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DARÍO M. LUNA DE ESTE OTRO LADO DEL MUNDO

De este otro lado del mundo

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Título: De este otro lado del mundo Autor: Darío M. Luna País: Bolivia Tipo: Narrativa Año: 2011

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DARÍO M. LUNA

DE ESTE OTRO LADO DEL MUNDO

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©Darío Manuel Luna. 2011© Editorial Yerba Mala Cartonera. 2011Proyecto social cultural y comunitario sin fines de [email protected]://yerbamalacartonera.blogspot.comTel. 72262533, 73719741, 70727847  Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países.

 Impreso en: Imprenta “Magda I” Av. Oquendo 371 Cochabamba

Impreso en Bolivia

 Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda Rossi 

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Índice

El Otro 5

Los dioses 8

Dios 11

Sueño 16

Vuelve el tiempo, Pascual 20

Tata Taicano 25

Los perros también saben 28

La carretera 34

Cierra los ojos 39

Principio y fin del hombre 43

Cantilena 50

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De este otro lado del mundo

El Otro

Mientras los duendes jugaban en la pequeña lagunilla cerca al pueblo, mi amigo y yo nos dirigíamos al bosque donde nos encontraríamos con el otro.

Cuando estuvimos a orillas de la pequeña lagunilla de los duendes, nos agazapamos detrás de las rocas blancas y avanzamos a paso lento y cui-dadoso para que los duendes no nos vieran. El bosque estaba al frente a unos cuatrocientos metros o algo más. Queríamos ver a los duendes y nos detuvimos detrás de la roca más grande. Los duendes con su cuerpecito desnudo de no más de tres o cuatro años, jugaban con movimientos torpes acompañados de su risa contagiosa.

—Son siete —le dije a mi amigo. —No, son más, están escondidos, fíjate bien… Son trece.

Parecían más, parecían menos, sin embargo, todos jugaban a mojarse a salpicones. Algunos haciendo el truco del zambullido, se hundían en el agua y aparecían a unos metros, sentados en las rocas grandes de la orilla. Otros caminaban por la lagunilla a pasos torpes, el agua no les llegaba ni a las rodillas. El sol en el poniente hizo reflejar sus cuerpos menudos. No-sotros nos reímos en silencio de algunas torpezas que hacían los duendes. Eran felices en su lagunilla, cuanto más felices estaban la tarde más rojiza se ponía.

—Vamos —le dije a mi amigo—, se nos va hacer tarde. Dijo que estaría al ponerse el sol.

Por suerte las rocas eran más grandes que nosotros, pero a pesar de ello, nos agazapamos otra vez y caminamos a pasos felinos. Después de pasar la lagunilla de los duendes, cruzamos el río por las piedras que le sobresa-lían, luego bajamos con calma una pendiente rocosa hasta llegar a una cor-ta y verde llanura, corrimos la verde llanura y nos metimos en el bosque.

— Dijo en el árbol más grande —le dije a mi amigo.—Y como te vas a dar cuenta de cuál es el árbol más grande, si todos los árboles son grandes. Dijo el árbol de más años y en forma de “T”.

Caminamos por un sendero que nos condujo hasta el centro del bosque,

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buscamos el árbol más viejo, el árbol en formas de la letra “T”. Todos los árboles tenían formas coníferas puntiagudas, había alguno que otro árbol en forma de hongo. Nosotros buscábamos el árbol en forma de “T”, porque eso, es lo que nos dijo el otro. El otro que aparecía en nuestros sueños y nos hablaba, el otro que no tenía nombre, que se parecía a alguien pero también a nadie, al otro, al que no pudimos ver su rostro, a veces lo soñábamos de un brazo, otras veces de un pie, y en ocasiones tristes, de espaladas. Nos bastaba con oír su voz para sentirnos bien, ese otro que nos hablaba en sueños, nos dijo que hoy vendría y que estaría con nosotros en el árbol en forma de “T”.

—¡Allí está! —dijo mi amigo.

El árbol en forma de “T”, no era más que un viejo árbol al que le colgaban las ramas por los costados, un árbol chato y poco atractivo. Nos paramos debajo de él, caminamos a su alrededor, lo miramos otra vez, nos sentamos en las raíces que le sobresalían y esperamos en el viejo árbol, que no tenía nada de extraordinario.

—No vendrá —dijo mi amigo.—¿En qué momento dijo que vendría? —le pregunté.— Dijo que vendría cuando el sol se estuviera poniendo, y mira, ya sólo hay sombra.—Ya vendrá. Esperemos un rato más. El ruido de algunas hojas y ramas secas nos llamó la atención.

—¡Te lo dije! —pronuncié.

Y de un salto apareció detrás de un árbol un niño de aproximada-mente siete años, era delgaducho, sus huesitos parecían frágiles y delica-dos. Nos miró fijamente.

—Vienes por él —le preguntó mi amigo, el niño asintió con la cabeza—. Nosotros también. Pero parece que no vendrá. —Sí, y ya es tarde para jugar un juego con él —dije en un tono serio y me senté otra vez.

Esperamos un instante sin hablar, sentados debajo del árbol. Cuando de pronto otro niño apareció de un costado, luego otro y otro más. Vinieron muchos niños al bosque. Eran niños de siete, ocho y nueve años,

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De este otro lado del mundo mi amigo preguntó, si alguien tenía diez años, nadie contestó. Mi amigo y yo comprendimos que sólo los dos teníamos diez años cumplidos.

—Son todos los niños del pueblo— dijo mi amigo. —Y todos con el mismo cuento —agregué.

Luego de un compás de espera, hicimos lo que todos los niños hacen, jugar. Algunos se escondieron, otros alzaron las hojas caídas de los árboles y los lanzaron dichosos a lo alto. Algunos comenzaron a contarse cosas y así todo se volvió bulla, escándalo de niños felices. Los entreteni-dos juegos nos hicieron olvidar de que estábamos esperando a alguien. La diversión continuó y sin darnos cuenta el sol se entró por completo, sólo cuando la luna nos iluminó las caras, nos dimos cuenta que el otro nunca llegó.

Al salir del bosque, mi amigo se dio cuenta que el árbol ya no parecía una “T”, sino una “Y”.

—Vámonos —me dijo mi amigo—. Nosotros también debemos irnos.

Dejamos al árbol en paz y salimos por el mismo sendero, cruzamos la planicie, el río y llegamos a la pequeña lagunilla de los duendes. Miramos sobre las rocas, sabíamos que los duendes ya no estarían.

—Mañana saldrán otra vez —me dijo mi amigo—, siempre están ahí, en el mismo lugar.

La pálida luna nos iluminó las caras con más intensidad.

—Mañana cumplo once años —me dijo mi amigo.—¿Y? —le respondí.—Pues ya no seré…—¡Mira! —le dije sorprendido antes de que concluyera su frase. Y en ese preciso instante vimos a un hombre recostado, yerto en el camino, cerca a las rocas que cubrían la lagunilla de los duendes. Su rostro desfigurado, quizá carcomido por dentro me impresionó bastante. Nosotros sabíamos que se trataba del otro, porque aquí, de este lado, todo el mundo sabe de la lagunilla de los duendes.

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Los dioses

Mientras el cóndor giraba en círculos concéntricos en lo alto del cielo, yo miraba desde el cerro a la hermosa pastorcita, sus ovejas blancas y puras estaban dispersas en la verde pradera. A unos cien metros o algo más hacia la derecha, sigiloso y agazapado entre los arbustos se acercaba el zorro he-rrumbroso hacia el rebaño de ovejas blancas. Al otro extremo un veintenar de liebres saltaban y saltaban sin dejarse ver ni por el zorro ni por la her-mosa pastorcita, después de un momento, algunas liebres desaparecieron en sus nidos y otras en cambio permanecieron casi inmóviles en su sitio. En el horizonte, la figura zigzagueante de un ancho río se perdía como una serpiente que huye de su rival invencible, a esa gran distancia el río parecía inerte y calmosa, uno que no fuera de este lugar, no sabría acertar con seguridad si el río se iba o venía. Su brillo daba una nueva forma al paisaje. Poco más acá del río, la figura tenue y vaporosa del tren avanzaba en silencio echando el humo por el cañón de la chimenea, era un pequeño juguete a la distancia, sí, un juguete que avanzaba con mucha lentitud, casi innotable, parecía un tren sin movimiento en el fondo del paisaje. A dos chacras hacia el fondo desde el lugar de la ubicación de la pastorcita, como manchas rojas, blancas y negras, se podía ver las imágenes de algunos ga-nados con las cabezas inclinadas, inamovibles, parecían reses petrificadas. Las aves de pechos blancos y amarillos cantaban en los arbustos, algunos pichonzuelos lloraban, había ruido, musicalidad y la pastorcita ni se daba cuenta. Antes de mirar el cielo azul vi a la pequeña víbora verde que se escondía entre los arbustos. Todo estaba en su lugar aquella tarde, el sol, las nubes y los cerros. Ése era el paisaje que observaba, un paraje vivo, colorido, donde por un instante, el tiempo se detuvo.

—Qué realidad más hermosa —les dije a los cerros—. Ellos no me contes-taron. Quizá contemplaban el paisaje igual que yo.

En compás de espera, me senté en lo alto del cerro, apoyé mi codo derecho en el muslo izquierdo y la palma de mi mano y mis dedos en el mentón de mi rostro. La pastorcita también se había sentando, tal vez esperaba como yo, una respuesta.

—Ve donde ella y dile que los dioses la protegen —me dijo el cerro mayor.

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De este otro lado del mundo En un cerrar de ojos aparecí cerca a la pastorcita, ella no se sorprendió al verme, sabía quien era. Le saludé con reverencia y luego le dije que los dioses la protegen, antes que pronunciara una palabra, arranqué una flor amarilla que había entre las hierbas.

—Ésta es la flor de la lluvia, si arrancas una hoja de la flor, lloverá por todo el campo.

Cuando ella recibió la flor, yo aún estaba sentado en el cerro y en la misma posición reflexiva. Momentos después, un rocío de lluvia sagrada cayó sobre todo el paisaje que avizoraba, sentí en mi piel la bendición, luego escuché que la pastorcita reía.

—Ya aprenderá a usarlo —me dijo, la Nube.

Al caer la sagrada lluvia, las ovejitas se agruparon llamándose a fuerza de su voz, y en ese mismo instante, la pastorcita sin dejar de reír buscó con su mirada un lugar donde cobijarse. Los ganados que en ese momento dejaron de alimentarse, dieron un trote ligero y luego de agruparse se que-daron muy quietos como si hubieran sido hechizados por el encanto del tiempo. Así también, el inmenso cóndor desapareció en los cielos como la víbora verde entre las hierbas, y ni una liebre se asomó a la puerta de sus pequeñas cuevas, se refugiaron. El lugar fue dominado por el tono gris y misterioso del tiempo, que hasta el tren se puso en marcha. Luego de un valioso momento, el dios Sol le dio una señal a la Nube y en ese instante la lluvia cesó. El soplido de izquierda a derecha de un hombre de edad incalculable, hizo que el dios del Viento viniera con fuerza desde el oeste, poco después las nubes se dispersaron. Yo seguí sentado en lo alto del ce-rro como el dios que lo ve todo.

Después que el señor Sol saliera, todo volvió a la normalidad, las ovejas se dispersaron, los ganados bajaron la cabeza a comer, las liebres salieron y el zorro, la víbora y el cóndor aparecieron otra vez al acecho; el río brilló con más intensidad y el tren se detuvo en su marcha como la pastorcita en espera de algo.

—¿Estás feliz? —me dijo el cerro menor.

No le respondí nada, estaba callado, contemplando el hermoso paisaje, florido, brilloso, y lleno de vida. Ellos también se callaron, creo que me miraban o miraban el paisaje.

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—No estoy feliz —le respondí.

Un silencio abismal se apoderó del lugar y de pronto el cielo se nubló, se tornó más negra que la noche misma, mi ser se entristeció, sentí una so-ledad inmensa. Miré a la distancia, el río, el tren, el ganado, los rebaños, el zorro, el cóndor, la víbora, las liebres y la hermosa pastorcita desapare-cieron, sólo una sombra negra cubría el paisaje gris, los dioses se callaron como yo, luego el tiempo se detuvo.

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Dios

Vendí los últimos muebles que me quedaron, los artefactos los obsequié. Quemé todas mis ropas excepto aquellas que llevaba puesta. Boté a la calle los cuadros de escritores famosos hechos por un pintor de clase me-dia a petición mía; cargué los tres mil quinientos veinte libros literarios de contenido urbano en mi jeep particular y como si fueran volantes los obsequié por la ventanilla, algunos los lancé al aire sin importarme donde cayeran, medio día después, me fui al Banco y saqué todo el ahorro de los últimos diez años, y esa misma noche, dirigiéndome a un barrio pacífico, saqué de la mochila que llevaba cargada, el bote de pegamento, el rodillo y los billetes en fajos de dos mil. Abrí el bote de pegamento preparado, sopé el rodillo, y como si estuviera pintando, repasé con el rodillo la pared del único Centro Educativo de aquel barrio alejado y sereno, luego arranqué el primer fajo de billetes y casi instantáneamente los pegué por toda la pa-red repasada por el pegamento, esta operación la repetí hasta adherir en la muralla, el último billete de mis ahorros, tres horas más tarde me retiré del barrio, mis ahorros no habían llegado ni a la mitad de la pared del Centro Educativo, pero se notaba desde lejos un cambio en la pared, mi obra de arte.

Al día siguiente, la muralla del Centro Educativo era noticia en los medios de comunicación, las cámaras de televisión enfocaban a los vecinos mi-rando los billetes pegados en la pared. Nadie se atrevía a quitarlos, pero tampoco nadie se movía del lugar. Sus rostros inocentes escondían a la fiera agazapada entre los ramajes esperando el momento oportuno para la caza, me aburrí del suspenso, podía esperar el desenlace, pero estos acon-tecimientos de la vida, ya no me interesaban, por eso, apagué la televisión, el último aparato con lo que me había quedado, tomé las llaves de mi auto y de mi casa, que estaban en el pequeño gancho de la repisa, los miré un rato en mis manos, los empuñé con fuerza y decisión, salí al patio, miré el cielo por unos segundos, luego, con una firme decisión, me di la vuelta y puse la llave en el cerrojo de la puerta de la casa y la otra en la puerta del jeep. Abrí de par en par la puerta del garaje y dejándolo así, salí a la calle y caminé, caminé cinco cuadras derecho, luego otras diez hacia la izquierda, cruce una plaza, luego un barrio y otro barrio más, al cabo de unas horas me encontré fuera de la ciudad, seguí caminando hasta alejarme mucho más. Ya nada me interesaba de aquel lugar, ni sus costumbres ni sus creen-cias y menos su forma de vida. Seguro de ser un punto irreconocible en la

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distancia, volteé para ver el lugar donde había vivido treinta y cinco años, “sus calles y avenidas, sus altos edificios, ya no los veré y menos a su gente que en estos instantes deben estar ajetreados es sus rutinarias vidas de sobrevivencia, si alguien muere, qué importa, nadie se da cuenta de una muerte, son tantos que una muerte no significa nada. La vida continúa allí, muertes, atracos, violaciones, grandes mentiras, sobornos, adulterios que están ocurriendo en este mismos instante, miles de maldades, de injusti-cias, de llantos, de risas, mezcla de voces y confusiones, el ruido, el caos total y todo en un mismo lugar”, pensé. La ciudad que ahora la veía como una vasta planicie brillante y candente, no me engañaba, era el mismo in-fierno y estaba ahí delante de mis ojos, “tú claridad no me engaña, no eres pura, eres hija del diablo, ojalá Dios te perdone”, lo dije con tristeza, tal vez nostálgico porque me marchaba de ese lugar que había vivido casi la mitad de mi vida. Me di la vuelta, no quería avanzar más, sentí algo en mi corazón, duda o quizá tentación, volteé para mirar otra vez la vasta ciudad, pero la ciudad ya no estaba, ni las montañas ni los cerros, di la vuelta en círculo, todo era diferente, los cerros, las montañas, hasta el mismo aire era diferente, extrañado, corrí en dirección ascendente por el sendero que se me presentó, al bordear la serranía, vi una extensa planicie de hierbas verdes con el sol en el horizonte, un reflejo me hizo dar cuenta de la exis-tencia de un pequeño lago en la planicie, estaba agitado y no por el trote ligero sino por la impresión, tenía miedo.

Me senté en una piedra plana, poco más que mediana, que había por ese lugar, luego miré el horizonte, el sol. De repente sentí otro reflejo en mis ojos, un reflejo candente y enceguecedor, me cubrí con los brazos. El re-flejo del sol que duró casi nada, hizo que me pusiera de pie y viera por naturalidad la superficie del suelo. Cuando bajé los brazos me espanté al ver que a mi alrededor habían muchos animales que me miraban con ter-nura como en las fábulas. Eran roedores, liebres, topos y vizcachas. Pensé que me iban a hablar como en las fábulas, pero, no, éstos sólo me miraban, quise tocarles y al instante se escurrieron detrás de las rocas, en los agu-jeros del suelo y otros desaparecieron en el aire en dos o tres saltos. Antes de que pudiera reaccionar, vi que el suelo adquirió el tono de la superficie de la luna. Al examinar el horizonte vi que el sol se acercaba con rapidez, y antes de que pudiera protegerme de su luz blanquecina con mis brazos, el sol se detuvo. Su brillo disminuyó así como se aproximó, fue entonces que de él bajó un ser, caminó por el aire en dirección hacia mí, y antes de que pudiera ver su rostro, se desvaneció.

—No temas —me dijo una voz—, yo soy el dios Sol. Estás aquí para hacer

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De este otro lado del mundo la voluntad de Dios. Erigirás otro mundo a partir de hoy, sólo imagina. Es la voluntad de los dioses y así está escrito.

Del mundo en que vengo, conocí a algunos escritores que crearon mundos nuevos en sus obras literarias, ¿crearía una obra literaria?, no, yo crearía una nueva realidad, una forma de vida, no una novela sino la vida, la existencia de nuevos seres.

—Que el sol brille más —dije. Y mis palabras se hicieron realidad. El sol brilló con más intensidad.

Mis palabras tenían poder, era un Dios, un Dios Hombre sobre la faz de la tierra.

—Que se hagan los árboles, los animales y también nuevos seres a mi imagen y semejanza.

Los creé nuevos, sin pecados, sin maldades, los creé buenos. Los creé en parejas para que no se sintieran solos, para que se apoyaran y formaran un hogar.

Un día tuve que hablarles como Dios para explicarles quiénes eran. Ellos me entendieron así como me lo imaginé.

—Del mundo en que yo vengo —les dije— todo es diferente. Ustedes están aquí para forjar otro mundo. Ésa es mi voluntad.

Del mundo en que yo venía, el cambio tenía que empezar de uno mismo, pero cuánto tiempo pasaría para tener un verdadero cambio en todo el mudo, eso era una utopía, un sueño. Ese mundo jamás llegaría.

—Ustedes se basarán en tres principios para vivir. El primer principio está basado en la fe, en la fe de los dioses y en ustedes mismos, el segundo principio es que deben amar para vivir, y el último de los principios es la correspondencia del bien al otro. Estos tres principios jamás deberán ser corrompidos. Los mismos servirán como leyes y códigos de la vida. No habrá otras leyes ni códigos sobre ella. Es la forma de vida que deseo en ustedes —los nuevos seres me escuchaban con atención—. Harán peque-ñas comunidades dispersas a lo largo y ancho del mundo, no harán ciuda-des. Vivirán hasta donde los dioses les deparen otro destino, mientras tanto esta es la vida que les doy, aprendan a vivirla de acuerdo a los principios.

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Es mi voluntad.

Desde ese día los nuevos seres comenzaron a vivir de acuerdo a los tres principios que les di.

—Dios mío, gracias por esta forma de vida —agradecí.

De repente el dios Sol me tocó el hombre y me dijo:

—Por qué lloras, acaso no era esto lo que querías.

—Sí —le respondí.

—Entonces, se feliz, porque esto que has hecho no es un sueño, es la vida, es tu creación.

Cuando la voz del dios Sol desapareció, vi que del cielo caían pequeñas gotas de lluvia, quise sentir en mi rostro las gotas de lluvia, y auque había empezado a caer y a mojar la tierra, en mi rostro y cuerpo no sentía nada, por mis manos traspasaban las pequeñas gotas de lluvia.

—Ya pasaron cuatrocientos años —me dijo una voz, esa voz no era la del dios Sol—. Tú eres sólo una voz, una imagen invisible en el universo.

Entonces les hablé a los seres que había creado. Les pregunté si habían desobedecido los principios, ellos me indicaron que vivían de acuerdo a los principios que les había dado.

En los cuatrocientos años transcurridos, no había señales de guerra, ni de odio, era un mundo perfecto, el mundo que había creado.

—Dios Sol, es este el mundo en el que quiero vivir. —A ti se te ha concedido el poder de ser un Dios, ¿ahora quieres vivir junto a tu creación? —me dijo la voz que no era la del dios Sol.—Quiero nacer aquí —le dije.—Si naces tu propia creación te olvidará y olvidarán también tus princi-pios. Eres Dios, no puedes nacer entre ellos.—Yo no soy un Dios, soy un ser humano.—Nunca más. Tu has creado este mundo, incluso me has creado a mí como tu Dios, el Dios de todos, sin embargo, hay otro dios sobre mí, ese Dios eres tú.

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Yo soy Dios de los dioses, creador de los principios para los nuevos seres. Mi deseo es nacer y mi destino morir.

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Sueño

Un jueves a las siete y media de la noche como de costumbre me aproximé donde mis compañeros revolucionarios, les decía mis compañeros, porque en esos más de diez años, nuestras experiencias en la lucha, nos habían unido para ser más que amigos. Nosotros dimos las ideas del cambio, de aquí surgieron los grandes movimientos sociales, los líderes de la revolu-ción. Pero con líder o sin líder la vida seguía siendo lo mismo. Este lugar que hace años atrás lo fundamos como la Plaza de la Revolución ahora es sólo una simple calle, una más entre las muchas de esta ciudad. Nos olvidarán dentro de poco, nos harán desaparecer, ya no habrá ideas revolu-cionarias, seremos del sistema, trataremos de arreglar las cosas dentro del sistema porque seremos el sistema y nadie se dará cuenta. No habrá cam-bio profundo, lo sé. ¿Es triste saber la verdad?, lo dudo. Pero permítanme continuar la historia. Les decía que me acerqué donde mis compañeros revolucionarios, en esos años me había atrevido a hacer algunos discursos y hasta algunas opiniones, hoy me doy cuenta que sólo han sido palabras, ¿me atrevería a decirles la verdad de su supuesta revolución? Ellos ya esta-ban reunidos como siempre, cada día a la misma hora, cada día en el mis-mo lugar, ¿de qué hablaríamos esta vez? Me acerqué y me acomodé detrás del compañero de gorra blanca. El tema de hoy era sobre la religión, un tema de nunca acabar. Uno de los compañeros dijo que antes de la Biblia había otro libro, que la Biblia estaba basada en los principios de ese libro, decía que el número siete tenía mucho significado para ellos y que por esa razón, la creación del universo y del hombre se la hizo en siete días. Otro compañero mencionó que en aquella época había muchos hombres que hacían milagros como Jesús. Unos dijeron que Dios existe, otros dudaron de su existencia. Un hombrecito de estatura mediana, que estaba a mi lado me dijo casi entre dientes, que la religión está en nuestras raíces y que en vano estamos discutiendo. Lo miré, era nuevo, jamás lo había visto. Conti-nuó el debate, y de repente sus voces comenzaron a disminuir, me toqué el oído, pensé que me estaba quedando sordo, ya no los escuchaba, sólo veía el movimientos de sus labios, sus rostros enfurecidos, sus movimientos corporales, sus gestos, todo era mímica, luego comenzaron a convertirse en imágenes transparentes, después de unos segundos más, se desvanecie-ron por completo, no sabía si estaba imaginando o si mi entorno se estaba transformando, el asunto es que me vi en medio de un patio de una casa de adobe. Al frente mío había una olla de barro sobre un fogón encendido, y cerca al fogón, unos niños y una señora preparando la cena, me acerqué con calma, los miré, estaban concentrados en lo que hacían.

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De este otro lado del mundo

—Buenas noches—dije, aunque todavía no había caído la noche, pero es-taba a punto.

Pensé que estaban sordos, elevé mi voz para saludarles otra vez, y ni aún así me escucharon, pero, de repente, uno de los niños me miró fijamente por unos segundos a los ojos, antes de decirle hola, él bajó la mirada. Me sentí ignorado, poco después me vino algunas conjeturas, “ellos no existen, son producto de mi imaginación, no, quizá ellos y yo somos el producto de lo que piensa otro, o peor aún, ni ellos ni yo existimos”, sin embargo, tenía frío y sentía ese suelo, ese aire puro. Me alejé de ellos, preferí caminar. Era un pueblo silencioso, crucé el río, pisé la arena, miré mis huellas, había un olor a tierra como si recién hubiera llovido, en una planicie que no parecía calle, ni avenida vi algunos niños y niñas jugando a la ronda. A unos doscientos pasos más, detrás de una pared de adobe, vi a dos niños jugando a la rayuela, definitivamente era un pueblo pacífico.

Por la noche me sentí más preocupado, no sabía donde iba a dormir, en ese instante, en el silencio de la noche mis oídos escucharon el sonido de una música lejana, luego escuché voces, voces que llegaban a mis oídos, voces de hombres, pensé que eran las voces de mis compañeros de la Plaza de la Revolución, que el debate continuaba, que estaba volviendo de una som-nolencia, pero no, las voces que escuché eran de los ancianos del pueblo, que hablaban, que narraban, que decían historias, historias que no podía comprender por el cruce de voces. Sentía frío, tenía miedo. Me di la vuelta y de repente sentí algo cálido en mi mano derecha, asustado me apresuré para ver que era, sólo un perro negro se levantó de mi lado, trotó un poco y después desapareció en el aire. Temeroso me dirigí a la luz más cercana que vi dentro de una casa. La puerta de aquella casa estaba abierta, de ella salía un resplandor más de lo que podía dar aquel mechero que estaba en la ventana. Di tres golpes en la puerta, nadie respondió. Cuando ingresé al interior de aquella casa pude ver a seis personas que descansaban en el piso, “seguro que estas personas tampoco me ven”, dije en mi mente. Cuando estaba a punto de salir de la casa, uno de ellos me dijo: “ese col-chón es para ti”. Eran hombres con historias similares a la mía, “la gente de este lugar no nos puede ver, eso hace difícil comunicarnos”, dijo, otro de ellos. En ese instante la luz de la luna entró por la ventana y al instante nos habló:

—No teman hijos míos, nadie les hará daño en este mundo, los siete están destinados a cumplir con la misión, a cada uno se les dirá en su momento

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lo que tienen que hacer. No teman. Por la madrugada, antes de escuchar el último canto del gallo, cada una de las personas que estaban en la habitación, se disiparon como humo en el aire. Solo quedé yo en esa habitación.

—Eran almas —dije—, he dormido con almas.

Quise levantarme, pero de repente escuché un ruido parecido a los mur-mullos, luego los murmullos se convirtieron en voces, pensé que eran las voces de los ancianos, pero, no, eran las voces de mis compañeros revolucionarios, que aún hablaban sobre el tema de la religión. “Estaba imaginando, soñando despierto”, dije en susurros y sonreí, pero casi inme-diatamente borré la sonrisa de mi rostro, al darme cuenta que mi cabello y mi barba habían crecido como cuatro o cinco centímetros. Miré a mi alrededor, mis compañeros estaban en lo mismo. El tipo de la gorra blan-ca aún continuaba delante de mí como aquel el señor, que me habló casi entre dientes. “¿Decirles algo que quizás no entiendan? Palabras y más palabras”, dije en voz muy baja y molesta. Cuánto tiempo habría pasado, ¿días o sólo segundos? Ni aún este cabello, esta barba pueden resolver esta duda. Sus voces fueron diminuyendo otra vez, antes de tocarle el hombro a mi compañero de a lado, todos desaparecieron. El pueblo no estaba pero sí el río y los cerros, ¿era el único?, nunca lo sabré. Sólo sé que unos ángeles bajaron del cielo, me tomaron de los brazos y me elevaron, “! Suéltenme! ¡ Suéltenme!”, grité. Y la voz me habló:

—Soy el Dios de los dioses —dijo—. Tu destino es llevar las cosas que verás en este mundo. —¿Dios de los dioses? Sólo existe un Dios. El padre de Jesús. ¡Tú no existes!—¿Crees en Jesús?—Sí, Jesús es el hijo de Dios.—Entonces crees en mí.—Los dioses no existen.—Siempre hemos estado aquí. Ustedes lo entenderán con el tiempo. Vive. Pronto volverás y llevarás las cosas que verás en este mundo.

Han pasado más de sesenta años desde aquella experiencia, yo he tratado de vivir lo mejor que pude, eduqué a mis hijos, a mis nietos, pero la vida sigue igual, nada ha cambiado. Me acuerdo que hablé esa misma noche a mis compañeros revolucionarios de lo que me había sucedido, y como era

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De este otro lado del mundo de imaginar, nadie me ha creído, dijeron que estaba loco. Era mejor callar y así lo hice.

Una tarde, el calor asfixiante hizo que me recostara en la cama como de costumbre. Estuve viendo el cielo raso, cuando sucedió otra vez, mi en-torno cambió como hace sesenta años, vi la olla de barro sobre el fogón. Los niños y la señora que seguían allí se dieron la vuelta y el niño que me había mirado a los ojos se levantó, me tomó de las manos y me hizo sentar junto a ellos, junto al fogón. Entonces la señora me miró y luego me dijo:

—Nosotros te mostraremos las cosas de este mundo.—Pero yo ya estoy viejo —le dije.—Tú serás el hombre sabio en el nuevo mundo que está por venir.

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Vuelve el tiempo, Pascual

No sé por qué me venía a la mente ese recuerdo, trataba de olvidarlo una y otra vez; pero, no, hasta en mis sueños me aparecía. Todo empezó hace veintisiete años, cuando nuestro amigo Abad nos demostró una de sus pruebas: estábamos sentados cerca a la orilla del río, y de pronto, durante treinta segundos, una imagen como espejismo se levantó delante de noso-tros. En esa imagen pudimos ver a nuestros antepasados con sus adornos de oro y de plata, caminando por un sendero de piedra en dirección hacia una especie de templo, donde había una imagen dorada del sol. “No se asusten —nos dijo, Abad— todo lo que ven, sucedió hace mucho tiem-po atrás, ustedes lo saben”. Pedro y yo estábamos sorprendidos. “¿Abad, cómo has hecho para traer el tiempo pasado al presente, acaso tienes pode-res?”, le pregunté. “No se alarmen tanto —nos dijo—, todos nacemos con un don”. A pesar de que habían transcurrido varios días, el extraño suceso aún seguía en mi mente. Una mañana, mi padre me despertó muy tem-prano y me dijo mirándome a los ojos, que mi amigo Abad había muerto. Cuando fuimos a la casa donde lo estaban velando, me di cuenta al verlo de cerca y con detenimiento que Abad, no estaba muerto. “Papá, Abad no está muerto”, le dije a mi padre; pero él me miró y tomándome de los hombros me dijo: “Te entiendo, hijo. Abad siempre estará con nosotros”.

En ese instante comprendí que ninguno de los asistentes al velorio, ni los padres de Abad entenderían lo que trataba de comunicarle a mi progeni-tor. Cuando llegó Pedro y le conté lo que sabía, ya éramos dos los que no pudimos hacer nada por Abad. Casi al medio día comenzaron a hacer su ataúd, mientras la gente salía a colaborar en el armado del féretro, Pedro y yo aprovechamos para acercarnos a Abad. “!Ey, despertá!”, le dijimos conforme agitábamos su cuerpo. “¡Chicos!”, nos asustó con su grito Cons-tansa, la señora más anciana del pueblo. Después del almuerzo, el cura bendijo el cuerpo de nuestro amigo Abad, y, a eso de las cuatro de la tar-de lo pusieron en su pequeño sarcófago de color blanco. Luego, salimos acompañados de una multitud de personas en dirección al cementerio, en el camino desde el féretro, Abad gritó: “¡Papá!”, el eco de su voz pareció retumbar por todo el pueblo, detuvimos la marcha de inmediato, y enmu-decimos.

Desde ese incidente, Abad fue conocido por todas las comunidades, su testimonio aumentó la fe religiosa. Cada comunidad exigió al Obispado un padre para que celebrara una misa los días domingos. Las iglesias cris-

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De este otro lado del mundo tianas tuvieron más éxito, pues el testimonio de Abad fue grabado en una cinta magnética. Las radios cristianas de la ciudad fueron los primeros en difundirlo. El testimonio llamó tanto la atención de la gente que hasta los que no eran cristianos comenzaron a comprar la cinta grabada. Después de un año, los curas se fueron, las iglesias cristianas se cerraron.

En la loma, mientras pasteábamos nuestros ganados, Pedro y yo le pedi-mos a Abad que nos contara otra vez sobre su visita al futuro: “Llegué a un lugar totalmente extraño —nos dijo—, tenía mucha hambre y mucha sed como todas las personas de aquel lugar. No había animales ni plan-tas. La gente se alimentaba de tierra, de greda: aquella tierra blanca que consumimos con la papa cocida; pero esa tierra era insuficiente para la sobrevivencia de toda la gente, algunos comenzaron a alimentarse de las personas que morían, ya no eran hombres. Las luces blancas que llegaban del cielo nos ayudaban a sobrevivir. Nosotros, los más pobres éramos los únicos que nos habíamos quedado en la tierra. Ya nadie tenía hogar ni pro-piedad. Andábamos como nómadas de un lugar para otro buscando nues-tro alimento y protección. Nuestro final había llegado. No pudimos hacer nada. No teníamos los recursos y tampoco la fuerza. La naturaleza nos había abandonado por completo. La peste, la plaga y nuestra hambre nos estaban exterminando; por eso desperté asustado, no sabía que estaba en un féretro. Ahora —nos miró—, espero que no cometan el error de hacer las ingenuidades de nuestros mayores”. Pedro y yo nos miramos, no sabía-mos si reír o llorar. Abad siempre era irónico con los amigos. Después de unos segundos nos dimos cuenta que el calor abrasante asfixiaba nuestros cuerpos, sabíamos que iba a llover.

A mis doce años aprendí a arar la tierra, me lo enseñó mi padre. Un día, cuando estábamos en la chacra poniendo las semillas de papa debajo de la tierra, ayudados por nuestras dos yuntas de toro, vimos que desde una cier-ta distancia venía una pequeña víbora hacia nosotros. La pequeña víbora se detuvo delante de mí en posición de alerta. “No te muevas”, me dijo mi padre. Después de tres segundos de estar tensos, la víbora siguió su cami-no hasta perderse entre los arbustos. “Era de color verde… tal vez ya no vuelvas por estos lugares”, me dijo mi padre. Yo no entendí lo que trataba de decirme; pero ahora que pasaron más de veinte años de estar lejos de mi tierra, diría lo contrario. Ese día no sólo sucedió lo de la víbora; también pasó aquello de las caídas involuntarias: al retornar a casa me ocurrió algo extraño, cada vez que caminaba un cierto trecho, tropezaba con nada y me tumbaba al suelo. Al principio me pareció algo normal, dos caídas po-dríamos establecerlo como unos involuntarios accidentes de transito; pero

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siete caídas en dos Kilómetros, ya era una cosa muy rara. “¿Estás bien?”, me preguntó mi padre que iba delante de mí, “ya son siete veces que te caes, Juan, qué está pasando contigo, no arrastres los pies, mira por donde estás caminando, o estás ciego”. Por más que le dije que estoy bien, que voy a tener cuidado al caminar, mi padre me obligó que llegara al pueblo montado en nuestro único burro que teníamos para las cargas.

Esa noche mis padres hablaron casi toda la noche sobre aquel incidente. Al día siguiente mi padre me llevó donde el oculista al otro pueblo, y como vieron que no tenía nada, se rieron de las siete caídas que tuve en el ca-mino de retorno a casa. Más tarde me encontré con Abad, nos subimos al estanque para ver el paisaje de nuestro pueblo. “¿Ves a aquel hombre que está yendo en bicicleta casi a orillas del río para el otro pueblo? Desde aquí te lo hago caer”, me dijo. Pocos segundos después el hombre que andaba en bicicleta cayó al río. Mientras Abad reía a carcajadas, una rabia desco-nocida hasta ese entonces, se apoderó de mí, le agarré por el cuello a Abad y lo tendí sobre el estanque, luego quise darle dos golpes en la cara, pero se defendió. Salimos ensangrentados de aquella pelea que debió durar más de cinco minutos, cansados, me acuerdo que nos miramos, y en vez de continuar la pelea, nos dimos un fuerte abrazo de amigos.

—Otra vez soñé con lo mismo.—¿Qué? Juan, déjame dormir un poco más.

A pesar de ser las seis de la mañana, la oscuridad aún seguía en el firma-mento. No sé por qué, pero desde hace un par de semanas he estado soñan-do otra vez con los sucesos de Abad. Hace mucho tiempo le conté a Luz, mi esposa, sobre los extraños poderes que demostraba tener mi amigo de infancia, ella al escucharme, se puso muy escéptica: “Estas loco, cómo vas a creer en esas cosas, no existen, es irracional lo que me dices, Juan”. Du-rante ese tiempo tampoco pude entender la reacción de mi esposa. “Luz, lo he estado pensando —le dije un día—, voy a escribir una novela sobre Abad”. Ella me miró a los ojos y sin decirme nada más, alistó un par de prendas lo más rápido que pudo y se marchó de la casa.

Pasó poco más de tres semanas desde que se fue, y una mañana tocó la puerta de la casa, me abrazó, se disculpó y luego me dijo que estaba espe-rando un hijo mío. El tiempo pasa volando cuando algo te trae entretenido, ocho meses después, nació mi hijo Pascual, me sentí feliz como aquella vez en el campo, que después de cosechar papa, mis padres y yo nos sen-tamos cerca del pequeño horno en la chacra y comimos las papas, ocas y

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De este otro lado del mundo camotes que pusimos a cocer en el horno, mamá sacó la carne y los quesos que trajo de la casa, pero además puso en un recipiente la rica tierra blanca del que Abad nos habló al ir de visita al futuro, me sentí dichoso ese día: “ojalá algún día pueda volver con ustedes a mi pueblo”, le dije a mi esposa cuando aún estábamos en el hospital. “Volverás si quieres tú solo, pero mi hijo y yo nos quedaremos aquí en esta ciudad”, me respondió. Después los días y los meses se volvieron rutinarios: íbamos de compras a la “Súper Tienda”, viajábamos por otras ciudades de paseo, retornábamos exhaustos y dormíamos hasta el medio día, salíamos al parque a tomar unos helados y los días domingos, que nunca íbamos, nos acostumbramos a asistir a la iglesia, siempre los tres juntos a todo lado durante estos cuatro años que pasaron.

Anoche, cuando pensé que lo de Abad había quedado en la historia para mi esposa. Recostados en la cama, Luz, mirándome a los ojos me dijo: “cuéntame, qué ha pasado después con tu amigo”, me sorprendió bastante su interés, me puse de un lado, y comencé a contarle en medio de la noche: “Abad —le dije— se vino conmigo a la ciudad, nunca pudo permanecer en un solo trabajo durante más de un mes, lo despedían por armar peleas de las cuales siempre resultaba ser el ganador; poco antes de que se fuera a los valles a cosechar la coca, me dijo que utilizaba sus poderes para ganar las peleas, creo que los manejaba como títeres a sus contrincantes, debió utilizar aquel extraño dominio mental que practicó conmigo aquella vez que me caí siete veces. Mi amigo, también hizo de las suyas en aquel valle, pero esta vez actuó de manera disciplinada. En poco tiempo pudo obtener muchos seguidores, eso me enteré en aquellas cartas que me envió mucho más antes que nos conociéramos tú y yo. Abad había conseguido hablar de un extraño ideal humano en la tierra, yo no lo entendí mucho como aquella gente del valle. Pasó un año y me enteré que la gente del lugar lo había matado a mi amigo, pensaron que tenía el demonio por dentro”. No sé en que momento nos habíamos quedado dormidos, sólo desperté esta mañana con la misma pesadilla.

—¿Te acuerdas de Pedro?—Déjame dormir, por favor.

Pedro fue el que me informó sobre el fallecimiento de mis padres. Papá había muerto al querer salvar a nuestro burro que se lo estaba llevando la riada en el pueblo, nadie pudo hacer nada, la corriente del agua era tan fuerte que también se lo había llevado a mi padre. Después de horas de búsqueda, lo encontraron a orillas del río, abrazado a su burro, siete Kiló-

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metros abajo. Mamá no pudo resistir la muerte de papá, esa misma semana la tristeza y soledad la mataron. “Mamá, ¿papá siempre te quiso desde que eran niños?”, yo tenía siete años cuando le hice esa pregunté a mamá. “Siempre, hijo, siempre, y cuando él muera, yo también me moriré”. No sé si sea por azares de la vida o el destino, pero las palabras de mamá se cumplieron con su muerte.

Cuando los primeros rayos de sol entraron por la ventana, mi hijo Pascual apareció por la puerta, y sin que nos diera tiempo a pronunciar una sola pa-labra, se acostó en medio de nosotros. Lo miramos con detenimiento, pen-samos que se había asustado de algo, su forma de proceder lo manifestaba, quise preguntarle si se encontraba bien; pero él se me adelantó y nos dijo casi con las lágrimas en los ojos: “me soñé con un hombre llamado Abad, me mostró lo que pasaría con nosotros, me dijo que todo está escrito”.

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Tata Taicano

Mientras salía del pueblo, Teresa y Victoriano encendían aquel fogón que habíamos construido hace dos años atrás para la llegada de Irineo, el últi-mo de los hijos del Tata Taicano. Después de avanzar a pie, poco más de un kilómetro, una cierta nostalgia hizo que me detuviera para vislumbrar mi pueblo. “Quizás sea la última vez que te vea”, le dije. A esa distancia, solo pude ver los arbustos de una extensa planicie, y en medio, el pico de la torre de aquella iglesia deterio-rada por el tiempo. De niño asistía a aquella iglesia, incluso me nombraron monaguillo, pero desde que el padre Alberto murió por aquella turba de pobladores que se le vinieron encima para ajusticiar el agravio de la niña Carlota, mi fe en la religión católica cambió drásticamente, al punto de que cuando salía muy temprano de casa, ya no me ponía la señal de la cruz para que Dios me protegiera durante el día. Los días domingos, en los que iba sagrado a la iglesia, comencé a practicar el fútbol con mis amigos, y después, aprendí a tomar mucho refresco; pero, también aprendí a lanzar piedras a la iglesia. Una mañana me acostumbré a escribir detrás de ella, el nombre del padre Alberto, recuerdo que siempre se me acababa la orina antes de concluir la vocal “o”. Le dije a Manuel de mi travesura y este a Carlitos, después ya éramos tres los que íbamos cada mañana detrás de la iglesia a escribir el nombre del padre Alberto, bastó un mes para que oliera a meada rancia e insoportable; la gente creyó que el demonio estaba dentro de ella, que necesitaba ser exorcizada, después, no sé que papeleos hicieron, pero pasó un par de meses y, todos vimos llegar en un jeep al nuevo padre del pueblo.

El gran río estaba a un kilómetro más de distancia, tenía que apresurar el paso para alcanzar el vehículo que iba a salir por la tarde rumbo hacia la ciudad. Dejé atrás a mi pueblo, pero no mis recuerdos, ellos venían con-migo: Según los hijos del Tata Taicano dicen que llegué a casa en brazos de tía Juana, la noche en que murió mi madre. “Lo van a cuidar mucho”, dijo tía Juana a los hijos del Tata, yo escuchaba, pero no entendía nada de lo que sucedía a mi alrededor. Después de decir esas palabras, tía Juana salió apresurada de casa con las lágrimas en los ojos. Al día siguiente en-terraron a mi madre junto a la tumba de mi padre, esto lo supe al cumplir mis siete años, justo cuando Victoriano y Teresa llegaron a formar parte de la gran familia del Tata Taicano. Teresa tenía dos años y Victoriano cinco,

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la edad no impidió a que pudiéramos jugar la rayuela o la gallinita ciega. Los hijos del Tata Taicano no se metían en nuestros juegos porque ya eran jóvenes. Eran siete los hijos del Tata, los siete se fueron a la ciudad. Cuan-do cumplí mis ocho años, llegó una carta que decía que Jacinto, el hijo mayor, había muerto atropellado por un vehículo mientras cruzaba una de las calles de la ciudad. Al otro año, tía Juana vino a la casa y nos contó otra similar desgracia: Remigio, el segundo hijo del Tata, que trabajaba como ayudante de albañil, tropezó en unos andamios al esquivar la caída de una enorme escalera y cayó hacia la nada de un edificio de diez pisos en cons-trucción. A pesar de que la muerte de Remigio había salido en todos los periódicos del país, nosotros nos pudimos enterar después de dos meses, y a través de tía Juana. Pero eso no era todo, tres años después nos entera-mos que Juan, Isaías y Eulogio, junto a otras seis personas habían fallecido en el incendio de un cine en la ciudad; sobre Rogelio, teníamos noticias de él durante tres meses, pero de pronto, dejó de escribirnos. Cuando lo fue a buscar tía Juana, los dueños de la casa donde vivía en alquiler la infor-maron que Rogelio había abandonado la casa después de tres meses y sin decir nada; desconcertada, tía Juana fue a dejar un aviso a la Radio, luego a la policía y, por último, se dirigió a la morgue. Ninguna información pudo recabar durante cuatro meses de búsqueda, desistió y no por el cansancio, sino, porque se le había agotado el dinero. Tía Juana retornó sola y sin no-ticias de Rogelio. Tata Taicano encerrándose en su cuarto lloró esa noche en silencio.

El zorro que vi repechando la orilla del río se fue en dirección al poniente, “qué desgracia, maldito zorro, tenías que cruzarte en mi camino”, dije. Me puse indeciso, ya no tenía ganas de caminar. “Dicen que el Zarate ha llega-do con camión grande de la ciudad”, eso me dijo el Tata horas antes de que yo partiera. Sólo por eso apresuré el paso en dirección al río, a trescientos metros ya podía ver el carro blanco que salía rumbo a la ciudad.

—Ya son las once de la noche, creo que no llegará. Teresa, ves algo.—No, no se ve nada, Tata.—Y tú Victoriano.—Ni ruido se escucha, Tata.—No llegará, ya nadie camina a estas horas… cenemos, Tata, no llegará.

Aquella noche no llegó el último de los hijos del Tata, recuerdo que fue la primera vez que cenamos en silencio. Cuando todos nos fuimos a dor-mir, el Tata se fue a su pequeño taller y comenzó a forjar los ganchos más hermosos para las mujeres del pueblo. Al día siguiente, el alboroto de una

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De este otro lado del mundo caravana de hombres que habían ingresado a nuestro patio nos despertó. Traían a Irineo recostado en una improvisada camilla. Irineo estaba mu-riendo, era casi imposible reconocerlo, supimos que era él por su tatuaje en la mano que se había hecho al prestar su servicio militar. En el pueblo, sólo Irineo tenía un tatuaje, por eso, todos lo respetaban y lo admiraban. Murió ese mismo día, sin pronunciar una palabra, algo lo había consumido por dentro, “debe ser la enfermedad de la ciudad”, dijo, el Tata.

—Me dijeron que tú eras el mejor de los monaguillos del padre Alberto.—Eso era antes Padre.—Si me ayudas, rezaré todas las noches para que seas un hombre de bien.—Los hombres de bien hacen cosas malas, Padre. Prefiero ser lo que soy.

Sólo seis meses se quedó el nuevo padre con nosotros, y como ya no ha-bía mucha gente en el pueblo, pensó que mejor era marcharse. Un día del que ya nadie se acuerda, se fue en el mismo jeep que llegó, nadie salió a despedirse, la gente lo había olvidado quizá mucho más antes de lo que él imaginó. A partir de entonces la iglesia está abandonada, ni siquiera en fiestas la abren, algunos dicen que es un castigo de Dios por la muerte del padre Alberto. Pensando en la muerte del padre Alberto, llegué a la ciudad, era como me lo había dicho el Tata: “allí todos son extraños”. Los grandes edificios se levantaban como monstruos gigantescos, el ruido estaba por doquier, la gente iba y venía a pasos agigantados, todo era extraño para mí.

—Tata, he vuelto —le dije en su lecho.

Aquel animal que vi a orillas del río tenía razón, me acobardé ante la mag-nitud de aquel mundo extraño y retorné. A mi llegada el Tata enfermó, no lo pudimos curar, “qué será de ustedes, cuando yo no esté”, diciendo eso, el Tata murió. Mientras lo enterrábamos junto a sus seis hijos, las nubes blancas oscurecieron y un viento glacial nos empujó como si nos dijera que lo dejáramos descansar en paz. “Ahora lo entiendo todo, Tata, por eso he vuelto, para quedarme”.

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Los perros también saben

A Konguis, al perro más bonito que hemos tenido.

Mi abuelo decía que el llanto de los perros son los que te anuncian la desgracia, pero yo cómo podía saber de las personas que iban a morir. Al principio pensé que los hechos se habían dado por simple casualidad, pero ahora sé, que todo está escrito:

Todo empezó a las siete y media de la mañana del día sábado veinticuatro de julio, los aullidos de algunos perros de mi barrio, me hicieron recuerdo del aullido de aquel perro que escuché la noche anterior, yo pensé que era el llanto de una persona, pero luego descubrí que era el aullido del perro de mi vecino, a mi no me importó el llanto de aquel perro, ni lo que decía mi abuelo, “yo no creo en esas supersticiones subjetivas”, dije, luego salí de casa muy abrigado por el frío de invierno que aún me hacía temblar los huesos, después de asegurar la puerta de mi casa di dos pasos y en el tercero, una pequeña piedra del tamaño del huevo de una perdiz salió disparado por el golpe que le propiné accidentalmente con el pie derecho. La piedra fue a parar en medio de la calle, “de cómo apareció esa piedra aquí”, me pregunté a mí mismo. Una piedra en medio de la calle era lo que menos uno podía imaginar ver en mi barrio. Nos acostumbramos a tener las cosas en su lugar, la palabra limpieza fue lo primero que aprendimos de nuestros padres, pero fue más el qué dirán lo que nos acostumbró a man-tener limpio nuestro barrio. Desde que nuestras veredas, calles, avenidas y plazas hacen honor a la obra fina del cemento, nosotros ya no conocemos las montoneras de basura que tienen otros barrios, “de donde habrá salido esta piedra, cómo llegó hasta aquí”. Miré a los costados de mi calle y me di cuenta que era la única piedra en el camino, tenía que levantarlo, cuando estuve dispuesto a hacerlo pasó un vehículo a toda prisa y la piedra salió rodando hasta quedar media cuadra más abajo, “es inútil seguir con esto”, dije. Lo dejé a la piedra en paz y me apresuré para llegar puntual a mi trabajo.

Cuando llegué a mi oficina de contabilidad a eso de las ocho y media de la mañana, mi jefe, Jhonatan Omar, dueño de una cadena de hamburgue-sas dentro de nuestro país, ingresó a mi oficina para decirme que Fabiola Fanny, su secretaria, había aceptado casarse con él. Esa mañana mi jefe estaba muy feliz, tanto, que había decidido que sus empleados descansaran una hora antes, “señor, Jhonny puede disponer de su tiempo a partir de las

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De este otro lado del mundo once”, me dijo, por último en un tono amigable. Mi trabajo en la cadena de hamburguesas “Jhonatan” había empezado hace dos años, y si mi memoria no falla, el señor Jhonatan Omar siempre fue estricto con el horario de trabajo, sus normas estaban basadas de acuerdo a la Ley del Trabajo; pero desde hace un par de meses mi jefe nos ha estado sorprendiendo con algu-nos beneficios sociales como el aumento del quince por ciento a nuestro haber salarial y el bono Solidaridad Único para todos los empleados con más de un año de servicio. El amor había pisado fuerte, los cambios tenían que venir por otras vías exentas de violencia. A eso de las diez de la mañana, la empleada de servicio nos trajo un café para matar el frío, afuera, el tiempo se estaba descomponiendo de manera silenciosa, las nubes negras que venían del oeste arrastrados por el viento comenzaron a posarse en la ciudad, sabíamos que iba a llover. A las once en punto de la mañana dejé de trabajar tal como me lo dijo mi jefe, me levanté de mi sillón de cuero y me dirigí al lavabo de varones. Al salir me encontré con un pequeño charco de agua en el pasillo, casi invisible a la vista por los azulejos. Si mal no recuerdo fue hace dos años en que mi jefe ordenó a los albañiles que colocaran azulejos a los pasillos de ingreso a los lavabos, para demostrar con orgullo a la clientela una imagen de lim-pieza en sus servicios. El problema con los azulejos es que son peligrosos cuando hay en medio un charco de agua. Pasé con sumo cuidado, luego, me dirigí a la planta baja del edificio, me aproximé donde el portero y le dije que por seguridad hiciera la limpieza del pasillo cerca de los lavabos, dicha esas palabras salí a aprovechar mi hora de descaso en un día copado de nubes. “A mal tiempo buena cara”, dije, con ánimos alentadores.

Caminé unas tres cuadras rumbo a la plaza principal, tenía que apresurar el paso, pues el clima estaba empeorando, los vientos iban y venían por doquier, al pasar la mirada por uno de mis hombros, me di cuenta que todos los transeúntes caminábamos inclinados soportando el frío del in-vierno. Cuando estuve pasando por la plaza principal, escuché que alguien me llamaba a gritos por mi nombre, me di la vuelta y después de un par de segundos reconocí a Charly Alejandro, un amigo de primaria. Charly Alejandro estaba sentado en la banqueta de la plaza principal en plena descomposición del clima, miré las nubes negras del cielo, estaba a punto de llover. Nos saludamos con un fuerte abrazo, “que alegría verte”, le dije. Luego hablamos un poco del tiempo y de las amistades del barrio, y como ya eran las once y media de la mañana, y el frío nos llegaba hasta nues-tros huesos, le dije que fuéramos a almorzar para combatir el frío, quince minutos después, ingresamos a una pensión, “yo pago, pedite lo que tú

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quieras”, le dije. “Un almuerzo está bien, gracias”, me respondió. Lo noté un poco decaído, hacía esfuerzos para no hacerse notar, incluso lo vi más flaco que nunca “esto es raro”, pensé. “Qué tienes Charly, dime sin miedo, cuéntame. No es necesario que me escondas tus problemas, sabes que nos conocemos desde niños y sé cuándo te encuentras preocupado”, le dije.

Entonces me habló de María René, nuestra amiga de barrio, luego recordé que él estaba siempre detrás de ella, me dijo que se habían arreglado a los dieciocho después de la secundaria, “pero desde que ingresó a la univer-sidad, ella —me dijo— comenzó a cambiar, ya en los últimos años de su estudio, María René ya no quería saber nada de mí, en ese período de su estudio nos veíamos de vez en cuando y desde que empezó a trabajar, ya no la pude ver más, cambió de domicilio y desapareció por más de dos años. Pero el mundo es pequeño, tanto fue mi anhelo de encontrarla que hace un par de días la vi en “La Estación de Buses” en brazos de otro. Re-clamé lo mío; ella me desconoció y me dejó en medio de la calle gritando su nombre, pasó un taxi y se fue, no pude hacer nada, no sabía que hacer; tengo ganas de matarme, Johnny, ya no sé que hacer”. Charly Alejandro estaba muy triste, “tu muerte es la solución”, le dije medio en broma para reanimarlo, pero cuando él me miró con seriedad, me di cuenta que mi broma era inoportuna, me disculpé: “lo único que quería era reanimarte, Charly Alejandro, yo creo que puedes superar el problema que tienes”, me puse nervioso, no supe más que decir, sabía que había empezado mal para dar un consejo. Por unos minutos almorzamos en silencio, no quise contarle que a mí me estaba yendo bastante bien con mi novia, traté de hablarle de otros temas, pero fue inútil, nuestra conversación se apagaba, sentí que entre mi amigo y yo estaba creciendo una atmósfera de incomo-didad, pero es en estas circunstancias misteriosas cuando la naturaleza te apoya: afuera comenzó a caer un terrible aguacero con rayos y truenos que en un segundo el ruido evaporó la incomodidad que crecía entre mi amigo y yo, fue entonces que empecé a darle un verdadero consejo a mi amigo: le hablé con toda honestidad, utilicé todas las experiencias que tuve con relación al amor, hasta le conté de mi jefe que siempre estaba detrás de una mujer que nunca le correspondió, le hablé de Fabiola Fanny y de su próximo matrimonio con mi jefe, todas mis historias de amor y desamor salieron como nunca a relucir, estaba inspirado, tenía la certeza y con-fianza de que lo estaba persuadiendo por completo a mi amigo, divisé en Charly Alejandro una leve sonrisa en su rostro, mi charla estaba haciendo efecto, quería continuar, pero la empleada que nos atendió se acercó y nos dijo que estaban por cerrar la pensión, “espero que de algo te sirvan mis consejos”, le dije a Charly Alejandro. Salimos a la calle y nos despedimos,

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De este otro lado del mundo me dio un fuerte abrazo y me estrechó la mano como si se estuviera des-pidiendo para siempre.

Mi conversación con Charly Alejandro se había extendido demasiado, cuando salimos de la pensión ya eran las tres de la tarde en punto, hora en la que había quedado en encontrarme con mi novia en la puerta del cine, si me apresuraba iba a llegar con treinta minutos de retraso a mi cita. Pero llegué un poco más tarde, por eso, Jacqueline Paula me llamó la atención: “siempre llegas tarde a nuestras citas, Johnny; mira, mejor nos vemos otro día, además ya es tarde para ingresar al cine. Te cuidas”, ni siquiera me dio un beso en la mejilla, tomó un taxi y se fue para su casa. Jacqueline Paula estaba muy molesta esa tarde, “espero que esto no llegue a la situación de mi amigo Charly Alejandro, a veces la vida da vueltas”, me dije a mi mismo. Hacia la entrada del cine, las imágenes de terror, romance y come-dia en las carteleras anunciaban las funciones de las películas que iban a transmitirse en las salas de cine.

Con Jacqueline Paula teníamos que entrar a ver una película de comedia, nos habíamos cansado de ver las películas de romance, queríamos reírnos, divertirnos con los actores del humor; pero llegué tan tarde que la pelícu-la que teníamos que ver había empezado cuarenta y cinco minutos antes de mi llegada, “cómo pude haberme olvidado”, estaba molesto conmigo mismo, no sabía cómo desahogarme, “tranquilo, tranquilo”, me dije. Para hacerme pasar mi rabia y preocupación decidí ver una película y me animé por una de terror que anunciaban tanto por la televisión. Compré la entrada e ingresé a la sala de cine, la película iba a empezar en cinco minutos, todo estaba iluminado, a mi lado se sentó un señor de complexión regordete y de cabeza calva, me saludó mirando al suelo, no se dejaba ver su rostro, la esquivaba, “esto es raro”, dije. A media película noté que el señor de la tímida mirada se movía bastante de un lado para otro, parecía que algo le pasaba, “debe estar un poco incómodo”, pensé. Después de unos minutos dejó de moverse, “creo que ya se durmió”, dije. La película estaba en su parte más interesante, el suspenso me hizo olvidar al señor de mi lado. Cuando terminó la película me salí antes de que se encendieran todas las luces y me fui a tomar un café cerca a la plaza principal. La confitería estaba llena, no había asientos para sentarse, “seguramente el frío y la lluvia del medio día les obligó a muchos como a mí a servirse un café”, pensé, mientras los miraba atentamente. Por suerte una pareja dejó libre una mesa, me senté y pedí una taza de café, cuando miré a mi alrededor me di cuenta que la mayoría de los hombres estaban con su pareja, “te amo, Jacqueline Paula”, susurré. Después del café me dirigí al bar “Las Vegas”,

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ahí me encontré con Kevin Max y Eddy Rodrigo, amigos de la universi-dad. Para qué repetir las cosas que hacemos en un bar: beber, fumar, cantar y bailar; mejor me paso a contarles que después de muchas cervezas me quedé tan ebrio que apenas puedo recordar a Kevin Max despidiéndose desde un taxi. Fueron mis amigos los que me recogieron por la madrugada. Desperté en la noche, tenía hambre, me hice un sándwich y luego me tomé un par de aspirinas para calmar mi dolor de cabeza. La resaca me obliga-ba a estar botado en la cama. En la madrugada me despertaron los pasos y murmullos de mis vecinos, no me dejaron dormir. A las siete y media de la mañana de hoy, lunes, cuando iba rumbo a mi trabajo, mis vecinos muy tristes me encontraron y me dijeron que doña Arminda había muerto cuando un imprudente taxista habría pasado por nuestra calle a toda ve-locidad haciendo saltar a su paso una pequeña piedra. “La piedra le llegó a la sien y mi tía murió casi instantáneamente”, dijo el sobrino de doña Arminda entre sollozos. Cuando me mostraron la piedra me di cuenta que era la misma del día sábado. “Debí alzarlo, botarlo a otro lado”, me entró un sentimiento de culpa que tuve que esconderlo por mi bien y así lo hice. Doña Arminda era la vecina que más me quería. Desde que murieron mis padres, doña Arminda y mi abuelo Tiburcio, fueron los únicos quienes se preocuparon por mí, por eso en ese instante llamé por teléfono a mi traba-jo para pedirle a mi jefe que me diera permiso para ir al velorio de doña Arminda; pero el teléfono sonaba rin, rin, nadie respondía, entonces decidí no ir a mi trabajo, ya que mi corazón me indicaba que debía estar al lado de doña Arminda, la persona más próxima a una madre para mí.

A eso de las tres de la tarde nos dirigimos al cementerio. En la puerta de entrada me encontré con mi jefe, sollozaba, me dijo que Fabiola Fanny había muerto el día sábado a medio día, cuando caía aquella tremenda lluvia en la ciudad: “Fabiola Fanny se resbaló en un charco de agua y cayó al piso de nuca al salir del lavabo de mujeres, falleció de inmediato. Te llamamos a tu casa, pero nunca respondías. Hoy no abrimos hamburgue-sas ‘Jhonatan’… te cuidas”, se despidió muy triste, la muerte de Fabiola Fanny había cortado sus sueños. Después del entierro me encontré con Jacqueline Paula, se disculpó por lo del cine, luego me informó que Eddy Rodrigo y Kevin Max habían sido degollados por unos maleantes, me dijo que la noticia estaba en todos los canales televisivos. Al dirigirnos a la pla-za principal de la ciudad, me encontré con Daniel Beltsasar, otro amigo de mi niñez, el me informó que Charly Alejandro se había ahorcado la noche del día sábado y que hoy también fue su entierro en el mismo cementerio. Nos sentamos en la banca de la plaza principal, ya eran las siete de la no-

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De este otro lado del mundo che, los empleados del periódico “El expreso”, de publicación nocturna, me entregaron un ejemplar de la fecha, ahí me enteré que los familiares de un señor de cuarenta años, que había muerto por paro cardiaco al ver una película de terror en el cine, estaban pidiendo que se cerraran todos los cines de la ciudad, un mayor escándalo después de su muerte, “Nada es casual, Jacqueline Paula. A veces hacemos oídos sordos a los conoci-mientos de nuestros antepasados. Mi abuelo tenía razón, las hormigas, los ratones, las aves nos dicen algo. Nos comunican, nosotros no queremos entenderlos. Creo que todo cuanto nos rodea sabe lo que nos va a pasar. Somos simples marionetas, los perros también saben, el llanto de aquel perro que escuché la noche anterior del día sábado me anunciaba lo que iba a pasar, pero yo cómo podía saber de las personas que iban a morir… el sino de la vida, existe, todo está escrito… todo...”.

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La carretera

“Desde que se ha hecho esa carretera suceden cosas extrañas, antes normal no más caminábamos las personas, ahora, no sé qué pasa”. Después del accidente, las palabras de doña Constanza comenzaron a dar vueltas por mi mente, tenía nauseas, era necesario detener el vehículo.

Al llegar a la ciudad intermedia, escuché que medio mundo hablaba sobre el accidente en la carretera, y hasta en las pensiones: en el almuerzo y en la cena, el tema de conversación era el accidente; incluso, casi a media noche, al pasar por la casa de un amigo, escuché que su esposa le describía en voz baja la posición de los cadáveres en la carretera.

—Eumedia, tú que eres de este lugar, qué sabes de la carretera.—¿Por qué me lo preguntas, Pascual?—¿Acaso no te has enterado del accidente de esta mañana?—Yo no sé nada, Pascual, ya sabes que estoy metida en mis cosas… déja-me dormir, Pascual.

Esa noche soñé que estaba en un autobús bajando la carretera curveada de una pequeña colina. Desde la ventanilla del autobús pude reconocer a mi esposa entre una multitud de personas que nos seguían.

—¡Bájate, Pascual, bájate! —gritaba desesperada mi esposa.—¡Eumedia!

El eco de las voces que aún resonaban por mi mente, me hicieron desper-tar. Encendí la pequeña lámpara que me habían regalado en mi matrimonio y al instante pude ver que eran las tres de la madrugada en el reloj que colgaba en la pared. Mi esposa seguía dormida, no quise despertarla.

—Cuando sucede un accidente en el camino don Pascual, a la semana le acompañan otras y otras, hay que tener mucho cuidado don Pascual.—Ya, doña Constanza.

Al mismo tiempo en que mis pensamientos fueron interrumpidos por el llanto de una mujer, mi cuerpo experimentó un vertiginoso y profundo estremecimiento.

—Escuchas, Eumedia.

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De este otro lado del mundo —No escucho nada, Pascual… déjame dormir.

Al día siguiente, después de hacer mi primer viaje, escuché que la gente del lugar, ya no hablaba sobre el accidente de aquel vehículo, sino, del llanto de aquella mujer que habría pasado por algunas calles de la pequeña metrópoli.

—Es increíble doña Constanza.—Qué es increíble don Pascual, no lo entiendo.—Pues de aquel llanto que habla la gente, yo lo escuché doña Constanza; pero mi esposa, dice que no.—Hay don Pascual, tal vez es mentira lo que dice la gente, quizás no fue un llanto, a veces el viento…—Pero, yo lo escuché, y sabe doña Constanza…—Pudo haber sido el viento, don Pascual.—Y si no.—Esperemos que haya sido el viento.

Ahora que me acuerdo, desde aquella primera vez que la conocí en su tien-da, las palabras de doña Constanza siempre me dejaban pensativo. Nuestra plática iba a continuar, pero en ese instante llegaron dos mujeres a su tien-da: una de ellas tenía el cabello rubio, quizás teñida.

—Bueno, doña Constanza, me tengo que ir, ya habrá otro momento para hablar.—Ya, don Pascual, que le vaya bien.

Me alejé de la tienda de doña Constanza, doblé la esquina y ahí mismo me encontré con Fidelia, amiga de mi esposa.

—¡Fidelia! Cuánto tiempo sin verte, qué es de Rómulo.—No me digas que no sabes, Pascual, si se lo conté a Eumedia. Pero, bueno, mi esposo viajó a Buenos Aires, hace tres meses que no está aquí.—Vaya, ya es bastante tiempo, no. Tal vez ya esté por volver.—Quizás, no lo sé, no me dijo nada en sus cartas.

Fidelia era una mujer hermosa, lo mejor de su rostro era su sonrisa y ese lunar en la comisura de sus labios.

—Bueno, Pascual, tengo que irme, dile a Eumedia que venga esta tarde al buque.

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—¿Buque?—Sí, el comandante de la marina ha invitado a todas las mujeres del lugar a un paseó gratis en el buque.—Y eso.—No te hagas el loco, Pascual, sabes que es el aniversario de la marina.—¿Invitó sólo a las mujeres?—¿Desconfías de Eumedia? Vamos, no le mantengas encerrada y dile que venga esta tarde, chau.—¡Pero, a qué hora! —grité, ya que Fidelia se alejaba a toda prisa.—¡Ella, ya sabe! —gritó a la vez.

Es verdad que entre mi esposa y yo no hay mucha comunicación, salir de casa a las cuatro y media de la madrugada y regresar a eso de las diez de la noche, no me da tiempo para hablar con mi mujer, a veces he pensado dejar el oficio de chofer y dedicarme a la mecánica como cuando era más joven; por qué Eumedia no me habrá dicho nada…

—Sí, tontito, por qué no voy a querer casarme contigo, si lo eres todo para mí.—¡Eumedia!, ¡mira!, ¡una estrella fugaz!—Eso es mala suerte, Pascual, no lo mires.—Pero…—Hay dos clases de estrellas que caen, Pascual, pronto aprenderás a iden-tificarlas.

A eso de la una y media de la tarde regresé a casa para almorzar junto a Eumedia, cuando ingresé a la sala, sólo encontré una nota en la mesa que decía: “llegaré en la noche, si me buscas estaré en el puerto. Posdata: pre-paré lo que más te gusta”. —Señores, no discutan por favor, no es bueno discutir cuando se viaja —les dije eso a todos los pasajeros cuando ya estaba a punto de partir rumbo a la ciudad.—Pero, joven, yo he llegado primero, este asiento me corresponde.—Saldrá otra movilidad dentro de un momento, señora, espere por favor, tenga paciencia.—Pero… qué barbaridad, así siempre es esta gente —dijo por último la señora antes de bajarse de la movilidad.

Aproximadamente dos horas más tarde se produjo el accidente, quisiera poder describirlo con detalle, pero a veces es mejor quitarlo de la mente

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De este otro lado del mundo y olvidar.

—Qué es de Fidelia, tu amiga.—No sé nada de ella —me dijo mi esposa.—Y por qué la gente anda diciendo que es culpable de la muerte de un oficial de marina.—Su esposo llegó.—¿Rómulo? ¿Cuándo?—El día en que se produjo el accidente, hace dos semanas.—Y qué pasó.—Rómulo mató al oficial de marina, por…

Tres horas más tarde, después del accidente, Rómulo, quien siempre dijo en las cartas a su madre que iba a llegar de sorpresa, abrió las puertas de la casa de su madre e ingresó a la pequeña sala donde de niño junto a sus amigos solía jugar a los soldaditos, botó la mochilla que cargaba a un si-llón, y casi inmediatamente abrazó a su madre, no quiso comer, ni probar bocado alguno, esperó a su hermana para saber de su esposa, cuando por fin llegó la hermana, se enteró del buque, no quiso saber nada más; salió apresurado, dejando a las dos mujeres solas que le gritaban que no hiciera nada malo. Llegando a su casa con rabia y desilusión comprobó la traición de su esposa.

—¡No peleen! ¡Rómulo!

Fueron en vano los gritos de Fidelia. Víctor, el oficial de marina, no pudo sostener el ataque de Rómulo; pero aún así, pudo defenderse, primero en el dormitorio, luego en la sala, y por último en la cocina; cuando estuvo a punto de escapar, Rómulo le dio alcance en el traspatio y le insertó dos pu-ñaladas en la espalda con un cuchillo de cocina. Víctor, con las dos heridas siguió corriendo hasta perderse en la oscuridad.

—¡No me golpees!—¡Eres una puta carajo!—¡Auxilio!

Los gritos despertaron a la gente, nadie quiso defenderla “a esa clase de mujer, nunca defendemos”, dijo, una señora a algunos curiosos que pasa-ban por la puerta de su casa. Mientras sucedía ese escándalo en la plaza principal, Víctor había llegado a orillas de la carretera, le faltaban como unos doscientos metros para llegar al cuartel de la marina. Si al menos

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hubiera cruzado la carretera, tal vez los soldados lo hubieran socorrido; pero, no, fue inútil sus ganas de vivir, se arrastró a gatas medio metro más y ahí mismo dejó de existir recordando la primera campaña de instrucción como cadete en la marina.

—Comandante.—Capitán.—Nos informaron que en la carretera hubo un accidente…

Norha era la esposa del comandante de marina, la mujer rubia que había ingresado a la tienda de doña Constanza, después de haber comprado Za-rathustra de Nietzsche, se dirigió al colegio en busca de la profesora de filosofía; en el trayecto se encontró con el señor Sebastián, el Director del colegio, en ese instante quiso aprovechar la oportunidad para hacer su reclamo en contra de la profesora, pero calló, pensó que sería algo impru-dente. Antes de despedirse le preguntó si sus colegas profesoras irían al buque, él respondió que sí, que estarían a la hora indicada por el coman-dante. Después, Norha apresuró el paso, tenía más ganas de encontrarse con la profesora para decirle sus verdades. Cuando llegó al colegio, la secretaria le rogó que esperara cinco minutos; esperó sentada durante un par de minutos, estaba nerviosa, quiso llamar a su hija, entregarle el libro y terminarlo todo; pero lo de su primo no podía quedar así, tenía que hacer algo, entonces llegó la profesora de filosofía, Fidelia.

—Lo sé todo —le dijo, Norha a Fidelia—, si sigue con él lo denunciaré a las autoridades.

La verdad, yo no pude frenar en ese momento, el camión se me vino de frente, lo esquivé como pude, mientras mi vehículo daba cinco vueltas de campana, el vehículo de Norha que venía detrás del mío, chocó de frente con el camión que había invadido nuestro carril, todo pasó en un instante. Doña Constanza me dijo que es una suerte el que aún esté vivo; pero no puedo decir lo mismo de mis pasajeros, ni de Norha, que con tanto afán iba donde los familiares de su primo.

—Coge tus cosas y lárgate de esta casa —le dije a mi esposa.

Esa noche, después del buque, y sin saber de mi accidente, Eumedia, mi esposa, olvidándose de la promesa de nuestro matrimonio, hacia el amor con el viejo de Sebastián.

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Cierra los ojos

Ya hace unos días atrás mi esposa había soñado con tres gatos negros, mis hijos y yo le dijimos que tuviese mucho cuidado al salir a la calle, que estuviese alerta en todo, pero los gatos negros, símbolo de mal augurio, de diablo, de mala suerte, cuya inspiración sirvió a Edgar Alan Poe para su más famoso cuento, no dio efecto durante la semana en la que aún hablá-bamos sobre el sueño de los gatos negros.

Cuando el sueño de mi esposa estuvo por pasar al olvido, sucedió un he-cho de lo más curioso, yo no sé si los sueños te quieren prevenir, sólo sé que hay realidades inevitables y entonces tiene que pasar lo que tiene que pasar.

Estaba en mi cuarto escribiendo el primer capítulo de mi próxima novela, que llevará por título: “La muerte de la calle 4 y 5”. Esta novela narrará la destrucción de la urbanidad y sus mitos desde la calle 4 y 5. La natu-raleza será la que tomará venganza contra el hombre. Los sobrevivientes atribuirán la destrucción a una gran catástrofe natural fruto del fenómeno invernadero en la Tierra, sin embargo, sólo el lector sabrá que los persona-jes estuvieron equivocados desde siempre.

En fin, estaba en mi cuarto y de pronto sonó el teléfono:

—Es un milagro que contestes, Julio.—Y qué es de tu vida —respondí, no sabiendo que decir.—Todavía me lo preguntas. Quiero hablar de lo nuestro.—Como es eso, no te entiendo —dije.—No me llamas, te pierdes, no te entiendo —A pesar de que la noté muy enfadada, algo me decía que ella no quería terminar conmigo. —Hablemos esta noche —le dije.—Dónde.—En el “Café” de siempre, 19 horas en punto.

Daniela sabía todo lo concerniente a mi persona, sabía donde trabajaba, conocía mis gustos y también mis anhelos, lo único que no sabía o sabía a medias —al menos eso pienso, aunque puedo estar equivocado—, era lo de mi matrimonio y el domicilio donde actualmente resido. No sé como empezó lo nuestro, sólo sé que nuestros besos y caricias nos llevaron a una pasión desenfrenada, que sin darnos cuenta habían transcurrido más de dos años sin preguntarnos sobre nuestro futuro, habíamos aceptado el

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juego de la seducción y la pasión como si fuéramos dos enamorados sin compromisos ni obligaciones. Después de las tres primeras citas, ella ja-más me volvió a preguntar sobre mi matrimonio, ni yo sobre sus preten-dientes, nos acostumbramos a las noches del placer que nos proporciona-ban nuestros cuerpos desnudos y nos olvidábamos de todo; pero hoy me llamó, después de tres semanas sin verla, ni llamarla, ni saludarla a través de mensajes telefónicos, después de tres semanas de divertirme con mis amigos, de salir, viajar y estar con mis hijos y mi esposa, de esconderme, de no contestar el teléfono, me llamó, y a pesar de que se notaba que esta-ba muy enfadada, algo me decía de que ella no quería terminar conmigo, quería lo de siempre.

Antes de salir, le dije a mi esposa que nadie contestara el teléfono, que me están buscando por plagio de mi primera novela, que lo atribuyen a un es-critor boliviano. No sé de donde me salían estas mentiras, a veces yo mis-mo me admiraba, porque cada vez que mentía, las mentiras se volvían más verosímiles como una novela. ¿Pero, no era eso lo que estaba escribiendo con mi vida, una novela? La novela es plagio total, mi vida es única.

Llegó tarde a nuestra cita, no le dije nada, pedí dos tazas de café, la miré, estaba más bella que nunca, el escote de su vestido hacía ver la claridad de sus dos hermosos senos; “cierra los ojos”, le dije. Cuando los abrió, le mostré una hermosa joya que había comprado en una tienda hace minutos atrás, pero yo le dije que la había comprado cuando hice el viaje hacia las playas, se la puse en el cuello y luego le di un beso disculpándome por las tres semanas que no nos pudimos ver. Después del café tomamos un taxi hasta su domicilio, media hora después ingresamos a la sala de su pequeño departamento. Mientras aseguraba la puerta, la sujeté de los hombros con delicadeza y acercando mis labios la besé en el cuello apasionadamente.

Tres horas más tarde salía de su departamento, tomé un Taxi, me senté en el asiento delantero, al lado del chofer, por el retrovisor pude ver que habían dos pasajeros más en los asientos de atrás, cuando me pidió el chofer que le pagara el pasaje, uno de los pasajeros me sujetó en el asiento colocándome un puñal en el cuello, el otro en cambio utilizó su bufanda y me lo puso en el cuello ahorcándome de manera inmediata, alguien me dio un golpe en la prominencia de mi mejilla izquierda pidiéndome con voz amenazante que cerrara los ojos, no pude hacer esfuerzo contrario más que resistir la asfixia mientras alguien me daba duros golpes en la boca del estomago, estaba muriendo, en mi mente estaba mi novela inconclusa, mis hijos, mi esposa y el escándalo de la infidelidad, pero además estaba

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De este otro lado del mundo el “Puñal” de Jorge Luís Borges. Estaba empezando el conteo regresivo de mi existencia: cinco, cuatro, tres (ya no escuchaba nada), dos (estaba muriendo), en el último conteo, como si los milagros existieran, después de unos segundos, escuché por primera vez tanto ruido, que poco después entendí de que alguien nos perseguía. “!Aquí que se quede!”, dijo uno de ellos, casi gritando y con voz temerosa. “!No, nos van a alcanzar!, ¡bótenlo al vuelo!”, gritó otro demostrando una actitud desesperada. “!Me voy a quedar!”, me atreví a decir. “¡Se va a quedar, dice!, ¡se va a quedar!”. Y como en sueños, los ecos de la última voz me trasladaron a nuestra reali-dad.

El Taxi se detuvo y dos segundos después estaba tocando tierra firme. Al dar la media vuelta pude ver que el vehículo de la policía se detenía al lado del auto de los atracadores. Y a pesar de que los ladrones me habían hecho jurar, no decir nada a los policías, yo, los denuncié inmediatamente. De aquí para adelante hay una historia inconclusa:

Cuando estaba por llegar a mi casa, me di cuenta que en ninguno de los bolsillos de mi indumentaria se encontraban mi flash y una carta que in-dicaban mi residencia y la dirección de mi fuente de trabajo, tenía que recuperarlos. Al día siguiente en la División de Policía, sus encargados me indicaron que nadie había reportado sobre el atraco del sector que les había mencionado, entonces me pidieron el nombre de los policías, yo no lo sabía, nunca les había pedido los nombres a los policías que detuvieron a los ladrones, sin embargo, juraba que había guardado en mi celular la sigla de los vehículos, pero al buscar, no encontré nada en mi celular, lue-go me dieron un número para que llamara a la Central y averiguara esos datos; fue inútil la llamada, no sabían nada; sin embargo me indicaron que fuera a las oficinas de la Patrulla Especializada (P. E.) y que hablara con el Comandante. En las oficinas de la P. E., quise hablar con el Comandante, pero no estaba; el subteniente y la suboficial que me atendieron han busca-do en vano entre los papeles el reporte del atraco de la hora indicada. “Por qué no viene mañana a las once y media, los policías de anoche estarán en servicio y usted los puede identificar y así aclaramos todo”, me dijo, por último, la suboficial.

Al día siguiente a las once y media de la mañana sentado frente a mi com-putadora cerré los ojos para recordar esta historia… minutos después reci-bí un mensaje de Daniela en mi celular diciéndome que me quiere mucho. Daniela no sabía del atraco que me sucedió y tampoco sé si se lo voy a contar. Me duele bastante el pecho por los duros golpes que me dieron los

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asaltantes, apenas puedo tragar mi propia saliva, mi garganta está lastima-da, mi espalda y mis piernas empiezan a dolerme. Qué historia le contaré a mi esposa, quizá sea mejor que no sepa nada. “¡Julio! ¡Mira lo que te compré! ¡Cierra los ojos!”, llegó mi esposa, cómo terminará esta historia.

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Principio y fin del hombre

Éste es el principio y fin del hombre, a este principio es que llega-ríamos al final, a la nada del ser de las cosas, pues para Dios todo estaba escrito, sólo era cuestión de tiempo.

Llegué a este mundo sin saber cómo ni cuándo, sólo sé que cuando abrí los ojos, escuché la voz de Dios, que me dijo que recorriera cielo, mar y tierra, de rincón a rincón, para ver que no haya ni un sobreviviente. Dios estaba molesto, me dijo que envió las señales, los símbolos desde hace muchos miles de años, “el hombre nunca supo interpretarlos”, concluyó. Hubo un silencio en el mundo cuando Dios calló un instante, “creyeron que un sis-mo era producto de la naturaleza; que aquella granizada de tres días y tres noches, que cayó sólo en las ciudades, un fenómeno atmosférico; que el llanto de muchas vírgenes en las iglesias, una cuestión milagrosa… Ni la inundación de las tres ciudades más grandes del mundo, los hizo cambiar, y menos aquel cuerpo celeste, que bajó de los cielos hace tres mil años, para recorrer el mundo en tres días… El hombre tenía la costumbre de olvidar pronto, lo que sus ojos le permitían ver”.

Allí en la espesura blanquecina de las brumas interminables, mez-cladas con gases tóxicos, que ocultaban los restos que quedaron de la hu-manidad, decidí recorrer los cielos. Las aves que tenían el dominio de los cielos, era comparable a la multitud de personas en el mundo. No hay aves, sólo un ligero viento que recorre el cosmos, provocado por el dios invisible, que no me dice nada, a veces se acerca y me toca, luego se aleja y se pierde, sé que me acompaña desde lejos y en silencio.

La calina en la atmósfera empeoró, ahora la pureza del aire es un mito. Recuerdo que en tiempos remotos, las aves estaban próximas a ser divi-nidades, pero los ángeles de alas blancas, lo impidieron. Los ángeles fue-ron guardianes durante mucho tiempo para que las aves no llegaran hacia Dios. Si Dios hubiera escuchado el canto de las aves, si los ángeles no lo hubieran impedido, hoy las aves serían ángeles, y el hombre estaría cerca de Dios. Pero así como era el destino, el canto celestial de las aves quedó en el olvido para siempre, incluso, para el hombre.

Fue inútil recorrer los cielos, sabía que no encontraría vida algu-na; pero las órdenes de Dios, no se las contradicen, se las cumple. Por eso entré a las profundidades del océano, donde sé, que el hombre en su exis-

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tencia jamás pudo llegar. El mundo de aquí abajo es extraño, tanta oscuri-dad, me acerca al miedo de los seres humanos, pero ¿había forma de vida en este lugar? Sí, lo hubo, y no me refiero a los peces, ni a los cachalotes, menos a los delfines, había animales marinos con formas antropomorfas, sus conductas oscuras, revelaban ser seres malignos, impiadosos, crueles, voraces, contrario a las formas de vida que Dios quiso en la Tierra, esa conducta misteriosa ha impedido el contacto con los dioses. Dios no los quiso sobre la faz de la Tierra, los quiso aquí en esta profundidad del mar, respetó sus vidas, Dios pensó que iban a cambiar; pero como las formas humanas de la Tierra, éstos jamás cambiaron, incluso, se revelaron contra Dios, quisieron ser dioses, querían controlar a los inocentes peces, domi-nar al dios del agua, salir al paraíso de los seres humanos y hablar con las estrellas para llegar a los cielos de los dioses. Nunca pudieron conseguir su propósito, la malicia les había hecho olvidar su origen, de que eran la creación de los dioses, un error que debía ser destruido. Al saber estos seres extraños sobre el fin del mundo, hablaron con Dios por primera vez para sobrevivir, Dios jamás los hizo caso.

En venganza, estos seres extraños hablaron con el dios de las tinieblas. Una noche antes de la gran catástrofe, el dios de las tinieblas apareció, miró al mundo entero, exhaló dos veces como un toro en combate y re-veló en un gritó de desafío, el nombre de nuestro Dios. Según el canto de los dioses, aquella épica noche, el Dios de todos haciéndose visible en los cielos, amenazó de muerte al dios las tinieblas. Después de una larga contienda de luz y de truenos, un rayo luminoso que saliera de la mano de Dios, destruyó el corazón del dios de las tinieblas, por segunda vez, en la historia de los dioses. Antes de que alguien reaccionara, Dios, molesto, mandó el castigo apropiado para los seres de este mundo. Buenos y malos, blancos y oscuros, animales y seres humanos era la misma cosa para Dios, todos pertenecían al mal. Llegada la madrugada, Dios pensó que los seres de la faz de la Tierra no debían ser creados de carne y hueso, sino, de un cuerpo celestial, de formas invisibles y de voces.

No hubo signo de vida en el mar profundo, los monstruos estaban desechos. Salí a tierra y llegué a orillas de un nuevo mar, un mar rojizo, un mar sin vida, me senté pensativo mirando el horizonte de ese mar sin Sol, de pronto, las voces que escuché, me llamaron la atención. Me puse de pie y fui en busca de aquellas voces, que parecían de niños de no más de cuatro años. Cuando di la vuelta la pendiente, vi que en un riachuelo juga-ban semidesnudos, los duendes más hermosos que mis ojos habrían visto, después de muchos siglos. Me miraron, se acercaron a mí y me abrazaron,

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De este otro lado del mundo “ya no están los niños de antes, sólo estos duendes que ríen y que están siempre feliz”, pensé. Estos duendes eran diferentes, tenían casi la forma de los niños de los seres humanos, sus oídos ya no eran puntiagudos ni su color de piel era verde, sino, del color de la piel de los seres humanos. No sé por qué, pero los abracé con todo mi amor, ahora sólo ellos habitarían este mundo, y a pesar de que los podía sentir y tocar, sólo eran espíritus, aparecían y desaparecían, “¡vivan, éste es su mundo!”, les dije. Los duen-des nunca más serían fastidiados por los seres humanos, jamás crecerían ni se convertirían en gigantes para llevarse un alma. Los duendes ahora eran normales, parecía que hubieran encontrado por fin la paz y la dicha. Los miré un instante más, luego, los duendes que se paseaban de aquí para allá, desaparecieron en un cerrar de ojos.

Me puse de pie y en ese momento un viento glacial sopló, y como nunca, sentí el frío del mundo en el fondo de mi ser, ahora sé como sufrían los seres humanos, si eran nuestros hijos, este frío no era para ellos. Cuantos años tuvieron que soportar, cuantas heladas; no hemos sido bueno los dio-ses. La danza de los vientos empeoró, parecían miles de vientos que se cruzaban desde diferentes puntos y subpuntos cardinales. Estos vientos me impidieron proseguir mi recorrido por el último lugar, me detuve y al instante una voz “Ya soy libre”, decía. “Ya soy libre”, repetía. No eran los vientos del dios invisible, eran los vientos de las almas en pena, los condenados. El dios del viento jamás pudo controlar a estos seres, con los miles de años sus rasgos humanos se deformaron, ahora sólo eran sombras invisibles, “todo se desgasta”, me respondieron como si me hubieran leído el pensamiento. “Pronto se irán de este lugar”, les dije, pero ellos al escu-charme se detuvieron en seco; fue así que comprendí que ellos no querían abandonar este mundo, “no queremos irnos, nos quedaremos aquí”, dije-ron. “Pero estamos tristes… nos faltan los seres humanos, ya no sentimos el acero de su cuchillo. Nos hace falta la cruz que nos ponían con las ma-nos, si eres un dios, has que vuelvan los seres humanos”, me dijo, uno de ellos. Que respuesta les iba a dar, yo, sino estaban en mis manos, conceder ninguna petición. Dieron alrededor, luego, desaparecieron. Habitarían este mundo para siempre, porque así lo habían decidido.

Un temblor en la Tierra me hizo pensar que la destrucción conti-nuaría, pero, no, eran los cerros, las montañas que buscaban otros lugares, un lugar donde habitar. Las montañas que habían cobrado vida otra vez, se alejaban. ¿Dónde irían? Dioses de la Tierra. ¿Cuál será su decisión? Vivir este mundo como los duendes y los condenados o quedarse eternamente petrificados, después de unos largos años. Siempre se les ha consultado,

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“habitaremos este mundo y de esta manera, nos hemos cansado de estar inmóviles, queremos respirar, gritar, ha nadie causaremos daño, ni a los seres humanos, porque ellos ya no existen, dénos oportunidad de habitar esta tierra, nosotros la cuidaremos, aunque no haya nada que cuidar, será nuestro mundo, no la de los seres humanos”, dijo, uno de los cerros. La montaña más vieja se sentó y me extendió su mano, “moriremos aquí”, me dijo. “Viviremos lo que tengamos que vivir”, agregó, otra de las montañas. “Además ese es nuestro destino, el Dios de todos nos dijo eso cuando nos creó”, repuso, la montaña más vieja.

Había otro mundo en este mundo, un mundo espiritual, un mundo habitado por seres extraños y con verdaderos sentimientos humanos. Este es un mundo sin paisaje, un mundo gris donde sólo se puede ver lo que hay a diez o quince metros alrededor. Lo que antes fue desapareció para siempre. Caminé tres kilómetros, aproximadamente, luego, siete ángeles aparecieron a mi alrededor, flotaban en el aire, a una cierta altura de la tie-rra, los miré en silencio un instante, después, un ser que jamás había visto apareció y desapareció a cinco metros de distancia, “estos seres han estado desde la creación del hombre”, me dijeron en coro, los ángeles, “habitarán este mundo junto a los seres que encontraste en el camino. Dios ha creado muchas formas de vida, los seres humanos sólo fueron una, habrá un día en que una de sus creaciones serán perfectas”, luego de ese breve canto, tres de los ángeles se convirtieron en caballos blancos, los otros cuatro, en leones con alas, ellos habitarían también este mundo.

Así como las plantas y los animales perecieron, así también los hombres debieron perecer. Hubo un tiempo en que Dios amó tanto a los seres huma-nos, que les dio vida y maneras de vivir. Nunca se apareció ante ellos, les dejó vivir en paz; tal vez ese fue el error de Dios, desaparecer y no volver a aparecer nunca más. Dios con el tiempo se convirtió en mito, los dioses sólo somos el mito del origen de la creación del hombre. Si hubiéramos vuelto de vez en cuando, jamás hubiera tenido el hombre este desenlace. Me detuve, miré el cielo y llamé a los ángeles. Entre las nubes de vapor tóxico aparecieron dos ángeles, uno de ellos no tenía alas, pero llevaba en su mano como un amuleto al Sol y la Luna, dioses terrenales. “Ángeles de los dioses, comuniquen a Dios, de que no hay sobrevivientes en este mundo”, les dije. Los dos ángeles sin decirme nada, bajaron la cabeza y desaparecieron. En ese instante a mis pies apareció una piedra en forma de un pan, y antes de que pudiera tocarlo, en polvo se convirtió. “Ya no hay ni esperanza, en este mundo”, dije. Cuando pensé que mi trabajo había terminado, como un eco en la distancia escuché un quejido. A veinte pasos

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De este otro lado del mundo encontré una quebrada, el quejido venía de ese lugar, bajé casi apresurado, y ahí, en una pequeña grieta encontré a un hombre que agonizaba. Cómo describir a este hombre que se parecía tanto a mí, a pesar de que el hombre era imagen y semejanza a los dioses, no cabía duda de que este era el más parecido a mí. Este hombre que apenas pudo abrir los ojos, me miró como si me reconociera, algo me hizo entender que el hombre sabía quien era. Entonces me habló en la lengua de lejanos tiempos:

—Sálvame. Lo llevé hacia un llano, él ya no podía respirar. La vida de los seres hu-manos siempre ha sido breve, muchos no cumplirían sus sueños en esta vida. Quizá Dios comprendió eso y los dejó libres. Nunca debimos aban-donarlos.

—Yo —me dijo, como si me hubiera escuchado— busqué el ideal, el sueño, y a pesar de toda una vida, lo encontré. Éste es el manuscrito que conlleva mi arte, la belleza que tanto he buscado en este mundo, el prin-cipio y fin del hombre, la nueva forma de vida, que está aquí, De este otro lado del mundo.

—No logro entenderte —le dije, y con una pausa de aquellos que agonizan, respondió: —El mito… vuelve. —Nunca más —le respondí de inmediato. —Yo siempre quise un mundo sin manchas, ni errores, un mundo sin mentiras, sin reglas humanas, un mundo de colores… estar con la per-sona que amo y morir junto a ella.

Me sentí impotente al no poder hacer nada, quería ayudarlo, pero eran los designios del destino, cómo luchar contra la palabra de Dios, al escucharlo y verlo, comprendí que este hombre merecía vivir, pues, yo no encontré en él error alguno.

—¡Resiste! —le dije.

El hombre me miró, quiso pronunciar algunas palabras más, pero ya no pudo. Después de mirarme largo rato comprendió todo y balbuceó aquello que sería su última palabra:

—Padre.

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Lo levanté entre mis brazos y como en una procesión lo llevé al sur del mundo cruzando el mar. Yo sé que el tiempo se detuvo, cuando lo enterré en aquel sagrado templo del Sol. Renunciar a ser dios es imposible.

—Dios del universo, háblame, cuál es mi destino, ¿acaso tengo alguno? Si esto es ser dios, yo, ya no quiero ser dios.

Después de salir del templo del Sol, los vientos me trajeron a una ciudad despedazada. Contemplé cientos de cables, asfaltos en forma de rocas planas deformadas, moldes de cemento y ladrillos carbonizados. Cientos de chatarras oxidadas, pedazos de vidrios ahumados, grandes mo-numentos partidos, cuerpos mutilados en descomposición, perros y otros animales casi disecados, daban la impresión de un cementerio de putrefac-ción e inmundicia. Traspasé los muros de las casas destruidas y también los bloques de cemento que quedaron de los puentes, llegué a un vasto espacio donde había un monumento a Cristo decapitado, debió ser la plaza principal de esta ciudad destruida. La cantidad de seres humanos sin vida, no sobrepasaban a los cientos de aves que habrían muerto en los cielos, y que por esas razones, sus cuerpos sin vida, se encontraban estrellados en el piso de lo que antes habría sido una hermosa plaza. Quizá las aves no encontraron otro refugio más que la ciudad de los seres humanos, pero todo estaba contaminado, la destrucción era cielo, mar y tierra.

Antes de salir de la ciudad, vi entre los escombros el tacón de una carbonizada zapatilla de mujer, lo levanté, y al instante, la imagen de una mujer apareció sobre los escombros, lloraba, “no llores”, le dije. Mientras acariciaba sus rizos, ella secó sus lágrimas, miró a un costado, y de repen-te, se puso de rodillas, tomó mis manos, las besó, y aferrándose a mí entre sollozos, me habló: “Señor, en mi otra vida quiero ser feliz, tener tres hijos y un marido que ame hasta la muerte”. Antes de que pudiera darle una respuesta, la imagen de aquella mujer se desvaneció.

Hay tantas historias en cada uno de los seres humanos, que habitaron este mundo. “Mujer, yo quisiera hacerte realidad tus sueños, para que tengas tres hijos y un marido que te quiera. Yo quisiera construir una realidad pa-ralela, otro mundo para ti, la otra vida que tanto anhelas. Y quisiera darles vida para que encuentren su felicidad, para que aquellas que quedaron so-las encuentren a su amor ideal, a sus seres queridos, para que vuelvan en el tiempo y enmienden errores, yo sé que serían mejores personas, y quisiera darles una oportunidad para que amen de verdad, para que no estén solas,

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De este otro lado del mundo para que no lloren tantas penas. Pero no puedo, sólo soy un dios más, no soy el Dios de los dioses, no está en mi la posibilidad de crear un nuevo mundo, lo siento… ¡Dios, ya no quiero sufrir más!, ¡ya no quiero ver la destrucción de nuestra creación!, ¡el hombre ahora sí me duele! ¡Por qué, Dios…!”.

Tanta fue mi tristeza por el hombre, que una semilla invisible de rencor por el Dios de todos se refugió en mi ser, y desde el silencio infinito del univer-so aparecieron cien guardias con arcos y flechas, una montaña nueva me refugió en sus brazos y me entregó el manuscrito olvidado del último ser humano. Mientras mis lágrimas hacían un río invisible, el Dios de todos cayó de rodillas a las faldas de la montaña que me resguardaba, la montaña nueva no pudo decir nada, su mirada rozaba entre el Dios y la mía. Me le-vanté en lo alto de la montaña para tomar decisiones, pero una daga divina y certera se clavó en mi pecho y el manuscrito del último ser humano, que estaba en mis manos, salió volando hasta caer a los pies del Dios de todos.

Mientras mi cuerpo iba quedando sin vida, escuché una confusión de vo-ces que me llamaban a gritos, de este otro lado del mundo. Entonces, el Dios de todos mostrándome el manuscrito, me dio a entender que este era mi destino, el de pertenecer a este nuevo mundo, que nosotros ya éramos parte de la creación, del ideal, del sueño, que está aquí, en el principio y fin del hombre. —Padre.

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Cantilena

A veces en las tardes una caraNos mira desde el fondo de un espejo;

El arte debe ser como ese espejoQue nos revela nuestra propia cara.

Arte poéticoJorge Luís Borges

Un

Desmesurado,loco, loco,apasionado.Súbete a mi bambo, bambo, bambó.

Uno, dos.Uno, dos, tres.Que viene, que salta, que canta,que viene, que salta que canta.Nanara, na, ná:

Ayer por la noche,cuando leí mis versos, sabor a bambo a los poetas obstinados, sellaron sus labios y luego rieron a carcajadas.

¿De qué sirve escribir al amor, a la vida, a la clase social,si el poema sigue siendo poema?Algo habrá que cambiarAlgo habrá que cambiar

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De este otro lado del mundo

Dos

Mi versoes versocantado,bailado.Nanara, na, ná.

Hay otros que dicenque no puede ser.Yo digo:¡pueblo que escuchas,únete a mi bambo!

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Tres

El verso y la musicá,antañofueunasola:aquí,allá,en todo el mundo.

Si leenmi verso, ¡disculpen!sienalgunlugar,lo leen can-tado.Bambo, bamboleo, nanara, na, ná.

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De este otro lado del mundo

Un

¡Cantilena dónde estás!Que este mundo nada en la nada de la nada.

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Dos

Oh, mi amada Cantilena lena lena,tanto tanto tantoQue te quieró quieró quieró.

Bésame un beso beso beso.¡Ay ay ay!Amada Cantilena lena lena, vuelve vuelve vuelvea mí a mí a mí.

(¡Quiero escribirte poemas, Cantilena;pero hasta los ecos me lo impiden!)

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De este otro lado del mundo

Tres

No es música,no es canto.Este verso,muy malo es:

Rac raca, Rac raca, Rac raca, Rac racaRacarraca, Racarraca, Racarraca, Racarraca

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Un

Todo el día raca y raca y raca,y ni una canción me sale,sólo este verso de amora mi dulce Panqaritä:

Dulce linda PanqaritäYo te adoro, yo te amóSolo es tuyo mi corazónAunque seas mi perdición

Eres flor primaveralLa más bella de las florésAy cómo yo te adoróLinda, hermosa Panqaritä

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De este otro lado del mundo

Dos

Si tan sólo supierael por qué escribo así;pero sólo me sale un infinito rairarara,sabor a campo, sabor a mi dulce Panqaritä

De-bo in-ten-tar-lo una vez más.tal vez está por ahí, el afamado ritmo que busco a mis versos.

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Tres

No me turbes más Cantilena,Cantilena no me turbes más.Solita volá tú por otros mundos,déjame aquí con los míos.El verso no eres tú.El verso soy yo.¿No ves en mis venas, sangre de poeta?Boudelaire, Bretón, Chocano,Chocano, Bretón, Boudelaire.Darío, Vallejo, Neruda,Neruda, Vallejo, Darío.Campero, Shimosse, Shimosse, Campero.¡Soy todo un poeta comprendés!… pero tú venís a míy me encantás,me enceguecésy cada verso que escribópor Dios, sólo música es.

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De este otro lado del mundo

Un

Al amanecer…Canta, canta CantilenaCantilena canta, canta, canta.

Mi alma baila.Baila,baila, canta.

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Dos

Cantilena ven a mí,ven,ven.

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De este otro lado del mundo

Tres

Cantilenael sueño,sueño, sueño.

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Un

Toctoctoctoc tocGolpea alguienToctoctoctoc tocMi corazón no es de nadieToctoctoctoc toc¡Basta!Toctoctoctoc toc¡Basta! ¡Basta! ¡Basta!Toctoctoctoc toc¡Oh, por Dios, ya no más!¡Bumbumbumbum bum!¡Mis oídos! ¿Qué quieren de mí?Bambo, bamboleo, naranara, naraná¿Qué?Bambo, bamboleo, naranara, naraná¿Cómo?Bambo, bamboleo, naranara, naraná¿Pero?Bambo, bamboleo, naranara, naraná¡Cantileeenaaaaaaa, baaaaaaastaaaaaaaaaa!

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De este otro lado del mundo

Dos

Amor, amor, amor, amorNo todos venimos del amorSomos inútiles en nuestra existencia¡Dolor!¡Hambre y dolor!No estamos preparados aún, aún no¿Somos tan indiferentes?Pensad:¡EL MUNDO ES UNO SOLO!

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Tres

Otrora:sonajeras y silbatos de muñecos,el vaivén del columpioy el talán de la campana del recreo.Alegría…

Otrora:el latir de mi corazón enamorado.La música.El desamor…

Todo lo recuerdo ahora,Siempre has estado conmigo Cantilena.Cantilena,siempre has estado conmigo.

Tú me amaste desde siempre,yo no supe entender el juego de tu amor:el vaivén que danzabas para mí.

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De este otro lado del mundo

Un

Oh, CantilenaOh, amor prohibido:danza para mí.Que tu cuerpo desnudo hipnotice mi alma.Que siento el placer de amarte,de llenarte en excesola miel que destila mi cuerpo.Oh, qué cálida estás amor mío.Siento la humedad de tu cuerpoy ese líquido de amor que perfuma mi alma.Todo es suave, suave, suaveTodo es ritmo, ritmo, ritmoLa danza se acaba:dejo algo de mí dentro de ti.¡Ay, Cantilena!Que nuestro amor sea música pues…

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Dos

Anochecía…Ya era todo Cantilena:charangos, pututus,quenas y zampoñastocaban para mí.

Y la tarka…¡Aaah, con su linda mosa!¡Mosa! ¡Mosa!me has enamoraume has enamorau, mosa.Mosa, me has enamorau.

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Tres

Canti, Cantilenade awayo y tokuyode abarcas y pollera multicolorKaukinqtasaqulilitachuyma panqaritaImata ruwashankiJutma akaruRatukïa mamitaWalpini mutsmawaWalpini nayachuyma panqaritatojtan tojtaña(Música de amor)

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Bambo, bamboleo, naranara, naraná

Por que tu ritmo Ahora es la expresión de mis versos.

Uno

Bambo, súbete a mi bambo,súbete a mi bambo, bambo, bambó.En el ritmo, en el baile, en el juego,bambo, bamboleo, naranara, naraná.Es música, es amor, alegría también.Cantilena cantaCantilena bailaAquí, ella está.Callen y la escucharán,imaginen y la verán.Triunfó su amor, su alegría sobre mí,ahora ella es la reina de mi bambo.Por ella canto y bailo, y sonrío,es la dueña de mi corazón.Por ella vivo, por ella soy:es la fuente de mi juventud.Y la quieró y la adoró.La Canti, la dulce Cantibaila conmigo:bambo, bamboleo,bambo, bambo, bambóbambo, bambo, bambó

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De este otro lado del mundo

Yo la escucho en las aves que cantan,en la música ancestral de mi patria,en la gente que ríeque ama, que se parece a Cantilena.

Cantilena está aquí y me habla:—Sabes amor, hasta tu corazón he llegau,no hagas caso de la gente, vente a mi lau.Dejá a un lau las penasy bailemos este bambo.Bambo, bambo, bambo.Esta mielsólo es para vos.

Dos

Cantilena:Cantilena día,Cantilena noche.Cantilena eres tú,¿Qué haría este pobre humano sin ti?Vives cantilena, Cantilena vive…¿Habrá otro más que de tu amor se muere?Bambo, bamboleo, naranara, naranáBambo, bamboleo, naranara, naraná

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Un, Dos, Tres

Es el amor de Cantilena,que te cambia aunque por un segundo.Te amo, te amo, te amo, te amo, te amo, Can-ti-le-na, que canta, que baila, que ríe, nanara, na, ná.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera

Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propa-gandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subi-das sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del min-ibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro

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