera no se engaña.Ya has oído, Yudistira, por dónde viene el hadopara ti... El príncipe dejó caer entre las manos la cabe-za, y doliente suspiro salió de su pecho. Gemíapor su juventud, sentenciada inexorablemente. -¿No habrá ningún medio de evitarlo? -preguntó afanoso. -Hay uno. Deja tu reino, deja tu gloria, quéda-te aquí conmigo, haciendo la misma penitencia.Sólo así consentiré en desquiciar el cielo, quefuerzo con mi voluntad y mi virtud, para sal-varte. Si lo hiciese para dejarte donde estuvistehasta ahora en tu palacio, en tu orgullo, en tupoder, te esperaría algo peor de lo que te espe-

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ra. Acabarías por ser esclavo de otras hembras,de otras tigresas más feroces -de tus pasiones-,que están próximas a desencadenarse. Hastahoy te han llamado el Justo. Se acerca la hora enque te llamarían el Tirano. Tú no comprendesque esto pueda suceder; yo sé de cierto quesucedería, porque te mordería la fiera de la so-berbia y llegarías a no tener de hombre más quela forma. Yudistira, agradece a la diosa Kali quete transporte a diferente existencia. Levanta elcorazón, siéntate al borde de esta fuente y no temuevas hasta que los pájaros hagan nido en tucabellera perfumada.

El príncipe iba a seguir el consejo del asceta,iba a convertirse en penitente humilde; pero vioque una mosca repugnante se le metía en losojos al solitario, y que éste, superior a las apa-riencias y a las formas, no la espantaba... Notuvo valor de adoptar semejante género de vi-da: sin abluciones, sin túnicas blancas que re-mudar, sin bebidas frescas para las horas enque el sol asciende... Levantóse, llamó a su gen-

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te, y a fin de que no les sorprendiese la noche,emprendieron el viaje de regreso. Al pasar por un bosque muy enmarañado, unmomento se dispersó la escolta. El príncipe,aterrado, gritó para reunirla, ordenando que nocesasen de cubrir su cuerpo... Era tarde. De unseto intrincadísimo acababa de saltar una tigre-sa vigorosa, con brinco elástico y firme, y Yu-distira sentía y reconocía los dientes blancos yagudos, que esta vez no habían hecho presa enel hombro, sino en el cuello, en cuyas venas lalengua ardiente absorbía la sangre cálida y roja. "La Ilustración Española y Americana", núm.43, 1909.

Durante el entreacto

El silencio de la alcoba -silencio casi religioso-se rompió con el sonar leve de unos pasos táci-tos y recatados, que amortiguaban la alfombraespesa. El bulto de un hombre se interpuso ante

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la luz de la lamparilla, encerrada en globo debohemio cristal. La mujer que velaba el sueñodel niño, dormidito entre los encajes de su cu-na, se irguió y, anhelante de ansiedad, mirófijamente al que entraba así, con precaucionesde malhechor. -¿Traes eso? -¡Chis! Aquí viene. -¿Se han fijado? -Nadie. El portero, medio dormido estaba. Elcriado abrió sin mirar. Le dije que venía a ver ala parienta... -Como de costumbre. ¡Digo yo que no habránextrañao...! -Que no, mujer. Ni ¿cómo iban ellos a pensar-se...? -No se les ocurrirá, me parece... -¡Ea! ¡No moler! ¿Qué se les va a ocurrir, im-bécila? Ni ¿quién lo averigua luego? De untiempo son y en la cara se asemejan: ¡casuali-dás!

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El hombre se desembozó. La mujer, envalen-tonada, hizo girar la llave de la luz eléctrica, yla lámpara, astro redondo formado por sartitasde facetado vidrio, alumbró la suntuosa estan-cia. Forradas de seda verde pálido las paredes;de laca blanca, con guirnaldas finas de oro, ellecho matrimonial; de marfil antiguo el Cristoque santificaba aquel nido de amor, y en cunatambién laqueada, con pabellón de batista yValenciennes, la criaturita fruto de una uniónventurosa... Los ojos del hombre registraroncon mirada zaina, artera, el encantador refugio,y se posaron en el chiquitín, que ni respiraba.

-Desnúdale ya -ordenó imperiosamente a lamujer.

Ella, al pronto, no obedeció. Temblaba un po-co y sentía que se le enfriaban las manos, a pe-sar de la suave temperatura de la habitación.

-Miguel -articuló por fin-, miá lo que hacesantes que no haiga remedio... Miá que esto esmu gordo, Miguel.

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El hombre había depositado sobre la meridia-na de brocado rameado, igual al que vestía lapared, un bulto informe. Era algo envuelto enraído y pingajoso mantón. -¿Ahora me sales con esas? -articuló, mascan-do un terno-. ¿No vale lo tratado? Entonces sehará otra cosa mejor, que nos aprovechará anosotros, aunque no le sirva de ná a nuestronene... La ocasión es que ni encargá. Solos es-tamos y ahí guardan los amos sus alhajas y defijo que monises... ¡Caya! ¡La órdiga! ¡Abierto selo han dejao y colgás las yaves! Un movimiento de feroz codicia impulsaba yaa Miguel hacia el mueblecito de boule moder-no, incrustado y recargado de bronces de artís-tica cinceladura; ya hacía descender la tapa,descubriendo el interior, lleno de cajoncitos,cuando la mujer le paró la acción. -¡Eso no!... ¡Maldita sea! Si tal barbaridá come-tes, ¡como soy Ginesa, que grito y llamo y nosperdemos pa toa la vía!... Malo será lo otro,pero es en bien de nuestro nenito... Esto sería

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robar, y yo no nací pa ladrona, ¿te enteras?Aunque estuviesen ay los tesoros de San Creso,seguros estaban por mí, ¿lo oyes? Miguel había retrocedido, lívido. -¡Caya, loca, no escandalices, que va a venirgente!... Y despacha, ¿entiendes?, y avívate, queson las once, y si a tus amos les da la manía devolver trempano... ¡Me caso en...! ¡Si se recuer-dan que han dejao puestas las yaves!... ¡Me...! -¡Quiera Dios y la Virgen la Paloma no sea hoycuando nos hundamos, Miguel!... Con manos inciertas, la mujer emprendió lalabor, asaz complicada. El marido permanecíaen acecho, temeroso de una sorpresa, que nosería, por otra parte fácil evitar... Ginesa des-empeñaba y desfajaba al niño de sus amos, quegruñía y lloriqueaba, despertado súbitamente.Ya desnudito, con todo su cuerpo de rosa en-cima de la nitidez de la sábana, le amamantópara calmarle. -¡Vivo, vivo, no tanto cuajo! -repetía, con terri-ble expresión de zozobra, la voz del hombre.

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Del lío abandonado sobre la meridiana salióun vagido confuso. Dentro del cobijo de traposhabía otra criatura. Ginesa, al oír aquella espe-cie de gemido dulce y tierno, como balar deovejilla desamparada, recobró valor, actividad,serenidad. Era la queja de su crío, a quien, ne-cesitada, hubo de dejar por un hijo ajeno. Yamante de la criatura como una leona madre,Ginesa le daría, no leche, sangre de las venasbrotando de heridas que doliesen mucho.

Y lo tenía entregado a manos indiferentes, sincuidados, criado a biberón sabe Dios cómo,encanijándose tal vez; y el chorro de dulzuraque surtía de sus senos era para un chiquillorico, que podía comprarlo.

Ella no robaría un céntimo jamás; pero, va-mos, que tampoco esto era justo. Y pensaba consalvaje gozo en que, desde aquel punto y hora,el chiquillo de sus entrañas sería quien bebieseel jugo de su vida, todo, sin tasa, a oleadas deamor...

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Emprendió la otra tarea: la de desnudar a surorro. Cada prenda que le quitaba, tibia delcalor del corpezuelo, se la ponía al hijo de losseñores. Embriagada ya en la temeraria acción,repetía mofándose:

-Toma..., toma... Toma ropa de pobres, a ver site gusta...

El niño, satisfecho con la mamadura reciente,entornando sus ojitos, se adormecía... Lo soltóGinesa sobre el mantón astroso, y vistió al otrocon las prendas delicadas, que marcaba unacoronita minúscula de marqués. La voz delmarido, ronca por un terror que iba graduán-dose, insistía:

-Pero, ¿acabas u no, mardita? ¡Qué güelvan ynos piyen en la faena!...

Terminó el trueque, Miguel se acercó y con-templó a su hijo, yacente en la elegante cuna. Sedilató su rostro de vanidad, de malignidad, depasión satisfecha. Y, bajándose, riendo, le colo-có un gran beso, a bulto.

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-¡Adiós, marqués! -murmuró, irónico-. Puéque argunos haya por el mundo como tú... -Por muchos años sea -exclamó Ginesa, vehe-mente. -¡Menuda vía se dará el tunantón! -añadió, aguisa de comentario, Miguel. Y recogiendo de la meridiana el bulto, cargócon él de nuevo, rezongando: -¡Tú, ala pa mi casa!... A ver si te paece mejorque esta. Ginesa, ya sin miedo ni escrúpulo alguno, leechó la capa sobre los hombros y le embozó enella, empujándole, a fin de que no se demoraseni un segundo más... Habían salido bien dellance; no lo enredase el diablo... Y sería el diablo o quien fuese, pero al puntomismo en que Miguel transponía el umbral,cara a cara se halló con el señor marqués enpersona. -¿Qué es esto? ¿Quién va? ¡Alto!... ¡Quieto!...¡A desembozarse!...

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Dos puños de hierro, de fuerte sportman, suje-taban, zarandeaban al presunto ladrón... -¡Ginesa! ¡Ama Ginesa! ¿Quién es este hom-bre? Y serena, sin perder la presencia de espíritu,Ginesa avanzó, se arrodilló, gimoteando: -Señor marqués... Perdón... No es nadie, señor;es mi marío... Señorito, no goverá a suceer...Quince días que no veía a mi nene, y me lo hatraío pa que le diese un beso... Muy mal hechofue; pero, señorito, una es madre... -¿No le habrá dado usted de mamar? Ya sabeque hemos convenido... -¡Ca! No, señor... Ya sé que eso es "otra cosa"...Pero una miradiya... -Estas no son horas -reprendió, severamente,el marqués- de venir ni de traer al chico... Sesolicita permiso, se viene por la tarde... -Así se hará, señor -respondió Miguel, queagasajaba al niño contra su pecho cariñosamen-te-. No tenga cuidao. Y, con su licencia, me lle-vo al pequeño, que la noche está muy fría.

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-Lléveselo cuanto antes... ¡Me gusta la ocu-rrencia! ¡Y ese portero! Ya me oirán... ¡Ea! An-dando... Cuando se alejó el marido del ama, apretandobajo la capa a la criatura, el marqués se volvióhacia Ginesa: -Dé usted gracias a Dios que he venido solo. Sime acompaña la señora, mañana busca otraama. Y tendría razón de sobra. Y es lo que me-recían ustedes. ¡Pues hombre! Ginesa se echó a llorar, con un dolor que nopodía ser más verdadero. ¡Ahora que tenía allíal nene suyo! ¡Irse! ¡No verle! ¡No criarle! -Bueno; no se apure, no se le ponga mala le-che; por esta vez, pase; que no se repita... Digausted... ¿Ha estado usted siempre aquí? -Sin moverme. ¿Lo ice el señorito por las ya-ves, que se quedaron puestas? Ya sabe queaunque hubiese ahí miyones... -Ya sé, Ginesa, que es usted fiel... Sus amosantiguos respondieron por usted...

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Y el marqués recogió el manojillo, reparandoel olvido que había motivado su vuelta impen-sada. Bajando las escaleras aprisa, saltó en elmismo coche que le había traído, para llegar alteatro Real, a tiempo de no perder el últimoacto del Crepúsculo, la entrada de los dioses enla Walhalla. "La Ilustración Española y Americana", núm.26, 1911.

La resucitada

Ardían los cuatro blandones soltando gotazasde cera. Un murciélago, descolgándose de labóveda, empezaba a describir torpes curvas enel aire. Una forma negruzca, breve, se deslizó alras de las losas y trepó con sombría cautela porun pliegue del paño mortuorio. En el mismoinstante abrió los ojos Dorotea de Guevara,yacente en el túmulo.

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Bien sabía que no estaba muerta; pero un velode plomo, un candado de bronce la impedíanver y hablar. Oía, eso sí, y percibía -como sepercibe entre sueños- lo que con ella hicieron allavarla y amortajarla. Escuchó los gemidos desu esposo, y sintió lágrimas de sus hijos en susmejillas blancas y yertas. Y ahora, en la soledadde la iglesia cerrada, recobraba el sentido, y lesobrecogía mayor espanto. No era pesadilla,sino realidad. Allí el féretro, allí los cirios..., yella misma envuelta en el blanco sudario, alpecho el escapulario de la Merced.

Incorporada ya, la alegría de existir se sobre-puso a todo. Vivía ¡Qué bueno es vivir, revivir,no caer en el pozo oscuro! En vez de ser bajadaal amanecer, en hombros de criados a la cripta,volvería a su dulce hogar, y oiría el clamoreoregocijado de los que la amaban y ahora la llo-raban sin consuelo. La idea deliciosa de la dichaque iba a llevar a la casa hizo latir su corazón,todavía debilitado por el síncope. Sacó las pier-nas del ataúd, brincó al suelo, y con la rapidez

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suprema de los momentos críticos combinó suplan. Llamar, pedir auxilio a tales horas seríainútil. Y de esperar el amanecer en la iglesiasolitaria, no era capaz; en la penumbra de lanave creía que asomaban caras fisgonas de es-pectros y sonaban dolientes quejumbres deánimas en pena... Tenía otro recurso: salir porla capilla del Cristo.

Era suya: pertenecía a su familia en patronato.Dorotea alumbraba perpetuamente, con ricalámpara de plata, a la santa imagen de NuestroSeñor de la Penitencia. Bajo la capilla se cobija-ba la cripta, enterramiento de los Guevara Be-navides. La alta reja se columbraba a la iz-quierda, afiligranada, tocada a trechos de ororojizo, rancio. Dorotea elevó desde su alma unadeprecación fervorosa al Cristo. ¡Señor! ¡Queencontrase puestas las llaves! Y las palpó: allícolgaban las tres, el manojo; la de la propia ver-ja, la de la cripta, a la cual se descendía por uncaracol dentro del muro, y la tercera llave, queabría la portezuela oculta entre las tallas del

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retablo y daba a estrecha calleja, donde erguíasu fachada infanzona el caserón de Guevara,flanqueado de torreones. Por la puerta excusa-da entraban los Guevara a oír misa en su capi-lla, sin cruzar la nave. Dorotea abrió, empujó...Estaba fuera de la iglesia, estaba libre.

Diez pasos hasta su morada... El palacio sealzaba silencioso, grave, como un enigma. Do-rotea cogió el aldabón trémula, cual si fueseuna mendiga que pide hospitalidad en unahora de desamparo. "¿Esta casa es mi casa, enefecto?", pensó, al secundar al aldabonazo fir-me... Al tercero, se oyó ruido dentro de la vi-vienda muda y solemne, envuelta en su reco-gimiento como en larga faldamenta de luto. Yresonó la voz de Pedralvar, el escudero, querefunfuñaba:

-¿Quién? ¿Quién llama a estas horas, que co-mido le vea yo de perros?

-Abre, Pedralvar, por tu vida... ¡Soy tu señora,soy doña Dorotea de Guevara!... ¡Abre presto!...

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-Váyase enhoramala el borracho... ¡Si salgo, afe que lo ensarto!... -Soy doña Dorotea... Abre... ¿No me conocesen el habla? Un reniego, enronquecido por el miedo, con-testó nuevamente. En vez de abrir, Pedralvarsubía la escalera otra vez. La resucitada pegódos aldabonazos más. La austera casa parecióreanimarse; el terror del escudero corrió al tra-vés de ella como un escalofrío por un espinazo.Insistía el aldabón, y en el portal se escucharontaconazos, corridas y cuchicheos. Rechinó, alfin, el claveteado portón entreabriendo sus doshojas, y un chillido agudo salió de la boca son-rosada de la doncella Lucigüela, que elevaba uncandelabro de plata con vela encendida, y lodejó caer de golpe; se había encarado con suseñora, la difunta, arrastrando la mortaja y mi-rándola de hito en hito... Pasado algún tiempo, recordaba Dorotea -yavestida de acuchillado terciopelo genovés,trenzada la crencha con perlas y sentada en un

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sillón de almohadones, al pie del ventanal-, quetambién Enrique de Guevara, su esposo, chillóal reconocerla; chilló y retrocedió. No era degozo el chillido, sino de espanto... De espanto,sí; la resucitada no lo podía dudar. Pues acasosus hijos, doña Clara, de once años; don Félixde nueve, ¿no habían llorado de puro sustocuando vieron a su madre que retornaba de lasepultura? Y con llanto más afligido, más con-gojoso que el derramado al punto en que se lallevaban... ¡Ella que creía ser recibida entre ex-clamaciones de intensa felicidad! Cierto quedías después se celebró una función solemní-sima en acción de gracias; cierto que se dio unfastuoso convite a los parientes y allegados;cierto, en suma, que los Guevaras hicieroncuanto cabe hacer para demostrar satisfacciónpor el singular e impensado suceso que les de-volvía a la esposa y a lamadre... Pero doña Dorotea, apoyado el codoen la repisa del ventanal y la mejilla en la mano,pensaba en otras cosas.

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Desde su vuelta al palacio, disimuladamente,todos la huían. Dijérase que el soplo frío de lahuesa, el hálito glacial de la cripta, flotaba alre-dedor de su cuerpo. Mientras comía, notabaque la mirada de los servidores, la de sus hijos,se desviaba oblicuamente de sus manos páli-das, y que cuando acercaba a sus labios secos lacopa del vino, los muchachos se estremecían.¿Acaso no les parecía natural que comiese ybebiese la gente del otro mundo? Y doña Doro-tea venía de ese país misterioso que los niñossospechan aunque no lo conozcan... Si las páli-das manos maternales intentaban jugar con losbucles rubios de don Félix, el chiquillo se des-viaba, descolorido él a su vez, con el gesto delque evita un contacto que le cuaja la sangre. Y ala hora medrosa del anochecer, cuando parecenoscilar las largas figuras de las tapicerías, siDorotea se cruzaba con doña Clara en el come-dor del patio, la criatura, despavorida, huía almodo con que se huye de una maldita apari-ción...

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Por su parte, el esposo -guardando a Doroteatanto respeto y reverencia que ponía maravilla-,no había vuelto a rodearle el fuerte brazo a lacintura... En vano la resucitada tocaba de arre-bol sus mejillas, mezclaba a sus trenzas cintas yaljófares y vertía sobre su corpiño pomitos deesencias de Oriente. Al trasluz del colorete setransparentaba la amarillez cérea; alrededor delrostro persistía la forma de la toca funeral, yentre los perfumes sobresalía el vaho húmedode los panteones. Hubo un momento en que laresucitada hizo a su esposo lícita caricia; queríasaber si sería rechazada. Don Enrique se dejóabrazar pasivamente; pero en sus ojos, negros ydilatados por el horror que a pesar suyo seasomaba a las ventanas del espíritu; en aquellosojos un tiempo galanes atrevidos y lujuriosos,leyó Dorotea una frase que zumbaba dentro desu cerebro, ya invadido por rachas de demen-cia.

-De donde tú has vuelto no se vuelve...

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Y tomó bien sus precauciones. El propósitodebía realizarse por tal manera, que nunca sesupiese nada; secreto eterno. Se procuró el ma-nojo de llaves de la capilla y mandó fabricarotras iguales a un mozo herrero que partía conel tercio a Flandes al día siguiente. Ya en poderde Dorotea las llaves de su sepulcro, salió unatarde sin ser vista, cubierta con un manto; seentró en la iglesia por la portezuela, se escondióen la capilla de Cristo, y al retirarse el sacristáncerrando el templo, Dorotea bajó lentamente ala cripta, alumbrándose con un cirio prendidoen la lámpara; abrió la mohosa puerta, cerrópor dentro, y se tendió, apagando antes el ciriocon el pie... "El Imparcial", 29 de junio de 1908.

El tesoro de los Lagidas

El esclavo nubiano, portador de la lámpara dearcilla, la colocó cuidadosamente sobre la estela

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de ónix, y el reflejo de la luz proyectó en lasparedes de la cámara sepulcral, decoradas conpinturas prolijas y jeroglíficos misteriosos, lasaltas sombras de la reina, del gran sacerdote ydel mismo fornido esclavo. Cleopatra, sobre la túnica de gasa violeta, lle-vaba una sola joya, el collar de escarabajos deturquesas y esmeraldas, célebre por su signifi-cación y su procedencia; perteneciente a Psamé-tico primero, robado por Tolomeo Lago, el fun-dador de la dinastía de los Lagidas, transmitidoa los sucesores de la corona, era como emblemade aquel poder de los reyes de Egipto, que sellamaría ilimitado si no lo contrastase la teocra-cia. Los soberanos de la dinastía griega, sin-tiéndose usurpadores, habían exagerado el cul-to de la tradición, y el collar, al cual se atribuíanvirtudes sobrenaturales, salía a relucir en losmomentos críticos, cuando se invocaba al Dioscreador y conservador de la tierra del buitre. Aparte del collar, otro escarabajo de cambian-te esmalte, sencillo y primoroso, ceñía con sus

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alas las sienes de la reina, oprimiendo los bu-cles negros que se escapaban como racimos deuvas maduras. El esclavo miraba con éxtasis.Una sonrisa silenciosa, de ventura, dilataba susgruesos labios y hacía brillar su dentadura ju-venil. Él sabía a punto fijo que no era cierto queCleopatra abriese sus brazos únicamente algeneral romano que había perdido la batalla deAccio. Aquella sonrisa, a la vez de adoración yde insulto, hizo fruncir el entrecejo a Cleopatra.Extendió el dedo y señaló a una puerta baja,maciza, oscura. -Apoya los hombros, Elao -ordenó-. Aprietacon fuerza hasta que la puerta gire. El esclavo obedeció y cuando la puerta girósobre sus goznes de bronce, las espaldas negraseran rojas. Gotas de sangre del esclavo teñían lasuperficie del metal. -Enciende las lámparas. Entrando en el recinto que cerraba la puerta,Elao prendió con la lámpara que había traídolas mechas de otras preparadas ya, y la reina y

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el sacerdote penetraron también en la primeracámara del tesoro. Detuviéronse en el umbral acontemplar tanta magnificencia, mientras elesclavo iluminaba el segundo recinto. El gransacerdote, que no conocía el tesoro sino por laleyenda secular, alzó las manos en forma decopa y exhaló un grito de admiración. Lo demenos eran las barras de oro apiladas en el sue-lo.

Desde hacía trescientos años, los reyes Lagidasreunían, ocultándolas en las profundidades delsepulcro que los aguardaba, las joyas más rarasy de más exquisita labor. Preseas que pertene-cieron a Alejandro; objetos salvados de los sa-queos de ciudades desaparecidas; collares ybrazaletes de princesas que dormían el sueñoeterno; vasos sagrados de cultos que ya nadiepracticaba; estatuas de oro de dioses de olvida-do nombre; perlas únicas, ofrecidas antaño adivinidades monstruosas; cetros regios, coronasafiligranadas, broches que cerraron mantosimperiales, se hacinaban en hornacinas abiertas

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en la pared y revestidas de telas y chapas dedorada madera, y se desbordaban en montonespor las esquinas y hasta colgaban del techo,dentro de espuertas finísimas de palma. La luz de las lámparas, incierta y parpadeante,hacía de pronto emerger de la sombra detallesde maravillosa ejecución, adornos perfectos,líneas de belleza que convidaban a arrodillarse,y Cleopatra, volviéndose al sacerdote, pronun-ció: -Aquí se guarda lo mejor del mundo. Los ro-manos, que han saqueado tantos reinos, nadaposeen comparable a este tesoro. Todos misascendientes, en su sangre griega, llevaban elamor al arte, y lejos de las miradas profanas,que no deben posarse en la suprema hermosu-ra, juntaron lo que no tiene precio, lo que ar-dientes momentos de inspiración fijan en lamateria y pacientes trabajos perpetúan. Venci-da, amenazada, casi prisionera ya, todavía lareina de Egipto es dueña de algo que envidiaríaOctavio, y que además, Octavio necesita para

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pagar a sus tribuni militum, a quienes debecantidades, y a las legiones de Antonio, queacaban de sometérsele. ¿No crees que, por estetesoro, Octavio me devolvería libremente micorona?

El sacerdote reflexionaba, atusándose la barbaondulada en canalones simétricos. Sus ojos ova-les, negrísimos, expresaban la incertidumbre yla inquietud. El poder sacerdotal había decaídomucho bajo los Lagidas, reyes impuestos por laconquista alejandrina, y ahora, ante la arrolla-dora fuerza de los romanos y el imperioso ycaprichoso manto de Cleopatra, era apenas unasombra y un recuerdo.

-¿Sabe alguien dónde ocultas tu tesoro, reina?-preguntó, al fin, gravemente.

-Tú y yo no más.

Los ojos de forma de almendra, de oblicuamirada, designaron al esclavo, inmóvil comouna estatua de basalto negro.

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-No hablará; es una tumba -murmuró Cleopa-tra, envolviendo en su fulgurante ojeada al nu-biano. -Entonces, reina, Octavio aceptará tus condi-ciones o... -O muerta yo, y en caso necesario, tú harásdesaparecer el tesoro de los Lagidas. Que no seapodere de él Octavio, ¿entiendes? Que no lle-gue a ponerle encima la mano. Destruye, entie-rra, arroja a lo más hondo del mar... Todo me-nos entregárselo al romano vencedor. -Se hará así... No nos queda otra esperanza. -Aún queda otra... Ven. La reina pasó al segundo recinto. Era una cá-mara más chica, circular, acribillada de horna-cinas también, en las cuales objetos de formasextrañas, heteróclitas, se apiñaban confusamen-te. -Son amuletos, talismanes, fetiches, mandrá-goras, piedras del cielo, bezoares, uñas de lagran bestia, redomas de encantamientos y fil-tros... Han sido traídos de todos los países, re-

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cogidos sobre cadáveres, en santuarios quema-dos, en guaridas nocturnas de hechiceras deTesalia; han sido arrancados, robados, compra-dos a peso de oro... Puesto que los dioses delEgipto nos abandonan, ¿no habrá ahí un Dios oun genio que nos salve? ¡Considera la cantidadde poder sobrenatural que encierran tantascosas prodigiosas! El sacerdote respondió, meneando la cabeza: -Nuestros dioses nos castigan, reina, por haberpactado alianza con el extranjero, por la profa-nación de unirte a un general romano y hacerlemonarca de Egipto. Hemos merecido que nosabandonen, y nos abandonan. Contra su cólerano pueden nada esas piedras y esos líquidos,esas raíces y esos despojos, que reciben su po-der del universal creador, de Ptah el eterno. -Ptah el eterno no puede impedirme morir, yentre esos amuletos hay venenos tan rápidos ysutiles, que la muerte que producen debe lla-marse dulce sueño. Las joyas más preciadas deeste tesoro son los instrumentos de mi libertad.

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En ningún caso figuraré en el triunfo de misenemigos. El estremecimiento del esclavo hizo volverse ala reina. -Tú no quieres que yo muera, Elao...-articulócon aquella sonrisa que era un abismo de graciay coquetería, acercándose con movimiento feli-no, acariciador-. Tú, que eres un poco de arcilla,no quieres que perezca la hija de los Tolo-meos... ¿Prefieres que me humillen? ¿No sabesque la muerte es muy bella? No hay nada máshermoso que la muerte y el amor. Tranquilíza-te, Elao. Busca en esa pared el resalte de unacabeza de serpiente de metal y oprímela... Así... Elao apretó sin recelo. Un trozo de pavimentose hundió rápidamente, arrastrando consigo alesclavo. Remoto, sordo, mate, como el amorti-guado por el agua, se oyó el ruido de su caída.Ya ascendía otra vez el pavimento y se encajabaen su lugar, silenciosamente. -No hablará -dijo Cleopatra-. El secreto nospertenece a nosotros solos.

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No hizo el sacerdote observación alguna. Lavida de un esclavo no merecía el trabajo deabrir la boca. Y dejando encendidas las lámpa-ras, que de suyo se apagarían, abandonaronaquel lugar, escondido en las fundaciones deun sepulcro y construido con tal arte, que arra-sarían la ciudad entera sin dar con él.

El esclavo era joven, hercúleo, y nadaba comolos peces. Por milagro consiguió no ahogarse alcaer en un canal profundo, comunicado con labahía de Alejandría. Y fue él quien reveló aOctavio vencedor el secreto del inestimabletesoro de los Lagidas, que Octavio derritió en elhorno brutalmente, apremiado por la urgenciade acallar con dinero a sus legiones, abriéndosecamino al Imperio de Roma. Privada de susinstrumentos de libertad, Cleopatra tuvo quepedir un cesto de fruta, donde había una serpe-zuela cuya mordedura liberta también. "El Imparcial", 24 de junio de 1907.

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"Dura Lex"

Cada cuatro años, hacia el fin del otoño, vie-nen a la ciudad y se anuncian dando mil vuel-tas por sus calles los rusos traficantes en pieles,que buscan manera de colocar su mercancía, y,para conseguirlo, ejercitan la ingeniosidad insi-nuante de los mercaderes de Oriente. Cargadoscon diez o doce pieles de las malas -las ricas nolas enseñan sino cuando descubren un mar-chante serio-, aguardan a que desde un balcónse les haga una seña, y suben a vender a preciosmódicos el visón lustrado, el rizoso astracán yla nutria terciopelosa. Si se les ofrece una tazade café y una copa de anisado, no la despre-cian, y si se les interroga, cuentan mil cosas desus largos viajes, de los remotos y casi perdidospaíses donde existen esas alimañas cuya bella yabrigada vestidura constituye la base de sucomercio. Son pródigos en pintorescos detalles,y describen con realismo, tuteando a todo el

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mundo, pues en su patria se habla de tú al pa-drecito zar.

Por ellos supe interesantes pormenores de laexistencia de los pueblos que nos surten depieles finas, de ese armiño exquisito que parecetraído de la región de las hadas. Son los hom-bres quizá más antiguos de la tierra; apegadí-simos a sus ritos y costumbres, miserables hastalo increíble, alegres como niños y próximos adesaparecer como las especies animales queacosan.

-El armiño ha encarecido mucho en estos úl-timos tiempos -decía Igor, el más elocuente delos tres traficantes-, y es porque el animalito seacaba; pero tú deja pasar un siglo, y verás queuna piel de esquimal es más rara que la delarmiño, desde el mar de Baffin a las costas is-landesas. ¡Es una gente! -repetía Igor en tornoenfático-. ¡No se ha visto gente tan rara! Ysiempre que estuve allí trabajando, a las órde-nes del enviado de la Compañía que compra al

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por mayor toda piel, creí morir de asco de tantasuciedad. ¡Oh! ¡Los muy sucios! Reprimimos una sonrisa, porque los rusos, engeneral, no gozan fama de aseados, y para queun ruso se horripile de la suciedad de algo o dealguien, ¿cómo será y qué abismos de inmundi-cia encerrará la vida de los cazadores de pielesdel país del armiño inmaculado? ¿Y quién sabesi un holandés que estuviese presente -ellos quelavan las fachadas- sonreiría, a su vez, de nues-tro sonreír? -¡Es una gente! -repetía Igor, en cuya cara po-mulosa y barbuda se leía una repugnancia an-tigua, evocada de nuevo-. ¡Cualquiera se asom-bra de lo que comen! ¡No es comer; es como siun saco tuviese la boca abierta y en él echáse-mos todo, crudo, medio cocido, medio perdidoya..., o perdido enteramente, que yo lo he visto!¡Delante de mí hirieron a un reno y se comieronpedazos de su carne antes que expirase! ¡Y lue-go devoraron la papilla, a medio digerir, de lashierbas que el reno tenía en el estómago!

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-Si esa gente no come lo mismo que fieras, noresiste el clima -observé. Igor no apreció la excusa. Hacía gestos de des-agrado, muecas de horror, y acabó por referir-me un episodio que traslado, de su lenguajesemiespañol, falto de vocabulario y abundanteen exclamaciones y onomatopeyas, al hablacorriente. -No son hombres como nosotros, no... Aparen-tan mucho afecto a sus niños; nunca les riñen niles castigan; pero si abundan, los depositan enuna cuna de hielo, al borde del mar, y allí losdejan morir de frío... El respeto a los padres esexagerado; delante de ellos no alzan la voz: ¡yhe aquí lo que ocurrió a mi vista; lo que no pu-dimos impedir, y el jefe de la factoría me dijoque sucedía siempre y que anda escrito en loslibros de los sabios! En la ranchería de los Inuitos, donde adquiri-mos muchos lotes de pieles magníficas, conocía un viejo, llamado Konega, que dirigía las ven-tas, por ser el mejor cazador y pescador de la

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tribu. Esta especie de patriarca, venerado en latribu como si fuese adivino o mágico, ejercíaverdadero mando entre una gente que no tieneforma de gobierno alguna. El mejor trozo defoca era siempre para él, y no se le escatimabael aceite de ballena, que bebía a grandes tragos.

Un día, Konega cayó enfermo. Todos, y espe-cialmente sus nueras y sus hijos, se desvivíanpor cuidarle, con tal celo, que empecé a estimara los bárbaros por su ternura filial. Aunquenada sé de Medicina, con tanto viajar he tenidoque aprender algunos remedios, y les ofrecí doso tres drogas de que disponía. Poco despuéspregunté a los de la tribu que vinieron a la fac-toría a vender pieles y plumas de aves de mar,y supe que mis medicinas habían sentado bienal paciente.

-Lo sabemos, sin que quepa duda -me dijeron-, porque la piedra que Konega tiene debajo desu cabecera disminuye de peso, señal de que laenfermedad mengua también.

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Pasó algún tiempo sin noticias del viejo pes-cador. No me decidí a visitarle en su cabaña ocueva subterránea, construida con pieles defoca y costillares de ballena, porque, a la ver-dad, aquel ambiente y aquel olor eran paratumbar de espaldas, por recio que se tenga elestómago. Llegó, sin embargo, un momento enque nos acercamos a la ranchería a fin de con-tratar a alguno de los esquimales más robustosy diestros en la caza, que nos acompañasen consus trineos y sus perros en una expedición queproyectábamos, y entonces quise informarmedel estado de Konega. Sin indicios de aflicciónme respondieron que, ahora, la piedra pesabamás, indicio evidente de que el enfermo em-peoraba...

¡Y vuelta con la piedra! ¿Quién se pone a dis-cutir con esquimales? ¿Qué decirles a gentesque comen, a manera de confituras, el sebo y lavaselina y, cuyas mujeres os abrazan si les rega-láis una pastilla de jabón, que saborean, qui-

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tándole el papel de plata, lo mismo que si fueseun marron glacé?

Al desviarnos un poco de la ranchería, vi queacababan de construir una cabaña nueva, hechapor el sistema, usual en estos pueblos del círcu-lo polar, de emplear como materiales de cons-trucción grandes bloques de hielo. Estos sillarestransparentes son sólidos y duran mucho. Y lacabaña de hielo, al principio, es bonitísima. Untemplete de cristal. Al través de hielo pasa unaluz misteriosa, una claridad dulce, de infinitacalma; y si el sol, al ponerse hiere los muros, lesarranca reflejos de fuego y pedrería y juega conluces peregrinas, como si todo el edificio ardie-se. Algunos esquimales se ocupaban en amue-blar la nueva habitación con lujo: tendían cui-dadosamente en el suelo pieles de reno, de osoy de perro polar, mulliendo una cama; coloca-ban sobre un poyo de hierro una jarra de aguade nieve derretida, y una lámpara de las queellos usan, donde arde un puñado de musgoseco alimentado con aceite de ballena o de foca.

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¿Y qué imaginé yo? Como acababa de dejar enunaaldeíta, cerca de Moscú, a mi novia, y me acor-daba bastante de ella en aquellas soledades, creíque la cabaña era para unos desposados, y sentíenvidia, porque, aun en tierra de mujeres ta-tuadas y que llevan a sus hijos dentro de lasbotas, siempre es cosa buena el amor... Aquella noche nos convidaron en la rancheríaa un banquete. Rehusamos políticamente, por-que sabíamos que se trataba de devorar cuartosde perro marino y morsa, y de beber aceite con-gelado; ofrecimos dos o tres botellas de aguar-diente, y prometimos ir un momento, como elque dice, a los postres. Aun esto requería valor.Nos brindarían algún asqueroso regalo... Gran-de fue mi sorpresa al ver al anciano Konegapresidiendo el festín. Estaba tan demacradoque daba miedo, y no comía, mientras los de-más tenían la cara roja de indigestión; les salíapor los ojos la comilona. Al final le fue presen-tada a Konega -supremo obsequio- una pipa

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rellena de tabaco, y el patriarca la apuró convoluptuosidad lenta, tragándose el humo parano perder nada del goce... Su cara expresabaperfecta beatitud. Al otro día salimos a la expedición, en la cualhicimos una matanza regular de morsas y fo-cas, y regresamos a los dos días, exhaustos decansancio y habiéndosenos agotado los víveres.Para los esquimales había hartura, porque ellosdevoran la foca fresca y podrida con igual de-leite... Nosotros sentíamos necesidad, y la ca-baña de la factoría, un poco más decente quelas de ellos, nos pareció un paraíso. Mi primera salida fue para rondar la nuevaresidencia, por curiosidad de ver a los novios, aquienes suponía comiendo el pescado crudo dela boda. Un silencio absoluto reinaba alrededor.Dentro se oía un gemido estertoroso, y se veíaun bulto informe. Desvié el sillar de hielo quecerraba la puerta, y encontré al viejo Konega enel trance de morir. La lámpara estaba apagada,la cántara vacía. Me incliné para socorrerle; el

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moribundo abrió a medias los ojos y, sin articu-lar palabra, se volvió hacia la pared. Fue comosi me dijese: "Déjame irme en paz; mi hora hallegado..." En la factoría me enteraron luego de la cos-tumbre. Cuando se prolonga el padecimiento,el enfermo es abandonado dentro de una caba-ña, cuya puerta se cierra. Ni él protesta, ni titu-bea la familia. El cariño es una cosa y esto esotra... -¿Verdad que es un pueblo extraño? -añadióIgor, que aún parecía sentir la horripilación dela cabaña que creyó tálamo y era ataúd. -No es pueblo -respondí-. Es una plaza sitiadapor hambre... ¡Sobran las bocas inútiles...! "Blanco y Negro", núm. 991, 1910.

El peligro del rostro

El fundador de aquel Imperio turco, que tantodio que hacer antaño a venecianos y españoles,

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hasta que logramos contenerle definitivamenteen sus fronteras europeas, por medio de la fun-ción de Lepanto, fue uno de esos héroes que,dotados de valor sin límites, unía a él -sucede lomismo a casi todos los superhombres de ac-ción- prudencia y astucia dignas de un discípu-lo de Maquiavelo, que aún había de tardar ennacer algunos siglos cuando vivió Gazi-Osmán.

Gazi-Osmán no nació en las gradas del trono,y todavía andaba lejos de él al ocurrir la aven-tura que os refiero. Los cronistas orientales sehan complacido en atribuir al fundador delImperio otomano fabulosos orígenes, remon-tando su genealogía hasta el diluvio; pero estosólo prueba que en todas partes pasan las mis-mas cosas. No por eso se crea tampoco queOsmán hubiese nacido en las pajas: descendíade un general de la Horda, lo cual ya es honorí-fico. La sangre nómada que latía en las arteriasde Osmán, le prestó esa energía de instinto queconduce a acometer sin recelo las más increí-bles empresas. Mientras el padre de Osmán

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ejercía irrisorio poder feudal sobre un pedacillode tierra, el hijo meditaba en el Imperio magní-fico que extendería la palabra y la doctrina delProfeta por Europa y Asia, cogiendo a los pe-rros cristianos entre los brazos de la tenaza delIslam; los africanos por España y los turquesta-nos desde el canal del Bósforo hasta Transilva-nia, para avanzar deallí hasta donde fuese preciso. Como nadie podía saber lo que Gazi-Osmánpensaba, y le veían en la minúscula corte de supadre, entregado a las distracciones y al amor,al que era asaz inclinado, a fuer de magnánimo,llamábanle Osmanlick, que quiere decir Os-mancillo. Y ocurrió de súbito que, habiéndoleconferido el Soldán de Iconio, en el Asia Menor,el tambor y el estandarte, lo cual significabaentregarle el mando de un ejército, además delderecho a acuñar moneda y a que su nombre sepronunciase en las oraciones de las mezquitas,la gente, siempre desdeñosa, dio en decir quese había vuelto loco el Soldán al atribuir a Os-

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mancillo tan alto puesto. Fue preciso que Os-mancillo ganase algunas batallas contra griegosy tártaros para que la afectación de desdén sevolviese amarilla envidia y propósito secreto devenganza. Venganza, ¿de qué? Como todos los ambicio-sos de alto vuelo, Osmán no molestaba ni da-ñaba a persona que no le estorbase en el logrode sus designios. Era, al contrario, servicial yafable, y alardeaba de esa fidelidad a la palabraempeñada que distingue a los pueblos arabíes.Después súpose que Osmán creía necesario, alque ha de manejar hombres y razas, pasarsiempre por leal, a fin de poder valerse, en casoextremo y crítico, de la traición como arma de-cisiva. Por entonces, la mano de Gazi-Osmánhabía cumplido siempre lo que prometía suboca. Acaso lo que le valió a Osmán enemigos fueseel presentimiento de su altura... Y no faltaquien insinúe que anduvo de por medio el ros-tro de una mujer. Ello es que se convino en ten-

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der a Osmán una celada, convidándole a lasbodas del principal conspirador, Kalil, con lahermosísima Nilufer, celebrada y cantada porlos poetas. Envanecida de su hermosura, Nilu-fer no quería cubrir su faz con el velo que em-pezaba a ser ritual en las mujeres de los buenosmusulmanes; y así, las maravillas de su rostroeran conocidas y comentadas, y se hacíanapuestas sobre si vencían sus labios a las floresde los granados, y si sus ojos rasgados y ovalesbrillaban tanto o más que la luna, alumbrandoaquella tan bermeja boca, donde los dientesrebrillaban como las perlas que entretejían sustrenzas pesadas, luengas hasta besar el tacón desus curvas babuchas. Kalil, el mayor enemigode Osmán, joven, apuesto, señor de un princi-pado y un castillo, había logrado cautivar a lapresumida Nilufer, y

pensaba reunir en un mismo día dos emocio-nes: la posesión de la mujer amada y la muertedel enemigo, acaso del rival, que esto no loaclaran las historias. Convidó, pues, a Osmán, y

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este prometió asistir, y hasta dirigió a Kalil unruego, que denotaba la confianza más absoluta:que le permitiese transportar a su castillo elharén y los tesoros, a fin de prevenir algunasorpresa de los griegos durante su ausencia. YKalil se avino con júbilo, felicitándose de laimprevisión de Osmancillo, que así le entrega-ba, con su persona, lo más preciado: sus odalis-cas, sus riquezas.

El día señalado presentóse ante la fortaleza deKalil una dilatada comitiva regia. Al frente,rigiendo su caballo, cuyos jaeces desaparecíanbajo los bordados de plata, cabalgaba Osmán,vistiendo, con su habitual sencillez, caftán delarga manga perdida, colorado bonetillo querodeaba blanco turbante de haldas -la coronakorosánica- y, según conviene al que llega acasa de un amigo, ningún arma ni escolta fuer-te. Era Osmán diestro jinete, y a caballo disimu-laba el defecto de su configuración, los largosbrazos que descendían hasta más abajo de larodilla. La majestad de su actitud y la gravedad

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de su semblante barbudo y velloso infundíanrespeto. Kalil sintió un recelo indefinible. Iba aasesinar al huésped, maldad que pocos de suraza osarían cometer. Pero para retroceder eratarde. Los demás conjurados, en número dedoce, estaban ocultos en el castillo aguardandoel momento...

Detrás de Osmán, en prolongada fila, veníanlas jóvenes odaliscas, rigurosamente rebozadashasta los pies. Imposible adivinar nada de susfacciones, ni aun de sus formas: tanto cendal lasenvolvía. Sólo se oía el choque metálico de co-llares y ajorcas. Y como Nilufer, chanceramen-te, vibrando una mirada de sus ojos de gacela alcaudillo, le preguntase si no sería lícito admirarla beldad de las huríes, Osmán respondió connaturalidad que, mientras él viviese, nadie ve-ría la faz de mujer que fuese suya.

-¡Ah, felices las que pertenezcamos a Kalil! -exclamó con coquetería la novia.

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-Felices también los amigos de Kalil -declaróOsmán, sin recargar la ironía al pronunciar laambigua frase.

Y cruzaron la puerta de herradura del castillo,y detrás pasaron las mujeres veladas, y susguardianes, y los carros donde pesados cofresde cuero relevado encerraban los tesoros deOsmán. Pidió éste licencia para acomodar suharén lo primero, y se encerró con las mujeresen las habitaciones reservadas. Cayeron, enmenos de un minuto, los densos cendales ysutiles lanas envolvedoras, y aparecieron lasgallardas figuras y los viriles rostros de los cua-renta montañeses del Aral, que seguían a Os-mán en los combates y le defendían como lealesperros, formando una guardia a prueba. Susarmas eran lo que sonaba a metal. Recibieronuna consigna, y Osmán, con la sonrisa en loslabios y el puñal corvo oculto en el pecho, bajóa reunirse con Kalil. Conocía la conjura desdeque se fraguó; la suerte, prendada de los quehan de ejecutar cosas memorables, quiso que

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entre los conjurados hubiese uno que le previ-no... Dio principio el festín de bodas... Osmán, sa-bedor de que pronto se arrojarían sobre él,apretaba el puñal y prestaba oídos, mientras sucorazón tenía el latido involuntario de los mo-mentos supremos. Allá dentro, en lo más re-cóndito del castillo sin almenas, de redondascúpulas, creyó oír voces, ruido de lucha. Eransus montañeses que ataban y amordazaban alos conjurados. Embebecido Kalil con tener a sulado a Nilufer, que le decía mieles, nada notó,aunque extrañaba que no viniesen sus cómpli-ces. La hermosa del rostro descubierto se levan-tó y tendió a Osmán una copa, no de vino,prohibido a los creyentes, sino de licor de gra-nada, que embriagaba como el vino. Niluferconocía la conjura, y en el licor había mezcladoun narcótico para que Osmán no sufriese ni seresistiese. Con su luengo brazo izquierdo, Os-mán volcó la copa al rechazarla, y con el dere-cho sacó el puñal, mientras gritaba:

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-¡A mí!...

Los montañeses irrumpieron en la sala delfestín, pero ya Kalil estaba tendido a los piesdel Longibrazo, con la garganta abierta... Una hora después, Osmán cubría la faz deNilufer -después de estampar en ella el últimobeso-, con velo tupido, murmurando sin cólera,firmemente: -No lo alzarás nunca; y ninguna mujer tendrádescubierto el rostro donde mande Osmán... La hermosa hubo de obedecer a su vencedor,al que ya era su dueño. Se cuenta que lloró tan-to, que le dieron el nombre de Nilufer al ríoclaro, caudaloso, rodeado de nenúfares, quecruza la llanura de Brusa, de Este a Oeste.

Recompensa

Al pie del bosque consagrado a Apolo, allídonde una espesura de mirtos y adelfas en flor

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oculta el peñasco del cual mana un hilo trans-parente, se reunieron para lavar sus pies rese-cos por el polvo Demodeo y Evimio, que no seconocían, y habían venido por la mañana tem-prano, con ofrendas al numen. Demodeo era arquitecto y escultor. Muchos delos blancos palacios que se alzaban en Atenaseran obra suya, y se esperaba de él un monu-mento magnífico en que revelase la altura y elarranque vigoroso de su genio. Evimio era un opulento negociante estableci-do en Tiro, que expedía flotas enteras con car-gamentos de lana teñida, polvo de oro, plumasde avestruz y perlas, traficando sólo en esosgéneros de lujo en que es incalculable el benefi-cio. Contábase que en los subterráneos de suquinta guardaba tesoros suficientes para cos-tear una guerra con los persas, si el patriotismoa tanto le indujese. A pesar de su riqueza, Evimio había queridovenir al santuario de Apolo sin séquito, comoun navegante cualquiera, subiendo a pie la

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riente montaña, cuyos senderos estaban trilla-dos por el paso de los devotos; y cual los demásperegrinos, había dejado pendientes de unarama sus sandalias, y trepado descalzo hasta eledículo, donde, sobre un ara de mármol amari-llento ya, se alzaba la imagen del dios del arcode plata. Ahora, el millonario y el artista bañaban conigual fruición sus plantas incrustadas de arenas-a cuya piel se habían adherido hojas de mirto-en el hialino raudal y, respirando la fraganciade los ardientes laureles, arrancada por el sol,se comunicaban sus impresiones. Se conocíande nombre y fama, y se miraban, buscándoseen la faz la causa de la inspiración del uno y delfabuloso caudal del otro. Evimio, sentándose en la peña, dando tiempoa que se enjugasen sus pies húmedos, se quejódel peso de los negocios, mostrando fatiga; yDemodeo, inclinando la cabeza y recostándolaen la mano, se lamentó de las ansias incesantesde la profesión artística, de la lucha con los en-

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vidiosos rivales y los ignorantes censores, de lamezquindad de los atenienses, que sólo cons-truían edificios sin desarrollo para vivir medio-cremente, cuando la belleza reclama lo innece-sario, lo que se hace sólo por la belleza misma.Evimio, pensativo, aprobaba. También él habíanotado la cortedad de espíritu de los atenien-ses, en contraste con la asiática suntuosidad. Sise reuniesen ambas condiciones, el buen gustode la Hélade y la generosidad de los emperado-res persas, se podría realizar algo que fueseasombro del mundo. Y de repente, como ilumi-nado por la chispa de una idea, exclamó:

-Unamos nuestras fuerzas, ilustre Demodeo.Vamos a erigirle un templo a Helios, como nose haya visto ningún templo a ninguna deidad.Ese santuario en que acabamos de depositarnuestras ofrendas, es indigno del Gran Arque-ro. Edificado cuando no se conocían otras exi-gencias, en su angosto recinto apenas caben losque a diario vienen a rendir homenaje al her-mano de Latona. Yo costearé el templo; no te-

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mas hacerlo demasiado espléndido: quiero quesea admiración de las edades. A tu genio confíolo que nos ha de inmortalizar. Demodeo, transportado, abrazó al negociante,y convinieron en que al siguiente día el arqui-tecto diese principio a trazar los planos, y sinlevantar mano se emprendiese la fábrica. Antes de un año salían del suelo las primerashiladas del suntuoso edificio. Rápidamente,que es gran constructor el oro, creció la maravi-lla. La base de la construcción era el mármol,ese mármol puro y nítido como el arquetipo dela hermosura, trabajado profundamente por elpico y el cincel; un influjo oriental, sin embargo,se revelaba en ciertos detalles ostentosos deornamentación, en la cámara secreta que habíade albergar la estatua de Dios, y que incrusta-ban y engalanaban metales y piedras preciosas.Alrededor, el artista había desarrollado el sacrojardín, no menos esplendoroso de lo que iba aser el templo. Grutas, fuentes, cascadas, estan-ques, a los cuales tributaba agua un inmenso

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acueducto; bosquecillos, terrazas llenas de flo-res, reemplazaban a la selva antigua y ofrecíana los devotos el más deleitoso descanso. Elpueblo entero de Atenas venía en caravanas aver adelantar la obra de Demodeo. Se reconocíasu gloria; su talento no era discutido ya pornadie. Seempezaba a hablar de erigirle una estatua simuriese. De la munificencia de Evimio se hací-an lenguas todos. Por las tardes, cuando el ruido armonioso delpico se extinguía, y las cuadrillas de esclavospicapedreros se alejaban para descansar en suslechos duros, Demodeo y Evimio recorrían laobra, se sentaban a ver cómo el sol, el proto-creador Helios, entre una gloria inflamada,purpúrea, descendía a reclinarse en el seno deAnfitrite, derramando melancolía majestuosasobre las cosas y los lugares, y también en loscorazones. -A pesar de tanta grandeza -murmuraba elopulento-, se diría que Apolo no es feliz; hay

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tristeza en su manera de recogerse, tristeza ensu misma radiación triunfal. También nosotrosfrecuentemente estamos tristes, ahora quenuestro propósito se realiza y vamos a ver ter-minado el templo. ¿No te parece a ti ¡oh ilus-tre!, que Apolo nos estará agradecido? Ningúntemplo así le erigieron hasta el día. La fama deeste portento se ha extendido por el Asia, ygente de los más remotos climas se prepara avisitarlo y a respetar el oráculo del Dios, ahoraque tiene morada digna. -Apolo -respondió el arquitecto- nos estáagradecido seguramente, y no me sorprenderíaque se nos apareciese en su olímpica, augustaforma. A veces, en este bosquecillo de rosales,me ha parecido ver un vago nimbo de claridad,y escuchar unos pasos celestiales, ligeros. Quizámientras nos parece que se duerme sobre lasuperficie del Ponto, está aquí, detrás de noso-tros, y escucha los votos que formulamos. -En ese caso -dijo Evimio-, yo le pido, comorecompensa, un bien que sea el mayor, el ver-

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dadero, el soberano bien a que el hombre pue-de aspirar. Semejante bien, Demodeo, no será lariqueza, puesto que yo la poseo desde hacemuchos años, y no por eso dejo de sentir estainquietud, esta especie de interior desconsuelo,este vago terror a no sé qué desconocidos peli-gros, que me está poniendo el cabello cano y losojos mortecinos y como velados por el humo deuna hoguera.

-Semejante bien -asintió Demodeo- tampocoserá la gloria artística, puesto que yo estoy se-guro de haberla conquistado con la erección deun monumento que asombra a los presentes yque durará siglos y, sin embargo, lejos de ba-ñarme en las ondas de oro de la alegría, tengofiebre como si me hubiese dormido al borde deun pantano, y mi pensamiento, semejante amosca negra que revolotease alrededor delcuerpo de un guerrero muerto de sus heridas,revolotea siempre alrededor de las cosas trági-cas y amargas, embriagándose con su zumo. ElDios, cuya presencia siento, sabrá lo que a títu-

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lo de recompensa nos debe, y nos dará cumpli-do, colmado, ese bien que le pedimos. -Sea como dices -respondió Demodeo, estre-meciéndose, porque al desaparecer Apolo, sublanca hermana aparecía rasando las olas y unsoplo frío había acariciado los pétalos de lasrosas y la desnudez de las estatuas. Poco tiempo después, se dio el templo porterminado. La imagen del Numen sólo espera-ba el primer sacrificio que le sería ofrecido, alamanecer, por los dos fundadores. Evimio yDemodeo inmolarían, con sus propias manos,un blanco toro. Acostáronse rendidos de fatigaen la antecámara del santuario, y no tardaronen dormirse. La luna filtraba sus rayos al travésde la columnata del peristilo, y el simulacro deApolo, de oro puro, se erguía gallardo, alzandosu divina frente. Demodeo -el de mayor fanta-sía de los dos durmientes-, creyó ver, al travésde las paredes, que el Dios descendía de supedestal, y regulando su armonioso andar porlos sones de la lira que llevaba en la mano, se

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acercaba airoso, bello hasta la idealidad, al rin-cón en que dormían los fundadores del templo.Y con ansia invencible, con el impulso de todasu voluntad, clamó hacia la aparición: -¡La recompensa! El Dios inclinó la cabeza; sonrió con su sonrisade luz, que lo ilumina todo; dejó su lira, se des-ciñó el arco y la aljaba, y con la gracia de mo-vimientos que sólo él posee, envió de costadosdos flechas agudas, silenciosas, que pasaron elcorazón a los dos amigos. A la mañana siguiente, la turba de madruga-dores devotos, sacerdotes y sacrificadores, lospastores de la Hélade y los pescadores del gol-fo, vieron atónitos que Demodeo, el insignearquitecto, y Evimio, el opulentísimo negocian-te, estaban muertos, bien muertos. La expresiónde su cara era como la que da un sueño feliz. "El Imparcial", 25 de julio de 1908.

Dioses

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Cuidadosamente elegidos en el mercado, se-gún es ley cuando se trata de mercancía desti-nada al servicio del templo, los dos esclavoseran hermosos ejemplares de raza, y si él pare-cía gallarda estatua de barro cocido, modeladapor dedos viriles, ella tenía la gracia típica ycuriosa de un idolillo de oro. Los pliegues delhuépil apenas señalaban sus formas nacientes,virginales; los aros de cobre que rodeaban suantebrazo acusaban la finura de sus miembrosinfantiles. Entre él y ella no sumarían treinta ycinco años y, recién cautivos, el trabajo no habíaalterado la pureza de sus líneas ni comunicadoa sus rostros esa expresión sumisa, aborregada,que imprime el yugo. Al encontrarse reunidos en la casa donde lossoltaron -casa bien provista de ropas, vajillas yvíveres-, se miraron con sorpresa, reconociendoque eran de una misma casta, la de los belico-sos tecos, adoradores del Colibrí. Desde el pri-mer instante hubo, pues, entre los esclavos con-

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fianza, y se llamaron por sus nombres -él, Ta-yasal; ella, Ichel-. Sin preliminares se concertóla unión. Tayasal se declaraba marido y dueñode Ichel, "la de los pies veloces", y ella le servi-ría a la mesa y en todo. Dócilmente, Ichel pre-sentó a su esposo los puches de maíz, el zumodel maguey y el agua para purificarse las ma-nos, y a su turno comió después, con buen ape-tito juvenil.

De la suerte que les esperaba apenas hablaron,haciendo sólo breves alusiones sobreentendi-das. El quejarse hubiese sonado a cobardía. Noignoraban la costumbre del poderoso pueblodonde tenían la desgracia de sufrir esclavitud,y ni aun la censuraban, porque las de su patriaeran asaz parecidas, y el Colibrí, aún más san-guinario que los dioses del agua, en cuyas arasdebía ser sacrificada la joven pareja a la vueltade un mes. Aprovecharían a solaz, eso sí, losdías que restaban; harían vida descuidada ydeleitosa, de engordadero y amadero, y llegadala fecha, la sexta veintena, el 7 de junio, se des-

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pedirían del mundo bailando incansables hastaque la luna, subiendo por el cielo, señalase lahora de morir.

El día fatal ascenderían a divinidades. Ichel serevestiría con los atavíos de la diosa del agua;Tayasal, con los del dios. No cabía nada máshonorífico para esclavos que respetaban a lasdeidades, aun cuando no fuesen las que desdeniños adoraban con temblor fanático. Frecuen-temente hablaban de cómo pasarían la fiesta,mil veces oída describir. No se trataba de unasolemnidad guerrera, sino agrícola. Las aguasestarían entradas ya; las sementeras, crecidas ycon mazorcas. Los sacerdotes, a la aurora, iríana quebrar cañas de maíz y clavarlas en las en-crucijadas; las mujeres acudirían con ofrendas.Por la mañana también, una niña, vestida deazul, sería llevada, entre cánticos y música, alcentro del lago, en ligera canoa, y allí, con fisgade descabezar patos, la degollarían, arrojando alas ondas rosadas por su sangre el corpezuelo yla destroncada cabeza. En cada vivienda, los

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instrumentos de labranza, en trofeo, se veríanengalanados con ramaje y adornados. En ríos y

fuentes se bañaría la mocedad; en las plazasdanzarían los señores, llevando en la diestrauna caña, en la siniestra una cazuela de fríjolesy maíz cocido; la plebe, de puerta en puerta,mendigaría el mismo plato, la abundancia queel agua produce y asegura... Y mientras tanto,los dos esclavos, Ichel y Tayasal, diademadosde oro y perlas, encollarados de oro con pinjan-tes de esmeraldas, vestidos de túnicas y mantosdelicadísimos de plumas que reverberan comoesmalte, perfumados, embriagados por conti-nuas libaciones de zumo de maguey, danzaríanentre las aclamaciones delirantes de la multi-tud, sin notar que el sol caía y que la terribleluna, sedienta de sangre y dolor humano, ibaseñalando con su majestuoso curso el instantedel suplicio. Hasta el género de muerte les eranotorio: víctimas civiles, de paz, no les abriríanel pecho con la rajante hoja de obsidiana, parasacarles chorreando y palpitando el corazón; se

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limitarían a reclinarlos en un hoyo y cubrirlosde tierra

-la bendecida tierra que produce el maíz y queel agua fecunda. No pasaría más..., y habríansido dioses, tan dioses como los ídolos que enel escondido santuario oían preces y recibíanhumo de gomas exquisitas...

Sin embargo, según iba aproximándose el díade la apoteosis, Tayasal se entristecía; teníamomentos de profunda preocupación. Ichel,que cantaba jubilosa, mojando las mazorcaspara las frescas tortillas de la cena, solía acer-carse a él para preguntarle dulcemente:

-¿Qué tienes, esposo mío? ¿Sientes morir poruna nación que no es la nuestra? ¿Te da miedola fosa que ya cavan al pie del templo de Tlalocy que nos servirá de último lecho nupcial?

Él fruncía el ceño sin responder. Una noche -faltaban tres para la del sacrificio-, apretandocontra su pecho a Ichel, en medio del silencio yla oscuridad, balbució a su oído:

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-No quiero que mueras, ni por esta nación nipor ninguna. ¿Entiendes, Ichel? No quiero queechen pellones de tierra sobre tu boca olorosa.Mi alma se ha pegado a ti como la goma al ár-bol, y te desea como la caña desea la lluvia. Nomorirás. Escaparemos mañana mismo, antes deque la luna cruel asome su cara blanca. Conoz-co el camino; soy esforzado; no nos vigilan. Nosamanecerá en la sierra. Tus pies veloces vola-rán. ¿Has comprendido? ¿Por qué callas? Con-testa, contesta.

Ichel tardó en hacerlo. Por fin pronunció des-pacio:

-Y si nos escapamos, Tayasal, ¿qué ocasióntendremos nunca de ser dioses?

Él se quedó mudo. No se le había ocurridoque, en efecto, fugarse era perder la divinidad...

-Ichel -murmuró al cabo, apasionadamente-,¿no es mejor renunciar a ser dioses un momen-to; ser hombre y mujer y vivir así, así, unidoscomo ahora?

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-No, no es mejor -declaró ella-. ¿Sabes por quéno nos vigilan? Porque conocen que nadie re-nuncia de buen grado, neciamente, a ser dios.Si nos evadimos, si ganamos la libertad y unalarga existencia, no creas tampoco que estare-mos así siempre... Yo envejeceré; tú ganarás contu brazo otras esclavas mozas, hábiles en tejerlana y moler grano, y entonces maldeciré miánima. Un mes hemos sido esposos. Ahoraseamos dioses. Sólo hay en la vida una hora enque poder serlo; ¡esa hora es corta y no vuelvenunca! Duérmete, Tayasal, mi colibrí. No pien-ses en fugas... Duerme. Y Tayasal se durmió: la de los pies velocessonreía triunfante. Un orgullo delicioso agitabasu pecho de niña. Al alba del tercer día, cánticos y gritos desper-taron a los dos amantes, que se habían olvidadoen absoluto de la muerte. Sobre la linda escul-tura del cuerpo de Ichel, semejante a esbeltoidolillo de oro, y frotado de aromas y copal porlos sacerdotes, cayeron las galas y preseas de la

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diosa del agua. Para colgarle el bezote de cristalde roca hubo que perforar a Ichel el labio. Es-toica, no se quejó siquiera. Se sentía divina. A su alrededor, el místico vocerío de los fielescomenzaba. Todos ansiaban tocar sus ropas,coger una hoja de haz de cañas que empuña-ban, besar la huella de sus pies, robar uno desus cabellos peinados en pabellones, como loslleva la imagen de la Dispensadora del agua, laexcelsa Chalchi. La esclava creía caminar comoen sueños, y al son de pitos y clarinetes, de lassonajas de barro y las tamboras de piel, queacompañaban al areyto del agua vencedora, lavíctima, infatigable, danzaba, brincaba, girabaen un vértigo, moviendo los veloces pies, en-tornando los ojos extáticos, hasta el momentoen que un sacrificador la empujó, y cayó, allado de Tayasal, en la zanja profunda. Derra-maron sobre los dos cascadas de tierra, queapisonaron reciamente, y el pueblo siguió bai-lando encima hasta el amanecer. "El Imparcial", 13 de julio de 1908.

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Idilio

Desde la aldeíta de Saint-Didier la Sauve, elsoñador y dulce Armando se vino derecho aParís. Había estudiado para cura antes de queestallara la revolución, interrumpiendo de gol-pe su carrera y dejándole sin saber a qué dedi-carse. El hábito de la lectura y la timidez delcarácter, sus manos blancas y la delicadeza desus gustos, le alejaban del ejército y de la ar-diente y furiosa lucha social de aquel períodohistórico, lo mismo que de los oficios manualesy mecánicos. De buena gana sería preceptor,ayo de unos adolescentes nobles y elegante-mente vestidos de terciopelo y encajes... Peroahora esos adolescentes, con ropa de luto, llo-raban en el extranjero a sus familias degolladas,o ni a llorarlas se atrevían, porque no habíanpodido emigrar a un país donde no fuese peli-groso derramar llanto...

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Y el caso es que urgía decidirse a emprenderun camino, porque los padres de Armando,aldeanos menesterosos, no estaban dispuestos amantenerle a sus expensas, y el mozo, en suafinación, no acertaba ya a coger la azada ni aguiar el arado. Bocas inútiles no se comprendenentre los labriegos. El que come, que se lo gane.A París con su hatillo al hombro. Una vez allí,ya le acomodaría de escribiente, o de lo quesaltase, el ebanista Mauricio Duplay, nacido enaquel rincón y grande amigo del alcalde deSaint-Didier. En la aldehuela se contaba queMauricio Dupley, no contento con labrarse unafortuna por medio de su trabajo, actualmenteera poderoso; mandaba en la capital. ¿Cómo ypor qué mandaría? No le importaba eso a Ar-mando. Se sentía indiferente a la política, quetanto agitaba entonces los espíritus.

Los que leen la historia conceden tal vez ex-clusiva importancia a los hechos de mayor re-lieve; los que viven esa misma historia, se pre-ocupan más de lo pequeño y cotidiano, la sub-

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sistencia, el empleo de las horas del día. Cuan-do Armando llegó a París, se arrastraba de can-sancio y se moría de calor. Preguntando, sedirigió al domicilio de Duplay. Cruzó la puertacochera, entró en el vasto patio, cuyo fondoocupaban los talleres de ebanistería, y se detu-vo ante el edificio que sobre el patio avanzaba.Allí residía la familia, ocupando un piso bajo yun entresuelo. A derecha e izquierda del pabe-llón abríanse dos tiendecillas, una de restaura-dor, otra de joyero, y dos pacíficos viejos, unocalvo, el otro de nevado cabello, se dedicaban ala menuda y afiligranada labor de su oficio. Enel fondo del patio se divisaban un diminutojardín, cuyas matas de rosales, geranios y mos-quetas se metían por las ventanas del piso bajo.Una impresión de calma y bienestar se apoderóde Armando,

embargándole. Una mujer de edad madura leabrió la puerta, y al oír que preguntaba por eldueño de la casa, le guió a un salón. Armando

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no se atrevió a entrar; puso un dedo sobre loslabios y escuchó atentamente. La familia Duplay se encontraba reunida allí,y alguien leía en voz alta, con admirable ento-nación, versos magníficos. El joven estudiantehabía reconocido el texto: era el tierno pasaje dela despedida, en la Berenice, de Racine: Pour jamais! Ah seigneur! Songez vous, envous même, combien ce mot cruel est affreux quand onaime?

con todas las enamoradas y sentidas razonesque la princesa dice al emperador Tito. Un airedulce balanceaba las ramas de los rosales, to-davía en flor: su perfume entraba por la venta-na abierta. El hombre que leía representabaunos treinta y cinco años, y era mediano deestatura, de bien delineadas facciones, de frenteespaciosa, guarnecida de cabellos castaños, deprofundo mirar; pulcramente vestido de chupay casaca, con manguitos y corbata de fina mu-

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selina orlada de encaje. Al leer, sus ojos se fija-ban en una de las muchachas encantadoras que,agrupadas formando círculo alrededor de supadre, la esposa de Duplay, acababan de soltarla aguja de hacer tapicería, y con las pupilasnubladas de lágrimas escuchaban los divinosalejandrinos del poeta. Armando, permanecíaen el umbral, extasiado, sin respirar siquiera,por no hacer el menor ruido, esperando a queel lector terminase la escena con aquella invec-tiva tan propia de mujer apasionada: "¡Ingrato,si antes de morir portu culpa quiero buscar y dejar un vengadordetrás de mí, en tu corazón mismo he de encon-trarlo!" El llanto de las lindas niñas, al llegar a estepasaje, corrió ya suelto por las mejillas frescas,mezclado con la sonrisa de felicitación al quedeclamaba con tanta alma y tanta maestría.Sólo entonces se resolvió Armando a avanzar,arrebatado de entusiasmo poético: él tambiénllevaba en los párpados la humedad de las

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emociones bellas, ese efusivo enternecimientoque produce el arte.

Sin explicación alguna se acercó al lector y leelogió calurosamente, estrechándole la mano.Nadie mostró extrañeza al verle. Le señalaronun sillón de caoba tallada y rojo terciopelo deUtrecht, y al explicar que era el recomendadodel alcalde de Saint-Didier la Sauve, la mujer deDuplay le alargó la mano.

-Mi marido no está en casa en este momento,ni quizá vuelva hoy, pero conozco su manerade pensar. ¡Nos hallamos tan identificados! Sébien venido, ciudadano, estás entre amigos.Isabel, mi hija menor, te preparará una habita-ción arriba, y mientras no encuentres modo deganar tu pan, te sentarás a nuestra mesa. ¿No teparece, Maximiliano? -añadió la excelente seño-ra, volviéndose hacia el lector.

Este aprobó, inclinando la cabeza con un gestoserio y cortés, lleno de buena voluntad. Ar-mando sintió que el corazón se le dilataba de

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alegría. Un calor simpático, la hospitalidad, labondad, le salían al encuentro. -Gracias, señorita -murmuró dirigiéndose aIsabel, que, al salir para alojarle, le sonreía deuna manera afable y picaresca. Corrigiéndose alpunto, añadió: -Gracias, ciudadana... Los presentes rieron la rectificación. Otra delas muchachas encendió las bujías de los cande-labros; la estancia aparecía como en fiesta, sa-ludando al nuevo huésped. -¡A cenar! -ordenó luego el ama de casa. Se dirigieron al comedor. Armando, extenua-do por la caminata a pie y en diligencia, ham-briento con el hambre sana de los veintidósaños, encontró deliciosa la colación, sazonadapor la franqueza y sencillez de los comensales.La inflada tortilla, el pastel, las frutas, supiéron-le a gloria. Habló poco, pero discretamente, y ellector, sentado a la derecha de la esposa de Du-play, sostuvo la conversación interrogándolesobre arte y literatura.

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-Pronto -dijo con benignidad- te mostraré laspinturas de Gerard y de Prudhon. Verás cómoel pincel eclipsa a la naturaleza...

Acostóse Armando tan contento, tan embria-gado de ventura, que ni dormir conseguía.Aquella familia ideal, aquel interior afectuoso,cordial, artístico, en que se rendía culto a laamistad y a la belleza; aquellas criaturas genti-les que le acogían como hermano... Todo ellosobrepujaba a lo que pudo haber soñado nunca.

Cuando concilió el sueño, fue un dormir elsuyo a la vez ligero y febril, en que el cerebrorepasaba las escenas de la víspera, mejorándo-las aún. Se veía a sí mismo en un valle floridode rosas, cogiendo de la mano a Isabel, guiadopor ella y por el lector hacia un templete demármol, donde un ara revestida de hiedra sos-tenía a un cupido riente, que aproximaba dosantorchas para confundir su llama...

Un estrépito en la calle le despertó con sobre-salto. Era día claro. Saltó del lecho, abrió la ven-

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tana y se puso de bruces en ella. Le inmovilizóel horror. La faz de una cabeza cortada, lívida, que lle-vaban en el hierro de una pica, había venidocasi a tropezar con la cara de Armando. Negrasangre destilaba el cuello; algunas moscas revo-loteaban, porfiadas, alrededor del despojo. Y elgrupo, deteniéndose bajo la ventana, rompió envítores. -¡Viva Robespierre! ¡Viva Maximiliano, viva! Armando retrocedió, casi tan pálido como lafaz de la cabeza cortada... ¡Acababa de com-prender quién era el lector de Racine, el hom-bre sensible... el amigo, el inteligente comen-sal!... Tambaleándose, retrocedió y se dejó caer, me-dio desmayado, sobre la cama, caliente aún. Ala media hora, recobrando alguna fuerza, capazde pensar, recogió su hatillo pobre y salióhuyendo de aquella casa maldita. Fue suertepara él; de otra manera, le hubiesen descabeza-do también en Termidor.

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"El Imparcial", 8 de octubre de 1906.

Por otro

Mi profesora de francés era una viejecita conespejuelos de aro reluciente, "falla" de encajenegro decorado por lazos de cinta amaranto,bucles grises a lo reina Amelia y manos secas yfinas, prisioneras en mitones que ella mismacalcetaba. Sus ojos, de un azul desteñido por laedad, se encandilaban al recuerdo de la juven-tud, y sus labios rosa-muerto sonreían enigmá-ticos, al entreabrirse, sin soltar los secretos delayer. Su apellido, Ives de l'Escale, olía a buena no-bleza de provincia; sus ideas no desmentían elapellido; legitimista acérrima, usaba, pendientede una cadenita sutil, una medalla conmemora-tiva, la efigie del Delfín preso en el Temple, yque ella no creía muerto allí, sino evadido. Deeste misterio histórico, acerca del cual le hice

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mil preguntas, no quería decir nada: movía lacabeza; una compunción religiosa solemnizabasu semblante; un ligero carmín teñía sus meji-llas chupadas; pero lo único que pude arrancara su reserva fue un dicho propio para avivar lacuriosidad: -¡Ah! Eso, quien lo sabía bien era aquel quevivió por otro. Como transacción, pues yo la acosaba, se re-signó a explicarme de qué manera se puedevivir por otro. En cuanto al enigma del Delfín,tuve que resignarme a estudiarlo años después,en libros y revistas, cuando ya la anciana fran-cesa se convertía en ceniza dentro de su olvi-dada sepultura. -No le llamaremos sino Jacobo; omitamos suapellido -me había dicho exagerando la reserva,en ella característica-. Jacobo era el onceno delos catorce hijos de unos señores linajudos yescasos de dinero. Su tío y padrino ejercía enParís la profesión de maestro de baile, y erahombre de porte elegante y escogidas maneras.

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¡Qué tiempos aquellos tan hermosos! Hoy no seaprenden modales finos. Hoy las señoritas le-vantan el brazo más arriba de la cabeza y nosaben hacer una reverencia ni ante NuestroSeñor sacramentado... En suma, el padrino deJacobo contaba, entre sus alumnos, a todos losniños del arrabal de San Germán, al primerDelfín y a madame Royale. Jacobo era ágil, dis-tinguido y guapo. Su padrino le enseñó el bailey le presentó a la nobleza y a la corte. A los tre-ce años, Jacobo danzaba, una vez por semana,con la hija de cien reyes. Todos sabían que elnuevo profesor de baile era un caballero, aun-que pobre, muy emparentado y con auténticospergaminos. Caminaba hacia

una posición, cuando la suerte ajena que habíaempezado a encumbrarle, se torció y le cerró elporvenir. Su padrino murió repentinamente.

No sabiendo qué hacer de sí, y teniendo almade verdadero aristócrata, sentó plaza. En elejército del Rin, su valentía le hizo notorio. Se

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batía con la misma gracia con que bailaba elminué en las Tullerías. Después de la toma de Worms, el general Cus-tine le nombró su ayudante de órdenes, distin-ción no pequeña, dada la severidad de aquelhéroe, que no estimaba sino el valor tranquilo yfrío. Jacobo se sentía atraído hacia Custine;atraído singularmente, como por fuerza de sor-tilegio. No hubiese querido obedecer a otrocaudillo. Comprendía quizá, o lo sentía sincomprenderlo, que al destino del general estabaligado su destino propio. Poco tardó Custine, el héroe sereno, en hacer-se sospechoso a la Revolución triunfante. En-tonces, descollar y ser leal era jugarse la cabeza.A pretexto de un descuido en defender unaplaza, Custine fue enjuiciado y sentenciado amorir. Los mismos jueces, el mismo día, conde-naron al ayudante a igual pena. Cuando salíandel tribunal en carreta para volver a la prisión,antesala del patíbulo, Jacobo pensaba en susuerte, sometida a la de otro. Ningún delito

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podía imputársele: iba a ser guillotinado porayudante de Custine solamente. Una tristeza horrible le embargó ante el pen-samiento de su inútil y oscuro sacrificio. Era lahora del anochecer: plomizas nubes ensombre-cían el horizonte y las exhalaciones lo alumbra-ban un momento con lividez aterradora. Ungentío hirviente se agolpaba alrededor de lascarretas, que marchaban muy despacio. Habíamareas, y la multitud se apelotonaba, clamoro-sa. A media distancia de la prisión, un tropel se-paró a la primera carreta de la segunda, en lacual iba Jacobo entre dos guardias municipales.La primera siguió andando; alrededor de lasegunda se arremolinó denso núcleo de hom-bres. Hubo tumulto, se cruzaron injurias entrela escolta y el pueblo; dos enormes carros car-gados de heno se plantaron ante la carreta; elmás cercano volcó adrede. Jacobo comprendió. Al ver que, de sus guardias uno se bajaba paraayudar a poner orden, dio al que quedaba un

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puñetazo tremendo en los ojos. No llevaba lasmanos atadas; al fin era oficial del ejército delRin. Y acordándose de las danzas y los minue-tos, saltó con ligero pie y se coló entre la mu-chedumbre alborotada, que pugnaba y se em-pujaba medio a oscuras. Apenas se hubo aleja-do diez pasos de la carreta, una mano descono-cida cubrió sus hombros con un capote; otramano, de mujer, asió la suya, le arrastró, y unapuerta entreabierta le dio paso y se cerró tras él,sigilosa. La casa tenía dos puertas: a la mediahora, Jacobo se encontraba completamente asalvo. A la mañana siguiente, un frío mortalheló su sangre, que milagrosamente conservabaen las venas. Porque fue el caso que le trajeronun periódico y, leyéndolo, supo que al salvarlese había creído salvar al general, suponiendoque éste iba en la carreta segunda. El periódicolo repetía con feroz regocijo: el complot habíasido vano, y

la cabeza de Custine cortada al amanecer.

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Estuvo Jacobo como atontado varios meses, yademás gravemente enfermo. La mujer, cuyamano le había guiado al asilo, le cuidó afectuo-sa. Era la amada del general, y ella también letomaba "por otro" sin querer. Se estableció alpronto tierna amistad; después, algo más ínti-mo, que les horripilaba y les avergonzaba, co-mo una traición a la memoria del muerto. Elamor se tragó al escrúpulo y se casaron. Parecí-an el matrimonio más feliz. Sin embargo, a Ja-cobo no se le veía sonreír nunca. Un plieguetenaz arrugaba su frente; un abatimiento sincausa física doblegaba su gallardo cuerpo. Yo -afirmó la anciana profesora, como término de lahistoria extraña que me refería-, yo, a título deamiga de la mujer de Jacobo, entré mucho enaquella casa, recibí confidencias y recogí suspi-ros de almas cerradas ante todos, que conmigosolamente se atrevían a respirar. La esposa,deshecha en lágrimas, me decía:

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-¿No sabes la tema en que ha dado mi marido?Asegura que "es otro"; que a pesar de las apa-riencias, él nunca ha sido Jacobo de... -¡Cuidado! ¡Va usted a enterarme del apellido!-exclamé involuntariamente. -¡Ay! ¡Eso no! -y la profesora se detuvo, asus-tada de ser tan indiscreta-. ¡Eso no! Porquehablo de personas que existieron, y cuanto hereferido es verdad histórica. Jacobo murió de pasión de ánimo; su esposa lesiguió al sepulcro, minada por una languidezprofunda. Al cabo se le había pegado la maníade su marido, y sostenía que Jacobo era el pro-pio Custine. En la hora anterior a su agonía,encargó que se hiciese al héroe Custine suntuo-so mausoleo... y que allí la depositasen a ellatambién. Jacobo siempre fue "otro" ¡hasta anteel amor!... "El Imparcial", 9 de julio de 1906.

La madrina

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Al nacer el segundón -desmirriado, casi sinalientos- el padre le miró con rabia, pues soña-ba una serie de robustos varones, y al exclamarla madre -ilusa como todas-: "Hay que buscarlemadrina", el padre refunfuñó: -¡Madrina! ¡Madrina! La muerte será..., ¡por-que si éste pelecha! Con la idea de que no era vividero el crío, dejóel padre llegar el día del bautizo sin prevenirmujer que le tuviese en la pila. En casos talestrae buena suerte invitar a la primera que pasa.Así hicieron, cuando al anochecer de un día dediciembre se dirigían a la iglesia parroquial.Atravesada en el camino, que la escarcha endu-recía, vieron a una dama alta, flaca, velada,vestida de negro. La enlutada miraba fijamente,con singular interés, al recién, dormido y arre-bujado en bayetes y pieles. A la pregunta de siquería ser madrina, la dama respondió con unademán de aquiescencia. Despertóse en la igle-sia la criatura y rompió a llorar; pero apenas le

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tomó en brazos su futura madrina, la caritaamarillenta adquirió expresión de calma, y elniño se durmió, y dormido recibió en la chola elagua fría y en los labios la amarga sal. En las cocinas del castillo se murmuró larga-mente, al amor de la lumbre, de aquel bautizo yaquella madrina, que al salir de la iglesia habíadesaparecido cual por arte de encantamiento.Un cuchicheo medroso corría como un soplodel otro mundo, hacía estremecerse el huso enmanos de las mozas hilanderas, temblar la pa-pada en las dueñas bajo la toca y fruncirse lashirsutas cejas de los escuderos, que sentencia-ban: -No puede parar en bien caso que empieza enbrujería. El segundón, entre tanto, se desarrollaba tra-bajosamente. Enfermedades tan graves le asal-taron, que tuvo dos veces encargado el ataúd, ysiempre, al parecer iniciarse el estertor de laagonía, verificábase una especie de resurrec-ción: el niño se incorporaba, se pasaba la mano

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por los ojos, sonreía y con ansia infinita pedíade comer... -Siete vidas tiene como los gatos -decía ladueña Marimiño a Fernán el escudero-. ¡Em-brujado está, y no muere así le despeñen de latorre más alta! Este dicho se recordó con espanto pocos díasdespués. Jugando el segundón con el mayor enla plataforma de la torre, lucharon en chanza,se acercaron a la barbacana, y colándose poruna brecha, cayeron de aquella formidable al-tura. Del mayor, don Félix, se recogió una masasanguinolenta e informe. El otro, don Beltrán,detenido por un reborde de la cornisa y unasmatas que lo mullían algún tanto, pudo soste-nerse, agarrarse a la muralla y trepar hasta laplataforma otra vez. Con asombro supersticiosorefirió el lance Fernán, ocular testigo; y en lasveladas del invierno, los servidores evocaron latemerosa figura de la enlutada madrina. Sóloella podía haber dispuesto los sucesos del mo-do más favorable a su ahijado. Ya no ingresaría

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Beltrán en un monasterio; suyos eran casa yestados; de segundón pasaba a heredero uni-versal. Entonces se pensó en instruirle para las fatigasde la guerra. Endeble como seguía siendo, hubode ejercitarse en las armas. Salió pendenciero,amigo de gazaperas, retos, cuchilladas, y sudébil brazo hacía saltar la espada de la muñecade los mejores reñidores, y en las funcionesmilitares libraba sin un rasguño, a pesar dealardes de valor temerario. Mirábanle ya conaprensión los demás señores, con mezcla deveneración y terror el vulgo. Un suceso casualdio mayor pábulo a las hablillas. Andaba perdidamente enamorado don Bel-trán de doña Estrella de Guevara, viuda princi-pal cuanto hermosa, codiciada de todos. Ellaprefería a un Moncada, el duque de San Juan, ycon éste dispuso casarse. En vísperas de la bo-da, estando el duque solazándose a orillas delrío Jarama con su prometida y muchos amigos,salió un toro bravo, arremetióle y le paró tan

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mal, que al otro día era difunto. Llovía sobremojado. Se alzó imponente la voz de que dan-zaba brujería en los asuntos de don Beltrán, y elSanto Oficio hubo de resolver mezclarse en loque traía alborotada a la villa y corte, inspiran-do peregrinas fábulas. Como que se llegabahasta la afirmación de que el toro no era toro,sino un fantástico dragón que espiraba lumbre,y en el cuerpo del mísero duque las señalesparecían, no de cornadas, sino de garras can-dentes.

Honda marejada se produjo en el Santo Tri-bunal antes de prender a un noble señor. Ejer-cía las funciones de inquisidor general el obispode Oviedo y Plasencia, don Diego Sarmiento deValladares, caballero por los cuatro costados, ylos rigores inquisitoriales no recaían sino sobregentecilla, mercaderes y tratantes gallegos yportugueses, oscuros alumbrados y judaizantesrenegados y bígamos. Una buena traílla de es-tos mezquinos acababa de ser agarrotada,quemada viva, encarcelada perpetuamente,

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relajada en estatua, azotada por las calles y em-bargados los bienes que no tenían, con ocasióndel famoso auto de fe a que habían queridoasistir Carlos II y las dos reinas, enviando elmonarca el primer haz de fajina que alimentaseel fuego del brasero. Mas las poderosas familiasdel duque de San Juan y de doña Estrella deGuevara apretaron tanto, que al fin don Beltránfue preso y recluido en los calabozos, dondetodavía no habían acabado de evaporarse laslágrimas de las infelicespenitencias del auto. En las tinieblas de lamazmorra recordó confusamente palabras desu nodriza, insinuaciones de la dueña MariNuño, conversaciones reticentes de sus padres,auras de consejas y mentiras que oreaban suscabellos desde niño. Y con ahínco desesperado,exclamó: -¡Señora Muerte! ¡Madrina mía! ¡Acúdeme! Esparcióse por el encierro cárdena claridad, ydon Beltrán vio delante a una mujer extraña,medio moza y medio vieja, por un lado engala-

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nada; por otro, desnuda. Su cara se parecía a lade don Beltrán, como que era él mismo, "sumuerte propia". Y don Beltrán recordó el dichode cierto ilustre caballero del hábito de Santia-go: "La muerte no la conocéis, y sois vosotrosmismos vuestra muerte: tiene la cara de cadauno de vosotros, y todos sois muertes de voso-tros mismos".

-¿Qué se te ofrece, ahijado? -preguntó solícitaella.

-¡Salir de esta cárcel! -suplicó don Beltrán.

-No alcanza mi poder a eso. Te he servidobien; me he desviado de ti veinte veces, te hequitado de delante estorbos y te he mullido elcamino con tierra de cementerio. Pero mi ac-ción tiene límites, y el amor y el odio son másfuertes que yo. Habrá cárcel por muchos años:los deudos de tu rival han resuelto que te pu-dras en ella.

Mesándose el cabello, don Beltrán insistió conardor:

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-¿No hay ningún recurso, madrina? Por ahífuera hace sol, la gente se pasea, brillan los ojos,resuenan músicas festivas, requiebran los gala-nes, se cruzan estocadas... ¡Y yo aquí, sepultadoen una fosa, expuesto a que me saquen con co-raza y sambenito! Madrina, tú eres omnipoten-te, temida y respetada... ¡He sentido tantas ve-ces tu protección terrible! ¿No acertarás a sal-varme ahora? La madrina calló un momento, y luego articu-ló entre un susurro lento y prolongado como elde los árboles de inmensa copa: -Sé un remedio para darte libertad. ¿No loadivinas? Yo saco infaliblemente a los mortalesdel sitio en que penan, llevándolos conmigo. Sintió un sutil escalofrío don Beltrán y se tapólos ojos con las manos. Cuando las apartó sehalló solo: la madrina había desaparecido. Enmás de dos años no se atrevió el ahijado a invo-carla. Al contrario, a ratos la conjuraba paraque no se acercase: temía la tentación de asiraquella mano blanca, lisa, marmórea, y agarra-

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do a ella salir del cautiverio. No llamó a su ma-drina ni en el día en que, tendiéndole sobre elcaballete del potro, le dieron por tres veces eltrato de cuerda que hace crujir los huesos, esti-ra los tendones y lleva el dolor hasta las últimasreconditeces de los nervios. Quedó moribundoy le trasladaron a una celda con reja a la calle. Y una mañana, mirando por la reja, sucedióleque vio pasar a una mujer hermosísima, acom-pañada de una dueña grave y halduda y de ungalán bizarro: la propia doña Estrella de Gue-vara. Sus crespos cabellos teñidos de rubio ve-neciano hacían parecer más clara su tez y suslabios más bermejos; vestía de terciopelo verdecon pasamanos de oro, y en sus ojos negroscomo la endrina chispeaba una alegría de vivirinsolente y triunfadora. -¡Madrina! ¡Ven, acude! -gritó con fervor donBeltrán, incorporándose, a pesar del quebran-tamiento de sus huesos. Y apenas hubo llamado sinceramente a sumadrina, se cerraron los párpados del caballe-

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ro, se extinguió el hálito de su pecho, cayó so-bre la fementida cama, una mano glacial cogióla suya, y don Beltrán salió de la prisión, libre yfeliz. "El Imparcial", 1 de diciembre de 1902.

El pajarraco

Así como es misteriosa la vena en el juego, loes la vena en amor. Los seductores no reúneninfaliblemente dotes que expliquen su buenasombra. Siempre que dice la voz pública: "Esetiene con las mujeres partido loco", nos pregun-tamos: ¿Por qué? Y a menudo no damos con larespuesta. Todavía, en la villa y corte, la guapeza en lan-ces y la destreza en sports; lo escogido de laindumentaria y lo vistoso de la posición social;ese conjunto de circunstancias que rodean a losllamados por excelencia "elegantes", dan la cla-ve de ciertos triunfos. Mas no sucede así en los

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pueblos, donde los profesionales del galanteosuelen gastar corbatas de raso tramado y puñospostizos. Allí, sin embargo -lo mismo que aquí-existen individuos que en opinión general ejer-cen la fascinación, y padres y maridos los mirande reojo. Laurencio Deza, entre los veinticinco y lostreinta y tres de su edad, fue fascinador recono-cido en una ciudad donde faltarán grandes in-dustrias y actividades modernas, pero dondeabundan lindos ojos negros, verdes y azules,que desde las ventanas no cesan de mirar haciala solitaria calle, por si resuena en sus baldosasdesgastadas un paso ágil y firme, y por si unacabeza morena se alza como preguntando: ¿Soycostal de paja, niña? Laurencio ni era feo ni guapo. Tenía, eso sí,gancho, una mirada peculiar, un repertorio defrases variado, y a su alrededor flotaban, pres-tigiándole, las sombras melancólicas de algunasabandonadas inconsolables y de otras desde-ñadas caprichosamente. A la que rondaba, sa-

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bía alternarle azúcares con hieles, rabietas dedespecho con satisfacciones orgullosas, y poreste procedimiento la curtía, zurraba y ablan-daba a su gusto, dejándola flexible como piel defino guante. Jamás discutía principios de moral. Procedíacomo si no existiesen. Al oírle hablar con talsoltura y sencillez de enormidades, dijérase quesuprimía leyes, respetos humanos y toda vallaa sus antojos. Era elocuente en su charla, comolo son tantos españoles, y no carecía de donairepara poner en solfa a quien le placía. No ejerci-taba jamás este don contra las mujeres, sinocontra los hombres que, momentáneamente,podían estorbarle. No rehuía una cachetina,puesto que en aquella ciudad los lances dramá-ticos de honor eran casos rarísimos. Los cache-tes, cosa quizá más seria, los afrontaba Lauren-cio con ímpetu juvenil, y también los repartía,si se terciaba. Al punto de esta verdadera historia, andabaLaurencio, según murmuraban sus amigos,

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enredado en tres devaneos principales, sin con-tar los accesorios. Aunque practicase Laurencioesa discreción que el honor más elemental im-pone a los varones, en los pueblos pequeñostodo se sabe, y a falta de otros intereses y emo-ciones, la curiosidad vela. Sin que Laurencio seclarease, los socios del Casino estaban en ello.Tratábase de Cecilita, la hija de Mardura, el delalmacén al por mayor de paños, lienzos y coto-nías. De Obdulia Encina, mujer del librero de lacalle Vieja. Y para broche del ramillete, de laguapetona Rosa la Gallinera, casada con untratante en averío, Ulpiano Paredes, que empe-zó por despachar huevos y pollos y ahora lan-zábase con brío a establecer negocios más engrande.

Era lo notable del asunto que entre Mardura,Paredes y Encinas existía íntima amistad, y seveían diariamente en la trastienda del librero. Yla consabida vocecilla pública susurraba que lahija de Mardura ya había sido burlada, la mujerde Encina pertenecía quizá al pasado, y sólo

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Rosa no sufría aún la fascinación. Pero la sufri-ría, y pronto. No podía augurarse otra cosa deuna casquivana como ella. A la verdad, era irritante lo que sucedía conRosa. Aquello de presentarse hecha un brazode mar en el teatro, en el paseo y hasta en losbailes del Casino, a los cuales la directiva teníala debilidad de invitarla, poniendo la moda yhasta luciendo a veces joyas que no podían os-tentar las esposas de los contados aristócratasde la ciudad, daba base y razón suficiente a lascríticas. Todos recordaban, o afirmaban recor-dar, que no es lo mismo, a Rosa con refajo cortoy pañuelo de talle, y hasta, según algunos, "enpernetas". ¡Y ahora, con salida de "teatro" deflecos y trajes de seda azul celeste, guarnecidode encaje "crudo"! Lo más acerbo de la censura iba con el marido.¿En qué pensaba, al consentir a su mujer eselujo escandaloso? Lo "que sucedía" era natural... Y llegando a preguntar lo "que sucedía", es elcaso que nadie pudiera decirlo. Lo único posi-

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tivo, que la Gallinera se presentaba de un modoinadecuado a su categoría social. El runrún, sinembargo, iba en aumento. A pesar de la amistad que unía a su padre yesposo con Paredes, Cecilia Mardura y ObduliaEncina mordían a Rosa, soltando insinuacionesen los círculos de la devoción y de la clase me-dia comercial, con una inquina en que se mez-claban los rencores celosos y el despecho de laropa anticuada y modesta que vestían ambas,mientras la Gallinera, ayer, ayer mismo, habíaestrenado un sombrero de plumas..., y no degallina, sino de legítimo avestruz.

Tomó doble incremento el rumor con motivode una ausencia del marido de Rosa. Era Pare-des activísimo en negociar, y creíase que, mo-lestada su mujer por lo humilde, y prosaico dela esfera en que se desarrollaba su industria,deseaba salir de ella, e impulsaba a Paredesnada menos que hacía especulaciones en granescala, negocios bancarios. Hablábase de emi-

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sión de acciones, de capitales dedicados a unafabricación vasta, de papel y serrería. Era vozunánime de la envidia, que se despereza ru-giendo cuando alguien mejora de suerte, quepor mucho que ascendiera Ulpiano el Galline-ro, jamás llegaría a señor, ni perdería su fachaordinaria y tosca, sus manazas peludas, susorejas coloradas y su faz ruda, en que los dien-tes sin limpiar, verdosos, infundían repugnan-cia.

Reíanse los guasones de los esfuerzos quehacía su mujer en las solemnidades para embu-tirle el corpachón en una levita, y las garras enunos guantes que estallaban y se descosían pre-cipitados, y el pescuezo en un cuello alto que leahorcaba, hasta agolpar la sangre a su cabeza,cual si fuese a sufrir una apoplejía. No faltaba,sin embargo, quien defendiese a Paredes. Eramozo muy listo, ¡vaya si lo era! En pocos añoshabíase abierto un porvenir, y desde la esferasocial más humilde, llegaría a la más alta. AlGallinero le verían en coche, en casa de campo,

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con muchos miles de duros en juego, porquebajo la apariencia zopa, torpona, del tratante, seocultaba una resolución, una energía y una as-tucia de primer orden. Y estas apologías de Paredes las hacían, enespecial, Mardura y Encina. Del primero secreía que fuese socio en lo de la fábrica. -Pero ¡si es un bruto Paredes! -decíanle al li-brero con retintín. -No sé por qué ha de ser un bruto... Brutos ytontos, los que nunca pasamos de pobres. "Es bruto cuando no ve lo de su mujer...", iba acontestar el murmurador de Casino; pero, ad-vertido por un guiño expresivo de alguien, selimitó a decir, con diplomática reserva: -Porque puede que ande a oscuras en lo quemás le importe... -Nadie anda a oscuras... -murmuró Encina,fosco y bilioso, clavando la quijada en el pecho-. La gente sufre a veces por prudencia..., hastaque un día u otro...

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Sobre esta conversación hiciéronse infinitoscomentarios. En el aire parecía flotar el drama.Algo ruidoso se preparaba, sí. La hermosa Ga-llinera, sola en aquel caserón viejo y enorme, encuyo patio se recriaban las gallinas, y que teníavarias salidas y entradas: unas, al campo; otras,a callejas extraviadas y angostas, por donde nopasaba alma viviente... "Lo que es como a Rosase le antojase..., sabe Dios, sabe Dios...", repetí-an los fantaseadores con sonrisa picaresca.

Ocurría esto en mitad del invierno, con unatemperatura rigurosa, caso no muy frecuenteen aquella ciudad, donde, si llueve a cántaros,rara vez desciende demasiado el termómetro.Y, por obra del frío, las capas treparon a envol-ver los rostros, igualando las figuras de lostranseúntes. La capa, amplia y con embozos defelpa, subida hasta los ojos, que sepulta ensombra el ala del hongo blando, es como undisfraz protector de secretas aventuras. A Lau-rencio, que poseía otros abrigos, se le desarrollóen aquellos días desmedida afición a la capa;

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pero nadie hizo alto en ello, porque todos losmoradores de la ciudad salían igualmente re-bozados en los pliegues de sus pañosas.

Al par que sintió Laurencio decidida simpatíapor la capa, se dedicó más que nunca a vagarpor desviados y solitarios callejones. En suscorrerías, le extrañó algo observar que variasnoches, dos o tres bultos no menos embozadosparecían coincidir en su itinerario, y que, sidesaparecía a veces como por arte de magia,desvaneciéndose tras un soportal o en una rin-conada sombría, otra cruzaban a lo lejos, sinque pudiese adivinar ni su edad, ni su condi-ción social, pues la española capa, recatadorade rostros y talles, no es prenda exclusiva degente acomodada, y el pobre artesano en ella secobija. No obstante la impavidez del fascina-dor, los bultos habían llegado a inquietarle unpoquillo, más por instinto que razonablemente.Laurencio era, como todos los fascinadores, uninstintivo. Algo indefinible le escalofriaba.

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Sin embargo, al llegar cada anochecer, des-pués de mil revueltas, al pie de la ventana bajade Rosa la Gallinera, insistía en la súplica:"¿Cuándo se abriría, en vez de la ventana, lapuerta, la que caía al campo? ¿Cuándo, en vezde palabritas insulsas, podrían entrelazar pláti-cas íntimas y dulces? El tiempo corría, volaba, ycuando menos se pensase, sería imposible, porlo que no ignoraba Rosa..., porque regresaría elausente... Y ella reía, coqueteaba, se resistía...Estas resistencias, sin embargo, tienen términoprevisto; y una noche... ¡Oh noche, protectora de este y de tantos deli-tos, ya confitados en poesía, ya descarnadoscomo la realidad! Se dijo Laurencio, que empe-zaba a encontrar larga la espera, y, airosamenteembozado, dio la vuelta al caserón y acercóse,como quien conoce perfectamente la topografíade los lugares, a una portezuela que salía alagro, y lindaba con un caminejo, de tierra gene-ralmente fangosa, y ahora endurecida por laescarcha.

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La luna, embozada ella también en aborrega-dos nubarrones, alzó el velo, como fascinada asu vez, y dentro rechinó una llave y una voz demujer, sofocada por alguna emoción intensa,profirió: -Pase..., pase... Hizo Laurencio lo propio que la luna, y sedesembozó, para asir la ya ansiada presa... Enel espacio de un segundo pudo ver que estabaen el patio de la gallinería, cerca de un alpendreo cobertizo, lleno de masas confusas de pluma-je. Guardábase allí las plumas de las aves queUlpiano, agenciador en todo, vendía desplu-madas, sacando provecho del despojo, que lecompraban para colchones. No supo jamás de-cir Laurencio por qué se fijó en aquel detalle,mientras echaba al cuello de Rosa ambos bra-zos. No llegaron a ceñirlo: dos hombres losasieron y los sujetaron, mientras otro descarga-ba el primer golpe en mitad del rostro. Y a éste,que hizo fluir de las narices copia de sangre,siguieron dos o tres más; de puños como man-

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darrias, en la boca, en la sien, que le tendierondesvanecido. Rosa inmóvil, presenciaba la es-cena, sin demostrar sorpresa; su actitud era deespectadora, aunque, a la claridad lunar, pare-cía de pálido mármol su cara. El esposo se res-tregó las manos con queacababa de infligir la feroz corrección, y orde-nó: -A casa, ahora mismo. Retiróse Rosa, cabizbaja, volviendo, mal de sugrado, la vista atrás, y los tres hombres, los tresvengadores -el librero, el almacenista, el galli-nero-, procedieron a desnudar al desmayado.Cuando le hubieron dejado en cueros vivos,sólo con las botas, la frialdad del aire lo reani-mó. Miró a su alrededor, espantado, y quisoalzarse, defenderse. Una lluvia de puntapiés ymojicones, sobre las carnes sin ropa, sobre eltorso que el frío mordía, le aturdió de nuevo.Sus enemigos, riendo, trajeron del alpendre unaorza descacharrada, en cuyo fondo dormitabaespeso líquido. Con una brocha enorme, pinta-

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ron a grandes brochazos el cuerpo inerte, un-tándolo de miel mezclada con pez. Y hechoesto, tomaron al fascinador, uno por los pies ydos por los sobacos, y llevándole bajo el cober-tizo, le revolcaron en la pluma, hasta que loemplumaron todo, de alto abajo. Y como en losmovimientos de tal operación, segunda vezpareciese revivir, le empujaron hacia la puertay le lanzaron a lacalle en su extraño atavío, hecho una bola deplumaje, cerrando la puerta de la corraliza conllave y cerrojo. -Ahora -ordenó Paredes, natural director de laempresa-, vamos a tomarnos un café caliente yunas copas... ¡Hace un frío de mil diablos! Tambaleándose, Laurencio tardó en darse a lafuga breves momentos. Hasta pensó llamar,gritar... Al fin, corrió, sin más propósito que elde verse a cien leguas y refugiarse en una cama,donde se aliviasen sus magulladuras... Fluíasangre de sus labios rotos, con dos dientes per-didos... Como sabemos, lo único que no le

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habían quitado eran las botas, y volaba, loco deterror aún, hacia las calles céntricas, hacia suposada, próxima a la catedral. Y he aquí queoyó risas, exclamaciones; dos transeúntes sehabían fijado en su facha; un guardia le deteníaseveramente, amenazándole. Un grupo se re-unía; las carcajadas le abofetearon; acudía gentede las bocacalles; se abrió un balcón iluminado. -¡Vaya un pajarraco! -repetían-. ¡Buena gallinapara el puchero! ¡Mira: tiene alas! ¡Hu, hu, elpajarraco! Trémulo de frío, de vergüenza y de coraje,Laurencio imploraba: -¡Señores...! ¡Una capa para cubrirme...! ¡Soyinocente; no me lleven a la cárcel!... ¡Que medesemplumen! Salvado por el guardia de la rechifla y la agre-sión, al otro día del ridículo incidente, Lauren-cio estaba en la cama con fiebre; y en la camapermaneció un mes, dolorido, hecho un guiña-po. Antes de levantarse, solicitaba permuta dedestino, y su primera salida la hizo furtivamen-

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te, para abandonar la ciudad testigo de su de-rrota. Lo peor de su castigo fue que el mote de paja-rraco le siguió ya a todas partes. La noticia ibacon él, y el ridículo lo llevaba en su maleta, co-mo llevaba Byron el esplín. Aumentaba su ig-nominia el que se dijese que Rosa, de acuerdocon su marido, había preparado la emboscada ysugerido la burla. Laurencio tenía impulsos deembarcarse para América o suicidarse. Al cabo,halló otro refugio, otro género de muerte. ¡Pe-cho al agua! Se casó...

La leyenda de la torre

La expedición había sido fatigosa, a pie, porabruptas sendas y trochas de montañas; y des-pués de despachar el almuerzo fiambre, senta-dos en las musgosas piedras del recinto fortifi-cado, a la sombra de la desmantelada torre feu-dal, los expedicionarios experimentamos una

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laxitud beatífica, que se tradujo en sueños. Losúnicos menos amodorrados éramos el arqueó-logo y yo; él, porque le atraía y despabilaba laexploración minuciosa de aquellas piedras ve-nerables, yo, porque me encendía la imagina-ción y me producían otros sueños muy diferen-tes del fisiólogo. En vez de reclinarnos al fresco,a orillas de una espesura de laureles, nos meti-mos como pudimos en el torreón, trepamos porsus piedras desiguales y desquiciadas ya, hastala altura de una encantadora ventana con parte-luz, guarnecido de poyales para sentarse, ydesde la cual se dominaban el valle y las sierrasportuguesas, azul anfiteatro, límite de la ro-mántica perspectiva.

Conocía yo la leyenda de la torre de Diamon-de, tal cual la refieren las pastoras que lindansus vacas en los prados del contorno, y los vi-ñadores que cavan y vendimian las vides delantiguo condado; pero tuve la mala idea depreguntar al arqueólogo si leyenda semejanteestá en algún punto de acuerdo con la verosi-

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militud y la historia. Él meditó, se atusó la bar-ba grisácea, y he aquí lo que me dijo, despuésde arrugar el entrecejo y pasear la vista una vezmás por las derruidas paredes, cinco veces se-culares:

-Cuando nos representamos la vida de losseñores feudales de aquella época -del siglocatorce al quince, fecha en que se construyeronestos muros-, creemos cándidamente que en-tonces existían como ahora profundas diferen-cias entre el modo de vivir de los poderosos yel de los humildes, entre un tendero o un bol-sista de nuestros días y un paleto o un albañil,hay una zanja doblemente honda de la que se-paraba al poderoso señor de Diamonde delúltimo de sus siervos y colonos. Esta torre loproclamaba a gritos. ¿Qué comodidad, quéexistencia siquiera decorosa permitía su estre-cho recinto? Y para que los situemos en la rea-lidad (la realidad de aquellas épocas que sólovemos al través de la poesía), es preciso conve-nir en que el género de vida que en Diamonde

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se llevaba, y no pasiones vehementísimas, queno abundaban entonces ni ahora abundan, fueel verdadero origen del drama que dio base a laleyenda. Con afirmar esto, destruiré muchosromanticismos; pero si pudiésemos hoyreconstruir la existencia de entonces, con do-cumentos y observaciones auténticas, veríaseque el hombre y la mujer han sido igualessiempre... La esposa de Payo de Diamonde, la alegreMafalda, dama portuguesa de las márgenes delMiño, se consumía de tedio entre estas cuatroparedes. Vestida de la grosera lana que hilabany urdían sus siervas; alimentada con pan demaíz, leche y carne asada; reducida, por todadistracción, a escuchar los cuentos de dos o tresviejas sabidoras que concurrían a las veladas dela cocina señorial; con el marido casi siempreausente, divertido en la caza o en escaramuzasfronterizas, y cansado y rendido de fatiga alvolver, la portuguesita, amiga de jarana y fies-ta, iba perdiendo los colores de su tez trigueña

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y el brillo de sus ojos color de castaña madura.En aquel tiempo, como ahora, la mujer que seaburre está predispuesta a emprenderlo todo,con tal de espantar la mosca tenaz, negruzca yzumbadora del fastidio.

Un domingo por la tarde, Payo Diamondeanunció a su mujer que salía a talar ciertoscampos y a quemar dos o tres casas de portu-gueses, y que entre ambas ocupaciones no deja-ría de cazar lo que saltase. Hasta el sábado porla tarde, Mafalda quedaba sola. Suspiró, reco-gió sus haldas y bajó del castillo a la primeraexplanada de tierra, a ver alejarse la hueste desu señor. Cuando la última lanza desapareciódetrás de la fraga espesa, la castellana, resigna-damente, iba a volverse al hogar, donde se en-tregaría al bostezo; pero en el ángulo de la cal-zada pedregosa (¿ve usted?: ahí mismo), heaquí que le sale al encuentro un hombre, unaespecie de vagabundo, con un pesado fardo alas espaldas. Era joven, alto, ágil, nervudo, y suhendida barba roja y sus labios sensuales, rien-

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tes, daban a su rostro una expresión provocati-va y cruel. Con palabras suplicantes pidió al-bergue aquella noche no más en la torre deDiamonde, y ofreció enseñar su mercancía -telas, pieles, collares, amuletos,

aguas y botes de olor-. Tranquilizada, Mafaldabatió palmas ante el anuncio. ¡Qué de tentacio-nes gustosas!

En esta cámara, que era la de Mafalda, cercade la ventana donde nos sentamos ahora, elbuhonero deslió su fardo y mostró a la dama eltesoro. Traía piezas de seda de Monforte, pielescurtidas de marta, de Orense, casi tan hermosasy suaves como las cebellinas, lienzos finísimosde Padrón, encajes labrados por las pálidasencajeras que esperan a sus esposos a las puer-tas de las casas, en los pueblecitos pescadores,Portonovo y Sangenjo. Traía asimismo redomasy frascos de perfumes, jazmín y algalia, gorgue-rines de ámbar y sartas de perlas; y la castellanade Diamonde, ávidamente, lo compró todo,

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porque su marido había dejado buen golpe dedoblas de oro en el cofre de la cámara nupcial.

El vagabundo, durante la velada, refirió histo-rias interesantes. Venía de todos los castillos; derecorrer las Asturias, el reino de León, Zamoray Portugal, y traía en su repertorio anécdotas,escándalos, sainetes, tragedias, cuentos deamoríos sorprendidos por él o averiguados enlas cocinas de las mansiones señoriales. Des-pués cantó canciones, decires de trovadores,tañendo una vihuelilla; y Mafalda, al despedir-se para acostarse, mostraba encendidos los vi-vos colores de su tez trigueña y el resplandorde sus ojos castaños, como conviene a mujermoza, de veinticinco a lo sumo, en la flor y lo-zanía de la edad en que se anhela gozar y vivir.Y al día siguiente no se partió del castillo elvagabundo, ni en toda la semana tampoco. Pa-sábase las horas sentado cerca de Mafalda, na-rrando historietas italianas, generalmente lasci-vas, y, cuando agotaba su respuesta, enseñaba alas criadas y mezquinas de Diamonde a adere-

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zar bebidas dulces y manjares sazonados conespecias queformaban parte de su ambulante comercio.Otras veces dirigía el tocado de la castellana, ala cual explicaba las modas y refinamientos queusaban las damas de la reina en la corte de Cas-tilla. Él enredaba artificiosamente las perlas, a estilomorisco, entre las trenzas de Mafalda, y él lecalzaba los brodequines puntiagudos, últimanovedad venida a España de la lejana y elegan-te corte borgoñona. Y Mafalda, embelesada,sorprendida a cada hora con un nuevo capri-cho, con una nueva distracción, no hizo la me-nor resistencia cuando una noche el aventurerola atrajo hacia sí, y cubrió de besos candentes lacara morena, y los párpados sedosos, y la gar-ganta tornátil. ¿Pasión? ¡No! Mafalda no sentíaesa soñadora fiebre, acaso más moderna quemedieval. Lo que experimentaba era el trans-porte del que sacude las telarañas grises delfastidio, de los vapores tétricos, y entra en una

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zona de sol, de alborozo y sorpresa continua delos sentidos golosos... También en fablas yhechos de amoríos era más ducho el errantemercader que el rudo castellano de Diamonde,y también supo revelar a Mafalda lo que púdi-camente había ignorado...

Naturalmente, al fin de la semana, Payo Dia-monde regresó, cansado y polvoriento, harto dequemar cosechas ajenas y de matar inocentesalimañas salvajinas. Por limitadas que fuesensus facultades de observador, la presencia deljuglar-mercader y su intimidad con Mafalda lesaltaron a los ojos. Acaso hubo un delator quese los abrió de golpe. La torre es demasiadochica para esconder secretos. Pero el buhoneroestaba alerta; y la historia nos enseña que, porentonces, solían ser estos vagabundos quienes,de corte en corte, llevaban misiones extrañas,encargos de reyes deseosos de deshacerse deotros monarcas o príncipes, y entre sus frascos,no todos eran de perfumes...

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Una mañana, el señor de Diamonde amaneciórígido, muerto en su lecho, denegrido y cubier-to de lívidas señales; de este castillo desapare-cieron, llevándose las doblas de oro del arca,Mafalda la portuguesa y el aventurero envene-nador... Y ahí tiene usted -acabó el maldito arqueólo-go, sonriendo como un Maquiavelo burlón- laprosaica, aunque melodramática verdad de laleyenda de la torre. Las pastoras dicen que do-ña Mafalda fue arrebatada por el demonio, quehabía tomado la figura de un gallardo doncel, yque el alma de la triste castellana, perdida deamores, se asoma de noche a esta ventana mis-ma, exhalando ayes muy semejantes al ululantegemido del viento de la sierra... ¡Ya lo creo!Como que no es el alma la que imita al viento,sino el mismo viento el que remeda el quejidodel ánima condenada...

La almohada

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La tarde antes del combate, Bisma, el veteranoguerrero, el invencible de luengos brazos, repo-sa en su tienda. Sobre el ancho Ganges, el solinscribe rastros bermejos, toques movibles depúrpura. Cuando se borran y la luna asomaapaciblemente, Bisma junta las manos en formade copa y recita la plegaria de Kali, diosa de laguerra y de la muerte. "¡Adoración a ti, divinidad del collar de crá-neos! ¡Diosa furibunda! ¡Libertadora! ¡La queusa lanza, escudo y cimitarra! ¡A quien le esgrata la sangre de los búfalos! ¡Diosa de la risaviolenta, de la faz de loba! ¡Adoración a ti!" Mientras oraba, Bisma creyó escuchar unaardiente respiración y ver unos ojos de brasa,devoradores efectivamente, como de loba ham-brienta, que se clavaban en los suyos. JamásKali, la Exterminadora, se le había manifestadoasí; un presentimiento indefinible nubló el co-razón del héroe. Casi en el mismo instante, laabertura de la tienda se ensanchó y penetró por

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ella un hombre: Kunti, el bramán. Silencioso,permaneció de pie ante Bisma, y al preguntarleel longibrazo qué buscaba a tal hora allí, Kuntirespondió, espaciando las palabras para que sehincasen bien en la mente: -Bisma, sé que al rayar el sol lucharéis los dosbandos de la familia, hermanos contra herma-nos. Quiero amonestarte. Medita, sujeta lasserpientes de tu cólera. ¿Qué importan el po-der, los goces, la vida? Son deseos, aspiracio-nes, ilusiones; el bien consiste en la indiferen-cia. El sabio, cuando ve, oye, toca y respira, dicepara sí: "Es otro, no yo mismo, no mi esencia,quien hace todo esto." El insensato está aherro-jado por sus deseos. El autor del mundo no hacreado ni la actividad ni las obras; lo que tieneprincipio y fin no es digno del sabio. Junta lascejas, iguala la respiración, fija los ojos en elsuelo..., y no pienses en pelear contra tu des-cendencia. -No es igual el bramán estudioso al chatriabatallador -contestó desdeñosamente Bisma-.

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Para el chatria, no hay manjar tan sabroso comoun combate. Para el chatria, la muerte es muypreferible a la deshonra. El varón a quien agra-dan los quehaceres propios de su casta, ese esvarón perfecto. Además, también sé yo, aunquerudo, mi poco de filosofía, y te digo, en verdad,que la muerte no existe. El alma es invulnera-ble; lo que perece es el cuerpo. El alma es eter-na. Si abandona mi cuerpo, pasará a otro nuevoy robusto. ¿Qué matamos? Un despojo, un pocode tierra. Déjame dormir que necesito fuerzaspara mañana.

Retiróse Kunti entristecido; había visto (fúne-bre presagio) alrededor de Bisma una nieblaroja. Pasó la noche meditando, hasta que alamanecer le sobrecogió el alboroto de las cara-colas, tambores y trompetas; los ejércitos iban aentrechocarse, a abrazarse con el abrazo formi-dable de dos tigres en celo. Las falanges ondu-laban; cuando se confundió su oleaje, se alzó unestrépito como el del mar en días de tormenta;más alto que aquel eco pavoroso, el clamor de

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Bisma retando al enemigo hizo temblar hasta alos elefantes portadores de torres repletas dearqueros, cuyas flechas silbaban ya desgarran-do el aire.

Bisma abría a su alrededor un círculo; ante sumaza, esgrimida por los largos brazos nervu-dos, el suelo se cubría de carne palpitante; losmás resueltos evitaban acercarse allí; se habíaformado una plaza ambulante, que caminabacon el guerrero, variando de lugar según élavanzaba, más ancha cada vez. Circundandoaquel emplazamiento libre, se desarrollaba lalid, y atronaba su ruido formado por sonidosdiscordes: el clamoreo y trajín de los infantes, elbatir del casco de los caballos, el choque de lasferradas porras y el rechinar de los garfios dehierro, el hondo campaneo de los escudos, eltilinteo de las campanillas que adornaban elpetral de los elefantes, el gemido de los mori-bundos, el largo silbo de las encendidas flechasy, algo más espantable aún: el crujido de loscuerpos reventados, aplastados por las patazas

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elefantinas. Pero donde Bisma jugaba su mazacolosal, relativo silencio permitía escuchar lasinjurias que el enemigo dirige al enemigo en lavirilembriaguez de la lucha. Los que habían caídoanonadados por un mazazo, sangrando comobueyes, aún respiraban; los afanes inconscien-tes de la agonía les obligaban a arrastrarse porel suelo, comprimiendo con la mano sus entra-ñas, que se salían del roto vientre. Y Bisma,orgulloso, se apoyó en la maza y descansó uninstante, esperando enemigos de refresco. En-tonces vio que Sueta, el gallardo príncipe,avanzaba contra él, solo, desnudo, sin más ar-mas que su lanza. Por un instante Bisma vaciló entre la inaccióny la acción. Aquel guerrero tan hermoso, cuyotorso moreno, escultural, parecía de oro bruñi-do a los rayos del sol, era un retoño de su pro-pia raíz: era su nieto. Era, además, muy mozo, ytodavía las apsaras, que ofrecen la copa delamor a los mortales, no le habían ungido los

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labios con el licor extraído de las flores. El mo-mento de incertidumbre y de compasión fuebrevísimo. Bisma alzó la maza; Sueta arrojó lalanza, a fin de combatir desde lejos y evitar elprimer ímpetu de su adversario; Pero Bismasaltó de costado, la lanza se clavó en tierra, y elmazazo, de refilón, tocó al joven en la sien. Bas-tó para derribarle, redondo, sin sufrimientos,sin herida visible. Quedó como dulcementedormido, y Bisma, al mirarle a sus pies, soltó lamaza; un estupor repentino, una fascinaciónmisteriosa, le obligó a arrodillarse al lado delcadáver de su descendiente y alzarle en susbrazos. ¡Era un guerrero hermoso de veras!

Cuando Bisma dejó caer el inanimado cuerpoy se incorporó, el círculo abierto a su alrededorno existía. La corriente desbordada de la batallale arrastraba ya. Ni tiempo tuvo de recoger sumaza. No le quedaba más defensa que susluengos brazos. Le envolvía el oleaje, le arreba-taba una fuerza desatada como un elemento. Sesintió perdido, ahogado, acribillado, consumi-

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do cual arista por el fuego. De lo alto de lastorres llovían flechas. La primera se le clavó enun muslo; después, otra en el cuello; dos en elhombro. Con las manos quiso guarecerse; susmanos fueron atravesadas de parte a parte porfinísimas lenguas de áspid, de hierro, y las dejócaer, exhalando un rugido de dolor. Descubier-to el rostro, en él se hincaron los dardos, y alpenetrar uno en la cavidad del ojo izquierdo,Bisma se desplomó exhalando un quejido lú-gubre. Cayeron sobre él innumerables contra-rios y le destrozaron a porfía con krises, puña-les, lanzas cortas, espadas curvas, garfios, pie-dras aguzadas,

hachas de jade: no quedó sitio de su cuerpo queno recibiese herida: ya ni las sentía. Allí quedóexpirante el héroe, conservando todavía algúnresiduo de aliento vital. Aún se estremecía bajola garra del dolor su carne, cuando, cerrada lanoche y extinguido el furor de la batalla, Kunti,el bramán, se atrevió a recorrer el campo bus-cando al viejo guerrero, y le encontró, y le co-

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noció por sus brazos largos, y se arrodilló a sulado, acercando a sus labios una calabaza llenade agua fresca. -Voy a morir -articuló Bisma-. Tenías razón,hombre puro y sabio: la guerra es una cosahorrible...; pero el chatria respira con deleite elolor de la sangre. ¡Cuánta a mi alrededor!¡Cuánta! Arroyos, torrentes, mares... Me ahoga.Dame almohada en que recostar la cabeza paramorir. Kunti trató de acomodar en su regazo, sobresus rodillas, la desfigurada cabeza, monstruosa.Como viese que Bisma no descansaba así, a unaseñal expresiva del veterano, recogió del suelovarias agudas flechas, las colocó en haz, y sobreellas acomodó cuidadosamente la testa, dondela muerte empezaba ya a tender velo sombrío.Bisma sonrió contento, y murmurando: "Ado-ración a ti, Kali, de la faz de loba", dejó que sedesciñese el estrecho abrazo de su cuerpo y sualma. "Blanco y Negro", núm. 261, 1903.

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Hijo del alma

Los médicos son también confesores. Historiasde llanto y vergüenza, casos de conciencia ymonstruosidades psicológicas, surgen entre lasangustias y ansiedades físicas de las consultas.Los médicos saben por qué, a pesar de todos losrecursos de la ciencia, a veces no se cura unpadecimiento curable, y cómo un enfermo ja-más es igual a otro enfermo, como ningún espí-ritu es igual a otro. En los interrogatorios des-entrañan los antecedentes de familia, y en eldescendiente degenerado o moribundo, lasculpas del ascendiente, porque la Ciencia, deacuerdo con la Escritura, afirma que la iniqui-dad de los padres será visitada en los hijos has-ta la tercera y cuarta generaciones. Habituado estaba el doctor Tarfe a recogerestas confidencias, y hasta las provocaba, puescreía encontrar en ellas indicaciones convenien-

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tísimas al mejor ejercicio de su profesión. Elconocimiento de la psiquis le auxiliaba pararemediar lo corporal; o, por ventura, ese era elpretexto que se daba a sí mismo al satisfaceruna curiosidad romántica. Allá en sus moceda-des, Tarfe se había creído escritor, y ensayadocon desgarbo el cuento, la novela y el artículo.Triple fracasado, restituido a su verdadera vo-cación, quedaba en él mucho de literatería, yafición a decir misteriosamente a los autores unpoco menos desafortunados que él: "¡Yo sí quele puedo ofrecer a usted un bonito asunto nue-vo! ¡Si usted supiese que cosas he oído, sentadoen mi sillón, ante mi mesa de despacho!"

Días hay en que todo cuentista, el más facun-do y más fácil, agradecería que le sugiriesen eseasunto nuevo y bonito. Las nueve décimas par-tes de las veces, o el asunto no vale un pitochey pertenece a lo que el arte desdeña, o cae ennuestra fantasía sin abrir en ella surco. Tarfe merefirió, al salir de la Filarmónica y emprenderun paseo a pie en dirección al Hipódromo,

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hacia la vivienda del doctor, cien bocetos denovela, quizá sugestivos, aunque no me lo pa-reciesen a mí. Una tarde muy larga, muy nebli-rrosada, de fin de primavera, me anunció algo"rarísimo". La expresión de cortés incredulidadde mi cara debió de picarle, porque exclamó,después de respirar gozosamente el aire embal-samado por la florescencia de las acacias: -Estoy por no contárselo a usted. Insistí, ya algo intrigado, y Tarfe, que rabiabapor colocar su historia, deteniéndose de trechoen trecho (costumbre de los que hablan apasio-nadamente), me enteró del caso. -Se trata -dijo- de un chico de unos trece años,que su madre me llevó a consulta especial de-tenidísima. Desde el primer momento, la madrey el hijo fijaron mi atención. El estado del mu-chacho era singular: su cuerpo, normalmenteconstituido y desarrollado; su cabeza, más bienhermosa, no presentaba señales de enfermedadalguna; no pude diagnosticar parálisis, atrofiani degeneración, y, sin embargo, faltaba en el

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conjunto de su sistema nervioso fuerza y vida.Próximo a la crisis de la pubertad, comprendíque al no adquirir su organismo el vigor y tonode que carecía, era imposible que la soportase.Sus ojos semejaban vidrios; su tez fina, de chi-quillo, se ranciaba ya con tonos de cera; suslabios no ofrecían rosas, sino violetas pálidas, ysus manos y su piel estaban frías con exceso; altocarle me pareció tocar un mármol. La madre,que debe de haber sido una belleza, y viste deluto, tiene ahora eso que se llama "cara de Do-lorosa", pero de Dolorosa espantada, más aúnquetriste, porque es el espanto, el terror profundo,vago y sin límites, lo que expresan su semblan-te tan perfecto y sus ojos desquiciados, de ojeramortificada por la alucinación y el insomnio. Siendo evidente que hijo y madre se encontra-ban bajo el influjo de algo ultrafisiológico, no seme pudo ocurrir ceñirme a un cuestionario re-lativo a funciones físicas. Debidamente recono-cido, el muchacho pasó a otra habitación; le

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dejé ante la mesita, con provisión de libros yperiódicos ilustrados; me encerré con la madre,y figúrese el gesto que yo pondría cuandoaquella señora, de buenas a primeras, me soltólo siguiente: -Si ha de entender usted el mal que padece esainfeliz criatura, conviene que sepa que es hijode un cadáver. Inmutado al pronto, tranquilizado después,dirigí la mirada al ropaje de la señora, sonreí ymurmuré: -Ya veo... El niño es huerfanito... -No señor; no es eso; llevo luto por una her-mana. Lo que hay, señor doctor, e importa queusted se fije en ello, es que cuando mi Robertofue engendrado, su padre había muerto ya. La buena crianza me impidió soltar la risa oalguna palabra impertinente; después, un inte-rés humano se alzó en mí; conozco bien lasmodulaciones de la voz con que se miente, yaquella mujer, de fijo, se engañaba; pero, de fijotambién, no mentía.

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-No me cree usted, doctor... Lo conozco... Yotampoco "creería" si me lo vienen a contar antesdel suceso... He "creído", porque no me quedómás remedio que "creer"... -Señora, perdóneme... -murmuré cada vez másextrañado-. No me exija usted una credulidadaparente. Sírvase informarme del origen de suaprensión; necesito comprender de dónde pro-cede el estado de ánimo de usted, que se rela-ciona, sin género de duda, con el estado anor-mal y la debilidad de su hijo. -Oigame usted sin prevenciones; trataré deque usted comprenda... Lo que usted llama miaprensión, en hechos se funda -y la señora sus-piró hondamente-. Mi marido era negociante enfrutas y productos agrícolas; se había dedicadoa este tráfico por necesidad; la oposición de mispadres a nuestra boda nos obligó a buscarnos lasubsistencia; yo salí de mi casa con lo puesto, yRoberto, pobrecillo, ¡el talento que tenía!, ¡hacíaversos preciosos, preciosos!, no encontró otramanera de evitar que nos muriésemos de ham-

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bre... Compraba en los pueblos de la huerta lascosechas y revendía para el extranjero. Habíaalquilado una casita, con jardín, al borde delmar, y allí nos reuníamos siempre que podía;porque, muy a menudo, las exigencias del ne-gocio le tenían ausente semanas enteras, y hastatemporadas de quince o veinte días, especial-mente a fines de otoño, que es cuando se activael tráfico. Eso sí; ya iba ganando mucho, y noshalagaba la esperanza de llegar a ricos; para sercompletamente dichosos nos faltaba sólo unhijo; eran pasados más de dos años, y el hijo novenía; pero Roberto me consolaba: "Lo tendrás,lo tendrás... Primero me faltaría a mí la vida yla sangre de las venas..." Así decía... ¡Cómo meacuerdo de sus palabras!... La noche memorable -de esas largas, del prin-cipio del invierno- le esperaba yo, porque mehabía anunciado su venida, después de unaausencia de casi un mes. Acababa de realizaruna compraventa importante, y escribía muyalegre, porque traería consigo una bonita canti-

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dad de oro, destinada a otras compras ajusta-das ya. Yo ansiaba verle: nunca fue tan larganuestra separación; una inquietud, una desazóninexplicable me agitaban; no sé las vueltas quedi por el jardín, el patio y la casa, a la luz de laluna. Al fin, me rindió el cansancio y me acosté;era por filo medianoche, y la luna iba declinan-do. En su carta, mi Roberto advertía que si no leera posible llegar antes vendría seguramente demadrugada, y que no nos tomásemos el trabajode estar en vela ni yo ni los dos criados queteníamos. Empezaba a conciliar el sueño, cuando medespertaron las caricias de mi esposo... -¿Cómo había entrado? -pregunté vivamente,pues empezaba a adivinar. -Tenía llave de la verja del jardín y de la puer-ta: nunca necesitaba llamar -declaró la señora-.A la mañana siguiente, después de un sueño deplomo, abrí los ojos, y noté con extrañeza queno se encontraba a mi lado Roberto. Me levantéaprisa, deseosa de servirle el desayuno: le lla-

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mé; llamé a los criados: nadie le había visto; niestaba en la casa ni en el jardín. En las dospuertas, ambas abiertas, hallábanse puestas lasllaves. Entonces, mi desazón de la víspera seconvirtió en una especie de vértigo: el corazónse me salía del pecho; despaché a los sirvientesen busca de su amo, y cuando se disponían aobedecerme, he aquí que se me llena la casa degente de las cercanías, que traía la noticia fatal.A poca distancia... en la cuneta del camino...con varias puñaladas en el vientre y pecho... Aquí la señora sufrió la aflicción natural; laacudí con éter, que tengo siempre a mano, ycuando se sosegó un poco, no fue ella quiensiguió relatando; fui yo quien inquirí, con ja-deante curiosidad: -¿Le matarían por robarle? -No tal. ¡El cinto con el oro... apareció sobreuna silla, en mi cuarto! -Calma, señora -murmuré-; no nos atropelle-mos. ¿No pudo el asesino quitarle las llaves yaprovecharlas para entrar furtivamente en la

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casa y en el dormitorio?... ¿Usted le vio la cara asu marido? La señora saltó literalmente, en la silla; creíque iba a abofetearme. -Esa atrocidad no me la repita usted, doctor, sino quiere que me mate y que mate antes al ni-ño... -y los ojos desquiciados me lanzaron unachispa de furiosa locura-. Pues qué, ¿confundi-ría yo con nadie a mi Roberto? Su voz, sus bra-zos, ¿se parecían a los de nadie? ¡No lo dudeusted! Era él mismo... era su alma... y por esomi hijo no tiene cuerpo..., es decir, no tiene vi-gor físico, carece de fuerzas... Es hijo "de unalma"... Eso es, y nada más... Si no lo entiendeusted así, doctor, bien poco alcanza su ciencia...Pero ya que no van ustedes más allá de la ma-teria, voy a darle a usted una prueba, unaprueba indudable, evidente, para confundir almás escéptico... Mire este retrato, de cuando miesposo era niño... Sacó del pecho un medallón que encerrabauna fotografía; lo besó con transporte, y me lo

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entregó. Confieso que di un respingo de sor-presa: veía exactamente el mismo semblantedel niño que, a dos pasos de nosotros, detrás dela cerrada puerta, se entretenía en hojear ilus-traciones... -¡Eso ya es difícil de explicar! -exclamé inte-rrumpiendo al médico. -No, no es difícil... Se han dado casos de quehijos de segundas nupcias de la madre saquenla cara del primer marido. Hay una misteriosahuella del primer hombre que la mujer conoció,persistente en las entrañas... Pero yo tuve lacaridad de aparentar una fe que científicamenteno podía sentir... No quise volver loca del todoa la infeliz madre, víctima de tan odiosa burla ovenganza, o vaya usted a saber qué. El asesinode Roberto, el ladrón de su dinero, fue el mis-mo que completó la obra horrible con el últimoescarnio... Y en el aturdimiento de la fuga, seolvidó el cinto de oro; lo dejó allí. ¿Era sólo unbandido? ¿Era un enemigo que llevó el odio yla afrenta hasta más allá de la tumba? ¿Era un

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enamorado de la hermosura de la mujer? Estono creo fácil averiguarlo ya... Pero el caso esbonito, ¿eh? Y en él -como casi siempre- la"verdad" sería lo funesto. Miento dulcemente ala madre, y trato de salvar al hijo de la muerte. "La Ilustración Española y Americana", núm.7, 19012.

Arena

No le había visto en un año, y me lo encontréde manos a boca al salir del café donde almuer-zo cuando vengo a Madrid por pocos días des-de mi habitual residencia de El Pardo. Apenas fijé en él los ojos, comprendí que algograve le pasaba. Su mirar tenía un brillo exalta-do, y una especie de ansia febril animaba susemblante, de ordinario grave y tranquilo. -Tú estás enamorado, Braulio -le dije. -Y tanto, que voy a casarme -respondió, conese género de violencia que desplegamos al

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anunciar a los demás resoluciones que acaso nonos satisfacen a nosotros mismos. Minutos después, sentados ambos ante la me-sita, y empezando a despachar las apetitosasdoradas criadillas, regadas con el zumo fresco yagrio del limón, entró en detalles: una mucha-cha encantadora, de la mejor familia, de uncarácter delicioso... -¿Sin defectos? -¡Bah!... Un poco inconsistente en las impre-siones... No toma en serio nada... -¿Arenisca? -pregunté. -Es la definición exacta: arenisca -contestó élsúbitamente, plegado de preocupación el negroceño-. Le dices hoy una cosa, parece hacerleimpresión, y al otro día comprendes que todose ha borrado... ¡Por más que quiero fijarla, nolo consigo! En fin, eso, ¿qué importa? -Sí importa, Braulio... Y viéndole silencioso, agregué: -¿Me permites evocar un recuerdo de viaje?Este verano estuve en el monte de San Miguel...

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¿Sabes tú cómo hay que hacer para llegar? Portres caminos se puede emprender la expedi-ción: Avranches, Pontaubault o Genêt. En cual-quiera de ellos hace falta, ante todo, provistarsede un guía. Los coches de línea llevan delanteun explorador o batidor, que, con larga pértiga,reconoce los arenales antes que el carruaje seaventure; porque no son raros los casos dehaberse hundido la diligencia, con todos susviajeros, como sorbida por invisible boca, yhaber sido dificilísimo el salvamento, cuandono imposible... ¡Pide a Dios -añadí, haciendouna digresión intencionada- que tus pies seapoyen en dura roca, o pisen el ardiente polvodel desierto africano, o la lava volcánica delVesubio, o aquel suelo sembrado de guijarrostan cortantes y agudos, que nuestros soldados,desgarrándose los pies, le llamaron sierra de lasNavajas! ¡Todo, todo, excepto la arena! La are-na es horrible...

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Y notando que Braulio apenas podía tragar lascolitas de los langostinos y se ayudaba con fre-cuentes libaciones, él tan sobrio, continué: -A primera vista, la arena movediza es senci-llamente una extensión gris, en la cual creería-mos poder aventurarnos sin recelo. Hay arenas,sin embargo, más pérfidas que otras. Algunasparecen líquidas: absorben inmediatamente loque se les arroja. Siguiendo las indicaciones demi guía, hice el experimento. Nos llevamos uncarnero vivo y lo lanzamos a vuelo a la arena,como lo hubiéramos lanzado al mar. Y en reali-dad fue lo mismo. Le vimos desaparecer: ni aunla cabeza surgía. En pocos segundos no quedóseñal alguna del pobre animal: ni siquiera de-presión en la árida superficie. Al preguntar yo si era frecuente que ocurrie-sen desgracias en los arenales que rodean almonte, me contestaron que ahora pocas veces,desde la construcción del dique extendido entrela tierra firme y la Abadía. No obstante, siem-pre existen insensatos que se juegan la vida, sea

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por curiosidad, sea porque hay en el peligroatractivo misterioso, que nos fascina y nos haceolvidar la más elemental prudencia... Me interrumpió Braulio, dejando de chupar lacabeza roja de un langostino. -Te entiendo -murmuró-. La alusión es trans-parente... En las arenas movedizas del alma deuna mujer, algunos nos atrevemos a arriesgar-nos cuando estamos realmente enamorados;pero en esas otras arenas que me estás descri-biendo, me figuro que pocos se aventurarán. -Te engañas... Lo que voy a referirte ocurrióencontrándome yo allí. Y el que se arriesgó adesafiar las arenas fue un viajero que conocíaperfectamente los peligros de la aventura. Y laque le incitó, una mujer... Siguiendo la estela de cierta viajera muy gua-pa, ya viuda, que le traía al retortero, un mu-chacho sudamericano, aficionado al deporte,algo jactancioso, a quien yo conocía de París, seencontraba en la hospedería. Suele decirse quelos valientes no son nunca fanfarrones; pero

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esta sentencia, como todas las que la psicologíase refieren, no es infalible. Aquel muchacho,Sotero Hernández, fanfarroneaba, sin carecerde un valor temerario. Bien lo probó la aventu-ra. Cuando nos reuníamos a la hora del té o desobremesa -yo formaba parte del corro, o, mejordicho, corte, de la viuda- se hablaba de las are-nas, de sus peligros, de lo que pudiera aconte-cer, caso de atravesarlas sin guía. Sotero habíatomado el estribillo de reírse de tales historias. -Son -repetía- cuentos y leyendas que fraguanaquí para prestar cierto atractivo dramático a laestancia en el monte. Este elemento se cultivacuidadosamente también en Suiza: forma partedel reclamo. ¡Bah! A mí no me asustan. Llegó un momento en que la viajera, fijándolecon sus grandes ojos negros tropicales, dijo,entre desdeñosa y riente: -Sí, sí... Una cosa es hablá, otra hasé... ¡Yo creoque las tales arenitas le dan a todo el mundo sumiga de respeto!...

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Hernández se encontraba en ese período enque un hombre, exaltado por la vehemenciapasional, quisiera realizar cosas tales, queasombrasen al mundo y demostrasen el templeextraordinario de su espíritu. Acaso tambiénhubo un momento en que no fue dueño de sulengua, y anunció más de lo que a sangre fríadebiese anunciar. Lo cierto es que, embriagadocon sus propias palabras, y viendo lucir unachispa de interés en aquellas pupilas de infier-no dulce, juró que cruzaría las arenas por laparte afuera del dique y por ellas regresaría a laAbadía sano y salvo. A pesar nuestro, nos habían persuadido unpoco sus graciosas "rodomontades", y no sé porqué imaginamos el peligro menor. Tampococreímos quizá que aquel mala cabeza realizasesu plan con tan fulminante rapidez. No medió entre el alarde y el hecho más demedia hora. Salió Sotero muy ceñido de cintu-rón y polainas, llevando por todo bagaje unosgemelos de turista, y ni más ni menos que si se

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tratase de cruzar los Alpes, un largo palo deherrada punta.

Con aquel palo empezó a reconocer el arenal,donde se enfrascó desde luego. Hay en las are-nas movedizas zonas sólidas, y en conocerlas yseguirlas sin desviarse a derecha ni a izquierdaestán la dificultad y el triunfo. Tentando hábil-mente, siguió Hernández una de estas vetas,demostrando gran sangre fría y seguridad demovimientos. Sabía que desde la terraza quedomina las dunas le observábamos, y de cuan-do en cuando se paraba, sacaba sus gemelos,los dirigía hacia nosotros, que le asestábamoslos nuestros, y nos hacía con la diestra, antes deproseguir, gentil saludo...

Al verle caminar con paso elástico, avanzandohacia el extremo de los arenales, más allá delcual el piso se consolida y la roca aflora la tie-rra, todos los del corro empezamos a tomar lahazaña a broma, y, por supuesto, "ella" se reía.Sólo yo, presa de angustia inmensa, que me

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había acometido de repente, notaba un sudorfrío humedeciéndome la raíz del cabello. No podían ser puras invenciones los relatos dehombres sorbidos por la arena, de coches hun-didos con sus caballos, de rebaños de doscien-tas cabezas desaparecidos. Y era lo más aterra-dor recordar que, según se afirmaba, nadie co-noce la profundidad de las arenas. Una bala decañón lanzada al abismo arrastra toda la canti-dad de soga que se le quiera poner, hasta elsuelo de la bahía: es tragón, como las fauces dela eternidad. Los buques que en ella se pierdenno quedan en el fondo visible; la arena los chu-pa en un santiamén. No hay sondas que alcan-cen a explorar ese terrible suelo. De repente, las risas se trocaron en chillidos dehorror. O Hernández había perdido la ruta se-gura, o, como era más probable, la zona firmecesaba y empezaba el terreno flojo. Ello es quele vimos hundirse, como por escotillón de tea-tro, suavemente, sin hacer movimiento alguno.Después supimos que, sereno, y sabedor de que

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toda contorsión precipita el naufragio en lasarenas se limitó -al notar la atroz sensación deperder pie- a ejecutar lo único que en tal casopuede ser útil: abrir los brazos, sosteniendohorizontal en ellos la pértiga, y cortar por estemedio el remolino que se lo tragaba... Le veía-mos perfectamente, y nos veía él, y nos miraba,serio ya, y yo grité desesperadamente: -¡Un guía! ¡Gente! ¡Un viajero se ahoga en laarena! Tal vez el caso no era nuevo: ello fue que enun momento se organizó el envío de socorros, ydos prácticos volaron en auxilio del impruden-te... Seguían el mismo camino por él emprendi-do; faltaba que él pudiese resistir hasta la llega-da de los salvadores... Nos aterró ver que sucabeza bajaba al nivel del suelo. Fue esto, sinembargo, lo que le salvó. Reuniendo sus fuer-zas y sus energías, logró tenderse, y, habiendosoltado las piernas, raneaba suavemente, de unmodo casi imperceptible, hacia la parte sólidadel arenal. Todo movimiento descompuesto

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podría provocar la formación de otro vórtice,aunque en aquella posición era ya más difícil...Y así, nadando o reptando, antes de que llega-sen los que iban a auxiliarle, alcanzó el terrenosólido... ¡Lo alcanzó, sí...; pero en qué estado, con quécara! Nos pareció ver a un muerto que salía delsepulcro. No hace falta ser cobarde para expe-rimentar vértigo de espanto ante las arenastragonas... -¿Y qué hizo después con su amor? -interrogóBraulio. -¡No hay amor que a eso resista! -contestédespreciativo. Luego supe que Braulio no se ha casado... Sinduda, teme a la arena.

Argumento

¿Quién no conoce a aquel médico no sólo en laciudad, sino en la provincia, y aun en Madrid,

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al que desdeña profundamente? Son muchaslas cosas que desdeña, y entre ellas, el dinero.Lo desdeña con sinceridad, sin alharacas. Po-dría ser rico; su fama de mago, más que dehombre de ciencia, le permitiría exigir fuertessumas por las curas increíbles que realiza; peropara él existen la conciencia, el alma, la otravida -un sinnúmero de cosas que mucha gentesuprime por estorbosas y tiránicas-, y se limitaa tomar lo que basta al modesto desahogo de suexistir. No tiene coche, ni hotel, ni cuenta co-rriente en el Banco; en cambio, espera tener unlugar en el cielo, al lado de los médicos quehayan cumplido con su deber de cristianos, quealgunos hay, y hasta en el Santoral los encon-tramos, con su aureola y todo.

El doctor -llamémosle doctor Zutano- abre suconsulta a las ocho de la mañana; y desde lascinco, en invierno, hay gente esperando en suportal, en su escalera y en su antesala, si el fá-mulo lo permite. Dentro ya, divídense los clien-tes: en un aposento aguardan los de pago, los

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ricos; en otro, aislado, los pobres, los que nopagan. Invariablemente, la consulta empiezapor un pobre; pasa luego un rico, y así, alterna-tivamente, hasta que el médico, rendido decansancio, necesitando ya reparar las fuerzascon frugal almuerzo, da por terminada la faenadel día. Jamás se vio ni leve diferencia en laduración de las consultas gratuitas y las paga-das. Con igual calma, con el mismo interésnuevo y fresco en cada caso, registra el doctorZutano las peludas orejas de un faenero delmuelle, que los limpios dientes, fregados conoralina, de la remilgada señorita, a la cual sedirige severo y conciso como un dómine. Por-que el doctor reconoce siempre oídos y dientesante todo, y uno desus timbres de gloria es haber curado hastacasos de locura extrayendo, entre irónico ytriunfante, una bolita de cera de un conductoauditivo. Jamás se vio que el doctor aplazase operaciónque juzgara necesaria. Pocos preparativos, ac-

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ción rápida, como la de un animal que se guíapor el instinto, y esa felicidad en el resultado,que caracteriza al cirujano genial. -Tanto aparato, tanto aparato para cosas tansencillas -repite, despreciativo, burlándose unpoco de la escenografía científica, que no sehizo para él-. ¡Bah, bah! Las cosas, a la pata lallana... Lo más curioso de un hombre tan digno deestudio en su psicología, son seguramente susideas políticas y sociales. Para que nos las ex-pliquemos, tendremos que retroceder hasta losmísticos franciscanos de la Edad Media, aque-llos que, prontos a la sumisión y al fervor y a lapenitencia hasta morir, amaban a los pobres y alos humildes y reprendían dura y satíricamentelos defectos del Papa. El doctor Zutano esgrande amparador de los desheredados, y tienepara ellos preparado el auxilio y la generosalimosna de su ciencia a cada instante. A lospoderosos de la tierra no los conoce sino cuan-do sufren, cuando son mísera carne enferma,

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iguales al menesteroso ante el dolor. De lasseñoritas y señoras que van a consultarle empe-rifolladas y trascendiendo a esencias, suele mo-farse, poniéndolas como un trapo. Ni los per-sonajes políticos, ni los aristócratas, ni los plu-tócratas impresionan al doctor. Hijo del pueblo,lo recuerda con fruición, como recuerda conexpansión de gratitud

íntima al señor que costeó su carrera. Lo demás,le es indiferente; los que acuden a su consultano son sino hombres, y sus órganos que sufrenno se diferencian de otros órganos encallecidospor el trabajo, o deformados y atrofiados porazares de una vida miserable, por falta de sub-sistencia, por miseria, en fin. Humanidad do-liente ahora, polvo y ceniza mañana, excepto laluminosa partícula, el espíritu, que dará cuentay será responsable ante la justicia inmanente...En el barro, el doctor no hace diferencias. Comoignora la ambición y la vanidad, no se inclinaante nadie. Tal vez se inclinase hasta el sueloante dos cosas sagradas: la maternidad y la

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inocencia. Las madres que no aman a sus hijoscon violento amor, le son antipáticas. La quejade la madre, la del padre, le ablandan, resue-nan en su corazón. Y el doctor no tiene hijos. Aceptador del destino y de la labor con la cualse gana el pan, el doctor detesta la agitaciónpolítica. No conoce más ley que el trabajo. Na-die menos "burgués" y, sin embargo, nadie másenemigo de las huelgas, los meetings, las aren-gas y las luchas electorales. "Pillos que holga-zanean y pillos que medran." Tal es su defini-ción, de la cual nadie le saca. Un día, en aquella antesala del doctor, dondese entreoyen conversaciones palpitantes deoscura esperanza, y corre el vago estremeci-miento de lo maravilloso, esperaba un hombrecomo de unos cuarenta y pico de años, vistien-do remendada blusa y acompañado por unniño de unos once, acaso más, porque la enfer-medad que le consumía desmedraba su estatu-ra y limitaba su desarrollo. La espera fue larga,y el fornido padre, para entretenerla, sacó del

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bolsillo del pantalón un zoquete e hizo que lacriatura mordiscase, desganada, en él. Al cabo,llególes el turno, y, procurando no pisar fuerte,entraron respetuosos en el despacho sencillo,cuyas altas vitrinas, rellenas de instrumentos ymaterial quirúrgico, relampagueaban con refle-jos de acero, al rayo del sol que pasaba al travésdel cierre de cristales. El doctor Zutano suele preguntar rápidamen-te, a veces no pregunta, porque adivina. Impo-niendo las manos, como un antiguo taumatur-go, suele acertar con sólo el tacto. -Ya sabemos, ya, lo que ocurre... El chiquillopadece un tumor..., bueno, un bulto..., no leimporta a usted dónde..., dentro, ¿me entien-de?, y hay que quitárselo, ¡y cuanto antes! Me-jor ahora que mañana. El padre se rascaba la cabeza indeciso. -Y... eso... ¿me costará mucho dinero, señor? -¡No le cuesta nada, santiño! ¿Qué le va a cos-tar? Esta tarde vuelve usted con el chiquillo; lehago lo que hay que hacer; le pongo las vendas;

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trae usted una camilla o un colchón; se va conél a su casa; yo paso a verle unos días, hastaque no necesite más visitas; y concluido. ¿Pien-sa que no comprendo yo que usted no es nin-gún banquero? -¡Soy un pobre obrero, señor! -¿En qué trabaja? Mi padre era cerrajero, ¿sa-be? -Soy carpintero de armar... Pero ahora estamosen huelga. -¿En huelga? -preguntó severamente el médi-co, frunciendo el ceño y clavando el mirar en lacara del cliente. -Sí, señor... Eso no es cosa mala... Como ustedme enseña, con la huelga nos defendemos delos patronos. Ejercemos un sagrado derecho. -Bueno, bueno... ¿En huelga, eh? Pues vengaesta tarde. Le espero. A la tarde, el doctor desnudó al niño, le exten-dió sobre la mesa y le adurmió con el clorofor-mo, porque la operación era y tenía que serlarga. Con la celeridad asombrosa que le carac-

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teriza, abrió de un seguro tajo el costado, por laespalda, y fue ensanchando la incisión y ais-lando el tumor para extraerlo.

El padre, de pie, y con el aliento congojoso,miraba el instrumento que sajaba y cortaba enaquella carne de sus amores. Un temblor agita-ba sus miembros, y por su frente rezumaba unsudor frío, ¡Qué herida tan enorme! ¿No le sa-carían por allí las tripas al malpocado? ¿No levaciarían como a un cerdo? Y cuando la atrozhipótesis se le estaba ocurriendo, he aquí que eldoctor suspende su trabajo, levanta el bisturí...y, sentándose cerca de la ventana, coge un libroy se pone a leer tranquilamente.

-¿Qué es eso, señor? ¿No sigue? -preguntó elpadre, receloso.

-No, hombre... -exclamó el médico, calmosa-mente-. ¡Me declaro en huelga!

-¿Qué dice? -exclamó aterrado el obrero, sinsaber si el doctor Zutano hablaba en serio obromeaba.

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-¿No está claro? Soy huelguista yo también...Vaya, esto se deja para otro día. Abur. Me retiroa descansar. -Pero... ¿y el niño? ¿Va a quedarse así el niño? -¿Y a mí qué me cuentas? La huelga es un de-recho, un derecho sagrado. -¡Pero, señor, el niño! ¡Que está abierto, queestá ahí como muerto! ¡Señor, por el alma dequien tenga en el otro mundo! -¿Crees tú en el otro mundo? -preguntó muyformal el doctor-. ¿Crees en el alma? Mira, lodudo, porque os tienen mareados y ya ni sabéislo que creéis... En fin, yo me voy a dormir unasiesta; estoy en huelga, como sabes... Más blanco que la cera el padre; empezando aentender que aquello iba de veras, que su hijose moría, abierto, despedazado, con el estertorque le causaba el anestésico -echándose de ro-dillas, gimiendo, imploró: -¡Señor! ¡Que es mi hijo! ¡Que soy su padre,señor! ¡Su padre!

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-¡Eso te vale, zángano! -murmuró el médico-;y, dando un empujón ligero al hombre paradesviarlo, y encogiéndose de hombros, conti-nuó y remató brillantemente la operación em-prendida.

"Santiago el Mudo"

¡Qué oscura, pero qué dulce y tranquila sedeslizaba en el vetusto pazo de Quindoiro laexistencia de Santiago! Llamábanle en la aldea Santiago el Mudo noporque lo fuese, sino porque el mutismo volun-tario equivale a la mudez, y Santiago acostum-braba a callar. Taciturno, reconcentrado, vege-taba en el pazo como la parietaria que se adhie-re al muro ruinoso. Desde tiempo inmemorial,la familia de Santiago estaba al servicio deaquella casa; últimamente, sin embargo, sehabía roto la tradición; al trasladarse los seño-res del pazo a la ciudad, dos hermanos de San-

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tiago emigraron a la América del Sur; Santiago,huérfano ya, se quedó solo en el noble caserón,declarando que se moría si de allí se apartase.Santiago era hermano de leche del señoritoRaimundo, también huérfano.

Las temporadas en que el señorito Raimundovenía al pazo, se despejaba la frente y se ani-maba la adusta fisonomía de Santiago el Mudo,a pesar de que la tal venida le costaba mil fati-gas y sinsabores. El señorito tenía genio violen-to, altanero y despótico: mostrábase exigente enlos detalles del servicio, poniendo refinamien-tos que no estaban al alcance de un paleto comoSantiago; pretendía que le adivinasen el gusto,y acusaba a Santiago de camuseo y torpe, de-jándose llevar de la impaciencia hasta pegar asu hermano de leche. Sí, el señorito lo queríatodo al estilo de los pueblos grandes dondehabía vivido y de las suntuosas residencias quetal vez había envidiado; el señorito era comouna centella, y si se atufaba había que temblar-le; pero su presencia comunicaba vida y movi-

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miento; le acompañaban los perros, caballos,amigos mozos y joviales, que correteaban porlos desmantelados salones silbando y riendo, ya la mesa armaban descomunales gazaperas,haciendo salvas con elañejo vino guardado en la venerable "adega".Entre los huéspedes de Raimundo solían con-tarse jóvenes "morgados"; el pazo se halla muypróximo a la frontera natural que forma el Mi-ño a las dos naciones peninsulares, y el señoritoiba con frecuencia a Oporto y a Lisboa, aprove-chando la obsequiosa hospitalidad de algúnmagnate portugués. Cierto día de otoño presentóse en el pazo elseñorito sin previo anuncio, y llamando a San-tiago, encerráronse los dos en la habitación másretirada. Siempre la llegada de Raimundo era laseñal de convocar apresuradamente a los pocosservidores útiles que existían en la villita másinmediata a Quindoiro; pero esta vez Santiagosólo avisó a una cocinera y se reservó la tareade servir al señorito sin ajena ayuda. Al ano-

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checer de aquel día salieron juntos del pazoSantiago y Raimundo, y pasaron el Miño enuna barca que ellos mismos tripulaban. Bienentrada ya la noche regresaron al pazo, intro-duciéndose en él por una puertecilla del corralque daba a un cobertizo, del cual se pasaba a lagranera y a las habitaciones altas que servíande dormitorios. Nadie los había visto salir; na-die los vio volver, ni pudo observar que traíanconsigo a una dama, de airosa silueta y som-brerito con velo blanco. La dama se apoyaba enel brazo de Raimundo, y sofocaba una risillanerviosa a cadasitio estrecho y oscuro por donde tenían quepasar. Así que los dejó en salvo, y Santiago seretiró. A la mañana siguiente, cuando rondaba elaposento en el que se habían recluido los aman-tes, esperando aviso para traer el desayuno,sintió de pronto que le ponían en el hombrouna mano; vio frente a sí la faz demudada porel terror, y oyó la voz de Raimundo, ronca, sor-

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da, desconocida, que pronunciaba una solapalabra: -Ven. Obedeció el Mudo: penetró en el dormitorio, ytendida sobre la inmensa cama, de dorado co-pete y salomónicas columnas, vio a una mujerde faz amoratada, con el seno descubierto, losojos casi fuera de las órbitas y la lengua entrelos dientes. Se lanzó Santiago a socorrerla, perola rigidez de la muerte endurecía ya sus miem-bros. Arrodillado al pie de la cama, Raimundoaterrado y suplicante, tendía a Santiago susbrazos, exclamando con desesperación: -¡Y ahora! ¡Y ahora! -A la noche -respondió lacónicamente el mo-zo-. Yo respondo. Esperad. No asustarse. Corrieron las horas del espantoso día, y sinabandonar a su amo ni un instante, Santiago leofreció, a falta de consuelos elocuentes, el de supresencia. Así que oscureció, habiendo despa-chado a la cocinera con un pretexto, se presentóarmado de una linterna, que confió al señorito,

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mientras él cargaba a hombros el frío cadáver.Y al través de los vastos salones, en cuyas pa-redes la luz de la linterna proyectaba grotescasy trágicas sombras, bajaron a la cocina y de allípasaron a la "adega" o bodega. Las magnas cu-bas de vino añejo presentaban su redondo vien-tre, y en los rincones sombríos las colgantestelarañas remedaban mortajas rotas. Santiagodejó en el suelo a la muerta y señaló a un tonelde los más chicos, indicando a su amo que erapreciso moverlo para cavar debajo la fosa y queno se viese la tierra removida. Y el exánimeRaimundo tuvo que empuñar una barra dehierro y ayudar a desplazar el tonel. En seguidaSantiago cavó solo la hoya, ancha y profunda,rasando la

pared en sus cimientos. Mas para colocar elcuerpo necesitó Raimundo cogerlo por los pies,mientras lo llevaba por los hombros Santiago.Acabada la lúgubre faena, colmada la fosa, re-puesto el tonel en su sitio, Santiago vio que suamo se tambaleaba, y comprendiendo que no

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podía ya sostenerse, le cogió en brazos, le llevóa otra habitación, le echó en la cama, le hizobeber casi a la fuerza una copa de coñac, y leacompañó toda la noche. Al amanecer hizo unatadijo con las prendas que habían pertenecidoa la muerta, recogiéndolo todo, sin olvidar niuna horquilla, y, metiéndose en el bosque,quemó pieza por pieza y soterró las cenizas. Raimundo, a las pocas horas, tenía fiebre ydelirio. Santiago se apostó a la puerta del cuar-to para impedir que entrase nadie, cuidó a suamo lo mejor que supo y veló diez noches elagitado sueño del criminal. Convaleciente,aunque débil y abatidísimo, el señorito pudodisponer su marcha, y al tiempo de separarsede Santiago, su mirada se cruzó con la del Mu-do, cuyos ojos decían: "Ve tranquilo". Por entonces habló la prensa portuguesa deun suceso extraño: la misteriosa desapariciónde cierta bella dama, esposa de un personaje, yadorada por él, a pesar de la murmuración, quesiempre se ceba en la hermosura, la gracia y el

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talento. Sabíase que, habiendo salido sola deLisboa para pasar una semana en la quinta queposeía a orillas del Miño, la gentil vizcondesa,fue por la tarde a pasear sola también como decostumbre, diciendo a los criados que pensabadormir en otra quinta muy próxima, pertene-ciente a una anciana parienta. Sin embargo, altranscurrir cuatro o seis días y no saberse de ladama, los criados se alarmaron, y más al con-vencerse de que tampoco en la quinta próximala habían visto. Empezó el "tole-tole": se revol-vió cielo y tierra; hasta que se inquirió el para-dero de la desaparecida en el Brasil. Tiempoperdido: de la señora no se encontró ni rastro,porque nadie había de ir a buscarla en la bode-ga del pazo de Quindoiro, sepultada bajo untonel quecontenía muchos moyos de vino añejo. En cinco años lo menos no volvió Raimundoal pazo. Sin embargo, el tiempo y la impunidadiban calmando sus primeros terrores. Para dis-culparse, pensaba a solas que aquella mujer le

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había exaltado y puesto fuera de sí de celos conimprudentes revelaciones, con retos insensatos,con burlas inicuas. Sentía además la singularquerencia del asesino por el lugar donde come-tió el crimen. Por otra parte, sus intereses leobligaban a no abandonar el pazo enteramente.Se decidió... ¡Cosa rara! Lo único que le repug-naba cuando emprendió el camino, no era nientrar en aquella casa, ni ver aquella cama dedorado copete, ni beber el vino de aquella bo-dega..., sino tener delante a Santiago, al cómpli-ce y encubridor, al testigo silencioso, al que "losabía" y "lo callaba", y "lo callaría" aunque lesometiesen a prueba de tormento... Sin embargo, dirigióse al pazo Raimundo, y elleal servidor le recibió con muestras de alegría.Apenas se encontró a solas con su amo Santia-go el Mudo, abriéronse sus labios, y en tonohumilde, como quien se excusa, murmuró muybajito: -Señorito...: puede... venir aquí... cuando gus-te..., sin aprensión. Ya "no hay nada"... Este año

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por la Pascua, moví la cuba, y "todo" lo saqué...Tenía encendido el horno... "Lo" metí en él...,que no quedó... señal... ni miaja. Ni Dios, conser Dios, descubre aquí cosa ninguna. Ni latierra lo sabe... ¡Venga cuando le parezca..., sincuidado! Raimundo respiró hondamente. De su pechose quitaba algo muy pesado, muy frío, muyhondo; una lápida que le oprimía los pulmones.Ya nunca podría su crimen arrastrarle a laafrenta, y quizá al patíbulo. La aprensión de lossentidos que confunden el cuerpo del delito conel delito mismo, contribuía a persuadirle deque, borrada toda aquella huella, estaba absuel-to el asesino. No obstante, aún había en el pazo una sombra,una negra proyección de aquel ignorado dra-ma, algo en el ambiente que ahogaba al señori-to y no le permitía saborear la tranquilidad y elreposo... A los pocos días de la llegada, llamando a San-tiago a su aposento, Raimundo le ofreció una

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razonable suma, significándole que debía irse aBuenos Aires, reunirse con sus hermanos y la-brarse, cual ellos, un porvenir. Bajo la morenapátina de su tez de labriego, Santiago palide-ció...; pero no replicó palabra. El instinto deperro fiel que le había guiado para ocultar elatentado del señorito, le decía ahora que estor-baba en el pazo, y que la única memoria de lafatal noche era él, el Mudo, el que conservabaen sus pupilas reflejos de la maldita linterna, yen sus manos partículas de polvo de la fosa... A bordo del navío que tripulaba emigrantes,ninguno más triste, ninguno más callado, nin-guno más hosco que Santiago el Mudo. Hastaque pierde de vista la costa no aparta los ojosde ella: así que en las nieblas del horizonte seoculta la verde patria, Santiago se sienta sobreun lío de cordaje, y alzando las rodillas con losbrazos, mete la quijada en el pecho y permane-ce inmóvil, indiferente al bureo y a los cantaresde los que también se van muy lejos, muy lejos,a desconocidos climas...

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Por lo que respecta a Raimundo, se ha casadoy veranea en el pazo con su mujer e hijos. "El Imparcial", 4 de septiembre de 1893.

La pasarela

En el muelle, en fría noche de un noviembretriste, un grupo de señoritos locales aguardabala llegada del vapor que traía a la compañía deopereta italoaustríaca desde la ciudad depar-tamental. Eran tres o cuatro, entre pipiolos y solterones,aficionados al revuelo de las enaguas de sedaque "frufrutan", a los trajes de funda indiscretay a los olores de esencias caras, con otras seriede ideales de ardua realización en la vida diariade una capital de provincia, donde hasta lovedado reviste formas de lícito aburrimiento. Ya los señoritos, continuamente dedicados a lacontemplación de postales iluminadas y prime-

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ras y aun segundas planas de periódicos ilus-trados, soñaban con ver en carne y hueso a lasdeslumbradoras.

Mientras paseaban arriba y abajo, soplando ymanándoles de la nariz aguadilla, para no sen-tir tanto en los pies la humedad viscosa de lastablas, al través de cuyas junturas entreveían elagua negra y oían su quejido sordo, cambiabanimpresiones sobre motivos de noticias recogi-das aquí y acullá. Además de algunas chiquillasdel coro, había dos mujeres super: la primeraactriz y la genérica o graciosa. Se comparabanlos méritos de ambas: la primera vestía de unmodo despampanante, al estilo parisiense ge-nuino; tenía una pantalla espléndida, una exu-berancia de formas... Pero, objetaban los parti-darios de la genérica -a la cual no conocían sinopor sus retratos-, estaba ajamonada, mientras laotra, la Gnoqui, la Ñoquita, era una especie dediablillo pequeño y vivaracho, sugestivo hastalo increíble, que bailaba como un trompo loseternos valses del repertorio nuevo. Y se enta-

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blaba una vez más la constante disputa, queentretenía muchas tardes y no pocas noches losocios de latertulia de la Pecera: cuales valen más, si las delibras o las menuditas y flacas. Si recogiesen las disertaciones sobre este pun-to controvertible, llenarían varios abultadostomos. Ahora se repetían por millonésima vez loschistes, las pullas, los comentarios. Mauro Pare-ja, solterón empedernido, partidario de las di-minutas, que él llamaba "cominillos picantes",fue el primero que señaló, entre las oscuridadesde la brumosa lejanía, la luz del vapor, comouna pupila de cíclope que creciese y se trocaseen faro. Fondeó presto, arrimando al muelle lobastante para desembarcar sin necesidad deotra embarcación. Hacíase el desembarco por medio de estrechatabla, que, apoyándose en el puente de vapor,descansaba en el borde del muelle. Salieronprimero los hombres de la compañía, envueltos

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en viejos abrigos, en bufandas lanudas, deste-ñidas, cubiertas las cabezas con gorrillas pobresy sombreros abollados; luego empezó el desfilede las mujeres, dificultoso, por la "pasarela"angosta, resbaladiza. Caminaban despacio, conprecauciones, porque un paso en falso sería lacaída, al agua sombría, honda, que palpitabaencerrada en el estrecho espacio comprendidoentre el costado del vapor y el muelle. Los gri-tos que les daban desde tierra, encargando cui-dado, las aturdían más, y la luz deslumbraba,dando directamente en sus ojos.

-¡Eh, sentad bien el pie! ¡Despacio!

Ya en el grupo de los calaveras, la curiosidadcedía el paso a cierta compasión: un comienzode sentimiento humano, piadoso, despertábaseen las almas. Aquellas mujeres, que, engarita-das en sus abrigos maltratados por el uso y losviajes, temblaban sobre el peligroso paso, apesar de su ágil ligereza de danzarinas de ofi-cio, no eran las atrayentes heteras que se pro-

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metían, sino unos seres que, para comer pan,sufren y luchan. -¡Vida perra! -murmuró Primo Cova, ya sinhumor de chirigotear. -Y diga usted que salgan de ahí sanas y salva...-advirtió Landín, otro calaverilla profesional,asaz inofensivo. -Bueno, todo sería un baño... -No -intervino Pareja-; sería "más"... Si se caealguien a esa rinconada, queda debajo del bar-co, y no hay modo de intentar el salvamento,porque falta materialmente sitio para revolver-se. Casi en el mismo instante de decirlo corrió unrumor. -La Ñoquita... Ahora sale la Ñoquita. Con paso de sílfide, graciosa como un mucha-cho bajo su caprichosa gorra escocesa, sumidaen enorme boa de piel rizada, del cual sóloemergía la nariz picaresca y el toque luminosode dos bucles rubios flotando en la sien, la ac-triz corría ya por la "pasarela", sobre los altísi-

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mos tacones de sus zapatos americanos, que lehacían pie de niño, tobillos flacos de traviesocolegial. El temor de los espectadores convirtió-se en interés de otro género. La Ñoquita les caíabien desde el primer instante, les llenaba elojo... Y aún no habían tenido tiempo de comu-nicarse la impresión, cuando, ¡plaf! Fue el si-niestro ruido sordo, fue la visión fugacísima,imprecisa de la desaparición de la mujer; fue la"pasarela" vacía y el chillido estridente de lascompañeras, ya en salvo en el muelle...

Y transcurrían los segundos, y nadie se deci-día a nada. Abajo, en el pozo de sombra cir-cunscrito entre el vapor y el paredón del muellealgo se agitaba confusamente; el agua, un mo-mento, entreabriéndose, dejó ver una manchablanca; más que rostro humano, era mascarillade pierrot trágico, la mueca de la muerte...Arriba se agitaban, gritaban en vocerío confuso,mareante, empujándose, enloquecidos, dandocada cual su opinión, sin entenderse.

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-Una cuerda... ¿No hay una cuerda, paraecharla? -Que haga máquina atrás el vapor... Está ence-rrada ahí en un calabozo... -Que baje un hombre, y con una soga desdeaquí le sostendremos. -¡Eh! ¿Está por ahí Travancas? ¿Está Jolipé? Y ni Jolipé ni Travancas aparecían, y los se-gundos se agregaban a los segundos en aqueltrágico instante, en que cada segundo tenía tanenorme valor, y habría al fin un segundo quefuese el decisivo, el inexorable... Las exclama-ciones italianas de los cómicos, su mímica des-esperada aumentaba la confusión. Y caminaba,indiferente, el tiempo, y todos comprendíanpor instinto que, ganándolo, la actriz se salva-ría; y se malograba la ocasión, sin que una vo-luntad se impusiese, sin que el salvamento seiniciase siquiera... La cara blanca asomó un ins-tante, entre otro rebullir de agua salobre; asomócomo el vientre de un pez muerto ya; y era evi-dente, para los que entendían de tales asuntos,

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que la Ñoquita no podía subir a la superficie,sacar los brazos, defenderse por falta de espa-cio, encajonada como estaba, y además agobia-da, presa en la cárcel de paño de su abrigo... Y la sacaron, sí: la sacó al cabo Travancas, elmocetón botero del muelle, que acudió a losgritos; no se sabe cómo, descolgándose por lapared viscosa, braceando abajo como un perrode aguas, y confesando al subir, entre blasfe-mias, que nunca había realizado más peseterafaena... Todo, para traer arriba ¿qué?.. No hubomedio de reanimar a la Ñoquita. Acaso un se-gundo antes... El grupo de señoritos se retiró de allí con lasorejas gachas. Una boca oscura les había sopla-do aliento de hielo sobre el corazón. Y Parejaresumía las tétricas impresiones de la noche enesta vulgaridad: -No somos nada...

Doradores

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Alrededor de la fábrica -una fábrica elegante,de marcos, molduras y rosetones dorados, enmate y brillo- apostóse el nutrido grupo dehuelguistas. A media voz trocaban furiosasexclamaciones y sus caras, pálidas de frío y deira, expresaban la amenaza, la rabiosa resolu-ción. Que se preparasen los vendidos, los trai-dores que iban a volver al trabajo, no sin darseantes de baja en la sociedad El Amanecer. Algunos de estos vendidos, deseosos de ganarpara la olla, habíanse aproximado con propósi-to de entrar en la fábrica, y ante la actitud nadatranquilizadora del corro vigilante, retrocedie-ron hacia las calles céntricas. Conversabantambién entre sí: "Aquello no era justo, ¡concho!El que quiera comerse los codos de hambre, otenga rentas para sostenerse, allá él; pero cuan-do en casa están los pequeños y la madreaguardando para mercar el pedazo de tocino ylas patatas a cuenta del trabajo de su hombre...hay que arrimar el hombro a la labor". Hasta

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hubo quien refunfuñó: "Con este aquél de lassociedades no mandamos, ¡concho!, ni en noso-tros mismos..." Melancólicos se dispersaron a laentrada de la calle Mayor para llevar la malanoticia a sus consortes. Los huelguistas no se habían movido. Nadielos podía echar de su observatorio; ejercitabanun derecho; estaban a la mira de sus intereses.Y uno de ellos, mozo como de veinte años, tuvoun esguince de extrañeza al ver venir, de lejos,a una chiquilla rubia -de unos catorce, o que, ensu desmedramiento de prole de obrero, los re-presentaba a lo sumo-, y que, ocultando algobajo el raído mantón, se dirigía a la fábrica deun modo furtivo, evitándolos. -¡Ei!, tú, Manueliña, ¿qué llevas ahí? Sin responder, echóse a llorar la chica, anhelo-sa de terror. Y, al fin, hollipó: -¡Me dejen pasar! ¡No hago mal! ¡Me dejen! Unas manos fuertes, gruesas, desviaron elmandilillo, descubrieron el contrabando: la

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ollita desportillada, con el guiso de patatas ba-zuqueando en su salsa clarucha. -¿Está tu abuelo dentro? -interrogó, con gra-vedad, el que parecía capitanear a los otros. El llanto de la niña fue entonces desesperado.Ahogándose, repetía: -¡Mi abuelo no hace mal! ¡No hace mal a na-die! Un molinete rápido lanzó el puchero a estre-llarse contra la pared de la fábrica, pringándolade pebre, y una voz ronca pronunció, echandoun vaho de cólera aguardentosa a las mejillasde la mujercita: -Anda, entra y dile a ese viejo chocho que porhoy se le perdona la cochinada; pero que simañana viene a la fábrica... que sepa lo que leespera. A la hora de salida todavía el grupo, releván-dose y turnando, permanecía frente a la puerta;pero la fatiga, el tedio y esa ira reconcentradaque infunden la espera y la calma indiferentede las cosas, la contemplación de paredes, de-

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trás de las cuales está nuestro destino y an-helamos forzar o arrasar, habían comunicadoexpresión más sombría a los rostros, palidezmás biliosa a las frentes, a los ojos fulgor másiracundo. Y hubo un clamoreo de indignacióncuando vieron salir a Pedro Camino, el únicodorador que, adelantándose a la hora de entra-da, los había burlado y venía a cumplir su ta-rea. Era un anciano como de setenta años, to-davía robusto, de barbas blanquísimas, caravenerable de santo de retablo de aldea. Coninvoluntario respeto se contaba de él que noprobaba el vino ni el aguardiente. Era de castalabriega, fuerte, sencilla y sobria; no conocíamás que su obligación, su contrato, su oficio. Ymiró hostilmente a los que hacían guardia, a losque habían roto supuchero, estropeando su almuerzo, amenazadosu vida. -Aquí estamos, Pedro -exclamó el jefe, en tonosemiconciliador, semienojado-. Ya le diría Ma-nueliña nuestro acuerdo, ¿eh? Hasta acabar la

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huelga no trabaja nadie, y a quien trabaje le hade pesar. El viejo se cuadró, sin miedo. Cruzóse de bra-zos, mirando al jefe con fijeza, casi despreciati-vo, y al cabo, entre el silencio expectante delgrupo, profirió: -Entonces a vuestra casa iré a cobrar el jornal,que lo precisamos yo y mi nieta para la comida. -¿Y nosotros, no lo precisamos? -saltaron al-gunos, airados, más que en las palabras, en elademán. -Eso hijos, allá vosotros... Seréis ricos, cuandopasáis sin trabajar los meses... Yo soy pobre;pobre nací y pobre he de morir; sólo que, mien-tras viva, a Manueliña no le faltarán unas pata-tas, ni un cuarto para dormir, ni toquilla para elcuello. Y no se irá a perder, como otras... La alusión era sangrienta: referíase a uno delos del grupo, y hería más, por lo mismo que,realmente, el obrero no tenía culpa de la con-ducta de su mujer, si no se llama culpa al defec-tillo de la afición a bebidas fermentadas.

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-No se ande con bromas, Pedro -insistió el jefe,en tono significativo-. Fíjese en lo que hace y enlo que habla, que a sus años los hombres debentener mucha prudencia, pero mucha. No pro-voque a la gente trabajando cuando todoshuelgan. Si no mirásemos a la edad se lo diría-mos de otro modo; y piénselo bien, y quédeseen su casa, porque mañana no se le consienteentrar, ¿lo oye?

Mientras el jefe hacía estas advertencias, elgrupo rumoreaba en marejada de furia. Ibanarmados de estacas y, no pudiendo desahogarcontra nadie más, empezaban a encolerizarseespecialmente con el viejo terco.

-No sois nadie -gruñó él- para consentir o noque yo entre. ¿Soy vuestro esclavo, por si aca-so? Ahora es cuando os digo que entraré, y si espreciso, pediré ayuda a la autoridad. ¡Pueshombre!

Cuando esto decía enérgicamente Pedro, deuna calleja próxima desembocó Manueliña.

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Venía color de yeso temblorosa. Y lanzándosehacia el grupo, gritó: -¡Socorro, vecinos! ¡Matan a mi abuelo! La verdad era que nadie le había tocado aún alpelo de la ropa. Los huelguistas enseñaban losdientes, sin decidirse a morder; y dijérase quemisteriosa valla de veneración a la ancianidad yal derecho de aquel hombre, que no pedía sinotrabajar para mantener a una niña, los contenía,obligándoles a permanecer a cierta distancia, apesar de las crispaciones de sus puños en tornodel garrote, que deseaban blandir. La llegadade Manueliña, al pronto, los distrajo; fue unanota patética, a que sus almas respondían. Lacriatura acudía en defensa de su único amparoen el mundo, de su abuelo. En sus ojos habíaextravío de locura. Un huelguista hasta la con-soló. -No hay duda, Manueliña; con tu abuelo nadiese mete... En el mismo momento, y sin duda atraídospor los gritos de la muchacha, apareciéronse

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por allí cuatro guardias y un cabo de ronda.Venía la fuerza pública como a remolque, nadadeseosa de emprender cuestión, porque aque-llos enredos de huelgas eran el diablo, y el quemás y el que menos de los guardias es amigo,vecino, compadre de alguno de los amotinados;pero, al fin, tenían órdenes, y venían a ver quédemontre pasaba allí. Como viesen que nadapasaba realmente, retrocedieron, y se enhebra-ron por una de las callejuelas, afectando pru-dencia, y disimulo. Pero su presencia como unlatigazo, había embravecido a los huelguistas. -A nosotros no nos meten miedo los guardias. -Ya no falta más que echarnos encima la fuer-za. -Los más bribones son los hijos del pueblo quela llaman... -¡Concho con los vendidos! Y como el tío Pedro, a quien tiraba de la man-ga Manueliña, iniciase el movimiento de quererdesfilar, uno de los huelguistas -el aludido porel viejo al hablar de mujeres que se pierden-

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enarboló la estaca, y fue tan bien asentado elprimer golpe, que partió el cráneo del viejo,haciéndole caer como acogotado buey. Lo quesiguió tuvo los caracteres de esa epidemia, deese contagio homicida que, en un momentodado, se apodera de las multitudes. Veinte es-tacas cayeron sobre el cuerpo, y una alcanzó ala niña, que valiente como cachorrillo de león,interponía su débil corpezuelo para resguardaral abuelito. Cuando llegaron corriendo, revól-ver en puño, los guardias, todavía alentabaPedro Camino. No murió hasta el día siguiente,en el hospital.