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De La Calle, Francisco - Aproximacion a Los Evangelios

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colección dirigida por Antonio Cañizares Luis Maldonado Juan Martín Velasco

Aproximación a los EVANGELIOS

Francisco de la Calle

Ediciones Marova Viriato, 55 (Madrid-10)

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Cubierta diseñada por José Ramón Ballesteros.

Depósito legal: M. 17677.—1978. ISBN 84-269-0377-0. Código 124007.

© Francisco de la Calle, Madrid, 1978.

EDICIONES MAROVA, S. L., Viriato, 55, Madrid-10 (España), 1978.

Reservados todos los derechos.

Printed in Spain. Impreso en España por Gráficas Halar, S. L., Andrés de la Cuerda, 4, Madrid-15, 1978 (23-78).

INTRODUCCIÓN

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«La novela es la más íntima historia, la más verdadera, por lo que no me explico que haya quien se indigne de que se llame novela al HLvangelio, lo que es elevarlo, en realidad, sobre un cronicón cualquiera.»

(Miguel de Unamuno: San Manuel Bueno, mártir.)

Se han escrito montones de introducciones a los evangelios. Eruditas unas, apologéticas las más, crípticas casi todas. Querría con este libro acercarme al problema real, el de unos escritos le­janos en años y siempre de rabiosa actualidad. Por eso lo he llamado APROXIMACIÓN A LOS EVANGELIOS.

En mi ya no corta andadura profesional, me he topado de todo, al explicar los evangelios. Me he topado con empedernidos apologistas malos, que tratan de defender la nuez, sin intentar si­quiera abrirla. Me he topado con versátiles mariposas de noveda­des, que se deslumhran cada momento por una flor distinta. Me he topado con pobres de espíritu, que se desconciertan ante tanta letra menuda. Me he topado, en fin, con humildes rastreadores de la Palabra. Y la nuez difícilmente se abre sin aporrearla.

Porque los evangelios son como una nuez esquiva y rellena, en medio de cien nueces vanas. Es necesario el esfuerzo y el rom­pimiento para llegar a su centro. Esfuerzo sin elucubraciones, pero esfuerzo. Rompimiento sin veleidad, pero rompimiento.

He tratado de hilvanar mis notas, apuntes y estudios—que son los estudios de tantos hombres—de una manera sencilla, sin prodigar nombres ni citas, salvo las necesarias. He querido tratar

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los temas centrales que se mueven en torno a esos libros que llamamos evangelios.

En el primer capítulo, quiero aclarar lo que es la historia y sus relaciones con los evangelios. El caballo de batalla primero, que surge al intentar hablar de Jesús. En los siguientes, he tra­tado reconstruir el mundo y el modo como surgieron los escritos. En el cuarto, la esencia de su valor. En el quinto, por fin, he querido hablar de cómo es posible leerlos.

Todo este esfuerzo quiero dedicarlo a mis alumnos y amigos que sean buscadores de un cristianismo más limpio. Al fin y al cabo comparto también con ellos la misma ilusión.

Madrid, 1978

I

HISTORIA Y EVANGELIOS

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/

Los evangelios no son una biografía de Jesús, ni siquiera una aglomeración de datos sobre su vida; no son la historia de Jesús ni en el sentido vulgar ni en el sentido científico actual de la historia. Ni tomamos los cuatro en conjunto, ni aisladamente tie­nen mucho más valor histórico que el de los diálogos de Platón, por ejemplo. Existen, sí, personas históricas—Sócrates y Jesús—, situaciones, e incluso, palabras, pero todos estos elementos han sido remodelados desde unas perspectivas concretas y distintas en cada caso, por las que la obra literaria resultante se aleja de lo estrictamente histórico.

Esto no quiere decir que todo lo narrado en los evangelios sea una ficción y pertenezca al mundo de lo imaginario. No. A partir de las narraciones evangélicas y con una metodología ade­cuada, es posible reconstruir un buen número de hechos y pala­bras de Jesús. Pero se tratará siempre de una reconstrucción frag­mentaría e hipotética, dependiente de los criterios usados, en los que, por suerte o por desgracia, no siempre todos los estudiosos están de acuerdo. Este es el estado actual del gran problema que se levantó en Alemania con la Ilustración y que parece haber re­brotado con fuerza estos últimos años, incluso dentro del catoli­cismo l.

1 Los primeros pasos en la búsqueda de la historial de Jesús, discor­dante ésta de los datos que proporcionan los evangelios, se inician con la publicación por Lessing de la obra postuma de H. S. REIMARUS, Sobre la intención de Jesús y sus discípulos («Vom dem Zwecke Jesu und seiner Jünger», Berlín, 1778). A partir de este momento, con baches y alternan­cias, han aparecido un sinnúmero de intentos de aproximación a la vida de Jesús. Los nombres de Strauss, Renán, Lagrange, A. Fernández pertenecen ya a un pasado. Los de Bultmann, Braun, Trocmé, Blank, Brandon, Born-kamm, Léon-Dufour, por citar algunos, pertenecen a nuestros días.

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El que los evangelios no sean fundamentalmente una histo­ria de Jesús se debe especialmente a una evolución profunda en el modo de comprender la historia. Cuando aún hoy nos pre­guntamos por la historicidad de los relatos evangélicos, nos esta­mos moviendo generalmente también en otro orden distinto al que la ciencia apellida con el nombre de historia.

En efecto, cuando en un nivel precientífico nos planteamos el problema de la historicidad de los evangelios, estamos inqui­riendo si todas y cada una de las cosas que se narran en ellos han sucedido realmente. Nos preguntamos si Jesús nació en Belén, si realizó éste o aquel milagro, si cenó con sus discípulos institu­yendo la eucaristía, si fue juzgado por el sanedrín, si resucitó, etcétera, de acuerdo con los relatos. Ahora bien, esta pregunta que lanzamos a los escritos cristianos que nos hablan de Jesús no se puede confundir en ningún momento con lo que la ciencia ac­tual califica de historia.

Yendo al fondo de la cuestión, tal como la planteamos en un nivel precientífico, la motivación de estos interrogantes, la razón por la que nos formulamos esta problemática está en una cierta concepción historizante de la verdad y en un buscar, de acuerdo con esa misma mentalidad, apoyo eficaz para la fe cristiana. Por un lado, estatuimos, consciente o inconscientemente, que verdad es aquello y sólo aquello que puede ser enmarcado dentro de las coordenadas de espacio y tiempo. Por otro, creemos que nuestra fe actual se apoya directamente en aquellos hechos y palabras, en este caso de Jesús, que hemos detectado y fijado anterior­mente 2.

Esta mentalidad, que ciertamente es válida tomada en bloque, necesita de unas matizaciones que vamos a hacer a continua­ción.

En un primer punto, vamos a comparar los evangelios con lo que es historia según los eruditos. En el segundo, hablaremos de si es posible llegar hasta la historia. En el tercero, tratare­mos de ver cómo la fe se apoya en la historia.

2 En el fondo, es la problemática que formuló Lessing en el siglo xvín y que dio origen a la distinción entre el Jesús histórico y el Cristo de la fe. Lessing la expresó así: ¿es posible probar o refutar la fe en el campe de la historia?

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I. EVANGELIOS E HISTORIA CIENTÍFICA

Los evangelios no son historiografías de Jesús, porque no dan los datos precisos y requeridos por la ciencia histórica de nuestros días, ni esta ciencia histórica ofrece campo suficiente para acoger las obras de los evangelistas. Los evangelios no se pueden encasillar en la rama de CIENCIAS HISTÓRICAS. Esto, por dos razones determinantes, a las que llamaremos angostura y vaguedad de la historia.

1. La angostura de la historia

Llamamos así al hecho de que toda historia escrita no puede transcribir la realidad plena de los acontecimientos. La historia hecha no es abarcada jamás por la historia escrita. Esto se debe a tres factores determinantes: la intención de los agentes en la historia3, su restricción a lo humano y su carencia de metas4.

Hasta cierto punto, y en cuanto las fuentes son veraces y suficientes, podemos establecer cronológica y espacialmente un dato cualquiera: el 15 de diciembre de 1976 tuvo lugar en todo el territorio español un referéndum. Pero esta anotación crono­lógica y espacial no puede identificarse con la historia, y ni si­quiera constituye el sustrato más importante. Existen hechos, aunque no se les pueda datar, y estos mismos hechos, por ser el resultado de una actividad humana, necesitan de una explica­ción, del hallazgo de unas intenciones que originaron los hechos. Abarcar la realidad de los hechos, su historia, implica conocer las intenciones humanas que los han originado. Y esto es algo que permanece oculto, si el o los hombres no son conscientes de todas sus motivaciones o no han querido decir toda la verdad que los mueve. Lo cual necesariamente lleva a un pequeño caos, porque, en última instancia, la verdad de las cosas que suceden y sucedieron es prácticamente inasequible.

Tomemos el caso de los relatos sobre el bautismo de Jesús.

3 Cf. en esta dirección la obra de R. G. COLLINGWOOD, The Idea of History, Londres, 1946.

4 Cf. R. BULTMANN, Historia y Escatología (trad. española), Madrid, 1974, páginas 126 y sgs.

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La ciencia histórica detecta un hecho en la base de estas narra­ciones: antes del 36 y después del 29 de nuestra era5 y posi­blemente en algún lugar del Jordán6, Juan, denominado el Bau­tista, bautizó a Jesús de Nazaret. Ni el elemento cronológico ni el lugar exacto han sido transmitidos por los relatos mismos 7; se deben a un estudio comparativo.

En cuanto al hecho en sí, cada uno de los relatos (Me 1, 9-11; Mt 3, 13-17; Le 3, 21-22) da una versión distinta; solamente están de acuerdo en que Juan bautizó a Jesús. Tampoco están de acuerdo en decirnos las motivaciones que llevan a sus prota­gonistas a efectuar el rito. Se puede deducir que Jesús va a bau­tizarse porque quiere (Mt 3, 13), pero es una connotación que no aparece directamente ni en Marcos (1, 9) ni en Lucas (3, 21), sin decir nada del cuarto evangelio que ha suprimido la escena, solamente atestiguada por el Bautista (Jn 1, 32 y sg.). La intención del Bautista puede situarse en el ámbito de un movimiento reli­gioso que pide conversión ante la llegada inminente de Dios, pero tampoco este dato es universalmente compartido por los autores evangélicos (Me 1, 4; Mt 3, 2; Le 3, 3; Jn 1, 31). Es decir, estos relatos no están construyendo lo que nosotros enten­demos por historia del acontecimiento, no están investigando el hecho en sus motivaciones humanas, históricas.

Será necesario recurrir a documentos extrabíblicos, que ayu­den a descifrar el sentido de esta narración. En esas fuentes po­demos encontrarnos—Flavio Josefo 8—con la existencia del Bau-

5 La única anotación cronológica la da Lucas (3, 1), al hablar de los inicios de la actuación del Bautista. El valor de esta noticia, que parece tomada de algún autor contemporáneo judío, es muy relativa. En efecto, no sabemos cuál sea el decimoquinto año del reinado de Tiberio, porque no sabemos si el primero es el de su incorporación al poder viviendo to­davía Augusto (Suetonio, XXI) o cuando murió éste y gobernó solo. Pilato fue distituido en el 36, Herodes, hijo de Antipas, muere en el 39. Felipe desaparece de la escena el 33... Lo más lógico es situar el bautismo después de la muerte de Augusto y antes de la destitución de Pilato.

6 La localización la da la presencia en el texto del río Jordán. El lugar exacto resulta imposible de concretar, porque Juan actuaba de un modo itinerante. Las localizaciones de los exegetas no pasan de ser meras hipóte­sis. Cf. F. DE LA CALLE, Situación al servicio del kerigma, Madrid, 1975, páginas 33 y sgs.

7 Recordamos que la anotación cronológica de Lucas se refiere al inicio de la actividad de Juan, ignorando cuanto tiempo después tuvo lugar el bautismo de Jesús.

* Ant 18, 5, 2.

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tista como uno de los predicadores moralizantes de la época, y con el significado del bautismo—historia de las religiones—como rito de sometimiento a la persona y anuncio del bautizador, como rito de introducción a una secta. Fundamentándonos en estas dos fuentes, podemos concluir, con muchos visos de proba­bilidad, que, en el plano de la historia, el bautismo de Jesús significó que éste se acogió a la llamada de Juan, y que éste recibió a aquél como discípulo. Esta es una verdad histórica, con las limitaciones de toda reconstrucción de los hechos. Pero esta verdad no es ciertamente la que nos transmiten los evangelios, que precisamente intentan decir que, a pesar de todo, Jesús es mayor que Juan.

Volvamos de nuevo a la angostura de la historia. Acabamos de decir que los entresijos propiamente históricos, originantes de los hechos cronografiables se suelen escapar al escribirse la his­toria. Ahora añadimos algo más. La historia, la ciencia histórica, no admite la trascendencia; sus rígidos criterios impiden la veri­ficación de algo que no sea verosímil. La historia puede registrar lo anómalo como inexplicable, pero no le es lícito nada más; no entra ni en sus posibilidades ni en sus finalidades. Su campo es estrictamente el de la actuación humana; fuera de ella, no puede afirmar más. Lo que, generalmente, lleva a una negación de lo inteligible. Es el subproducto del racionalismo, en cuyo seno na­ció la ciencia moderna.

Retomemos el caso anterior sobre el bautismo de Jesús. Las narraciones hablan de unos cielos abiertos, una paloma que des­ciende, un espíritu y una voz que se oye. Cada uno de los re­latos trenza los motivos a su modo y manera. La paloma empieza siendo una comparación secundaria, ya que quien desciende sobre Jesús es el espíritu (Me 1, 10; Mt 3, 16; Jn 1, 32), y termina en una identificación: el espíritu corporalmente, a modo de una paloma (Le 3, 21). ¿Se trata de una visión o de una realidad? Es la primera pregunta que puede formular el historiador. Para Marcos y Juan puede tratarse de una visión, mientras que Mateo y Lucas están ciertamente describiendo un hecho. La segunda pregunta es la central: ¿es posible constatar como realmente ocu­rrido un fenómeno anormal, que presupone un supermundo—cie­los, voz, espíritu—, imposible de verificar? A lo sumo, con es­tricto rigor, se podría llegar al testimonio: unos señores han

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dicho... Y en este sentido la verdad no estará en la verificación del hecho, sino en el testimonio de quien dice haber visto u oído. Con lo cual, tenemos que apelar a otra fuente de verdad, que no es el hecho histórico. Es decir, los relatos evangélicos, por el hecho de admitir lo trascendente, se están colocando fuera de la categoría estricta de la ciencia narrativa histórica. Y se corre el riesgo, de aplicarles esta mentalidad, de negar todo aque­llo que no sea plenamente verosímil.

Una última connotación sobre esa angostura proviene, en nuestro mundo ambiental, de la carencia de metas. Para los filó­sofos de la historia, ésta no tiene meta alguna. Se pueden y deben constatar y explicar los hechos pasados y presentes, pero no se puede predecir en absoluto el hecho futuro. La futurolo-gía no es historia. Toda historia que presuponga un mañana con­creto no es historia. La historia científica actual no camina hacia ninguna parte que pueda ser historiada con antelación. Por esto, no se puede interpretar un hecho pasado o presente a nosotros desde la perspectiva de otro hecho futuro a nosotros mismos, en el que ciertamente podemos creer, pero que no ha sucedido.

Este principio, que separa la historia de las interpretaciones de la misma, no tiene una aplicación inmediata al ejemplo del bautismo de Jesús. Para hacerla, es necesario acudir a una de las creencias básicas, desde las que se formuló la narración. Es ne­cesario acudir a la creencia de que Jesús fue la última de las fi­guras que vinieron al mundo de parte de Dios, que Jesús es el que tenía que venir. Dos realidades anhistóricas. La primera —que Dios tiene emisarios—se escapa a toda verificación histó­rica, nadie puede exhibir unas credenciales divinas 9. La segunda, que ha de haber un último emisario, se fundamenta en una intui­ción de la historia, en una meta preconcebida, porque, ¿cómo es posible afirmar que no existirán más figuras? La historia podrá constatar lo actual, pero no puede predecir el futuro.

En virtud de estas creencias, Mateo ha construido un diálogo impresionante, en el que el Bautista reconoce, al par que admi-

9 Esta fue una de las grandes tragedias de Israel, el discernimiento entre el verdadero y el falso profeta, que acosaban al pueblo con sus contradic­torios oráculos. Sólo el futuro podía confirmar con exactitud la veracidad del enviado, y cuando había llegado ese futuro, nada se podía ya hacer (Jer 28).

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nistra el rito, la calidad superior de Jesús: «¿Acudes tú a mí, si soy yo quien necesito que tú me bautices?» (Mt 3, 14). El hecho del bautismo, que implicaba sumisión y obediencia, queda explicado con la palabra de Jesús: «Déjalo ya; está bien que nosotros cumplamos así todo lo que Dios quiere» (Mt 3, 15). ¿Son auténticas estas palabras? El evangelista está valorando, in­terpretando a Jesús como la máxima figura, y desde esa fe, todos y cada uno de los acontecimientos. Y esto, puede no ser ya his­toria.

2. La vaguedad de la historia escrita

Las dificultades no se centran todas en torno a lo que hemos llamado angostura de la historia. En un segundo momento, como la otra cara de la misma moneda, nos encontramos con una es­pecie de difusión, de vaguedad de la historia que se escribe o puede escribirse, y que relativiza cualquier obra, incluidos los evangelios.

La historia de un momento cualquiera está integrada por todos los seres que bailan al son de cada acontecimiento y por todo un pasado que ejerce múltiples funciones: de posibilitación de coacción, de continuidad o de ruptura. Para el historiador, un hecho pretérito cualquiera sólo adquiere pleno sentido cuando se inserta en toda la realidad circunstante presente, pasada y futura al hecho en cuestión 10. Por esto, hace falta un estudio profundo sobre los orígenes anteriores al hecho, del hecho con sus circunstancias y de los efectos o consecuencias del mismo. De lo contrario, construiremos un mito clásico anespacial y atem-poral, una especie de cometa errante, sin integración ni sentido histórico.

Sigamos aludiendo, por poner un ejemplo, a la narración del bautismo de Jesús. El Bautista tiene razón de ser dentro de un mundo religioso israelita, que cree firmemente en la irrupción jus­ticiera del Dios del Antiguo Testamento; es el mundo de la es-catología. Tiene, pues, de trasfondo un cierto tipo de mentalidad religiosa, que lo entronca con las grandes corrientes del Antiguo

1D Es el punto de partida, en el que B. Croce supera el historicismo. Cf. La Storia come Pensiero e come Alione, 1941.

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Testamento, y que, en su momento, emerge fuertemente en dis­tintos lugares. En cuanto hoy podemos saber, Qumran, fariseos, celotas, esenios y cristianos son grupos concomitantes que parti­cipan de la misma idea escatológica, si bien existen entre ellos diferencias de peso a la hora de rellenar de contenido esa actua­ción última de Dios en la historia.

La narración nos presenta a Jesús como un israelita más que se acoge al mensaje que proclama el Bautista. Un mensaje que tuvo un eco impresionante en aquellos años, pero que resulta muy difícil de alcanzar, porque, ¿cómo entendieron el perdón de los pecados, por ejemplo?, ¿al modo fariseo, qumranita, saduceo?, ¿cómo entendía la intervención de Dios? Las posibilidades se multiplican y los estudios parciales van aportando nuevas luces, pero el historiador de hechos pretéritos tiene que reconocer hu­mildemente la imposibilidad práctica de llegar hasta las raíces de todos los acontecimientos.

Por su parte, los evangelistas no se han preocupado de darnos estos detalles explícitamente, quizá porque estuvieran dentro del mismo ambiente. La actuación de Juan se ve en el marco gené­rico del Antiguo Testamento y desde la fe concreta en la per­sona del bautizado, de Jesús. Entroncan el acontecimiento con toda la vivencia religiosa de Israel asumida globalmente; la en­troncan también con la vida futura de Jesús, pero se saltan las conexiones inmediatas.

Con esto, entramos en la dificultad básica a la hora de leer nosotros las historias que otros escribieron: la mentalidad del historiador. No hay historiadores puros, sino intérpretes de la his­toria. No hay historiadores que recojan el pasado y lo narren tal como fue.

Todos ellos tienen que partir de sus propios criterios valo-rativos e interpretativos. No se trata ahora de que la verdad de lo afirmado depende de las fuentes que use, sino de los cri­terios usados para seleccionar e interpretar el material que llega hasta ellos.

En virtud de estos criterios tiene que seleccionar, primero la serie de datos, desechando unos y eligiendo otros; después tiene que interpretar esos mismos datos y, por último, hilvanarlos de acuerdo con esa mentalidad. El resultado es la historia escrita que puede muy bien ser distinta a la historia realizada. Es más

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podremos afirmar que no coincidirán, porque los hombres vivi­mos la historia sin conocer su trascendencia. Lo importante, en­tonces, es que los criterios del historiador se ajusten a la realidad del curso de los acontecimientos, y no a cada uno de ellos. Es entonces cuando surge la verdadera historia frente a la anécdota aislada.

Un ejemplo palmario de esta dificultad de la historia la te­nemos en nuestro próximo pasado, la guerra civil española. Cuan­do en los albores del triunfo franquista se escribió La Historia de la Cruzada Española, la mentalidad triunfalista de los vence­dores influyó decisivamente en la selección del material, en el hilván de los acontecimientos y en la descripción de los mismos.

Se olvidó sistemáticamente todo lo de «la otra parte» que no fuera denigrable; se presentó a los vencidos como hordas salva­jes, y a los vencedores como héroes intachables. Sólo posterior­mente y desde fuera, con la aportación de documentos y análisis más o menos imparciales, se fue descubriendo que los vencedores eran los rebeldes según derecho, que salió perdiendo, como siem­pre, el pueblo, y que las cosas no estuvieron limpias en ninguna parte.

Pasando a nuestra historia del bautismo de Jesús, tenemos cuatro interpretaciones distintas del mismo hecho, las de cada evangelio. El único elemento común, al valorizarlo, es asentar firmemente que el bautismo de Jesús no fue como el de los demás, como el usual que administraba Juan. Y esto no por parte del Bautista ni de Jesús, sino por parte de Dios, que se manifiesta en el mismo acontecimiento. En lo demás, cada uno difiere del otro.

Para Marcos, el bautismo de Jesús es el cumplimiento de lo que el Bautista anunciaba con su predicación (Me 1, 7); sirve para presentar a Jesús como el más fuerte que Juan y con capaci­dad para bautizar en el espíritu. Para Mateo, fue un rito innece­sario, pero que sirvió para demostrar la calidad de la obediencia de Jesús (Mt 3, 15). Para Lucas, fue el momento en que se hizo presente corporalmente el espíritu de Dios (Le 3, 22). Para Juan, fue un acto que realizó Jesús para ser reconocido por el Bautista como hijo de Dios (Jn 1, 32-34). ¿Cuál de los cuatro está hacien­do la auténtica historia?

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3. Conclusión

En las páginas anteriores hemos tratado de exponer las ra­zones por las que los evangelios no son historia de Jesús, en el sentido científico de la palabra, tal y como hoy tiende a com­prenderse la historia. He ido aplicando algunas de las caracterís­ticas más importantes de la ciencia histórica a un relato concreto; de idéntica manera habría que hacer con los demás. Con esto, he intentado hacer ver que la manera de narrar propia de los evan­gelios se aleja de la manera histórica de narrar o, al menos, de la manera que hoy requiere la ciencia para que sea realmente histórica. Esto es normal y anacrónico, porque estamos aplican­do unos conceptos del siglo xx a una obra del siglo i.

A pesar de ello, creo que ha merecido la pena hacerlo, para situar en su justo medio el discutido problema de la historicidad de los evangelios que tan frecuentemente salta en una conversa­ción como en una revista. Hay que saber usar las palabras con una significación precisa, para no perderse en juegos de palabras

Los evangelistas no escribieron historias de Jesús ni el ma­terial que usaron es primordialmente histórico. Esto no disminuye en nada a los evangelios, antes por el contrario los va centrando hacia su definitiva comprensión. Si los evangelios no son historia es por culpa de los criterios con que la historia se debe escribir. Tampoco es un tratado de álgebra, y nadie se ha quejado de ello.

Bastaría que la ciencia histórica admitiera como posible la presencia de un Dios actuante en ella, para que los evangelios se convirtieran en estrictamente históricos; pero la historia, de por sí, no puede admitir ese paso. Y demos gracias por ello, ya que, si sucediera, desaparecería la misma historia ante tantas, y a veces tan perversas, concepciones de Dios.

I I . LOS EVANGELIOS COMO FUENTES PARA LA HISTORIA

Sabemos ya que los evangelios no son estrictamente historias de Jesús. Esta aseveración podría, en principio, hacernos caer en un escepticismo respecto al conocimiento de la verdad histórica de Jesús. La conclusión no es exacta. Los evangelios, aunque no

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son historias, son ciertamente FUENTES para la historia de Jesús; unas fuentes peculiares que, a su vez, dependen de otras fuentes anteriores, presentes aún en ellos, y que nos pueden llevar, con algún esfuerzo, hasta los días que bordean la historia de Jesús.

1. Los evangelios como fuentes

Una fuente histórica es una realidad tangible, de la que po­demos extraer la historia del pasado mediante una adecuada in­terpretación. Hay diversidad de fuentes: escritas, orales, monu­mentales. Los datos de la arqueología, por ejemplo, nos pueden dar una visión de lo sucedido en Numancia, cuando la sitió Es-cipión Emiliano, el destructor de Cartago. Pero esta fuente tiene que ser complementada con otras más, los escritores contempo­ráneos a los hechos y las tradiciones que al modo de noticias aparecen en autores o monumentos posteriores. Cada fuente ne­cesita ser interpretada con una metodología propia.

Lo mismo sucede con los evangelios; son una fuente escrita para conocer la historia de Jesús, pero no son la única. Junto a ellos hay que colocar todos los otros documentos que podemos hoy conocer y que tratan la historia del pueblo de Israel en aquellos años: Flavio Josefo, las tradiciones rabínicas, los docu­mentos de Qumran, etc. El valor máximo de los evangelios en este ramillete de fuentes reside en que son solamente ellos los que hablan directamente de Jesús. Los restantes autores contem­poráneos silencian su figura n y de los inmediatamente posterio­res a él, que no pertenecieran al círculo cristiano, tenemos prác­ticamente una sola noticia 12.

El problema está ahora en saber cómo llegar hasta la historia de Jesús a partir de la fuente de los evangelios. Lo que implica necesariamente introducirnos en el problema de la hermenéutica de los evangelios, en su interpretación desde el punto de vista de la historia.

11 Los pasajes de Josefo que hablaban de Jesús son, de acuerdo con la crítica actual, espúreos a su obra.

12 Se trata de una breve alusión en el Talmud bab; según ésta, Jesús fue colgado la víspera de la pascua, por haber practicado la magia y haber seducido y desviado a Israel.

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2. Fuentes de la historia en los evangelios

A partir de Dilthey 13, el investigador histórico que trabaja sobre una fuente escrita sabe que no puede quedarse en el aná­lisis del texto, tomado en su perspectiva exclusivamente literaria; no puede quedarse en la filología ni en la semántica y ni siquiera en el conjunto de la obra literaria. Para llegar a la historia tiene que establecer un nexo con el que escribió el material que está investigando; tiene que pensar con sus propias categorías, para establecer una relación vital con el asunto. La aseveración vale para los evangelios. El investigador histórico que analiza los evan­gelios tiene que establecer contacto con sus autores. En la medida en que los comprenda, en que pueda establecer cómo hicieron sus obras, con qué mentalidad y con qué motivo, podrá acercarse a la misma historia.

Curiosamente esta misma ha sido la conclusión a que han llegado los exégetas neotestamentarios después de dos siglos largos de andar buscando la historia de Jesús: no es posible llegar di­rectamente a ella desde los evangelios, sino recreando, de alguna manera, el proceso creativo de los mismos. En ese proceso, apa­recen fuentes diversas y aisladas que, justamente interpretadas, pueden permitir el acceso a la historia de los acontecimientos.

La respuesta al interrogante histórico no se mueve ya en el nivel de la obra literaria, en la sucesión de hechos y dichos que se atribuyen a Jesús en cada evangelio. Primero hay que for­mularse la problemática de la composición de estos evangelios y posteriormente buscar la clave de interpretación de estas fuentes. Un problema, pues, doble.

El problema de la delimitación de las fuentes fue y sigue siendo el material de estudio de la gran corriente metodológica conocida con el nombre de Formgeschichte o de historia de las formas 14. Después de cincuenta años de estudio, las tales fuen­tes no se han podido aislar al gusto de todos; existen práctica­mente tantas hipótesis como autores se han dedicado al tema. Todos, sin embargo, reconocen que esas fuentes pudieron no ser

13 Cf. E. BETTI, Die Hermeneutik ais allgemeine Methode der Geisteswis-senschaften (La hermenéutica como método general de la ciencias del es­píritu),'1961, págs. 112-15.

14 En el Cap V, trataremos directamente el tema de la Formgeschichte.

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escritas, sino orales, sin que pueda establecerse exactamente el tránsito de un modo—oral—al otro—escrito—. Que es necesario aislarlas a partir de un estudio comparativo, sin tener en cuenta las conexiones actuales en el texto evangélico. Se reconoce también que el interés que llevó a la formulación de estas tradiciones no fue exclusivamente el de conservar materialmente las palabras y los hechos de Jesús, sino el de explicar la propia fe de quien los formuló.

Nos encontramos así con un estrato intermedio entre los hechos que acontecieron y la composición de los evangelios; un nivel de tradición, intermedio entre la historia y la redacción de los evangelios, al que se conoce técnicamente con el nombre de kerigma. En él se transmiten ciertamente palabras y hechos de Jesús, pero interpretados desde la fe pospascual y con la finalidad de proclamar, de anunciar o explicar esa misma fe. Es, pues, en el ámbito de las necesidades vitales cristianas, en donde se tras­miten las palabras y los hechos de Jesús.

Esto no quiere decir que todos y cada uno de los hechos y palabras hayan sido relatados de un modo distinto a como suce­dieron en su momento, sino que actualmente no somos capaces de tener unos criterios objetivos para seleccionar el material y estatuir unos hechos y dichos totalmente vírgenes—que no hayan sufrido reinterpretación—, y otros en los que incida determinan-temente la perspectiva de fe.

3. Criterios hermenéuticos para llegar hasta la historia

Existen cuatro tendencias serias 15 que tratan de reconstruir los hechos y las palabras de Jesús a partir del kerigma primitivo. Cada una de ellas trata de salvar el espacio existente entre la tradición y la historia con distintos razonamientos.

L. Cerfaux 16 apela a la manera de transmitir las enseñanzas

15 Las llamamos serias en cuanto se mueven dentro de las coordenadas lógicas de comprensión de las fuentes. Más adelante hablamos del modo verosímil de estatuir estas fuentes, sin entremezclar los distintos estratos evangélicos.

16 Jesús en los orígenes de la tradición (trad. esp.), Bilbao, 1970, pági­nas 15-47.

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en el rabinato contemporáneo a Jesús. De ser así, los testigos de Jesús oyeron sus palabras, las encomendaron a su memoria, las trasmitieron a una comunidad y, dentro de ella, a didáscalos encargados de repetirlas. Juntamente con las palabras debieron de trasmitirse por este mismo camino los hechos más importantes de la vida del Maestro.

J. Jeremías 17 ha investigado principalmente el material de los dichos de Jesús, tratando de entresacar las palabras auténticas —«ipsissima verba»—del Maestro. Para ello parte de dos razo­nes principales, el original arameo y la verosimilitud de la pater­nidad de Jesús. La primera razón está postulada por el hecho his­tórico de que Jesús hablara en arameo, y se apoya en los estu­dios de Black 18. La segunda en un cierto consentimiento general, nacido de la obra de A. Schweitzer 19, de que Jesús se movió en un ambiente apocalíptico.

H . Schürmann 20 publicó un pequeño trabajo, sin continuación posterior, en el que establecía como metodología adecuada la bús­queda de las narraciones prepascuales. En ellas no habría interve­nido la fe reinterpretando los hechos narrados.

R. Bultmann 21 trata de reconstruir lo que pudo ser la predi­cación primitiva de Jesús. Desconfía sistemáticamente de los datos biográficos y establece una predicación con auxilio de lo que verosímilmente pudo ser histórico. Todo aquello que, en el material de los dichos de Jesús, no ha podido ser añadido, todo aquello que no es secundario en la tradición, puede muy bien pertenecer a la predicación original de Jesús. Los últimos resul­tados de esta tendencia pueden observarse en el Jesús de su discípulo Braun 22.

Todos estos criterios de selección son extremadamente subjeti­vos y dan lugar a una serie indefinida de posibilidades, como la actual literatura en torno a las vidas de Jesús lo demuestra. Pue-

17 Cf. especialmente, Teología del Nuevo Testamento (trad. esp.), Sa­lamanca, 1973.

18 An Aramaic Approach to the Gospels and Acts, Oxford, 1946. 19 El secreto histórico de la vida de Jesús (trad. esp.), Buenos Aires,

1967. 20 En la obra conjunta de H. RISTOW y K. MATTHIAE, Der historische

Jesús und der kerigmatische Christus. Beitrage zum Christusverstandnis, Berlín, 1960, págs. 342-70.

21 La reconstrucción efectuada se encuentra en su Jesús (1926). 22 Jesús. El hombre de Nazaret y su tiempo (trad. esp.), Salamanca, 1976.

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de servirnos de enjuiciamiento general la sarcástica crítica de E. Trocmé 23 respecto a las obras de Bultmann y Braun: «Hay un punto en el que ambos están de acuerdo: la increíble segu­ridad con que se pronuncian sobre la autenticidad o inautentici-dad de las palabras que los evangelios ponen en boca de Jesús, tras haber advertido que en este terreno no se está nunca segu­ro de nada y que es necesario confiar en especialistas esclarecidos como ellos.»

Si queremos enjuiciar críticamente estos cuatro métodos, aun­que sea muy someramente, habría que decir: que la veracidad de los testigos oculares—Cerfaux—no es determinante, ya que tras­miten su propia fe y no los datos, como sería apetecible a un his­toriador actual; que la comunidad primera era tan arameoparlante como el mismo Jesús y que se movían en la misma esfera de pen­samiento—contra Jeremías—y que no es posible ya viviseccionar lo perteneciente a uno y a otra, a Jesús y a la comunidad; que la retrocesión a una época prepascual—Schürmann—es proble­mática, porque no existen unos criterios válidos para establecerla; que lo verosímilmente histórico—Bultmann—se fundamenta en una preconcepción de lo histórico, de acuerdo más con los es­quemas de pensamiento del investigador que con los esquemas del redactor de la fuente.

La fragilidad de todos estos criterios hermenéuticos son índi­ce de la dificultad del problema que tenemos entre manos; re­sulta estremadamente difícil llegar con exactitud escrupulosa a los acontecimientos de la vida de Jesús, a su palabra y a sus hechos.

Esto, en definitiva, no es sino un reconocimiento de la relatividad que entraña toda reconstrucción histórica, que queda abierta a nuevos planteamientos.

Posiblemente el método más apto sea el de comprender los esquemas mentales que llevaron a los autores primitivos a for­mular cada una de las narraciones; revivir el proceso con la misma mentalidad. Es decir, establecer el nexo de comprensión adecuado con el autor de la fuente de que se sirvieron los evan­gelistas.

23 Jesús de Nazaret visto por los testigos de su vida (trad. esp.), Barce­lona, 1974, pág. 28.

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4. Dos ejemplos aclaratorios

Vamos a tratar de aclarar lo dicho anteriormente con dos ejemplos elegidos un poco al azar y ampliamente estudiados; la frase de Jesús, recogida en Mt 16, 19 y dirigida, en ese contexto, a Pedro: «Lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo», y la cuestión del nacimiento de Jesús en Belén, que nos trasmiten Mateo (2, 1) y Lucas (2, 1-20).

Empecemos por la frase. La primera pregunta que hemos de hacerle al texto, con una conciencia crítica, es si se ha trasmitido en el contexto actual (Mt 16, 13-20) o fuera de él. Es decir, hay que buscar la fuente que usó el evangelista. La segunda, en qué situación ambiental, en qué medio se ha trasmitido. La tercera y última, si es auténticamente histórica. Por la solución dada a la primera, entraremos a la segunda cuestión, de importancia para conocer la problemática en la que surge la frase. La tercera es evidentemente la definitiva, pero no puede formularse la pre­gunta sin conocer las anteriores respuestas.

De esta frase que, entre los sinópticos, nos la trasmite sola­mente Mateo, existe un claro duplicado en el mismo evangelio, refiriéndose a varias personas en lugar de a una sola (Mt 18, 18 y siguiente) y una especie de paráfrasis de la misma en Jn 20, 22 y sg.). Las soluciones posibles son varias. Se puede sostener que sean dos expresiones diferentes o que una dependa de la otra. En el primer caso, se han podido transmitir dentro del propio contexto en que se encuentran actualmente. En el segundo caso, será necesario un estudio ulterior.

Con los elementos de juicio que tenemos, parece conveniente sostener la mutua dependencia; son dos variantes de un mismo dicho; una en plural y otra en singular. Esta conveniencia estriba en que no pueden tener al mismo tiempo dos personas un mismo y exclusivo poder, sin que exista contradición.

Ahora bien, directamente del texto no podemos concluir cuál ha sido la primera y más antigua forma de la frase. Con la misma razón podemos afirmar que se ha transmitido en el contexto de los otros dos dichos a Pedro (Tú eres Pedro... te daré las lla­ves) que decir lo contrario (se ha transmitido en plural, en el contexto Mt 18, 18 y sgs.).

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Para salir de esta aporía, se hace necesario recurrir a una razón indirecta, a la manera como se han trasmitido los dichos y sentencias de Jesús. Según los estudiosos, las escenas que ro­dean la frase suele ser una creación posterior a la misma con objeto de conservar la frase en un elemento favorable. Es decir, las escenas representan los problemas de la comunidad, a los que la frase trata de dar solución.

Si se ha trasmitido independientemente, es posible compren­der que Mateo la haya usado en dos contextos diferentes y que Juan la haya conformado a una nueva situación o problemática. (Qué hubiera intentado Mateo con una aplicación contradictoria pertenece a la labor redaccional del evangelista y no es el mo­mento adecuado para solventar la duda. Quede dicho entre líneas que la posible solución esté en el sermón o episodio de la misión universal [Mt 28, 16-20], en el que la comunidad se constituye, no a base de poder, que ahora reside solamente en el Resucitado, sino de servicio, de envío.) Con esto, tenemos un primera hipó­tesis que puede explicar los datos que tenemos; una hipótesis, pues, válida en principio.

Pero, ¿cuál es su forma original? Dejando a un lado el cuarto evangelio, con su formulación original posiblemente debida a su distinta mentalidad24, nos quedan las dos frases de Mateo; en plural la una, en singular la otra.

En este momento del análisis faltan elementos de juicio que partan del mismo texto; tampoco tenemos una norma que nos diga cuál es el primer paso, la forma original, a partir de la his­toria de las formas. Si se quiere dar una solución, habrá que fundamentarse en algo exterior, en cuál de las dos fue la primera, de acuerdo con la comunidad naciente. Y con este criterio, de­pendiente de la concepción que se tenga de la evolución de la tal comunidad, podrá uno inclinarse a la primordialidad de la frase en plural (Meyer) o en singular (Bultmann). Es decir, honestamente no hay más posibilidad de análisis.

A la segunda pregunta es fácil contestar, dado el contenido de la frase. La situación ambiental no puede ser otra que la de

24 La frase «solamente Tú tienes palabras de vida eterna» (Jn 6, 68), es­pecifica la confesión de Pedro, que reconoce en Jesús al supremo revelador de Dios. Una mentalidad que está lejos de ser histórica, y que posible­mente hay que situarla en el contexto del gnosticismo.

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la iglesia palestina y la problemática, la de una autoridad de tipo doctrinal o disciplinar. El trasfondo semita y la dualidad ligar-desligar no dan pie a ser entendidas de otra manera.

Tenemos así que la iglesia naciente ha solucionado el proble­ma de la autoridad, sin que sepamos exactamente los límites de la misma, tanto de Pedro como de los apóstoles. Lo ha hecho, atribuyendo a ambos el mismo poder. Si esta atribución se puede entender diacrónicamente (Pedro y los apóstoles tienen el mis­mo poder a la par) o sincrónicamente (primero tuvo Pedro el poder y después los apóstoles o viceversa), es imposible de deter­minar.

La tercera pregunta se escapa ya de nuestras manos. Sean cuales fueren los juegos malabares que hagamos, quedará siem­pre la incógnita, porque, ¿cómo dilucidar si la frase la dijo el Jesús histórico en persona o un carismático en nombre de Jesús, posteriormente a la resurrección?

Lo que acabamos de realizar sobre una frase que los evan­gelios ponen en boca de Jesús podemos también aplicarlo a los hechos de nuestro personaje. Por ejemplo, ¿nació Jesús en Belén? 25. En esta noticia, Lucas parece depender de Mateo y el episodio pertenece, en la hipótesis de la doble fuente 26, a Q.

En esta fuente, el nacimiento en Belén estaría conectado, como lo está en Mateo, a una cita del Antiguo Testamento, teni­da en su momento por mesiánica, Miq 5, 2 y 2 Sam 5, 2: «Y tú, Belén en tierra de Judá, de ninguna manera eres la última de las ciudades de Judá, porque de ti saldrá el líder que acaudillará a mi pueblo Israel» (Mt 2, 5 y sg.).

De otro lado, tenemos otro material de la tradición que in­sinúa que Jesús había nacido en Nazaret. Son el título de Jesús —Jesús de Nazaret—, la procedencia recogida en Me 1, 9 y la tradición de ]n 7, 42. El dato más importante es, sin duda al­guna, el título, el apelativo. En el mundo ambiental de Jesús, el apelativo recoge el lugar de origen. Si Jesús es apellidado de Nazaret, quiere decir que nació allí. ¿Dónde nació, pues?

Los autores se dividen, y razones hay para una y otra sen­tencia. Se puede sostener que la tradición que sitúa el nacimien-

28 Cf. una exposición del problema y sus vías de solución en J. PIKAZA, Los orígenes de Jesús, Salamanca, 1976, págs. 21-26.

26 En el Cap. V hablaremos del valor de esta hipótesis.

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to en Belén intenta hacer una apología mesiánica, y su sentido, en este caso, sería decir que Jesús es el Mesías, el nuevo David —nacimiento teológico, como dicen los autores—. Pero se puede decir también que ha intentado reconstruir la verdad histórica. No existe una solución irrefutable.

I I I . FE E HISTORIA

Llegados a este punto, el lector puede tener la impresión de que todo se le escapa de las manos; que los hechos y las palabras de Jesús flotan en el aire y que, en su flotar, la fe cristiana se diluye como si se tratara de una creación ilusoria. La realidad, sin embargo, es otra. Por un lado, la fe cristiana no es un acceso directo a Jesús de Nazaret, sino mediato, a través de la inter­pretación que de El dieron sus discípulos. Por otro lado, la ver­dad que nos narran en el orden histórico no pertenece a un grado métafísico de certeza, como es normal en todo tipo de historias escritas. Dos puntos que pasamos a explicar breve­mente.

1. La verdad en las historias

La verdad objetiva absoluta histórica sería la contemplación de la historia misma una vez que ésta se hubiera acabado. Y como esto es imposible de obtener, tenga o no tenga fin la historia, la verdad absoluta total es inasequible; se está haciendo en la medida que los hombres se van sucediendo en el tiempo. Cada hombre podrá tener, con respecto al pasado, una visión muy par­cial de esa misma historia; parcial, en cuanto al contenido; parcial en cuanto a la perspectiva desde la que la conozca. Este es su estricto campo de posibilidades.

Esto no quiere decir en modo alguno que esa visión sea falsa, sino que es relativa. Depende esencialmente de nuestra capacidad de comprensión y de juicio; depende del material que estemos manejando; depende de la comprensión y de la crítica que utili­zaron los autores de ese material. Demasiadas dependencias para querer establecer un grado de certeza similar al de la evidencia

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que nos acosa día tras día. No se puede equiparar la certeza de que, más allá de mi ventana, está pasando un coche, que intuyo por su ruido característico, con la certeza de una historia que me narran otras personas. Y, en el fondo, las identificamos, cuando hablamos de historicidad de los evangelios.

Este es el grado de certeza de la historia y el grado de certe­za que nos suministran los evangelios leídos como fuentes que contienen historias. Querer ir más lejos es pedir peras al olmo, construir como verdad absoluta lo que solamente puede ser una verdad a medias.

2. La fe en Jesús

El cristiano de hoy, veinte siglos más allá de la muerte de su fundador, afirma que cree en Jesús de Nazaret. Esta sencilla expresión plantea al cristianismo el problema de la historia, por­que, ¿a qué Jesús se refiere? Si esta pregunta la planteamos en el nivel de relaciones entre el dogma y la historia, como se plan­teó en sus orígenes27, la disyuntiva es: el Jesús de la historia o el Jesús del dogma. Si se plantea a un nivel posterior de los es­tudios bíblicos, la disyuntiva es: el Jesús prepascual o el Resu­citado. Si la pregunta se plantea a nivel propiamente histórico, la disyuntiva es: el Jesús que vivió y murió o lo que dijeron que fue el Jesús que vivió y murió. La respuesta, pues, depende del nivel en que formulemos la pregunta. Y es sumamente impor­tante que la formulemos adecuadamente.

La disyuntiva en que empezó a formularse la cuestión y que, como tal, ha llegado hasta nosotros es falsa, porque presupone que uno de los dos miembros es verdadero, y el otro falso, sin que en realidad pueda probarlo. Se puede creer, en efecto, al mismo tiempo, en el Jesús de la historia y en el Cristo del dogma, en el Jesús prepascual y en el pospascual, en el que vivió y murió y en lo que dicen del que vivió y murió. Lo que aparece de antagónico en uno y otro polo de la disyuntiva se debe al lenguaje y a la mentalidad que subyace en cada afirmación, pero no a la realidad misma de Jesús.

27 Cf. notas 1 y 2.

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La pregunta ha de formularse de acuerdo con el contenido de la expresión de fe, ¿qué queremos decir cuando afirmamos creo en Jesús?

Si entendemos la expresión con una mentalidad estrictamente histórica, no puede decir otra cosa sino «creo en lo que ciertas personas dijeron o dicen que fue Jesús». Porque Jesús murió ya, hace casi dos mil años, y yo no puedo tener acceso directo a un hombre del pasado, a no ser que crea en que esta persona sigue viviendo después de muerta. En este caso, yo creeré en Jesús que experimento vivo. Y entonces la historia ya no puede decirnos nada; la realidad de un resucitado escapa a sus posibilidades de comprensión.

Es decir, la expresión «creo en Jesús» se puede entender de un modo histórico y de otro anhistórico. No hay más maneras posibles. Y, en consecuencia, tiene que haber dos respuestas.

La primera, al planteamiento histórico de la pregunta, no puede ser otra que «creo en lo que otros dijeron de Jesús». Y a la hora de catalogar estos otros, podremos establecer una lista que vaya desde las primeras expresiones de fe hasta las que se formularán en el siglo xxi, pasando por evangelios, sectas, dog­mas, iglesias, etc. Esto es lo que, en definitiva, quiere decir el catolicismo al hablar de fe apostólica, proponiendo con ello un especificativo a la fe. Hoy el cristiano cree lo que los apóstoles creyeron de Jesús, aunque el tiempo haya acuñado distintas for­mulaciones de esta misma fe. Y no cree lo que de Jesús creyeron los judíos en general ni otros muchos que se movieron a su alre­dedor.

La segunda respuesta, al planteamiento anhistórico de la pre­gunta, puede formularse con una gama de lenguaje que va desde lo psicológico a lo teológico, pasando por el mito y la mística. Se puede hablar de presencia del resucitado, del Espíritu, de gra-tuidad de la fe, etc. El contenido fundamental está en la experiencia de que Jesús continúa viviendo y habrá que estable­cer entonces las mediaciones de esta vivencia: la comunidad, el evangelio, la iglesia o cualquier otra, que sirva al mismo tiempo de diferenciación y formulación de la especificidad.

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II

ANTES DE LOS EVANGELIOS

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Empezamos con este capítulo a reconstruir la posible historia de los evangelios.

Hemos dicho anteriormente que el auténtico intérprete debe acercarse a la obra literaria que quiere interpretar con é l mismo espíritu con que se movió su autor, para trazar un puente de comprensión entre la época del escrito y la de su interpretación'. Este puente, este espíritu, en el caso de los evangelios ha de ser ciertamente el de vivir la fe cristiana, el habitus fidei de los teólogos medievales. Pero no puede quedarse solamente aquí. Si ese espíritu es auténtico, ha de llegar hasta la mentalidad de los evangelistas. Esta es la gran verdad que, a partir de Benedic­to XV 1, se ha venido repitiendo en la exégesis católica, y que recoge el Vaticano I I 2 . Vamos, en consecuencia, a reconstruir esa posible historia con los datos más exigentes que nos proporciona la investigación bíblica 3.

1 En la encíclica Sp.iritus Paraclitus de 1920. La expresión de que «la Sagrada Escritura hay que leerla e interpretarla con el mismo Espíritu con que se escribió», procede de San Jerónimo (P L, 26, 417).

2 Constitución Dei Verbum, núm. 3, 12. 3 Resultaría fuera de tono, en el contexto de este libro, dar la biblio­

grafía completa sobre el tema, por lo extensa de la misma. Igualmente re­sultaría dificultoso para la lectura, apoyar cada afirmación del texto con una sarta de autores. Por esto, advertimos solamente aquí tres obras recien­tes de carácter general, a las que hemos acudido frecuentemente: J. LEIPOLDT v W. GRUNDMANN, El mundo del Nuevo Testamento, Madrid, 1973 (el original alemán es de 1967); H. CONZELMANN, Grundriss der Theologie des Neue Testament (Esbozo de la teología del Nuevo Testamento), Mu­nich, 1967 (existe traducción al francés, en ed. du Centurión, París-Ginebra, 1969); C. F. D. MOULE, El fenómeno del Nuevo Testamento, Bilbao, 1971 (el original inglés es de 1967).

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Desde la historia de Jesús hasta la escritura del primer evan­gelio, el de Marcos4, hay toda una época, breve en tiempo y larga en creatividad, que suele conocerse con el nombre genérico de «tradición» 5. En ella, se alumbra el cristianismo.

Todo parece iniciarse después de la muerte de Jesús, en un grupo reducido, capitaneado por Pedro 6. Este grupo, seguramente integrado por compañeros y seguidores del Jesús ajusticiado, con­fiesa extraña y gozosamente que el muerto ha resucitado. Son los acontecimientos pascuales, que tanta literatura han provocado últimamente y cuya última averiguación queda, una vez más, fue­ra de las posibilidades de la historia 7.

I. LA FE CREADORA

Aquellos hombres centraron toda su vida en el misterioso per­sonaje de Jesús. Posiblemente ya en vida lo habían hecho8, con­siderándole Mesías a la manera usual del bajo y popular judais­mo; es decir, como una especie de nueva dinastía real que aca­baría con el dominio romano. Ahora, cuando las esperanzas de un rápido triunfo habían sido cortadas de raíz mediante la no aceptación de su «candidatura» por el máximo órgano judío de gobierno, por el sanedrín, y la consecuente desbandada de par­tidarios y la muerte del jefe 9, se imponía una nueva reestructu­ración del contenido de las palabras y los hechos de Jesús.

4 Como veremos en el capítulo siguiente, los eruditos bíblicos han ya aceptado esta hipótesis. Se empezó a hablar de ella en el siglo pasado (1863); su autor fue H. J. HOLTZMANN, en el libro Die Synoptischen Evangelien: Ibr Ursprung und Geschichtlicber Charakter (La evangelios sinópticos; su origen y su carácter histórico). A pesar de ello, se le sigue llamando, de acuerdo con las hipótesis anteriores sobre la llamada cuestión sinóptica, se­gundo evangelio.

5 Hay que tener sumo cuidado con esta palabra, ya que es usada co­múnmente en el lenguaje teológico para designar la otra fuente de revela­ción que no es la Biblia.

6 El papel central de Pedro es indiscutible; describir con precisión cuál fuera este papel histórico es más discutible.

7 Un resumen de las dificultades que encierra la explicación histórica de la resurrección puede consultarse en el opúsculo de H. SCHLIER, Sobre la resurrección de Jesucristo, Bilbao, 1969.

8 El sustrato de la narración de la confesión de Pedro (Me 8, 26-28) tiene todos los visos posibles de ser histórico.

9 Sería óptimo leer el breve párrafo de R. NOTH dedica a Jesús en su Historia de Israel, Barcelona, 1970.

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La fe era, después de la resurrección, la misma, pero algo había cambiado en profundidad respecto a las metas de esa mis­ma fe. Seguían prestando adhesión firme a la persona del muerto-resucitado; una adhesión que era el centro sobre el que giraba toda su existencia. La vida toda, con su pasado, su presente y su futuro, cobraba sentido desde esta adhesión incondicional; la vida de ellos, integrantes por derecho propio del pueblo de Is­rael, el cargado de promesas divinas.

Sin embargo, no todo era igual; ellos habían cambiado. Em­pezaban ahora a tener una conciencia distinta sobre el sentido y la misión de Jesús; lo que era, en definitiva, tener una concien­cia también distinta respecto a sus propias vidas. Se sentían elegidos para llevar el mensaje del muerto a las ovejas dispersas de Israel. De esta manera surgió el kerigma, el anuncio primero de la comunidad cristiana, como lógica continuación de la acti­vidad de Jesús.

Este anuncio, nacido de la fe, no era sino la propuesta de lo que significaba para ellos el personaje Jesús; una propuesta que buscaba la fe del otro, la formación de un núcleo partidario de Jesús, que llevase a su vida el espíritu del ajusticiado en Jeru-salén.

Por esta razón, el genuino transmisor no podía ser otro que el núcleo de sus discípulos en vida. Tenían que transmitir su enseñanza, su anuncio, su exigencia; eran los testigos, por antonomasia, de Jesús.

Esto suponía ciertamente una fidelidad a la historia, pero una fidelidad «sui generis». El deseo primordial no era el de trasmitir materialmente idénticas todas y cada una de las pala­bras y de los hechos de Jesús, sino el de transmitir su propia fe en Jesús; hacer que su espíritu, su modalidad de vida, llegase hasta los demás. Solamente en este ámbito tenía razón de ser el recurso a los hechos y dichos del Maestro.

De todos modos, es necesario acentuar que los mismos dis­cípulos fueron tomando conciencia del sentido y del mensaje de Jesús paulatinamente. No todo sucedió de repente en un día determinado; las circunstancias y los avatares de su vida hi­cieron posible la profundización en el conocimiento del maestro ido.

Esta fe se daba en unos hombres que, por tradición, naci-

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miento y mentalidad, pertenecían, al igual que su maestro, a un mundo concreto, religioso a ultranza. El mundo de Israel, con su enorme complejidad, presta así necesariamente los primeros esquemas desde los que se interpretó y presentó la figura de Jesús de Nazaret. Era una adhesión, pues, expresada con concep­tos y categorías judías. A esta tradición de fe se le llama, en los autores que tratan del tema, tradición palestina 10.

Por todo lo dicho, no se trata ya solamente de una transmi­sión material de palabras y hechos retenidos en la memoria, como es el caso de la tradición rabínica, como hacían los escribas de la Ley, sino un lento calar en el sentido de esas mismas pa­labras y hechos, vistos en el contexto de la vida de Jesús, que ha sido interpretado desde unos esquemas socio-religiosos pro­pios del último judaismo.

El mismo proceso de adaptación ocurrirá al extenderse la naciente comunidad más allá de las fronteras ideológicas del ju­daismo.

En y desde la Diáspora, se tomará contacto con los re­siduos de la mentalidad que aunó la gran monarquía de Ale­jandro Magno, se contactará con la cultura helenista. Y la capa­cidad creadora de la misma fe en Jesús irá acomodando a su pensamiento lo que este Jesús era y significaba para su existencia. Es la llamada tradición helenista, cuyos primeros vestigios apa­recen ya en 1 Cor.

Esta fe, que es ya un modo de entender la propia existencia, un modo de vivir consecuentemente con Jesús, se va estereotipan­do en unas formas, en una especie de modelos, usuales en el entorno cultural respectivo las más, y que habían nacido al con­juro de unas necesidades. Formas y ambientes que la ciencia bíblica va paulatinamente descubriendo. Son las llamadas formas de la tradición y situación vital. Así, por ejemplo, en el ámbito cultural de la celebración de la fe en la resurrección de Jesús, se desarrollará la narración de la tumba vacía antes de que entrara a formar parte del evangelio de Marcos u .

10 El hallazgo y reconstrucción de esta tradición parte de la obra de W. BUSSMANN, Synoptische Studien, Halle, 1925-1931.

11 Es la hipótesis de L. SCHENKE, recogida en su libro Auferstehungsver-kündigung und leeres Grab (La tumba vacía y el anuncio de la resurrec­ción), Stuttgart, 1969.

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I I . LA TRADICIÓN PALESTINA

Llamamos con este nombre al vehículo primero en que se nos ha transmitido la experiencia cristiana, que abarca, por una parte, el modo concreto de vivir el cristianismo en torno a los testigos de Jesús, en torno a los Doce; por otra, comprende la mentalidad peculiar desde la que interpretan a Jesús. Más que una época, que podría abarcar hasta la destrucción de Jerusalén, es una mentalidad y un modo de vivir. Para tratar de descri­birla, al menos someramente, vamos a utilizar tres párrafos o apartados: ideología, material que aporta y formulaciones en las que aparece.

1. Ideología

Dios, escatología y mesianismo pueden ser los tres conceptos básicos y vitales para tratar de encuadrar la visión de fe que la tradición palestina nos da sobre Jesús. Son tres conceptos de los que participan prácticamente todos los grupos palestinos del mo­mento.

Fariseos, qumranitas, celotas y bautistas van a tener, apro­ximadamente, una ideología parecida. La diferencia está en que el cristianismo naciente reinterpreta esos mismos conceptos desde su vivencia de Jesús. De esta manera se establece un doble proceso dialéctico entre Jesús y la ideología circunstante y vice­versa, en cuyo fondo el cristiano confiesa la presencia del Espír ritu, de Dios. De tejas abajo, sin embargo, sólo la fuerza de la personalidad de Jesús, aún después de muerto, hace posible una mediana intelección del problema.

Dios es el elemento medular de la ideología judía; todo gira en torno a El. No se trata del Dios producto de la razón, que podemos aislar de nuestro mundo y estudiar asépticamente en sí mismo. Es el Dios que tiene que ver con la vida del hombre. Ambas realidades están inextricablemente unidas en el concepto de Dios.

Es el Dios que hace—en continuo presente—el mundo y elige a Israel para que sea el centro de ese mismo mundo. Lo que llamamos creación, hombre y razas incluidos, existen, son,

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para que converjan en torno a Israel. Esto, por disposición divi­na. El Dios del mundo es el Dios de Israel.

Ahora bien, este Israel tiene que hacerse merecedor del don de Dios mediante la práctica de la Ley, en donde se expresa la voluntad divina. Desde esta perspectiva de la Ley, se enjuicia la historia pasada, presente y futura de la comunidad judía, y se estipularen consecuencia, el quehacer de cada momento. Si las promesas de Dios, con sus distintas formulaciones en cada mo­mento histórico, no se han cumplido, es a consecuencia del pe­cado de los judíos contra la Ley. Si existe un ordenamiento ju­rídico, un dispositivo social, es para que el pueblo cumpla la Ley y se llegue al establecimiento de las promesas. Todo gira en torno a Dios y a la obediencia a sus planes.

Este Dios, más fuerte que los pueblos todos, porque es fiel a sus promesas está para intervenir de nuevo y definitivamente en la historia. Los años que giran en torno al momento de Jesús están transidos de este pensamiento, común a todo el bajo ju­daismo, y al que llamamos escatológico. Dios había ya interve­nido directa y determinantemente en los momentos cumbre de la historia de Israel, en la elección del pueblo y en la donación de la Ley; ahora se espera la gran actuación definitiva, en la que situará a su elegido, a Israel, en el sitio que le corresponde por su elección.

Uno de los modelos de esta intervención divina se describe como realizado mediante un nuevo rey, mediante un Mesías. Las viejas corrientes regalistas, que se habían perdido con la caída de Jerusalén a menos de Nabucodonosor, sirvieron de sostén a reelaboraciones posteriores, que enmarcaban la esperanza judía en una dinastía fiel a la Alianza y a la Ley. Y ante tantas fallidas esperanzas, fue surgiendo paulatinamente la figura de un rey último, de un mesías escatológico, que cada grupo interpretaba a su modo y manera, pero que, en tiempos de Jesús, asumía también, y muy especialmente, la problemática nacionalista. Fruto posterior de esta creencia fue la sublevación contra Roma en los años posteriores a Jesús.

En esta mentalidad, con mil perfiles diferentes e imposible de estructurar con una lógica occidental, surgió la figura de Jesús de Nazaret y la primera interpretación de su persona a cargo de los que habían sido sus compañeros y colaboradores.

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2. Material

Lógicamente, por la inmediatez con los sucesos, la tradición palestina es la más importante en orden a reconstruir la posible historia de Jesús. Consta básicamente de hechos y palabras, in­terpretados, tal como hemos dicho, desde la prestación de fe a ese mismo Jesús, y con la mentalidad que le es propia. La lengua original fue necesariamente el arameo, el mismo idioma en que se expresó Jesús, si bien nada nos ha llegado en esta lengua, sino en griego y dentro del contexto de cada evangelio 12.

Tampoco sabemos a ciencia cierta si este material fue oral o escrito, sin que existan postulados que puedan avalar firme­mente cualquiera de las dos posibles hipótesis. Para detectar este material, los autores usan de criterios no exentos de subjetividad, que se fundamentan en la mayor o menor adecuación a la men­talidad judía y a la literatura rabínica circunstante.

Las palabras de Jesús, en este nivel de tradición creadora, se encuentran: aisladas de todo contexto, formando colección con otras similares en su contenido o en su forma y, por último, in­tegradas en narraciones apropiadas. No es posible determinar una línea evolutiva que comprenda las tres maneras de la tradición. Ya en su origen pospascual han podido existir de cualquiera de los tres modos. Solamente en casos aislados, sin poder elevar la conclusión a nivel de hipótesis general, es posible detectar la evolución completa de un dicho concreto.

De manera similar, esta tradición contenía diversas narracio­nes en torno a Jesús; sobre su origen, su actividad, su muerte y resurrección. Todas estas narraciones no eran estrictamente bio­gráficas, sino cristológicas. Es decir, no trataban de presentar lo que nosotros hoy entendemos por historia, sino lo que su fe decía que era Jesús. Los exorcismos, milagros, relatos biográficos eran, a primera vista, un vehículo adecuado para expresar lo que ellos creían que era Jesús.

Indiscutiblemente, en muchos relatos tenía que estar presente la historia real de los acontecimientos, pero nosotros actualmente no hemos encontrado el modo adecuado de viviseccionar las na-

12 El número de «ágrafos» o palabras no escritas de Jesús es mínimo; Palabras desconocidas de Jesús, Salamanca, 1976 (el original alemán es de 1963).

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rraciones y separar la interpretación de fe—tan real corrió la historia, si se vive en esa misma fe—de los hechos desnudos de significado.

Si quisiéramos aquilatar más el contenido de esta tradición palestina, nos veríamos en grandes apuros y muchas posibilida­des. Una vez aisladas las partes que pertenecen a cada redactor último en los evangelios—problema sumamente difícil de solu­cionar 13—:, deberíamos aplicar al material restante unos criterios de adecuación a la mentalidad circunstante, en la que también se movería el autor de cada relato. A modo de ejemplo, me atreve­ría a dar estos seis puntos, como posibles pistas para catalogar el material perteneciente a esta tradición. Pertenecerían a ella:

1. Los dichos cuya estructura morfológica y sintáctica, en los sinópticos, presuponen la existencia de un original arameo.

2. Los dichos cuya estructura formal se adecué a las formas de expresión rabínicas similares: bienaventuranzas, maldi­ciones, parábolas...

?. Los dichos cuya temática coincida con la del medio am­biente judío: reino, escatología, mesianismo...

4. Las narraciones en que entren citas del Antiguo Testamen­to como interpretación de los hechos o dichos de Jesús.

5. Las narraciones que puedan tener un trasfondo inmediato arameo.

6. Las narraciones que se hayan desarrollado según las for­mas rabínicas: bagada, halaká...

En este nivel, es posible hacer coincidir, aunque no exacta­mente, con la tradición palestina a la llamada fuente Q y a las colecciones de material que Marcos pudo encontrar, junto con algún material del cuarto evangelio. Digo que no coinciden exacta­mente porque el último redactor del evangelio de Mateo se en­cuentra plenamente dentro de la tradición palestina y, por ello, es difícil aislar con seguridad el material que verosímilmente con­tendría la presunta fuente Q. Y también porque el mismo Marcos posiblemente se encuentre dentro de la misma tradición, al me­nos parcialmente.

13 Es un problema del que hablaremos en el Cap. V.

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La fuente Q estaría compuesta por todo el material sinóptico que aparece en Mt-Lc y no en Me. Por ejemplo, los relatos de la infancia 14. Las colecciones que Me pudo encontrar, según los últimos estudios 15, serían relativamente escasas: Pasión, leyes de la comunidad, parábolas y sucesos del primer día en Cafarnaún.

3. Formulaciones

Con este punto, entramos en la cuestión central: ¿por qué, para qué, cómo y dónde se trasmitieron las palabras y los hechos de Jesús en la tradición palestina? Es una pregunta similar a la que se formulaba Gunkel en su introducción al estudio de la literatura israelita: «¿quién narra?, ¿quiénes son los oyentes?, ¿qué disposición entraña el ambiente?, ¿qué resultados pre­tende?» 16.

En autores de corte tradicional, se suele poner como motiva­ción básica de la tradición el hecho de que unos testigos querían ser veraces, y el método memorístico empleado usualmente en el ambiente rabínico17. Los primeros discípulos, de esta manera, sabían lo que Jesús hizo y dijo, por el hecho de ser testigos pre­senciales; estos mismos discípulos trasmitieron su testimonio tal y como había sido consignado en su memoria; de acuerdo, pues, con la realidad histórica.

En parte, y sólo en ella, existe una gran verdad en este tipo de afirmaciones. Es cierto que el método memorístico se ha dado en la primera comunidad y que los testigos han querido ser ve­races. Pero estos discípulos son tanto trasmisores materiales cuan­to intérpretes de la realidad atestiguada. Y esa veracidad no se

14 Sobre la pregunta fuente Q, es interesante leer el artículo de P. HOFFMANN, «Comienzos de la teología en la fuente de los logia», en el libro Forma y Propósito del Nuevo Testamento, Barcelona, 1973, pági­nas 161-82.

15 Me refiero al libro de H. W. KUNH, Aeltere Sammlungen im Mar-kusevangelium (Antiguas colecciones en el evangelio de Marcos), Góttin-gen, 1971.

16 Grundprobleme der israelitischen Literaturgeschichte (El problema central de la historia de la literatura israelita), 1906, pág. 33. Gunkel es el autor que inicia el método analítico que posteriormente se llamará his­toria de las formas.

17 Por ejemplo, L. CERFAUX. Cf n. 16 del primer capítulo.

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refiere a la veracidad de los datos, sino a los datos interpretados desde la vivencia de una historia concreta, vista desde Dios. Trans­miten lo que Jesús hizo y dijo junto con lo que Jesús hace y dice a través de los miembros cualificados de la comunidad. Trans­miten su fe en Jesús. Transmiten para que otros tengan o crezcan en la fe.

Así las cosas, tenemos que la motivación original, la necesi­dad que les llevó a recordar, interpretar y crear palabras y accio­nes de Jesús fue su propia vida; la vida de la comunidad que, por adhesión a Jesús, tenía que estar de acuerdo con él.

Alrededor de esta motivación primera debieron de existir otras más, de índole personal e, incluso, ideológico; pero todas ellas se estructuran en torno a la vida de los primeros cristia­nos. Por esto, podemos hablar de tendencias creadoras de fórmu­las y expresiones de fe, que se centran en los dos puntos germi­nales del cristianismo incipiente: Jesús y sus propias vidas. Am­bas tendencias se enmarcan en el ambiente judío, como más tarde se hará en el ambiente helenista. Vamos a hablar de estas ten­dencias.

a) Tendencias cristológicas

La tendencia que podemos llamar original o la motivación básica es la de expresar a Jesús como el máximo valor existente y posible, en orden a prestarle fe. El campo de valores en juego se lo presta al cristianismo naciente el entorno ambiental judío. Un entorno en el que las categorías básicas son, como antes he­mos escrito, la escatología, el mesianismo y la Ley.

Jesús va a aparecer como la figura escatológica; como el hijo del hombre que iba a venir; como el mesías auténtico de la estirpe de David; como el mediador y maestro de la nueva Ley. Es lo máximo que el pensamiento judío podía decir de Jesús. Palabras y hechos se retocan desde esta perspectiva; se crean y posiblemente se suprimen u olvidan otros y otras. Aparecen de esta manera núcleos de narraciones que conectan a Jesús con la acción escatológica de Dios, según la fe israelita.

Jesús es el hijo del hombre que ha de venir. Las grandes secciones apocalípticas de los sinópticos (Me 13 y par) en su ver-

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sión primitiva 18 se originaron sobre esta creencia. El proceso a Jesús, al menos en la forma marcana, también, y de igual ma­nera las tradiciones sobre el juicio último que aparecen en la redacción de Mateo. Junto a ellas, persiste la idea de que los discípulos—doce—juzgarán a las también doce tribus de Israel. Jesús tenía que volver, porque la obra total de Dios solamente se había comenzado con su resurrección.

La problemática subsiguiente será preguntarse cuándo se dio este inicio de la intervención divina. Las primeras respuestas no aparecen ya en los evangelios, pero sí tenemos indicios de ellas en Pablo (Rom 1, 4) y Hechos (2, 32); la acción escatológica de Dios había comenzado con la resurrección de Jesús 19. Inme­diatamente, sin embargo, se establecerá un proceso de cuenta atrás, que situará el inicio en la persona de Jesús, y que atrave­sará distintas etapas, perceptibles en las narraciones de la tradi­ción. Un primer intento es colocar toda la vida pública de Jesús bajo el signo de la intervención divina; es cuando nacen las na­rraciones sobre el bautismo de Jesús, con la teofanía consiguien­te y, sobre todo, con la presencia del espíritu, del gran don es-catológico de Dios; aparecen también aquellas otras narraciones en las que Jesús es presentado como el impulsado por el mismo espíritu. Por último, se retrotraerá el inicio de la intervención de Dios a los también inicios históricos de Jesús, a su nacimiento, a su concepción, en donde interviene decisivamente el espíritu. Todo Jesús es así el don escatológico de Dios.

Simultáneamente crecerán otras narraciones, a las que pode­mos llamar conflictivas. En ellas se presentan tres graves proble­mas del momento: la relación Jesús-mesías, la explicación de su muerte y la relación Jesús-Bautista.

En la primera línea, se dan netamente dos situaciones anta­gónicas; se confiesa que Jesús es el mesías prometido, pero se niega, al mismo tiempo, que sea el mesías esperado. Tiene que ser el mesías prometido, porque era la máxima y última figura que había de venir de parte de Dios. No era el mesías esperado,

, s El hallazgo de un apocalipsis cristiano y otro judío en la base del relato de Marcos es obra de W. MARXSEN en Der Evangelist Markus (El evangelista Marcos), Gottingen, 1956.

10 Cf. a este respecto, W. PANNENBERG, Fundamentos de Cristología, Salamanca, 1974, págs. 82 y sgs.

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poique no liuliíii cumplido las esperanzas tenidas por mesiánicas. De aquí imcci'ií el llamado «secreto mesiánico» y narraciones de lípo de la cemicsión de Pedro (Me 8, 27 y sgs. y par), de las icniliciones en Mt y Le, las primeras interpretaciones de los mi­lilitros de la multiplicación de los panes y los peces...

En la segunda línea, se tratará de ver que la muerte de Jesús lúe voluntad de Dios y que sucedió según las escrituras. Así surgen las narraciones de la oración en Getsemaní, del reparto de las vestiduras, de la presencia de los ladrones, del grito en la cruz, de la muerte como realidad salvífica y participable (narra­ciones de la institución eucarística)...

En la tercera línea, se tratará de colocar al Bautista en un grado inferior al de Jesús; será el precursor. Tiene relaciones con Jesús, que llegarán, incluso, a familiares, tradición que reco­ge Lucas, haciendo que Isabel sea prima de María; es el barni­zador de Jesús y tiene un mensaje similar al suyo, pero, por ser Jesús mayor desde la perspectiva de fe, estará en la cárcel antes de que Jesús inicie su actuación pública, testimoniará sobre él, declarará que es menor, etc. De esta línea nacen los relatos todos sobre Juan y las interpretaciones que Jesús hace del Bautista.

b) Tendencias cristianizantes

La tendencia que podemos llamar original trata de encontrar la propia identidad de la comunidad, definiéndola en medio de su mundo ambiental. Por un lado, tendrá que definirse en oposi^ ción a unos: fariseos, saduceos. Por otro, se apoyará decisiva­mente en la persona de Jesús.

Nacen así unos relatos apologéticos de su propia situación de fe. Han de explicar su situación frente al Templo (Mt 17, 24-27; Me 11, 15-19 y par), frente a los nacionalismos fariseos (Me 12, 13-17 y par), frente al problema de la resurrección (Me 12, 18-27 y par). Tienen que expresarse en relación a los bienes, a la familia, a su propia constitución interna, a la autori­dad, a la Ley, al universalismo... Tienen que expresarse en rela­ción a todo su mundo ambiental.

Todas estas enseñanzas apostólicas se ponen en boca He Jesús, insinuando la ligazón existente entre la comunidad y su

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fundador, hasta transformarle en el supremo maestro, de quien dimana toda regulación existente en la comunidad y toda meta a la que aspiran.

c) Lugares y modos de trasmisión

Los primeros cristianos de Palestina formaron un grupo en torno a los apóstoles a la espera de la segunda venida de Jesús. Se tenían a sí mismos, de manera similar a la de otros grupos religiosos de Israel, como la comunidad de los últimos días, la comunidad escatológica, cuyos integrantes eran llamados santos y elegidos por Dios. Confesaban también—y esta es parte de su diferencia con los demás grupos—que el reino de Dios o su intervención escatológica había ya comenzado con Jesús, y que su culminación no podía tardar en llegar, y sucedería de acuerdo con la propia línea que se entroncaba con Jesús.

Con esta creencia, el grupo no se alejaba del judaismo, sino que venía a formar una especie de secta dentro del mismo, a la manera de los fariseos y los saduceos. Su Dios, su templo y ma­nifestaciones cúlticas, sus libros sagrados y sus autoridades últi­mas eran las mismas que para el resto de los judíos. La diferencia estaba solamente en lo que para ellos significaba Jesús: el inicio de la escatología y un nuevo modo de entenderla.

Por esto, el cristianismo primero no se apartó del culto ofi­cial judío del templo (Act 3, 1) mientras existió, incluso con la prestación de los tributos normales para todo fiel israelita. Sin embargo, en profundidad, no se veían obligados a este tributo, como afirma la narración Mt 17, 24-27. Solamente el culto, idéntico para todos los judíos, seguía teniendo vigencia real, sin estar en desacuerdo con la persona de Jesús.

Tenían, además de ese elemento común, un tipo de prácticas y enseñanzas específicas, en las que se trasmitió su fe en Jesús. Estas prácticas y enseñanzas se acomodaban, al menos material­mente, a las de sus coetáneos, sobre todo a las de sus vecinos más próximos, los fariseos. Los cristianos se reunían, como lo hacían los fariseos en sus sinagogas; enseñaban, predicaban, ha­cían colectas como los fariseos. Se creó así una especie de sina-

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goga paralela que recibiría posteriormente el nombre de iglesia 20. En estas predicaciones y enseñanzas se transmitieron las expresio­nes de fe, que más tarde entraron a formar parte de nuestros actuales evangelios.

Todo era una vivencia de fe que se expresaba de distintas maneras. En cuanto hoy podemos saber, esas maneras fueron las siguientes: kerigma, confesiones y celebraciones21.

1) El kerigma

El anuncio primero era una proclamación, es decir, un ke­rigma, de que Jesús era el mesías que tenía que venir y todas sus implicaciones. Tenía una primera parte que podemos llamar cristológica. En ella, y con la mentalidad del momento, se in­tentaba presentar a Jesús de acuerdo con las escrituras. Todos los caracteres tenidos entonces por mesiánicos se atribuyeron a Jesús, como hemos dicho anteriormente.

En una segunda parte, se daba respuesta a las preguntas que se formulaban en torno a Jesús. Preguntas y respuestas que ori­ginaron muchas de las narraciones actuales, redactadas a modo de diálogos.

En un tercer y último momento, se daban instrucciones mo­rales; en parte, de una manera parenética y exhortativa; en parte, abordando directamente los problemas: ¿pueden existir casados en la comunidad?, ¿y célibes?, ¿qué hay que hacer con las po­sesiones?, ¿quién tiene la autoridad?, etc.

2) Confesiones de fe

Como respuesta al kerigma, se daba la confesión o profesión de fe; se reconocía a Jesús como el mesías y supremo maestro. Los títulos tenidos por mesiánicos—hijo de Dios, de David, del hombre, etc.—, formaban parte de estas respuestas de fe. Estas confesiones, sin embargo, aunque constituyen un género propio y específico, se daban dentro de un contexto de celebración co-

20 Por lo demás, la misma palabra «sinagoga» es etimológicamente si­milar a la de «iglesia»; ambas significan «reunión».

21 Con otra distribución distinta, cf. en castellano, E. LOHSE, Introduc­ción al Nuevo Testamento, Madrid, 1975, págs. 31-49.

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munitaria; con ocasión del bautismo o agregación de un nuevo miembro a la comunidad ya existente, de la celebración de la eucaristía, de la resurrección, etc.

3) Celebraciones de fe

Preferimos llamar con este nombre a los actos específicos de la primera comunidad cristiana. Generalmente aparecen como ac­tos litúrgicos, y si bien es cierto que tenían también este aspecto litúrgico, como los de la sinagoga, el énfasis recaía en la celebra­ción y no en lo cultual. Lo estrictamente cúltico, sobre todo en Jerusalén, estaba reservado a la liturgia del templo.

Estas celebraciones se centraban en torno al bautismo y a la Cena, en cuyas liturgias se celebraba simultáneamente a Jesús y a la comunidad existente. El contenido básico de estas cele­braciones estaba integrado por los hechos de Jesús y de la propia comunidad, por doxologías y oraciones.

Se celebraba la admisión de nuevos integrantes de la comu­nidad reunida en el nombre de Jesús. Para ello, existía un ritual con elementos tomados de otros grupos más o menos afines. Probablemente la inmersión estaba acompañada de una simbolo-gía parecida a la que encontramos actualmente en los relatos del bautismo de Jesús, y de similares invocaciones y confesiones de fe.

Se celebraba la nueva situación escatológica de la comunidad cristiana con una cena comunitaria, cuyos últimos elementos—el convite escatológico—se apoyaban en la idea de la nueva alian­za, realizada en la persona de Jesús. Las alusiones a la sangre de la alianza, a la participación en ella y a la presencia del Re­sucitado en medio de la comunidad—narraciones de la institución eucarística—nacieron o se refundieron en estas celebraciones.

Oraciones propias del cristiano, como el Padrenuestro, y re­latos sobre la pasión, muerte y resurrección se desarrollaron en este ambiente de celebraciones de la propia fe.

Los modos de trasmisión estaban generalmente tomados del entorno ambiental. El mayor influjo lo recibe de la práctica si­nagoga!, con la múltiple y compleja organización que llegó a tener: lugar de reunión, de culto, de hospicio, escuela, etc.

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III . LA TRADICIÓN HELENISTA

En aquellos primeros años que siguieron a la muerte de Jesús, pronto se debió de dar la presencia de nuevos cristianos, pro­cedentes ahora de un mundo distinto, procedentes de la cultura helenista que se había impuesto hasta en la misma Roma. Los casos de Cornelio (Act 10), de Esteban (Act 6) y del mismo Pablo son los hitos que nos permiten reconstruir, en parte, la historia primera. Los orígenes, las procedencias de estos nuevos cristia­nos, no ya palestinos, eran esencialmente tres, aunque el verda­dero helenismo se refiera solamente a los dos últimos grupos que citamos: los judíos de la Diáspora, los fieles no israelitas, pero que se movían en torno a las sinagogas (los prosélitos) y, por último, personas religiosas no israelitas, sin conexión alguna con las sinagogas judías.

Era un mundo distinto en mentalidad y costumbres. En él, nada decían las esperanzas de Israel ni su escatología. Fueron ne­cesarios hombres de empuje y valía, procedentes del judaismo he­lenista de la Diáspora, capaces de amoldarse a situaciones nuevas, dejando intacta la fe medular en Jesús. Y esta fe adaptada pro­dujo una nueva y fecunda corriente de términos, conceptos y vivencias en las que cuajó, definitivamente para el occidente, el cristianismo. Vamos a tratar de describir su ideología, formula­ciones y contenidos nuevos.

1. Ideología

Ni que decir tiene que, al hablar de ideología helenista, como antes lo hicimos de la judía, no tratamos de abarcar la múltiple tradición religiosa existente en la cultura mediterránea de aquel entonces. Queremos solamente dar una visión rápida de los ele­mentos principales que originaron las formulaciones básicas de la fe cristiana en ese ambiente. Por lo demás, la abundante lite­ratura al respecto puede ser consultada por el lector que lo desee.

Una de las características más importantes de la cultura he­lenista, en cuanto a la religión toca, es su carácter individualista. Existe ciertamente una religión estatal, oficial, con sus sacerdotes, templos y dioses, pero esta religión no llega a colmar las nece-

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sidades del pueblo. Se queda en un ritualismo formal, lo sufi­cientemente amplio como para dar cabida a todas las religiones profesadas en el imperio romano, y que atenderán a las necesi­dades individuales. Algo bastante distinto a lo que sucedía en Israel con la religión oficial.

El fenómeno de la privatización de la religión es el lógico resultado de un proceso evolutivo que va de la ciudad-estado al imperio-estado. Las funciones de la comunidad a nivel de imperio hacen posible la vida privada con todas sus consecuencias. En las ciudades del imperio, la administración centralista desocupa de funciones ciudadanas a la mayoría de sus habitantes. La ciudad no es ya su ciudad, en cuyas organizaciones, incluida la religiosa, tiene que militar, sino que es la ciudad del imperio, regida desde fuera en casi todos los órdenes importantes.

La religión también se privanza. Lo que significa el adveni­miento de una problemática religiosa eminentemente personalista. Importa antes que nada las relaciones del individuo con la divi­nidad. Frente a la suerte comunitaria del pueblo o de la ciudad, se construye una filosofía del individuo; una especie de destino de la persona, independientemente de su pertenecencia a este o aquel grupo. Proliferan las religiones importadas de un lado y de otro, que se asimilaban mejor o peor con las reliquias de los cultos ciudadanos; nacen los cultos mistéricos, el pensamiento gnóstico...

Junto a esta privatización, aparece un destacado dualismo que llega a cosificar, a materializar, los extremos de la relación hombre-Dios en dos mundos paralelos e independientes: cielo y tierra. Los dioses y seres espirituales habitan en el cielo, negado a lo material. Plantas y animales, por derecho propio, en la tie­rra. Y, en medio, como un ser anfibio—materia y espíritu—, el hombre, el eterno descontento, con su aspiración rota de subir al cielo. El trayecto entre ambas esferas, cielo y tierra, estaba abierto a los espíritus, a los dioses, que podían o no tomar apa­riencias múltiples.

La religión servía a este hombre para contentar a los dioses esquivos y, en algún sentido, abrirse paso hasta ellos. Sacrificios, ritos, ascesis perseguían la bienaventuranza del hombre o, al menos, la escapada a los inmotivados odios celestes.

En este ambiente, en parte abierto a toda novedad, en parte

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escéptico de todo, se anunció el mensaje de fe: es necesario centrar la propia vida en Jesús de Nazaret. Y la fe creadora, que inten­taba unir los extremos Jesús-gentiles, se reformuló con una men­talidad nueva.

2. Material

Siguiendo la línea anteriormente trazada con ocasión de la tradición palestina, el material de esta nueva y distinta tradición preevangélica está integrado por hechos y palabras de Jesús. Los hechos históricos quedan cada vez más lejos de su contexto, im­portando más ahora la descripción del nuevo espíritu de vida que se da en la comunidad cristiana, que el recurso al material apos­tólico de la tradición palestina. La lengua original debió de ser el griego vulgar o koiné. Para detectar en la actualidad este mo-terial, los criterios usados continúan siendo los de adecuación a la mentalidad y literatura circunstante.

Las palabras de Jesús entran en una fase de acomodación a las nuevas circunstancias, cuyo último peldaño está representado en las posibles fuentes del cuarto evangelio. En ellas, las palabras todas han perdido el contenido y los modos de expresión que les caracterizaba en la tradición palestina. Al estilo sentencioso y pa­radigmático, suplantan largos discursos esotéricos. Los vagos con­ceptos de mesías, reino, escatología se suprimen o reestructuran en un ambiente en el que no son ya comprensibles.

De semejante manera, las narraciones sobre Jesús sufren gran­des alteraciones. Siguen teniendo la misma función cristológica y existencial, pero tienen que expresar la misma realidad de fe con otros conceptos nuevos. Así, los relatos milagrosos cobran importancia, las interpretaciones desde el Antiguo Testamento se olvidan, nacen nuevas expresiones de fe, que nada—en cuanto a materia y contenido—tienen que ver con los modelos clásicos hasta entonces.

La historia no está ya en el trasfondo inmediato de los rela­tos, porque, entre otras cosas, se ha roto ya la conexión inmedia­ta con los testigos oculares, y los apóstoles son ya enviados de otras comunidades.

Resulta muy difícil proceder con exactitud a una enumeración

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del material de esta tradición. Prácticamente existen dos criterios: el de exclusión y el de convergencia. Pertenece a esta tradición todo el material que no pertenezca a la palestina; lo que está de acuerdo con la mentalidad helenista forma parte de ella. Estos criterios son muy elásticos y presuponen la formación de una hipótesis previa sobre ambas mentalidades. De aquí las diferentes enumeraciones que aparecen en cada autor.

Una cosa, finalmente, que no podemos pasar por alto es el hecho de que muchos relatos están retocados por ambas menta­lidades. Es decir, existen tipos no puros que, en parte, provienen de la tradición judía y, en parte, han asumido motivos solamente comprensibles en la tradición helenista. Es el ejemplo de la teo-fanía bautismal sobre Jesús. Sobre una tradición palestina, en la que se revela el don escatológico del Espíritu y la voz proclama la realeza—mesianismo—de Jesús, se ha pintado una teofanía de corte helenista, con cielos abiertos y un Espíritu cosificado que une los cielos con Jesús.

3. Formulaciones

Tenemos que volver a hablar de dos tendencias de fe crea­dora en este nuevo ambiente. La fe y sus motivaciones siguen siendo las mismas; se trata de expresar quién sea Jesús y qué significa vivir en su espíritu. El punto común con la tradición palestina es que Jesús es lo máximo que se puede dar. Las ca­tegorías tendrán necesariamente que dar nuevas fórmulas que re­sulten comprensibles.

a) Tendencias cristológicas

Los antiguos temas de la tradición palestina se olvidan o rein-terpretan. Ahora importa el origen y el futuro de Jesús más que el mesianismo y la escatología. Al mismo tiempo, su vida terrena adquiere un valor relativo y distinto.

Jesús, en su origen, es el que ha existido anteriormente; per­tenece de alguna manera a la esfera de lo espiritual, al mundo de Dios, al cielo. En ese mundo, que está habitado por Dios y sus

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espíritus, emerge de alguna manera la razón de ser de Jesús, Esto se realiza por dos conductos diferentes. Unas veces se hablará de preexistencia en el sentido total de la palabra; Jesús, antes de estar en la tierra, ha estado en el cielo. El último grado de evo­lución lo encontramos en el prólogo del cuarto evangelio. Este ser del otro mundo se encarna, se hace hombre, y el resultado de esta bajada es Jesús de Nazaret.

Otras veces se hará intervenir a un habitante del mundo ce­leste, el Espíritu, en la confección humana de Jesús. Lo nacido tendrá que ser realmente un ser divino. La expresión «hijo de Dios», que en la tradición palestina significaba solamente mesías, se toma ahora como hijo por naturaleza. Realmente Jesús fue hijo de Dios; su origen estaba en Dios.

De idéntica manera se expresará el papel de Jesús pospas-cual; Jesús ha retornado, después de resucitar, a su origen. Este retorno se expresará con narraciones cosmológicas del tipo de la ascensión (Lucas) o con expresiones de tipo místico, como las de ida al Padre y permanencia en Dios (Juan).

El espacio entre ambos momentos se rellenará ahora de otro contenido. Se empieza a hablar del Jesús terrestre, en oposición al Jesús celeste. Y su vida se describirá como la del vir divinus, llena de acontecimientos extraordinarios y de conocimiento íntimo y profundo de los hombres y de sí mismo. Jesús no aparecerá ya como mesías, sino como kyrios, como Señor. En consecuencia, va a aparecer Jesús como objeto de culto.

b) Tendencias cristianizantes

La comunidad helenista, que caminará hacia un cristianismo formado por gentiles, encuentra y define su propia personalidad en contraposición a sus orígenes históricos y religiosos. Tendrá que diferenciarse tanto del judaismo, de quien históricamente pro­viene el cristianismo, cuanto de las religiones circunstantes. Lo hará asumiendo unos principios y repudiando otros.

Las diferencias con el judaismo, que empezaron siendo sen­cillamente las de un modo distinto de concebir la Ley, se ex-plicitan ahora con narraciones en las que el concepto de «seguir a Jesús» se presenta como un grado superior y distinto al del

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cumplimiento de los preceptos (Me 10, 17-22) o con otras en las que se presenta la abolición del culto del Templo (Jn 4, 23), etc.

Las diferencias con las religiones circunstantes se expresarán haciendo intervenir la fuerza carismática de Jesús o la presencia del espíritu en los ritos, ya eminentemente cúlticos, del cristia­nismo. El bautismo, la Cena y en general toda la catequesis cris­tiana adquieren el valor de auténticos cultos, en contraposición a los otros cultos no cristianos.

c) Lugares y modos de trasmisión

El lugar genérico en el que se trasmite la tradición helenista es la propia vivencia de la comunidad. Sus reuniones, con sus ritos, himnos y liturgias, tomados generalmente del medio am­biente religioso, fueron el vehículo apto. Estas reuniones reciben en gran medida el sentido de litúrgicas, toda vez que el neocon-verso, a diferencia con el cristiano palestino, carecía de lugar sa­grado en el que expresar su religiosidad. No tenía templo en el que invocar a Dios, puesto que el primer momento de la con­versión llevaba consigo el repudio de los cultos a los que pos­teriormente se llamarán paganos.

Tampoco va a existir ya el culto de tipo sinagogal. Las reu­niones se desarrollarán en torno al propio apóstol, que no es ya el testigo ocular de los hechos de Jesús, sino el enviado de una comunidad cristiana (Act 13, 1-3), designado por ella para fun­dar nuevas comunidades. No existe una ordenación unívoca; cada comunidad se mueve un poco a su aire, en parte recibido de su apóstol. Existen ciertamente kerigma, celebración y confesión, pero aparece más creativa la labor de los profetas y sabios 22.

1) El kerigma

Continúa siendo un anuncio o proclamación, al que seguirá una especie de catequesis o instrucción en la fe. El anuncio de lo que fue y es Jesús se verifica a partir de los modelos del «vir

22 Es interesante al respecto el ordenamiento ideal que Pablo propone a la comunidad de Corinto (1 Cor 12, 28) y el criterio que le guía: «que todo resulte constructivo» (1 Cor 14, 26).

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divinus» que, en el cristianismo, ha muerto y resucitado. Para entenderlo, se hace necesaria una catequesis doctrinal que en­tronca a Jesús con la historia salvífica del Dios de Israel, único verdadero.

El kerigma como tal se va relegando a los primeros momen­tos de la evangelización, como es perceptible en las cartas de Pablo 23. Ahora es más importante la catequesis, la instrucción y la construcción de la comunidad, en la que todos los individuos entran a formar parte. Es, pues, la catequesis de preguntas y respuestas la que va sustituyendo al kerigma de la comunidad pa­lestina. Sobre esta base, surgen narraciones a modo de «diálogos para escolares», en los que se busca la instrucción de los catecú­menos, como Me 10, 17-31.

2) Celebraciones célticas de fe

Lo cúltico se une definitivamente a las reuniones de los fie­les, en las que se va construyendo las respectivas comunidades. Los actos de fe específicos de la comunidad cristiana—bautismo y Cena—se convierten en actos cultuales, a los que se agregan otros con carácter de bendición, alabanza y manifestaciones de fenómenos paranormales como la glosolalia, la profecía, etc.

El bautismo se asemeja a los ritos de iniciación de los cultos mistéricos, tomando de ellos ceremonias y expresiones. Las ideas de nuevo nacimiento, de incorporación al ámbito de lo divino o a Jesús de Nazaret muerto y resucitado se entremezclan con las de pertenencia a la comunidad 24.

La eucaristía, celebrada inicialmente como comida de la co­munidad, va a sufrir un proceso de asimilación a los sacrificios paganos o a las orgías báquicas. Se impondrá el recurso constante a la tradición y a la autoridad para evitar la degeneración del nue­vo culto (1 Cor 11).

3) Confesiones de fe

En las reuniones de la comunidad en torno a la nueva li­turgia, surgen confesiones de fe. Tienen unas carácter ritual; otras,

2S 1 Tes 2, 1-16. . 24 Rom 5, 3 y sgs.

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sin embargo, surgen espontáneamente. En éstas, se aclama, ben­dice y se dan gracias tanto a Jesús como al Espíritu, tomado ya como presencialización de lo divino en el seno de la misma co­munidad.

Los modos de transmisión pertenecen al entorno ambiental. Surgen narraciones de «vidas de santos», de milagros más o me­nos simbólicos, de exorcismos. Aparecen los himnos sagrados, las aclamaciones y los llamados diálogos para escolares.

De esta manera se fueron creando las expresiones de fe cris­tianas, en el momento anterior a la composición de los evangelios actuales. Ni que decir tiene que no se trata de una etapa que se cierre con la consignación por escrito del material evangélico. Las dos corrientes—judaismo y helenismo—mejor o peor unidas subsisten hasta nuestros días, y en ellas se hace comprensible la presencia de los mismos evangelios como opción superadora de la realidad de cada día.

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III

LOS EVANGELIOS

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En algún momento, desconocido por nosotros, se introdujo en las comunidades de distinto signo la práctica de consignar por escrito el material con el que cada de ellas expresaba su propia fe. Quizás la motivación principal fuera la de conservar una tradi­ción, que se iba perdiendo a medida que los primeros integrantes de esa comunidad desaparecían. Quizá tampoco fuera ajena a esta consignación por escrito la institucionalización de ritos y la autoridad de algunos destacados miembros de las comunidades, como en el caso de Pablo, que había usado el género epistolar para continuar su labor misional. Lo cierto es que se inició una praxis que desembocó en nuestros evangelios actuales.

Nacen en un período aproximado de 50 años, en torno a los 70-120. En primer lugar lo hicieron los sinópticos por este orden: Me, Mt, Le; en último lugar, el de Juan o cuarto evangelio. Junto a estos escritos nacieron otros más. Algunos, siguiendo la línea epistolar; otros, la evangélica; otros, la apocalíptica. No todos entraron a formar parte del llamado canon 1.

Unos autores, cuyos nombres ignoramos en realidad, realiza­ron una labor de síntesis expositiva del cristianismo. Su trabajo debió de ser semejante al que nos dice realizó el autor del tercer evangelio (Le 1, 1-3): investigación de fuentes, juicio crítico, intención catequética, obra literaria. No fue su labor la de un simple coleccionador de material anterior a ellos. Por el contrario, se sitúan en la misma línea de tradición creativa de la que ha-

1 Del canon hablaremos en el capítulo siguiente. Bástenos, por aho­ra, saber que con esta palabra se designaba una lista de escritos de inte­rés para las comunidades.

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bían surgido las primeras narraciones. Su papel se descubre día a día más importante 2.

I. EL EVANGELIO LLAMADO DE MARCOS

La obra literaria conocida por la tradición posterior como evangelio según Marcos es el más corto materialmente en rela­ción con los demás. Se inicia con la aparición del Bautista, y se termina con el anuncio de la resurrección y el mandato dado a las mujeres de anunciar la vuelta del Resucitado a Galilea (Me 16, 8). Algún autor posterior añadió los vv. 9-20, con un claro intento de completar los hechos de Jesús, siguiendo la línea del evangelio de Lucas, una línea historizante. En esta obra literaria de Marcos confluyen las grandes tradiciones palestina y helenista, sin que se decida por ninguna de las dos, estableciendo de esta manera una tercera opción: la asunción dialéctica de ambas en la persona de Jesús.

Presenta su obra como evangelio (1, 1) que tiene sus inicios en la actividad del Bautista, que se centra en Jesús—Evangelio de Jesucristo, hijo de Dios—y que no tiene un fin concreto; no se dice que el evangelio se acabe ni con la muerte ni con la re­surrección de Jesús.

Esta palabra, «evangelio», ha sido tomada con toda seguridad de la tradición judía. Con ella se designa, en el cristianismo na­ciente, la actuación histórico-escatológica de Dios, su última ac­tuación en la historia. Es decir, se trata de una historia teológica, en la que Dios es el gran actuante. Una historia que se abre con el Bautista y se continúa con Jesús, primero hasta la muerte, y posteriormente después de la resurrección; porque el Jesús del evangelio de Marcos es el que está esperando siempre a los suyos en Galilea.

Si bien este esquema es netamente palestino, las consecuencias de su aplicación y el desarrollo mismo del discurso llevan a con­siderar todo el relato un poco a la manera de los mitos clásicos3.

2 Para la redacción de este capítulo, hemos tenido muy en cuenta el libro de J. PIKAZA y F. BE LA CALLE, Teología de los Evangelios de ]esús, Salamanca, 1977 (3." ed.).

3 La palabra mito tiene una mala literatura entre el gran público; con

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Dado que Jesús continúa viviendo más allá de su propia muerte, y es posible encontrarle en Galilea, cada uno de los relatos de Jesús, que ha empezado justamente a actuar en Galilea (1, 16 y sgs.), cobra un sentido válido para siempre, HA Jesús que actúa en las descripciones de Marcos es, simultáneamente, el Jesús del pasado y del presente. Jesús, por ejemplo, llamó a los hombres al seguimiento y continúa hoy haciéndolo; Jesús sanó y sana hoy también; Jesús habló y sigue hablando^ Lo consignado por escri­to tiene de por sí valor perenne. Lo escatológtco—judío—y lo mítico—helenista—se unen en la persona del Jesús, descrito en el primer evangelio de la historia.

Toda la obra literaria está trenzada sobre acontecimientos en torno a Jesús. No podemos decir en torno a su vida, porque deja fuera todos los datos de la infancia y porque incluye otro perso­naje con historia propia, incluye al Bautista. Este armazón de hechos es el evangelio, la manifestación de Dios.

La trabazón de los hechos no está efectuada con unos criterios históricos, sino didácticos y expositivos. No intenta presentar la trayectoria histórica de los personajes en los que se revela Dios, sino esa misma revelación. Si Jesús aparece en la narración des­pués de Juan el Bautista, no es porque esto sucediera así en su momento—quizás paralelos—, sino porque el autor tiene que cor­tar la conexión histórica entre Juan y Jesús, ya que Juan es sólo el inicio de esa historia, mientras que Jesús es su cumbre. La conexión entre ambos personajes se verifica desde la noción de evangelio. Ambos forman parte de un mismo evangelio. Si Jesús se mueve en los relatos de aquí para allá, no es porque sucediera históricamente así, sino porque es necesario conectar dos esce­nas distintas, que tienen cada una un significado preciso. Y así, todo lo demás.

ella se designa lo no verdadero, lo legendario. Sin embargo, su sentido técnico es de gran valía y ha sido vehículo adecuado para expresar lo re­ligioso.

En este sentido, el mito es una historia, descrita fuera del espacio v del tiempo, que se repite constantemente en la vida de los hombres. Una especie de arquetipo. Sísifo, el condenado en el mito a subir la pesada piedra hasta la cima de la montaña y a dejarla caer hacia abajo para volver subirla, es la imagen de la inutilidad humana en muchos es­fuerzos. El mito se repite en cada hombre que se esfuerza por algo in­útil; es el siempre empezar de nuevo.

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1. Material usado y modo de organizado

El autor de este evangelio, al que llamaremos, siguiendo la tradición, con el nombre de Marcos, se encuentra con un pequeño material ya coleccionado, que inserta en su obra, verificando algunos cambios en consonancia con el todo que pretende es­cribir.

En cuanto hoy podemos saber, se trataba verosímilmente de una colección de parábolas, de relatos en torno a los últimos acontecimientos de Jesús, los sucesos de Cafarnaún y de unas reglas comunitarias. Se encuentra también posiblemente con re­latos apologéticos y con frases aisladas.

Con este material, más otro que posiblemente inventa4 si­guiendo la línea creativa de la tradición cristiana, organiza metódi­camente el todo de su obra literaria. En esta organización, notamos lo que la crítica literaria ha dado en llamar quiasmo. El autor or­ganiza las narraciones, e incluso el todo de su libro, a la manera de circunferencias concéntricas, cuyo punto central suele marcar la clave de la materia tratada. Así, por ejemplo, las narraciones de la Pasión se centran en la escena del proceso, en el que es fácilmente ostensible la lucha tribunal, que condena y es con­denado al mismo tiempo por el reo Jesús; el sanedrín queda emplazado a la venida del hijo del hombre. Así toda la Pasión está narrada como un contraste, en el que Jesús sale siempre triunfante.

La obra literaria resultante está estructurada en cuatro par­tes, que vienen a ser como una especie de tratados del cristianismo. En la primera (1, 1-13), la más corta, se narran los inicios de la historia de la revelación de Dios; una especie de los orígenes del cristianismo. En ella se amontonan datos de muy diversa índole, que constituyen un juicio valorativo del judaismo, que sirve de base al cristianismo, y de las actitudes preliminares al mismo cris­tianismo.

4 Al decir inventa, no intentamos en absoluto desvalorizar tales na­rraciones. Su invención es tan válida como la misma historia real de los acontecimientos. Estamos dentro de la época que se designa en la teología clásica con el nombre de constitutiva. Desde lo dogmático, podríamos decir que, en este su crear escenas y situaciones nuevas, está asistido por el Es­píritu.

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En la segunda parte (1, 16-8, 26), se narran los fundamentos constitucionales de la comunidad cristiana. La conversión y la fe originan el establecimiento de un grupo humano que va evolu­cionando en el modo de comprender la vida, y va superando los límites geográficos y naturales. La comunidad que se construye en torno a Jesús se va expandiendo por el universo, va recono­ciendo a Jesús como la gran presencia salvadora de Dios, y se va estructurando en una superación constante de los límites im­puestos por la religión, la familia y la patria para llegar a cons­tituirse en la familia del Resucitado.

En la tercera parte (8, 27-10, 52) se abordan los problemas de la integración del individuo en la comunidad. Una especie de moral clásica, que se fundamenta en la fe incondicional en la persona de Jesús, y sigue un camino de toma de postura ante las realidades básicas de la existencia—posesión, bienes, autori­dad, matrimonio—con una nueva axiología puesta en labios de Jesús.

En la cuarta y última parte (11, 1-16, 8), se describe la opo­sición del cristianismo al judaismo, representados en Jesús y el sanedrín. La descripción es una catequesis en la que abundan los temas conflictivos y claves para la vivencia de una u otra situa­ción, siempre antagónicas entre sí.

Todas estas partes tienen entre sí un carácter paralelo. Las partes primera y última tratan del mismo tema—el pueblo de Israel—desde dos perspectivas antagónicas; en cuanto que es el fundamento del cristianismo, la primera; en cuanto que es la antítesis del mismo, la última. Las partes segunda y tercera tra­tan también un mismo tema—el ser cristiano—desde dos pers­pectivas complementarias; en cuanto comunidad, la segunda; en cuanto individuo, la tercera.

Todas ellas se organizan alrededor del episodio de la confe­sión de Pedro, que vendría a dar, de esta manera, sentido a toda la obra literaria. La confesión de fe en Jesús, interpretada como la adhesión total a su persona, es el quicio sobre el que gira todo evangelio o revelación de Dios. Tiene unos resultados positivos, narrados en la segunda y tercera parte; tiene además una reali­dad circunstante que puede convertirse en fundamento de la fe —primera parte—o en la antítesis contradictoria a la misma —última parte—.

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2. Fecha, lugar y autor

No resulta cosa fácil situar la obra literaria de Marcos en un año concreto y en una localidad precisa. Valga lo mismo en la cuestión del autor. Todas las posibles soluciones a estos tres problemas son hipótesis mejor o peor construidas sobre los datos que poseemos.

Con respecto a la fecha, se ha llegado a la conclusión genera­lizada de que este evangelio es el primero en la serie de los si­nópticos. Las razones son de índole literaria; unas, válidas to­davía, y otras en situación de crítica. Entre las primeras, figura el hecho de que Mateo y Lucas parecen haber usado, en la re­dacción de sus respectivas obras, el evangelio de Marcos. Entre las ya no válidas, está la del carácter histórico descriptivo del evangelio, como la formuló Holtzmann. Entre las que están en situación de crítica, la existencia de un pre-Marcos, del que to­maron las narraciones los otros sinópticos.

La cuestión de fijar con más exactitud la fecha de composi­ción depende de la solución que se dé a la problemática del con­sabido cap. 13. ¿Ha conocido el evangelista la destrucción de Je-rusalén? Por esto, la fecha está danzando alrededor del año 70, en que Tito destruyó la ciudad sagrada de los'judíos. La noticia hace unos años difundida sobre el hallazgo de trozos pertene­cientes a este evangelio5, procedentes de las grutas de Qumran, no ha pasado de ser una noticia sensacionalista, carente de vali­dez científica.

Con respecto al autor, nada sabemos directamente por la misma obra; es lo que llamamos una obra anónima. La iden­tificación con el joven que huyó desnudo, al serle quitada la sábana en que estaba envuelto, la noche del prendimiento (14, 51 y siguiente), como si esta noticia se tratara de una anécdota his­tórica ocurrida al autor del evangelio, no pasa de ser una hipó­tesis sin sentido, porque en ningún lugar se dice que aquel joven fuera el autor de la obra.

Una vieja noticia de la mitad del siglo segundo, transmitida en un autor del siglo iv nos habla del problema. El autor que

5 Cf. J. O'CALLAGHAN, LOS papiros griegos de la cueva 7 de Qumran, BAC, Madrid, 1974.

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la transmite es el primer historiador del cristianismo, Eusebio de Cesárea (Hisi. Eccl. I I I , 39, 15); la noticia se refiere a Papías de Hierápolis que, a su vez, la trasmite de boca del «presbítero», personaje de difícil identificación.

En esta tradición se habla por vez primera de los evangelios de Marcos, Mateo y Juan. Respecto al que ahora nos ocupa dice textualmente: «El mismo anciano (presbítero) decía que Marcos, intérprete de Pedro, escribió diligentemente todo lo que recor­daba de lo dicho y hecho por el Señor, pero sin orden, ya que ni había escuchado al Señor ni le había seguido, sino más tarde, y como he dicho, a Pedro. Dio sus instrucciones según las necesi­dades de aquel momento, pero no hizo una composición ordenada de las palabras del Señor. De este modo, Marcos en nada faltó, escribiendo algunas de las frases que recordaba, porque sólo tuvo una preocupación, la de no omitir nada de lo que había oído y no decir nada que fuera falso».

Este testimonio se hará común hasta nuestros días, comple­tándolo con la identificación del tal Marcos con el Juan Marcos que aparece en distintos escritos neotestamentarios 6.

La crítica actual enjuicia este testimonio como una apología, tendente a valorar el escrito en cuestión como apostólico. Con ello, el evangelio atribuido a Marcos tendría el aval de genuina tradición apostólica. Cuestión de suma importancia en un mo­mento en el que se trataba de encontrar los escritos fundamen­tales del cristianismo, y las iglesias se debatían con los criterios de apostolicidad y admisión en la lectura comunitaria 7. Y como siempre, el ambiente apologético no tiene en cuenta lo que son las cosas, sino que se defienden con los criterios del momento. A Papías le interesa defender la canonicidad de unos libros, y no decirnos quiénes sean sus autores.

Una investigación de la obra no descubre raigambre petrina, dependencia de lo que pudo ser el evangelio de Pedro. Tampoco se descubre un uso de la geografía coherente con la realidad, lo que estaría en desacuerdo con un conocedor de la región. Lo más que se puede decir del autor es que se desconoce, y que la obra es, por tanto, anónima.

" Cf. Act 12, 12.25; 13, 5.13; 15, 37; FU 24; Col 4, 10; 2 Tim 4, 11 y 1 Pe 5, 13.

7 En el capítulo siguiente veremos la importancia de esta discusión.

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Una última cuestión es la del origen local de este evangelio. ¿En qué comunidad cristiana se escribió? Las respuestas hoy en día usuales son dos. La primera y tradicional lo sitúa en Roma. La segunda, y muy de nuestros días, en Galilea. Las razones de la primera localización son: 1) Pedro anunció su evangelio en Roma, en donde Marcos actuó como intérprete; 2) se descubren, su vocabulario, palabras que son latinas8, se descubre también un conocimiento de las costumbres romanas: las cuatro guar­dias nocturnas del ejército (6, 48; 13, 55) y la paridad hombre-mujer en cuanto al divorcio (10, 11 y sg.). Las razones de la segunda nacen de un estudio sobre la formación del evangelio que se haría comprensible solamente—según Marxsen 9—en una comunidad que se reúne, en contra de la de Jerusalén, posible­mente en Galilea, a la espera de la pronta parusía.

Con una cierta imparcialidad, las razones de la primera hipó­tesis no son determinantes. La de más peso es la última: se le­gisla en el cristianismo naciente, teniendo en cuenta una reali­dad típica y exclusiva romana. Las otras, descartada la primera, podían existir en un ambiente romanizado, sin que fuera nece­sariamente la capital del imperio. Las razones de la segunda hipó­tesis, ampliamente discutidas a partir de la obra de Marxsen, fallan por el hecho de que no es cierto que el evangelio de Mar­cos presuponga una próxima parusía, ni que ésta haya de verifi­carse en Galilea. Hasta cierto punto, se da un retraso de la mis­ma (13, 10) y sería más localizable en Jerusalén, donde están sus jueces (14, 62). Desde un punto de vista humorístico, es curiosa la anotación que le hicieron: ¿cómo es posible que espe­rando la próxima e inmediata parusía, se siente una persona a escribir un libro sobre el cristianismo?

II . EL EVANGELIO LLAMADO DE MATEO

La obra literaria conocida en la tradición posterior como evan­gelio según Mateo es materialmente la más larga de todas ellas. Se inicia con la genealogía de Jesús y se concluye con la misión

s Como módios (candil) (4, 21), legión (5, 9), verdugo (speculator) (6, 27), censo (12, 14), cuadrante (12, 42), pretorio (15, 14), etc.

9 Der Evangelist Markus (El evangelista Marcos), Gottingen, 1956.

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del resucitado a sus discípulos; un libro de veintiocho capítulos. Con respecto al evangelio de Marcos, ha añadido todas las na­rraciones sobre la infancia de Jesús, las apariciones del resucitado y un sinnúmero de palabras de Jesús—como el sermón de la mon­taña—, amén de otras narraciones situadas en la vida pública de Jesús.

Esta obra literaria representa el punto máximo de evolución posible dentro de la tradición palestina. Recoge y asimila también la línea helenista presente en el evangelio de Marcos, estructu­rándola en conceptos y expresiones palestinas. Jesús asume el ca­rácter de hijo de Dios, propio del helenismo; pero el autor expresa esta realidad con narraciones de sabor judío. Así, su nacimiento, paralelo a las historias de los héroes veterotestamen-tarios, es debido a una intervención especialísima de Dios, sin que entre en él José; su papel de nuevo legislador, expresado con el sermón de la montaña, asume la doble realidad Yahvé-Moisés, siendo Jesús, al mismo tiempo, el nuevo Yahvé que dicta la ley desde el monte y el nuevo Moisés que la hace llegar hasta el pueblo; su figura pospascual recibe el mismo acto de sumisión y reverencia—adoración—reservado en exclusiva a Dios. Por esto, la confesión de Pedro es ya: «tú eres el mesías, el hijo de Dios vivo». Lo mesiánico, base aún de la confesión de fe, se liga inextricablemente a la filiación divina.

El autor, anónimo como todos los autores evangelistas, no ha titulado su obra, ya que la expresión «libro de la génesis de Jesús» (1, 1) parece encabezar solamente la genealogía que le sigue. Tampoco hace una declaración directa de su finalidad al escribirla, como es el caso de Le y ]n. Los autores modernos hablan de un «catecismo o libro de enseñanzas», destinado a fun­damentar el cristianismo frente a las objeciones judías10, o a demostrar que el viejo judaismo tiene su continuación lógica en el movimiento cristiano hacia los gentiles u .

Leyendo pausadamente el final de este evangelio (28, 16-20) —un trozo cuya última reelaboración está bastante alejada de los hechos y que ha podido transmitirse en una liturgia bautismal— toda la realidad cristiana, que se expresa como la única posible

M Es la corriente clásica entre los comentaristas. 11 Es la corriente que se inicia con TríIIíng (El verdadero Israel, Madrid,

FAX 1974), cuya obra salió el año 1964 en el original alemán.

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(«se me ha dado [por Dios] TODO PODER en el cielo y sobre la tierra»), se centra en el mandato misional: «haced discípulos míos».

Este «haced discípulos», con lo cual todas las generaciones futuras cristianas quedan elevadas al mismo papel que revisten los discípulos en este evangelio u, se desglosa en dos apartados: bau­tismo y enseñanza. Por un lado, los nuevos hombres llegarán a ser discípulos mediante el bautismo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; por el otro, mediante el cumplimien­to de todo lo preceptuado por Jesús a los primeros discípulos. Ambas realidades asumidas dialécticamente.

Es aquí, en este segundo punto, en donde la obra de Mateo parece adquirir toda su importancia. Es el evangelio el que dice justamente lo preceptado por Jesús a sus discípulos; la figura del Jesús de Mateo es la del legislador-juez escatológico de la nueva y definitiva situación cristiana. Lo que Jesús ha mandado cumplir es lo que en el evangelio de Mateo Jesús ha mandado cumplir a sus discípulos.

Podemos ahora decir que Mateo ha intentado codificar todas las enseñanzas cristianas, redactándolas de una manera fácilmente asequible a un público que se mueve dentro de las categorías vi­tales del judaismo.

Mateo construye toda su obra en torno a la palabra. Inte­resa sobremanera lo que Jesús dice; incluso sus acciones están dirigidas a probar sus palabras o suceden de acuerdo con la pa­labra de Dios expresada en las escrituras. Nada en su evangelio se sale de esta tónica. Es una palabra omnipresente.

Fundamentalmente es la palabra de Dios, que antaño habló en las escrituras sagradas y ahora lo hace por boca de Jesús. Esta palabra antigua de Dios, que se nos identifica con nuestro actual Antiguo Testamento 13 es la que da sentido a la historia narrada. Los sucesos relatados por Mateo son la consignación histórica de la palabra anteriormente dicha. Toda la palabra es una promesa

12 Este es, según creemos, uno de los puntos en que hay que hacer hincapié. No se dice «enseñad», como quiso la Vulgata y las traduccio­nes que dependen de ella, sino haced discípulos. Se trata de dos verbos distintos en griego.

10 En tiempos de Jesús y en los inmediatamente posteriores a El no estaba claramente definido qué libros eran los básicos de la fe de Is­rael. Cada grupo religioso tenía, en este punto, su propia creencia.

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a cumplirse en el futuro, haya tenido o no en su momento la calidad de promesa.

De esta manera se establece un proceso dialéctico entre pa­labras y hechos. La palabra antigua descubre el hecho y lo llena de contenido. Al mismo tiempo, el hecho configura la palabra, que se tiene por ya cumplida. Jesús nace en Belén, por estar de acuerdo con la escritura; establece la categoría mesiánico-salva-dora de Jesús, da sentido a su persona y, al mismo tiempo, el hecho del nacimiento agota la palabra, que no tendrá ya más uso, no será aplicable a nada más.

En adelante, cuando Jesús comience a hablar, la palabra an­tigua se remodela. Jesús es el intérprete único de la palabra que habla al hombre; su palabra empalma con la antigua, llevándola a plenitud (Mt 5, 17-20); lo dicho por Dios al hombre antiguo se completa con lo que dice Jesús al hombre nuevo. Lo antiguo queda asumido en lo nuevo, dejando de tener consistencia de por sí.

Por esto, la palabra, con sus dos distintas maneras de ex­presión, lo que llamamos hoy Antiguo y Nuevo Testamento, di­vide la historia. La ley y los profetas existen hasta Juan; Juan es Elias que tenía que venir y, por último, está Jesús (Mt 11, 13 y siguiente). La historia anterior a Juan el Bautista está bajo el signo de la palabra dicha en la ley y en los profetas; esa palabra críptica, cuyo sentido se desvela en la historia de Juan y de Jesús. Juan es quien anuncia, de acuerdo con la misma escritura, la cercanía del fin; es el Elias escatológico. Jesús es el inicio del fin, el legislador y juez de la situación escatológica.

1. Material usado y modo de organizado

Mateo construye su relato sobre la palabra usando la narra­ción de Marcos y posiblemente otra fuente, que la crítica ha denominado con la sigla Q. A Marcos lo usa «interpretándolo. Prácticamente todo el material del que fue históricamente el pri­mer evangelio (más de 600 versículos de 666) lo retoma Mateo, abreviando su contenido y dándole mayor concisión al estilo, que se hace, en líneas generales, más griego en su construcción. Re­toca los pasajes, teniendo en cuenta los datos históricos y geo-

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gráficos. Así, llama por ejemplo, a Herodes por su título verda­dero de tetrarca, mientras que Marcos le había apellidado rey; la complejidad geográfica de Marcos queda eliminada, haciéndola verosímil desde el punto de vista de la topografía.

Mateo conserva el plan general de la obra de Marcos en cuan­to a la sucesión de hechos. Es decir, centra toda la actividad de Jesús en tierras de Galilea, y pone un solo viaje a Jerusalén, en donde el Maestro es crucificado. Sobre ese mismo esquema gene­ral, ha reorganizado el material de Marcos, estructurándolo por temas. Así, por ejemplo, al tratar de la misión de los Doce (10, 1-42), ha reunido en este capítulo narraciones dispersas por todo el contexto del evangelio de Marcos: Mt 10, 1-4 corresponde a Me 3, 13-19; Mt 10, 5-15 corresponde a Me 6, 7-13; Mt 10, 16-25 corresponde a Me 13, 9-13; Mt 10, 26-39 no tiene parale­lo con Me y sí con Le (los críticos dirán que proviene de Q); Mt 10, 40-42 corresponde a Me 9, 41.

Esta nueva organización del material por temas da necesaria­mente un nuevo plan de los viajes de Jesús que, en el evangelio de Marcos, era un continuo ir y venir. Por esto y por haber agi­lizado algunas anotaciones toponímicas de Marcos (cf. Me 7, 31 y Mt 15, 29 a modo de ejemplo), el relato de Mateo se hace más verosímil, más posible, y da la sensación de una historia mejor construida.

Con respecto al uso de la hipotética fuente Q poco podemos decir. A esta posible fuente, la denominan «de los logia», de las palabras. Según los autores, en Mateo se halla presente principal­mente en 5-7; 10; 13; 18; 23-25. Es decir, en aquellas partes en que existen dichos de Jesús, que transmiten Le y Mt y no lo hace Me. Se suele decir que Lucas conserva mejor la fuente Q que Mateo desde el punto de vista de la sucesión o concatena­ción de estos dichos, mientras que Mateo conserva mejor que Lucas la forma lingüística primitiva.

Con este material, más otro que posiblemente inventa, si­guiendo la línea creativa de la tradición cristiana, organiza me­tódicamente su obra literaria. Distribuye el material por temas de importancia, y lo encuadra entre anotaciones de tipo histórico. Son estas últimas las que marcan el tránsito de un tema a otro.

En dos ocasiones, el evangelista indica el punto de partida con un cambio en la actividad de Jesús. En 4, 17, después de

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la actuación y encarcelamiento de Juan y de las tentaciones de Jesús, éste, de acuerdo con las antiguas profecías (Is 9, 1-2; Mt 4, 12-16), inaugura su actividad pública, que se describe como «anunciar». En 16, 21, inmediatamente después de la con­fesión de Pedro, con la que se concluye el llamado ministerio público, se inicia una nueva actuación de Jesús, marcada también con el «desde entonces». La nueva actividad es privada, para sus discípulos, y se describe como enseñanza.

Estas anotaciones temporales dan por resultado una división tripartita del evangelio que muestra las tres grandes partes te­máticas en que se divide. En la primera (1, 1-4, 11), se detallan los orígenes del cristianismo. En el fondo, estos orígenes no son más que Abraham y la palabra de Dios; ambas realidades se juntan en la persona de Jesús, el hijo de Abraham (1, 1), cuya historia infantil encierra ya, por su estar de acuerdo con la pa­labra, presagios salvíficos. Juan el Bautista no es más que una figura de tránsito, que obedeciendo a Jesús se somete a la his­toria de Dios (3, 14-15). Toda ella vendría a ser como una espe­cie de introducción a la obra.

En la segunda parte (4, 13-16, 20), materialmente casi idén­tica a la tercera y última, condensa lo que podríamos llamar la esencia del cristianismo. Comprende: a) la promulgación de la nueva ley (5, 1-7, 29), b) la actuación de nuevas obras (8, 1-9, 38), c) la institución de un nuevo grupo (10, 1-42) y d) una so­lución siempre buscada de quién sea Jesús (11, 1-16, 20).

En la tercera y última parte (16, 21-28, 20), se describen las enseñanzas básicas sobre cómo ser cristiano. Comprende una ca­tcquesis oral (16, 21-25, 46) y otra eminentemente kerigmática (26, 1-28, 20). En la primera, se desarrollan los temas del com­portamiento cristiano (16, 21-20, 34) y las relaciones entre el judaismo y el cristianismo a nivel de conducta y de ideología (21, 1-25, 46). En la segunda, se desarrollan los hechos crucia­les del kerigma—muerte y resurrección—con su correspondiente interpretación cristiana.

Una vez más, el aparente esquema de la vida de Jesús ha servido para expresar toda la realidad del acontecimiento cristia­no, que se resume como la existencia histórica del nuevo legis­lador para la humanidad entera, que volverá en un futuro, y que ha dejado su presencia en la continua misión de unos hom-

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bres, encargados de llevar hasta el extremo del universo el anun­cio de todo ello.

2. Fecha, lugar y autor

Solamente tenemos tres datos para tratar de enmarcar esta obra literaria en la cronología: a) presupone la existencia del evangelio de Marcos, de quien ha tomado una gran mayoría del material usado; b) la parábola de las bodas reales (Mt 22, 1-14), donde la cólera del rey, cuya invitación no fue aceptada, se describe así: «envió sus ejércitos que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego a su ciudad» (22, 7). Los autores ven en esta frase una alusión a la destrucción de Jerusalén; c) la situación de la comunidad cristiana en su relación con la judía; la sinagoga está enfrentada a la comunidad cristiana, pero no se encuentra separada de ella.

Todos estos datos permiten opinar con fundamento que debió de ser escrito alrededor del año 90. Después de la destrucción de Jerusalén y antes de la separación neta del judaismo.

Con respecto al autor, hemos de repetir lo que dijimos con ocasión del evangelio de Marcos. Nada sabemos de él, partiendo de los datos internos a la obra literaria; no se nos dice en ella quién fue su autor. Una tradición externa, la misma de Papías, lo atribuye a Mateo. Dos puntos que son necesarios ver más de cerca.

Una hipótesis acrítica que llega hasta nuestros días supone que el autor del evangelio se identifica con Mateo, el publicano cuya conversión se narra en Mt 9, 9-13. La hipótesis se basa en el hecho de que solamente éste evangelio ha cambiado el nombre originad—Leví, hijo de Alfeo—que aparece en Ale y Le por el de Mateo. Este cambio, se dice, sólo es posible por una noticia auténtica del redactor del libro.

Como fácilmente se puede apreciar, el tránsito a postular la paternidad mateana de todo el libro es inadecuado. Nada se dice sobre si este Mateo escribió o no la obra. El cambio de nombre tendría ciertamente que ser explicado, pero no puede dar pie a semejante hipótesis. A modo de caricatura, por la misma razón se podía postular que el autor fuera la madre de los hijos de

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Zebedeo, porque el ruego por el primer puesto en el futuro reino es hecho, en este evangelio, por ella (Mt 20, 20), mientras, que en el de Marcos (Me 10, 35) lo hacen directamente Santiago y Juan.

La tradición que se origina en Papías y llega hasta nuestros días sostiene que Mateo, discípulo de Jesús, escribió el primer evangelio en lengua hebrea (arameo). El testimonio de este autor ha sido trasmitido, tal como hemos dicho con ocasión del evan­gelio de Marcos, por Eusebio, y dice así: «Mateo recopiló en lengua hebrea las palabras (del Señor) y después cada uno las interpretó como pudo». De este testimonio arranca la hipótesis sinóptica, todavía vigente, de un proto-Mateo en arameo, y la denominación a su obra como «primer evangelio».

La postura actual de la crítica con respecto a este testimonio de Papías es la de ver en él una apología sobre el origen apos­tólico del evangelio atribuido a Mateo, a la vez que explicar la mentalidad judía en que viene envuelto.

Del estudio interno del evangelio y de sus relaciones con Marcos, se suele concluir que el autor de este evangelio no per­tenecía al círculo de los Doce, porque no se presenta como tes­timonio ocular sino como persona erudita que trabaja sobre otro material escrito y oral, perteneciente a la tradición y no a la historia.

Sobre su pertenencia al mundo helenista o al judío, existen hoy las dos tendencias. Se trataría, para unos, de un pagano-cristiano proveniente de la gentilidad o un judeocristianismo (tra­dicional). A pesar de la tesis de Trilling 14, la mentalidad de Ma­teo difícilmente se puede explicar, si no es a partir de una men­talidad judía; el Jesús Legislador-Juez, quicio sobre el que se monta todo su evangelio, sería muy difícilmente comprensible, sin una relación inmediata al Yahvé de la Alianza y al Juez de la escatología. Es decir, no se podría entender fuera del ámbito judío. Y nada más podemos decir del autor de este evangelio.

La comunidad en la que tuviera origen se podría hallar en el norte de Siria, en donde se expande el cristianismo primero, y en donde residirá después de la destrucción de Jerusalén esa es­pecie de resto judío que fue el cristianismo naciente. Se trata,

11 Cf. nota 11.

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sin embargo, de pura y desnuda hipótesis, imposible de probar ni determinar.

I I I . EL EVANGELIO LLAMADO DE LUCAS

El último de los evangelios sinópticos es el de Lucas. El llamado también tercer evangelio, aunque de corte similar en cuanto a su contenido al de Mateo, tiene unas características que lo delimitan claramente como distinto. Consta de un texto algo menor que el de Mateo; se inicia con el anuncio del nacimiento del Bautista y se concluye con el episodio de la ascensión. Ya de por sí esta última connotación le da una relevancia especial, porque es Lucas y sólo él quien aporta este pasaje. Pero la característica más expresiva la constituye el hecho de que el tercer evangelio es la primera parte de una obra literaria que se complementa con el libro de los Hechos de los Apóstoles. Por vez primera y última en la historia de la primera tradición cris­tiana, un autor ha empalmado la descripción de la persona de Jesús con aquella otra de la comunidad.

La obra se presenta así en dos volúmenes, cuyo contenido pretende ser una «exposición de los hechos que se han verificado entre nosotros» (Le 1, 1). El primer libro o la primera parte comprende «todo lo que hizo y enseñó Jesús desde el principio hasta el día en que, después de dar instrucciones a los apóstoles que había escogido movido por el Espíritu Santo, se lo llevaron» (Act 1, 1-2). En el segundo, se exponen los hechos y dichos de la comunidad naciente hasta la llegada de Pablo a Roma.

Este modo de trenzar los relatos, de una manera similar a la de los historiadores helenistas, está determinada por una in­tención de fe. No se trata de una ilación de hechos, con la fina­lidad de expresar una historia humana, sino con la de «compro­bar la solidez de las enseñanzas». Se trata de una especie de supercatequesis cristiana.

La obra de Lucas tiene plena comprensión dentro del ámbito helenista; su interés por la historia, su literatura, sus esquemas mentales le unen decididamente a esta tradición.

Este evangelio es el único que efectúa una conexión del per­sonaje Jesús con la historia de su momento. Los inicios teológicos

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de los otros sinópticos—Juan Bautista—se datan «en tiempos de Herodes, rey del país judío» (Le 1, 5). El nacimiento de Jesús en Belén se sitúa en tiempos del emperador Augusto, con oca­sión del discutido censo primero del gobernador de Siria, Qui-rino (Le 2, 1-2). El inicio de la vocación del Bautista se entronca con los días de Tiberio, Poncio Pilato, Herodes, Filipo, Lisanio, Anas y Caifas (Le 3, 1 y sg.). La conexión por períodos exactos de tiempo—un día, dos días, treinta días, etc.—, son constantes en su obra. Estos datos, muchos de los cuales son contestados por la crítica actual, muestran, sin embargo, el interés del autor por un cierto tipo de historia.

Literariamente dista mucho de los otros sinópticos. El griego utilizado pierde casi siempre los semitismos; es un griego bien construido desde el punto de vista de la gramática, con giros dis­tintos. El prólogo, por ejemplo, refleja un hipérbaton en su cons­trucción, parejo al del clásico.

Pero lo más determinante es su mentalidad. El autor tiene una clara mentalidad dualista en su concepción cósmica: cielos y tierra. Por esto, entre otras cosas, será el único que pueda poner la etapa del Jesús pospascual como un estar en el cielo, en ese mundo distinto al de los hombres. Por esto, Jesús apa­recerá como un hombre del pasado y no como el resucitado pre­sente (Marcos y Mateo).

Al mismo tiempo está dominado por un tipo de cosismo, de esencialismo, que concreta las realidades, sin dejarlas vagar en la inconcreción de fórmulas mejor o peor entendidas Así el es­píritu es una entidad concreta, sobre la que estructura toda su obra, que pertenece al mundo del cielo y que se hace presente en la historia de los hombres.

1. Material usado y modo de organizado

El autor de este evangelio se ha encontrado con los escritos anteriores que narraban acontecimientos y palabras de Jesús; po­siblemente con el evangelio de Marcos, quizá también con el de Mateo y con la fuente común con Mateo, con la fuente Q. Ade­más de estas fuentes escritas es muy posible que utilizara fuentes de la tradición oral. Al menos él se sitúa dentro de la línea «de

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los que fueron testigos oculares desde el principio y luego se hicieron predicadores del mensaje» (Le 1, 3).

El autor ha ordenado este material siguiendo una técnica his-torizante sencilla: el tiempo antes de Jesús, el de Jesús y el des­pués de Jesús 15. Los dos primeros momentos se describen en el evangelio; el último, en los Hechos. Dentro de cada uno de estos tiempos, ha organizado el material de acuerdo con Marcos y con Mateo en líneas generales. En el Libro de los Hechos, lo ha organizado siguiendo una trayectoria de expansión: Jerusalén, Samaría y los confines del mundo (Act 1,8).

La unidad de estos momentos históricos le viene dada por la, actuación del espíritu. La diversidad de cada uno de estos mo­mentos se explícita en el modo distinto en que aparece este Es­píritu en la historia. Un mismo Espíritu se advierte en los per­sonajes anteriores a Jesús, en Jesús y en la comunidad primera. Sin embargo, este Espíritu aparece esporádicamente en la época anterior a Jesús; en plenitud personal en Jesús, y en plenitud universal en la comunidad 16.

En el tiempo anterior a Jesús, el espíritu está solamente de una manera transitoria en aquellos personajes que dicen o hacen algo en torno a Jesús: María, Isabel, Zacarías, Simeón. En tiem­pos dé Jesús sólo éste ha nacido de la obra del espíritu y se ha movido por él a partir del bautismo (Le 4, 1-14). En tiempos posteriores a Jesús, es la comunidad la que recibe este espíritu (Act 2), y lo va repartiendo entre los creyentes o reconociéndolo allí donde esté.

Tenemos ya una imagen concreta de la historia que quiso escribir el autor del tercer evangelio. El acento de esta historia recae en el espíritu que, entendido en categorías helenistas17, es la presencia de Dios en el mundo de los hombres. Es, pues, primodialmente la historia de Dios, en su modo de aparecer en el mundo. En esta historia, el evangelio describe solamente dos

15 Es la tesis de H. CONZELMANN en El centro del Tiempo. Estudios de la Teología de Lucas, Madrid, 1974. La edición original alemana es de 1956.

16 Es la tesis que, en 1926, sostuvo H. VON BAER en «Der Heilige Geist in den Lukasschriften» («El espíritu Santo en los escritos lucanos»), BWANT, vol. III, núm. 3.

17 Dentro del helenismo, el espíritu es presencia de Dios; dentro del judaismo, por el contrario, es un don escatológico de Dios.

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momentos, que pertenecen al pasado y son initerables.; Ni los tiempos anteriores a Jesús ni los de Jesús, en cuanto que mani­fiestan la presencia de Dios en el mundo, volverán a repetirse. Sin embargo, la persona de Jesús queda fija e inamovible como punto de referencia de lo que es la presencia total del espíritu, de Dios. Así el evangelio se convierte en paradigmático.

El material evangélico se encuentra reagrupado en tres nú­cleos principales. «Lo que Jesús hizo y enseñó» hasta la ascen­sión (Act 1, 1 y sg.) se estructura en: 1) relatos sobre el naci­miento y la infancia (Le 1-2); 2) relatos sobre su actuación (Le 3, 1-9, 50); 3) relatos de la subida a Jerusalén y al cielo (9, 51-24, 53). En los dos primeros núcleos, se desarrolla también la figura del Bautista a base de relatos paralelos, en los que se van contra­poniendo ambas figuras, con un ciato saldo a favor de Jesús: anuncio del futuro personaje, nacimiento y actuación. En el tercer relato, la figura central, la de Jesús, permanece desgajada de su contexto, libre y exclusiva.

La primera parte, con los relatos de la infancia (1, 1-2, 52), es una catequesis cumplida sobre quién sea Jesús. Se le relaciona con la historia circunstante y con la historia de Dios o manifes­tación del espíritu. Esta parte contiene germinalmente toda la cristología que se desarrollará en el curso de la obra.

La segunda parte (3, 1-9, 50) es la primera evolución de los postulados asentados en la anterior. La figura de Juan va ce­diendo ante la de Jesús, estableciéndose con él la división de los dos tiempos, que ya anunciaría más claramente Mateo (Mt 11, 13). La actividad de Juan se relata en el espacio de un capítulo escaso (Le 3, 1-22), concluyéndose con el bautismo de Jesús (Le 3, 21-22); la de Jesús se narrará a partir de este momento hasta el final del evangelio.

Se trata, pues, en esta segunda parte, de diferenciar ambas actividades, lo que, en el fondo, no es sino diferenciar al cristia­nismo naciente de las comunidades bautistas. Es algo que habían hecho los otros evangelistas, la característica de Lucas es hacerlo, poniendo una doctrina distinta en ambos personajes. Juan exi­girá una especie de justicia distributiva y de honradez personal como respuesta a los hombres de Israel que acuden acuciados por su mensaje (Le 3, 7-14); Jesús pedirá mucho más. Hablará a todos los hombres sin exclusión; les hablará de un nuevo orden

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de cosas, en el que privará el amor universal, que llega hasta los enemigos, y de la validez de las obras (Le 6, 27-49). Juan fue el hijo de Zacarías e Isabel; Jesús, del Espíritu y María. Ambos tienen algo en común, incluso son parientes próximos, pero Jesús es más que Juan: hacedor de milagros, dictador de un nuevo orden de cosas y creador de un núcleo de discípulos, encargados de continuar su misión, que tiene sentido desde la historia de Dios, desde el reino.

La tercera parte, la más larga de todas ellas (9, 51-24, 53), constituye una catequesis básica del comportamiento cristiano. Tiene dos momentos bien definidos: el camino hasta Jerusalén (9, 51-19, 27) y el camino hasta la ascensión (19, 28-24, 53). En el primero, las enseñanzas se colocan primordialmente en boca de Jesús. Son sus palabras las que resuelven toda proble­mática, con una validez universal; se habla de la oración, del perdón, de la conversión, etc. En el segundo momento, cobran mayor importancia los gestos, los hechos. Son principalmente estos los que demuestran las consecuencias de la doctrina, en las circunstancias concretas del judaismo: muerte de Jesús y con­tinuidad de su espíritu.

2. Fecha, lugar y autor

Con respecto a la fecha de composición, solamente es posible decir con certeza que es posterior a Marcos, puesto que parece conocerlo, y que el autor ha conocido ya la destrucción de Jeru­salén (Le 21, 20-24). Podría situarse por los mismos años en que se compuso el de Mateo o algo posteriormente, si es que el autor lo utilizó. Es decir, en torno a los años 90.

Con respecto al autor, nada sabemos con certeza, porque, como los otros evangelios, es una obra anónima. Una tradición que se remonta a Ireneo—del consabido Papías, no se conserva testimonio alguno al respecto—habla de un tal «Lucas, seguidor de Pablo, que consignó por escrito el evangelio que éste predi­caba» (Adv Haer I II , 1, 1). A este detalle, una tradición tam­bién antigua, recogida en el llamado prólogo antiquísimo o anti-marcionita, añade varias noticias que han llegado a formar una cierta descripción del autor de este evangelio. El prólogo dice

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así: «Lucas, natural de Antioquía en Siria, fue médico y discí­pulo de los apóstoles; después siguió a Pablo hasta su martirio, sirviendo a Dios sin extravíos. Nunca se casó ni tuvo hijos. Murió en Beoda a los ochenta y cuatro años, lleno del Espíritu Santo. Dado que ya habían sido escritos unos evangelios—el de Mateo en Judea y el de Marcos en Italia—escribió él todo este evan­gelio, impulsado por el Espíritu, en los alrededores de Acaya» 18.

Resulta imposible detectar qué haya de verdad en estas afir­maciones. Las conexiones con Pablo o con los demás apóstoles no son otra cosa que una apología para determinar el carácter canónico del libro, escrita en un momento en el que la aposto-licidad es el criterio máximo de canonicidad. Estudios actuales demuestran que la teología del tercer evangelio no depende en absoluto de Pablo.

El oficio de médico que se le atribuye y que actualmente se pretende demostrar por el hecho de que diagnostica con más pre­cisión las enfermedades sobre las que recae la acción taumatúrgica de Jesús (Le 4, 38; 5, 12; 13, 11) y porque borra de su escrito la anotación de Marcos, que presenta a los médicos como gano­sos de dinero y escasos de curaciones (Me 5, 26; Le 8, 43), no parece deducirse con demasiada precisión de unos datos comu­nes a otras descripciones del tiempo.

Lo único que sabemos con certeza es que el tercer evangelio y los Hechos de los Apóstoles fueron escritos por una misma mano, como demostró Harnack. Si esa mano es o no la del com­pañero de Pablo que se oculta en algunos lugares bajo el pro­nombre «nosotros»19, es ya más problemático, puesto que el autor pudo haber utilizado unos relatos pertenecientes a un com­pañero de viajes de Pablo, sin que fuera el autor de toda la obra. Todas las identificaciones posteriores con el Lucas de Col 4, 14; 2 Tim 4, 11 y FU 24, en donde se presenta como médico y de donde depende seguramente la afirmación del prólogo antimar-cionita, o el de 2 Jim 4, 11 son más que dudosas, puesto que dudosa también es la autenticidad paulina de ambos escritos.

" Este «prólogo», publicado por Harnack en 1928, parece ser obra de finales del siglo n o principios del ni.

19 Se trata de las narraciones de los Hechos, en las que el autor se introduce en la escena de los acontecimientos: «buscamos salir para Ma-cedonia» (Act 16, 10). Cf. también Act 20, 5-10; 21, 1-8 y 27, 1-28, 16.

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Sólo resta un Lucas, compañero de Pablo en FU 24, de quien sólo el nombre se dice, y de donde ha podido ser tomado para las otras dos menciones en las deuteropaulinas.

Todos los datos, en definitiva, sobre el autor de estas obras literarias se fundamentan en una recolección de las características de un Lucas que aparece en los escritos paulinos, sin que esta investigación tenga más objetividad que la de entresacar datos que puedan defender la procedencia apostólica del mismo es­crito. •••• -

Nada con certeza podemos tampoco afirmar sobre la comu­nidad de origen de este evangelio. La mentalidad del autor y su modo de expresarse inducen a situarla en algún lugar de cul­tura helenista. La tradición que lo sitúa en algún lugar de Acaya, de Grecia, no parece totalmente descaminada.

IV. EL E V A N G E L I O LLAMADO D E JUAN

El llamado evangelio de Juan o cuarto evangelio es quizás el más difícil de comprender en cuanto a su origen y formación. Su distanciamiento de los sinópticos y la múltiple y variada lite­ratura existente en torno a él dificulta la construcción de una hipótesis seria y compartida. Le une a los sinópticos aquello que podríamos llamar, aunque inexactamente, el género literario de evangelio y el uso de narraciones similares. Le aparta de los sinópticos el lenguaje, la reelaboración de unos mismos pasajes, la ordenación del material y el marco ambiental que presupone.

Su autor ha usado la misma técnica que los sinópticos; ha estructurado en torno a la persona de Jesús, en sus palabras y en sus hechos, todas las enseñanzas relativas al cristianismo. Ha usado también, de alguna manera, narraciones similares a las de los sinópticos. Sin embargo, el personaje central, las narraciones, las palabras, los hechos tienen un carácter peculiar muy alejado de los otros tres evangelios 20.

20 Una simple lectura deja al descubierto que las palabras de Jesús han adquirido una cualidad radicalmente diferente a la de los sinópticos; son largos sermones, puestos a veces en primera persona, cuya terminolo­gía ha abandonado la sencillez y el colorismo de los otros tres evangelios. Los episodios se desarrollan casi exclusivamente en Jerusalén, con motivo de las fiestas judías. Las Pascuas pueden ser dos o tres, pero no una

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Para explicar estas diferencias, se ha recurrido a múltiples hi­pótesis. Se habla de evangelio teológico, espiritual, de comple-mentación de los sinópticos, de un testigo ocular.. . Creemos sin­ceramente que son caminos descaminados, puesto que esos mis­mos caracteres han sido descubiertos como existentes en los demás evangelios, y que las diferencias no son tan grandes como se pudieran pensar o, al menos, que la construcción del evangelio, por ejemplo, de Lucas es tan dispar a la de los otros dos sinóp­ticos como el mismo de Juan. Ciertamente persisten las diferen­cias de lenguaje y todas las otras, pero todas pueden explicarse desde la intención del redactor, idéntica a la de los otros tres, pero que es necesario enmarcar en una mentalidad concreta dis­tinta, quizás el gnosticismo, y desde la creatividad de la fe, que intenta expresarse en nuevos modelos, asequibles a un determi­nado nivel cultural del momento en que fue escrito.

El autor último parece haber tenido una doble finalidad. De un lado, ha querido atestiguar el contenido de lo escrito. De otro, buscar la extensión del cristianismo. Se trata de los dos fi­nales con que cuenta la obra actual, y que sirven de base para estatuir un doble momento en la composición de este evangelio.

En el primero, seguramente más antiguo, se da razón de haber escrito los «signos» que realizó Jesús; se ha hecho para que la fe en el Cristo hijo de Dios comience a producir nueva vida en sus destinatarios, en los cristianos. Esta finalidad corres­ponde a la perspectiva teológica del evangelio, según la cual Jesús es el donador de vida (6, 40-57; 3, 16; 10, 28, etc.). Termi­nología que puede ser bien entendida en el ámbito del gnosticis­mo. Faltaría por saber qué entiende por «signos» el autor de este final, si lo que la apologética describe como milagro o todas y cada una de las acciones de Jesús—lo que parece más verosí­mil—, para trazar una hipótesis sobre el contenido de la primera redacción del actual evangelio.

El segundo aparece en 2 1 , 24 y sg,, posiblemente una parte del apéndice último al evangelio primitivo. En él se identifica el escritor de todo el evangelio con el «discípulo amado»; él es el testigo veraz de garantiza todo el contenido de la obra. Este

como quieren los sinópticos. Solamente siete perícopas son comunes con los otros evangelios, pero el modo de narrarlas es totalmente otro, etc.

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«testimonio» ha de entenderse en la misma línea teológica de la obra literaria, en la que tiene el valor de una confesión de fe sobre la realidad de la persona de Jesús, como en el caso del Bautista (1, 7 y sg., 19-32). Es decir, no se trata de un testi­monio sobre la veracidad histórica tal como hoy la consideramos, sino sobre la verdad de la persona de Jesús.

Ambos finales han de entenderse como expresión de la fina­lidad intentada por el último redactor del evangelio, aún cuando pudieran pertenecer a distintos estratos de composición. Ambos corresponden al intento global del autor último. De no haber sido así, se habría suprimido uno de los dos en la composición del mismo.

Tenemos, pues, lo que el último autor quiso escribir: una descripción de la persona de Jesús, vista desde la perspectiva de la fe, en orden a profundizar en esa misma fe. Es decir, una finalidad idéntica a la de los sinópticos.

1. Material usado y modo de organizarlo

No sabemos con exactitud qué tipo de material ha tenido entre manos el autor del cuarto evangelio para construir su obra literaria. Se han trazado varias hipótesis, sin que ninguna haya sido aceptada generalmente.

En un momento de la historia de la exégesis, se trató de dilucidar la relación existente con los sinópticos, sin llegar a una solución satisfactoria. Se dijo que conocía a los tres, a dos, a uno y a ninguno; todas las soluciones posibles. Y de aquí na­cieron las hipótesis de un evangelio complementario o sustitutivo de los sinópticos (Windisch). En la actualidad esta línea de in­vestigación parece haber quedado definitivamente cerrada, al es­tatuirse que el autor del cuarto evangelio ciertamente no ha usado ninguno de los sinópticos como fuentes de su propio es­crito. Si bien existen episodios paralelos21, las narraciones de

21 Estos episodios paralelos, a los que aludíamos en la nota anterior, son: la purificación del Templo (Jn 2, 13-22 y Me 11, 15-17 y par.), la curación del hijo de un funcionario real (Jn 4, 43-54 y Me 8, 5-13 y par.), la multiplicación de los panes y los peces (Jn 6, 1-13 y Me 6, 32-44 y par.), la deambulación sobre las aguas (Jn 6, 16-21 y Me 6, 45-52 y par.), la unción en Betania (Jn 12, 1-8 y Me 14, 3-9 y par.), la entrada en Je-

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los mismos siguen caminos totalmente diferentes en cuanto a la terminología y al mismo contenido. Los sinópticos no consti­tuyen una fuente escrita, en el sentido estricto de la palabra.

En los últimos tiempos se han formulado dos hipótesis dis­tintas en torno a esas mismas fuentes, sin que tampoco ninguna de las dos haya sido aceptada por la mayoría de los estudiosos; son las hipótesis que se centran en torno a Bultmann22 y a Dodd 2\

El primero distingue tres fuentes diversas. La primera, lla­mada fuente de los signos (semeia-quelle), se iniciaría con el re­lato 1, 35-50—los primeros discípulos—y se concluiría con el primer final (20, 30 y sg.). Estaría compuesta por los relatos milagrosos y posiblemente con la unción de Jesús y la entrada en Jerusalén. La segunda, llamada fuente de los discursos (reden-quelle), estaría integrada por el prólogo primitivo y todas las alocuciones puestas en boca de Jesús. La tercera y última fuente, a la que no se le da un nombre específico, estaría integrada por narraciones de tipo biográfico, similares a las de los sinópticos, pero que no se identifica con ninguno de ellos; una tradición in­dependiente.

Por su parte Ch. Dodd ha tratado de revalorizar el aspecto histórico del cuarto evangelio. Sin proponerse directamente el análisis de las fuentes, llega, como años antes lo había hecho Naack24, a establecer una. hipótesis, en la que se explican las diferencias del cuarto evangelio en relación con los sinópticos por la existencia de una tradición oral, que se remonta a la misma historia de Jesús. No existirían fuentes escritas, pues, sino evolución de la tradición oral.

Ambas soluciones han sido ampliamente criticadas. La hipó­tesis de Dodd no resulta convincente desde el momento en que no puede aplicarse a todo el evangelio. Ciertamente existen deta-

rusalén (Jn 12, 12-16 y Me 11, 1-10 y par.), la designación del traidor (Jn 13, 21-30 y Me 14, 18-21) y la predicción de la negación de Pedro (Jn 13, 36-38 y Me 14, 29-31).

22 Das Evangelium des Johannes (El evangelio de Juan), Gottingen, 1968 (19.a ed.).

23 Historical tradition in the fourth Gospel (La tradición histórica en el cuarto evangelio), Cambridge, 1963.

24 En 1954 con su trabajo Zur johanneischen Tradition (Sobre la tra­dición joánica).

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lies—la descripción de Betseda (5, 2) y la proveniencia de los primeros discípulos (1, 35 y sg.)—que han podido llegar hasta el último redactor a través de la tradición oral, pero el autor no se ha convertido en el recopilador de esta tradición; posee una dinámica creativa que le aleja de una pura trascripción.

La hipótesis de Bultmann tropieza con la unidad literaria de las pretendidas fuentes. No existen criterios literarios e ideoló­gicos que sirvan para aislarlas; todo se mueve con unos mismos términos y una misma mentalidad en el material tenido como perteneciente a una u otra fuente. Se puede aislar el material de los discursos del de los milagros, pero esa distribución no puede defenderse con otros criterios que por la materia tratada.

Por estas razones, lo más verosímil es que el problema de las fuentes haya que tratarse desde otra perspectiva. Si bien es cierto que en el llamado prólogo es posible detectar un himno gnóstico precristiano no sucede lo mismo con el resto del evan­gelio 25.

Quizá haya que decir que no existen fuentes en el sentido es­tricto de la palabra; unos escritos que el autor haya usado a la manera que lo hicieron los sinópticos: cambiando o añadiendo una que otra expresión y ordenando o creando parte del material. Podría estatuirse que el autor ha usado libremente los datos de los sinópticos y, más que los datos, el mismo espíritu que nace de la fe creativa. En virtud de esta capacidad de creación, in­dependientemente de cualquier tradición oral o escrita ya fija, el autor ha inventado los episodios ausentes de la tradición si­nóptica. Quien es capaz de pensar y describir a un Jesús tan dis­tinto al de los sinópticos, ha podido muy bien crear, con inten­ción teológica, los pocos episodios en que diverge de ellos.

Más importante para la comprensión de este escrito es la cuestión del mundo ambiental en el que es comprensible. ¿A cuál de las dos tradiciones anteriormente reseñadas—palestina y helenista—se adscribe? Si el autor ha sido eminentemente crea­tivo, la cuestión hay que solucionarla desde su mundo ideológico. El planteamiento es distinto al que hicimos con ocasión de los sinópticos. En estos, la tradición se podía detectar y catalogar.

25 Sobre el prólogo, puede consultarse, en español, M. E. BOISMARD, El Prólogo de San Juan, Madrid, 1970 (2.a ed.). El original francés es del año 1955.

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En el cuarto evangelio, es necesario .catalogar al autor primero, y posteriormente ver si esa mentalidad tiene o no antecedentes en las llamadas tradiciones palestina o helenista, primeros intér­pretes del hecho cristiano. ;. El problema.se ha tratado desde la perspectiva de los oríge­

nes de las nociones y motivos usados en el cuarto evangelio. Las soluciones actualmente existentes son cinco: el origen sería el Antiguo Testamento (posición tradicional), el judaismo en general (Bócher), la literatura sapiencial (Braun), Qumran (Baumbach) y la gnosis (Bultmann), Cada una de las hipótesis aporta un deter­minado material. Para la primera, es típico el paralelismo entre la primera frase del prólogo y del Génesis; para la segunda, el dualismo; para la tercera, el paralelo entre el «Logos» y la «Sa­biduría»; para la cuarta el tipo de dualismo no sustancial y parte del vocabulario (luz, tiniebla); para la quinta, el carácter y la descripción de Jesús como venido del Padre. Estos apuntes dis­tintivos no son más que indicios típicos de cada explicación. Cada una de las hipótesis lanzadas constituye una obra voluminosa.

Un juicio crítico equilibrado—el que emite, por ejemplo, Conzelmann 26—llega a la conclusión de que el cuarto evangelio asume las distintas mentalidades, elaborando una especie de ter-tium quid, de tercera realidad, sin posible identificación total con ninguna de las tendencias, pero con prevalencia de la llamada mentalidad gnóstica, que podía constituir una especie de tradi­ción normativa, de hilo conductor.

La mentalidad del Antiguo Testamento está recogida más de pasada. A ella pertenecen las pocas citas veterotestamentarias que interpretan personajes (Jn 1, 23 = Is 40, 3; Jn 1, 51 = Gen 28, 12) y situaciones (Jn 2, 17 = Sal 69, 9; Jn 6, 31 = Ex 16, 15; Jn 6, 45 = Is 54, 13, etc.). Pertenece también la men­talidad general de que las escrituras hablan de Jesús (Jn 5, 46). y las esperanzas en un Cristo (7, 22) y posiblemente otros datos más27. Sin embargo, están asumidos por una concepción espe­cífica de Jesús que se aleja de la situación judía para entrar de lleno en el gnosticismo, la figura del Revelador que tiene palabras

26 Grundrhs der Theologie des Neue Testament (Esbozo de la teología del Nuevo Testamento), München, 1967, 329 y sgs.

27 Por ejemplo, la mención y el sentido de algunas fiestas, como la de Tabernáculos o de la luz (Jn, 7, 1).

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de vida eterna. No importa que Jesús hubiera sido o no, por ejemplo, el mesías, sino que fue el revelador integral de Dios.

La mentalidad judía es la más difícil de captar e incluso es más que posible que no exista de la manera genérica que quiere Bocher. Los judíos y el judaismo tienen ya el carácter universal de todo enemigo del cristianismo; son los «malos» del drama de Jesús, que estaban predestinados, porque sus obras eran malas, a no tener vida en ellos, a no ser cristianos. El dualismo juánico está más cerca del gnosticismo que del judaismo.

La mentalidad sapiencial, la sabiduría de Dios que aparece entre los hombres, está sumida en la concepción de Jesús como Logos o Palabra, pero nunca la sabiduría se ha presentado como una persona. La sabiduría judía no podía evolucionar por diná­mica interna hasta el Logos presencia de Dios. Como, en general, es imposible para una mentalidad judía pensar en la deificación de un hombre cualquiera, como lleva a cabo el cuarto evangelio respecto a Jesús y a los cristianos.

El pensamiento de Qumran respecto al dualismo no cosista está asumido en el dualismo juánico. Pero a Qumran le falta, entre otras muchas cosas, la figura de un redentor que sea re­velador bajado de la esfera de la divinidad, y conceptos tan de­terminantes como el de vida.

La mentalidad gnóstica es asumida en sus líneas generales. Se presenta a Jesús como el intermediario exclusivo de Dios, capaz de ser reconocido y provocar en la adhesión a su persona una nueva vida. Faltan, sin embargo, puntos tan importantes como los mitos antropológicos, la preexistencia de las almas, y la as-cesis como esfuerzo personal que posibilita la visión divina.

Podríamos concluir con la afirmación de que el cuarto evan­gelio se desarrolla dentro de la tradición helenista, sin que se identifique con ella. Vendría a ser una especie particular del he­lenismo sincretista cristiano, similar al que aparece en las Odas de Salomón y en los textos mándeos y herméticos.

La obra literaria resultante, escrita dentro de esta mentalidad, queda bastante delimitada por una modalidad estilística, derivan­te de su concepción de Jesús, que le, lleva a componer de una manera dual. Jesús revela a Dios en signos y palabras, da en consecuencia un esquema literario doble: narraciones sobre hechos

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y sobre palabras, que se repetirá en cada una de las grandes sec­ciones del evangelio.

Estas grandes secciones son tres: 1, 35-6, 71; 7, 1-12, 50; 13, 1-20, 31. Están precedidas por una introducción (a, 1-34) y por una conclusión o apéndice (21, 1-25).

En la introducción se toca el tema del origen de Jesús, de su realidad, de su finalidad y del posible acceso a su persona. Se verifica en dos momentos o modalidades: desde la perspectiva dé una especie de metahistoria, con un lenguaje mítico (1, 1-18) y desde la historia, con las narraciones de los dos testimonios del Bautista (1, 19-34). Ambas unidades se hallan fuertemente entrelazadas por la persona de Jesús, que es la Palabra eterna, descubierta y atestiguada por el Bautista.

En la primera de las grandes secciones, se desarrolla el tema del acceso a Jesús como respuesta al acercamiento de éste a los hombres. Este acceso, que integra el problema de lo que implica ser cristiano, se describe con categorías de conocimiento, de cien­cia, de gnosis. Lo importante es saber quién sea Jesús. La solu­ción, distinta para cada núcleo de personas, arquetípicamente re­presentadas en los discípulos, Nicodemo, el Bautista, la mujer de Samaría y el oficial real, parte de una primera confesión de fe, distinta en cada caso, y ha de llegar hasta la confesión de Pedro: «¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna». Ha de llegar hasta la aceptación total y confiada de que la per­sona de Jesús es la palabra de Dios en exclusiva.

La segunda de las grandes secciones (7, 1-12, 50) es una visión de lo que implica Jesús, de lo que es respecto a los hom­bres que no le aceptan. El tema se desarrolla a la manera de una lucha entre Jesús y sus oponentes, en la que Jesús se pre­senta como luz y vida que descubre la profundidad de sus an­tagonistas, que eligen la ceguera como luz y la muerte de la vida. En el fondo, sin embargo, es una victoria de Jesús, a quien acu­den todos, judíos (12, 1-19) y gentiles (12, 20-36). La solución a la problemática es que Jesús para sus oponentes es la gran ocasión divina desperdiciada.

La tercera de las grandes secciones (13, 1-20, 31) es una vi­sión de lo que es Jesús respecto a los cristianos, respecto a los que le aceptan. El tema se trata esencialmente con monólogos de Jesús, que revelan la profundidad de su persona y de su obra,

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y de hechos concretos, muerte y resurrección, que complementan esta revelación. La categoría más empleada es la de amor; la persona de Jesús y su actividad respecto a los cristianos es el amor y no viceversa. De aquí eí mandamiento afquetípico de la situación cristiana: amaos los unos a los otros como yo os he amado.

La conclusión (21, 1-25) viene a ser la solución realista a los problemas concretos que surgen en la comunidad. Las dos tensK> nes ejemplificadas en Pedro y el discípulo amado se solucionan mediante la palabra de Jesús: «si yo quiero que éste (el discípulo amado) permanezca hasta que yo vuelva, a ti qué te importa. Tú sigúeme» (21, 22). La lucha entre lo que pudiéramos llamar ele­mento carismático—discípulo amado—y el elemento institucio­nal—Pedro—ha de ser superada desde la vivencia y profundiza-ción del espíritu cristiano.

2. Fecha, lugar y autor

La fecha de composición de este escrito es un enigma. El único dato realmente válido es el célebre papiro 52, encontrado en Egipto en 1935 y actualmente en la Biblioteca Johnd Ryland (Manchester). Este papiro, que contiene solamente ]n 18, 31-34. 37-38 ha sido datado como perteneciente el primer cuarto del siglo II. Es decir, el manuscrito más antiguo del Nuevo Tes­tamento es justamente uno del evangelio de Juan, tenido como el último que se compuso.

A partir de este dato, y con la suposición de que el cuarto evangelio, por presuponer un rompimiento total entre el cristia­nismo y la sinagoga, es posterior al de Mateo que no la presu­pone, se fija su composición entre los últimos años del siglo i y los primeros del siglo II. Antes de 125 y después de 90.

Más discutida que la cuestión de la fecha y también más enigmática es el problema del autor. La raíz de todo el problema, que es, sin embargo, idéntico al de los restantes autores evangé­licos, está en la tradición acrítica y generalizada de que el dis­cípulo amado se identifica con Juan, hermano de Santiago, y es el autor de este evangelio. Opinión que surge hacia el año 180.

Sin embargo, no tenemos certeza de que el discípulo amado,

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a quien se debe según el texto la redacción (21, 24), se identi­fique con Juan, hermano de Santiago y perteneciente según los sinópticos al grupo de los íntimos de Jesús. Más aún, es posible asegurar que el tal discípulo amado es una creación del redactor, con la que se refuerza el carácter genuino de su obra literaria.

El discípulo amado aparece solamente en la sección 13, 1-20, 31 y en el epílogo (21, 1-25). De él se dice que, estando recli­nado sobre el pecho de Jesús, recibe señas de Pedro para que le pregunte quién sea el traidor, lo hace y recibe la revelación pe­dida (13, 23-26). Es testigo inmediato de la muerte de Jesús y recibe el encargado de tener a María por madre (19, 25-27). Junto a Pedro, recibe el anuncio de la Magdalena—«se han lle­vado al señor del sepulcro»—, sale hacia el sepulcro; llega a él antes que Pedro pero entra en segundo lugar y cree en la resu­rrección (20, 2-9). Por último, es el ignoto discípulo de quien Pedro parece tener celos (21, 20 y sgs.) y de quien se dice que no iba a morir (21, 23).

Todas estas características, muchas de las cuales chocan ex­plícitamente con lo que sabemos de la historia de aquellos días, dan pie a pensar que se trate de un personaje ficticio. Sabemos, en efecto, que Jesús murió solo y abandonado de todos en la cruz. Los únicos testigos del hecho son unas mujeres innominadas, a las que la tradición posterior puso nombre (Me \5, 40). Sabe­mos también que el hecho de la resurrección se acredita princi­palmente a través de Pedro—«El señor ha resucitado y se ha aparecido a Pedro» (Le 24, 34)—y que en los relatos primitivos sobre la tumba vacía no se encuentra ningún varón. Luego, di­fícilmente ese discípulo amado puede ser un testigo ocular.

Paralelamente, las mismas características del discípulo amado le convierten en el mejor atestiguador posible de la obra de Dios en el mundo, de acuerdo con los principios básicos que se desarrollan en la tercera parte de este evangelio. Para el cristiano, Jesús es el amor de Dios presente entre los suyos, amor hasta el máximo (13, 1). Esta realidad experimentable es el mandamiento y signo distintivo de la comunidad (13, 34 y sg.). De aquí que solamente en y desde el amor se puede vivir la presencialidad divina. El autor se presenta como el discípulo amado, es decir, como el que puede recibir mejor la revelación de lo que es la obra de Dios en el mundo. Con ello queda asegurada la genui-

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nidad del evangelio; es el discípulo amado quien atestigua, y sabemos que su testimonio es verdadero. La realidad de este dis­cípulo no es contemporánea al Jesús de la historia, sino la pro­yección hacia atrás de una mentalidad nueva. Quien en ese des­conocido momento era tenido por auténtico testigo de la obra de Dios en el mundo, dentro de una de las corrientes cristianas, se constituye en el vidente directo de la máxima revelación de Dios en el mundo: Jesús.

La tradición que identifica a este discípulo amado con Juan, hermano de Santiago, es, sin embargo, también muy antigua. Arranca de una afirmación de Ireneo según la cual «Juan, el discípulo del Señor en cuyo pecho se recostó, escribió su evan­gelio, siendo ya anciano, en Efeso» (Ad Haer I I I , 1, 1). Ahora bien, no es tan antigua como la de los sinópticos, fundamentada en Papías que, sin embargo, nada dice respecto al autor del cuar­to evangelio.

Existe una fuerte polémica en torno a la autenticidad de este evangelio en cuanto a su paternidad juánica. Los autores que la niegan han elegido el camino de probar, mediante testimonios de la tradición, la temprana muerte de Juan y de identificar al Juan autor del evangelio con el teólogo Juan que aparece en una noticia sobre Papías que nos trasmite Eusebio (H E I II , 39, 4). Es una cuestión sin solución posible con los datos que actual­mente se manejan. Lo más exacto es afirmar que se trata de una obra anónima, como anónimos son también los restantes evan­gelios.

En cuanto a la comunidad cristiana en que se origina, la tradición anteriormente citada aporta la ciudad de Efeso. Del contenido del evangelio, sin embargo, es posible entresacar datos que le pueden situar en alguna de las comunidades de Siria. Estos datos son esencialmente dos. Por el primero, hay que si­tuarlo en un contexto no hebreo, no palestino. El autor se es­fuerza en explicar las expresiones típicas palestinas como Mesías (1, 41), Rabí (20, 16), Siloé (9, 7) y Gólgota (19, 17). Este lugar no palestino—segunda razón—debía de ser un lugar de encuentro cultural, en donde las corrientes sincretistas gnósticas, el samaritanismo y el judaismo se unieran de alguna manera. Tales datos parecen converger hacia la situación de Siria en los alrededores del año 100.

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IV

LA OBRA DE LA COMUNIDAD

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Yendo a la búsqueda de lo que pueden ser los evangelios, hemos visto en los dos capítulos anteriores los pasos que se dieron desde las primeras confesiones de fe hasta la consigna­ción por escrito de nuestros actuales evangelios. Pero lo que son en realidad tiene que decírnoslo la historia posterior, que llega hasta nosotros. De lo contrario, sabríamos solamente lo que fueron, y no lo que son; serían semejantes a cualquier mo­numento de la antigüedad, una especie de cueva de Altamira, a la que visitar turística o científicamente. Los evangelios inte­resan hoy y para hoy.

Por una parte, esa historia posterior nos habla de otros muchos escritos que nacieron de la profundidad de la fe; algu­nos de ellos—en parte conocidos, en parte ignorados—fueron eli­minados de una lista de escritos sagrados, que se construyó en el movimiento cristiano antiguo; otros, los integrantes de nues­tra Biblia actual, provenientes o no del cristianismo, se situaron en esas mismas listas. Todo un proceso que se designa con el nombre de historia del canon.

Esa misma historia nos descubre la finalidad que perseguían aquellas comunidades, al definirse con respecto a los escritos que hoy veneramos como inspirados por Dios. Pues bien, toda esa historia tiene que ser el punto de partida para la solución de tantos interrogantes como nos formulamos hoy, y que giran en torno a la gran pregunta: ¿qué son los evangelios?

Tres problemas esenciales dan la pauta de nuestra proble­mática: los problemas de la selección de los escritos, la diversi­dad que existe entre ellos y el valor que tienen en la comuni-

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dad. Son los títulos de los tres párrafos en que hemos dividido este capítulo.

I . LA ELECCIÓN D E LOS LIBROS SAGRADOS

Los evangelios surgieron a la par que otros muchos escritos, algunos de los cuales han llegado hasta nosotros. Surgieron en ambientes concretos y distintos. Del ámbito palestino no surgió exclusivamente el evangelio de Mateo, ni del helenista los de Marcos, Lucas o Juan. Muchos escritos más *, sin contar con los que hoy integran el Nuevo Testamento, brotaron por todas partes; y, en un principio, cumplían los mismos oficios que nuestros actuales evangelios; eran lecturas para la instrucción de la co­munidad. Al proceso de selectividad de estos libros, se le ha venido llamando historia del canon 2.

Todos estos escritos, con mayor o menor extensión, formaban parte del patrimonio de las iglesias primitivas. Eran escritos que se leían, se comentaban y servían para mantener vivo el espíritu de Jesús, la vida cristiana. Porque lo que importaba primordial-mente era la vida, que, por fe, tenía que estar de acuerdo con el espíritu de Jesús. La veracidad de este espíritu quedaba sufi­cientemente garantizada por la presencia de alguien que hubiera estado en contacto directo con la primera generación cristiana. En este punto, es indicativo el testimonio de Papías: «cuando venía alguien que había sido discípulo de los antiguos, yo le preguntaba acerca de sus palabras; sobre lo que habían dicho Andrés o Pedro o Felipe, o sobre lo que habían dicho Tomás o Santiago o Juan o Mateo o cualquier otro de los discípulos del Señor, como Aristión y el presbítero Juan» 3.

En una cultura en la que el libro era patrimonio de mino­rías, y en un tiempo inmediato a la vida de los primeros apósto-

1 Podemos recordar brevemente la Didajé o Doctrina de los apóstoles, el Pastor, la carta de Bernabé, la serie de Apocalipsis atribuidos a diver­sos prohombres del Antiguo y del Nuevo Testamento (Henoc, Pedro, etc.), los evangelios de Tomás, Matías, etc.

' Dependemos, en algunas de nuestras afirmaciones de H. VON CAM-PENHAUSEN, Die Entstehung der christlichen Bibel (La formación de la Biblia cristiana), Tübingen, 1968.

3 Testimonio recogido por Eusebio, en su Historia, III, 39.

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les, era lógico y normal que los escritos tuvieran un valor se­cundario. La ratificación de la verdad que intentaban vivir esta­ba en los apóstoles, estaba en la historia inmediata. Los escritos eran una ayuda, pero no la principal para vivir el cristianismo. Era más importante la autoridad que los libros 4.

Pero ya a mediados del siglo I I , las nuevas generaciones van a emprender la aventura de un nuevo camino, que obligará a las iglesias a definirse y dictaminar qué libros o escritos, de entre los que circulaban, reflejan la esencia del cristianismo. Es la llamada cuestión del canon de las escrituras, que se inicia, de una manera consciente al menos, con ocasión del problema plan­teado por Marción ( t 160).

Marción, el hijo de un obispo cristiano-helenista de Sínope (Asia Menor), trató de romper, en parte, con la tradición inme­diatamente anterior, que afianzaba su cristianismo en fórmulas heredadas de las generaciones anteriores. Frente a esta realidad, quiso fundar un cristianismo del libro. Para ello, estableció un canon, una lista de escritos con carácter normativo. En esos libros, y no en la tradición inmediata, estaba la esencia del cris­tianismo. Este canon, en cuanto podemos saber5 , estaba cons­tituido por las cartas paulinas y por una redacción libre del evangelio de Lucas. Todos los demás escritos y tradiciones que­daban relegados. En esas cartas, en ese evangelio y solamente en ellos se encontraba, según él, la norma del cristianismo. De aquí el doble sentido original de la palabra canon; conjunto de libros y norma de vida.

Las iglesias afectadas, muy numerosas en el Asia cristiana, se vieron en la necesidad de empezar a establecer sus respectivos cánones, a la par que luchaban por aclarar la verdadera doctrina cristiana. Listas de libros sagrados por una parte, y apologías por otra, hicieron posible la delimitación del genuino espíritu cris­tiano.

Esta construcción de un canon universal, católico, se llevó a cabo estudiando, profundizando en lo recibido de las genera­ciones anteriores, e integrando parte del pensamiento del mismo

1 La autoridad entendida como vehículo de trasmisión del genuino es­píritu cristiano aparece ya en las cartas a Timoteo.

3 Hasta nosotros no ha llegado directamente nada más que la noticia de su canon, pero no, por ejemplo, el texto de su evangelio.

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Marción. Los criterios usados por la parte antimarcionita fueron esencialmente: origen apostólico, uso en las iglesias, universalis­mo del uso y estar de acuerdo con el cristianismo. Unos criterios que aparecieron en distintas latitudes y no siempre conjunta­mente; unos criterios muy endebles y poco claros, que se pres­taban a las más dispares interpretaciones. Las consecuencias, sin embargo, del planteamiento y de la historia hacia la solución del problema fueron determinantes.

Por un lado, se catalogaron un número concreto de escritos, desechando otro número de ellos. De este modo se realizó, po­siblemente por vez primera, un esfuerzo en el que estaba com­prometida la comunidad universal cristiana, que abarcaba prác­ticamente todo el imperio romano. Lo cual implicaba revisar un gran número de escritos, todos los que usaban cada una de las iglesias. Por otro lado, se empezaron a usar las primeras inter­pretaciones de lo que eran esos escritos en el seno de la comu­nidad. Las iglesias buscaban algo más que oponerse a Marción; estaban tratando de autodefínirse. Los criterios usados para la tal selección dan la pauta de lo que buscaban 6.

El proceso fue lento y desigual. En cuanto al Nuevo Testa­mento toca, el oriente cristiano estuvo dudando hasta la Edad Media sobre la admisión del Apocalipsis, aunque ya en el año 367, Atanasio de Alejandría, conocedor de las soluciones occi­dentales, enumeraba los 27 escritos. El occidente latino, por su parte, fue reconociendo por esas mismas fechas los 27 escritos, a pesar de su reticencia en admitir la Carta a los Hebreos.

A partir de estas fechas la alusión al canon y a su contenido entra a formar parte de los decretos conciliares. El símbolo del Concilio de Toledo, habido en 400, recoge entre sus anatemas este sentir universal 7, que ya había articulado, con lista incluida, el sínodo romano del año 382 (Dz 84). Las iglesias africanas se

" Como ejemplo de este sentir, puede verse el canon que presentaba Eusebio en el siglo iv: 1) escritos sobre los que hay pleno acuerdo—ho-mologoúmena—, son los cuatro evangelios, 14 cartas paulinas, 1 Pe, 1 ]n, Act y Ap; 2) escritos sobre los que se discuten (antilegótnena), que pueden ser a) reconocidos por la mayoría (gnorima), Sant, Jds, 2 Pe, 2 y 3 ]n, y b) inauténticos (notha), los Hechos de Pablo, el Pastor, Apocalipsis de Pedro, la carta de Bernabé y la Didajé; 3) los evangelios apócrifos.

7 En uno de sus cánones, se dice textualmente: «Si alguien creyere o venerase otras escrituras, distintas a las recibidas por la iglesia universal, sea anatema» (Dz 32).

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definirán en la misma línea con ocasión del tercer Concilio de Cartago (año 397).

El último momento del proceso tardó mucho en llegar; fue con ocasión de las afirmaciones de Lutero sobre las cartas de Santiago, a los hebreos, de Judas y sobre el Apocalipsis8. El Concilio de Trento, 1300 años después de haberse iniciado el problema, enumeró los libros, siguiendo las viejas listas, y con­cluyó: «Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos todos estos libros con sus respectivas partes... sea anatema.» El pro­blema estaba definitivamente saldado, al menos para la Iglesia católica.

II . LA DIVERSIDAD DE LOS ESCRITOS

Los libros que integran la Biblia son muy dispares; pertenecen a épocas y culturas alejadas entre sí. Los evangelios no son los únicos escritos canónicos, y ni siquiera los escritos que nacieron exclusivamente en el ámbito cristiano; dentro del canon se en­cuentra también el Antiguo Testamento. Y podría dar la impre­sión de que todos tienen un mismo valor, mientras que la his­toria de la formación de ese mismo canon nos habla de una gradación existente en esos mismos escritos.

1. El Antiguo Testamento

En el origen mismo del acontecimiento cristiano, antes de que empezara a extenderse el nuevo movimiento más allá de los límites judíos y de que existiera ningún escrito específicamente cristiano, la comunidad primera tenía ya unos libros sagrados. Eran los libros considerados santos en el judaismo. La Ley, los Profetas y los Salmos eran los libros básicos de la primera co­munidad. Más aún, eran los únicos sagrados.

8 Lutero no negaba su carácter sagrado o inspirado, como decimos hoy, sino su valor, que era secundario en razón del contenido; por esta razón, incluyó esos escritos al final de su Biblia. El Concilio de Trento no se definió sobre la cuestión, que dejó abierta, al discutirse en sus sesiones la posibilidad de que existieran distintos grados de inspiración. Cf. H. JEDIN, Historia del Concilio de Trento, Pamplona, 1972, t. II, págs. 65 y siguientes.

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No existía ciertamente un canon estricto de ellos. Incluso el mismo judaismo no llegó a explicitarlo hasta después de la des­trucción de Jerusalén 9, pero ya cada grupo religioso judío tenía su pequeño canon y su manera de entender la sacralidad del mismo. Esta era la realidad vital en que se movían los primeros cristianos, y que no podían eludir.

Existía, sin embargo, una honda diferencia a la hora de con­siderar el valor de estos escritos. Para los cristianos, no eran una norma estricta que llevar a cabo en la vida, como pretendían los fariseos; ni siquiera el Decálogo, como querían los saduceos. Estos escritos no tenían valor en sí mismos, porque el máximo valor era Jesús. Si estos escritos servían de algo es porque habla­ban de Jesús. Por esto, el acento recaía en que eran proféticos, eran libros que abrían el futuro y señalaban a Jesús. Y precisa­mente porque hablaban de él eran sagrados, eran aceptados como útiles a la comunidad.

La gran obra de Dios en el mundo no eran ya las obras del pasado, la creación, la elección de Israel o el éxodo; la gran obra, que estos libros intuían como futura a ellos, era Jesús muerto y resucitado. Podían admitir que Dios hablaba a través de los Padres, y el testimonio de esta locución estaba en los libros sagrados, pero se trataba de una locución imperfecta, por­que Dios hablaba directamente en la persona de Jesús (Heb 1, 1-2).

De esta profunda creencia de fe, nació pronto un modo pe­culiar de interpretar el Antiguo Testamento—problemática her­menéutica que todavía existe en la actualidad 10—, y que cien­tíficamente era un apaño a lo que el cristianismo quería decir. Porque, en realidad, no era la escritura la que interpretaba a Jesús, sino al revés: era Jesús quien daba sentido al escrito an­tiguo. Se elegían, así, textos aptos para la finalidad pretendida, de

9 Fue en e! conocido como sínodo de Jammia (siglo u). El cristianis­mo estuvo dudando mucho tiempo sobre cuál era el Antiguo Testamento, si el original hebreo, con menos escritos, o la versión de los LXX.

10 El cristianismo ha ido tomando elementos del Antiguo Testamento y los ha reinterpretado desde una visión cristiana, por ejemplo el pecado original. La exégesis del Antiguo Testamento encuentra, por su parte, que esos pasajes tienen un sentido diferente en el original. ¿Con qué criterios hermenéuticos es posible actualmente hacer una lectura cristiana del An­tiguo Testamento? Creemos que el problema, científicamente, no tiene solución, a no ser que sigamos queriendo hacerle decir al texto lo que en realidad no dice.

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acuerdo con la mentalidad circunstante, y se olvidaban los más. Se hacían textos compuestos, síntesis de dos o tres, y se tradu­cían de manera incoherente con el original u .

Lo narrado en el Antiguo Testamento venía a ser como una sombra del pasado, escrito para nuestro aviso y conocimiento; algo que podía llevar al hombre hasta Jesús; algo útil para ense­ñar, corregir y educar (2 Tim 3, 15). Era, en definitiva, un medio a disposición de la fe, pero no su origen ni fundamento. Este carácter de transitoriedad es a veces tan explícito que un Cle­mente de Alejandría no dudará en afirmar que existen otros escritos, incluso paganos, que gozan del mismo privilegio que el Antiguo Testamento u .

En el capítulo I I , tuvimos ocasión de ver en qué manera fue útil a las primeras confesiones de fe cristiana, nacidas en el ám­bito de la tradición palestina, porque su ideología estaba enrai­zada en los libros sagrados de Israel. De ellos, considerados como proféticos, surgieron las primeras interpretaciones de fe; de ellos salieron las primeras oraciones del culto, como los salmos; de ellos salieron también ordenanzas morales para la nueva comu­nidad. Pero la comunidad iba más allá de los libros, y alguna vez tenía que definirse sobre ellos.

La ocasión la brindó Marción. En su querer hacer un canon de los escritos, empezó repudiando el Antiguo Testamento. Los libros que habían servido de cierta base a la comunidad primera pre­sentaban un Dios creador, que estaba en oposición con sus ideas gnóstícas sobre el origen de lo material, del mundo. El mundo, para el gnosticismo, es malo por esencia y proviene de un de­miurgo, de un principio del mal. Consecuentemente, los escritos que hablaban de la primera obra de Dios, de la creación, no po­dían ser aceptados en su canon. El Dios del Antiguo Testamento no era el Dios de Jesús, el Dios del Nuevo Testamento. La reac-

11 Damos un breve ejemplo de los tres modos enunciados en el texto. En el primer caso, tenemos la aplicación que hace Mateo (1, 23) del texto de Is 7, 14. En sí, el original no habla de virgen, sino de mujer apta para la procreación; Mateo lo entiende como referido a la no pa­ternidad humana de Jesús. En el segundo caso, tenemos el texto de Me 1, 2-3, atribuido a Isaías y que contiene dos citas; de Mal 3, 1 y de Is 40, 3. Del tercer modo, tenemos el texto de Me 14, 27: «heriré al pastor y se dispersarán las ovejas»; el original, Zac 13, 7, dice: «hiere al pastor para que se dispersen las ovejas».

12 Stromata, 1, 4, P G VIII, 716 y sg.

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ción de las iglesias de oriente no se hizo esperar, y los docu­mentos irán repitiendo la fórmula antimarcionita: un mismo Dios es el agente en uno y otro Testamento.

Paralelamente a la lucha ideológica, se llevó a cabo en las iglesias, que estaban construyendo su canon de escritos sagrados, una práctica cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días. Se estableció la depuración de cualquier motivo gnóstico en las ce­lebraciones comunitarias. Se eliminaron himnos, salmos y expre­siones populares, introduciendo en su lugar el salterio como forma de expresión cristiana. Esta práctica apologética contribu­yó a revalorizar una buena parte de los escritos veterotestamen-tarios, que entrarán a formar parte de las catequesis del mo­mento.

Las relaciones entre este Antiguo Testamento escrito y aquel otro que ahora empieza a llamarse Nuevo Testamento, también en forma de escrito, no fueron iguales entonces ni lo son ahora. Se había aceptado el hecho de su existencia, porque la tradición primitiva los había tomado como algo propio, que le servía en su doble vertiente de expresar la fe y ser camino para ella, pero nunca había sido elevada al rango de los demás escritos de ori­gen apostólico.

Con esta aceptación de su canonicidad, la iglesia antimarcio­nita dotaba de nueva significación a la palabra canon. No exis­tían libros que reglamentaran la fe cristiana. El cristianismo no era una religión del libro. Por encima de todos ellos estaba el Espíritu, que iba describiendo en la historia sus propios caminos. Los escritos del Antiguo Testamento describían la acción de este Espíritu en una época anterior al cristianismo y, de alguna ma­nera, la prehistoria del Espíritu de Jesús.

2. El Nuevo Testamento

La expresión nuevo testamento, usada para designar los es­critos cristianos de la primera generación, es muy antigua; se remonta a finales del siglo n y aparece ya en Ireneo. Originaria­mente, sin embargo, esta expresión describía una realidad vital, las relaciones entre Dios y el hombre que, según la escatología profética, debería de realizarse al final de los tiempos. Era el

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nuevo pacto del que hablaban Ezequiel y Jeremías, y que sus­tituiría al antiguo del Sinaí, quebrantado por el pueblo de Is j

rael. Rápidamente, sin embargo, y por oposición a los escritos que hablaban del viejo pacto, del antiguo testamento, se pasó a designar a los escritos cristianos con el nombre de nuevo pacto, alianza o testamento n . El Nuevo Testamento eran los escritos que habían surgido de la nueva situación del hombre respecto a Dios, a partir de Jesús.

Estos escritos fueron primeramente de tipo ocasional, como las cartas auténticas de Pablo. Jesús no había dejado ningún es­crito, y su mensaje se trasmitía oralmente. Este mensaje recibió el nombre de evangelio o anuncio de lo escatológico 14, sin que sepamos a ciencia cierta si la tal palabra la usó Jesús o procede de Pablo 15. El caso es que, en los inicios, se daban tantos evan­gelios como predicadores o anunciadores existían 16. Con ocasión de este anuncio, se inició, posiblemente sin que sus autores lo supieran, un proceso que originó la otra gran parte de la Biblia, el Nuevo Testamento.

No es difícil que fuera Pablo quien primero inició la usanza de escribir cosas que atañían al evangelio. Casi con certeza po­demos decir que la Carta primera a los Tesalonicenses inauguró esta etapa hacia el año 51 17. Fuera por motivos de veneración al autor o por orden expresa del mismo, estos escritos ocasionales y parciales respecto al todo del anuncio, al todo del evangelio, fueron transcritos y, quizás, guardados celosamente por las igle­sias. Ya en el siglo u, el autor de 2 Pe hace alusión «a las cartas de nuestro amado hermano Pablo» (2 Pe 3, 15).

El género epistolar cobró gran importancia y se llegó a imitar

la En la base está la palabra hebrea «brit», que se traduce al griego «diatheke,» que tiene ya el doble sentido de legado y de pacto, con los que teologiza el autor de la Carta a los Hebreos. En latín se traduce como testamentum. De esta última palabra proviene nuestro «testamento», que ya designa solamente un legado post mortetn.

14 La palabra es de raigambre veterotestamentaria. En el sentido reli­gioso, connotaba el anuncio de lo que había de acontecer al final de los tiempos. Cf. TWNT, núm. II, págs. 707 y sgs.

15 MARXSEN (Der Evangelist Markus, págs. 77-83) ha llegado a la conclusión de que la palabra ha entrado en la tradición sinóptica a partir de Pablo. Si son verdaderas sus conclusiones, difícilmente pudo utilizarla Jesús.

18 Gal 1, 8 y sg. 17 Por estos mismos años se coloca la composición de la fuente Q.

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las cartas paulinas, usando a veces de la eudonimia. De tal ma­nera es fuerte este género, que algún escrito homilético, como la Carta a los Hebreos, aparece endosado a la manera de carta. Nacen entonces y se conservan las llamadas cartas católicas, tam­bién como escritas por algún apóstol. Nace, por último, el Apo­calipsis, atribuido a Juan.

Dentro de esta abigarrada literatura, los escritos que trataban directamente de Jesús se empezaron a denominar evangelios. Es decir, la palabra que anteriormente designaba el todo de la pre­dicación apostólica, que era fundamentalmente oral y múltiple, se aplica ahora a unos escritos, a cuatro. Y, siguiendo la tradi­ción sobre la multiplicidad posible, se concretarán: evangelio según Marcos, Mateo, Lucas y Juan.

De esta manera, nos encontramos con que, en el todo de la Biblia, existen diversos tipos de escritos, no ya en cuanto a su género literario o a su origen, sino en cuanto al modo como los admitió la comunidad universal dentro de su canon. En un pri­mer grupo, sumamente amplio, están los libros todos del Anti­guo Testamento; en un segundo grupo, los escritos no evange­lios; en el tercero, los evangelios. Los más importantes son estos últimos, que aparecerán siempre en cabeza de los respectivos cá­nones. En el punto tercero de este capítulo veremos las conse­cuencias de esta agrupación. Ahora nos queda mirar dos puntos que tocan directamente a la comprensión de nuestros evangelios: su pluralidad y su trasmisión escrita.

a) Evangelio y evangelios

Acabamos de decir que originalmente la comunidad cristiana se estableció a partir de varios evangelios o anuncios de Jesús, y que cuando se definió frente a Marción siguió afirmando fuer­temente el pluralismo de los cuatro evangelios escritos. A pesar de ello, la tentación marcionita de encontrar una sola síntesis de la fe cristiana ha continuado y continúa entre los pensadores cristianos. Sin hablar de la pretendida teología única ni de la teo­logía—en singular—bíblica, esta tentación se presenta hoy bajo la problemática de conjugar el evangelio anunciado por Jesús con los cuatro evangelios existentes. Si halláramos, se piensa, el

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evangelio de Jesús, nos encontraríamos con la esencia misma del cristianismo. La cuestión surge también por otros planteamientos que no vienen ahora a cuento, pero la tentación está ahí, ocu­pando páginas en los escritos y preocupación en el cristia­nismo.

Pues bien, este problema se planteó también, de una manera parecida a la nuestra, en las comunidades de Siria por los mis­mos años de Marción, hacia la mitad del siglo n. Taciano trató de encontrar el evangelio único y ponerlo en uso en las comu­nidades sirias. Con una metodología simplista, parecida a la usada en tiempos inmediatos a los nuestros por los hacedores de armo­nías evangélicas, este discípulo de Justino compuso la obra cono­cida con el nombre de Diaíessaron 18. Los datos de los cuatro evangelios se armonizan, suprimiendo los datos paralelos y cons­truyendo una obra complexiva.

Esta obra de Taciano fue usada en las comunidades sirias desde el año 180 aproximadamente, hasta el siglo v. Fue enton­ces cuando se concluyó la polémica que se iniciara con su com­posición. El resultado fue la condenación de Taciano y de su obra, muchos de cuyos ejemplares fueron quemados públicamen­te, como atestigua Teodoreto de Cyro 19. El motivo de su con­denación era el intento mismo de reducir a uno lo que originaria­mente eran cuatro.

De esta manera, se llega a la conclusión de que esos escritos eran, de alguna manera, intocables, y que los cuatro a la vez, sin posibilidad de síntesis, trasmitían el genuino evangelio de Jesús.

Fue a partir de entonces, muy posiblemente, cuando terminó el proceso de retoques al texto, que había dado ya origen a dis­tintas tradiciones textuales y a algunos añadidos de importancia20. Paralelamente se va tomando conciencia de que estos evangelios tienen una categoría especial, superior a la de los restantes es­critos, porque en ellos se encontraba el evangelio de Jesús. Mien­tras que en los otros escritos del Nuevo Testamento hablaba un apóstol, en ellos hablaba el mismo Jesús.

18 Es poco lo que sabemos acerca de esta obra de Taciano. La noticia se debe a EUSEBIO (Hist Bel. IV, 29). Solamente tenemos un manuscrito del siglo ni en griego con un fragmento de catorce líneas sobre la pasión, que probablemente pertenezca a la obra de Taciano.

19 P G, 83, 372. 2" Por ejemplo, el final de Marcos, a partir de Me 16, 9.

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b) El texto de los evangelios

Estos evangelios, ya obras escritas, se divulgaron amplia y rápidamente por las diversas iglesias del imperio romano. Eran los escritos primordiales, esenciales del cristianismo. Sus copias constituyeron la base de nuestros actuales manuscritos. Se leían, se comentaban y explicaban en las distintas reuniones de las comunidades, y cuando el tiempo envejecía el material, era sus­tituido por otra copia, hecha diligentemente, mientras que la vieja pasaba a conservarse en una especie de trastero, a la manera de Qumran. Así han podido llegar hasta nosotros especímenes antiguos del texto evangélico.

Las copias más antiguas que tenemos pertenecen al siglo ni , menos una del siglo n 21. Están escritas en papiro y contienen, en cuanto a los evangelios toca, solamente fragmentos, muy pe­queños a veces. Hacia el siglo iv empieza a usarse el pergamino y a escribirse todo el texto con caracteres unicales o letras mayús­culas. De este siglo, y hasta prácticamente el x, provienen los llamados códices unciales o mayúsculos22, que, dado su mejor material, nos han transmitido el texto, casi completo o completo del todo, de los cuatro evangelios. Posteriormente, hacia el año 1000, se impuso la moda de escribir todo el texto con letras mi­núsculas, y de esta costumbre proceden los llamados códices minúsculos 23, incontables en número.

Todos estos testigos de la tradición están escritos general­mente en griego, aunque también existen algunos en latín, sirio y copto principalmente.

A este punto, es necesario indicar que no todos los testigos, no todos los códices y papiros aportan un texto idéntico. Por esta razón, los eruditos han construido lo que técnicamente llaman re­censiones, una especie de familias textuales, que reagrupan los códices y papiros por sus afinidades 24.

21 Es el P 52, que contiene Jn 18, 31-34.37-38. 2:2 Los tres que son tenidos hoy como principales son el Alejandrino, el

Sinaítico y el Vaticano. Se les suele citar con una letra mayúscula o con un número arábigo, precedido por el cero.

23 Se les suele citar con un número arábigo. 24 No existe, en realidad, un criterio unánime entre los eruditos para

enumerar las familias y encontrar sus respectivas recensiones. Se suele hablar de una familia occidental, otra alejandrina y otra cesariense, además de la bizantina.

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También es necesario recordar que, en estos códices, no existe puntuación alguna, y que el primer intento de agrupar el ma­terial evangélico por capítulos y versículos se realizó en el si­glo xni sobre un original latino. Por esta razón, en algunas traduc­ciones actuales, hechas directamente del griego, faltan versículos a veces.

I I I . VALOR DE ESTOS ESCRITOS

Era esta la tercera de las cuestiones que nos formulábamos al inicio del presente capítulo. Con ella, podríamos terminar de saber qué son los evangelios. Los cristianos de todos los tiempos han ido dándole distintos nombres: sagrados, canónicos, inspi­rados...

Se han formulado diversas hipótesis para explicar su con­tenido de «palabra de Dios». Se han escrito cientos de libros al respecto. En general, todos ellos se mueven en la esfera de las hipótesis teológicas; tratan de explicar lo que son los libros sagrados a partir de la acción de Dios, tenido como autor de la Biblia.

Nuestro intento es bastante más modesto; consiste en ela­borar los datos históricos que nos hablan de por qué son válidas las escrituras sagradas y para qué sirven. No se trata tanto de una hipótesis cuanto del encasillamiento de unos datos que son fácilmente asequibles a la mentalidad actual.

La gran tradición cristiana ha creído que son importantes estos libros porque tienen una relación con Jesús. Por esto, es­tudiamos qué tipo de relación sea esa. Esa misma tradición nos dice que son importantes porque sirven para que el espíritu de Jesús arraigue en nuestro mundo. Por esto, estudiaremos, en un segundo apartado, las relaciones de los evangelios con la comu­nidad.

Por otro lado, me parece honesto encuadrar la problemática en que se ha venido moviendo la teología de nuestros días, al abordar el tema de la inspiración, y exponerla brevemente, con sus principales variantes. Es lo que haremos en el tercer punto.

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/ 1. En relación con sus orígenes

El origen histórico de los evangelios es doble; por una parte, está Jesús de Nazaret; por la otra, la comunidad que aporta el material, la vida y el escritor último. Vamos a fijarnos ahora en el primero de ellos.

Jesús no es el autor de los evangelios, pero éstos se originan en él. El no escribió absolutamente nada y, sin embargo, los evangelios nos hablan de su persona y de su doctrina. En algún sentido, existe un paralelo entre estos evangelios y los Diálogos de Platón. En éstos se habla de Sócrates, como en aquéllos de Jesús. Jesús y Sócrates son, de alguna manera, el origen histórico de ambas obras literarias, de los evangelios y de los Diálogos.

Lo que hace que ambas obras se diferencien radicalmente es la fe de sus respectivos autores, aparte de otras consideraciones de tipo literario y cultural. Sócrates, para Platón, es un modelo de filosofar griego; Jesús, para los evangelistas, es la máxima realidad histórica, que aglutina todo lo existente, incluido el mun­do de Dios. Sócrates habla en nombre de la filosofía, en nombre de la razón humana; Jesús habla en nombre del Dios único, y es el único que puede hablar con verdad desde Dios. La fe de los autores diversifica radicalmente sus respectivos escritos.

Por esto podemos decir que los evangelios se originan en Jesús y contienen la fe apostólica respecto a esa misma persona; contienen la visión integral del hombre y su mundo, que la pri­mera generación cristiana creyó que era la auténtica, y que ema­naba de su maestro. La fe, en este sentido, comprende la adhe­sión a la persona, la confianza y la realización en la propia vida de ambas cualidades.

Al decir que contienen la fe apostólica, no nos estamos mo­viendo en un plano literario, como si los apóstoles hubieran sido los autores materiales de los evangelios. Ni siquiera que en ellos se encuentra materialmente el evangelio de Pedro, Pablo, Mateo o Juan. Con esta expresión, la de apostolicidad, se connota la esencialidad cristiana de estos escritos, como antaño la usó la comunidad que se debatía en la búsqueda de sus propios escri­tos. Ellos son el arquetipo de fe, la quintaesencia de lo que ha pretendido ser el movimiento cristiano.

La veracidad de esta afirmación está en la misma comunidad,

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en su fe, en su modo de querer ser fiel al Jesús del pasado. No hay más razones. Por esto, el núcleo que da consistencia a los evangelios y a su veracidad es solamente, de tejas abajo, la co­munidad cristiana, de la que hablaremos en el siguiente párrafo.

Esta fe apostólica, que son los evangelios, no es un monu­mento literario. La fe no se puede encerrar en uno o cien libros. La fe es esencialmente una manera de encarar los hombres su propia existencia; es vivir hoy de acuerdo con la adhesión y la confianza que emana de Jesús. Es decir, los evangelios nacen de la vida y han de revertir a la misma vida. En ella encuentran su auténtico lugar. De lo contrario serían tan válidos como la es­tela de Mesha rey de Amón. Servirían para reconstruir un mo­mento pasado de la historia de los hombres, y nada más.

En relación, pues, a su origen Jesús, los evangelios son una de las mediaciones posibles, que está integrada por la interpreta­ción de su persona y su exigencia que salió de una comunidad de fe.

Por último y a nivel de escritos, los evangelios comparten su origen con los restantes libros canónicos; todos ellos son igual­mente válidos porque hacen referencia a Jesús, porque tienen sentido desde él. Al menos, ésta fue la razón genuina de su incorporación al canon. Y precisamente por esta referencia a Je­sús, no todos esos escritos tienen un mismo valor.

a) El Antiguo Testamento

El Antiguo Testamento es, entre ellos, el que tiene menos valor; su referencia a Jesús y a la fe en él no es inmediata ni directa. Los escritos que constituyen el Antiguo Testamento no se originaron de la fe en Jesús, sino que han servido para expli­car a Jesús en el transfondo milenario de la fe de Israel.

En cuanto escritos, son libros surgidos de la fe en Dios, de acuerdo con la vivencia de un grupo étnico. Sin la persona de Jesús, tendrían tanto valor como los Vedas o el Corán. Sin em­bargo, en y desde la fe cristiana vivida, esos escritos reciben un valor nuevo y distinto; son los escritos que intuyeron, y de alguna manera prepararon, la realidad que implica la fe en Jesús. El cristianismo inicial, la fe apostólica, los ha visto como el ám­bito en el que Jesús es comprensible para ellos, pero Jesús va

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más allá de ese ámbito^ haciéndose comprensible desde cualquier situación humana. Jesús empieza allí donde el Antiguo Testa­mento concluye. Por esta razón, estos libros adquieren la cate­goría de proféticos, de pedagogos, de fundamentos anteriores al cristianismo. Todo el Antiguo Testamento es como la expresión de una esperanza, que el cristianismo confiesa que se realiza desde Jesús.

El Antiguo Testamento es la expresión escrita de unos hom­bres que esperaron de su Dios, confesado único, creador y ac­tuante en la historia, una amplia descendencia, un país en el que habitar seguros y un lugar en el que tributarle culto. Todas las demás realidades veterotestamentarias tienen razón de ser dentro de estas promesas esenciales que se hacen a Abraham (Gen 12). La Alianza, la elección, los profetas, el mesías, el jui­cio escatológico, tienen vigencia al ponerlos en conexión con esas promesas.

La visión cristiana se sitúa en afirmar que la gran promesa de Dios es Jesús y el nuevo modo de encarar la existencia, que dimana de su palabra y de sus hechos. Es a partir de Jesús, cuando sabemos que la ciudadanía está en el cielo, en la nueva humanidad, cuando el pueblo es toda la humanidad y cuando el culto a Dios es en espíritu y verdad. Existe, pues, una conexión entre el Antiguo y el Nuevo Testamento: ambos afirman que Dios ha prometido algo al hombre. Existe también y paralela­mente una ruptura: lo prometido es Jesús.

El Antiguo Testamento es ya, visto así, como un conjunto inmenso de posibilidades, que son reinterpretadas desde el acon­tecimiento Jesús y la fe en él. Su valor dentro del campo de la vivencia cristiana es relativo; es decir, vale si se le interpreta desde esa misma vivencia cristiana; lo que, en definitiva, es aplicarle una hermenéutica ajena al texto y a la ciencia inter­pretativa. Aplicándole su propia hermenéutica, los resultados se­rían acristianos o precristianos; es decir, judíos. Y la fe judía es cristiana sólo potencialmente.

b) El Nuevo Testamento

En un segundo nivel de importancia están los otros escritos que se originan directamente desde la fe en Jesús, que no son

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los evangelios y están entre los libros canónicos; esos 22 es­critos conocidos como las 14 cartas de Pablo (Rom, 1 .y 2 Cor, Gal, Ef, FU, Col, 1 y 2 Tim, Tit, Flm y Heb), las siete cartas católicas (Sant, 1 y 2 Pe, 1, 2 y 3 Jn y Jds) y el Apocalipsis.

Estos escritos tienen en común un punto con los evangelios, que los diferencia del Antiguo Testamento. Tienen también otro que los diferencia de los evangelios. De aquí su segundo puesto en la escala ascendente de valores que hemos adoptado.

Tienen de común con los evangelios su origen inmediato res­pecto a la fe en Jesús; ambos núcleos de escritos han nacido de la vivencia en esa fe. Sus autores, anónimos o seudónimos en gran parte, han partido en la composición de sus respectivos es­critos de la exigencia que entraña la fe en Jesús. El tema de ellos, al igual que el de los evangelios, es la persona de Jesús y sus implicaciones en la vida de los cristianos; tratan de la vida, de las esperanzas y del fundamento cristiano. Cosa que el Anti­guo Testamento no podía hacer, y de aquí su diferencia con ellos. Todos los escritos del Nuevo Testamento son originalmente cristianos, la fe que los engendró es explícitamente cristiana, mientras que los del Antiguo Testamento se cristianizan desde Jesús. De aquí la continuidad y las diferencias. Todos son es­critos sagrados pero su valor es diferente.

Por otro lado, estos escritos no evangélicos son escritos espo­rádicos, particulares. Con estas palabras queremos decir que han surgido para solucionar unos problemas concretos, muchos de los cuales conocemos, pero no han intentado dar una visión global del cristianismo, no han tratado la fe cristiana en toda su exten­sión, sencillamente porque sus autores no han pretendido hacerlo. Las soluciones que aportan son válidas, y los principios que ins­piran estas soluciones son también igualmente válidos, pero los problemas son distintos a los de nuestros días, y las soluciones dadas son soluciones particulares para esos casos.

En el tercer nivel se encuentran los evangelios, las obras li­terarias de Marcos, Mateo, Lucas (Lc-Act) y Juan. Sus autores han pretendido dar una visión completa de la realidad cristiana y como tales epítomes de fe los ha aceptado la comunidad universal. Ellos, por encima de los demás escritos, atestiguan la verdadera identidad del cristianismo. Su relación, pues, con la fe arquetípica en Jesús es total y directa.

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/ Ahora bien, entre ellos existen también diferencias, no de

orden valorativo esta vez, sino de mentalidades en las que surgen y en las que tienen su plena comprensión. Mateo no es plena­mente inteligible en sí mismo, sino en el ambiente o tradición judía en la que surge, y lo mismo sucede con los otros tres; cada uno de ellos es inteligible en su propia situación vital, en su propio ambiente cultural.

2. Los evangelios y la comunidad

El origen de estos escritos evangélicos pasa necesariamente por la comunidad cristiana. En ella, como hemos dicho anterior­mente, han nacido los escritos neotestamentarios. Pero su papel no es solamente el de servir de base a la confección de estos es­critos. En ella y para ella se han recibido los libros del Antiguo Testamento; en ella y para ella se ha configurado el canon; en ella y para ella tendrá lugar la interpretación de esos mismos escritos. Es su fe, vivida día a día, la que hace posible la exis­tencia de los libros sagrados. Una trabazón profunda anuda am­bos extremos, comunidad y evangelios.

Esta comunidad no se identifica totalmente con ninguna es­tructura sociológica, ya sea ésta religiosa o laica. El principio que la aglutina y la constituye en tal comunidad es la fe en Jesús. Es decir, la libre elección de una forma de vida propia, que se apoya en lo que implica Jesús de Nazaret. En un segundo mo­mento, vendrán las estructuras religiosas o laicas en las que se irá, se ha ido, encarnando a través del tiempo ese modo de vida al que denominamos espíritu. Por estas razones, al hablar de comunidad, la entendemos como ámbito de vida, en el que se pretende ser fiel a Jesús.

La comunidad así entendida tiene como primer cometido rea­lizar la propia existencia de acuerdo con Jesús. En ese vivir de acuerdo, tienen razón de ser los evangelios. Se da, entonces, una mutua relación entre vida y evangelios, que se salda en favor de la primera, la vida. Más allá de ella, habrá que invocar, de acuerdo con las distintas teologías posibles, la presencia de Dios de alguna manera.

De acuerdo con cada uno de los evangelios, esta presencia se

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especifica como la continuidad existencial y de su auténtica fa­milia como revelación escatológica de Dios, como el gran evangelio que se inició con el Bautista (Me), como la espera misional del juicio de Dios cuyo legislador y juez ha sido Jesús (Mt), como la presencia del espíritu, que es Dios, conductor de los hombres hacia su incorporación con Jesús (Le), y como la presencia de Dios, Jesús y Espíritu en la realización del mutuo amor (Jn). Pero todas estas razones son explicaciones de la única realidad contastable: la vida de los hombres de fe.

Con respecto a esta vida, los evangelios son el máximo ex­ponente de lo que, implícita o explícitamente, ha querido reali­zar la comunidad de todos los tiempos. Una mezcla de lo que realmente ha sido, de lo que ha pretendido—pretende—ser, y de lo que ha de poner en juego para alcanzar sus propias metas. Son así el espejo en que constantemente ha de mirarse la comu­nidad (Vaticano II).

Al decir que son el máximo exponente, admitimos implícita­mente el resto de los escritos sagrados, a la manera escalonada que hemos descrito en el párrafo anterior, más aún, admitimos que el espíritu cristiano se cuaja en la vida de esta comunidad. Por esto, es necesario admitir también la existencia de una tra­dición o un modo de entender el espíritu cristiano, detectable en la vida de la comunidad.

La tradición, entendida como el modo de ser fieles al espí­ritu de Jesús, es el ámbito necesario en que los evangelios cobran toda su importancia. Desde esta tradición vital se reinterpreta y explica constantemente el ser cristiano y su exigencia. En esta tradición tienen razón de ser, tanto los primeros balbuceos de fe, a modo de narraciones separadas que posteriormente se integra­ron en los evangelios, como las distintas teologías que han sur­gido en el correr de los tiempos. El esfuerzo teológico de Santo Tomás, las homilías de San Agustín y las elucubraciones de Rah-ner están en la misma línea que el anónimo creador del relato de la vocación de Pedro, por ejemplo.

Y en esa mismo línea, nos encontramos con los evangelios. Sólo que éstos constituyen el máximo paradigma escrito de lo que es esa tradición. La comunidad lo ha reconocido así y de esa creencia vive. A esta comunidad toca ya ir trazando sus propias hipótesis, que expliquen la fe que viven, y dejarlas juzgar por

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los evangelios y por la misma comunidad a la que, en fe, per­tenecen.

3. Los planteamientos de nuestro tiempo

La teología de los últimos cien años, al abordar el problema de lo que son los libros sagrados, se ha movido desde una men­talidad concreta, cuyos resultados son apreciables en la teoría conocida bajo el nombre de inspiración; la biblia contiene escri­tos que tienen a Dios por autor. De aquí su importancia en el cristianismo. Vamos a tratar de describirla, anteponiendo los prin­cipales esquemas mentales en que se ha formulado, la ideología en que tiene sentido, y la problemática en que viene envuelta.

a) La ideología básica

El primer elemento de esta ideología básica es el concepto de Dios. Las afirmaciones fundamentales cristianas dicen que Dios no es el mundo; lo contrario sería el panteísmo. La conceptuali-zación de esta realidad de fe se ha verificado contraponiendo dos seres; Dios es un ser, y el mundo otro. El ser de Dios se des­cribirá con categorías de ser que encontramos en el mundo, apli­cándoselas según el complejo método de la analogía.

Hasta aquí, y teniendo en cuenta las graves afirmaciones de los teólogos sobre la ductibilidad de sus hipótesis, no existe mayor riesgo. El problema se inicia cuando se hace necesario ex­plicar la comunicación existente entre ese Dios que hemos ex­tractado mediante un proceso mental y el ser del mundo, máxi­me cuando este ser es el hombre. La ingente problemática de la predestinación, por ejemplo, nos hacen intuir que algo falla. Y es que a Dios no se le puede encerrar en ningún esquema mental. Dios no es el Dios que ideamos. Consecuentemente, los proble­mas que plantean su actuación suelen ser ficticios las más de las veces.

Desde ese Dios se plantea el problema de la inspiración. Ló­gicamente los problemas que aparecen son dos, en qué sentido es autor y cómo actúa respecto al autor humano, sin quitarle su papel. Ninguna de las dos cuestiones puede tener una solución

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plausible, porque ser autor de un libro sólo puede entenderse en nuestra esfera de conocimiento, en la que un hombre y sólo él puede escribir algo razonable.

En consecuencia, las relaciones existentes, y creídas por fe, entre Dios y los escritos sagrados deberían de solucionarse por otros derroteros, más en consonancia con la realidad de los li­bros sagrados, cosa que, como apuntaremos en su lugar, ha in­tentado hacer Benoít.

El segundo elemento de esta ideología ha servido también de motivación a la profundización en los estudios bíblicos; se trata del esquema verdad-falsedad. El pensamiento ingenuo, elaborado posteriormente con categorías aristotélico-tomistas, pretende en­contrar una división tajante entre lo verdadero y lo falso. El mundo está lleno de seres que son verdaderos, y el hombre va adquiriendo estas verdades en su proceso de conocimiento. De esta manera, extendido el proceso a toda realidad, todas y cada una de las afirmaciones que el hombre haga han de ser verdad o mentira; el término medio de la opinión es un estadio que debe ser superado.

Este esquema de pensamiento se aplicó, antiguamente, a las distintas ciencias, que hoy parecen haber superado esta concepción. De hecho, sin embargo, sigue vigente en amplios campos del pensamiento teológico, y ha servido para el desarrollo del cono­cimiento de los libros sagrados.

Al poner en contacto los datos o hallazgos de la historia de la humanidad o del mundo con los que aportan los libros sa­grados, surge la problemática. La ciencia habla de distintas épocas cósmicas en la formación del mundo; la Biblia, que procede de Dios, habla de días de la creación. ¿En dónde está la verdad? Si los datos son contradictorios, ¿quién está en el error?

Después de siglos de discusiones, que comprende episodios tan lamentables como el de Galileo, se llega a la conclusión, en­trevista ya por San Agustín, de que la Biblia no es un libro de ciencias. El problema—la célebre cuestión bíblica—se deja por insoluble, salvo en algunos estratos de pensamiento; pero, de ser consecuentes con el esquema mental, habría que concluir que la Biblia está en el error, al menos en esa materia.

El problema pasó al campo de la historia; la verdad se en­tiende ahí como lo realmente sucedido. Y nos encontramos con

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f narraciones divergentes, con episodios imposibles de encerrar en una visión científica de la historia. Y surge la pregunta, ¿son históricos los libros sagrados? Se echará mano de los géneros literarios y de la mentalidad de los autores. Un camino largo de recorrer, y que sería mejor solucionar radicalmente, afirmando que los relatos bíblicos no son narraciones históricas tal y como se entiende actualmente la historia.

En un tercer nivel, la problemática inherente al esquema verdad-error se plantea en el nivel de la Revelación. Esta no es sino un cúmulo de verdades, que tienen que estar de acuerdo con las enseñadas por Jesús, y cuyo desarrollo afecta a la época his­tórica que se concluye con la muerte del último apóstol. Las verdades han de encontrarse en los libros sagrados o en docu­mentos, liturgias, etc., que constituyen la otra fuente de la re­velación, la tradición, que se ha de remontar hasta aquel período constitutivo.

Con esta perspectiva, los libros sagrados tomados en bloque, se constituyen en un acerbo de afirmaciones que es preciso des­velar. Así se construyeron, en el catolicismo occidental, autén­ticas listas de expresiones o afirmaciones bíblicas, con las que se intentaba probar la verdad de otra afirmación dogmática o paradogmática; una exégesis de este tipo perdura todavía, por ejemplo, en los testigos de Jehová. Los libros sagrados servían para probar los dogmas.

Podríamos decir que el esquema error-verdad ha estado en el centro de toda investigación teológica, incluida la del ser de los libros sagrados. Pero es necesario admitir que esta verdad o error tienen que ser entendidas desde el ámbito de una vida que quiere ser fiel a Jesús. Los esquemas que se fundamenten, para inter­pretar esta verdad o este error, en las ciencias físicas, históricas o metafísicas difícilmente podrán llegar hasta la verdad cristiana. Sirven, de hecho, a nuestro lento caminar de fe, pero nada más; ningún esquema de pensamiento puede sustituir ni explicar plenamente el hecho cristiano.

b) La hipótesis de la inspiración

En torno a esta palabra, inspiración, los teólogos católicos de los siglos xix y xx han estudiado todos los problemas inhe-

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rentes a los escritos sagrados. Han discutido principalmente sobre su lugar en el cuadro de la revelación y sobre su valor intrín­seco. Son los problemas, por un lado, de las relaciones entre la tradición y las Escrituras, entre revelación e inspiración, y, por otro, la extensión de la inspiración e inerrancia.

La palabra inspiración o la expresión libros inspirados, alu­diendo con ellas a algunos escritos canónicos es muy antigua; se encuentra ya en 2 Tim 3, 162 5 , aludiendo posiblemente al Antiguo Testamento. Aparece también en Trento, sin que se llegara, sin embargo, a una elaboración teórica de su contenido prácticamente hasta León XIII .

Otra tendencia, consistente en atribuir a Dios el carácter de autor de estos escritos, desembocará en la misma hipótesis de la inspiración. Dios es autor porque inspiró esos libros. La ten­dencia es muy antigua también y se fundamenta en una pro­bable malinterpretación de los documentos en que se condenaba a Marción. En éstos se afirmaba que Dios era el que actuaba tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento; la palabra usada para designar esta actuación era la de auctor, agente, que fue interpretada como autor y no como actuante 26; de aquí, a entenderla como autor escritor no había nada más que un paso.

Las polémicas existentes entre los católicos, y cuya historia ha narrado J. T. Burtchaell 27, cambiaron de rumbo después de la encíclica Vrovidentissimus Deus (1893), en donde León XIII establecía el núcleo de la hipótesis: «Nada importa que el Es­píritu Santo haya asumido a los hombres como instrumentos para escribir, como si algún error se le puediera escapar a los autores inspirados, pero no al autor principal. Pues El, con una fuerza sobrenatural, los impulsó y movió a escribir, los asistió mientras escribían, de modo que concibieran rectamente en su mente, de­cidieran escribir fielmente y expresaran aptamente con verdad

25 En este texto, el autor de la carta reconoce una distinción entre unos escritos, a los que podemos llamar sagrados, y otros, que podrían denominarse seculares. Para efectuar esta distinción ha echado mano de una expresión pagana, «inspirados por Dios» con la que se describían las actuaciones mánticas en el helenismo.

26 El primer síntoma de esta identificación la encontramos en el sím­bolo de fe propuesto por León IX en 1053 a un obispo de Antioquía (Dz 348).

27 Catholic Theories of Biblical Inspiration since 1810 (Teorías católi­cas sobre la inspiración bíblica a partir de 1810), Cambridge, 1969.

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infalible todo y sólo lo que El quería. De lo contrario no sería El autor de la sagrada escritura» (Dz 1952).

El lenguaje, envuelto con la problemática del momento, des­cribía el mismo proceso que Santo Tomás había usado para ex­plicar la inspiración en los profetas del Antiguo Testamento. Sólo que ahora se trataba de toda la Biblia y específicamente en cuanto libro escrito. Y la teoría tomista de la causa principal y la subordinada fue el sustrato de la hipótesis de la inspiración. Ya existía una explicación, hasta cierto punto coherente, de la naturaleza de los libros sagrados.

Las ampliaciones posteriores tratarán de entroncar esta hipóte­sis con los resultados de los estudios bíblicos. La diversidad de los escritos y, por ende, la valorización diferente de los mismos se explica desde la intención de los autores, porque la acción de Dios los ha dejado en plena libertad. Lo que ellos han escrito es lo que ha escrito Dios. La unidad radical de todo fenómeno cris­tiano, por el que la Escritura no es algo aislado, llevó a Benoít28

a formular una idea de la inspiración que abarcara, por un lado, a todos los que concurrieron a la formación de los libros, y, por otro, a la admisión de distintas inspiraciones para las distintas actuaciones vitales de la historia de la salvación. El conocimiento, por último, del lenguaje ha llevado a A. Schókel 29 a distinciones sutiles que complementan, en esa línea del lenguaje, la primitiva hipótesis sobre la inspiración.

La imagen simplista, que está al inicio de la hipótesis, según la cual parecía que un dios de otra esfera actuaba sobre unos hombres determinados, haciéndoles escribir libremente unos libros, se ha ido perfilando en la medida en que se ha ido poniendo en relación con la experiencia cristiana de la acción de Dios, con nuevos, y viejos al mismo tiempo, conceptos de revelación, y con los resultados de la investigación bíblica. Pero la hipótesis está todavía sin terminar.

28 P. Benoít, ha escrito once opúsculos sobre el tema a partir de 1947 en que apareció La Prophétie.

m También el español Schókel ha trabajado en distintas ocasiones sobre el tema. La publicación mayor, que resume su pensamiento, es La Palabra Inspirada, Barcelona, 1966.

V

LAS LECTURAS DEL EVANGELIO

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Hasta aquí hemos tratado de exponer qué son los evangelios. Este último y obligado capítulo querría ser una exposición sen­cilla de cómo leerlos 1. Es la parte más importante. Si los evan­gelios son la piedra de toque más clara, dentro de su ambigüedad, de lo que debiera de ser el cristianismo, importa sobremanera llegarnos hasta ellos de la forma menos subjetiva posible, para no distorsionar la palabra misma.

Los evangelios, como cualquier escrito, pueden leerse a dis­tintos niveles, usando para cada uno de ellos una metodología adecuada. En el fondo, todo depende de la pregunta que formu­lemos al texto. No da lo mismo preguntarnos ante el relato del nacimiento de Jesús, por ejemplo, si realmente nació en Belén, o cómo ha nacido esta narración o, finalmente, qué nos ha que­rido decir el evangelista con ella. Son tres niveles objetivamente distintos y posibles, pero que no podemos entremezclar.

En realidad, la lectura cristiana por excelencia es la tercera, a la que técnicamente se llama nivel redaccional. Las otras dos, a las que, respectivamente, se les llama técnicamente con los nom­bres de niveles de tradición y de historia, son también impor­tantes, pero la primera es la que nos da la visión última de fe; nos da lo que la comunidad, consciente o inconscientemente, ha

1 Existen en español dos obras, traducidas del alemán, que introducen al lector en la problemática de los métodos exegéticos; son H. ZIMMER-MANN, El estudio del Nuevo Testamento, Exposición del método histórico critico, BAC, Madrid y J. SCHREINER, Introducción a los métodos de la exégesis bíblica, Herder, Barcelona. Ambas obras, bien informadas sobre la materia, resultan, sin embargo, demasiado áridas; más la primera que la segunda.

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tomado como la formulación definitiva y absoluta, tras de la cual camina o debe de caminar el estudioso cristiano.

Vamos a establecer tres puntos centrales en este capítulo. En el primero, trataremos de las dificultades que relativizan toda lectura; en el segundo, de los tres niveles que hemos anunciado; en el tercero, de otras posibles y reales lecturas que se suelen hacer de los evangelios.

I. DIFICULTADES QUE RELATIVIZAN TODA LECTURA

Antes de comenzar a leer un evangelio cualquiera, es con­veniente dilucidar o tener presentes dos problemas introductorios. El primero se refiere al texto en sí; el segundo, a los distintos grados de veracidad, presentes en cualquier tipo de interpretación.

1. La dificultad del texto

En el capítulo anterior hemos hablado brevemente de la manera como el texto sagrado de los evangelios, al igual que el de los restantes escritos bíblicos, se ha trasmitido material­mente a través de papiros y códices de distintas épocas, en los que aparecen a veces diversas variantes respecto a una misma expresión, y en los que no hay vestigio alguno de puntuación o división. Los capítulos, las interrogaciones, los puntos, las co­mas faltan totalmente en estos manuscritos.

La primera labor, pues, del intérprete ha de consistir en la reconstrucción del texto primitivo; ha de partir a la búsqueda del texto original, tal como salió de la pluma del último redactor. Es éste un problema capital, que ha originado toda una ciencia específica, conocida por el nombre de crítica textual.

Esta elección se verifica en dos momentos bastante comple­jos. En el primero, se elije lo que podríamos llamar un texto nor­mativo; es decir, un códice o una familia que, en líneas generales, puede constituir la base textual. En el segundo momento, se dis­cute críticamente cada lectura, de cuya originalidad se duda.

El material primero con que trabaja el erudito es, consecuen­temente, el texto mismo, que se le ofrece en ediciones críticas al

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efecto. Existen un gran número de estas ediciones; mayores unas y menores o manuales otras. Entre estas últimas, las más obje­tivas son la de Aland 2 y la de Merk 3. La metodología empleada no está exenta, en el fondo, de un cierto sentido común, resul­tante de generaciones enteras de estudiosos en la materia.

Con estas dos ayudas—ediciones críticas y sentido común— se ha llegado, respecto a los evangelios, a una especie de consen­timiento universal, según el cual el texto normativo es el repre­sentado por el códice B; y sobre él están hechas las últimas edi­ciones críticas. Las razones de esta elección están fundamental­mente en el hecho de que ofrece un texto más corto, en el que las expresiones más duras, estilísticamente hablando, no se han suavizado, y que este hecho puede explicar las posteriores evo­luciones textuales. Esto, claro está, hablando en líneas generales.

El segundo momento, más difícil y subjetivo, surge ante la duda razonable de una expresión en particular. Los motivos de esta duda nacen generalmente de la exégesis, cuando el erudito tropieza con un texto que, según su modo de comprender el con­tenido, no está de acuerdo con el contexto mediato o inmediato; una especie de olfato adquirido en la práctica exegética.

En ese momento, es necesario realizar un estudio compara­tivo de las variantes que aportan los restantes testigos de la tra­dición textual, hasta encontrar un texto originante de todos ellos. Este texto originante pasa a formar parte del elegido, aunque contradiga al de la tradición textual normativa; en el caso de los evangelios, al B. Ni que decir tiene, que la elección lleva em­parejada la explicación de las variantes existentes. El mismo cri­terio de primordialidad de un texto obscuro sigue vigente en este segundo momento de la elección.

En cuanto a ios signos de puntuación y a ía distribución del material, es necesario seguir las reglas de la gramática y el plan de la obra literaria. Para este segundo punto, se usan los descu­brimientos de la historia de las formas y de la redacción, de los que hablaremos más adelante.

La segunda dificultad del texto está en su lengua original. Y, aunque parezca una perogrullada, es necesario aludir a ella,

2 The Greek New Testament, Stuttgart, 1966. 3 Novum Jestamentum Graece et Latine, Roma, 1957 (8.a ed. re­

visada).

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debido a una cierta e insistente corriente actual, en la que in^ fluyen muchos elementos, que pretende llegar hasta el original arameo, hasta las palabras de Jesús, con la esperanza de que en ellas esté el auténtico evangelio.

La lengua original, en la que, fuera de toda duda razonable, han sido compuestos los evangelios, es el griego koiné o común, con retoques de orden morfológico y estructural procedentes del arameo, con semitismos. Es el llamado griego bíblico, cuyas ca­racterísticas han sido ampliamente estudiadas4. En estos libros, escritos en esa lengua, es donde la comunidad cristiana reconoce que se encierra el genuino espíritu de Jesús. El paso a un estadio anterior, el paso hasta las palabras de Jesús, puede ser una labor que facilite la comprensión del texto en sí, y entonces es verda­deramente útil; pero aquellas palabras que se consideren autén­ticas por ser arameas no pueden servir para trazar una hipótesis sobre el auténtico mensaje cristiano. En todo caso, será una hi­pótesis más o menos válida, pero nunca podrá suplantar a los escritos evangélicos. Esto, por principio de fe, porque la comu­nidad, en cuya tradición se vive el cristianismo, ha reconocido en los evangelios el genuino mensaje de Jesús.

Advertimos esta segunda dificultad, para relativizar el valor de cualquier tipo de traducciones. Un estudio serio sobre los evan­gelios ha de hacerse solamente a partir del texto original, del texto griego. Las traducciones pueden servir para una lectura rápida, sin mayores pretensiones; teniendo siempre en cuenta que en ellas se nos de la visión que uno o varios autores tienen del texto evangélico, pero no exactamente el mismo texto. Todas son igual­mente válidas, pero también, y al mismo tiempo, todas igualmente inválidas.

2. La dificultad de las interpretaciones

En toda interpretación del texto evangélico está presente la postura determinante del autor de esa misma interpretación; no

4 Es clásica 3a Grammatik des neutestamenllichen Griechisch (Gramá­tica del griego neotestamentario), Góttingen, 1965 (12.° ed.), de F. BLASS v A. DEBRUNNER. Una descripción de esta lengua, puede consultarse en T. SCHREINER, Forma y Propósito del Nuevo Testamento, Herder, Barce­lona, págs. 32-41.

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puede haber una exégesis químicamente pura. Los criterios más o menos en boga, la mentalidad y la problemática de cada mo­mento histórico que vive el exegeta están influyendo necesaria­mente en su interpretación. Es un mal necesario e ineludible que debe de ser asumido humildemente, al mismo tiempo que se es­tablezcan unos ciertos criterios de garantía. En virtud de estos criterios, queremos escribir el presente párrafo.

Tomado ampliamente, el sentido de los evangelios se da so­lamente cuando la misma realidad que describen es llevada a la práctica, cuando la fe en Jesús se realiza en la historia. Desde esta perspectiva, el sentido del evangelio es un hacerse humano, lento y progresivo, a escala personal y comunitaria. Tomado es­trictamente, el sentido de los evangelios es la trascripción del con­tenido de esas obras literarias; estudiar qué quiere decir la na­rración, para, después, explicitarla en un molde conceptual dis­tinto y asequible a nuestra mentalidad. Esta labor es necesaria debido a nuestro modo de comprender y explicar las cosas, que está muy alejado del que usaron los autores evangélicos. Por esta razón, el gran criterio es saber lo que nos han dicho los evan­gelistas; introducirnos en su mentalidad y valorar con ella las narraciones que escribieron.

Esto nos lleva a un mundo complejo, con sus géneros lite­rarios, sus creencias cosmológicas y antropológicas, sus expresio­nes y conclusiones, que no es posible resumir en un capítulo. Se puede ciertamente, establecer algún criterio de verosimilitud, pero nunca de manera determinante y milimétrica.

Se puede decir que, en líneas generales, no se puede proceder de fuera a dentro en la exégesis, sino al revés. Es decir, no se le pueden aplicar al texto unos criterios interpretativos porque éstos se den en otro tipo de literatura; primero es necesario saber si esos criterios se dan realmente en el texto y en qué manera. Lo contrario puede conducir a una interpretación errónea. Por esta razón, el texto cobra mayor importancia. Yendo al fondo, el exe­geta tiene que mirar al texto, y no a los que han dicho otros exegetas del mismo, si bien toda opinión merece el máximo res­peto.

Este sentido no es obra de un exegeta particular, sino de toda la comunidad, en la que históricamente se van decantando los resultados y superando moldes de antaño. Ningún exegeta

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posee la verdad del texto, ni individual ni colectivamente. Todos son apuntes hacia el sentido total. Todo es un hacerse. La mayor o menor objetividad, siempre relativa, dependerá de los criterios usados y del consentimiento de la comunidad, que puede esta­blecer criterios de discernimiento e incluso, como sucede dentro del catolicismo, una autoridad interpretativa; un magisterio, sin que esos criterios ni esa autoridad sean algo más que un servicio a la comunidad y al texto y, como tal servicio, cambiante y reestructurante.

Los dos puntos que acabamos de desarrollar tienen que llevar forzosamente a unas conclusiones de modestia. Nadie en parti­cular tiene el dominio absoluto de los evangelios; no se puede hablar de exclusivismos en esta materia. Los libros pertenecen a las comunidades que quieran seguir viviendo el mismo espíritu de Jesús, y en ellas ya no es posible hablar de dominio, sino de servicio y de respeto.

Por otro lado, la lectura legítima de estos libros ha de si­tuarse en el mismo nivel en el que se escribieron, en el nivel de la fe en Jesús. Todas las demás lecturas pueden convertirse en un lujo de erudición, mejor o peor encaminada. Ellos nos hablan de lo que es el mundo de realidades y aspiraciones, posibles en la vivencia cristiana de la realidad inmediata. El sentido hay que buscarlo por este camino.

II . TRES POSIBLES NIVELES DE LECTURA

Para encontrar el sentido del texto, resulta determinante la pregunta que le formulemos, hemos dicho al inicio. Esta ha de moverse dentro de un campo de posibilidades, fuera de las cua­les no existe una respuesta válida. No podemos preguntar al texto evangélico, por ejemplo, en qué año comenzó su ministerio el Bautista o dónde está situada Jerusalén; son preguntas a las que el texto no puede responder, al menos directamente. Las posibles preguntas a las que el texto puede responder se mueven exclusivamente en los tres niveles de realidad que anteriormente hemos descrito: redacción, tradición e historia; qué nos ha que­rido decir el evangelista, en qué situación, por qué razón y qué nos quieren decir las narraciones aisladas de su contexto actual y,

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finalmente, qué hay de historia en cada relato. Los sentidos pro­piamente literarios son los dos primeros; el tercero, más inase­quible, no se encuentra directamente en el texto.

1. Nivel de la redacción

La pregunta que se formula el lector es qué ha querido decir el evangelista. En este nivel, se considera cada evangelio como una obra literaria diferente, producto, al menos en última instan­cia, de una sola mano, que ha dado orden y sentido al material usado. Importa la obra literaria en sí; en ella ha plasmado cada redactor último su impronta específica. Quedan atrás, si bien asumidas en el todo, los niveles de unas comunidades creadoras del material primero y los mismos hechos, cualesquiera que fue­ren. También es posible llamar a este nivel con el nombre de teológico; teologías de Juan, Lucas, Mateo y Marcos5.

En la historia de la exégesis, este nivel de lectura se ha aplicado siempre a Juan6 , mientras que a los sinópticos se ha hecho muy últimamente, a partir de los años 50 7. Las razones de esta disparidad hay que buscarlas en el mismo carácter de estos evangelios y en la obsesión romántica de querer encontrar la vida de Jesús a partir de los evangelios sinópticos.

No existe un método único para leer los evangelios a este nivel. Cada exegeta aplica el que cree conveniente, a partir de sus intuiciones, aunque todos esos métodos van encaminados a encontrar la línea original de pensamiento propia y distintiva de cada evangelio. A todo este complejo movimiento exegético, que trataremos de describir brevemente, se le apellida, a partir de la obra de W. Marxsen sobre Marcos 8, con el nombre alemán de Redaktionsgeschichte o historia de la redacción.

5 En este sentido, cf. J. PIKAZA y F. DE LA CALLE, Teología de los Evangelios de Jesús, Sigúeme, Salamanca, 1977 (3.a ed.).

6 Por esto, en todos los libros sobre la teología del Nuevo Testamento existe un capítulo dedicado a la teología de Juan, mientras que no suele existir uno dedicado a cada sinóptico.

7 Con el advenimiento del método de la Redaktionsgeschichte, del que hablaremos inmediatamente.

8 Der Evangelist Marktts. Studien zur Redaktionsgeschichte des Evan-geluims, Gottingen, 1956.

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El método puro, tal como apuntaba Marxsen en su introduc­ción 9, consistía en aplicar al todo de cada evangelio el método de la Formgeschichte o historia de las formas. Es decir, se trataba de descubrir la situación vital en que había surgido cada evan­gelio. Para ello, se analizaba la labor literaria del último redactor, estableciendo qué partes del texto eran de su exclusiva creación, y deduciendo, en consecuencia, qué idea motriz le había llevado a crear la obra literaria en cuestión.

De una manera menos pura, había utilizado el mismo méto­do H. Conzelmann unos años antes, aplicándolo al evangelio de Lucas 10, y pronto se multiplicaron los estudios sobre los sinóp­ticos, empalmando con la obra magna de Wrede u , tenido pos­teriormente como el primer autor moderno de esta tendencia exegética. Todos buscan la línea redaccional de cada evangelista. Los resultados han sido muchos y dispares.

a) Presupuestos del método

La historia de la redacción ha surgido como el último mo­vimiento, por ahora, dentro de la gran corriente exegética occi­dental conocida por el nombre de método histórico crítico 12, que se desarrolla principalmente en Alemania, a partir del siglo xvn. Este método, en sentido amplio, surge al empezar a compren­derse los textos evangélicos como fuentes históricas, en las que juega un papel decisivo la mentalidad en que se escribieron. Ocupa, pues, todo el gran movimiento bíblico que llega hasta nuestros días. Por esta razón, podríamos tenerlo como la única corriente estrictamente bíblica, a pesar de las diferentes conclu­siones v niveles exegéticos en que se han movido sus variados autores.

La historia de la redacción presupone, aparte de una men-

9 Op. cit., págs. 7-16. 10 En Die Mitte der Zeit, Tübingen, 1954. Existe traducción española

con el título El Centro del Tiempo, Madrid, 1974. 11 Das Messiasgeheimnis in den Evangelien (El secreto mesiánico en

los evangelios), Gottingen, 1901. 12 Un buen estudio introductorio a este método se encuentra en

T. SCHREINER, Introducción a los métodos de la exégesis bíblica, páginas 61-108.

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talidad que no es el momento de describir, unas conclusiones de las generaciones anteriores, de las que parte como verdad hipo­tética al menos. Estas conclusiones, respecto a los evangelios sinópticos, se refieren a su mutua relación y dependencia en el plano literario—el llamado problema o cuestión sinóptica—y a la manera como se originaron en su material preyacente 13.

La cuestión sinóptica consiste en el establecimiento de un orden de nacimiento e influencias literarias de unos evangelios con otros. Fue el gran problema de la exégesis hasta el adveni­miento de la Formgeschichte, allá por los años 20. Las hipótesis se multiplicaron hasta el infinito.

Tratando de reducirlas, por su ya escasa significación, nos encontramos con cuatro grandes líneas de solución. La primera y más antigua, que se apoya en un dicho de Papías y ha circulado a través de todas las generaciones con mayor o menor suerte, sostiene que los tres evangelios sinópticos se derivan de un ori­ginal arameo, el evangelio de los nazarenos, que jamás ha sido encontrado. La segunda, que nace con Schleiermacher, hace nacer los sinópticos de anotaciones dispares, hechas por los discípulos sobre algunos acontecimientos de Jesús. La hipótesis fue pronto abandonada, ya que no se explicaban las mutuas relaciones lite­rarias existentes. La tercera se debe a Herder, quien puso a la raíz de los tres la tradición oral. Fue una intuición válida, que posteriormente desarrollaría la Formgeschichte, pero que tampoco explicaba las coincidencias estrictas, que presuponen una fuente ya escrita. La cuarta y última nace con Griesbach, a finales del siglo XVIII ; trata de explicar las influencias, estableciendo un orden de composición. Para él, Marcos habría sido el último en ser compuesto, porque lo considera una versión abreviada de los otros dos.

Dentro de esta última tendencia, a base de modificar los criterios de antigüedad, se llegó a la conclusión inversa: Marcos, precisamente por ser más breve, está en el origen de los sinópti­cos. Y de aquí nació la hipótesis conocida con el nombre de la doble fuente. Marcos, o un Marcos primitivo, sirvió a Mateo, que utilizó a su vez otra fuente desconocida, a la que se le em-

13 Dejamos a un lado las conclusiones de otro tipo, como las referen­tes a la crítica textual, y que hemos visto anteriormente.

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pezó a llamar Q 14; Lucas, por su parte, tuvo presente tanto el material como el evangelio de Mateo. Esta conclusión ha pasado a ser una hipótesis de trabajo para la mayoría de las generaciones actuales.

En el fondo, el ánimo que instigaba a los eruditos del mo­mento a formular hipótesis sobre las mutuas relaciones entre los sinópticos era el de encontrar la historia de los acontecimientos, la historia de Jesús. Por esta misma razón, empezó a decaer cuando, siguiendo la intuición de Herder, se cae en la cuenta de que existía un lapso de tiempo entre la historia y la escritura de los evangelios, que no podían detectar discutiendo las impli­caciones literarias. Es cuando nace la Formgeschkhte o historia de las formas.

La historia de la redacción depende fundamentalmente de la historia de las formas. Es el segundo presupuesto de que parte. De la historia de las formas, la de la redacción ha tomado tres elementos de suma importancia: 1) la composición escalonada, de diversos autores y épocas, del material evangélico; 2) el mé­todo de buscar y explicar cómo y por qué se ha aglutinado el material preevangélico en la obra literaria, y 3) la práctica nece­saria de aislar el material que es propio del redactor, de aquel otro proveniente de la tradición.

b) El método en sí

Con estos presupuestos de orden científico, los autores de la historia de la redacción afrontan el texto de cada evangelio si­nóptico. La primera y más importante labor consiste en determi­nar el material propio de cada evangelista; deslindar frases y palabras propias y específicas de cada último redactor, de aquellas otras que ha recibido y asumido de la tradición anterior a él.

Esta finalidad, siempre conseguida a medias, se obtiene a partir de un método combinado de análisis estilístico y de la forma literaria. Es decir, combinando lo que debió de ser el ma­terial que recibió—hipótesis sobre la forma literaria de las tra-

14 La sigla con que se le conoce es la inicial de la palabra alemana Ouelle, que significa fuente.

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diciones subyacentes—y un modo de componer, presente en toda la obra literaria. Para este último elemento, son de gran impor­tancia los estudios estilísticos, las maneras propias de componer presentes en cada autor evangélico.

c) Un posible ejemplo

Realicemos un análisis parcial, con el método de la historia de la redacción. Elegimos, un poco al vuelo, la perícopa Me 16, 1-8, con el episodio de la tumba vacía. Vamos a descubrir los cuatro momentos en que puede resumirse cualquier investigación a este nivel.

1) Sobre la cuestión textual

El texto no ofrece dificultades de trasmisión escrita; las pocas variantes existentes permiten tomar el texto de B como el original. Es decir, en este caso se elimina el problema de la crí­tica textual.

2) Una primera visión del texto

La narración en cuestión consta de tres momentos: 1) camino hasta el sepulcro, con la anotación del tiempo, de las concurrentes y de su finalidad, más un diálogo entre ellas sobre la dificultad que van a encontrar, y la visión del sepulcro abierto (Me 16, 1-4); 2) los acontecimientos en el sepulcro, consistentes en la entrada a él, con la visión del joven y la reacción de las mujeres, el anun­cio de la resurrección y el mandato de comunicar a Pedro y los demás discípulos la próxima y prometida visión en Galilea (16, 5-7); 3) la salida del sepulcro con una nueva reacción de las mujeres y la anotación de que no dijeron nada a nadie (16, 8).

3) Hacia la distinción redacción-tradición

Un estudio comparativo con el material sinóptico (Mt 28, 1-8; Le 24, 1-12) es útil y necesario para poder establecer la posible forma de la tradición primera. Ya a primera vista existen

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profundas diferencias entre las tres narraciones. Se dan exacta­mente los mismos tres momentos, pero el contenido y la conti­nuidad del relato cambia radicalmente.

En el primer momento, los detalles de la finalidad han des­aparecido en Le y cambiado en Mt; el nombre de las mujeres es distinto en Mt y ha desaparecido en Le; el diálogo entre ellas ha desaparecido de ambos. Además, Mateo, por su parte, describe un seísmo y lo explica por la venida de un ángel (Mt 28, 2) que ha abierto el sepulcro.

En el segundo momento, es fácil advertir cómo Mateo ha suprimido la entrada de las mujeres a la tumba—-¿ antifeminismo semita?—, todo sucede fuera de ella. Y Lucas constata explícita­mente el hecho de que no encontraron el cadáver de Jesús. El mandato que da el ángel es diverso en Lucas, que ha suprimido el ir a Galilea del Resucitado. Mateo, que sí lo pone, describe este encuentro posteriormente (28, 16-20). El que da el anuncio es un ángel en Mt, y en Le dos varones.

En el tercer momento, toda la acción cambia. Ambos dicen que dieron el anuncio a los discípulos y Mateo intercala una apa­rición a las mujeres. Ambos también han suprimido el estupor de las mujeres, cuya reacción, en Mateo, es de alegría. Ambos finalmente relatarán posteriormente diversas apariciones de Jesús, mientras que en Marcos, el evangelio se concluye con esta na­rración.

Ante esta disparidad en medio de la coincidencia, es menester preguntarse por su mutua dependencia—cuestión sinóptica—, que podrá solucionarse provisoriamente con la hipótesis de la doble fuente, que en este caso resulta verídica. Se puede explicar, aun­que no entremos en ello por la obvia dificultad del espacio, las variantes de Mt y Le como introducciones de cada autor respec­tivo sobre el original de Marcos. Pero más importante aún es la cuestión de la delimitación, dentro ya exclusivamente de Marcos, del material que ha recibido de la tradición.

En el primer momento de la narración, es fácilmente detec-table la contradicción existente entre ir a embalsamar y el diálo­go que sostienen. Si tenían la intención de embalsamar 15, no es

15 No citamos en el texto el absurdo de ir a embalsamar un cadáver después de haber sido enterrado. Afirmación que está en contradición con la práctica judía.

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posible que no hubieran tenido en cuenta de que el sepulcro estaba cerrado, y que no podían abrirlo fácilmente.

Por otro lado, tenemos que los nombres de las mujeres que, en Marcos, son una recopilación de las que han estado asistiendo a la sepultura (15, 47) y a la crucifixión (15, 40). Mujeres, cuyos nombres no existen (Le) o se han cambiado (Mt) en la tradición sinóptica. Ambos puntos coinciden en afirmar que se trata de un añadido de Marcos. La razón por la que hizo este añadido no debe de estar muy lejos de la intención de constituir en testigos de la resurrección a los mismos que lo habían sido de la cruci­fixión y de la sepultura.

Es posible, entonces, que la noticia de la tradición, en este primer momento, contuviera exclusivamente la llegada de unas personas, quizás mujeres, a la tumba que está vacía.

En el segundo momento de la narración, en el anuncio del joven, hay dos momentos claramente contrapuestos: el anuncio de la resurrección y el mandato de comunicar a Pedro y los suyos la futura visión en Galilea. El primero es común a los otros si­nópticos, y el segundo ha sido reinterpretado (Mateo) o cambia­do de contenido (Lucas). Lo que nos hace dudar de la perte­nencia a la tradición de parte del segundo punto.

Tenemos tres datos complementarios que permiten elaborar una hipótesis: 1) el mandato está unido al anuncio de la resu­rrección, mediante una adversativa, que suele usar mucho Marcos; 2) está en relación con el secreto que guardaron las mujeres, pues­to que es lo único que se les manda hacer; 3) también está en relación con Me 14, 28, al que alude explícitamente con las pa­labras «como os dijo».

Ahora bien, si esta segunda parte de las palabras del joven fuese redaccionaí—aquí está la hipótesis—, nos encontramos con una narración comprensible en sí misma: las mujeres van al se­pulcro, se lo encuentran vacío, ven a un joven que les anuncia la resurrección y, ante este joven y el anuncio dado, se conmue­ven. Es decir, nos encontramos con una forma literaria concreta, que está redactada teniendo en cuenta el género literario de las teofanías.

Entonces, podemos concluir: los versículos 1, 3, 7 y 8b per­tenecen a la redacción del evangelista. Los restantes, a la tradi­ción primitiva.

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4) Sentido de la redacción de Marcos

Hecho este análisis, sigue en pie la pregunta primera, ¿qué nos ha querido decir el evangelista con estas modificaciones in­troducidas en el texto primitivo? Aquí se inicia la exégesis pro­piamente dicha.

El tema tratado es el de la experiencia de la resurrección 16, cómo es posible detectar la presencia del Resucitado. La tradi­ción ha puesto en sus manos la fe en la resurrección y una na­rración sobre ella, en la que el hecho se trasmite a través de un testimonio oral, que parte originariamente de un mensajero divino. Con lo que se insinúa ciertamente que la resurrección es algo que pertenece al orden y actuación de Dios.

Marcos ha reinterpretado la narración desde varios aspectos. Por un lado ha identificado la resurrección con la experiencia del Resucitado. No es importante que Jesús haya resucitado en el pasado, sino que pueda ser experimentado vivo en un pre­sente, o mejor, en un futuro respecto a los acontecimientos mis­mos. Este sentido parece tener la creación del mandato que da el joven: «buscáis a Jesús Nazareno, al crucificado. Resucitó, no está aquí. Mirad el lugar en que le pusieron (parte perteneciente a la tradición), pero id a decir..., etc». Frente a la noticia, la predicción de una experiencia sustitutiva, resucitó pero le veréis. La clase de experiencia a que se refiere habría que situarla, de seguir la línea de Marcos, posteriormente al estudio de Me 14, 28 y al significado que se dé a la palabra Galilea 17.

Por otro lado, ha cortado la línea histórica de testimonios ora­les de la resurrección. Para ello, ha introducido el llamado secreto de las mujeres, el hecho de que no dijeran nada a nadie. Nadie, ni siquiera los apóstoles, puede creer en la resurrección en virtud de un anuncio que se trasmita. Solamente se cree, cuando se ex­perimenta al Resucitado, cosa que sólo puede realizarse en Ga­lilea.

Estas son las líneas maestras que emergen de la narración de la tumba vacía tal y como la ha visto el redactor último del primer evangelio. Pero el análisis de la historia de la redacción no ha

18 La palabra «ver» no designa exclusivamente una experiencia visual en el lenguaje del Nuevo Testamento.

17 Cf. F. DE LA CALLE, Situación al servicio del Kerigma, Madrid, 1975, páginas 115-20 y 144-49.

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de quedarse aquí; ha de extender a todas y cada una de las narraciones de la obra literaria 18. Por esta razón, todos los es­tudios realizados hasta la fecha son parciales y distintos en su enfoque. Generalmente se estudia uno o varios episodios que se presuponen importantes, y se extienden las consecuencias del aná­lisis a toda la obra literaria. Por esta razón, el método de la historia de la redacción sigue abierto a futuras investigaciones, que vayan tras las huellas que permitan establecer el pensamiento de cada autor evangélico.

Este nivel de lectura, que compendiosamente hemos querido resumir, está abierto a los eruditos en la materia, a los pacientes y honradamente dedicados a la investigación de los evangelios. De aquí su necesidad, su función y su servicio a la comunidad cristiana. Su papel no puede ser sustituido por ningún otro, como tampoco él puede sustituir el de los demás, erigiéndose en el único poseedor de la verdad. Por encima de todo este trabajo sobre los libros sagrados del cristianismo, está su quintaesencia, lo que tradicionalmente se ha definido como espíritu, capaz de intuir la verdad última del evangelio desde la verdad de una vida auténticamente de fe.

2. Nivel de la tradición

La pregunta que se formula ante el texto evangélico la per­sona que se mueve en este nivel de lectura es: ¿qué historia presupone y condiciona cada uno de los relatos, aislados de su obra literaria? Es decir, ¿cómo y por qué y de dónde surgió cada una de las narraciones evangélicas?

En éste nivel, se consideran cada unidad narrativa aislada­mente; se agrupan por afinidades narrativas, los géneros literarios; se estudian comparativamente y se establecen unas leyes de evo­lución, detectando paralelamente la historia de la comunidad crea­dora, a partir de la problemática que se soluciona en el texto.

En la historia de la exégesis, este nivel de lectura se ha plan­teado, de alguna manera, desde siempre; pero sin las estrictas formulaciones que acompañan al método. Se habla en cualquier

18 El último de los momentos sería catalogar todo lo expresado por Marcos como parte del evangelio, como revelación de Dios en la historia (Me 1, 1).

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tipo de introducción a los evangelios de los destinatarios y de la problemática global que presenta cada uno de ellos; lo que, en cierta medida, es la misma pregunta a la que contesta parcial­mente la historia de las formas. La diferencia está en el encuadre estricto que proporciona el método, tomando las narraciones suel­tas y reconstruyendo la historia de la comunidad, que pudo no ser la del evangelista; los elementos se refieren a un época concreta.

Como hemos dicho anteriormente, la historia de las formas en cuanto método estricto surge alrededor de los años veinte en su aplicación a los evangelios sinópticos 19. El transfondo de la problemática común a toda la investigación bíblica fue la bús­queda de una historia de Jesús en que apoyar la fe cristiana. Al comprobarse que los evangelios sinópticos no daban, ni siquiera el de Marcos, la historia de los acontecimientos, porque entre la historia y los evangelios se alzaba la llamada teología de la co­munidad, se hizo acuciante estudiar ese período, con la ilusa esperanza de poder separar con algún método esa teología de la comunidad; el resultado debería ser el hallazgo de la historia. Las cosas, sin embargo, salieron mal, y el fruto fue la historia de la comunidad, y no la historia de los acontecimientos de Jesús.

a) El método en sí mismo

Siendo la finalidad del mismo estudiar las tradiciones pre-evangélicas, el primer momento tiene que ser necesariamente en­contrar estas tradiciones dentro de los relatos evangélicos. Esta búsqueda se ha efectuado de dos modos distintos, separando a los dos grandes autores que estudiaron el material sinóptico, Di-belius y Bultmann 20. Mientras que el primero separa el material un poco caprichosamente a partir de lo que él cree que es el contenido material de la forma 21, el segundo conjuga el estudio

19 El método había nacido anteriormente, con Gunkel, en 1906, apli-cándalo al Antiguo Testamento. Cf. Cap. I, nota 16.

-° Sus obras, respectivamente son Die Formgeschichte des Evange-liums (La historia de las formas de los evangelios), Tübingen, 1919 y Ges-chicbte der synoptischen Tradition (Historia de la tradición sinóptica, Gottingen, 1921. El tercer gran autor, que está en el origen del método, es K. L. SCHMIDT, con su obra Der Rahmen der Geschicbte Jestt (El marco de la historia de Jesús), Berlín, 1919.

21 Hablando en términos vulgares, la forma literaria es la manera con­creta en que se estructura cada uno de los géneros literarios.

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de cada forma literaria con el análisis literario, estableciendo de una manera gradual las partes del texto evangélico que provienen del redactor y las que encuentra éste en la tradición.

En un segundo momento, se catalogan las narraciones de una misma forma literaria. Lo que supone un conocimiento de formas afines en las distintas literaturas, so pena de efectuar una cata­logación quizás arbitraria. Esta catalogación alude generalmente al contenido principal de las narraciones. En cada autor se en­cuentran agrupaciones y denominaciones distintas. Y sigue siendo materia controvertida y abierta a nuevas interpretaciones. Así Bultmann establece los siguientes: dichos y material narrativo. Los primeros se subdividen en apotegmas o sentencias (dichos didácticos y resolutivos) y en dichos del Señor (logia o palabras, dichos proféticos y apocalípticos, legales y en primera persona, parábolas y semejanzas). Los segundos se subdividen en narracio­nes de milagros (de curaciones y sobre la naturaleza) y en anéc­dotas y leyendas.

En un tercer momento, se estudia la forma literaria en sí, tratando de establecer una forma primitiva y su evolución pos­terior. La forma primitiva, que se supone siempre más breve, da el material original, sobre el que se ha construido posteriormente. Este es el límite en profundidad histórica del método de la his­toria de las formas. Las adiciones posteriores permiten formular una hipótesis sobre el modo de crecimiento de estas tradiciones. Lógicamente está siempre presente el estudio comparativo sinóp­tico y de las tradiciones no bíblicas.

El resultado es el hallazgo de una narración, cuyo origen está situado en la vida concreta de una comunidad, que se mueve en un ámbito ideológico, cultural y religioso concreto; una narración que nos trasmite, junto con el contenido y la forma de expresarlo, el entorno ambiental de fe, su situación, el Sitz im Leben de la terminología técnica.

b) Un ejemplo

Tomemos el caso de la narración sobre la tumba vacía, del que hemos hablado anteriormente. Habíamos llegado a la con­clusión de que la narración primitiva contenía los siguientes mo­tivos: 1) llegada de unas mujeres al sepulcro, que encuentran

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abierto, y su admiración; 2) mensaje o anuncio de la resurrección por parte de un joven; 3) reacción de temor y estupefación ante el mensaje dado.

Por seguir alguna nomenclatura entre las existentes, este ma­terial habría que seleccionarlo entre las narraciones de tipo anec­dótico en razón de su contenido. Sin embargo, si nos fijamos aten­tamente, como hemos dicho anteriormente, se han introducido en ella motivos teofánicos, como son los del temor y estupéfación de las mujeres. Precisamente debido a este género, la tradición ha evolucionado hasta convertir al joven portador del anuncio en un ángel, en un enviado de lo alto (Mateo).

El centro de interés recae en el anuncio del joven: «No te­máis. Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado. Resucitó; no está aquí. Mirad el lugar en el que lo pusieron.»

Este anuncio de la resurrección entraña dos afirmaciones: la del hecho en sí y la invitación a la observación de la tumba. El joven actúa a la manera de un mensajero divino; la expresión «no temáis» está firmemente ligada a una revelación divina, como el temor de los destinatarios.

Ambas afirmaciones quedan explicadas por la intervención superior del enviado divino. Con lo que resulta evidente, que el problema de esa comunidad era explicar el hecho de que la tumba, en que estuviera históricamente el cuerpo de Jesús, apareciera vacía al tercer día de su muerte. Un dato de comprobación his­tórica, la tumba vacía, se explica con otro de fe, la resurrección, que sólo un mensajero de lo alto puede atestiguar.

La última pregunta o cuestión consistía en situar la narra­ción en un ambiente adecuado para su posible transmisión. La respuesta puede salir de la consideración del joven, que en rea­lidad es un ángel. Por esta coincidencia, es posible deducir que se trata de una especie de representación sagrada, en la que un joven toma el papel de ángel anunciador; y esta es la razón por la que continuó en la narración la palabra joven, tal como existe en Marcos. Tenemos así el contexto amplio de proclamación de la resurrección y el restringido de una acción cultual. Posible­mente, pues, esa narración nació y se transmitió en el culto que la comunidad de Jerusalén tributaba a la tumba vacía 22.

22 A esta conclusión, que modifica las anteriores opiniones sobre la

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3. Nivel de la historia

La pregunta sobre qué sucedió realmente o qué tienen de histórico cada uno de los relatos neotestamentarios es tan válida como las anteriores, y puede ser formulada a las narraciones evan­gélicas. Su respuesta constituye el tercer nivel de lectura posible del texto. Este interrogante ha sido el motor de toda investiga­ción neotestamentaria a partir del siglo xvui; es decir, está en la base de toda pregunta exegética.

Las metodologías usadas son múltiples, y van desde la pre­sunción ingenua de tomar por históricos todos y cada uno de los elementos del texto hasta el extremo opuesto de considerar como ficción los mismos elementos. La clave de interpretación de tan diversas posturas habría que buscarla en las distintas concep­ciones de lo histórico y en los presupuestos de cada lector.

En el primer capítulo dedicamos un apartado a los criterios hermenéuticos para llegar hasta la historia y su tremenda difi­cultad, al mismo tiempo que expusimos dos ejemplos. Sería el momento de no olvidar lo anteriormente dicho. De todos modos queremos recordar dos puntos.

El primero es que ninguno de los evangelios nos trasmite el orden continuado de los hechos y las palabras de Jesús. En 1919, L. Schmidt23 demostró ya que el material evangélico había sido ordenado, teniendo en cuenta unos principios que no eran ni históricos ni geográficos, sino de orden kerigmático o catequé-tico. Wrede 24, por otro lado, encontró que los datos históricos estaban ya interpretados en el nivel de cada evangelio por la que él llamó «teología de la comunidad». La pregunta, pues, sobre la historia de los acontecimientos no puede formularse a nivel del escrito evangélico, porque no puede responderla, sino que habrá que hacerla a cada una de las narraciones en particular.

El segundo consiste en tener en cuenta que no todos y cada uno de los elementos de cada unidad en particular son estricta­mente históricos, sino que reflejan la situación de fe de la co-

materia, ha llegado L. SCHENKE en Auíerstehungvekündigung und leeres Grab. Eine traditionsgeschichtliche Untersuchung von Mk. 16, 1-8 (Anuncio de la resurrección y tumba vacía. Un análisis de la tradición de Me 16, 1-8), Stutta;art, 1969.

=3 Cf. nota 20. 24 Cf. nota 11.

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munidad que formuló cada una de estas mismas narraciones. Son los resultados genéricos de los estudios de la historia de las formas que hemos visto anteriormente.

Con lo cual el problema se sitúa ahora en determinar qué elementos de la tradición son estrictamente históricos; problema hasta ahora insoluble y que sigue proporcionando una abundante literatura.

III. OTRAS INTERPRETACIONES O LECTURAS POSIBLES

Hemos descrito hasta ahora los niveles de lectura científica del texto evangélico y los métodos más adecuados para efectuar­las, de acuerdo con los descubrimientos e investigaciones de nues­tra cultura occidental. Si quisiéramos resumirlos más brevemente aún, tendríamos que decir que es necesario respetar esos tres niveles, porque se encuentran realmente en el texto, que se ha formado a través de esos tres pasos. Y que el único modo acer­tado de aproximarse a esos niveles parte de la sabia y pulcra distinción en el texto de esos mismos niveles. El valor de cual­quier interpretación queda pendiente de la veracidad con que se haya hecho la delimitación entre el material que ha recibido el autor como perteneciente a la historia o a la tradición, y el que ha surgido de sus manos con intención de ejecutar la obra literaria. Es decir, toda interpretación, a cualquier nivel que se mueva, queda radicalmente relativizada, y la verdad absoluta cada vez parece quedar más lejos e inalcanzable.

Pero no toda lectura neotestamentaria o evangélica se efectúa con estas metodologías ni con estas metas. Existen otros méto­dos, más o menos científicos, como la nueva «lectura materia­lista» y la «metodología estructural». Existen otros niveles de lectura por parte del lugar y del tiempo en que se verifica, como la lectura litúrgica; o por parte de los individuos o grupos, más o menos informales, que buscan algún contacto con el cristia­nismo. Nos sentimos en la obligación de describirlos y comen­tarlos, aunque sea brevemente.

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1. La lectura materialista

Como se desprende del adjetivo materialista, este tipo de lec­tura trata de explicar el texto a partir del concepto de «praxis» marxista. La clásica lucha de clases en un medio socioeconómico concreto es el factor decisivo del nacimiento de estos escritos. Por lo demás, las restantes influencias, religiosas, morales, etc., influyen, en cuanto inciden en la praxis, y no en cuanto a for­mulaciones teóricas.

Es difícil todavía hablar de resultados de este método, ya que existen pocas publicaciones serias al respecto 25. Hasta ahora ha sido más bien una utilización de algunos datos neotestamen-tarios, tomados a distintos niveles, y más o menos hábilmente manejados, para probar las propias hipótesis de los autores. En realidad, les falta totalmente una aproximación seria a las fuen­tes evangélicas, realizada con la única arma con que es posible hacerla, con un estudio literario de los textos.

En realidad, pues, no es una lectura que emerja de dentro del mismo texto, sino una paráfrasis del mismo, al leerlo fuera de su contexto. Algo así a lo que nos tenían habituados los teó­logos de la vieja escuela, que intentaban probar cualquier tipo de tesis dogmática con una frase del evangelio.

Ciertamente que en la elaboración de los escritos evangélicos han debido de intervenir la praxis de la comunidad primitiva, pero el punto de referencia, desde el que es menester comprender esta praxis, no está tanto en el medio socioeconómico cuanto en la fe en Jesús. Lo que ciertamente lleva también emparejado una perspectiva sobre el plano de lo socioeconómico. La lucha de clases no es ninguna panacea para interpretar el texto evangélico ni sus orígenes.

2. El método estructural

Se trata de la aplicación de este método de análisis, nacido de la lingüística y pretendido extender a todos los campos del

25 Podemos citar la obra principal, de F. BELO, Lectura materialista del evangelio de Marcos, Estella, 1975. El original francés salió en 1974. Desde la intención de exponer los principios del cristianismo, G. PUENTE OJEA, Ideología e Historia. La formación del cristianismo como fenómeno ideológico, Madrid, 1974.

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saber, a los relatos bíblicos. Ha producido ya alguna literatura, y se extiende sobre todo en el ambiente francés, en donde se edita incluso un boletín al respecto 26. Este método pretende hallar una respuesta no al sentido de los textos en sí, sino al por qué y cómo tienen un sentido. No intenta ser o hacer una hermenéu­tica, sino describir las relaciones que han llevado a la estructu­ración de una narración cualquiera. El análisis es de tipo doble, narrativo y discursivo. El primero estudia el orden, la concate­nación mediante la que se organiza el texto. El segundo estudia las contraposiciones existentes al orden anterior. Estas contrapo­siciones son las que dan sentido al texto.

Este método analítico lleva emparejado el riesgo de convertir la interpretación en una matemática, como puede apreciarse en el uso que del método hace Belo. Y tiene el terrible inconve­niente de entremezclar los distintos estratos evangélicos—histo­ria, tradición y redacción—en una sublime amalgama opaca y poco verosímil. Por lo demás, es necesario dar tiempo al tiempo, y que los autores de esta tendencia lleguen a asimilar los re­sultados exegéticos de las generaciones anteriores.

3. La lectura litúrgica

Es la que se verifica en las reuniones religiosas oficiales de las iglesias cristianas. Generalmente este tipo de lectura está concebida, dentro del catolicismo, como entorno ambiental de los sacramentos, sin que tengan entidad fuera de la celebración sa­cramental; aunque no hace mucho han empezado a instituirse las llamadas paralitúrgicas, en las que la lectura del texto adquiere mayor importancia.

Existe una cierta tendencia que encuentra en esta lectura, llamada proclamación, el lugar adecuado del texto bíblico. La antigua palabra que estaba escrita resucita en su molde oral pri­migenio. No será necesario decir que esa resurrección es pura­mente material.

Si analizamos un poco críticamente esta lectura, nos encontra­mos con que el criterio principal en la elección de los textos ha

Sémiotique el Bible, Lyon.

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sido la acomodación de éstos a los tiempos litúrgicos fuertes, de­jando una especie de lectura continua para los restantes tiempos. En pascua, cuaresma y adviento, se han elegido los textos de acuerdo con el teórico espíritu de estos mismos tiempos; en los restantes se ha dejado una especie de lectura continua. Esto, en la liturgia diaria que afecta a la eucaristía y al breviario. En los otros sacramentos y en las liturgias de difuntos y algunas festi­vidades, se han elegido textos de acuerdo con dichos oficios. Es decir, priva el sentido litúrgico o el santoral o la celebración res­pectiva sobre el sentido evangélico.

Es necesario decir también que, en líneas generales, la elec­ción de estos textos para acoplarlos al contexto litúrgico está bastante mal realizada. No tanto porque sea imposible ajustar un evangelio a las categorías litúrgicas actuales, con su ritmo de celebrar anualmente los acontecimientos de Jesús, sino porque las relaciones de las distintas lecturas—Antiguo Testamento, Epís­tolas, Evangelios—entre sí apenas si existe, y porque los mismos textos se encuentran mutilados las más de las veces, faltando su inicio literario o su conclusión.

Pero, aparte de este tonto purismo exegético, esta lectura li­túrgica, que suele ser la única de la gran mayoría de las personas que frecuentan las liturgias, se ha convertido en una jerga ininte­ligible, que pocas veces aclara la correspondiente homilía. De hecho este tipo de lectura se ha vuelto la menos bíblica, la menos válida, la menos inteligible.

4. La lectura privada o en grupos

En su lugar, se va estableciendo cada vez más el acceso a los evangelios desde una lectura individual, a veces comentada en pequeños grupos, a veces dirigida. Es, quizás, el ambiente más prometedor y en el que, sin tanto rigorismo científico, se está conectando con el genuino sentido del evangelio, con la vida.

Existe ciertamente el riesgo del subjetivismo, de interpretar cada uno según sus criterios; pero este riesgo, que no es mayor que el de la interpretación científica, tiene que ser suplido con una fuerte dosis de apertura. Apertura a poder estar equivocados,

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apertura a las interpretaciones de los demás, apertura a las ra­zones por las que se elige un sentido y no otro.

La lectura adquiere sentido total cuando en la vida se da la exigencia cristiana. Detenerse en la historia del pasado, en los jeribeques estilísticos o en teorías que queremos demostrar, es cerrar las puertas al auténtico sentido evangélico. A nadie está vedado comprender la mayoría de las palabras de Jesús, y le­yendo atentamente cada evangelio, incluso saber el sentido de muchas de sus acciones. En un camino cuya meta está siempre más allá, creo que es bastante.

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN Pág. 7

I. HISTORIA Y EVANGELIOS 11

I. Evangelios e historia científica 15 1. La angostura de la historia 15 2. La vaguedad de la historia escrita 19 3. Conclusión 22

II . Los evangelios como fuentes para la historia. 22 1. Los evangelios como fuentes 23 2. Fuentes de la historia en los evangelios ... 24 3. Criterios hermenéuticos para llegar hasta

la historia 25 4. Dos ejemplos aclaratorios 28

III . Fe e historia 31 1. La verdad en las historias 31 2. La fe en Jesús 32

II . ANTES DE LOS EVANGELIOS 35

I. La fe creadora 38

II . La tradición palestina 41 1. Ideología 41 2. Material 43 3. Formulaciones 45

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III . La tradición helenista 52 1. Ideología 52 2. Material ... ..' 54 3. Formulaciones 55

LOS EVANGELIOS 6 1

I. El evangelio llamado de Marcos 64 1. Material usado y modo de organizarlo ... 66 2. Fecha, lugar y autor 68

II . El evangelio llamado de Mateo 70 1. Material usado y modo de organizarlo ... 73 2. Fecha, lugar y autor 76

III . El evangelio llamado de Lucas 78 1. Material usado y modo de organizarlo ... 79 2. Fecha, lugar y autor 82

IV. El evangelio llamado de Juan 84 1. Material usado y modo de organizarlo ... 86 2. Fecha, lugar y autor 92

LA OBRA DE LA COMUNIDAD 95

I. La elección de los libros sagrados 98

II . La diversidad de los escritos 101 1. El Antiguo Testamento 101 2. El Nuevo Testamento 104

III . Valor de estos escritos 109 1. En relación con sus orígenes 110 2. Los evangelios y la comunidad 114 3. Los planteamientos de nuestro tiempo ... 116

LAS LECTURAS DEL EVANGELIO 121

I. Dificultades que relativizan toda lectura 124 1. La dificultad del texto 124 2. La dificultad de las interpretaciones 126

II . Tres posibles niveles de lectura 128 1. Nivel de la redacción 129 2. Nivel de la tradición 137 3. Nivel de la historia 141

III . Otras interpretaciones o lecturas posibles ... 142 1. La lectura materialista 143 2. El método estructural 143 3. La lectura litúrgica 144 4. La lectura privada o en grupos 145