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HENRY KAMEN REYES DE ESPAÑA Historia ilustrada de la monarquía Traducción del inglés Isabel Murillo

DE ESPAÑA - La esfera de los libros · REYES DE ESPAÑA Historia ilustrada de la monarquía Traducción del inglés ... Pero eso no impidió que los escritores la utilizaran, porque

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HENRY KAMEN

REYES

DE

ESPAÑA

Historia ilustrada de la monarquía

Traducción del inglésIsabel Murillo

Índicel

1. El concepto de España y la idea

de monarquía .............................................................. 9

2. Los Reyes Católicos .................................................... 23

3. Felipe I, Juana y Carlos V ........................................... 71

4. Felipe II ...................................................................... 119

5. Felipe III, Felipe IV y Carlos II ................................... 159

6. Felipe V ...................................................................... 199

7. Luis I y Fernando VI ................................................... 233

8. Carlos III y Carlos IV ................................................. 247

9. Fernando VII y José I .................................................. 273

10. Isabel II y Amadeo de Saboya ................................... 297

11. Alfonso XII y Alfonso XIII ....................................... 317

12. Juan Carlos I y Felipe VI ........................................... 339

13. Republicanismo ........................................................ 357

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EL CONCEPTO DE ESPAÑA Y LA IDEA DE MONARQUÍA

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Pasaron siglos antes de que Iberia —o Hispania, como fue cono-cida posteriormente— lograra dar paso al concepto o realidad

que hoy conocemos como España. En la Edad Media, la gente ha-blaba ya de «España» y de «los españoles» para referirse de un modo general a la península y, a pesar de que cada región tenía su propio nombre, los extranjeros utilizaban la palabra España para describirla en su totalidad. «España» no hacía referencia a un país real sino a la relación existente entre los diversos reinos que ocupaban la penín-sula ibérica. No figuraba en los títulos oficiales de los gobernantes de la península (que se autodenominaban «rey de Castilla», «rey de Aragón», etc., y también «rey de España», aunque solo informal-mente o cuando deseaban utilizar la palabra «España» como térmi-no generalista). Pero eso no impidió que los escritores la utilizaran, porque —igual que «Alemania»— era, sin duda alguna, una forma conveniente de referirse a las experiencias comunes de quienes vivían allí. Maquiavelo, en El Príncipe (1514), hablaba de Fernando de

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Aragón como «el rey español», aunque sabemos que Fernando no fue rey de España. Maquiavelo utilizó el término del mismo modo que escribió sobre «Italia», un concepto geopolítico amplio que en realidad era solo una combinación de pequeños estados.

España era una suma de diversidades. Como todos los países europeos antes de la revolución industrial, estaba formada por una interminable variedad de pueblos, costumbres, idiomas, comidas, bebidas, vestimentas, pesos y medidas, actitudes, prácticas religio-sas, territorios, plantas, animales y clima. La increíble variedad de características económicas, vida política local, dialectos y estructu-ras familiares era, mucho más que el concepto irreal de «España», la verdadera sustancia de la vida social, política y religiosa. «En la monarquía de España —escribió Baltasar Gracián en 1640—, don-de las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas va- rias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir». Mucho

antes de que España emergiera como realidad, las comunida-des locales poseían su propia identidad, sus vinculos incues-tionables y su indudable orgu-llo. Un autor de principios del siglo xvii defendía que «las comunidades son cuatro en número: la casa, el vecindario, la ciudad y el reino». Fueron estas comunidades las que acabaron formando la «na-ción» de España.

La corona y el cetro son dos de los elementos simbólicos de la monarquía española más reconocibles. Se utilizan

durante las proclamaciones de reyes y en ocasiones muy especiales.

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Cuando los cronistas describían el territorio geográfico donde vivían, solían utilizar la palabra «España». Un historiador catalán fue capaz de escribir, en 1547, una historia de Cataluña bajo el título Chroniques de Espanya, por mucho que Cataluña fuera polí-ticamente autónoma del resto de la península.

La existencia de «España» no implicaba ningún tipo de unidad política, pero eso no era obstáculo para escribir sobre ella. La pri-mera historia moderna de España fue probablemente la que escri-bió Esteban de Garibay. Garibay dedicó a Felipe II Los XL libros d'el compendio de las chronicas y universal historia de todos los reynos de España, que publicó en Amberes en 1571. Describía su obra como una «historia superior de nuestra propia nación española y de nuestros naturales reyes». La primera mitad del libro versaba sobre Castilla, pero el resto giraba también en torno a Navarra, la Corona de Aragón y la España islámica, ocupándose, por lo tanto, de todos los reinos que constituían «España» e incluyendo a los musulmanes como una nación dentro de España. Pero la nación española única era inexistente, si entendemos como nación una sociedad con atributos compartidos. Para referirse a todo aquello que unía a la gente había, claro está, otras palabras distintas a «na-ción». La palabra «país», que tenía un fuerte trasfondo geográfico, se entendía como el lugar de origen de cada uno. Los líderes políti-cos procuraban asimismo cultivar palabras asociadas con «lealtad». Entre ellas, la más destacada era la palabra «patria», ampliamente utilizada en Italia para referirse a la ciudad a la que uno pertenecía, y frecuente también en España, donde el amor a la «patria» estaba considerado un sentimiento fundamental.

La primera historia verdaderamente general de España como nación, de alcance amplio, bien informada e impresionantemen-

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te objetiva, fue la del jesuita Juan de Mariana, escrita primero en latín, traducida luego por él mismo y publicada en dos volúme-nes en 1601 bajo el título de Historia general de España. Fue el libro de historia más consultado por los españoles durante tres si-glos. Pero el país sobre el que escribía tardó mucho tiempo en ver la luz. Como entidad política, emergió probablemente alrededor de 1800, un periodo en el que otras naciones de Europa, como Francia y Alemania, empezaban también a evolucionar. Los lí-deres políticos de principios del siglo xix estaban seguros de la existencia de sus naciones, pero tenían dificultades a la hora de definir sus antecedentes, y se vieron abocados a crear leyendas y mitos para otorgar sustancia al pasado. El problema, visto desde la perspectiva actual, estaba en crear mitos históricos y utilizar pa-labras y lenguaje que estuvieran en consonancia con estos mitos. ¿Qué era, por ejemplo, una «nación»? ¿Era «España» una nación? Si nos preguntamos si en España había una nación antes del si-glo xix, la respuesta es (como decía Gracián) que había muchas, puesto que España existía como una comunidad de naciones.

Estas naciones entraban periódicamente en conflicto entre ellas. Los casos clásicos son los de los musulmanes y los judíos, a quienes los cristianos dominantes intentaban reprimir. Pero las co-munidades cristianas estaban también frecuentemente en conflicto entre ellas, no por motivos religiosos sino por el anhelo de riqueza y poder. Esta situación fue dominante hasta el reinado de Felipe V, que en la primera década del siglo xviii acabó unificando los reinos autónomos españoles en una sola administración política. En 1712 se celebró por primera vez en Madrid una sesión de las Cortes en la que estaba representada no solo Castilla, sino la tota-lidad de España, con representantes de Valencia y Aragón. A partir

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de ese periodo, España empezó a existir como unidad política, es decir, como un estado que ocupaba la mayor parte de la península. ¿Pero era el nuevo estado una «nación» que desbancaba a las dis-tintas naciones que contenía? Los «españoles» existían, eso es evi-dente, ¿pero existía una «nación española»? Eso, probablemente, no empezó a tomar forma hasta después de 1800.

Naturalmente, también es posible que el país hubiera existido como «nación» mucho antes de que existiera como estado, puesto que había población suficiente, tanto como élite como a nivel popu-lar, compartiendo el sentimiento de pertenecer a algo llamado Espa-ña. Hay que hacer la observación, sin embargo, de que a pesar de que los españoles compartían muchas cosas, había otras que no compar-tían: no tenían una forma de vida común, ni aspiraciones comunes, ni un idioma común, una cultura común o un gobierno común. Es-tas barreras a la unidad tardarían, como en Alemania, casi dos siglos en derrumbarse. El paso esencial hacia la formación de una nación moderna era político, a saber, la creación de un estado que pudiera definir de forma más concreta lo que constituía y no constituía una nación. Dentro de esa supuesta nación, tenían prioridad muchas leal-tades locales que impedían la formación de lealtades más generales. Es habitual citar a los catalanes como obstáculo para la emergencia de una España unida, pero Castilla fue también, en muchos momentos, una barrera para la unidad. Los Comuneros de Castilla, que en 1520 se rebelaron contra el gobierno de Carlos V, fueron firmes defensores de sus privilegios especiales, contra los de otros reinos peninsulares. Este apasionado regionalismo no era ninguna novedad. Inmediatamente después de la muerte de la reina Isabel en 1504, muchos castellanos se mostraron a favor de la separación de Aragón, argumentando que «los castellanos llevaban ya bastante tiempo siendo avasallados por

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los aragoneses». Durante los siglos siguientes, cuando las coronas de Castilla y Aragón coexistieron como vecinos totalmente autónomos dentro de la comunidad española, hubo múltiples ocasiones en las que los castellanos expresaron y demostraron su impaciencia con los aragoneses. Los castellanos siguieron considerando forasteros y ex-tranjeros a los nativos de Aragón. En el siglo xvii, Juan de Solorzano, autor de Política indiana, destacó que «deberíamos clasificar a los ara-goneses como extranjeros, del mismo modo que lo son los portugue-ses, los italianos, los flamencos y demás».

Entre las distintas nacionalidades de España, la más importante después del periodo medieval fue, evidentemente, la nación de Cas-tilla. El problema es que incluso «Castilla» resulta difícil de definir, puesto que no era la entidad política que los historiadores identifican como la «Corona de Castilla», sino una unidad que incluía áreas como Galicia, Andalucía y Asturias, donde la forma de vida era sustancial-mente distinta, sobre todo en lo que a cultura y dialecto se refiere, a la reconocida por los castellanos. Además, los cronistas y los autores de la Castilla central añadieron más confusión al asunto adoptando una variedad especial de regionalismo al hacer referencia a «España» cuan-do en realidad hablaban de «Castilla», y refiriéndose a su idioma como «español» en vez de como «castellano». Esta práctica no implicaba que España hubiese empezado a existir de repente, sino que simplemente indicaba la fusión fundamental de dos conceptos distintos que estaba teniendo lugar en la mentalidad castellana, debido a la posición pre-dominante de Castilla. Fue esa posición predominante la que otorgó a los gobernantes de Castilla la voz decisiva en el destino de los reinos peninsulares conocidos como «España».

El dominio de Castilla tenía tres aspectos destacados. En pri-mer lugar, el territorio de Castilla cuadruplicaba casi la extensión

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de los reinos de la Corona de Aragón, con su correspondiente supe-rioridad en cuanto a recursos naturales y riqueza; en 1500, contenía prácticamente el ochenta por ciento de la población de la España pe-ninsular, así como sus tres ciudades más importantes: Sevilla, Grana-da y Toledo. En segundo lugar, a diferencia de la Corona de Aragón, Castilla poseía gran parte de los elementos esenciales de un gobierno unido: unas solas Cortes, una sola estructura fiscal, un solo idioma y moneda, una sola administración y carecía de barreras fronteri-zas internas. Tenía además estructuras comerciales más grandes y más potentes que gestionaban el grueso del comercio exterior de España. Las iniciativas militares de España en Europa habrían sido imposibles sin los soldados castellanos.

En tercer lugar, la época imperial fue liderada por Castilla. La ma-yoría de emigrantes a las colonias procedían de la Corona de Castilla y su idioma era el castellano. Para ellos, Castilla y España eran cuestiones idénticas. Debido al papel preponderante jugado por los castellanos en las expediciones extranjeras, la historia del viaje, el descubrimiento, la conquista y la guerra fue escrita por historiadores oficiales que dieron toda la gloria a Castilla. Cuando en la actualidad leemos los estimu-lantes relatos históricos que han llegado hasta nuestros días, es fácil olvidar que fueron esencialmente obras propagandísticas escritas por castellanos que, por un lado, estaban encantados con los logros de sus conciudadanos y, por el otro, estaban ansiosos por satisfacer a su pa-trocinador, que solía ser el gobierno de Castilla. Los historiadores del siglo xvi fueron los primeros que confundieron, de manera delibera-da, las identidades de Castilla y España.

Pero aun así, creemos que el logro humano siempre se ha basa-do en la colaboración entre pueblos. Fue precisamente esto lo que ayudó a crear la conciencia de pertenencia a «España». La colabora-

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ción entre españoles —y la importante dependencia de un idioma común, el castellano— estableció un precedente muy valioso para la posterior cooperación en guerras, expediciones y asentamientos. Los españoles combatieron codo con codo en la lucha por Grana-da en 1492, y seguirían coexistiendo en Italia y posteriormente en América. Los autores de la época aceptaron rápidamente el senti-miento de una identidad común, entre ellos Diego de Valera, que en 1493 dedicó su Crónica de España a «la dama Ysabel, reina de España». La nación empezó a formarse porque había una experien-cia compartida a la que todos habían contribuido en cierta medida. Y las diversas naciones de la península tardaron mucho tiempo en reaccionar contra la supremacía que Castilla había construido en el siglo xvi. Su conciencia de identidad regional —que en la actualidad es un asunto relevante en las controversias políticas que se viven en España— no empezó a asumir una forma sólida hasta que pudieron crearse contra-mitos para respaldarla. A partir de 1860, surgieron diversos relatos de ficción sobre los orígenes históricos de las regio-nes. Los escritores gallegos, por ejemplo, empezaron a trabajar la idea de que los gallegos eran una nación de origen europeo que ha-bía evolucionado aparte de los castellanos. Los catalanes intentaron postular ideas similares en base a orígenes diferentes y un trasfondo político completamente distinto. El escritor vasco, Sabino de Arana, fue el primero en desarrollar la teoría de una «raza» vasca cuyos orí-genes se encontraban en Europa y no en la península. El siglo xvi siguió siendo el periodo principal para todos aquellos que aceptaban la preponderancia de Castilla en España, pero el siglo xix suministró una nueva dimensión gracias a la aparición de autores regionales que reclamaban una nacionalidad distinta e incluso con lo que algunos más adelante denunciarían apasionadamente como «separatismo».

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Estos puntos de vista distintos son la evidencia clara de que los espa-ñoles se niegan a ponerse de acuerdo entre ellos, a pesar de insistir en que todos son miembros de una misma familia.

Lógicamente, por lo tanto, se niegan también a ponerse de acuerdo en su historia. Este relato no pretende superar estas di-ferencias, sino ofrecer una perspectiva desde el exterior, por parte de alguien que carece de motivos para sembrar controversia, de algunos de los acontecimientos que ayudaron a crear la España que hoy en día conocemos.

Precisamente al no haber una España unida, la corona de Espa-ña era inexistente en tiempos tradicionales. Cada región de España tenía su propio representante político, que en muchos casos no era una persona sino un ente corporativo, como las asambleas provin-ciales en el país vasco y la Corona de Aragón. A diferencia de otros países occidentales, donde la persona del monarca se mitificaba expresamente para aportar estabilidad política al estado, los reyes del territorio español tenían un papel restringido. El país no com-partía las tradiciones monárquicas que encontramos normalmente en la Europa occidental y muchas zonas de la península ni siquiera tenían reyes. Los vascos fueron siempre una combinación de repú-blicas y siguieron siéndolo hasta el siglo xix. En la Edad Media, los aragoneses tenían un «rey», pero lo consideraban una autoridad cuyos poderes estaban limitados por acuerdos prefijados.

Incluso en Castilla, donde el poder real estuvo más extendido, los reyes de tiempos medievales fueron una excepción entre las monar-quías de la Europa occidental. Los reyes castellanos rechazaron cons-cientemente gran parte de los símbolos de poder utilizados por las monarquías de fuera de la península. No consideraban que su puesto fuera sagrado, no reivindicaban (como sí hacían los gobernantes de

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Francia e Inglaterra) ningún tipo de poder para curar a los enfermos, ni disfrutaban de rituales especiales con motivo de su nacimiento, co-ronación o muerte. En Castilla nunca hubo una ceremonia de «coro-nación» especial, y siempre fue habitual tener una «proclamación» del rey, acompañada siempre con gran ceremonial, pero sin la colocación formal de una corona en la cabeza del candidato real. La imaginería relacionada con la magia del poder real, común en monarquías como la de Inglaterra y la de Francia, estuvo destacadamente ausente en España. Los gobernantes de Castilla, desde Isabel hasta Felipe II e incluso después, evolucionaron sin ceremonia de coronación y sin culto de personalidad. La mayoría, incluso, trató de evitar el título de «Majestad»: Isabel la Católica era simplemente «Alteza» para sus súbditos y la nueva forma de dirigirse al rey, «Majestad», importada por Carlos V, siempre resultó ajena a los españoles. Una y otra vez las Cortes de Castilla rogaron tanto a Carlos como a Felipe II no utilizar el término ni las ceremonias que lo acompañaban. A partir de 1586, este último —en una medida que había planificado instaurar casi diez años antes— recortó las ceremonias cortesanas, evitó el título de Majestad y ordenó que sus ministros y funcionarios se dirigieran a él empleando simplemente el término «Señor».

Dada la ausencia de culto a la monarquía, los autores españoles siguieron una tradición constante (que se remonta a la Edad Me-dia): la de que el pueblo tenía derecho a resistirse a la tiranía. En la Corona de Aragón, la élite tenía la percepción de que la corona debía gobernar con la aprobación de consejeros y de que las leyes no podían cambiarse si no era con el consentimiento de las Cortes. De un modo similar, las élites castellanas —tal y como demostraron con claridad en la revuelta que tuvo lugar en 1520 en las ciudades comuneras— consideraban que el rey necesitaba de su aprobación

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para realizar cambios. En consecuencia, los monarcas eran muy conscientes de la existencia de limitaciones. A finales del siglo xvi, las monarquías de Francia e Inglaterra animaron a sus funcionarios a escribir libros defendiendo el poder ilimitado de la corona. En España sucedió justo lo contrario. Ni Carlos V ni Felipe II pensaban en términos de poder absoluto. Este último, con frecuencia acusado erróneamente de absolutista, jamás en su vida reclamó el poder arbi-trario ni tomó decisiones solo, y siempre confió en consejeros. Tole-ró incluso escritos anti-absolutistas, puesto que iban principalmente dirigidos contra monarcas extranjeros (como Isabel de Inglaterra) y no contra él. Uno de sus jueces, Castillo de Bobadilla, especificó que las leyes elaboradas por el rey no eran vinculantes si iban contra la consciencia, la fe, la ley natural o las leyes establecidas. El con-cepto de raisond' état, decía, existía únicamente en las tiranías y no en España. El carácter complejo de la autoridad política en España era inadecuado para la opresión monárquica. A finales del siglo xvi se hicieron famosos dos destacados jesuitas, Mariana y Suárez, por defender que el poder del gobernante viene del pueblo y que no es válido sin la aprobación popular. Resulta interesante destacar que su obra fue condenada en Londres y París, aunque nunca en España.

¿Era el rey el componente esencial y crucial de la nación emergen-te? La práctica ausencia de culto a la monarquía en las tierras españo-las hace difícil seguir adelante con la idea de que la «nación» española creció alrededor de la monarquía. Puesto que, como hemos visto, la corona carecía por completo de un culto a la realeza, nunca llegó a identificarse con la identidad nacional. En cualquier caso, ¿con qué territorio se habría identificado la corona? Cataluña, por ejemplo, aceptó al rey de Castilla como gobernante pero no se consideraba parte de la nación española. Aragón y Valencia, en menor grado,

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compartían este punto de vista. En Castilla, que era el único territorio con una tra-dición monárquica fi rme, el concepto de «nación» seguía siendo muy frágil. Los te-rritorios españoles no tuvie-ron ninguna experiencia de monarquía nacional hasta un momento tan avanzado como el siglo xviii, cuando Felipe V abolió la autono-mía de la Corona de Aragón. Aun después de esta fecha, las provincias vascas conserva-ron su autonomía, siguieron considerándose repúblicas

libres y aceptaron el rey, pero no la hegemonía de «España». La mo-narquía, incluso en Castilla, fue siempre algo carente de forma, teoría y cohesión. No representaba a España y, como consecuencia de ello, era imposible la formación de una nación española a su alrededor. La conclusión que sigue es ineludible. Los «españoles», entendiendo por ello a los ciudadanos de los distintos estados de la península, no se sentían estrechamente vinculados con la monarquía. Lo cual nos facilita comprender las opiniones fuertemente antimonárquicas que prevalecieron en determinadas fracciones, tanto de la élite como del pueblo, después de las primeras décadas del siglo xix.

Escudo de armas actual de Felipe VI.

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Cronología

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1493 Diego de Valera dedica su Crónica de España a «la dama Ysabel, reina de España».

1514 Maquiavelo, en El Príncipe, llama a Fernando de Aragón «rey español».

1571 Esteban de Garibay publica en Amberes Los XL libros d'el compendio de las chronicas y universal historia de todos los reynos de España, probablemente la primera historia moderna de España.

1586 Quizás para atender los ruegos de las Cortes de Cas-tilla, Felipe II recorta las ceremonias cortesanas, evita el título de Majestad y ordena que sus ministros y funcionarios se dirijan a él empleando simplemente el término «Señor».

1599 En su obra De rege et regis institutiones el Padre Ma-riana defiende que en determinadas ocasiones el pue-blo puede recurrir al magnicidio contra el poder ab-soluto de los reyes.

1601 Juan de Mariana publica su Historia general de España.

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1640 Baltasar Gracián escribe sobre la «Monarquía de Es-paña... donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opues-tas, los climas encontrados».

1707-1716 Con los Decretos de Nueva Planta Felipe V acaba con la autonomía del Reino de Aragón.

1712 Se celebra por primera vez en Madrid una sesión de las Cortes en la que está representada no solo Casti-lla, sino la totalidad de España, con representantes de Valencia y Aragón.

1860 En La Coruña nace la revista Galicia, una de las pri-meras manifestaciones de los movimientos naciona-listas regionales.