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Material en proceso de revisión No se permite su divulgación De los edictos policiales a las leyes sobre drogas: persecución de la intoxicación, el tráfico y tenencia de estupefacientes El proceso de construcción del Estado Argentino encuentra su mímesis en la organización de las policías en Buenos Aires. Sus etapas de consolidación coinciden con la creación de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires (1822-1880) y Policía de la Capital (1880-1943), antecedente esta última de la actual Policía Federal Argentina. En el primer caso, la institucionalización de la policía comprende el largo y convulsionado período que va desde la gobernación de Martín Rodríguez hasta la federalización del territorio como distrito sede del gobierno nacional y la separación político- administrativa con la provincia y su flamante ciudad cabecera, La Plata. Por su parte, el nacimiento de la Policía de la Capital representa la cristalización del proyecto de país de identidad política unitaria y matriz agro-exportadora. Esta configuración procuraba dejar atrás dos décadas de convulsión interna y tensiones con las naciones vecinas, marcadas por la violencia política en el enfrentamiento ente la Confederación y Buenos Aires, la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay (1865- 1875) y los levantamientos armados facciosos (1872 y 1878). Asimismo, al interior de la propia historia de ambas policías la continuidad institucional no está exenta de rupturas y transformaciones. Al respecto, Diego Galeano (2016) refiere que con la creación de la Municipalidad de Buenos Aires en 1853 se produjo un punto de tensión con “las prerrogativas policiales en el gobierno de la ciudad” (13). Esa disputa se debía a la negativa de los Comisarios de policía a ceder el dominio soberano del control del barrio asignado y su gobierno a través de los “ Edictos

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De los edictos policiales a las leyes sobre drogas: persecución de la intoxicación, el

tráfico y tenencia de estupefacientes

El proceso de construcción del Estado Argentino encuentra su mímesis en la

organización de las policías en Buenos Aires. Sus etapas de consolidación coinciden

con la creación de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires (1822-1880) y Policía de la

Capital (1880-1943), antecedente esta última de la actual Policía Federal Argentina. En

el primer caso, la institucionalización de la policía comprende el largo y convulsionado

período que va desde la gobernación de Martín Rodríguez hasta la federalización del

territorio como distrito sede del gobierno nacional y la separación político-

administrativa con la provincia y su flamante ciudad cabecera, La Plata.

Por su parte, el nacimiento de la Policía de la Capital representa la cristalización

del proyecto de país de identidad política unitaria y matriz agro-exportadora. Esta

configuración procuraba dejar atrás dos décadas de convulsión interna y tensiones con

las naciones vecinas, marcadas por la violencia política en el enfrentamiento ente la

Confederación y Buenos Aires, la guerra de la Triple Alianza contra el Paraguay (1865-

1875) y los levantamientos armados facciosos (1872 y 1878).

Asimismo, al interior de la propia historia de ambas policías la continuidad

institucional no está exenta de rupturas y transformaciones. Al respecto, Diego Galeano

(2016) refiere que con la creación de la Municipalidad de Buenos Aires en 1853 se

produjo un punto de tensión con “las prerrogativas policiales en el gobierno de la

ciudad” (13). Esa disputa se debía a la negativa de los Comisarios de policía a ceder el

dominio soberano del control del barrio asignado y su gobierno a través de los “Edictos

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de Policía”, prescripciones que orientaban a los habitantes de la ciudad sobre las

conductas que serían objeto de intervención de la autoridad. El autor comenta que los

mismos eran “difundidos por medio de afiches que se colocaban a la vista en parajes

públicos y que también eran leídos en voz alta por pregoneros” (14).

El proceso de independencia de la Corona Española configuró un escenario de

disputas y tensiones que dificultaron la gobernabilidad de las autoridades locales. A las

tensiones políticas surgidas de los intereses sectarios de los distintos actores del

momento se sumaba la percepción de la población sobre el riesgo que implicaba la

presencia de personas que se mantenían en los márgenes del control público.

Casagrande (2014) destaca la confluencia de “los intereses de algunos vecinos,

hacendados y autoridades locales” en el afán de disciplinar a quienes no se mostraban

dispuestos a ceder su voluntad a las autoridades políticas. En este sentido, la acción

sobre éstos “se haría bajo el pretexto del clamor del ´pueblo fundando tras la figura de

la vagancia: la producción de un orden (270).

En el marco de las reformas administrativas del año 1821 que Bernardino

Rivadavia impulsó durante la gobernación de Martín Rodríguez se creó el

Departamento General de Policía de la Ciudad de Buenos Aires. Desde su inicio, este

cuerpo policial se constituyó como un actor que disputó competencias en el

establecimiento y desarrollo de la justicia en esta nueva etapa del país. Las comisarías

intervenían, a través de los Edictos de Policía, en asuntos de poca relevancia jurídica

pero de alto impacto en la vida de la población.

Asimismo, las transformaciones de época alcanzaron a las estructuras de

Justicia. Los Alcaldes de la Hermandad fueron reemplazados nominalmente por la

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figura de los Jueces de Paz. Si bien este desplazamiento implicó más una continuidad

que un cambio, en tanto los magistrados nombrados para la nueva función seguían

siendo los mismos, sus funciones efectivas de administración de justicia disputaban el

límite de actuación con la de los funcionarios policiales.

Para Casagrande (2014) esta puja por el gobierno de la vida pública no es sino

una lectura entre otras posibles. Donde algunos autores sólo señalan una compulsa de

intereses, su lectura marca una intencionalidad de complementariedad. En tal sentido,

sostiene que la sanción de la Ley del 24 de diciembre de 1821 instituyó “una doble

estructura de control social: por un lado, una judicial y por otro, una policial; las

cuales tendrían una expansión en el territorio que no sólo abarcaría la ciudad sino

que, con una similar proyección de orden, desplegarían sus funciones y tareas por la

campaña” (302). No obstante, explica la dificultad de subsumir ambas estructuras más

allá de los límites de la ciudad, donde la superposición de actores institucionales con

intereses particulares contrapuestos era mayor, a la vez que se contaba con menos

mecanismos de regulación política.

Sofía Tiscornia (2004) señala que desde su misma fundación el poder de policía

“no es poder penal ni es auxiliar de la justicia, sino puro poder policial” (86). Esta

malla de configuración de identidad en el borde de la seguridad pública y la

magistratura de facto se evidencia en la aprobación del Reglamento de Policía del año

1868, bajo la conducción institucional de Enrique O´Gorman. En la tipología de

crímenes, delitos y faltas, la policía retiene su competencia de intervención exclusiva en

la persecución de infracciones que no implicasen derechos regulados por las

magistraturas mayores. Por su parte, Diego Galeano (2016) refiere que en su redacción

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se reintroducen las categorías de clasificación de las personas propias que se habían

producido en los Bandos de Buen Gobierno del período colonial.

La redacción del Reglamento de Policía respondía también al segundo eje de

tensión institucional: la creación de la Municipalidad de Buenos Aires en el mes de

mayo del año 1853. Con su formación se produjo una compulsa entre policía y

municipalidad por la intervención frente a los asuntos relativos a la violación del orden

contravencional. La federalización de la ciudad de Buenos Aires en 1880 implicó la

sesión de instituciones provinciales a la esfera de gobierno de la Nación. Entre ellas, la

creación de la Policía de la Capital como sustituto del anterior cuerpo policial1. Si bien

este nuevo cuerpo dependía directamente del Ministerio del Interior de la Nación, al

tener su asiento en la ciudad, la disputa con el poder de policía del Municipio, lejos de

apaciguarse, con la sanción de la Ley orgánica municipal en el año 1882 y la creación

del Cuerpo de Inspectores Municipales2 escaló hasta la confrontación lisa y llana sobre

las competencias en cada una de las áreas que podían presentar un carácter difuso.

Esta tirantez se mantendría como una marca de relación entre ambas

instituciones a lo largo de ese siglo y parte del siguiente. Como ilustración de esta

tensión Francisco Romay (1978) hace referencia al intento de reedición en 1935 por

parte de la Municipalidad de “la mal llamada ´Policía Municipal , que ensayara sin

1 El 9 de diciembre de 1880 asumió como primer Jefe de la Policía de la Capital el Doctor Marcos Paz (h). Ese

mismo día, el Coronel Julio Dantas, quien había sido hasta allí el Jefe de la Policía de la Ciudad de Buenos Aires, presentó su renuncia al Ministro del Interior, el Doctor Antonio del Viso. Poco menos de un mes después la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires trató un proyecto de Ley para la creación de la policía provincial. Finalmente, el 13 de diciembre el Poder Ejecutivo provincial promulgó la Ley de creación de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, cuyo primer Jefe fue el Coronel Dantas. 2 Las disputas no sólo se centraban en la competencia frente a determinadas faltas sino también en el cobro de multas que se estipulaban en los Edictos de Policía y que manejaba la Jefatura con discrecionalidad y la administración del “dinero de las multas por infracciones a sus ordenanzas” que la Municipalidad le reclamaba a la Policía (Galeano, 2016: 35).

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éxito en 1910 y que fracasara por la resistencia del público a los ´varitas´ (inspectores

municipales), y la oposición del entonces Jefe de Policía…” (329). En esa nueva

embestida del poder municipal por retomar el control de los asuntos relacionados al

tránsito de la ciudad, se dio con el nombramiento de treinta y cinco inspectores que

pasaban a depender de la Dirección de Tráfico Municipal, con poder de policía,

uniforme y armamento de fuego. Las gestiones personales del General Juan Esteban

Vacarezza, quien ocupaba la Jefatura de Policía de la Capital, ante el Ministro del

Interior, alcanzaron un éxito parcial. Si bien lograron el desarme de los agentes

municipales, el cuerpo de inspectores continuó en funciones. Recién en el año 1966,

con la sanción de la Ley 16.979, “la Policía Federal logró su desaparición” y recuperó

la “competencia exclusiva en el ordenamiento y dirección de tránsito de la ciudad de

Buenos Aires” (329).

La resistencia de los órganos de administración de la Justicia y del gobierno

Municipalidad a la gestión policial del territorio mediante la discrecionalidad del

sistema de contravenciones se extendió hasta finales del siglo XX. El poder

contravencional nacido en el período colonial tardío respondía al intento de

construcción, por parte las elites económicas y políticas, de un orden capaz de

disciplinar a la población sin las dilaciones que suponían los tiempos judiciales.

Sobre la construcción normativa de los Edictos de Policía, Sofía Tiscornia

(2004) señala la creación de una serie de figuras sobre las que se accionaba el afán

correctivo de los uniformados. Destaca allí tres grandes grupos de conductas sobre las

que se debía intervenir para corregir: las acciones “contra el orden público”, “contra las

buenas costumbres” y “contra la seguridad personal”.

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Respecto del primer grupo, la autora señala diversas formas de atentar contra las

autoridades, sean estas políticas, del campo religioso o bien judicial. Como ejemplo

enumera las “reuniones, divulgación de impresos, demandas por reos políticos” (82).

Pero también lista las diversas formas de resistencia a la autoridad policial, las

conductas que alteren a terceros y aquellos que falseasen su identidad. Las acciones

reunidas en el campo de los atentados contra las “buenas costumbres” se vinculan a los

juegos de azar, la adivinación y el curanderismo, las exhibiciones obscenas, la

mendicidad, los estados de ebriedad y “los que exhiban deformidades o llagas”. Por

último, los atentados contra la seguridad personal se relacionan con las huelgas y

quienes se encuentren en “posesión de ganzúas y llaves falsas”, y demás actos que

resulta complejo resumir en un mismo agrupamiento.

Una vez finalizadas las luchas internas y la guerra contra el Paraguay, la

desmovilización de las tropas que hasta ese momento habían servido a causas

reconocidas como válidas, se volvió una amenaza al orden público. Las clases

dominantes vieron en esas figuras errantes, sin ocupación ni documentación probatoria

de identidad un factor que ponía en riesgo su privilegiada tranquilidad (Sedrán, 2012).

Además del aumento de los altercados, temían que esos brazos acostumbrados a la

fuerza física y al ejercicio de la violencia se volcasen como “fuerzas de choque” de

sectores políticos opositores.

En este contexto, la intervención policial sobre vagos y mal entretenidos recobró

un impulso ejemplificador. En el reparto de competencias con los agentes del poder

judicial y con los municipales, la acción directa sobre los fenómenos de vagabundeo y

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conductas errantes constituyó una competencia exclusiva de los funcionarios policiales,

tal como se señala en el siguiente apartado:

Con respecto a la vagancia se pudo observar que la misma se convertiría por

la vía del poder reglamentario en materia exclusiva de la policía, quedando

en las demás autoridades y ciudadanos una tarea de comisión o

colaboración con esta institución primordial. El segundo elemento se

compondría de la regulación de su accionar presentándolo como

desprendido de la necesidad de un proceso extensivo, con lo cual desde la

misma praxis se buscaba aislar el elemento de juzgamiento de su accionar,

eludiendo y separando así su competencia de la “magistratura de pura

dignidad”. El tercer elemento sería una resultante de los dos puntos

referenciados y consistiría en la posibilidad de penalizar con un

abreviadísimo proceso oral generando un ámbito de castigo

desprocesalizado sin inquietar las voces de los vecinos y magistrados. Este

elemento se inscribiría en una delgada línea que dividía la función

“preventiva” del control que había signado la impronta de la “policía” no

como institución sino como materia- y el “castigo expeditivo” que el

Gobierno exigiría (Casagrande, 2014: 315).

Hacia finales de la década de 1860 las contravenciones en materia de bebidas

alcohólicas estaban dirigidas fundamentalmente hacia las bocas de expendio3. En ese

3 Sandra Gayol (2000) señala el desplazamiento lógico que supone la normativa respecto del sujeto responsable de la intoxicación alcohólica. Si bien considera que la persona que se embriaga es quien comete la falta contravencional, ésta no tendría lugar de no existir un facilitador; en este caso, el propietario o encargado del local que posibilitó la adquisición de la bebida. Por tanto, según este criterio, el peso de la sanción debía caer con mayor severidad sobre el facilitador que sobre la persona embriagada.

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momento las pulperías comenzaban a perder su lugar central como espacios de

encuentro de los habitantes de la ciudad en favor de otras locaciones tales como

bodegones y cafés. Al respecto, Sandra Gayol (2000) señala que los “despachos de

bebidas y cafés fueron los lugares de encuentro más frecuentados. Complemento y

hasta sustituto de una vivienda miserable se transformaron en la caja de resonancia de

las transformaciones y de la cada vez más compleja problemática urbana” (30).

Buenos Aires contaba por entonces con doscientos cafés y más de doscientos treinta

despachos de bebidas.

Si bien los reglamentos policiales no penaban el consumo de bebidas

alcohólicas, habilitaban a la detención de personas ebrias bajo la figura de “alteración

del orden público” (Galeano, 2016). La intervención policial en este campo plantea una

situación paradójica: en primer lugar, no prohíbe el consumo de alcohol pero acciona

contra quienes suministran las bebidas. En segundo lugar, no veda la ingesta en sí

misma pero una vez que la persona bebió, se convierte en objeto de persecución. En el

año 1869 las detenciones por ebriedad y alteración del orden público superaban con

holgura a las demás categorías de arrestos.

El afán civilizatorio de los Edictos de Policía chocaba contra una realidad en el

interior de la misma institución. La conformación de la tropa policial representaba un

problema para las autoridades políticas. En 1860 dos terceras partes de los policías de la

Ciudad habían sido ex presidiarios y soldados. Poco más de una década después, las

filas policiales contaban con un escueto 16,7% de argentinos. Los restantes miembros

de la fuerza eran mayormente de nacionalidad italiana y española, llegando a registrarse

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la presencia de 26 ingleses y 15 belgas, entre tantos otros4. Esta composición implicaba

una dificultad para la institución, en tanto muchos de aquellos que prestaban servicio no

conocían la ciudad ni hablaban el idioma español.

Asimismo, no eran infrecuentes las denuncias de vecinos por conductas

violentas de los uniformados. Los documentos de época señalan situaciones en las que

los propios agentes del orden se embriagaban y participaban de delitos y grescas. Para

graficar estas situaciones, Gayol (1996) reproduce algunos registros de los Libros de

Notas de la Policía de la sección 20 del barrio de La Boca: “entre el 31 de Marzo y el 27

de Diciembre de 1877 de un total de 62 vigilantes 53 dejan de cumplir funciones

después de haber sufrido arresto en más de una ocasión. De ese total de 53, 30 son

expulsados por ebriedad…” (127).

Las elites gobernantes veían cómo se diluían las esperanzas cifradas en poder

civilizatorio de la inmigración europea. Contrariamente a sus expectativas iniciales, los

cientos de miles que ingresaban por el puerto de Buenos Aires se sumaban al caos

urbano y alejaban en cada incivilidad producida el sueño de una nación industrial

desarrollada: “…hacia finales de siglo se estaba diluyendo la idea de que Europa

aportaría el ´espíritu moderno y la civilización de la mano del aporte inmigratorio. La

imagen del inmigrante civilizado y civilizador estaba dando paso a una percepción

4 La composición cosmopolita de la Policía de la Ciudad se trasvasaría a la Policía de la Capital. En el año

1927 la Jefatura realizó un relevamiento sobre las nacionalidades de origen de su personal subalterno. El predominio de agentes nativos era cercano al 90%. El resto de la fuerza se conformaba con extranjeros naturalizados provenientes en su gran mayoría de España e Italia, un número significativo de personal nacido en países vecinos y cerca de 50 agentes de latitudes muy diversas, tales como turcos, ingleses, árabes griegos, un japonés, un ruso y un belga, entre otros. Diez años después, el Secretario General de la institución, Capitán Guillermo Sanmarco, realizó un nuevo estudio que, además de identificar el origen nacional de los efectivos, indagaba sobre el estado civil y la distribución dentro de las funciones de la institución. De un total de 12.688 funcionarios, los naturales representaban el 93% (11.817). Los 871 extranjeros mostraban una composición similar al de la década anterior, salvo la incorporación de agentes provenientes de Hungría, Siria y un agente ucraniano (Romay, 1978, Tomo VII).

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más devaluada de las capacidades de éste para importar progreso e instituciones

avanzadas” (Quijada, 2000: 390).

Los inmigrantes que llegaban eran mayormente hombres jóvenes solos que

buscaban asociarse con sus connacionales de origen para intentar alcanzar alguna

posición de trabajo en un mercado laboral saturado. El hacinamiento en las viviendas

precarias cercanas al puerto, las pobres condiciones de vida de los arrabales de la

ciudad y la histórica incivilidad de la campaña tiñeron de frustración a los espíritus que

habían soñado con una metrópolis moderna y ordenada5. Lila Caimari (2004) cuantifica

este salto demográfico de la Reina del Plata, señalando que el crecimiento urbano había

pasado de 187 habitantes en 1869 a superar el millón y medio apenas cuarenta y cinco

años después.

La epidemia de fiebre amarilla que en 1871 se cobró la vida de 13.600 personas

dejó en evidencia la precariedad de una metrópoli que crecía a un ritmo acelerado sin

planificación urbana ni ordenamientos que garantizasen condiciones mínimas de

salubridad. Es entonces cuando la voz de los “higienistas” se alzó como discurso

ordenador del caos. “Nada parecía escapar a su agenda: con énfasis diferentes según

los momentos, el higienismo se ocupaba de lo técnico y lo moral, de la pobreza de las

masas y de la modernización del equipamiento urbano” (Caimari, 2004: 77).

La ciudad era percibida como un espacio caótico, una Babilonia poblada por

recién llegados a los que no lograba cobijar ni contener. Terreno propicio para la

aparición de conductas criminales y diversos actos ajenos a las “buenas costumbres”, el

espacio citadino se pobló de despachos de bebidas y cafetines, prostíbulos y salas de

5 La ciudad de Buenos Aires contaba a fines de 1887 con poco más de dos mil ochocientos conventillos, en los que vivían casi un tercio de la población (Poy Piñeiro, 2013).

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juegos de azar. Las calles vieron nacer la incivilidad de los lunfardos, los desbordes de

las bandas de niños, los rateros, arrebatadores, escruchantes, cuenteros del tío, y otras

tantas categorías de una extensa galería de “otros peligrosos”6.

En este escenario la criminología encontró un terreno fértil para su desarrollo en

Argentina. Con la fe puesta en hallar soluciones basadas en evidencias científicas a

estos problemas sociales generalizados, el positivismo criminológico construyó un

corpus teórico con efectos significativos en el plano político. Los discursos del

higienismo confluyeron con la sociología y el saber jurídico, tensionando las

explicaciones sobre la determinación causal del delito entre las disposiciones biológicas

y la incidencia de los factores ambientales.

La relación entre el saber de la ciencia y el proyecto político del liberalismo que

pretendía modificar la realidad de esta parte del mundo, proyectándola como

continuación de los centros de modernidad mundial, tiene en la peste amarilla un punto

de inflexión, la evidencia de un cuerpo social que requiere de una terapéutica

transformadora.

Al respecto, Jorge Salessi (1995) costura esta conjunción de actores e

intenciones con las siguientes palabras:

Después de la epidemia de 1871 los representantes de los intereses de

Buenos Aires exigieron que la gran prioridad nacional fuera la cura de una

ciudad representada como un cuerpo enfermo, de interior putrefacto y

6 Caimari (2004) hace referencia a los análisis del criminólogo italiano Miguel Lancelotti, quien en 1914 estimaba que en Buenos Aires había cerca de veinte mil adultos viviendo fuera de los márgenes de la Ley y a los del comisario de investigaciones José Rossi, quien sostenía en 1903 la proporción de un delincuente profesional –lunfardo- cada quince adultos.

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superficies llagadas. Al mismo tiempo que la figura de la nación/cuerpo

empezó a ser reemplazada por la imagen de la ciudad/ cuerpo, Facundo,

Francia o Rosas, las excreciones internas que cortaban la circulación de los

líquidos vivificantes en el texto de Sarmiento fueron reemplazadas por la

representación del "cáncer que nos devora", y a curarlo se convocó a todos

los "gobiernos liberales", representantes de Buenos Aires o del resto de las

provincias… (21).

El proyecto político liberal para la curación del “cáncer” que retenía al país de

su camino de progreso encontró en la propia construcción modernista el límite a sus

afanes terapéuticos. La producción de una nación moderna implicaba, entre otras

cuestiones, el abandono de las prácticas bárbaras de castigo y penalización. La

teatralidad de la justicia mortificando el cuerpo de los reos en el espacio público

necesitaba ser reemplazada por una matriz utilitarista y racionalista, de base ilustrada y

científica.

La reconstrucción del proceso de creación del sistema penal moderno en

Argentina, muestra la coexistencia temporal de los defensores del castigo explícito y la

pena de muerte como factor aleccionador con la visión de quienes impulsaban la

creación de los institutos penitenciarios “civilizados”. Si bien la perspectiva de éstos

últimos fue ganando terreno, lo que se verifica en la modernización de la infraestructura

carcelaria, la pena de muerte sobrevivió como metodología punitiva hasta su abolición

en el año 1922 (Caimari, 2004).

Esta humanización del campo penal no desarticuló la visión de urgencia de

progreso que impulsaba el liberalismo vernáculo y su concomitante evocación a la

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fuerza para ajustar al nuevo orden a los sectores poblacionales que habitaban los

márgenes de la civilización, tanto simbólicos como geográficos. Una muestra del

abandono del discurso humanista en pos del uso de la violencia como herramienta

política lo constituyen las campañas de exterminio de los pueblos originarios llevadas

adelante por el Ejército Argentino, en las denominadas Campañas al desierto entre los

años 1878 y 18857.

El otro frente “civilizador” mediante el uso de la fuerza estuvo constituido por la

acción directa sobre los habitantes de los caseríos, conventillos y arrabales, como así

también contra quienes mostraban vagabundeo y conductas erráticas y fuera de la Ley.

Para este segundo universo de intervención, las elites gobernantes encomendaron su

ejecución a la Policía. Al tiempo que los discursos biempensantes se multiplicaban en

los estrados, bancas y espacios académicos, el accionar policial sobre los

“perjudiciales” reproducía las modalidades heredadas desde la colonia y el gobierno de

la campaña.

Entre los años 1883 y 1888 se produjo una significativa devaluación del peso, lo

cual significó un deterioro en las condiciones de vida y el inicio de un período de

7 Las repercusiones de las campañas para ampliar la base territorial del Estado tuvieron detractores en las mismas filas de quienes impulsaban el proyecto de modernización del país. Una muestra de ello se observa en el trabajo de Alimonda y Ferguson (2004) sobre registros fotográficos de la Campaña del Ejército Argentino contra los pueblos originarios. Allí recuperan un fragmento de un artículo del periódico El Nacional de Buenos Aires del día 20 de marzo de 1885, en el que se critican las escenas del reparto de mujeres y niños capturados en las expediciones militares para su incorporación como personal doméstico en las casas de familia porteñas. “... lo que hasta hace poco se hacía era inhumano, pues se le quitaba a las madres sus hijos, para en su presencia y sin piedad, regalarlos, a pesar de los gritos, los alaridos y las súplicas que hincadas y con los brazos al cielo dirigían. Éste era el espectáculo: llegaba un carruaje a aquel mercado humano (...) y todos los que lloraban su cruel cautiverio temblaban de espanto (...) toda la indiada se amontonaba, pretendiendo defenderse los unos a los otros. Unos se tapaban la cara, otros miraban resignadamente al suelo, la madre apretaba contra su seno al hijo de sus entrañas, el padre se cruzaba por delante para defender a su familia de los avances de la civilización, y todos espantados de aquella refinada crueldad, que ellos mismos no concebían en su espíritu salvaje…” (26).

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carestía en el que la moneda perdió casi la mitad de su valor. Si bien la respuesta de la

población frente a ese escenario económico fue pasiva, bastó que la Municipalidad de la

Ciudad de Buenos Aires procure reglamentar al personal de servicio8 para que origine

una secuencia de huelgas que se propagaron durante los años subsiguientes.

Las elites económicas y el poder político coincidieron en la necesidad de que las

instituciones de control social redoblasen sus esfuerzos para contener y encauzar a los

indómitos. Bajo las directivas de resguardar el orden público, la acción represiva

ingresó en una espiral ascendente, en la que la persecución de huelguistas y agitadores

políticos se empardó con la de los vagos y mal entretenidos. Detrás del concepto de

peligrosidad se enmarcaron cuestiones sanitarias tales como la tuberculosis y la sífilis,

la proliferación de la prostitución y las intoxicaciones causadas por el uso de alcaloides

por parte de los recién llegados desde el continente europeo.

En el trabajo de Terán Rodríguez (2016) se destaca las explicaciones que desde

la medicina y la criminología procuraban deslindar el uso de alcaloides de la población

del viejo continente. Para ello recupera la publicación del artículo “Morfina y cocaína”

del italiano Vitigio Tirelli en la Revista de Criminología, Psiquiatría y Medicina Legal

del año 1921, donde el autor afirma que el uso extendido de esas sustancias en el

continente se debió al encuentro de los europeos con pueblos periféricos durante la

Gran Guerra. Sin embargo, para las autoridades políticas argentinas, la inmigración de

origen europeo constituía la causa del crecimiento de las toxicomanías en la ciudad. El

interés de la época se vio fundamentalmente reflejado en el desarrollo de nuevos

8 Se hace referencia a una ordenanza municipal que obligaba a los empleadores a volcar en una libreta sus

consideraciones respecto del desempeño laboral de cada empelado, lo que resultaba ser, en términos prácticos, una suerte de certificado de “buena conducta” (Poy Piñeiro, 2013).

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espacios académicos9 y en las crónicas periodísticas que comenzaban a nutrir las

páginas de los diarios con detalles sobre los submundos en los que se entrelazaban a

diario matones, prostitutas y almas perdidas.

De las notas de los periódicos de la época que los periodistas Mauro Federico e

Ignacio Ramírez recuperan en su trabajo “Historia de la droga en la Argentina” (2015),

se destaca la editorial del diario Critica del 19 de junio de 1922, titulado “La peor

epidemia”. En esas líneas se hacen presentes los mismos tópicos que podrían leerse en

publicaciones similares en la actualidad: “En las diarias excursiones por las calles

céntricas, comprobamos a cada instante nuevas víctimas de los terribles alcaloides…”

(58). Además de las referencias a los paraísos artificiales y a las denuncias contra la

presencia de estas escenas en “hogares ricos”, la editorial denuncia la inacción de las

autoridades competentes, al tiempo que focaliza en el objetivo que debe ser perseguido:

“Aquí los cínicos envenenadores del pueblo, los comerciantes alevosamente criminales

y sin escrúpulos, tienen amplia libertad de acción” (59).

Las diatribas del periodismo de entonces dejaban al descubierto la ineficiencia

de la primera norma legal respecto del control de estupefacientes de la Argentina, la

incorporación del artículo 204 al Código Penal del “Suministro infiel de

medicamentos”, en el que se castigaba a los profesionales médicos que recetasen

9 En su trabajo sobre la producción discursiva de la medicina en Argentina entre los años 188 1910, von

Stecher señala la siguiente configuración de espacios y actores que trascenderían su tiempo, para establecerse como referencias ineludibles del desarrollo de la ciencia en el país: “ En la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, los planes de estudio también se encontraban en pleno proceso de actualización, a partir de la incidencia del positivismo, sistema de pensamiento en auge por entonces en el país. La carrera incorporaba, así pues, los cursos de Higiene, Enfermedades Nerviosas y Mentales, Psiquiatría y Criminología entre las últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX. En este sentido, los aportes a dichas especialidades de médicos como José M. Ramos Mejía (1849-1914) y José Ingenieros (1877-1925), que además se desempeñaban como dirigentes institucionales, resultaron preponderantes en el desarrollo de la carrera” (2013: 580).

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alcaloides sin la debida información al paciente sobre los riesgos de desarrollo de

adicciones. Dos años después, en 1924, se modificó el artículo en cuestión, extendiendo

las penas a los responsables del expendio de productos a base de alcaloides sin receta,

ni autorización para hacerlo (Cancela y Arrieta, 2017).

El origen de la sanción de estas normas debe rastrearse en la suscripción de

Argentina al Tratado de Versalles en 1919 en calidad de Estado invitado. Cabe

recordar, tal como fuera oportunamente señalado, que en el artículo 295 del

compromiso que las naciones vencedoras de la guerra imponen a Alemania se

conminaba a las naciones rubricantes a firmar, o bien ratificar, los acuerdos alcanzados

en la “Convención sobre el opio” en La Haya el 23 de enero de 1912, dejando un plazo

de un año para la adecuación legislativa de cada país.

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