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Mauricio Palomo

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A Perséfone, candil que se adentró en mis sombras; esencia divina que respira al interior de estos universos.

A los peligrosos soñadores, dadores de historias, artífices de mis mejores periplos por el asfalto, arte caminante. A mi

madre, el ancla a la realidad, sustancia infinita. A Cástor, el gemelo de otrora con el que en esta vida he vuelto

a coincidir en sangre, como siempre. La reunión de estas palpitaciones parió

esta tinta entre las páginas.

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“Puede decirse que es un defecto ser demasiado profundo. La verdad no siempre está dentro de un pozo”.

Edgar Allan Poe

“Reúno hoy estas historias… con sus frágiles estructuras…Toda vez que las hallé en cuadernos sueltos tuve certeza de

que se necesitaban entre sí, que su soledad las perdía. Acaso merezcan estar juntas porque del desencanto de cada una

creció la voluntad de la siguiente”.Julio Cortázar

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LA FUERZA DE LA CIUDAD

REPRESENTARSE A BOGOTÁ implica pensar un concepto de ciu-dad ideal o en el peor de los casos nihilista. Una urbe con pai-sajes decadentes dibujada con figuras representadas, pensadas y materializadas en imágenes sobre imágenes, extensiones de la voluntad de morir. Es una ciudad agonizante que muere al ritmo de una música dramática, reactiva, resentida. Es una ciu-dad que sirve como escenario del drama apolíneo en el que se desenvuelven intrigas, símbolos de la pobreza, de la riqueza, en últimas, una ciudad fundada en la muerte, en los valores que de ella se derivan, representada dramática y cómicamente con un principio primordial: perecer.

Una ciudad representada es una ciudad viva con origen en la muerte, quiere perecer y perece, se mata en los rincones, en los espacios estrangula el ímpetu de su funcionamiento. Una ciudad representada se muere en escenarios horribles y bellos porque el panorama no sólo es feo sino que también tiende a lo hermoso: extensión del drama. Cuando a Dios se le representó unidad murió, pero de risa al ver que era el único Dios, dice Deleuze en su extraordinario texto sobre Nietzsche y la filosof ía. La representación tiene su raíz en el resentimiento y su efecto no es otro que lo hermoso y lo horrible, por ello, su lenguaje es el símbolo: deviene interpretación de tonalidades, de espacios, de rincones, de acciones.

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MAURICIO PALOMO

La pregunta en este caso no es por qué sería lo contrario a la representación: no se buscan efectos dialécticos en una apues-ta conceptual o literaria por la ciudad, de ser así se potenciaría la imagen sobre la imagen de la ciudad o su crudo realismo. El problema de la ciudad es dar cuenta de sus intensidades, de sus lugares, de sus rincones, de sus intersticios, y este problema va más allá de la clasificación formal en la que la literatura se deba-te actualmente, de su exploración por los caminos de los gustos y de los nuevos mercados. La cuestión es de escritura: la manera en la que un escritor se sitúa ya no frente a los símbolos, las representaciones y los imaginarios, sino frente a las líneas de fuerza que componen la ciudad, frente a sus efectos, frente a sus juegos de posibilidad.

Caja de Pandora es una de esas posibilidades; más allá de representarse la ciudad, la experimenta, es una escritura en la que se está formando un lugar, en la que se experimenta un ges-to diferente, es una posibilidad en medio de juegos cerrados; la posibilidad del gesto: “Cuando regresé las avenidas eran tú, el viento tu boca mordiendo las palabras y tu piel las casas de estos barrios que han cambiado”.

El gesto en Caja de Pandora no es recurrente, ni es simbólico, emerge entre líneas, entre el abandono de sus personajes, en-tre las posibilidades que componen el juego de sus vidas; quien habla allí sin discursos y sin melodramas es la ciudad, habla sin esperar que se escuche; su voz deviene chillido. La ciudad pro-duce ladridos, aullidos, despierta muriéndose, pero se afirma también, es una meseta ávida de placer como propone Henry Miller.

En Caja de Pandora la ciudad es trágica y esa condición no consiste en abrir o “cerrar las puertas a los desesperados”, es una ciudad que vive con la vida herida; su tragedia se aleja de la me-lancolía y del romanticismo bohemio con el que se le ha preten-dido caracterizar. En Caja de Pandora la ciudad está funcionan-

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do y este funcionamiento no es dialectico, asumir una postura como ésta tiene efectos: pensarla en términos de decadencia, o pensarla por medio de una clasificación negadora de cualquier concepción funcional de ciudad, es decir, grupos sociales que potencian ciertas sedimentaciones orgánicas y materialistas.

Aquí los personajes experimentan una ciudad trágica que amanece y se muere, que “vomita desde adentro”, y esa incon-mensurabilidad es lo que deviene gesto. En este sentido, Bogotá, la ciudad de Caja de Pandora, no es una ciudad de exteriores, que se analiza y se escribe desde afuera, desde alguna torre de marfil que posibilite una descripción; es una ciudad que chilla desde su interior. La inconmensurabilidad de la propuesta de Mauricio Palomo radica en poder situarse frente a la fuerza de la ciudad en su adentro con la posibilidad de las puertas abiertas.

Puertas abiertas, ventanas abiertas, simplemente apertura a una urgencia, la urgencia de vivir que es el “ímpetu vital” del funcionamiento de la ciudad. Así como en los personajes de Dostoievski según Deleuze el problema es la urgencia, en Bogo-tá el problema es la expectativa de la puerta abierta, la urgencia de vivir no es equivalente en términos de semejanza a la velo-cidad en la que se mueve la vida en la ciudad, la expectativa de la puerta abierta es un gesto que produce Bogotá, una ciudad de puertas y de ventanas abiertas en el interior de un paisaje montañoso que enmarca los dramas bajo un efecto cálido de hogar dulce; hogar apacible con multiplicidad de puertas de par en par: el peligro de vivir, un peligro que en esta ciudad no tie-ne connotaciones materiales, la cuestión es existencial. Bogotá tiene un gesto acogedor, sus montañas enmarcan los dramas de sus habitantes; cada quien tiene una lucha, una manera de re-sistir, un deslizamiento diferente en las superficies de la ciudad, y estos movimientos tienen un marco, un entorno que acoge, pero que al mismo tiempo abruma. El peligro de vivir en Bogotá es dejar que sus espacios seduzcan con el resplandor del medio día. Sentimos en el día una suerte de navidad sobre la tierra; en la noche experimentamos una ciudad que respira vigorosamen-

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te, que exhala tiempo, y veneno. Y al fin de la noche, cuando nos enfrentamos a los nervios quebrados, a los rastros de sangre que la ciudad deja en nuestros cuerpos una urgencia se apodera de nuestro ser, de nuestra voluntad: vivir o morir.

Los personajes de Caja de Pandora optan por la vida, son festivos y joviales a su modo. Esta fiesta y esta jovialidad recae sobre sus cuerpos y emerge intempestivamente: lo que está en juego constantemente es su vida. Cada uno tiene diferentes lí-mites, diferentes espacios, pero eligen vivir, no a modo de resis-tencia, eligen la vida con “tristeza en el estómago”, con la fuerza para empujar las puertas, las ventanas, entonces sus vidas se convierten en un juego de posibilidades, entradas, salidas, rin-cones, calles. Su posibilidad es vivir, no importa como venga la vida, no tienen pretensiones altruistas, tampoco están sujetos a la dialéctica de la superación, no son de estadios, ni de etapas. Se pasan los días como crápulas, como soñadores, como hombres en una ciudad trágica, de cuando en cuando dramática, pero con una posibilidad exuberante en su interior: la afirmación de la vida.

EDWIN GARCÍA SALAZAR

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blancos perfectos

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“La esperanza le pertenece a la vida, es la vida misma defendiéndose”.

Julio Cortázar

BAJABA LA ÚLTIMA MALETA de mi equipaje para ingresar a la casa de Benjamín, un tanzano que trabajaba con la orga-nización “Cubiertos por el mismo cielo” con la que yo tenía contacto desde el inicio de mi trabajo investigativo en el con-tinente africano y que siempre me prestaba su hospitalidad cuando llegaba a este territorio. Benjamín no se encontraba en ese instante, me había dejado las llaves de la puerta de su casa en la sede de la organización y yo tenía mi cabeza un poco en todos lados; pensaba en el informe que debía rendir la semana siguiente a la Facultad de Ciencias Humanas de la Universidad Nacional en Colombia, donde trabajaba de ma-nera estable, y también en la falta que le hace a uno Bogotá y su caos cuando se está lejos de sus edificios y de sus avenidas atestadas.

Mi pensamiento estaba en otros contextos, y la bajada del equipaje de la van era un ejercicio mecánico, cuando mis ojos lo vieron doblar la esquina de la rústica calle corriendo de ma-nera increíble hasta refundirse en el fondo de la vivienda, pa-sando por mi lado raudo. Apenas alcancé en un destello a ver su tez blanca como la luna cuando brilla con más fuerza y sus cabellos que parecían tostados por el sol de lo notoriamente rubios. Una mirada desde su adentro alcanzó a lanzarme en esa carrera vertiginosa y yo le pude ver fácilmente primero, el terror que le saltaba de las pupilas en unos ojos que apenas si se abrían resistiendo los rayos de un sol inclemente, y luego la des-esperación y las ganas de piedad, como si supiera de antemano

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que después vendrían a preguntarlo y que yo era el responsable de manifestar una verdad cruda y fatal o la más esperanzadora de las mentiras.

No me reponía del impacto que me había causado esa brus-ca aparición que era todo un contraste evidente en la provincia africana de Simiyu, donde el imponente negro imperaba en los rostros de sus pobladores. Estaba abstraído en esa concepción disímil cuando irrumpieron agresivamente tres hombres del color imperante con sus ojos inyectados de sangre, quienes me preguntaron vehementemente:

-¿Dónde está?, ¿en dónde carajos se metió?Me puse muy nervioso al principio y alcancé a escucharme

un no repetitivo, a lo que las voces de los hombres, empodera-das de autoridad, replicaron:

-¿No no no qué? Es imposible que un blanco profundo le hubiera pasado por sus narices y no haya reparado en él. –Afir-mó uno de los hombres con rudeza.

Respondí de inmediato que no era eso, que la pregunta me había tomado de improviso pero que sí había visto al sujeto corriendo por toda la calle hasta el fondo, y señalándoles con la mano derecha les indiqué la esquina por la que había doblado y por donde lo había perdido de vista por necesidad.

Los hombres sin ningún matiz de amabilidad emprendie-ron la carrera rumbo a la dirección que les había señalado.

Cuando ingresé a la casa busqué al albino por todos los rincones hasta encontrarlo agazapado tras un mueble de la habitación de Benjamín. Apenas notó mi presencia cerró los ojos con fuerza e inició un discurso tremendamente cargado de desesperación y de solicitud de piedad:

-No tengo la culpa de haber nacido con este color, con este dolor de sol que me va matando sin que yo lo vaya sabiendo. No es mi culpa esta condición, no está en mí la decisión de

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echar abajo este contraste que nos divide. Lo que los brujos manifiestan es falso, no ha sido nunca comprobado eso de que nuestros órganos hacen que el efecto de las pociones mágicas sea más certero, es un invento cultural para matarnos, para que su raza siga imperando en un continente que está por de-más decir, es el único en el que el negro parece estar por enci-ma en autoridad, ya que ustedes siempre han sido desdeñados por las demás geograf ías y avasallados por la misma historia.

Se percibía que el albino no sabía quién era en ese momento su interlocutor, seguramente me pensaba muy adentro como el hombre que lo había vendido a sus verdugos. Lo dejé emi-tir unas palabras más, luego me le acerqué y le puse mi mano sobre la cabeza de una manera fraterna, él sintió que la acción no representaba agresión alguna y fue cuando entreabrió sus ojos y me vio, la reacción de su rostro cambio en segundos, era como si la vida se le hubiese vuelto a depositar en el alma. Sonrió y le dio gracias al cielo mil veces.

Jean, como después me haría saber que se llamaba, se le-vantó, y se asomó sigilosamente por la ventana, como si de an-temano supiera que los tres hombres merodearían la zona por mucho tiempo. Yo estaba exonerado de sospecha ya que con el discurso dado en un inicio a los cazadores no había dejado asomo de duda de mi versión y además porque la comunidad de la provincia sabía del trabajo que se generaba desde la orga-nización ya que teníamos algo así como una especie de inmu-nidad diplomática por las investigaciones que hacíamos en su territorio, investigaciones que habían traído al mismo situa-ciones benéficas. Una de nuestras directrices era no intervenir en el desarrollo cultural ni político de la región. Ayudábamos con lo económico a una región deprimida y azotada por la mi-seria como era el caso de las provincias del sur del continente, por ello nuestra labor siempre era bien vista por los poblado-res, quienes incluso nos ayudaban con su hospitalidad, y su fraternidad siempre era irrigada. Nuestra labor era meramente

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de observación y de rendición de informes de la situación, por ello los hombres habían creído casi que ciegamente en la ver-sión que había dado de los hechos con el albino.

Lo que vino después fue una suerte de cuento sacado de los cabellos que intentaré describir con la mayor fidelidad en las siguientes líneas. Ofrecí un vaso con agua a Jean para que se tranquilizara y empecé a escuchar una recopilación de ideas que asocié como el conjunto original hecho por los hermanos Grimm de los cuentos populares de Alemania:

-Existen carteles de persecución a albinos ya organizados, que se dan a la tarea de establecer un trabajo de caza. Cuando hallan su blanco es corto el tiempo que éste tiene para salvar-se de la muerte, sí, aquí donde le estoy relatando esta historia tengo mi tiempo contado. Me darán captura tarde o tempra-no, y vivo empezarán a cortarme en pedazos, porque los órga-nos del albino solamente tienen poder si son extraídos de un cuerpo que respire. La hechicería es potente en esta región del mundo, tengo 18 años y desde el 2007 empecé a entender lo que pasaba cuando los huesos los cubre una piel blanca en un territorio negro, soy albino, y aprendí mi condición desde una pedagogía que podría denominar como la pedagogía del dolor y de la muerte. Perdí a mi hermana cuando ella iba por los catorce; los niños y los adolescentes somos los más apetecidos por los cazadores. A Maga, mi hermana, la mataron vilmen-te, primero le amputaron las piernas y los dedos y después le cortaron la lengua. Yo contaba en ese entonces con diez años de edad y unos familiares me pusieron largo tiempo a salvo en una de las fundaciones que nos protegen.

Mostrándome su mano izquierda en la que portaba una ca-denita delgada de plata señaló:

-Era de ella, digamos que es la materialización de su recuer-do.

Después de un lapso emocional que supe de inmediato le dolía poderosamente, Jean continuó:

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-La hechicería ha hecho una verdad inalterable, la creencia de que alguien poseedor de algún órgano de albino es portador de riquezas y que le llegará dinero en abundancia, por eso se empezaron a levantar escuadrones de cazadores que buscan nuestras entrañas como el preciado botín. Pisamos un suelo maldito para nuestra condición de raza y de vida, estamos con-denados a morir apenas nacemos, de forma violenta como las vacas en los mataderos. He leído desde la muerte de mi herma-na mucho material en torno a mi condición, la superstición en África es inconmensurable y el hechicero a través del tiempo se ha hecho una pieza identitaria de la cultura africana hasta el punto de ser considerado por muchos sectores como autori-dad. Por otro lado, no contentos con nuestros órganos también ha nacido el mito de que nuestros huesos poseen propiedades mágicas que nos conectan con estadios de la mística y de los astros, somos magia blanca que camina y que el negro vilmen-te elimina. Nuestros cadáveres se venden posteriormente para uso medicinal, somos la cura para una raza enferma que nos caza como animales. Para nosotros hay dos conceptos que pe-san y que nos transforman según esa cultura ignominiosa que nos condena. En vida somos malditos, somos un fenómeno atravesado de demonios y de oscuridades paradójicas, pero cuando nuestros ojos se cierran para siempre, si es que alguna vez han estado realmente abiertos; después de la tortura y la muerte, entonces es cuando misteriosamente para ellos viene la transformación, porque pasamos de ser oscuridad a ser luz, pasamos de ser malditos a ser talismanes de magia y suerte, y de cosas buenas para los que disfrutan destazándonos.

Y continuó:-La situación en la infancia y en la adolescencia es lleva-

dera porque las escuelas y las instituciones externas al estado nos protegen, pero cuando llegamos a la edad adulta, nuestro destino es dejado a la suerte y la vida empieza a ser un teso-ro maravilloso que debemos defender con fuerza y decisión. Quedamos abandonados al mundo y el mundo es esta raza de

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contraste que nos busca para eliminarnos sistemáticamente. No es un cuento de horror ni una invención desde los pro-digios de la imaginación, pasa señor, pasa aquí, a unas pocas cuadras, del otro lado de la ventana, me está ocurriendo a mí en estos instantes.

Yo estaba absorto con el discurso de Jean, con su vida y con su huir constante de una muerte latente, y tal vez por eso no me percaté sino hasta lo último de su despedida improvisada. Por la abrumadora información que había recibido sólo atiné a conectar unos cuantos sonidos que ahora reconozco como incompletos, una mezcla de palabras entre las que recuerdo escucharme algo así como un “cuídate y que el cielo te proteja”. Ahora que lo pienso es una paradoja el mensaje, el hombre cuidándose del que por ley natural es su hermano, y esperan-do una ayuda divina que desde que nace parece escindirlo de la existencia de un Dios. El momento final solo me dio para esa idiotez evidente. Así estamos, con unas identidades natu-rales perdidas en el tiempo, con unas ideologías radicales es-tablecidas por la cultura y los entornos enfermos en los que se mueven los sujetos, en la barbarie que le criticamos al pasado pero que heredamos y hacemos explicita todos los días, en la impiedad y en el deleite que vemos en el verter de la sangre del otro. Ya no estoy seguro de esos recuerdos porque los que sobrevinieron después son los que me tienen contaminada la mente. La remembranza de ese instante prefiero colorearla de luz y fue la de un rostro agradecido, la de un ser humano des-ahogado, y la de una sonrisa diáfana asomada en unos labios. Yo tenía que conocer esta historia, no tengo otra explicación para hacerles entender el ser el último escondite de una muer-te certera.

Pasaron algunos minutos después de que Jean se había ido. Yo debía regresar a la sede de la organización y Benjamín lle-gaba justamente para llevarme. Ya estaba instalado y todas las maletas estaban dentro de la casa. Me subí a la van cuando la carrera de Jean nuevamente me sorprendió, pero esta vez era en sentido inverso a la inicial. Se estaba devolviendo del lugar

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por el que había salido corriendo, sin embargo, los hombres esta vez habían hecho un buen ejercicio de cerco; dos lo perse-guían y el otro triunfante lo esperaba del otro lado de la calle, yo estaba invitado sin quererlo a contemplar su final.

Recuerdo verlo correr, huir, tratar de esconderse, y me lo imaginaba haciendo lo mismo durante el último tiempo, lle-vando una vida cargada de incertidumbres, de miedos y de do-lores internos que al mundo tenía sin cuidado, lo vi cercado justo en el momento en el que Benjamín prendía la van y la echaba a andar. Sentía que a Jean le servía más como ama-nuense de su tragedia que como el inútil salvador de su muerte asegurada, tal vez fue eso o el maldito miedo que nos deja in-móviles justo cuando más necesitamos movernos, lo que detu-vo toda acción que hubiese podido generar. Me quedé quieto, como de piedra. Mientras Benjamín empezaba a conducir len-tamente el vehículo sentí en mi estómago el vacío, la náusea de la primera patada de uno de los cazadores que lo dejó tendi-do sobre el pavimento, sin aire, contorsionado su cuerpo por las arcadas que empezaron a acometerlo, el segundo patadón rompió su rostro y la sangre empezó a manar. Intenté imaginar lo que pensaba Jean, sabía que moría y no obstante se defen-día frente a la inclemencia de los golpes. Uno de los hombres le tomó la cara con brusquedad y le abrió la boca a la fuerza, sacó su lengua con violencia hasta donde más pudo y luego con una navaja de bolsillo la amputó con vigor separándola de la humanidad del albino como se separa una hoja de un diario. Otro de los sujetos extrajo de una vaina un cuchillo de matarife y lo introdujo en el vientre de un Jean ya diezmado y roto, y con una insensibilidad sin nombre introdujo su mano en el interior y extrajo uno de sus órganos, uno que no supe identificar porque en ese instante asomé mi cabeza por una de las ventanillas de la van y trasboqué todo lo que tenía en el estómago, recuerdo que lloré, que lloré amargamente, por mi impotencia, por mi cobardía grotesca, por mi falta de sensibi-lidad con el mundo, por Jean, sí, ahora que lo pienso, fue por Jean, porque yo era ahora ese pequeño de diez años que veía

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como le arrebataban la vida a su ser más preciado, lloré por mi fracaso como humanista, y por extensión lloré por el hombre en general, por sus pérfidas acciones en el mundo, por la des-esperanza que tengo de mi prójimo, por la necesidad de como Jean, morirme pronto.

Benjamín aceleró la van, era como si temiese que el drama de su entorno se hiciera explícito al mundo. Recuerdo escu-charme diciéndole que se detuviera, que yo conocía a ese hom-bre, que yo había calmado su afugia, que yo le había escucha-do, que yo tenía en la cabeza la imagen de la cadenita de Maga, esa misma que ahora veía caer de una mano desmembrada con violencia del resto del cuerpo y que después la bota del caza-dor volvía añicos contra el asfalto de la acera.

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elextraño

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“Soy nadie, soy una trampa, un holgazán, un vagabundo, soy un furgón y un malabarista de vino, y una navaja afilada

si te me acercas”.Charles Manson

LOS OJOS SIEMPRE SE LE PERDÍAN en el horizonte, era como si una especie de boca de sombras abriera sus fauces y él se queda-ra viendo las tinieblas de su extensión. Nosotros advertíamos su tranquilidad, sin embargo, continuamente llegábamos a la con-clusión de que algo había en el fondo, una suerte de huella nefas-ta que los ojos del pasado seguramente no le permitían olvidar. Era indiscutible la percepción de una vehemente tendencia a la paranoia, a una inseguridad que parecía solamente reflejarse en los instantes íntimos en los que ese otro que también era, se asomaba al espejo. Otro aspecto que complementaba su ya ad-vertida propensión, era un singular delirio -inexplicable en su momento- disfrazado de pausas, de sosiego y de esa aparente calma que parecían no alcanzarle para dejar advertir el evidente miedo, miedo que se nos revelaría diáfano, un miedo total de él, un temor inusitado de sí mismo. No pude evitar el escalofrío en el cuerpo cuando pensé en ese conflicto tan abismal que supuse habría de sostener en su interior. En ese momento creí con se-guridad que el extraño tenía una historia para contar, sólo que pensé que no iría más allá de un cerebro convulso atado al ayer, a una tragedia familiar quizá o a un nombre de herida con rostro de mujer; ese desamor implacable que suele dejar rota la espe-ranza. Tengo que confesar que jamás llegué siquiera a imaginar todo ese desborde tan terrible que en sus adentros yacía.

Pasábamos frente a su cambuche después de jugar un parti-do de fútbol -deporte que me saca de la abstracción de la lectu-

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ra y de la música en las que suelo fundirme-, cuando Eduardo nos instó a que lo husmeáramos un rato escondidos detrás de algunos arbustos. Tomás y yo le seguimos la idea y fue enton-ces cuando lo vimos contemplándose frente al espejo, tocando sus facciones con asombro como si las estuviera viendo por vez primera. Confieso que el azogue, por lo menos a mí, me reveló la cara de horror más evidente que un día haya visto ja-más. Supe que el extraño lo que tocaba con sus dedos no era la piel del rostro ajado y deteriorado por el bazuco, sino la som-bra de una soledad absoluta, su tacto palpaba un abandono te-rrible y su cara no era más que la metáfora de una ausencia del mundo, una carencia de espíritu, un universo de nadas. Yo en ese momento supe que por debajo de lo que tocaba se escon-día la negrura de un abismo que sus ojos marchitos parecían contemplar. Sí, yo pude comprobar en esos instantes, que el extraño estaba inundado de vacío…

Vivíamos del otro extremo del barrio de la basura, como todos solían llamar a la invasión de casuchas en donde el ex-traño tenía su vivienda. Bogotá en eso me ha parecido siempre muy pintoresca, cambia en un abrir y cerrar de ojos de estra-tos y de fachadas. Nosotros, podría decirlo, éramos de la otra orilla, la orilla de las personas a las que la vida había tratado bien, o claro que también podría decir la orilla de los que ha-bíamos tomado las buenas decisiones, al caso, todo se presen-ta siempre muy relativo. Teníamos la comodidad en nuestros hogares, núcleos familiares armónicos y procesos de forma-ción adecuados; Eduardo se había inclinado finalmente por la medicina, Tomás por las humanidades y yo me había decidido por la psicología. Los otros muchachos con los que hacíamos deporte los domingos no se incluían dentro de nuestro grupo fraterno de amistad, por ello no sabíamos en que lógicas se movían. Jugábamos al fútbol desde que estábamos en el cole-gio, siempre en la amplia zona verde aledaña a nuestro con-junto de casas, y a pesar de que la invasión se había asentado muy cerca hacía un par de años atrás, nunca se nos pasó por

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la cabeza la idea de cambiar nuestro lugar de juego. Nuestras familias nos advertían que el sitio se estaba tornando peligro-so, y sin embargo nosotros cada domingo organizábamos el picadito habitual. Jamás nos pasó nada, incluso, transcurrido un tiempo, muchos de los recicladores empezaron a saludar-nos cuando salían bordeando la zona verde que se convertía en cancha de futbol los domingos y los días festivos; frenaban un tanto las carretas vacías que anunciaban una jornada de tra-bajo más y siempre se les escuchaba decir “muchachos” mien-tras agitaban las manos. Nosotros éramos siempre recíprocos y después de los informales saludos continuábamos nuestros partidos con normalidad, no obstante, una mañana fría y de brisa intermitente, las cosas empezaron a ser muy distintas…

-¿Quién se descubre? ¿quién la pide?-Échela aquí, chiquita, colocadita por su derecha que le

pico.La pelota de fútbol empezó a rodar sin receptor específico

hacia la parte lateral perdiéndose entre los pastales espesos de un lado de la cancha. Voces cansadas se escuchaban reconve-nir dentro del campo de juego:

-¿Qué inventa? -Muy larga, loco.-A la próxima el pase más cortico. Recuerdo que Eduardo se dirigió entonces por el balón ha-

cia el costado que colindaba con la hilera de casas de latas y plástico de los cambuches de los recicladores, no tomó la pe-lota con las manos, sino que lanzó un puntapié a la misma, su guayo se estrelló contra una prominencia que brotaba del suelo, sólida, áspera. La tierra estaba fresca porque había llo-vido toda la noche, la brisa no cesaba y por ende el terreno estaba blando, mientras veíamos cómo Eduardo caía al pasto quejándose tremendamente, un pedazo de hueso, que después sabríamos era la parte occipital de un cráneo y que con el pun-

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tapié se había desprendido del resto de osamenta, se elevaba por el aire en lugar del balón y llegaba hasta la mitad de la can-cha, donde todos empezamos a observarlo con desconcierto. Un hallazgo que después de las respectivas mofas dirigidas a Eduardo llamó nuestra atención. El asombro no nos alcanzó para tanto ya que el extraño se aproximaba y nosotros sabía-mos que el juego, con su arribo, terminaba:

-Ahí viene, ahí viene, los que se pierden -se escuchaban las voces al unísono.

De todos los moradores de esa zona, el extraño era el único que nos producía temor; nunca saludaba y sus ojos se clavaban en nuestros rostros con una supuesta firmeza, lo que nos hacía dudar y retirarnos de su presencia de manera casi que inme-diata. Su vivienda provisional era la última de la hilera, colin-daba con nuestra cancha y estaba retirada prudentemente de las otras, escondida en medio de los arbustos. Era el único que ostentaba un mutismo certero hacia sus vecinos y solamente se dirigía a ellos cuando estaba bajo los influjos del bazuco; sus palabras en ese estado emergían dislocadas y en aparien-cia ajenas a la realidad, hablaba de homicidios perpetrados, de mujeres que habían sucumbido, de entierros, de sexo, de pulcritud, de dignidad, de respeto. Discursos que por lo des-ajustados eran tomados por los de un desquiciado, más aún, cuando los profería en las mencionadas condiciones. Cuántas verdades confesó el extraño cuando lo creíamos alucinado.

Nunca lo habíamos visto sonreír ni mucho menos llegar con nadie a su vivienda. Un día todo empezó a ser muy di-ferente. Nos percatamos del brillo intenso en su mirada que parecía devolverle la vida a unos ojos masacrados por los ex-cesos. Todos empezamos a jugar con la idea de que el extraño se había enamorado y que su novia venía a conocer su elegante mansión, aquella que él se esmeraba por cuidar, haciendo ex-plicita además su pulcritud y el aseo integral al interior de su cambuche. Era toda una paradoja, el extraño viviendo entre la mierda manifestaba que era un psicorrígido de la limpieza y

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del orden, nos daba risa. Lo curioso del hecho es que empeza-ron a ser varias las mujeres vistas en su compañía, esa suerte de fama lo convirtió en una figura muy popular entre sus veci-nos, todos habitantes de calle y recicladores, hasta granjearse el mote entre ellos de el casanova de la basura, sobrenombre que nosotros nos negamos a emplear, ya que le teníamos el nuestro y no íbamos a cambiárselo por este solo aconteci-miento. Empezó entonces a ser normal verlo acompañado de mujeres distintas, todas con dos características evidentes: la indigencia y el desespero excesivo por el bazuco. Alguna vez me di a la tarea de intentar memorizar los rostros famélicos de aquellas divas de la basura con las que él solía llegar siempre muy sonriente, pero en mi cabeza no se logró almacenar nunca la cara de ninguna de ellas, se me presentaban rostros simila-res siempre, hasta que finalmente me convencí de que era el bazuco el que terminaba por hacer que todos aquellos que lo consumían parecieran tan iguales.

Esa tarde llegando de la universidad, logré atisbar a una mujer que corría de manera desesperada desde el sector de los recicladores, sus pies no le dieron para más y se desplomó sobre el pavimento de la vía que daba al cerro, de inmediato fui en su auxilio y como pude la cargué hasta la casa de Eduardo, que era la más cercana en ese instante. Ahora que lo recuerdo con mayor detalle, noté que alguien la perseguía, y cuando me di la vuelta, pude sentir el peso de una mirada cayéndome so-bre la nuca, densa, fuerte. Sentí un profundo estremecimiento, pero la intención de ayudar a la mujer me pudo más.

Tengo que confesar que me dio pánico mirar hacia atrás y de repente encontrarme con unos ojos que me hubiesen hecho perder el valor. Ahora que todo ha acabado, aun siento en mi dorso el peso de esa mirada que siempre estuvo muerta y que un día llena de brillo supo mentir.

Eduardo salió y entre los dos empezamos a reanimar a la mujer pues había sufrido un desmayo. Percibí mientras vol-vía en sí, que en su cuello se dibujaban muestras de violencia,

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moretones que parecían producto de un apretar vigoroso de manos, generados hacía apenas unos instantes, ya que las to-nalidades en la piel se iban acentuando con el paso de los mi-nutos. Eduardo ofreció un vaso de agua a la contrariada mujer, quien pareció agradecerlo con sus ojos marchitos porque la voz se le había apagado, fue entonces cuando reparamos con mayor atención en su vestimenta y en el olor que desprendía, no fue dif ícil entender que acabábamos de salvarle la vida a una mujer que vivía de la calle.

Clarissa, como después de recuperar en una mínima parte la voz nos confesó que se llamaba y que tendría alrededor de unos 25 años, empezó a contarnos una historia que se nos an-tojó como las relatadas en las leyendas urbanas que veíamos en las series de televisión.

-Una tarde me enteré por los lados de la L que había un man-cito que reciclaba por la zona, que hacía rápidamente amistad con las mujeres que la piloteaban por el lugar, todas ellas pela-das, drogas y de la calle. Varios conocidos con los que yo parcha-ba me decían que a ese man siempre se le veía muy cómodo y muy seguro de sí mismo. Después de un rato de charla en la que nunca se sabía qué era lo que les decía, salía con ellas por una de las calles del sector y se perdía entre el gentío que ustedes deben saber que nunca falta por esos lados.

Clarissa hacia una pausa, y proseguía después de beber un par de sorbos de agua más, con la voz aún muy débil.

-La gente decía que siempre se llevaba a una mujer distinta, pero no sabíamos quién era ese man, su rostro, sus vainas, era como una de esas muchas historias que se mueven oído a oído entre todos los que estamos allá metidos, y como cada uno de nosotros anda en el universo propio de su viaje, nunca le ponía-mos cuidado a lo que le pasaba a éste o al otro, entonces como que se dejaba que pasarán las cosas sin saber qué cosas eran las que pasaban, ¿si me entienden?

Con Eduardo asentíamos expectantes de que Clarissa conti-nuara con su relato.

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-Bueno, pues después de tanto rumor, tanta vaina alrede-dor del mancito, esta mañana me tocó a mí. Yo parchaba por toda la plaza de Los Mártires y me dirigía a la puerta princi-pal de la iglesia del Voto Nacional, para sentarme en las esca-leras buscando la sombrita, hacía un calor tenaz, cuando fue que pillé a un man que no es por nada pero me despertó la de confianza porque lo vi muy seguro y muy jovial, como con una mirada de luz, si pilla, entonces me abordó diciéndome que por qué tan solita; una vaina así, de un momento a otro me escuché charlando con el hombre chimba, como si nos co-nociéramos de toda la vida, ja, que risa. Él empezó a ganar confianza conmigo. La verdad fue directo, me dijo que si me gustaba mucho el bazuco y yo le respondí de una que sí, es que ese es un viaje muy teso loquitos, y me la soltó de una, me dijo que me dejaba bañar en su casa, que me daba de comer, que si me gustaba el alcohol también me daba mis buenos chorros, y finalmente el paraíso, la pipa llena, uffff, Yo creí que se me había aparecido el niño Dios, después como que reaccioné y le pregunté de una que qué tocaba dar por todo eso porque una sabe que de lo bueno nunca dan tanto, recuerdo que el loco ese me dijo así de una, sin anestesia, que si me dejaba pegar una culiadita él me hacía todo ese mandado. Por mi cabeza se pasaron las habladurías que habían sobre el man y el cómo las viejas le parchaban, pero a mí se me olvidó toda esa vaina, yo pensaba solamente en el viaje, y pues qué creen, si me en-contraron cerca del cambuche de ese enfermo fue porque en ese momento le dije que sí. Si vieran la cara del man, se puso refeliz y los ojos le brillaron, en cuanto a mí, ¡bah! hacía rato no tiraba, si pilla, y si iba a ser por algo como lo que el mancito estaba dando ¡uuuuyyyy! voto, ¿qué?, ¿por qué me miran así? yo ya no me pongo con güevonadas ni remilgues, hay unas que lo dan por menos.

Eduardo y yo estábamos ensimismados con el relato de Clarissa, quien a la par que nos contaba su historia, también parecía dejarnos ingresar, de manera implícita, a su pasado de calle, a su barriada de niña. Se podía inferir claramente en su

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discurso que detrás de su cara tiznada, de su piel marchita y de su alma condenada a los excesos no existían antecedentes de títulos, ni de abolengos, ni de apellidos prestantes, como muchas veces ocurre en varios de estos casos; Clarissa era de clase popular, era del barro. Al principio analicé la forma de su lenguaje queriendo hallar en sus palabras alguna huella re-fundida que me hiciera acercarla a un oficio, a una formación; ninguna, nada, luego le vi las pupilas y leí en esa mirada sus años de pobreza, le pude ver el contexto de periferia bailándo-le en los ojos y fui testigo claramente de la otra realidad, de la otra cara de la ciudad.

Ya llevaba dos vasos de agua ingeridos, la voz le iba vol-viendo paulatinamente a la normalidad y su relato estaba por terminar:

-Coronamos la 19 por toda la décima y después cogimos derechito hasta el comienzo del cerro, hablábamos de boba-das, había ratos en que nos quedábamos callados, otros en los que conversábamos sobre ya no me acuerdo qué, yo detallaba que el man iba maquinando sus vainas, entonces yo me puse a imaginarme las mías. Cuando llegué a su cambuche la verdad me esperaba algo más chimba, pero qué va, el man resultó ser tremendo tramador. El caso fue que no me bañé y al man ya le empezó a parecer eso sospechoso, comí, me eché unos cho-rritos de vino, ricos pa´qué, y el man me dijo que después de aquello me daba el zuco, y ahí fue donde me entró la vaina, me puse a detallar al man y no me gustaba, como que se me salió el pudor, ¿si me entienden? lo digna. Si hubieran sido con un par de hembritos como ustedes, no las pienso.

Se notaba cómo Clarissa había ganado confianza y se sen-tía más relajada, aunque también sospechamos que podría ser parte de una estrategia para apaciguar su nerviosismo eviden-te, pues movía mucho la pierna derecha mientras hablaba y se cogía repetidamente las manos frotándoselas. También podría ser producto del desespero por aun no haber consumido. De igual forma nosotros no nos inmutamos frente a su cumplido, ella continúo contándonos sin reparar en ello.

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-Bueno, el caso es que yo ya no quería ningunos cinco mi-nuticos de placer ni que h´ps, entonces le dije al man que me diera lo mio primero, y claro que de una se las pilló, y me gritó con fuerza que como que yo no quería ya la vuelta, entonces ese loco se transformó y se me abalanzó con rabia diciéndome que yo tenía que cumplir, que no fuera hijueputa, claro, yo me asusté ahí mismo pero el man no me dio tiempo de nada, for-cejeó conmigo hasta que me dominó, quise gritar pero empecé a sentir sus manos hundiéndose en mi cuello, no me salía la voz y me empezaba a ahogar. Yo recuerdo que saqué un rodi-llazo y se lo pegué en todas las güevas, entonces como pude me levanté mientras el man se quejaba y ligerito agarré camino como medio tonta todavía porque el man casi me mata, se los juro, ese man quería matarme. Y así hasta que como pude lle-gué a la carretera, después ya se me olvidó todo hasta que los vi a ustedes. Vengan, ahora que les conté, acompáñenme por lo menos hasta bien abajo, por ahí hasta la séptima, ahí yo ya me les pierdo….

Después de dejar a Clarissa en la esquina del centro comer-cial Vía libre empezamos a ascender nuevamente de vuelta a nuestras casas y a reflexionar sobre todo el asunto. Ella no quería figurar en testimonios que la fueran a relacionar con el extraño y nosotros la entendíamos, no le íbamos a complicar la vida, ya bastante tenía con su periplo diario por el infier-no. Con su testimonio empezamos a atar cabos y llegamos a la conclusión de que definitivamente algo nefasto nacía al lado de nuestros domingos de fútbol.

A Tony le correspondió la última parte. Ya el extraño había ayudado en algo cuando en su ensoñación febril pregonaba a grito entero entre sus vecinos asuntos de homicidios, mujeres y lujuria, todo aquello que siempre se tomaba como el discurso de un alucinado, palabras que antes de conquistar el exterior pasaban por el filtro psíquico de un sujeto al que el bazuco ya le había tomado ventaja. Eran los gritos del loquito del costal, alguien a quien no había que ponerle mucho cuidado. Tony,

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el perro de Tomás, desde pequeño siempre había demostrado sus dotes para el escándalo, amaestrado por su amo parecía ya saber qué debía hacer, y en efecto, lo hizo. Simplemente lo llevamos hasta la cancha donde jugábamos fútbol y lo pusimos a escarbar la tierra de donde empezó a emerger el resto de osa-menta del cuerpo al que Eduardo le había volado la cabeza de un puntapié apenas la semana pasada. El animal después de generar tal desorden empezó a latir con fuerza y desespero y a ir de aquí para allá a las carreras, eufórico, como queriendo alertar del suceso del que pretendía ganarse todos los créditos. Un par de recicladores con pocillos de plástico en las manos tomaban tinto a esa hora de la mañana y rápidamente capta-ron la energía de Tony, se dirigieron hacia la zona verde que se transformaba en cancha de futbol todos los domingos y que resultó siendo finalmente un cementerio organizado de mu-jeres de la calle. Corroboraron que lo dicho por el extraño era más que las imágenes producidas por la fiebre de los pipazos.

Lo demás es lógico. La zona atestada por efectivos de la policía y el mismo extraño con cara de sorpresa saliendo de su cambuche solamente para ser apresado después de encontrar evidencia de cadáveres y esqueletos humanos en la parte de atrás de su vivienda. Nosotros nos acercamos lo que más nos fue posible y entonces fue cuando pudimos escucharlo:

-Era sólo un poquito de placer, un pedacito de amor com-prado y bien pagado señor agente.

El gesto del policía fue de indiferencia, producto de lo cual el extraño arremetió.

-¡¡¡Listo!!! Ponga las esposas entonces, pero tenga cuidado, un día amanecerá siendo uno, y terminará en la noche no re-conociéndose. Todos estamos hechos de lo mismo, míreme a los ojos, no soy más que un espejo.

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la últimavisita

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“En realidad usted fue siempre una imagen. La imagen que yo creé a partir de un conjunto de anhelos, de deseos incum-

plidos, de pequeños fracasos”. Mario Benedetti

-ALEJANDRA, LA VIDA NO ME HA TRATADO BIEN, ESCÚCHA-ME.

-Alejandra ¿No reconoces a tu autor? ¿El que con palabras te parió, te fabuló? ¿No reconoces acaso a este remedo de Poe?, ¿a este parto fallido de escritor? ¿No mirarás entonces jamás a este ladrón de palabras que intentó una tarde gris, de lluvia constante, una de esas características tardes bogotanas, asesi-narte el alma con relatos? ¿Envenenarte las entrañas de poe-sía?, ¿y que ahora no es más que un trashumante callejero que un día aspiró a creador? Es seguro que intentaste olvidarme, pero la herida que te sangró del pecho y que querías clausurar, fermentada, aún supuraba, se escurría de ella la putrefacción de sentires disfrazados de divinidad, la nauseabunda hemo-rragia, el diáfano pus, la blanca materia que manchaba la piel. ¿Te dolía cuando respirabas, verdad? Evoco el jugoso néctar de tus labios, los oscuros besos que otrora fueron míos, cuando jugábamos a amarnos, ¡bendito juego! Ya no vengo a ti para se-guirte escribiendo, para continuar alumbrándote, ya no puedo hacerlo. Vengo infectado de ginebra en la sangre y de mundo en la piel, untado de blasfemia, me muevo impuro. Al altar de tu cuerpo ya no me acerco, pues en otros ya me he arrodillado a rendir culto, culto báquico, ya han sido testigos de mis falsas oraciones y ya me les he bebido la fe. Vengo a contarte que me voy, que me gasté el último punto final que tenía, fecun-dado por el alcohol y ungido de muerte estoy de versos rotos. Ya sabes quién soy; nunca más allá de ficción. ¿Te creíste una

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vez princesa de nombre hegemónico? ¡Bah!, que ingenua y ser-vil fuiste a los menesteres de este escriba falaz. Otro mancilló tus carnes y puedo jurar que jamás un poema te declamó al oído en noches perdidas, nunca el intento por inventarte en un cuento narrado sobre nocturnos cansados. ¿O Sí? Por Dios, rasga el silencio y háblame, Alejandra, despiadada musa de esta transformación en averno que ha degenerado mi Olimpo. Levántate y confiésale a este amante de la noche si como ahora a mí la muerte, volviste a sentir el amor a tope, respirándote en la nuca en brazos de falsos escritores que intentaron parir-te en universos en los que medianamente pude darte vida yo. ¡Exprésalo, grítalo!

Con un discurso dislocado Jorge pretendía hacerse enten-der. La ebriedad lo consumía por completo y era incluso ad-mirable verlo en pie después de tanta ingesta de alcohol. La noche anterior había deambulado por toda la zona de toleran-cia del barrio Santafé. A las once, el último TransMilenio de la jornada lo había arrojado con impiedad hacia el alquitrán del centro bogotano, donde empezó un periplo decadentista que lo obligaba a sumergirse en los estadios más bajos, sin la com-pañía de ningún Virgilio, pero sin duda, siempre en búsqueda de una utópica Beatriz. Alejandra representaba esa analogía, una analogía atravesada por el abandono y la imposibilidad. Prostitutas de toda categoría asomaban desde fondos som-bríos sus rostros de desasosiego, impregnados de necesidad y de impostada alegría. Cuerpos flácidos, torneados, operados, algunos envejecidos, eran la galería nefasta que la mirada alu-cinada de Jorge contemplaba en esa febril exhibición que se hibridaba tristemente entre lo pintoresco y lo terrible.

-Camila, Camila me llamo, ven a mí, no soy costosa para lo que pretendes hacer -le susurró una de las mujeres muy cerca al oído.

Jorge ya no entendía las palabras, el ginebra ingerido des-de la tarde había hecho un efecto rápido en su cuerpo. Estaba completamente borracho. Recordó horas después un acto se-

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xual ef ímero e infeliz, sin la terminación orgásmica a la que creía tener derecho. De esas sábanas salió roto y sin paz y se unió a la horda de mendigos que se diseminaban por los an-denes del centro de la ciudad, y caminó, caminó a trompico-nes hasta que sus pasos perdidos lo llevaron hacia el lugar de siempre, al lugar donde la inerme Alejandra parecía siempre traerlo. Los andenes infestados de beodos, de alucinados ha-bitantes de calle, de pipas artesanales, de fogatas a mediano-che y de burdeles deprimidos, fueron quedando atrás como nefandos anfitriones de una carrera hacia la desesperanza. La avenida Caracas hacia la calle 26 lo orientaba mientras iba des-puntando el alba y apareciendo en el horizonte los primeros filtros de un sol que rompía el cielo negro, rasgándolo, hasta permitirle ver la luz. Esos primeros rayos le penetraron el alma cálidamente pues a su cabeza llegaron los recuerdos buenos; las lecturas de García Márquez, de Cortázar y de Borges en su acogedor estudio, su enorme biblioteca en la que pasaba horas enteras traspasado por las historias, leyendo, subdividiéndose, proliferando. Su mayor poesía escrita; la del rostro de su ma-dre, sus hermanos, la literatura pura, diáfana y la Alejandra del ayer, la musa, la que un día le juró la eternidad.

Era cierto que ya estaba privado de la panorámica de oli-vos de esa Grecia sólida, pues no hemos sido habitantes de un solo tiempo, muchos siglos de sombra se abandonan en nues-tra alma. En los intersticios más oscuros de nuestra psiquis, archivos centenarios penetrados por espesas membranas y cu-biertos de encéfalos, dejan reposar una extraña luz que no es de este cielo. Jorge lo sabía. La poesía se lo revelaba cada vez que se dejaba avasallar por sus mágicos misterios. La palabra era para él la única aliada, la bella sinonimia de la lumbre. En eso pensaba mientras lo atravesaba el amanecer.

Su padre, muerto hacía ya tres años, se le apareció en la senda y las lágrimas afloraron, la imagen fue ef ímera, y sin em-bargo era la luz que necesitaba en ese momento para aprender nuevamente a respirar. Para darse aliento y continuar, recordó

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claramente la frase que acariciando la madera del ataúd con el cuerpo de su viejo inerte en el interior, había dicho el día de su funeral, y la hizo palabra viva. Remojó su boca seca con el último trago de ginebra que aguardaba en la botella y la pro-nunció:

-Seguiré caminando solo, hasta que llegue el momento de encontrarte nuevamente. La libertad será la muerte.

En su imaginación se le presentó entonces una Alejandra asomada a la ventana de un segundo piso en una casa colo-nial. Las líneas shakespereanas de Montescos y Capuletos le atropellaron sus breves instantes de lucidez, porque pareció vislumbrar en su trastocada fantasía la amarga antonimia de una Julieta exhibiéndose desesperanzada hacia la calle donde un despedazado Romeo la contemplaba. No había amor, ni en el cuadro en que asomaba el rostro en la ventana, ni en el as-falto de la calle que pisaban los pies cansados. Los besos clan-destinos tampoco serían dados, y el veneno romántico ya no se proyectaba ingerido. Las dos familias no eran enemigas y el drama isabelino estaba completamente invertido. La luz débil (pero luz aún) en los ojos de Alejandra daba la impresión de una falsa ilusión. Jorge impregnado de demencia, de poesía y de imaginación desbordada empezaba a expresar su definitivo adiós:

-Mi descenso al inframundo no fue fácil. Me comí el orgu-llo y acepté una derrota que inmerecida, tu ejercito de olvidos le propinó inclemente a mi colonia de románticos absurdos, pero convencidos. Caminé por senderos de flama líquida, se quemaron mis carnes y se curtió mi alma. Conocí el fracaso y El lobo estepario me escupió su tinta antes de afirmarse. Hades fue indiferente y no tenía por qué ser solidario, no obstante, me dejó habitar sus feudos y eso ya hace de él un excelente anfitrión. Acaricié las tres cabezas de Cerbero e intenté calmar el dolor de un Prometeo, inmortal que no cesaba de sufrir. No fui yo el que finalmente lo liberó, pero supe antes de Héracles todo lo que puede llegar a sufrir el hombre cuando la filantro-

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pía es su verdad y su norte. Esas lecciones se las enseña a uno el dolor Alejandra, las llagas en el alma que nos dejan los que por una razón u otra nos abandonan. Caronte entonces, tras-ladó por única vez en la historia de la mitología un cadáver a la orilla opuesta. Su viaje le fue extraño. Salí de la morada de las almas sin luz con una experiencia significativa para la vida, duré mucho tiempo muerto, señora Capuleto, y digo señora porque ya no tienes los catorce años del primer sonrojo, ni de la primera mirada casta que me regalaste y porque tu virgi-nidad no habita más que en los mitos y en el pasado que por la curva dada en este destino arbitrario, ya no evocaras. Se te hicieron agua los recuerdos y al limpiarlos de tus mejillas, se murieron en tus dedos.

Cuando regresé las avenidas eran tú, el viento tu boca mor-diendo las palabras, y tu piel las casas de estos barrios que han cambiado. Lentamente entre el desasosiego de estar caminan-do a Bogotá, sentía nuevamente que te estaba caminando. Sus parques, sus callejones, todos sus espacios contenían tu perfu-me, nuestros pasos que no se perdieron en el asfalto, sino que fueron tragados por este monstruo gigantesco de cemento que me empezó a trasbocar todos los días tu recuerdo. Entonces también decidí mandar a Bogotá a la mierda, cercenarla en mis remembranzas, deponerla, y sacarme todo lo que mi estómago roto tenía por dentro, extirparme cada uno de los órganos que disfrutaron de ti, y de ella, y morirme, quitarme la vida. Así fue, soy el parto de un suicidio emocional, cerebral, para no entrar en discusiones ni con románticos ni con racionalistas. He vuelto, heme nuevo.

Tal vez fueron los intervalos de sueño, de beodez no cura-da, de silencios infinitos, los que hicieron que la noche nueva-mente vomitara la ciudad, nadie, eso sí, se percató de la figura humana lánguida que salía del cementerio central con el nom-bre de Alejandra aún en la boca. A lo lejos, el Estigia, invertido en sus corrientes, le dejaba ver la figura del canoero que hacia la luz empezaba a remar, devolviéndole sus muertos.

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Constituimos una extravagante minoría que clama en el desierto. Cuando la guerra haya terminado, quizá podamos

ser de alguna utilidad al mundo”.Ray Bradbury

EL CARACTERÍSTICO OLOR A VAINILLA de la librería lo cauti-vaba y eso posibilitó su comodidad. Se fijó rápidamente en las miradas de las personas que se encontraban a su alrededor, per-cibiéndolas cada vez más tensas. La quietud férrea y segura que mantenía a la entrada del lugar, que para horror de los presentes también era la única salida, no le hizo pensar a nadie que Gon-zalo había emprendido un viaje en destellos hacia su infancia, y se había visto reflejado en los espejos de quienes aterrados, ahora lo observaban.

Todos sus recuerdos se le agolparon con violencia en la ca-beza como instantáneas de un pasado de niño atiborrado de no-ches aciagas en las que la oscuridad de su cuarto se volvía un escenario de sombras y espantos. Su rostro se contraía por el terror. El sueño como verdugo impasible, nunca vino a salvarlo. Contemplar ahora esas fisonomías de seres desconocidos sem-brados en el piso de la librería, lo conectaba con los temores candorosos de su niñez.

Su pelo Kurt Cobain, sus gafas de carey, su gabán negro, los audífonos a todo volumen sobre su pecho, jeans desenfadados, converse pisando seguros el tapete de bienvenida a la Lerner y la escopeta changón Airsoft 6 mm apuntando hacia el frente, le daban ese aura de irreprochable poder de quien tiene el mundo a sus pies.

Recordaba entonces a Fernando en su manifiesto de lo que eran hoy los lectores, unos animales que perseguidos por la in-mediatez y las banalidades, no se habían dejado arropar por un

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mundo materialista, insulso y canalla. Ese mismo Fernando al que ahora veía moverse con agilidad por los pasillos de la libre-ría entre anaqueles y mesas, escogiendo con premura pero a la vez con detalle, los libros soñados a los que desde hacía meses les hacían seguimiento.

Gonzalo reposaba ahora la mirada con tranquilidad en cada uno de los confortables sillones, aquellos en los que apenas la semana anterior había estado sentado hojeando la antología de cuentos completos de Julio Cortázar. Las imágenes que re-creaban las palabras del argentino en sus relatos le empezaban a llegar nuevamente con fuerza y la realidad se desteñía ante tanta magia. Esa ficción empezaba a confundírsele con la rea-lidad ahora hecha torbellinos circundantes. Sus ojos parpadea-ron y ahora se paseaban en secuencia lenta por todo el espacio, recorriendo con ellos las estructuras arquitectónicas del lugar, las pilastras, los cielorrasos, la amplia entrada al gran salón de la literatura colombiana y latinoamericana y las escalinatas que llevaban al sótano, que para ese tiempo imaginaba ya debida-mente controlado por Jota. Los estantes de libros debidamente organizados le hicieron reparar en una de las efigies situadas al lado de los objetos publicitarios; el escritor norteamericano Ed-gar Allan Poe. Gonzalo recordó de inmediato el fragmento de uno de sus cuentos, La carta robada:

“El ladrón es el ministro D, que se atreve a todo, tanto en lo que es digno como lo que es indigno de un hombre y la forma en que comete el robo es tan ingeniosa como audaz.” Remembranza que le alimentó la calma.Desplazó entonces su observar hacia las personas, cuatro

empleados de la librería y un conjunto nutrido de lectores que aún le mantenían la esperanza en los hombres. Su inspección minuciosa se encontraba entonces con los grandes ventanales que daban a una de las arterias de la ciudad, la avenida Tisques-usa. Los amplios cristales permitían que la librería se meciera en una atmósfera tranquila de luz, armonía y literatura. Afuera el pesado sistema de transporte masivo aplastando con violencia los adoquines de la resquebrajada vía; más arriba, las montañas

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dejando apreciar un paisaje ancestral que contemplaba tutelar-mente al desmesurado gigante de concreto que le había nacido de las entrañas.

Evitando esa dispersión que desde el colegio las maestras y las psicólogas le habían diagnosticado, volvía nuevamente sus ojos al escenario al que en compañía de Fernando y Jota había ingresado minutos antes. Gonzalo supo de inmediato que si las circunstancias hubiesen sido distintas, estaría siendo observado por la musa de su escritura, por la deidad de su añorada mito-logía. Un día los hombres redescubrirán los versos incrustados en el lenguaje de los ojos, y no tendrán necesidad de imaginar más, porque para entonces sabrán que en ellos habita el poema, pensó.

Su abstracción fue abruptamente suspendida con un discur-so que desde hacía un par de meses había venido escuchando reiterativamente. El espejo grande de la sala de su apartamento lo sabía de memoria, un discurso escrito y luego aprendido que diariamente era pronunciado, incluso hasta la noche anterior en la que los tres ultimaban los detalles de su desquiciado idea-lismo. Las personas estáticas reaccionaron ante una voz áspera que venía desde la parte trasera de la librería, exactamente del gran espacio que colindaba con el descenso al sótano y en el que reposaban los libros de literatura universal. Un individuo alto, blanco, de facciones finas, con el cabello negro y liso al es-tilo “Spiky” y una barba pulcra, vestido con una chaqueta negra de cuero, jeans y tenis del mismo negro, irrumpió en la escena después de haber ascendido por las escaleras provenientes de la planta subterránea; una pistola 9 milímetros con silenciador se percibía asida con fuerza por su mano derecha. La atención de las personas se desplazó de Gonzalo a Jota, quien entonces se pronunció:

-Buenas tardes señoras y señores, Arts gratia artis es nuestro lema. Están ustedes al frente de peligrosos soñadores, animales en vía de extinción que se resisten a morir bajo la cacería de verdugos que ven el arte como un enemigo público. Trabajamos desde los subterfugios, dinamitamos desde adentro, creamos re-voluciones de pensamiento serias y no viciadas. Somos la repre-

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sentación marginal de esta sociedad distópica que se construye con sevicia día a día sin el menor reparo. Nuestros referentes representativos habitan en este lugar, sus espíritus deambulan por estos pasillos, viven con fuerza en estos libros apiñados en anaqueles, libros ignorados por legos lectores o peor aún, por lectores inexistentes. Con seguridad ustedes podrán inferir que estamos invadiendo violentamente este escenario, lo que si no alcanzarán a imaginar nunca es la felicidad absoluta que simbo-liza para nosotros el estar aquí. Estamos intentando fracturar un momento de la historia. Este espacio es más nuestro que de ustedes. Este lugar parió en una tarde cualquiera cada uno de los sueños que nosotros tres tenemos aquí, adentro. Muchas han sido las oportunidades en las que ese sistema de registro ha arrojado nuestros nombres, varias han sido las jornadas en las que felices hemos salido con las bolsas llenas de libros y unas sonrisas dibujadas en los rostros por sabernos más tarde encima de la cama sin zapatos empezando el deleitante viaje. Anhela-mos hoy sembrar la semilla para el aniquilamiento de una cul-tura que nos amputó la ilusión y que en una esquina miserable de la historia una noche prostituta intentó asesinarnos la utopía.

Con elocuencia Jota fue ganando tranquilidad y su discurso romántico se acentuó aún más en el ambiente del lugar. Gon-zalo y Fernando para este momento ya eran ajenos a lo que continuaría. Ahora Jota, que había tomado el control, preso de la emoción hilvanaba cada palabra, cada frase, cada idea antes contenidas en su pecho:

-En la puerta tienen a Gonzalo, literato de la Universidad Bo-livariana, el amor le ha sabido hundir perfectamente el puñal en las entrañas. Esa introspección profunda que seguramente us-tedes han ido analizándole y que es perceptible a simple vista se debe a que un día decidió abandonar la realidad para vivir aquí, en este mundo -y tomando la novela Fahrenheit 451 en su tercer capítulo, Jota señaló con su dedo índice el universo que ahora habitaba Gonzalo -el de una horda de marginados lectores que se resiste y se resistirá al influjo de la sociedad banal que les ha tocado vivir. A Gonzalo una luz mortecina intentó alumbrarle un día las sombras y como era tan endeble, su fulgor se apagó

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rápidamente como la vela arrojada al ventarrón, filisteo Goliat disfrazado de David. La verdad hace mucho rato que Gonzalo se cansó de ser uno solo, existen tantos en él, la lectura lo ha he-cho testigo de múltiples situaciones y épocas y ha llorado tantas veces como ha reído y ha matado tantas veces como ha sabido morir. Hablar de él es hacerle un homenaje a todos esos que también lo habitan, por eso, de Gonzalo ustedes no sabrán más, excepto que ha hallado al amor de su vida en ese anaquel de allá y en este de acá y en el sótano de este lugar. Son tres las mujeres que lo fueron enamorando desde las líneas –mientras tomaba un libro diseminado en la superficie de uno de los anaqueles, prosiguió -desde este tesoro milenario que ahora tengo en mi mano, la primera fémina que le cautivó el corazón responde al nombre de Aura, mexicana, nacida en una calle emblemática del D.F. que conecta con el Zócalo. Aura es una belleza distinta que se repite en sí misma hasta la eternidad, un amor que se le enquistó en la piel y en el alma, un amor de misterios, de hechi-cería, de segundas personas. El padre de Aura nos dejó y desde entonces Latinoamérica está más sola, más triste. La segunda, Lorena Madrigal, una antropóloga de la Universidad San Patri-cio que perdió al amor de su vida por la negligencia del sistema de salud de este país, un amor que atravesó la muerte y que to-davía respira por las calles olvidadas de esta Bacatá de paisaje alarmante. Su padre, quien murió hace poco, ha pasado a ser un desconocido al que la gente no reconocería por los cami-nos, y al que sólo se le recuerda Mientras llueve. Lorena vive en las páginas de Los últimos sueños, y desde luego, en el corazón del díscolo soñador que ahora ustedes ven en la entrada de este recinto. El último amor que Gonzalo encontró en los libros se llama Angelita, la eterna enamorada de Miguel Ángel, con quien comparte las líneas de Angelitos empantanados, y un padre que se cansó un día de vivir y le dio la maldita gana de morirse joven. Ya no hay fuego en el 23, y les puedo asegurar que queda ya muy poco en el alma de Gonzalo.

Notaba Jota cómo su amigo se compungía, y aunque la dis-tancia entre un lugar y otro de sus ubicaciones en la librería no lo dejaba apreciarlo detalladamente, sabía que lloraba con amar-

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gura perenne como en las noches de su infancia después de apa-gar la luz para intentar dormir.

La mirada de Jota se desplazó seguidamente hasta el lugar donde se hallaba Fernando, un tipo extraño, distinto, de pelo abundante y ensortijado, barba negra, fina, copiosa al esti-lo Whitman, y unas gafas de marco redondo que no dejaban ocultar una mirada contestaría, no obstante, teñida de miel. La indumentaria del sujeto la completaban un saco de lana blan-co, unos jeans de un azul desgastado y unas Rebook clásicas de color negro, típicas de glamero. A sus pies reposaban unas tulas oscuras que iban llenándose de libros con indiferencia aparente. El discurso de Jota se reanudó:

-Sección de literatura colombiana y latinoamericana, fotó-grafo, Fernando su nombre, amante de las imágenes de esta gris megalópolis y de la narrativa entrañable de Paul Auster. Hace un tiempo descubrió que Bacatá estaba muriendo y em-pezó una carrera desmesurada por intentar dejarla atrapada entre sus fotograf ías para que cuando la gente volviera a tener memoria, él pudiera aportar ese material para hacerla resurgir. La ciudad para Fernando es un organismo vivo que merece la oportunidad de seguir existiendo. Cómo las entrañables me-galópolis de esta región del mundo, atravesadas por mitos can-dorosos y mágicos escenarios, representan ese hermoso privi-legio que posee el que camina por sus calles, el que respira sus aromas, el que se reconoce en sus secretos, el aventurero de sus zonas de luz y de sombra, el que se regocija bajo sus cielos. Fernando es un artista sensible, es el más férreo de los tres, el más racional. Como Camus, no busca un mundo mejor, busca que lo que existe no desaparezca, no muera. Eso, señoras y se-ñores, hoy no es poco.

Jota respiró, y percibió el asentimiento que con la cabeza le hacía Fernando, caminó seguro por la librería, se asomó a los ventanales verificando que la zona estuviese en calma, seguida-mente pasó por el frente de Gonzalo quien, hermético, le dejó apreciar su sonrisa para otra vez perderse por entre la maraña de sus recuerdos. Contempló la agilidad con la que Fernando -el único de los tres que no estaba armado- iba depositando uno

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tras otro los libros en las tulas que atesorarían la memoria con-fesa de sus escritores soñados.

Fernando, libreta en mano, iba tachando con un lápiz los tí-tulos de los libros que anaquel por anaquel, iban cayendo sin re-medio en la tercera tula ya casi llena, mientras las otras, colma-das de ficción y listas, reposaban pesadas en una de las esquinas de los estantes. Jota supo que en las dos anteriores ya estaba el material bibliográfico de él y de Gonzalo, y que Fernando prepa-raba en esa última el propio. Imaginaba en el interior de su tula las portadas de Poe, Hawthorne, Lovecraft, Irving, Maupassant, Quiroga…

Con tensa calma Jota fue llegando hasta el puro centro de la librería, allí se detuvo sin perder la templanza de sus palabras y con evidente regocijo en sus facciones, prosiguió con ímpetu su disertación:

-Soy Jota, el más inestable de los tres, el más apasionado, el más enloquecido, aquel que emprende la tarea con febril de-voción y asimismo la termina, pintor empírico. Poco antes del crepúsculo de una lejana noche las ventanas de mi estudio se confundieron con el lienzo, y entonces las acuarelas quedaron plasmadas en los vidrios con fulgores impecables de luz, por-que en mi vida, señoras y señores, he intentado que nunca sea la noche, y como burlesca paradoja, me produce una suerte de fascinación que llega al borde del delirio esa literatura del ho-rror, de la oscuridad, del silencio, de las enfermas soledades y de los misterios tan ancestrales como el hombre mismo. En los libros encontré mi antítesis y no puedo negarles que un día me enamoré de ella.

Jota recibió su botín de manos de Fernando, acomodándose-lo diagonalmente en su espalda notaba cómo a su vez Gonzalo hacía lo mismo con el suyo. Fernando ya traía el propio. El fotó-grafo se abrazó al literato en la entrada del lugar a la espera del cierre de Jota frente a los presentes:

-Nosotros como ustedes remamos hacia ese mar donde nos diluirá la niebla y la ausencia, esa región de los claros transpa-rentes, allá, donde habita el olvido, pero en este viaje hacia ese

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destino soñamos, creemos, vibramos y seguimos estando com-pletamente convencidos de que es la poesía la única que podrá seguir dando testimonio del paso del hombre por el mundo. Esta insensata idea de irrumpir hoy en la rutina de sus días, en la mecánica cotidianidad de sus quehaceres, tiene que ver con un ejercicio de reflexión, además de este evidente placer particular que nos mueve a cada uno de los tres. Esto ha sido un asalto, no tengan ninguna duda al respecto, un asalto a la ciega cultura, a la amnésica historia, al modo en el que hoy pensamos y vemos el mundo, al concepto falso que nos han vendido de felicidad, al capitalismo cruel. A manera de epílogo pretendo cerrar esta in-tervención siendo muy enfático frente a las circunstancias de las cuales ustedes acaban de ser testigos: señoras y señores, roga-mos que no olviden nunca este día, el día en el que vieron como tres incautos soñadores ingresaron a este lugar a reinaugurarles la esperanza, a despertarles violentamente la memoria, la sen-sibilidad y la enorme capacidad que seguramente cada uno de ustedes tiene de amar. Muchas gracias de verdad por la atención que de manera impetuosa ejercimos para ser escuchados.

Jota se dio la vuelta y caminó lentamente hasta la entrada del lugar uniéndose a Gonzalo y a Fernando, emprendiendo la hui-da. Un extraviado nocturno sin estrellas se originaba afuera de la Librería Lerner. La noche empezaba a entrar con fuerza en los pulmones de los tres, una noche de luz, de entrañables solapas, de alucinadas ficciones. Una noche de vino en la que sin duda tres copas se levantarían más tarde al compás de la bohemia y a la voz de un ¡Salud! portentoso, que desbordado desde adentro, brindaría por una sociedad sin sensibilidad ni espíritu, incapaz de ilusión, voraz depredador disfrazado de gato, a la que no obs-tante, a fuerza de utopías, se le hubo de recordar, así hubiese sido de manera minúscula, que podía ser posible volver a soñar.

Un pasaje del cuento de Poe volvió a ser recordado con fuerza:

“—El Ministro D —replicó Dupin— es inescrupuloso y valien-te. Además, no carece de seguidores fieles. El acto que usted me sugiere podía haberme costado la vida. Otros fines me obligaban a ser prudente. Usted conoce mi tendencia política”.

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uno-uno

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“Decir que pagarán para ver a 22 mercenarios dar patadas a un balón, es como decir que un violín es madera

y tripa, y Hamlet, papel y tinta”.

John Boynton Priestley

RECUERDO QUE ESA NOCHE estuvimos en la casa del Enano bebiendo vino hasta tarde y entre palabra y palabra, y güiro y güiro recordado, nos echábamos los pases de perico. Traíamos al presente con las palabras las remembranzas de viajes, cam-peonatos y muchos de esos goles memorables que en tardes de domingo Millitos nos regaló. En la psique, además, teníamos diáfanas las imágenes del inolvidable cuadrangular jugado en Soacha ese 31 de enero del año 2000. Ya nos disponíamos a dialogar sobre lo acontecido en ese fin de semana renombrado cuando escuchamos la piedrita en la ventana. Al asomarnos nos encontramos la cara del Piojo contraída por el terror, apo-rreado y gritando:

-¡Ábranme locos, rápido, ábranme rápido que me van a pe-lar!

Bajamos a toda velocidad las escaleras y apenas abrimos el portón, una pedrada impactó en toda la cabeza del Enano y lo rompió. El Piojo entró raudo y entre los dos lo arrastramos. La herida empezaba a sangrar escandalosamente. En el segundo piso a todo volumen se dejaban escuchar las cumbias villeras de la Argentina entrañable. Los pibes chorro cantaban a buen tono:

“Porque tenemos aguante si pintan los guantes mejor que corrás, no reclamés tu bandera porque esa se queda, la vamo a quemar…”

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La abuelita del Enano que bajaba en ese preciso momento, vio la sangre en la cara de su nieto. Recuerdo que le alcancé a escuchar un –¡Ay Dios mío, Arley! Qué le hicieron mijo -y subió rápidamente por café. Se lo esparcimos sobre la herida y mientras la hemorragia cesaba, afuera las arengas eran vehe-mentes y agresivas. Los vidrios de la casa ya estaban rotos en su totalidad. Fue entonces cuando me asomé, lo recuerdo bien, y entre lo que pude ver allá afuera lo reconocí inmediatamen-te. La adrenalina del instante le hacía agitar con violencia su melena salvaje. Era él, era la cara de Tomás, el Motas, como lo conocía la muchachada albirroja...

…Mi cabello se agitaba de un lado para otro cuando repa-ré en la ventana de la casa del Enano y entonces lo vi rápida-mente, recuerdo que agaché la cabeza para que no me pudiera observar. Los ánimos estaban caldeados esa noche, y yo sola-mente recuerdo que lo más candente empezó cuando abrieron ese portón y la piedra que no supe nunca de qué mano había provenido, pero que vi volando por los aires arrojada desde la parte de atrás de donde me hallaba, rompía la cabeza del Ena-no, es más, yo ni siquiera entendía porque estaba en esa cuadra a esas horas, voleando roca como loco, extasiado, y digo que no entendía porque no razono cuando de Santa Fe se trata, es mi credo, mi droga, así como Millonarios lo es para Andre-lo, Andresito, tremendo personaje. Me hice amigo de él en los pasillos y los ya míticos jardines de la Universidad Nacional, entre las novelas de Saramago, los cuentos de Fitzgerald y los poemas de Jattin y Pizarnik. Nos presentó Mahicol, el noctur-nal Mahicol, un ser al que la noche terminó por apagar y la muerte por darle lumbre. Esa tarde que nos conocimos con Andrelo tenía puesta la azul embajadora, y no obstante ese de-talle, yo lo reconocí inmediatamente como mi hermano. Fue un abrazo capitalino por encima de los colores. La verdad es que esta ciudad es nuestro reino, tanto él como yo en discursos reiterados, en borracheras inolvidables, incluso, desde nuestra misma infancia, le hemos confesado el amor al alquitrán de esta urbe, a sus cerros tutelares que la vigilan indiferentes, a

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sus techos, a sus casas resquebrajadas, a sus paisajes multifor-mes, a sus equipos de futbol. Con Andrelo entonces, empezó una amistad diáfana que se transformó con el tiempo en una complicidad perenne. No puedo negar que me sorprendí cuan-do vi su rostro de manera ef ímera en la ventana de la casa del Enano después de habernos encontrado al Piojo pagando en la panadería de la esquina, diagonal al Colegio Palermo. El Piojo se fumaba un cigarro tranquilo y cuando nos vio, se le dibujó el susto en su rostro. La noche ya reinaba pero yo le alcancé a percibir el rictus, lo cogimos de quieto, no obstante, alcanzó a reaccionar felinamente y se nos logró escabullir por entre las calles, agarramos entonces con la tropa rocas del suelo y empezamos a impactarlo. El Piojo nos ha hecho cagadas feas, como cuando nos robó el trapo del parche, o cuando se unió con Los borrachos y vinieron al barrio a hostigarnos, fuera de las rayadas en las paredes de las casas de los muchachos, como la tarde en que el Tanque pintó las paredes de la fachada de sus viejos y al otro día le amaneció rayada con la chapa de ese loco, entonces no puedo negar que fue placentero corretearlo por entre las calles del barrio con la noche entrándonos en los pulmones y con un puñado de testigos indiferentes asomados desde las ventanas, así, hasta que lo vimos golpear con vehe-mencia en la casa del Enano, pero con lo que yo no contaba era con que Andrelo estuviera ahí. Eso me empezó a hacer sentir bastante mal...

…Yo vi al Motas y agaché de inmediato la cabeza para evi-tar que no me viera, pero algo dentro de mí afirmaba que sí lo había hecho. Yo tenía puesta la camiseta de Millonarios de la campaña del 2001, la blanca de Saeta Comcel con la que se coronó campeón de la Copa Merconorte, ya manchada de san-gre por la herida en la cabeza del Enano. Afuera había fragor y roca. Acá, adentro, había rabia, había indignidad. El Enano era un pequeño pillo buena gente. Cómo nos lo iban a totear así. Llamamos entonces al Flaco al celular y le dijimos que trajera a los muchachos, y en efecto, al poco tiempo llegaron y eso nos dio el ánimo para salir y pararnos. El barrio Palermo puede dar

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fe de esta historia. Los ventanales de sus casas y particular-mente los de la cuadra abajo del colegio desaparecieron de one como resultado del impacto de las rocas. Los rojos se replega-ron y en esa dinámica se vieron obligados a dividirse. Aprove-ché y me fui con el Enano calle arriba hacia Galerías, entre la rabia, la sangre y los ruegos de doña Mercedes, la abuela, que le decía:

-Arley mijo, venga para acá, para dónde va a coger ahora, no más problemas, compadézcase de esta vieja, hombre.

El Enano, oídos sordos, y ya trancada la hemorragia que parecía habérsele pasado a unos ojos inyectados de sangre, emprendió carrera conmigo tras cuatro locos que se escabu-llían entre el asfalto de esta ciudad a la que tanto ellos como nosotros siempre, siempre hemos amado profundamente, por encima de Millonarios, de Santa Fe y de tanta mierda que nos hemos tenido que comer todos los días cobijados bajo su cielo impasible. Eso era lo que yo pensaba antes de verme animado por los gritos de mi diminuto amigo que enardecido vociferaba:

-Somos capital, ¡carajo! -tomándose con fuerza el escudo de Millonarios que se dibujaba en su camiseta…

…Somos capital, ¡carajo!, repetía con arengas fuertes y co-giéndome el escudo de Santa Fe mientras corría, no lo niego, esperando el momento para volver a contrarrestar porque de un momento a otro sentimos el respaldo del parche del Piojo que había llegado para decirnos -aquí estamos. No sé en qué instante la carrera que nos hicieron pegar las gallinas nos con-dujeron al gigante de la 57. Allá llegamos, al testigo de nuestras lágrimas en momentos de derrota y de alegrías en copas alza-das, al mudo e impertérrito acompañante de cada domingo, al que sobre su césped deja escribir la poesía que a nosotros, como a ellos al otro lado del tablón, nos marcan para la vida, al que soporta gallardamente nuestras graf ías, nuestros saltos y nuestros cánticos. Esas populares tienen mucho que contarle a los que vienen. El Nemesio Camacho El Campin, entonces se dejaba ver ahora en otro marco, sin partido, apagadas sus luces

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y en silencio total. Llegamos a él como si fuera el punto de en-cuentro programado, y por ende, la muchachada albiazul tam-bién se aproximaba como si una cita acordada en un espacio roto del tiempo se hubiera consumado. Traíamos con nosotros los pasos andados por esta urbe, la historia a cuestas de cada una de nuestras experiencias particulares vividas bajo este cie-lo casi siempre atiborrado de lluvia, nuestros viejos, nuestros procesos de formación, nuestras lecturas del mundo. Traíamos pegada la calle en los tenis. Éramos las partículas diseminadas de una sociedad marcada por la desigualdad, el abandono y la carencia de afectos; conceptos que un día habíamos intentado ver reflejados en los escudos de ese par de camisetas. Teníamos la vitalidad en la sangre, pero estábamos untados de vicio y de vino barato en las entrañas y la historia de muchos de nosotros se presentaba enmarañada y con evidentes tintes de desespe-ranza. Era el equipo el credo y el pan, era el equipo la familia y el clan. Teníamos clara la vida, eso pensábamos, cuando la verdad era que en nuestro interior siempre había pesado con potencia la muerte. Lo sabíamos cuando salíamos de las ca-sas a los viajes acompañando al equipo en las distintas plazas del país, y cuando veníamos incluso a esta cancha, la cancha de nuestra casa, la que en ese momento teníamos pintada en las pupilas. Siempre nos íbamos con la alegría de ver al mejor, pero paralelamente, en el fondo de nuestros miedos, también con la zozobra de -muy posiblemente- no regresar. La roja se me pegaba al pecho por el sudor. Mientras corría y pensaba, sentía los chorros de agua bajando también por el dorso…

…El Enano se quitó la camiseta de Millos para apretarse la herida que con el movimiento febril de los cuerpos, había vuelto a abrirse. Mientras corríamos y divisábamos “El Cam-pin”, vimos como esa mancha roja que de un momento a otro emergió, se le paraba al frente como diciéndonos:

-Si tiene que haber un testigo, éste es el mejor. Pensaba que deberíamos estar ahí, siendo jóvenes, pero

no dispuestos a matarnos por un color como parece seguirlo

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repitiendo la historia, sino haciendo posible la revolución de pensamiento, esa que se necesita, esa que nos extravían fuer-zas invisibles, esa que un día nos cegó el amor por la camiseta de un equipo de fútbol por encima de la misma vida, que es la única oportunidad que se nos da para demostrar lo que somos y lo que seremos, y que desperdiciamos todos los días en que-rérsela arrebatar al otro, -¡Bah!, ciudad de odios extremos. A mi alrededor, naciendo del suelo, empecé a ver un sinnúmero de azules, entre los que reconocí a varios capos de parche. Al frente, como en los campos de batalla griegos, unos individuos vestidos de rojo que veíamos como al enemigo certero al que había que clavarle la daga, -¡Carajo! En mí caso, enfrentando al mejor de mis amigos, el Motas, quien seguramente agita-ba su melena entre el fragor de la muchachada cardenal, tal vez como yo, también pensaba en la triste encrucijada que nos ponía la vida. La agresividad en unos, el macabro uso de las armas en los otros, las rocas viajando en el espacio, raudas y certeras. Recordaba viéndolas volar por el aire al Diego, al ba-rrilete cósmico en esa tarde de 1986 arrumando ingleses. Unas rocas con dianas fijas y con hambre de sangre en las puntas. Era ese el maremágnum nefasto que circundaba el cielo del nocturno capitalino. De pie como guerreros feroces a la dispu-ta de reinos inexistentes, de trofeos inverosímiles, unos frente a los otros para empezar a darle movimiento al absurdo juego de matarnos. Seguramente por muchas de las cabezas en ese instante no pasaba la idea del mañana, ni mucho menos la po-sibilidad de un próximo domingo, de vistosos frentes, de extin-tores lavándonos la cara de océano profundo, de paz; los dos colores de mi bandera, no pensando ya en la alegría festiva, en la cancha atiborrada de esperanzas que seguiría repitiendo el magnífico ritual con o sin nosotros, fecha tras fecha, una y otra vez en el tiempo, aún a pesar de que afuera, en los asfaltos de los barrios, cunas de los odios sin sentido, continuáramos aca-bándonos, defendiendo un escudo que muchos tienen grabado en la piel pero que todos, definitivamente, llevamos tatuado en el alma. Había olor a muerte por la carrera 30 con 57, muerte

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que después de danzar imperante por el pavimento se desva-necería nuevamente para después agazaparse en los callejones del olvido. Creyendo tener muchas razones para seguir vivien-do, nos íbamos a matar sin ninguna, al menos valida. Pero ¡qué carajo!, ahí estábamos, aunque el helaje de la noche bogotana ya nos hubiese enfriado la fiebre del ataque primero. El bando rojo frente a mi bando…

…El bando azul frente a mi bando me sacó de la abstracción bruscamente suspendida cuando los parches se disponían al enfrentamiento. No sé por qué, desde qué naturaleza filantró-pica, pero creo en los vasos comunicantes férreamente, creo que la construcción de códigos en el devenir del tiempo se traduce tarde o temprano en similares acciones. Las lecturas de los grandes escritores latinoamericanos y del canon uni-versal en general terminan por sensibilizarle a uno el alma; el concepto de la muerte en Poe; el bello suicidio de Storni; la fuerza vibrante del amor total en Goethe; la historia, nuestra historia en García Márquez; el misterioso juego de Cortázar en sus cuentos; y la vida. El jardín de Freud de la Nacho; el chorro de Quevedo con su caminito de piedra; la melancolía de la Candelaria; los oscuros callejones de Usaquén; lugares caminados por aquellos que sí quisieron dejar la huella bue-na, pero la muerte les espantó los sueños para siempre. Toda Bogotá, con su impasible norte y su natural sur, toda, con su periferia que la domina. Quizá fue eso y ninguna otra cosa más lo que se terminó confabulando esa noche, más allá de pasio-nes sin límites y de amores de cancha. Un abrazo en la mitad del hampa, justo en el centro del abismo, un susto a la vida, pero también una fuerte agresión a la inútil visita de la muerte fue lo que minúsculamente relampagueó Bogotá, esa mons-truosa reina. Fue la bienvenida a un olimpo de luz ya bastante intoxicado de hades. Recuerdo en medio de los ilógicos gritos de batalla de muchos, acompañados seguramente de heridas absurdas, una mano extrayendo del bolsillo una tirilla con los escudos de los dos equipos de futbol capitalinos pegados con tinta azul y roja en el papel. Extendiéndola hacia mi mano la

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voz de Andrelo extraviada entre lúgubres vientos y sinsentidos de estúpidas razones, enfática y no obstante, festiva, rompió con paz el silencio de la muerte:

-¡Oe!, Motas. Hay clásico el domingo, loco.

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habitante del

tiempo

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“Mitología de sangre, entretejida por los hondos dioses muertos”.

Jorge Luis Borges

-¡CASTIGO DIVINO!, las palabras no se emplean para deposi-tar en mortales tus abyecciones ni tus más bajos deseos. ¿A qué hora se te salió lo hombre?, ¿en qué momento afloró tu instinto?, ¿qué será de las palabras ahora que abandonarás las orillas de la divinidad?, ¿no te percataste del daño que le harías a la poesía? Ignorante, condenado seas Hermes, dios del len-guaje, condenado seas…

Las palabras de Zeus como sentencia retumbaron en el Olimpo y Céfiro entonces se hizo presente para cumplir la función de Caronte, llevando a Hermes muchos siglos adelan-te, no por ríos apagados y sombríos como lo haría el famélico canoero, sino por cielos atiborrados de historia. El dios de los vientos apacibles era pues, el vehículo del castigo histórico al dios alado de las palabras.

Hermes sintió cómo despojado de sus alas ya no sería jamás el emisario de las deidades y empezó a elevarse hacia los cielos alzado por unas manos de nube que empezaron a proyectarlo en la historia. El viento atravesó los tiempos, permitiéndole a sus ojos depositarse en urbes construidas con extrañas arqui-tecturas. Ya escindido de los templos griegos contemplaba en ese tránsito cómo Céfiro le transformaba las épocas de manera rauda. Sobrevenían en un mismo instante el día y la noche, la lluvia y el sol, los silencios y las algarabías, el todo y la nada. Fue entonces cuando se vio testigo en un parpadeo de la usur-pación romana a Grecia, de la existencia de un trágico Séneca que murmuraba sabios consejos al oído de un Nerón que aún

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no era emperador, pero que en sus entrañas ya amasaba la des-gracia de Roma, del frágil accionar de un muy pequeño Augus-to, quien incapaz, experimentaba dolorosamente la caída del imperio; los soldados cayendo de los caballos, las lanzas en sus pechos incrustadas, las heráldicas romanas resquebrajándose. Hermes viajaba sostenido por los vientos apacibles de Céfiro, el amante de las flores, quien ahora le permitía en un abrir y cerrar de ojos presenciar el inicio de un periodo nuevo; el os-curo medioevo, que le traía a sus oídos, casi imperceptibles, los primeros falsos pregones clericales de diez siglos de historia.

Para Hermes los tiempos abismales, meses, años y siglos, fueron segundos. Se sintió entonces humano frente a la vaste-dad renacentista, y la emoción divina empezó a perdérsele en sistemáticos ejercicios de la razón. Céfiro cumplía su trabajo, entretanto, Hermes percibía la historia del mundo atravesán-dole los ojos, así, la ilustración destelló en sus pupilas y sintió el temor en sus entrañas, intuyendo el final de su inmortali-dad. En esas meditaciones fue lentamente depositado en este siglo. Mientras evocaba sus oficios se vio de repente perdido y lo que sus ojos contemplaban lo hacía preso del extravío y la desorientación. Con nostalgia empezaba a percibir cómo la magia de otros tiempos se rompía. Atisbaba su dorso frente al azogue del espejo y no veía lo que le posibilitaba los viajes, el volar por los paisajes olímpicos, el elevarse por encima de los reinos de Poseidón, el llevar a todos lo que ahora lo invadía de melancolía trémula por no irrigar: el lenguaje. Céfiro lo mira-ba y Hermes notaba las lágrimas en las mejillas de brisa de su hermano olímpico; era el momento de la despedida.

-¡Aún no vuelvas!, Zeus entenderá tu corta demora, quéda-te un instante conmigo, un instante de años no hará que pier-das el camino de regreso, y enséñame a comprender el mundo desde estas lógicas. Hazlo Céfiro, hazlo por un hermano que cuando regreses se perderá en el tiempo. ¿Qué me dices ah?, ¿qué me dices?

Hermes sonaba suplicante.

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-Por favor, Cloris sabrá entender tu ausencia que sin duda apreciará corta para la eternidad que le has ofrecido. Cuidará de su imperio de flores y tú un día regresarás a disfrutar de su carne suave, de sus labios de miel, y de todos esos pétalos que son su piel. Pero ahora, ahora es un hermano el que abando-nas, ¿lo harás sin más?

-Pareces no perder la esencia de tu elemento divino, tus palabras siguen calando en el interior de quien las escucha. Lo haré, me quedaré a tu lado un tiempo –respondió Céfiro abrazando a Hermes, sonriéndole.

Ambos adoptaron formas mortales que los hicieron paulati-namente mezclarse con una población que les pareció bastan-te extraña y pintoresca al principio; sus acciones, sus formas, sus vestimentas, parecían sacadas de los cabellos, el caos era la constante y sin embargo, empezaron a construirse en esas cos-tumbres en exceso disimiles a las de su época. Todos los días era algo nuevo para ellos, no obstante, la inteligencia divina aún los acompañaba y no les fue difícil empezar a sobrevivir. Un trabajo como estibadores de frutas y legumbres en un viejo supermercado de ciudad turbia latinoamericana fue el esce-nario en ese nuevo comienzo que para Céfiro era transitorio, en tanto que para Hermes, definitivo. Iniciaron un ejercicio de observación cotidiano a las gentes que compraban en el lu-gar, clientes frecuentes, y lograron llamar poderosamente la atención de esos interlocutores mediante diálogos simples al principio y después alrededor de unas historias que noche tras noche tejían en las pequeñas habitaciones alquiladas del hotel donde vivían, historias que trabajaban la versión de que eran hijos de padres poderosos, pero que agobiados de los lujos y de la prepotencia de su clase habían decidido marcharse a la otra orilla y empezar desde abajo como debía ser el derecho de las cosas.

Adherido a esto, la fuerza de las palabras y el lenguaje bien cuidado que empleaban no tardaron en romper la resistencia de lo que después se constituiría como el círculo de amistades con-

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venientes en el que empezarían a desenvolverse; profesores de historia, filosof ía y literatura, que en las distintas reuniones les empezaron a ilustrar el tiempo del que velozmente ellos habían sido testigos. Fue así como los dos hijos de la Grecia clásica empezaron a conectar las cronologías rotas por hilos de sangre que representaban las distintas crisis históricas y el devenir de los albores nuevos. Las situaciones que empe-zaron a acaecer mostraban a un Hermes que se acomodaba en el entorno y a un Céfiro con deseos de regresar. Las tretas del tiempo obligarían al dios de los vientos, a pesar de su de-seo, a seguir en la estancia del siglo XXI por un tiempo más. La hija de la dueña del hotel donde se hospedaban empezó a despertar las fuertes pasiones de este dios calmo, la encon-traba particularmente conectada por un cierto hilo invisible que atravesaba los territorios de la historia y parecía ver en ella a la dueña del imperio de las flores. Sí, en efecto, Cloris parecía repetirse en el tiempo proyectada ahora en el rostro de aquella preciosa jovencita -siempre ocurriría lo mismo-. Ella se miraba al espejo que la reflejaba como en una distancia remota, allí demoraba horas enteras frente al azogue, mien-tras Céfiro la contemplaba. Una noche la calma y la paz del dios se fracturaron y preso de una inusitada excitación, la cu-riosidad le pudo más e irrumpió lentamente en la habitación de la joven y se fue acercando a la dueña de esos silencios de esperanza. Cuando la tuvo en frente se encontró con la sorpresa en las pupilas de la encantadora mujer y le habló de inmediato no dejándola recuperar de la intromisión de la que había sido objeto:

-Es usted mágica señorita, creo haberla conocido en tiempos politeístas cuando no tenía aún certeza del triunfo de la poesía sobre los sordos poderes de la muerte y del olvido. Y sus ojos, ¡oh! por todos los dioses, sus ojos están atravesados por un can-dor único y maravilloso. Detrás de ellos hay más, un fondo en el que alienta otro reino donde yo quiero habitar.

Julieta con serenidad, respondió:

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-Qué sorpresa; muchas gracias, hondas palabras. A mí me asalta una curiosidad, ¿cuál es su verdadero nombre? El que usted ha registrado junto al de su hermano no parecen nom-bres de este tiempo: ¿Hermes, Céfiro? permítame que sonría, con respeto claro está, pero parecen nombres sacados de ma-nuales de mitología griega. Respóndame usted esta pregunta, enigmático caballero.

-¿Nuestros nombres? ¡Oh claro!, debe usted perdonarme por no habérselo profundizado. En efecto, Hermes es el nom-bre de mi hermano, amigo entrañable del lenguaje y heraldo fascinante de los dioses. El mío, Céfiro, dios de los vientos del oeste, apacibles y fructíferos, conocedor de las aguas apaga-das del Estigia y amante de la lira. ¿Me dirá usted el suyo? Ella rió una risa preciosa, al tiempo que respondía:

-Es usted encantador, magno dios –y sonrojada continuó:-Mi nombre Julieta, como la eterna enamorada del joven

Montesco, ¿no sé si me haga entender?Céfiro recordó los diálogos con su amigo Felipe, un profesor

de literatura de la Universidad Popular de quien había oído en sus discursos apasionados uno de los nombres inmortalizados por William Shakespeare en la famosa tragedia de amor entre Montescos y Capuletos, el drama de amor maravilloso que ha-bía iniciado en los caballetes de un balcón isabelino.

-Claro que le entiendo preciosa Julieta, creo haber muerto junto a usted en esa jornada de venenos y de dagas.

El dios de los vientos, impetuoso, seguía adelante con su disertación, comprendía internamente la sintonía en el cora-zón de Julieta y pretendía hacerse inolvidable en esa noche sosegada. Algo muy adentro le susurraba que sería la única oportunidad, entretanto, Julieta le tocaba con su dedo índice los labios, instándolo al silencio. Ante este acto el dios prosi-guió con más fuerza:

-No calle usted mis labios, en lugar de ello, apague esta sed con los suyos, yo no quiero recordar más allá de usted.

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¿Sigue conmigo o pretende huir? Por razones explicadas solamente desde lo divino, Céfiro

hizo suya muchas veces esa noche a Julieta, con felicidad, con aroma florido. Sabía que ella era la repetición de Cloris en el hoy, su cuerpo se lo confirmaba en cada embestida, en cada caricia sobre esa piel enferma de él, en cada beso diáfano donde calmaba su sed de tiempos refundidos en el vaivén de la historia…

Después, después como bien lo han marcado los poetas, lo bello no es otra cosa que el comienzo de lo terrible.

Los gritos en la calle despertaron a la regocijada pareja. -¡Qué han herido de muerte a Hermes!, ¡qué lo han herido!

-Clamaba la muchedumbre afuera. Céfiro a medio vestir salió a contemplar las espadas que re-

conoció clásicas, que desapareciendo en la esquina de la calle como asesinos enviados en el tiempo, destazaron vilmente a su hermano olímpico, quien yacía en el suelo agonizando ante la mirada de gentes extrañas que no entenderían jamás toda la historia que se empezaba a morir en esas venas. Hermes se contempló en las pupilas de Céfiro que fueron el espejo que necesitaba para evocar su divinidad. Recordó todos los pasajes alados regalando palabras, mientras se desangraba en el pavi-mento respirando con dificultad.

Recordaba la caída de Troya, a Aquiles exhibiendo con ex-citación el cadáver de Héctor amarrado a una veloz carreta que manejaba por los alrededores de la ciudad, y después un talón desangrado por la saeta de aquel que había originado la trage-dia. Asimismo, todos los dramas dolorosos suscitados poste-riormente por esa guerra, la muerte de Agamenón de cuyo acto fue cómplice su esposa Clitemnestra. Luego, por esta traición, Clitemnestra muerta a manos de su hijo Orestes quien en este ciclo de venganzas humanas cobraba la muerte de su padre.

Ahora evocaba el infinito sufrimiento de Odiseo para llegar a Ítaca después de la guerra, abrazar y besar a Penélope y con-

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templar los ojos jóvenes de aquel Telémaco que había dejado en los albores de su nacimiento, antes de partir para esa guerra que le marcó la vida y que lo hizo héroe.

A la memoria de Hermes vinieron entonces las palabras que Ulises susurrara al oído de Penélope luego de su odisea, movido por la magia que él le había impregnado con el len-guaje:

Recogida de las oscuras arenas de los terribles desiertos del tiempo, a mis pupilas un puñado de sombra les arroja-ron. Navegando por mares infinitos, recalando en eternos obstáculos siempre pensando en ti. Venciendo la sal de los océanos, viviéndote y muriéndote. Mi sed siempre fue de ti, reclamando tu nombre en cualquier isla. Escila y Caribdis me hicieron temerario. Divagué por las olas, preso inefable del capricho maldito de los dioses. El lenguaje mi salvador. Esperándome en el telar, prisionera de canallas amores, me esperaste. No apagaste la llama en tu corazón, me aguar-daste. Te busqué por las mareas inacabables esperando en-contrarme tu mirada en cada reflejo del agua. Heme aquí en tu orilla con tu imagen en mi encéfalo, grabada, tallada con cincel como en la piedra los primeros alfabetos. Me encuentro en tus ojos. Tú eres mi mundo. Penélope, mi Pe-nélope.Hermes recordaba cómo en ese tiempo creía en la utopía

de un lenguaje que se construía en el amor, pero otra vez la sangre, otra vez los dolores que el tiempo iba sembrando en los hombres, otra vez el poder avasallante ostentando el espectro de la muerte en la espada. Tanta sangre vista por sus pupilas de dios con alma de hombre nunca le hizo pensar que la suya un día, alejado en siglos del olimpo clásico y ya mortal, fuera a verter los suelos. Sus recuerdos se impregnaron entonces de mucha sangre, sangre derramada por los mortales a la luz de dioses caprichosos, y ahora su sangre, sangre divina regándose desde su piel, anunciadora de las Moiras ¡oh, bella paradoja, la de un dios muerto!

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Céfiro observaba sus ojos dilatados y sentía cómo a su hermano ancestral se le iba la vida en destellos vertiginosos. Moría el lenguaje, morían las palabras y se imponía una ba-bel contemporánea que por necesidad, empezaba a precipitar a los pueblos al abismo. Céfiro entendió con las exhalaciones postreras de Hermes, que era mejor regresar, regresar en el viento, contemplar de nuevo las ruinas troyanas, el monte par-naso; lugar simbólico de los poetas, Ítaca y el imperio de flores que un día, preso de locura amorosa, le había regalado a Clo-ris, la de ayer, a la que, repentinamente empezaba a anhelar vehemente. Sumergido en estas evocaciones, se vio arrancado con violencia de los suelos y vuelto en remolinos a los vientos, despertó en el jardín de la diosa florida, quien sostenía su ca-beza en el regazo y comprendía, silenciosa y abstraída, cómo la historia de aquel osado que le había regalado el paraíso, se seguiría repitiendo por toda la eternidad.

Entretanto, siglos después, Hermes entendía en sus últimos estertores cómo el hombre a través del tiempo había sido una suma de desgracias y de dolores, de amores y de sangre. Enten-dió entonces que el castigo de Zeus no había sido hacia él, sino hacia lo que representaba. Fue consciente en su último instante de lucidez que el mundo había empezado a devastarse desde su mismo principio y que por esa sola razón no merecía el lenguaje para construirse, sino que había que agotarlo, había que robár-selo a los hombres para dárselo a los dioses. La historia devolvía las cosas a quien le pertenecían; el fuego prometeico robado en un inicio se devolvía a ese inicio siendo lenguaje. Es imposible la poesía frente al horror de lo humano.

Abrió sus ojos por última vez y pudo contemplar un destello en el cielo que se abría, un susurro divino a su oído que le expre-saba la disculpa. Muerto el dios, muerta la palabra, de vuelta las tinieblas, de vuelta el Hades, único reino, los mares y la tierra no han sido más que triviales apéndices de ese imperio.

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noches sinluna

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“Lo bello no es otra cosa que el comienzo de lo terrible”.

Rainer María Rilke

EN SUS LABIOS REPOSABA la saliva caliente, la noche afuera se descolgaba por entre pedacitos de luz que se reflejaban en las bombillas de los postes, la luna se apagaba en la negrura del cie-lo y cobraba esbeltez humana en la tierra, envuelta en una suerte de lumbre que parecía robada a una colonia de estrellas infini-tas. Hijo de una nueva alucinación, él la contemplaba descen-der desnuda mientras ella no tardaba en empezar a mostrarle la fuente de donde emanaba toda su magia, sus eternos resplando-res nocturnos; único altar en el que no le bastarían sus oraciones colmadas de poesía para ser redimido.

Tomando sus manos calientes lo dejaba recorrer toda su geo-graf ía hasta hacerlo detener en el centro de su religión. Sintien-do cómo la quemaba dulcemente, él empezaba el ritual embria-gado de los cuerpos. La puerta enquistada en la tierra fértil de la piel lunar se abría para darle paso al huésped canicular que se deslizaba deliciosamente por el pasillo mojado, comunicándose con un paisaje habitado de otros tiempos, de recuerdos de cie-los extraños donde brillaba con fuerza rompiendo la oscuridad, dándole paso al amanecer. Entrando por el deleitante zaguán, se dejaba caer allá, en sus fondos adornados de humedad caliente y de sensible carnosidad, entonces cerraba los ojos y podía tocar el paso de la historia, el vuelo de la sangre.

Así era como todo empezaba; la desnudez primigenia con su reciproco deambular entre sudores y líquidos alucinantes que se destilaban en las níveas sábanas. Navegada por sus ve-nas e inaugurado el aquelarre en su cerebro, ya era sexo la neu-rona incendiada de Luna, quien presentía la cordura yaciendo

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muerta en el encéfalo. Un pudor ya escindido entonces hizo fiesta embriagada la carne, las heráldicas de la locura estaban izadas. Oraciones Báquicas empezaron a desprenderse de los labios lunares que clamaban la condena, el lenguaje de la dio-sa nocturnal se tornaba maraña ininteligible exigiendo con el rostro contorsionado la conquista de su reino subterráneo, el ingreso al manantial de su fiebre, desgastado por caricias tor-pes y canallas de ignorantes que jamás supieron que era arte. Luna entonces suplicó poesía y el diluvio estuoso que emergió de su sexo inundó los dedos de su amante, que envuelto en esa brasa líquida, fue arrastrado hasta el imperio de quien de noche, se colgaba en su cielo.

Estaba claro que él había renunciado al arca y había opta-do por el hundimiento en su oleaje; un naufragio disfrazado de salvación. Después los labios de ella moviéndose con difi-cultad, esforzándose por hilvanar discursos extraviados en su cráneo, como en su mejor fase, de él llena. En el aire tenue de la alcoba flotaron palabras inconexas que no tardaron en hibridarse con un fondo de The Beatles perfecto. Los cuerpos astrales eclipsados rendían así culto al origen, a ese retazo de instante que se llama felicidad.

Era siempre delicioso el rito repetido desde la primera no-che del tiempo. Algo inusual parecía constituir la unión; el cre-púsculo siempre fue preludio y como bella paradoja siempre el amanecer fue final. Luna se moría todos los días con los prime-ros rayos del sol, y cuando caía la tarde renacía con fuerza de nuevo para volver a ser una sola al lado del fulgor de su amante mientras la gente dormía creyéndola romper la oscuridad de ese inconmensurable océano que nos hunde hacia arriba. Jus-to antes del alba ella siempre se despedía y nunca pudo ser de otra manera, eterna intermitente, eterna inconstante, era parte de su esencia el no estar completa siempre, contraria a él que siempre era total. Las promesas de amor salían ya diluidas de los labios de Luna, no se daba cuenta con ello que lentamente lo estaba empezando a apagar.

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Una noche el encanto se quebró y muchas horas antes del inicio de un nuevo día, Luna se colgó del firmamento dejando humedades de ginebra por toda la habitación, algo se había roto y él despertaba siendo sol en un amanecer en el que le costó alumbrar. Mientras se proyectaba por los cielos pro-fundos se preparaba para la caída de la tarde, el instante de la siempre nueva trasfiguración. El tiempo trascurrió lento, la bienvenida de la noche fue una larga espera. Supo que ha-bía llegado el momento cuando sintió a Luna rosándole su piel caliente, entrando en él de nuevo, fue entonces cuando la miró a los ojos y antes de que en él se volviera a fundir la increpó:

-¿A dónde marchó la fuerza que anidaba en el principio de nuestro tiempo?, ¿y los fondos de The Beatles en las noches sin estrellas? ¿A quién has atrapado de nuevo con tu noche? ¿Te has vuelto acaso coleccionista de resplandores? ¿Son rea-les entonces los mitos lunares que pregonan el baúl ilumina-do donde atesoras los soles a los que les robas la luz? ¡Ah!, la ira me inunda porque yo lo sabía desde el principio. No es culpa tuya Luna, es sólo que sueño demasiado.

Fue suficiente que ella buscara el beso y él lo diera en la superficie blanca de su vastedad para que todo empezará a volverse definitivamente frío, ella empezó a tornarse pálida, lejana, y lentamente se fue amparando en las noches densas donde empezó a vestirse de hielo. Los labios del sol, acostum-brados a quemarse en la piel de quienes los besaban se fueron petrificando en ese mundo de inviernos y nevadas cimas, su lengua fue experimentando el amargo del veneno, ya era tar-de cuando lo pensó, la intoxicación de ella fue paulatina, ya sabiéndose condenado a morir pensando en sus paisajes, le fue faltando el aire y sus rayos empezaron a extinguirse. Ella fue invadiendo su geograf ía esferada y cálida para empezar a congelarlo desde adentro. El dueño de los amaneceres se dio cuenta tarde cuando la sombra del astro blanco de la noche ya estaba para siempre sobre su piel.

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Desde esa jornada fulminante, es un buen actor el que nos alumbra, el auténtico sol fue asesinado hace milenios por la fría penumbra del primer eclipse.

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pitazosde urbe

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A todos los que alumbran con el candil de sus tenis los océanos de la noche, y a ti, maestro, que te nos moriste muy rápido.

“Padre llena las nubes de whisky para que las mañanas no se nos escapen de nuestras manos tan fácilmente...”.

Rafael Chaparro Madiedo.

RAMÓN LES DIJO:-Listo, yo los acompaño, pero de una vez les digo, si nos

toca pararnos duro, tendrán que demostrarme que también hay respaldo, yo no me voy a hacer romper el cuero por un trío de niños borrachos que están jugando a ser malotes. Soy de calle y eso me ha enseñado a no ser güevón…

Eran las once y media de una noche lluviosa en el centro de la ciudad. Las cervezas danzaban por la sangre y el espíritu de arrojados lentamente se apoderaba de sus cabezas. El escena-rio se apreciaba coloreado de ímpetu y oscuridad, sin embargo la noche parecía no estarse dibujando como otras tantas:

-Vámonos pa´ onde las putas -se oyó decir a un Chema eu-fórico.

-De una, de una -respondía Edgar entusiasta y ya achispado. Un tanto escéptico, Salvador parecía ser el único que no

seguía la idea con tanta fe, y sin embargo, al estar los tres, se unía a la osadía insulsa de sus dos contertulios. Comenzaron a caminar y el cemento de las calles empezó a metérseles por los ojos. La ciudad parecía quieta, tranquila aunque el silencio, la lluvia, el frío visceral y la paranoia que siempre lo habitaba,

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parecieron disiparle la ebriedad a Salvador, el ulular de la sirena de una ambulancia terminó por sobresaltarlo aún más. De los tres era el que menos reconocía los rostros negros de la ciudad. A su encuentro trashumante no tardó en abordarlos un habi-tante de calle, sin embargo, el respeto y la distancia absolutos que caracterizaban a éste, les llamó la atención al instante; su aspecto no estaba tan deteriorado como el de tantos otros que parecían nacer de las grietas de las calles. El semáforo en rojo alumbraba tenuemente la avenida mojada por la llovizna inter-mitente haciendo ver falsamente el alquitrán sangrante. La ima-gen era observada fijamente por Edgar: -La ciudad está herida y hace mucho tiempo que se desangra -pensaba. Mientras salía de la abstracción, observaba cómo Salvador sacaba del bolsillo derecho de su pantalón la cajetilla de Pielroja, extraía un ci-garro de su interior y rápidamente le daba fuego aspirando la primera bocanada gustosamente. Entretanto Chema establecía una conversación fraterna con Ramón, el habitante de calle que se les había aproximado y que parecía bastante atento y jovial, -urbe de locos, de desconfiados que continuamos creyendo.

Lentamente pisando los andenes remendados y viendo las suelas de los zapatos reflejarse en los charcos de agua posados, se dieron cuenta que la presencia de Ramón persistía, que se adecuaba a sus diálogos y que se empezaba a entretejer con sus conversaciones. Ahora eran cuatro deambulando en la ciudad. La lluvia no cesaba y las calles oscuras del centro los empe-zaban a perder. Dejaron atrás las avenidas representativas y se internaron por los recovecos asfálticos de una ciudad que se los tragaba de a poco. Se vieron en medio de su ebriedad proponiéndole a Ramón un acompañamiento hasta la zona de tolerancia más reconocida de la urbe. Un ejercicio de locura exacerbada los minaba. Con cierto grado de dominio sobre la situación, Ramón accedía a la propuesta de los tres alucinados amigos:

-Parceros, parceros, escúchenme atentamente, la zona no es fácil, está llena de peligros invisibles, de paisanos que parchan

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en cada esquina, de miradas escondidas tras los extramuros, no es que estemos solos como les parece, aquí donde vamos tene-mos un montón de ojos encima, hagámosle, pero caminen con decisión, den esos pasos con fuerza y seguridad, asuman estas calles como suyas, de otra manera se los fuman, se los fuman completitos, ¿claro?

Mientras el aire golpeaba vehemente el rostro de los tres y se les metía potente entre los pulmones, una parte de la ciudad –una de las más reveladoras-, se imponía a sus ojos y por la piel empezaba a filtrárseles, atravesándoles las venas, confun-diéndose con la sangre que las surcaba, eran unas de las tantas callejas de la inmensa ciudad las que comenzaban a respirar, un pedazo de Bogotá que se les metía por la carne, que iniciaba un periplo por todos sus sentidos.

Edgar se notaba sorprendido por el manejo del lenguaje generado por Ramón, más tarde descubriría su historia, su paso por la Facultad de Filosof ía de la Universidad Nacional, su fervor por los libros de Nietzche y de Deleuze y el cómo los paseos cortos por el Jardín de Freud se fueron convirtiendo paulatinamente en eternas caminatas. Su adicción a las drogas había imposibilitado el curso del último semestre y la calle era el fin vislumbrado desde ese ayer en el que se inició deleitante con las bocanadas viajeras del primer cigarrillo.

Mientras se concentraban en los postes de luz que ilumi-naban débilmente las calles, sentían cómo la lluvia, aunque menos vehemente, no cesaba. Ramón aprovechaba el silencio que los abstraía y sacaba un cigarrillo de marihuana del bol-sillo, le daba fuego y después de pegarle un par de pitazos, notaba como la mano expedita de Chema le solicitaba lo com-partiera, entonces la bareta se iba rotando entre cada uno de ellos de pitazo en pitazo. La cerveza los hacia valientes y ya trabados se aproximaban serenamente a su destino buscando las conexiones, esas entradas de concreto a la zona de toleran-cia del barrio Santa Fe, del tradicional hormigón de la lujuria capitalina.

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Ramón contaba parte de su vida al grupo de contertulios itinerante que le había tocado en turno esa noche, una historia que muchos otros también ya habrían escuchado. Su voz se perdía en el viento de la noche. Chema empezaba a alucinar, era el que había dado más pitazos al cigarrillo loco compartido por Ramón. La rapidez y la seguridad de los pasos de los cuatro por la noche bogotana se fue viendo interrumpida por los pa-sos cada vez más lentos de Chema, quien a un tiempo que los daba suspendía la mirada en cualquier punto y empezaba uno de los diálogos más inverosímiles que ninguno de los otros tres había escuchado jamás:

-Qué miran locos, es con ella, no con ustedes, me entien-den. Me llamo Chema, ufff, Bogotá, sí, contigo.

Chema, en medio de su viaje escuchaba cómo la ciudad le contestaba con sus ráfagas de viento avasallantes:

-Chema, ¿hablas conmigo? más bien ven aquí, mírame, asómate desde tu podrido balcón y contémplame acá, abajo. Me pierdes en tu mirada.

El olor a calle mojada se respiraba en la noche estrellada. La voz ronca de Chema empezó a escucharse con fuerza. Las venas de un verde pronunciado se le apretaban en el cuello y el dedo índice señalaba a diferentes lugares cada vez que hablaba. Era claro que su destinataria estaba en todos los lados a donde ponía los ojos.

-Claro que te contemplo, eres mi bella infame, mi musa, la dueña de mis deseos, mi novia, mi amante, la única capaz de mostrarme todas sus caras sin pudor, nada me escondes, te desnudas ante mí como la más vil meretriz y yo te beso tus ca-lles atiborradas de historias, te lamo tus barrios marginales, tu periferia avasallante que pulula y se reproduce, y vive, y muere. Abrazo tus casas deshechas, derruidas por el paso despiadado del tiempo. Me pierdo en tus recodos malsanos, tus antros, tus callejones oscuros, tu decadencia, tu basura, tus nauseabun-dos transeúntes, tu impureza, tu cerveza de media noche, tu

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vino barato, las colillas de cigarrillos que reposan en los bor-decitos de tus andenes. Penetro tu sexo vibrante que respira necesidad, te hago mía en cada gemido, jadeas y te amo dulce-mente. Entonces regreso, y escucho tu corazón palpitante que muere en cada latido, tus sonidos, el ruido de tus avenidas, los escombros de tus caminos, tu perfumito miserable. Te alejas para después retornar a mi oído clamando que te escuche en mis noches donde vienes a relatarme tus cuitas, tus deseos pe-rennes de morirte a tiempo. Eres una hermosa fémina, porque eres indescifrable. Evoco borrosamente que alguna vez me di a la tarea de conocerte toda, completa, pero te has hecho tan monstruosa, tan vasta, que ya no cabes en mis recuerdos, me quedaste grande hace un tiempo hermosa ruina y por eso te amo, te amo con el alma.

La voz delicada de la ciudad, ahora le respondía desde una brisa nocturna, rompiendo el silencio:

-La hierba se te acabó y el efecto del alcohol se apacigua en tu interior. Vuelve a fumar, vuelve a ingerir, yo necesito impe-riosamente que me sigas poetizando…

-¡Ufffff!Salvador ignorando un tanto el diálogo alucinado que Che-

ma sostenía con la ciudad empezaba a ver cómo la carrera décima se hacía prostituta y bailaba una suerte de tango tris-te con una de sus compañeras de burdel; la 22. La tomaba de su esquina y la engalanaba con una pared resquebrajada más, mientras los espectadores del show veían cómo se les acababa el alcohol y ningún cliente se atrevía a caminarlas. Asimismo, mientras avanzaban ya lentamente, detenía su mirada en otro punto y se asombraba de ver cómo la Avenida Caracas con ca-lle 19 escuchaba desde sus cuatro grandes orejas los diálogos entre dos travestis decadentes que hablaban de otro de esos tantos días malos, sin moneda. Para Salvador la ciudad empe-zó a ser una fiesta de colores, veía a los andenes con sus graba-doras a todo volumen escuchando a los Rolling Stones, y nota-ba cómo cada piedrita se le iba metiendo en el zapato a Edgar

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cuando caminaba y le cobraba vida bailándole desde adentro.Los pasos que con seguridad había dicho Ramón que die-

ran se diluían en el aire, y empezaban a tener la certeza de que no era una caminata por la noche capitalina, era un vuelo por encima del asfalto, un vuelo de la cabeza que parecía realmen-te recorrerse con los zapatos.

Con Edgar era distinto, todo le llegaba siempre tarde, por eso su actitud frente a la vida era la de un sujeto sereno, más bien parco, que solamente cuando estaba con la sangre calien-te y la cabeza inundada de cerveza se dejaba atisbar en él un semblante afirmado. El efecto del cigarrillo loco, como todo en su vida, tardaría en explotarle.

Ramón se despidió en la esquina de la calle 23 con carre-ra 15, Chema ya un poco más desahogado después del febril dialogo con la ciudad, le extendió la mano con dos mil pesos. Ramón con ademanes arlequinescos, producidos por la ansie-dad, los recibió con su mano derecha y levantando la izquierda en ademán de despedida se le escuchó la frase que solía repetir día a día cuando los pocos pesos llegaba a sus manos -Que dios los bendiga parceritos y en la juega por ahí -luego se fue entre el cemento, diluyéndose con la llovizna que nunca cesó, como fumado por la calle, como aspirado en una dulce bocanada de marihuana, de esas que la ciudad suele calarse en tantas no-ches frías.

El tiempo había corrido desfasado, un corto paseo por la zona, unas cervezas, un show cansado de la última prosti-tuta de la jornada, hombres naciendo de las puertas celadas por mujeres, Chema pidiendo cigarros y después enojándose porque sólo había mentolados, cada prostíbulo mirándolos a los ojos, las tres de la mañana marcando el final del periplo, y como último riesgo un acuerdo pactado por el silencio, aquel de un amanecer sorprendiéndolos sentados en uno de los an-denes de esas calles de lujuria y de perdición, pero también de trabajo y de tradición. Caminaron unas pocas cuadras, com-praron una botella de algo precario hallado en uno de los po-

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cos locales que aún seguían abiertos para después ponerse a hablar de nada mientras amanecía.

Fue entonces cuando Edgar revisó lo que había al interior de sus zapatos, algunas de esas tantas piedritas de los andenes bogotanos reposaban dentro, parecían alegres, no obstante también parecían cansadas, la sonrisa le afloró, una vez más como tantas otras. Luego se lamió el labio superior y sólo hasta entonces percibió el sabor en su lengua, en Bogotá se dibujaba un gato en el cielo y de sus bigotes manaba whisky. Un rato después el sol empezó a romper la negrura del firmamento.

Este cuento se terminó de escribir el día en que se cumplían veinte años de la muerte de Rafael Chaparro Madiedo, de que Amarilla y Pink Tomate empezaran a extrañar los ecos de sus nombres en los labios de quien los había parido con los dedos. Veinte años de que las pausas adictivas que sepa-raban un trip del otro dejaran de ser consumidas. Dos déca-das esnifando sus líneas con un fervor vehemente y continuo, perdidos entre su tinta, entre su mundo lluvioso, entre sus nubes de opio, entre su Bogotá de calles céntricas lavadas, de asfaltos que ahora extrañan nuevas prosas, de alcohol a las seis de la tarde en un bar de la Candelaria viendo caer la lluvia, bebiéndome la lluvia, lluvia de whisky por supues-to, trip trip trip.

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reparadorde vacíos

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“Estoy solo, y no hay nadie en el espejo”.

Jorge Luis Borges

¡¡¡¡¡Ringgggg!!!!! ¡¡¡¡¡Ringgggg!!!!! ¡¡¡¡¡Ringgggg!!!!! ¡¡¡¡¡Ringgggg!!!!!Arreglaba una vieja lavadora de marca Centrales cuando el

repiqueteo del teléfono lo sacó de su abstracción. Levantó la mirada hacia el reloj de pared, sonrió y miró con aprecio la hora, las nueve de la mañana; la misma llamada de cada lunes. Del otro lado imaginó el mismo rostro; los ojos apagados por los años, las arrugas en la piel, la soledad absoluta de los pasos que se perdían por la amplitud de la casa y una vida escapán-dosele con lentitud en un tránsito que seguramente añoraría fuera más vertiginoso. Sabía que el teléfono no pararía de so-nar y sonar todo el día hasta que él cumpliera con la rutina de hacía dos años, esa de levantar el auricular y pronunciar estas palabras:

-Roberto Medina; técnico de electrodomésticos, buenos días, ¿en qué puedo ayudarle? Acto mecánico, ya que en el fon-do sabía que el destinatario de las mismas las tenía hacía mu-cho tiempo grabadas en su ya desgastada memoria. Sabía que el dueño de esa voz no tenía prisa, refundida en las grietas del cerebro parecía ya haberla perdido, una prisa que se le había ido derrumbando en pausas, en intermitencias, en quietudes y que ahora parecía ser la madre anciana de la nostalgia que lo consumía, una nostalgia como diría Borges, de una vida ya vivida, de una muerte que pronto vendría.

La lluvia allá afuera parecía confabularse golpeando fuerte-mente los ventanales en una Bogotá que no se cansa nunca de ser tan fría, tan triste, tan entregada a los vicios de la soledad y del hastío, de la cerveza a las ocho de la noche, del cigarro en-

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cendido para vencer la incertidumbre y de la novela de turno. Se volvió sobre el teléfono que aún repiqueteaba, desplazán-dose por entre el arrume de electrodomésticos usados que lo rodeaban, levantó por fin la bocina:

-Roberto Medina; técnico de electrodomésticos, buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?

Una voz cavernosa, apenas perceptible, atravesada por los años, se hizo escuchar del otro lado:

-Señor Medina buen día, nuevamente yo, Ángel Contre-ras, el señor de la casa 408 Torres del Paraíso, a quien usted la semana pasada estuvo haciéndole el arreglo de un horno mi-croondas a domicilio.

-¿Cómo no recordarlo? -Roberto pensaba mientras escu-chaba la voz del viejo pronunciando el mismo discurso que parecía haber aprendido por libreto en el devenir de los meses. Semana tras semana el anciano Contreras parecía tener pro-blemas con sus electrodomésticos. De hecho cada vez que Ro-berto lo visitaba parecía su casa estarse llenando cada vez más de esta clase de enseres sin que pudiese percibirse el porqué de esa inoficiosa inversión.

-Señor Contreras, ¿qué tal? –Contestó Roberto –¿ha tenido usted problemas con la reparación efectuada? –continuó seguro de estar pronunciando siempre lo mismo cada lunes y sabiendo de antemano la respuesta -No, no, para nada, es us-ted un profesional, la situación es que no sé qué está ocurrien-do pero tengo un impasse con otro de estos aparatos.

Y en efecto el anciano respondió:-No, no, para nada don Roberto, es usted un profesional,

la situación es que no sé qué está ocurriendo pero tengo un impasse con otro de estos aparatos.

-Mañana a la misma hora estaré allá para chequear de qué se trata, ¿de acuerdo?

-Acá lo espero, muchas gracias.

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Colgado el teléfono Roberto recordaba el inicio de esta his-toria. Al principio le parecía rentable que el anciano le tuviera un trabajo cada semana, luego, le sobrevino la época del hastío y del tedio, pero ahora lo inundaba cierta nostalgia por el viejo que aún no hacía explicita. Llegaba a la casa del anciano quien siempre se esmeraba por ser un excelente anfitrión y no paraba de relatarle sucesos de su cotidianidad, de sus recuerdos, de sus hijos que habían partido y que rara vez lo llamaban, del fallecimiento de su esposa cinco años atrás, su soledad desde entonces y últimamente, el tema que empezaba a ser cada vez más recurrente, la muerte.

Con el tiempo Roberto descubrió la vida de Ángel, desde sus albores de niño hasta el hoy endeble y melancólico ancia-no. Los diálogos con él cada vez le alimentaban más el alma e incluso le daban para pensar que necesitaba de su llamada, y que, así no se lo quisiera creer, precisaba las palabras de su solitario interlocutor. Después de colgar el teléfono pasaba siempre lo mismo; mientras reparaba los electrodomésticos de otros clientes de manera mecánica, venían a su cabeza los diálogos sostenidos con Ángel en los dos últimos años. Rober-to empezaba a verse reflejado en el anciano, su soledad tam-bién lo minaba, se veía con el tiempo siendo la radiograf ía de su cliente más persistente. Al principio lo recordaba un tanto introspectivo para luego percibirlo más expresivo y espontá-neo. Supo de su inagotable vocación por el arte en todos sus matices llamándole poderosamente su vocación por la imagen. Para Ángel la pintura y la fotografía eran su luz; dedicó toda su vida como académico y creador de estas bellas manifesta-ciones. Roberto habría de recordar las primeras veces que vi-sitó la casa del anciano; predominaba una alucinante galería donde se apreciaban cuadros con imágenes extrañas para su ignorancia; una suerte de sala dedicada a la fotograf ía. Ahora que reflexionaba con mayor hondura podía percibir cómo esos dos altares hacia esas artes mayores en el último tiempo se ex-tinguían para darle paso a un sinnúmero de electrodomésticos que se repetían y que curiosamente se averiaban semana tras

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semana. El reparador recordó la última visita a la casa del viejo y cómo éste le confesaba historias de su vida en esa mañana fría y de llovizna intermitente. Bogotá suele tener una carac-terística que no tienen otras urbes, parece ponerse siempre de acuerdo con nuestros estados de ánimo, cambia su clima sin importar el mes del año de una manera enloquecida, -Sí, por-que definitivamente Bogotá se parece mucho a lo inestable que puede ser uno -pensaba Roberto mientras, el diálogo con el anciano revivía en su cabeza:

-¡Ay don Roberto! es que no somos nada si usted se pone a pensarlo.

-¿Cómo nada? -Mire, a esta alturas de mi vida, lo único que yo añoro es

morirme y si pudiera escoger cómo, sería de Saudade. Roberto recordó muy bien la palabra y esa misma tarde lle-

garía a buscar su significado en la internet, entretanto, el an-ciano proseguía.

-Hay huellas negras en mi espíritu. Creo haber matado y haber muerto cualquier tarde, muchas veces, bajo el indiferen-te azul de otros cielos.

Asomándose por la ventana e instando a que Roberto ob-servara el punto que quería mostrarle, el anciano continuó

-¿Ve esa banca de parque? bien, en el último tiempo ha sido mi amiga; en las mañanas, cuando en esta Bogotá no llueve, salgo y me siento allí por horas a mirar, a dejar que pase el tiempo, a contemplar cómo la gente pasa afanada, desesperada por algo; llegar a un trabajo, a una cita, pagar un recibo en un banco, en fin, a lo que sea, sin llegar a saber en esos instantes que todo es vano, que la prisa que llevan es inútil frente a lo que realmente debería valorarse en el mundo.

-¿Y qué es eso que según usted debe valorarse hoy en el mundo don Ángel? –recordó Roberto haberle preguntado.

-El otro, don Roberto, el otro; ese concepto guardado en el

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baúl del olvido. Yo he jurado odiar antes que amar pero tam-bién he amado infinitamente. Yo he ungido mi cuerpo con pie-les ya sumergidas en los océanos del tiempo, y en mi sangre han naufragado el vodka y el ginebra. De tantas lecturas mis ojos están manchados de tinta, absortos en tantos renglones, y ¿no ha notado usted que en cada una de esas cosas que le he acabado de mencionar, siempre, siempre está el otro?

Roberto no sabía por qué pero esa conversación le había ca-lado hondamente, tanto que era capaz de recordar cada detalle que se sostuvo en la misma. Don Ángel empezó a hablar de su esposa y lo que ella había significado para su vida. Las palabras del anciano eran extrañas pero con una capacidad enorme para quedarse adentro de quien las escuchaba.

-Tuve mucho más certeza de ello cuando murió mi esposa –arremetió el viejo -¡ay! Roberto, nunca vuelve quien se fue, aunque regrese. Ella duró visitándome en sueños mucho tiem-po, pero cuando se sintió ignorada, no regresó jamás, creo que por fin entendió que yo la quería viva, no espectral y como estaba visto que así no la podía tener, era mejor que no volviera jamás. Eso sí, la última noche que vino en mi mundo onírico le hice saber algo que alguna vez había leído en las páginas de Hölderlin, el gran poeta Es imposible que nos perdamos el uno del otro. Recorreré los astros durante milenios, adoptaré todas las formas, todos los lenguajes de la vida, para volver a encon-trarte una sola vez.

-Recuerdo que me desperté llorando –dijo el anciano y en su suspiro fue inevitable el llanto, luego cerró:

-¡Ay! Roberto, cuánta verdad en los libros. El mismo Borges sabiamente lo decía Sólo es nuestro lo que ha muerto. Sólo nos pertenece lo que hemos perdido. Nuestras son las mujeres que nos dejaron. Nuestros los días que ya no están. Ella era mi mun-do Roberto, ella era mi mundo.

Roberto salió deshecho de la casa de Ángel esa tarde, como si una plancha de concreto le hubiera caído de plano en la ca-

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beza. Los recuerdos de las primeras veces que visitó la casa del viejo lo atravesaron y de repente en ese estado de reflexión, la certeza se le reveló; absolutamente todos los electrodomésti-cos que le había arreglado a Ángel habían sido averiados adre-de, ahora que lo repasaba en su memoria ninguno presentaba desgaste en su interior y siempre era una pieza básica la que faltaba. Meneo la cabeza y sonrió amargamente.

Las horas pasaron rápido y el día se apagó lentamente, don Ángel era el primer cliente del día siguiente en la mañana, ce-rró su local, se preparó una merienda ligera, destapó la últi-ma cerveza que había en el congelador y mientras fumaba, el recuerdo del anciano sobrevino de nuevo, recurrente; intentó espantarlo con la lectura de La senda del perdedor de Charles Bukowski y aunque era el tipo de narrativa que le atraía, no logró espantar la remembranza y sus párpados se cerraron con la imagen del viejo en la cabeza.

Al siguiente día se encontró frente a la puerta del anciano una hora antes de lo acordado, Ángel aún no estaba listo para recibirle, sin embargo, mientras terminaba de arreglarse, lo in-vitó a seguir y le indicó cuál era el artefacto a reparar, asunto que a los dos ya les parecía secundario. El viejo sirvió café y subió a su recamara a acabarse de alistar para luego bajar y empezar sin que ellos lo supieran, la última conversación per-sonal que sostendrían. Roberto terminaba de arreglar el apa-rato y Ángel justo descendía del segundo piso sosteniéndose con demasiado esfuerzo de la baranda y más agitado y cansado que de costumbre. Roberto notaba cómo su semblante esta-ba mucho más disminuido que en visitas anteriores. Esta vez el anciano no habló mucho, la introducción giró otra vez en torno a Mercedes, su esposa. Ángel ponía en conocimiento de Roberto el día que la conoció, ese instante en el que empezó a deslumbrase por ella:

-Sigo pensando con terquedad que lo único que nos pue-de salvar como especie es el amor al otro. Cuando Mercedes empezó a meterse muy dentro de mí, yo, como diría el gran

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Bukowski, Me sentí enfermo, inútil, triste, estaba enamorado. Ahora carezco de lo último, no por el sentimiento en sí, sino porque en vida ya no tengo a quien manifestárselo Roberto, y eso pesa.

Roberto recordó la novela que estaba en su mesita de noche por un instante y pensó rápidamente en las casualidades de la vida.

-¿Sabe una cosa? -continuó el viejo -No sé por qué, pero intuyo que será el último café que usted y yo nos tomaremos juntos y obedeciendo a esa intuición aprovecho para darle mis más infinitas gracias por resistir este juego de excusas que semana a semana se ha venido repitiendo como un ritual. Es usted el único y último amigo que tengo, es importante que ahora usted lo sepa, verá: siento como si la sal del infinito mar arremetiera contra mi cuerpo llagado, como si el sol penetra-ra mi piel, siento quemarme desde dentro, un agua imbebi-ble ya reposa en mi vientre. Hace un tiempo he optado por el naufragio, ya no creo en el idilio de los falsos rescates. Ya no quiero que llegue el día Roberto, lo mío es la noche, el maravi-lloso vómito de las luces hacia estos habitantes de la nada, sus constelaciones extraviadas en el firmamento; espejo de un mar que nos hunde hacia arriba, la estrella lejana donde Mercedes me espera y los pedacitos de luna que me caen sobre la piel y me acarician. Hallé la ruta que parecía refundida –y señalando desde la ventana hacia arriba, sentenció -mi tiempo es ese res-to de cielo que me queda.

Extrañamente Roberto no encontró palabras, enmudeció, no supo qué preguntar, qué complementar, no supo qué decir frente a las sentencias terminales del anciano, quien acto se-guido, se levantó y empezó a ascender con enorme dificultad las escaleras que por años había transitado. Roberto vio cómo Ángel se detuvo en la mitad y devolviéndose le dijo:

–Por favor, ajuste la puerta cuando salga y de nuevo, mu-chas gracias.

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Roberto giró confundido y antes de salir de la casa para se-guir las indicaciones del anciano, se percató de una suma de papeles arrojada en el suelo al lado de la puerta principal, lo que le pareció extraño en una persona como Ángel, siempre muy ordenada. Se agachó para recogerlos y dejarlos sobre la mesa antes de irse, entonces fue inevitable ver su contenido. Eran papeles de la Clínica La Merced con el nombre de Án-gel Contreras en el encabezado, fecha de la semana pasada y un diagnóstico que en Roberto produjo una inconmensurable tristeza: Cáncer gástrico metastásico a la cabeza, se recomien-dan quimioterapias paliativas. Muchas imágenes pasaron rau-das por su cabeza, Bogotá parecía entenderlo y empezaba a dejar caer las primeras gotas de lo que se vislumbraba como un evidente aguacero. Roberto sin querer pensar corrió las cinco cuadras abajo que separaban su negocio de la casa de Ángel y trató de olvidarse en los días siguientes del asunto ocupando su mente en el trabajo.

El lunes nuevamente llegó, pero esta vez el teléfono no sonó en la mañana. Roberto suspendió sus labores y aguardó a la tarde. El repiqueteo no se escuchó, levantó el auricular para oír si había o no tono y comprobó la normalidad de la línea. Esta vez se tomó todo el six-pack de cerveza de la nevera y no leyó, fumó y bebió hasta bien llegada la medianoche y no supo la hora en la que lo sorprendió el sueño.

A la mañana siguiente se lanzó calle arriba hacia la casa del viejo, golpeó la puerta con decisión muchas veces. Una an-ciana salió de la casa vecina con un llavero en sus manos y lo abordó:

-Buen día señor, al parecer don Ángel no se encuentra, me ha solicitado que esté pendiente porque tiene agendada una visita para la reparación de un electrodoméstico, ¿es usted el técnico?

-Buen día señora, en efecto soy Roberto Medina… -¿Roberto Medina? así mencionó don Ángel que se llamaba

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la persona encargada del arreglo. Me dijo que usted vendría hoy, que por favor le diera las llaves y que le dijera que él no tardaría.

Roberto agradeció a la anciana quien volvió a entrar en su vivienda. De repente se encontró frente a la puerta con la in-certidumbre a cuestas. Introdujo la llave en la cerradura y la giró, entró, todo estaba debidamente ordenado, atravesó la sala y se dirigió al lugar donde siempre arreglaba los electrodomés-ticos. El primer piso estaba pulcramente arreglado, su curio-sidad y una suerte de temor lo impulsaron hacia la habitación del anciano seguro de encontrarlo allí y la escena no pudo ser más desesperanzadora; Ángel parecía querer esperarlo para morir, su deterioro había sido progresivo y la enfermedad se lo había comido desde el interior, tosía débilmente y no obstante, sus ojos se iluminaron cuando vieron a Roberto, la alegría de no morirse solo. Sus últimos estertores se apagaron justo en el momento en el que éste llegaba a la cabecera de su cama para verlo partir. El reparador se arrodilló frente a la imagen del viejo y repasó en su cabeza todas las sonrisas, todas la pa-labras y todas las enseñanzas que le había dejado, y de repente se vio llorando desgarradamente mientras le cerraba los ojos para evitarle los destellos de luz que pensaba ya rasgaban su infinito escenario de sombras, pensó que de dejarlos abiertos no le nacería la noche que muchas tardes suplicaba y supo que ahora si le daba la bienvenida a esa embriaguez de inframundo que ya venía preparando estando de esta orilla. Parecía perci-birse en el rictus de Ángel una bella sonrisa como si le alegrara el seguro chapoteo del remo incesante en las aguas marchitas del Estigia; ahora si parecía disfrutar de su soledad eterna y de la convivencia apacible con todos sus muertos. Los dioses también son finitos, la muerte del hombre le da el sí a la falsa hipótesis divina.

Roberto le tocó las manos y las puso en su rostro y sólo entonces pudo confirmar que el final no era otra cosa que prin-cipio; Ángel había entrado al silencio.

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viajeal comienzo

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Para todos aquellos que soñamos con que la frase dicha por Pia-Pe, migrante del pueblo Nükak Maku en el año 2006, sea para siempre inversa: “Queremos unirnos a la familia blanca, pero no queremos olvidar las palabras de los nukak”.

“Nükák baka”.

Pueblo Nükak Maku

…TRAES EL INFIERNO A LA TIERRA. Un mundo perdido que ya no existe porque se te olvido crearlo todos los días. Hoy escupes la raíz y paradójicamente te deleitas con el fruto. Verdades interiores que no se pueden remplazar…

La voz del narrador de la historia en el universo de sus sue-ños se apagaba como la vela arrojada al ventarrón y sabía con las últimas palabras relatadas, que moría la noche y que los destellos de sol atravesando los cristales de su ventana, alum-braban un día nuevo. Abría los ojos entonces y después de sacudir la cabeza como intentando sacarse las imágenes con violencia; era la imagen de Idn Kamni la única que permanecía diáfana; cada pliegue de ese rostro divino, la saliva de su boca mezclándose con la tierra creando el mundo, su mundo, antes del delirio de las llamas, era lo único que su memoria empe-zaba a guardar en una fila de recuerdos que extrañamente le iban asesinando los otros, cultivados durante toda la vida, y algo más extraño aún, una frase que empezaba a retumbarle en las paredes de su cráneo y que comenzaba a apropiar como si fuera su credo: ¡Gente verdadera!

Lo demás, el trabajo mecánico que paulatinamente estaba empezando a olvidar y el desgaste de una vida que arrojada

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hacia el abismo de la muerte, parecía no querer proporcionarle ningún asidero. Era últimamente la noche el concepto salva-dor que llegando a acabar con el cansancio pesado del día, le permitía de nuevo atravesar el umbral de su mundo onírico. El narrador de la historia aparecía regalándole con su voz las visiones cada vez más transparentes de la selva. Ahora creía estar dentro de las primeras gentes que vinieron en una canoa culebra remando sobre las aguas diáfanas del rio de la leche. Memorizó sus rostros, sus bocas, acarició sus vientres y fijó con marcada insistencia su mirada en los senos de las prime-ras indias, pareciendo despertarse en él un hambre voraz que pretendía acabar de un sólo arranque con todo el alimento de los primeros meses de las que empezaron a quedar preñadas. La percepción era noche tras noche más real, los rumores de otras tierras que el río venado le traía hasta sus oídos cansados de los pitos de carros, del fragor de la gente en las calles y de las voces de sus compañeros de oficina, le sosegaban el alma. El cantar de los pájaros se hacía de nuevo perceptible, así como el olor de las plantas y de la tierra mojada. Las imágenes borro-sas al principio, se le empezaban a sumergir en la profundidad del sueño y comenzaba a verlas más claras. Sus sentidos per-cibían los olores virginales de la naturaleza, los techos verdes de coposos árboles que no le permitían ver el azul del cielo, los sonidos de riachuelos recorriendo los caminos de piedra y are-na, y el cantar de las aves que empezaban a confundirse en una amalgama jamás escuchada, con los gritos descomunales de los recién nacidos que hacían preservar posible la eternidad de una tribu que se negaba a la extinción. Precisamente este ruido que ensordecía fue el que pareció despertarlo dentro del sueño y pudo entonces realmente sentir sus pies descalzos pisando la tierra negra, ver cómo los rayos del sol intentaban penetrar el follaje para irrigar la luz, palpar las manos de los indios, ser compañero en sus caminatas extensas por territorios primige-nios, contemplar la forma en la que construían sus provisiona-les viviendas, analizar al detalle sus elementos de cacería; las jabalinas de madera de palma zancona y las cerbatanas cons-

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truidas de tallos de palma con un pucho de dardos alrededor que en sus puntas dejaban reposar el curare. Por último sus pupilas incrustadas en la desnudez natural de las mujeres; esa historia a la que lo había arrastrado el caos de su hoy y que ahora parecía ser propia, de él.

El aura poderosa que emanaba ese espacio ancestral en el que empezaba a moverse le inundó el alma de misterios de tiempos sin memoria. La selva que con tinta negra habían escrito tantos intentando hacerla creíble a la imaginación de otros, era la misma que ahora embriagaba sus pupilas. Abs-traído caminaba lentamente. El cantar de los pájaros y el llanto colectivo de los niños se hizo entonces tan vehemente que em-pezó a parecerse con inusitada claridad, al fragor de la gente en las calles cuando iba rumbo a la oficina, y a los pitos de los carros en las atestadas avenidas. Pensando en esta extraña relación, le fue perceptible ya de manera tardía, la frenada del vehículo que se encontró de frente con su cuerpo y que lo hizo volar por los aires hasta caer con violencia sobre el asfalto hú-medo de la calle. Notó cómo su noche se hacía más oscura y su vacío más negro, se sintió agotado, más que en nocturnos anteriores, cuando el sueño llegaba plácido para invitarlo al interior de la selva. Su trabajo, sus compañeros, el café en la caseta de la esquina en las mañanas, los cigarros en el bolsillo y todo el peso de su rutina agobiante parecieron írsele borran-do pausadamente de la cabeza, y en su psique se empezaron a proyectar nuevas sensaciones: un tránsito lento por un río blanco y caliente, una desnudez original, súbitas intermiten-cias de luz al final del riachuelo fatigándole los ojos, una marea cálida por donde navegaba manchándose de sangre y un techo húmedo y oscuro que al írsele acabando, apagó para siempre las pocas remembranzas que le quedaban. Simbólicos verdu-gos asesinaron su memoria para -¡bella paradoja!-, crearla con sus hachas en una nueva existencia. Luego, la luz total, los últi-mos gritos desgarrados de una mujer alumbrando, la palmada en su nalga desnuda provocando los primeros llantos con los que se inaugura la vida, la tez de su nuevo rostro, el rumor casi

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imperceptible del río venado, los olores a tierra mojada y una voz muy familiar que en una noche espesa le recordaba el ge-nuino comienzo de las cosas, ¡Gente verdadera!

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déjà-vu

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A Gus, verbo carne. In memóriam

“Sé que algún día, a mi pesar, sacaré la teoría de que el libro miente, el cine agota. Quémenlos ambos,

no dejen sino música”.

Andrés Caicedo

…TODO ES MENTIRA YA VERÁS, la poesía es la única verdad. Sacar belleza de este caos es virtud, ¿o no?...

Dago escuchó el sonido característico del timbre de su casa. En el diciembre pasado había hecho la instalación y ahora cada vez que alguien timbraba, se dejaba escuchar La ciudad de la furia de Soda Stereo en todo el espacio. Le gustaba demorarse para abrir la puerta, deteniéndose en la melodía mucho tiem-po. Lo oyó por segunda vez, reaccionó y se asomó desde la ventana del tercer piso, vio la cara de Billy sonriente, bajó con parsimonia deleitándose los oídos, abrió el portón, se dio la vuelta ahora si ascendiendo con rapidez, se acomodó en el vie-jo sofá del estudio y esperó a que su amigo se asomara en el umbral del final de la escalera. Se saludaron y Dago después de pegarle un pitazo al cigarrillo armado, estiró la mano rotán-doselo a Billy quien de inmediato le dio calor a sus pulmones:

-Ufff, ¿y ésta dónde la compró?, está soye. -En la favorita loco, ¡¡oe!! Sáquese un par de polas de la ne-

vera, esta noche es de rock, bocanadas y cerveza.El humo salía gustoso de la boca de Dago, mientras Billy

hundía el botón de play al tope y empezaba el acorde a salir de los bafles.

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…Sos el paisaje más soñado, y sacudiste las más sólidas tris-tezas, y respondiste cada vez que te he llamado, vamos despacio, para encontrarnos…

Dago y Billy estudiaban juntos música en la ASAB y crecie-ron con ese rock del sur. Bogotá se mecía entre esa y otras tantas influencias, buenas bandas también trabajaban su escena. Para los dos amigos definitivamente las favoritas de su contexto eran Los Atercio y La Derecha, puro rock bogotano, parido desde la entrañas de cemento de la gran urbe. Escuchar a Andrea o a Mario era escuchar los pedacitos de Bogotá parchados en cada esquina; el asfalto, las vías atestadas, la lluvia, los rayitos de sol, la bici. Solían pasearse después de clases por el pequeño patio que había detrás de las instalaciones de la Academia, el que que-da justo en frente de la Avenida Caracas, y charlar con compa-ñeros de estudio de otras artes que solían parar también en la zona. Dago era el más apasionado, el que fue encaminando a Billy por el sendero, el que se la pasaba al frente del tocadiscos clásico que había heredado de su viejo escuchando los vinilos y los acetatos de sus bandas predilectas. No era normal, por lo menos no para la sociedad ni el tiempo en el que se movía. Vivía con su madre en el barrio Britalia, al sur occidente de la ciu-dad y se la pasaba prácticamente solo todos los días porque ella trabajaba hasta bien entrada la noche. Esa soledad, esa suerte de marginalidad disciplinada, lo fueron transformando en una suerte de esfera dentro de su mundo de cuadrados. Su distancia casi absoluta hacia la tecnología también era evidente, estaba privado –intencionalmente- de aplicaciones de comunicaciones virtuales. Había remplazado el computador y el teléfono celular por el tornamesa y la biblioteca y a duras penas, si tenía un co-rreo electrónico, era el institucional, el que daba la Academia para que los estudiantes estuviesen pendientes de los procesos administrativos que la Casa de Estudios emanaba. Tenía la exis-tencia enchufada al arte de los oídos, vivía por la música, era un eterno seguidor de los muertos del sur; El flaco Spinetta y Gustavo Cerati, este último con una huella más marcada en su sangre. El discurso musical de Dago era entusiasta, conocido

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por sus compañeros de estudio, profundizaba en él cada vez que tenía la oportunidad de hablar; los de plásticas lo escuchaban siempre atentos; era con los que más la parchaban:

-Cuando una generación crece y se desarrolla con unos au-tores, con unos músicos, éstos se vuelven emblema y pasan a ser parte de la familia, de la casa, porque la música empieza a nacer en las habitaciones, en las salas, en las bibliotecas de los estu-dios de los apartamentos, en los audífonos. Esos locos, así per-sonalmente no los conozcamos, viajan entre cables y se meten por nuestros oídos hasta el cerebro y nos sensibilizan el alma, y le escupen esperanza al odio malsano que corroe al mundo y nos enamoran, y nos enloquecen con sus instrumentos, con sus voces y con sus letras tan hondas. Cuando uno crece y se desarrolla con una generación de músicos, tiende a volverse una sola con nosotros; cuando caminamos por las calles y encen-demos nuestros radios, o cualquier otro mecanismo que deje salir a chorros la música, ya no se van, ya no nos abandonan, aún cuando el reloj les marque la hora definitiva… -Una pasión potente que no tardaría en ser herida de muerte.

Dago andaba en sus dinámicas cuando mayo le llegó. Fueron días confusos para la música y para su vida. Se había aislado de sus amigos y de la academia, producto de extrañas introspeccio-nes, de casualidades de la vida, de profecías oscuras e insoslaya-bles, de vasos comunicantes. Eran días de una nostalgia inexpli-cable, nostalgia que el abandonado Billy llegaría a materializarle.

El sonido del timbre se repetía. Se asomó con pereza y vio en la acera de en frente el rostro de su amigo:

-Venga, baje loco, que necesito comentarle una cosa –el ros-tro de Billy parecía compungido y Dago lo notó con rapidez.

-Espéreme un toque, pero, ¿todo está bien?-Baje loco, baje.Dago bajó con premura, abrió el portón y se encontró ya a un

Billy sentado en el andén que lo convidaba a que lo acompañara a su lado y que con voz pausada empezaba a dejarse escuchar:

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-Casi se desploma del escenario, brillaba con ese traje blanco, a lo bien parecía una suerte de luna en el centro de un universo de músicas de colores, a lo bien eso parecía, loco, y no estoy trabado Daguito, no estoy trabado, tú me conoces. Los últimos acordes de la guitarra fueron igual de poderosos como desde el principio cuando se tomó en serio lo de Soda.

Hasta ahí Dago pensaba que Billy le hacía comentarios del concierto que Cerati tocó en Venezuela en la gira en la que pro-mocionaba su último álbum. Le servía asimismo para recordar que una semana antes habían estado en el que había hecho en Bogotá. Traía desde el pasado la imagen de Billy exhibiéndo-le las dos tirillas de las boletas después de que la pelirroja de plásticas lo dejara colar para comprarlas. Dago recordaba ese concierto reciente con un afecto distinto, lo sentía más de él, como una huella en su adentro, la última huella, él lo sabía así no quisiera admitírselo al mundo. Adquiriendo otros matices el discurso de Billy le fue desnudando esa idea.

-Dago, loco, su rostro estaba lívido, era un Gus livianito que parecía querer caerse al suelo con apenas una ráfaga frágil de viento. Te lo vine a contar porque tú estás desconectado de no-ticias y de todo lo que tiene que ver con redes sociales, porque sé que la palabra rock siempre se te ha hecho agua en la boca, porque yo siento que cada vez que cantábamos las canciones de Cerati, como que se te diluía la lengua y porque con la canción que deliras fue con la que se despidió para siempre del escenario y de la música; Lago en el cielo, fue su regalo.

En este punto Dago se sobresaltó y Billy no aguantó las lágri-mas, ya de hecho su voz se tornaba entrecortada cuando había empezado a hablar y Dago creía en esos instantes que se había echado los pitazos sin él. Lo último que hizo fue sentenciar:

-Ufff, se nos murió Gus, loco, como la exhalación de una bo-canada se nos escapó, y yo esta mañana no he hecho más que poner sus canciones y sus videos en concierto, y sus entre-vistas…

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Billy intentó recuperarse frente a la mirada de un Dago per-turbado y silente, y concluyó:

-Las terrazas se quedaron desiertas, el humo ya no tiene el mismo calor atravesando la garganta, el hombre alado extraña la tierra, esta vez, de manera definitiva. Daguito, parce, ya no regresará del viaje jamás. Saberlo en el escenario era un alicien-te así él jamás supiera de nuestra existencia, pero encontrarse con que ya no respira, con que ya no delira con las cuerdas de la guitarra acariciadas por sus dedos, con que su voz mítica ya no se entona nueva, eso es otra cosa, Dago, y es una cosa que le empieza a doler a uno hondamente. Se apagó la noche memo-rable, loco.

Siento un déjà vu, un déjà vu Al otro día de saberlo Dago volvió a escuchar el golpecito de

la piedrita en la ventana, se asomó con un presentimiento vie-jo e incómodo en el cuerpo, vio la cara de Billy sonriente. Bajó con la idea en la cabeza de una casetera dando reversa, como la canción que habiendo sido escrita ya, vuelve a hacerse tin-ta nueva, abrió el portón y se dio la vuelta ascendiendo con la misma rapidez, se acomodó en el viejo sofá del estudio y esperó a que su amigo se asomara en el umbral del final de la escalera. Se saludaron y Dago después de pegarle un pitazo al armadito estiró la mano rotándoselo a Billy, éste aspiró:

-Ufff, ¿y ésta dónde la compró?, está soye. -En la favorita loco, ¡¡oe!! Sáquese un par de polas de la neve-

ra, esta noche es de rock, bocanadas y cerveza.El humo salía gustoso de la boca de Dago, mientras Billy

hundía el botón de play al tope y empezaba el acorde a salir de los bafles.

…Sos el paisaje más soñado, y sacudiste las más sólidas tris-tezas, y respondiste cada vez que te he llamado, vamos despacio, para encontrarnos…

Dago empezó a percibir sensaciones de incomodidad, algo le desnudaba el cerebro haciéndolo pensar que aunque toda la

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situación era nueva ya había sido experimentada. No le puso cuidado al asunto e instó a Billy a que le dijera cómo le había ido con la compra de las boletas:

-Uy parce había una fila terrible, menos mal me encontré con la pelirroja de plásticas, ¿si te acuerdas de ella?, con la que casi tuve cuento pero se mareó porque se debía al noviecito ese que después le puso los cachos, jajajaja, ¡ay parce!, la vida si es que es como los cigarros que tú y yo nos fumamos loco. Bueno, el caso es que la nena me dejó colar y aquí están Daguito, píllelas, dos boletas para el concierto de la gira de lanzamiento del álbum Fuerza Natural de Gustavo Cerati, Bogotá, 13 de mayo de 2010.

Billy agitaba dos tirillas en su mano con orgullo:-Delirio total Daguito. Y la otra semana acaba la gira en Ca-

racas y a esperar más del niño de Lilian Clark.Dicho esto, el cielo de Dago volvió a ensombrecerse, y la son-

risa se le fue apagando lentamente en los labios hasta refundír-sele en los abismos profundos de sus certeros presentimientos.

Cerca del final, sólo falta un paso más. Siente un déjà vu, déjà vu

…La vida se le apagó en el cuerpo pero sobrevivió en las cuer-das de la guitarra, en el corazón de su madre que disfrutaba como nadie escuchándolo ensayar en los pasillos de la casa bonaerense. Habita en los dedos de Zeta Bosio y en las ba-quetas de Charly Alberti, y se mueve por todos los escenarios que hizo vibrar con su té para tres y sus gracias totales. Sigue cumpliendo años porque no se ha muerto, todos los días nace en bafles intoxicados de rock y en miles de sujetos que no por su partida nos volvimos fanáticos de él, esto es de siempre. Inmortales los acordes de Gus... Decir adiós, es crecer…

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labanda

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“La corrupción no es obligatoria”.

Robison Jeffers

EL MOCHO CAMINABA tranquilamente sobre el sardinel, pro-tegido por el calor del medio día y por el río de transeúntes que pasaba por su lado de una manera desbocada. Wilfran Sar-miento, nombre que aparecía en una de las diez cedulas falsas que tenía guardadas en diferentes lugares de sus prendas de vestir, incluida su raída billetera, había perdido su extremidad superior derecha de manera violenta, después de que en una riña de borrachos en una tienda del barrio Molinos, al sur de Bogotá, fuera separado de ella producto de un certero mache-tazo, ganándose por consecuencia lógica aquel mote tradicio-nal. Detenido abruptamente en medio del caos humano que se irrigaba por la carrera décima, señalaba rápidamente con su muñón la humanidad de una señora de aproximadamente 40 años de edad, bien ataviada y que caminaba con premura, algo agitada y apretando contra su pecho un bolso de cuero negro que parecía cuidar con inusitada gallardía. Luego del señala-miento el mocho levantaba su pedazo de extremidad a la altura de la sien. En medio de toda la romería de las once de la maña-na, el inca no le despegaba la mirada esperando ese momento definitivo que llegado, le daba el aval respectivo para moverse por entre la gente con intrépida velocidad y abalanzarse cuchi-llo en mano y con decisión troyana sobre el botín que la señora segundos después dejaba a su merced…

Ésta era apenas una de las tantas descripciones de lo que se podía evidenciar en muchos de los videos de las distintas cámaras ubicadas en estratégicas esquinas de la carrera décima, videos que dejaban observar todo el despliegue criminal de la

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banda. Era perceptible después de pasar una y otra vez por esas imágenes grabadas en distintos días y horarios, que cada uno de los integrantes de la estructura delictiva tenía un rol a desempeñar; la pericia de sus calculados movimientos, ver-los moverse por entre la calle atestada de vehículos, de ande-nes atiborrados de personas y por último el decisivo zarpazo a cuanto transeúnte marcaban, le parecía al Capitán Bernal, unidad judicial de la policía nacional, un ejercicio que aunque miserablemente criminal, no descartaba para nada el valor de admiración que también suscitaba; el cambio de las prendas de vestir en medio del tráfico, sin importarles los vehículos particulares y de transporte público por entre los cuales se cruzaban y se mimetizaban para después salir siendo otros a los andenes de una avenida que ya habían memorizado hacía mucho tiempo, era algo que a Bernal lo sorprendía cada vez que repasaba una y otra vez las escenas para hacer inteligen-cia. Notaba además, todo el desarrollo semiótico; las manos, las diferentes señas que hacían que los cuerpos hablaran sin el uso de la oralidad, los movimientos de las cabezas, el marcaje de las víctimas y finalmente el botín depositado en el carrito de tinto y aromática que la rubia supuestamente vendía, pero que nunca alguien probó, porque la verdad era que los termos siempre estaban desocupados y servían como escondite de los distintos hurtos que la ardua jornada laboral dejaba.

Bernal empezó un proceso de individualización de perfiles para así jerarquizar la estructura delincuencial de lo que em-pezó a constituirse no como una simple caterva de hampones, sino como una temible organización delictiva con la que no sabía en ese momento que iba a llegar a tener nexos tan hon-dos. Menores de edad empezaban a posicionarse dentro de la escala más baja de la banda y eran formados como aprendices para seguramente con el tiempo heredar el negocio y conti-nuar dinamizándolo. Pasando por ayudantes que dilataban el denuncio de los robos, así como por ladronzuelos ocasiona-les, Bernal fue avanzado rápidamente hasta aterrizar en los perfiles más altos, encontrándose antes de llegar a la cima de

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la organización con figuras de operación, actores materiales de los robos, y fue en ese entonces que los alias inca y mocho afloraron. Los videos volvían una y otra vez a mostrarlos en distintos momentos y en diferentes horas del día en una se-cuencia de cintas que se prolongaban desde fechas que pare-cían no tener nicho, entonces fue que Bernal reparó con hon-dura en Wilfran, su particular defecto f ísico le hizo cerrar los ojos y empezar ese viaje al ayer, encontrándose bruscamente con su pasado. Empezó a recordar a el mocho como ese amigo de infancia en el barrio Molinos, pero también por circuns-tancias propias de los contextos, en un abrir y cerrar de ojos, lo evocaba como su más enconado rival, porque al vincularse con el hampa del sector empezó a hacerle la vida imposible a todos los vecinos hasta que el detonante terminó por llegar en la tienda de la cuadra; escenario final de la pérdida del brazo de aquel que ahora veía en los videos camuflarse con donai-re por cualquier espacio que la arteria capitalina le ofrecía. A su cabeza la inundó un río de imágenes; el descubrirlo junto a otro grupo de facinerosos tratando de violar a su hermana menor que en ese entonces contaba con 15 años de edad, era una afrenta de sangre que no iba a dejarle pasar. El machetazo que él mismo le propinara enfurecido y por último la imagen transgresora, un brazo que se encogía en el suelo mientras el mocho se desmayaba encima de su propio charco de sangre hasta que la ambulancia llegaba. Bernal volvía al presente con ese cúmulo de recuerdos que nunca había podido arrancarse de la cabeza, no obstante, nunca el arrepentimiento le nació, toda su vida después del suceso consideró la acción como ló-gica. Luego de haberse ido del barrio con toda su familia por miedo a represalias, el ahora Capitán Bernal iba a tener de nuevo la oportunidad de ver a el mocho frente a frente, muchos años después, para restregarle otra vez la historia en esa vida de perdedor que no había terminado jamás de abandonarlo.

La institución necesitaba un bálsamo de operatividad en esos tiempos tan caóticos donde su prestigio andaba por el suelo debido a la comunidad interna que se había empezado

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a reproducir en su seno; una red de prostitución masculina que empezaba a reinar imperante en el imaginario popular. La imagen de una institución fundamental se trastocaba.

Con el mocho llegaría el momento, entretanto, había que seguir subiendo escalones y en esa secuencia vertiginosa, lle-gar a ella fue lo más pintoresco; la pequeña rubia tenía perfil de todo menos de cabecilla del crimen organizado, era la figu-ra más importante de la organización al lado de alias El gafas. La rubia era un personaje particular, con prontuario judicial, era a la vez una amante ferviente de la poesía y del rock de la vieja escuela, siempre andaba con unos audiófonos a todo volumen por entre la romería de gente, y sólo se detenía para recibir los distintos botines que iban llegando a su destino. Las reebook blancas y los pantalones entubados eran parte de su estilo, camisetas estampadas con los distintos grupos de rock de aquellos años emblemáticos del siglo XX y una mirada de ángel que quitaba toda sospecha al ser que representaba. En varios de los videos se le veía detenida en una esquina cual-quiera con el carro de tintos a un lado mientras leía las páginas de libros distintos, la tinta impresa parecía también ser una de las debilidades de este exótico personaje. En otros muchos se le veía siempre hablando con un sujeto de aspecto bohemio, no obstante, de posturas elegantes, de hecho, el único perso-naje de la organización con el que demoraba tiempo hablando. Los demás venían, descargaban el botín y seguían delinquien-do, con éste, en cambio, parecía siempre estar conectada por otros vínculos más potentes, más allá del ya mecánico oficio de robar. Bernal se detenía con observación cuidadosa en algo que parecía ser una de las excentricidades del sujeto en cuestión, unos lentes oscuros, siempre cambiantes, en el seguimiento de la investigación se le alcanzaron a contar cuatro distintos, de diferentes modelos pero de lejos, notoriamente costosos. El Capitán de la policía había llegado a la cabeza de la banda y el operativo de capturas se preparaba con rapidez. Sin embargo, Bernal tenía adicional otra lucha que librar, la de otros fantas-mas del pasado que no parecían querer dejarlo en paz. En las

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noches asaltaban su cabeza las mismas imágenes. En un inicio le producían una notoria excitación, pero en el último tiempo empezaron a representar la pesadilla. Se contemplaba en ese ayer desnudo sobre un lecho, mientras del baño le llegaba la voz masculina de turno, porque siempre fueron distintas, di-ciendo casi siempre lo mismo:

-Espero que al salir ya tengas esa verga listica para mi culo. Las noches posteriores se fue acentuando más este asunto

que ya era la metáfora absoluta de un calvario. Esa diaria y nocturna cita consigo mismo estaba estropeando los resulta-dos en operatividad que debía generarle a la institución sema-na a semana. No podía permitirse que esa situación se involu-crará en la investigación que adelantaba en la actualidad, más si estaba detrás de una gran organización. Los rumores dentro de la institución tomaban cada vez más fuerza y él empezaba a notar cómo la olla podrida cada vez estaba más al descubierto. Muchas cosas en juego. Su familia empezó a notar los cambios en su accionar y el alejamiento se fue produciendo paulatina-mente. Ser protagonista de una red interna de prostitución al interior de la institución que había sido su vida lo minaba des-paciosamente, el escandalo ya sonaba en los medios de comu-nicación y las primeras cabezas visibles empezaron a caer de forma vertiginosa, lo suyo era cosa de apenas días. Las bases de datos empezaban a arrojar su nombre; primero, lejanamente, para ir luego siendo cada vez más evidente. Intentó apaciguar esa sombra nefasta que ya se cernía en sus entornos con la in-vestigación adelantada de la banda y montar el operativo una lluviosa tarde de lunes. Ya todas las pruebas estaban montadas y las órdenes de captura legalizadas, era hora de la acción.

En la muñeca del capitán Bernal un reloj marcaba las dos de la tarde. La arteria capitalina se presentaba con sus calles lavadas. La lluvia intermitente daba lugar al operativo. Lo que vino después se produjo rápidamente. La rubia caía al suelo bruscamente, producto de un empujón judicial. Una antología poética de Julio Flórez caía con ella unos centímetros más ade-

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lante, el libro se le escapaba de sus manos, las cuales buscaban el aterrizaje sobre el suelo para poder así salvar su rostro de una lesión inminente. El carro de tintos fue desvalijado, ha-llándose en su interior lo que hasta esa altura del día la banda había producido. Todavía en el suelo lo primero que sintió fue unos brazos que la levantaban tiernamente y le limpiaban la ropa, y le acariciaban las manos. El gafas la miraba a los ojos, a través de unos lentes de marco de falso carey, como diciéndole con ellos que ya todo había terminado y que era la hora de esa tranquilidad de la que tanto habían hablado en medio de ese océano de incertidumbres constantes. La rubia respondía con esa mirada de Edén, asintiendo, y es que la verdad era que sí, El gafas sentía una suerte de protección por todos los de la organización, pero se esmeraba particularmente en el cuidado de la rubia; era la única mujer en la estructura y sentía una necesidad imperiosa de cuidarla de todo. En el fondo sus lentes no eran más que una excusa para ocultar detrás de ellos sus más hondas frustraciones. Era amante del arte y un aspirante a escritor al que la tinta se le diluía todos los días. La idea de la organización le surgió una tarde de bohemia entre poesía y alcohol en un bar del centro de la ciudad hablando con la ru-bia acerca de la pérdida de tiempo que para él ya estaba repre-sentando la academia. Se habían conocido en la universidad, él había sido su profesor titular en la catedra de teoría literaria.

El inca estaba ya en el platón de la patrulla mientras a el mocho le esposaban la única mano a una de las varillas de la ca-rrocería del carro policial. Las patrullas prendían los motores. Las capturas se habían dado sistemáticamente y el operativo había resultado ser todo un éxito. El encuentro entre el mocho y el capitán Bernal se daba después de años de sepultado el ultimo que habían tenido, sepulcro que jamás dio lugar al olvi-do. Wilfran recordaba por necesidad todas las mañana cuando despertaba al artífice de su defecto más evidente.

-Nos encontramos de nuevo Wilfran, da igual a esta altura, cuando se recuerda. Un parque, el patio de una escuela del sur,

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la cuadra del barrio, la tienda donde me cobré con tu brazo la ira, la carrera décima, la cárcel, y tú siempre perdiendo algo; la dignidad, el brazo, la libertad; bromas de Dios. El destino nos hizo personas distintas, evoco los juegos; el yermis, los balones de futbol, las rudimentarias bicicletas y después la otra orilla; la pelea intestina en nuestro barrio y ese brazo que te falta como mi trofeo, ¿cómo olvidarlo? Henos aquí de nuevo. Estaba termi-nando el enunciado el sargento Bernal cuando sintió el líquido caliente en la cara, la escupa que se le escurría por la mejilla izquierda. Wilfran parecía en ese acto querer sembrarle con su saliva profunda todo lo nefasto que para él representaba la hu-manidad de ese sujeto de traje verde que ahora se carcajeaba en su rostro.

Para Bernal luego vinieron las condecoraciones, el momen-to de fama y el arropar de una ef ímera tregua. Pero a fin de cuentas, somos sociedad mediática y después de su momento de júbilo el Capitán Bernal empezaba su declive vertiginoso. Su nombre y el rol que desempeñaba dentro de la institución lo fueron desnudando, casi como en aquellas jornadas en donde esperaba al hombre de turno para la sesión de sexo respectiva y la destitución de su cargo empezó a hacerse inminente y un día cualquiera se hizo real la notificación que la hacía efectiva, además de un proceso judicial que se le tendría que adelantar por parte de la justicia ordinaria por abuso de la función públi-ca. Haber sido participe de uno de los escándalos más sonados en la institución en el último tiempo era algo que lo arrojaba vehemente al abismo.

Los rangos más bajos habían pagado las actitudes criminales de las élites de la institución, verdadero nicho de la vergüenza en la que ahora se veía incrustada. El resultado; un Bernal llevado a prisión, juzgado como civil por ya haber sido destituido de la policía. Lo que importaba era que se pagara y Bernal era de la lista de los idiotas útiles que parecían ya estarlo haciendo.

Por los pasillos de la cárcel empezaban a filtrarse los ecos y la banda se preparaba para la calurosa bienvenida al Capitán

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capitancito. Los pasos de Bernal se fueron adentrando en lo que antes era la representación de su orilla contraria. Su cabe-za era un maremágnum de ideales rotos y su mirada perpleja no concebía la situación que se le presentaba, la sensación del cervatillo en medio de la jauría de lobos hambrientos empeza-ba a intimidarlo hasta que una sonora carcajada sacó al otro-ra Capitán insigne de la Policía Nacional de su abstracción; el mocho lo miraba alegre por entre los barrotes que separaban un patio del otro en la cárcel distrital, y las palabras emitidas por el integrante de la banda a Bernal se le fueron quedando para siempre atravesadas en el cerebro:

-¡Capitán!, el uniforme, el rango, el orgullo, ¡la hombría! ¿Quién pierde hoy?

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frente a la puerta

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A todo el que en esta tinta encuentre su espejo.

“Masculinidad y feminidad puras siguen siendo construc-ciones teóricas de contenido incierto”.

Sigmund Freud

SE LO HABÍAN RECOMENDADO la semana anterior y aunque le gustaba esa aura sórdida de las rejas a medio cerrar y de las escaleras ascendiendo a laberintos oscuros donde las voces se perdían en susurros excitantes, este lugar no le terminaba de agradar, había algo perturbador en él. Sabía lo que había del otro lado de las muchas puertas invisibles del centro de la ciu-dad y nunca había reparado para ingresar al interior de esos microuniversos que le daban siempre una bienvenida tenta-dora. Sus zapatos empezaban a pisar las primeras baldosas de aquellos zaguanes mal iluminados sin importar nomenclatu-ras escondidas de calles poco concurridas. Era una suerte de click el que saltaba al interior de su cabeza con sólo imaginar lo que ocurriría en esos lugares; la sensación invasiva de una adrenalina palpitante en el cerebro, una cabeza caliente en la que empezaban a danzar frenéticos pedacitos negros de lujuria que contrastaban con el blanco lupanar en el que se iba trans-formando su encéfalo. Era como para el borracho la botella, casi siempre una hora después una botella muerta, desangra-da de su elixir. Un cúmulo de percepciones que variaba según los lugares, los días y los estados de ánimo, pero que siempre tenía algo en común, empujar una puerta, ingresar por ella ha-cia un reino desconocido, reino de excesos, de prohibiciones, de deseos satisfechos, de expectativa latente. Era todo eso y nada más lo que finalmente lo impulsaba a reconocer una y

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otra vez los abismos de impudicia masculina contenida en esas paredes ignominiosas, salpicadas, vetustas y siempre oscuras de aquellas viejas casonas. Sin embargo ahí seguía detenido, aco-bardado frente a aquella reja de color negro con visos de óxido, observando las características del espacio. El piso de cemento del pasillo que se perdía en el fondo oscuro, las paredes inacaba-das y un olor a guardado en el ambiente que le acompañaban el caminar de los minutos en el reloj. Solamente contó a dos perso-nas saliendo; un hombre de aproximadamente 40 años y un mu-chacho al que le calculó 22. Giró y se sorprendió al recordar que jamás había retrocedido, que nunca lo había hecho. Desconcer-tado empezó a caminar pesadamente la zona, se deslizó por la carrera 9 con calle 17 y en el trasiego de sus pasos fue viendo otros lugares semejantes, bastante conocidos por él, puertas fre-cuentes desconocidas para muchos, puertas hacia ningún sitio explícitamente enseñado, puertas trajinadas, negras, lúgubres, amarillentas, de colores apagados, desgastados por el tiempo…

-¡Ey Félix! yo sí te tengo el lugar, sí que te lo tengo mugrosa felicita, vos que pregonás ser la loca de los excesos, la que su-puestamente no le come a nada, pero que se lo come todo, jaja-jajaaa…

La carcajada de Marco Antonio irrumpió acompañada de un golpecito sutil en la espalda de Félix quien se apresuró a respon-der:

-Sí, pues habla porque todos los lugares más enfermos de esta Bogotá conocen mi deambular trastornado, adelante gorri-na, te escucho.

El alborozo de Félix fue incluso mayor.Esa conversación ahora era el recuerdo que tenía vivo en su

cabeza. Marco Antonio dándole las señas del lugar y él manifes-tándole que no tuviera duda del informe detallado de su visita al mismo. Sin embargo esta vez en ese primer intento, Félix -quien nunca había dudado en actuar frente a esas circunstancias- no había podido ingresar, algo le había detenido el ímpetu, algo le

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CAJA DE PANDORA

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había desconectado el calor de su cerebro, el impulso trasvasa-do al miedo quizá, su cabeza empezaba a enmarañarse con un sinnúmero de disyuntivas. Eran la dos de la tarde y extrañamen-te en Bogotá no llovía, tenía tiempo para darse valor, pero el día definitivamente tenía que ser ese, no le iba a dar más largas al asunto. Ya se había hecho una fama de valiente en su medio como para llegar y decir que Félix, la andariega y conocedora acérrima de la clandestinidad sórdida gay en Bogotá, no lo había podido hacer por miedo, no, no era ese su perfil.

Estuvo en San Moritz un rato tomándose un par de cervezas y soportando las miradas e insinuaciones lascivas de un par de octogenarios a los que con seguridad ya no se les paraba ni la lengua. Salió confundido de aquel cafetín tradicional y empezó a caminar por la carrera séptima hacia el norte con las manos entre los bolsillos, mientras su cabeza era una espesura de re-cuerdos. En sus inicios la tenía clara, era meramente el placer de otro cuerpo similar al suyo disfrutando, sabía en esas pri-meras manifestaciones que el sentimiento no estaba en juego, sin embargo, por coincidencias del destino, los lugares que fre-cuentaba empezaron a mostrarle repetidamente ese rostro que terminó por aprender de memoria, después esa relación consu-mada en uno de los episodios más tristes de su vida, unos celos invadiéndolo, un constante llanto sofrenado, un adiós. En esta comunidad de relaciones todo es tan perturbador, tan al límite, tan radical. Luego el enterarse de la felicidad del otro frente a la miseria emocional propia y algo de ese pasado quedándose adentro, palpitándole siempre, algo de esos años aun soplándole hondamente en el pecho. Recordaba haberse prometido no ena-morarse jamás, bueno, si es que a eso se le había podido llamar amor, y a fe que hasta hoy así lo había cumplido.

Lentamente volvía a conectarse con la realidad que parecía escupirle siempre lo mismo a los ojos; una puerta, otra más; esta vez la de la gran reja del teatro Esmeralda, sórdida y ya deca-dente pieza emblemática de la geograf ía pornográfica capita-lina, donde despojado de todo pudor, muchas tardes saciara el

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placer de señores maduros que gozaron en ese entonces de su carne joven. Descendió por su esquina hacia la octava con 24 y emprendió el camino de regreso al lugar recomendado, pasando justamente al respaldo del teatro y deteniéndose unos instantes en frente de otro de los locales reconocidos, el calor volvió a subirle al cerebro que recopilaba imágenes; flores con pétalos de whisky sembradas en nocturnos le embriagaron la memo-ria; rituales inteligentes de neuronas que fornicaban ebrias a la vera de luces cárdenas, sombras báquicas que se proyectaban en fronteras de paredes tristes que lloraban ginebra; el clímax consumado y el triunfante orgasmo estallando desde los dedos provocando el desbordamiento, luego, las marejadas otra vez calmas, la inundación de una piel blanca, las últimas sacudidas de un cuerpo que lentamente se apagaba y la fecundación de un éxtasis ya muerto. La extraña desnudez una vez más vestida y una nueva soledad filtrándose otra vez por entre las grietas del alma, porque en ese ejercicio cada vez más solitario, todos que-daban resquebrajados.

Respiró hondamente y siguió caminando por entre las calles, repitiéndose en la rutina, refundiéndose entre las personas que pasaban siempre de afán, entre el caos de los vendedores y los olores de comidas de esquina, hasta que sus pasos lo llevaron a la vieja edificación que otra vez se develaba a sus ojos; una vez más se imponía frente a él la puerta negra con visos oxidados y el aerosol manchando las paredes deterioradas de la fachada. Se vio en un impulso no pensado dejando atrás la acera y atrave-sando el umbral y sin embargo, parecía como estarse buscando aún frente a la puerta, dubitativo, pensando en que podría ser posible un tercer intento, siendo otro el que avanzaba hacia el interior de esa pequeña noche, que mientras se lo tragaba, en la calle inauguraba una hora distinta, el inicio de un nocturno próximo, la vieja antesala de un nuevo encuentro frenético de soledades que después del deseo saciado, serían nuevamente por ella expulsadas hacia las lóbregas calles de esta ciudad dis-frazada con traje de luz, a la que no le alcanza para tapar la os-curidad que se le vomita desde dentro.

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