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1. EL DISCURSO DE LA CONQUISTA EN LA LITERATURA CHILENA En el amplio espectro que comprende el corpus textual de la literatura chilena, desde el siglo XVI, es indudable que el gesto inaugural, por excelencia, corresponde al discurso de la conquista, que se cumple paradigmáticamente en la escritura historiográfica de Valdivia (1545-1552) y Vivar (1558), y en la épica de Ercilla (1569). A partir de tales autores -y en especial desde la serie épico/literaria de Ercilla- se configuran las claves distintivas para la invención de Chile. No obstante, es evidente que el discurso de la conquista -desde la perspectiva de la épica que celebra el "canto" al "valor, los hechos, las proezas" de los 'esforzados españoles' en el suelo de Arauco- se ha entendido igualmente como clausura de una praxis -la del discurso de la conquista- y de un tipo homogéneo de discurso, cuya virtualidad, calidad o interés literario no excedería los límites de la colonia, aunque se reconozca la existencia de una copiosa "secuela" de La Araucana (Anderson Imbert 1987). Por lo pronto, aplicar exclusivamente delimitaciones cronológicas a la literatura nacional supone aceptar un desarrollo estrictamente lineal del quehacer literario, que ignora o niega la existencia de un permanente diálogo entre los discursos y los actos de escritura efectuados en el pasado y los procesos de reescritura de los mismos que se verifican contemporáneamente, una vez consumados y conocidos los primeros. Del mismo modo, la especialización de los estudios críticos en torno a segmentos cronológicos -como puede serlo el periodo colonial- revela la tendencia a privilegiar un principio de unidad y de homogeneidad que regiría el corpus, en lugar de la natural diferencia y heterogeneidad que le es propio. De aquí se deriva que, en la actualidad, la escritura de los diversos eventos de la conquista de Chile acaecidos en el siglo XVI, y de la guerra de Arauco que se ha de prolongar hasta el siglo XIX, sea vista como una acción extemporánea, cuando no anacrónica, exótica, contingente o de mera reivindicación o interés ideológico, que el canon literario había situado prolijamente en su casillero correspondiente. Diversos textos de Poema de Chile (1967), de Gabriela Mistral, y, especialmente, los capítulos III y IV del Canto General (1950), de Neruda, obras de teatro como Lautaro, epopeya del pueblo mapuche (1982), de Isidora Aguirre, y novelas como Ay mama Inés (1993), de Jorge Guzmán, o Butamalon (1994), de Eduardo Labarca, aparte de muchos otros de una serie afín, constituyen los extremos emergentes de un proceso discursivo sobre la historia, la identidad y la literatura nacionales que comienza en La Araucana. A partir de una obra como ésta -aparte de la alabanza de la "buena tierra" de Chile hecha por Valdivia- se gesta el mito épico de Chile, proporcionando la imagen de una nación heroica, exenta de conflictividad y de complejidad social y cultural. Por el contrario, el examen del corpus que aquí se estudia revela la vigencia persistente de una activa escritura y reescritura sobre la conquista y sobre los procesos interculturales que ella ha implicado -perspectiva no necesariamente prevista en el canon literario-, a partir de todo lo cual se indaga en la identidad nacional y en los complejos procesos fundacionales de un país y de su memoria colectiva que supera el simple registro o "re-creación" de su constancia histórica. Plantear este problema supone considerar, al menos -como hace Gustavo Verdesio citando el juicio de W. Mignolo (1990: 7)- que, a diferencia del corpus textual, el canon literario "no abarca la totalidad de los textos producidos por el sistema cultural del que es parte, sino que intencionalmente incluye y excluye determinados textos, privilegiando tan sólo una porción de los existentes, que representan la estética y el gusto de quienes regulan las prácticas discursivas" (1995: 257). Por lo mismo, a partir del canon se decide qué textos son relevantes o irrelevantes para esa cultura, sancionando entonces el conjunto de lecturas obligadas que sustentan una tradición cultural de rango literario. Así entendido, el canon es una de esas categorías en que la disciplina literaria pone a prueba sus propios dictámenes, puesto que la autocrítica del mismo afecta a sus propias posibilidades de existencia (Pozuelos 2000: 9), desde el momento en que el canon ejerce una labor modelizadora de conciencias mediante la selección y promoción de los textos a ser conservados, leídos o estudiados (Verdesio 1995:257) Desde esta perspectiva, obras como las ya citadas -y otras pertenecientes a una larga y discontinua serie textual identifícable con el discurso sobre la conquista de Chile que se han seleccionado para este estudio-problematizan el canon literario de la narrativa nacional, el que

De La Araucana a Butamalc3b3n

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1. EL DISCURSO DE LA CONQUISTA EN LA LITERATURA CHILENA

En el amplio espectro que comprende el corpus textual de la literatura chilena, desde el siglo

XVI, es indudable que el gesto inaugural, por excelencia, corresponde al discurso de la conquista,

que se cumple paradigmáticamente en la escritura historiográfica de Valdivia (1545-1552) y Vivar

(1558), y en la épica de Ercilla (1569). A partir de tales autores -y en especial desde la serie

épico/literaria de Ercilla- se configuran las claves distintivas para la invención de Chile. No

obstante, es evidente que el discurso de la conquista -desde la perspectiva de la épica que celebra

el "canto" al "valor, los hechos, las proezas" de los 'esforzados españoles' en el suelo de Arauco- se

ha entendido igualmente como clausura de una praxis -la del discurso de la conquista- y de un

tipo homogéneo de discurso, cuya virtualidad, calidad o interés literario no excedería los límites

de la colonia, aunque se reconozca la existencia de una copiosa "secuela" de La Araucana

(Anderson Imbert 1987).

Por lo pronto, aplicar exclusivamente delimitaciones cronológicas a la literatura nacional

supone aceptar un desarrollo estrictamente lineal del quehacer literario, que ignora o niega la

existencia de un permanente diálogo entre los discursos y los actos de escritura efectuados en el

pasado y los procesos de reescritura de los mismos que se verifican contemporáneamente, una

vez consumados y conocidos los primeros. Del mismo modo, la especialización de los estudios

críticos en torno a segmentos cronológicos -como puede serlo el periodo colonial- revela la

tendencia a privilegiar un principio de unidad y de homogeneidad que regiría el corpus, en lugar

de la natural diferencia y heterogeneidad que le es propio. De aquí se deriva que, en la actualidad,

la escritura de los diversos eventos de la conquista de Chile acaecidos en el siglo XVI, y de la

guerra de Arauco que se ha de prolongar hasta el siglo XIX, sea vista como una acción

extemporánea, cuando no anacrónica, exótica, contingente o de mera reivindicación o interés

ideológico, que el canon literario había situado prolijamente en su casillero correspondiente.

Diversos textos de Poema de Chile (1967), de Gabriela Mistral, y, especialmente, los capítulos III y

IV del Canto General (1950), de Neruda, obras de teatro como Lautaro, epopeya del pueblo

mapuche (1982), de Isidora Aguirre, y novelas como Ay mama Inés (1993), de Jorge Guzmán, o

Butamalon (1994), de Eduardo Labarca, aparte de muchos otros de una serie afín, constituyen los

extremos emergentes de un proceso discursivo sobre la historia, la identidad y la literatura

nacionales que comienza en La Araucana. A partir de una obra como ésta -aparte de la alabanza

de la "buena tierra" de Chile hecha por Valdivia- se gesta el mito épico de Chile, proporcionando la

imagen de una nación heroica, exenta de conflictividad y de complejidad social y cultural. Por el

contrario, el examen del corpus que aquí se estudia revela la vigencia persistente de una activa

escritura y reescritura sobre la conquista y sobre los procesos interculturales que ella ha

implicado -perspectiva no necesariamente prevista en el canon literario-, a partir de todo lo cual

se indaga en la identidad nacional y en los complejos procesos fundacionales de un país y de su

memoria colectiva que supera el simple registro o "re-creación" de su constancia histórica.

Plantear este problema supone considerar, al menos -como hace Gustavo Verdesio citando el

juicio de W. Mignolo (1990: 7)- que, a diferencia del corpus textual, el canon literario "no abarca la

totalidad de los textos producidos por el sistema cultural del que es parte, sino que

intencionalmente incluye y excluye determinados textos, privilegiando tan sólo una porción de los

existentes, que representan la estética y el gusto de quienes regulan las prácticas discursivas"

(1995: 257). Por lo mismo, a partir del canon se decide qué textos son relevantes o irrelevantes

para esa cultura, sancionando entonces el conjunto de lecturas obligadas que sustentan una

tradición cultural de rango literario. Así entendido, el canon es una de esas categorías en que la

disciplina literaria pone a prueba sus propios dictámenes, puesto que la autocrítica del mismo

afecta a sus propias posibilidades de existencia (Pozuelos 2000: 9), desde el momento en que el

canon ejerce una labor modelizadora de conciencias mediante la selección y promoción de los

textos a ser conservados, leídos o estudiados (Verdesio 1995:257)

Desde esta perspectiva, obras como las ya citadas -y otras pertenecientes a una larga y

discontinua serie textual identifícable con el discurso sobre la conquista de Chile que se han

seleccionado para este estudio-problematizan el canon literario de la narrativa nacional, el que

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supuestamente ya estaría acotado, evaluado y sistematizado, y plantean nuevas exigencias a los

estudios de los discursos coloniales, que hasta ahora no eran estimados como conflictivos sino

que aparecían presumible y suficientemente cartografiados.

El problema surge desde el momento en que se discuta -o no se discuta- el modo de lectura y

la correspondiente valoración crítica que exigen estos textos, y que se soslaye o, por el contrario,

se problematice su filiación o pertenencia a la serie textual de la conquista de Chile y del corpus

literario nacional, tal como aquí se postula. En principio, los estudios del discurso colonial ven en

estas obras una genérica "reescritura de la crónica de Indias" (Invernizzi 1988, 1990) o una

reedición contemporánea de la "novela histórica" (Mentón 1993). Tales juicios derivan de un

proceso de asimilación de estos textos para que sean leídos y valorados dentro del canon, sin

llegar a establecer el grado de conflictividad -o de rebelión- que plantean estas producciones

frente a la serie legitimada por la institucionalidad literaria, lo que contribuiría a renovar,

precisamente, el canon.

Algunos de los modos como se exigen o se cumplen estas restricciones del canon se advierten

en el juicio de los editores -como lo ilustra el caso de Butamalón, novela que por discrepar con el

editor debió ser publicada primeramente en el extranjero- y en los discursos paratextuales de las

editoriales o de los propios autores que declaran la adscripción de sus obras a la serie del

discurso de la conquista. Crónica del Adelantado (1991) titula Enrique Volpe su poemario sobre el

descubridor de Chile; "Las fabulosas memorias de don Diego de Almagro" es el subtítulo de Hijo

de mí (1992), la novela de Antonio Gil; "Crónica testimonial" y "Epopeya del pueblo mapuche" son

los respectivos subtítulos de las obras de Guzmán y de Aguirre que hasta aquí se han citado.

Sin embargo, para los efectos de este estudio, el problema de mayor relevancia no es acatar el

canon, sino analizar los diversos grados en que se postula y se lleva a cabo la subversión del

canon en estos textos -y particularmente en Butamalón-, subversión que afecta las premisas

epistemológicas que hasta ahora han sustentado los estudios coloniales, en particular, y la crítica

literaria, en general. El hecho es que la reescritura del discurso de la conquista, en la actualidad,

plantea a la crítica atender a la expansión de los límites del canon y a la revisión de las diversas

categorías institucionales y teóricas que lo sustentan. En especial, llama a examinar la propiedad

con la cual se han proclamado o silenciado las obras que "deben ser leídas" y valoradas en el

circuito de la producción, interpretación y recepción de textos.

En consecuencia, el problema que aquí se formula es que el carácter inaugural de La

Araucana no se limita al de una simple datación histórica o al cumplimiento de una premisa

épica. Bien es sabido que, aunque con frecuencia la crítica ha discutido la conformidad de La

Araucana con la tipología discursiva de la épica, la lectura de este texto ha privilegiado el

acatamiento del canon de la epopeya antes que su transgresión, vale decir, la confirmación de la

identidad antes que la verificación de la diferencia. Esta lectura canónica que se hace de La

Araucana tiene como consecuencia que no se problematice el carácter complejo y singular de este

texto, con lo que se posterga (cuando no se reduce) la relevancia que tiene la radical actitud

transgresiva -de rebelión, discusión o de infidelidad al canon imperante- que preside el texto de

Ercilla. Por ejemplo, el incumplimiento del proyecto de cantar sólo la guerra da origen a su

carácter macrotextual; la promesa de cantar exclusivamente "empresas memorables" -propias de

los héroes- implica silenciar para la memoria colectiva las historias no contadas -o relegadas- de

los fracasados, desengañados, complotadores, traidores y rebeldes, de quienes sí da cuenta el

Purén indómito. En Ercilla -conforme a los requerimientos del texto épico-, la "reputación" del

araucano como guerrero, antes que como un ser inferior, "pieza" de trueque o botín (Pastor 1983),

impide discutir y exponer suficientemente otro modo de relación con el indígena que no sea la

"guerra" y, sabido es que la empresa de poner "duro yugo por la espada" se prolongará

prácticamente hasta fines del siglo XIX (Villalobos 1985; Casanova 1987; Bengoa 1986). Menos se

evalúa convenientemente la razón del cese del "canto" y su trueque por el "llanto", única forma

que podría adquirir, luego de Ercilla, el discurso narrativo de la conquista de Chile.

Por lo mismo, es necesario asumir una lectura diferente de La Araucana, que permita

examinar el modo cómo esta serie de tensiones irresueltas han sido recuperadas,

preferentemente, en los textos de los siglos XVI y XVII y en los escritores nacionales que tratan de

los sujetos protagónicos y de las principales acciones de la conquista ocurridas en el siglo XVI. En

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el periodo comprendido entre 1536 y 1598 las fuerzas de Almagro son derrotadas en Reinogüelén;

Valdivia funda Santiago, Michimalonco la destruye e Inés de Suárez la defiende; Valdivia muere

en Tucapel y Oñez de Loyola en Curalaba; Lautaro y Caupolicán surgen como indiscutidos líderes

indígenas, en tanto que Pelantaro destruye las siete ciudades españolas fundadas en la

Araucanía. El Arauco domado (1596), de Oña, y el Purén indómito (1603), de Arias de Saavedra,

tratan oportunamente de tales sucesos y, a la vez, constituyen tempranamente contratextos que,

más que discutir los méritos de La Araucana, pretenden superarla. Por su parte, y anónimamente,

La guerra de Chile (1610) -que también trata de la rebelión de Pelantaro- consuma el gesto

elegiaco con que Ercilla clausuraba su canto sobre la guerra de Arauco (Triviños y Rodríguez

1996). Tal rebelión indígena origina, además, el discurso religioso de La destrucción de la imperial

y conversión de las almas infieles, de Juan de Barrenechea y Albis (1694) y, posteriormente, un

plan de "guerra defensiva" sustentado por el padre Luis de Valdivia, que el dramaturgo Fernando

Debesa evoca en El guerrero de la paz (1969), al modo de una "crónica dramática" de tales

conflictos.

Pero es en el siglo XX cuando el discurso sobre la conquista muestra paulatinamente la

variedad, complejidad y conflictividad de su referente. De este modo, por ejemplo, para el corpus

de la narrativa colonial se recupera el discurso sobre el descubrimiento. Aunque hacia 1543 Diego

de Almagro fue tempranamente objeto de unas coplas apologéticas por parte de su albacea don

Alonso Enrique Henríquez de Guzmán -quien busca restituirle los bienes y la fama de que fue

despojado-, una escritura representativa de su fracaso como Descubridor de Chile sólo se

encontrará en los textos de Enrique Volpe y de Antonio Gil, de 1991 y 1992. Por lo demás, aunque

en el transcurso de la guerra de Arauco existen héroes de ambos bandos, aparece silenciado

largamente el protagonismo de los jefes indígenas. Sólo tardíamente Lautaro, entre otros,

aparecerá como objeto protagónico de discurso y como arquetipo del héroe indígena y de toqui

rebelde en textos significativos de la narrativa y del teatro, como es el caso de Lautaro, joven

libertador de Arauco (1941), de Fernando Alegría, y Pasión y epopeya de Halcón Ligero (Lautaro).

Tragedia en cinco actos (1957), de Benjamín Subercaseaux, respectivamente, y en la poesía de

Neruda. Tal proceso de re-escritura de la conquista alcanzará su mayor eficacia en la segunda

mitad del siglo XX mediante el emergente discurso etnoliterario y los procesos propios de la

desacralización de la historia oficial. De esta manera, Pedro de Valdivia, más que el mítico héroe

conquistador (Arciniegas 1943; Eyzaguirre 1986) será visto en sus trabajos del "hambre"

(Invernizzi 1990) y en sus pleitos con el conspirador Pero Sancho de la Hoz en las novelas 100

gotas de sangre y 200 de sudor (1961) y Supay el cristiano (1967) de Carlos Droguett y en su

"amancebamiento" con Inés de Suárez, en la novela ya citada de Jorge Guzmán y en El guante de

hierro (1995) del dramaturgo Jorge Díaz.

Dentro del corpus posible de constituir sobre el discurso narrativo del descubrimiento y la

conquista de Chile (Antillanca 1998) -y para los efectos del problema que hasta aquí se ha

reseñado- es indudable que un rol integrador corresponde a la novela Butamalón, de Eduardo

Labarca, en la cual se pueden sintetizar los procesos de la escritura sobre rebeliones y la rebelión

de la escritura que anunciaba La Araucana. Lo distintivo es que, a diferencia de Ercilla, la

cuestión de la conquista española en esta novela no se reduce a decir "también" "cosas... harto

notables" del bando indígena, como sostiene el poeta épico, sino en atravesar el "umbral" del

mundo araucano y vivir y padecer su vida. En el texto de Labarca, la escritura épica de

"memorables" hazañas corresponde ahora al protagonismo indígena de Pelantaro, mientras que el

conflicto de Arauco deja paso a "la escandalosa hazaña de un misionero aindiado y no-mártir"

(Triviños 1994). Butamalón, acorde con su etimología mapuche ("la gran rebelión"), subvierte la

cuestión de la "poetización de la historia o de la historización de la poesía" (Antei 1989). Esta

novela deja en manos del lector -antes que en el canon- la definición de estos límites, y expande

sin enmascaramientos su condición plural y macrotextual mediante la exhibición y fusión de

historias paralelas y la multidiscursividad y reescritura del discurso historiográfico. Rasgos como

los precedentemente señalados, a propósito de esta novela y de su adscripción al discurso

narrativo de la conquista de Chile, constituyen aspectos básicos de este estudio.

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2. DE "INVENCIONES Y RE-INVENCIONES"

La conquista de Chile presenta tempranamente en el siglo XVI un paralelismo entre una

escritura historiográfica (Valdivia 1545-1552; Vivar 1558; Góngora y Marmolejo, 1575; Marino de

Lobera y Escobar 1584) y otra literaria efectuada por sus principales actores y testigos de vista

(Ercilla 1569; Oña, 1596). Por ejemplo, el tópico de la alabanza de la tierra presente en las cartas

de Valdivia es, inicialmente, un indicio del modo como se busca sustituir un discurso

historiográfico derivado del fracaso de una empresa de conquista, por otro discurso de rango

literario que da cabida a los procesos de invención y de ficcionalización de Chile destinados a dar

fama a este territorio como lugar ameno y heroico. Por su parte, la publicación de la Crónica y

relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile (1979), de Gerónimo de Vivar, ha permitido

contrastar su testimonio de los sucesos de la conquista con la versión de los mismos presente en

La Araucana, de Ercilla, lo cual pone de manifiesto un proceso recíproco de interacción entre

historia y poesía (Antei 1989).

Como señala Neruda, Ercilla mostró "el camino" de la epopeya para dar, poéticamente, "luz a

los hechos y a los hombres de nuestra Araucanía" (Neruda 1982: 290), pero esta luminosidad deja

de ser satisfactoria cuando de la historia real y de los hechos sociológicos y etnográficos se trata.

Es entonces cuando -según Neruda- esa "capa real" que Ercilla echó "sobre los hombros de Chile",

al abrirse deja al descubierto una cruda y desnuda realidad originaria que, según experiencia de

Neruda, se expresa en la máxima: "no somos una nación de indios". La solidez de La Araucana

descansa justamente en la reciedumbre del mito, en una imagen de la conquista forjada en la

paridad bélica entre españoles y araucanos que satisface verbalmente los requerimientos

fundacionales de una nación. No se advierte así, entre otros aspectos, que Ercilla reduzca su

mirada sobre Arauco a la "hazaña de la dominación" a partir de la cual la memoria colectiva se

detiene más en el vencedor que en el vencido y avala el nacimiento de una cultura hegemónica

que sustituye a la de los pueblos originarios. Lautaro y Caupolicán serán honrados como dignos

rivales, pero su muerte los devuelve a su origen "bárbaro", salvo que se sometan a la nueva

doctrina evangélica. En Ercilla, aparte de sus digresiones morales, esta condición irreductible de

ambos mundos no propicia ningún vínculo etnocultural, de manera tal que la apelación al "llanto"

antes que al "canto" de la guerra de Arauco, vale decir, la puesta en práctica de un discurso

elegiaco -contradictorio de la enunciación épica- permanece como una tarea inconclusa en la

literatura nacional.

No obstante, pueden advertirse signos de disidencia en la serie narrativa de la conquista

cuando – frente a la reedición de la imagen épica de los conquistadores y de las hazañas de García

Hurtado de Mendoza en desmedro de los araucanos, que efectúa Pedro de Oña en el Arauco

domado (1596) – se publica el Purén indómito en 1603. En esta obra -al igual que el anónimo

autor de La guerra de Chile (1610)-, Arias elige como materia de su canto no la victoria sino la

muerte del gobernador Oñez de Loyola a manos de Pelantaro, en 1598, derrota que marcó el

comienzo de la destrucción de las ciudades españolas fundadas en La Araucanía, cuya

restauración resultará imposible. Por lo mismo, en el Purén indómito, por primera vez, aparecerán

incluidas notoriamente sucesivas historias sobre sufrimientos de españoles derrotados, así como

también el discurso de las "escandalosas hazañas", aquéllas del mestizaje y de españoles vencidos

o las de quienes se fugan al bando indígena. A la serie constituida por los textos ya mencionados,

y desde una perspectiva didáctica, puede sumarse el tema de la destrucción de la ciudad de La

Imperial, desarrollado por Barrenechea y Albis en 1694.

Sin embargo, la escritura y los estudios críticos sobre el discurso del descubrimiento y la

conquista de América manifiestan preferentemente una tendencia a privilegiar el canon, vale

decir, a determinar en qué medida los textos producidos por españoles en el Nuevo Mundo eran

identificables con las tipologías procedentes de la cultura occidental e imperantes en el siglo XVI y

en la colonia, en general. Tales principios no experimentan mayores variaciones en la vida

republicana del siglo XIX. A mediados de ese siglo, la consolidación de la tesis liberal condujo a

que la preocupación por La Araucanía tuviera un carácter ético-político destinado a "civilizar" o

"pacificar" y a enajenar ese territorio. Parte de este proceso es objeto de novelas como Mariluán

(1862), de Alberto Blest Gana, y Huincahual (1888), de Alberto del Solar, las que si bien se

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adscriben a la tipología de la novela histórica tradicional, denuncian las contradicciones con que

la sociedad chilena aborda su contraparte indígena, hecho que permite explicar que estas obras

hayan sido prácticamente relegadas de la historia de la literatura nacional. Como será estudiado

en su lugar, la novela histórica tradicional persiste, al promediar el siglo XX, en novelas como El

mestizo Alejo y La Criollita (1934), de Víctor Domingo Silva, y en La espada y el canelo (1959), de

Alejandro Magnet. En estas obras se procede a una recuperación de la memoria de la conquista y

de las "relaciones fronterizas" que se originaron durante el transcurso de la guerra de Arauco. En

general, novelas como las mencionadas tratan de confirmar el canon y los procedimientos de una

escritura foránea entendida como apta para traducir una memoria de la conquista, aceptada y

compartida, que ratifica una visión estereotipada y excluyente de una etnia, de una cultura y de

una historia. Según testimonio de Neruda, contrariamente a los decretos legales que han tratado

de resolver el problema, "No somos un país de indios" (1982: 291) sería el enunciado que desde la

sociedad dominante, y en contradicción con el gesto fundacional de La Araucana, resumiría la

condición de una identidad nacional irresuelta, cuya réplica desde la etnia subalterna vendría a

ser "No somos pueblo chileno sino nación mapuche".

Y tal ocurre porque la empresa del descubrimiento puso de relieve la índole del lenguaje como

virtud creadora. El lenguaje permite hablar de lis cosas tanto como alterar "el curso espontáneo

de los acontecimientos, [pues] hacemos que las cosas ocurran" (Echeverría 1995) o se constituyan

de determinada manera. De modo tal que callar no implica solamente silencio sino dejar hacer a

quienes tienen la palabra, salvo que en ocasiones callar signifique impedir que las cosas ocurran -

o se sepan- cuando de la búsqueda y discusión de la verdad se trata.

Aplicada al Nuevo Mundo, "invención" -antes que "descubrimiento"- remite a un acto verbal,

mediante el cual el territorio descubierto (o hallado") pasa a ser verosímil y, por tanto, puede

ocupar un lugar en el campo de las imágenes y significados preexistentes. De este modo opera un

grado de ficcionalización del mundo que radica en una "adecuación de los hechos a los límites de

las posibilidades e intencionalidades del hombre" (Antei 1989: 21, 23). Por eso, no es de extrañar

que Ercilla, en consideración a su privilegiado rol de testigo de vista y poeta sin par que "canta" a

la guerra de Arauco, sea calificado igualmente como el preclaro "inventor de Chile".

A partir de esta acción fundamental del discurso de Ercilla, La Araucana crea una imagen de

Chile en la cual no se advierte la transformación imaginaria e hiperbólica de la naturaleza, de los

hombres y de los hechos ocurridos en el suelo de Arauco. Y tal ocurre porque la lectura

paradigmática de la épica supera ficcionalmente la versión de la historia y se hace solidaria de

ella, aunque sea desmentida en la realidad por el curso que ha seguido la historia del pueblo

mapuche en el seno del Estado chileno. Discutir la imagen heredada de Ercilla supone, entonces,

una relectura de lectura de su obra, un acto de "reinvención" de Arauco y de la chilenidad. Vale

decir, exige aceptar que la identidad de Chile no se basa exclusivamente en la imagen dada por la

épica, y que su contradiscurso es la elegía por la tragedia del pueblo mapuche. En el canto de

Ercilla, este acto de invención excluye la conflictividad de la conquista y los complejos elementos

que participan de la conformación de la nacionalidad, los que permanecen ajenos al lector

tradicional. Entre tales paradojas, poco se advierte que la muerte de Caupolicán no es signo épico

sino prueba de una "bonica hazaña" -o un "bárbaro caso", como lo define Ercilla- y que las

relaciones entre el conquistador y el pueblo indígena no son exclusivamente las de la guerra. En

último término, se omite que, mediante un acto exclusivamente verbal del poeta, se obtiene una

versión consagrada y eufórica de la conquista, y que la palabra hace que ésta ocurra y sea vista

de cierto modo. De esta manera, la palabra fundadora mantiene en silencio los diversos modos de

interacción social que se manifestaron -y aún se manifiestan- entre ambos pueblos, a partir de los

cuales se ha gestado la identidad nacional que pugna con su contraparte indígena.

De ahí que el corpus seleccionado para esta investigación ponga de manifiesto un proceso

discursivo de re-invención de esta imagen épica de una nación y de sus hombres, y busque

incorporar lo excluido. El mismo Ercilla se preguntaba retóricamente, en la Segunda Parte de La

Araucana si la relación entre araucanos y españoles podría quedar reducida exclusivamente a

"batallas y asperezas / discordia, fuego, sangre, enemistades / odios, rencores, sañas y bravezas /

rabias, iras, venganzas, fierezas, / muertes, destrozos, rizas y crueldades?" (1980:130). La

reinvención atañe, entonces, a una disidencia que pone de manifiesto lo no advertido en aquello

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inventado previamente y aspira a corregir ese modelo, a invertirlo, si cabe y, en ocasiones, termine

por sustituirlo.

En tal sentido, resulta de alto valor programático, en lo que respecta al discurso de la

conquista de Chile, el proyecto escritural que a partir de 1938 lleva a cabo Pablo Neruda en su

Canto General. En este texto, el poeta se sitúa en un tiempo originario "anterior" al

descubrimiento de América y, desde allí, reasume transgresivamente la actitud del "canto"

inaugurado por Ercilla, con lo cual pone de manifiesto, polémicamente, las interrogaciones

pendientes sobre la conquista de Chile y sobre la índole de la identidad nacional. En este nuevo

"canto" se enuncia que, desde ese illo tempore, y fundada en unos orígenes no épicos sino que

brotados de "soledad y cicatrices" (Neruda 1971: 59), la patria es el mismo Arauco (9), y para el

poeta, sus forjadores y libertadores son Lautaro, a quien califica como un "joven guerrero de

tiniebla y cobre" (9,56), y Caupolicán, descrito como un hendido "árbol de la patria" (74). Neruda

apela, de este modo, a una relectura y reescritura de la historia nacional mediante la cual se

enuncia el reverso del mito de los conquistadores. En su discurso, Almagro es aquél "descubridor

rechazado" y diezmado por la "invisible / mandíbula" del hambre (55, 56); Inés de Suárez es "re-

inventada" como una "soldadera" e "infernal arpía" que baña sus manos en sangre de "cuellos

imperiales" (58). Por su parte, Valdivia no es sino el verdugo de la "lanza goteante" (58) cuya

sangre se reparten metafóricamente sus vencedores como una "granada" (80) antes que como un

acto de barbarie indígena.

Esta condición transgresiva que presenta Canto General es, indudablemente, una actitud de

manifiesta rebelión frente a la memoria colectiva y a la escritura de la conquista. Su objetivo es la

desacralización de la historia heredada que prevalecía hasta entonces en la literatura chilena,

gesto que ha tenido escasos continuadores. Conforme a la tradición, el corpus de la narrativa de la

conquista era concebido como un todo armónico, no conflictivo ni mucho menos dual o antitético.

Tal condición impide percibir otros discursos, ya no sólo ésos de los conquistadores triunfantes

sino también aquellos de los vencidos, fracasados y desilusionados del Nuevo Mundo; el de su

acatamiento del orden imperial y de sus rebeldías; el del mestizaje y el de la interculturalidad

manifiesta.

Heredero de una historia institucionalizada sobre los hechos de la conquista española, el

lector actual no advierte que tras una aparente escritura y reescritura de las luchas del siglo XVI

y siguientes, se lleva a cabo un proyecto escritural multidiscursivo que subvierte las estrategias

textuales de los géneros literarios, que se hace presente en el teatro de Benjamín Subercaseaux,

Jorge Díaz, Isidora Aguirre y Fernando Debesa; en la poesía de Neruda, de Mistral y de Volpe, y en

la narrativa de Carlos Droguett, Jorge Guzmán, Antonio Gil y Eduardo Labarca, entre otros

autores representativos. Para los efectos de este estudio, tal fenómeno lo hemos enunciado como

un proceso que concierne tanto a la escritura de rebeliones -como aquéllas de los araucanos

contra sus conquistadores- como a la rebelión que opera en la escritura de tales sucesos, siendo

uno de sus síntomas la enunciación de la silenciada "voz de los vencidos".

3. LOS ESTUDIOS CRITICOS SOBRE EL DISCURSO DE LA CONQUISTA

La reacción que se manifiesta en la praxis literaria sobre la conquista se produce igualmente

en al ámbito de los estudios críticos sobre la narrativa de la colonia. Raquel Chang-Rodríguez

(1982) hace notar que en la prosa colonial hispanoamericana hay signos de "violencia y

subversión" que son indicios de una heterogeneidad y del reverso antitético que ocultan los

estudios críticos, puesto que el discurso de la conquista no es exclusivamente acatamiento del

canon. Según esta autora, en la colonia surgió "una escritura transgresora y a la vez

participatoria de diversos modelos historiográficos y literarios" (XII) que expresan una "renovación

y rebeldía que cuestiona sus mismos orígenes" (XIII), lo cual implica, por lo menos, establecer un

ensanchamiento del canon literario y una modificación del corpus de las literaturas nacionales,

según postulara Verdesio en 1995.

Por su parte, en sus estudios sobre el discurso de la conquista, Beatriz Pastor advierte "una

oscilación entre la mitifícación y la emergencia de una conciencia crítica, cuya clave es estética

antes que ideológica" (1984: 9). Tal oscilación permite concretar "todo el proceso de emergencia de

Page 7: De La Araucana a Butamalc3b3n

una literatura incipiente que -mediante "diversas voces"- en forma paulatina ha dejado de

ajustarse a los cánones y exigencias de la literatura europea del periodo" (9, 12). Estas diversas

voces se expresan -según sistematiza Pastor- en un discurso mitificador de la conquista -que

configura el arquetipo del héroe y protagonista de hazañas memorables, como Cortés- y en otro

demificador de conquistadores, que presenta su reverso: el fracaso, el desengaño, la rebelión

contra la Corona, según lo prueban las actuaciones de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y Lope de

Aguirre. Afirma Pastor que a través de tales realizaciones del discurso de la conquista es como "se

articula el proceso de significación fundamental que enlaza todos los textos que integran este

discurso: el de la transformación del conquistador, de su percepción de América y de su visión del

mundo" (9).

Tales conceptos y categorías del discurso sobre la conquista de América serán incorporados

como instrumentos metodológicos para la sistematización y el análisis de los textos aquí

seleccionados.

A estas tesis de Chang-Rodríguez y de Pastor se suman las de Miguel León Portilla (1979) y de

Nathan Wachtel (1971), quienes han abogado por la puesta en relieve del silenciado discurso de

los indígenas vencidos, especialmente en México y Perú, lo cual viene a suplir la limitación de un

Corpus colonial compuesto preferentemente por discursos narrativos del 11 aquistador europeo.

Abarcados ambos márgenes, el de los vencedores y el de los vencidos, la mirada crítica -y no

menos la del escritor- se detiene en el espacio histórico y textual así acotado y observa una serie

de procesos que se producen en su interior, señalados consecutivamente por la guerra, la tregua,

la paz negociada en Arauco, desde el siglo XVII, me-,liante "parlas" y parlamentos. En tal sentido,

Richard Price incorpora a los estudios del discurso de la conquista de América el olvidado -o

prejuiciado- protagonismo de los "cimarrones" o esclavos negros evadidos de sus amos blancos, a

raíz de lo cual se producen en el Caribe 'encuentros dialógicos en un espacio de muerte", espacio

entendido como un territorio crucial donde indios, africanos y blancos dieron vida al Nuevo

Mundo" (Price 1992: 33). La Araucanía tendrá igualmente su propia e inestable "zona fronteriza

de paz" (Villalobos 1985, 1995) en la cual, a raíz de la dilatada guerra -que Gilberto Triviños, en

1994, califica como "polilla destructora"- se gestan ya no "memorables hazañas", propias de los

héroes, sino su antítesis: "bonicas" y "escandalosas hazañas" o "bárbaros casos" de victimarios y

mutiladores de indios; de españoles rebeldes, aindiados, perseguidos, cautivos o tránsfugas y

mestizos, cuyo protagonismo subversivo ha sido desterrado de la memoria colectiva, por cuanto,

según el canon y la institucionalidad literaria, resultan indignos de discurso.

Es notorio, entonces, este paralelismo entre las innovaciones analíticas que operan entre el

discurso crítico y el que ocurre a nivel del discurso narrativo hispanoamericano y, en especial,

aquél identificado por Seymour Mentón con el nombre de "nueva novela histórica de la América

Latina". Majo esta categoría, Mentón incluye textos que reescriben tanto el discurso narrativo de

la conquista de América -con su dispar galería de héroes-como el de su historia republicana y

contemporánea más reciente. El análisis le permite a Mentón establecer los rasgos formales -ya

no sólo temáticos- de este discurso narrativo, entre los que se cuentan su carácter dialógico,

heteroglósico, carnavalesco e intertextual; el recurso a la metalengua literaria; preferencia por el

protagonista histórico -sea héroe, fracasado o rebelde- y la libertad, discusión y reinvención del

referente histórico (1993: 274-276).

El estudio de Mentón permite aplicar criterios descriptivos al análisis del discurso narrativo

de la conquista y plantea la necesidad de ampliar el reducido registro que este investigador ofrece

de los textos representativos de la nueva novela histórica en Chile. Los que aquí se han

seleccionado ilustran paulatinamente el cumplimiento de los rasgos que enuncia Mentón, los

cuales se realizan de modo paradigmático en Butamalón.

En el contexto en el cual se inscribe este estudio, cobra particular interés la propuesta de una

categoría como es la de "discurso etnocultural", presente en textos escritos por chilenos y

mapuches al sur de la histórica "zona de la frontera". Tal discurso está destinado a poner de

manifiesto la índole plural y heterogénea que caracteriza la conformación intercultural de la

sociedad chilena y, por lo mismo, actúa como una respuesta positiva a la hipótesis del

debilitamiento y extinción del mundo tradicional indígena como tópico cultural, social y artístico.

En tal sentido, la escritura etnocultural pretende "formar una conciencia abierta a la interacción

Page 8: De La Araucana a Butamalc3b3n

sociocultural que tienda a la disolución de las dicotomías conformadas en la escritura española de

la conquista y de la colonia que se han convertido en estereotipos de la cultura nacional"

(Carrasco 1991: 113). Conforme a tales dicotomías irresueltas, en la literatura chilena el pueblo

mapuche oscila "entre el mito y la realidad", como han reseñado de modo exhaustivo Ariel

Antillanca y César Loncón (1998).

En un sentido similar, en sus estudios dedicados al discurso de la colonia, Gilberto Triviños

destaca que el tiempo de la conquista se presenta a la memoria colectiva como "una matriz

generadora de representaciones profundamente inscritas en la imaginación de los chilenos". Sin

embargo, esta matriz no incluye la percepción de la condición interétnica de una sociedad, y su

consecuencia es "el desprecio por la diferencia" que conduce a negar la parte indígena como

componente de una nacionalidad (Triviños 1996: 4), hecho ya denunciado por Neruda en su

artículo "Nosotros los indios" (1982). Tal contradicción radica en que mientras La Araucanía

constituye un espacio épico por excelencia en nuestro imaginario (Triviños 1992: 67), esa edad

heroica lo es más bien para la memoria colectiva del chileno antes que para el propio indígena.

Para éste, ese espacio de epopeya no es sino una cruda realidad de postergación e intolerancia

que le niega justamente esa "virtud guerrera", reservada sólo para el ceremonial conmemorativo

del Estado hegemónico, o que permanece relegada en las páginas de La Araucana. Por el contrario

-enfatiza Triviños-, esta enorme disyunción entre la fascinación por el mito araucano y la

vergüenza por lo araucano no existe entre los mapuches. El poder sugestivo del mito épico en este

pueblo es "una fuerza movilizadora y realmente activa como principio de cohesión" (Triviños 1992:

77). Un factor como éste es el que pone de relieve el discurso etnocultural cuando -por ejemplo-

hace de Lautaro, de Pelantaro y de las tradiciones mapuches, un "recuerdo presente" antes que

una sombra difusa (Lienlaf 1989), hecho que Butamalón vitaliza ampliamente. Esta novela de

Labarca puede ser vista como el extremo de un ciclo que inauguraban La Araucana tanto Como la

escritura historiográfica de Valdivia y Vivar, y como una acabada expresión textual en el conjunto

de los discursos existentes sobre la conquista de Chile. De allí que su importancia en el contexto

de este estudio no se reduce sólo a ser una novela representativa del texto etnocultural. En

Butamalón se produce también una declarada "rebelión de la escritura" que experimenta la

narrativa contemporánea.

El carácter distintivo del estado actual de los estudios literarios es el hecho de la

reformulación, renovación y expansión no sólo del canon, sino también de los conceptos básicos

concernientes a la naturaleza de la literatura y de sus partícipes, sean ellos productores o

intérpretes, todo lo cual pone de relieve la índole compleja y heterogénea del fenómeno de lo

literario.

El examen de los aspectos relacionados con la tradición y la renovación de los estudios de la

literatura colonial permite observar los procesos de escritura y de re-escritura que se verifican en

el discurso de la conquista, las principales tipologías textuales que ella presenta y los supuestos

teóricos que sustentan el circuito de producción, circulación, recepción y valoración de los textos

en la sociedad colonial. En principio, en el eje de la producción del texto, esto significa atender a

una competencia o a un saber hacer con las palabras por parte de quien asume la escritura. En

consecuencia, como principio metodológico se caracteriza el discurso de la conquista a partir de

aquello que los propios autores y lectores de la época afirman acerca de los actos discursivos y de

los textos que comparten y valoran (Molloy 1989: 447). Vale decir, se trata de describir la noción

de literatura que suscriben los propios productores de discursos escritos en le sociedad colonial,

así como los criterios que operan en el polo de la recepción. Los lectores (destinatarios, censores)

tanto como los cronistas-escritores comparten y definen como literatura todo acto de escritura,

independientemente de su condición ficcional. Este intercambio de opiniones sobre el discurso

entre el escritor y su público constituye un proceso de so de conceptualización del discurso y de

las formas discursivas sobre las que se basan las decisiones de sacar a luz pública una

determinada obra o escrito (Mignolo 1993: 555). Para el periodo colonial, esta noción de discurso

resulta apropiada para valorar las distintas producciones verbales no necesariamente literarias

(Acciónales o retóricas), tal como aparece en testamentos, declaraciones, probanzas, cartas,

bitácoras, contratos, pactos, actas y demás documentos (Mignolo 1981, 1982) que circulan y son

valorados en la época como prueba del acto básico de saber poner por escrito diversos

Page 9: De La Araucana a Butamalc3b3n

acontecimientos. También abre el terreno del dominio de la palabra y de muchas voces no

escuchadas por no ajustarse al canon que prescribe (o proscribe) sus propiedades estéticas, dado

que, por lo general, el concepto de literatura se limita a ciertas prácticas institucionalizadas de

escrituras eurocéntricas (Adorno 1996: 664-665). Por lo demás, el acto de escribir aparece

regulado por una serie de restricciones oficializadas (por la Corona, principalmente para sus

colonias), las que habitualmente son aplicadas sólo a la literatura propiamente tal, como es el

caso de los preceptos de Horacio ("dulce" et "utile"). Como resultado de esta praxis colonial, el

discurso de la conquista se realiza fundamentalmente al modo de una competente escribanía ("mi

pluma es pluma de escribano", afirman) en la medida en que ese sujeto letrado ponga de

manifiesto la verdad de los hechos, como los registran esos escribanos que acompañan a los

conquistadores (Barraza 2004). Asimismo, es evidente que excepcional-mente quienes escriben en

la época lo hacen guiados por un proyecto literario. Conforme a lo anterior, metodológicamente se

impone una ampliación del canon literario establecido para los discursos coloniales, puesto que la

noción de discurso resulta definida por sus propios usuarios. Los cronistas, en general, definen

su quehacer en términos de una competencia o de un "saber letrado", un saber escribir, y ponen

de relieve el "trabajo que les demanda la escritura" sea ella "canto" o simplemente "escritura-

relación" de la conquista.

Tales supuestos metodológicos, aplicados a textos representativos de la "novela histórica

tradicional" y de la "nueva novela histórica" (Mentón 1993) que aquí se estudian, prueban que la

reescritura de la conquista no es ajena a las modificaciones globales producidas en el seno de la

institucionalidad literaria y a las contingencias éticas y estéticas en medio de las cuales se

producen. Entre tales modificaciones, es preciso poner de relieve que toda novela – como es el

caso de Butamalón – construye un espacio" multidiscursivo y transtextual donde se proyectan de

"manera variablemente explícita, el conjunto de sentidos" que la específica cooperación

interpretativa del lector y la crítica deben evidenciar e interpretar (Reis 1981; Eco 1987).

Asimismo, el análisis del corpus que aquí se estudia considera, también, los umbrales intra y

transdiscursivos del texto (Genette 1989, 1990); la necesaria referencia a la noción de géneros y

tipologías textuales (Segre 1985) y a la metatextualidad o autorreflexividad en tanto formantes

discursivos que están implícita o explícitamente presentes en la naturaleza de la literatura

(Mignolo 1978). Se atiende, igualmente, a incorporar como instrumento de análisis el principio de

la necesaria "competencia cooperativa del lector" en el eje de la recepción del texto (Eco 1987),

aceptando la condición plural y macrodiscursiva e interdiscursiva antes que la singular

u homogénea del texto (Segre 1985), así como el carácter social, cultural

históricamente situado de los hechos literarios (Schmidt 1978).

Estos supuestos metodológicos permiten vincular el análisis de obras Como Butamalón y La

Araucana -y de otras que han sido seleccionadas para este corpus del discurso de la conquista-,

las que, aunque distantes en ti tiempo, exhiben de manera similar la compleja condición del texto

lunario, pues, en diverso grado, en ellas se discute y se superan los límites del canon (Pozuelos

2000) y plantean a los estudios literarios mayores exigencias críticas y metodológicas. Por lo

pronto, en un nivel teórico, la serie textual de la conquista pone de relieve que el discurso literario

presenta una zona fronteriza de intersección, heterogeneidad y multidiscursividad que lo hace

solidario de otros discursos y tipologías -como son aquéllas de la historiografía- para cuya

aprehensión se postulan conceptos como metahistoria y metaficción (White 1983, 1997; Hutcheon

1987). De aquí se deriva también la pertinencia de identificar el texto como un objeto cultural a

disposición de sus usuarios -lo prescriba o no el canon-, y que se constituye como un "tejido" -

conforme a su semantismo etimológico reactivado por Barthes (1973)- que se encuentra inclinado

sobre otros discursos, la sociedad, la cultura y la historia, a raíz de lo cual se presenta corno un

producto no acabado sino inconcluso o abierto, disponible para ser continuado. En la actualidad,

la noción de texto pone de relieve su Condición de constituir un discurso de alta significación en

una cultura, hecho por lo cual es conservado en la memoria colectiva junto con su

correspondiente metalengua (Mignolo 1982).

Principios metodológicos como los reseñados permiten observar cómo esa memoria colectiva

del discurso de la conquista -que privilegia sólo el ángulo positivo y cualitativamente elevado,

digno, hazañoso o memorable de la vida social, histórica y cultural- oculta precisamente ese

Page 10: De La Araucana a Butamalc3b3n

anverso de "historias negadas", por "escandalosas" o por ser pruebas de "bárbaros casos"

ocurridos durante la guerra de Arauco. Sin embargo, las historias silenciadas terminan siendo

desenmascaradas paulatinamente en el transcurso de la literatura chilena que habla de la

conquista. En especial, obras como Butamalón -al transfigurar esas imágenes de las rebeldías y

transgresiones que se produjeron en el curso de la guerra de Arauco- reeditan el gesto de similar

rebelión que profiere Ercilla para su época y para el canon, cuando en La Araucana concluye por

trocar el canto en llanto. Tal enunciado de Ercilla anticipará las relaciones disyuntivas entre el

mito y la realidad que participan en la formación de la identidad nacional, pues, esta admiración

que origina la épica -en tanto canto de alabanza a los héroes-lleva consigo, antitéticamente, el

rechazo que provoca el despojo y la discriminación en Arauco. Tal oscilación constituye los

extremos de una praxis social y verbal irresuelta, que preside el discurso de la conquista en la

literatura nacional. En este contexto, uno de los signos de la renovación de los métodos de estudio

de la literatura colonial es, por ejemplo, el proceso de recuperar para la exégesis de la escritura de

la conquista la existencia y legitimidad de otras tipologías de análisis, siendo una de ellas la

noción del discurso del fracaso (Pastor 1984; Invernizzi 1988), que permite dar cuenta de otros

encuentros, otras figuras, otras historias, como las de rebeldes, fugitivos y cautivos, por ejemplo

(Triviños 1994).

En tal sentido, el estudio particular de Butamalón exige asumir que -a diferencia de la serie

narrativa en la cual se inscribe- esta novela construye un espacio multidiscursivo y transtextual

que apela a una específica cooperación interpretativa del lector (Eco 1987), pues pone en

interacción una serie de discursos textuales (la historia de una traducción vs la historia de un

Traductor), metatextuales (dedicatoria, epígrafe, post-scriptum) y extratextuales (glosario, notas,

traducciones del mapudungun, fuentes historiográficas) de modo tal que si el receptor no les

asigna el debido semantismo, en su calidad de lugares estratégicos del texto, no advertirá su

eficacia en la construcción del macrotexto.

En conformidad con lo anterior, concierne igualmente observar que esta reacción del discurso

-que se manifiesta en los textos de ficción como escritura / reescritura beligerante- se produce

igualmente en el nivel de la metodología predominante en los estudios críticos del discurso de la

conquista que se expresa en aspectos como la ampliación del canon y de sus registros

epistemológicos. De este modo, la renovación del marco metodológico para el análisis de los textos

de la conquista ha permitido -por ejemplo- el conocimiento y valoración de la voz de "los vencidos"

de ambos bandos develando, así, la pluralidad y heterogeneidad del ámbito y de los actores de la

conquista, pues en ella no participan sólo los capitanes, soldados y misioneros españoles, sino

también indígenas, yanaconas, negros, mestizos y mulatos. Por lo demás, la guerra de conquista

no sólo produce héroes sino también cautivos y rebeldes de ambos bandos. En A lauco transitan

españoles victoriosos y vencidos, fracasados o desengañados , transformándose en un escenario

violento para fugitivos, traidores, tránsfugas y aindiados, cuyas actuaciones transgresoras son

reprobadas por la sociedad colonial, que los excluye de la memoria colectiva y de la

escritura (Pastor 1984; Price 1992; Triviños 1994).

La expansión de los límites del discurso de la conquista hace posible llevar a cabo una

escritura de la re-invención de Chile que surge como contraparte de los discursos mitificadores de

la conquista. Esta variedad de contradiscursos, enunciados como discursos del "fracaso" y del

"desengaño" o de las "bonicas hazañas" y de las "hazañas escandalosas", junto con la formulación

de nociones críticas relativas a la "etnoficción" (Lienhard 1990: 289-291) y al "discurso

etnocultural" (Carrasco 1991) constituyen categorías necesarias para el análisis de un corpus

como el que aquí se estudia.

I. MEMORIAL DE CONQUISTADORES

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1. DE LA ESCRITURA OFRECIDA AL REQUERIMIENTO DE ESCRITURA

En el mes de agosto de 1492, cuando Cristóbal Colón decide "escribir todo este viaje muy

puntualmente, de día en día todo lo que yo hiziese y viese y passasse, como adelante se veirá"

(Colón 1982:17) se inaugura puntualmente una serie textual que, luego del Descubridor, podemos

reconocer e identificar con el término genérico de "discurso del descubrimiento y de la posterior

conquista" de América.

Esta determinación de Colón -expresada mediante enunciado aparentemente simple con el

cual se formula un propósito y una promesa de escritura- lleva consigo la condición de un

complejo acto de habla cuyo examen, para los efectos del estado actual de los estudios críticos de

los discursos coloniales, reviste un real interés.

Es obvio que Colón no es un literato. A lo más es un letrado, vale decir, un individuo que -

como muy pocos en su época- sabe leer y escribir y que entre sus lecturas se encuentra el Libro

de las maravillas de Marco Polo (1298) quien, cuando estaba en prisión, igualmente decidió

"escribir" sus travesías por el Oriente, dictándoselas a Rustichello, su compañero de celda (Polo

1987). Lo que el Almirante pone en juego es, entonces, una competencia o una destreza básica

con respecto al lenguaje que habla y escribe. Tal competencia, además, le permite discurrir o

pronunciar discursos, ajustándose a una clase de los mismos identificable con el "libro de viaje",

"diario de navegación" o "bitácora" o "carta", lo cual supone producir un tipo de textos conforme al

procedimiento de "escribir cada noche lo que el día passare y el día lo que la noche navegare"

(Colón 1982: 17).

En este contexto, el "saber" de Colón con respecto a la escritura y a las formaciones textuales

correspondientes no diferirá de muchos otros Capitanes, soldados y misioneros quienes, en el

momento de "hacer memoria moría escrita" de los hechos de la conquista militar y espiritual de

América no se preguntan estrictamente "qué es la historia o qué es la literatura" sino que,

básicamente, toman el acto de escribir como un "saber hacer con el lenguaje". De este modo, sus

actos de discurso sólo pretenden ser una transcripción fiel y verdadera de los hechos propios y

ajenos que refieren o testimonian en la página en blanco, mediante la mano que traza e imprime

con la pluma esas historias.

No obstante, los actos verbales -aunque individuales- se inscriben en un circuito mayor de

actuaciones prácticas y de interacción dialógica socialmente institucionalizadas. Pronto, los Reyes

Católicos transforman la decisión de Colón en una solicitud o "requerimiento" de hacer "memoria

escrita para saber del Nuevo Mundo y conocer el proceso de su descubrimiento y conquista". Para

los Reyes, el efecto de la bitácora escrita por Colón es sorprendente, desde el momento que le

declaran:

Nosotros mismos y no otro alguno, hemos visto algo del libro que nos dejastes,

y cuando más en esto platicamos y vemos, conocemos cuan gran cosa ha sido

este negocio vuestro que habéis sabido en ello más que nunca se pensó que

pudiera saber ninguno de los nacidos (...) vimos vuestras letras e memoriales

(...) Y visto todo lo que nos escribistes como quiera que asaz largamente decís de

todas las cosas, de que es mucho gozo y alegría leerlas, pero algo más queríamos

que nos escribiésedes (...) por nuestro servicio (Cartas de los Reyes a Colón,

Barcelona, septiembre 5 de 1493 y Segovia, agosto 10 de 1494. En Mignolo

1982: 17. La cursiva es nuestra).

El examen de este proceso de emisión y de recepción de textos, que ilustran Colón y los Reyes,

paralelo a las regulaciones procedentes del canon literario -y a los tratados de poética y similares

preceptivas académicas del siglo XVI- permite, aquí, optar por un principio metodológico que

consiste en caracterizar el discurso de la conquista a partir de aquello "que los propios autores y

lectores de la época afirman acerca de estos actos discursivos y de los textos que comparten y

valoran" (Molloy 1989: 447). Recuérdese que ya Marco Polo declaraba que su acto de hacer escri-

Page 12: De La Araucana a Butamalc3b3n

bir sus aventuras tenía como objeto dar a "conocer las diferentes razas de los hombres y la

diversidad de las regiones del mundo y saber de sus raras costumbres", en tanto que Rustichello

de Pisa, su escribiente, sostenía que "las maravillas del mundo... están contadas con claridad y

orden tal como las vio micer Marco Polo, sabio y noble ciudadano de Venecia con sus propios y

asombrados ojos" (Polo 1987: 11).

El hecho es que este intercambio de opiniones entre el escritor y su público en el siglo XVI

constituye un proceso de "conceptualización del discurso y de las formas discursivas sobre las

que se basan las decisiones de sacar a luz pública una determinada obra o escrito" (Mignolo

1993: 555). Cuando los Reyes expresan a Colón que "es mucho gozo y alegría" leer el relato de su

descubrimiento, plantean nítidamente para la narración de la historia aquellas máximas que,

desde Horacio, aparecen como exigencia exclusiva de la literatura. La lectura de los monarcas no

se reduce al "dulce", al "gozo y alegría" de leer sino que, al mismo tiempo, apelan al "utile", al

beneficio que debe proporcionar todo texto escrito en la medida en que se obtenga de ellos un

saber o un conocimiento sobre el inundo: "pero algo más queríamos que nos escribiésedes, ansí

en que sepamos" (...) más -dicen- (...) "para que de todo nos traigáis entera relación" (Mignolo

1982: 71).

De este modo, el ofrecimiento y promesa de escritura a que naturalmente se obliga Colón

durante su empresa de descubrimiento se transforma en "requerimiento o exigencia de escritura"

en calidad de un servicio más que se debe al príncipe, servicio similar al que se le rinde mediante

las armas. A su vez, este hecho prueba que una sociedad, definida básicamente por sus

relaciones de interacción verbal, no sólo es capaz de referir su trascurrir en forma oral o escrita

sino que, al mismo tiempo, es capaz de “describir", conceptualizar y valorar el dominio de sus

actuaciones y productos verbales, así como la función de los discursos que en ella se verifiquen,

independientemente, o a la par, de quienes asumen la función de teorizar, vale decir, formular

una red de conceptos que todo sujeto estima 01 uno necesarios para concebir o regular sus

propias interacciones orales y escritas.

Al respecto, cabe recordar que, en el siglo XVI, sobre el discurso de la conquista pesan

regulaciones emanadas principalmente de la institucionalidad real antes que de aquéllas

estipuladas por poéticas imperantes en los claustros universitarios.

Cuando Felipe II firma la Real Cédula de 1543 acerca de la circulación de libros e impresos en

América, junto con decretar una de las tantas restricciones coloniales a que estaba sometido el

Nuevo Mundo, promulga, conforme a su autoridad real antes que según las preceptivas retóricas,

el concepto de literatura vigente en la sociedad occidental, y determina que el discurso

historiográfico y didáctico sobre la conquista es el principal tipo de escritura posible de efectuar

en América y sobre América. La palabra real y jurídica se hace metalengua literaria al decretar

que sólo en la metrópoli pueden circular libremente las "mentirosas historias", aquéllas presentes

en tipos textuales como "libros de romance", de "materias profanas" y "fábulas", que modeliza a

partir del Amadís de Gaula y otros similares. Permitirlos en América, según el monarca, plantea

"muchos inconvenientes porque los indios que supiesen escribir, dándose a ellos dexarán los

libros de sana doctrina y leyendo los de mentirosas historias desprenderán en ellos malas

costumbres e vicios y demás de esto que sepan que aquellos libros de historias vanas han sido

compuestos sin haber pasado, ainsí podría ser que perdiesen la abtoridad y crédito de nuestra

Sagrada Escritura" (Curcio Alamar 1966: 60). En suma, al hipotético "lector americano" que

supiese leer y escribir sólo le están destinados los textos de las Sagradas Escrituras y aquéllos no

de "historias vanas" sino los que relaten "hechos que sí han pasado" en el nuevo continente y que

son de público conocimiento.

Por otra parte, esta Real Cédula pone de manifiesto que la conquista de América no responde

exclusivamente a un hecho de armas sino que, al mismo tiempo, constituye "uno de los primeros

esfuerzos de la civilización de Occidente para usar la escritura -y la lectura, en términos de

alfabetización de un mundo ágrafo o analfabeto- como un medio de dominación" (Mignolo 1989:

51). Este hecho provoca radicales consecuencias para quienes se decidían a escribir en la

sociedad colonial, sea motivados por las solicitaciones de la corona o por el interés personal de

dar cuenta de servicios y obtener mercedes (Mignolo 1989, 1993).

Walter Mignolo ha advertido que "se ha prestado demasiada atención a los conquistadores,

Page 13: De La Araucana a Butamalc3b3n

oscureciendo el rol de la literatura y de los letrados" en "la organización de la sociedad colonial",

pues la "escritura no sólo hace posible la cultura sino que también el comercio y el control de las

personas y de las tierras" (Mignolo 1989: 81-85). Desde esta perspectiva, se puede comprender el

establecimiento en el Consejo de Indias no sólo de una sección que regula las Leyes de Indias,

sino también de una institución como la de los "cronistas de Indias" que administran la escritura

historiográfica sobre las hazañas ilustres, vale decir, los hechos dignos de memoria acontecidos

en América, la tipificación de sus héroes y la descripción y cartografía de las nuevas posesiones.

Esta suerte de metalengua acerca del universo de representaciones y de hechos que debía

contener el discurso de la conquista será objeto de un nuevo decreto jurídico-literario, l H opuesto

por López de Velasco (1575-1576) al modo de memoria o instrucciones dadas con el objeto de

recoger "relaciones geográficas e históricas", que serían posteriormente procesadas por quien

ejerciera el cargo ele cosmógrafo y cronista mayor de Indias (Mignolo 1982: 72).

Conforme a estos antecedentes, se pueden precisar las complejas transformaciones que

experimenta el arte literario en América, principalmente en el siglo XVI. Más allá de establecer

una serie de correspondencias o no correspondencias con el canon europeo, la institucionalidad

literaria en el Nuevo Mundo – en directa coexistencia con su conceptualización natural y social –

exige una estrecha dependencia con los intereses de la monarquía.

Vi, se determina que los rasgos de la literatura estimados por la cultura Ir i rada en las

colonias no son los de la ficción sino los de la historia, de tal modo que sus géneros

característicos serán aquellos del discurso historiográfico, y que, además, debe valorarse su

función y ejercicio conforme satisfaga los predicamentos del "dulce et utile" de Horacio. Por tal

razón, en el contexto de la institucionalidad colonial, la literatura se repliega y recupera su valor

etimológico de estar constituida por "todo texto escrito", con lo cual se retrotrae a ser entendida

como el signo de un

i lema de valores atribuidos al dominio de la "escritura alfabética occidental".

Planteada en estos términos, la literatura colonial – sostiene Mignolo – es la base de la

justificación de la conquista, pues lo escrito por los "letrados" adquirió relevancia decisiva sobre la

organización política y social del Nuevo Mundo, de manera tal que este tipo de escritura "hizo

posible la organización del Imperio Español en las Indias" (Mignolo 1989: 85) desde el momento

que no sólo "hizo posible la cultura sino también el comercio y el control de las personas y de las

tierras". Tal hecho generó una serie textual identificaba en tipologías como ordenanzas,

instrucciones, memoriales, con todo lo cual, letrados y cosmógrafos "unieron fuerzas para trazar

los límites (en palabras y mapas) de los dominios del Nuevo Mundo" (Mignolo 1989: 81).

En diverso grado, los estudios críticos sobre la literatura colonial han planteado que, en

particular, el discurso de la conquista se presenta al modo de una "subversión y violencia de la

escritura" contra el canon de la metrópoli (Chang-Rodríguez 1982). O como la emergencia de una

"conciencia crítica sobre la conquista" (Pastor 1984), desde el momento que "las situaciones

coloniales se caracterizan no por la pervivencia inmutable de los miembros de distintas culturas

que entran en contacto intelectual y político sino por la generación de nuevas prácticas

discursivas que nacen con y perviven en ellas" (Mignolo 1993: 529).

Tal situación provocaría la discontinuidad de la herencia clásica de las letras en América,

puesto que la literatura fue condenada a expresarse aquí como un conjunto de producciones

verbales escritas y publicadas a la par con los procesos de dominación del continente, por lo que

aparece ligada estrechamente a una condición historiográfica. Vale decir, tales producciones son

identificadas como discursos que hacen referencia o dan cuenta de acontecimientos de

conocimiento público que han sucedido efectivamente en el proceso colonizador, sea que se trate

de La Araucana (1569) o de la Crónica y relación copiosa y verdadera de los Reinos de Chile (1558).

Uno de los signos distintivos de esta nueva escritura generada en América es que en el

circuito comunicativo conformado por quienes escriben y leen en el seno de la sociedad colonial

emerge una poética conforme a la cual la literatura se mide por el grado de verdad y de moralidad

que en ella se exprese. "Dedico mis obras al Rey. Mi pluma es pluma de escribano" es el lema bajo

el cual los censores califican y acreditan la publicación de la "historia" del padre Rosales en 1666.

"En estas treinta y nueve coplas no hay proposición herética ni malsonante contra la fe",

dictamina Fray Félix Ponce de León, hacia 1550, sentencia que hace posible la autorización para

Page 14: De La Araucana a Butamalc3b3n

que se imprima y publique la Nueva obra y breve en metro y prosa sobre la muerte del Adelantado

Don Diego de Almagro, de Alonso Enríquez de Guzmán, enunciados paradigmáticos con los cuales

se define y conceptualiza el marco al que debe ceñirse la práctica de la escritura en América.

El prestigio del buen escribir radica, entonces, en relatar "historias verdaderas" -afines con el

discurso historiográfico- en lugar de "las mentirosas historias", aquéllas identificadas con la

ficción literaria. En tal sentido, sea en el discurso básico de los textos coloniales o en las variables

paratextuales que los acompañan, se asiste a una profusa manifestación de discursos

metatextuales donde se explicita la índole de la práctica escritural vigente y el predominio de la

enunciación historiográfica que amplía sus límites, incluso cuando de textos propiamente

literarios se trata. De este modo, cuando en 1605 el Inca Garcilaso relata la "historia" pública de

la fracasada conquista de La Florida, emprendida por el Adelantado Hernando de Soto, declara:

"no escribimos ficciones que no me fuera lícito hacerlo a viéndose de presentar esta relación a

toda la república de España la cual le luiría razón de indignarse contra mí si se la hubiera hecho

sinistra y falsa" (1956: 102), al extremo que confiesa: "toda mi vida - sacada la buena poesía – fui

enemigo de ficciones como son libros de caballerías otras semejantes" (1956: cap. XXVII).

Por su parte, en 1569, Ercilla enmascara la condición de "canto épico" con el cual refiere la

guerra de Arauco para proclamar la calidad de i elación verdadera" de su discurso, dada su

condición de testigo de vista: es relación sin corromper / sacada de la verdad / cortada a su

medida", afirma en el Canto I (1980, vv 21-22:19). Luego reitera que aunque "como olios han

hecho, yo pudiera / entretejer mil fábulas y amores / mas que ya tan dentro estoy metido / habré

de proseguir lo prometido" (1980: Canto X V, vv 37-40: 97), sosteniendo que en su historia "va la

verdad desnuda de artificio,/ para que más segura pasar pueda" (1980: vv 579-580, Canto XII:

86).

Desde una perspectiva actual, el análisis de los discursos coloniales debe considerar

necesariamente que las "situaciones comunicativas” puestas en práctica en la sociedad colonial

constituyen un campo de interacciones regulado por prácticas y conceptualizaciones de las

acciones discursivas de los sujetos. En el periodo, la publicación de textos "es una directa

consecuencia de la imposición de un canon, de una institucionalización del discurso y de la

aceptación de unas formas textuales -y no de otras-, lo que hará posible dar a la luz pública una

determinada obra escrita" (Mignolo 1989: 555). Tales normativas permitirán entender, por

ejemplo, las "imitaciones" y "correcciones historiográficas" que originó La Araucana; la

"atribución" indebida de una obra a un autor, como ocurrió con el Purén indómito (1603), la

relegación al anonimato del autor de La guerra de Chile (1610), o el silenciamiento de Alonso de

Enriquez de Guzmán como autor del texto, ya citado, sobre la muerte de Almagro (1550).

DEL “TRABAJO DE LA ESCRITURA” Y EL “CANTO” DE LA CONQUISTA

“No escribir ficciones” sino “relaciones sin corromper” y que – a petición de los Reyes - “den a

conocer la verdad” en tanto guarden “memoria cierta de hechos hazañosos" de españoles en

América y, a la vez, que proporcionen "placer y no pesadumbre" (Colón 1982: 280) viene a cons-

tituir la metalengua de un contrato pragmático de escritura que rige la circulación y el prestigio

de los discursos coloniales a partir del siglo XVI. Tal conceptualización se percibe, explícitamente,

en la serie de enunciados paratextuales que acompañan generalmente los textos de autores

representativos de la época quienes alcanzan, justamente, la calidad de tales porque el hecho

primario de saber leer y escribir los convierte en "letrados".

Es por esto que los discursos coloniales vienen a ser, básicamente, aquellos productos

verbales de quienes, siendo protagonistas de algunos hechos relevantes -y testigos de vista, o de

oídas, de otros ajenos-, son capaces de ponerlos por escrito como manifiesta superioridad de

quienes se valoran a sí mismos como sujetos no "analfabetos" sino "alfabetizados", instruidos en

el acto elemental de saber leer y escribir. Naturalmente que si esta competencia va acompañada

de una mediana erudición letrada, la ventaja es mayor para el cronista quien perfectamente

puede usar este saber para dar cuenta de su vida, sin que se lo haya solicitado la Corona y sin

que su biografía necesariamente lleve consigo una conducta heroica. El supuesto es que, en tales

casos de competencia verbal, el cronista puede perfectamente escribir sobre la muerte de un

Page 15: De La Araucana a Butamalc3b3n

gobernador como Martín Oñez de Loyola (Arias de Saavedra) y el ajusticiamiento de Almagro

(Alonso Enríquez); argumentar sobre la legalidad de su cargo (Valdivia); contar la "versión

verdadera" de lo acontecido en su cautiverio (Alvar Núñez de Pineda y Bascuñán) u ofrecer el

relato de sus andanzas por La Araucanía (Catalina de Erauso); proporcionar al príncipe -por

iniciativa personal- consejos no solicitados sobre los modos de "reparar" o terminar la dilatada

guerra de Arauco (Quiroga, Góngora y Marmolejo, Marino de Lobera); testimoniar la calidad de

testigo de ella (Vivar); dar a conocer en Europa el reino de Chile (Ovalle) o disputar el grado de

veracidad sobre el protagonismo de los capitanes españoles en Arauco (Oña); proseguir el canto

de Ercilla (Santistevan); hilvanar un supuesto relato de un sobreviviente de Tucapel (Loubayssín),

o efectuar un "compendio histórico" de la conquista de Chile (Xufré).

Más que "arte aprendido", el discurso de la conquista durante el periodo colonial es definido

como "trabajo": "tomarse el trabajo de escribir", "hurtar tiempo a la guerra para hacer relación"

(Ercilla, Valdivia), "sabroso ejercicio de la pluma no ajeno al manejo de la lanza" (González de

Nájera 1970:1), "poner memoria escrita contra el olvido" (Vivar 2000: 39, 41). El requisito básico

es que la escritura cumpla con la función de constituir un auténtico "registro de la verdad"

(Quiroga 1979: 5, 6) y que su "oficio" esté destinado al "crecimiento y buen progreso de las letras"

(Marino de Lobera 1970: 11). En este contexto, los "escritores de la época" -unidos por el rasgo

común de "saber usar la pluma como los escribanos"- no se distinguen entre sí estrictamente por

su condición de "poetas" o de "historiadores". A lo más, la escritura es un privilegiado servicio que

pueden ofrecer al monarca. Salvo Enríquez de Guzmán -postergado en su afán declarado de

"trovar" y ser calificado como "poeta"- Ercilla, Oña, Santistevan, Arias de Saavedra y Xufré,

aunque poseedores de un saber retórico básico sobre el metro y el estilo, deben cumplir con el

requisito perentorio de "ajustarse a la verdad", como bien sintetiza Quiroga en 1690:

El P. Alonso de Ovalle (1646) escribió historia y confiesa a cada paso cuan falto

está de noticias. Don Alonso de Ercilla escribió en poema Araucano sólo del tiempo

que estuvo en el ejército; y otro, don Juan Jofré de Loayza, y después de acá no

tenemos nada impreso. Es cierto que Ercilla me ha parecido el que más

propiamente habla de la naturaleza de los indios y de los sitios de estas

provincias, y sin embargo le nota Jofré y reprende porque faltó a la verdad en

algunos lances (Quiroga 1979: 5. La cursiva es nuestra).

Por su parte, Góngora y Marmolejo destaca que mayor "trabajo es escribir [la verdad] en

prosa" y no en verso (1970: 21) como hiciera Ercilla, ese "caballero que en este reino estuvo poco

tiempo" (...) "escribió algunas cosas acaecidas en su Araucana, intitulando su obra el nombre de

la provincia de Arauco, y por no ser tan copiosa cuanto fuera necesario para tener noticia de

todas las cosas del reino, aunque por buen estilo" (1970: 21-22).

En consecuencia, en el marco del discurso de la conquista, las fronteras entre la literatura y

la historia no son infranqueables y se reducen externamente a aquéllas que existen entre la prosa

y el verso, exigiéndose a los poetas ser tan verídicos como los cronistas (Oña 1596) y que pongan

de manifiesto la máxima horaciana del "dulce et utile". Conforme a tales preceptivas, Ercilla

declara no sólo su condición de testigo de vista -aunque parcial, según Góngora y Marmolejo,

Jofré y Quiroga, ya citado s- sino que, además, consagra un verosímil historiográfico que se pro-

yecta diacrónicamente en la conformación del canon de la literatura nacional. Según el poeta-

soldado, para satisfacer "la afición de sus lectores" (...) y "para que fuese más cierto y verdadero

[su discurso] se hizo en la misma guerra y en los mismos pasos y sitios, escribiendo muchas veces

en cuero por falta de papel y en pedazos de cartas" (Ercilla 1980:15).

Esta particular proximidad de los discursos de la historia y de la literatura, que concluye por

ser entendida como ausencia de fronteras entre ambas, provoca una evidente transdiscursividad

o intercomunicación de los géneros de la historia y de la literatura -que en su momento fuera

denominado como "estilo centáurico" (Loveluck 1976: 29)-, y muestra que durante la conquista no

se produce sólo un mestizaje de sangre sino que también una transformación, expansión y fusión

de discursos. El proceso ha sido calificado, igualmente, como cruce ambivalente mediante el cual

se produce una "historización de la poesía" que va a la par con una "poetización de la historia"

Page 16: De La Araucana a Butamalc3b3n

(Antei 1989), pues ambas escrituras no aspiran a competir entre sí por el grado de veracidad que

les asiste, sino que terminan siendo solidarias. Conocido es, por ejemplo, el tópico de la elección

de Caupolicán como cacique mediante la prueba del tronco. Entendido, en un principio, como

simple recurso de la máquina o maravilloso presente en el canon de la épica, se halla acreditado -

casi diez años antes de la Primera Parte de La Araucana- en la "crónica copiosa y verdadera" de

Gerónimo de Vivar, con lo cual se fortalecen y validan mutuamente. Por lo demás, nótese que los

discursos paratextuales (como dedicatorias, epígrafes, prólogos o advertencias a los lectores,

aprobaciones, o autorizaciones, censuras, loas o alabanzas al autor, notas, citas, glosas y otros

recursos similares) son empleados por igual tanto en el discurso historiográfico como en el texto

literario y en los manuales de confesión de la época, y buena prueba de ellos son, por ejemplo, los

que aparecen en el Arauco domado, de Oña (1596), y en la Historia General del Reino de Chile.

Flandes indiano, del padre Diego de Rosales (1989: 3-21).

"Obra o escritura" llegan a ser una misma cosa para el doctor Francisco Ramírez de León,

comisario de la Inquisición y censor del texto de Rosales (1989: 17). Tal sinonimia privilegia el

acto manual de "emplear la pluma", tanto como puede hacerlo diestramente un "escribano"

(Barthes 1986). Esta calificación de la escritura, reiterada por quienes aprueban y censuran

favorablemente la "historia" del padre Rosales o el poema de a, por ejemplo, posterga la

percepción originaria de todo acto verbal, emitido primeramente como voz, como discurso, como

acto de "reflexionar o de discurrir" por medio del lenguaje sobre un personaje, un tópico o un

acontecimiento. Y de hecho, tanto la historia como la literatura participan en común de un mismo

acto de discurso, con lo cual los criterios de verdad o de ficción con que se demarcan

habitualmente dejan de constituir un requisito estrictamente diferenciador (Rodríguez 1984).

La decisión de "escribir" una "carta", un "diario" o un "libro de navegación", por parte de

Colón, transformada luego en la "solicitud de i elación escrita de las tierras y memoria verdadera

de los sucesos hazañosos protagonizados por españoles en el Nuevo Mundo", y la posterior

institución del cargo de "cronista mayor de Indias" son, en su conjunto, los constituyentes básicos

que configuran el canon que regula el discurso colonial y determina que sea el género narrativo –

y sus diferentes clases – la praxis de discurso predominante durante la etapa de conquista.

Adviértase, por ahora, que -aparte de la explicitación de géneros como "el romance", "las

fábulas" y "la novela de caballería"- la diferencia entre "mentirosas" y "vanas" historias, y

"verdaderas historias", prescrita por la Real Cédula de 1543, no cuestiona el hecho de que tanto

historia como literatura participan del acto común de "contar", "narrar", "relatar" o "referir". En

efecto, tales actuaciones corresponden a una "facultad racional de discurrir, reflexionar o decir lo

que se piensa por medio del lenguaje sobre una materia para enseñar, persuadir o divertir" (DRAE

1974: 484).

El hecho es que el acto de narrar, vale decir, el proceso de evocar por medio del discurso una

situación -ocurrida a unos agentes en un ayer y en un allá- e introducirla en otra situación,

delimitada en un aquí y en un ahora del narrador y de su receptor (o dedicatario, si corresponde)

constituye una suerte de "género global" en el cual participan, por igual, tanto el texto que cuenta

ficciones como aquél que habla de la historia, entendida ésta, latamente, como "narración y

exposición verdadera de los acontecimientos y hechos pasados y cosas memorables, de un pueblo

o de un personaje" (DRAE 1974: 712).

No obstante, aunque definida por los textos coloniales como "el alma de la verdad", la noción

de "historia" comprende otras acepciones aplicables fuera de su ámbito y de su exigencia de

veracidad. "Historia" puede ser, igualmente, "relación de cualquier género de aventura o suceso

aunque sea de carácter privado y no tenga importancia alguna" (DRAE 1974: 712). Y es esta

condición de lo "privado" y "exento del requisito de hazaña memorable" lo que hace suyo el texto

literario, para el cual la "historia" es concebida como un producto verbal conformado por "el

universo de representaciones evocado por el discurso" (Todorov 1970). Por lo demás, "historia"

deviene en sinónimo de "vida personal" -la que puede ser objeto de discurso autobiográfico o

biográfico- tanto como de una clase de "relato mentiroso", "fabulador" o "fingido" con el cual se

pretende engañar o divertir o simular.

Lo expuesto precedentemente hace perceptible que la condición básica del "discurso" es que

éste corresponde a la competencia de un hablante respecto a un saber verbal, o a un saber hacer

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con las palabras, competencia que preside toda actuación lingüística, independientemente de que

el contenido de ella sea de carácter veraz o ficticio, público o privado, de victoria o de infortunio.

Conforme a este principio, para el discurso de la conquista se reduce la relevancia de preguntarse

preferentemente por los límites precarios y las imbricaciones fronterizas que se producen entre la

"historia" y la "ficción literaria". De lo que se trata, en principio, no es exclusivamente de una

cuestión epistemológica sino primariamente de una actividad lingüística, propia de interacciones

sociales y culturales producidas "con" y "por" medio del lenguaje.

De lo ya dicho se deriva que, para los efectos del discurso de la conquista, se impone la

necesidad de revisar y ampliar los límites impuestos al canon de lo literario, lo cual implica

considerar primeramente (Verdesio 1995) que el corpus de la serie colonial está constituido por la

totalidad de las producciones del periodo -escritas por autores chilenos o españoles-, corpus que,

por lo mismo, presenta una variabilidad de formaciones textuales y de tipos discursivos (Mignolo

1981,1982; Van Dijk 1980) de carácter historiográfico y no historiográfico. Tal variabilidad pone

de manifiesto, ante el canon de la escritura colonial, que tales textos son básicamente "actos

verbales ("escritos") y conservados en la memoria colectiva por su alta significación en la

organización de una cultura". Y es la cultura la que los identifica, valora y avala su circulación

mediante la metalengua correspondiente y demás procedimientos establecidos por la institución

literaria colonial (Mignolo 1982: 57).

El examen del corpus textual de la serie de la conquista durante los siglos XVI y XVII muestra

que "una cultura no sólo conserva textos, sino que los conserva como pertenecientes a una cierta

clase o formación textual" (Mignolo 1982) a la manera de una superestructura (como puede lerlo

la clase literaria, histórica, religiosa, jurídica, geográfica, etc.) que en su interior presenta una

serie de realizaciones o modalidades discursivas, Como ocurre con los "géneros" de la historia y de

la literatura, respectivamente.

En la sociedad conquistadora, el acto de "discurrir" por escrito no agota la competencia verbal

ni la marca social y cultural que separa al "letrado" (o "alfabetizado") de los "iletrados", sino que

tal competencia va acompañada del acto de "saber" decidir qué "clase" o género de "escritura" es

la más apropiada, sea para acceder a la petición de informar al rey 0 para solicitar mercedes por

servicios prestados a la corona. Valdivia no vacila en hacer "relación" mediante sus cartas

enviadas al rey entre 1545 y 1551; Vivar y Marino de Lobera se deciden por el tipo de la "crónica"

y de la "relación copiosa" del Reino de Chile; "Historia de Chile", histórica "relación" o "historia

general" son los nombres que corresponden al género al cual se adscriben Góngora y Marmolejo,

Alonso de Ovalle y Diego de Rosales respectivamente, en tanto que Jerónimo de Quiroga identifica

el suyo como "memorias". Por su parte, González de Nájera postula una clase historiográfica de

carácter ensayístico para que, frente al "engaño" que se padece sobre la crudeza de la guerra de

Chile, se acepte su proposición para "repararlo" y "acabar la conquista" (1970: XIV).

De esta forma, el lector, auditor, hablante o crítico -cuando corresponde- puede reconocer en

los enunciados de estos títulos la clase historiográfica correspondiente. Desde ese saber o

competencia, los receptores de las diferentes clases de textos de la conquista reconocen que ellos

participan de la voluntad común de "conservar para la memoria colectiva" la verdad de victorias e

ilustres hazañas, dignas de escritura, recuerdo y celebración. Frente a esta norma del canon

historiográfico -no diferente por lo demás del canon literario-, resulta de mayor complejidad el

discurso de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, cuyo cautiverio y posterior rescate no es

precisamente signo de victoria sino de fracaso.

Es entonces cuando se percibe que el discurso historiográfico no es únicamente un discurrir

sobre hechos de armas, sino también una "aventura del lenguaje" más allá del acto primario de

"saber leer y escribir". El discurso de los conquistadores se inscribe axiológicamente en el curso

de una "hazaña retórica" -de intimidación o de glorificación-, pues se comprometen con un acto de

escritura que les exige una serie de destrezas para lograr la finalidad del "dulce et utile" y, en

último término, llegar a "persuadir" a la corona acerca de la calidad de los servicios prestados. Lo

evidente es que este decir es un hecho de letras y de ejercicio del poder de la escritura, compatible

o tan atractivo y riesgoso (Oña 1596) como el de las armas, desde el momento que sus autores no

desdeñan colocar junto a sus nombres los grados militares o religiosos que ostentan, o su

condición de "escribanos" públicos.

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Contar por medio del discurso escrito es, entonces, un recurso para "ser contado", es decir,

incluido o considerado entre los servidores del rey y, por este acto, emerger en la escritura como

autor de un texto en el cual actúa como narrador y protagonista de una experiencia que desea

enriquecer y prestigiar al ponerla por escrito. Al responsabilizarse de ella y "al hacer relación" se

busca poner de manifiesto lo que ha permanecido oculto detrás de los hechos de armas, como es

la intención y la diligencia que se ha prestado a esos actos de servicio al príncipe (Molloy 1989:

423).

En La historia de La Florida, el inca Garcilaso de la Vega afirma que en las campañas de la

conquista era frecuente que los soldados refirieran entre sí, o a sus capitanes, los diversos lances

vividos en combate (1960: 6, 107, 178, 325; Barraza 1999a). De este modo, el hacer del soldado

en la historia quedaba disponible para el decir narrativo que prefigura crónicas y memorias

diversas. Dado que un evento histórico -digamos, la conquista de Chile y la guerra de Arauco- no

se presenta de una manera idéntica para todos los testigos, desde Vivar a Quiroga se asiste a

versiones, re-versiones y contraversiones del mismo.

En cada una de estas versiones de la historia, el autor debe recrear por escrito, por lo común

en la vejez y -salvo Valdivia- muchas veces a gran distancia de los acontecimientos, la instancia

de discurso oral que pudo haber hecho frente a un notario, por ejemplo, para dejar estampada

una probanza de méritos ante un superior religioso o un militar, tal como la construye todo

discurso literario.

En tal sentido, el canon literario del discurso de la conquista participa de las normas de lo

historiográfico en cuanto privilegia "historias verdaderas" dignas de memoria, aquéllas propias de

recuerdo, puesto que hablan de victorias no de derrotas. Sin embargo, en especial, el discurso

literario permite una mayor libertad frente a los hechos que han permanecido ocultos o

silenciados por la historia propiamente tal, desde el momento que esos eventos, por muy heroicos

que sean, no hablan por sí mismos y requieren necesariamente de la escritura o del canto. La

norma del discurso histórico es -conforme al cronista/narrador de Los funerales de la Mama

Grande- contar "el primero" y "antes de" que surja una multiplicidad de narradores y de versiones

de los hechos (García Márquez 1982: 168).

En el Prólogo al Lector, y desde el canto I de La Araucana, Ercilla sostiene la inmediatez de su

escritura frente a los hechos de Arauco, por lo que califica su discurso como "historia", "verdadera

relación", "carta" o "crónica", antes que como discurso propiamente literario. Sin embargo, es el

"canto" -ya no simple "escritura de un alfabetizado" sino el discurso de un verdadero letrado- el

que preside todo su texto. La Araucana es "canto", "voz", "son", eco de la "fama" sobre "el valor, los

hechos las proezas" de españoles esforzados y de "empresas" "temerarias" y "memorables" / "que

celebrarse con razón merecen", empresas que -al ponerse por escrito- impiden que "el tiempo

injustamente las consuma" en el olvido (1980: 19 y 86). Tal proyecto de Ercilla no difiere

mayormente de aquellos de los cronistas e historiadores, puesto que en ambos casos se

manifiesta un convencionalismo propio de la narración, ése que radica en la libertad que asiste a

todo narrador para proceder a un ordenamiento temporal y no necesariamente cronológico, como

lo exige la sucesividad de la historia. Tal reorganización aparta a los sucesos de su estricta

facticidad, vale decir, del modo como se han dado espontáneamente en la vida. De esta manera, la

"veracidad" de la narración no proviene de que se trate de sucesos ficticios o históricos, sino del

hecho de que en ella el acontecer y la temporalidad estructuran una sucesión tan necesaria como

la que se da en las leyes naturales. No obstante, la necesidad y la sucesión de los acontecimientos

narrativos no sólo permite, sino que exige una discontinuidad, condensación y vacíos que no se

dan en el mundo de los hechos sino en el ámbito verbal de la proferición y sustentación del

discurso. De este modo, tanto en la escritura de la historia como en la escritura de ficción -y

aunque el autor procure guiarse por la sucesión lineal de los acontecimientos tal como ellos

ocurrieron- el autor terminará por reorganizar y desplazar la sucesión natural de los

acontecimientos conforme a la perspectiva, ya sea axiológica o de otro orden, que adopte frente a

ellos o al modo como ha decidido darlos a conocer a su(s) destinatario(s). (Ricoeur 1995).

PROCESOS DE ESCRITURA Y RE-ESCRITURA

EN EL DISCURSO NARRATIVO DE LA CONQUISTA

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Parece indudable que frente a la escritura de la hazaña que reclama la historia, "cuya alma es

la verdad", la celebración hecha mediante el canto épico es la que proporciona fama larga y

duradera y consolida el canon característico del discurso de la conquista: recuerdo de victorias,

no de derrotas, vale decir, proclamación de historias dignas de memoria. Para tales efectos, el

canto de gesta será el género más apropiado para el discurso de la conquista, como ocurre con las

obras de Ercilla, Oña y Arias de Saavedra. Se trata de participar de un discurso hegemónico

entendido como "canto de dominación del pueblo araucano", más allá del mentís de la historia

misma y de las divergencias entre Oña y Ercilla, por ejemplo, sobre quien es el verdadero héroe de

la empresa de Arauco; o a pesar de la insistencia de Arias de Saavedra en el canto de victoria,

aunque el eje del Purén indómito sea la muerte del gobernador Martín Oñez de Loyola a fines del

siglo XVI. Por lo mismo, las relaciones intertextuales en el corpus de la época no debilitan el canto

de victoria al extremo de transformarlo en llanto como concluía Ercilla, en 1589. Por el contrario,

asumir críticamente la guerra de Arauco como "dilatada y vieja" contienda, sólo digna de llanto y

de lamentaciones, relegará al anonimato al autor del poema La guerra de Chile (1610) u originará

un exiguo "compendio historial" como el de Juan Xufré del Aguila (1630).

Se advierte, entonces, una evolución paulatina que afecta al canon y amplía las tipologías del

discurso de la conquista entre los siglos XVI y XVII. El canto de victoria de Ercilla, Oña y

Santistevan se verá trocado en llanto, dando paso al canto elegiaco, como se anticipa en Arias de

Saavedra y con nitidez se expresa en La guerra de Chile. Así invadida, la tipología del "canto"

dejará espacio también para el género de "la historia tragicómica", no verdadera ni "copiosa

historia" sino decididamente discurso novelesco, como el de Loubayssín de la Marca sobre

Enrique de Castro (1617), un supuesto sobreviviente de la batalla de Tucapel, donde murió el

gobernador Valdivia (1553). Por su parte, hacia 1625 Catalina de Erauso no vacila en escribir su

"historia", y parte de su "autobiografía" vivida en Arauco, en abierta afinidad con la picaresca.

Considérese lo inusual para el siglo XVII que una mujer, habiendo adoptado una identidad fingida

de hombre, llegue a ser "alférez" y seductor de mujeres. Tal hecho transgrede en la vida y en la

historia los límites entre la verdad y la ficción, terminando por imponerse "lo fingido como

verdadero": Catalina de Erauso logra autorización papal para continuar vistiendo como hombre,

llevar nombre de varón y sin ocultar ahora que no lo es. "Señor, todo esto que he referido a VS.

ilustrísima no es así. La verdad es ésta: Que soy mujer..." (1986: 68) es la confesión que la monja

Alférez hace al obispo de Ayacucho, con lo cual se torna evidente que todo discurso, en tanto acto

de habla y calidad, o competencia verbal para hacer cosas con las palabras, es capaz de producir

"relación sin corromper, cortada a la medida de la verdad", tanto como "mentirosas, aunque no

vanas historias de ficción".

Este proceso de "enmascaramiento" y "desenmascaramiento" que opera en el canon regulador

del discurso de la conquista se advierte, igualmente, en un texto como El cautiverio feliz (1673).

En esta "relación" tan singular, la base histórica -derrota de españoles en Las Cangrejeras a

manos de Lientur y posterior cautiverio y rescate de Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán- se

hace aventura personal y privada, y programática lección sobre la mejor administración del reino

que permita concluir con la "dilatada guerra". Conforme a este programa narrativo, el marco de la

guerra de Arauco prácticamente se reduce, pues se deja paso a la discusión verbal por medio de

la práctica erudita del "discurso" y de la oratoria por los hablantes de ambos pueblos en conflicto

(Díaz Amigo 1986). Mediante esta interacción verbal -ya no bélica- se exponen las razones que

tienen los indígenas para ofrecer tenaz resistencia al español, y es esta "verdad" la feliz victoria -

no por las armas- que el prisionero español ha alcanzado entre sus captores. "Canto de derrota" y

lección para convertir almas infieles es también el discurso, al modo de una crónica moralizante,

que Juan Barrenechea de Albis hace a propósito de la destrucción de La Imperial.

La institucionalidad letrada de la colonia hace posible, entonces, esta unánime adhesión al

canon del discurso de la conquista, concebido exclusivamente como relación, escritura y canto de

victoria que mitifica el éxito de un pueblo, genera sus arquetipos y sus celebraciones y posterga el

protagonismo de su contraparte -como es la de los vencidos- en abierta contradicción con la

historia misma de la dominación enfrentada a la resistencia del pueblo indígena, que se

prolongará en la época republicana hasta fines del siglo XIX. Esta memoria selectiva de los hechos

Page 20: De La Araucana a Butamalc3b3n

de la historia proclama y privilegia el discurso de "las ilustres hazañas" como discurrir verdadero

y digno de difundir y de sustentar. La percepción feliz de la conquista silencia todo otro discurso

contradictorio, aquél de los fracasos, "trabajos y dolores de la guerra", desengaños, rebeldías y

transgresiones que pudieran afectar la integridad de la cultura colonial imperante. El descrédito

de estos discursos no épicos, como alternativa a "los discursos verdaderos", no se debe a que sean

"mentirosos o vanos" sino a que "las historias tragicómicas", "la autobiografía picaresca e

irreverente", "el cautiverio no siempre feliz" a manos de los indígenas, el mestizaje, el llanto por la

derrota sufrida por españoles a manos de los indios, son estimados como antivalores que

contravienen la solidez que debe exhibir la sociedad conquistadora en Chile. Menos podrían

considerarse como el reverso de la historia y de la vida, pues toda empresa humana supone no

exclusivamente la victoria sino, primeramente, triunfar sobre la derrota. Por lo demás, el vencido

puede dejar de serlo y, como aliado, llegar a ser partícipe del mundo de los vencedores.

"Violencia y subversión" (Chang-Rodríguez 1982) frente a una escritura mitificadora, y

"emergencia de una conciencia crítica" fundadora de una "literatura que ha dejado, en forma

paulatina de ajustarse a los cánones y exigencias de la literatura europea del periodo" (Pastor

1984) han sido algunas de las respuestas que los estudios críticos del discurso de la conquista

han dado a las restricciones con que el canon colonial permitía la inclusión de unos discursos y la

exclusión de otros. A pesar de la Real Cédula de 1543, las "historias de ficción" hacen frente a la

escritura pretendidamente verdadera de la historia, todo lo cual permite dar cuenta de una

notoria variedad de discursos "situados, en algunos casos, en extremos opuestos del proceso de

percepción y representación de una misma realidad que abordan desde actitudes muchas veces

contrarias" (Pastor 1984:12). Tales extremos conciernen a los discursos de la mitificación y

demitificación de la conquista y de sus principales actores, que describe Pastor, tipologías que -en

diversos grados- se encuentran presentes en el discurso de la conquista de Chile. Por lo demás,

siendo Arauco un foco de resistencia y de rebeliones desde el siglo XVI al XIX, y un territorio que

no cede sus límites originarios, durante el largo conflicto origina en su interior inevitables

"relaciones fronterizas de paz" (Villalobos 1985,1995) -los "juegos al trocado", como los denomina

Arias de Saavedra- que fortalecen el mestizaje y los procesos traslaticios de fugas hacia uno u otro

bando en conflicto. Tales relaciones de beligerancia inestable en la zona de frontera concluyen por

anular la "percepción feliz de la guerra", propia del canto épico, y proporcionan la imagen de lo

dilatada de ésta como la de "una polilla destructora que todo lo carcome" y degrada (Triviños

1994). De este modo, el espacio de Arauco ya no gesta "memorables hazañas" propias de los

héroes, sino su reverso: "bárbaros casos" de conquistadores que mutilan indios y "escandalosas

hazañas" de españoles aindiados, rebeldes, cautivos o tránsfugas, cuyo infortunio y protagonismo

subversivo han sido excluidos de la memoria colectiva por cuanto contravienen el Canon de la

escritura y de la institucionalidad literaria colonial y, por lo mismo, resultan indignos de discurso,

de memoria y recuerdo.

En consecuencia, el examen y valoración de los textos coloniales, en tales términos, conducirá

a la necesaria expansión de los límites fijados para el canon del discurso de la conquista en la

literatura chilena y de aquellos que se han dado los estudios críticos sobre el discurso colonial.

Tal expansión hará posible observar el modo cómo -más allá de una estríela pregunta por los

orígenes, reformulada hacia 1992- en la literatura colonial se lleva a cabo una escritura de re-

invención de Chile que surge como contraparte de los discursos épicos e historiográficos

mitificadores de la conquista. Esta variedad de contradiscursos tipificados como discursos del

"fracaso" y del "desengaño", de los "trabajos del hambre y del cautiverio", de las "bonicas hazañas"

y "hazañas escandalosas", junto con la formulación de una noción crítica como la del "discurso

etnocultural" (Carrasco 1991) constituyen -hasta ahora- categorías necesarias para el análisis del

discurso de la conquista como el que aquí se lleva a efecto. Se podrá, también, discutir la

delimitación y segmentación histórica de los procesos literarios y de las formaciones textuales del

canon de la literatura chilena, conforme al cual el discurso de la conquista aparece relegado e

identificado, exclusivamente, con el periodo colonial. Tal criterio obliga a emplear denominaciones

como "nueva crónica de indias" (Invernizzi 1988, 1990) o "novela histórica" (Luckács 1966) o

"nueva novela histórica" (Mentón 1993) cuando se advierte que, superando el confinamiento colo-

nial, los temas de la conquista transitan en diverso grado de realización, interés y valoración

Page 21: De La Araucana a Butamalc3b3n

hasta el recién pasado siglo XX. Por lo demás, desde esta perspectiva resulta criticable la

reducción y calificación de la persistencia del discurso de la conquista a procesos de relecturas de

loe textos coloniales, de sus motivos, personajes históricos y arquetipos, como un hecho que no

guardaría relación con las modificaciones globales producidas en el seno de la institucionalidad

literaria y su correspondiente canon y metalengua específica.

Modelado por una versión institucionalizada sobre el proceso de la conquista española -aparte

de las premisas acuñadas sobre la dilatada guerra de Arauco, la valoración de la época colonial y

de la constitución de la vida republicana y democrática-, el lector y la crítica literaria actual no

advierten que, tras una aparente escritura y reescritura de las luchas del siglo XVI y siguientes,

protagonizadas por mapuches y españoles y mapuches y chilenos al sur del Bío-Bío, se lleva a

cabo paulatinamente el proyecto de una escritura multidiscursiva que subvierte el canon y las

estrategias de las tipologías textuales imperantes en la literatura nacional. Tal fenómeno es

formulado, aquí, como un proceso relativo tanto a la escritura de rebeliones como a la rebelión

que opera en la escritura de tales sucesos, siendo uno de sus síntomas la enunciación de la muda

"voz de los vencidos" (Portilla 1970; Wachtel 1971).

Pero "este hablar por vuestra boca muerta" -como enuncia Neruda en su Canto General

(1950)- no será posible sino preferentemente hacia la segunda mitad del siglo XX. En el género de

la "novela histórica" del siglo XIX que trata de toquis y mestizos rebeldes y que cultivan Alberto

Blest Gana (Mariluán, 1862) y Alberto del Solar (Huincahual, 1888), e incluso los más

contemporáneos Víctor Domingo Silva (El mestizo Alejo y La Criollita, 1931) y Alejandro Magnet (La

espada y el canelo, 1958), la escritura que predomina es la de un discurso liberal sobre la

conquista de Chile, caracterizado por presentar una unidad, armonía y homogeneidad del proceso

de formación de la identidad de una sociedad y de su memoria colectiva, a costa de silenciar sus

componentes disyuntivos. El carácter enmascarante de tal escritura termina por anular la

conflictiva diferencia de la comunidad hegemónica con su contraparte no europea, evitando de

este modo dar cuenta de la constitución interétnica e intercultural de una nación.

Conforme al canon del siglo XX, la medida de perfección de la escritura ya no es "ni la verdad

del testigo de vista" ni aquélla de la "credibilidad de la pluma del escribano". Si bien se escribe y

se investiga sobre los conquistadores como Almagro, Valdivia e Inés de Suárez, por ejemplo

(Eyzaguirre 1986; Arciniegas 1943; Vicuña 1941), y sobre los arquetipos araucanos como Lautaro

y Pelantaro, principalmente (Valenzuela 1974, 1979; Barella 1971), las preferencias ya no son

para el discurso historiográfico sino para el discurso de -a falta de otra denominación- la llamada

"nueva novela histórica hispanoamericana" (Mentón 1993).

En especial, el discurso sobre la conquista en el siglo XX permite advertir que Arauco y el

tiempo de la dilatada guerra se presenta a la memoria colectiva como un paradigma generador de

representaciones arquetípicas, de carácter épico -o de fábula propicia para el "oficio de creación

de patria", según Gabriela Mistral (1985: 150)-, representaciones profundamente inscritas en la

imaginación de los chilenos; pero esa edad heroica es más bien un valor privilegiado para la

memoria colectiva del chileno antes que para el propio indígena (Triviños 1992: 67). En el pre-

sente, el discurso de la conquista actualiza la indagación por el carácter complejo y heterogéneo

de la nación, y cuestiona esa "invención de Chile" derivada de la visión épica de sus orígenes. De

este modo, al promediar el siglo XX, la novela, la poesía y el teatro re-editan las imágenes

mitificadas por la "historia" y el "canto" para ir más allá de esa escritura inaugural del siglo XVI,

mediante precisos procedimientos de desacralización de la historia oficial, con lo cual se plantea

una compleja y polémica relación con el referente historiográfico. Ya en 1550, Diego de Almagro,

el "Descubridor fracasado," será objeto de unas "coplas" apologéticas por parte de su albacea don

Alonso Enríquez de Guzmán, quien busca restituirle los bienes y la fama de que fue despojado,

pero la escritura de su infortunio se efectuará, principalmente, en la Crónica del Adelantado

(1991), poema de Enrique Volpe, y en Hijo de mí (1992), novela de Antonio Gil. En lo que respecta

a Valdivia, ya no será mitificado como el héroe conquistador hispánico, según lo retratan

Arciniegas y Eyzaguirre, sino que será visto en los apremios provocados por "los trabajos del

hambre" (Invernizzi 1990), haciendo frente a las conspiraciones de Pero Sancho de la Hoz, o

gozando de su "amancebamiento" con Inés de Suárez, en la narrativa de Carlos Droguett y Jorge

Guzmán, así como en el teatro de Jorge Díaz.

Page 22: De La Araucana a Butamalc3b3n

Por otra parte, siendo evidente que en la guerra de Arauco existen héroes de ambos bandos, el

protagonismo de los jefes indígenas aparece silenciado largamente. Lautaro aparecerá sólo

tardíamente como objeto protagónico de discurso y como héroe indígena y toqui rebelde en la

narrativa de Fernando Alegría y en el teatro de Benjamín Subercaseaux y de Isidora Aguirre. En

cuanto a Pelantaro -el toqui que destruyó en 1598 las siete ciudades españolas al sur del Bío-Bío

y que permanecía secundariamente en el trasfondo de Purén indómito (1603) y de La guerra de

Chile (1610)-, luego de una versión carnavalizada en La espada y el canelo (1958), de Alejandro

Magnet, pasará a ocupar un lugar protagónico en la novela Butamalón (1994), de Eduardo

Labarca.

Dentro del corpus posible de constituir sobre el tratamiento del problema del otro que es el

indio en el discurso narrativo del descubrimiento y la conquista de Chile (Antillanca y Loncón

1998), es indudable que corresponde un rol integrador a esta novela de Labarca en la cual se

pueden sintetizar los procesos de escritura sobre rebeliones y la rebelión de la escritura que

anunciaba La Araucana, tanto en su programación textual como en la clausura del canto. Lo

distintivo es que, a diferencia de Ercilla, en Butamalón la cuestión de la conquista española no se

reduce a decir "también (...) cosas (...) harto notables" del bando indígena. Con esta novela se

traspasa verdaderamente el "umbral" del mundo araucano para vivir y padecer su vida. En el

texto de Labarca, el conflicto de Arauco tiene ahora como protagonista de las "memorables

hazañas" al indígena Pelantaro, vencedor de españoles, perspectiva que permite dejar paso al

nacimiento de otros discursos como el de "las bonicas hazañas" -aquellas de crueldad del

conquistador contra los indígenas- o el de las "historias escandalosas" de españoles fracasados,

rebeldes, traidores y cautivos, ya no solamente soldados, sino que también misioneros "aindiados"

y no mártires (Triviños 1994), como el padre Juan Barba. Butamalón -término que, según su

autor, fuera creado por él- subvierte la cuestión de la "poetización de la historia o de la

historización de la poesía" (Antei 1989). La novela deja en manos del lector -antes que en el

canon- la definición de estos límites y expande, sin enmascaramientos, su condición plural y

macrotextual mediante la exhibición y fusión de historias paralelas, la multidiscursividad y la

reescritura y glosa del discurso historiográfico y de su tipología (crónicas, cartas, actas de

escribanos, historiografía de la colonia y de la época contemporánea, manuales de confesión,

"escrituras" misionales).

En consecuencia, de lo que se trata es de observar cómo esa memoria colectiva -que privilegia

sólo el ángulo positivo y cualitativamente elevado, digno, hazañoso o memorable de la vida social

y cultural- oculta precisamente el anverso de esas "otras historias" negadas por "escandalosas" o

porque dan pruebas de "bárbaros casos" ocurridos en la guerra de Arauco. Estas historias

destinadas a ser olvidadas terminan siendo desenmascaradas paulatinamente en la narrativa

chilena, que en el transcurso de la escritura del discurso colonial a lo largo del siglo XX actualiza

tipos de textos procedentes de la historiografía, como son la "crónica" (Volpe), la "crónica

testimonial" (Guzmán) o la "memoria alucinada" (Gil), y de la preceptiva literaria, como la

"epopeya" (Aguirre), la "tragedia" (Suber-Caseaux) o el "drama" (Díaz), sin renunciar a los

discursos metatextuales correspondientes relativos a la escritura de la historia (Aguirre, Alegría,

Droguett, Díaz, Labarca).

En especial, obras como Butamalón -al configurar esas imágenes de resistencia, rebeldías y

transgresiones que se produjeron en el curso de la guerra de Arauco- reeditan el gesto de similar

rebelión que profiere Ercilla para su época y para el canon, cuando concluye por trocar el "canto"

en su reverso, el "dis-canto" (el llanto). Tal clausura no constituye sólo la desaparición de la

percepción feliz de la guerra -materia del discurso épico-, sino también la anticipación de las

relaciones disyuntivas entre el mito y la realidad que participan en la formación de la identidad

nacional. En último término, la admiración que origina el canto de alabanza a los héroes lleva

consigo, antitéticamente, el silencio acerca del rechazo que provoca el despojo y la discriminación

con los vencidos, constituyendo ambos polos los extremos de una praxis social y verbal irresuelta

que preside el discurso de la conquista en la literatura chilena.

2. DIEGO DE ALMAGRO: MEMORIAL CONTRA EL FRACASO

Page 23: De La Araucana a Butamalc3b3n

CRONICA DEL ADELANTADO (1994): CHILE, SOLO UN BOTIN DE CENIZA Y OLVIDO

Si bien en el discurso historiográfico del descubrimiento, conquista y guerras civiles del Perú,

el Adelantado Diego de Almagro ocupa un lugar destacado, sólo una octava del Canto I dedica

Don Alonso de Ercilla al Descubridor de Chile. El caso es que -como ya se ha dicho-, más allá de

lo estrictamente histórico, el canon del discurso sobre "los hechos" de esforzados españoles en

América limita el acto de "cantar" sólo a los sucesos hazañosos, dignos de memoria, recuerdo y

escritura, puesto que el signo del discurso de la conquista ha de ser la proclamación de la victoria

y el éxito antes que el fracaso, el desencanto o el infortunio.

Interesa ahora reflexionar sobre los efectos que tienen estas restricciones del discurso colonial

-que expulsa del canon una serie de "historias no cantadas ni contadas, ni dichas", como son

aquellas relaciones con el fracaso de españoles en América- para la escritura de los procesos del

viaje de descubrimiento y conquista de Chile y para la constitución del corpus de la literatura

nacional. Y esta reflexión se justifica porque, en alto grado, la empresa del descubrimiento puso

de manifiesto la índole del lenguaje como acción y como virtud creadora. “A través del lenguaje no

sólo hablamos de las cosas, sino que alteramos el curso espontáneo de los acontecimientos,

hacemos que las cosas ocurran" (Echeverría 1995) o no ocurran o que se constituyan de cierta

manera. De modo tal que el callar, el no decir, no implica solamente silencio sino dejar hacer a

quienes tienen la palabra, salvo que en ocasiones callar signifique impedir que las cosas ocurran,

o se sepan debidamente, cuando de la búsqueda de la verdad se trate. Sabido es que,

tempranamente, América fue definida, como fruto de la palabra del cronista, como una

"invención" -en el sentido de "hallazgo o descubrimiento"- por Hernán Pérez de Oliva (1528),

término con el cual se clausura o se calla la pregunta por la "realidad", es decir, por la verdad, o

la identidad de este nuevo continente. Y esta calidad de "invención" de América por medio de la

palabra ha sido reiterada y debatida sucesivamente en los estudios literarios e historiográficos

(Goic 1973; O'Gorman 1958; Rodríguez 1998).

A diferencia de otros conquistadores, como Cortés, Bernal Díaz o Valdivia, por ejemplo,

Almagro no sabe escribir. Tampoco dispone de un "escribano" o de un poeta de oficio que lo haga

por él, como lo tuvo García Hurtado en Oña o el mismo Cortés en López de Gomara, a raíz de lo

cual -con escasas excepciones (Calvete de Estrella 1565; Molina 1552; Xufré de Loayza 1630)-

toda escritura de ese "viaje de adelantamiento" infructuoso en el territorio de Chile permanece

silenciada. De allí que ni el desierto de Atacama, ni los Andes ocupan un lugar inaugural en la

literatura nacional. El punto de partida lo constituirá el espacio de Arauco donde, según Ercilla,

"sólo domina el iracundo Marte" (1980, Canto I, v. 80). Aparte de relaciones biográficas (Vicuña

Mackenna 1889; Mellafe y Villalobos 1954; Ballesteros 1977), entre los textos que han tratado la

figura de Almagro se encuentra tempranamente -como se ha dicho-, y de manera excepcional, un

discurso "apologético" que hacia 1540 escribe en su favor Enríquez de Guzmán, quien debe

ocultar su nombre para evitar represalias de los "pizarristas". El objetivo de este autor, quien

fuera testamentario de Almagro, es restituirle, mediante la prosa y el verso, la honra y la fama que

le ha sido negada por su muerte infamante en 1538. A este texto se suman, hace menos de una

década, Infortunio de los Almagro, relato de Adolfo Couve (1993), la novela Hijo de mí, de Antonio

Gil (1992) -al modo de unas "fabulosas memorias" en las cuales el conquistador hace un recuento

de su vida, discurre sobre su fracaso y confía en la venganza que habrá de tomar el hijo mestizo

contra sus victimarios- y la Crónica del Adelantado (1994), de Enrique Volpe, extenso poema que

da cuenta del desencanto de Almagro, quien, al no encontrarse con una tierra "cuajada de oro",

inicia su penosa travesía del desierto. Ercilla reduce tal jornada de retorno a un solo verso donde

expresa eufemísticamente que al Adelantado "dar en breve la vuelta le convino" (1980: Canto I, v.

533). No mayor referencia es la de Neruda en su Canto General, donde aparece en toda su

magnitud el "descubridor rechazado", el de la "arrugada estrella", diezmado "por el hambre que

camina detrás de Almagro como una invisible / mandíbula" (1971, XIX: 81, 82).

Como realización particular del género de la "crónica", o "relación" personal de un Adelantado

de la conquista no solicitada por la Corona, la versión que nos presenta Enrique Volpe se

identifica con "la escritura del fracaso" antes que con el canto o la epopeya, como aseveran los

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discursos metatextuales de la contraportada y de la exégesis crítica que acompaña la edición (13-

16). La novela proporciona una imagen de Almagro que contradice aquélla del sereno guerrero que

ostenta la portada que procede de un óleo de Domingo Meza, perteneciente al Museo Histórico

Nacional de Chile.

En sus estudios sobre los textos coloniales, Beatriz Pastor pone de relieve que en el interior de

un discurso hegemónico -articulado sólo por el éxito, lo que conduce a la mitificación de

realidades, acciones y personajes- se desarrolla su antítesis, puesto que el discurso del fracaso

"reivindica el valor del infortunio y el mérito del sufrimiento" (1984: 265-266). Por ello, el discurso

sobre las empresas fracasadas -que contradice el Canon vigente- provoca, entre otros efectos, la

demitificación de la naturaleza americana, presentándola como centro de confrontación y de dese-

mejanza con el suelo europeo. Al respecto, recuérdese el éxito de la alabanza de la tierra de Chile,

efectuada por Pedro de Valdivia en su afán de "afamar un territorio infamado", elogio que ha sido

perpetuado en la memoria colectiva nacional (Valdivia 1960). El hecho es que, según Pastor, la

verificación del fracaso transforma la acción heroica y redefine la apetencia de la riqueza (o botín)

y la gloria sustituyéndolas en lucha dramática por la supervivencia. De este modo, la relación de

"desventuras" e "infortunios" aparece como valor o "trabajo" tan digno de mercedes como

cualquier otro servicio o proyecto avalado por el éxito. En consecuencia, según Pastor, en el acto

de discurrir o narrar hechos adversos "la palabra (ya no el obrar victorioso con las armas) aparece

como un elemento dotado de una trascendencia que se pretende sea tan valiosa como la del botín

material" (1984: 291, 92).

Volpe rescata justamente esta condición de la palabra del conquistador fracasado, largamente

exiliado de los discursos coloniales. El autor, -a partir de los respectivos actos de habla, de

introspección y de autoexégesis que formula Diego de Almagro, y de las diversas actuaciones

lingüísticas como cronista que describe este territorio y relata su fallida empresa-, actualiza y

reescribe no sólo un episodio de la historia nacional sino que enlaza significativamente el canon

de la literatura chilena con los actos inaugurales de su fundación y con las variadas prácticas

textuales de la tradición poética en el seno de la institucionalidad social y cultural.

LOS VIAJES TERMINAN EN EL BORDE DE UN SEPULCRO

El discurso de esta "crónica de viaje del Adelantado a Chile" no desmiente la tipología textual

a la cual se adscribe, y emplea -entre otros indicios- el recurso de titular cada uno de los 11

capítulos con un texto-resumen. El poema se inaugura con una "invocación" (19-20) en la cual -

situado en una instancia a posteriori de sus hechos y de su vida, y ya cubierto por el sudario de la

muerte- Almagro recupera la voz de su "lengua extinta " para "contar la historia / que nunca fue

escrita en los pergaminos de lámparas blancas" (19). De este modo, el acto de habla de Almagro se

postula como la formulación de un discurso contra el fracaso y contra la muerte que lo abraza y

aprisiona como "una coraza enamorada / de mi ceniza" (19).

Esta condición contradiscursiva del hablante de esta crónica -al recurrir a otros "pergaminos"

o materiales para su escritura- es una reacción contra el canon de los textos coloniales, en

especial de aquel paradigma de Ercilla quien asegura al lector que su "libro", para que "fuese más

cierto y verdadero se hizo (...) en los mismos pasos y sitios de la guerra" (Ercilla 1980: 15). Por el

contrario, la soledad del desierto y "esta perfecta forma de vida que es la muerte" son los pasos y

sitios de esta instancia de enunciación elegida por Volpe, desde donde Almagro evoca su "oscura"

y no lucida "gesta" (97) y asume la condición de un "trovador épico / de esta cruel epopeya que es

el descubrimiento de Chile" (39). En Enrique Volpe, la escritura del fracaso reclama la validez de

su propia índole, muy diversa de aquélla de la visión feliz de la guerra y de la victoria, cuyo

paradigma continúa siendo La Araucana.

Contrariamente a Ercilla, quien asegura al lector haber escrito en mero por falta de papel y en

pedazos de cartas" (1980: 15), la de Almagro de postula como una escritura inédita que desmiente

y transgrede el paradigma eufórico, letrado y libresco, dominante en los discursos coloniales. La

solidez de esta pretendida crónica de Almagro elaborada por Volpe no descansa en el verosímil

historiográfico sino en una escritura que "en la salitrosa aridez" del desierto surge trazada "en la

desgarrada hoja de ceniza del olvido" (23), o "en la corteza musical de las palabras" (20). A lo más,

así proferida, dicha crónica quedará "grabada con figuras misteriosas en la corteza sagrada del

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aire" (77), puesto que -más que discurso de un protagónico "testigo de vista" de las hazañas del

Nuevo Mundo- el de Almagro es el testimonio de una "oscura historia de hombre carente de

buenaventura" (23) quien profiere un irrevocable y "mudo grito del dolor" (128) por su fracasada

empresa. Tal crónica resulta, entonces -en Volpe-la escritura de un "implacable testamento" de la

epopeya dramática del descubrimiento de Chile, grabada en un "terrible pergamino gastado por

los esmeriles del cielo" (36).

Esta disidencia del habla del cronista con los discursos coloniales institucionalizados se

articula con el proyecto poético de Volpe de proferir un nuevo discurso para los hechos de la

conquista, conforme al cual la escritura y la posible "nueva crónica-relación" habría de conducir a

la libertad de decir las palabras no dichas sobre este territorio, y poblarlo metafóricamente. Sólo

así será posible pronunciar una nueva alabanza de la tierra que no sea la reiteración del lugar

común de "Chile, fértil provincia señalada", dado por Ercilla:

Chile, como una gota de rocío en el cuenco de una piedra:

Chile es el nombre indiano de esta tierra larga

Que cabe en el trino helado de un pájaro salvaje:

Un pájaro-mundo que se petrificó en un nido de espuma.

Chile, como un arpa de piedra volcánica sonando en la sangre,

O como unas olas que también parecen pétalos de piedra (29).

[Chile] una guitarra de nieve que se incendia

Dentro del trino eterno de un pájaro invisible (73)

Tales procedimientos permiten, luego, penetrar mediante símbolos e imágenes -de filiación

poética antes que historiográfica- en la aridez y plenitud del desierto, en las "maravillosas

metamorfosis de la creación" que no oculta "los implacables signos de la muerte" (29) y "las

diversas formas de su propia destrucción" (29).

Este nuevo decir del cronista no excluye la referencia a otros discursos de quienes también

participaron en las vicisitudes de esta "empresa inconclusa". Entre ellos, el padre Cristóbal de

Molina, para quien la ruta del Adelantado estuvo trazada por el signo de la crueldad, la

mutilación, la muerte y la destrucción (Molina 1552: 51). Tampoco se excluye la escritura posible

de los "modernos cantores de gestas", calificados como "doctos cronistas del tiempo muerto" que

sólo vieron en los conquistadores a "sembradores de la muerte / entre la vigorosa natalidad de las

estirpes" (103).

DE LA DOCTA MUERTE Y NECIA VIDA

Que la voz de Almagro sostenga esta condición plural y contradictoria de los discursos sobre

la vida y la historia de los hombres de la conquista está posibilitada porque, enfrentado a su

desventura, el conquistador se define como "un rústico soldado al que la muerte concedió la

gracia de la sabiduría" (19), tópico que durante el llamado barroco hispanoamericano enunciará

Sor Juana Inés de la Cruz como el de la "docta muerte y necia vida" (1997: 135).

En trance de muerte, el Adelantado no puede engañarse a sí mismo ni avalar "la impiadosa

mentira de la historia" (106). Su discurso verdadero es aquel que constata el incumplimiento del

mito del Paraíso y de la "tierra pretendidamente prometida", puesto que para Almagro, Chile no es

sino un "pequeño paraíso farsante / que sólo existió en las palabras farsantes del sacerdote

incásico" (93). Almagro comprueba dolorosamente el engaño de las "mentirosas historias del

sacerdote indígena", fábulas que lo condujeron a Chile, un espacio que, aunque por él percibido

como una "tierra de vida cultivada por la muerte" (113), conserva su condición de territorio donde

"nacen todos los himnos de la creación" (74).

La "docta muerte" que luego de la travesía del desierto aguarda al Descubridor a manos de

Pizarro, y su posterior sobre-vida en el Purgatorio, le permiten "ver lo que no podía ver estando en

vida" (150), al modo del "triunfo de la luz sobre la oscuridad de la muerte" (47). Puede así lanzar

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una mirada interior a los paisajes y escenarios inéditos del desierto de Atacama y de los Andes.

Entonces, alaba su flora, como la flor llamada Corona del inca, y no desdeña la mirada a los

chañares y cactus del desierto erizados de púas (83). Atiende a la fauna poblada de cóndores,

zorros, pumas y gatos de monte (35-47); de huemules, guanacos y vizcachas (76), v de todo este

mundo percibe su esencia natural y maravilla mitológica (74-75). Capta, así, la singular belleza

cosmogónica de los valles y poblados indígenas de Copiapó, Aconcagua, Quillota y Los Vilos. Le

vibran las etimologías de las nuevas palabras indígenas que oye a su paso -como Petorca, La

Ligua, Illapel (37-38)- y también las voces de las nuevas gentes que lo acogen, y de ellos incorpora

sus discursos indígenas, como el saludo con que lo acoge el generoso curaca Quilacanta, "el nieto

de la abuela luna" (74), o las leyendas de los montes Payachatas y de las cimas del Parinacota y

Pomerane, propias de un mundo pleno de dioses y de misterios (76).

Esta sabiduría de la vejez y de la muerte le permite, igualmente, no ver como ajenos o gentiles

los discursos cosmogónicos de los sacerdotes indígenas del valle de Aconcagua, tanto como

preguntarse por la inutilidad de la fama, más allá de la petrificación estatuaria de los héroes

consagrados. En último término, la "docta muerte" hace posible plantearse el problema de la

inutilidad de toda guerra de conquista pues, en definitiva, la muerte iguala, purifica y hermana a

los hombres. En su seno "no hay vencedores ni vencidos", y todo hombre, sea éste español o

indígena, ya en la victoria o en el trance de la derrota, es digno, al menos, de un epitafio. Por el

contrario, en la vida contingente todo radica en la mentira de la historia, en los residuos

candentes o mudos de la memoria y del olvido, y en la aceptación de relatos mentirosos como

verdaderos.

ECO VOX CLAMANT1S IN DESERTO

Esta lucidez que le viene al Adelantado sólo se alcanza al borde de la última jornada cuyo

límite es la muerte. "Los viajes terminan en el borde de un sepulcro" -dice (110)- y, no habiendo

tiempo ya para más vida, la verdad que alcanza está destinada a perderse en la soledad y aridez

del desierto. Por esta vía, aparte de otros tópicos -como el del sacrificio del I lijo de Dios, el viaje al

país de los muertos y el cruce de la laguna Estigia guiado por Caronte, la travesía por una región

infernal y la estancia en el Purgatorio-, Enrique Volpe, a través de la voz del "desventurado

cronista", actualiza el tópico de las lamentaciones conocido como ego vox clamantis in deserto, que

en la Navidad de 1511 pronunciara Fray Alonso de Montesinos ante los conquistadores de la isla

Española. Dicho sermón, que provocó gran impacto moral en la sociedad conquistadora del siglo

XVI, es ahora reeditado en la voz de Almagro quien emite sus presagios hacia el futuro americano:

Nadie escucha

la voz que pregona su profecía en un templo vacío

que, quizás en el futuro, ha de ser el estado infernal

del becerro de oro. Voz en el cañerío de los órganos de piedra

fundadora de las Indias. Voz de una flauta de savia blanca,

que consume su melodía en las raíces de los árboles

con poderes sagrados. Voz de los mágicos cantores

que fueron condenados a convertirse en momias vendadas

por la intemperie. Voz que crece en un almacigo

de voces difuntas para ser trasplantado al terruño

árido de lo ignorado. Voz sin eco que se anude

a la columna de polvo musical de todas las sinfonías difuntas (98-99).

Tal es el horizonte de lectura y de escritura del discurso de la conquista que propone Enrique

Volpe en esta "crónica" sobre el Adelantado Diego de Almagro (Barraza 2001a). Con esta obra se

rescatan otras realizaciones textuales de los discursos de la colonia que no limitan

exclusivamente con la euforia del "canto", y cuya contraparte corresponde al discurso de la

"elegía" que anuncia Ercilla pero que llevará a cabo el anónimo autor de La guerra de Chile en el

siglo XVII.

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HIJO DE MI (1992): ALUCINADA MEMORIA CONTRA EL FRACASO

"Siempre fui un guerrero, ni licenciado, ni letrado, ni nada". Esta afirmación es la imagen

inequívoca que de sí mismo da Diego de Almagro en Hijo de mí {1992), novela de Antonio Gil. Su

autor califica este texto como unas "fabulosas memorias" que supone enunciadas por el Descubri-

dor de Chile en 1538 mientras espera la ejecución que Hernando Pizarro ordenara

implacablemente. Presuntamente transcritas por "un anónimo amanuense" (7) en un "intrincado

pergamino" -como lo anticipa una nota introductoria del autor-, estas "memorias" de Almagro, al

hacer oír la voz del protagónico "testigo de vista del descubrimiento de Chile", reeditan el gesto de

los cronistas del siglo XVI y actualizan y reescriben desde otro ángulo el discurso del fracaso de

los conquistadores, a partir de cuya enunciación se postula una legítima reivindicación del

infortunio según se ha visto, anteriormente, en la versión de Enrique Volpe.

En esta novela, y para efectos del acto de discurrir o de narrar hechos adversos -el caso de la

muerte como única sentencia que Almagro puede esperar de Pizarro-, el recurso a la palabra (ya

no el obrar victorioso con las armas) aparece como un elemento dotado de una trascendencia que

se pretende sea semejante a la obtención del botín material (Pastor 1984: 292). Por esta razón, la

palabra es en Hijo de mí el único medio que un conquistador tiene contra el olvido y la muerte

infamante. En esta novela, la voz de Almagro interpela a sus victimarios y habla a su hijo

proyectándolo como su futuro vengador. Con la palabra desnuda y vehemente, aquélla que él

define como la del guerrero, no la del escritor, del letrado ni del licenciado (11), Almagro se refugia

en sí mismo y, al recurrir al discurso cristiano, en especial a la oración del rosario, transforma su

muerte en una apoteosis y su derrota en un triunfo (Invernizzi 1987), en una glorificación que le

restituye la honra y la fama y lo libra del olvido.

La experiencia del fracaso de su expedición a Chile, y de su infructuosa lucha por la posesión

del Cuzco, enfatiza en Almagro su percepción de la derrota irremediable sufrida ante Pizarro. A su

haber sólo posee la humillación del soldado, no la gloria sino su reverso. "En el desamparo del

poder perdido" (83), y "amurallado" en una celda (53), no como capitán que resiste un asedio sino

como prisionero que espera su sentencia de muerte, su memoria alucinada devana abruptamente

cada recuerdo y cuan-lilica hiperbólicamente el trance que vive: "Toda la tierra entera son los

pasos del enemigo en los patios y pasajes de esta cárcel donde espero" (29) (...) "Y aquí hoy, sin

que nadie me tire un paño para restañar mi degollamiento" (26).

Desde tal instancia de enunciación, en esta novela el discurso de Almagro pone de relieve su

fracaso y el despojo de su botín como conquistador y, al mismo tiempo, la desilusión de su

proyecto épico en América. La gloria que pretendía, y que había cimentado en el Cuzco, le ha sido

arrebatada por Francisco Pizarro, quien "no hizo debida relación" al Rey de su victoriosa entrada

en el Perú (89, 90). Tal postergación, o apartamiento de la gloria y de la fama que le corresponden,

se incrementa, en particular, luego de la decepción que experimenta frente a la inexistencia del

cuantioso botín (64, 92, 98) que pretendía alcanzar con la empresa de Chile, expedición que

califica como su "último trance y su ruina" (38), y que se suma a la impotencia de haber sido

despojado del Cuzco, ciudad que considera su más preciado y lícito botín de guerra (26, 27, 75,

79, 87).

En Hijo de mí, el discurso de Almagro -al enunciar esta condición del conquistador desposeído

de su botín de guerra- establece una estructura antitética en la cual el pasado es signo de

victoria, botín, posesión, fama, orgullo, vida, libertad, en suma, aquel tiempo de su tránsito por

América durante el cual se hizo "hijo de algo", "hijo de sí mismo", por sus virtudes guerreras (18).

El presente denigrante que vive ahora en el Cuzco, entre abril y julio de 1538, es por el contrario

sólo expresión de derrota, despojo, privación del botín y de la libertad; es signo de humillación,

muerte infamante y olvido. En definitiva, su encarcelamiento constituye el reverso de la imagen

que se ha forjado de sí como la de "un mariscal, con cédula de hidalguía y renombre lustroso"

(79).

Poner de relieve este paradójico "juego al trocado" que vive Almagro entre los propios

conquistadores -cuyo leit motiv es ese granado que plantó y que será usado para ejecutarlo (10,

42, 97)- permite a Antonio Gil diseñar una imagen actual y humanizada del Descubridor de Chile,

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más allá de los retratos estatuarios y canónicos que ha proporcionado la historia. En la estrechez

de su prisión habla consigo mismo, con su confesor, con sus soldados, con su mujer indígena,

con Dios. Recuerda su infancia y sus campañas. Apela a su hijo y se interpela a sí mismo: "Habla,

habla Almagro, que en la soledad es uno el que está hasta el final con uno mismo. Y es la propia

habla la última que se oye quebrada por el medio" (43).

Próximo a la muerte, Almagro sólo puede hablarse a sí mismo con la verdad, sin engaños ni

hipocresías, y su "memoria" es la de un hombre con todas sus contradicciones, flaquezas y

méritos: "Si te dicen que fui un canalla, créelo. Pero cree también al que te cuente su historia de

miel y su cuento de pequeños nardos. Soy el que soy, y como todas las monedas tengo a mi haber

yo cara y cruz" (38).

Almagro declara, así, que mandar, "criar" un nombre, gozar de la victoria y del botín de

mujeres y de riquezas, es el privilegio del soldado (17). Que experimentar odio por Pizarro es tan

inevitable para él como emplazar a su hijo como instrumento de venganza. Del mismo modo, la

añoranza por la infancia perdida y desamparada se enlaza emotivamente con este otro desamparo

y despojo provocado por los Pizarro.

En este singular retrato de sí mismo, Almagro no niega ser "pobre de ideas" (87) y privilegia su

condición de "iletrado" ("ni licenciado, ni letrado, ni nada"), condición no diferente de la de

muchos otros Adelantados. Su orgullo es que su coraje y no las letras (14, 22) le han

proporcionado lama y fortuna: "el soldado como yo (...) el guerrero (...) recto en vigilia se

avergüenza (...) de esos dormires de monja o de letrado con dudas y melindres" (43).

No obstante, el hecho es que si, por ejemplo, no puede leer el lema de su espada (41) o de su

escudo (31), menos puede saber si los documentos reales le otorgan o no la posesión del Cuzco, o

si efectivamente la capital inca se encuentra dentro de los límites de la Nueva Toledo que le ha

sido otorgada por el Rey (74). Tal impotencia ante la palabra escrita ("los letrados y tinterillos

siempre me han dañado", 76) lo lleva a reclamar la vigencia, el valor y el respeto por la palabra

empeñada, el cumplimiento del pacto que ha traicionado Pizarro (26, 54, 79). Situado al margen

de la escritura (76), desconfía de cualquier escribano, licenciado o testamentario, de todos

aquellos que nacen "como hijos de una escritura" (23). Por el contrario, en la oralidad de su

discurso ágrafo, Almagro se declara hijo de su propia habla. Al hablar, es dueño de su voz y de la

historia -de la confesión, cuento o "romance"- que profiere (30, 87), y su discurso inevitablemente

contendrá "memoria y olvidos" (30) de los hechos de su vida. Mientras transcurren sus últimos

días, Almagro decide qué decir y a quien hablar, o ante quien confesarse, por ejemplo (23), o se

exalta a tal extremo que se dirige con rudos epítetos a curas y letrados (24, 27) y, en especial, a

Francisco Pizarro y a sus hermanos (11, 18, 26, 27, 75, 90), o se repliega en los recuerdos

apacibles de la villa familiar en España.

Sin contacto con el mundo exterior, la “memoria” de Almagro es “fabulosa” por su condición

de “discurso alucinado e imaginario” que surge del interior de una conciencia que delira y

rememora y que libremente asocia, corrige y desmiente el contenido de sus recuerdos y en ella se

vierten los contenidos más dispares como los de un “agua de fuente, sucia de harapos y de

sangres (30). Por lo mismo, es un memorial que fluye y discurre abruptamente y desenmascara y

discute la condición de que ella sea depositaria de la verdad. Al contrario de la cualidad de nitidez

y transparencia que se le atribuye a la memoria, Almagro declara que ella es una "oscuridad

húmeda" (34,43, 44, 85, 86) donde "todo lo vivido y lo soñado se confunden"(29).

Liberada su memoria, Almagro, acorde con su condición de soldado, simboliza su

introspección como una briosa "cabalgadura" (18) que conduce al jinete hacia el interior de sí

mismo, una impetuosa "cabalgada hacia adentro" (80), que le representa su vida entera, vigorosa

y en desorden, como contemplada por el jinete de un caballo que devora distancias (18).

La tensión por el desenlace que prevé, altera y pone todos sus sentidos en alerta. Distingue

los olores de hombres, animales y de guisos que se cocinan en su entorno. La intensidad del

calor, la luminosidad de los resplandores, los inconfundibles ruidos de las armas y la sonoridad

de la lluvia; los intensos sabores y aromas de la falsa paz que se vive a su alrededor activan

sentimentalmente el motivo del ubi sunt: "¿Cómo irá el maíz de mi encomienda en Pisac? ¿Estarán

las rubias muñecas del maíz parloteando entre las hojas? Qué será de mis trapiches. De mis

toros. De mis mozas gordas de alegría..." (82j.

Tal lamento no radica en la percepción del inexorable paso del tiempo sino en el dolor por el

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despojo y por la traición de que ha sido víctima. En su memoria, el recuerdo lacerante -de quien

"realizó festines. Invitó. Colmó de vino a los que (...) se hartaron en [su] mesa..." y sin embargo "lo

vendieron. Lo ataron. Lo golpearon en la boca"- se impone a las evocaciones sentimentales de su

infancia y del mundo como lugar ameno y eglógi-co (19, 21).

En su prisión, Almagro lamenta ser desposeído del Cuzco y de todo lo que hasta entonces

había atesorado como botín (74): sus preciados santos y cálices; aves y animales; su vino,

alimentos y plantaciones; su vestuario y su lecho, sus criados, todo ahora en manos de Pizarro y

de sus secuaces: "Pizarra (...) estará sin botas, echado en la tarima y bebiendo su vinillo en el

porrón de bronce que me quitó. Mi porrón de bronce o mi vaso de plata con el asa de ébano.

Estará quizá rezándole a uno de mis cristos, tal vez al del Madero, que quise y estaba en mi

alcoba. Rogando a un cristo mío..." (16).

Esta desposesión se acentúa frente al vuelco de la fortuna que lo aflige y a su muerte

inmerecida, mientras sus victimarios, y el mundo bélico de la conquista, perviven y gozan de la

vida: "Ahora es de otros la tierra. Ahora de otros la ciudad y sus botines. De otros la mujer y su

carne, el vino, el sol, la guerra. La noche será de otros con todo y sus estrellas. Sus grillos, sus

vihuelas, su largueza" (74).

No obstante, tales evocaciones no bastan para debilitar la reciedumbre del soldado que se

autodefine como Adelantado de la Muerte (73) y, aunque experimenta "el desamparo del poder

perdido" (83), no desea dilatar su ultimo combate: " Vamos, Señor. Si no se puede ir atrás y

cambiar todo, llévame rápido adelante y terminemos esta bufonada de una buena vez. Venga el

garrote. Que nadie diga que Almagro ha perdido los cojones. Aquí estoy y me pueden venir a

buscar cuando quieran" (82).

VERDADERA "HISTORIA-RELACION" VS. "FABULOSAS" MEMORIAS

La reescritura de los hechos de Almagro que realiza Antonio Gil en esta novela supera la

condición de la crónica como género o relación solicitada por la corona a los Adelantados en

América. El discurso de la Conquista, en tanto relato de sucesos memorables, cede su lugar a la

Medición de una libre y "fabulosa memoria-relación" acerca del fracaso y la muerte de un

conquistador a manos de otro. De este modo, en esta novela la crónica se constituye como un

discurso "testimonial" de Almagro, producto de una voluntad de enunciación autobiográfica. Se

postula, así, una auténtica y autorizada "relación" de un capitán de conquista que ha

experimentado el éxito y el desamparo en América. Almagro padece el trueque de su fortuna y es

víctima del odio y del escarnio de otros hombres no mejores que él. En consecuencia, el proyecto

discursivo de este conquistador derrotado es hacer oír su voz, sin concesiones retóricas a la

sociedad cultural y militar de su tiempo, y construir a través de su memoria individual -oral y no

escrita- una muerte y una memoria dignas y no infamantes, como ha sido registrada

canónicamente en la memoria social y en los discursos de la historia oficial. En suma, la de

Almagro es una versión del descubrimiento inspirada en un deseo insatisfecho.

El retrato, pues, que Antonio Gil nos proporciona de Almagro lo sitúa más en la vida que en la

historia. Esta des-historización del conquistador -que el autor enuncia como propósito desde el

extratexto (7)- permite una visión no eufórica sino desacralizada de la conquista y de sus actores.

A la vez, posibilita un examen atemporal del proceso de la conquista para, de este modo, observar

lo constante de empresas reiteradas en el tiempo, protagonizadas por hombres semejantes,

guiados por apetencias similares. Por esta vía, la fabulación de la memoria que proporciona este

decir de Almagro se libera de la exigencia de una "memoria verdadera" -propia de la escribanía

historiográfíca- y busca la vía verbal de un discurso hipotético, el de "la historia imaginada,

soñada, el relato de lo que bien hubiese podido ocurrir" (Moreno 1997: 120), para satisfacer las

exigencias de una auténtica relación de la vida de los hombres y de sus conflictos. Tal recurso

conduce a proferir un diálogo consigo mismo al modo de un discurso oral intermitente, propio de

la actitud de la confesión: "Es hora de hablar con la verdad. Y contar dando cuenta. Si recuerdo, y

si no recuerdo también, quien fui yo: Diego de Almagro" (34).

En vísperas de su muerte anunciada, Almagro interioriza el mundo y los acontecimientos de

la historia mediante una actitud no agónica ni de contrición por sus excesos, sino apasionada,

propia de un hombre de acción que aspira a legar una visión objetiva sobre sí mismo y sobre su

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tiempo. Este recurso a la objetividad se produce en el marco de una voz ensimismada y

autoexegética. Almagro no calla (59, 60), sino que denuncia los silencios del discurso de la

conquista y, en su libre discurrir, anula jerarquías, tiempos y espacios: "Nunca aprendí, como

veis el magno arte de callar, como es debido, y las fiebres sueltan mi lengua tanto como el anís la

de los sacristanes, jurisconsultos y secretarios" (63).

Situado en esta perspectiva de enunciación, Almagro interpreta el trueque total de su destino

y de sus acciones como conquistador. Concluye que "nada hay firme en el firmamento" (66), pero

se rebela ante este axioma, lo cual permite que emerja una imagen desacralizada de la conquista

y de su empresa a Chile, de las cuales se ha callado la verdad.

Entre tales silencios, según Almagro, se encuentra el hecho de que la conquista es sólo una

empresa destinada a "hinchar los morrales de los príncipes" (30), pues "la siembra y la cosecha

siempre son del Rey y la Reina" (63). América, para el conquistador, es un ilimitado espacio de

libertad donde "comercio y guerra son lo mismo" (36), y donde las mujeres, el vino y el oro son el

único botín apreciado, pues aquí las normas del trueque son una mueca carnavalesca de la

economía que prima en el Viejo Mundo. Recuerda cómo pudo cambiar tres mujeres por un espejo

(33), pero que también se ha callado cómo una celda colmada de oro no bastó como pago por la

vida de Atahualpa, cuya muerte dejó a los conquistadores "sumidos en un silencio opulento" y

con un culpable "poder sin contrapeso" para imponer sus doctrinas y mandatos: "En la cúspide

de las pirámides se enarboló la Cruz y el aroma de las resinas en los pebeteros cedió su lugar a

nuestro olor. Incienso y pólvora y tomillo" (60).

En consecuencia, en Hijo de mí la conquista de América oculta una radical paradoja entre los

valores que impone el conquistador y las prácticas inéditas que rigen los mundos nuevos, cuyo

contraste se expresa irónicamente: "La empalizada separa el bien del mal. El orden hispánico del

caos asoleado, insolado de estas selvas" (35). Un orden que, sin embargo, no expulsa de sí los

desmembramientos y mutilaciones de hombres de América y otras diversas maneras de darles

muerte (44, 45).

En la memoria de Almagro -mucho antes que en la escritura de Valdivia, de Vivar y de Ercilla-

Chile es la "nada misma" (83, 99), una "fístula" (63), "un pozo seco" y sin fondo (87), una empresa

desventurada, Un desastre (83) por el cual no quiere ser recordado (87). A lo más, Chile es

producto de una "fábula", un discurso mentiroso, fruto del sueño y de 11 fiebre (64,65). Esa

fábula "alucinó" y alimentó a "un ejército hambriento de embustes" (83) y es la prueba y moraleja

irrefutable de su último nance y de su ruina (38). Chile, entonces, no es sino el resultado de la

invención fabuladora de los discursos incas. Sólo un cuento mentiroso que, sin embargo,

tintineaba "como piezas acuñadas con el perfil de un emperador" (15) y desgranaba "metales,

piedras y ciudades con la tierra embaldosada de oro" (19).

EL PADRE NUESTRO EN BOCA DEL SOLDADO

Almagro descifra el revés de su destino como una prueba elocuente del tópico de la

inestabilidad de la Fortuna, que en su momento desarrollará Ercilla a propósito de Pedro de

Valdivia. Pero, al contrario del poeta épico, no acepta que "el más seguro bien de la Fortuna /

[sea] no haberla tenido vez alguna" (1980: Canto II, vv 31-32). Aunque el mundo ya no se le

presente como escenario "de un enfrentamiento y de un combate, sino objeto de una pregunta, de

un ensueño" (Moreno 1997: 126), las interrogantes que se formula el Conquistador inquieren por

las causas de sus desventuras y de su desamparo presente:

Pero Dios, Tú tienes que explicarme tus planes. Hazme saber por qué es

Pizarro tu elegido. Por qué son los perros los que tienen la bondad y tus favores.

Por qué me dejas solo en la piedra fría, lejos del fuego de las cosas humanas.

Lejos del campo y de la luz que amara tanto. Lejos del piar de las aves de corral y

el rumor de cocinas y despensas. Lejos de la vida de viejo que debí llevar al sol del

Cuzco, como premio único a mis merecimientos (75).

En su ensueño, la memoria le ofrece a Almagro el cauce de una fuga posible, de una evasión

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espacio-temporal más allá de las diversas y espontáneas asociaciones que establece libremente

con su pasado y con el mundo exterior mediante la exaltación de su sensibilidad y la agitación de

sus recuerdos. Al transformarse en sujeto y objeto de evocación, su propósito es construir para sí

un discurso de bienaventuranza y de redención por medio del lenguaje y de su "fabuladora

memoria" que entona su propio canto. "Hoy me canto solo" (11), dice Almagro, pues presume

ciertamente que no habrá cronistas, letrados ni escribanos que tomen la palabra por este capitán

desventurado de quien sólo podría registrarse su ruinosa expedición a Chile, su derrota en Las

Salinas (18, 78) y su muerte infamante (100). Prisionero y anciano, en esta novela de Antonio Gil,

Almagro se rehúsa a ser materia de fracaso, de ceniza y de olvido, y máximo trofeo de Pizarro. El

recuento de sí mismo es el de un viejo soldado que no ceja en su coraje (51, 86), aunque en el

presente sólo sea el portador de un cuerpo "ciego [y] peregrino cruzado de grietas" (29). Un cuerpo

"que anduvo tanto mundo sin ir a parte alguna" (29) y que, guiado por disputar la fama a Pizarro

y por su codicia sin fondo (15), se dejó convencer por los relatos mentirosos del oro que lo llevaron

a la ruinosa expedición de Chile, empresa por la cual no quiere ser recordado.

En consecuencia, en esta novela de Antonio Gil, Almagro asume el discurrir de su memoria

como un proyecto de "redención" y de acción liberadora contra el fracaso y el olvido, dispuesto a

convertir la "desventura" en "buenaventura". Al dejar fluir sus recuerdos, Almagro pone en acción

competencias discursivas provenientes del habla cristiana y de las oraciones que practica

cotidianamente, cuyos textos son identificables en las formas de confesión, plegaria y ruego, que

en su conjunto diseñan la modalidad del "discurso cristiano del rosario". Almagro se sabe "hijo de

sí mismo", "hijo de sus obras", pero también "hijo del Creador" (13, 14), por lo que no ve como

incompatibles su condición de soldado rudo y mortal, vasallo del Rey, y de cristiano e hijo de

Dios: "Así voy marchando. Un capitán que vuela por el cielo con los suyos, un discípulo del Santo

Apóstol. Un hombre de mi Dios. Y así voy. Con la Cruz Santa de Caravaca en el pecho y la Santa

Virgen en el arzón de la silla" (21).

Por lo tanto, cuando Almagro se encuentra "en el cepo, casi, casi ante los ojos del Dios Padre"

(12), y debe prepararse para la muerte, el discurso canónico que hace compatibles su condición

ternaria de "soldado" -"hijo sí mismo", "de Dios" y "del Rey"- le ofrece, como contratexto a las

mentirosas fábulas indianas que causaron su ruina, "el camino, la verdad y la vida" (96), y le

permite sostener que "el Padre Nuestro en boca del soldado recupera el vigor que las viejas le

quitan en el confesionario" (81).

Por lo mismo, esta novela se destaca por la ausencia de una "estructura uniforme (...), y en

ella se asiste a una suerte de polifonía, a una heterogeneidad de múltiples concreciones"

discursivas que provocan la ".. .exteriorización de diversas manifestaciones textuales e

intencionalidades estéticas..." (Moreno 1997: 119). En Hijo de mí se instaura un proceso de

multidiscursividad y de transdiscursividad que permiten el fluir y la confluencia de discursos

procedentes de la crónica, de la historiografía, de la pretensión de veracidad -como es el recurso al

hallazgo de un presunto manuscrito-, de la copla de raíz popular -que Almagro parodia

aplicándola a su encarcelamiento (11, 12)- y de las variables textuales del discurso canónico

constitutivas de la serie del rosario y de la misa de difuntos.

Al final de los combates de su vida, y mediante esta estrategia de discurso, Almagro rechaza

ese infamante destino que acogerán la crónica y la historiografía. Su empeño es no constituirse en

el mayor botín que pueda ostentar su enemigo, y evitar que se exhiba su cabeza como trofeo de

victoria donde antes flameaba su bandera:

Estoy viejo y me estoy muriendo, eso es todo. Y además, y encima de todo,

vanme a matar estos cabrones que llevan prisa por verme cabeza en pica, arriba,

allá en la Plaza Mayor donde ondeara mi estandarte..., (51)... Ellos quieren darme

muerte y cortarme la cabeza. Robarle a mi Dios mi triste cabeza para ponerla en su

pértiga como un trofeo (86).

En consecuencia, recurrir a la oración cristiana permite a Almagro elaborar un

contradiscurso que pueda proyectarse como inversión radical de la marca infamante que dejará

en él la pena del garrote, y que actúe como signo opuesto. Vale decir, que sea un discurso de

vindicación y de apoteosis que permita satisfacer el deseo de reconocimiento de sus méritos por

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parte del Rey y del Creador. Un relato, en suma, que refiera una victoria trascendente y no la

derrota ni el olvido, al modo de una resurrección de sí mismo en términos de un triunfo

trascendente de la vida sobre la muerte: "Yo tengo un Dios y tengo un Rey. Yo tengo un nombre.

Yo tengo un hijo que va por la montaña cantando. Ellos sólo me tienen a mí.

Es decir, no tienen más que el humo de un fuego que se apaga, la sombra del humo" (51).

Para tales efectos, entre las prácticas discursivas que se le presentan a Antonio Gil -y por

extensión a Almagro- se encuentran la crónica-relación, oficialmente institucionalizada, la copla,

el romance de raíz popular y el discurso de la plegaria cristiana. Esta última, en tanto discurso

apropiado para la confesión, la oración, el ruego o la súplica, actuará finalmente como marco

textual para la enunciación básica de estas "fabulosas memorias" de Almagro y contratexto del

modo cómo a través de la crónica se ha expresado hegemónicamente el discurso de la conquista.

Lo decisivo de estas "memorias" del conquistador es, pues, la proferición de su discurso como

contratexto y reescritura del género de la crónica, que contraría la efectuada por otros

conquistadores como él mediante un recurso identificable con el de la "prosa o el relato poético".

En Hijo de mí, tal reescritura se caracteriza por la insistencia en "una acción internalizada" ... por

"la circularidad"..., por "el quiebre de las progresiones. Se produce, así, una ruptura del ritmo de

progresión temporal y una representación "instantánea" del espacio y de los acontecimientos"...,

aspectos que resultan "… reveladores y relevantes del relato poético..." (Moreno 1997: 124, 127).

Por su naturaleza, la crónica es relación de "memorables y temerarias empresas" de conquista

militar "que celebrarse con razón merecen". El estatuto de la crónica considera por lo menos la

dedicatoria al Rey y el relato pormenorizado de los hechos de armas victoriosas en América, para

por ellos pedir mercedes.

Almagro no puede exhibir su victoria sino su fracaso. Menos puede hablar de lealtades de

españoles sino de sus traiciones. Tampoco puede confirmar como verdaderas las fábulas del

Nuevo Mundo sino como "embustes" y relatos mentirosos. Por ello, en el reducido espacio de su

celda, el discurso de la confesión y el de la oración, renovado en boca del conquistador, se le

presenta como el único recurso mediante el cual se puede hablar directamente con Dios y con los

hombres refiriendo la verdad de su vida.

Para tales propósitos, este "fabuloso memorial" de Almagro establece otros códigos para la

puesta en práctica del discurso de la oración y de la plegaria, no restringidas exclusivamente al

rito y al ceremonial eclesiástico. Por esta vía "seculariza la plegaria" como discurso recluido en el

recinto de las iglesias situándola en su antítesis: la cárcel. Desde su celda, conquistador no

interpela al Rey o a los nobles como sus destinatarios sino que habla directamente con Dios, sin

renunciar a su condición de hombre y de soldado: "Cristo. He visto tus heridas con congoja. He

llorado año a año tu muerte. He sentido mía tu humillación ¿Qué sientes Cristo, Tú ahora por mí,

derribado?" (78).

La opción por el discurso religioso, en estos términos, permite explicar que la "crónica" de

Almagro se inaugure precisamente con esta ora-ión primordial. La invocación consagratoria -"En

el nombre del Padre. Y del Hijo. Y del Espíritu Santo" (9)- enmarca el discurso de la conquista

temporal en el ceremonial del credo cristiano, en torno al cual se conjugan y actualizan las

diversas plegarias básicas del discurso canónico, configurando una textualidad identificable con

la oración y los "misterios dolorosos" del Rosario.

Almagro se prepara, así, para un bien morir ante Dios -no ante Pizarro-, y de este modo,

desde la muerte misma, pretende triunfar sobre su enemigo, pues su muerte la destina como

ofrenda y sacrificio al Creador y no a la memoria colectiva de su tiempo. Como ratificación de su

fe, testimonia: "Tengo un Dios y tengo un Rey a quien deberme" (97), y es esa fe renovada la que le

presenta consoladora y plenamente el reverso de su infortunio:

A pesar de mi mala estrella sigo siendo el bienaventurado. Aunque no hagan

falta pájaros agoreros, ni predicciones, sé con exactitud el día y hora de mi partida. Y

me consagro a prepararla con la misma dedicación con que una novia alista su

ajuar. Igual que un talabartero dispone todo para la silla de montar que labrará al

día siguiente, o un viajante sus baúles y comitivas. La diferencia, mi buenaventura,

es que si la muerte me llama ahora mismo, habré robado a mi enemigo, el botín que

ambiciona más. No así la novia, el sillero o el viajante, que al morir de improviso se

Page 33: De La Araucana a Butamalc3b3n

habrán perdido del quehacer que los reclama en la mañana próxima. Y todo habrán

dejado sin concluir (97).

En consecuencia, mediante la reescritura de relatos de viajes de conquista de españoles en

América, en esta novela se accede a la reescritura de la crónica tradicional en el contexto de un

discurso cristiano identificable como la preparación para "el buen morir" o el viaje hacia la

muerte, el encuentro con el Creador y la Resurrección. El punto de partida de este viaje, de esta

nueva aventura conquistadora (73) lo marca la vejez y la proximidad de la muerte. "Estoy viejo y

estoy muriendo, eso es todo" (51) -dice Almagro- y su rol, ahora, es el de un "Adelantado de la

Muerte" (73). Por lo mismo, la empresa que le resta por emprender es el tránsito definitivo desde

esta "villa rica del Reino Terreno" (73) que lo llevará hasta el "Palacio del hielo" (55, 74) donde

podrá rehacer los entuertos que en vida le han afectado. Sólo entonces, sus méritos serán

debidamente reconocidos por Dios y por el Rey:

He visto las almenas de una grande ciudad perderse en la distancia. He amado

esa visión. Y en ella me conforto ahora que estoy por dejar esta villa rica del Reino

Terreno. Si todo mi ser ha sido un irse eterno, a qué temer sino al pasado. Ese irse

quedando atrás, ese vivir, que es y ha sido segundo a segundo mi única muerte. El

difunto pequeño bribón que corrió caminos. El finado capitán de las playas cubanas.

El muerto Avanzado del Rey en el sur de la tierra. Almenas y torres que van

quedando atrás. Esa visión es la muerte de la carne y en ella me consuelo. Ya he

muerto muchas veces y una más no importa. Vamos adelante. Olvidemos el frío que

me aprieta y este puño invisible que amenaza mi garganta. Allá va el capitán a su

nueva aventura. Otras junglas y otros páramos no pueden ya asustarle (73).

Para esta "nueva aventura", la única armadura a ceñir es aquélla de la palabra y de la

oración. Según sostiene, en boca del soldado el Padre Nuestro no es signo de debilidad sino de

fortaleza, de modo tal que al emprender esta empresa mayor, no extraña que esta invocación sea

la que preside la apertura de la memoria de Almagro (9). Por lo demás, los diversos registros del

texto de la plegaria -y en particular de la oración del Rosario- le permiten desplegar una

diversidad de actuaciones comunicativas y dialógicas: la actitud de la confesión, consigo mismo o

con el cura de Alcaraz (29); la proclamación de su fe y la apelación a la bondad del Creador,

mediante el Credo (21, 22, 25) y el Padre Nuestro (9, 48, 55, 66, 67, 86); la solicitud de la

intermediación de la Virgen María (15, 19,23, 25, 55,76, 100) y de otros auxilios contra sus

enemigos, como la Señal de la Cruz (10, 12, 48) y el Ángel de la Guarda (14, 17, 29), y la

proclamación del "misterio" de la glorificación de la Trinidad, pues todo se unifica en Dios (101).

En síntesis, durante este largo tránsito y en las diversas etapas hacia la muerte -objetivado

discursivamente en la sucesión de oraciones que componen el Rosario- Almagro celebra su propio

"memento" y su propia misa de difuntos y obtiene, también, la merced de la contemplación de lo

divino (53, 55) y el reconocimiento de sus méritos por parte del Rey (93, 94). La fuga desde este

mundo hacia el mundo divino deviene, entonces, en una victoria sobre la muerte. Su viaje es de

"redención", y mediante él "pone término a su adversidad" en la tierra. Almagro se redime, libera o

rescata del fracaso y del cautiverio que ha padecido en vida. Recupera su cabeza -dislocada por el

verdugo (55, 77, 100, 102)- de modo tal que, así redivivo, en el discurso epilogal (101, 103),

recupera también su voz y refiere y contempla la ceremonia de su gloria. Al contrario de la

degradante memoria histórica que pesa sobre él, las "honras" que le rinde Pizarro, en el centro de

la nave de la iglesia y frente al altar, dejan de ser "fúnebres" y se expresan para él como pública

manifestación de "victoria" mortal y de epifanía o de revelación de la verdad cristiana, imposibles

de percibir por parte de los mortales que acompañan sus exequias: "Los soldados me cargan,

igual que me cargaron después de una victoria en sus hombros"... "Las botas de los hombres que

me cargan van resonando, como un tronco de caballos belgas a través de un puente de Castilla"

(102).

Trascendente y definitiva victoria de Almagro contra la muerte y contra el olvido. Propuesta de

redención posible que él mismo se asigna y construye discursivamente, pues, en su nicho de

muerte, ese abrirse de la losa en el muro donde será sepultado traduce simbólicamente el "crujir

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de una fortaleza vencida, derrotada, por donde pasan los jinetes y los infantes" abriéndole paso

(102). Tras ese honroso ceremonial, Almagro ve como se reintegra al ciclo de la vida que simboliza

el incansable afán de las abejas melíferas en el Cuzco (9-103).

En suma, este análisis de Hijo de mí revela que Antonio Gil representa una "escritura que no

se arrima a la sombra de la tradición literaria chilena y se atreve a correr los riesgos del

explorador y del arqueólogo". Por lo mismo, en el contexto del discurso de la conquista, la

narrativa de Gil inevitablemente apela a "replantearse la solvencia" del canon de "la historia

literaria de Chile"... que ha sido... "incapaz de reconocer y asumir diferencias" discursivas

(Cuadros 1998, 1999) como las que representa este novelista. En Hijo de mí, Almagro, no siendo

ni letrado, ni licenciado, ni escribano, ni concejal -al recurrir, en esta novela, al decir de la

crónica, y de la historiografía y del discurso básico del credo cristiano-, recupera para sí y para la

memoria colectiva el arduo y disputado protagonismo que le corresponde como Adelantado de la

Conquista (Barraza 2003).

LA NUEVA OBRA Y BREVE...: UNA CRONICA APOLOGETICA SOBRE DIEGO DE ALMAGRO

"En estas treinta y nueve coplas no hay proposición herética ni malsonante contra la fe" es el

juicio del censor que permite la publicación, circulación y lectura de la Nueva obra y breve en

prosa y metro sobre la muerte del ilustre Adelantado don Diego de Almagro (c.1550), de Alonso

Enríquez de Guzmán, cuyo original -al que se hará referencia- se encuentra en el Archivo de

Indias de Sevilla. Junto con el edicto de la Real Cédula de 1543 -acatada o no (Leonard 1953)-

relativa a qué libros se permitía leer en el Nuevo Mundo y con la promesa o "protestación" que un

autor debía hacer sobre la materia religiosa que tratara -decretada por el Papa Urbano VIII en

1634, (Rosales 1989: 21)- estas "licencias eclesiásticas" constituyen la expresión pública de una

censura oficial que sistematiza la serie de restricciones a que estaban sometidas las producciones

de textos en el Nuevo Mundo.

Tales restricciones afectan, en especial, a las "obras" que aspiran a demostrar una

competencia literaria que no sea una simple reproducción de discursos al modo de las crónicas y

relaciones solicitadas por la Corona, o de las cartas de relación de empresas de servicios exitosos

escritas para obtener mercedes y privilegios. En el fondo, estas "autorizaciones" -nombre con que

eufemísticamente ocultan su calidad de "censura"- delimitan el ámbito de los discursos

permitidos y no permitidos en la sociedad colonial, como es el hecho de que "un gobernador no

puede ser coronista" (Calderón 1945). Vale decir, tales disposiciones son indicio de los modos

como se institucionalizan los procesos de silenciamiento y el control de lo decible por medio de la

palabra hablada o escrita, o se proclama una libertad convencional- como lo expresan, también,

las "alabanzas", "loas" u "homenajes" dedicados a los autores (Oña 1944; Rosales 1989: 15-20). Y

tal ocurre, particularmente, cuando en la sociedad conquistadora alguien pretende crear "obras" y

"libros" que den cuenta de un saber "escribir en prosa y en verso", o discutir sus cánones

historiográficos, como es el propósito de Enríquez de Guzmán.

El hecho es que esta "autorización" para la impresión, difusión y circulación de la Nueva

obra... oculta su reverso de censura. Del texto original se han tachado los últimos seis versos -

"por ser cosa tan pesada e importante a terceras personas" (1960: 328)- y, por lo demás, en el

manuscrito de 1550, el archivero -para quien no debía ser desconocido-no transcribe el nombre

del autor sino que lo alude con el genérico calificativo de "testigo de vista".

Esta manifiesta omisión de su nombre naturalmente "desbarata" las pretensiones literarias de

Enríquez de Guzmán. El nombre del autor de una obra es requisito necesario para incorporar a

alguien "legalmente" al seno de la sociedad literaria como uno de los suyos. No obstante, aunque

se trate de un manuscrito anónimo, la obra "existe" y permanece a disposición de los lectores,

puesto que se le ha otorgado la "licencia" correspondiente y es reconocible como texto dentro de

una comunidad para la cual tiene relevancia literaria. Sin embargo, en este caso, su "legitimación"

y la de su autor no derivan de una "comunidad de intérpretes" que califique la obra o de quienes

detenten un saber específico sobre la literatura, sino de una autoridad eclesiástica que la valora

desde una perspectiva ética antes que estética.

El poema posiblemente fue escrito apenas acontecida la muerte de Almagro en 1538 -o a raíz

del levantamiento de su hijo Diego (1542), o estando prisionero Hernando Pizarra (1548), (Porras

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1985)-, pero el nombre de su autor y el apelativo de "caballero noble pero desbaratado", con el

cual era ampliamente conocido (Anderson Imbert 1987: 43; Sánchez 1943), sólo aparecerán en

una nota de 1589, presumiblemente una vez decantadas en la memoria colectiva las disputas

entre pizarristas y almagristas.

Lo cierto es que en el contexto del discurso de la conquista, y al igual que otros Adelantados

que quieren ser recordados por el logro de victorias memorables y no por empresas fracasadas,

Enríquez de Guzmán se propone tempranamente un proyecto de escritura que le haga superar su

condición de "noble rico en linaje pero pobre de hacienda". Cuando hacia 1518 sale de Sevilla

para mejorar su fortuna en el Viejo Mundo, y posteriormente en América, decide escribir el Libro

de la vida y costumbres de don Alonso Enrique Enríquez de Guzmán, caballero noble y desbaratado

(1960), con el propósito de lograr el triunfo y el reconocimiento como hombre de armas y de letras

(Pitarello 1991; Redondo 1969). Permanecer en el anonimato y en el fracaso no haría sino ratificar

su "desbaratamiento". Decidido a escribir, en el Prólogo de su Libro... determina que él -y no otro-

será el narrador autorizado de los episodios que le ocurran desde entonces, los que espera sean

muchos y memorables. Conforme con esta premisa, en Alonso Enríquez se cumple el hecho de

que "hablar supone poner historias en escena" (Eco 1992) y que "la vida de todo hombre es objeto

o está disponible para la narración" (Ricoeur 1983). Por lo demás, resulta evidente que escribir

sobre la propia vida es uno de los tipos básicos del discurso (Lyotard 1989: 46), lo que en el caso

de Alonso Enríquez se identifica con la serie textual de la picaresca (Kirkpatrick 1928; Byrd 1934).

Al respecto, nótese que aunque nada se sabe de la formación letrada de este autor, su Libro...

revela el empleo y dominio de una serie de saberes discursivos y de un repertorio propio de la

metalengua de las letras en el siglo XVI, relativo a una competencia para saber hacer, proferir y

valorar discursos. Este saber natural no necesita ser justificado, y le permite a Enríquez

distinguir entre producir "un libro" o una "obra autobiográfica" y escribir una "crónica". Además,

no ignora que todo "libro" se inscribe en una serie afín con la tradición literaria, como declara en

el Prólogo. Sabe, también, que todo libro -al modo de un dispositivo- debe provocar un efecto en el

lector, procurándole tanto "gran sabor y provecho" como una respuesta interpretativa. Tampoco

desconoce que escribir su autobiografía tiene un efecto para sí mismo, pues el status de escritor le

otorga un poder como "letrado" que habrá de elevar su calidad de "caballero desbaratado".

Enríquez sostiene también que todo escritor debe tener la libertad de incluir en su texto episodios

"ficticios y reales". Por lo demás, en la presentación de la Nueva obra... el autor explica el valor

eufónico de las coplas, afirmando que son más "consonantes" y "sabrosas" que el romance que

anteriormente ha escrito sobre Almagro.

Resulta notorio que este Libro...se presenta como un texto abierto, de carácter macrotextual,

donde su autor "inscribe" toda nueva aventura, entre las cuales se cuentan las vividas en el Perú,

entre 1534 y 1540, y su toma de partido a favor de Almagro. Es así como en su Libro..., luego de

las razones que expone "en el metro de arte mayor" contra Hernán Pizarro (1960: 215-220),

incluye otras argumentaciones, al modo de un romance -de 362 versos-, negando su autoría e

instruyendo que "debía ser cantado al tono del Buen Conde Hernán González" (1960: 220-224) -

junto con el texto en prosa "del acusación que presenté (sic) el autor ante el Consejo Real"

(1960:224-228). Por lo tanto, la Nueva obra... constituye, de manera independiente, una cuarta

versión -en prosa y verso- de su defensa de Almagro en la cual desarrolla de manera letrada y

jurídica la querella entre ambos bandos que aparecía fragmentariamente dada en numerosos

romances populares. (1960: 327. Apéndice XIX).

Lo novedoso es que, a diferencia de Alonso Enríquez, que cuenta previamente con un proyecto

de escritura, la mayoría de los españoles en América se hicieron cronistas y escritores a la par de

las empresas de la conquista, sea al ritmo incierto de la navegación a Indias (Colón), obligados por

los Reyes Católicos a dar cuenta de sus éxitos y de la Tierra Nueva (Cortés, Valdivia),

impresionados por el denuedo de Arauco (Ercilla), estimulados por sus mecenas (Oña, Gomara),

para rebatir versiones precedentes (Bernal) o para transformar sus fracasos en méritos (Cabeza de

Vaca). Del mismo modo, en la mayoría de los casos, los cronistas e historiadores del Nuevo

Mundo emprenden la escritura del discurso de la conquista casi al final de su vida, tanto para

requerir mercedes como para dejar memoria de sí mismos como hombres de armas.

Sin embargo, la manifestación de tal saber letrado no bastó a Don Alonso Enríquez para ser

reconocido como cabal autor en su época. Sólo la historiografía le reconoce su condición de testigo

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privilegiado de los conflictos del Perú a raíz de lo cual su Libro... será traducido al inglés

(Marckham 1862). Por el contrario, en Chile, hasta mediados del siglo XX, aunque se le cita entre

los partidarios de Almagro (Otaegui 1997), se le descalifica como "trovador" (Sánchez 1943) y se le

desconoce como cantor de la Nueva obra... que aquí nos ocupa (Carmagnani 1961), a pesar de la

nutrida bibliografía existente sobre el autor (Keniston 1960).

Esta renuencia a legitimarlo como escritor, en su tiempo, provoca que Hnríquez despliegue

una constante estrategia de escritura y de actos de habla, que se traduce en una variada clase de

discursos afines con la retórica literaria y jurídica. Mediante ellos se autocalifica ostensiblemente

como "autor de obras literarias", buscando legitimar y validar tal condición en la comunidad

cultural del siglo XVI. Por lo pronto, la calificación de "libro" dada a su autobiografía lo pone en

relación con una serie textual prestigiosa diferente a aquélla de la crónica, por ejemplo, y prueba

la condición de la escritura como hecho de lenguaje y como poder de glorificación, intimidación y

coerción (Barthes 1987: 28).

En medio de muchos conquistadores "iletrados", como Almagro y Pizarro, esta reiterada

ostención de saber escribir que Alonso Enríquez proclama en su Libro..., su pretensión de hacer

de su vida una "obra escrita", su relación liberal con la nobleza de la metrópoli -que no le impide

eludir una orden de prisión-, su estilo de vida picaresco (Byrd 1934; Pitarello 1991), su

contradictoria intervención como consejero de Pizarro y luego apologista de Almagro, en su

calidad de testamentario (Esteve 1964; Porras 1985) y liquidador de sus bienes -como lo fue la

manumisión de la esclava Malgarida (Libro, Apéndice IV)- influyeron, indudablemente, en el

silenciamiento de su nombre, por lo menos en la primera copia de la Nueva obra...

El anonimato beneficia la libertad de decir que le interesa a Don Alonso, quien -conforme a su

condición de testamentario- está obligado a pleitear por Almagro en las Cortes. De hecho, un

anónimo clasificador de textos es quien "recupera" y anota el nombre del autor de la Nueva obra...

en una fecha cuando -ya muerto don Alonso- queda a salvo de las querellas de los pizarristas.

Frente a los textos que en su momento trataron asuntos de la conquista, la Nueva obra...

representa tanto el acatamiento del canon de la crónica como su superación. Por lo pronto, la

calidad del relato que en ella se ofrece no depende estrictamente del nombre impreso del autor a

quien sus contemporáneos identificaban plenamente. La condición de "crónica-relación" deriva,

aquí, del hecho de que ella es proferida por "un testigo de vista", como acotan los archiveros, un

testigo de quien sólo se puede esperar un relato verdadero sobre la muerte de Almagro.

Este "testigo de vista" no ignora la norma que rige la producción de textos y de lo que se dice,

se escribe y se comunica; o se silencia o relega al anonimato; o simplemente no se puede decir ni

escribir, a pesar de que la historia y la memoria colectiva deban hablar y hacer oír, también, sus

otras ("contra") verdades, como aquéllas que tratan de fracasos, infamaciones o desposesiones,

tanto o más verdaderas y dignas de relato que las que recogen las "memorables hazañas".

En la Nueva obra... la verdad que interesa al autor excede lo historiográfico, pues dado que su

propósito es entablar una querella contra Hernando Pizarro por la injusta muerte de Almagro,

despliega una serie de actuaciones discursivas propias de la tradición retórica, en tanto arte

general de la persuasión (Mortara 2000: 57). Tales discursos reproducen el plan de la

argumentación llevado a cabo en la Corte por un "letrado" o abogado defensor que representa a la

"Ley", en tanto "letra" o norma escrita. En la Nueva obra... ese testamentario que hace la

defensapost mortem de Almagro ante un tribunal debe recurrir a una compleja actuación

lingüística de carácter polifónico (Ducrot 1986) con el propósito de convencer a los jueces.

El argumento central de este alegato de Alonso Enríquez es que en el Perú ha ocurrido "un

hecho injusto, público y notorio", como ha sido la indigna muerte dada a Almagro quien, sin

embargo, "vive en su fama y le i ir ne encumbrada" (c. 24). Esta manifiesta adhesión a la causa de

uno de los protagonistas de las luchas civiles del Perú -proseguidas bajo la conducción de

Almagro, el Mozo- propone una transgresión mayor acerca del estatuto de los discursos

coloniales. Lo propio de la crónica es ser un discurso en prosa -antes que una escritura dada en

el metro del romance o de la copla- producto de un testigo de vista o de oídas sobre hechos,

propios o ajenos, dignos de memoria, para por ellos pedir mercedes. Pro-ferir esta Nueva obra...

como apología, elegía y denuncia del modo como fue ejecutado Diego de Almagro -y que

indudablemente contribuyó a la Sentencia contra Hernando Pizarro- es, sin más, una ruptura de

la norma, y expone a su autor a la censura antes que a la recompensa. Como defender B quien

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desencadenó las guerras civiles del Perú le restaría méritos y ventajas sociales a su acto

escritural, y pondría en riesgo una sentencia favorable para su defendido, Enríquez de Guzmán

pone en acción una estrategia que consiste en recurrir a una serie de modulaciones discursivas

que simulan las voces de diversos sujetos que avalan lo justo de su demanda y la legitimidad de

su causa. Esta pluralidad de actos de habla provoca una consolidación polifónica del texto, dada

tanto por las voces de las letras y de la historiografía (crónica, apología, elegía, discurso indígena,

hablante singular y colectivo) como por el discurso procesal y contractual entre el Rey y sus

súbditos (servicio al príncipe, deberes del monarca, inculpación, exculpación, registro de la

audiencia y del proceso).

LA ROTULACION DEL EXPEDIENTE PROCESAL

El extenso título de estas "coplas" de Alonso Enríquez permite distinguir dos segmentos

paratextuales que en forma explícita aluden a su carácter de "crónica apologética" y de discurso

procesal:

"Nueva obra y breve en prosa y metro" es el enunciado base que informa sobre las

pretensiones literarias del autor y remite a su competencia y a su trayectoria en las letras. Con

este título el escritor alude a "obras" anteriores, como es el Libro... de su vida y las versiones

precedentes sobre la muerte de Almagro -escritas en "prosa" y en "romance"-, mostrando además

que tiene la ductilidad necesaria para reescribir, ahora en "coplas", una relación "abreviada" del

muy conocido episodio de la conquista de Nueva Castilla.

El segundo segmento actúa como subtítulo y permite filiar esta obra como "documento" o

como "escrito" presentado en un proceso. De este modo, la Nueva obra... simula ser un discurso

natural que reproduciría esa defensa oral a favor de Almagro que fuera hecha en España -

alrededor de 1548, ante el rey Carlos V y las Cortes- por el mismo Alonso Enríquez de Guzmán.

De aquí se deriva que el discurso procesal -que concierne a los actos de acusación, de defensa y

de determinación de lo justo e injusto (Mortara 2000: 28)- sea el tipo textual que sirve de soporte

a la Nueva obra., y que da pie a una variada clase de discursos. El efecto de esta pluralidad de

voces -y de actos de habla- se objetiva en la actualización de una serie de formaciones discursivas

propias de la tradición retórica, de la oratoria y del discurso procesal ("letrado") que corresponden

a la argumentación, la alabanza o elogio, el derecho a petitorio judicial, la demanda o querella

criminal y la exculpación e inculpación (Mortara 2000). El texto adquiere así una estructura

multívoca, dialógica y apelativa que, en su conjunto, está destinada a persuadir de la verdad

jurídica, historiográfíca y moral de una querella entablada justamente, y de la calidad de la

palabra de quien la sostiene como hombre de letras y de leyes.

En tal sentido, las coplas de la Nueva obra... pueden ser entendidas como un enunciado oral

identificable como un suceso verbal, histórico, particular, único e irrepetible en el tiempo y en el

espacio "dicho por alguien, en algún sitio en alguna vez", vale decir, un acto verbal proferido por

una persona real en una ocasión concreta, en respuesta a un conjunto preciso de circunstancias

(Herrnstein 1993), tal como habría abogado Alonso Enríquez.

La exposición oral de esta querella constaría en un "expediente" que contiene los antecedentes

relativos a la causa entablada en la Corte, resumida y caratulada en los siguientes términos

actuariales:

sobre la muerte del Ilustre Señor Adelantado Don Diego de Almagro, Gober-

nador y Capitán General por su Católica y Real Majestad el Emperador y Rey

Nuestro Señor en el Nuevo Reino de Toledo llamado Perú, descubridor y

conquistador y sustentador de esta rica provincia.

Como discurso procesal, la Nueva obra... constituiría, entonces, ese "treslado", transcripción

fiel o registro escrito de la causa o expediente acumulado en torno a la defensa de Diego de

Almagro. Dada a conocer públicamente, la "obra" reproduciría por "escrito" las argumentaciones

presentadas a los jueces para que arbitren justicia acerca de la ilegalidad de los cargos que se

imputaron a Almagro para sentenciarlo a muerte. Como "demanda" y presentación legal, en ella

se aboga por la inculpación de Hernando Pizarro, en tanto victimario, y se solicita el dictamen de

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una justa y reparadora sentencia que restituya la probidad al Adelantado.

En particular, el enunciado del subtítulo actúa a la manera de un extenso paratexto que

anuncia la heterogénea condición de obra, crónica y testimonio de un litigante y hombre de letras,

y pone de manifiesto los diversos componentes que regirán la perspectiva de su enunciación. El

subtítulo regula el relato básico sobre la muerte del Conquistador, conforme al discurso de la

elegía, y explícita las razones de la escritura según los preceptos historiográficos, la retórica de la

conquista y el discurso procesal. Sucesivas anotaciones al manuscrito original califican al autor

como un "testigo de vista" (1550), lo que es un aval para los efectos de la verdad que encierra esta

crónica-relación y para la validez de la demanda o sustanciación de la causa que entabla su

autor. Posteriormente, éste será identificado por su nombre (1589) y por su inconfundible

apelativo de "caballero noble y desbaratado" que diera a conocer en su Libro... Tal apelativo da

cuenta de un abolengo que lo hace digno de crédito, según lo probó al actuar como docto

consejero de los conquistadores y testamentario de Almagro.

No obstante, a Enríquez de Guzmán no le faltan razones para ocultarse como autor de la

Nueva obra..., aunque hacia 1548 se hayan producido sucesos favorables para actualizar el pleito

en favor de Almagro. Ese año fue decapitado Gonzalo Pizarro, y Hernando permanece en la prisión

española de Medina del Campo por intervención de los almagristas. Así y todo, pesa en la opinión

real y en las Cortes la muerte de Francisco Pizarro (junio 26 de 1541) tras la rebelión de Diego de

Almagro, el Mozo, derrotado, a su vez, por el licenciado Vaca de Castro en la batalla de Chupas

(septiembre 16 de 1542).

Frente a este contexto histórico, la Nueva obra... pone en práctica una perspectiva procesal

que atiende a prefigurar la visión de un cronista digno de crédito que debe proporcionar una

imagen afamada y no degradada de Almagro. Esta imagen es diferente a la versión que ofrece

Enrique Volpe, ' donde -al situarlo en la desolación del desierto- Almagro habla desde la

percepción de su fracaso y de la imposibilidad de la fama. Diferente también es la novela de

Antonio Gil cuando, en vísperas de su ejecución, el Descubridor sólo tiene presente el despojo del

Cuzco y la ruina de su expedición a Chile. Enríquez de Guzmán completa esta tercera fase de la

historia del Adelantado haciendo su defensa postuma. Tal propósito vindicativo y de restitución

de la fama de Almagro exige recurrir a una estrategia de persuasión y de interpretación de la

materia histórica conforme a los cánones de la conquista y en términos de prolija defensa,

ajustada a derecho.

Para tales efectos, el subtítulo acota la perspectiva apologética, según la cual se enunciará la

crónica y la querella: proporciona una imagen "Ilustre" de Almagro y, por tanto, su derecho a la

fama y a la honra; declara que Almagro ejerció legalmente los cargos de gobernador y de "capitán

general" del territorio; sostiene que Almagro, a diferencia de lo que afirman sus detractores (como

Valdivia, a raíz de su fracasada empresa a Chile) está en posesión de las virtudes exigibles a todo

Adelantado, cuales son: "descubridor", "conquistador", "pacificador" y "sustentador" del Nuevo

Reino de Toledo

El autor elogia y da testimonio de estos atributos que, como testamentario y caballero que es,

lo obligan al cumplimiento de un deber y éste no es otro sino abogar, restituirle la fama y pleitear

a favor de Diego de Almagro.

EL DISCURSO DE LA PROSA: LAS RAZONES DE LA DEFENSA

Caratulado el expediente procesal, el texto en prosa constituye una suerte de proemio o

epítome sobre el juicio "Almagro versus Pizarro", en el cual se apela a los lectores y auditores

antes de pasar al verdadero argumento que ha de tratarse (Mortara 2000: 70). En la proferición

del alegato en favor del defendido, la prosa deja de manifiesto los indicios y los procedimientos de

interpretación de los hechos testimoniados que regirán el discurso del poeta-orador. El objetivo es

persuadir al tribunal de manera que éste sea benévolo, atento y dócil a lo demandado (Mortara

2000: 71).

Tales procedimientos de interpretación y de persuasión suponen, a la vez, que tras el defensor

está presente un auditorio colectivo que -como partícipe de la ética de la conquista- es capaz de

deliberar sobre el asunto y, además, está capacitado para valorar que esta "escritura-

transcripción" del proceso es, justamente, la obra que se le ofrece. A ellos se dirige acusación

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contra Hernán Pizarra, desplegar su capacidad para persuadir al monarca y, así, obtener justicia.

Y es también en tal sentido como la crónica actualiza el discurso procesal por cuanto su autor

debe proporcionar las suficientes informaciones sobre "cuyas bases el tribunal y los jueces

pueden formarse una opinión pública acerca de una secuencia de acontecimientos, el

encadenamiento de una acción, los motivos de un acto o el sentido de los que han ocurrido"

(Ricoeur 1983; Barraza 1997).

Conforme a tal estrategia, el discurso de la prosa inaugura una estructura argumentativa

dual, centrada en las imágenes disímiles de los rivales. Almagro es un conquistador digno de

honra, de memoria, de defensa y de que se escriba sobre él, pues supera los arquetipos y virtudes

de héroes de la historia y de la épica como Alejandro, Julio César y Héctor, aventajándolos en

"franqueza", "valentía" y "nobleza". Pizarra es su antítesis, pues su actuación contra su rival lo

revela como "cobarde", "no franco" e indigno de "nobleza".

A partir de esta alabanza a Almagro, Enríquez de Guzmán sitúa el componente de una ética

cristiana y caballeresca como uno de los niveles de argumentación que preside su discurso: las

nobles virtudes de Almagro provocaron la envidia, la deslealtad, el escarnio, y también la pérdida

de su honra, el despojo de sus bienes y una muerte inmisericorde.

EL DISCURSO EN METRO: LA DEMANDA DE UN DEBIDO PROCESO

Desde un comienzo, el discurso de las coplas acota el circuito que comprenderá el debate

procesal, previa identificación del tribunal ante quien se recurre y se presenta la querella. A este

tribunal -compuesto por Carlos V, las Cortes, su Presidente y los rectos y dignos Oidores- se les

dirige una petición de justicia y se les apela, en conciencia, como arbitros que deben impartirla.

Conforme a la retórica judicial, tal petitorio pone de manifiesto, aquí, el concepto de narración

entendida como "relato persuasivo de una acción tal como ha sucedido", destinada a informar al

oyente sobre el tema de la controversia (Mortara 2000: 76).

Las expectativas de éxito de este petitorio radican en que se apela a la suprema autoridad del

rey. Se recurre al monarca en tanto es depositario de potestad para administrar justicia, corregir

agravios legales y sentenciar a quienes hayan quebrantado la ley, según se expone en las coplas 1

y 2. En ellas, el hablante aparece enunciado como un "yo" que representa a una colectividad y que

apela al cumplimiento de las leyes del vasallaje, basadas en la "obediencia" o en el "servicio que se

debe al príncipe". Tal obediencia ha sido institucionalizada como un vínculo contractual ante ese

"señor natural" (c. 3) que es el Emperador, relación que otorga el derecho u petición que asiste a

todo súbdito.

Este yo colectivo -conocedor de la institucionalidad vigente- expone los atributos propios de la

majestad imperial. Entre ellos, el status de Emperador y de protector de la Iglesia; depositario por

derecho divino de plena potestad sobre todo lo humano y cuya misión es acrecentar la fe en las

Indias; en suma, arbitro y detentador de la justicia. Recabados tales atributos, el "yo colectivo" y

Enríquez de Guzmán orientan el discurso que el rey ignora porque no ha sido bien u

oportunamente informado (Las Casas 1972). Tal premisa permite que todo vasallo pueda servir al

príncipe "haciéndole saber" sus cuitas -el caso de Almagro, por ejemplo- como buen informante o

vasallo leal, honrado, documentado y digno de ser oído en tales trances. Y Enríquez de Guzmán,

aunque "desbaratado", es reconocido -desde su Libro...- como caballero de "noble linaje aunque

pobre en hacienda", hombre letrado, testigo presencial de la conquista, docto consejero de los

rivales y testamentario leal de Almagro.

Las coplas 3 y 4 concluyen exponiendo el caso: si el Emperador dicta leyes en representación

de Dios, debe oír a los peticionarios e intervenir para imponer el derecho, dado que Hernán

Pizarra no tenía la calidad legal de juez para procesar y dictar sentencia ejecutoria contra

Almagro, proceso que, por tal razón, fue mal sustanciado y, por lo mismo, fallado "contra derecho"

(c. 4).

LA RELACION TESTIMONIAL Y LA RETORICA JUDICIAL

Entre las coplas 5 y 9, el hablante reproduce la voz de un cronista, quien hace una relación

de los sucesos de la conquista del Perú. Su relato, conforme a los requerimientos procesales, pone

de relieve una estructura dual que permite desplegar una perspectiva argumentativa y de

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interpretación de los hechos destinada a constituir la defensa de Almagro y los fundamentos de

las acusaciones contra Hernán Pizarra.

Conforme a su relación de los hechos -"que (por lo demás) en estos sus reinos muy público ha

sido", c. 5. El paréntesis es nuestro- el pacto entre Francisco Pizarra y Almagro era garantía de

paz en el Perú. Y, ante la división del territorio, Almagro no ha hecho sino conducirse conforme a

lo que el servicio y el interés del príncipe le exige: ha defendido con sus armas una jurisdicción

ganada y otorgada legalmente por "provisiones", frente al despojo que ha tramado Hernán Pizarro;

ha conservado la paz y el "sosiego" del nuevo Reino del Perú, evitando la "alteración" de los indios

y la pérdida del territorio (ce. 5 y 6); ha arriesgado la vida por "sustentar" el territorio para el

Emperador y evitar la acción de usurpadores como Hernán Pizarro, (cc.7 y 9); ha procedido como

vencedor magnánimo y clemente en la hora de la victoria, pues concede el perdón a su rival, a

pesar de hallarlo "digno de muerte" por rebelión (c. 7); hace cumplir las normas del vasallaje, pues

obliga a que Pizarro rinda el homenaje que debe al legítimo Gobernador y al Rey, enviándolo preso

para que sea juzgado por las Cortes (c. 8).

Estos atributos del comportamiento de Almagro constituyen -según el hablante de las coplas-

los fundamentos de la apología y del elogio destinados a obtener un fallo favorable. Los méritos y

servicios del Adelantado son superiores, encomiables y dignos de justicia frente a los "deservicios"

del acusado, Hernán Pizarro. Este, en efecto, se ha mostrado indigno de honra y de nobleza desde

el momento que no obedece al homenaje exigido de presentarse ante el Rey (c. 9), sino que se alza

contra Almagro; al triunfar contra Almagro no valora la clemencia ni el perdón que recibiera del

vencido (c. 10); deshonra la imagen de la conquista ante los indios quienes, por tal razón, llaman

"tiranos" a los españoles (c. 9); y con su actuación provoca "la perdición" de estados y vidas de

buenos españoles cristianos en el Perú (c. 9).

EL DISCURSO TESTIMONIAL Y EL TESTIGO DE VISTA

Entre las coplas 10 y 29 la relación de la Nueva obra... presenta un encuentro entre el

discurso del cronista, en su calidad de testigo de vista de un proceso injusto que recurre al rey

por justicia, y el poeta quien fue también testigo del trance y habla desde el "corazón de la

experiencia" (Ricoeur 1983). La voz del testigo litigante -ahora, en calidad de poetase interioriza y

participa emotivamente del suceso. Conmovido e indignado por un ajusticiamiento ilegal, el

hablante de las coplas profiere ahora un discurso elegiaco por la muerte ignominiosa de un ilustre

conquistador, estilo conveniente para dar fe de su competencia literaria y para los efectos que

quiere lograr en este proceso.

En esta fase de su discurso, y como acusador de Hernán Pizarro, Alonso Enríquez recurre a la

alteridad del sujeto de la enunciación, y estratégicamente se enmascara en la tercera persona,

hablando de sí mismo como si fuera otro (ce. 19, 20 y 21). Así, destaca que un tal "Enríquez de

Guzmán" tuvo el privilegio de ser nombrado el primero entre tres tes laméntanos de Almagro, en

virtud de la "calidad de su persona" (c. 20), por el hecho de su fama como "muy buen caballero" y

por su condición de "amigo leal" (c. 19). A este testamentario se le habría obligado a hacer su

defensa postuma, pues se le confió lo más "secreto de la discordia" (c.19). El hablante de las

coplas asevera también que "Enríquez" tiene reputación de hábil mediador y consejero, por lo

cual, llevado por el "servicio que convenía a la lealtad y al interés del rey" (c. 20), daba prudentes

consejos a los adversarios, los que, de haber sido tomados en cuenta, hubieran impedido los

enfrentamientos.

Se comprende así que la ocasión de hacer testamento sea propicia para que Enríquez de

Guzmán pueda referirse a sí mismo como privilegiado testigo de la contienda y al rol que le

compete como cronista y como honrado caballero. El hecho de ser nombrado testamentario lo

obliga a representar a Almagro e informar al Rey y a las Cortes de "cuan sin justicia sin mal

padeció" el Adelantado (c. 22). Por lo mismo, su oculta-miento como el autor de la Nueva obra...

podría entenderse también como La estrategia necesaria del querellante y "leal amigo", obligado

por promesa hecha en trance de muerte. Distanciado por la imparcialidad de la tercera persona,

el discurso de la defensa desarrolla la acusación argumentando que Hernán Pizarro carece de

elevación moral, pues ha procedido con absoluto abuso de poder e incumplimiento de los

fundamentos legales que debieron regir el debido proceso contra Almagro. Tal conducta hace de

Pizarro una persona "odiosa", de innecesaria "crueldad", de extrema rigurosidad (c.10) y falta de

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lealtad (c. 31) y clemencia, a quien no conmueven la edad, la enfermedad, las súplicas ni las

manifestaciones de humildad de Almagro (ce. 12, 13, 14 y 15). Por el contrario, sabiendo lo

irremediable de su muerte, dice el hablante que Almagro se muestra católico y piadoso. Hace

testamento. Dispone mandas cristianas. Reparte sus bienes. Nombra heredero al rey, de quien

pide protección para su hijo. Pide confesión y perdona a sus enemigos (ce. 16, 17, 18, 19 y 25).

En conclusión: Almagro muere ilustre pues "vive en su fama y le tiene encumbrada" (c. 24).

No obstante, para los efectos de la crónica apologética, la recusación presentada no basta que

se base exclusivamente en rasgos morales. Ante el tribunal, la relación del testigo pone de

manifiesto los vicios legales con que se llevó a cabo el juicio sumario contra Almagro: denegación

del derecho de apelación que éste podía dirigir a las Cortes (ce. 10 y 11); no esperar el veredicto de

ellas; dictar falsa sentencia de traidor en contra de Almagro, usurpando el nombre del Rey (c. 26);

asesinato ruin en celda y escarnio público en la plaza del Cuzco (ce. 24, 26, 27).

De aquí se derivan graves consecuencias para la acusación contra Hernán Pizarro: autor de

un crimen antes que de una ejecución legal; desacato a la autoridad real, al declarar haber

obrado en nombre del Rey, razón por la cual merece castigo, y difamación de la honra de Almagro

al acusarlo injustamente de "traidor y sin fidelidad al príncipe", "alborotador" y causante de "tanta

pendencia" (c. 27).

Por lo tanto, el fin que persigue esta crónica apologética de Enríquez no es otro que castigar a

Pizarro con cárcel perpetua y reparar y restituir la honra a Almagro. Conforme a la voz de la

defensa, Almagro no es traidor, como fue pregonado, sino fiel servidor y protector del interés real

(c. 9), como lo prueban sus heridas de guerra (c. 14), la pérdida de un ojo y la recta justicia con

que gobernaba el Cuzco (c. 27) en nombre del Rey.

EL DISCURSO ELEGIACO

Según se ha advertido hasta aquí, la Nueva obra... es un discurso que muestra una actuación

polifónica del hablante como un hombre de "letras" y como un "letrado" competente en el discurso

de las leyes. Por lo mismo, en este texto el propósito de obtener justicia y la restitución de la fama

de Almagro no radica exclusivamente en la relación fidedigna hecha por el testigo de vista ni en la

recusación de los vicios legales del proceso seguido al Conquistador.

Desde el "corazón de la experiencia" (Ricoeur 1983), la mirada del testigo se aproxima a la

petición de clemencia de Almagro y capta prestamente el apasionamiento de los bandos en pugna.

Así, mientras el sentenciado pide un notario, los pizarristas vocean furiosamente su muerte (c.16).

Esta certera percepción del conflicto se entrega expresivamente en la descripción del

ajusticiamiento, ocasión en que el hablante observa cómo "el testamento sinado y firmado /

llegase presto el verdugo cruel / y hecha un garrote y un grueso cordel / a la garganta del

Adelantado / dale una vuelta el cordel fue quebrado / como de nuevo con otro apretó /

naturalmente don Diego murió..." (c. 24). Esta adhesión sentimental provocada por la injusta

muerte de Almagro da paso al discurso elegiaco que permite a nuestro autor poner en juego su

habilidad retórica con fines judiciales, la que se manifiesta en la capacidad para interiorizar el

episodio y apelar al pathos de su auditorio, más allá de su constancia histórica. El hablante

adjetiva y revela el detalle de los objetos con gran afectividad: la cárcel es "oscura y fragosa"; el

verdugo es "cruel"; Almagro es "el triste don Diego". La sonoridad, acentuación y ritmo del verso se

hacen más perceptibles: Almagro "con lágrimas riega las tristes mejillas" (c. 12) y exhibe "su cana

cabeza con muchas heridas" (c.14). Hay recurrencia a procedimientos léxico-semánticos propios

de la argumentación retórica: "En las discordias de estos adversarios" (c. 20), "heredero de todo

pues todo en su nombre he ganado" (c. 18). Se explicitan las confrontaciones antitéticas presentes

en los rivales: sentencias "no rectas ni justas mas muy rigurosas" (c. 20); "Don Diego murió / mas

vive en su fama y le tiene encumbrada" (c. 24). Sinonimias: "sus tristes clamores con pena

mostraron" (c. 28); "en mi muerte, Señor, no matáis" (c. 15). Gradaciones: "sangre muy clara,

excelente" (c. 21); Alvarado, otro testamentario, "es letrado, muy rico y muy docto" (c. 22). Ironías

patéticas: con un "grueso cordel" apretado a su cuello "naturalmente don Diego murió"; "veis pues

¡oh! muy poderoso Señor, / la gran justicia que a Almagro fue hecha" (c.23).

Esta actitud elegiaca manifiesta el grado en que la crónica deja paso a la poeticidad en un

discurso apologético y, básicamente, de referencia historiográfica y procesal, como se condensa en

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las coplas 28 y 29. En ellas, se reitera la estrategia de distanciamiento del testigo y acusador con

respecto a la materia que denuncia, para actuar como sujeto imparcial de ella. Expuesto al

escarnio en la plaza pública, y cuando "todos los suyos desamparan" a Almagro, el discurso

elegiaco es proferido como el homenaje de un yo colectivo, no español, sino representado por la

voz y el lamento hiperbólico de la "gente de Indias" a quien Almagro conquistara ejemplarmente y

cuyo llanto se oye por toda la tierra:

Todos los suyos le desampararon

solo en la plaza sin ellos estaba

pero la gente de Indias lloraba

y a muy altas voces sobre él lamentaron

con tristes clamores su pena mostraron

sus grandes gemidos, Señor, retenían

toda la tierra do que se oían.

Como si el Sol entonces faltara

que es a quien ellos veneran y adoran

sobre don Diego lamentan y lloran

cada cual de ellos su pena declaran

El Cielo, decían, ya nos desampara

pues tan padre nuestro tan presto faltó

maldiga la tierra a quien tal le paró

hasta que compre su muerte muy cara (ce. 28, 29).

Como se advierte en estas coplas, Enríquez de Guzmán incorpora tempranamente a su

discurso otras variables de su competencia "letrada", como son los formantes propios del mundo

indígena, perceptibles en elegías similares sobre la muerte de Atahualpa. El hecho es que en este

pasaje se demuestra que la muerte de Almagro ha originado entre los indígenas un extenso

lamento que el autor reproduce de manera resumida (c. 30) y que, en ese discurso indígena,

Almagro es asociado al dios Sol de los Incas, pues se afirma que los protegía como un padre y a

su muerte experimentan un desamparo total que sólo puede ser reparado con un acto de justicia.

LA PETICION DE MERCED

Desde las coplas 30 a la 39 se procede a presentar expresamente la querella contra Hernán

Pizarro, la que es entendida como "petición de justicia" por el sumario "proceso tan sin razón" (c.

30) que efectuó contra Almagro. En la formulación de la demanda, el defensor aboga para

invalidar las acusaciones de traición y de desacato que pesan sobre el Adelantado, volcándolas en

contra de Pizarro. Posesionado de su rol, focaliza su argumentación no sólo con justificaciones

legales. Ahora, mediante la proferición de su discurso en primera persona se identifica como ése

yo que "dice, expresa y alega" (c. 37), en alternancia con el "nosotros" colectivo que se querella

("suplicamos, acorremos, rogamos, encargamos, pedimos, quejamos, acusamos, presentamos") y

que es indicio de los conquistadores del Cuzco ("pues por ejemplo de vos la tomamos", c. 34), de

las normas sociales de entonces (suplicamos según "vuestros preceptos", c. 36) y de los

numerosos adeptos de Almagro ("la querella que nos presentamos", c. 30).

Por lo demás, la alternancia y la versatilidad de los sujetos de la enunciación de las coplas

constituye una estrategia de proferición cuyo objeto es que la demanda sea juzgada no como un

pleito personal ni de bandos, sino como una querella imparcial y ocasión propicia para dictar una

sentencia ejemplarizadora, válida para todos los subditos. Por lo mismo, en esta fase de la Nueva

obra... la apelación identifica expresamente a los miembros del tribunal -el Rey, el Consejo Real, la

Corte, su Presidente y Oidores- como jueces que deben acoger la causa del litigante y sentenciar

conforme a sus "justas conciencias" (c. 36).

En cuanto a la argumentación legal de la querella destinada a lograr la inculpación de Pizarro

y la exculpación de Almagro, "de todo lo impuesto por su enemigo" (c. 35), ella tiene como

fundamentos los derechos sobre el Cuzco, el cumplimiento de los requisitos de la guerra justa y

las leyes del homenaje que se debe al rey. Para tales propósitos, el cronista-defensor debe

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impugnar varios hechos: que la acusación de traición, que sustenta el ajusticiamiento de

Almagro, no fue ratificada por el Rey sino formulada sin fundamentos por Pizarro y sin aportar las

pruebas del caso (c. 31); que la toma del Cuzco fue un acto legal conforme a las normas de la

guerra justa (Ercilla 1980: 224) y no una traición al Rey, puesto que Almagro tenía las provisiones

de Gobernador de la ciudad y Pizarro sólo la autorización de su hermano Francisco, por lo que el

culpable de alzamiento y de traición es Pizarro (c. 33); que la contienda civil que emprende

Hernán Pizarro contraría las leyes de la guerra justa, pues obedece "sólo a su propio interés"

antes que al interés público o al debido servicio al Rey, que es lo que debe guiar a los

conquistadores (c. 34); y que, obligado a la contienda, Almagro se guía por el interés real, acata la

voluntad del monarca y la de Dios, todo lo cual es favorable para la conquista y pacificación de

estas tierras.

La síntesis de la argumentación de Enríquez de Guzmán se expone en las coplas 37, 38 y 39,

y se sostiene, principalmente, en causales que desvirtúan las actuaciones de Pizarro y

manifiestan su desacato al príncipe, hechos que las "justas conciencias" (c. 36) de los ilustres y

doctos integrantes de la Corte deben considerar en este pleito. Ella es planteada como: a.

Inclemencia. Almagro pudo dar muerte a Pizarro cuando lo hizo prisionero, pero en un acto de

clemencia propio de la guerra justa y de la nobleza del conquistador, lo dejó libre; y b. Desacato.

Almagro recurrió al Rey para que dicte sentencia. Al quedar en libertad, Pizarro debía cumplir la

norma del vasallo y presentarse a rendir homenaje, pero no concurrió donde el monarca.

Además, sin tomar "espejo y dechado" (c. 37) en la clemencia de Almagro, Pizarro tomó

venganza "por sus manos" (c. 39) como prueba de su condición de tiranía y usurpación de poder,

razón suficiente para que deba ser castigado. "Sólo por esto se debe punir"(c. 39) es el verso final

con que Enríquez de Guzmán concluye sus coplas apologéticas, cuyo corolario de seis versos ha

sido tachado por el censor.

En suma, se advierte cómo las formas discursivas y textuales que componen la Nueva obra...

corresponden a aquéllas que pertenecen a un universo cultural, sean o no precisadas mediante la

metalengua correspondiente por parte de su autor (Mignolo 1978: 62). En tal sentido, esta obra

pone de relieve que lo literario puede ser entendido como "un conjunto de motivaciones y normas

que hacen posible la producción y recuperación de textos en cuanto estructuras verbo-simbólicas

en función cultural" (Mignolo 1978: 57).

La Nueva obra... -en tanto "crónica apologética"- integra en sí una suma de eventos de habla y

de ejecución del lenguaje conforme a las exigencias y estipulaciones de una situación

comunicativa histórica, concreta, en la cual se inscribe. En tal sentido, como señala Van Dijk, "los

actos de habla sólo pueden ser actos sociales si se llevan a cabo en un contexto comunicativo

(pragmático) definido como un conjunto de datos a base de los cuales se puede determinar si los

actos de habla son o no son los adecuados", vale decir si conducen a la satisfacción que se

pretende mediante la actuación lingüística. La amplitud de los registros de los actos de habla que

emplea Alonso Enríquez está, naturalmente, en directa relación con un contexto socio-cultural

beligerante y a priori adverso para él, ante el cual debe (auto)legitimarse para ser oído como

"poeta" y "letrado", tanto como para afamar a su defendido de modo que le sea restituida la honra

(Barraza 1998a). Al respecto, Van Dijk explicita que "la condición general de la satisfacción

(verbal, por ejemplo) es que una persona haga algo y que el resultado o las consecuencias de ese

hacer sean idénticas a las que el agente quería causar" (1978: 60. El paréntesis es nuestro).