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ESTE CAPÍTULO (El Liceo-El Servicio Militar-Mi Primer Empleo) forma parte de una autobiografía que escribí a petición de mi hija Silvia, que vive en Bolonia, Italia, para que tuviera alguna idea de cómo era mi vida antes de conocer a su madre. Por eso hay algunas referencias a la vida inglesa de mi tiempo que parecen dirigidas a una persona extranjera. He adoptado una aproximación un tanto anecdótica, pero quiero subrayar que todo lo que cuento es absolutamente verdadero: la realidad tiene mucha más imaginación que nosotros. Donald L. Shaw Autobiografía Para mi hija italiana UN DÍA DE 1942 nos tocó escoger una segunda lengua moderna. A los diez años había empezado el francés y el latín, lo que impresionaba a mis padres que no hablaban ninguna lengua extranjera. Me puse en fila delante de un extraño enano simiesco que tenía fama de excéntrico incluso en el mundo de estrafalarios que era la escuela secundaria del barrio que frecuentaba. Eran los años de la guerra. Los profe¬ sores jóvenes habían sido llamados a las armas y fueron reemplazados por viejos jubilados y ¡mujeres! ¡En una escuela de chicos! Me enamoré locamente de la nueva profesora de latín y esperaba con impaciencia las clases de biología en las que abrumamos a la profesora con preguntas acerca del sexo. A la distancia de sesenta años me doy cuenta de que la pobre sabía menos que nosotros. No importaba. Estábamos hablando de cosas sucias ¡con una mujer!

DÍADE tocó segunda lengua

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ESTE CAPÍTULO (El Liceo-El Servicio Militar-Mi Primer Empleo) forma parte de una autobiografía que escribí a peticiónde mi hija Silvia, que vive en Bolonia, Italia, para que tuviera alguna idea de cómo era mi vida antes de conocer a su madre.Por eso hay algunas referencias a la vida inglesa de mi tiempo que parecen dirigidas a una persona extranjera. He adoptado unaaproximación un tanto anecdótica, pero quiero subrayar que todo lo que cuento es absolutamente verdadero: la realidad tienemucha más imaginación que nosotros.

Donald L. Shaw

AutobiografíaPara mi hija italiana

UN DÍA DE 1942 nos tocó escoger una segunda lenguamoderna. A los diez años había empezado el francés y ellatín, lo que impresionaba a mis padres que no hablaban

ninguna lengua extranjera. Me puse en fila delante de unextraño enano simiesco que tenía fama de excéntrico incluso enel mundo de estrafalarios que era la escuela secundaria delbarrio que frecuentaba. Eran los años de la guerra. Los profe¬sores jóvenes habían sido llamados a las armas y fueronreemplazados por viejos jubilados y ¡mujeres! ¡En una escuelade chicos! Me enamoré locamente de la nueva profesora delatín y esperaba con impaciencia las clases de biología en lasque abrumamos a la profesora con preguntas acerca del sexo. Ala distancia de sesenta años me doy cuenta de que la pobresabía menos que nosotros. No importaba. Estábamos hablandode cosas sucias ¡con una mujer!

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No había tal en la clase de español. Elenanito pertenecía a la secta de los bautistas y nosadvirtió desde la primera clase: «Yo señores, seréun pastor bautista, ¡pero no soy un imbécil!» Y noera un perezoso. Era un ex empleado del Banco deLondres y Sudamérica y nos divertía con historiasde sus aventuras en las selvas de Centroamérica.Pero mientras tanto se revelaba un cómitre. Conél hice seis años de español. Se trataba de obteneruna beca del estado para entrar en la universidad.Conforme avanzamos en el dominio de la lenguaél empezaba a dividir las palabras en palabrascomunes y palabras dignas de un becario. Nohabía que escribir «a la luz del sol»; había queescribir «En la plena refulgencia del sol», etc. Alos dieciocho años escribía un español estrambó¬tico, lleno de floripondios y a veces arcaísmoscervantinos que, sin embargo, escrito por un

colegial, electrizaba a los examinadores. Ademásleíamos de todo. Me veo todavía en pantaloncitoscortos, estudiando La prudencia en la mujer deTirso, o El licenciado Vidriera de Cervantes. Eragrotesco. Pero producía el resultado deseado.Entonces había dos exámenes importantes. Uno sedaba normalmente a los dieciséis años. Era el«Matric» que en el pasado servía para matricularseen la universidad. En los años cuarenta servía sólopara dejar la escuela secundaria con un diploma.Naturalmente había que dar un examen oral enespañol. El examinador era el temible EduardoSarmiento de la Universidad de Gales, uno de losfundadores del hispanismo moderno británico.Nos recibió uno a uno en una sala de laUniversidad de Manchester. Fue la primera vez

que pisé las aulas de la que iba a ser mi alma mater.Me dio una hoja impresa con un trozo de prosa

que había que leer en voz alta. Lo reconocí.Pertenecía a La hermana San Sulpicio de PalacioValdés. Se lo dije. El catedrático (era la primeravez que yo hablaba con un auténtico español) memiró estupefacto. Supongo que era yo el únicochico inglés en aquel momento capaz dereconocer un párrafo de Palacio. Me pidió elnombre del personaje central de la novela. Se lo diy me despidió. Naturalmente recibí plenos votos.Supongo que desde aquel momento mi destinoestaba señalado: sería un hispanista. Más tarde,tras un montón de lecturas de los románticos,Galdós, Clarín, Pardo Bazán, los noventayo-

chistas, y hasta Echegaray y Marquina (lo digo convergüenza) conseguí la beca y comencé afrecuentar el departamento de español de laUniversidad de Manchester.

Eran los años de oro del departamento. El jefeera un perezoso de primera, sin publicaciones y sinprestigio intelectual, pero simpatiquísimo. Habíareunido en torno a sí a algunos de los hispanistasmás insignes de Gran Bretaña en aquel momento,entre ellos Brian Tate uno de nuestros medievalistasmás conocidos, luego miembro de la AcademiaBritánica, González Muela, cuyo libro sobre lalengua poética de la generación de Guillén y Lorcaes un clásico, Margaret Borland, muy conocida ensu época por sus estudios del teatro del Siglo deOro, y varios otros. Les admiro, pero no eran ellosmis gurus. Los azares de la vida habían llevado aManchester a un ex oficial (se decía) del ejércitorepublicano durante la Guerra Civil, un tal JoséMeana, hombre de gran urbanidad, impecable¬mente vestido, afable, lleno de humorismo y

profundamente intelectual. Como el jefe del depar¬tamento, era tremendamente perezoso y nuncaescribía nada. Pero yo le adoraba. Cuando mástarde me di cuenta de que sus colegas le menospre¬ciaban, la noticia me hirió profundamente. Iba atodas sus clases, a pesar de que él nunca preparabanada, y cuando, para redondear su salario, empezóa dar clases de extensión universitaria me matriculéen el acto. Con él empecé a estudiar la literaturaargentina. Recuerdo que pidió de la universidad deLondres un libro de cuentos que contenía algunosde Borges. Yo no podía saber que, andando eltiempo, me convertiría en un profesor de literaturalatinoamericana, conocería a Borges y escribiría un

par de libros sobre su obra. Lo que sí sabía, era quequería ser como Meana: un profesor universitario.Mientras terminaba mi primera licenciatura, leofrecieron un puesto en la Unesco, en París, y loaceptó. Días antes de marcharse me encontródelante de la Facultad de Letras. Estaba conmo¬

vido. Me dijo que sabía que cometía un error; debíaquedarse como profesor. Pero la idea de vivir enParís y de cobrar un salario alto le sedujo. Habíalágrimas en sus ojos. Me hizo una enorme impre¬sión. Decidí conseguir el grado de «Magister», elpaso anterior al doctorado, y seguir la carrera deprofesor de español.

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Gracias a Dios habían ganado en laselecciones los laboristas y las puertas de las univer¬sidades se abrieron de par en par a todos los nuevoslicenciados con buenos votos que querían seguirestudiando. La enseñanza era gratuita y gozábamosde pequeñas becas que nos daban de comer. Ahora,para ir a España, había que conseguir un trabajo yahorrar. Tenía amigos que cabalgaban camellos yelefantes en el circo permanente de la ciudad,mientras otros trabajaban en bares y hoteles. Yocuidaba a sifilíticos en un hospital de las afueras ycuando morían preparaba los cadáveres para elempleado de las pompas fúnebres a cambio de unapropina. Una vez, durante una tempestad de nieve,un colega llevaba un cadáver al depósito en unacamilla con ruedas. A causa de la nieve, se obstru¬yeron las ruedas y la camilla se vino abajo demanera que el cadáver cayó a tierra. El empleadoperdió la cabeza y huyó a casa. Horas más tarde sumujer nos advirtió de lo sucedido. Pero mientrastanto el cadáver había quedado cubierto de nieve y

algún entrometido devolvió la camilla al pasillo sinpreguntarse por qué estaba en el patio. Le tocaba aljefe de la sala decidir lo que se tenía que hacer. Novaciló; convocó al personal entero y nos condujoabajo. Formamos una cadena humana y empezamosa atravesar el patio hasta que alguien tropezó conel muerto. Durante años he ido contando laanécdota a mis clases para que aprendiesen lo quesignificaba hacia medio siglo ganarse el dineronecesario para frecuentar la Biblioteca Nacional deMadrid y preparar una tesis universitaria.

Necesitaba encontrar un tema para la Tesisde Magister. La encargada de literatura peninsularmoderna era una de las mujeres más hermosas querecuerdo haber encontrado. La Profesora Raventósera una escocesa, casada con un ingeniero español,que vivía en la zona elegante de la ciudad (si es queManchester tiene una zona elegante). Me convocóa su casa para discutir el asunto. Fui temeroso, nosólo por el hecho de visitar a una mujer tan esplén¬dida, sino porque yo estaba totalmente en ayunasde lo que se llama buenos modales. La idea de cenaren un ambiente alto burgués me llenaba de terror,pánico. No era necesario. La vertiginosa señorahabía preparado un inmenso salmón que llevó a lamesa en una fuente enorme. Su marido, de quienme acuerdo con gratitud, se levantó, cogió un

cuchillo y solemnemente dividió el salmón en tresporciones. Hubo un silencio amenazador. Luego laseñora, todavía en total silencio, dividió la porciónmás pequeña en tres trozos (todavía grandes) y nossirvió. Supongo que en lo sucesivo nunca permitióa su marido olvidarse de aquel momento. Pero mesalvó. Nadie se fijaba en mi manera de comer.Después de la cena, el pobre marido se retiró másque deprisa y me quedé con la señora deslum¬brante, que no veía el momento de echarme ydespedazar a su esposo. Me dijo imperiosamente:«El tema de su tesis será la técnica narrativa de

Baraja». Bajé la cabeza y me marché. En el tren seme ocurrió que quizás no había debido comeraceitunas antes de cenar y lanzar los huesos a lachimenea.

Inmediatamente me puse a leer las obrascompletas de Baraja y a pasar revista a la crítica.Pero sabía que, agotados los recursos de la biblio¬teca universitaria, tendría que ir a Madrid para

trabajar en la Biblioteca Nacional y en las hemero¬tecas. En la primavera de 1953 me instalé de nuevoen la pensión barata en la Travesía de San Mateo,cerca de la Calle de Barquillo que había empezadoa frecuentar un par de años antes. Estaba llena deestudiantes golfos, otros que habían venido aMadrid para hacer oposiciones y empleadoshumildes: todos hombres; no recuerdo ningunachica. Formábamos una pandilla de noctámbulos ybebedores en los bares del centro, con alguna queotra fiesta improvisada en la pensión misma. Sebajaba en una cuerda del balcón la clásica cesta queel camarero del bar de enfrente llenaba de botellas

y meriendas. El dueño llegaba con su guitarra eíbamos adelante contando chistes, cantando, inter¬pelando a los transeúntes abajo en la calle y moles¬tando a los vecinos con el ruido, hasta horas tardí¬simas. Sin embargo, la mañana siguiente me encon¬traba indefectiblemente en la Biblioteca. Noexistían fotocopiadoras. Pasaba horas esperando loslibros de crítica, tomando notas y escribiendoprimeras versiones de lo que más adelante seríancapítulos de la tesis. Naturalmente, quería tambiénvisitar a Baraja. Me dirigí a González Muela. Medijo que conocía a un crítico de Baraja que sin dudame llevaría a su tertulia. Días más tarde me

apersoné en la casa madrileña de este señor y leexpliqué mi problema. Resultó que era un

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panadero, y que había publicado en una revista delgremio un breve artículo sobre la juventud deBaroja cuando éste dirigía una panadería depropiedad de un pariente. Me mostró con visibleorgullo el artículo, que había hecho encuadernarlujosamente. Le dije que constituía una contribu¬ción de inestimable valor a la biografía de Don Pío,y que figuraría en el primer plano de mi tesis.Quedamos en que pronto me llevaría a la casa deBaroja. Días después, efectivamente, se efectuó lavisita. Para mi compañero resultó catastrófica. Seanunció como el autor del artículo antes mencio¬nado y se lo mostró orgullosamente al escritor. Este,a quien evidentemente le molestaba toda referenciaa un período de su vida que prefería olvidar, leinformó secamente que el artículo era una imperti¬nencia, con lo que el panadero pensó bien deretirarse. Conmigo Baroja se mostró muy compren¬sivo. Me habló de sus visitas a Londres y deDickens, y se interesó por el tema de mi tesis. Cogíla oportunidad de preguntarle cómo escribía. Mecontestó que fumaba cuatro pitillos por capítulo yse negó a añadir más. Volví a visitarle varias vecesmás, siempre con éxito negativo en cuanto a misintentos de sacarle datos sobre su técnica literaria.No me importaba; fue la primera vez que meencontraba en la presencia de un escritor impor¬tante. Al darse cuenta de que había leído casi todolo que él había publicado, me hablaba de la compo¬sición de sus memorias que en muchos momentosevocaban las circunstancias en que había escritosus novelas, de sus amistades y enemistades litera¬rias, y de sus apuros durante y después de la GuerraCivil. En mi última visita le pedí permiso parareferirme a nuestras conversaciones en mi tesis. Meautorizó a incluir todo lo que quería, «y si no basta»,añadió «usted lo hincha». En aquel entonces las dosrevistas académicas más importantes para el hispa¬nismo en inglés eran la Hispanic Review de laUniversidad de Pennsylvania y el Bulletin of SpanishStudies de la de Liverpool. Ambas aceptaronartículos sobre Baroja que había tomado de mi tesis.Había dado el primer paso en la carrera. Ahora metocaba el servicio militar.

A todos los estudiantes varones sobresa¬lientes les convocaban a Londres a ver si tenían loque se llamaba «cualidades de oficial militar».Todavía no he descubierto lo que son, ni mucho

menos cómo se descubren de antemano. Pero elsistema funcionaba así: uno por uno nos introdu¬jeron en una sala de un edificio en el centro deLondres que estaba llena de pelotas de fútbol, palosde golf y de hockey y toda clase de objetos relacio¬nados con los deportes. Vaya uno a saber para quéservían en aquella zona. Quizás era el depósitodeportivo del Ministerio de Aviación. En medio dela sala, sentado detrás de una mesita, un coronel enuniforme me esperaba. Me di cuenta de que era laprimera prueba. No perdió tiempo: «¿Qué deportespractica usted?», me preguntó. Me sentí perdido.Había pasado los seis años anteriores en salas declase y en bibliotecas. Hasta el día de hoy no sédónde están los campos de deportes de laUniversidad de Manchester. Se trataba de mentir,

pero ¿cómo? En el fondo la dificultad no era muygrave. En Gran Bretaña todo (ya lo sabía) secimenta en el esnobismo. ¿Cuál es el deporte másesnob? Aparte quizás del polo, es el rugby. Sinvacilar, contesté «Principalmente, rugby». Elcoronel me miró con incredulidad. Alto, delgado,con un peso máximo de sesenta y seis kilos yo eratodo lo contrario de un típico jugador de rugby.«¿En qué posición?» Ahora sí empezaba a sudarfrío. No sabía absolutamente nada de rugby, salvoque en los libros de aventuras ingleses el héroesiempre se destacaba como «hooker». «Hooker»,contesté. El coronel repitió la palabra en un tonoque no dejaba lugar a dudas. No me creía. Jugué miúltima carta. En Gran Bretaña todo lo que es profe¬sional está mirado con desconfianza. Hay que ser

aficionado. Hace años los profesionales de cricketse llamaban «jugadores»; los aficionados sellamaban «caballeros». Me apresuré a clarificar elasunto. «Mire usted», le dije «no me refiero a un

equipo conocido. Se trata de 'coarse' rugby, el rugbycon cualquiera, con equipos 'scratch', grupos deamigos que juegan espontáneamente los sábadospor la tarde por amor al deporte». Había dado conlas palabras mágicas: «coarse», «scratch». Elcoronel sonrió. De ser un latino me hubieraabrazado. Siendo inglés, se limitó a darme un

apretón de manos. Visiblemente tenía cualidadesde oficial. Me mandó a otra oficina donde me

encontraba en compañía de otros elegidos, todoslos cuales parecían apenas salidos de las duchas dealgún club de deportes. Era deprimente. Me sentíun gusano. Pero ya era tarde. Me dieron un billete

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de tren desde Manchester a Boston en Lincolnshirey me mandaron a casa.

Poco después, en el otoño de 1955 meencontré en un tren local que iba al campamentodonde funcionaban los cursos de preparación paraoficiales. Estaba lleno de reclutas y me guardé biende mencionar que iba como cadete. Hablaban de susúltimos días de libertad y del número de orgasmos

que habían tenido antes de marcharse de casa.Algunos se habían casado exclusivamente (decían)en vista del aumento de paga que correspondía a losreclutas casados. Uno nos mostraba que llevabapuestas las bragas de su nueva mujer como recuerdode la luna miel. «¿Qué tal el matrimonio?»Alguienle preguntó. «Habría que cortarle las orejas a tumujer y cosérselas al culo», contestó el aludido, «Asíuno tendría algo a que agarrarse.» Hice una notamental. En Boston losreclutas se pusieron enfila y se marcharon a

pie al campamento. Anosotros los cadetes nos

llevaron en un camión.

Mis compañeros detren nos miraron con

odio. En las salas dedormir del cuartel hacíaun frío horroroso. Cadasala contenía catorce

cadetes. Siendo ingleses,normalmente habríamostardado semanas en

entablar relaciones de amistad. Pero no era una sitúa-ción normal. Nos organizamos en grupos y fuimosa buscar combustible para las dos estufas denuestra sala. Dimos con un depósito de carbónrodeado por un muro con alambradas. Era poco

para desanimar a jóvenes dotados de cualidades deoficiales. Primero robamos algunos cubos y luegocon saltos acrobáticos los más atléticos superaronel muro y llenaron los cubos de carbón. Yo me

quedé como mero espectador y los demás memiraron mal. Pero una vez en la sala nadie sabíacómo hacer funcionar las estufas. Mientras

ensayaban varios experimentos, descubrí unas latasde cera para el piso. Vacié una lata en una de lasestufas, añadimos carbón y pegamos fuego a lacera. Hubo una serie de sonidos siniestros, seguidos

por una gran llamarada. Diez minutos después lasestufas funcionaban magníficamente. Alguiendescubrió que se podía comprar latas dehabichuelas en una tienda en el campamentomismo. Las calentamos con las planchas eléctricasque servían para nuestros uniformes. La primeranoche dormimos ahitos y calientes. El día despuésempezó el purgatorio.

Supongo que todos los cursos de preparaciónde oficiales serán más o menos similares. Se trata dedesmontar la personalidad de los cadetes, y una vez

que se les ha robotizado, se procede a reconfigurar sumentalidad según las necesidades de la vida militar.Para lograr tal propósito los tres meses del cursoacelerado que seguimos fueron pocos. Resistimoscada fase del proceso. Por otra parte lo que se tenía que

aprender (instrucción, uso y mantenimiento de lasarmas, etc.) era fácil y aveces incluso tenía su

lado divertido. Unoficial («que lleva eluniforme de la reina»)tiene que saber compor¬tarse como un caballero.Nos enseñaban el buen

comportamiento en lamesa, qué vinos habíaque beber con losdiversos platos, cómohabía que vestirsefuera del campamento(un sombrero era

imprescindible), cómo hacer imprimir las tarjetas devisita, sobre todo, cómo mantener insalvable elabismo que separa a los rasos (y fuera del campa¬mento a la plebe) de la gente de bien (o sea, denosotros). Mi acento plebeyo y mi falta de disposi¬ción para los deportes me daban cierta sensación deinferioridad. Pero paradójicamente, al momento degraduarme, de los sesenta y pico cadetes del cursoestaba entre los primeros veinte. Se me entregó un

pergamino aparentemente firmado por la Reina(supongo que se trataba de un timbre), que

empezaba con las palabras «A mi fiel y bien amadosúbdito Donald Shaw, saludos...» y me anunciabaque me otorgaba el rango de Subteniente deAviación. Todos somos súbditos, pero no todospueden gloriarse de ser fieles y bien amados. Algo es

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105 Donald L. Shaw

algo. Me destinaron, como era natural, a laenseñanza y me mandaron a un campamento cercade Londres para un curso de orientación. No perdí laoportunidad de pasar repetidas veces en uniformedelante del Palacio Real, para hacerme saludar porlos guardias. Durante la orientación nos explicaronque la enseñanza en la Aviación no ofrecía dificul¬tades. Se trataba de preparar a ciertos reclutasselectos para los exámenes de sargento. Tenían que

aprender a escribir partes para los superiores utili¬zando la jerga militar y otras cosas por el estilo. Siademás aprobaban ciertos exámenes estatales deinglés o de algunas asignaturas comerciales y tecno¬lógicas les correspondería un aumento de paga y

mejores posibilidades de promoción a sargentomayor, etc. El problema no tenía que ver con lasmaterias que se estudiaban; tenía que ver con elimpacto del profesor en la clase. Las clases con lasque nos ejercitamos estaban integradas tanto porreclutas varones como por personal de las fuerzasauxiliares femeninas. Me di cuenta en seguida de quela mejor manera de aprobar el curso de orientaciónera hacer llorar a las chicas. Mi piéce de résistence oclase demostrativa era la descripción de una corridade toros. Ante la imagen del pobre torero que orabaen la capilla antes de arriesgar la vida en la arena

para proveer medios de vida a su madre viuda y a sushermanitos pequeños, las de las fuerzas auxiliares sedeshicieron en lágrimas. Gané fama de buenprofesor. Según la posición que uno tenía en lagraduación final del curso, se tenía el derecho deescoger el campamento donde pasar el resto delservicio militar. Escogí un campamento en la costade Somerset, cerca de Bristol.

Los dos años que pasé allí trascurrierondemasiado rápidamente. No tenía mayores respon¬sabilidades, me gustaba la paga de oficial, eluniforme y el poco trabajo. Pero me preocupaba laperspectiva de buscar un puesto universitario alterminar el período del enganche. Por otra parte lavida militar tenía sus momentos cómicos, querecuerdo con placer. Uno vino con la visita de laPrincesa Margaret al campamento. Entre las obliga¬ciones de la familia real figura la de visitar a susfieles y bien amados oficiales. Se anunció su visita y

empezó una actividad frenética. No me había dadocuenta de que los miembros de la familia real tienensus necesidades físicas como los demás mortales. La

diferencia estriba en que no pueden cumplir conellas como nosotros. Como primer requisito hacíafalta un wáter nuevo para la Princesa. Se tiró abajoel inodoro de mujeres del comedor de los oficiales,y se construyó otro nuevo flamante. Pronto hubouna fila de esposas de oficiales y de oficiales de lasfuerzas auxiliares femeninas, deseosas de poderdecir que habían utilizado el wáter de la Princesa.Cuando la noticia llegó al Palacio Real llegó laorden de derribar inmediatamente el wáter nuevo yconstruir otro que se tendría cerrado con llavehasta que se terminara la visita de su alteza. Nobastaba. Las ventanas de atrás del comedor dabansobre un patio lleno de escombros, de botellasvacías y de cajas y recipientes sucios. En un dos portres se quitó los cristales y se los reemplazó concristales deslustrados. Apenas se marchó laPrincesa, se procedió a quitar los cristales nuevos y

poner otra vez cristales normales. Evidentementesólo a la Princesa le podía molestar la vista delpatio. Ella, sin embargo, me hizo una impresiónmuy favorable. Se le presentó a uno de mis amigos,que obtuvo ese honor por ser el jefe de los «boy-scouts» locales. Se quedó boquiabierto. La Princesale preguntó «¿Vio usted cómo la gente aplaudió ami llegada?» «Sí, Alteza». Y ella: «Le hace a uno

perder la confianza en la naturaleza humana,¿verdad? » La princesa Margaret era así. Al final desu visita se hizo una fotografía grande con ellasentada en medio de todos los oficiales. En aquelmomento el comandante, que era naturalmente un

imbécil, estaba furioso porque la Princesa habíatratado a su mujer muy desde arriba para abajo. Levino la idea de vengarse haciéndola sentarse en unasilla más alta de lo normal, para poner en evidenciaen la fotografía su baja estatura. Confiaba en queella no querría atraer la atención a su poca talla y

que no reaccionaría. Se equivocó. La Princesa, trasinspeccionar la silla, le dijo secamente, «Haga elfavor de quitar esta silla, y traer otra». El coman¬dante hizo una seña a su edecán. Pero la Princesarebatió: «No él, usted». Delante de todos el coman¬

dante tuvo que devolver la silla a su sitio y volvercon una silla normal. Entonces, y sólo entonces, sehizo la fotografía. A pesar de mis ideas laboristas,me convertí en el acto al monarquismo.

Yo era un oficial rebelde. Como consecuencia

me condenaron repetidas veces a hacer de oficial de

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guardia, que no podía salir del campamento. Nuncaolvidaré la primera vez que tuve que inspeccionar elrancho, visitar a los delincuentes en el cuartel de laguardia y formar parte del pelotón encargado devigilar la moralidad de las tropas. A las diez de lanoche me presenté a una mayor de las fuerzasauxiliares femeninas, llamada «El Hacha deBatalla», comandante del pelotón. El campamentono estaba defendido. En vez de muros o

alambrados, había sólo unas hayas enormes y casiimpenetrables que circundaban el recinto.Encabezados por El Hacha nos pusimos en caminosiguiendo las hayas. A cierta distancia de la entradaal campamento, El Hacha se precipitó en medio deunas hayas y salió seguida por un soldado y unachica. Tras apostrofar a la chica, que se marchóriéndose, El Hacha se dirigió al soldado avergon-zado. «¡Abotonarse la bragueta y a las celdas!» Elpobre se fue cabizbajo. La escena se repitió variasveces hasta que completamos el circuito del campa¬mento. Yo sudaba frío; estaba totalmente descon¬certado. La mayor estaba tan campante. Supongoque, al terminar su carrera en la Aviación, habrátomado la dirección de una cárcel de mujeres o

algún trabajo semejante.

En la Aviación aprendí que existen esclavosnaturales. Nunca me acostumbré a que obede¬ciesen mis órdenes sin chistar. Me esperaba siempreque me mandasen al infierno, y probablementehubiera abrazado al primer soldado raso que tuvierael valor de hacerlo. Pero nunca sucedió. Para lossoldados de carrera las fuerzas armadas ofrecen algoasí como un corsé mental. No hay que tomardecisiones. Basta obedecer. Pero hay que salva¬guardar el orgullo. La reacción psicológica esinteresantísima. Abro un breve paréntesis paramencionar que el mayor problema de las fuerzasarmadas en Gran Bretaña, en los años de paz, es lalluvia. Si no llueve se puede pasar el rato obligandoa las tropas (que no tienen nada que hacer) a hacergimnástica o alguna otra actividad al aire libre; perocuando llueve hay que encontrar la manera dedivertirles bajo cubierta. Pronto en el campamentose dieron cuenta de que yo y otros servíamos paradar charlas informales en las enormes barracas en

que se hacinaba a los soldados, que fumaban,tomaban té y esperaban la hora de comer. Nosiempre les podía hablar de corridas de toros,

aunque era el argumento más popular. Se charlabade todo, incluso de las actitudes de los soldadoshacia el servicio militar obligatorio. Con asombrome daba cuenta del mito que ellos cultivabanacerca de los oficiales. Se sabe que los de la GuardiaReal en algunos casos son aristócratas, y que engeneral necesitan rentas propias en adición a supaga para mantener su prestigio en el regimiento.Poco a poco iba comprendiendo que los soldadosextendían este concepto del oficial a nosotros. Laidea que nos habían inculcado en los cursos depreparación, de que existía un abismo insalvableentre el soldado y el oficial, nacía hasta cierto puntode la voluntad de hacer creer que formábamosparte de un grupo social distinto y superior. Fuiconvenciéndome de que en esto, mucho más queen la disciplina aprendida, se cimentaba laobediencia de los soldados. Me indignaba, y tratévarias veces de explicar que era un mito y que lamás somera observación de los oficiales indivi¬duales bastaría para mostrar que pertenecían, como

yo, a la misma clase social de muchos de lossoldados que hacían su servicio militar y que meescuchaban. Fue un error. Resultó inútil explicarlesque había un proceso de selección; además mipropia experiencia no me permitía tomarlo en serio.Después de varios intentos de abogar por elprincipio de la realidad, comprendí que meescuchaban con creciente hostilidad. Volví a hablarde las corridas de toros.

Mis clases daban buenos resultados y mischarlas en los días de lluvia me valieron la aproba¬ción de mis superiores directos. Pero otros oficialesme criticaron ásperamente, y desde su punto devista con razón. Lo que me salvó fueron las manio¬bras nocturnas. Una vez al año se organizaba un

ataque al campamento, utilizando la mitad de losefectivos, con la otra mitad como defensores. Erauna farsa, entre otras razones porque todos sabemosque los atacantes tienen que ser lo menos tres vecesmás numerosos que los defensores. Me agregué demala gana a los defensores y me asignaron unatreintena de hombres y un sector del bosque entorno al campamento. Las horas pasaban ensilencio, hacía frío, y nos aburríamos soberana¬mente. Gracias a Dios, en Gran Bretaña incluso lasguerras se paran para que se tome el té. Hacia lasdos de la mañana llegó el té en grandes recipientes

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que hice poner en un montón de madera.Teóricamente habría debido llamar a los hombresuno por uno para llenar su taza de modo que losdemás quedasen prontos a rechazar un ataque. Perome encogí de hombros. Todos se pusieron en filadetrás del montón, naturalmente llevando consigosus rifles, ya que abandonar un arma era un crimenserio. Mientras terminábamos de beber, nos

atacaron, pero el hecho de que todos mis hombresestaban concentrados en un sitio significó que losrecibimos con un fuego intenso de balas de fogueo.Los observadores decretaron el fracaso del ataque yal día siguiente recibí las felicitaciones del coman¬dante. Con esto pude terminar mi estadía en elcampamento más o menos felizmente.

Los últimos meses, sin embargo, estuvieronllenos de ansiedad. Leí ávidamente el suplementodel Times en el que se anunciaban los puestosuniversitarios y envié solicitudes a diversos departa¬mentos sin éxito. En aquel año anunciaron cincopuestos. Me tocó el quinto (y el peor) en el TrinityCollege, Dublin, o sea en la Universidad protes¬tante en la catolicísima Irlanda del Sur. Fundada en

1591, la universidad tuvo una gloriosa historia bajola dominación de Irlanda por los ingleses. Entre susalumnos contaba a Goldsmith, a Oscar Wilde y másrecientemente a Samuel Becket. Pero en 1956 era

ya un anacronismo y, sin una subvención delgobierno irlandés, se encontraba a punto de labancarrota. Yo no lo sabía. Me deslumbraban losedificios elegantes del siglo dieciocho que formancomo una ciudad universitaria pequeña en elcentro de la ciudad, dentro de la cual vivíanmuchos estudiantes y algunos profesores solteros.Sólo cuando me asignaron un piso en el edificiomás histórico me di cuenta de las condicionesdesastrosas que me esperaban. No había aguacorriente en el interior del piso. En el descanso dela escalera, había un grifo de agua fría, y basta. Elwáter estaba en la planta baja. No había en quécocinar salvo un pequeño hornillo de gas; no habíaun frigorífico; sobre todo, no había ni una ducha, nimucho menos una bañera. Me quejé al jefe deldepartamento, Edward Riley, después muy célebrecomo cervantista. Me dijo que no había que deses¬perarse: hablaban de instalar dos bañeras en elsótano del Club de los Profesores. Me llevó al clubpara asociarme. Era lujosísimo, pero me llamó la

atención que entre dos de las salas había un tabiquedetrás del cual se veía unas mesitas bajas. Preguntéa Riley cuál era su función. De mala gana me

explicó que hasta hace poco había sido el baño.Antes, en cada mesita había un orinal. Ahora, me

dijo, había un wáter. Me sentí aliviadísimo. «¿Y lasbañeras?» Se tendría una reunión del profesoradopara discutir el asunto. Efectivamente hubo un granmitin. Muchos hablaron en pro y en contra. Mequeda grabado en la memoria el discurso delprofesor más anciano. Consistió en pocas palabras.«En realidad», dijo, «no comprendo por qué se hacetanta bulla a causa de la ausencia de bañeras; lesrecuerdo que el trimestre sólo dura siete semanas».Se procedió a votar y vencieron los que queríanbañarse. Semanas después instalaron dos bañerascada una con una pequeña estufa de gas paracalentar un hilo de agua. No las utilicé jamás. Fuisolemnemente dos veces por semana a los bañospúblicos. En la misma reunión se discutió porenésima vez si se debía abrir el Club a las profesoras,de las que había cierto número, incluso algunasbastante famosas en sus campos de investigación.No se les permitía vivir dentro de la universidad, no

podían entrar en el Club, y para colmo tenían queabandonar el campus (como las estudiantes) antesde las seis de la tarde. Descubrí que mis colegaseran masculinistas a ultranza. Bastaba escuchar alCatedrático de francés. «Si admitimos a las mujeresal Club», sostuvo, «no podríamos ser -digamos—'desabotonados1. No quiero insinuar que queremosser 'desabotonados', pero en la presencia de lasmujeres no podríamos serlo aunque quisiéramos».Hubo prologados aplausos y la situación de lasmujeres no mejoró.

Me presentaron al arriba mencionadoprofesor más anciano (nadie se jubilaba: no habíapensiones) que resultó ser un pastor anglicano.Llevaba el típico cuello blanco clerical. Lo tocabacon los dedos como para llamarme la atención.«Como ve usted,» me dijo, «Soy un sacerdote.Pero no en el sentido antipático del término».Acto seguido me mostró un armario lleno debotellas de jerez, oporto y vino de madeira y meinvitó a tomar una copa. La universidad, me

explicó, se fiaba de nuestra honradez. Se podíatomar todas las copas que uno quería, pagándolasal final del mes. No había que apuntar ni firmar

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Para mi hija italiana108

nada. Me parecía muy civilizado. Frecuenté elClub; todos se mostraban muy amables, pero notécierta frialdad. No me aceptaban, y no sabía cómoromper el hielo. Comíamos en un gran comedorcon vastas mesas para los estudiantes y una «mesaalta» en un estrado para los profesores. Se entraba(en toga desde luego) y se sentaba en orden deantigüedad. Yo naturalmente era el último. Meexcluían de la conversación, y a veces de lospostres que los camareros en frac llevaban a lamesa en grandes bandejas. Pensaba en el proverbioitaliano: «Felices los últimos, si los primeros sondiscretos». Los primeros no eran siempre discretosy se servían una doble porción de postre. El últimono era feliz. Pero llegó mi momento. Si un profesorllegaba tarde tenía que sentarse al fondo de lamesa conmigo. Una tarde llegó con retraso uno delos Deanes y, tras pedir disculpas al jefe de la mesa,se sentó a mi lado y (como a veces sucedía) ofrecióvino a todos los presentes. Los camareros trajeronalgunas botellas de Chateauneuf du Pape ybebimos a la salud de la Reina. Me vino a lamemoria una frase de Anatole France, quienescribe en una de sus novelas que ese vino sedebería beber de rodillas y con la cabeza descu¬bierta. Se lo dije al Deán. Se levantó, pidiósilencio, y me invitó a repetir la frase, que lacompañía acogió jubilosamente y se brindó a lamemoria de France. Desde aquel momento me

interpelaban amistosamente en la mesa y tuvieroncuidado de reservarme siempre un postre.

En mis clases enseñaba gramática española y

alguno que otro curso de literatura, principalmentedel siglo diecinueve y veinte. Entre mis estudiantesfiguraba el que con el tiempo escribiría una famosabiografía de Lorca, y un libro sobre Darío que tuvola amabilidad de dedicarme. Me refiero, claro, a IanGibson. Pero él era un mirlo blanco. La mayoría delos que asistieron a mis cursos eran chicas debuenas familias protestantes que frecuentaban launiversidad en busca de un marido. Me escuchabandistraídamente, pensando en sus caballos, en sus

coches y en los bailes de la Residencia de lasEstudiantes. Cada tanto cortejaba a una de laschicas de la Residencia e iba a verla para tomar elté. Era permitido entrar en su dormitorio, pero sóloa condición de que se pusiera la cama en el pasillo.Supongo que a veces en el suelo ocurría lo que

Azorín llama «grandes y trascendentales cosas». Afinales de mi segundo año en el Trinity me enamorélocamente de una chica que pertenecía a la altaburguesía ultra-protestante de Belfast en el norte deIrlanda. Tuvimos un idilio delicioso y no sinmomentos de comicidad, como ocurre siempre enIrlanda. Una tarde me invitó a acompañarla a unbaile en una aldea en el campo, lejos de la ciudad,vaya a saber uno por qué. El baile tuvo lugar en ladependencia de una iglesia católica. En medio de lapista de baile estaba sentado el cura local, con unbastón en la mano. Si durante un baile pasaba cercauna pareja que se abrazaba demasiado fuerte, lesdaba un ligero bastonazo, insistiendo en quehubiera un espacio entre cuerpo y cuerpo. En elintervalo unos grupos de chicuelas de seis o sieteaños dieron una exhibición de bailes irlandeses.Hubo un premio. Era evidente cuál era el grupomás meritorio. Pero el cura les negó el premio,anunciando que habían bailado con demasiadoentusiasmo, de manera que se les veían las panta-letas, lo cual daba vergüenza. El equipo se retiróllorando, y nosotros nos marchamos indignados.Eran otros tiempos. Más adelante mi novia meinvitó a visitar a sus padres en Belfast durante lasvacaciones de Pascua. Me puse mi mejor traje ytomé el tren. Al llegar a la casa, llamé, se abrió lapuerta y me encontré delante de un mayordomo.Comprendí que iba a ser una visita difícil, y así fue.Experimenté lo que Hamlet llama «la contumeliadel orgulloso». La familia de mi novia me trató con

cortesía glacial y resultó evidente que los padres nome veían como a un futuro hijo político. Al final dela visita mi novia me condujo en coche al barcopara Liverpool y en el embarcadero me dijo que sus

padres habían vetado nuestra relación y que ella nose proponía rebelarse. Volví a Manchester muy

deprimido. Las desgracias no vienen jamás solas. Afinales de la vacación, de vuelta al Trinity, recibíuna comunicación de la universidad en la que seinformaba a los profesores que el Trinity habíaagotado sus recursos y en consecuencia no habríamás ascensos y se despediría a todos los precarioscomo yo. Efectivamente, poco después el Trinitytuvo que agregarse a la Universidad de Irlanda,como un campus más de esa institución poco presti¬giosa. Yo, mientras tanto, buscaba desesperada¬mente un nuevo puesto. El único disponible era unpuesto de encargado de estudios latinoamericanos

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109 Donald L. Shaw

(literatura, historia y pensamiento) en laUniversidad de Glasgow en Escocia. Decidí hacer lasolicitud a pesar de mi casi total ignorancia de lamateria. De hecho, sólo había hecho con Meana en

Manchester un curso suplementario sobre litera¬tura moderna argentina. Con gran sorpresa recibíenseguida una invitación a presentarme en

Glasgow para asistir a una entrevista con elcatedrático. Este me citó en el Club de losProfesores la mañana de mi llegada. Vi inmediata¬mente que no le interesaba para nada mi falta deconocimientos de cultura latinoamericana. En

cambio, me preguntó insistentemente acerca de mivida emotiva. ¿Estaba casado? ¿Pensaba casarme?¿Tenía novia? Le dije que no. Supuse que queríaque me fuera a estudiar a Latinoamérica durante elverano antes de agregarme a su departamento. Ledije ingenuamente que no había ningún obstáculo.Acto seguido me presentó ante el Presidente de launiversidad como el único candidato aceptable y enun dos por tres me contrataron con un aumento desalario respecto al Trinity y ya no como precario

sino como profesor de plantilla. Volví al Trinitytotalmente desorientado. Mis colegas me recibierona carcajadas. Me informaron que el de Glasgow eraun departamento criminal, que el catedráticoestaba loco y que la explicación saltaba a la vista: éltenía un par de hijas solteras que rabiaban porcasarse, y yo era evidentemente la víctima. Desdeluego se habían guardado bien de decírmelo antes.Les respondí que ya tenía «tenure» y un buensalario y que se fueran a freír espárragos. Pero no lastenía todas conmigo. En junio me despedí delTrinity; pasé el verano preparando mis nuevoscursos y a finales de septiembre tomé el tren para

Glasgow. Empezaba una saga que iba a durar sieteaños, pero merece un capítulo aparte.

Nota

0 Véase «Extravagancia, impostura y trabajo. Introducciónal segundo capítulo de la autobiografía de Donald Shaw»,por Randolph D. Pope, en este misma revista, pgs 97-99.