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RICHARD HOLMESEL DUQUE DE HIERROPrólogoCapítulo 1 Vida en soledadCapítulo 2 G eneral de los cipayosCapítulo 3 Un intento fallido• • •Capítulo 4 La península IbéricaCapítulo 5 Dos restauraciones y unabatallaCapítulo 6 Pilar del EstadoEpílogoNotasCapítulo 1 Vida en soledadCapítulo 2 General de los cipayosCapítulo 3 Un intento fallidoCapítulo 4 La península IbéricaCapítulo 5 Dos restauraciones y unabatallaCapítulo 6 Pilar del EstadoEpílogo

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RICHARD HOLMES

WELLIGNTON

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EL DUQUE DE HIERRO

EDHASA, 2006

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Prólogo Yo era uno de esos niños que tienen héroes y, mucho antes de

soñar en llegar a ser historiador militar, el duque de Wellington yaestaba firmemente consagrado entre los personajes de mi panteónparticular. Wellington era un hombre que parecía albergar dentro desí todo tipo de virtudes: nunca había perdido una batalla importante;hacía la guerra con soldados, no con civiles; conocía las más suciasestrategias tan bien como las tácticas más gallardas y ratificó sucarrera militar derrotando a Napoleón, el más grande genio entrelos estrategas de su época. Y alguien como yo -que forzosamentehabría de recordar el refrán «No dejes para mañana lo que puedashacer hoy»- no tenía más remedio que admirar el sentido del deberdel duque de Hierro. «Nadie más lo hará, por lo tanto es tarea parael duque de Wellington», se quejaba en sus años de declive. Elduque era todo un galán, pero un galán comedido. Durante mijuventud, mi concepto de elegancia consistía en vestir pantalonesvaqueros limpios y un jersey de cachemira negro de cuello vuelto;por lo tanto, aprobaba con júbilo cómo el duque se abstenía devestir la casaca roja con entorchados y galones dorados, optandopor lucir levita azul de corte estilizado y botas de montar.Wellington era un valiente luchador, había probado su valor en unadocena de campos de batalla, y su bravura moral quedó patente alo largo de su dilatada carrera política. Y yo, como muchosjóvenes, tenía al coraje como la mayor de las virtudes. Incluso susdefectos más notables eran causa de admiración. ¿Qué adolescenteno quedaría impresionado por un hombre que, según lo describió

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una de las amantes de Napoleón, era más apasionado que el propioemperador?

Por último, el duque también era un maestro en el arte delaforismo, algo que yo he intentado repetidas veces, pero sin éxito.En cierta ocasión le dijo al político y cronista Wilson Croker: «Enlas operaciones bélicas, así como en cualquier otro aspecto de lavida, hay que intentar por todos los medios averiguar lo que nosabes a través de lo que estás viendo. Es lo que yo llamo "averiguarqué hay al otro lado de la colina"».2 En otra ocasión, cuando uncaballero lo confundió con el pintor George Jones (con quien,efectivamente, guardaba cierto parecido) y lo abordó en plena callediciéndole: «El señor Jones, supongo», él le respondió: «Si vossuponéis eso, es que podéis suponer cualquier cosa».3 La jovenreina Victoria se molestó mucho cuando descubrió que losgorriones estaban arruinando las exhibiciones de la Gran Exposiciónde 1851 y no les podían disparar con armas de fuego paraespantarlos, pues el edificio principal estaba construido con vidrio.«Probad a utilizar gavilanes, alteza», fue la sugerencia deWellington. Y cuando un editor le pidió dinero a cambio de que sunombre no figurara en las memorias de una antigua prostituta, élreplicó: «Reveladlo y que os lleven los demonios». Aunque a vecesvilipendiaba a sus hombres llamándolos «la escoria de la sociedad»,su fondo compasivo brotó tras la batalla de Waterloo, cuandoadmitió: «Nada, excepto una batalla perdida, puede ser la mitad detriste que una batalla ganada».

Pero a medida que maduraba y sopesaba los datos con mayorsentido crítico, descubrí una espantosa cantidad de grietas en la

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figura del duque. Wellington no era invencible. En 1799 fuetotalmente derrotado en un confuso ataque nocturno en India, en unlugar llamado Sultanpettah Tope, situado en los aledaños de lafortaleza de Mysore, en Seringapatam; esto le produjo tal impresiónque cuarenta años después todavía podía dibujar un boceto deldesarrollo de la contienda. Sus detractores insinúan que muy bienpodría haber sido llevado ante un tribunal militar si su hermano nohubiese sido el gobernador general de India por aquel entonces. Yno sería ésta la última ocasión en la que se vería obligado a recurrira sus poderosos contactos políticos. En 1812, Wellington echó aperder el asedio a Burgos («El peor apuro que jamás viví», llegaríaa decir) y mientras se batía en retirada clamó contra «la habitualfalta de interés de los oficiales de los regimientos frente a su deber»,dejando en muchos de ellos la perdurable huella del resentimientopor su ingratitud.5 En efecto, el teniente William Grattan, del 88°Regimiento de Asalto de Connaught, protestó porque «elinolvidable servicio de este maravilloso ejército» fue tratado «demodo escandaloso» por parte de Wellington. El abanderado JohnMills, alférez de la Guardia de Colds-tream, pensaba que sus partesde campaña eran fraudulentos:

He aprendido una cosa desde que llegué a este país, y éstaha sido saber con qué facilidad se engaña a Inglaterra, y cuanignorante es de la realidad de lo que aquí acontece… EnFuentes, los franceses cambiaron de rumbo, dirigiéndose anuestra derecha. Lord Wellington apenas lo dio a entender ensu parte de órdenes y esto te podría hacer creer que esas tropasestaban retirándose en vez de estar efectuando un movimiento

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de avanzada, que era lo que hacían en realidad. Y entonces ledieron lo que ni él mismo había soñado lograr: una victoria.7

Las reprimendas de Wellington eran feroces, y no siemprejustas. En 1811, el teniente coronel Bevan, del 4o Regimiento,estaba tan afligido por la injusticia que el duque había hecho recaersobre él (lo culpaba de la evasión de la guarnición francesa deAlmeida) que terminó pegándose un tiro. También había algo esnoben Wellington, ya que prefería el talento acompañado por un títulonobiliario que el talento a secas. Y solía expresar desprecio haciasus aliados. El historiador alemán Peter Hofschróer ha establecidoal menos un caso de prima facie contra él por el injusto trato quedio a las tropas prusianas en Waterloo. El carácter de Wellingtonposeía un fuerte componente de severidad. Paddy Griffith observóque podía ser «un feroz comandante, incluso dentro de losparámetros de tan feroz profesión ejercida en una época feroz». En1813, durante el asedio a Pamplona, le dijo a uno de sussubordinados: «Os sugiero que fusiléis al gobernador y a susoficiales, y que diezméis a la tropa». Y se arrepintió de no haberpasado por las armas a la guarnición de Ciudad Rodrigo cuandotomaron la plaza en 1812 (una acción técnicamente correcta dentrode las leyes bélicas de la época) pues acabar con una guardiapodría descorazonar a otra.8 Era un ferviente opositor a que en elejército se aboliesen los castigos de flagelación, y discutíavehementemente por los motivos más nimios con los oficialessuperiores de su tropa. Wellington, a pesar de que su carrerapolítica conociese momentos de triunfo, nunca logró asimilar deltodo la realidad de su época, pues se opuso resueltamente a

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reformas parlamentarias que con el tiempo lo condenarían adefender una postura que a la larga resultaría insostenible.

Por eso, a pesar de la tendencia de ciertos historiadores acolocar a Wellington en «un pedestal tan elevado que sus virtudes ydefectos como ser humano han sido perdidos de vista», es obvioque su figura esconde una complejidad mucho mayor.9 Hedecidido enfocar este libro, y los documentales televisivos de lacadena BBC, [* El autor se refiere a su famosa serie acerca deWellington emitida por BBC2. (N. del T.)] de modo que atenúe enlo posible la aureola que rodea al personaje, acercándome alWellington real tanto como él, y algunos de sus biógrafos, mepermitan. Regresé a fuentes que no había utilizado durante años (ellibro Distpaches of Field Marshall the Duke of Wellington,escrito por el teniente coronel John Gurwood, un volumen de unmillar de páginas de apretadas líneas, ocupa un lugar destacado ydistinguido en mi escritorio) y visité, siempre que me fue posible,todos los campos de batalla donde participó Wellington. Algunoscomo Waterloo, siempre lleno de visitantes, o Salamanca, unaciudad expuesta totalmente a un ataque, ya los conocía. Pero habíaotros que no, y entre estos últimos se encontraba Assaye, elescenario de la victoria de Wellington sobre los marathas, acaecidaen 1803, y la más extraordinaria de todas. Y lo cierto es que viajarpor las carreteras de la India, tras los monzones, me reveló tantoacerca del personaje como The Maratha War Papers ofArthurWellesley. Las condiciones fueron tan duras que nuestros elegantesvehículos de tracción a las cuatro ruedas resultaron inútiles; algunavez tuvimos que tomar prestado a toda prisa un tractor con un

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remolque, y todos arrimamos el hombro para sacarlo cada vez quese encallaba en el barro. Además, si bien es cierto que el clima delsubcontinente indio no tiene mucho en común con España, ciertaspartes de su orografía sí guardan una sorprendente similitud con lapenínsula Ibérica de modo que, el comandante de una tropa quepudiese desempeñar su función en las Gathes Occidentales (India),estaría bien preparado para desenvolverse en Extremadura.

Wellington se quejaba diciendo: «Me he expuesto demasiadoa los escritores». Y este asunto continuó después de su muerte,hasta llegar al punto de ser el personaje sobre el que más se haescrito en la historia militar. Sin embargo Napoleón, su adversario,lo aventaja claramente respecto a publicaciones. Los dosmagistrales volúmenes de Elizabeth Longford permanecen comoobras preeminentes y el libro Wellington: A Personal History, deChristopher Hibbert, es una joya e, indudablemente, el mejor puntode partida para una aproximación general al personaje. Wellington:a Military Life, escrito por Gordon Corrigan, es la versióncastrense de la faceta militar de la vida del duque. Los meticulososestudios de Jack Weller aún forman parte del equipaje básico detodo visitante a los campos de batalla de Wellington, y el ejércitoque comandaba está brillantemente descrito por Michael Glover enWellington's Army, y por Philip Haythornthwaite en The Armiesof Wellington. Andrew Roberts no fue el primer autor quecomparó a Wellington con su mayor adversario, NapoleónBonaparte, pero su obra Bonaparte and Wellington proporcionauna interpretación novedosa y abundante de lo que puede ser untema común. Ambos personajes eran dos desconocidos en los

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círculos sociales; también nacieron en islas alejadas de la metrópoli;perdieron a su padre a una edad muy temprana y tenían comosegunda lengua el francés. Sus respectivas vidas privadas sedesarrollaron de modo un tanto irregular (resultando extrañamenteentrelazadas entre sí) y cambiaron sus apellidos. Philip Guedalla fueel historiador de moda durante la década de 1930 y, a pesar deque hace mucho tiempo que perdió popularidad, su obra The TwoMarshals me embarcó en un apasionado idilio, por así decirlo, conla historia militar francesa del cual nunca he logrado reponerme deltodo. Al releer su libro The Duke, me entusiasmó su delicadaelegancia, pues en mi propia generación se han destacado muchoshistoriadores expertos en el uso de notas al pie de página, pero muypocos que escriban tan bien.

Guedalla termina su libro donde yo finalicé mi grabación parala BBC: en la catedral londinense de St. Paul, el lugar donde yacenlos restos de Wellington. En su funeral, un heraldo leyó en voz altauna larga y ostentosa lista de títulos nobiliarios:

Duque de Wellington, marqués de Wellington, marqués deDou-ro, conde de Wellington en Somerset, vizconde deWellington en Talavera, barón Douro de Wellesley, príncipe deWaterloo en los Países Bajos, duque de Ciudad Rodrigo enEspaña, duque de Brunoy en Francia, duque de Vitoria,marqués de Torres Vedras, conde de Vimieiro en Portugal,grande de España, consejero de la Casa Real, capitán generaldel Ejército británico, coronel de la guardia de granaderos…Lord de la Jefatura Superior de Policía de Inglaterra, agentede la Torre, lord guardián de los Cinco Puertos,* [Los cinco

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puertos que conformaban antiguamente la defensa marítima deGran Bretaña: Dover, Sandwich, Hastings, Romney y Hythe.(N. del T.)] canciller de los Cinco Puertos, almirante de losCinco Puertos, ilustre señor de Hampshire, ilustre señor de laTorre Hamlets, guarda del Parque de San Jacobo, guarda deHyde Park, rector de la Universidad de Oxford…10

Dichas exequias fueron muy distintas a las circunstancias querodearon tanto su nacimiento en Irlanda (era el hijo menor de unmiope músico irlandés) como una tímida y ensoñadora niñez en queel vio-lín ocupó un puesto mucho más prominente que el mosquete.Puede que la historia de Wellington no sea precisamente el paso dela miseria a la riqueza, pero es sin duda el paso de la oscuridad dela vida corriente a la fama, y a una madura determinación que echópor tierra las escasas expectativas de su juventud. Mientras estabaen la catedral de St. Paul, de pie junto a su estatua (un monumentotan alto que su cúspide casi llega al techo) me sentí embargado denuevo por la gran talla de este personaje. Sea cual que fuere laopinión que nos merece, lo cierto es que cabalgó sobre la GranBretaña de su época como un coloso y, después de casi un año defilmar y escribir sobre el personaje, es ese sentimiento de fuerza ygrandeza el que perdura en mí. Casi a mi pesar, caí en la cuenta deque la admiración que sentía de joven resurgía tan fuerte comosiempre para anular todas mis reservas. Quizá Wellington no fuesesiempre bueno, pero no cabe duda de que fue grande. Y mientrasme retiraba caminando de espaldas hacia los grandes portones dela zona oriental de la catedral, con la filmación concluida y otra

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pequeña beca de investigación agotada, no pude escapar de sugigantesca sombra. Y siento cómo ésta aún me acompaña.

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Capítulo 1 Vida en soledad

Wellington fue un muchacho irlandés del siglo XVIII,profundamente marcado por su época y lugar de nacimiento. A lolargo de su dilatada vida siempre estuvo presente en él ese caráctersolitario de los que se sienten forasteros. Este aislamiento tiene unclaro origen en su infancia, transcurrida como miembro de laasediada minoría protestante en tierra católica. Por eso quizá sehubiese sentido contrariado con las palabras de George BernardShaw cuando éste dijo que era «un verdadero irlandés, oriundo deIrlanda». En efecto, Wellington quiso negar su carácter irlandéshaciendo hincapié en que, como se suele decir, no todo el que naceen un establo es un caballo. Los crecientes síntomas de inseguridadexperimentada por la supremacía protestante a medida queaumentaba la presión nacionalista a finales del siglo xvíncontribuyeron a imbuir en él cierto presentimiento de catástrofeinminente, así como el convencimiento de que si el gobiernotitubeaba al mostrar su autoridad el resultado sería la quema demansiones y una carnicería entre la pequeña burguesía. Sinembargo, su contacto con el catolicismo lo libró de prejuicios,manteniéndolo a salvo de la feroz imagen que los ingleses tenían dedicha religión a causa del mito de las hogueras de Smithfield, entiempos de María Tudor, y del riesgo a una conversión forzosa porparte de los jacobinos y sus aliados católicos. Wellington poseíauna innata tendencia conservadora en la mayoría de sus opinionespolíticas, pero su propia educación en Irlanda y su experiencia

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combatiendo al lado de los católicos en la península Ibérica loanimaron a mantener una larga y dura batalla por suprimir lalegislación penal que con tanta dureza caía sobre éstos. El éxitoobtenido con la emancipación católica en 1829 no supondría elmenor de sus logros.

Podemos observar el miedo a las masas en el modo que tuvoWellington de abordar tanto la disciplina militar como las reformasparlamentarias. Un temor profundamente arraigado en él, resultadode la época de su formación, en la cual la pirámide social parecíafirme y el poder civil estaba respaldado por una fuerza armada.Siempre mantuvo que no había aprendido nada nuevo acerca de laguerra tras su regreso de India en 1806, pero cabe señalar que labiblioteca que llevó consigo al subcontinente indio contaba connumerosos estudios que reflejaban los aspectos más formales delsiglo xvm. Durante el período comprendido entre el nacimiento y lamuerte de Wellington se fraguaron profundos cambios tantosociales como económicos y políticos. La población británicacreció, pasando de trece millones en 1780 a más de veintisiete en1851, y su distribución se alteró debido al marcado flujo demigración de la población rural a las ciudades. Los revolucionariosavances en el campo de la agricultura permitieron alimentar a estacreciente población urbana, mientras que el desarrollo industrial,comenzando por la transformación del sector textil, fue lo que llevóa la Gran Bretaña en la que murió Wellington a convertirse en loque se había llamado, y no existe hipérbole en la expresión, «eltaller del mundo». En pocas épocas de la historia la prolongadavida de un hombre pudo asistir a tantos cambios.

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Philip Guedalla señaló que «cada conquista lleva consigo laimposición de un sistema de castas, pues los conquistadores sonproclives a perpetuar su victoria por medio de pretensiones socialesmás amplias.»1 En Irlanda este proceso se caracterizó por unacomplejidad intrínseca. Durante el siglo XIII los normandosinvadieron Irlanda y después se casaron con las hijas de lospríncipes gaélicos, de modo que muchas familias normandas fueronabsorbidas por la tierra que antes habían conquistado. Por ejemplo,los De Bughs se convirtieron en los Burkes of Connacht, «casiindistinguibles ante los ojos del gobierno de sus vecinos gaélicos».En el siglo XV la autoridad legislativa inglesa abarcaba Dublín y elterritorio circundante que forma parte de la jurisdicción de lamisma. Las grandes ciudades eran anglofilas, mientras que las zonasrurales continuaban siendo fuertemente gaélicas. La dinastía Tudoracometió la tarea de reconquistar Irlanda, empresa que no concluyóhasta 1603. A partir de 1609 se desarrolló un fuerte movimientomigratorio de protestantes hacia Escocia e Irlanda y, en 1641, unarebelión contra esos colonos ingleses desembocó en una guerra queculminaría en 1649, con la invasión de Irlanda por parte de lastropas de Oliver Cromwell. A pesar de que las «masacres»cometidas en Drogheda y Wexford no supusieron una violación delcódigo bélico de la época, sí que dejaron un indeleble legado deamargura y resentimiento.

Con la restauración del rey Carlos II en el trono en 1660, lamayoría de los terratenientes católicos disfrutaron de una calidad devida mejor que bajo el gobierno de Cromwell, pero todavíapersistía un profundo desencanto en ellos. A Carlos II, que murió

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en 1685, le sucedió su hermano, Jacobo II, el cual se inclinó departe de la comunidad católica. Nombró virrey al conde deTyrconnell y se designó a un cada vez más creciente número decatólicos para ocupar cargos relevantes. Pero la RevoluciónGloriosa de 1688 hizo añicos las esperanzas de éstos; Guillermo IIIinvadió Irlanda y en 1690 derrotó a Jacobo II en la batalla del ríoBoyne. El tratado de Limerick puso fin a la contienda un añodespués; sin embargo, a pesar de que sus términos no parecían serdesfavorables a los católicos, lo cierto es que los victoriososprotestantes inmediatamente fortalecieron su supremacía con unaserie de leyes anticatólicas. Los católicos no tenían derecho a voto,ni a formar parte del Parlamento o ejercer como juristas deprofesión, tampoco podían ser oficiales, ni en el ejército ni en lamarina, ni tan siquiera poseer un caballo cuyo valor superase lascinco libras esterlinas. Las restricciones respecto a la propiedad deterrenos aseguraron que en 1778 tan sólo el cinco por ciento delterritorio estuviese en manos católicas. De todos modos, elcampesinado católico no culpaba de su miseria al sistema penal,sino al impacto del crecimiento demográfico en una tierra que en sumayor parte era pobre y donde pocas veces se disipaba la sombrade la hambruna.

Las cosas eran distintas para los miembros de la clasedominante. Éstos eran la élite social, tanto en lo profesional comoen la posesión de tierras, y se definían primordialmente por suanglica-nismo, aunque pudiesen ser descendientes tanto denormandos como de colonos de la época de Cromwell,anglosajones e incluso gaéli-cos. Un escritor nacionalista describió

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posteriormente una Irlanda donde la clase alta estaba aislada,siendo casi inalcanzable; una Irlanda descrita como «oscura,despreciada y dueña de un fondo romántico». En efecto, habíapocos puntos en común entre esta hermética Irlanda y el chispeantemundo de fiestas de Sackville Street, en el que los miembros de laaristocracia se batían en duelo tras el salón de café de Luca, cercadel castillo de Dublín (el lugar donde se hallaban las dependenciasgubernamentales), tomaban el té en el club de la calle Kildare yvivían en las mansiones de estilo Paladio que se alzaban esparcidaspor el campo, donde emergían como islas protestantes en medio deun mar católico. El escritor y agrónomo Ar-thur Young visitóIrlanda a finales de la década de 1770 y llegó a la conclusión deque los naturales del país «hablan un idioma despreciable, profesanuna religión aborrecible, están desarmados y los más menesterososson esclavos incluso en el seno de un estado de libertad legal».5Ante algunos de estos comentarios hay pocas dudas respecto a losparalelismos que ofrecía la Irlanda rural con los latifundiosalgodoneros de las Carolinas, en las colonias americanas.

Una de las propiedades que visitó Arthur Young fue el castillode Dagan, situado en el condado de Meath, cerca de la pequeñaciudad de Trini y a un día de viaje en carruaje desde Dublín. Elescritor advirtió que parte de la hacienda había sido convertida enun lago ornamental, con sus islas y todo, que ofrecía un aspectoagradable pero que a todas luces no se correspondía exactamentecon el diseño esperable en el caso de un acaudalado lord ocupadocon las cosechas de cebada y nabos. El propietario era GarrettWesley, conde de Mornington, profesor de música del Trinity

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College de Dublín y compositor de piezas tan encantadoras comoHere in Cool Grot, Gently Hear Me, Charming Maid y ComeFairest Nytnph. Su padre pertenecía a la familia Colley, del castillode Carbury. Era miembro de una estirpe originaria de las TierrasMedias inglesas que había morado en Irlanda durante trescientosaños sin que hubiese un solo apellido irlandés en su árbolgenealógico. El había tomado el nombre, o mejor dicho, lo habíaheredado junto a la fortuna de su primo Garrett Wesley de Dagan.El nuevo señor Wesley se mudó a la casa solariega de Dagan yocupó un escaño en el Parlamento irlandés representando alcondado donde residía su familia, en Trim. El gobierno, agradecido,procuró su ascenso a la Cámara de los Lores irlandeses, y mástarde su hijo Garret contribuyó a la medra de su familia en la escalasocial cuando fue nombrado conde por razones que, comoelegantemente observa Elizabeth Longford, no están del todoclaras.

El año anterior, Garrett Wesley había contraído matrimoniocon Anne Hill, la hija mayor de Arthur Hill, quien sería nombradolord de Dungannon. En 1760, como era de esperar, ella leproporcionó un hijo y heredero al que llamaron Richard ColleyWesley; en 1763, le dio un segundo hijo, William; en 1768, unahija, Anne; y en 1769, un tercer hijo varón, Arthur. Despuésllegarían dos hijos más, Gerald Valerian en 1770, y Henry en 1773.Arthur Wesley siempre celebraba su cumpleaños el día 1 de mayo,aunque sus biógrafos mantienen diversas fechas respecto a sunacimiento; éstas varían desde el 3 o el 6 de marzo hasta el 29 o 30de abril. Existe una divergencia similar de opiniones respecto a su

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lugar de nacimiento. Entre los muchos términos que compiten portal honor se encuentran el castillo de Dagan, Trim, un carruaje en lacarretera de Dublín e incluso un paquebote en el mar. Sea comofuere, su orgulloso padre anunció que el nacimiento tuvo lugar en sucasa de Dublín, en el número 6 de Merrion Street, donde eldormitorio de lady Mornington daba a un pequeño jardín frente a laencantadora simetría de la plaza de Merrion, en el confortablecorazón de la zona residencial de la alta sociedad dublinesa.

Arthur pasó sus primeros años entre Dublín y Dagan. Delcastillo de Dagan no queda hoy en día más que su estructura, quedomina el verde paisaje con su larga y elegante fachada de dospisos. Las ruinas de la parte posterior muestran que la casa deestilo georgiano fue construida sobre los restos de una sólidaedificación medieval, creada en una época en que la seguridadimperaba sobre el diseño.

Sus padres lo enviaron a la pequeña escuela diocesana deTrim, a la sombra de la estropeada torre de la abadía de SantaMaría y justo frente al Boyne, donde la gran plaza normandacontinúa manteniéndose como símbolo del poder absoluto delinvasor. Entonces la familia se trasladó a Londres (podría calificarsecomo una retirada) a causa de las finanzas del conde, debilitadaspor los lujos musicales de Dublín y Dagan. Tanto habían disminuidoque «no éramos capaces de aparentar el rango al quepertenecíamos, tal como era nuestra obligación». Mientras que elinteligente Richard pasaba raudo de Harrow a Eton y luego a laChrist Church de Oxford, obteniendo excelentes calificaciones entodas las disciplinas, a Arthur lo enviaron al seminario de Brown, en

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King's Road, donde, como él mismo reconocería, su actitud fue lade un «muchacho tímido y perezoso». Fue a Eton en 1781 pero,como dijo uno de sus primeros biógrafos, G. R. Gleig, quien sirvióbajo sus órdenes como alférez en la península Ibérica y más tardecontinuó su preparación hasta convertirse en clérigo:

Además de no lograr éxitos académicos, tampocoestableció ninguna relación íntima de amistad con ningúnestudiante de su edad […] llevaba una auténtica vida desolitario. Una vida de soledad entre la multitud, pues solíapasear solo, bañarse solo y

rara vez participaba en los partidos de criquet o en lascarreras de traineras que entonces, como ahora, eran losdeportes en boga entre la población estudiantil de Eton.6

Era un tímido muchacho irlandés en Inglaterra, un extrañocomo quiera que se le mirase. Sus padres eran «unos personajesfrívolos y despreocupados» hacia quienes no parecía profesarningún sentimiento particularmente afín, ni siquiera de proximidadfamiliar. Era capaz de pelear si las circunstancias lo obligaban a ello;en Eton venció a Bobus Smith, hermano del astuto almirante SidneySmith, y cuando vivía con su abuela, lady Dungannon, en el nortede Gales, recibió una buena paliza de un herrero llamado Hughes,que estuvo orgulloso de relatar cómo había derrotado al hombreque había sometido a Napoleón diciendo que «el señor Wesley nome guarda ni una pizca de rencor».7

Con la muerte de lord Mornington, en mayo de 1781, se hizopatente que la situación de las finanzas familiares aún era peor de lo

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que cualquiera hubiese podido sospechar. Richard, el nuevo lordMornington, abandonó Oxford sin llegar a graduarse, y sacaron aArthur de Eton para emplear el dinero que les quedaba en Gerald yHenry, pues éstos parecían ser una mejor inversión a largo plazo.Lady Mornington se retiró a Bruselas y se hospedó con LouisGoubert, un abogado. Después de recibir unas breves clasesparticulares, Arthur se trasladó a vivir a la casa de su madre yestudió allí, en compañía de John Armytage, el segundón de unacaudalado baronet de Yorkshire amigo de la familia. Armytageescribió que el joven Wesley era «aficionado a la música enextremo, y tocaba muy bien el violín; sin embargo, nunca diomuestras de tener un talento especial para otros menesteres. Por loque puedo recordar, no existía intención alguna de enviarlo alejército. Sus propios deseos, si es que tenía alguno, se inclinabanmás bien hacia la vida civil».8 Pero pronto le sería difícil satisfacerestas inclinaciones. Las propiedades familiares en Irlandasoportaban la carga de fuertes hipotecas, y la falta de dineroimplicaba que no podría continuar sus estudios universitarios,aunque hubiese poseído aptitudes y talento para desenvolverse enlos ambientes intelectuales. El agudo e ingenioso Richard era, sinlugar a dudas, la esperanza de la familia y Arthur pensaba que suhermano era «la persona más maravillosa del mundo». Richardestaba dispuesto a utilizar la influencia de la familia (ésta consistía enun escaño en la Cámara de los Lores y el control de otro en la delos Comunes) y obtener un cargo de oficial para Arthur sin tenerque pagarlo. Con tales intenciones escribió al lord lieutenant deIrlanda (un comisionado que ejercía el papel de virrey) en nombre

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de su tímido hermano de dieciséis años. Lady Mornington declaró:«Juro por Dios que no sé qué haré con mi hijo, el torpe Arthur. Noes más que un sibarita».9

El joven Wesley fue destinado a un ejército que estaba cercadel nadir de su trayectoria. El ejército regular de la época, creadoen 1661, mostraba la conocida tendencia de crecer en númerofrente a los desafíos de las grandes guerras para, después, reducirserápidamente, dejando el excedente de soldados licenciadosabocados a una vida civil de la cual habían querido huir en primerainstancia (por eso se habían alistado), y enviando a los oficiales devuelta a casa con media paga. Ciertamente esta institución habíasalido victoriosa de la guerra de los Siete Años (1756-1763), perotambién había sido derrotada en la guerra de la Independencia delas colonias americanas. Era frustrante que, tras haber ganado lamayor parte de las batallas, hubiese terminado perdiendo la guerracon las humillantes capitulaciones en Saratoga (1777) y Yorktown(1781). Por otra parte, el hecho de que un cada vez mayor númerode ingleses sintiesen simpatía hacia los rebeldes de las colonias noayudó a mejorar la situación. Cuando el general de división sirWilliam Howe, miembro del Parlamento por Nottingham, fueenviado a América del Norte en 1775, un ofendido elector le dijo:«No anhelo que fracaséis, como quieren otros, pero no puedodeciros que deseo que tengáis éxito en vuestro empeño».10

La escasa estima que el pueblo mostraba hacia el ejército sedebía sobre todo a la carencia de una fuerza policial civil. Comoocurría con frecuencia, era a los militares a quienes correspondía

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asumir la responsabilidad de velar por el orden dentro de unasociedad dura y brutal. El contacto que mantenemos con la épocageorgiana tiene lugar por medio de los objetos que han llegadohasta nuestros días, como una fachada neoclásica con grandesventanales y un elegante pórtico construido sobre un edificio muchomenos refinado (el castillo de Dagan es un buen ejemplo de ello),demasiado viejo y con un trasfondo desagradable que se extendióen oleadas a lo largo del siglo XVIII y, muchas veces, del XIX. Entiempos de Wellington las ejecuciones eran efectuadas en público.Colgaban a los traidores, los destripaban y descuartizaban. Cuandoestaban medio estrangulados cortaban la soga para castrarlos ysacarles las tripas antes de quemárselas y despedazarlos. Como esnatural, existía una creciente oposición a tal salvajismo. Tras larevolución jacobina de 1715, las víctimas de este espantoso castigoeran reanimadas después de casi morir colgadas para «serdestripadas vivas y que lo viesen», pero después de la rebelión de1745 los reos eran colgados hasta morir, o bien el verdugo losmataba de una puñalada antes de que comenzase la carnicería. Alos que participaron en la Conspiración de Cato Street de 1820para atentar contra el gabinete ministerial, del cual Wellingtonformaba parte, solamente se les decapitó después de muertos y eltalante de la multitud empeoró cuando el ejecutor comenzó aserrarles la espina dorsal y los tendones.

Ni siquiera una condena a morir en la horca garantizaba unamuerte rápida, y los amigos de la víctima solían apresurarse a tirarde las piernas para acelerar la defunción. Los cuerpos solíanenviarse al colegio de cirujanos para diseccionarlos, aunque

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también podían ser mostrados, colgados en algún lugar apropiado,como advertencia a otros criminales: el cadáver de María Phipoe,una asesina ahorcada en 1797, fue expuesto a las afueras de OídBailey. También exista una extraña democracia en esta materia. En1760, el conde Ferrers, condenado por homicidio por la Cámarade los Lores, fue debidamente ahorcado y diseccionado acontinuación, pero había llegado a Tyburn en un landó tirado porseis caballos, en vez del preceptivo carro, y murió con tal enterezaque la masa, veleidosa como siempre, mostró más simpatía queenojo ante la ejecución. 1

Muchos deportes populares, por llamarlos de algún modo,eran peligrosos y brutales. Las peleas entre toros y osos gozabande mucha fama, por ejemplo. Los miembros de la nobleza sedisputaban a empujones con plebeyos por un lugar en gallerasatestadas de sudorosos borrachos donde los gallos de pelea, cuyosespolones se reforzaban con espuelas ornamentadas al más puroestilo georgiano, combatían hasta la muerte. Un viajero francés,César de Saussure, observó que el populacho disfrutaba tanto«arrojando a los transeúntes barro y cadáveres de perros y gatos»como jugando al fútbol. Mientras jugaban «podían romper panelesde cristal, rematar contra las ventanas de los carruajes y tambiéngolpearte sin el menor reparo…».12

A medida que transcurría el siglo XVIII se fuerongeneralizando las reacciones violentas ante las fluctuacioneseconómicas: la depresión de la industria textil desencadenó unarevuelta en Spitalfields en 1719 y también hubo serios disturbios acausa de la escasez de alimentos en Somerset y Wiltshire entre

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1766 y 1767. Pero, mientras que el país encaraba una serie derecesiones ocasionadas por la transición de la guerra a la paz tras laguerra de los Siete Años y la guerra de la Independencia de lascolonias americanas, los desórdenes callejeros tomaron un carizmás serio y la élite dominante los vio como una amenaza hacia suposición en el poder.

La situación alcanzó su clímax en 1780, cuando el inestable yanticatólico lord George Gordon obtuvo el apoyo generalizado,gran parte del cual procedía de esos hombres «de clase media» quecasualmente también apoyaban las reformas políticas, en sudemanda de revocar una ley de 1778 que había abolido algunas delas restricciones que pesaban sobre los católicos. Cuando elParlamento rechazó su petición, hubo un estallido de violentosdisturbios. Comenzaron con asaltos a las capillas católicasinstaladas en las embajadas extranjeras, las únicas permitidaslegalmente, y a continuación, extendieron el alcance de susagresiones a lugares emblemáticos del mantenimiento de la ley,como casas de prominentes jueces y magistrados, y la propiaprisión de Newgate. Aquello se estaba convirtiendo,evidentemente, en un ataque a las clases dirigentes. Sin demora, elgobierno envió un contingente de once mil soldados del ejércitoregular a la capital. Cerca de trescientos participantes sufrieronheridas de arma de fuego y otros veinticinco fueron ahorcados. Nosólo se atacó al gobierno hasta hacerlo casi tambalear, durante tanseria escalada de pura violencia, sino que muchos radicales de clasemedia que habían apoyado a Gordon (absuelto por alta traición) seasustaron tanto de las aterradoras masas que evitaron apoyar

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cualquier tipo de reforma a partir de entonces.Tanto el ejército regular como la milicia, una institución poco

fiable, desempeñaron un papel crucial en el momento de preservarel orden, y al hacerlo se encontraron, por una parte, con que elpopulacho los execraba y, por la otra, corrían el riesgo de que seles interpusiera una acción judicial por asesinato si mataban aalguien. En 1736 el capitán John Porteous, oficial de la guardia dela ciudad de Edimburgo, ordenó a sus hombres que abriesen fuegocontra la multitud que había osado arrojar piedras durante unaejecución. Como resultado de esta acción murieron cinco o seispersonas. El capitán fue sentenciado a muerte con el cargo deasesinato y, a pesar de haber recibido el perdón real, una turba degente asaltó la prisión, lo sacaron de ella y lo lincharon. Tal comoapuntó Dicey, el jurista constitucional inglés:

La posición de un soldado puede ser, tanto en la teoríacomo en la práctica, muy delicada. Como muy bien se hadicho, puede ser condenado a morir fusilado por un consejo deguerra si desobedece una orden, o a la horca por un juez y unjurado si la obedece.13

También cabe señalar la existencia de cierto matiz decomplejidad añadida. Los miembros de un jurado estabancompuestos, por definición, por hombres dueños de propiedades.Y así, mientras que los militares podían disparar contra tejedores omineros sin correr demasiado riesgo, la situación cambiaba encuanto las víctimas fuesen hombres de clase media hacia los que eljurado pudiese sentir cierta afinidad. En 1786 un juez ordenó

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disparar contra una multitud que apoyaba al reformista JohnWilkes; el balance de víctimas fue de seis muertos y quince heridos.Juzgaron al magistrado por asesinato, pero fue absuelto por el juezantes de que el jurado (mucho más dispuesto a adoptar unaposición hostil) fuese debidamente formado y, al mismo tiempo, seresolvió que las tropas tampoco podrían ser procesadas. De todosmodos, los disturbios de Gordon no contaban con la simpatía de laclase media. En esta ocasión los soldados recibieron carta blanca ycontuvieron a las masas disparando cerradas descargas quehubiesen sido dignas de un campo de batalla.

Cualquiera que fuese la importancia de sus acciones parareforzar el poder civil, el ejército estaba concebido para maniobraren un campo de batalla y perfilado para el uso del mosquete dechispa [llamado «miguelete» en España], el arma que portaba elgrueso de los ejércitos de la época. Y si bien hubo cambios, tantoen el plano teórico como en el práctico, en el ejercicio bélicodurante la vida de Wellington (sirva de ejemplo el desarrollo delsistema de corps d'armée creado por Napoleón, y el incrementode uso de unidades ligeras como el 95° de Fusileros, que tantolustre obtuvo en la península Ibérica), se puede considerar lasituación general como una época donde prevaleció la continuidadsobre la innovación.

Aquélla fue la era del mosquete de chispa. A comienzos delsiglo XVIII, dicha arma de fuego, cuya carga detonaba con laschispas que generaba el percutor de pedernal al golpear el acero,terminó por desplazar definitivamente al arcabuz de mecha, quebasaba su funcionamiento en una larga mecha encendida, de ahí su

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nombre. Para cargar el mosquete el soldado debía rasgar uncartucho de papel con los dientes (la boca ennegrecida y lagarganta reseca eran riesgos menores en el campo de batalla),colocar el mosquete horizontalmente, frente a él, y retirar elpercutor por una muesca hasta la posición media. Tras empujar lalámina de acero en dirección de la boca del arma para abrir lacazoleta de cartuchos, tenía que echar un poco de pólvora delcartucho sobre la cazoleta, y luego mover la lámina de acero hastasu posición vertical para sellar la pólvora dentro de la cazoleta. Acontinuación, vertía el resto del explosivo en el cañón, luegocolocaba la bala de mosquete (normalmente una pieza de plomoredondeada), el papel del cartucho por encima y lo atacaba todofirmemente con el escobillón del arma, que se portaba sujetodebajo del cañón. Para disparar, primero tenía que amartillar lallave, que llevaba una pieza de pedernal sólidamente sujeta por unasmordazas de acero, y luego apretar el gatillo. Entonces el percutorcaía hacia delante con fuerza, golpeaba la placa de acero y éstasaltaba de modo que algunas chispas caían sobre la pólvora y seencendía la carga principal, con la que estaba en contacto pormedio de un pequeño agujero.

Los fallos en el disparo eran cosa harto común. El pedernaltenía una vida eficaz de veinte o treinta disparos y apenas dabaaviso de estar a punto de estropearse; simplemente dejaba deproducir chispas y entonces debía reemplazarse por uno nuevo. Enmuchas ocasiones, aunque tanto el pedernal como la pólvoracumpliesen bien con su cometido, no se alcanzaba la ignición de lacarga del cartucho. El resultado del fallo es lo que se llama una

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descarga en blanco, disparo que no es efectivo. Incluso cuando elarma funcionaba, esta mostraba una decepcionante falta deprecisión. En 1814 el coronel George Hanger señaló que, a pesarde que el tirador pudiese alcanzar a un objetivo situado a setentayardas de distancia, a veces cien (entre sesenta y noventa metrosaproximadamente), era un caso de verdadera mala suerte si unhombre caía herido por un disparo efectuado a ciento cincuentayardas, unos ciento diez metros. Y este "echo, por supuesto, diolugar al truco utilizado por la mayor parte de los soldados deinfantería: en vez de apuntar al individuo, simplemente se dirigía elfuego contra la línea enemiga. Un experimento realizado por losprusianos, que consistía en disparar sobre una pieza de lona detreinta metros de ancho por ciento ochenta centímetros de alto,demostró que los aciertos a doscientos metros eran de un veintitréspor ciento, de un cuarenta a ciento diez metros y un sesenta porciento de impactos a setenta metros. En 1779, un batallón de lamilicia de Norfolk, cuyos miembros sin duda eran más hábiles conel arado que con el mosquete, dispararon contra un objetivo similary obtuvieron tan sólo un veinte por ciento de aciertos a setentametros. Estas pruebas señalan con precisión que, con un enemigoenfrente que repeliese el fuego, los resultados que cabrían esperarseserían mucho peores aún. Con un arma de tales características, lafrecuencia de disparos se imponía a la precisión de los mismos. Enconsecuencia, los reclutas realizaban ejercicios de instrucción hastaque los movimientos de carga del arma llegaban a formar parte desu propia naturaleza, siendo capaces de efectuar tres, y a vecescuatro, disparos en un minuto de tiempo. La instrucción también fue

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importante para que lograsen moverse en columnas, la formaciónhabitual para cubrir un terreno, así como desplegarse en una líneaen el momento adecuado, de modo que quedasen disponibles paradisparar el mayor número de mosquetes.

Un principio militar señalaba que un cuerpo de infantería bienentrenado, desplegado en la formación adecuada (en cuadro o enrectángulo, generalmente) y ubicado en un terreno bien escogido,podría resistir el ataque de la caballería. Aunque la caballería de laépoca todavía utilizaba las cargas siempre que había ocasión, amenudo rendía sus mejores servicios actuando en los aspectos mássencillos de la guerra. El papel de la caballería, en general, y de lacaballería ligera en particular, era el de proteger con sus unidadeslos campamentos militares y la marcha de las tropas campotraviesa. A pesar de que Wellington figuró brevemente en losregistros militares como soldado de caballería ligera, en realidadnunca llegó a ser un oficial de caballería y pocas veces mostrósimpatía por ese arma del ejército, aduciendo que los mandos dedicho cuerpo tenían la costumbre de «galopar en todas lasocasiones». Recientes investigaciones han demostrado que con esaafirmación era tan injusto como con sus otros precipitados juicios, yque los éxitos de la caballería que sirvió bajo su mando no fueronen modo alguno irrisorios. 4 La artillería ya había comenzado ellargo ascenso que no concluiría hasta que fuese el arma quedominara el campo de batalla tan sólo una generación después de lamuerte de Wellington. Los cañones se clasificaban por el peso delos redondeados obuses de hierro que disparaban. Los calibresvariaban desde los manejables cañones de seis libras y los pesados

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morteros de doce libras, que formaban las piezas principales de laartillería de campaña, hasta las piezas de veinticuatro y treinta y doslibras, mucho más engorrosas en su manejo, que se convertían en elorgullo del lugar cuando la situación exigía derribar las murallas deuna fortaleza. Se lanzaba una bola de hierro, el más común de losproyectiles, de modo que impactase contra el suelo justo frente alobjetivo para que rebotara a través de las líneas enemigas,machacando miembros y arrancando cabezas con cada uno de susbrincos; su alcance eficaz era de unos setecientos metros, aunquesu alcance real probablemente doblase esa distancia. En distanciascortas, los artilleros cargaban los cañones con metralla. El proyectilconsistía entonces en una lata cilíndrica rellena de bolas de hierro oplomo. La lata se habría en cuanto abandonaba el cañón,convirtiendo a la pieza de artillería en una gigantesca escopetacargada con cartuchos de postas. Casi la mitad de los obuseslanzados por un cañón británico de seis libras hacían blanco sobreun objetivo de grandes dimensiones situado a trescientos cincuentametros, con lo cual la metralla se convertía en un arma letal. Uno demis más pertinaces recuerdos del campo de batalla de Assaye es laabundancia de trozos de metralla, desde pequeñas esquirlas deltamaño de W uña del pulgar hasta fragmentos grandes como unapelota de golf. m sendero de la línea de vanguardia maratha casi sepuede trazar gracias a batallones de golfillos que tratan de venderesquirlas de metralla al visitante incauto.

Un tercer tipo de proyectil de artillería, de forma esférica,conocido por los británicos como «shrapnel» en honor a suinventor, el teniente George Shrapnel del Real Cuerpo de Artillería,

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consistía en una bola de hierro hueca, rellena de pólvora y balas demosquete. La cáscara se encendía mediante una mecha de pólvorafuertemente prensada sobre un tapón de fresno o haya. La distanciaque recorría la granada hasta que estallaba se regulaba cortando lalongitud de la mecha.

En tiempos de Wellington, las piezas de artillería, del mismomodo que los mosquetes, se cargaban por la boca del cañón y setrasladaban mediante reatas; merece la pena señalar que las piezasde campaña más pesadas requerían tiros de seis u ocho caballos.En la mayoría de las unidades, los artilleros marchaban a pie,inmediatamente detrás de sus piezas, pero en el caso de la artilleríamontada, creada para mantener el paso y cubrir la misma distanciaque la caballería, se desplazaban a caballo. Por último, los cohetesde campaña efectuaron una breve y deshonrosa aparición en elejército británico durante las guerras napoleónicas, sin embargo elempleo de dichos artefactos no se consideró un éxito y Wellington,en particular, guardaba un calamitoso recuerdo de ello. Cuando sedijo que lanzar una andanada de cohetes podría acabar con lamoral del comandante enemigo, el duque contestó bruscamente:«Maldita sea su moral. ¡Haced que se cumplan mis órdenes!».

El ejército georgiano era el espejo del Estado al que servía;era heterogéneo, descentralizado y corrupto por influencias ysobornos. El comandante en jefe de la Guardia Montada deWhitehall capitaneaba la Guardia Real (tanto infantería comocaballería), y también a la infantería y caballería de línea. De todosmodos no gozaba de autonomía, pues se hallaba sujeto al controlpolítico aplicado de manera irregular por los dos gabinetes

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ministeriales sobre los que recaían las competencias en materiamilitar: el del secretario de Estado de la Guerra y las Colonias y delministro de Defensa. El monarca también mostraba cierto interés encuestiones militares. Solía tomar a la Guardia Real bajo suprotección personal y a menudo se ocupaba del más fecundo de lospasatiempos reales: el diseño de uniformes. Artilleros y zapadoresconformaban un grupo aparte en el ejército (prueba de ello era quelucían uniformes azules en vez del habitual color rojo del resto delejército) y estaban a las órdenes del general del cuerpo dearmamento e intendencia, normalmente un lord con un puesto en elgabinete ministerial. Wellington sirvió en ambos cargos, comocapitán general del ejército y como comandante en jefe del cuerpode armamento e intendencia, una distinción poco frecuente.

La pesada mano del Tesoro se hacía notar sobre toda lamaquinaria militar, pues controlaba la administración de suintendencia, el departamento encargado de abastecer al ejército dela mayor parte de los pertrechos tanto en tiempos de paz como enla guerra, aunque se considerara a sus agentes como oficiales civilesen vez de militares. Incluso en este aspecto, la coherencia en losprocedimientos era más bien escasa pues algunos artículos (comolas cantimploras de los soldados, por ejemplo) los suministraba laplana de artillería, y estampaba sus iniciales, BO [Board ofOrdance], en ellos, mientras que otros pertrechos, como losuniformes, los recibían los regimientos de manos de sus propioscoroneles. Estos últimos no eran coroneles propiamente dichos,sino oficiales a los que se les ofrecía este cargo como recompensao como fundamento para recibir la paga de su pensión. Wellington

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llegó a coronel del 33° Regimiento en 1806 y continuó en su cargode coronel de regimiento hasta el día de su muerte. Ellos, loscoroneles, obtenían todo aquello que necesitasen sus regimientospor medio de las subvenciones gubernamentales, y muy a menudotrataban de gastar menos de lo estipulado adquiriendo telas de bajacalidad para los uniformes o disminuyendo la frecuencia dereemplazo de los mismos.

Se nombraba a los oficiales del cuerpo de zapadores y deartillería después de que hubiesen asistido a la Real AcademiaMilitar de Woolwich, y a partir de entonces ascenderían porriguroso orden de antigüedad. Por otro lado, los coroneles deinfantería y caballería tenían parte directa en la selección y ascensode los oficiales de sus regimientos. Se compraban cerca de dostercios de los ascensos en estas armas, aunque durante las guerrasimportantes fuese difícil encontrar suficientes jóvenes cuyosfamiliares estuviesen dispuestos a comprarle a tan afortunadobisoño la oportunidad de encontrar una muerte prematura; pruebade ello era que en 1810 solamente una quinta parte de los ascensosse habían obtenido mediante compra. Un individuo que deseaseadquirir uno de esos ascensos debía pagar al gobierno la cantidadestipulada, además de un extra (no estipulado) al oficial al quereemplazaba utilizando como intermediario al representante delcoronel, el agente del regimiento. Las condiciones de los ascensosse endurecieron notablemente a lo largo de la vida de Wellington. Elduque de York, capitán general del ejército desde 1798 hasta 1808y desde 1811 hasta 1827, prohibió la compra de ascensos ajóvenes menores de dieciséis años. También estableció límites

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temporales para prevenir que un oficial no ascendiese a capitánantes de cumplir dos años de servicio y a comandante con menosde seis, incrementando en 1806 esos períodos a tres y nueve añosrespectivamente.

Para los rangos superiores a teniente coronel los ascensos sellevaban a cabo en el seno del regimiento. La vacante normal entiempo de paz de un capitán, situación que surgía cuando el oficialdecidía retirarse con media paga, se ofrecería al teniente de másantigüedad. Si éste podía permitirse pagar por el cargo, no habíaproblema; de no ser así, se ofrecería el puesto al siguiente oficial enantigüedad, y así sucesivamente hasta encontrar el aspiranteadecuado, el que cumpliese todos los requisitos. La promoción deun teniente abría una oportunidad de ascenso para un alférez, elcual sería ascendido del mismo modo. Un joven despierto, y consuficientes posibles económicos que lo respaldasen, podríatrasladarse de un regimiento a otro según fuesen presentándose lasoportunidades. Podría obtener antigüedad en un regimiento sindemasiado lustre y regresar a él más tarde, con su nuevagraduación, siempre y cuando su coronel estuviese conforme. Detodos modos, cuando los oficiales morían en combate, o más tardea consecuencia de sus heridas, las vacantes se asignabansimplemente por antigüedad; no era de extrañar que los oficialesambiciosos, pero poco adinerados, brindasen por una «guerrasangrienta o una plaga ocasional».

En la práctica, se concedían más ascensos sin pagar por ellosde los que alguien se pueda imaginar. La habilidad del aspirantepara conseguir influencias que lo apoyasen era crucial. El patrocinio

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de un pariente diputado, el apoyo de un ministro de la Cámara delos Lores, o de los Comunes en su defecto, favores del pasado opromesas de favor en un futuro… todo ello contribuía a asegurarseuna charretera. En ciertas ocasiones, un joven podía abrirse pasosolamente con su valor personal. Existían caballeros voluntarios quese alistaban en un regimiento y se codeaban con los oficiales, peroservían como soldados rasos con la esperanza de obtenerdistinciones y ganarse un ascenso gratuito.

El ascenso a partir de teniente coronel se concedía porantigüedad en todo el ejército. Un oficial que llegase a tenientecoronel moriría como general si vivía lo suficiente, pero nada legarantizaba que desempeñase el papel de un general aunqueposeyera tal graduación. Siempre había más generales que puestos,y a pesar de ello los oficiales continuaban inexorables su caminocomenzando por general de brigada, luego por general de división yasí hasta teniente general. El ascenso para un hombre sin recursos nitalentos particularmente destacables llegaría a tener sus pros y suscontras: bien pudiera llegar a ser general de brigada, vivir en su casacon la media paga de teniente coronel y dedicarse a esperar unrequerimiento militar que jamás acababa a llegar.

Wesley recibió su primera convocatoria para ingresar en lamilicia en el año 1786, cuando lo enviaron a la Real Academia deEquitación de la ciudad francesa de Angers. El documento deinscripción escolar lo registra como «señor Wesley, gentilhommeirlandais, fus de milady Mornington». Junto con sus amigos, elllamado «groupe des lords» formado por mister Walsh y misterWingfield, hijos de los lores de Walsh y Powerscourt

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respectivamente, Wesley fue recibido por las familias de la noblezalocal y causó una buena impresión a monsieur de Pignerolle, eldirector de la Academia, quien lo describió como «un muchachoirlandés con un futuro muy prometedor». Pero todavía era un jovennotablemente débil, y a menudo no se sentía en condiciones paracabalgar. Solía dedicar su tiempo a jugar tumbado en el sofá con superro, un terrier llamado Vick. Lo cierto es que nunca fue muyaficionado a los perros, pero los terrier constituyeron unaexcepción. Cuando estaba en India tenía un terrier blanco llamadoJack, el cual, terriblemente asustado después de que se disparasenunas salvas de honor, huyó recorriendo en solitario los cientosesenta kilómetros que lo separaban de su hogar.

Angers le enseñó tres cosas. Allí llegó a ser un buen jinete, sibien es cierto que, a pesar de que la divisa de la escuela fuese«Donaire y Valor», su estilo era más práctico que elegante. Otrotanto sucedía con su francés pues, aunque poseía un léxico más queaceptable y su dominio de la gramática fuese bastante bueno, tendíaa acometer la conversación como si de un asalto frontal se tratase;alguien dijo de él que hablaba francés como si se estuviese pegandocon él, con valentía. El francés le resultó muy útil en una Europadonde era el idioma de las artes y la diplomacia, y su relativa fluidezno era un rasgo que caracterizase a la mayor parte de suscompatriotas. En 1814 su edecán de mayor rango, Colin Campbell,disputaba acerca de la posesión de una sombrilla con elcomandante de Burdeos tras una recepción oficial. Campbell learrebató el quitasol de un tirón, hizo una reverencia y le espetó:«C'est moine».15 Por último, durante esos años de formación,

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Wesley creció bajo la influencia de caballeros como M. dePignerolle; monárquicos a la vieja usanza que mostraban orgullosalealtad hacia una noción de monarquía absolutista que tenía sus díascontados. Elizabeth Longford narra una anécdota reveladora; en1840, durante una cena en Apsley House, su hogar londinense, elduque observó fijamente los retratos de Luis XVIII y Carlos Xvestidos con sus mejores galas, y le dijo a lord Mahon: «Despuésde todo, estos dos tienen mucho mejor aspecto con susfleurs delys y Saint-Esprits, que los dos cabos chusqueros del fondo y eldel vestido fantasioso del centro». Los dos cabos eran el zarAlejandro I de Rusia y Federico Guillermo III de Prusia con susuniformes militares, y el del vestido fantasioso era Jorge IV con elatuendo completo de los nobles escoceses.16

Cuando Wesley regresó a Inglaterra, a finales de 1786, sumadre se sorprendió ante la notable mejoría de «mi feo hijoArthur». Pero debía encontrar un empleo, pues la familia todavía sehallaba escasa de fondos. Su hermano Mornington escribióinmediatamente al duque de Rutland, el lord lieutenant de Irlanda.

Permitidme que os recuerde a mi joven hermano, conquien quizá pudieseis ser tan cortés de tomarlo enconsideración, por si hubiese alguna posibilidad de concederleun cargo militar. Actualmente se encuentra aquí y no tieneempleo. No me importa qué rango ejerza, siempre que sea loantes posible.

Mornington ya era un personaje en alza, con un escaño en elParlamento de Westminster, y su hermano William ocupaba elpuesto familiar de Trim en la Cámara de los Comunes de Irlanda; a

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Rutland le interesaba complacerlo. Un cargo de oficial en el cuerpode caballería o en la guardia de a pie era más de lo que podíacomprar, como Mornington ciertamente debía de saber, pero unregimiento nuevo en India era algo totalmente distinto. De esemodo, el día 7 de marzo de 1787, poco antes de cumplir losdieciocho años, Arthur Wesley figuraba como alférez del 73°Regimiento Escocés de Infantería. Mornington continuó moviendolos hilos de su influencia: en octubre de aquel año persuadió alnuevo lord lieutenant, lord Buckingham, para que seleccionase aArthur como uno de sus ayudantes de campo, con una paga de diezchelines diarios (casi el doble del salario regular de un alférez), y eldía de Navidad de 1787 fue nombrado teniente del 76°Regimiento. Un intento del ministro de Defensa de recortar gastosprovocó cierto revuelo y el plan pronto se vino abajo; la medidaconsistía en reducir a la mitad la soldada de los ayudantes decampo. Entonces, cuando el 76° Regimiento fue destinado a lasinsalubres colonias de las Indias Orientales, trasladaron a Arthur al41° Regimiento. El joven militar se trasladó a Irlanda en enero delaño 1788, y mientras ultimaba su partida visitó a aquellas«inseparables amigas», las señoritas de Llangollen, quienes habíansido advertidas por la emocionada madre de Arthur de que:

Hay muy pocas cosas con las que se conforme Arthur, queacaba de alistarse en el Ejército y ha de partir hacia Irlandacon el cargo de edecán de lord Buckingham, y por ello habráde ausentarse durante un corto período de tiempo, en pocaspalabras; debo hacer todo lo que esté en mi mano por él.Cuando lo veáis, convendréis en que es digno del cargo pues es

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un joven de exquisitos modales y, además, jamás he visto anadie que experimentase tan espectacular cambio para mejor.Es extraordinariamente afortunado, en seis meses haascendido dos puestos en el escalafón militar y lo hannombrado edecán de lord Buckingham, lo cual supone unapaga de diez chelines diarios.18

Lady Dungannon lo acompañó a visitar a las señoritas, una delas cuales dijo de él: «Es un joven encantador. Guapo, muy alto yelegante». Tener clase dentro de la sociedad rural galesa nosignificaba nada en Dublín, una ciudad mucho más cosmopolita,quizá por eso lady Buckingham se refería a Arthur y a los demásayudantes como «el pelotón de los torpes». Arthur se encargaba dela cena para la virreina y sus damas y de otros menesteres. Encierta ocasión recogió las flores que había tirado un noble un tantoinsoportable, y en otra recibió el apodo de «Pillastre» por parte deun molesto invitado durante una merienda campestre, e incluso llegóa ser abandonado por una bella dama durante un baile en cuanto lacharla de Arthur sobre frivolidades comenzó a agotarse. Ya habíajugado dinero en Angers, pero en Dublín apostó con más fuerza, yganó ciento cincuenta guineas (casi el sueldo de un año) a Whaley,él Petimetre, al cubrir caminando la distancia desde Cornelscourthasta Leeson Street en menos de una hora. Se hospedaba enLower Ormond Quay, y su casero, un fabricante de botas, leprestaba dinero cuando sus apuestas no iban del todo bien. Al finalde su vida, le dijo a George Gleig que las deudas «hacen de unhombre un esclavo. He sabido en más de una ocasión lo que es lanecesidad de dinero, pero jamás me endeudé en vano».19 Gleig

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tuvo la deferencia de asumir que su héroe nunca había contraídouna deuda, pero en honor a la verdad, habría que decir que tantoen los préstamos como en la guerra el duque nunca contrajoobligaciones financieras demasiado altas (aunque, eso sí, hubomomentos apurados), y además, el crédito del que gozaba unedecán durante aquel brillante verano dublinés de 1789 no era enabsoluto desdeñable. Pero las noticias de la Revolución francesaensombrecieron en parte aquella belleza estival. «No te preocupespor la pobre y querida Francia», escribió a su hermana Anne,convenientemente casada con el hijo de un lord, «nunca volveré aver París».20

El joven Arthur Wesley todavía no se encontrabacompletamente asentado en su carrera militar. A pesar de quehablaba de tratar de tomarse su nueva profesión en serio, muchomás tarde rebatió la aseveración de John Wilson Croker de que fueal principio de su carrera cuando «había pesado por separado a unsoldado raso, sus pertrechos e impedimenta para proporcionar laoportunidad de ver lo que un hombre tenía que hacer y sucapacidad para hacerlo».2 En junio de 1789 lo destinaron al 12°Regimiento Ligero de Dragones, todavía con el grado de teniente,pero lejos de consagrarse a las complejidades de su nueva arma,realizó sus primeros pasos, a regañadientes, en el mundo de lapolítica. Su hermano William había

conseguido obtener un escaño en Westminster, y Arthurestaba destinado en Trini, el municipio familiar en Irlanda. Aquellosno fueron tiempos fáciles para aventurarse en los asuntos políticos

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irlandeses, pues una ola de nacionalismo barría el territorio. Laguerra de las colonias americanas y su Declaración deIndependencia en 1776 tuvo sus repercusiones en Irlanda. Existíanevidentes similitudes entre la posición de Irlanda y las coloniasinglesas de América del Norte y, cuando Francia y España entraronen guerra contra Gran Bretaña, Irlanda, despojada de tropasregulares, se convirtió en el posible objetivo de una expediciónhostil. Muchos de los irlandeses, en mayor parte miembros de laminoría protestante, que se alistaron como voluntarios en unidadesmilitares, no tardaron en mostrar su disconformidad ante lasrestricciones comerciales impuestas a Irlanda y cuestionaron elderecho del Parlamento de Westminster a legislarlas. El movimientonacionalista tenía en Henry Grattan un elocuente portavoz y jefeparlamentario. Poco antes de las elecciones generales de 1789,enviaron a Wesley a Trim en lo que supondría su primer cometidopolítico. Los burgueses de aquella pequeña población corrían elpeligro de que Grattan fuese nombrado ciudadano de honor,situación que el castillo de Dublín trató de evitar. Wesley efectuó suprimer discurso político ante una audiencia de ochenta burguesesdeclarando:

Me alzo y digo que las únicas razones por las que Grattanhabría de obtener la libertad para la empresa era surespetabilidad; que si en realidad tuviésemos que admitir acada hombre porque una de cada dos personas dijeran que esrespetable, toda la comunidad podría pertenecer a estainstitución; que él nunca nos será útil, ni tratará de serlo; y queyo me opongo a ello sin dudarlo, a pesar del respeto que me

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merezca.22Durante un descanso antes de la votación, Arthur se movió de

un lado a otro de la sala cohesionando a sus partidarios. «Les hedicho a mis amigos que era una cuestión de partido -comentó- yque debían apoyarme.» La postura de Wesley prevaleció, tal comoera de esperar, y luego mostró una gran discreción al renunciar aceder ante «peticiones de todo tipo». Un votante de avanzada edadle preguntó qué proponía hacer con las setenta libras esterlinas quedebía su hermano, lord Mornington. «No tengo nada que ver coneso -replicó- y en caso de unas elecciones generales, unatransacción como esa menoscabaría mi nombramiento.»

Cuando llegaron las elecciones, el día 30 de abril de 1970,Wesley salió elegido. De nada sirvió la breve polémica suscitadapor su elección y desarrollada en el mes de julio, cuando se reunióla Cámara; sus oponentes fracasaron al elevar sus peticiones dedemanda. Wesley terminó ocupando un escaño en un Parlamentodonde dos tercios de los cargos debían su puesto a los propietariosde menos de un centenar de municipios. Un tercio de los miembrosde la Cámara disfrutaban de salarios o pensiones gubernamentales,absorbiendo gran parte de los ingresos de Irlanda. Theobald WolfeTone, un joven abogado habilitado para alegar ante un tribunalsuperior y dirigente de los United Irishmen (ya en 1790 era unmilitante más activo que Grattan), calificó de modo revelador a labien alimentada y silenciosa mayoría del gobierno de «vulgaresprostitutas del Tesoro Público». Mientras tanto, lasrecomendaciones continuaban ejerciendo su función: Wesley fueascendido a capitán del 54° Regimiento en 1791 y al año siguiente

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obtuvo el traslado al 18° Regimiento de Caballería Ligeraconservando el mismo rango.

Pero aún no alcanzaba a ver su carrera claramente definidaante él. Votó diligentemente a favor del Gobierno, se inmiscuyó enlos asuntos del castillo de Dublín, sede del gobierno, actuó enapoyo de su hermano en litigios acerca de la hipoteca de suspropiedades en Dagan y también en otros asuntos familiares másdiscretos. Mornington vivía con una cortesana francesa, GabrielleHyacinthe Rolland, quien le dio varios hijos. Pero, al mismo tiempo,el noble también tenía un hijo en Irlanda, por lo tanto encomendó asu hermano Arthur la tarea de hacerse cargo de la manutención ycuidado de su «amiga» y la educación de su hijo. LordWestmoreland había reemplazado a lord Buckingham comosecretario de Estado en 1789 y la habilidad en asuntos económicosno se hallaba entre los «escasos puntos fuertes» por los que seconocía al nuevo gobernante. La soldada de capitán no era muysuperior a la de un edecán de Westmoreland, por lo que Arthurtuvo que recurrir al representante legal de los asuntos familiares enbusca de crédito y, al mismo tiempo, buscar el modo de estabilizarsu situación financiera; el matrimonio parecía revelarse como lasolución.

Ya existía algo más en la relación entre Arthur Wesley y KittyPakeham de lo que cabría esperar de la emprendida por un jovenen busca de una heredera. La familia Pakeham vivía en PakehamHall, en Castlepollard, condado de Westmeath, a un día a caballode Dagan. Es probable que Kitty y Arthur se hubiesen conocido enDublín entre los años 1789 y 1790. El encanto y belleza de la dama

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hacían de ella una de las favoritas del castillo de Dublín y Arthurllegó a visitar frecuentemente la casa situada en la plaza Rutland,morada de Kitty y propiedad de lord Longford, padre de la dama,capitán de la marina y a la sazón un entusiasta partidario de lamejora agrícola. Nunca sabremos si lord Longford hubieseaceptado el matrimonio entre la pareja (conste que ellos seprofesaban un cariño manifiesto) pues falleció en 1792. A lordLongford lo sucedió su hijo Tom, quien en 1794 ascendió en elescalafón de la nobleza al pasar de barón a conde tras la muerte desu abuela. Quizá fuesen los «incipientes delirios de grandeza» deTom los que persuadieron a Arthur a proyectar su figura bajo elbrillo de una luz de mayor calidad. En abril de 1793, pidió prestadoa su hermano Richard dinero suficiente para adquirir unacomandancia en el 33° Regimiento, e incluso comenzó a pronunciardiscursos en el Parlamento secundando el apoyo a la corona,deplorando la encarcelación de Luis XVI y la invasión francesa delos Países Bajos y elogiando también la actitud liberal que elgobierno mostraba para con los católicos.

Si confiaba en que todo aquello llegase a impresionar alhermano de Kitty, estaba totalmente errado. Porque mientras losWesley habían perdido la mayor parte de su fortuna, y solamentecontaban con terrenos hipotecados como reclamo, los Pakehamgozaban de una acomodada situación. Valga como ejemplo señalarque Ned, otro hermano de Kitty, ya tenía asegurada unacomandancia antes de cumplir los diecisiete años. No debió de serfácil para Arthur pedirle a Tom, quien era poco más joven que él,

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que le concediese a Kitty en matrimonio. Arthur tenía unasexpectativas demasiado pobres y Kitty, sin duda, podría aspirar aalgo mucho mejor. Fue rechazado de plano.

Creo que aquella fatal entrevista tuvo lugar en la biblioteca dePakeham Hall, actualmente conocido como el «castillo deTuüynally» y todavía en manos de la hospitalaria familia de losPakeham. El edificio, con vistas a las distantes colinas, se alza en unparque ajardinado junto a un lago, y contiene tesoros esparcidos sinorden aparente a lo largo de la casa. Hay una fila de espadas sinclasificar colgadas de clavos y también finas dagas, partesesenciales de la vestimenta ordinaria de un caballero hasta finalesdel siglo XVIII; el poderoso filo de una espada de oficial decaballería ligera; una pesada y muy poco eficaz espada ceremonialde diseño neoclásico perteneciente a la Orden de San Patricio yuna espada de la época eduardiana que debió de pertenecer algeneral de brigada lord Longford, muerto en agosto de 1915mientras comandaba un regimiento voluntario de caballería duranteun asalto imposible en la batalla de Gallípoli.

Cuando leí la autobiografía del general sir George Napier en labiblioteca del castillo de Tullynally, quedé impresionado, una vezmás, por la contribución militar irlandesa en tiempos de Wellington.Los hermanos Napier, Charles, George y William, sirvieron en lapenínsula Ibérica y llegaron, tal como merecían y era de esperar, aser nombrados generales. Su valor era de tal magnitud que fueronheridos en varias ocasiones y, en 1812, Wellington escribió unacarta a lady Sarah, madre de los Napier, pues su hijo George habíaperdido un brazo, y la comenzó como sigue: «Teniendo unos hijos

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así, sé que esperáis recibir las poco gratas noticias que más de unavez he tenido que comunicaros».24 El problema de equilibrarconciencia y deber en la política de la época está subrayado por elhecho de que lord Edward Fitzgerald, sobrino de lady Sarah, quehabía servido como capitán de infantería en América, llegó a seruno de los jefes de los United Irishmen y fue mortalmente herido alresistirse a su arresto durante la víspera de la gran rebelión de1798.

La contribución de Irlanda al Ejército británico no puede serjuzgada sólo por el número de oficiales que aportó, tanto siprocedían de familias nobles como los Napier o los Pakeham, oeran descendientes de la hidalguía local como el alférez Dyas del51° Regimiento, «un irlandés cuya única fortuna era su espada» ycuyas acciones fueron sinónimos de puro coraje.25 La Irlanda decabañas techadas con césped, conformó un alto porcentaje de latropa en todas las armas del Ejército. Exactamente, el cuarenta ydos por ciento del Real Cuerpo de Artillería hacia finales del sigloXVIII, y esa misma proporción en el resto de las armas hacia1830. Aunque los soldados irlandeses se concentrasen mayormenteen regimientos propios de Irlanda, como los Connaught Rangers,apenas si existía una unidad que no contase con ellos: el treinta ycuatro por ciento de los hombres que servían en el 57° Regimiento(creado en West Middlesex) en 1809 eran irlandeses e incluso en el92° Regimiento Escocés de Gordon contaba con un seis por cientode tropa irlandesa en 1813.

La negativa de lord Longford hacia sus pretensiones con Kittyfue devastadora y, a la vez, un punto de inflexión para Wesley. Sus

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violines, apuntó con amargura, «se llevaban mucho de su tiempo ypensamientos»; así que poco después los quemó con sus propiasmanos y jamás volvió a tocar. Sin embargo, hizo todo lo que estuvoa su alcance para sacarle notas más o menos nítidas a las cuerdasde otro instrumento: los contactos. Los batallones de infanteríamarchaban flanqueados por dos compañías de escolta cada uno:una de granaderos y otra de caballería ligera. Llegó a oídos deArthur Wesley que algunos de ellos iban a ser acantonados en unárea de concentración y a continuación destacados al extranjero.Entonces rogó sin demora a Mornington que intercediese por élante el primer ministro…

Ruega al señor Pitt que solicite a lord Westmorelandenviarme como comandante de una de esas compañías deescolta. Si van a enviar tropas al extranjero se verán obligadosa reclutar oficiales de línea, y me pueden tomar a mí igual quea cualquier otro […] En la situación actual, opino que destinarsoldados fuera del territorio de la metrópoli es una maniobratan peligrosa como inadecuada pero, si van a trasladar a ciertocontingente, yo desearía formar parte de él y no tener másopción de actuación que el cuerpo de escolta, pues elregimiento donde tengo la comandancia es el último en entraren servicio.26

Su ruego no surtió efecto, lo cual no puede considerarse comouna triste circunstancia ya que las compañías de escolta irlandesashabrían de morir en la isla Martinica presas de la fiebre amarilla. Encambio, Mornington hizo algo mejor por él; le prestó más dinero yasí Arthur adquirió el grado de teniente coronel de 33° Regimiento

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en septiembre de aquel mismo año. Partió a comandar suregimiento, tomó posesión de su cargo y se volcó en las minuciasde los informes, tarea que le llevó a redactar un reglamento que seconvertiría en modélico.

El gobierno británico planteó realizar una expedición en lacosta de Normandía bajo las órdenes de lord Moira, y todoapuntaba a que el 33° Regimiento tomaría parte en ella. Wesleyrenunció a su plaza en el Parlamento, buscó (y encontró) a unagente que sanease sus deudas en Dublín, y más tarde supo que,después de todo, su regimiento no sería enviado a la costanormanda. Pero también llegaron buenas noticias: las tropas de lordMoira, que incluían, en efecto, al 33° Regimiento, se destacarían enFlandes con objeto de reforzar al pequeño ejército del duque deYork. Estas buenas nuevas venían acompañadas, como suelesuceder, por otras malas. Lord Longford envió una misiva donderesolvía que el enlace con Kitty era un proyecto imposible. Detodos modos, Wesley no pudo aceptar la carta como una decisióndefinitiva pues, y ello lo basaba en un «prudente razonamiento»,mediante un cambio en su circunstancia personal aún podría ganar aKitty. Escribió a la dama y le dijo que, en caso de que su hermanocediese, «mi postura seguirá siendo la misma».27

A principios del mes de junio de 1794, Wesley partió por mardesde Cork y llegó a Ostende el día 25, a tiempo para tomar parteen una campaña que había comenzado como el destello de unapromesa y que pronto se volvió el reflejo de la amargura. Elgobierno británico, al tratar por todos los medios de reparar losdaños que el sosegado tiempo de paz había causado en el ejército,

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reclutó hombres tan rápidamente como le fue posible con elobjetivo de preparar la guerra contra la revolucionaria Francia. Elhistoriador sir John Fortescue admite que al menos se alistarontreinta mil hombres en el ejército regular entre noviembre de 1793 ymarzo de 1794. Entre ellos se encontraba el cuerpo de carreteros,la primera unidad de transporte militar, conocidos por el color desus uniformes y por su supuesto origen como «The NewgateBlues» [los Azules de Newgate]. «Nunca antes un ejército se viodeshonrado por mayor número de bribones», se lamentó un oficialde la plana mayor del duque de York.

Las consecuencias de tan rápido crecimiento casi supusieronun desastre pues se produjo una carestía de mosquetes. El 31°Regimiento, por ejemplo, estaba compuesto en su mayor parte porreclutas y doscientos cuarenta de ellos se hallaban desarmados.Muchos soldados no habían recibido uniformes adecuados y fuerona la guerra vestidos con harapos. La ropa de cuartel, casacas delino y pantalones, la recibieron cuando ésta llegó a los depósitos deintendencia. Un alto número de soldados y oficiales estaban malentrenados. William Surtees, un soldado raso del 56° Regimiento,se mostró encantado con que se le destinase a un regimiento deinfantería ligera como aquél, «pues lo consideré… un honor eso deformar parte de los soldados de a pie»; sin embargo no recibió elentrenamiento específico de dicha arma y, cuando se encontrófrente a las bien entrenadas tropas francesas, descubrió que «laprecisión de sus disparos era la gran ventaja que tenían sobrenosotros…».29 Fortescue lamentaba que demasiados oficialeshubiesen obtenido su rango gracias a la misma combinación de

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recomendaciones y pagos que había permitido a Wesley llegar acomandar un batallón a la edad de veinticuatro años, sin poseerningún tipo de preparación formal:

Esos comandantes del nuevo ejército que habíanamañado su jerarquía con la ayuda del gobierno y los agentesmilitares no estaban preparados para dirigir una compañía, ymucho menos una brigada. Muchos de ellos eran muchachos deveintiún años que no sabían nada acerca del más simple de losservicios y, a pesar de que se dirigían con entusiasmo a laacción, no dejaban de considerar el conjunto de la guerracomo si de una gran excursión campestre se tratase […]fueron empujados a abrirse paso en el ejército para satisfacerlas cargas familiares, a sus electores, a los acreedoresinoportunos y también para desembarazarse de concubinas.Muchos de esos jóvenes constituyeron a un tiempo unavergüenza y un estorbo para las fuerzas armadas.30

Las fuerzas anglo-hannoverianas del duque de Yorkcombatían junto a un ejército austríaco bajo mando del príncipe deCoburg, más tarde teniente general, John Gaspard Le Marchant(oriundo de las Islas del Canal; ésa era la razón de que tuvieseapellidos galos), y reconocían que los austríacos eran «tansuperiores a nosotros como nosotros lo éramos a la chusma de unaciudad».3 Finalmente, los aliados tomaron Valenciennes en 1793,pero después hubieron de pasar el invierno, el terrible invierno deaquel año allí, eventualidad que empeoró sensiblemente gracias a ladecisión gubernamental de repartir las provisiones con las IndiasOccidentales y el Mediterráneo. Cuando llegó Wesley, los

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franceses habían lanzado una contraofensiva. Arthur Wesley, quecomandaba temporalmente una brigada compuesta por el 8o y el44° Regimiento, además del suyo, fue destinado a Ostende paraestablecer contacto con los franceses mientras Moira partía con elresto de las fuerzas para reunirse con el duque de York. CuandoMoira se hallaba lo suficientemente lejos, Wesley, hábilmente,reembarcó su brigada y se trasladaron por mar hasta Amberes, deahí que se uniese al duque de York antes de que lo hiciese Moira.Este episodio demostró la enorme ventaja que confería el dominiomarítimo, sobre todo frente a un adversario que parecía sersuperior en tierra.

Wesley recibió su bautizo de fuego a mediados del mes deseptiembre de 1794, en un lugar situado al este de la ciudad deBreda. El decimocuarto día, los franceses atacaron el puesto deavanzadilla del duque de York, situado en Boxtel, sobre el ríoDommel. La ofensiva fue un éxito y lograron tomar la plaza ycapturar prisioneros a dos batallones de tropas germanas. Al díasiguiente, el duque de York envió al teniente general sir RalphAbercromby al mando de diez batallones de infantería y otros diezescuadrones de caballería a recuperar la plaza. Abercromby estuvoa punto de estrellarse directamente contra el grueso de las tropasfrancesas, pero pudo maniobrar a tiempo y desplazarse hacia eleste. Tuvo suerte de salir de la situación con tan sólo noventa bajas,la mayor parte ellas como prisioneros. El 33° Regimiento ayudó acontener el ataque manteniendo la posición en perfecto orden hastaque su joven coronel dispuso que se abriese fuego sobre una de lascolumnas que se dirigían hacia ellos. El oficial había aprendido una

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valiosa lección acerca del predominio naval, y ahora iba a aprenderotra. Ésta trataría acerca del mérito que supone mantener las líneasencarando firmes a desbordantes columnas de soldados enemigos.Con el tiempo, ambas llegaron a poseer una valía incalculable.

Abercromby, cuyas pobladas cejas le conferían un aire debenévolo león, visitó a Wesley para trasmitirle «el agradecimientodel duque de York, y el suyo, por la excelente disciplina mostradapor el 33° Regimiento el día 15 de septiembre».32 Las condicionesmeteorológicas durante la retirada fueron terribles, y Wesley seencontró al mando de una brigada una vez más, defendiendo enesta ocasión la línea del río Waal. En la carta que escribió aMornington manifestaba sus dudas de que los franceses pudiesenmantener el campo bajo tales condiciones y seguía diciendo que, silas tropas se retiraban a sus cuarteles de invierno, aprovecharíapara regresar a Irlanda y ocuparse de ciertos problemasrelacionados con las, entonces, extremadamente reducidasposesiones familiares. Sin embargo, los campamentos de inviernotodavía eran el simple reflejo de lo que habían sido durante latranquila época anterior a la campaña, y los franceses mantuvieronconstantemente la presión. «Entramos en acción todas las noches, aveces en dos ocasiones; oficiales y tropa se encuentran agotadoshasta la extenuación… -escribió Wesley-. No me he cambiado deropa desde hace mucho tiempo, y normalmente paso la mayorparte de las noches en la ribera del río.»33 No es de extrañar quecayera presa de una antigua enfermedad (una «dolencia palúdica,consecuencia del cansancio, la humedad, etc.») que el médicocombatía con un tratamiento consistente en píldoras que contenían

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«tres granos de calomel y tres de extracto de purgante». Wesleyestuvo en el Waal desde octubre de 1794 a enero de 1795 y,durante ese período de tiempo, solamente recibió en una ocasión lavisita de un general del cuartel general. Cuando se dirigió a caballoal cuartel, a unos cuarenta y ocho kilómetros de distancia, el puestole pareció un «lugar de regocijo». Llegó un despacho mientrascirculaba el vino de oporto, y éste fue airadamente rechazado porun general que declaró que el documento podría esperar hasta eldía siguiente. Wesley llegó a la conclusión de que la responsabilidadrecaía en los dirigentes, y no en sus desdichados y hambrientossoldados de la tropa. «Muchos de mis regimientos eranexcelentes», recordó, pero:

Nadie sabía nada sobre cómo dirigir al ejército […]Recibíamos cartas desde Inglaterra y os aseguro que éstas nosdecían más de lo que ocurría en el cuartel general que el propiocuartel […] La verdadera razón del éxito en mis campañas eraque yo siempre estaba en el lugar de los hechos, lo veía todo, lohacía todo personalmente,34

El ejército retrocedió hasta Bremen, donde sería evacuadopor la marina bajo espantosas circunstancias.

Hasta donde alcanzaba la vista se veían vehículos detransporte de artillería, carromatos llenos de pertrechos,provisiones y hombres enfermos; carros de tenderos y carrosde soldados esparcidos por la blanqueada llanura. Tras ellosquedaban los caballos, muertos, y docenas, cientos, desoldados… muertos también. Aquí, un rezagado que quizá

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llegaría tambaleándose hasta el vivaque y cayó dormidoencima de él, bajo la helada; allí un grupo de británicos ygermanos en torno a un barril de ron vacío. A un lado,cuarenta hombres de la Guardia Inglesa acurrucados unoscontra otros alrededor de un desvalijado carromato; al otro, elcarruaje de un caballo de tiro con una mujer tumbada sobre él,a lo largo, y un bebé cubierto de harapos que asoma fuera delcarro con los labios circundados por el rastro de leche maternahelada. Todas y cada una de están personas están rígidas,heladas, muertas.35

Wesley zarpó hacia Inglaterra poco antes que su regimiento,en marzo de 1795. La campaña marcó el nadir de las fortunasbritánicas. Ello se manifestó en ciertas características que a menudose observan en el ejército británico durante los conflictosprolongados: toda la tensión propia de una crecimiento vertiginoso,y comandantes que no apreciaban los cambios operados en lanaturaleza de la guerra. Aquel mortífero invierno en Holandapreparó muy bien a Wesley para la guerra. Puede ser que no leenseñara qué hacer pero, tal como observó más tarde, había«aprendido lo que no hay que hacer. Y eso siempre es algo».

No estaba demasiado claro qué haría el héroe con su vida alvolver a casa, pues la paga de teniente coronel y edecán tan sólo leaportaba quinientas libras esterlinas anuales, y abundaban losacreedores. Dejó a su regimiento acantonado en Essex y partióhacia Dublín en busca de fondos y ascensos. Trini lo colocódiligentemente en su puesto como miembro del Parlamento una vezmás y se dedicó a asediar al nuevo lord lieutenant, el nuevo

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secretario de Estado para Irlanda en funciones, lord Camden,apoyado por el fuego de cobertura de Mornington, su hermano. Alprincipio confiaba en llegar a convertirse en secretario de Defensade Irlanda, lo cual habría triplicado sus ingresos, pero pronto fueobligado a admitir ante Camden que: «Veo el modo en que se llenala plantilla de los oficiales en el ejército, y no deseo pediros algoque sé que no podéis concederme». Ante tal situación, decidiócambiar la línea de ataque y buscar un puesto civil en las oficinasdel Tesoro o de Hacienda con la angustiosa certeza de que «nada,excepto las circunstancias bajo las que me toque trabajar, meinducirá a incomodar el gobierno de Vuestra Excelencia».36Cuando falló este último intento, Mornington lo propuso comosupervisor general de armamento e intendencia militar, unamaniobra que no sirvió de nada, ya que el puesto lo ocupaba elcapitán Thomas Pakenham, tío de Kitty. En realidad Camden leofreció el cargo, pero Wesley se sintió obligado a rechazarlo. Sinembargo, los Pakenham se mostraron satisfechos.

Tras sufrir un nuevo e inflexible rechazo, Wesley regresó a suregimiento acantonado en Southampton con órdenes de zarparhacia las Indias Occidentales. Poco tiempo después, recibió unacarta cargada de buenas intenciones remitida por lord Camden,quien se apenaba de perderlo pero:

Apruebo vuestro denuedo al acompañar a vuestroregimiento a las Indias Occidentales, pues estoy firmementeconvencido de que después de abrazar una determinadaprofesión, ésta no ha de ser abandonada. Me placería en sumo

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grado si pudiese realizar alguna disposición satisfactoria paravos en cuanto regreséis. Pero si hubiese una vacante en laplantilla del personal de Hacienda, me temo que el hijo delpresidente debería tener preferencia sobre vos.37

El 33° Regimiento embarcó hacia las Indias Occidentales,pero una providencial tormenta llevó a la flota de vuelta a puertodespués de siete azarosas semanas. Wesley se acuarteló primero enPool, pero entonces tuvo que pasar una convalecencia en Dublín;volvía a sufrir sus conocidas fiebres. Mientras tanto, en la primaverade 1796, gracias a uno de esos repentinos cambios de planes queno son precisamente hechos inauditos en Whitehall, el 33°Regimiento no fue enviado a las Indias Occidentales, sino a la India.

Wesley, ascendido por antigüedad al grado de coronel el día3 de mayo de 1796, estaba decidido a seguir a sus hombres, peroantes debía solucionar varios asuntos. Comenzó con la renuncia asu escaño en el Parlamento, y luego le procuró a su sucesor variosconsejos prácticos acerca del uso de su nuevo cargo. Más tarderecibió la garantía del castillo de Dublín de que «sería un felizacontecimiento si pudiésemos mitigar el embarazo que sentís acausa de ciertos asuntos pecuniarios que os veis obligado a dejarsin resolver», pero su agente lo presionó para que se asegurase deque lord Mornington se hiciese cargo de la suma de noventa y cincolibras cuatro chelines y ocho peniques, la cantidad a la queascendían sus cuentas pendientes de pago, por si sucediese algúnpercance desagradable. Napoleón, su futuro adversario, porentonces ya general de división y a punto de comandar el ejércitoen Italia, siempre valoró la suerte como una gran virtud militar. Y no

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cabe duda de que Wesley fue muy afortunado aquella primavera.Se había librado de aquel viaje a las Indias Occidentales y deacabar probablemente en el cementerio, muerto a causa de la fiebreamarina, y además tuvo la ventura de abandonar Irlanda en aquelpreciso momento. Porque, en ese mismo año de 1796, flotaba en elambiente la amenaza de la rebelión; Grattan la sintió «llegararrastrándose como la bruma tras los talones de un campesino». Larevuelta de 1798 iba a ser, tal como Thomas Pakenham ladescribió: «el suceso más trágico y violento de la historia de Irlanda,comparable a las guerras Jacobitas y la Gran Hambruna».38 El«Año de la Libertad» costó la vida a unas treinta mil personas y,durante el período subsiguiente, Gran Bretaña impuso en Irlandauna federación cuyos problemas legales todavía persisten hoy endía. Sin duda fue el momento adecuado para marcharse.

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Capítulo 2 G eneral de loscipayos

El lugar de destino del buque en el que embarcó el coronelWesley, y que zarpó del puerto de Portsmouth aquel día de juniode 1796, era la India; un territorio que todavía no formaba parte delos dominios británicos, aunque los esfuerzos del gobierno estabandirigidos a conseguirlo. En el año 1600, Isabel I de Inglaterra habíaextendido una cédula real a «la Compañía de Comerciantes deLondres que trataran con las Indias Orientales», y ocho años mástarde aquellos comerciantes habían establecido un puesto comercialen Surat, población situada a unos doscientos setenta kilómetros alnorte de la actual Bombay. Durante la siguiente centuria la fortunade la Compañía aumentó, disminuyó y mantuvo algunos conflictosconcretos con holandeses, portugueses y franceses, quienestambién habían puesto en el subcontinente parte de sus interesesmercantiles. Las potencias continuaron disputándose el favor delemperador mongol en su capital, Agra, y más tarde en Delhi, asícomo el de los gobernadores locales, cuya dependencia hacia elemperador era poco más que nominal.

La Compañía se estableció en Madras en 1639, y en 1687Bombay relevó a Surta como lugar de ubicación del cuartel generalde la Compañía en la zona occidental de India. En el año 1690, unode sus agentes fundó lo que llegaría a ser la ciudad de Calcuta.Estos tres grandes focos comerciales, llamados «presidencias»,

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eran gestionados por un gobernador y un consejo (éste eraresponsable ante el tribunal de directores de la Compañía, enLondres) respaldados por soldados nativos reclutados en la zona,soldados que lucían las casacas rojas británicas. Esto constituyó unpequeño paso en la defensa de las bases comerciales que tratabande extender el dominio británico hacia el interior. En 1757, RobertClive derrotó al gobernador de Bengala en Plassey, una batalladonde la habilidad para el soborno de oponentes fue tan importantecomo la capacidad de combate. Después de la victoria de Plassey,la Compañía de las Indias Orientales pasó a ser el mayor poderpolítico de India y en 1773 la Ley de Reglamentación reconoceeste hecho al instituir un consejo gubernamental en Calcuta, en elque sólo tres de sus cinco miembros eran nombrados por elgobierno británico. El consejo lo regía un gobernador general quegozaba de una autoridad no muy definida tanto en Madras como enBombay. Sirva de indicador de las vastas riquezas que podíanreportar los negocios en India la fortuna que amasó WarrenHastings, el primer gobernador general, estimada en doscientas millibras esterlinas en una época en la que un próspero comercianteinglés podía dar cobijo y alimento a su familia y personal de serviciocon trescientas cincuenta libras anuales.1

No todos los jóvenes que tomaban un pasaje a Indiaesperaban que les fuese tan bien como a Hastings, pero era fácilque un joven oficinista labrase una fortuna sin demasiado esfuerzo apartir de una pequeña inversión y regresase a casa rico como unnabab, para convertirse en un personaje ridiculizado pordramaturgos y novelistas, que los acusaban de ordinarios, corruptos

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e irreverentemente acaudalados. Sir Philip Francis ganó veinte millibras esterlinas en una partida de cartas, y el señor Barwell perdióla mareante suma de cuarenta mil. En 1777, William Hickey, unjoven atractivo y vividor que se había asentado en India en buscade fortuna, se quejaba de que nadie trabajaba tan duro como él,pues se pasaba desde las ocho de la mañana hasta la una de latarde sentado en un despacho, con tan sólo media hora paracomer. El joven Hickey, aunque no era rico según los cánones deCalcuta, mantenía a sesenta y tres sirvientes, así como «un bonitofaetón y dos hermosos caballos, y también dos corceles árabes demonta. Y todas mis instalaciones son de la más lujosa y selectacalidad».2 Charles Danvers murió en 1720, después de pasar sólotres años en India con un salario de cinco libras anuales, pero dejódinero suficiente para tener un lujoso funeral. Le dijo al gobernadorcon modestia «que se disparasen tantas salvas como años tengo;pronto cumpliré veintiuno», y que se destinara el resto de susposesiones al reparto diario de raciones de arroz entre los pobresallí, en su lugar de enterramiento.

Aunque existían riesgos financieros evidentes, pues unmercante podía ser hundido o capturado por piratas, corsarios o lamarina enemiga, las enfermedades y el clima eran infinitamente máspeligrosos. Los europeos que sobrevivían a la azarosa travesía (yterminaban el viaje a Madras a través del no menos azarosopasadizo de fuerte oleaje que lleva a la ciudad) se arriesgaban amorir de cólera, tifus, disentería o insolación; por la mordedura deuna serpiente, por el ataque de un tigre (o el de enfurecidos«fanáticos», o el de sirvientes resentidos…); también podían morir a

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manos de despiadados duelistas… Y, además, minaban su saludcomiendo y bebiendo en exceso. Los macizos muros de las iglesiasen India estaban cubiertos de mármol y ornados con elegías latinasa la muerte en cualquiera de sus formas. Los cementerios decampamento, muchos de ellos devorados silenciosamente por lajungla, componen un escalofriante recordatorio de las flaquezashumanas. William Hickey no pudo evitar hacer un comentariojocoso de una lápida:

Mynheer Glundenstack reposa aquí enterrado. El, queintentó regresar a casa el año pasado.

El cementerio británico de Seringapatam se construyó en1805, no mucho después de que los ingleses tomaran la plaza, yahora yace olvidado tras el hotel Fort View. El tamaño de laslápidas varía desde enormes obeliscos, como uno colocado enconmemoración del comandante de la guarnición u otro en honordel coronel del Regimiento Suizo de Meuron (¡qué lejos de losvalles helvéticos murió este militar!), hasta modestas losasfunerarias. Allí reposan los restos de la esposa de un sargentofallecida a los veintidós años, junto con su hijo; y todo indica que lamujer de un soldado del 9o Regimiento de Lanceros de SuMajestad tuvo suficiente dinero para otorgarle a su difunto esposoel estatus que no pudo disfrutar en vida. Algunos murieron pocodespués de llegar a India y otros -caso más doloroso si cabe- antesincluso de llegar al mundo. Otros, un sargento del parque por aquí yla viuda de un coronel por allá, vivieron hasta una edad avanzada.En efecto, se podía hacer fortuna en India, pero más de la mitad delos europeos que llegaron allí en el siglo XVIII encontraron una

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muerte prematura.El coronel Wesley, a bordo de una veloz fragata, contactó con

su regimiento en El Cabo, navegó en uno de aquellos mercantesconstruidos específicamente para cubrir la ruta de las IndiasOrientales, llamado Princess Charlotte, e invirtió el tiempo en suextensa biblioteca. Su selección de lecturas estaba compuesta en sumayor parte por volúmenes centrados en temas relacionados con elIndostán; contaba con obras de la talla de Indostán, Skretchesofthe Hindoos, de Orme; Histoire des Indes y Statutes Relativeto the East India Company, de Raynal, así como con gramáticaspersas y árabes. También destacaba un buen número de libros dehistoria militar, que incluía un libro sobre la campaña de Flandes yquince volúmenes sobre Federico el Grande y las cuidadasReflections on the General Principies of War, del tenientegeneral Lloyd. La obra Venereal Disease, de Chapman, bienpuede tomarse como una sensata precaución, mientras que obrascomo Fanny Hill, memorias de una cortesana, de John Cleland(en nueve volúmenes), y los diez volúmenes de Las aventuras delbaroncito de Foblas, de Louvet de Couvray, estaban dirigidas alplacer que otorga la lectura ligera. El navío atracó en Calcuta enfebrero de 1797. Visitó a sir John Shore, el gobernador general, yel regente de India describió su carácter como «una mezcla de gransensatez y picardía infantil», y predijo que llegaría a distinguirse encuanto se le presentase una oportunidad.

Wesley no perdió la ocasión de buscar esa oportunidad.Tanto España como Holanda estaban en guerra con Gran Bretaña yen agosto lo enviaron a una expedición a las islas Filipinas. Wesley

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planteó una serie de medidas higiénicas que habrían de serobservadas por todos sus hombres durante el viaje. El coy habríade lavarse al menos una vez cada dos semanas y los hombresdebían asearse piernas y pies todas las mañanas y bañarse oremojarse en agua todos los días, siempre que fuese posible. Habíaaccedido a nombrar al reverendo Blunt como capellán castrense del33° Regimiento pero, durante la travesía, este caballero se«emborrachó terriblemente, y se mostraba en tan lamentable estadotanto a soldados como a marinos […] diciendo todo tipo de frasesy procacidades subidas de tono […]». Cuando Wesley, quenavegaba en otro navío, se enteró de lo que había sucedido, tratóde consolar al señor Blunt indicándole que «lo ocurrido no tenía lamás mínima importancia, pues nadie pensaría lo peor de él por lasirregularidades cometidas en un momento de descuido». Sinembargo, Blunt no superó esa depresión y «ciertamente, sepreocupó en demasía».4

El gobierno ordenó la retirada de la expedición cuando éstaalcanzó Penang; por lo tanto, Wesley tuvo que regresar a Calcutaen noviembre. Tras su regreso, William Hickey cenó con él y conJohn Cope Sherbrooke, segundo teniente coronel en el 33°Regimiento, y a continuación celebraron una fiesta consistente en«beber tanto como los ocho tipos más duros que se pudiesenencontrar en la península de Indostán». Después de veintidósextraordinarios brindis, continuaron bebiendo hasta las dos de lamañana; Hickey declaró que jamás había tomado parte en «tantremendo desenfreno».5 Sin embargo, Wesley había recibidonoticias que podían disipar la peor de las resacas: Mornington, su

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hermano, había sido enviado a Calcuta para ocupar el puesto degobernador general de la India británica, Richard estabaascendiendo tan rápidamente como podía, presionaba a Pitt por unmarquesado, desarrollaba un escudo de armas con juiciososcuartos y estaba cambiando el actual apellido de la familia a laforma arcaica utilizada hasta el siglo XVII. El 19 de marzo de1798, Arthur, que se encontraba en Madras, firmó por primera vezun documento con el apellido Wellesley. Dicho documento era unamisiva dirigida al teniente general George Harris, comandante enjefe de la zona, donde le anunciaba la reciente llegada del nuevogobernador general. Los tres hermanos (pues Henry también sehabía trasladado a India para ocupar el cargo de secretariopersonal de Mornington) embarcaron hacia Calcuta. Arthurdesempeñó para Richard el cargo de jefe del Estado Mayor, y fueenviado a Madras, con el 33° Regimiento, para que prosiguiese lospreparativos de guerra.

El impacto que tuvo en la carrera de Arthur la presencia de suhermano Richard como gobernador fue de tal magnitud quedifícilmente podría exagerarse. La India contaba con muchosoficiales veteranos pero, al ser hermano del gobernador general,Arthur disfrutó de las enormes ventajas de un mundo donde elpoder de las influencias lo era todo. Las recomendaciones, por sísolas, jamás podrían convertir el agua en vino, pero sí otorgaban aun hombre brillante la oportunidad de abrirse camino. Y eso esprecisamente lo que hicieron por Arthur Wellesley, aunque nodeberíamos sorprendernos de que éstas causaran ciertosresquemores entre los oficiales con contactos menos poderosos.

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Más bien deberíamos sorprendernos por el alto grado deconfianza en sí mismo que poseía Arthur. Andrew Roberts estabaen lo cierto cuando observó que, mientras es posible escribir ungran libro acerca de los primeros años de la carrera de Napoleón,no hay mucho que decir de la de Arthur hasta que dirigió al 33°Regimiento en la campaña de Flandes. De todos modos, en 1798,no sólo poseía seguridad en su profesión, sino que era capaz deayudar a su hermano trabajando para preparar la guerra junto algobernador de Madras. Su correspondencia revela la importanciade los nexos familiares, en los cuales Henry ejercía un importantepapel como intermediario, y al mismo tiempo no muestra el menordestello de inseguridad por parte de Arthur. Los acontecimientospronto le enseñarían que las demás personas podríandecepcionarlo, Richard entre otros, pero también aprendería adescubrir la confianza absoluta que en sí mismo tenía y que nuncaperdería.

Mornington había llegado convencido de que su deber sefundamentaba en expandir los dominios de Gran Bretaña en laIndia. Esto no era simplemente parte de una ambición personal,serviría para acelerar su ascenso en el poder, sino que ademáscontribuía al bien público puesto que así reforzaba la posicióncomercial de la Compañía, dañaba los intereses franceses y, desdeun punto de vista paternalista, se podía ofrecer un gobierno bueno yestable a la mayor parte de la población autóctona. Richard actuócon presteza. Su primer cometido fue tratar de restablecer lainfluencia británica sobre el nizam de Hyderabad, vasallo nominaldel emperador mongol, el regente de un amplio territorio situado en

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la zona central del sur de la India. Su objetivo se cumplió a finalesde octubre de 1798, y ello permitió a Mornington disfrutar de unacapacidad de maniobra absoluta para concentrarse en un objetivomás peligroso: el sultán Tipu, el Tigre de Mysore.

Tipu era hijo de Haidar Ali, un musulmán que se habíaapoderado de buena parte del subcontinente indio y del vastoestado sureño de Mysore. El sultán ya había combatido antescontra los británicos y, entre 1790 y 1792, fue derrotado por elanterior gobernador general, lord Cornwallis, y se vio obligado aceder parte de su territorio. Pero no semejó intimidar. Tipu poseíauna maqueta dotada de movimiento mecánico que representaba aun oficial del ejército británico siendo atacado por un tigre; elmecanismo también emitía unos rugidos muy apropiados cuando loponían en funcionamiento. Su costumbre de mantener a los cautivosencadenados en pie dentro de un calabozo que se inundabaperiódicamente de agua, hasta que el nivel llegaba al cuello de losdesdichados presos, no ayudó a que se ganase la simpatía de losbritánicos. Ni tampoco sirvieron de mucha ayuda las cálidasrelaciones que mantenía con los franceses, quienes le otorgaban lacondición de ciudadano y le llamaban Ciudadano Tipu. A pesar deque el poder francés en el Indostán se había roto tras la guerra delos Siete años, los agentes y asesores militares francesescontinuaban en activo en el seno de varias cortes hindúes; por ello,la posibilidad de una restauración del control francés en la zona seconvirtió en un factor preocupante. Antes de que transcurriese unmes desde la llegada de Mornington, Mauricio, el gobernadorfrancés, anunció una alianza entre Francia y Tipu.

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En contraste con la visión que de él tenían sus adversarios, enMadras se recuerda a Tipu con afecto, como un devoto musulmánque practicaba la libertad de culto, un gobernante ansioso derealzar la posición económica de su territorio, un intelectual quemostraba un vivo interés por la ciencia y un hombre valiente que notrató de resistirse a una muerte que fácilmente podría haber evitado.Su interés por la ciencia lo llevó a desarrollar misiles, unosartefactos que parecían cohetes de fuegos artificiales hechos a granescala. Algunos de ellos eran lo suficientemente pequeños para quelos llevase un hombre en su carcaj; en cambio, otros habían de sertransportados, y también disparados, en carros provistos dearmazones regulables para sujetarlos. Los de mayor talla tendrían,probablemente, un alcance de unos mil metros y aterraban a lastropas que no estaban habituadas a combatir bajo un fuego de esascaracterísticas, aunque ciertamente su precisión dejase mucho quedesear.

Wellesley y el 33° Regimiento embarcaron en Calcuta enagosto de 1798 con destino a Madras. El viaje resultó ser unaexperiencia espantosa: su barco, una fragata diseñadaexpresamente para navegar por la ruta de las Indias, el Fitzwilliam,encalló en un bajío arenoso y sólo los esfuerzos de los soldadosconsiguieron devolverlo al mar. Por si fuese poco, la reserva deagua de a bordo se pudrió y, como consecuencia de ello, murieronquince soldados. Arthur Wellesley sobrevivió al desastre despuésde sufrir solamente unos ligeros accesos de disentería. Durante suestancia en Calcuta, Arthur había intentado persuadir a lord Clive,el recién nombrado gobernador de Madras, de que Mornington no

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se estaba preparando para una acción bélica inmediata einjustificada pero, una vez que llegó a Madras, puso todo suempeño en obtener el apoyo del gobernante en la campaña. LosWellesley otorgaron el apodo de «muermo» a lord Clive, aunqueArthur escribió que «dudo que sea tan aburrido como aparenta, ocomo la gente cree que es». Pero este tipo de labores le resultabanharto desagradables, tanto era así que le dijo a Henry queconsideraría seriamente la posibilidad de ser gobernador de Ceilánen caso de que no estallase un conflicto bélico. Entonces, poco apoco, Clive comenzó a ceder a la presión. Wellesley se lo notificó aHenry por escrito:

Ahora que ha descubierto que no tiene dificultades parallevar a cabo los asuntos de gobierno, mejora día a día, asumemás responsabilidades y en breve necesitará menos de laopinión y pericia de aquellos que ya llevan mucho tiempoocupándose de los asuntos de la zona.6

Josiah Webb, un experimentado funcionario del Estado alservicio de Clive, continuaba oponiéndose a la guerra,argumentando que Gran Bretaña no estaba suficientementepreparada para algo que a todas luces iba a ser una campaña másduradera que aquella otra, entre 1790-1792, en la que lordCornwallis había derrotado a Tipu. Por otra parte, Wellesleyopinaba que la preparación en sí misma podría reducir muchasdificultades. Y, mientras tanto, las relaciones entre Mornington yTipu se deterioraron hasta el punto que el gobernador generalescribió al sultán una severa misiva donde le decía:

No os imaginéis que pueda mantenerme indiferente ante

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las negociaciones entre vos y los enemigos de mi patria.Además, tampoco me parece necesario, ni adecuado, que osoculte durante más tiempo la sorpresa y preocupación con laque percibo vuestra disposición a establecer una alianza defatales consecuencias, que no sólo amenaza con subvertir lasbases de vuestra amistad con la Compañía de las IndiasOrientales, sino que introduciría en vuestro reino la anarquía yla confusión, sacudiría vuestra propia autoridad, debilitaría laobediencia que os muestran vuestros súbditos y destruiría lareligión que profesáis.7

El papel de Arthur en una guerra que parecía inevitableparecía bastante confuso al principio. Los pormenores de lospreparativos militares se confiaron al coronel Henry Harvey Ashton,del 12° Regimiento de Su Majestad, y al teniente coronel BarryCióse del servicio de la Compañía. El primero era unos días mayorque Wellesley, y uno de sus subalternos lo describió del siguientemodo:

Era un gran aficionado a la caza del zorro y un miembrodestacado entre los círculos deportivos; un individuo al que legustaba vestir bien. Poseía muchas cualidades, pues eravaliente y generoso, pero tenía una inveterada predisposición ala burla, la cual le llevaba a verse envuelto en numerososenfrentamientos personales y con el paso del tiempo llegó aproporcionarle una gran reputación como hábil duelista.8

Wellesley cedió el mando del 33° Regimiento a sulugarteniente, el comandante John Shee, una decisión que no resultóenteramente satisfactoria, pues en marzo del siguiente año tuvo que

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escribirle a Shee una severa notificación haciéndole saber que habíavisto a algunos soldados del regimiento sin sus mosquetes, fuera desu batallón cuando éste estaba formado. La respuesta de Shee fuedesaforada e insultante y Wellesley le advirtió de que enviaría unescrito similar al comandante en jefe. Pero de todos modosconcluyó diciéndole:

No tengo intención de hacer nada que pueda contrariarvuestros sentimientos y creo que el mejor método de llegar alentendimiento bajo el cual debemos vivir es que os informéisantes de actuar como consecuencia de cualquiera de lassituaciones que puedan presentarse. Sin embargo, hay una cosade la que podéis tener total certeza y es que, sea cual sea elobjetivo principal de mi atención, interferiré en todo loconcerniente al 33° Regimiento siempre que me parezcaoportuno.9

Cuando Wellesley pasó a formar parte del Estado Mayor delgeneral Harris, su figura estaba eclipsada por Ashton y Cióse. Peroentonces, en diciembre de 1798, Ashton fue gravemente herido enun duelo que mantuvo con su oficial superior. Wellesley recorrió acaballo la distancia que separa Madras de Arnee, el área deconcentración de la vanguardia del ejército, para tomar el mando.Ashton vivió lo suficiente para regalarle su corcel, un caballo debatalla gris de raza árabe, llamado Diomedes y después, el día 23de diciembre de 1798, murió. Wellesley ya se encontraba al mandode las tropas acantonadas en el área Arnee-Vellore-Arcot, lugardonde se concentró en preparar cuidadosamente los aspectoslogísticos de la guerra, una labor que con el tiempo llegaría a ser su

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sello personal. La distancia entre Madras y Mylore es, a vuelo depájaro, de aproximadamente cuatrocientos kilómetros de tórridajungla, y muchos más a través de los primitivos caminos por los queel ejército habría de avanzar. Las tropas estaban compuestas porunidades autóctonas y británicas, y ambas dependían en granmedida de los alimentos que pudiesen adquirir en los bazareslocales. Pero las existencias de éstos pronto se vieron agotadasdebido a una demanda sin precedentes. Wellesley animó a loscomerciantes de toda la zona a que enviasen sus bienes, y acordóque podrían acompañar al ejército cuando éste se pusiese enmarcha, pues era del todo imposible que tan ingente cantidad detropa lograse abastecerse a costa solamente de los productos de latierra. Se acordaron contratos con brinjarries, descritos porWellesley como «una especie de porteadores que se ganaban elsustento transportando grano o cualquier otro tipo de mercancíasde un lado a otro del país. Se ocupaban de los militares y tratabancon ellos de un modo muy parecido a cómo lo harían en tiempos depaz». Estos porteadores conservaban sus propias carretas debueyes y, por lo tanto, el ejército podía cubrir sus necesidades degrano sin tener que comprar animales de tiro.

Finalmente, cuando las tropas alcanzaron Seringapatam, lamoderna fortaleza que se alza en las cercanías de Mysore, se hizopatente que necesitarían piezas de artillería pesada de asedio parabatir sus murallas. A principios de 1799 Wellesley había dispuestodos baterías de veinticuatro libras, treinta de dieciocho libras y ochopiezas de largo alcance de nueve libras. Arthur Wellesley instituyóuna serie de ejercicios de instrucción conjunta con carácter diario,

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donde se trataba de garantizar que los batallones formados por lasdistintas baterías se combinasen en brigadas y ganasen experienciaen obrar como conjunto. Incluso realizaron prácticas con fuegoreal.

Mornington llegó a Madras el día 31 de diciembre de 1798.Al principio tuvo la esperanza de que fuese el general sir AluredClarke, comandante en jefe de todas las tropas británicasdestacadas en India, quien capitanease la expedición, pero lasituación en el norte se presentaba muy inestable y Clarke fuedestinado a Calcuta. Se ofreció el mando a George Harris,comandante en jefe de Madras y a la sazón un hombre honesto yde gran capacidad de trabajo, pero éste no aceptó el cargoinmediatamente. La modestia, combinada con la ausencia de uninterés personal en el nombramiento y el profundo conocimiento delas dificultades que conllevaba el mando de las fuerzas, hizo que enprincipio se demorase en aceptar el puesto aunque, con el tiempo,terminase aceptándolo solamente porque consideraba que era sudeber hacerlo. Arthur Wellesley no era ajeno a las dificultades yaseñaladas y por ello, el día 2 de enero de 1799, recomendó a suhermano que cualquier propuesta que se formulase a Tipu habría deplantearse con un tono convenientemente contenido, pues noconfiaba en obtener la victoria en una sola campaña; sobre todopor la escasez de grano. Pero se mostró más optimista una semanadespués, aunque se quejase amargamente de los dos oficiales de laCompañía enviados para ayudarle. «Uno de ellos […] era tanestúpido que apenas pude sacar provecho de él, y el otro era tangranuja que invertí la mitad de mi tiempo en vigilarlo.»10

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A pesar de que el gobernador no era militar, éste consideróseriamente la posibilidad de acompañar al ejército y se valió deHenry para que consultase a Arthur sobre ello. Arthur aconsejófirmemente que desechase la idea:

Me da la sensación de que tu presencia, más queproporcionarle seguridad al general, le privaría en cierto mododel mando sobre la tropa […] Si yo estuviese en la situacióndel general Harris y fueras a unirte a la expedición, declinaríael cargo.

En mi opinión, el general se halla actualmente en unasituación un tanto incómoda y necesitará de toda la autoridadque le pueda ser concedida para mantener el orden entre losoficiales que estarán en su ejército. Tu presencia disminuiría suautoridad y, al mismo tiempo, como no estás versado en loconcerniente a los asuntos militares, tu potestad no serviría alobjeto de la misión […]u

La lealtad de Arthur recibió elogios, concretamente por su«magistral disposición de los suministros de intendencia». Sinembargo, Harris le dijo que se mostraba renuente a dedicarle unamención de honor en público pues «otros oficiales podrían sentirsedisgustados y celosos». El propio Arthur admitió que, a causa de suparentesco con el gobernador general, los demás oficiales loconsideraban un hombre «poco mejor que un espía».1

El gobernador general aceptó el sabio consejo de su hermano,y permaneció en Madras, donde, el día 3 de febrero, ordenó aHarris avanzar hacia el territorio de Tipu desde la zona oriental, conun contingente de veinte mil soldados, cuatro mil trescientos de ellos

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europeos, el resto cipayos. Mientras tanto, una fuerza menor delejército de Bombay, bajo el mando del teniente general JamesStuart, avanzaba, hacia el este desde la costa malabar. Harrisalcanzó Amboor el 18 de febrero, y allí se les unieron las fuerzasdel nizam de Hyderabad. Junto a los cuatro batallones de infanteríade Hyderabad comandados por el capitán John Malcolm, dondeoficiales autóctonos luchaban codo a codo con oficiales británicos,había también una gran fuerza de caballería mongola -«unos buenosy otros malos», según los describió Wellesley- bajo el mando delcapitán Patrick Walker y una dotación de artillería de treinta y seiscañones. Por su parte, la Compañía proporcionó seis batallones,cuatro de Madras y dos de Bengala. El ejército lo comandaba SirAllum, el primer ministro y, probablemente, hijo del nizam. Sepropuso que se le concediese a tan valioso aliado los servicios deun consejero veterano y, para reforzar su ejército, un batallónbritánico. Para ello, Wellesley y su 33° Regimiento constituían laelección más adecuada, sobre todo porque Sir Allum lo requirió asu servicio en cuanto supo que era hermano del gobernadorgeneral.

Esta disposición no fue del agrado de todos. Tres de loscuatro generales de división del ejército de Harris recibieron elmando de una fuerza considerable, pero David Baird, el cuarto, fuepuesto al frente de una brigada mucho menor que las tropas deHyderabad. Baird era un escocés valiente pero irritable, tanto queuno de sus oficiales lo llamaba «maldito viejo escocésmalhumorado», congeniaba muy mal con los hindúes y, además, elhecho de haber sufrido un largo cautiverio con Tipu en la campaña

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anterior no ayudó precisamente a mejorar su talante. La madre deBaird, después de oír que había sido engrilletado a otro prisionero,declaró que estaba preocupada por el hombre que estabaencadenado a su pequeño David. Baird se quejó a Harris, alegandoque él debería haber recibido el mando de Hyderabad, pero elgeneral mantuvo su decisión.

El avance se reanudó el día 21 de febrero. El ejército sehallaba aún en la zona controlada por los británicos, y la carreterahabía sido cuidadosamente preparada. Sin embargo, el progresofue lento, quizá no más de dieciséis kilómetros diarios, con unajornada de descanso por cada tres de marcha. De ese modo, nosería hasta el 6 de marzo cuando por fin el grueso de las tropasalcanzase el territorio de Tipu. Ocho años atrás, Cornwallis realizóla misma incursión y Tipu resolvió defender Bangalore, pero en estaocasión ordenó demoler sus defensas y retirar las huestes haciaoccidente al tiempo que quemaban las cosechas que encontraban asu paso. La maniobra de tierra quemada resultó ser una estrategiaeficaz (aunque extremadamente severa), pues si no había forrajepara los bueyes del ejército de Harris, la expedición no podría teneréxito; fue la falta de suministros la que forzó a Cornwallis aabandonar su marcha sobre Seringapatam en 1791. La caballeríade las tropas irregulares de Tipu (Wellesley la valoraba como «lamejor del mundo») se cernía sobre la vanguardia de las columnasde Harris, lista para aprovechar cualquier brecha que hubiese en lalínea de avance y haciendo imposible que nadie, excepto laspartidas de forrajeadores más fuertes, pudiesen abandonar elgrueso del cuerpo.

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El 10 de marzo, la caballería enemiga atacó la retaguardia deWellesley cerca de Kellamungellum y arrolló a media compañía dela infantería de Madras. Wellesley dirigió personalmente el decisivocontraataque y nunca después presionaría tan duro al enemigo. Eraobvio que la ruta principal hacia Bangalore se encontraba tanescasa de víveres que hasta los binjarries tenían apuros paraencontrar forraje para sus propios bueyes y Harris, con gransagacidad, decidió variar la ruta hacia el sudoeste, encarandoCankellini y dirigiéndose de esa manera directamente aSeringapatam a través de campos que las huestes de Tipu nohabían tenido tiempo de devastar. Pero el avance todavía sedesarrollaba a un ritmo tremendamente pausado, sobre todo acausa de las disputas entre los conductores de bueyes de laCompañía. De todos modos, recibieron buenas noticias de la zonaoccidental; el día 15 de marzo Harris supo que la columna de Stuarthabía aplastado un ataque en toda regla en Sedasser, y que lasfuerzas de Tipu se habían retirado hacia el este. Las tropas deHarris continuaron su penosa marcha a través de llanas y fértilestierras plagadas de topes, bosquecillos o pequeñas arboledas.

El 27 de marzo de 1799 Harris partió por la mañanatemprano hacia Malavelley, un pueblo que se extendía sin orden túconcierto a poco más de nueve kilómetros de donde habíaacampado el día anterior; en él abundaba el agua y por ello iba aser el lugar elegido para la acampada nocturna. En este punto nosencontramos con una inusitada dificultad para saber exactamentequé sucedió, pues las fuentes contemporáneas no lo esclarecen, y elpropio pueblo de Malavelley era mayor por aquel entonces. Lo

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único que sí parece seguro es que gran parte del cuerpo principalde las fuerzas de Tipu, con dos baterías pesadas, había tomadoposiciones en un bajo collado situado al oeste del asentamiento,bloqueando la carretera principal. Los soldados del cuartel generalya estaban preparando el campamento a las afueras de Malavelley,y a pesar de ello, Harris decidió entablar batalla lo antes posiblepues, si desbarataba la posición de Tipu, éste contaría, obviamente,con menos efectivos para defender Seringapatam. Su fuerza, juntocon el contingente británico, se desplazó hacia el norte, mientras elejército de Hyderabad lo hizo hacia el sur. Ambas formacionesavanzaban precedidas de su caballería e infantería de línea, estaúltima compuesta por «las patrullas de guardia» de todos losregimientos de infantería.

El ejército británico giró describiendo una curva para alcanzarla zona noroeste de Malavelley, y a la vez varió su formación decolumna de marcha en una línea de avance aunque, a causa de losobstáculos naturales, las brigadas, en lugar de marchar a la par,avanzaban en formación de a uno en la vanguardia y de a dos en laretaguardia. Los de Hyderabad, situados a unos ocho kilómetros alsur, también variaron su formación de columnas a líneas, pero cadabatallón se desplazaba en columna con las compañías dispuestasuna tras otra de modo que pudiesen maniobrar en línea en cuanto lasituación lo requiriese. El 33° Regimiento de Su Majestad seencontraba emplazado en el frente derecho, próximo a la carretera,y los batallones de la Compañía avanzaban por la izquierda, enescala, de tal modo que cada uno de los batallones marchaba casidoscientos metros detrás del inmediatamente situado a su derecha.

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Los batallones de Hyderabad probablemente formarían la reserva.Wellesley, a lomos de Diomedes, recorrió sus líneas al galope,comprobando que las distancias entre las distintas formacionesfuesen correctas y que el 33° Regimiento se encontraba al frente dela avanzadilla británica, a su derecha, frente a la carretera. Mientrasascendía hacia el suave collado dominado por los soldados deTipu, ordenó a sus batallones que formasen en línea de combate y,rápidamente, las fuerzas de vanguardia maniobraron en una línea dedos en fondo.

Hasta ese momento, la posición de Tipu estuvo señalada porocasionales penachos de humo blanco causados por el disparo decañones. Pero entonces, una gran fuerza de infantería formada pordos mil o quizá tres mil hombres comenzó a bajar la pendiente,dirigiéndose en línea recta hacia el 33° Regimiento. Lo que sucedióa continuación fue una repetición de lo acaecido en Boxtel, en1794, y también el anuncio de lo que ocurriría en docenas deenfrentamientos posteriores. Wellesley dio orden de alto al 33°Regimiento, y luego les ordenó abrir fuego. A pesar de que lastropas de Mysore «actuaron mejor de lo que nunca antes lo habíanhecho», aquellas descargas sistemáticas fueron demasiado paraellos y, aunque «casi resistieron la carga a bayoneta del 33°Regimiento», al final terminaron batiéndose en retirada. Al otro ladode la carretera, la caballería de Tipu cargó sobre la brigada deBaird, pero esto sólo constituía una maniobra estratégica dedistracción con objeto de conceder tiempo al resto de sus hombrespara que se retirasen y lograran escabullirse del campo de batallaantes de que las fauces de Harris se cerraran en torno a ellos.

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Harris continuó su avance el día 28 de marzo: primero viróhacia el sur para franquear el ancho río Cauvery por un vadosituado no muy lejos de Sirsoli, y luego se desvió hacia el nortepara aproximarse a Seringapatam. Este último movimiento deaproximación constituía a la vez una clara maniobra de flanqueosobre las tropas de asalto de Tipu. El sultán Tipu, cuya confianza ensí mismo había sufrido un duro revés con las derrotas de Sedaseery Malavelley, se retiró a la fortaleza. Seringapatam se halla situadaen una isla del Cauvery pero, en aquella época del año, el ríobajaba casi seco y ambos brazos, tanto el norte como el sur,podían cruzarse a pie sin apenas dificultad. Pero la situación eramuy distinta en la estación de lluvias, cuando el río se presentarademasiado profundo para vadearlo y la corriente fuese demasiadorápida para utilizar barcazas con garantía de éxito. Por esasrazones, Harris debía tomar la plaza antes de finales del mes demayo.

Mi primera vista de Seringapatam fue desde el brazo sur delCauvery, un poco al este de la bifurcación principal de la corriente,y el aspecto de la ciudad me causó una fuerte impresión a pesar delos doscientos años transcurridos desde la batalla. Las murallas degranito blanco, cuyas almenas se presentan agujereadas por líneasde troneras construidas con ladrillo, se alzan diez metros porencima de un ancho foso lleno de agua, invisible hasta que elasaltante se halla justo al borde del mismo. El cinturón defortificaciones defensivas en el interior de la ciudadela bien podríasuponer un respiro para la guarnición cuando los atacantes hubiesentomado las posiciones exteriores, y las puertas principales (la de

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Bangalore al este, la de Mysore al sur y la del Agua al norte)todavía hoy han de atravesarse por amplios túneles situados entrelíneas defensivas. La torre del templo hinduista y las torres gemelasde la mezquita se alzan por encima de las murallas, y las palmeras,esparcidas por aquí y por allá, proporcionan al lugar un aireexótico.

Aunque el diseño de la ciudad presenta ciertos rasgosoccidentales, no debemos pensar que los asesores militaresfranceses ejercieran una gran influencia en el diseño. Mientras quelos ingenieros europeos, acérrimos seguidores del célebre sistemaVauban, se esforzaban en ocultar las obras de mampostería con unalambor de tierra con objeto de que la artillería enemiga nodispusiese de un objetivo claro, las altas y anchas murallas deSeringapatam mostraban un blanco perfecto. Y, a pesar de quealgunas de las piezas de la fortaleza estaban montadas sobreplataformas elevadas que sobresalían por la parte frontal de lamuralla principal, no estaban lo suficientemente bien desarrolladascomo para que formasen un bastión por sí mismas…, como sísucedía en cambio con las grandes defensas en forma de punta deflecha que eran la esencia de la fortificación de artillería en elsistema europeo. Las primeras tan sólo podían disponer de unpobre ángulo para abrir fuego sobre los flancos de los asaltantesque tratasen de tomar la zona frontal de la muralla.

El día 5 de abril de 1799, los británicos finalizaron su marchatras cubrir en treinta y un días los doscientos cuarenta y cincokilómetros que, según sus cálculos, los separaban de la frontera deMadras. Harris acampó al sur del Cauvery, a poco más de tres

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kilómetros al oeste de Seringapatam. Su ejército era demasiadopequeño para rodear la plaza y organizar un asedio formal, por loque, con el factor tiempo en su contra, optó por abrir una brecha enlas defensas de la cara sudoeste de la fortificación en vez de intentarun asalto de infantería por el este. Aquel día, Wellesley escribió conoptimismo una carta al gobernador general, donde decía que«ahora estamos aquí con un ejército boyante, fuerte y valeroso, quecuenta con vituallas, municiones, etc., y dentro de no mucho tiemposeremos dueños de la plaza». Añadió que la fatiga, el calor y elagua insalubre le habían causado males intestinales «que no me hanobligado a guardar cama, pero me molestan en grado sumo».

Aquella noche lo iban a molestar bastante más de lo habitual,pero no sus órganos. La mañana del día 5, el general Harris leordenó realizar un asalto nocturno al pueblo de Sultanpettah y albosquecillo cercano, un lugar conocido como Sultanpettah Tope, almando de su propio regimiento, el 33°, y dos batallones deMadras, mientras que el teniente coronel Shawe del 12° Regimientode Su Majestad, con otros dos batallones de Madras, lanzaría unataque similar un poco más al norte. Ambas partes bloqueaban unacueducto, situado ligeramente al sur de la ruta militar haciaSeringapatam. Las órdenes eran que la zona habría de ser limpiadaantes de que se llevase a cabo el asalto final. El terreno tal y comolo conocemos hoy en día no nos ofrece una visión real de lo quedebió de ser la operación. Tanto el pueblo como el bosquecillo handesaparecido, y el acueducto (Wellesley lo tildaba de nullah,«surco») es ahora un auténtico canal de drenaje abruptamenteescalonado, con exuberantes arrozales bajo él. Incluso entonces el

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terreno era confuso y Wellesley, a lomos de su caballo entre lospuestos de avanzada, pidió a Harris que se reuniese con él frente alas líneas para clarificar las órdenes, alegando que «donde tenéissituado el nullah, en realidad está el tope». Harris no se desplazó ala vanguardia (lo cierto es que tenía muchos asuntos que tratar) y, alanochecer, Wellesley atacó una posición que no había sido capazde identificar con tropas que tampoco habían reconocido el terreno.

Marchó con el 33° Regimiento avanzando en columna,seguidos de cerca por los batallones de Madras. A medida que seaproximaban al nullah, casi seco en aquella época del año, debíanhacer frente a una resistencia cada vez mayor por parte de los delas unidades de lanzacohetes y mosqueteros de Tipu. Aun así,alcanzaron el acueducto con relativa facilidad. Una vez allíWellesley desmontó y dirigió la acometida de las compañías ligerasy de granaderos del 33° Regimiento, mientras que el comandanteShee se hizo cargo del resto de la tropa. Los arrozales, terraplenesy cañaverales situados en la base de la ladera, protegidos por lasriberas del nullah, no fueron aprovechados por los atacantes y asísus siluetas se recortaron contra el cielo a medida que ascendíanpor ellas antes de iniciar su descenso. La infantería de Tipu nohubiese sido rival para el 33° Regimiento de hallarse en campoabierto, pero entonces la situación era bien distinta, y se establecióun feroz combate cuerpo a cuerpo. El teniente Fitzgerald, que teníaun brazo lastimado por un cohete, murió a causa de heridas debayoneta y ocho hombres de una de sus compañías de granaderoscayeron cautivos. Mientras los soldados de las dos compañías devanguardia luchaban por salvar sus vidas, Shee retrocedió con las

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compañías que le quedaban hacia el nullah. La confusión fue de talmagnitud que cinco compañías de Wellesley llegaron a Shawe, quese hallaba al norte, donde ayudaron a mantener los escasos logrosde otro infructuoso asalto, mientras que Francis West, capitán degranaderos, apareció más al sur, donde los puestos de avanzada deHyderabad mantenían la línea de vanguardia.

El propio Wellesley tuvo que regresar al arroyo, donde pareceser que montó su corcel y salió a medio trote con intención derestablecer el orden. Él mismo había resultado herido en una rodillapor una bala perdida de mosquete durante la refriega. Arthur, trascomprobar que había muy poco que pudiese hacer dada lasituación, cabalgó hasta el cuartel general de Harris para informarde su fracaso. Harris escribió que «llegó a mi tienda en un granestado de agitación, para decirme que no había logrado tomar elTope. Debió de ser una situación particularmente desagradablepara él». Wellesley, extenuado tanto por su desgaste físico comopsíquico, se tumbó sobre una sucia mesa que había por allí y tratóde dormir. Aquellas noticias, sin embargo, distaban mucho decontrariar a los rivales de Wellesley, hombres resentidos tanto porla cercanía del militar con el gobernador general (era su hermano)como por la obtención de la comandancia del contingente deHyderabad. El capitán George Elers, del 12° Regimiento, que atacóa Wellesley cuando escribió sus memorias, declaró que «si elcoronel Wellesley hubiese sido algún oscuro caballero de fortuna, lohabrían llevado ante un consejo de guerra y, probablemente, lareprimenda que hubiese recibido por incompetencia le hubieseinducido a abandonar el servicio de Su Graciosa Majestad».14

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Pero ni sus más acérrimos oponentes podían alegar queaquello fuese un revés fatal. Hubo menos de veinticinco bajas en elbando británico y, al día siguiente, Wellesley lanzó un nuevo ataque,esta vez con una fuerza mucho mayor, con el que tomó la posiciónsin perder a un solo hombre. De todos modos, aquel confusoasunto dejó su huella. Wellesley decidió «no atacar jamás a unenemigo bien preparado, situado en una posición ventajosa y sinhaber reconocido debidamente el terreno a la luz del día». Tambiénquedó bien escarmentado por haber perdido el dominio de sutropa; situación que contribuyó a reforzar su casi patológicanecesidad de mantenerlo todo bajo control.

El destacamento del teniente general Stuart, parte delcontingente de Bombay, había marchado sobre Seringapatamdesde el oeste y llegó el día 14, escoltado por la fuerza del generalHarris que había salido a su encuentro. Las tropas de Stuartorganizaron su campamento al norte del Cauvery, al noroeste deSeringapatam. El día 17, a la caída del sol, las agrupaciones deMadras y Bombay lanzaron un ataque preliminar combinado. Losprimeros para asegurar la línea del Little Cauvery, un estrechobrazo del río, y los últimos para tomar el arruinado pueblo deAgrarum y colocar una batería que, una vez llegado el caso, resultóhallarse demasiado alejada para proporcionar un bombardeo eficazsobre la asediada Seringapatam. Durante la mañana del día 21 lastropas procedentes de Madras también colocaron una batería, peroen la zona situada entre el Little Cauvery y la rama sur del Cauvery,un territorio que apenas habían alcanzado. Por su parte, loshombres de Stuart no se mantuvieron ociosos y emplazaron más

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piezas, dispuestas éstas para entablar combate frente a las murallasde la cara occidental. El día 26, por la mañana, las bateríasbritánicas se emplearon a fondo en el bombardeo de las posicionesde la artillería de Tipu, y al mediodía habían logrado silenciar a laspiezas que les habían hecho frente. Aquella tarde, y a la mañanasiguiente, Wellesley, el comandante de la brigada de servicio,despejó totalmente de enemigos el área comprendida entre el LittleCauvery y el South Cauvery y se dispusieron nuevas unidades deartillería a poco menos de cuatrocientos metros de las murallas. Acontinuación recibieron la orden de concentrar su fuego en la zonacomprendida entre los bastiones situados en la parte más occidentaly un par de torres situadas más al sur. El objetivo de los artillerosera abrir una zapa, un gran socavón, frente a la base de laconstrucción para que las murallas y fortificaciones se desplomasenhacia delante y proporcionasen a los asaltantes una tosca rampa detierra y escombros. Una brecha se consideraba practicable sólocuando un hombre podía salvarla con su mosquete y pertrechos sinnecesidad de valerse de las manos.

Cuando lograron establecer una brecha practicable, se leencomendó al general de división Baird, que se había presentadovoluntario para la misión, dirigir el asalto combinando doscolumnas, una perteneciente a las fuerzas de Stuart y otra delejército de Mysore. Una tercera columna, ésta bajo el mando deWellesley, quedaría como retén y sólo entablaría combate si lastropas de asalto encontrasen una resistencia demasiado fuerte. Elataque se llevó a cabo la tarde del día 4 de mayo de 1799 y, apesar de la resistencia que presentaron los hombres de Tipu, los

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asaltantes se desplegaron en cuanto atravesaron la brecha y prontose encontraron combatiendo muy adentro de Seringapatam contrauna fuerza que estaba comenzando a desfallecer rápidamente. Encuanto el asalto mostró visos de ser un éxito seguro, Wellesleyapostó un cuerpo de guardia compuesto por los eficaces soldadosdel regimiento suizo de Mauron para asegurar la zona. Otrossoldados se dedicaron a rescatar a los caídos en el lecho del río yen la brecha. Mientras, el resto de las tropas se mantuvo a laespera. Wellesley subió por la pendiente de la brecha, caminandosobre una alfombra de cadáveres, y una vez arriba pudo observarel caos. Algunos soldados terminaban con los focos de resistencia ylos demás corrían en busca de botín y alcohol para embriagarse. Lamayor parte del 33° Regimiento se dirigió a los aledaños del palaciode Tipu, el lugar donde tuvieron lugar las negociaciones derendición. Allí descubrieron que trece prisioneros británicos, entreellos los capturados del 33° Regimiento, habían sido asesinados (leshabían roto el cuello a unos y clavado puntas en el cráneo a otros)y, a pesar de ello, respetaron la vida de los ocupantes del palacio,pues tal condición garantizaba el final de las hostilidades. Tipu no seencontraba entre los cautivos. Wellesley escuchó que éste habíamuerto en combate junto a la puerta del Agua, la puerta norte, y allíse dirigió. En la puerta septentrional descubrió un gran túnel bajo lafortificación. El pasadizo estaba repleto de cadáveres. Sacaron deentre las víctimas un cuerpo vestido con ropas de buena calidad,era Tipu. Wellesley en persona le tomó el pulso y, en efecto, estabamuerto. Los testigos habían visto a un oficial bajo y obesodesempeñar un notorio papel en la defensa. Ese hombre había

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resistido el fuego de los asaltantes mientras sus criados le ibandando armas cargadas. Había sido herido en varias ocasiones. Laherida mortal fue causada por el impacto en la sien de una bala demosquete disparada a corta distancia. Algunos dijeron que unsoldado británico le había robado la joya de su turbante. El Tigrede Mysore había rugido desafiante hasta el final.

Wellesley dejó a sus granaderos defendiendo el palacio yregresó al campamento con su brigada. Allí se lavó (había pasadosesenta horas vestido con el mismo atuendo bajo un calorabrasador, y él siempre había sido muy exigente respecto a lahigiene) y se acostó a dormir. Dada la proximidad deSeringapatam, debió sin duda de oír disparos, lamentos y cancionesde borrachos procedentes de la ciudad; aquel episodio sirvió parareforzar un antiguo temor ya arraigado en él… Los soldadosbritánicos podrían tener muchas virtudes, entre ellas la templanza, lafidelidad, el valor y la determinación pero, si se relajaban lasmedidas disciplinarias y tenían alcohol a mano, aquellos bravoscombatientes se convertían en bestias ebrias. Los asaltantesperdieron, entre muertos y heridos, a trescientos ochenta y nuevehombres durante el asalto (las bajas del contingente de Mysorevarían) y sin embargo se enterraron entre ocho mil y nueve milpersonas. Tal disparidad señala que los atacantes, endurecidos traslos combates cuerpo a cuerpo en los bastiones y más aún despuésde descubrir a sus compañeros asesinados, no estuvierondispuestos a conceder cuartel. Cuando más tarde consideremos lainflexibilidad de Wellesley respecto a la disciplina, no debemosolvidar los sonidos que sin duda llegaron flotando a través del aire

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de aquella noche sofocante cuando los vencedores, sin ningún tipode remordimientos, se emplearon a fondo en saquear la ciudad deSeringapatam y violar a sus mujeres.

Al día siguiente, temprano, Wellesley recibió la orden detomar el mando de Seringapatam porque Baird ya había pedidoque lo relevasen (estaba extenuado físicamente, aunque más tardealegaría que había anulado dicha petición). La tarea se leencomendó a Wellesley, a pesar de que no fuese estrictamentehablando el siguiente en el escalafón de oficiales, probablementeporque Barry Cióse, el edecán de Harris, tenía una elevada opiniónde él. Lo primero que hizo Arthur fue dirigirse directamente alcuartel general de Baird, situado en el palacio de verano de Tipu,fuera de la ciudadela, y allí anunció a Baird que venía a sustituirlo.Baird, que estaba desayunando con su plana mayor, dijobruscamente: «Vamos, caballeros, ya no hay nada que podamoshacer aquí». A lo que Wellesley replicó: «Oh, sí, por favor,terminad vuestros desayunos».16 Más tarde Arthur le diría a JohnWilson Crocker que:

Nunca pregunté por la razón de mi nombramiento, o porqué dejaron a Baird a un lado. Había muchos otros candidatosademás de nosotros dos; todos más experimentados que yo yalgunos más que el propio Baird. Pero debo decir que yo era lapersona adecuada para ser elegida. Yo había comandado elejército del nizam durante la campaña, y todos se mostraronsatisfechos conmigo. También les gustaba a los soldadosnativos.

Y añadió que:

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Baird era un gallardo oficial, testarudo y dueño de uncorazón de león, pero carecía de talento y de tacto. Poseíafuertes prejuicios contra los nativos y éstos lo rechazabansobre todo por sus hábitos, modales…, supongo que tambiénpor el carácter que mostraba a la hora de tratar con ellos.

Aunque Baird se sintió profundamente resentido por susustitución, en 1813 le comentó a sir John Malcolm que hacíamucho tiempo ya que había perdonado a Wellesley y que «su famaes ahora mi gozo, y tan sólo puedo desearle gloria pues hamostrado una distinguida cortesía hacia todo lo concerniente a mipersona durante todo este tiempo».17

Tan pronto como tomó el mando, Wellesley se internó enSeringapatam para restablecer el orden. Cuatro soldados fueronahorcados y algunos otros flagelados. Poco tiempo despuésescribió a su comandante en jefe para notificarle que «el saqueo haterminado, se han extinguido los incendios y los habitantes estánregresando rápidamente a sus hogares». Y a continuación le rogóque «ordenase una ración extra de alcohol y bizcocho para losregimientos 12°, 33° y 73°, pues ayer no recibieron vituallas y aunasí mantuvieron una buena disciplina la pasada noche», e insistió enque se dispusiese una guarnición permanente en la ciudad concomandante propio. Harris decidió que Wellesley era el hombreadecuado para ese puesto. El gobernador general ya habíaanunciado que llevaría a cabo una política de reconciliación encuanto el sultán Tipu fuese derrotado, y Wellesley había tenido unbuen comienzo de campaña. Ya se había dispuesto una comisión

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mixta de civiles y militares para que administrase los asuntos delterritorio conquistado en cuanto comenzaron las hostilidades y trasla caída de Seringapatam se creó una nueva. En ella se encontraríanArthur y Henry Wellesley.

Aunque Arthur sólo tenía responsabilidades directas en la islade Seringapatam, no tardó en llegar a ser la cabeza del consejo, yademás, al retirarse la mayor parte de las tropas, se convirtió en eloficial más veterano de la región. Él mantuvo sus poderes cuandose disolvió la comisión, pues, como advirtió al gobernador general,no aceptaría «a ninguna persona que ostente poder civil, si ésta nose hallase bajo mis órdenes». El teniente coronel Barry Cióse, aquien recordaría como «el hombre más capaz del ejército de laCompañía de las Indias Orientales», fue nombrado administradorresidente, un cargo que le iba muy bien. Un niño de cinco años, elpariente vivo más cercano en la línea sucesoria de los rajaeshindúes derrocada por Hyder Alí, fue nombrado gobernador deMysore con Purneah, un hombre competente que había servido aHyder Alí con distinción, como primer ministro.

Arthur Wellesley había desempeñado un papel crucial enaquella importante victoria y al mismo tiempo había logrado abarcarun poder excepcional para ser un coronel de treinta años; tambiénrecibió la suma de cuatro mil libras esterlinas como parte de ladistribución del victorioso botín. Las cantidades del botín asignadasvariaban según el rango; Harris, el comandante en jefe, recibióciento cincuenta mil, un soldado raso británico siete, y un cipayosolamente cinco libras. Aunque Arthur todavía no había recibido lapaga que compensase sus gastos en campaña, se ofreció

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inmediatamente a saldar la deuda que tenía con Mornington,ingresando «el dinero que adelantaste para costear minombramiento de teniente coronel, el que nos proporcionó elcapitán Stapleton».18 Richard contestó generosamente: «No tengonecesidad de dinero, probablemente no la tendré jamás; sinembargo, mientras me encuentre aquí ya habrá oportunidad deapelar a ti».19 A pesar de esas palabras, el gobernador general noestaba pasando por su mejor momento. Por fin llegó el tan deseadonombramiento, el marquesado, y ya era el marqués Wellesley deNorragh… un título nobiliario irlandés. Esto, según dijo él, era una«patata caliente». «Puesto que confío en que no influyó en nada elque fuese irlandés, ni hubo informes negativos acerca de miconducta o de sus consecuencias -escribió-, confío también en queno hubo nada ni irlandés ni calumnioso en su recompensa.»20

Arthur abordó la miríada de asuntos, tanto civiles comomilitares, que pasaron por su escritorio situado en el fresco yespacioso palacio estival de Tipu. Magníficos murales cubrían lasparedes de la residencia, algunos de ellos representaban a losingleses derrotados a manos de Hyder Ali y sus amigos franceses, yfueron restaurados por raen del coronel Wellesley. Negó la peticiónde un sacerdote francés de recibir a las doscientas cristianas queTipu había raptado «del modo más tiránico e indecente» parallevárselas de vuelta a casa. Esta negativa fue injusta, y así loadmitiría más tarde; pero las cautivas vivían con la familia de Tipu, yla Compañía se había comprometido a proteger a la familia delsultán; por lo tanto, mandar a aquellas mujeres a casa podríasuponer una fisura en la confianza de ambas partes. Reflexionó

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acerca de la composición de los tribunales, civiles y militares, sinque la naturaleza concluyente de la justicia estuviese nunca alejadade sus pensamientos: «Los criminales han de ser ejecutados sólodespués de que los hechos hayan sido claramente comprobadosmediante el examen de los testimonios […]».21 Reprendióseveramente a oficiales que robaron o aceptaron sobornos, y apesar de que a veces se quejaba de la lentitud del gobierno del raja,«no tienen a nadie, que los maltrate». Un oficial veterano cuyocomportamiento para con los lugareños había causado protestas,recibió la advertencia de que «tendría que actuar como es debidoo, en caso contrario, sería relevado de su cargo». Pero le movió acompasión el caso de un teniente coronel de la Compañía,condenado a causa de sus «graves crímenes» por un tribunal military degradado a continuación. Wellesley observó que en cuanto elconvicto restituyese el dinero que debía, éste sería licenciado condeshonor de inmediato; entonces rogó al gobernador de Madrasque «le concediese una pequeña pensión con la que se pudiesemantener o […] que le proporcionase sustento […] enagradecimiento a su prolongada carrera y a su precaria situaciónactual».23

Aunque su mayor preocupación era el gran número defilibusteros («polygars, nairs y moplahs») alzados en armas a lolargo y ancho del Estado. Su más obstinado rival fue DhoondiahWaugh, un duro mercenario que había desertado de la guardiapersonal de Tipu justo antes de que cayese Seringapatam; elhombre que reclutó numerosos seguidores entre las filas de losvencidos y ciudadanos descontentos y se proclamó a sí mismo

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«Caballero de los dos Mundos». Dhoondiah Waugh fue derrotadoen 1799 y tuvo que huir al territorio de los marathas, pero a finalesde año volvió a la carga. Corría el año 1800 y en mayo Wellesleyen persona organizó una campaña a gran escala contra Dhoondiah,pues su perfectamente organizado sistema de transporte le permitíadesplazarse a través de las más yermas áreas. Aún entonces, contoda aquella planificación, las dificultades no fueron escasas. El día30 de junio, le dijo a Barry Cióse que llevaban un día de retrasofrente al tiempo estimado en llegar y cruzar el río Toombnuddra y,además, una crecida repentina los retrasó diez días más en la riberasur de la corriente. Como no pudieron recibir suministro, el ejército(con su capacidad de maniobra bloqueada) se vio obligado arecurrir a su propio maíz. «Cuan cierto es que en las operacionesmilitares el tiempo lo es todo», reflexionó Arthur.24 El día 10 deseptiembre tomó la fortaleza de Dhoondiah en primer lugar, y luegoacorraló al cabecilla en Conaghull, justo al norte de la frontera deHyderabad.

Arthur Wellesley lo perseguía al mando de dos escuadronesde caballería británicos y dos hindúes, y a pesar de hallarse eninferioridad numérica, ordenó formar a sus modestas tropas en unasola línea y galopó a la vanguardia de una carga directa hacia lashuestes de Dhoondiah. Wellesley informaría al ayudante de campodel general, en Madras, con las siguientes palabras: «Han muertomuchos, Dhoondiah entre ellos. Su ejército se ha dispersado enpequeñas bandas a lo largo de todo el territorio».25 Wellesleytambién podía ser magnánimo en la victoria. En cierta ocasión,cuando encontraron al joven hijo de Dhoondiah, Salabut Khan,

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oculto entre los pertrechos, Wellesley cuidó de él y, cuando tuvoque abandonar India, dejó pagada su manutención al recaudadorde Seringapatam. Salabut, un «joven correcto, guapo e inteligente»,llegaría a trabajar al servicio del raja y moriría enfermo de cólera en1822.

En mayo de 1800 a Arthur se le presentó la ocasión decomandar una fuerza que sería destinada a tomar Batavia a losholandeses. No obstante, le confió a su hermano que, aunque fueraa aceptar el puesto, no constituiría ningún bien al servicio público elque abandonara Mysore antes de que el territorio «estuviesetotalmente pacificado». Una vez derrotado Dhoondiah, pudoaceptar el cargo y, después de reunir a sus oficiales, partió conrumbo a Ceilán, lugar que alcanzaría el día 28 de diciembre. Arthursupo de inmediato que la expedición debía zarpar y dirigirse aEgipto. Como era de esperar, ordenó a sus fuerzas que seconcentrasen en Bombay. Estaba trasladándose a allí cuando supoque su hermano, adelantándose a «los fuertes celos que sentían losgenerales a causa de las misiones que te encomiendo», habíarecibido presiones para que lo sustituyese en el cargo por el generalde división Baird. Ésta no fue una decisión tan descabellada comosostenía Arthur Wellesley. Él sólo era un coronel; ciertamente,poseía sobrada experiencia, pero como le dijo el propiogobernador general en privado: «Has de saber que no puedoconferirte el mando de una tropa tan numerosa como la que va apartir a Egipto sin violar todas, absolutamente todas, las normas delprotocolo militar […]». Había límites respecto hasta dónde podíallegar Richard en su nombre. Baird estaba furioso por haber tenido

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que transferir sus poderes al hermano del gobernador general enSeringapatam, un hecho que dejó muy claro en las tres entrevistasque mantuvo con Richard Wellesley. En su comprensiva yanecdótica biografía de Arthur, Muriel Wellesley señala queRichard no tuvo otra alternativa que actuar como lo hizo pues:«Debía, o bien sacrificar a su hermano, o bien perder la confianzade aquellos a los que gobernaba, y si esto último sucedía, el estigmadel favoritismo y la parcialidad lo acompañaría para siempre».Hubo ocasiones en las que Arthur, como Aquiles, tuvo queencerrarse enfurruñado en su tienda, y ésa fue una de ellas.

Con razón o sin ella, Arthur se encontraba profundamenteofendido, y ya no encabezaba las cartas al gobernador general conun «Mi querido Mornington», sino con el frío y reglamentario tratooficial de «My Lord». Más franco se mostró con su hermanoHenry:

No soy culpable de robo ni asesinato, y desde luego quecambió de idea […]. Yo ni busqué ni deseé el nombramientoque me concedieron; incluso afirmo que hubiese sido másapropiado otorgar a otro la misión, pero cuando se me haconcedido a mí y dirigido un escrito a los gobernantes respectoal asunto, hubiese sido muy noble permitirme estar al cargo deello hasta que cometiese una falta que me obligase a perderlo.6

Wellington, a pesar de haber sido nombrado lugarteniente deBaird, permaneció en Bombay cuando el resto de la expediciónzarpó. Le aseguró a Henry que la conducta de Baird hacia él era«totalmente satisfactoria». Primero sufrió fiebres seguidas de un

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ataque de «picazón malabar», una dolencia que le obligó asometerse a un tratamiento consistente en baños de ácido nitroso.Sabía que ese episodio no afectaría a su crédito y, en cuanto sintióque sanaba, regresó a Mysore. El capitán George Elers observóque el joven coronel comenzaba a tener las sienes plateadas y surisa no era tan explosiva como antes. La responsabilidad, y ladesilusión, lo habían marcado. «Puede que ya hubiese olvidadocómo jugar.»27

Pero, incluso entonces, hundido en lo más profundo de ladecepción, recobró algo de su chispa. Elers escribió que Arthurmantenía sus «modales buenos y sencillos» y conservaba suexcelente apetito; el asado de pierna de cordero, servido conensalada, era su plato favorito. Era casi abstemio, bebía sólo cuatroo cinco vasos de vino con la cena y una pinta de clarete después.«Tenía muy buen dominio de sí mismo -escribió Elers-, riéndose ybromeando con aquellos que le gustaban […].» Incluso podía llegara sonreír frente a su adversario. Cuando recorrió a caballo la rutade Seringapatam, a través de territorio hostil, en compañía de Elersy una mínima escolta, bromeaba sobre qué podría suceder si loscapturaban: «A mí me ahorcarán por ser el hermano delgobernador general, y a ti por andar con malas compañías». Encierta ocasión, Arthur oyó decir que había salido la lista decoroneles que serían ascendidos a general, pidió sin demora unacopia de la hoja de promoción del Ejército y descubrió que no sehallaba entre los elegidos. Después admitió con arrepentimiento quesu única ambición era «ser general de división al servicio de SuMajestad».

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Cuando Wellesley regresó a Mysore, la India se encontraba alborde de otro importante conflicto. Esta vez se enfrentaban contrala Confederación Maratha, el rival más importante que la Compañíade las Indias Orientales tenía en el subcontinente. Los hindúesmarathas dominaban un vasto territorio en la India central. Sudominio limitaba con el Ganges al norte y con Hyderabad al sur, seextendía de oeste a este desde el mar Arábigo hasta el golfo deBengala y, además, también incluía a Delhi. En 1761 la Compañíahabía sufrido una dolorosa derrota en Panipat, en los alrededoresde Delhi, a manos del gobernador musulmán de Kabul AhmadShah Durrani. A pesar de ello, gozaron de un nuevo resurgirdespués de Panipat y, desde 1778 hasta 1782, la Compañía de lasIndias se mantuvo en guerra total contra ellos. A partir de entonces,la Compañía fijó su atención en Mysore, pues, en 1800, el estadode los maratha se fragmentó en lo que en realidad era: un mosaicode principados independientes que a su vez se componían de variosfeudos semiindependientes. El peswha Baji Rao, el másexperimentado de los señores, al menos nominalmente, gobernabaPoona, aunque su jurisdicción se circunscribía a la zona fronterizade Hyderabad y Mysore. El maharajá más poderoso era DaulatRao Scindia, que controlaba la zona norte del territorio marathadesde Ujjein, su capital. Y en Indore, Jeswant Rao Holkargobernaba el anillo de terreno situado entre los ríos Narmada yGodavari. El bhonsla raja de Berar dominaba el sureste delterritorio maratha desde Nagpur, su capital. El gaikwar de Baroda,el quinto de los grandes príncipes, gobernaba la parte occidental,bañada por el golfo de Cambay. Pero éste, como se había acogido

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a la protección de la Compañía, no llegó a tomar parte en elconflicto que se avecinaba.

La fragmentación del poder maratha suponía una buenaoportunidad para la Compañía, a la vez que un riesgo. Por unaparte la creciente inestabilidad podría concluir en una guerra queestallase cuando la Compañía se estuviese ocupando de otrosasuntos (por esa razón sir Alfred Clarke había permanecido enCalcuta cuando Mornington comenzó su campaña contra Tipu),pero, por la otra, la Compañía podría aprovechar, como en tantossitios, las fricciones entre los bandos locales. Su oportunidad sepresentó en 1800, cuando Holkar derrotó al peshwa y a Scindia enPoona. Scindia retrocedió dentro de su propio territorio, pero elpeshwa se replegó a Bassein, territorio británico. Allí firmó unacuerdo mediante el cual los británicos podrían ocuparse de susasuntos exteriores y aceptaba (y también pagaba) mantener unaguarnición de seis batallones de la Compañía para que le ayudasena recuperar el trono.

En noviembre de 1802 se encomendó a Arthur Wellesley lamisión de restaurar al peshwa en el trono. El joven coronelacababa de enterarse de que su nombre figuraba entre losascendidos a general de división desde el 29 de abril de aquel año(él no recibiría la buena nueva hasta septiembre), y le habíanasignado destino en el gobierno militar de Madras, donde elteniente general Stuart, que había dirigido la columna del ejército deBombay que combatió en Seringapatam, desempeñaba el cargo decomandante en jefe. Tal como le había dicho en 1801 a BarryCióse, cuando éste estaba a punto de ser nombrado político

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residente, «no tardaremos mucho en afrontar una guerra contra losmarathas». Ya había realizado un minucioso estudio del terrenoque habría de cubrir, destacando los problemas deaprovisionamiento de agua y víveres, y señalando los pasosadecuados para vadear los numerosos ríos que se encontraban a lolargo y ancho del territorio. Como siempre, profundizó hasta eldetalle. Necesitaría diez mil galones (cuarenta y cinco milcuatrocientos sesenta litros) de arrack, un aguardiente local, paralas tropas europeas; y éstos se transportarían en barriles de cuatrogalones «bien reforzados con aros de hierro». También deberíareunir noventa mil libras (cuarenta mil ochocientos sesenta kilos) decarne seca «empaquetada en sólidos barriles de cincuenta y cuatrolibras, aparte de encurtidos…; y el mismo peso en galletas,dispuestas éstas en cestas redondas de seis libras cada una quedeberán estar cubiertas con tela encerada».28

El general de división Wellesley partió en marzo de 1803, suejército lo componían poco menos de quince mil soldados, a losque se les añadió un contingente de Hyderabad de casi nueve milhombres, también bajo su mando. Arthur era plenamenteconsciente de que su misión consistía en restaurar al peshwa en eltrono y empujar a los marathas a una guerra mayor, comoterminaría haciendo. En realidad no encontró resistencia. Loscuidadosos preparativos aseguraban que la marcha, de poco másde novecientos sesenta y cinco kilómetros, discurriese bajo unarígida y fulminante disciplina que garantizaba que no perderían elapoyo de la población local a causa de los saqueos. La caballeríade vanguardia alcanzó Poona el día 20 de abril, pero el peshwa no

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regresaría a su ciudad hasta el 13 de mayo, fecha en que los astrosle serían favorables. Wellesley observó que era «un príncipe cuyocarácter no tenía otro principio que no fuese el de la falta desinceridad». Se complicó mucho para volverse a establecer y, almismo tiempo, ya se hallaba en negociaciones con los demáspríncipes marathas. En mayo, Holkar llevó a cabo una rapiña porterritorio de Hyderabad y después contestó cortésmente a la cartade protesta enviada por Wellesley alegando que el nizam le debíadinero. En realidad el nizam estaba mortalmente enfermo, tanto quepersuadió a Stuart de enviar tropas desde Madras para ayudar amantener el orden. Esta última resolución añadió más tensión sicabe a las ya de por sí tirantes relaciones entre los marathas y laCompañía. Y a pesar de que la declaración de guerra no erainevitable, Scindia se esforzaba por unir a los otros jefes marathasen una coalición contra los británicos.

Wellesley, como siempre, estuvo preocupado por la logística.Su línea de comunicaciones retrocedía hasta Mysore, pero, aunquehizo todo lo que pudo para asegurarse de que ésta no fallasecuando llegase el monzón (mandó almacenar barcazas de cuero ymimbre en cualquier lugar donde pareciese factible cruzar el río),estaba convencido de que sería más sencillo abrir una línea máscorta a Bombay. De todos modos las autoridades, que carecían desu atención por el detalle, le enviaron pontones para los puntos devado en cuanto rompió el mal tiempo; por desgracia, los carros quelos transportaban zozobraron en su primer día de viaje. Stuart,generosamente, le dijo al gobernador general que no tenía el menordeseo de tomar el mando, pues «los vastos conocimientos, la gran

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influencia y el evidente talento militar» de Arthur Wellesley hacíande él la persona adecuada para esa misión, pues, Stuart no lodudaba, su ejército rendiría «servicios muy distinguidos». Por lotanto, en junio de 1803, una orden de Mornington le concedía laplena autoridad civil y militar en la India central. Arthur ordenó deinmediato al coronel John Collins, diplomático en el campamento deScindia en territorio maratha, próximo entonces a Ajanta, lafortaleza del nizam de Hyderabad, que preguntase a Scindia a quépartes concretas del tratado de Bassein se oponía. Wellesley estabapreparado para dispensar cesiones menores, y le preocupaba ser elprimero en provocar una nueva guerra. El día 25 de junio, le dijo alcoronel James Stevenson, el más importante de sus subordinados,que: «Es nuestro deber hacer la guerra con eficacia en cuanto éstaestalle. Pero también lo es evitar las hostilidades siempre que nossea posible…».29 El día 3 de agosto, Collins informó de queScindia y el raja de Berar no le darían una respuesta directa a susdemandas y que habían marchado sobre la fortaleza del nizam en lacercana Aurungabad. Al mismo tiempo, Wellesley anunció queestaba obligado a ir a la guerra «para defender los intereses delgobierno británico y sus aliados».30

El ejército maratha parecía impresionante sobre el papel. Lainfantería regular, quince mil hombres aproximadamente, integrabael grueso de la fuerza invasora de Scindia. Este cuerpo estabaentrenado y dirigido por oficiales europeos, y organizado enbrigadas denominadas compoos, e incluía una modesta caballería yalgunas piezas de artillería. El coronel Pohlmann, en otro tiemposargento en el Regimiento Hannoveriano al servicio de los

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británicos, comandaba la mayor de ellas, una unidad compuesta porcerca de siete mil quinientos hombres; la begum [(En India yPakistán, dama musulmana de alto rango. (N. del T.)] Somroo,viuda de un mercenario alemán que había llegado a ser vasallo deScindia, había reclutado a una fuerza ligeramente menor,comandada en su nombre por el coronel Saleur; y el coronelBaptiste Filoze, de ascendencia napolitana por una parte e hindúpor otra, dirigía una tercera. El ejército de Scindia contaba conochenta piezas de campaña y un puñado de cañones más pesados.Sus tropas irregulares se componían de entre veinte mil y treinta milinfantes, además de un número indeterminado, entre treinta mil osesenta mil soldados, de caballería ligera.

El gobernador general había tratado de persuadir a losbritánicos que servían en las filas marathas de que les entregasenlos puestos, prometiéndoles un empleo si aceptaban y un pleito poralta traición si rehusaban. Algunos no estaban en modo algunodispuestos a luchar. Wellington informó de que «John Roach, inglés,y George Blake, escocés, al mando de sendas baterías al serviciode la begum hasta hacía bien poco», habían «abandonado elcampamento gracias al permiso de combate, más que por temor alcastigo», y proporcionaron a sus compatriotas toda la informaciónque poseían.31 Stewart, un oficial del compoo de Pohlman,también se unió al ejército británico en cuanto tuvo ocasión, asícomo Grant, general de brigada (y jefe del Estado Mayor) de unode los compoos. Pero hubo otros que sin dudarlo se quedaron acombatir, pues, según explicó Wellesley al coronel Collins, susheridos habían sido asesinados por la caballería de los compoos, y

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se había oído decir que un británico, oficial en el bando enemigo, ledecía a otro: «Entendéis el idioma mejor que yo, rogad újemadar[un oficial nativo y novel] de ese cuerpo a caballo que vaya y hagapedazos a aquellos soldados europeos heridos».32

Wellesley ya había decidido que debía actuar con audacia. «Elmejor movimiento que podéis realizar -aconsejó al coronelStevenson- es avanzar con la caballería de la Compañía y toda ladel nizam y aplastar a la primera partida que se aproxime a vuestrazona […] una guerra de desgaste nos arruinaría, y eso norespondería a propósito alguno.»33 El 8 de agosto de 1803,levantó el campamento y marchó sobre Ahmednuggur, la ciudadelamás cercana en manos de los marathas. Ésta fue tomada por unode los batallones de las fuerzas regulares de Scindia, bajo el mandode oficiales franceses, y cerca de un millar de muy fiablesmercenarios árabes, pero Wellesley consideró que era una fuerzademasiado modesta para mantener la ciudadela y la ciudadcircundante (el pettah), aunque ambas estuviesen amuralladas.Decidió tomar la ciudad al asalto, sin bombardeo previo, y utilizarescalas de mano para salvar las murallas. El 78° Cuerpo Escocésencabezó el ataque y, cuando fueron rechazados, un teniente de lacompañía de granaderos llamado Colin Campbell (que moriría en1847, con el grado de general) se colgó su espada Claymore de lamuñeca con un pañuelo para escalar mejor y, una vez en la cima, sededicó a repartir mandobles a diestro y siniestro. Otras unidadesentraron por distintos lugares y, en cuestión de veinte minutos, elnúcleo urbano había caído. Uno de los oficiales del peshwa loresumió todo:

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Los ingleses son una gente extraña; y su general unhombre magnífico. Llegaron por la mañana, observaron lasmurallas del pettah, pasaron por encima de ella, mataron a laguarnición y regresaron a desayunar. ¿Qué cosa podríadetenerlos? 34

La ciudadela capituló el día 12, una vez que la artillería deWellesley había abierto una brecha en la muralla y las tropas deasalto estaban dispuestas en formación.

Con Ahmednugger en sus manos, Wellesley tomó todas lasposesiones que Scindia tenía al sur del Godavari y cruzó el río conun ejército de dos mil quinientos soldados europeos y cinco milcipayos, con dos mil doscientos soldados de caballería ligera deMysore y cuatro mil de la caballería del peshwa. AlcanzóAurungabad, al borde del territorio del nizam, el día 29 de agosto,y continuó cabalgando hasta reunirse con el coronel Collins,acampado justo al norte. Collins le dijo que no había necesidad depreocuparse por la caballería maratha («mi general, podéisaplastarlos dondequiera que los encontréis»), pero su miliciaprofesional era una cosa completamente distinta. Cinco mesesatrás, Collins había observado de cerca al ejército de Scindia, ydeclaró que: «Os sorprenderíais de su infantería, y de suarmamento».3'

Wellesley se hallaba en Aurungabad, y Stevenson, con más dediez mil hombres, en Kolsah, una ciudad situada ciento sesentakilómetros al este. Al principio de la campaña, Wellesley se temióque la caballería maratha, situada sobre la frontera que dividía aambas fuerzas, aprovecharía su velocidad de maniobra para

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adentrarse en el territorio del nizam. Después de un mespersiguiendo sombras, Wellesley y Stevenson se reunieron enBudnapoor el día 21 de septiembre y trazaron un plan según el cual,maniobrando con sus huestes por separado, pudiesen alcanzar algrueso del ejército de Scindia en Borkadan o, al menos, en susalrededores. La primera fase de su estrategia obtuvo un resultadosatisfactorio; el día 22 de septiembre Wellesley llegó a Paugy yStevenson a Khamagaon. Al día siguiente, las fuerzas de Wellesley,que, como siempre, habían abandonado el campamento demadrugada para evitar así las horas de máximo calor, alcanzaronNaulniah antes del mediodía. Bordakan estaba dieciséis kilómetrosmás allá. Mientras las tropas británicas levantaban el campamento,se presentó una patrulla de caballería con varios brinjarries queinformaron de que el ejército maratha, compuesto por trescompoos y abundante caballería, no se hallaba de ningún modo enBordakan; estaba mucho más cerca, en la ribera del río Kaitna, yavanzaba bajo las órdenes del coronel Pohlmann.

Wellesley se adelantó con una fuerte escolta de caballería yalcanzó un punto desde el que pudo observar a los marathaslevantando su campamento. La tropa del coronel Pohlmann estabaformada por un total de doscientos mil hombres. Como más tardeArthur manifestaría al gobernador general, «era obvio que laofensiva no tardaría mucho en desencadenarse».36 Si esperaba aStevenson, los marathas podrían escabullirse, pero si atacabantendrían que o bien luchar, o bien huir abandonando sus piezas deartillería. Arthur descartó inmediatamente la posibilidad de unataque frontal y decidió maniobrar con su ejército a lo largo de una

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línea paralela al río, manteniendo la distancia al pueblo dePeepulgaon. Justo al otro lado del río estaba situada la aldea deWaroor, y Wellesley supuso que no habrían construido los pueblostan próximos de no contar con «algún medio de comunicación» quelos uniese; simplemente, debía de haber un vado.

Visité el campo de batalla en septiembre de 2001. Losmonzones se estaban retrasando pero, al final, se abrieron lascompuertas del cielo el día antes de llegar a Aurungabad. Losvehículos todo terreno de tracción en las cuatro ruedas nos llevaronhasta el campo de batalla a través de un humeante, bullicioso ymadrugador pueblo de India, donde el caudal de los ríos habíasubido alarmantemente y los caminos no eran más que un barrizal.Al norte de Peepulgaon pedimos prestado un tractor con remolquey nos deslizamos en dirección al Kaitna buscando, como lo hizoWellesley doscientos años antes, un vado. Lo encontramos justodonde Wellesley supuso que debería estar: entre los dos pueblos.Hace mucho tiempo que considero un mérito muy particular elpoder observar un campo de batalla a lomos de un caballo, puesesa altura extra te proporciona una perspectiva mejor y además loscaballos llegan a lugares inalcanzables para la mayor parte de losvehículos. Raní, una yegua roano kahtíawari con las orejascaracterísticas de su raza (una especie de peludos radares equinosque pueden moverse en todas direcciones sobre la cabeza delanimal, de modo que parecen poder girar sus orejas trescientossesenta grados), no estaba en su mejor forma después de las treshoras pasadas en la parte posterior de un camión. Mi ánimo,abatido por el clima y la preocupación por la aparición de nuevas

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riadas, se recobró cuando la empujé suavemente por el barrosodescenso hacia la rauda corriente del Kaitna.

Cruzar el Kaitna a lomos de Raní puso de relieve la seriadificultad que acarreaba llevar a cabo el plan de Wellesley. Lamayor parte de su ejército debía avanzar paralelo al río, frente auna fuerza superior, y después variar la formación en columna a unafila y atacar. Wellesley y sus tropas estuvieron a la vista de losmarathas la mayor parte del tiempo. En el río, un proyectil macizode dieciocho libras arrancó la cabeza a uno de sus dragones másdisciplinados. Cuando su ejército cruzó, los trece batallonesregulares de Pohlmann y sus, aproximadamente, cien cañonesvariaron cuarenta y cinco grados su formación para encarar lanueva amenaza. Este movimiento podría haber sido relativamentesencillo para la infantería, pero no así para los artilleros marathas,a quienes les costaba maniobrar hasta en los caminos. El terreno sepresentaba llano y monótono, con algunos árboles y matorralesesparcidos por el campo. Al norte, el río Juah corría en paralelo alKaitna, y el pueblo de Assaye, un asentamiento de murallas deadobe situado a orillas de Juah, resultaba invisible desde el puntoescogido por Wellington y anclaba el flanco izquierdo de Pohlmann.Mientras tanto, la caballería maratha rondaba por la retaguardiadel ejército británico, mantenida a distancia por la caballería noprofesional de los cipayos.

Una vez cruzado el Kaitna, y desde una posición que lepermitía observar el terreno, Wellington pudo advertir que nohabría espacio suficiente para su infantería y dedujo que lafuertemente defendida ciudadela de Assaye podía esperar hasta

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que se hubiese obtenido la victoria en la batalla campal.Inicialmente, colocó dos filas de infantería justo al oeste de Waroor:la primera, al mando del teniente coronel William Orrock, jefe delas patrullas de asalto, estaba compuesta por tres batallonesseparados en el campo por piezas de artillería colocadas entreellos, y la segunda contaba también con tres batallones. Lacaballería, cuatro escuadrones al mando del teniente coronelPatrick Maxwell, se mantendría en la retaguardia, fuera

del alcance de Assaye. Wellesley impartió las órdenes a susoficiales de campaña personalmente, comenzando por Orrock,situado en el flanco derecho de la línea, y galopando después haciael sur a lomos de su caballo de batalla castaño para hablar con elresto de oficiales. Collin Campbell, del 78° Regimiento, datestimonio de la importancia del poder de liderazgo personal deWellesley:

El general se hallaba en el lugar de la acción todo eltiempo […] nunca ví un hombre tan sereno y compuesto comoél […] Aunque, se lo aseguro, hasta que nuestras tropasrecibieron la orden de avanzar, la suerte del día no estaba muyclara.37

Se entabló un duelo de artillería en el que las baterías de losmarathas se llevaban la mejor parte. Wellesley informó de que«nuestros bueyes y los mayorales que han sido contratados paraconducirlos sufrieron descargas directas y no se podía maniobrarcon ellos. Sin embargo, algunos resistieron, y éstos continuarondisparando a todo objetivo a su alcance».38 Un oficial de caballería

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anónimo lo describió como «una espantosa y devastadoraandanada […] nunca la artillería había recibido tanto daño, niestado mejor defendida».39

La infantería avanzó en buena formación, manteniendo a lasegunda línea maniobrando justo a la derecha de la primera. El 78°Regimiento Escocés, situado al sur, a orillas del Kaitna, fue elprimero en establecer contacto con los marathas. El disciplinadofuego de mosquete de las filas atacantes desestabilizó las posicionesde la infantería de Pohlmann, la mayor parte de la cual no resistiótiempo suficiente hasta que se desencadenase la carga a bayonetacalada. Los batallones de la Compañía, con sus soldados exultantespor la victoria, apuraron demasiado las labores de persecución ydispersión del enemigo y a punto estuvieron de caer en manos de lavigilante caballería maratha. Pero el 78° Regimiento se reagrupóágilmente y se preparó para un nuevo triunfo. Wellesley perdió suprimera montura durante esa fase de la batalla, y escogió aDiomedes, su caballo gris de raza árabe, para alcanzar raudo elflanco norte, el lugar donde el fuego era más intenso. Allí descubrióque Orrock había confundido sus órdenes y en vez de atacar enparalelo al resto del ejército maratha se había lanzadodirectamente sobre Assaye. El 74° Regimiento de Su Majestad,situado en el flanco izquierdo, adoptó la misma maniobra y ambosmarchaban con paso firme hacia un fuego de mosquete y artilleríaque los más curtidos veteranos describieron como el más duro quehabían sufrido jamás. «No deseo emitir ninguna reflexión acerca deloficial de piquetes -escribió Wellesley-. Lamento las consecuenciasde su error, pero he de reconocer que no es posible que alguien

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dirija un cuerpo bajo unas descargas más cerradas como llevó él asus patrullas de asalto aquel día, en Assaye.» 40 La infantería dePohlmann realizó, junto a la caballería, un ataque combinado sobrelas patrullas y el 74° Regimiento y, a pesar de que estos últimoshabían establecido una sólida formación en cuadro tras unaempalizada formada por cadáveres de enemigos apiladosapresuradamente, la situación era desesperada. Un oficial escribióque:

Los piquetes y el 74° Regimiento sufrieron el asalto de unaespléndida y avezada línea de infantería combinada con tropasde caballería. Las patrullas perdieron a todos sus oficialesexcepto al teniente coronel Orrock, y contaban sólo consetenta y cinco hombres. De los cuatrocientos hombres del 74°Regimiento, cerca de un centenar de ellos parecían tenerposibilidades de sobrevivir. Todos los oficiales, excepto elcomandante Swinton y el señor Grant, el intendente, estabanmuertos o gravemente heridos.41

Este fue el momento crítico de la batalla. Y Patrick Maxwell,con la caballería tras el flanco amenazado, reaccionó paradefenderlo y cargó con tres de sus escuadrones, provocando una«espantosa carnicería». Los jinetes se precipitaron contra «elinmenso cuerpo que rodeaba a los elefantes que llevaban algunosde los jefes marathas», y alguno de ellos incluso llegó a cruzar elJuah. Wellesley ordenó rápidamente reagrupar su victoriosa y a lavez dispersa caballería y utilizó el resto del 78° junto al escuadrónde caballería de reserva para enfrentarse al contingente de lacaballería maratha, que, al haber galopado hacia su propia

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artillería, carecía de capacidad de maniobra y estaba expuesta alavance de la infantería. Cuando dirigía el ataque, un marathaalcanzó a Diomedes en el pecho; Wellesley tendría que valerse dela tercera montura del día.

Mientras, se había empujado a la línea de Pohlmann de modoque el extremo izquierdo se hallaba en Assaye y el derecho frente alJuah. Maxwell había regresado al campo y Wellesley le ordenóinmediatamente que cargase contra el flanco oriental de la líneaenemiga, al tiempo que él tomaba la reformada infantería y lalanzaba contra el centro y el flanco occidental. La metralla hirió aMaxwell justo cuando dirigía el avance de sus hombres; su muerteminó la moral de la tropa. Muchas fuentes señalan que ni buscaronrefugio ni variaron el sentido de su maniobra frente a la vanguardiamaratha. Pero un oficial de caballería afirma que «tuvimos éxito alconseguir tomar sus cañones, y mantuvimos la posición hasta quenuestra infantería de línea llegó». Quizá se refiera a las baterías de lasegunda posición de Pohlmann, en cuyo caso su comentario tienesentido, pues la infantería atacante, inevitablemente, tendría quepasar por allí. De todos modos, no hay duda acerca del impactodel asalto de la infantería, o el papel que el 78° desempeñó en ello.Sus hombres, después de efectuar una marcha de cuarentakilómetros al amanecer y haber combatido durante todo aqueltórrido día, marcharon sobre la tercera posición de los marathascon el ímpetu de la primera vez. Los hombres de Pohlmann noesperaban aquel movimiento y se retiraron a través del Juah,dejando «el campo sembrado de muertos y heridos, tanto europeoscomo nativos, tanto de los nuestros como del enemigo». 2 La

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caballería, exhausta tras el esfuerzo, no se hallaba en condicionesde iniciar la persecución.

Wellesley pasó la noche con algunos de sus oficiales en unagranja cerca de Assaye. La batalla les había costado mil quinientasochenta y cuatro bajas, entre muertos, heridos y desaparecidos, yentre los marathas, esta cifra quizás ascendiese a los seis mil. Elenemigo había perdido todos sus cañones. Quince años más tarde,un oficial de caballería le dijo a Wellesley que lo recordabafelicitando a un valiente sargento cipayo al final de la jornada, ycómo lo había ascendido «haciendo uso del sólido conocimiento dela lengua local que os hizo famoso». Puede que hiciese elcomentario medio en broma, pues parece ser que lo dicho por elgeneral fue: «Acha havildar: jemadar». (De acuerdo, sargento:teniente.) Salta a la vista que en último término no puedeconsiderarse ésta una muestra de habilidad lingüística deslumbrante.También puede ser que el incidente sea testimonio de la profundafatiga física y mental de Wellesley. Él tenía aquella batalla por «lamás sangrienta, por el número de bajas, que haya visto»; más tardele diría a Stevenson que «no me gustaría tener que verme de nuevoante una pérdida como aquella que sufrí el 23 de septiembre,aunque fuese recompensada con la misma victoria».4 La pesadillarecurrente de aquella noche fue que «todos estaban muertos». Añosmás tarde, cuando le preguntaron por la mejor estrategia que habíadesarrollado en su estilo de combate, respondió con una solapalabra: «Assaye».

Terminé el día en el campo de batalla próximo a Assaye, unparaje rodeado por niños, entusiastas vendedores de trozos de

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metralla y balas de mosquete, que señalan las piezas de artilleríamaratha, algunas de ellas destrozadas por los ingleses tras labatalla. Patrick Maxwell descansa bajo una ancha higuera de aguay, a pesar de que las palabras esculpidas en la lápida son ilegibles,su nombre es bien recordado. Podría haber sido fácilmente ArthurWellesley, pues el precio pagado entre las filas de los oficiales fuemuy alto aquel día, y no sería ésta la última vez que sentiría la manode Dios sobre él.

Assaye no supuso el final de la guerra. Stevenson, que habíamarchado hacia donde se oían las detonaciones, se unió aWellesley poco después de la batalla. Se creó sin más demora unhospital de campaña para los heridos dentro de la fortificación deAjanta. En un principio, Wellesley continuó con su estrategia de«dos ejércitos» durante las semanas subsiguientes, maniobrando ala par de Stevenson para tomar más fortificaciones de Scindia yempujar al raja de Berar de vuelta a su capital. El 23 de noviembrede 1803, con ambos ejércitos unidos, Wellesley atacó unacombinación de fuerzas de Scindia, Berar y Argaum. Comenzólanzando un asalto frontal protegido bajo un fuego de artillería «notan intenso como aquél de Assaye». Y en cuanto la infantería sehalló a solamente cuatrocientos cincuenta metros de la líneamaratha, su propia artillería entró en acción, y los bien dirigidosproyectiles causaron gran destrozo entre la infantería enemiga que,frente a ellos, se preparaba para resistir. Un breve tiroteo acabócon la infantería maratha, obligándola a huir a la desbandada,mientras que a los flancos la caballería maratha caía bajo labritánica y la cipaya. La batalla le costó a Wellesley trescientas

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sesenta y una bajas, sólo cuarenta y seis de ellas mortales. Losmarathas perdieron al menos cinco mil hombres y, de nuevo, todasu artillería. La guerra favorecía a los británicos en todos los frentes.En el frente de Delhi, el teniente general Gerald Lake habíaderrotado a Scindia en una batalla tan importante como la deAssaye. El 15 de diciembre, Wellesley tomó al asalto la poderosafortaleza de Gawilghur. Y esta nueva derrota llevó a Scindia y alraja de Berar a firmar la paz, cediendo parte de su territorio ycomprometiéndose a disolver sus huestes.

Holkar no se había implicado en la guerra, pero no tardó encomprender que los términos de la rendición no hacían sino mermarsu influencia, sobre todo porque la manutención de sus ejércitos sebasaba en los saqueos de las poblaciones cercanas, situación queno podría continuar si las aldeas se hallaban bajo protecciónbritánica. En abril de 1804 estalló una nueva guerra, esta vez conHolkar como comandante en jefe de las filas marathas. Holkarsabía perfectamente cuál había sido el destino de las fuerzasregulares de Scindia a manos de tropas mejor entrenadas; por elloescogió utilizar sistemas marathas más tradicionales y de ese modose mantuvo al sur de Delhi dando vueltas alrededor de Lake (quienno llevó la campaña a buen puerto hasta finales de 1805), e infligióuna severa derrota al teniente coronel William Monson a finales deagosto de 1804. Lake le dijo al gobernador general que en el norteno se precisaban de los servicios de Wellesley, y que podía enviarloa gobernar sus antiguos territorios, el Deccan. Pero Wellesley, queestaba de vuelta en Seringapatam, no se sentía con ánimos deafrontar el desafío.

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Existían varias razones que lo justificaban. La primera es quecreía que el gobernador general y su consejo habíandesaprovechado sus victorias. Y desaprobaba la pusilanimidad delos príncipes nativos, cuyo único resultado era un número crecientede peticiones sobre la Compañía, tal como describió en 1804.

Siempre he mantenido la opinión de que hemos debilitadoa Scindia en algo más que en la diplomacia; y que nosarrepentiremos de haber establecido tal número de pequeñospoderes independientes dentro de India, donde cada uno deellos requerirá el apoyo del gobierno británico y elloocasionará una demanda constante de tropas, una granpérdida de oficiales y soldados, y litigios económicos.44

Había predicho que la guerra estallaría de nuevo, y se sintió«abatido y disgustado» por el modo en el que se había tratado elasunto. Además, poseía un puesto militar «de naturaleza ambigua»;todavía formaba parte de la caja de Mysore, pues no había señalde que llegase un nuevo nombramiento a pesar de que el duque deYork, capitán general del ejército británico, le había prometido uno.Peor aún, se sentía cansado, enfermo, presa de una desesperadamorriña por su familia y «tan nervioso que no puedo expresar conpalabras cuan anhelante estoy por ver a mis amigos». «He servidotanto tiempo en India -afirmó en junio de 1804- como cualquierahaya podido servir en algún otro lugar.»45 Pero lo cierto es quesoportaba bien las cicatrices de la India. Sir Jonah Barrington, unjuez que describió a Wellesley como «un rostro rubicundo, deapariencia juvenil» en 1793, dijo en 1805 que él «parecía tan pálidoy cetrino…, con los síntomas habituales en un hombre agotado».46

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También existía un trasfondo político, pues los días de su hermanocomo gobernador general estaban tocando a su fin (seríaremplazado por el anciano lord Cornwallis a mediados de 1805) y,sin un sólido apoyo, entre los miembros más veteranos y losoficiales descontentos le cortarían las alas que le habíaproporcionado la victoria de Assaye. El 8 de junio de 1804 rellenóla solicitud formal que le permitiría regresar a casa después deobtener el permiso de Lake para partir; sin embargo, las cosas noterminarían de arreglarse totalmente hasta principios del siguienteaño.

Pero mientras se preparaba para marchar, también recibióconsuelos. Fue condecorado Caballero de la Orden de Bath el día1 de septiembre de 1804. Circula una leyenda que dice que laestrella de la orden se la puso sir John Cradock, un amigo suyo,sobre el abrigo, suavemente, mientras dormía. Él mismo escribiría,en un tono que refleja el abatimiento que sufrió durante aquellaetapa de su vida, que lanzó la insignia «de una patada hasta el LordKeith, que había atracado diez días antes, y la descubrió unpasajero que estaba buscando su equipaje».47 Arthur Wellesley nosólo ya ostentaba el título de Caballero de Su Majestad, sino quetambién era rico, su fortuna personal superaba las cuarenta y dosmil libras esterlinas. Le dijo a Merrick Shaw, su secretario personal,que «no soy tan rico en comparación con alguna gente, pero sí losoy si lo comparamos a mi situación anterior, y lo suficiente paracubrir mis necesidades», admitiendo que entonces era«independiente de todo oficio y empleo».4 Sus oficiales de lacampaña contra los marathas le obsequiaron con una vajilla de

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plata valorada en dos mil libras esterlinas, ahora expuesta en ApsleyHouse, y los señores de Calcuta le regalaron una espada de almenos la mitad del valor de la vajilla. Los oficiales del 33° lenotificaron su agradecimiento y él les contestó con la insistencia tantípica en él que «se adhieran al sistema de disciplina, subordinacióny economía interior que habéis encontrado establecido en elregimiento y, sobre todo, mantened y alentad entre vosotros elespíritu de soldados y caballeros». 9 Los habitantes deSeringapatam le escribieron con exagerada efusión en cuantosupieron de su marcha.

Podríais continuar proporcionándonos el caudalosotorrente de seguridad y felicidad, que recibimos con asombrodesde el principio […] y, cuando más altas empresas se lolleven lejos de nosotros, quizás el Dios de todas las castas ytodas las naciones escuche nuestras humildes y constantesplegarias por vuestra salud, felicidad y gloria.50

Wellesley embarcó en el HMS Trident, buque insignia delalmirante Rainier, el día 10 de marzo de 1805. La primera etapadel viaje lo llevó, esto bien podría considerarse un hecho profético,a la pequeña isla de Santa Helena, instalándose en Briars, lugar quesería residencia de Napoleón, hasta que le hubiesen acondicionadoLongwood. Arthur tuvo la sensación de que el viaje había causadoun fortísimo efecto restaurador en su salud, e insinuó que hubiesecaído gravemente enfermo de haber permanecido en India. EnSanta Helena recibió una triste nueva: Stevenson, su incansablecolaborador, había muerto de camino a casa, probablemente sinsaber que lo habían ascendido a general de división. El Trident

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ancló en Dover el día 10 de septiembre. Por fin Wellesley estaba encasa.

«Había llegado a comprender tantas cuestiones de índolemilitar cuando regresé de India, como desde entonces hastaahora»,51 diría diez años después. A pesar de que, como muchosde sus aforismos, éste contenía cierto atisbo de exageración,ciertamente, no puede subestimarse la influencia que India ejercíasobre él. Primero porque ésta había transformado sus hábitos.Aconsejó a Henry «vivir con sensatez, beber poco, o nada, devino, hacer ejercicio, mantener la mente ocupada y, si fuese posible,de buen humor frente al resto del mundo».52 Aunque sufrió enrepetidas ocasiones varias enfermedades, que iban desde las fiebrestropicales hasta picazón malabar, siempre trató de mantenerse enforma, y caminaba «cuarenta pasos de acá para allá frente a sutienda» en cuanto amanecía. También era un buen jinete decampaña, capaz de cubrir jornadas de setenta y dos kilómetros,como hizo durante un viaje a Gawilghur. Su atención al detalle eratan sorprendente como lo era su carácter despiadado si llegaba laocasión. No era partidario de quedarse un rato remoloneando en lacama («cuando llega el momento de darse la vuelta, es hora delevantarse») y tan pronto como estaba en pie se dirigía o bien aensillar su caballo, o bien a su escritorio. Una de sus reglaspersonales era «acabar la tarea del día en el día».

Ya lucía el estilo de vestir por el que sería conocido:pantalones blancos metidos por dentro de sus altas botas de Hesse,casaca roja y sombrero negro de tres picos. Era aficionado a lasespadas de filos curvos y empuñaduras plateadas, con hojas persas

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o indias; un detalle algo ostentoso, pero una herramientainfinitamente más práctica en una reyerta (probablemente tomóparte en los combates cuerpo a cuerpo de Sultanpettah y Assaye)que la espada de hoja delgada y recta dispuesta en el reglamentomilitar.

También existió una primera señal de peligro sobre algunosproblemas que llegarían más adelante. Wellesley poseía unsaludable apetito sexual y el capitán Elers opinaba de él que «tieneun corazón muy sensible, particularmente, y esto me dueleconfesarlo, hacia las damas casadas». Elizabeth Longford creía queél era «más aficionado a hacer aforismos que a hacer el amor»,pero reconoce que pudo haber sucedido algo más serio entreWellesley y la esposa del capitán John William Freese, de laartillería de Madras. Su conducta «se ganó la censura de suimpresionado edecán, el capitán West, por no mencionar la de unadama oficiosamente casada, hija natural de un conde; unacircunstancia que garantizaba que cualquiera se sintiese un tantoalmidonado al verse involucrado en ella».53

Su experiencia en India también había modelado su visióntáctica. Un oponente inestable era presa fácil ante un ataquedirecto, si éste se lanzaba antes de que tuviese tiempo deorganizarse. Su lema durante la campaña de Assaye fue:«Destrozad a los primeros tipos que se interpongan en vuestrocamino y la victoria será nuestra». En septiembre de 1804 le dijo alcoronel Murray que hostigase a la infantería maratha «antes de quese plantee hacer cualquier otra cosa». Jamás se debía permitir quefuesen los marathas quienes tomasen la iniciativa en el ataque, pues

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su poderosa artillería podría causarles demasiado daño. Lasoperaciones defensivas se emplazaron al norte y, a pesar de que uncomandante pudiese retirarse si encaraba una situacióndesesperada o hubiese terminado con sus suministros, esto siemprese realizaría con vistas a efectuar un nuevo ataque. La instrucción yla disciplina eran los pilares de sus tácticas. Wellesley ya creía enello cuando llegó a India, y su punto de vista se reforzó con lasexperiencias allí vividas; Assaye y Argaum son dos plazas ganadasmás con la disciplina y la unión de las tropas que con valor. Un díadel mes de junio de 1804 ordenó una revista general de los cuerposde infantería cipaya a las seis de la mañana, y a continuación expusouna pormenorizada lista de puntualizaciones a sus oficiales,señalando que la alineación de los estandartes de los regimientossería más sencilla si los sargentos que se hallaban entre ellos seguíancon precisión los pasos de su oficial superior, y los cambios en lospuestos de mando se obtendrían por medio «del sistema dejerarquía de las divisiones» más que por mercadeos. Esto no era unejercicio de instrucción en sí mismo, pero ayudaba a lograr unajuste preciso del aparato bélico.

Arthur Wellesley tenía en muy alta estima a los servicios deinteligencia y se servía habitualmente de sus investigaciones muchoantes de que estallase la guerra. Mantenía una red de espíasprofesionales llamados hircarrahs, a los que pagaba muy bien yprestaba una cuidadosa atención a la información que recababan.Recomendaba a los oficiales que desdeñasen los rumores:

El comandante Walker envió hircarrahs que le dijeronaquello que más les plació. El oficial tomó buena nota de la

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información y la despachó a la atención del señor Duncan, conquien compartía la expedición. El comandante Walkerdescubrió que sus hircarrahs le habían contado falsedades;pero dudo si los castigaron o los recompensaron por hacerloasí de bien.55

Los oficiales, ante la duda, debían contrastar la informaciónpor sí mismos. Uno de ellos, que se había quejado por la pobrezadel servicio de inteligencia, recibió una seca respuesta: «Tenéis unmagnífico caballo y dos ojos en la cara».56 Por último (aunqueWellesley lo hubiese puesto en primer lugar), la guerra era, deprincipio a fin, una cuestión de logística. La preparación era elcampo donde más se agudizaba su tendencia natural al detalle,donde ponía el mayor énfasis. Un general que pudiese comandarcon éxito un ejército en la zona del Deccan, con sus líneas decomunicación cubriendo la extensión de cuatrocientos ochentakilómetros a través de grandes ríos bajo la presidencia de Madras,estaría perfectamente preparado para combatir en la penínsulaIbérica.

También hubo lecciones de carácter político. Los despachosde Wellesley muestran su preocupación por mantener informadosde sus movimientos a sus superiores, tanto políticos como militares.Sabía que en el desquiciado mundo político de India estaría perdidosi perdía su confianza, aunque a ellos no les gustase. A menudo seencontraba en campaña con aliados incompetentes y poco fiables yahí es donde desplegaba un consumado tacto, con mucho esfuerzo,tal como demuestra su correspondencia privada. Sin embargo, suconducta respecto a algunas cuestiones se revelaba inflexible. A la

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vez que trataba a los oficiales cipayos de su caballería auxiliar conmodales exquisitos, era despiadado con ellos si alguno incumplía lasnormas. En el mes de diciembre de 1803, le dijo al comandanteMurria: «Si mis aliados marathas no supieran que ahorcaré a todoaquel que sea culpable de saqueo, no sólo hubiese muerto dehambre hace mucho tiempo, sino que se habrían llevado hasta micasaca». 7 Se opuso firmemente a los sobornos, casi un elementorutinario en la vida política de India. Cuando un oficial le informó deque el raja de Kitoor había ofrecido diez mil pagodas de oro acambio de recibir protección británica, él se «sorprendió de queningún hombre entre los oficiales británicos no le hubiese dado aentender al raja que su oferta podría ser considerada uninsulto…».58 En la política, como en la guerra, el subcontinentesuponía una buena preparación para la península Ibérica.

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Capítulo 3 Un intentofallido

El general de división sir Arthur Wellesley se hallaba en casa,al menos en lo que fue su casa. Su madre todavía moraba enCavendish Square, pero de poca intimidad podría gozar allí y,además, durante la etapa invernal sus victorias en India nosignificaban gran cosa en Londres. Ya había oído decir que Richardiba a ser reemplazado como gobernador general, y era conscientede que el «sistema Wellesley» de expansión del poder británico enIndia habría de defenderse en Whitehall y en la City. A su regresose había encontrado con que William Pitt, el primer ministro,acababa de organizar la Tercera Coalición contra Napoleón. Seesperaba que Gran Bretaña aportase alguna fuerza expedicionaria,aunque hubiese rumores de todo tipo acerca del posible destino dela misma. Wellesley estaba ansioso por recibir un cargo en dichaexpedición. Ya no necesitaba dinero, al menos no del mismo modoque antes de ir a India, pero la inactividad lo horrorizaba.

El día 12 de septiembre de 1805 Arthur visitó a lordCastlereagh, un político oriundo de Dublín y viejo conocido de supasado irlandés, en la Oficina Colonial en Downing Street.Castlereagh había recibido recientemente el cargo de secretario deEstado para la Guerra y las Colonias, un departamento que dirigiódesde 1805 a 1806 y otra vez de 1807 a 1809; ambos períodosfueron cruciales en la carrera de Wellesley. Se encontró esperando

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en el recibidor del gabinete de Castlereagh junto a un oficial demarina de corta estatura a quien, «por ser manco y poseer una granafición a la pintura», inmediatamente reconoció como HoracioNelson. El almirante no tenía la menor idea de quién era aquel jovengeneral. «Entabló conversación conmigo -explica Arthur-, si sepuede llamar así, pues casi todo el tiempo habló él y, además,acerca de sí mismo, en un tono, por cierto, tan vanidoso y estúpidoque llegó a sorprenderme y, casi, disgustarme.» Nelson dejó la salay regresó unos minutos después; para entonces ya sabía quién eraWellesley, y se comportó de modo totalmente distinto:

[…] con gran sensatez, y buen conocimiento de losasuntos de Estado, tanto de las cuestiones concernientes alMinisterio del Interior como al de Asuntos Exteriores, mesorprendió gratamente, y me resultó más amena que la primeraparte de la entrevista que habíamos mantenido. En realidad,hablaba como un oficial y estadista. […] No sé si alguna vezhe participado en una conversación que me haya interesadomás.

Más tarde dejaría constancia de que «si el secretario deEstado hubiese sido puntual, y hubiese recibido a lord Nelsondurante el primer cuarto de hora, habría tenido la misma imagen depersonaje frívolo y trivial que mucha gente tenía de él […]». Nelsonpartió para embarcarse en HMS Victory y zarpar hacia la batallade Trafalgar. Nunca volverían a encontrarse.

Wellesley visitó en repetidas ocasiones a Castlereagh durantelas siguientes semanas para defender los éxitos de Richard ante elsecretario de Estado. Como señaló Elizabeth Longford, «al mismo

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tiempo que lord Castlereagh se resistía ante los ruegos del defensor,también comenzaba a confiar en su destreza y fortaleza decarácter».2 Wellesley salía a cabalgar de vez en cuando junto a Pitt,ya en la decadencia de su carrera, para hablar acerca de «nuestroúltimo método aplicado en India», y aconsejarle en cuanto a laconducta que habría de adoptarse frente a la guerra contra Francia.Encontró a Pitt «demasiado sanguíneo […] concebía un proyecto ya continuación se imaginaba que ya lo había llevado a cabo, sinentrar en detalles». Pitt, por su parte, guardaba una impresiónfavorable de aquel general que «no creaba problemas ni ocultaba suignorancia con vagas generalidades. Si le formulo una pregunta,contesta con una explicación precisa; si le pido una explicación, lohace con claridad; si deseo una opinión, la que obtengo estárespaldada por razones que siempre son sensatas». Arthur seopuso vehementemente a un descabellado plan consistente enlanzar un ataque sobre los flancos de la colonia española de Méxicocon una flota que saldría desde Jamaica y otra desde Madras, víaFilipinas y Australia respectivamente, recalcando que si ambasfuerzas convergían precisamente sobre México, Estados Unidos novería con ecuanimidad aquel súbito resurgimiento de poder delViejo Continente en el Nuevo.

Con tan elevados contactos hubiese sido sorprendente queWellesley no hubiese conseguido el mando de algún cuerpo deejército, a pesar de la hostilidad brindada por los jefes de laGuardia Montada. El duque de York, comandante en jefe delEjército británico, dejó bien claro que en su opinión Harris habíacometido un error al confiar el mando de Mysore a Wellesley en

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lugar de Baird, y continuaría afirmando que Wellesley eraambicioso y poco digno de confianza hasta el fin de sus días. Contodo, Arthur Wellesley recibió el mando de una brigada que seríadestacada en el norte de Alemania con la lejana esperanza de llegara colaborar con los prusianos. Pero el día 2 de diciembre Napoleónderrotó de forma aplastante a rusos y austríacos en Austerlitz y, porende, devastó la coalición. Fatídicamente, Pitt le dijo a su ayudanteque enrollase el mapa de Europa pues no lo necesitarían durante lospróximos diez años, y después se retiró a su hogar para morir.Wellesley se encontraba de vuelta a Inglaterra, al mando de labrigada de Hastings. Con la victoria de Nelson en Trafalgar, ladesmembración del campamento de Napoleón en Boulogne(apenas una escaramuza a lo largo de la línea del litoral), y a pesarde la famosa declaración de «he comido de la sal del rey y, desdeentonces, considero mi deber servir con el mayor celo y alegríacuándo y dónde Su Majestad, o su gobierno, crean adecuadoemplearme», lo mantuvieron desocupado y al margen. De todosmodos, en enero de 1806, fue nombrado coronel del 33°Regimiento, un verdadero honor para un recién nombrado generalde división y, exultante de felicidad, le dijo a su amigo el tenientecoronel John Malcom: «el regimiento que me han concedido y laplana [donde lo destinaron] me han hecho rico».5

Wellesley invirtió parte de su dinero en regresar a la arenapolítica. Castlereagh le aconsejó que se presentase como candidatopor Rye, un municipio desahogado «donde gobernar suponía uninterés primordial», pues le permitiría proteger «la figura y losméritos de servicio de Richard, puestos injustamente en

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entredicho». En abril de 1806 salió elegido. Tras la muerte de Pitt,tomó nueva posesión del cargo en el «Ministerio de todos losTalentos», con lord Grenville como primer ministro y Charles JamesFox como ministro de Asuntos Exteriores. «En realidad no nosoponemos, pero tampoco tenemos poder para ello», se lamentóWellesley.7 Aun así, había mucho trabajo por hacer en elParlamento. James Paull, un miembro de la Cámara y prósperocomerciante que había regresado de India muy contrariado, dirigióel ataque sobre Richard Wellesley, y muchos políticos, tanto dentrocomo fuera del Parlamento, se inclinaron a seguirle. La opulenciadel estilo de vida del marqués había dejado atónito a su sucesor enel cargo, pues había tantos centinelas de guardia dentro de suresidencia que «si asomaba la cabeza […] un hombre conmosquete y bayoneta calada se presentaba en posición de firmesante mí». Los detractores arremetieron contra los acuerdos deRichard con los príncipes indios, contra su papel en el estallido delas guerras marathas y lo acusaban de gastar fondos del erariopúblico. Sus detractores querían que fuese acusado formalmentepor delitos cometidos en el desempeño de sus funciones, yciertamente existían grandes posibilidades de que su caída dañara aWellesley ya que entre los gastos presentados figuraba un subsidiode treinta mil rupias pagado a Arthur en Deccan. Wellesley,tratando de forzar una decisión más que mantener una campañalarga, exigió en el Parlamento que se presentasen cargos concretosen lugar de vagas acusaciones. Actuando de esta manera fue comosu figura llegaría a suponer una gran contribución para lasupervivencia de su hermano en la vida pública.

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Al mismo tiempo, Arthur daba un paso decisivo en su vidaprivada. Aparte de los sucesivos asuntos amorosos, nunca habíalogrado olvidar a Kitty Pakenham. En 1801 el coronel WilliamBeresford escribió desde Dublín para preguntar «si la señoritaPakenham es un objetivo para vos o no», añadiendo a continuaciónque ella tenía tan buena presencia como siempre. Arthur tambiénmantenía correspondencia con Olivia Sparrow, una de las amigasmás cercanas de Kitty, y le aseguró que «pese a mi buena fortuna,y la condición de actividad perpetua inherente a la vida que llevo, ladesilusión y la causa de la misma junto a todas las demáscircunstancias están tan frescas en mi conciencia como si hubiesenocurrido ayer». Y añadió: «Todavía me siento digno de merecer avuestra amiga», y rogó para que le transmitiese sus «más atentos»saludos. Kitty, por su parte, estaba preocupada: «No quisiera queArthur se sienta obligado a renovar la búsqueda de algo que quizádespués no desee, o que mi familia (o parte de ella) lo acepte debuena gana». De todos modos, Kitty, apoyándose en las nuevasaportadas por la señora Sparrow, tuvo la suficiente confianza en símisma para romper su compromiso con el honorable coronelGalbraith Lowry Colé, segundón del conde de Enniskillen. Coléquedó tan decaído por el rechazo como años atrás lo estuvoWellesley. Uno de sus hermanos dijo que «no existía la menoroportunidad» de matrimonio» y escribió: «Desde ese asuntoamoroso con Kitty Pakenham, Lowry parecía morirse de ganas porproponérselo […]».9

No existen pruebas de que una vez llegado a ese puntoWellesley actuase bajo el sentimiento de haber contraído

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obligación, pues en todo aquel tiempo había tenido numerosasoportunidades de retirarse. Le aseguró a la señora Sparrow quehabía regresado a casa «con un único propósito», y en noviembrede 1805 se definió como «el hombre más feliz del mundo» cuandoKitty accedió a casarse con él. Es difícil no estar de acuerdo conJoan Wilson, la biógrafa de Kitty, cuando señala que le parece«casi increíble» que no se concertara un encuentro entre ellos. Lapreocupación de Kitty por la marcha de Arthur a Alemania llegabaa la desesperación; su tía Louisa escribió: «Tose de una maneraespantosa y parece enferma». Kitty Pakenham se habíacomprometido con un hombre demasiado ocupado para ir a verlay, aunque ella conservó su confianza en «el primero de entre todoslos seres humanos», el episodio la mantuvo bajo una tensión que sehizo del todo evidente cuando, con el tiempo, se volvieron aencontrar, el día de su boda. La boda tuvo lugar el día 10 de abrilde 1806 en el salón de Longford en Dublín, oficiada por elreverendo Gerald Wellesley. Arthur no dio muestras deimpresionarse ante la primera visión que tenía de su novia desdehacía diez años, pero le susurró a Gerald: «Por Júpiter, se ha vueltofea». Opinión que contrasta con la que de él tenía MariaEdgeworth, amiga de Kitty, pues lo encontró «muy atractivo, muymoreno, bastante calvo [en realidad llevaba el pelo muy corto]» yno le pasó desapercibida su «nariz aguileña». Después de unasemana de luna de miel Arthur regresó a su brigada, y dejó aGerald que escoltase a Kitty hasta el que sería su hogar enLondres, una casa situada en el número 11 de Harley Street.Cuando la presentaron ante la corte, la amable reina Charlotte se

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refirió a ella como un «brillante ejemplo de lealtad», y le preguntó sihabía escrito alguna vez a Wellesley durante la larga ausencia deéste.

- No, jamás, majestad-contestó Kitty.- ¿Y nunca pensasteis en él? -inquirió la reina.- Sí, majestad, muy a menudo.No hubo mención alguna para los incansables esfuerzos de

Olivia Sparrow.La boda fue un error. Más tarde, hablando con Harriet

Arurthnot, una amiga íntima, Arthur confesaría: «Me casé con ellaporque me pidió que lo hiciese y yo no me conocía. Pensé que nodebería preocuparme de nadie y que tendría que estar con miejército y porque, en una palabra, era un estúpido».10 Estaargumentación no se sostiene. No hay señales de ningún tipo depresión externa sobre él, y si a los treinta y siete años todavía no seconocía a sí mismo… parece que había relegado esa importantetarea durante demasiado tiempo. Las auténticas razones fueronmucho más complejas. La primera fue que estando profundamenteenamorado de Kitty sufrió el rechazo de su hermano en la peticiónde mano: no era un hombre que se tomase un desaire a la ligera y elincidente aún le dolía, tanto como a Baird su relevo. En segundolugar, la ausencia había hecho que, efectivamente, le tomase cariño.Hacia el final de su campaña en India se mostró muy impaciente porregresar a casa; no sería el último guerrero que regresara con susesperanzas puestas en la muchacha que había dejado atrás,confiando en completar una relación que nunca pudo atender. Lehabían advertido que ella «había cambiado», pero replicó que era

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su mente lo que le importaba, y eso seguro que no se habríaalterado. Con el tiempo, cuando logró ver cuánto había cambiadoen realidad, ya era demasiado tarde para una retirada honorable. Sitan sólo el carácter de Kitty hubiese permanecido igual, todavíahubiese existido alguna esperanza. Pero pronto resultó evidente queella no acudía a atender las labores domésticas tan resueltamentecomo se dirigía su esposo a reunirse con el 33° Regimiento, y hubomuchas «discusiones domésticas» mientras él arrastraba problemascon siervos y facturas. Cuando se vieron por primera vez él supoapreciar un agudo ingenio en ella, contemplándola a través de uncírculo de admiradores que la rodeaban. Entonces los papelescambiaron. El era un personaje admirado que dominaba lasituación, ella era la figura nerviosa y apocada. Arthur habíacumplido su misión y purgado el rechazo de la familia Pakenham ensu petición de mano. Tenía otros asuntos que atender y, como dabapor supuesto que su nueva esposa comprendería su tenaz sentidodel deber, no se tomó tiempo para conocerla. Fue un comienzodesastroso. Los deberes frente a su brigada no apartaron a Arthurde su labor parlamentaria y, con el apoyo de Henry, se fuedeslizando con destreza de un sillón económico a otro,representando a Mitchell en Cornualles después de las eleccionesde 1806 y Newport, en la isla de Wight, en 1807. Pero en realidadno se sentía a gusto en el mundo de la política. Tiempo después ledijo a Crocker que la Guardia Montada desconfiaba de él porque:

En primer lugar, tenían en poca consideración acualquiera que hubiese servido en India […] y como estaba enel Parlamento, y por tanto relacionado con la gente de allí, era

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un político; y los políticos nunca pueden ser soldados. Más aún,se mostraban celosos para conmigo porque yo era el hijo de unseñor de la «pequeña nobleza» que había realizado la carreramilitar como una fioritura más que como una profesión.11

Le dijo a Richard que estaba deseando recibir un empleomilitar: «Para mí, es un objetivo tan importante el servir en algunode los ejércitos europeos, que ya he escrito a lord Grenville sobreel asunto. Espero que hable de ello con el duque de York».12 Nose hacía ilusiones sobre los trabajos que le pudiesen encomendar yle aseguraba a Richard que: «No quiero una jefatura si no me lapueden conceder […] pero me sentiría muy preocupado sipermaneciese en mi hogar sólo porque no estoy al frente de lacomandancia de un ejército, mientras a otros los destinan alextranjero».13 La guerra no marchaba bien. Napoleón derrotó alos prusianos en la doble batalla de Jena-Auerstadt en octubre de1806 y continuó con la ocupación de Berlín. De todos modos, enjunio, el teniente general sir John Stuart había vencido al generalfrancés Reynier en una caótica escaramuza desencadenada enMaida, al sur de Italia. No es que fuese Austerlitz, pero ayudó apersuadir a Arthur, que recibió un detallado informe de la acción departe de un amigo que estuvo allí, de que las columnas francesaspodían, efectivamente, ser derrotadas por las líneas británicas. Enmarzo de 1807 el gobierno, desestabilizado por la muerte de Fox,cayó y el rey mandó llamar al duque de Portland, un hombreenfermizo y perezoso, para que formase una nueva administración.El duque de Richmond iba a ser secretario de Estado para Irlanda,y se le ofreció a Arthur el puesto de jefe de la Secretaría de Irlanda

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con un salario de seis mil quinientas sesenta y seis libras esterlinasanuales. Wellesley aceptó bajo la condición de que se le permitieserenunciar al cargo en cuanto hubiese disponible un puesto demando en campaña. Una vez acordado, se trasladó tal como estabaprevisto con su mujer Kitty y su hijo de un mes de edad a laresidencia del jefe de la secretaría irlandesa en Phoenix Park,Dublín.

Irlanda había cambiado mucho desde su última visita. Comoresultado de la insurrección de 1798, Pitt se había convencido deque la unión constitucional era la única respuesta al conflictoirlandés. El gobierno desplegó toda su influencia sobre «empleos,lugares y nobleza», pues los unionistas se enfrentaban a la clasepolítica dominante y también a parlamentarios nacionalistas comoGrattan. En 1800, el Parlamento irlandés se relegó a sí mismo alolvido, y desde entonces solamente un reducido número devotantes irlandeses estuvo representado en Westminster. Pero elsecretario de Estado y su corte sobrevivieron y, «sobre todo,continuó el Castillo con su compleja maquinaria de contactos einfluencias manipuladas políticamente por el jefe de la Secretaría, yadministrativamente por el subsecretario f…]».14 El sistema depoder todavía era «mayoritariamente protestante» y «las miserablescabañas continuaban sempiternamente inalteradas, con las mismasfamilias harapientas viviendo en ellas, la misma maleza brotando delos tejados y las mismas pinturas sagradas en las paredes [.a]».Arthur reconoció que era esencial para la conservación del poderhacer «buen uso de la influencia del gobierno», y apenas habíallegado que se encontró aglutinando esas influencias en interés de

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los tory para las elecciones de 1807. Allí vio que no cabía laesperanza de poder derogar las leyes que pesaban sobre loscatólicos (la rotunda oposición del rey a cualquier tipo de reformashabía terminado con el anterior «Ministerio de todos los Talentos»),pero le dijo a lord Fingall, miembro de la nobleza católica, queserían respetados «con temple y buen carácter».16

Sobre todo creía que el movimiento unionista eratremendamente impopular. «Muéstrame a un irlandés -escribió-, yte mostraré a un hombre cuyo anhelo más profundo es ver su tierraconvertida en un estado independiente de Gran Bretaña.»17Pensaba que ninguna concesión política podría alterar ese espíritu yque los irlandeses recibirían con entusiasmo una invasión francesaque fuese capaz de sacudir el yugo inglés. Entonces Wellesleyargumentó, como lo haría veinte años después en Westminster, quelo peor que a cualquier nación podía acaecerle era una guerra civil.La supremacía política de Gran Bretaña sobre Irlanda había demantenerse a cualquier precio, y al mismo tiempo dar los pasosnecesarios para provocar la caída de Francia. «Lo dejé de lado -escribió- cuando decidí que Irlanda, desde el punto de vista de lasoperaciones militares, debía considerarse un enemigo del reino[…]»

En la primavera de 1807, Wellesley supo que el gobiernoestaba preparando una expedición a Dinamarca, y forzó la mano deCastlereagh declarando que no permanecería en Irlanda, tanto si leconcedían un puesto de mando militar como si no. El 24 de julio, ledijo al duque de Richmond que se le había ofrecido un puesto si laexpedición se llevaba a cabo. «No sé, ni tampoco he preguntado -

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anotó-, si regresaré a mi despacho una vez se haya efectuado conéxito, o haya fracasado, este coup de main.» Finalizó diciendo queno le había puesto a Kitty al corriente de la expedición, pues estabamuy nerviosa, y se propuso no hacerlo «hasta que sea definitiva ladisposición de nuestro embarque».19 Este golpe no gozaba de granapoyo en Inglaterra. El victorioso Napoleón, que acababa de firmarel Tratado de Tilsit con el zar, había decretado el cierre de lospuertos europeos al comercio británico. A pesar de que las flotasde Francia Y España, que actuaban conjuntamente, habían sidoaplastadas en Trafalgar la armada portuguesa (neutral por entonces)y la danesa corrían el peligro de caer en manos francesas, haciendofactible la invasión de Gran Bretaña. George Canning, ministro deAsuntos Exteriores, pidió al gobierno de Dinamarca que situase suflota bajo la protección británica durante lo que quedase decampaña, pero los daneses se negaron categóricamente. EntoncesGran Bretaña envió un cuerpo expedicionario bajo el mando delteniente general lord Cathcart para que la tomase por la fuerza. Estamaniobra tenía los visos de ser un robo y Charles Napier, uno delos belicosos hermanos que se distinguirían por sus servicios en lapenínsula Ibérica, se hizo eco de la opinión pública cuando escribió:«¡Pobres daneses!». Wellesley comandaba una de las divisiones deCathcart, junto a un firme general de brigada llamado RichardStewart como segundo; «una especie de niñera abstemia», tal comolo describió Wellesley. Wellesley desembarcó el 16 de agosto de1807 cerca de un puesto de vanguardia de Copenhague, mientrasque el resto del ejército tomaba posiciones para el asedio de lacapital danesa. Cuando llegó una columna de relevo, lo pusieron al

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mando y con muy buen humor colocó a Stewart en su puestodiciendo: «Vamos, vamos, que ahora me toca a mí». En torno al día3 de septiembre había limpiado la isla de Seeland de milicianos ytropas regulares danesas a muy bajo precio: sólo seis muertos yciento quince heridos dentro de su división. La ciudad se rindió el 8de septiembre tras un breve bombardeo, lo cual no agradó aWellesley, quien argumentó que «podríamos haber tomado la plazade modo más sencillo».20 Arthur colaboró para llevar a cabo lanegociación de los términos de la capitulación que otorgaría a losbritánicos la flota de dieciocho barcos de línea daneses, ypermitirían la presencia de fuerzas de ocupación hasta que la flotahubiese sido remolcada a puertos del Reino Unido y se hubiesenreparado los daños de las propiedades británicas. El 14 deseptiembre le pidió permiso a Cathcart para regresar a casa. Habíaestado «muy inseguro, y del todo indiferente» acerca de retener, ono, la jefatura del Secretariado de Irlanda, pero entonces descubrióque no lo habían reemplazado y que «hay mucho que hacer enIrlanda.

Las noches largas se aproximan rápidamente y, si tuviese queafrontar algún asunto respecto al gobierno de ese país, seríadeseable que estuviese allí».21 Cathcart no puso objeción alguna, yWellesley regresó a Inglaterra a finales de mes.

Aunque, en general, la campaña en Copenhague le enseñasemuy pocas cosas nuevas, sí que le proporcionó un importantelegado. El general de división Thomas Grosvenor había llevado a laexpedición a Dinamarca a Lady Catherine, su yegua favorita. Ésta

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descendía de una yegua árabe de Rutland, propiedad de John Bully, al descubrir que estaba preñada, el general decidió enviarla acasa. En Eaton Hall, hogar del primo de Grosvenor (el condeGrosvenor), la yegua parió un robusto potro castaño al que se lepuso de nombre Copenhague. El potro lo compró el honorableCharles Stewart, ayudante general de Wellesley en la penínsulaIbérica, quien a su vez se lo vendió a Arthur. El potro llegaría a serel caballo de batalla favorito de Wellesley. Sobrevivió a la campañade la península Ibérica y a la batalla de Waterloo, donde estuvo apunto de partirle la crisma a su dueño de una furiosa coz, cuandoése desmontó después de la batalla. Retiró a Copenhague aStratfield Saye, donde se encariñó con Kitty, que solía darlechuscos de pan, de modo que se aproximaba a los visitantes de ladama «con la mayor de las libertades». Murió en 1836, y sus restosyacen en Stratfield Saye, bajo un roble en el prado situadoalrededor del cobertizo de conservar el hielo. «Puede que loshubiese más rápidos, y sin duda más bonitos, pero nunca ví otrocaballo similar a él en carácter y resistencia.»22

El otoño vio a Wellesley regresar a Dublín. Su esposa yaestaba en los últimos meses de embarazo, y fue allí donde el día 16de enero Kitty dio a luz a Charles, su segundo hijo. Mientras tanto,Arthur se ocupaba del pago de los diezmos, la educación, lapolítica de exportación de maíz y aún mantenía la esperanza de«borrar, hasta donde permita la ley, las diferencias entre católicos yprotestantes». Luchó por la promoción de un «gobierno suave» ycriticó a los lores absentistas, pero era obvio que la consecución dereformas importantes se hallaba fuera de su alcance y pronto estaría

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deseando alejarse de Dublín y entrar de nuevo en campaña.Convocaron a Arthur a Westminster, donde recibió el

agradecimiento del Parlamento por su labor en Dinamarca. Allíaprovechó la ocasión para pronunciar un discurso de apoyo aRichard, y también en defensa de la conducta del ejército enDinamarca y por la captura de la flota danesa. Del mismo modo,aprovechó la ocasión para aconsejar al gobierno acerca de losproblemas emergentes y después se hundió entre las olas de un marde asuntos impracticables. Primero habría de lanzarse unaexpedición a Suecia. Después se debatió acerca de la influenciafranco-rusa en India, un asunto que debía atajarse. Y, por último,se habría de alentar la insurrección en las colonias españolas enIberoamérica, ofreciendo a los grupos nacionalistas el apoyobritánico. Wellesley no aprobaba «provocar la revolución de unestado por razones políticas», y condenaba los estatutos de lasconstituciones republicanas por ser «con frecuencia demasiadoestructurados como para presentar respuestas a cuestionesprácticas». Además, no ayudaría a crear en Caracas las mismassituaciones que trataban de reprimir en Cork. De todos modos, lohabían ascendido a teniente general el día 25 de abril, y ahora yaposeía suficiente experiencia para recibir el mando de una fuerza denueve mil hombres destinados a una expedición en Sudaméricadonde ayudarían al patriota venezolano Francisco de Miranda, quevivía exiliado en Londres. Los precedentes no eran muyalentadores. El teniente general John Whitelock, que se había vistoobligado a rendir su pequeña expedición en Buenos Aires, acababade ser presentado recientemente ante una corte marcial y apartado

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del servicio. De nuevo intervino el destino, y Wellesley recibió unanueva misión, mejor y más cerca de casa.

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La toma de la flota danesa podía haber conmovido a losciudadanos británicos de buen corazón, pero también había irritadoa Napoleón que, desde entonces, decidió asegurar la flotaportuguesa. España, cuyo gobierno recaía en las manos de ManuelGodoy, era una entusiasta aliada de Francia, y Godoy accedió apermitir que el ejército francés, al mando del general AndocheJunot, tuviese paso libre para alcanzar Portugal. Junot atacó ennoviembre de 1808, y cubrió los últimos quinientos cuarentakilómetros en sólo catorce días, perdiendo a los miembros de lacorte portuguesa por un escaso margen. El príncipe Juan, regentede Portugal, había recibido el apoyo del Reino Unido para que seopusiera a los franceses y, aunque al principio dudó, más tardeembarcaría al exilio en la colonia americana de Brasil mientras laflota zarpaba hacia las islas británicas. Al comienzo de la campaña,los portugueses recibieron de buen grado a los franceses; sinembargo, pronto se vieron alienados por el comportamiento de losinvasores. Oporto se declaró independiente de Francia y eligió unajunta presidida por el obispo de la ciudad. Hubo alzamientos entodas partes, lo cual confinó a los franceses a la ciudad de Lisboa ya un puñado de fortalezas más. Al final la Junta de Oporto reclamóel apoyo británico.

Napoleón también consolidó su poder en España, porentonces ocupada por las numerosas tropas que reforzaban laposición de Junot. La presión popular forzó al rey Carlos IV, un

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monarca conservador y corrupto, para que abdicase en su hijoFernando. Pero Napoleón quería deshacerse de los Borbones, ylos atrajo a Bayona. Allí, Carlos IV declaró que abdicaba en contrade su voluntad, forzando a Fernando a que renunciase a su puesto.De inmediato rindió la corona a Napoleón, quien proclamó a suhermano José rey de España. El 2 de mayo de 1808, antes de queel proceso concluyese, los madrileños asaltaron la guarniciónfrancesa. La insurrección fue aplastada brutalmente, pero fue eldetonante de un levantamiento general en toda la nación. Muchosfuncionarios y mandos militares sostuvieron que era absurdocombatir a los franceses, pero a la vez se improvisaron juntas quelideraron lo que los españoles llamarían la Guerra de laIndependencia.

«Aquella desafortunada guerra fue mi ruina», reconociófrancamente Napoleón al final de su vida, porque:

Dividió mis recursos, me obligó a multiplicar esfuerzos yprovocó que se sacudiesen mis principios […] destruyó mipoder moral sobre Europa, fue la causa de un embarazososonrojo y supuso la apertura de una escuela para los soldadosingleses.23

Creía que la intervención en España estaba justificada tantodesde el punto de vista estratégico, pues los británicos se habríandesplazado para llenar ese vacío, como moral, pues los mismosespañoles deseaban un gobierno mejor. El emperador mantenía quefueron los métodos de su hermano los causantes de su situación. Suconstante mediación colocó a José, un personaje bastante popularen muchas facetas a quien el pueblo se refería como el «tío Pepe»,

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en una situación imposible. En 1809 José ofreció su abdicación,aduciendo que «no tengo potestad alguna fuera de Madrid e,incluso aquí, se debilita mi poder a diario». Napoleón era reacio adelegar su autoridad y a mediados de 1811 ordenó la disposiciónde seis ejércitos independientes en España. Todos ellos actuabanbajo el mando de comandantes que no sólo mantenían malasrelaciones entre ellos, sino también con sus propios subordinados.Para los franceses, la guerra en España era una auténtica úlcera,primero irritante y luego debilitadora.

Los historiadores británicos tienden a menudo a pintar laguerra en la península Ibérica como un conflicto anglo-francésdonde los españoles figuran como aliados lentos e incompetentes.La verdad es muy distinta. La invasión francesa de la penínsulaIbérica provocó una feroz reacción nacionalista que supuso laparticipación de muchos hombres que en situaciones normalesnunca habrían tomado parte en cuestiones políticas. Un oficial de lacaballería francesa opinaba que los españoles estaban motivadospor un «patriotismo religioso». No poseían disciplina, niconocimientos de las leyes bélicas y «no tenían otra motivación quela venganza por los desmanes que habían ocasionado los francesesen su nación».24 Un oficial francés vio un hospital dondecuatrocientos hombres habían sido despedazados y cincuenta y tresenterrados vivos. En otra ocasión dejaron a un soldado con vida,aunque le arrancaron las orejas, para que diese testimonio de lamutilación y asesinato de sus mil doscientos camaradas heridos: laexperiencia le hizo perder la razón.

Las mujeres también combatían. La joven Agustina Zaragoza,

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[Agustina de Aragón.] se hizo famosa por arengar a sus paisanosdurante el sitio de Zaragoza en 1808 y 1809. John Mills, alférez delos Guardias de Coldstream, opinaba que era una mujer muy fea,«vestida con una chaqueta teñida de rojo… calzaba botas de mediacaña y pantalones… y ya se me olvidaba mencionarlo, llevabacolgando de un costado un enorme catalejo».25 Las Juntasmantenían tropas regulares en el campo, muy a menudo con grandificultad, y en julio lograron capturar un cuerpo del ejército francésen Bailen, al sur de España. Pero lo que no podían llevar a cabo erauna guerra a gran escala. Combatían en pequeñas escaramuzas, noes extraño que ese tipo de lucha se conozca en todo el mundo conel diminutivo español de la palabra guerra; guerrilla. Entre los jefesde la guerrilla se encontraban sacerdotes, nobles y contrabandistas.Y no sólo combatían a los franceses, sino también a los josefinos,aquellos de sus paisanos que se habían hecho partícipes delgobierno de José Bonaparte. Así, el conflicto adquirió los másdramáticos tintes de una guerra civil. Los oficiales británicos quesirvieron en España observaron que la acogida variaba desde elmás ruidoso entusiasmo hasta la más silenciosa hostilidad. JohnMills, refiriéndose a la ciudad de Madrid, escribió: «Los hombres ymujeres (sobre todo estas últimas) nos abrazaban por la calle y nosllamaban protectores», mientras que en Valladolid existía una«tristeza generalizada». A pesar de que la España de JoséBonaparte estuviese en guerra con Gran Bretaña, las Juntasenviaron representantes a Londres, donde pidieron el auxilio de losbritánicos, al igual que hicieron sus homólogos portugueses.

George Canning declaró: «Gran Bretaña procedería bajo el

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principio de que cualquier nación europea que se revelase condeterminación a oponerse [a Francia] se convertiría inmediatamenteen nuestra aliada».26 Wellesley advirtió al gabinete ministerial queeso era «una dificultad que si se afrontaba con denuedo podríaconvertirse en una ventaja», y recalcó que sus fuerzas, acantonadasen Cork, serían más útiles destacadas en la península Ibérica que enVenezuela. Antes de que concluyese el mes, Wellesley estaba «tanunido al Gobierno que pudo: «dejar el cargo y tomar el mando deun cuerpo de ejército de campaña». 7 Miranda, un patriotavenezolano, se inquietó tanto cuando Arthur le dio las nuevas enuna calle londinense, pues éste protestaba de modo tan fuerte yvisceral, que tuvo que sugerirle que caminasen un poco para noponer sobre aviso a todo el que por allí pasase. «Estáis perdido ynada podrá salvaros. De todos modos, es asunto vuestro. Pero loque me entristece es que se desperdicie una oportunidad comoésa»,28 gritó Miranda.

Wellesley delegó sus responsabilidades en Irlanda sobre JohnWilson Crocker, miembro del Parlamento por Downpatrick, y sepreparó para desplazar su pequeño ejército a Portugal. Una tarde,mientras los dos hombres reflexionaban tomando una copa de vinode Oporto en el comedor de la casa que tenía Wellesley en HarleyStreet, después de que Kitty se hubiese retirado al salón del pisosuperior, y la conversación acerca de la demanda de agua deDublín comenzó a aburrirlos, sir Arthur cayó en un meditabundosilencio. Crocker se interesó por sus cavilaciones y Wellesleyreplicó diciéndole:

Vaya, pues, a decir verdad, estoy pensando en los

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franceses a los que voy a combatir. No me los he encontradodesde la campaña en Flandes, y ya entonces eran magníficossoldados. Y supongo que doce años de victorias bajo el mandode Napoleón los habrá hecho aún mejores. Además, parece serque poseen un nuevo sistema estratégico dotado de mayorcapacidad de maniobra con el que han aplastado a todos losejércitos de Europa. Esto es suficiente para hacerle a unomeditar, pero no importa… Mi suerte está echada, puede queme arrollen, pero no creo que tengan mejor capacidad demaniobra que yo. Primero porque no los temo, tal como pareceque les ocurre a todos los demás; y segundo porque si es ciertolo que he oído de su sistema de maniobra, creo que fracasaránal arremeter contra un frente sólido.

Arthur se despidió de su hermana Anne, casada en segundasnupcias con Charles Smith de Hampton (su primer esposo habíafallecido en 1794), y también de lord Hawkesbury, el ministro delInterior. De camino a Holyhead, donde debía tomar el paquebotede Dublín, pasó a visitar a las señoritas de Llangollen y éstas leobsequiaron con un libro de oraciones español para que le ayudasea aprender el idioma. La mente de Arthur ya estaba trabajando enla vorágine de la organización militar. Las tropas de Corkdesembarcarían de sus naves de transporte en pequeñosdestacamentos pues «eso ayudaría mucho a mantener la salud delos hombres y haría menos molesto el calor y el confinamiento», yademás les proporcionaría «pequeñas teteras de hojalata» para lacampaña que se avecinaba.30

El 12 de julio de 1808 embarcó en HMS Donegal, pero no

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mucho tiempo después ingresó en otro navío más veloz: el HMSCrocodile. A bordo de este último barco tardó una semana enalcanzar el puerto de La Coruña, donde recibió noticiasesperanzadoras relacionadas con el éxito de la campaña española yle dijo a Castlereagh: «Es imposible expresaros la idea, elsentimiento que domina aquí a favor de la causa española».'JWellesley debía recibir el refuerzo de un contingente de Gibraltarbajo el mando del general de división sir Brent Spencer, designadolugarteniente suyo. Días después envió a éste un esbozo de suestrategia en una carta escrita el 26 de julio, a bordo del Crocodilefrente a la desembocadura del Tajo. «Tanto si los españolesprosperan o no en su lucha -decía-, nada de lo que podamos hacerpuede servirles de más ayuda que tomar lugares y organizar unbuen ejército en Portugal. […] Si España resistiese, o cayera,Portugal continuaría siendo un objetivo y vuestra presencia aquí esmás que necesaria.»3 Este plan, que en sus muchas facetas es unejemplo clásico de estrategia expedicionaria que combina lahegemonía marítima con la renuencia a adquirir mayor poder entierra en un teatro de operaciones donde se podía concentrarfuerza, sería la base de su actuación durante la guerra en lapenínsula Ibérica, y también en la campaña de Waterloo en 1815.La hegemonía marítima de Gran Bretaña podía garantizar las líneasde comunicación con Portugal y, a la vez, una sólida base que lespermitiese operar en España en mayor o menor medida, segúnexigiesen las circunstancias bélicas. Wellesley también le notificó aSpencer que:

No conocía el significado de la palabra «lugarteniente»

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[…] que sólo yo dirigiese al ejército […] que […] yo lotrataría […] a él […] con la mayor confianza, y no dejaría deexplicarle ninguna de mis intenciones, o puntos de vista. Perono tendría un lugarteniente en el sentido de un encargado desupervisar […]

La cuestión del mando pronto saldría a la luz una vez más.Wellesley se detuvo brevemente en Oporto, donde gestionó con elobispo los acuerdos concernientes a los bueyes y muías destinadosal ejército. Luego, tras discutirlo con el almirante sir CharlesCotton, se dispuso a desembarcar su ejército entre el estruendosooleaje de la bahía de Mondego, a ciento sesenta kilómetros al nortede Lisboa, pues el estuario del Tajo no sólo contenía navíostripulados por franceses, sino también una flota rusa cuya actitudera impredecible. En la bahía de Mondego Wellesley recibió unacarta de Castlereagh que contenía buenas y malas noticias. Elcontingente del ejército portugués se había incrementado con elreclutamiento de quince mil hombres, incluyendo un refuerzo bajo elmando del teniente general sir John Moore, quien previamentehabía sido destinado a Suecia. Tanto el rey como el duque de Yorkya habían objetado que Wellesley era demasiado joven parahacerse con el mando de la expedición, y estas nuevas tropashicieron que su cesión fuese inevitable. Le informaron de queenviaban a sir Hew Dalrymple para hacerse con la comandanciageneral, su segundo sería sir Harry Burrard; y que otros cuatrotenientes generales, todos ellos más veteranos que Arthur, se iban atrasladar a Portugal. Sir Arthur envió una cortés réplica aCastlereagh, agradeciéndole su apoyo y señalando que haría todo

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lo que estuviese en su mano para asegurar el éxito militar, sinimportarle el cargo que desempeñase. También le informó de queno se apresuraría a continuar con las operaciones hasta que sepresentasen sus oficiales superiores «para obtener el mérito deléxito». De todos modos, se mostró más sincero en una misivaremitida posteriormente al duque de Richmond: «Confío en quehabré derrotado a Junot antes de que lleguen, después podránhacer conmigo lo que les plazca».34

Sus primeros pasos fueron los característicos en él. Una ordengeneral indicaba que Portugal era un territorio amigo y que sushabitantes habían de recibir un trato acorde a tal condición. Habríande respetarse sus «prejuicios religiosos» y los oficiales sedescubrirían, los soldados efectuarían el saludo marcial y loscentinelas habrían de presentar armas cuando pasasen lasprocesiones religiosas por la calle. Una conmovedora proclamacióndirigida a los portugueses aseguraba que sus hombres habíandesembarcado «con auténticos sentimientos de confianza, amistad yhonor», y estaban completamente comprometidos en «la noblelucha contra la tiranía y usurpación francesas». Arthur conoció algeneral de división Marcelino Freiré, el comandante en jefe local delas fuerzas portuguesas, con quien concertó la entrega de cinco milmosquetes y juegos de equipos de infantería para sus hombres ydesignó al teniente coronel Nicholas Trant, el asesor militarbritánico en Portugal (descrito por Wellesley como «un buen oficial,pero que se emborrachó como un perro durante toda su vida»),como oficial de enlace con Freiré.

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El día 10 de agosto, Wellesley se desplazó desde la bahía deMondego hasta Leiria a la cabeza de unos quince mil soldados. Fueuna marcha dura para hombres cargados con pesados equipos queno se habían aclimatado aún al tórrido verano portugués. Una vezen Leiria, Arthur mantuvo una discusión con el general Freiréacerca de cuál sería la mejor ruta para alcanzar Lisboa, y pocodespués estaría éste de acuerdo en permitir a Wellesley que tomasemil seiscientos soldados portugueses y los dispusiese a las órdenesde Trant. El general británico sufría una importante escasez detropas de caballería, lo cual suponía una enorme dificultad a la horade llevar a cabo labores de reconocimiento. Sabía que se estabaenfrentando a dos ejércitos franceses, uno situado a dos días demarcha hacia el sur, cuyo comandante en jefe era Delaborde, y queles bloqueaba el paso hacia Lisboa en Obidos; y el otro hacia eleste, bajo el mando de Loison, donde había mantenido duroscombates con los insurgentes portugueses. Wellesley sospechabaque los franceses no gozarían de superioridad numérica aunque seuniesen ambos contingentes; por lo tanto decidió tomar el caminohacia Lisboa. El primer contacto de la campaña tuvo lugar el día 15de agosto, en Brilos, cerca de Obidos. Una compañía del 95° deFusileros asaltó un puesto de avanzada francés, pero el impulso delataque los llevó demasiado lejos, llegaron hasta la retaguardia delenemigo, y perdieron a un oficial y veintiséis hombres durante larefriega. El capitán Hércules Pakenham, cuñado de Wellesley,recibió una herida superficial.

Arthur entró en Obidos el día 16 de agosto de 1808 y, desdelo alto del campanario de la iglesia, pudo observar que Delaborde,

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con sus cuatro mil hombres, había tomado una buena posición enRolica, una población situada a unos trece kilómetros de distancia.Al día siguiente, 17 de agosto, Wellesley lanzó un consistenteataque en tres columnas. La ofensiva estaba cuidadosamentetrazada; una de las columnas fijaría el frente de Delaborde en la villay las otras dos efectuarían una maniobra envolvente por los flancos.Pero Delaborde era un combatiente demasiado experimentado paracaer derrotado con una estrategia tan sencilla como aquélla yretrocedió a una posición más segura incluso que la de Rolica,donde Wellesley trató de repetir su maniobra. Desgraciadamente,un teniente coronel, el honorable G. A. F. Lake, al mando delprimer batallón del 19° Regimiento, al atacar el centro de las líneasfrancesas, encontró un barranco que lo llevó hasta el mismísimocorazón de la posición francesa. El oficial jefe murió y su batallónfue, literalmente, hecho trizas. Esto provocó que Wellesley lanzaseun ataque general antes de que las columnas de flanqueo estuviesenen su posición, y Delaborde dirigió una diestra maniobra decombate a la vez que se retiraba, aunque para ello tuvo queabandonar tres de sus cinco cañones. A duras penas podríaconsiderarse ésta una victoria aplastante, pero sin duda fue uncomienzo prometedor y sin duda es la refutación del mito quepresenta a Wellesley como un simple general defensivo. Despuésllegaron refuerzos de la costa y, el 18 de agosto, Arthur dispusoórdenes para que se dirigiesen al estuario del río Maceira, a unosveinticuatro kilómetros al sudoeste de Rolica, mientras él seencaminaba hacia allí con intención de cubrir el desembarco. Suejército estaba constituido entonces por una fuerza de diecisiete mil

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hombres. También llegó Burrad (lugarteniente de Dalrymple) yWellesley se entrevistó con él en su barco. Burrad, que poseía unmayor conocimiento de la potencia del ejército francés, le ordenómantener a sus hombres en la posición hasta que llegasen losrefuerzos de sir John Moore, que estaban a punto de desembarcaren la bahía de Mondego. Wellesley regresó al galope a sucampamento, levantado frente al pueblo de Vimieiro sobre dosamplias lomas divididas por el Maceira.3 En la madrugada del 21de agosto supo que Delaborde y Loción (cuyas fuerzas ya sehabían unido a las órdenes del mariscal Junot) se aproximaban a suposición pero no por el sur, sino por el este. Después delamanecer, Arthur desplazó unidades destacadas en la caraoccidental para que apoyasen a las del frente oriental y ordenó ados brigadas que tomasen posiciones sobre un chato altozanosituado al sur del pueblo y conocido como el monte Vimieiro.

Los franceses asestaron su primer golpe sobre las brigadasdestacadas en el monte Vimieiro. Éstos se encontraron concompañías del 2o batallón del 95° Regimiento y todo el 5o batallóndel 60° Regimiento, todos ellos provistos de rifles, en la laderafrontal, estableciendo la línea de choque junto a cinco batallonesmás en la retaguardia, tres detrás de la cresta y otros dos ocultos,de reserva. Dos grandes formaciones francesas, una fila de a treintapor, al menos, cuarenta hombres de fondo, iniciaron el asalto a lacolina, marchando tras una pantalla de exploradores y apoyadospor el fuego de la artillería de campaña. Los asaltantes francesesfueron recibidos por los fusileros británicos, y no retrocedieronhasta que los principales cuerpos de choque entraron en fiza. No

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sería hasta la retirada de los fusileros cuando se descubrió laartillería británica, que sólo había tenido tiempo de efectuar unadescarga por pieza.

La primera batalla de monte Vimieiro de aquella mañana seríala tónica de lo que sucedería en todos los frentes a lo largo del día,y también en una docena de otros arcillosos y resecos campos debatalla de la Península durante los años subsiguientes. La columnafrancesa situada al norte se topó con el primer batallón del 50°Regimiento formado en una línea de dos en fondo, de tal maneraque cada uno de sus ochocientos mosquetes pudiese disparar. Laprimera descarga se efectuó a unos noventa metros de distancia, ya ésa la siguieron otras a intervalos de quince segundos a medidaque acortaban distancias. Mientras se desarrollaba el tiroteo, losflancos del 50° Regimiento se replegaron poco a poco haciadelante, hasta adquirir la forma de una herradura un tanto roma, enun intento de envolver la vanguardia de la columna. La ligera líneaconvexa que el 50° Regimiento dibujaba sobre la ladera significabaque no había entablado combate con los exploradores ni con laartillería antes de que llegase la columna enemiga. La formación,cualquiera que fuese su nacionalidad, podía, en efecto, romper laslíneas de orden en caso de estar debilitadas y desconcertadas antesde que la columna llegase al cuerpo a cuerpo, lo cual era más unproblema psíquico (concerniente a la moral de la tropa) que físico.Pero una línea de batalla intacta era otra cosa y, ante ello, el generalThomiéres, comandante de la brigada francesa, trató de variar laformación de columna en una fila para poder responder al fuegocon fuego. Este ejercicio era una maniobra bastante común, pero

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no se efectuó ni en el lugar ni en la situación adecuada pues lossoldados estaban agotados tras la penosa ascensión de la colina,acosados por el fuego de los guerrilleros, la artillería y, en esosmomentos, por continuas descargas de mosquete efectuadas casi aquemarropa. No es ninguna afrenta al valor francés el decir que nofueron capaces de desplegarse ni de resistir, y que lo único quepudieron hacer fue romper la formación y huir colina abajoperseguidos por los fusileros que les disparaban mientras ellosabandonaban el frente.37

Se lanzaron valerosos ataques a lo largo del flanco oriental deWellesley, pero no cosecharon ningún éxito y entonces la artilleríabritánica, disparando cargas de metralla por primera vez en Europa,batía las columnas enemigas antes de que éstas llegasen a la línea decombate. El fusilero Benjamín Harris del 95° Regimiento, situadocon su fusil Baker en pleno frente, vio «abrirse huecos regulares ensus filas a medida que avanzaban, que eran inmediatamentecubiertos mientras continuaban firmemente su marcha. Siempre quecontemplábamos un impacto directo de artillería, salía de nuestrasgargantas un grito de satisfacción». Cuando una de las oleadas hizoretroceder a Wellesley, éste, siempre acertado en los momentoscríticos (como era el caso), lanzó al 20° Regimiento Ligero deDragones y parte de la caballería portuguesa al contraataque. Elsargento George Landsheit fue uno de los que cargaban en el 20°Regimiento.

«¡Ahora, el vigésimo, ahora!», gritaba sir Arthur.Su personal batía palmas y nos animaba. El sonido de los

gritos de apoyo todavía resonaba en nuestros oídos cuando

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espoleábamos los caballos. Del mismo modo, los portuguesesse lanzaban al ataque. A pesar de que nos envolvía una nubede polvo, el enemigo efectuó descargas que parecían tener unefecto paralizante sobre nuestros nobles aliados. En eseinstante, como si hubiesen recibido una orden, abandonaron elcampo y no los volvimos a ver hasta que concluyó la batalla.Pero nosotros tuvimos que actuar de modo muy distinto. En uninstante nos encontramos en el corazón de la caballeríafrancesa, cortando, destrozando y desmembrando hombres ycaballos del modo más extraordinario, hasta que rompieronsus filas y huyeron a la desbandada. Entonces caímos sobre lainfantería.39

El 20° regimiento se abalanzó a través de la infantería que sebatía en retirada, pero pronto topó con un muro formado porsoldados de refresco y, todavía peor, dos regimientos de caballería.El regimiento atacante perdió al menos una cuarta parte de susefectivos antes de que lograsen alcanzar la relativa seguridad de laslíneas británicas. Entre las bajas se contaba el teniente coronelTaylor, con el corazón destrozado por un balazo. Benjamín Harrisyacía exhausto entre los muertos y heridos y a punto estuvo deencontrar la muerte cuando pasaron los rugientes dragones decaballería ligera. «Observé a un buen oficial, un hombre de aspectogallardo dirigiendo la carga», escribió en su obra Recollections.

Era un sujeto valiente, y se comportaba como un héroe,blandiendo su espada al aire, animando a sus hombresmientras se lanzaba al galope contra el enemigo repartiendotajos y mandobles con un estilo aterrador. Reparé en él cuando

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los dragones regresaron de la carga, pero no lo volví a ver;había caído. ¡Un buen hombre! Su conducta causó aquel día talimpresión sobre mí que no lo olvidaré jamás.40

Sin embargo, Wellesley tuvo una impresión mucho menosfavorable. En el despacho que remitió a Burrard informó de que el20° Regimiento Ligero de Dragones se había encontrado con uncuerpo de caballería francesa «superior en número», y habían sidoseriamente derrotados. El lugar de honor lo ocupó el 36°Regimiento. «No puedo evitar añadir que han mantenido unaconducta conspicua, ordenada y profesional entre sus secciones enel servicio, y gallarda y disciplinada durante la acción», escribió.41Wellesley tuvo la sensación de que su caballería habíaprotagonizado un mal comienzo al perseguir al enemigo tras el éxitoinicial, y tendría que ser testigo de la misma situación en Maguilla,en 1812, lo cual dio lugar a sus protestas por:

La costumbre que han adquirido nuestros oficiales decaballería por galopar en todo momento, y trotan tanrápidamente cuando regresan a nuestras líneas como cuandoatacan al enemigo. Nunca plantean considerar su situación,nunca piensan en maniobrar ante el enemigo. Tanto es así queuno podría pensar que no saben maniobrar, a no ser en losterrenos comunales de Wimbledon. Y, además, cuando utilizansu arma como corresponde, a saber, como elemento ofensivo,no pueden ni mantener la prudencia ni actuar con cautela.42

Aunque Wellesley nunca fue un auténtico oficial de caballería,a pesar de su breve estancia en los Dragones Ligeros (unidades decaballería ligera), era un hábil cazador de zorros y había dirigido la

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carga de caballería contra Dhoondiah Waugh (por cierto, en dichaocasión no mostró la menor prudencia, ni tampoco la menorcautela, en el momento de desencadenar un ataque con dichaarma), por eso sabía lo difícil que era mantener controlados a losexaltados jinetes militares. Precisamente esa falta de control era labase de su descontento con el arma de caballería y por esorecompensaba cualidades como el orden, la profesionalidad y esaintegridad que tanto había elogiado en el 36° Regimiento. Sinembargo, no siempre pudo mantener el mismo control sobre sucaballería, y en sus despachos no sólo le otorgaba menos méritosde lo que en realidad merecía (el eficaz trabajo de avanzadilla dehúsares y dragones en la península Ibérica pasó desapercibido ennumerosas ocasiones), sino que involuntariamente tambiénproporcionó base para crear una buena cantidad de comentarios ahistoriadores que no se molestaron en mirar más allá.43 Hacia elmediodía la batalla se había ganado. Todos los ataques franceseshabían terminado en fracaso, con una pérdida de dos mil hombres yal menos trece piezas de artillería, frente a las setecientas veintebajas de Wellesley. El ejército de Junot no se encontraba ya encondiciones de resistir un contraataque combinado. Sir HarryBurrad había alcanzado la zona oriental y, generosamente, permitióque Wellesley continuase con la dirección de la batalla. Pero el queJunot no fuese perseguido sólo pudo ser decisión de Burrard.Wellesley se dirigió al galope hacia él y le dijo:

Sir Harry, ésta es vuestra oportunidad. Los francesesestán totalmente derrotados y nosotros tenemos un grannúmero de soldados que aún no han entrado en combate.

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Dirijámonos a Torres Vedras. Vos avanzaréis directamente conlas tropas que hay aquí. Yo tomaré las que están allí.Estaremos en Lisboa en tres días.

Pero Burrard no haría nada de eso, y ordenó al ejército queregresase a su campamento. El mismo iba a ser sustituido por sirHew Dalrymple, quien llegaría de Gibraltar al día siguiente.

Ni la opinión pública de la época ni los cronistas posterioreshan dedicado un trato amable a Dalrymple y Burrard; y nosotros,que no deberíamos obviar el detalle de que estuviesen tan cerca deperjudicar la carrera de Wellesley con la misma gravedad que lapropia, nos inclinaremos a tratarlos como a dos amables vejetes.Dalrymple había recibido el grado de oficial en 1763, a los treceaños de edad, pero no entró en el servicio activo hasta la campañade Flandes de 1793. Realizó una buena labor en un puesto tancomplicado como el de gobernador de Gibraltar, a pesar de lointrincado de la política española y la falta de instrucciones claraspor parte de su gobierno. En cuanto a Burrard, éste había recibidoel nombramiento de oficial de la Guardia de Coldstream en 1772,cargo que cambió por un puesto en el 60° Regimiento para serviren América del Norte, y fue destinado al Io de la Guardia Real a suregreso de las colonias. Burrard ocupó esporádicamente el escañoparlamentario de su familia por Lymington, sirvió en la campaña deFlandes, comandó una brigada en 1799 durante la expedición deHelder y fue el lugarteniente de Cathcart en Copenhague. Además,ambos generales se sentían incómodos con sus compromisos.Dalrymple no había recibido formalmente su plaza en Gibraltar, y lehabían otorgado el mando en Portugal «por el momento». Más aún,

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en una carta personal Castlereagh le instó a «sacar el mayorpartido» de Wellesley, quien «había pasado largo tiempomanteniendo estrechos canales de comunicación con los ministrosde Su Majestad […]». Dalrymple sospechaba que «parecía existiralgo oculto en estas complicadas disposiciones»; él mismo podíaser sustituido, probablemente por el duque de York, o culpado sialgo salía mal.45

Burrard se encontraba aún más incómodo si cabe con susituación. Llegó a las costas portuguesas para encontrarse con unArthur Wellesley decidido a enfrentarse a los franceses y temía que,si Junot lograba reunir sus efectivos, éstos se encontrasen ensuperioridad numérica respecto a los británicos. «Empecé a sentircierta aprensión -escribió tras Rolica- pues si [Wellesley] seencontraba frente a una fuerza superior no tendría dóndereplegarse.» El mismo Burrard cayó prisionero en 1798 junto a subrigada (había desembarcado en Flandes como parte de unaofensiva a gran escala) cuando fue capturada porque la marina nopudo evacuarla a causa del recio oleaje que se desencadenó. Sinduda, Burrard tenía buenas razones para desconfiar de un enemigoagresivo situado frente a una costa peligrosa. Cuando Wellesley loencontró a bordo del HMS Brazen, como ya hemos visto, Burrardescuchó hablar a sus propios miedos y «decidió que el ejércitohabría de esperar» hasta que las unidades de Moore se uniesen aellos desde el norte, y asegurar así su superioridad. Envió unamisiva a Moore ordenándole que reembarcase en la bahía deMondego y desembarcase en Maceira: la maniobra llevaría sutiempo, pero evitaría riesgos. Remaron hasta llegar a la orilla en la

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mañana del enfrentamiento en Vimieiro y, en la playa, se encontrócon un correo de Wellesley informándole de que habían ganado labatalla. Llegó al campo de batalla a tiempo para ver a los francesesrechazados y «ordenarle [a Wellesley] que continuase con unaoperación que había comenzado de modo tan acertado y eficaz».Pero nada de lo que vio alteró su decisión de no avanzar.

Cuando el día 22 llegó Dalrymple, se encontró a Wellesley enla playa supervisando la evacuación de sus heridos. Sir Arthur leadvirtió, sin dilación, de «la necesidad de continuar con el avance»,lo cual hizo que Darlymple sospechase que estaba tratando deburlar a Burrard e inducirle a él a admitir que acababa de llegar yno estaba en situación de emitir juicios. Dalrymple cabalgó hastaVimieiro pasando junto a carros que transportaban heridos a laplaya y casas convertidas temporalmente en hospitales de campaña.Celebró una reunión con Burrard, a la que finalmente invitaron aWellesley, y éste colocó el énfasis de su discurso en subrayar lasdificultades logísticas pues «los futuros suministros […] dependeríande los dueños de las franquicias y éstos de las condicionesmeteorológicas». No se había tomado ninguna decisión cuandollegó la noticia de que el ejército francés al completo estaba enplena progresión sobre el terreno; entonces Dalrymple ordenó aWellesley que ocupase sus primeras posiciones defensivas. Sinembargo, alrededor de las dos de la tarde, el general FrancoisEtienne Kellermann alcanzó el puesto de avanzada del 50°Regimiento a la cabeza de una patrulla francesa bajo bandera detregua. Estaba allí para proponer un armisticio.

Junot había llegado a la conclusión de que sería imposible

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mantener su posición a largo plazo, y confiaba en poder negociar laretirada de su ejército de Portugal. Los tres generales británicos loconsiderarían un resultado positivo dentro de la campaña, tanto máscuando, en caso de Wellesley, ya había pasado la oportunidad deinfligir un castigo mayor a Junot. Los británicos discutieron primerolas condiciones entre ellos, y luego las negociaron con Kellermann.Dalrymple alegaría más tarde que «tuve la impresión de que sirArthur Wellesley cargó con la mayor parte de la discusión»,afirmación que Wellesley siempre negó. Finalmente, Kellermanndictó una copia final del acuerdo y probablemente, al reconocer lareputación de Wellesley y la alta posición de la que disfrutabadentro de su gobierno, supuso que sería difícil que Gran Bretañarechazara los términos que presentase y sugirió que fuese él, suhomólogo británico, quien firmase el pliego.46 Wellesley, queesperaba en una habitación aparte, fue requerido por Dalrymple,quien le preguntó si tenía algún inconveniente en rubricar el escrito.Sir Arthur le contestó que firmaría cualquier cosa que él le pidiesey, tras observar que se trataba de «un documento extraordinario»,procedió a estampar su firma en él.

El Tratado de Cintra, en el cual se plasmaron al detalle lostérminos del armisticio, supuso un triunfo para los franceses. Iban aregresar a su país a bordo de los navíos de la Royal Navy sinfigurar como prisioneros de guerra, y podrían llevar con ellos «susarmas, equipaje y propiedades de todo tipo». El escuadrón ruso deLisboa iba a embarcarse sin problemas, y no se tomaríanrepresalias contra los portugueses que habían tomado parte por lacausa francesa. Al aceptar esta última cláusula, los generales

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británicos actuaban claramente más allá de sus competencias, yWellesley, disgustado como estaba por los resultados del tratado,escribió al día siguiente a Castlereagh rogándole que no le culpasepor ello, pues las condiciones de la rendición las había negociadoDalrymple. Arthur aprobaba facilitar la salida a las tropas francesasde territorio portugués, pero encontraba las estipulacionesacordadas demasiado generosas. Arthur pasó el resto del veranoorganizando la evacuación, pero sentía que había cosechado «unéxito demasiado importante dentro de este ejército como paraservir en él como subordinado, para satisfacer a la persona que locomandase y, desde luego, no a uno mismo».47 Y, tras declinar lapropuesta de ir a España a emprender los preparativos de sudefensa, el día 5 de septiembre le dijo a Castlereagh que «estotalmente imposible para mí continuar en este ejército» y le pidióretomar su labor administrativa en Irlanda, que se le concediese unpuesto entre el personal o, simplemente, que le permitiesenpermanecer desempleado.

Los mayores temores de Wellesley respecto al Tratado deCintra se hicieron realidad, pues los franceses poseían unespléndido concepto de los bienes que constituían su propiedadprivada. En el caso de Junot, ésta incluía una Biblia de la BibliotecaReal que su esposa vendería más tarde por ochenta y cinco milfrancos, y veinticinco mil libras en oro que su encargado del pagode los sueldos del ejército se llevó del Tesoro portugués. EnInglaterra, la prensa le había rendido un generoso tributo aWellesley por sus logros en Rolica y Vimieiro pero en cuantorecibieron las noticias del Tratado de Cintra, cambiaron su talante.

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Castlereagh pensaba que su copia del acuerdo debía de ser una«falsificación abyecta», y el primer ministro encontró los términosde rendición tan pobres que, en su opinión, «es imposible que loshaya aprobado un oficial inglés».49 Wellesley tuvo que cargar conla mayor parte de la culpa y los esfuerzos que realizaron sus colegaslos tories (miembros del partido conservador) por defenderlo nolograron sino concentrar en él las críticas de la oposición y susamigos de la prensa quienes, recién terminado el ataque a Richard,comenzaron entonces el asalto sobre Arthur. El Chroniclesuplicaba que «si hay que otorgarles un empleo a los Wellesley, porel amor de Dios, que de ahora en adelante consista en la regulaciónpolítica de la ciudad de Dublín, o en la residencia del cleroirlandés». Incluso se compusieron coplas satíricas:

Éste es Arthur Wellesley, que habíacomenzado tan bien su labor(haciendo alarde de pericia y valor)y acabó con tremenda avería.El que derrotó a los franceses,quienes de Lisboa se llevaron con gallardíael caudal que la ciudad poseía…Lord Byron reflejó el sentir del momento al declamar en su

obra E l peregrinaje de Childe Harold cómo «ante vuestronombre ¡Oh, Cintra! Bretaña enferma». El tribunal de justiciaordinario de la ciudad de Londres solicitó que se abriese unainvestigación pública, y el gobierno emplazó inmediatamente tanto aBurrard como a Dalrymple (Wellesley ya estaba en la ciudad),dejando el mando en la península Ibérica a Moore. El día 1 de

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noviembre de 1808 se anunció oficialmente la apertura de unainvestigación.

Se nombró un tribunal, compuesto por siete generales enactivo, para «investigar el Tratado y otros asuntos en Portugal», y eldía 14 de noviembre se convocó la reunión de éste en el gran salónde congresos del Real Hospital de Chelsea bajo la presidencia delgeneral sir David Dundas. El tribunal examinó una ingente cantidadde documentos escritos y escuchó las declaraciones de los testigos.El proceso se convirtió, en palabras de Michael Glover, «en unduelo entre Dalrymple y Wellesley». El día 22 de diciembre eltribunal presentó ante el rey el resultado de sus pesquisas. Lasoperaciones efectuadas por Wellesley eran «altamente honorables yde gran éxito», y se dieron «circunstancias excepcionales bajo lascuales dos capitanes generales llegaron por vía marítima y sereunieron con el ejército, uno durante la batalla y el otroinmediatamente después. Ambos se sustituyeron en la comandanciageneral de las tropas en un intervalo inferior a veinticuatro horas[…]». No es sorprendente que no se continuase con la campañatras la victoria de Vimieiro. El tribunal recibió presiones para queelaboraran sus conclusiones con mayor detalle y, aunque tres de susmiembros afirmaron no aprobarlos términos, la mayoría estuvo deacuerdo con las bases del Tratado de Cintra.

Así concluyeron las medidas oficiales. El gobierno terminó consus ataques políticos, asegurándose en primer lugar de que ArthurWellesley recibiese el agradecimiento del Parlamento por la victoriade Vimieiro, y rechazando a continuación las iniciativas de laoposición que pretendía aprobar el voto de censura contra el

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Tratado de Cintra. A Dalrymple no le sirvió de mucho el hecho deser oriundo de Escocia, pues existía en Londres un fuertesentimiento antiescocés, profundamente enraizado y reavivadoentonces por la acusación formulada contra Henry Dundas,vizconde de Melville, por «grave malversación y delitos cometidosen el desempeño de sus funciones» en el Almirantazgo en 1805. Yentonces la opinión pública perdió interés por el asunto, puesllegaron noticias frescas de la península Ibérica. Sir John Moore sehabía internado en territorio español pero, ante la oposición defuerzas superiores a las órdenes de Napoleón Bonaparte enpersona, había sido forzado a realizar una penosa retirada durantela época más cruda del invierno hasta alcanzar el puerto de LaCoruña, el día 11 de enero de 1809. Moore sufrió una heridamortal en la batalla desarrollada a las afueras de la ciudad, y lossupervivientes fueron evacuados a bordo de los navíos de la RoyalNavy. La oposición lo presentó como una víctima de laincompetencia gubernamental. Para los Wellesley lo peor ya habíapasado. El propio sir Arthur regresó al castillo de Dublín,asegurándole a un inquisitivo lord Enniskillen que no quedabansinecuras en Irlanda y rogándole a Kitty «paciencia y [buen]humor». La pobre Kitty ya se había quejado a sus primos, y conrazón, por la frialdad y poca consideración que Arthur le mostraba.Además, Wellesley, según parece, era uno de los clientes habitualesdel establecimiento de la señora Porter en la calle Berkeley y lehabía pedido a la dueña que lo pusiese en contacto con HarrietteWilson, una famosa cortesana. Harriette afirmó que se hicieronamantes y, en efecto, a pesar de que las serias inconsistencias de

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algunas de sus declaraciones no la hacen una fuente muy fiable, ensus relatos se aprecian detalles genuinos del carácter de ArthurWellesley. Durante la investigación del caso Cintra, ella le dijo:«Dicen que te ahorcarán, sin que importe nada de lo que tuhermano Richard pueda alegar en tu defensa». Ante lo cual, Arthurreplicó: «Lo que deberían hacer es no encargarme otra campañacomo esa, o mi peso hará imposible que me cuelguen». Sea comofuere, el caso es que fue más afortunado que Dalrymple, quien fuedestituido de su puesto en Gibraltar y no recuperaría el favor realhasta 1814, cuando recibió una baronía como recompensa. Quizás,el hecho de que fuese concedida «libre de los cargos habituales»sea un reflejo de la conciencia intranquila del Gobierno. Burrardregresó a su ocupación en la guardia londinense… perseguido porla mala suerte. Perdió a uno de sus tres hijos varones junto aMoore en La Coruña y otro, un alférez del Io de la Guardia Real,moriría en el sitio de San Sebastián en 1813; ese mismo año, en elcastillo de Calshott, fallecería él.

Muerto Moore, y herido sir David Baird en La Coruña, lajefatura de las fuerzas británicas en Portugal recayó sobre elteniente general sir John Cradock, un individuo ante cuyasposibilidades de éxito el gobierno se mostraba un tanto pesimista.El día 7 de marzo, Wellesley envió un memorando acerca de ladefensa de Portugal a Castlereagh. En el documento proponía queun ejército de treinta mil efectivos, bien provistos de artillería ycaballería («porque el sistema militar portugués ha de ser por fuerzadeficiente en ambas ramas»), siempre que trabajase en conjuntocon el ejército lusitano, una vez reestructurado éste bajo mando

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británico, podría defender Portugal aun cuando España quedase enmanos francesas, y de paso, ayudar a los españoles.51 El gobiernocaptó la indirecta y le propuso al rey que Wellesley habría de serascendido, arguyendo a su favor que, como era improbable que seenviasen a Portugal refuerzos sustanciosos, la falta de veteranía deArthur no supondría un grave problema. El rey, en otro tiempohostil a la figura de Wellesley, le había concedido audiencia el añoanterior en una recepción en la que argumentó ante una comisión dela cámara municipal londinense que «es contradictorio con losprincipios de justicia británica pronunciar juicios sin realizar unainvestigación previa». Después de estar junto a Wellesley en laadversidad, el monarca mantuvo su apoyo cuando la veleidosaFortuna sonrió a Arthur. Sin duda supuso una gran ayuda que elduque de York se hubiese visto obligado a renunciar a la capitaníageneral del ejército británico a causa de las indiscreciones de MaryAnne Clarke, su antigua amante. Pero, cualquiera que fuese larazón de su ascenso, Wellesley iba a recibir una segundaoportunidad.

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Capítulo 4 La penínsulaIbérica

La carta que le otorgaba formalmente el mando de las tropasdestacadas en Portugal llegó el día 6 de abril de 1809. En ella seespecificaba que su única prioridad habría de ser la defensa de esepaís; no realizaría operaciones en España sin consentimientoexpreso del gobierno. Arthur comenzó con los preparativos;trasladó a Kitty a Malvern Wells, organizó a sus ayudantes decampo, sus monturas y, si han de creerse las palabras de HarrieteWilson, pasó a visitarla un par de veces. Sabía que debería aceptaren su plana mayor a los oficiales que designase la GuardiaMontada, y podría haber supuesto que enviarían al teniente generalHenry, Lord Paget, como comandante en jefe de la caballería.Paget había realizado servicios distinguidos en La Coruña yprobablemente era el oficial de alto rango del arma de caballeríamás experimentado de todo el Ejército. Pero el día 6 de marzo,dicho oficial se había fugado con lady Charlotte Wellesley, cuñadade Arthur (esposa de su hermano Henry), sin que importase el queella fuera madre de cuatro hijos y que, por su parte, él tuviesevarios más. Tal ofensa garantizaba que, al menos de momento,Paget no pudiese servir a las órdenes de Wellesley. Para concluir,Kitty prestó a Henry dinero para que éste saldase sus deudas dejuego justo antes de que Arthur embarcase. El gasto extra impidióque la dama pudiese liquidar la factura de sus gastos domésticos.

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Un comerciante muy disgustado se entrevistó con Arthur; el generalse puso furioso. El episodio no estropeó simplemente los últimosdías que el matrimonio iba a disfrutar antes de la partida hacia lapenínsula Ibérica sino que, en palabras de Elizabeth Longford,«obsesionaría a Kitty durante los largos y solitarios meses que seavecinaban […] y dejaría una huella indeleble en la memoria deArthur durante el resto de su vida conyugal».1

Wellesley zarpó desde Portsmouth a bordo del HMSSurveillance el día 14 de abril sin cuidarse de la furiosa galerna queestaba a punto de desatarse. Aquella noche, un edecán se presentóante él para decirle que el capitán del navío estaba seguro de que elnavío zozobraría. «En tal caso no hará falta que me quite las botas»,contestó Arthur.2 Alcanzaron Lisboa el día 22 de abril, cuando laciudad estaba en plena fiesta de carnaval; aunque, como a lamayoría de sus hombres, la capital portuguesa le pareció «el lugarmás horrible» que había visto jamás. El soldado William Wheeler,del 51° Regimiento, fue aún más despectivo:

Qué ignorante, supersticiosa, esclava del clero, sucia yasquerosa panda de demonios son estos portugueses. Alguienque no los haya visto no podría imaginar que en toda Europaexistiese un pueblo tan degradado. La más asquerosa de laspocilgas es un palacio en esta apestosa ciudad, y toda lasuciedad que se crea en las casas es arrojada a la calle, dondepermanece cociéndose al sol durante meses hasta que la lluvia,o una tormenta, la limpia.

Wellesley, consciente del malestar del aletargado Cradock acausa de su cese, lo relevó de su puesto con sus mejores maneras,

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pues era un viejo amigo, diciéndole: «Posiblemente resulte másagradable y conveniente para vos verme a mí aquí que con elejército» y, en 1819, tuvo un papel decisivo para que se leconcediese un título con la dignidad de lord.

El panorama que se presentaba ante Wellesley no parecía muyalentador. El mariscal Soult había invadido el norte de Portugal; seencontraba en Oporto con, probablemente, veinte mil hombres, ycontaba con el apoyo del mariscal Ney, quien había sido destacadoen Galicia con otros tantos más. El mariscal Victor contaba con uncontingente aún mayor, acantonado en la ciudad extremeña deMérida, preparado para entrar en Portugal a través del valle delTajo al norte, o del Guadiana al sur. A pesar de que el tenientegeneral sir William Beresford, amigo de Wellesley, había recibido elgrado de mariscal cuando le encomendaron la misión de ponerse alfrente de las fuerzas británicas en Portugal, llevaría su tiempo, y unavaliosa adición de oficiales y equipamiento, el lograr que el ejércitoactuase con eficacia plena. Como siempre, era la logística la quemarcaría la pauta de las operaciones, y allí estaba Wellesleyreuniendo bueyes, muías y caballos.

A los dos días de su llegada, Arthur Wellesley ya habíadecidido enviar a un destacamento para que vigilase losmovimientos del mariscal Victor mientras que un contingente mayor,a las órdenes de Beresford, impediría que Soult se desplazara haciael este para reunirse con su colega. Por su parte, Wellesley, almando de casi veinte mil hombres, se dirigiría a Oporto paraenfrentase al mariscal Soult. No logró atraparlo al sur de la ciudad,tal como había pensado, pero sí alcanzó la ribera del Duero el día

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12 de mayo. De todos modos, Soult había volado todos lospuentes, se había apropiado de todas las barcazas de la zona yademás había reforzado su posición al otro lado del ancho río.Wellesley había oído de la existencia de un trasbordador fluvial (enrealidad, una gran balsa dañada que podría repararse) unos seiskilómetros río arriba. Sin más demora, envió una brigada para quecruzase por ese punto y lo recuperase. Eran cuatro grandesgabarras de color rojizo cuya ubicación les facilitó un patrióticobarbero, que fueron recuperadas desde la orilla norte. Lasembarcaciones quizá pudiesen transportar seiscientos hombres enuna hora hasta llegar al mismísimo Oporto. Y las tropas podríanmantener su posición en un edificio amurallado llamado el«Seminario del Obispo», situado cerca del río, mientras seconcentraban las fuerzas. Wellesley comenzó la operación aquellamisma mañana, a las diez y media, con estas lacónicas palabras:«Muy bien, que crucen los hombres».

Cuando los franceses reaccionaron, el seminario estabatotalmente asegurado y protegido por la artillería que Wellesleyhabía situado al otro lado del río. Tras dos asaltos fallidos, losfranceses abandonaron la ciudad de Oporto junto a diecisietecañones y mil quinientos hombres heridos en el hospital decampaña. Una semana después, Wellesley se dispuso a expulsar aSoult del norte de Portugal. Y de no haber sido por la valiente tomade un puente deteriorado en la ciudad de Salamonde, a orillas delCavado (proeza realizada por una partida de granaderos escogidosbajo el mando del comandante Dulong, durante el desarrollo de unaoperación preparada por Soult en persona) gran parte del ejército

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francés podría haber caído prisionero. Tal como se desarrolló todo,los resultados de la campaña fueron impresionantes: Soult habíaperdido cuatro mil hombres y todos sus cañones e intendencia,mientras que Wellesley había sufrido menos de quinientas bajas.

El día 18 de mayo, el general de división Mackenzie informó aWellesley de que el mariscal Víctor había cruzado la frontera desdeEspaña y se dirigía al sur para encontrarse con él. Aquello resultóser un rumor infundado y Wellesley lo aprovechó para reparar susdañados carromatos y los transportes de la artillería en la poblaciónde Abrantes. También necesitaba reparar y poner a punto ladisciplina de sus hombres. El 31 de mayo le había dicho aCastlereagh que su ejército era «una chusma tan incapaz desobrellevar el éxito como el ejército de sir J. Moore lo había sidode soportar el fracaso».4 El 17 de junio de 1809, Arthur escribiódesde Abrantes con más prolijidad y en su misiva indicó que era«imposible describir las contravenciones de normas y lasatrocidades cometidas por los soldados». Argumentó que inducía asus hombres a cumplir con el deber bien por el miedo al castigo,bien por la esperanza de recibir una recompensa. Pero sus propiospoderes estaban muy limitados, pues la auténtica autoridad recaíasobre la Guardia Montada. Él no tenía «poder ni para recompensarni siquiera para prometer un premio a un solo oficial del ejército», yse quejaba de no poseer influencia para «instigar a los oficiales»bajo su mando. Su habilidad para castigar también se hallabaseveramente limitada: los tribunales militares no eran losuficientemente severos y se hallaba bajo la necesidad urgente deun cuerpo rector (dedicó escritos llenos de admiración a la

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gendarmeríe francesa) que le ayudase a mantener el orden.Pero antes de maniobrar contra Soult ya había escrito tanto a

la Junta de Extremadura en España como a don Gregorio de laCuesta, capitán general de la región, advirtiéndoles de que suprimera tarea consistía en asegurar Portugal. Y, después dehacerlo, se desplazó hacia la fortaleza portuguesa de Elvas, frente aBadajoz, para reunirse allí con el ejército de Cuesta y lanzar unataque combinado contra el mariscal Víctor. Se había acordadoque ambos ejércitos se encontrasen en el valle del Guadiana, al estede Badajoz. El día 10 de junio, Wellesley cabalgó hasta el pueblode Miravete, no muy lejos del puente de Almaraz, sobre el Tajo,para reunirse con Cuesta. Ésta fue una de esas reuniones que vanmal desde el principio. Cuesta lo esperaba por la mañanatemprano, y había mandado formar a sus tropas para la revista desu aliado, pero el guía de Wellesley se perdió, y llegaron bastantedespués del anochecer. Cuesta se levantó de la cama y mandóformar a la guardia de honor para que se le pasase revista a la luzde las antorchas. Wellesley concluyó que, por valientes que fuesenlos españoles, ni estaban bien equipados ni instruidosadecuadamente.

En una cita tan contundente que la utiliza casi todo aquél queescribe sobre la materia, Philip Guedalla lo describe como «unhombre compuesto a partes iguales de orgullo y salud precaria,[Cuesta] era la personificación de una España rancia en su versiónmás notoria de incompetente y achacoso orgullo […]».6 Con másde setenta años de edad, y machacado por su propia caballeríacuando dirigía a ésta en una carga sobre Medellín no mucho tiempo

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atrás, Cuesta tenía que desplazarse en un gran carromato tirado pornueve mulas y necesitaba ayuda para montar cuando parecía que labatalla era inminente. Wellesley se lamentó en numerosas ocasionesde la imposibilidad de que don Gregorio de la Cuesta aceptasellegar a ningún acuerdo con él y más tarde le dijo a John HookhamFrere, el enviado especial a la Junta Central, que sus tropas notenían nada que comer mientras el ejército español gozaba de todotipo de víveres. La situación era insostenible.

Y así era, en efecto. Pero tampoco se trataba de algo tansencillo. Cuesta ya era oficial del ejército mucho antes de queWellesley naciese, y por tanto no aceptaba de buen grado que unjoven general lo presionase en su propio país. Un general conquien, además, habría de hablar a través de un intérprete. Sabía queHookham Frere había propuesto a la Junta que Wellesley asumiesela capitanía general de las fuerzas anglo-españolas (aunque,aparentemente, Wellesley ignoraba tal disposición) y que Cuestafuese sustituido por otro general español. Además, el intérprete erael jefe de la plana de Cuesta, el general de división Odonoju (cuyoapellido antaño era O'Donohue), descendiente de uno de los «patossalvajes», mercenarios católicos irlandeses que habían entrado enservicio en España tras la victoria de los protestantes de GuillermoIII en Irlanda en 1691. Guedalla apunta que Odonoju era «unamable recuerdo de Dublín». Pero es más probable que su relacióncon Wellesley disfrutase de un tono menos cordial del que tendríaun descendiente irlandés que se encontrase con otro vástago de lavieja Irlanda.

Después de una larga y difícil negociación, se acordó que

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Wellesley al mando de treinta y cinco mil hombres, y Cuesta almando de veinte mil, se encontrasen el día 21 de julio en Oropesa,a unos cuarenta y ocho kilómetros al oeste de Talavera de la Reina,donde el mariscal Víctor tenía desplegados a más de veinte milfranceses. El general Sebastiani, a la cabeza de otro ejército francésde unos veintidós mil hombres, se hallaba aproximadamente aciento veinte kilómetros al sur de Madrid. Entonces Cuesta envióun contingente español con el general Venegas al mando para quebloquease a Sebastiani en la zona, o que informase de si éstelograba romper el cerco. Dicho plan permitiría a Wellesley y aCuesta atacar a Víctor antes de que pudiese recibir refuerzos; laestrategia tuvo un buen comienzo. El día 22, la vanguardia aliadaempujó a los franceses a través de Talavera hacia occidente,obligando a Víctor a tomar posiciones a orillas del Alberche,afluente del Tajo, cerca de la ciudad. Wellesley y Cuesta estabande acuerdo en que el día 23 los españoles atacarían desde el oestemientras los británicos rodeaban a Víctor por el flanco norte. El díade la acción los británicos ya estaban listos para el asalto antes delamanecer, pero no había señales de los españoles. CuandoWellesley cabalgó hacia el sur para salir al encuentro del ancianocaballero, se enteró de que los españoles estaban demasiadocansados para atacar aquel día. Cuesta se mostró conforme conatacar al día siguiente, el 24, pero para entonces el estrategafrancés ya se había escabullido durante la noche.

Las cosas a partir de entonces fueron de mal en peor. Cuestapersiguió a Víctor hacia Toledo, sólo para descubrir que Sebastiani,moviéndose como lo haría un ágil toro frente a un artrítico torero,

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había eludido a Venegas y ya estaba reunido con Víctor, quientambién había recibido refuerzos desde Madrid; José Bonaparte sehabía presentado para tomar personalmente el mando, con elmariscal Jourdan como jefe de su Estado Mayor. Wellesley nohabía seguido a los españoles, sino que había descrito unmovimiento envolvente ante la proximidad de Sebastiani. Enrealidad, estaba tan escaso de suministros, pues «la gente de estaparte de España -se lamentaba- ni quiere ni puede proporcionarnosvíveres», que se vio obligado a advertir a Castlereagh: «Hasta queno sea reabastecido […] no podré continuar con mis operacionesen España». Incluso consideró la posibilidad de retirarse a Portugal,pero era obvio que no podía hacerlo; al menos no de momento,pues Cuesta retrocedía hacia el oeste, acosado de cerca por losfranceses. Wellesley envió a dos de sus cuatro divisiones frente alAlberche en apoyo de sus aliados y el día 27 don Gregorio de laCuesta suplicó, algunas fuentes dicen que de rodillas, para quecruzasen el río y ambos ejércitos combatiesen lado a lado en laorilla oriental.

Al final Cuesta cedió y Wellesley y Odonoju acordaron lospreparativos finales. Los españoles mantendrían el extremo sur,hasta el momento su posición más fuerte, con su flanco derechoanclado entre el Tajo y la ciudad amurallada de Talavera hasta unaprominente colina llamada «Pajar de Vergara». Desde allí losbritánicos podrían mantener la ribera oeste del Portina, un arroyoque no representaba un obstáculo en sí mismo (pero sí una muy útillínea de posición). El riachuelo corre en dirección norte sobre laladera occidental de la colina de Medellín, hacia las montañas.

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Mientras los ejércitos cambiaban su disposición, Wellesley cabalgóhasta una granja, cuyo edificio principal era una sólida construcciónubicada al este del Alberche, desmontó en el patio y subió por latorre de piedra que da a la casa su nombre actual: Las Torres. Losexploradores franceses, que habían atravesado el río con muchosigilo, sorprendieron a algunos de sus soldados situados en lascercanías y, probablemente porque estaba absorto en la vista que lebrindaba su telescopio (un utensilio que proporciona un buen fondode campo, pero estrecha demasiado el ángulo de visión), no los viohasta que casi fue demasiado tarde. Wellesley corrió por el miradorde la parte superior de la torre y saltó escaleras abajo intentandohuir. Subió de un brinco a su montura y se alejó al galope, mientraslos disparos de los exploradores se perdían a su espalda. Años mástarde diría a Gleig que estaba muy agradecido a los mozos decuadra, que se habían «portado con perfecta firmeza. No seenteraron de lo que ocurría fuera, sino que permanecieron sobresus monturas, sujetando las nuestras […] si los franceses hubiesenactuado con sangre fría -concluía-, nos habrían apresado a todos [,…]».8

Apenas había conseguido ponerse a salvo cuando estalló unviolento tiroteo en el sur. La vanguardia de dragones franceses quetrotaba hacia delante a través de «olivares cortados por numerososterraplenes y zanjas», frente a la línea española, disparando suspistolas sobre centinelas y rezagados aquí y allá, fue recibida poruna descarga de fusilería disparada por la infantería española desdeun ángulo casi imposible. «Si disparan así de bien mañana, sin dudala jornada será nuestra» le comunicó Wellesley a su ayudante,

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«pero si alguien no lo hiciese como ahora, desearía que lodetuviesen».9 Entonces, «casi dos mil de ellos huyeron […] (no lascien yardas que había hasta donde estaba yo), pero no porquefuesen atacados, ni porque existiese la amenaza de un asalto,huyeron asustados del estruendo de sus propios disparos».Barrieron en su huida los carromatos de Cuesta y Odonoju hastallevarlos al torrente y los fugitivos sólo se detuvieron para saquear laintendencia británica.

Los hombres de Wellesley todavía no se hallaban en suspuestos al caer la noche. El se mantuvo muy ocupado en trasladarhasta la última de sus divisiones al otro lado del Portina. Habíatratado de situar la mejor de ellas, la comandada por el general dedivisión Rowland Hill (a quien los soldados llamabanafectuosamente «Papaíto»), sobre un terreno clave, con Medellín asu izquierda; pero un oficial de la plana los dispuso demasiado aloeste haciéndoles creer que se encontraban en la segunda línea defrente. Pero entonces Wellesley, que se hallaba aún detrás del Pajarde Vergara recibiendo informes, divisó destellos al norte y escuchólas descargas de un fortísimo tiroteo. Montó en su corcel y partió algalope para enterarse de qué estaba sucediendo exactamente, puestanto la oscuridad como los confusos informes recibidos hacíandifícil obtener un análisis veraz. Así se enteró de que una potentedivisión francesa formada por tres columnas diferentes habíacruzado el Portina y, a pesar de que la oscuridad y el terrenoirregular no les permitía mantener la formación, habían sorprendidoa algunos efectivos de la Legión del Rey Alemán (KGL) del ejércitode Wellesley (una tropa de élite cuyos soldados fueron reclutados

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en el principado de Hannover, ocupado por los franceses) ytomado rápidamente la cumbre de la colina de Medellín. El generalde división Rowland Hill pudo ver la oscura mancha de lossoldados maniobrando y creyó que «se trataba de los queridosPellejos [3er Regimiento de Infantería] cometiendo alguna de sustípicas meteduras de pata», así que cabalgó junto a uno de susoficiales directamente hacia ellos con intención de meterlos encintura. Cuando alcanzó la cima, un explorador francés se abalanzósobre él y casi logró arrancarlo de su montura; el oficial que loacompañaba murió de un disparo. El general logró regresar a sudivisión a lomos de su caballo herido, allí dividió una brigada enbatallones, formó a éstos en columnas y, a continuación, los lanzócontra Medellín. El 29° Regimiento tomó la cima y aseguró laposición; ambos bandos perdieron cuatrocientos hombres durantela escaramuza. Wellesley pasó la noche en la colina, envuelto en sucapa, y con las primeras luces ya estaba preparado para afrontar elataque que sabía que se desencadenaría.

A las cinco de la mañana del día 28 de julio de 1809, losfranceses efectuaron un único disparo de cañón desde el cerro deCascajal, frente al Vergara y el monte Medellín, señalando así elcomienzo del bombardeo a discreción. Entre cincuenta y sesentacañones concentraron su fuego sobre el monte Medellín. Wellesleyordenó a sus hombres que se ocultaran, cuerpo a tierra, tras lacresta del otero. Gracias a esa maniobra la mayoría de losproyectiles pasaron silbando inofensivos sobre sus cabezas. Quedósuspendida una cortina de humo tan espesa que resultaba difícilsaber exactamente qué estaba ocurriendo, pero el ruido de la

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mosquetería indicaba que abajo, en el arroyo, los fusileros y lascompañías ligeras habían establecido contacto con los exploradoresfranceses. Tras estos últimos avanzaban tres anchas columnas, enformación de sesenta hombres por veinticuatro de fondo, con pasofirme al son de pífanos y tambores.

El imponente espectáculo impresionó incluso al general Hill,haciéndole jurar en una de las dos ocasiones que lo hizo en su vida:«Dios maldiga a sus filas, dejad que se acerquen cuantoquieran».10 Al tiempo que las columnas progresaban, la infanteríade Wellesley se colocó sobre la cresta de la colina, lista para elchoque. La columna más septentrional, la formada por soldadosque habían atacado la noche anterior, avanzó hasta una zona librede marca situada al norte de Medellín y apenas si entró encombate. Las otras dos, en cambio, se estrellaron contra las filasbritánicas y fueron rechazadas mediante cerradas descargas defusilería. Las tropas anglosajonas se lanzaron en su persecución ehicieron prisioneros, pero algunas secciones fueron demasiadolejos, más allá del Portina, y al otro lado del arroyo, se toparon contropas de refresco francesas.

A continuación hubo una larga espera aprovechada por todospara acercarse al Portina y aprovisionarse de agua, hacía un calorsofocante, durante una de esas oficiosas treguas tan comunes en lapenínsula Ibérica. El sargento Anthony Hamilton, del 43°Regimiento de infantería ligera, fue testigo de cómo soldados deambos bandos aprovechaban la oportunidad para recoger a susheridos, llevarlos a retaguardia y, después, «darse la mano. Así fuecomo expresaron la mutua admiración que sentían por la gallardía

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mostrada por sus enemigos».11 Wellesley se valió de la tregua parareorganizar su posición, pues preveía que se avecinaba algo másque un asalto general. Desplazó algunas piezas de artillería, unabrigada de caballería, la división de infantería española deBassecourt y una división de caballería, española también, situadaen el extremo norte de su línea, para que ocupasen la zonacomprendida entre Medellín y las montañas. La artillería francesaretomó el bombardeo alrededor de la una de la tarde, fueronochenta cañones de campaña que trataban de pulverizar todo loque se encontrase entre el Pajar de Vergara y Medellín, mientrastreinta mil infantes progresaban en gruesas columnas.

Cuando llegaron a la línea de frente se repitió el mismoepisodio de la mañana; el disciplinado fuego británico rompía lascolumnas francesas mientras que éstas trataban de recuperar suformación. Pero en esta ocasión el final fue distinto: en el momentoen que las tropas enemigas se batían en retirada, la división deSherbrooke, situada justo frente al Pajar de Vergara, se arrojó ensu persecución. Una de sus brigadas, concretamente la del generalde división Alexander Campbell, se reagrupó justo al este delPortina, pero las otras tres (incluyendo una de la Guardia Real)mantuvieron su posición. Los fugitivos del frente francés situados enla primera línea de fuego se replegaron al otro lado de los soldadosde la segunda, e inmediatamente estos últimos (tropas frescas queno habían entrado aún en liza) contraatacaron. Gran parte de lossoldados británicos ni siquiera habían parado a recargar susmosquetes y avanzaban en un perfecto desorden… no tuvieron niuna oportunidad. Aun así, vendieron caro su retroceso. Los

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miembros de la Guardia perdieron una cuarta parte de susefectivos, pero el enemigo no capturó a uno solo de ellos queestuviese ileso. La brigada de Campbell, que podría haber resistido,se encontró con que su línea de fuego estaba bloqueada por suscantaradas que retrocedían ante el empuje francés y fueron barridosde su posición. Los franceses vieron clara su oportunidad y tal vezdiez mil infantes en formación, junto a unidades de caballería ligeray artillería, comenzaron su evolución con intención de aprovechar laenorme brecha abierta en la línea de Wellesley.

En cuanto Wellesley divisó el avance de los hombres deSherbrooke (lo describiría como una maniobra «casi fatal paranosotros»), inmediatamente comenzó a destacar tropas para tratarde cubrir el hueco que éstas dejaron tras de sí. No se atrevió autilizar muchos de los efectivos situados en Cascajal, sino que paracerrar la brecha eligió un único batallón, el primero del 48°Regimiento, el mayor de todo su ejército. A continuación ordenó auna brigada de caballería que se desplazase desde la retaguardia, ydirigió a la división de Mackenzie, situada en las faldas del Pajar deVergara, hacia el norte. Wellesley había jugado bien sus bazas. El48° Regimiento, valerosamente comandado por el teniente coronelCharles Donnellan, un cuerpo que todavía lucía un uniforme a lausanza del siglo XVIII con sombrero de tres picos y pantalones demontar blancos de piel de gamuza, maniobró despejando sus líneascomo lo harían las bisagras de un portón para permitir que suscamaradas se refugiasen tras sus filas e, inmediatamente después,recuperó la formación. En cuanto los fugitivos se encontraron asalvo, retomaron la ofensiva infundidos de moral y lograron

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contener el avance francés con una nueva exhibición de sus terriblesdescargas. Donnellan fue alcanzado mortalmente pero, con todo,legó el mando con su anticuada cortesía castrense: «ComandanteMiddlemore, vos tendréis el honor de dirigir el asalto del 48°Regimiento». La infantería avanzó hasta alcanzar la línea quemarcaba el arroyo y al mismo tiempo la brigada de caballería deCotton cargó sobre la columna francesa situada en la parte másmeridional. La formación francesa se partió.

Cuando sir Walter Scott pidiese más tarde a Wellesley quepublicase la historia de la batalla de Talavera, éste replicódiciéndole: «Sería tan sencillo escribir el desarrollo de un bailecomo el de una batalla. ¿Quién es la pareja de quién? ¿Quién sacaa bailar a quién? ¿Quién baila con todas las damas?».12 Lamayoría de los historiadores sostienen que una vez superada lacrisis en la batalla lo que hubo a continuación fue una carga decaballería, lo cual provocaría que se suavizase la proverbialhostilidad de Wellesley hacia los jinetes británicos. Sea como fuere,Wellesley pensaba que la carga había tenido lugar antes (eso esimportante) de que el primer ataque vespertino fuese rechazado ySherbrooke avanzase. Cualquiera que fuese el preciso instante de lacarga, los hechos son bastante elocuentes por sí mismos. Lascolumnas francesas habían avanzado hacia el norte de Medellín.Éstas estaban compuestas por hombres que habían combatidodurante toda la noche, y lo que llevaban de mañana, y, por tanto, yahabían dejado atrás su mejor momento para luchar; por esoWellesley se decidió a utilizar su caballería contra ellos.

La primera línea de jinetes, el 23° Regimiento Ligero de

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Dragones y el Io de Húsares de la KGL, cargó contra la infanteríafrancesa, que adoptó una formación en cuadro a medida que elenemigo se aproximaba. Las escuadras de caballería ligera,lanzadas ya a pleno galope, se encontraron con el lecho de un ríoseco en su camino, invisible hasta el último momento. Algunoslograron saltarlo pero en cambio otros se vieron en un serio aprieto.Los supervivientes lograron reagruparse junto a los húsaresalemanes y luego continuaron su carga sobre la caballería francesade refresco situada en la retaguardia. El 23° Regimiento perdió casila mitad de sus oficiales y tropa durante la refriega. Wellesleyescribió con aprobación acerca de aquella carga en su despacho deguerra, argumentando que ello «tuvo el efecto de prevenir laejecución de parte del plan del enemigo […]».

Cuando comenzaba a caer la tarde todo apuntaba a que losplanes de los franceses habían fracasado y, aquella noche, elejército de José Bonaparte se retiró frente al Alberche «en perfectoorden», aunque tuviese que dejar en el campo veinte piezas deartillería. «Ha sido grande -reconoció Wellesley- la pérdida devalerosos oficiales y soldados sufrida durante esta larga y durajornada de combate contra una fuerza que nos doblaba ennúmero.» Había perdido cinco mil trescientos sesenta y cincohombres, más de una cuarta parte del total de sus efectivos, frente alas siete mil bajas estimadas en el bando francés; número que, apesar de ser mayor, representa una proporción dentro de las filasmucho menor. La batalla había consolidado el convencimiento quealbergaba Wellesley cuando afirmaba que su supervisión personalera clave si quería que las cosas se desarrollasen bien y que,

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además, sólo la más férrea disciplina podría mantener unido a unejército cuando éste se hallaba frente a tan numeroso y ferozenemigo. El 48° Regimiento fue un claro ejemplo de ello; Wellesleyno sólo los mencionó dos veces en su parte de guerra, sino que hizotodo lo que estuvo en su mano para asegurar la promoción delcomandante Middlemore a pesar de la predecible falta de apoyopor parte de la Real Guardia Montada.

A pesar de que Talavera fue sin lugar a dudas una victoria,ésta no era de las que se pudiese sacar partido. Al principio,Wellesley pensó: «Avanzaremos directamente sobre Madrid, amenos que nos veamos interrumpidos por algún contratiempo ennuestros flancos». Dicho contratiempo se materializó en forma deuna profunda estocada propinada desde el norte por el poderosoejército capitaneado por el mariscal Soult. A comienzos de agosto,Arthur contempló las enérgicas maniobras de su enemigo en el valledel Tajo antes de emprender una larga retirada hacia Badajoz.Entonces los aliados se encontraban bajo una presión mayor yWellesley, el día 8 de agosto, escribía una furiosa carta aCastlereagh informándole de que la «desgracia» de perder elhospital de Talavera, con todos sus heridos dentro, debía recaercompletamente sobre Cuesta.

Richard, el marqués de Wellesley, acababa de reemplazar aJohn Hookham Frere como enviado del Gobierno británico en laJunta Central, y Arthur no se demoró ni un instante en advertirle deque no existían visos de que fueran a recibir suministros y, portanto, «el ejército -decía- será inútil en España, en caso de que nose pierda completamente, si se continúa con este sistema…».14

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«Tener un ejército que se muere de hambre es peor que notenerlo», avisó Arthur. «Los soldados pierden tanto su disciplinacomo su espíritu. Saquean incluso en presencia de sus oficiales.»15El día 4 de septiembre, una orden directa del Estado Mayoradvertía acerca de los saqueos, pero tuvo tan escaso seguimientoque se emitió tres días después otra más severa, donde sereiteraban las amenazas de duros castigos y se advertía a losoficiales de que su falta de atención contribuía a «la vergüenza y a lapráctica de conductas muy poco marciales por parte de lasoldadesca».16 Los ejércitos españoles sufrieron dos durasderrotas en septiembre, hecho que confirmaba la suposición deWellesley acerca de la imposibilidad de mantenerse allí. Aconsejó asu hermano que advirtiese a la Junta respecto a convocar unparlamento porque las Cortes, «una nueva asamblea popular», nohacía otra cosa más que daño. A esas alturas España necesitaba«un grupo de hombres capaces», no otro mentidero.

En cuanto acabó con los saqueos y ordenó al comandanteElvas que se asegurase de que todos los hombres situados ante lalarga línea de comunicación fuesen provistos de dos buenas camisasy dos pares de botas, Arthur recibió buenas noticias. Lo iban anombrar vizconde de Talavera, pero como no había tiempo paraconsultarle acerca del título, su hermano tomó la decisión en sulugar. Escribió:

Después de registrar el título y consultar un mapa, al finalme he decidido por vizconde Wellington de Talavera yWellington, y barón Douro de Welleslie en el condado de

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Somerset… Wellington es una población próxima a Welleslie…Confío en que no pienses que existe algo desagradable, oinsignificante, en el nombre de Wellington…

Arthur le contestó que había escogido «con mucho acierto»,pero Kitty no se mostró conforme y confesó en su diario: «No megusta porque no parece nada importante». El comentario indicabaque le parecía una pobre recompensa por la agonía de supreocupación. «Seguramente el cielo protege a los hombres buenosy valientes […] Deseo con toda mi alma que ya estuviese en casa»,escribió después. El título se publicó en el Boletín Oficial del Estadoel día 4 de septiembre de 1809 y, el día 16 de ese mismo mes,Arthur firmó un documento de «galletas y balance de cuentas» aJohn Villiers, embajador británico en Lisboa, con el nombre deWellington y añadió: «Es la primera vez que firmo con mi nuevoapellido».17

Wellington, como lo llamaremos de ahora en adelante, al final,no tomaría parte en otra batalla hasta más de un año después.Entretanto, los asuntos políticos y militares le mantuvieron ocupado.En primer lugar, se dispuso a asegurar el territorio de Portugal. Enun memorando fechado el 20 de octubre de 1809, le dijo alteniente coronel Richard Fletcher, el comandante en jefe dezapadores, que, aunque los franceses por el momento no pudiesenatacar, lo harían en cuanto recibiesen refuerzos. Sabía queNapoleón había derrotado a los austríacos y que ya era libre paraconcentrarse en la península Ibérica. Lisboa y también el Tajo erandos puntos cruciales para la defensa de Portugal y, además, suposesión garantizaba la posibilidad de reembarcar las tropas

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británicas si el resto de la operación fracasaba. Fletcher recibió laorden de realizar una inspección exhaustiva (Wellesley compusouna lista de veintidós tareas específicas) con vistas a la construcciónde tres líneas de fortificación para cubrir el segmento de Portugalcomprendido entre el río Tajo y el mar. Se construyeron presas enlos ríos y se cortaron caminos para interrumpir el progreso francés;mientras, se levantaban fuertes sobre lomas defendidas por rampasy trincheras, tan próximos unos de otros que sus áreas de fuegoefectivo se entrelazaban. La primera línea cubría los treinta y doskilómetros que separan Alhandra del Tajo, a través de la ciudad deTorres Vedras, situada en la costa al sur del estuario del Ziandre.La segunda se construyó unos diez kilómetros más al sur y, latercera, centrada en el fuerte de San Julián del Tajo, protegía lazona de embarque. A continuación, Wellington redobló susesfuerzos para incrementar el coraje del ejército portugués,comenzando con la incorporación de una brigada de soldadosportugueses en cada una de sus divisiones y asegurándose de que laordenanza portuguesa, la milicia, estuviese correctamenteorganizada y preparada para destruir cosechas, almacenes devíveres, molinos y hornos en cuanto los franceses iniciaran suavance.

Por último, tuvo que lidiar con los diplomáticos británicos. Elgobierno de lord Portland, debilitado por el fracaso de unaexpedición enviada a la insalubre isla de Walcheren, frente a lacosta holandesa, cayó en 1809 entre tan serias recriminaciones quelord Castlereagh se batió en duelo con lord Canning. Nadie seencontraba cómodo con la nueva administración de los tories

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encabezada por Spencer Perceval. Lord Liverpool sustituyó a lordCastlereagh como secretario de Estado para la Guerra, y RichardWellesley relevó a Canning en el Ministerio de Asuntos Exteriores.William Wellesley-Pole partió para hacerse cargo de la jefatura dela Secretaría de Estado para Irlanda, y Henry Wellesley (quiendesmentía, amargamente, que él fuese el padre del último hijo de suesposa) tomó el cargo de representante británico en la JuntaCentral. Wellington sospechaba que el nuevo gobierno no duraríamucho tiempo, pero había decidido: «servir bajo cualquieradministración» que pudiera emplearle, y opinaba que «el espíritude partido en Inglaterra» sería culpado de «todas las desgracias delpresente reinado». La verdad es que tenía más razón de lo quecreía pues, a ojos de la oposición, formaba parte del odiado clanque ahora estaba ocupándose en España de lo mismo queanteriormente se había ocupado en India y, como observó unpolítico hostil hacia él: «Los Wellesley serían derrotados ahora si seles atacase del modo adecuado […]».

A Wellington no le sirvió de gran ayuda que la oposiciónestuviese ampliamente representada entre las filas del Ejército. Sulugarteniente, sir Brent Spencer, un gran favorito dentro de la corte,cometió varias indiscreciones durante una cena ofrecida por la CasaReal a los políticos a la que asistió mientras disfrutaba de unpermiso. Su edecán, Charles Stewart, era «un triste brouillon y unbribón». Incluso el temible Robert Craufurd, de la división ligera,que había recibido el perdón de Wellington por haber sido repelidopor los franceses en el río Coa, era un notable «piante», que nohacía más que quejarse del modo en que se estaba dirigiendo la

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campaña. Como no había ningún tipo de censura en el correo, losoficiales, cualquiera que fuese su rango, escribían cartas llenas defranqueza a sus hogares. Algunos no entendían por qué no habíanmarchado sobre Madrid y terminado la guerra, y otros se sentíancontrariados por el largo período de inactividad. Wellington estabadesesperado con todos ellos; «tan pronto como sucede unaccidente, todo hombre que sepa escribir, y que tenga un conocidoque sepa leer, se sienta a redactar su versión acerca de algo quedesconoce por completo […]».19

No importaba lo que pudiese suceder en Westminster, era enPortugal donde Wellington esperaba el siguiente golpe. Loscampesinos portugueses trabajaban duro bajo la supervisión de loszapadores en la tarea de adornar el paisaje con bastiones yalambores, barbacanas y baluartes que tanto gustan en las clásicasobras de fortificación. La tremenda magnitud de sus logros esimpresionante incluso hoy en día. Existe sobre la ciudad de TorresVedras un fuerte muy bien restaurado y, una vez en lo alto de susmurallas, se pueden divisar trabajos similares en las colinascircundantes. El término «campo fortificado» no sirve para definir elalcance de estas construcciones. Buena parte del ejército no ejerciótan onerosa labor, y Wellesley continuó con su implacable deseo dehacer de él el instrumento que ansiaba. La comandancia de Lisboarecibió la orden de que no se permitiese a los oficiales británicosque ocupasen una plaza en el teatro con los sombreros calados. Elteniente William Pearse, del 45° Regimiento, había sido «absueltocon todos los honores» de la acusación de conducta impropia de unoficial y caballero al verse envuelto en una pelea dentro de un

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burdel, pero el tribunal tuvo que formular de otro modo susentencia, pues Wellington estaba seguro de que no existía «oficialalguno dentro del Tribunal Superior de Justicia Militar que deseaseestablecer un nexo entre el término honor y el acto de acudir a unburdel».20 También le dijo a un oficial: «No puedo concederpermiso a ningún oficial cuya salud no requiera su regreso aInglaterra, ni tenga asuntos que no puedan bien esperar, o bien serresueltos por otra persona […] y confío -concluyó- en que meevitéis el dolor de tener que rechazar vuestra petición de nuevo».21

Aunque Wellington nunca llegó a tratar con Liverpool en losmismos términos que trató con Castlereagh, pues habían sidoamigos en su vida privada (lo cual, seguramente, valió de ayudapara distender la relación), el formal «milord» con el que solíaencabezar sus cartas (como aquélla del 21 de noviembre de 1809,en la que se lamentaba de que se hubiese publicado en la prensabritánica los efectivos y la disposición exacta de sus fuerzas) prontose sustituyó con un «estimado milord», un trato mucho menosrígido. En enero de 1810, informó de que sus hombres constituían«un ejército mucho mejor preparado, respecto al que conformabanunos meses atrás», y sin embargo, albergaba una inquietud: «Temoque se me escapen de las manos -decía- en cuanto me vea envueltoen una operación seria frente a un enemigo poderoso».

Aquel poderoso enemigo se presentó en la primavera de1810. El mariscal André Massena, con ciento treinta y ocho milhombres (quizá la mitad de ellos eran tropas de choque), habíarecibido la orden de reconquistar Portugal. Comenzó tomando lafortaleza de la población española de Ciudad Rodrigo, que

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dominaba la ruta norte hacia Portugal, el día 10 de julio; y a ésta lesiguió la captura de Almeida (ubicada al otro lado de la frontera, yaen tierras portuguesas) el 28 de agosto. En esta ocasión el proyectilde un mortero había incendiado el rastro de pólvora de un barril demunición en mal estado, volando así por los aires el polvorín entero.Su siguiente movimiento fue internarse en Portugal, donde sufrió elhostigamiento de la ordenanza a medida que progresaba a travésde la cuenca del Mondego. Wellington poseía un buenconocimiento del terreno, y bloqueó el avance francés el día 26 deseptiembre desde una formidable posición: una larga y abruptaladera que se extiende desde el pueblo de Bussaco hasta elMondego. Bussaco goza de una situación extraordinaria, inclusodurante los días más frescos de septiembre, la ascensión de laladera se presenta como una dura prueba; para una personacargada con un mosquete y pertrechos de campaña debía de seruna empresa casi irrealizable. Los dos ejércitos contabanaproximadamente con cuarenta y ocho mil hombres cada uno.Massena intentó ganar la posición más favorable del terrenoefectuando un ataque concentrado que lanzó muy temprano,durante la brumosa mañana, sobre un estrecho eje; las unidades deReynier asaltarían el sur de Bussaco y el mariscal Ney atacaría elpueblo. Pudo vislumbrar un breve destello de esperanza cuando elcompetente general Foy rompió la línea en el lugar defendido por el1er batallón del 45° Regimiento y tres batallones más de soldadosportugueses, hazaña que le permitiría alcanzar la cima. PeroWellington ya había ordenado a una división británica que sedesplazase hasta la cumbre, y los hombres de Foy fueron

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rechazados colina abajo.Wellington recorría al galope el largo y recto sendero que

pasa a través de la arboleda situada en la cima de la cresta, siemprealerta para organizar los contraataques, pero los jefes de susdivisiones mantenían la situación bajo control. El general de divisiónCraufurd, de la División de Infantería Ligera, lanzó su propiocontragolpe, gritando al 52°: «¡Vengad a Moore!». Los francesesperdieron más de cuatro mil quinientos hombres frente a las mildoscientas cincuenta y dos bajas sufridas en el bando deWellington; pero no reanudaron el asalto, sino que pasaron por laloma a través de desfiladeros que la ordenanza portuguesa habíadejado sin vigilancia debido a un malentendido.

Wellington tuvo que replegarse para evitar quedarse sinenlaces con la base, cosa que no le importó, pues, tal comoescribió en una carta enviada a Liverpool el 30 de septiembre de1810:

Este movimiento me ofreció una magnífica oportunidadpara mostrarle al enemigo la clase de soldados que componíaneste ejército. Llevó a los reclutas portugueses a enfrentarse alenemigo desde una situación ventajosa por primera vez, allípudieron demostrar que no desaprovecharían la oportunidadde hacer frente a la situación y que eran dignos de combatirentre las filas británicas […]23

Los franceses entraron en la indefensa ciudad de Coimbra el 1de octubre y continuaron su persecución. Sólo pudieron tomar laguarnición y hacer prisioneros a los enfermos hospitalizados duranteun oportuno asalto coordinado por el alcohólico coronel Nicholas

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Trant y sus soldados portugueses. Aquello, de haberlo sabidoMassena, era un anticipo de lo que vendría después. El climacambió el 7 de octubre, y el ejército de Wellington comenzó asituarse en la línea de Torres Vedras al día siguiente. Lasfortificaciones se hallaban defendidas por la milicia portuguesa, uncuerpo de soldados españoles y dos mil quinientos artilleros einfantes de marina británicos, de modo que dejaban al ejército deWellington campo libre para desbaratar cualquier intento de losfranceses de romper su posición. Massena se mantuvo en Sobraldurante diez días y a continuación retrocedió hasta una posiciónsituada entre Santarem y río Mayor. Sus hombres, duchos en elarte de vivir a costa del campo y carentes de la menorconsideración hacia las difíciles circunstancias del pueblo portugués,impresionaron a Wellington, pues, de algún modo, conseguían losvíveres en cantidad suficiente. Arthur informó a Liverpool de queaquello constituía «un ejemplo extraordinario de lo que el ejércitofrancés puede hacer», y continuaba diciendo: «Yo no pudemantener a una división en la zona en que ellos han conseguidoalimentar a no menos de sesenta mil hombres y veinte mil caballosdurante más de dos meses». 4

La situación no podía durar. A pesar de que las tropas deMassena se reforzasen con unos once mil hombres al mando deD'Erlon a finales de diciembre, nunca fue lo suficientemente fuertecomo para asaltar las líneas británicas. Y, además, la enfermedad,el hambre y las escaramuzas de los guerrilleros portugueses secobraban una media de quinientas bajas semanales. En el mes demarzo de 1811 el mariscal francés se deslizó hacia el noroeste

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abandonando la mayoría de sus vehículos de transporte ydesjarretando a todos los animales sobrantes. Hubo, el día 3 deabril, una fortísima contienda a orillas del Coa, y Massena logróalcanzar la ciudad de Almeida el día 11, después de una campañade once meses de duración que le había costado aproximadamentetreinta mil hombres.

La siguiente fase de la guerra se centró en las ciudadelasfronterizas de Ciudad Rodrigo, al norte, y Badajoz, más al sur. Estaúltima la había tomado Soult avanzando desde Andalucía. Enmarzo, Wellington confió a Beresford la misión de poner sitio a laciudad de Badajoz, mientras él se concentraba en Almeida yCiudad Rodrigo. Wellington invertiría tres días de su mejor hípicapara cubrir la distancia que separaba Badajoz de Ciudad Rodrigo.Durante aquella primavera también era responsable de una fuerzaacantonada en Cádiz al mando del muy fiable general sir ThomasGraham, que acababa de derrotar a los franceses en La Barrosa.Las tropas aliadas de Beresford en Extremadura y su propioejército destacado en Castilla la Vieja se enfrentaban cada uno a unenemigo potencialmente más fuerte y, tanto uno como otro,confiaron en sus líneas de comunicación con Lisboa.

Se libraron dos grandes batallas en esos momentos, y ambasfueron ganadas con esfuerzo por los aliados cuando los francesestrataron de levantar los sitios de Almeida y Badajoz. El 3 de mayode 1811 Massena atacó a Wellington en Fuentes de Oñoro, al surde Almeida, y volvió con renovados esfuerzos dos días después.No se trataba de una batalla defensiva cuidadosamente orquestadaal estilo de Bussaco, y en ella se dieron momentos realmente

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peligrosos. Uno de ellos fue cuando la inexperta 7a División fuesorprendida en campo abierto por una tropa francesa superior.Afortunadamente, en aquella ocasión Robert Craufurd y su divisiónde infantería ligera hicieron un providencial acto de presencia,rescataron a la 7a División y después consiguieron salir de lasituación gracias a un notable despliegue de disciplina y tácticasmenores.

La batalla concluyó con una sangrienta lucha en el mismopueblo de Fuentes. El soldado Thomas Pococke, del 71°, un actorque se había alistado después de caer víctima del pánico escénico,describió lo sucedido en su zona de batalla:

Una bayoneta atravesó mi ropa, casi rozándome elcostado, hasta alcanzar mi morral, donde se detuvo. El soldadofrancés dueño de la bayoneta cayó atravesado por el disparoefectuado por el hombre que avanzaba inmediatamente detrásde mí. Mientras trataba de librarme de la bayoneta, una balame impactó ligeramente en un hombro y mató a aquel hombresituado a mi espalda, cuyo cuerpo se desplomó encima de mí.

Este soldado disparó ciento siete salvas de mosquete aquellajornada, y su magullado hombro estaba «negro como el carbón»por el violento retroceso del arma. Los Rangers de Connaughtdesempeñaron un papel decisivo en la toma del pueblo. Pocockelos vio en el suelo «formando una alfombra de muertos y heridos dedos, y a veces hasta tres, cuerpos». 5 El 79° también sufrió grandespérdidas en Fuentes y, a pesar de las muchas preocupaciones deWellington, éste encontró un momento para escribir a su coronel,cuyo hijo había recibido una herida mortal al frente de su

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Regimiento.Siempre os acompañará el pesar y os lamentaréis por su

muerte, estoy convencido de ello. Pero colmo en que halléiscierto consuelo al tener la certeza de que cayó en acto deservicio, al frente de su valeroso regimiento, querido yrespetado por todos los que lo conocían, en una acción en laque, de algún modo, las tropas británicas rebasaron todas lashazañas que han realizado hasta ahora. Una acción cuyoresultado es el más meritorio dentro del ejército de SuMajestad.26

Después de fracasar en su intento de recuperar Almeida,Massena envió un aviso al gobernador de la localidadencomendándole que volara el polvorín y huyese. Partieron tressoldados franceses con el mensaje, disfrazados de campesinos.Dos de ellos fueron capturados y fusilados por espionaje, el tercerocumplió su objetivo. El hábil gobernador, el general de divisiónBrennier, envió la señal acordada, tres salvas a intervalos de cincominutos, para avisar a Massena de que había recibido la resolucióny dirigió a sus hombres en medio de la seguridad que lesproporcionaba una noche oscura como boca de lobo a través de unpuente sin vigilar en la población de Barba del Puerco. Wellingtonestaba furioso a causa del fracaso en la intercepción del correo, ydijo: «Éste ha sido el suceso militar más desgraciado de todoscuantos nos han ocurrido». Le dijo a Liverpool que él lo hubieseevitado de haberse hallado en el lugar pero, como ya habíadesplegado dos divisiones y una brigada para evitar la huida de milcuatrocientos hombres, tuvo confianza en que todo saliese según lo

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previsto. Luego retomó un alegato ya casi familiar: «Tengo laobligación de hallarme en todas partes. Si me veo forzado aausentarme de alguna operación, siempre hay algo que va mal».27

Arthur cargó la responsabilidad sobre Bevan, el tenientecoronel del 4o Regimiento que había sido destacado en el puente.En realidad, la orden la había redactado el a todas lucesincompetente teniente general sir William Erskine, quien se laguardó en el bolsillo junto a su caja de rapé y se olvidó de ella.Cuando Bevan recibió el aviso ya era medianoche. De haberlevantado el campamento y partido inmediatamente, habría llegadoa tiempo al puente. Sin embargo esperó hasta el amanecer, cuandoya era demasiado tarde; Brennier se había escabullido. Erskine ledijo a Wellington que el 4o se había perdido… que fue lo que élmismo redactó en el despacho que enviaría a Liverpool. Bevanrogó que se abriese una investigación pero, en vez de eso,Wellington decidió formar un consejo de guerra. El tribunal podríahaber eximido al teniente coronel de parte de la responsabilidad,pero éste no esperó a su resolución y se voló la tapa de los sesos.Wellington fue culpado por todos del suicidio de Bevan, aunque sifue consciente de ello nunca lo dejó entrever. Escribió una bruscamisiva al general de división Alexander Campbell, un hombre muyamigo del príncipe regente, advirtiéndole de que el ejército estabaardiendo «en deseos de avanzar y entablar combate con elenemigo», pero que haría mejor si mostraba una «fría y sagazvaloración de la operación».28 Fue incluso más franco en la cartaque escribió a su hermano William Wellesley-Pole, cuando le dijo:«No hay nada más estúpido que un oficial gallardo».29

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La convicción de Wellington acerca de que las cosas iríanirremisiblemente peor si él no se hallaba en el lugar de los hechos,se vio reforzada por los acontecimientos acaecidos en el sur.Siguiendo sus órdenes, Beresford había comenzado el sitio de lapoderosa fortaleza de Badajoz el día 5 de mayo de 1811. Susprogresos no se vieron dificultados simplemente por la tremendafuerza de la plaza, sino también por la preocupante escasez depiezas de artillería pesada. Por lo tanto, tenía que confiar en losvetustos cañones tomados en Elvas. Beresford abandonótemporalmente el cerco tan pronto supo que Soult estaba decamino a Badajoz con intención de liberar a la ciudad del asedio yse apresuró a salirle al encuentro. Junto a Beresford iban Blake yCastaños, dos comandantes de fuerzas españolas, que habíanaceptado combatir bajo su mando. El día 16 de mayo encontraronal enemigo en una pequeña loma situada en las cercanías deAlbuera. Soult se sirvió de una finta para inmovilizar el centro deBeresford, y a continuación descargó todo el peso de su fuerzasobre el flanco derecho de los aliados. Aunque muy a menudo lasfuentes británicas suelen tratar con desdén el comportamiento delos españoles en el campo de batalla, no cabe la menor dudaacerca del obstinado coraje de la división de Zaya, a la derecha dela formación de Beresford, la que encaró el primer asalto francés,concediendo a la división de Stewart tiempo para maniobrar.

La brigada de vanguardia de Stewart llegó justo a tiempo paraser recibida con un repentino aguacero, el cual dejó inservibles lamayoría de los mosquetes, y una decidida carga de caballería quesupo sacarle partido a su ventaja: tres de los cuatro batallones

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fueron hechos pedazos, los Pellejos (así era conocido el 3erRegimiento de infantería) perdieron el ochenta por ciento de susefectivos. Llegados a este punto, la presencia de ánimo deBeresford parecía haberse quebrantado y Lowry Colé, asesoradopor Henry Hardinge, un brillante y animoso oficial de su EstadoMayor, mandó avanzar a su 4a División sin esperar a recibirórdenes. Después tuvo lugar uno de los más prodigiosos tiroteos detodo el período. Las brigadas de Colé mantenían firmemente suavance, con los soldados cargando y disparando asombrosamenterápido, cerrándose al centro a medida que el fuego de mosqueteríay la metralla abrían huecos entre las filas. Los británicos sabían queestaban haciendo progresos porque la nacionalidad de loscadáveres que pisaban había cambiado, habían pasado de seraliados a ser franceses. Fue allí cuando el 57° Regimiento se ganósu nicho en el panteón militar, con su comandante en jefegravemente herido gritándoles: «¡Vended cara vuestra piel,vendedla cara!». Sir William Napier, oficial de infantería en lapenínsula Ibérica, y uno de los más notables historiadores de estacampaña, muestra un punto de vista un tanto subjetivo del modo enque se había desarrollado la batalla y una baja consideración haciaBeresford, pero su prosa crece hasta coronar el dramatismo de lasituación:

[…] Después se vio con qué fuerza y majestad combatenlos soldados británicos, nada pudo detener a aquellaextraordinaria infantería. No hubo brotes repentinos deindisciplinado valor, ni entusiasmo frenético que debilitase laestabilidad de su formación. Sus ojos relampagueaban fijos en

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las oscuras columnas que tenían al frente, sus pasosacompasados golpeaban el suelo, sus terroríficas descargasbarrían las líneas de las formaciones y sus ensordecedoresrugidos se imponían sobre los lamentos que estallaban portodas las partes entre aquella tumultuosa multitud… lapoderosa masa avanzó y, como si de un inestable talud setratase, se precipitó colina abajo. El agua de lluvia corríateñida de sangre, y ciento cincuenta hombres ilesos, lo quequedaba de seis mil irreductibles soldados británicos, semantuvieron triunfantes en la colina.30

Beresford había perdido seis mil hombres (dos tercios de ellospertenecientes a la infantería británica) y Soult ocho mil. El generalpagó un noble tributo a «la distinguida gallardía de las tropas» en eldespacho de guerra que envió a Wellington, e informó en lossiguientes términos: «Nuestros muertos, sobre todo los del 57°Regimiento, yacían en formación, tal como combatían, y todos losheridos lo fueron en el frente».31

Beresford le escribió a Wellington en el momento en que Soulthizo acto de presencia y Wellington, tan receloso como siempre,partió a toda velocidad hacia el sur cabalgando tan rápidamenteque dos de sus caballos murieron. Pero llegó demasiado tarde;Beresford ya había librado la batalla de Albuera antes de queArthur alcanzase el lugar. Wellington, al ver que Beresford estabadesolado por el número de bajas, hizo todo lo que pudo paraconsolarlo diciéndole: «No podríais haber salido victorioso desemejante situación sin sufrir un gran número de pérdidas. Hayveces en que debemos sobreponernos a este tipo de sucesos, pues,

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de otro modo, habría que abandonar el juego».32 Pero estuvo másduro cuando escribió a su hermano Henry unos días más tarde. Losespañoles, aunque eran capaces de realizar grandes muestras devalor, eran muy rígidos y los británicos tuvieron que «sufrir lasconsecuencias» al asistirlos. «No tengo mucha confianza en elresultado de otra acción -continuó-, si nos viésemos obligados acombatir.»33 En Fuentes, Wellington había encarado a una fuerzasuperior dispuesta a liberar Almeida y la había derrotado sufriendodos mil bajas. Beresford, a pesar de la ventaja numérica, habíaperdido muchos más efectivos. Arthur visitó un hospital levantadocerca del campo, el lugar estaba repleto de heridos del 29°Regimiento. «Hombres del vigésimo noveno, me pesa mucho ver atantos de vosotros aquí», les dijo. «Si vuecencia nos hubiesedirigido -replicó un sargento-, mi general, ahora no habría tantos delos nuestros aquí.»34 Un soldado del 7o de Fusileros, oriundo deTyneside, le apuntó la misma cuestión a su compañero JohnSpencer Cooper la mañana de la batalla:

- ¿Por dónde anda Arthur? -preguntó.- No lo sé, no lo he visto -replicó Cooper.- ¡Ah! Cuánto me gustaría que estuviese aquí.- Y a mí también.35A pesar de las victorias de Fuentes de Oñoro y Albuera, los

franceses todavía conservaban Badajoz y Ciudad Rodrigo y podíanusarlas como trampolín en caso de realizar una nueva invasión dePortugal. Aquel verano, Wellington volvió a asediar Badajoz, peroapenas hizo progresos y, además, el intento de tomar al asalto elfuerte de San Cristóbal, una barbacana situada en la orilla norte del

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Guadiana, fue sangrientamente repelido. William Wheelersobrevivió al ataque y elogió el estado en el que se encontraban elalférez Dyas («un joven oficial que promete, poseedor de la másexcelente disposición y apreciado por todos los hombres delcuerpo») y otros supervivientes.

Estaba sin sombrero [Dyas], con la espada rota por undisparo casi a la altura de la empuñadura, tampoco tenía lavaina, y los faldones delanteros de su casaca estabanagujereados por las balas. En realidad, todos los queregresaron tenían marcas evidentes del lugar donde habíanestado. Sus cascos, los cerrojos de los mosquetes o suscinturones estaban más o menos dañados. Yo mismo tenía tresagujeros de bala en mi sombrero, uno de los cuales ocupaba ellugar de mi enseña y del penacho. Mi cerrojo estabaestropeado a la altura de la llave, y una bala había atravesadola culata.36

Wellington terminó por admitir que no podría tomar la plazamientras hubiese poderosas unidades francesas rondando por lascercanías, y se desplazó al norte para probar en Ciudad Rodrigo.Pero el problema seguía siendo el mismo: los fuertes contingentesmilitares franceses se hallaban demasiado próximos para permitirleorganizar un asedio con posibilidades de éxito. Las cosas nocomenzarían a rodar a su favor hasta finales de año, cuando partede las tropas de Marmont, las destacadas en Castilla la Vieja,fueron enviadas a Valencia para socorrer al mariscal Suchet en lalucha que mantenía con los españoles. Papaíto Hill constituyó una

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valiosa ayuda al trasladarse desde Portugal, demoliendo una unidadfrancesa a su paso por Arroyos Molinos, con su bagaje de asediodotado de piezas de artillería pesada siguiéndolo de cerca. El 8 deenero de 1812, el ejército aliado comenzó el asedio de CiudadRodrigo, en medio de un clima tan frío que, como John Mills, de laGuardia de Coldstream, le escribió a su madre, «el agua secongelaba en las cantimploras de los soldados».37

La cautivadora localidad de Ciudad Rodrigo, con sus altasmurallas y el viejo castillo mudéjar, domina todavía los alrededores.Su majestuosa posición, antaño fuente de poder, se veía entonces,en la edad de la artillería, debilitada. Y sus murallas no eran, nimucho menos, tan resistentes como las de Badajoz. Los franceseshabían reparado los daños causados cuando tomaron la plaza, en1810, y construyeron un reducto en la cima de la loma del GranTesón, un otero que domina la zona norte de las defensas. LaDivisión Ligera la tomó durante la noche del 8 de enero e,inmediatamente, los aliados comenzaron a excavar trincheras ysituar piezas de artillería pesada, que iniciaran las descargas el día13 de enero. Seis días después, habían abierto dos brechas en lasdefensas de la ciudad; la mayor frente a la loma del Gran Tesón y lamenor situada un poco más hacia el este. Wellington ordenó unasalto a la posición aquella noche; la 3a División de sir ThomasPicton atacaría la primera brecha y la División Ligera de Craufurd lasegunda. También se lanzarían asaltos de cobertura en distintasáreas.

La ofensiva comenzó alrededor de las siete de la tarde del día9 de enero. Los franceses defendieron ambas brechas con

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obstinación, incluso volaron una mina (excavada bajo la brechamayor) causando bajas en los dos bandos, justo cuando la brigadade vanguardia de la División Ligera alcanzaba la posición. Peroambas divisiones,

dirigidas con magnánima valentía, lograron grandes progresosuna

vez dentro de la ciudad y, además, las unidades que realizaronlos

ataques de cobertura también habían conseguido entrar en laplaza.

Para entonces, la guarnición francesa sabía muy bien quemantener

una resistencia prolongada no sólo sería infructuosa, sino queserviría para exaltar el furor de los asaltantes quienes, por otro lado,no estaban obligados a dar cuartel a los defensores una vez que sehubiese abierto una brecha. John Mills entró en la ciudad despuésdel asalto y contempló un escenario de cosas «que no podían ser nidescritas ni imaginadas». El teniente John Kincaid, del 95°Regimiento,

había formado parte de la partida de asalto de la divisiónligera, y describió del siguiente modo:

Una ciudad tomada al asalto supone un aterradorescenario de atrocidades pues tan pronto como los soldadosobtienen el control de la plaza piensan que tienen libertad parahacer lo que les venga en gana […] sin considerar que lospobres habitantes del lugar muy bien podrían ser amigos yaliados […] y nada, aparte de los más extraordinarios

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esfuerzos de los oficiales, puede hacerles recuperar el sentidodel deber.38

Picton hizo todo lo que estuvo en su mano para restablecer elorden, blasfemando como un arriero y fustigando a los borrachoscon el cañón de un mosquete roto, pero sólo la extenuación de lasoldadesca logró detener el pillaje. A la mañana siguiente, cuandoWellington entró a caballo en la ciudad, descubrió una estrambóticaprocesión de hombres que avanzaban a trompicones. «Algunosvestidos con capotes de los franceses, otros con pantalones decaballería blancos y tremendas botas altas y otros con sombrerosde tres picos y coletas. Muchos de ellos llevaban sus espadassujetas al cañón de los rifles y, atravesados en ellas, jamones,lengua, hogazas de pan y no pocos portaban jaulas con aves decorral.» «¿Quiénes son, por el amor de Dios, esos tipejos?»preguntó Wellington, y le contestaron que eran efectivos del 95°Regimiento.39 En esta ocasión «no mataron civiles españoles y sólomolestaron a unos pocos», pero aquello no auguraba nada bueno.

El asedio le había costado a Wellington quinientas sesenta yocho bajas, otras tantas a los franceses, aunque estos últimoshabrían de contar, además, con que toda la guarnición, unos dos milhombres, había caído prisionera. Entre los heridos se encontrabaRobert Craufurd. Una bala de mosquete le había alcanzado laespina dorsal y languideció en la agonía durante una semana,período en el que preguntó una y otra vez por George Napier,quien había comandado la partida de asalto de su división y habíaperdido un brazo. Craufurd era un estratega inspirado, estricto ydisciplinado, pero también fue uno de los «llorones» que se habían

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quejado en Inglaterra ante sus amigos porque Wellington semostraba demasiado cauteloso. Se disculpó por ello antes de moriry Wellington meditó sobre el asunto diciendo: «Me habló como lohacen en las novelas». La División Ligera lo enterró en la brechamenor. Craufurd siempre había insistido en que la división nuncadebería perder la formación en su línea de avance y así, al regresardel funeral, cuando la primera columna se encontró con una granzona pantanosa, continuó su avance en línea recta, a través de unagua gélida que les llegaba a los muslos. Los oficiales y el resto desoldados que iban tras ellos los siguieron en silencio. Kincaidrecordaba cuan impopular era Craufurd, «y no fue hasta pocodespués de haberlo perdido -dijo- cuando fuimos capaces dereconocer sus méritos».

El 29 de enero de 1812, Wellington informó a Liverpool deque estaba dispuesto a atacar Badajoz en cuanto le fuese posiblehacerlo, o sea, en cuanto las defensas de Ciudad Rodrigo yAlmeida estuviesen adecuadamente restauradas y se hubieseestablecido la guarnición apropiada. A mediados de marzo seencontraba en Elvas, escribiéndole una severa carta al general donCarlos de España, quien le pedía quince o veinte artificieros, endonde le decía que no sabía qué hacer al ver que no se hallabantales especialistas entre las filas españolas. El estado en que seencontraba su aliado suponía una «triste preocupación» pues «todaslas cosas […] han de ser realizadas por soldados británicos».40Pero no todo era pesimismo: las Cortes españolas lo habíannombrado duque de Ciudad Rodrigo y Grande de España, y supropio gobierno lo ascendió de vizconde a conde. Pero cuando un

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Wellesley ascendía, otro caía. Richard, cuya escandalosa vidasentimental atrajo no pocas críticas, renunció a su puesto en elMinisterio de Asuntos Exteriores y le dijo a Wellington que el«gabinete republicano» de Spencer Perceval era «algo demasiadonimio para cualquier hombre que tuviese buen gusto, o miras máselevadas». Pero ello estropeó la posibilidad de derrocar al gobiernoy llegar a ser, quizá, primer ministro. Poco después, SpencerPerceval murió asesinado a manos de un comerciante arruinado porla guerra y no hubo trabajo para Richard. Liverpool llegó a serprimer ministro, Castlereagh continuó en el Ministerio de AsuntosExteriores y lord Bathurst recibió el cargo de ministro para laguerra. Su otro hermano, William, podría haberse mantenido en elministerio, pero declinó el cargo alegando que ello perjudicaría susrelaciones con Richard. Sin embargo, el porvenir que se avecinabaparecía aún más sombrío pues, con la oposición en el poder y lapaz con Napoleón, Wellington tenía la impresión de que elGobierno estaba entonces menos resuelto a continuar la guerra, yquizá fuese más vulnerable a las malas noticias que pudiese recibirdel frente.

A mediados de marzo de 1812, los pensamientos deWellington se centraron más en las fortificaciones que en la política.Siempre estuvo claro que Badajoz sería una plaza más difícil detomar que Ciudad Rodrigo. La ciudad se hallaba protegida, de unlado, por el río Guadiana y, del otro, por el caudaloso arroyoRivillas. Y además, sus fortificaciones eran bastiones modernos,bajos y poderosos, donde solamente el castillo mudéjar que se alzasobre la esquina noreste de la ciudad ofrecía un blanco fácil para la

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artillería, aunque el Rivillas impedía que las piezas pudiesendisponerse mas próximas al objetivo. El gobernador, el general dedivisión Armand Phillipon era un hombre experimentado y decididocuya guarnición de cuatro mil soldados recibía un apoyo entusiastapor buena parte de los lugareños. El día 17 de marzo, al ocaso ybajo unas condiciones meteorológicas espantosas, las partidas dezapadores de Wellington comenzaron a cavar trincheras frente a lacara sureste de Badajoz. La respuesta llegó al día siguiente, cuandola artillería francesa dañó seriamente las obras. Por la noche losfranceses organizaron una audaz salida en la que cayó herido elcoronel Fletcher, el jefe del cuerpo de zapadores de Wellington, yque produjo más daños aún. Una barbacana, llamada FuertePicurina, fue tomada al asalto el día 24, esto permitió situar loscañones pesados de demolición más cerca de su objetivo y batir asílas murallas de Santa María y Trinidad. El día 6 de abril, Wellingtonsupo que ya se habían abierto tres brechas practicables. Bienpodría haberle gustado ensancharlas un poco más antes dedesencadenar el asalto pero, aunque sir Thomas Graham parecíacapaz de contener a Soult en el sur, en el norte Marmont se habíapuesto de nuevo en movimiento, y eso hizo que Wellington temiesepor Ciudad Rodrigo. En consecuencia, ordenó que se efectuase elataque aquella misma noche.

La División Ligera y la 4a habrían de atacar las brechasprincipales, la 3a División de Picton tendría que escalar las murallasde la ciudad y la 5a División de Leith asaltaría las todavía intactasmurallas del frente noroeste. Cuando comenzó el ataque, alrededorde las diez de la noche, la guarnición estaba perfectamente

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preparada para rechazarlo. Debris, que podía haber proporcionadocobertura a los atacantes, había sido desplazado. Se habíancolocado planchas erizadas de púas sobre la pendiente deescombros situada frente a las brechas de las murallas y hojas deespadas, sólidamente clavadas en robustos maderos bloqueaban laparte superior. Tenían bombas de mecha y granadas dispuestas asu alcance y los soldados de infantería de la primera línea recibiríanmosquetes cargados de sus cantaradas de retaguardia. Ni siquierallegar al pie de las brechas era tarea fácil, pues el foso defensivosuponía un escollo considerable. Varios hombres murieron al caerde las escaleras de madera que utilizaban para salvarlo y otros encambio, se ahogaron en el agua que lo inundaba. El teniente HarrySmith, del 95° Regimiento, recordaba que con la primera descarga:

Nos cayó encima tal cantidad de fuego que jamás podréolvidar el saludo que nos brindaron. Nunca vi cosa semejante,ni antes ni después. Fue asesino. Bajamos a toda prisa de lasescalas y nos apresuramos hacia la brecha, pero nuestraformación estaba desmadejada y no teníamos potencia a pesarde que cada uno de los soldados se portó como un héroe […]Un fusilero logró resistir entre las hojas de las espadas de laempalizada. Nosotros realizamos un glorioso ataque paraseguirlo pero ¡ay! Todo fue en vano. Lo abatieron. O'hare, miviejo capitán, el comandante del grupo de asalto, pereció.Todos fueron gravemente heridos excepto, creo, yo mismo yunos pocos Freer del 43° Regimiento.

Pude situarme durante unos segundos en la pared del

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bastión cercano a la brecha; allí, los bolsillos de mi casaca rojase llenaron con las esquirlas de piedra que arrancaban lasbalas de los mosquetes. Aquellos que no cayeron fueronrepelidos hacia las escaleras por esa lluvia de muerte.41

No se logró progreso alguno en las más de cuarentaacometidas sucesivas, y los soldados franceses situados en lo altode la brecha se mofaban de los asaltantes preguntándoles si noquerían entrar en Badajoz.

A los hombres de Picton no les fue mejor en el castillo.Tuvieron que cubrir cerca de ochocientos metros cargando con suspesadas y burdas escaleras de madera hechas a mano, para luegocolocarlas en la base de las murallas de diez metros de altura,mientras los defensores les disparaban desde arriba, les arrojabanproyectiles, carcasas incendiadas y también cestos de mimbrellenos de despojos empapados en aceite que les proporcionabanluz para disparar con mayor precisión. El joven George Hennellservía como voluntario en el 94° Regimiento, y nunca antes habíaentrado en acción. Cuando su compañía reptaba a gatas pendientearriba, un proyectil de veinticuatro libras estalló alcanzando a unadocena de hombres que «se hundieron con unos gemidos quehabrían conmovido el alma y los nervios del más veteranosoldado…». Cuando alcanzaron la base de la muralla, «los muertosy heridos componían un tapiz tan espeso -relata- que los pisábamoscontinuamente. […] Los hombres no estaban tan ansiosos por subirescaleras arriba como yo había supuesto pues se encontraban en elfoso todo lo apelotonados que era posible estar…».42

Wellington se hallaba en el alto montículo que se alza al este

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de la ciudad recibiendo los partes de guerra, que eran cada vez másy más sombríos. El oficial médico jefe, el doctor James McGrigor,estaba mirándolo cuando llegó la noticia de que todos los asaltoshabían fracasado y las tropas habían sufrido fuertes bajas:

En ese momento recorrí con la mirada el semblante delord Wellington, iluminado por la luz de las antorchas. […] Esavisión ha dejado una impresión indeleble en mi memoria. […]La mandíbula le colgaba, proporcionándole al rostro uninusual alargamiento, mientras que la luz de las teas letransferían un aspecto desvaído. Pero, aun así, su expresiónera firme.43

Wellington, creyendo que McGrigor era un oficial de la plana,le pidió que ordenase a Picton que realizase un último intento detomar el castillo y luego, dándose cuenta de su error, mandó en sulugar a un edecán. No podemos asegurar que esa desesperadapetición espolease a la 3a División para lanzarse a una nuevaoperación, pues ya se habían llevado a cabo repetidos esfuerzospara situar las escaleras en la muralla. Por otro lado, Picton habíasido herido y fue el general de división James Kempt quien asumióel mando aunque probablemente fuese Henry Ridge, el tenientecoronel del 5o Regimiento, el primero en abrirse camino en laempalizada y ganar la zona superior. Poco después recibiría undisparo mortal, pero muchos de sus hombres lo siguieron, sedesplegaron en abanico a lo largo de las murallas e hicieronretroceder a las fuerzas defensoras. El teniente McPherson, del 45°Regimiento, apenas sin resuello y con dos costillas rotas por una

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certera bala de mosquete, providencialmente desviada gracias a unpuñado de doblones españoles que guardaba en los bolsillos de suguerrera, atacó la torre, arrió la bandera francesa y en su lugar izósu propia casaca roja. Casi al mismo tiempo, los soldados de Leith,que habían atacado poco después, forzaron una vía por el noroestea medida que la resistencia se debilitaba. Phillipon, por su parte,realizó un último intento de contraataque y luego huyó a través delpuente hasta el fuerte de San Cristóbal, lugar donde se rendiría a lamañana siguiente.

Badajoz se convirtió en un lugar horrible aquella noche.Edward Costello, del 95° Regimiento, recuerda cómo «los gritos yjuramentos de la ebria soldadesca en busca de más alcohol, lasdetonaciones de las armas de fuego y los golpes en las puertas,junto a los atroces chillidos de desventuradas mujeres, podríanhacer creer a cualquiera que se hallaba en el mismo infierno». Elsoldado John Spencer Cooper, del 7o de fusileros, reconoció que«se interrumpió el servicio de órdenes. El saqueo constituyó la únicaconsigna aquella noche. Algunos se cargaron de trofeos y luego,borrachos, fueron brutalmente robados por sus propioscompañeros. Eso duró hasta el segundo día después del asaltofinal».45 El teniente William Grattan se sintió igualmenteimpresionado por hombres que caían…

… sobre las mujeres, ya profundamente alteradas, y lesarrancaban las baratijas que adornaban sus cuellos, dedos uorejas. Finalmente, las despojarían de sus ropas […] Muchosde ellos fueron flagelados pero, aunque se afirmase locontrario, ninguno fue ahorcado a pesar de que cientos de ellos

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lo mereciesen.46El gran número de bajas sufrido durante el asalto (los aliados

perdieron casi cinco mil hombres durante el asedio, y la divisiónLigera y la 4a unos dos mil quinientos en las brechas) puedeexplicar, aunque no justificar, los hechos ocurridos en Badajoz.Todavía se conservan tristes recuerdos de las atrocidadescometidas cuando las tropas norteafricanas del general Francotomaron la plaza durante la Guerra Civil Española, y, recientemente,se le negó al Real Regimiento de Fusileros el permiso para erigir unmonumento en conmemoración de su papel durante el asedio. Lasbrechas se han reparado y los bastiones se dejan entrever a travésdel parque y del barrio, pero el castillo, todavía con las cicatricescausadas por la artillería, posee un aire siniestro, y no es lugarapropiado para permanecer tras el ocaso. Me alegré de abandonarBadajoz.

Wellington informó a Liverpool como sigue: «El asalto aBadajoz proporciona una formidable muestra de la gallardía denuestras tropas como nunca antes se había visto. Sin embargo,espero con todas mis fuerzas no ser jamás el instrumento que loscoloque de nuevo ante una prueba de tal envergadura». Arthurestaba profundamente conmovido por la carnicería que tuvo lugaren las brechas abiertas en las murallas, el lugar donde Grattanpensó: «No es posible mirar a esos valientes, todos ellos muertos oespantosamente mutilados, sin recordar lo que habían sido tan sólounas pocas horas antes».47 Wellington estalló en lágrimas, perocuando Picton apareció caminando renqueante con su piernaherida, se mordió los labios. «Hice todo cuanto pude para

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contenerme -confiesa-, pues estaba avergonzado de que me viesellorar, mas no pude. Y él sabía tan poco de mis sentimientos quedijo: «Dios mío, pero ¿qué es lo que pasa?».»48

Las escenas que se desarrollaron en la ciudad apenas fueronmenos impactantes. Wellington recordaba haber entrado a unsótano donde los soldados yacían tan borrachos que el vino se lesescapaba por la boca, y a punto estuvo de ser alcanzado por unode sus camaradas que disparaba al aire. Una orden general,fechada el día 7 de abril de 1812, anunció que debían cesar lossaqueos, y se levantaron cadalsos en la plaza para ayudar a que seentendiese el significado de las órdenes. Un edecán escribió queWellington se hallaba tan enojado que apenas pudo pasar revistapara agradecerle a la tropa su labor.

Mientras Wellington se preparaba para abandonar Badajoz, amedio continente de distancia Napoleón estaba a punto deemprender su fatal campaña contra Rusia. Una vez más sepresentaron conexiones entre las ambiciones del emperador y losasuntos de la península Ibérica. Antes de partir, Napoleón ordenó aMarmont que preparase una nueva ofensiva en Portugal y leprohibió cooperar con Soult en el sur. El emperador francéscontaba con más de doscientos treinta mil soldados en España,pero éstos se encontraban repartidos en cinco ejércitos y, además,tanto la necesidad de montar operaciones contra la guerrilla comocontra el ejército regular español hacía difícil que pudiesen cooperarcontra el, en comparación, pequeño ejército de Wellington(contaba con apenas sesenta mil soldados regulares), aunque se leshubiese ordenado que lo hicieran. Además, con un rey tan poco

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marcial como José I Bonaparte como capitán general, cuyosdespachos se tenían que abrir paso a codazos desde París y podíantardar más de un mes en llegar, no había ocasión de evitar lasenemistades entre los mariscales ni tampoco se presentaba laoportunidad de plantear una estrategia coherente.

Wellington no estaba seguro de si debía atacar primero aMarmont o a Soult, pero sabía que habría de reforzar CiudadRodrigo antes de emprender cualquier acción. Comenzó poniendoen movimiento una enorme cantidad de maniobras de distracciónpara impedir que los franceses lograran concentrar sus fuerzas, y unmuy bien dirigido golpe de mano por parte de Hill capturó el pasodel Tajo en Almaraz (donde los franceses habían sustituido eldañado puente de mampostería por un pontón) cortando así elcanal de comunicación entre Marmont y Soult. Wellington se dirigióentonces hacia Salamanca, entró en esa bella ciudad universitaria el17 de junio de 1812, donde se le recibió con caluroso entusiasmo,y tomó sus fuertes diez días después. Allí recibió la noticia de laderrota del teniente general John Slade en una insignificante acciónde caballería acaecida en Maguilla, a la que Ian Fletcher calificóacertadamente como «el más vergonzoso combate de caballería detoda la guerra», lo cual provocó que escribiese a Rowland Hill sutan citada desaprobación por las descerebradas estrategias dealgunos oficiales de caballería.49

Entonces resolvió maniobrar contra Marmont, quien tratabade obligarlo a regresar a Ciudad Rodrigo, y durante los díassubsiguientes ambos ejércitos evolucionaron paralelamente sobre elterreno, uno frente a otro, como dos espadachines en busca de una

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oportunidad para lanzar su estocada. «Marmont, desde luego, nose arriesgará a llevar a cabo ninguna acción a no ser que poseaalguna ventaja y yo -le dijo Wellington a sir Thomas Graham-,ciertamente, tampoco me arriesgaré hasta que tenga una; a partir deahí, las cosas no parece que nos lleven a ninguna parte en un futuropróximo siguiendo ese criterio.»50 Al amanecer del día 22 de julionada hacía sospechar que aquel día no sería como cualquier otro ylos dos ejércitos, unos cincuenta mil hombres en cada uno,continuaron su marcha en campo abierto uno frente a otro, junto algran meandro que el río Tormes forma al oeste de la ciudad deSalamanca.

Para Wellington fue como una temporada de prueba. Duranteel día hacía un calor abrasador y el polvo hacía que los hombrespareciesen deshollinadores; sin embargo, las noches eran tan fríasque las tropas llegaban a desenterrar ataúdes en busca de leña paralas hogueras. Wellington declaró que jamás, en toda su vida, habíapasado tanto frío y también que estaba falto de sueño. El generalbritánico había dormido menos de cuarenta y ocho horas en dossemanas, por ello echaba una siesta siempre que podía, muchasveces tumbado en la hierba con un periódico cubriéndole el rostro.Su práctica de emitir las órdenes en persona y «supervisar cadaoperación de las tropas» implicaba que se hallase frecuentementeen situaciones arriesgadas, y aquel mes de julio, la caballeríafrancesa lo aisló a él y a toda su plana mayor. Un testigo observóque Wellington y Beresford salían al galope de una refriega con lasespadas desnudas y que el primero parecía «más que complacido».A pesar del agotamiento de la campaña, a sus cuarenta y tres años

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era:Un hombre en la flor de la vida, de cinco pies y diez

pulgadas de estatura [un metro ochenta, aproximadamente],con anchos hombros y un pecho bien desarrollado. Suconstitución se asemejaba más a un crucero que a un buque deguerra, a un galgo más que a un mastín; todo él parecía estardiseñado para la velocidad y la acción, duro como el acero ycapaz de una gran resistencia.51

Wellington alardeaba de poseer «la vista aguda del halcónpropia de su familia». Gleig creía que sus ojos eran de un color«azul violáceo oscuro, o quizá grises» y observó que «incluso alfinal de su vida era capaz de distinguir objetos a gran distancia».52

El campo de batalla salmantino permanece como uno de losmás evocadores de esta o de cualquier otra guerra. El desarrollo noha estropeado su belleza natural, y el llano (no muy distinto alpelado paisaje de la planicie de Salisbury, pero a una escala muchomayor) se encuentra dominado por dos colinas achatadasconocidas como el Arapil Chico y el Arapil Grande, con losedificios de color miel de la ciudad de Salamanca recortados contrael horizonte. La llanura no es en modo alguno completamente plana,en realidad está ondulada por las suaves lomas que la cruzan,siendo éstas más notables al oeste y al nordeste del Arapil Chico.La madrugada del 22 de julio hubo pequeñas escaramuzasalrededor de la derruida capilla de Calvarrassa de Arriba, cuyaimportancia residía en que quien la ganase podría ver todo lo que seaproximase tras la última loma. Poco después, los británicosocuparon el Arapil Chico, y los franceses el Grande después de

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repeler a las tropas portuguesas que arremetieron tratando detomarlo. A medida que pasaba la mañana, ambos ejércitos sedesplazaron hacia el sudoeste. Mientras tanto, la mayoría de losefectivos de Wellington continuaban ocultos a la vista de losfranceses tras la gran loma situada al nordeste del Arapil Chico. Laúnica excepción fue Ned Pakenham, que había sustituido al heridoPicton al frente de la 3a División, que se dirigía hacia Aldeatejada,situada en el flanco occidental de las fuerzas de Wellington.Wellington pasó la mañana en el Arapil Chico y en la loma situadaal oeste del mismo, sobre el pequeño pueblo de Los Arapiles.Desde allí pudo ver que la evolución del ejército francés era másrápida que la suya, como de costumbre. Francis Seymour Larpent,el jefe de los expertos funcionarios de Wellington, tenía su propiopunto de vista de la situación:

En orden de marcha, nuestros hombres no tienen nadaque hacer frente a los franceses. Estos últimos podrían darlesuna tremenda paliza, principalmente, creo, porque como grupoes un contingente más inteligente y lo saben, prevén lasconsecuencias. Eso los mantiene sobrios y disciplinadossiempre que es necesario; en las situaciones apuradas suesfuerzo y su actividad sin rival, en campo abierto, sonasombrosos. Nuestros hombres se vuelven irascibles y sedesesperan, beben en exceso y cada día se debilitan y se hacenmenos aptos para seguir adelante, principalmente por suconducta. […] En todos los aspectos, excepto en el valor, losbritánicos como soldados son inferiores a los franceses o losalemanes.

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Wellington, que sospechaba que Marmont pudiese variar elsentido de la marcha hacia su derecha, mandó salir tropas desdedetrás de la loma y ordenó que se extendiesen en línea a través deLos Arapiles. Por un momento pareció como si Marmont, cuyosexploradores presionaban hacia el extremo sur del pueblo,estuviese decidido a atacar, pero entonces se pudo observarclaramente cómo los franceses, desplegados frente a la llanura enbloques separados según cada división, todavía avanzaban hacia eloeste. Alrededor del mediodía, Wellington, que progresaba haciauna granja de Los Arapiles mientras mordisqueaba un muslo depollo y lanzaba miradas a los franceses a través de su catalejo,exclamó de repente: «¡Por Dios que lo conseguiremos!». Arrojó lacomida por los aires, subió a su montura de un salto y partió al trotehacia la cumbre de la colina en busca de una perspectiva mejor.Entonces se volvió hacia el general Miguel de Álava, su general deenlace en el ejército español, y le dijo: «Mon cher Álava,Marmont est perdu». Y dicho esto, se dirigió hacia el oeste,dejando atrás a los oficiales de su Estado Mayor, para reunirse conNed Pakenham. «Ned, ¿habéis visto a esos tipos de la colina? -inquirió señalando la división de vanguardia francesa-. Pues forma atu división en columna, ve a ellos y mándalos al infierno.» «Así loharé, milord, si me estrecháis la mano», replicó Pakenham.Wellington no era un hombre dado a las demostraciones de afecto,pero estrechó la mano de su cuñado con evidente emoción.54

Cuando los hombres de Pakenham maniobraron para efectuarel ataque, éstos no aparecieron a la vista de los franceses hasta quese hallaban a poco menos de quinientos metros de distancia,

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Wellington desanduvo el camino que había recorrido y ordenó quese efectuase un ataque en cuanto la 3a División entrase en contactocon el enemigo. Lo que sucedió después podría describirse comouna sucesión de mazazos descargados en los flancos de lasespaciadas unidades francesas, demasiado distanciadas unas deotras para concentrarse en un punto y encarar la amenaza. Cuandolas tres divisiones de infantería de su derecha se lanzaron en unaoleada, la caballería de Wellington, a las órdenes del tenientegeneral sir Stapleton Cotton, se abalanzó contra los franceses. Lacaballería pesada, bajo el mando del general de división JohnGaspard Le Marchant, desbarató una división francesa y dañóseriamente a otra. Pero Le Marchant murió a causa de un proyectilque le partió la espina dorsal justo en el momento de la victoria.«Por Dios, Cotton -gritó Wellington-, juro que jamás he visto nadamás hermoso en toda mi vida. ¡La victoria es suya!»

Marmont había caído herido por una esquirla procedente deun obús británico (al final de sus días, alguna alma poco caritativa lepresentaría al sargento artillero encargado de aquella batería), y elmando recayó en manos del general Bonnet, que también fueherido, hasta que finalmente el general Clausel se hizo cargo de lasituación. Este último reaccionó brillantemente frente a ladestrucción de su ala izquierda mandando dos fuertes divisiones alcentro de Wellington. El contraataque llegó justo después de querechazasen un asalto aliado sobre el Arapil Grande, asalto que dehaber sido lanzado contra un comandante mediocre muy bienpodría haber tenido éxito, pero Wellington tenía la fuerte línea de su6a División preparada para recibir a los franceses. Entonces se

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desarrollaron una serie de acciones, familiares ya, cuando lascolumnas chocaron entre los Arapiles. Clausel se las arregló parabloquear el camino hacia Alba de Tormes con la división de Ferrey,intacta todavía, que luchó valientemente mientras caía la nochehasta que su comandante en jefe fue partido en dos por una bala decañón. Marmont había perdido al menos catorce mil hombres yveinte cañones, frente a los aliados, que habían sufrido menos de lamitad de esas bajas. La magnitud de la derrota podría haber sidoincluso mayor, pero Carlos de España había apartado la guarnicióndel puente de Alba de Tormes y ello permitió a los franceses cruzarel río con seguridad. «Si hubiese sabido que el puente carecía deguarnición en Alba de Tormes, hubiese marchado sobre él yprobablemente los hubiese tomado prisioneros a todos», apostillóWellington.55

Salamanca proporcionó la equívoca impresión de queWellington era, simplemente, un gran general experto en laboresdefensivas. Maximilien Foy, que comandaba una división francesaaquella jornada, no comulgaba con esta idea:

La batalla elevó la reputación de Wellington hastaequipararla con la de Malborough. Hasta ahora estábamosprevenidos por su prudencia, su buen juicio para escoger unaposición y la habilidad para sacarle partido. En Salamanca semostró colosal, muy hábil, un maestro en el movimiento detropas. Mantuvo sus intenciones ocultas durante casi todo eldía: aguardó hasta que estuvimos comprometidos por nuestraspropias maniobras antes de desarrollar las suyas. Jugó unabaza segura: combatió en orden oblicuo… fue una batalla al

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estilo de Federico el Grande.56Salamanca abría el camino hacia Madrid, lugar que los aliados

tomaron el día 12 de agosto de 1812. Allí se hicieron con unaimportante cantidad de armas y munición, y Wellington se metió delleno en largas discusiones para dilucidar cuál sería el mejor uso quese pudiese dar a los pertrechos requisados. En general, las noticiasprocedentes de los distintos puntos de España eran positivas, sobretodo en el sur, donde Soult había levantado el dilatado asedio quemantenía sobre Cádiz. Los españoles nombraron a Wellingtongeneralísimo de sus ejércitos y el día 22 de septiembre Arthursupo a través de Henry (por entonces ya Caballero de la Orden deBath) que el príncipe regente lo había nombrado marqués, y elParlamento aprobó concederle cien mil libras esterlinas comocontribución por el coste de su futura residencia. Él hubiesepreferido dinero líquido pues, anteriormente, se había quejado aBathurst de que su asignación de diez guineas diarias, reducidas porimpuestos y otras deducciones a unas ocho, sencillamente nopodían satisfacer sus necesidades diarias y podría terminar«arruinado» a no ser que le incrementaran el sueldo.57 Tampoco semostró muy entusiasmado por su ascenso dentro de la noblezabritánica, y se quejó diciendo: «¿Para qué demonios sirve eso denombrarme marqués?».

La tensión acumulada estaba causando profunda mella en elsemblante de Wellington; tanto es así, que en el retrato (óleo sobretabla) que le hizo Francisco de Goya aquel verano en Madrid, elmaestro plasmó unos ojos angustiados encuadrados en un rostrocansado*. La correspondencia de Arthur también revela los

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pesares de un hombre agobiado por un océano de problemas. Suejército continuaba cometiendo «enormes atrocidades», las cualesprobablemente se granjearían una importante merma de altruismopor parte de los españoles. Los españoles eran de naturalezavalerosa, pero indisciplinados y corruptos. Su propio gobierno noentendía aquella guerra, la Real Guardia Montada no tenía ni ideade las dificultades a las que debía hacer frente el Ejército (el 13 deseptiembre señaló que nadie en su ejército había recibido su pagadesde finales de abril) y además le endilgaron a todos lospersonajes incompetentes y licenciosos. Cuando uno de estosúltimos, el teniente general sir William Erskine, se defenestró,resultó que «había pasado dos años destinado a un trabajo decuartel, no debería haber sido trasladado aquí como comandante enjefe de la caballería […] todo fue demasiado arriesgado».58 Al verla lista de los oficiales veteranos que le fueron asignados, Wellingtonbromeó sombrío diciendo que no sabía el efecto que los nombresde sus nuevos oficiales causarían sobre el enemigo pero que a él,particularmente, lo aterrorizaban.

Todas estas circunstancias reforzaron su tendencia a noconfiar en casi nadie y hacerlo todo personalmente, ejemplificandolo que hoy llamaríamos «controlador compulsivo». JamesMcGrigor, su jefe de servicios médicos, fue uno de los máseficientes y con mayor visión de futuro de los doctores de campañade la época y Wellington no sólo se aseguró de que recibiese eltítulo de caballero después de la campaña en la península Ibérica,sino que también le ayudó a ingresar en la Orden de Bath cuando,con retraso, se les concedió a los oficiales médicos la posibilidad de

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ser acreedores a ella. Pero, en aquella época, después de LosArapiles, McGrigor tuvo la iniciativa de establecer una línea deevacuación que difería de la trazada por Wellington (además eramucho mejor), y por ello recibió una feroz reprimenda. «Meencantaría saber quién está al mando del ejército: ¿Vos o yo? -tronaba Wellington-. No volváis a hacerlo jamás en vuestra vida,caballero. Nunca actuéis si no recibís una orden mía.»59

El capitán Norman Ramsay, de la Real Artillería Montada, sehabía distinguido en Fuentes de Oñoro dirigiendo a sus hombreshasta un lugar seguro a través de una nube de jinetes franceses.Después de la batalla de Vitoria en 1813, Wellington le concretóque no desplazase sus tropas hasta que se lo ordenara élpersonalmente. Ramsay maniobró con sus hombres bajo lasórdenes de un oficial de la plana y Wellington, que le había dadouna orden directa, lo arrestó y el capitán permaneció recluidodurante tres semanas. El incidente levantó ampollas, y contribuyó afomentar la idea que la Real Artillería tenía de Wellington: quedespreciaba a todo el cuerpo. Ramsay y Wellington no volvieron acruzar palabra y el artillero pereció en Waterloo. Sin embargo, lahostilidad prolongada no era una circunstancia corriente enWellington, pues solía rematar un rapapolvo con un actoreconciliador. La tarde que McGrigor recibió su seria diatriba, elmédico se encontró a sí mismo sentado junto a Wellington paracompartir una magnífica cena.

No hubo muchos más destellos de genialidad por parte deWellington durante aquel otoño, pues, tal como el propio McGrigorobservó: «Fue un período de su vida donde la Fortuna parecía

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haberle vuelto la espalda». Luego, Arthur decidió rechazar aClausel hacia la frontera francesa, pero la ciudad norteña deBurgos, capital de Castilla la Vieja y recientemente reforzada pororden de Napoleón, se cruzaba en su camino. Wellington estabaescasamente preparado para organizar un asedio, sólo contaba contres baterías pesadas (Thunder, Ligthning y Nelson, y esta últimahabía perdido uno de sus ejes) y muy poca munición, incluso paratan escasos medios. El ejército de campo francés rehusó atacar alas fuerzas ya asentadas y provocó un combate general. Wellingtontomó alguno de los puestos defensivos de avanzada, aunque yahabía perdido dos mil hombres (frente a las seiscientas veintitrésbajas francesas) cuando decidió desmantelar el asedio el día 21 deoctubre de 1812.

Entre las bajas se hallaba un comandante, el honorableEdward Somers Cocks, el mayor de los hijos de John, lordSomers, muerto por un disparo de mosquete efectuado aquemarropa cuando encabezaba las compañías ligeras de laBrigada Escocesa en un asalto sobre el muro principal, recuperadopor los franceses durante una de las salidas. Muchos oficialesestuvieron de acuerdo con John Mills al declarar que su muertesignificaba una pérdida «irreparable». El oficial Cocks habíacomandado un escuadrón del 16o Regimiento Ligero de Dragonesdurante dos años con notable éxito antes de llegar a sercomandante en el 79° Regimiento Escocés. Uno de suscompañeros oficiales del 16° Regimiento, el teniente WilliamTomkinson, describió cómo «los hombres de su escuadrón […]sentían un gran aprecio por él, y gritaban en plena carga: «¡Sigamos

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al capitán, peguémonos a él!» […] Siempre había sido tanafortunado en el fragor del combate que imaginé que estabaprotegido».60 El comandante Cocks era uno de los favoritos deWellington: valiente, con buenos contactos y amante de suprofesión. Había servido cierto tiempo como uno de sus«observadores de campo», un «adelantado» cuya labor comprendíamisiones secretas y de reconocimiento de largo alcance.

Su pérdida conmovió a Wellington en lo más profundo de sualma. Cuando conoció la mala nueva entró en la habitación delcoronel Frederick Ponsonby, un oficial de su Estado Mayor, diovarias vueltas lentamente por la sala, dijo: «Anoche mataron aCocks» y no pudo añadir ni una palabra más. Lo enterraron en elcampamento del 79° Regimiento, y las exequias se celebraron enpresencia de los oficiales del 16° Regimiento Ligero de Dragones yel 79°. Wellington, que asistió acompañado de su Estado Mayor alcompleto, se encontraba tan alterado que nadie osó dirigirle lapalabra. «Fue llorado por todo el ejército y, en los regimientos enlos que había servido, no hubiesen podido lamentar la pérdida deun hermano más de lo que lamentaron la suya», escribióTomkinson.61 Wellington le dijo a lord Somers que, de habervivido, su hijo hubiese sido «uno de los más grandes orgullos deésta su profesión […] un honor para su familia, y un privilegio parasu nación».62

Al fracasar en su intento de tomar Burgos, Wellington se vioobligado a retirarse bajo un clima espantoso y con las fuerzasfrancesas pisándole los talones, hecho que describió como «el peorapuro en el que jamás me he encontrado». El día 23 de octubre, la

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caballería francesa golpeó con fuerza en la retaguardia aliada,destrozando dos brigadas de caballería británica hasta que fueroncontenidos por una brigada de infantería de la Legión del ReyAlemán que, formada en perfectos cuadros defensivos, resistieroncomo rocas en medio de un torrente. La ruta de huida se extendía através de una región vinícola, y el ejército se aprovechó al máximode tal circunstancia. «Recuerdo haber visto a un soldado totalmenteequipado con sus pertrechos en un gran depósito -evocó WilliamWheeler-. O bien se había caído, o bien lo habían arrojado suscompañeros. Sea como fuere, allí yacía muerto. Ví a un dragóndisparar su pistola contra una enorme cuba capaz de contener milesde litros; unos instantes después estábamos arrodillados sobre elsuelo empapado, peleando como tigres por el vino.»63

Un oficial vio a Wellington cerca de Salamanca el 15 denoviembre de 1812. «Vestía una capa impermeable y parecía muyenfermo, lo cual no es extraño considerando la ansiedad quesoportaba su mente y el cansancio arrastrado por su cuerpo.»64Aun así, Arthur conservaba su habilidad para inspirar a la gente. Elasistente de cirujano George Burrows recordaba:

Un espíritu entusiasta se elevó hasta el clímax con laspalabras «ahí llega», que corrían como el viento de boca enboca. El noble comandante caminaba entre nuestras filaspasando revista sin ninguna señal de distinción u ostentaciónde su rango, como era habitual. Su larga capa de caballeríaocultaba sus ropas y su sombrero de tres picos se veíaempapado y deformado por la lluvia.

Pero Burrows escribía en vista a una publicación, y en 1814

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además, cuando Wellington era todo un héroe nacional. El fracasode Burgos y la posterior retirada hacia Portugal impactó a otrosmuchos que, como el alférez Mills, escribían cartas privadas.

Nuestro deseo de éxito en tomar Burgos y la subsiguienteretirada […] ha cambiado el rumbo de los acontecimientosaquí, y creo que hemos perdido España. Si alguna vez unhombre ha arruinado su vida, sin duda ha sido el marqués.Durante los últimos dos meses ha actuado como un demente.La reputación que había logrado ya no le acompaña […]. Ésaes la opinión que tenemos acá.

A su favor hay que reconocer que nunca trató de descargar suresponsabilidad. Ya entonces le dijo a Liverpool: «El Gobierno notiene nada que ver en el asedio. La operación fue asunto mío».Años después contaría a sus amigos:

Todo aquello fue culpa mía. Pude tomar los fuertes deSalamanca con escasos medios. El castillo [de Burgos] no eradiferente de una ciudadela fortificada en un monte de India, yyo tomé un buen número de ellas. Sin embargo, no pudehacerme con esa, estaba defendida por un hombre muyinteligente […].67

A finales de noviembre, Wellington se encontraba enFreineda, al sudoeste de Ciudad Rodrigo, acuartelado en la casadel alcalde, una morada situada en una pequeña plaza a la sombrade la iglesia. Posee un pequeño jardín en la parte posterior hoyseparado de la plácida calle por una sólida verja, pero entonces eralugar de encuentro de ayudantes de campo y disciplinadosdragones, y también tenía una azotea que da a la plaza. Wellington

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mostraba un humor de perros cuando llegó. George McGrigor loencontró en la casa:

En un habitáculo miserable, inclinado sobre el fuego.Estaba inmerso en la lectura de un papel impreso. Me rogó quetomase asiento, pude observar que el papel que leía era elCobbett Regíster [un periódico de tendencia radical] […].Después de leerlo durante unos minutos, lo arrojó a las llamasy me preguntó ansioso, por los enfermos y heridos. Estaba demuy mal humor e hizo alusión al desorden de la retirada.68

Wellington redactó inmediatamente una severa circular a loscomandantes de cada división y brigada protestando por las«irregularidades y los desmanes» de todo tipo cometidos con totalimpunidad gracias al «descuido habitual de los oficiales de cadaregimiento respecto al cumplimiento de su deber tal como sedetermina en las vigentes regularizaciones del servicio y lasordenanzas de este ejército». Los generales y oficiales de campotendrían que exhortar a capitanes y demás subalternos para queentendiesen y desarrollasen los preceptos que conllevaba su deber:ése era el único modo en que «se podría mantener la disciplina y laeficiencia del ejército» durante la campaña siguiente».69

La orden causó un gran malestar. William Tomkinson la juzgócomo «una notificación imprudente», y John Mills le preguntó a sumadre: «¿Qué anima a un hombre a cumplir con su deber?». JohnKincaid, del 95° Regimiento, aceptaba que «no sólo ladesaprobación, sino un castigo ganado a pulso» era lo quemerecían algunos desordenes y, si Wellington hubiese ahorcadosoldados (también a comisarios) y degradado a oficiales, nadie se

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lo habría reprochado. Sin embargo:Puedo asegurar que en nuestra brigada la orden en

cuestión ha sido recibida más con pesar que con temor.Creemos que hubiese sido justa de haber sido concreta, peroha sido una orden general, lo cual es una falta deconsideración. Y a partir de ahora nos lamentamos de quequien había sido, y todavía era, el dios al que nosotrosidolatrábamos se expusiese abiertamente al ataque de losmalintencionados.70

Los oficiales enviaron sin dilación copias a sus hogares, ypronto la orden apareció impresa en los periódicos, provocandodescontentos ante la severidad de Wellington y también lavergüenza del gobierno. No cabe duda de que la orden era injusta;si los soldados robaban víveres era porque el comisariado habíaentrado en bancarrota y sólo podían optar entre el pillaje o morirpor inanición. Como apunta Ian Fletcher, beber era un asuntoaparte, pero algunos veteranos afirmaban que solamente el vinorequisado era lo que permitía a los hombres continuar la marcha.71Con todo, el asunto fue eclipsado por las noticias de una retiradamucho más larga. Napoleón había pasado demasiado tiempo enMoscú y sufrido horribles pérdidas al replegarse. En España, encambio, «el sur era libre y Andalucía cantaba al sol. A casi dos milkilómetros de distancia, la Grande Armée perecía».

Aquel invierno, mientras el ejército se recuperaba al nordestede Portugal, Wellington se sumergió en la rutina diaria propia de lavida en los campamentos de invierno. En Freineda se respiraba unambiente informal. El comisario August Schaumann anotó lo

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siguiente:No deambulaba una multitud de oficiales del Estado

Mayor con sombreros de birretes emplumados, órdenes yestrellas, ni había cuerpos de guardia, ni tampoco una multitudde contratistas, actores, criados, señoritas, equipos, caballos yforraje, como sucedía en los cuarteles franceses, y también enlos rusos. Tan sólo un puñado de edecanes vagabundeandosolitarios por las calles, cubiertos con sus capotes de invierno,unos pocos guías y algunas patrullas de guardia. Eso eratodo.73

Cuando el ejército avanzaba en orden de marcha durante unacampaña, Wellington solía dormir en una sencilla tienda circundadapor un gran entoldado que también hacía las funciones de salón ycomedor. Los oficiales de su Estado Mayor se alojaban en unatienda aparte. El cocinero de Wellington, James Thornton, seadueñó de las cocinas en Freineda, pero en campaña cocinaba bajoun toldo sujeto por cuatro estacas, con el fuego rodeado por unmontón de arena prensada, con nichos para colocar las ollas. Lacarne la asaba atravesada en una estaca colocada directamentesobre el fuego y cuando llovía, cosa que sucedía muy a menudo, nohabía nada para comer aparte de pan y carne fría. El general Miguelde Álava declaró estar cansado de preguntar a qué hora se pondríaen marcha el ejército y qué había para cenar, y que la respuestafuese, invariablemente: «Al despuntar el día. Carne fría». Wellingtonno tenía a Thornton por un genio. «El cocinero de Colé prepara lasmejores cenas de todo el ejército, el de Hill es el siguiente -

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escribió-. El mío no hace gran cosa.»74 Eso se debía en parte aque Wellington no mostraba un interés especial por la comida. Encierta ocasión le dijo a Cambacérés: «No me importa lo quecomo», y Creevy recordaba una paupérrima comida la cual «nocausó ninguna impresión sobre el duque, quien parecía hallarse tana gusto y satisfecho como si estuviese en un palacio».7

El capitán Thomas Henry Browne, un joven oficial de la planamayor, era más optimista. Él pensaba que el cocinero de Wellingtonera «bueno y el vino, aportado normalmente por la guerrilla,excelente».7 Wellington solía cenar acompañado por doce odieciséis personas más, incluyendo siempre algunos oficiales de lasdos ramas principales de la plana, los pertenecientes al servicio decomunicaciones e intendencia, algunos del cuerpo médico y elcomisariado, y altos oficiales de los regimientos cercanos. Losgenerales que estaban de paso por asuntos del servicio eraninvitados a cenar y se les insistía en que ocuparan un cuartel puestoa su disposición. Aunque Wellington bebía poco, dentro de lamedida de la época (de media botella a una entera para cenar),Browne nos cuenta que «había abundancia de vino en la mesa y losinvitados podían tomar tanto como gustasen». La cena comenzabaa las cinco de la tarde, y era maravillosamente informal. GeorgeGleig, el que llegaría a ser un futuro biógrafo de Wellington, cenócon él como alférez de infantería y encontró:

La conversación […] algo más que interesante y muyanimada. El duque en persona hablaba sin reservas sobrecualquier asunto con tal falta de circunspección que sorprendíaa los comensales […] Era un hombre rico en anécdotas,

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muchas de ellas un tanto ridículas, y lograba relajar a susacompañantes sin esfuerzo aparente […]77

Alrededor de las ocho y media de la tarde, Wellington solíapedir el café y se levantaba en cuanto lo había tomado, señal quelos demás interpretaban como hora de retirarse aunque los másjóvenes y atrevidos buscaran un lugar confortable «para fumarpuros [Wellington no permitía fumar en la mesa] y beber ponchehasta el toque de retreta». El, mientras tanto, escribía o dedicabamedia hora a la lectura y después se retiraba.

En Freineda, a cierta distancia de los puestos de la avanzadillafrancesa, Wellington se sentía con ánimo para desnudarse e irse a lacama vestido con su camisa de dormir. En campaña, por otra parte,simplemente se cambiaba de ropa interior y de botas, y se tumbabaen una cama de hierro plegable que era transportada a lomos deuna muía. Arthur disponía siempre a dos dragones con susmonturas ensilladas a la puerta de su tienda pues, si se daba el casode recibir alguna información crucial, podría salir sin perder uninstante acompañado de tan nimia escolta. Browne confesaba que«ocurría de vez en cuando; cuando su plana se levantaba al toquede diana, se encontraban con que su jefe llevaba a caballo variashoras, acompañado de patrullas militares».78

Wellington se levantaba temprano, incluso cuando el ejércitono se hallaba en orden de marcha. No soportaba estar despierto enla cama. La barba le crecía muy cerrada, en ocasiones se afeitabados veces al día, y odiaba que lo molestasen cuando se afeitaba.Lord Aylmer interrumpió este «sagrado rito donde ninguna emocióntenía bula para interferir» para decirle que Massena se había

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retirado de la línea de Torres Vedras. «Ay, pensaba que habíanhecho algo malo -replicó levantando su navaja por un instante-.Pues muy bien», y continuó afeitándose. Se vestía con sencillez.Solía lucir una levita azul o gris, un poco más corta de lo quemarcaba la moda, pantalones de montar blancos o azul grisáceo ybotas de caballería, más bajas y anchas que las actuales, con elborde ondulado tan típico de las botas de Hesse de la época.Larpent pensaba que:

Era vanidoso como lo es todo gran hombre, casi sinexcepción, de esta o de otra época […]. Era increíblementepulcro, muy particularmente con su vestimenta […] Cortabalos faldones de su abrigo para que pareciese más elegante:hace poco tiempo, cuando fui a verlo por asuntos de servicio,lo encontré discutiendo el corte de sus botas de media caña,sugiriendo cambios a su criado.80

Cuando salía a la intemperie usaba un sombrero de tres picosy se cubría con una capa impermeable cuando hacía mal tiempo.Para protegerse de los chaparrones veraniegos utilizaba una capacorta de color azul (alguien la llamó su capa marinera) con el forroblanco. También llevaba una capa blanca en invierno. Gleig creíaque era «para que se le pudiese reconocer desde lejos». La utilizóen los Pirineos durante el húmedo invierno de 1814 y un capitán, alverlo escribir órdenes sentado sobre una roca, dijo: «¿Has visto alviejo fraile carmelita? Me pregunto a cuántos individuos estarámarcando para enviarlos al otro barrio».81 En la península Ibérica yen Waterloo siempre empleó la misma espada, un elegante aceroindostánico que hoy se puede contemplar en Apsley House. Su

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apariencia inmaculada fue la causa de uno de sus sobrenombres: «elGalán». Kincaid recordaba que Dan Mackinnon, de la Guardia deColdstream (un bromista tan excepcional que el famoso payasoGrimaldi dijo que Mackinnon, si se embutiese en un traje de bufón,lo eclipsaría totalmente), llegó a caballo hasta un grupo de oficialesy les preguntó si habían visto al Galán del Duero aquella mañana.Wellington, que estaba echando una cabezada en el suelo, cubiertocon su capote, se incorporó y dijo: «Pero bueno, por […], nuncasupe que había sido un galán, hasta ahora».82

Wellington recibía y despachaba una prodigiosa cantidad decorrespondencia. Trataba de contestar las cartas a medida queéstas llegaban y, en consecuencia, su volumen de trabajo estabaabsurdamente centralizado, según los parámetros actuales. Losoficiales que desearan ir de permiso estaban obligados acomunicárselo por escrito o personalmente, y por lo general se lesinformaba de que sus circunstancias personales no eran losuficientemente acuciantes como para disfrutar de unas vacaciones;Wellington nunca disfrutó de ninguno. Los desmoralizados y losinsatisfechos presentaban sus quejas por escrito. Un oficial decaballería degradado recibió la siguiente respuesta: «Estáisequivocado al creer que sea lo que fuere que os haya sucedido eneste país ha sido ocasionado por algún tipo de sentimiento, deirritación o de cualquier otra clase, por mi parte hacia vos, que nosea el de mantener la disciplina y la cadena de mando militar». Elhombre debía su caída a «una gran y perseverante indiscreción y almal empleo de sus notabilísimos talentos», y era imposible que se lerestaurara el rango que ocupaba en el servicio. Wellington le rogó

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que «con su talento y posibilidades» reconsiderase la sabia decisiónde enrolarse como voluntario con la esperanza de hacer carrera.Arthur se tomaba sus obligaciones como coronel del 33°Regimiento con la mayor seriedad. Le dijo a su oficial jefe que nose efectuaría ningún cambio en los uniformes a no ser que lorequiriesen las ordenanzas. «Creo que actualmente todo está igualque hace veinte años. Si alguna vez comenzamos a alterar las cosasno habrá un referente fijo, al igual que no tendremos un límite parala imaginación.»84

Normalmente, terminaba de despachar su correspondencia alas nueve de la mañana, cuando se reunía con sus oficiales de altagraduación. Había dos jefes principales, el intendente general -durante casi todo el período éste fue el general de división GeorgeMurray-, y el de enlace, otro general de división, el honorableCharles Steward, hermanastro de Castlereagh. El primero eraresponsable de las marchas, los campamentos y los vivacs decampaña. El último se encargaba de los asuntos del personal, comoreuniones, traslados y la promulgación de órdenes. Ninguno deellos era un jefe de oficiales dentro de la acepción moderna deltérmino aunque Murray, un oficial muy competente, se acercababastante. Steward, quizá presumiendo la importancia que paraWellington tenía su hermanastro, llegó a contrariarlo diciéndole queel control de los prisioneros de guerra no entraba dentro de susresponsabilidades. Wellington recordaría el incidente:

Estuve obligado a decir que si él no reconocía su error deuna vez, y prometía obedecer mis órdenes con franqueza ycordialidad, lo degradaría de inmediato y lo enviaría arrestado

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a Inglaterra. Después de mucho persuadirlo, rompió a llorar,rogando por mi indulgencia y confiando en que perdonase suintemperancia.85

Wellington esperaba que los jefes de las distintas unidades,como Fletcher, de zapadores; Dickson, comandante en jefe de laReal Artillería, y McGrigor, del servicio sanitario, informasen a sucomandante sin perderse en rodeos ni consultar sus papeles. «Eramuy inquieto -recordaba McGrigor-, y su disgusto se hacía patentecuando me refería a mis notas.»86 Aunque Fletcher y Dicksonposeyeran el título de sir, o caballero, Wellington se mostraba amenudo muy crítico con la artillería, en buena parte, según Larpent,«porque sus oficiales eran demasiado toscos y lentos».87

No existía nadie que fuese tosco o lento entre los oficiales delEstado Mayor de Wellington. Se decía que «cuando se trataba debuscar jóvenes para su personal del Estado Mayor, prefería lahabilidad acompañada de un título nobiliario que la habilidad asecas», reflejando así en parte la convicción que tenía de que elEjército, como institución, debía ser dirigida por caballeros.88 LordFitzRoy Somerset (quien llegaría a ser nombrado lord Raglán y,como tal, el futuro comandante en jefe de las fuerzas británicas enCrimea) fue nombrado edecán gracias a la influencia del duque deRichmond en 1808. En Rolica, Wellington, que lo conocía desdeque era un niño, le preguntó: «¿Cómo os sentís bajo el fuego?». Yel joven guerrero estuvo satisfecho al responder «mejor de lo queesperaba, señor».89 Lord FitzRoy fue nombrado secretario militaral servicio personal de Wellington cuando era un joven capitán deveintidós años, responsable de su correspondencia privada; ambos

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mantendrían un contacto muy estrecho hasta la muerte del duque.Wellington pensaba que FitzRoy no poseía ningún talento particular,pero valoraba el que siempre dijera la verdad y podía confiar enque cumpliría sus órdenes con rapidez y exactitud.

Entre los oficiales de su Estado Mayor también se encontrabael príncipe de Orange, príncipe de los Países Bajos, y coronel delejército británico; el marqués de Worcester, más tarde séptimoduque de Beaufort, que había mantenido una relación con ArieteWilson; un capitán, el honorable Alexander Gordon, hermano delconde de Aberdeen; lord Burghersh, único hijo del conde deWestmoreland, y lord March, hijo del duque de Richmond. Perolos contactos no evitaron la presencia de un joven incompetente.William, sobrino de Wellington, hijo de William Wellesley-Pole,quien mostró ser un individuo «penosamente holgazán e ignorante»,y lo enviaron a casa después de que «hiciese cosas que no teníaderecho a hacer».90 Wellington contaba con amigos en el Estado

Mayor General y también a lo largo y ancho de todo elejército. Ned Pakenham, edecán de enlaces hasta que recibió lajefatura de la 3a División y cayó herido en Badajoz, y GalbraithLowry Colé, un antiguo pretendiente de Kitty y por entoncescomandante en jefe de la 4a División, fueron tratados con todaconfianza.

Wellington no sería ni el primer general, ni el último, que serodeara de jóvenes cuyas carreras militares dependeríancompletamente de él. No había el menor indicio de tendenciahomosexual en su conducta, pero sí es cierto que se sentía muy

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cerca de ellos. Ya lo hemos visto consternado ante la muerte deCocks, y cuando lord March cayó gravemente herido, Wellington,con una pierna seriamente dañada, cabalgó varios kilómetros paravisitarlo y las lágrimas corrían por sus mejillas cuando salió de lahabitación donde convalecía, renqueando con ayuda de dos estacasque hacían las veces de muletas. En ocasiones parecía estar másunido a hombres que formaban parte del ejército aunque noperteneciesen del todo a él, como McGrigor, Larpent o SamuelBriscall, su capellán favorito, que a la mayoría de sus oficialesmilitares. Su ordenanza particular, un bronco soldado de caballeríaalemán llamado Beckerman, era uno de sus preferidos. Éste eracompletamente fiable, pero en modo alguno rastreramentereverencial hacia él (comandantes mucho más recientes también hanmantenido relaciones similares con sus conductores particulares).En todo ello vemos a un hombre necesitado de afecto, pero almismo tiempo a un hombre al que le disgustaban las grandesmuestras de adulación en público, y que en su ocupadísimo cuartelgeneral se las arregló para crear el ambiente de vida familiar que sele había negado en cualquier otro lugar.

Hubo mujeres en su vida aunque (y sirva como muestra de lamedida de su discreción) es difícil encontrar pruebas de ello.Desaprobaba el escandaloso comportamiento de Richard y en1810 ya le había dicho a Henry: «Desearía que ese Wellesleyestuviese castrado, o que se dedicase, como hace otra gente, atrabajar y ocuparse de sus asuntos». Lady Sarah Napier podríahaberse hecho eco de los chismorreos que le llegaron de parte desus hijos militares (o quizá prestando oídos a un bulo lanzado por

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lo s whigs*)[* Miembro o simpatizante de uno de los dospartidos mayoritarios británicos desde finales del s. XVII hastaprincipios del XIX que pretendía recortar la autoridad de losmonarcas y otorgar más poder al Parlamento. (TV. del T.)]cuando escribió después de la victoria de Talavera que Wellington«mantenía públicamente a una dama en su cuartel general». Larpentinsinuaría posteriormente que el duque mantuvo un romance con lapatrona de su hospedaje en Toulouse, y que había una «breve peroafectuosa» nota de una dama española entre sus papeles. En ciertaocasión, concedió a un oficial un permiso de cuarenta y ocho horasen Lisboa alegando que ése era todo el tiempo que un hombrerazonable desearía gastar en la cama con la misma mujer, y sí, quizásea posible que fuese tan brusco en sus amoríos como en los demásaspectos de su vida. Sin embargo, Elizabeth Longford realizó unvalioso apunte: «En su vida privada no creó escándalos de laenvergadura suficiente para dañar la carrera de Richard».91

No podemos estar seguros de nada en cuanto se refiera aotras relaciones. Muchos famosos estrategas contaban con suspropias válvulas de escape, ocupaciones absorbentes que lespermitiesen evadirse de las preocupaciones de su oficio, aunquesólo fuese por un instante. Para Joffre, durante la primera guerramundial, se trataba de una buena comida degustada en absolutosilencio; para Alan Brooke, en la segunda, era la observación de lasaves. Para Wellington era la caza del zorro, aunque era unadvenedizo que cazaba para cabalgar, no un auténtico aficionadoque cabalgase para cazar y disfrutase viendo trabajar a los perros.Larpent, recién llegado al cuartel general, escribió:

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Tenemos, además, tres tipos de jaurías, y los hombrescazan casi con desesperación, sobre todo lord Wellington o,como le llaman por aquí, el Hidalgo. Hay raposeros, unasdieciséis parejas ;solamente han matado un zorro este año, yeso es lo que llaman acosar. Esos perros parece que quierenque el cazador se retrase, y corren muy mal, pues los zorroshuyen a sus madrigueras del Coa […]. Lord Wellington poseeuna buena caballeriza dotada de al menos ocho caballos decaza. Cabalga duro, pero sólo busca una buena galopada, creoque no sabe nada acerca de esta afición de la caza aunque, asu manera, le gusta mucho.92

Thomas Browne estuvo satisfecho al ver que:Wellington tenía una jauría de perros ingleses en el cuartel

general, y salía de caza dos o tres veces por semana con losoficiales del Estado Mayor que gustasen de unirse a la persecución.Había pocos que lo hiciesen, pues pocos se podían permitir tenercaballos ingleses, y nuestros corceles portugueses y españoles noson tan buenos para esa labor. No había intención de capturarzorros, pero sí de encontrar un terreno duro y difícil dondecabalgar. Solía disparar de vez en cuando, pero no parecía muyaficionado, era como si le fuese indiferente el resultado de lacaza.93

La caza mejoró cuando Tom Crane, antiguo miembro de laGuardia de Coldstream, se presentó como cazador. Lady Salisburyenvió a Wellington una capa azul celeste de Hatfield Hunt y,adecuadamente ataviado, partió de cacería con sus perros:

Ya no era el comandante supremo del ejército, el general

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en jefe de tres naciones, el representante de tres soberanos,sino un muchacho, un dicharachero hombre de campo quecabalgaba sin descanso y se reía tan atronadoramente cuandose caía él como cuando veía caerse a uno de sus compañerosde batida.

George Murray le dijo a Larpent: «Durante los días de caza sepodía lograr casi todo, pues Wellington, fusta en mano y preparadopara marchar, resuelve con celeridad todos sus asuntos […]».Algunos generales aprovechaban la oportunidad «de recibir de éluna respuesta precipitada […] y actuaban en consecuencia»; por lotanto, él no atendería asuntos de servicio durante los días de caza.«Oh, malditos sean -dijo-, no volveré a hablar con ellos mientrasestemos de caza.»

Wellington también sabía disfrutar de una buena fiesta, yempleaba la misma energía impetuosa para divertirse como paracualquier otra cosa. El día 13 de marzo de 1813 dio un baile enCiudad Rodrigo, durante el cual invistió a Lowry Colé con la Ordende Bath. Larpent escribió:

Estuvo ocupándose de sus asuntos en Freineda hasta lastres y media y, a continuación, cabalgó los veintiochokilómetros que lo separaban de Ciudad Rodrigo en dos horaspara comer algo, vestirse de gala, etcétera. Estaba jubiloso,bailaba, se quedó a cenar y, a las tres y media de lamadrugada, regresó a caballo a Freineda bajo la luz de laluna. Llegó antes de que despuntase el alba, de modo que a lasdoce estaba preparado para afrontar un nuevo día. Lo viformar parte de un tribunal militar cuando llegué, a las dos de

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la tarde […]. 94Por todo ello, no cabe duda de que Wellington era el eje

sobre el cual giraba todo el ejército. Era reservado incluso con susconfidentes más allegados, y se empecinaba en enfrentarsecategóricamente a aceptar la pertinencia de la existencia del gradode lugarteniente, aunque el gobierno solía endilgarle a uno. Primerofue el teniente general sir Brent Spencer, después otro tenientegeneral, lord Paget (que tuvo la mala fortuna de caer prisionero en1812, poco después de llegar a la península Ibérica), y por último,el teniente general sir Thomas Graham. Como le dijo a Beresford, aquien consideraba su verdadero lugarteniente debido a su amplioconocimiento de las operaciones militares: «No existe nadie dentrode un ejército que no vea que no hay tarea que un lugartenientepueda desarrollar, y que ese cargo es inútil. Al mismo tiempo es,además, una complicación en tanto que otorga pretensiones que nose pueden satisfacer a no ser a costa de discrepancias frente alpúblico».95

Wellington estaba convencido que la campaña de 1813 seríadecisiva y que tendría que efectuar varias acciones preliminares,algunas destacadas, antes de embarcarse en ella. La primera era lapuesta a punto de su propio ejército, acantonado en sus cuartelesde invierno. Se restableció la disciplina y se efectuaron una serie decambios prácticos en el equipamiento; la infantería recibió cacerolasmuy ligeras, de hojalata en vez de las pesadas marmitas de hierro, ytiendas de campaña que podrían contener a veinticinco hombrescada una. Todo eso ayudó a restaurar la moral, devastada tras laretirada de Burgos. «No nos sentíamos contentos con lord

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Wellington a principios de invierno -admitió el capitán WilliamBragge-. Ahora ha proporcionado verdaderas tiendas de infantería.Definitivamente, vuelve a ser un buen tipo.» 6

También era esencial negociar con los españoles paradeterminar con precisión sus límites de autoridad como comandanteen jefe del ejército local. En diciembre, Wellington se trasladó aCádiz para presentarse ante las Cortes (el viaje duró once días) y apesar de no conseguir todo lo que esperaba, pues una campañaalarmista orquestada por la prensa española había ocasionadocierta preocupación, sí se mostró satisfecho con los acuerdospactados. Esa experiencia influyó en su visión de la política, y el día27 de enero, cuando respondió a una misiva de lord Bathurst leescribió: «Desearía que alguno de nuestros reformistas sedesplazase a Cádiz y viese los beneficios de una asamblea soberanapopular […] y los de una Constitución escrita […]. En realidad noexiste una autoridad estatal, aparte de calumniosos periódicos[…]».97 También organizó expediciones de distracción, como unacoordinada por el general de división sir John Murray desdeAlicante; todavía se contaban en doscientos mil los soldadosfranceses destacados al sur de los Pirineos, y Wellington debíaasegurarse de que no se concentrarían contra él.

El 22 de mayo de 1813, cruzó la frontera para internarse enEspaña y en cuanto lo hizo giró su montura, se descubrió ypronunció las siguientes palabras: «Adiós, Portugal. Nunca volveréa verte». Su inteligente red de conexiones funcionó mejor quenunca. Inmediatamente supo que el grueso del ejército francés, bajoel mando de José Bonaparte y el general Jourdan, había renunciado

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a Madrid y avanzaba hacia el norte a marchas forzadas parareunirse con Clausel, por entonces comandante en jefe de lastropas francesas acantonadas en el noroeste. Wellington estabaimpaciente por capturar a José I antes de que pudiesen reunirse yacometió entonces una desesperada persecución. Esta vez semovió más rápido que sus enemigos. El ejército de José Bonaparte,«cargado con un rey, una corte y grandes cantidades de serviciosciviles», contaba con tal número de seguidores no militares que undesencantado general lo describió como un «burdel ambulante». Decamino a través de Salamanca, Wellington llamó la atención delpueblo. Su «abrigo de piel de color gris claro, con un solo bolsillo ysin fajín», contrastaba fuertemente con el brillante atuendo decampaña de los generales españoles. Lo mismo sucedió en Zamora,donde la gente no lograba comprender que «ese hombre sentadoallí, tranquilamente, vestido con un abrigo gris» fuese el célebre lordWellington.98 Tan pronto como alcanzó Burgos, ciudad de tristerecuerdo, una serie de poderosas explosiones anunció que losfranceses, como escribió Harry Smith, «habían volado Burgos talcomo nosotros deseábamos» y no trataron de oponer resistencia.

Finalmente, el día 21 de junio, Wellington les dio alcance enVitoria, en el valle del río Zadorra. Como los franceses estabanbien situados para afrontar un asalto efectuado desde poniente (lasituación de la línea de aproximación de los aliados), Arthur dividióla tropa en cuatro columnas y ordenó a dos de ellas que atacasendesde el oeste, clavando a los franceses en sus posiciones, mientrasque las otras dos avanzarían a través de las montañas del norte, enbusca de los flancos. Los franceses combatieron muy bien al

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principio, causaron cinco mil bajas entre las fuerzas atacantes, peroel ejército de Wellington se encontraba en plenitud de facultades yno se le podía derrotar. La 3a División, de nuevo bajo las órdenesde Picton, desempeñó un papel especialmente distinguido. Éstaavanzó encabezada por Picton en persona, al grito de «¡Vamos,granujas! ¡Adelante, patanes!». Justo cuando se efectuó el ataquepor los flancos, el ejército francés se derrumbó y se batió enretirada abandonando la totalidad de sus pertrechos, a excepciónde dos piezas de artillería.

Los desmedidos saqueos que se efectuaron después lecostaron más hombres que los siete mil que se habían cobrado losfranceses, y Wellington despotricó, como era de prever, contra lafalta de disciplina y de sentido del deber entre sus hombres. En sucarta a Bathurst protestaba porque la batalla había «aniquiladototalmente el orden y la disciplina». «Ésta es la consecuencia dellamentable estado de conducta del Ejército británico -concluyó-.Podemos obtener las mayores victorias, pero no haremos nadacorrectamente hasta que cambiemos nuestro sistema y obliguemosa los oficiales a que cumplan con su deber.»99 Esta vez tenía todala razón en su informe, pues no se daba la circunstancia deapremiante necesidad que había llevado al vandalismo yensombrecido la retirada de Burgos durante la pasada campaña,sino que se cometían hurtos a gran escala en los cuales participabanlos oficiales, con gran entusiasmo, y, en consecuencia, debíanperseguirse para atajar la situación. William Tomkinson lo describiócomo una cueva de Ali Baba y los cuarenta ladrones repleta de«calesas, carromatos, muías, monos, loros…» y admitió que el

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comisario de su regimiento efectuó robos por el valor de seiscientasfibras esterlinas en metálico.100 El 15° Regimiento Ligero deDragones se llevó la escupidera de plata del rey José I, ganándoseel apodo de «las camareras del emperador». El capitán Browne,tras librarse de su breve cautiverio, se topó con un cachazudosargento con los bolsillos rellenos por un botín de doscientas diezlibras esterlinas que le dijo: «En cualquier caso, señoría, si hoy hasido un día duro, tendréis los bolsillos repletos de doblones».101

Wellington empaquetó personalmente las pinturaspertenecientes a la colección de la Casa Real y las envió aInglaterra para mantenerlas a salvo. En marzo de 1814 le dijo aHenry Wellesley que estaba ansioso por restituirías, pero el reyFernando le invitó a quedárselas pues habían «llegado a vuestraposesión de un modo tan apropiado como les corresponde». Entrelos pertrechos se encontró el bastón de mando del mariscalJourdan, trofeo que Wellington envió al príncipe regente. Entre losprisioneros se hallaba la señora Gazan, esposa de uno de losgenerales del Estado Mayor de José I, y cuando se le preguntó sihabría alguna otra desafortunada dama entre los cautivos que fueratambién esposa de un general, replicó: «Ah, pour cellela, non, elleest seulement safemme de campagne».Wi

Aunque Vitoria no fue una batalla tan desesperada comoTalavera o Albuera, tuvo una importancia estratégica mayor, tantaque se cantó un Te Deum en San Petersburgo y, en su honor,Beethoven compuso La victoria de Wellington [o La batalla deVitoria]. La hegemonía francesa en España estaba totalmenteacabada, y todo lo que podían hacer los generales de Napoleón era

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mantener el control de los Pirineos y sus estribaciones con objetode impedir una invasión por el sur de Francia. A pesar de ello elgeneral Soult, que había sustituido en el mando al rey José y aJourdan a mediados de julio, reorganizó eficazmente a su ejército yorganizó una contraofensiva. Cortó el paso de los destacamentosbritánicos en Roncesvalles y Maya, pero se encontró conWellington en persona en Sorauren, al norte de Pamplona, el 28 yel 30 de julio. «El día 28 resultó una jornada muy dura […] -le dijoWellington a su hermano William-. Yo salí ileso, como siempre, yempiezo a pensar que Dios ha puesto un dedo sobre mí.»

San Sebastián, la plaza clave de la frontera, sufriría el bloqueode los aliados a finales de junio, y después, en julio de 1813, laaplastaría el fuego de los artilleros. Las fuerzas aliadas se lanzaronal asalto el día 25, después de conseguir abrir dos brechaspracticables, pero el ataque fue rechazado y sufrieron grandespérdidas. Wellington llegó a una conclusión: «Sería necesarioincrementar las facilidades para el asalto antes de que éste se repita[…] y deseable que, de momento, el asedio se convirtiese en unbloqueo». Pero no fue hasta finales del mes de agosto cuando elejército de Wellington estuvo preparado para proceder. Elbombardeo se renovó el día 26, y cinco días más tarde, a plena luzdel día para aprovechar la bajamar, se efectuó el ataque. Laguarnición resistió desesperadamente, obligando a Graham, elcomandante en jefe de las tropas de asalto, a detenerse y reanudarel fuego de artillería. Al anochecer, la ciudad estaba totalmente enllamas y en manos de los aliados. La captura de San Sebastián fueensombrecida por los ya consabidos, y tristes, actos de pillaje y

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vandalismo. Además, creció entre la población un sentimientoantibritánico ocasionado por rumores que apuntaban a los incendioscomo una obra deliberada de Wellington por los pactos acordadoscon los franceses antes de la guerra. Si Arthur lo hubiese querido,no habría tenido más que machacar la plaza con el fuego de susmorteros y no arriesgar la vida de sus soldados en un asalto, peroése no era un argumento que acallara por sí sólo a las seccionesmás radicales de la prensa española.

Mientras tanto, las operaciones en la costa nororiental deEspaña no evolucionaban satisfactoriamente, pues el mariscalSuchet había detenido el avance aliado cerca de Barcelona.Wellington consideró intervenir, pero finalmente decidió que parainvadir Francia estaría mejor situado en la zona fronterizanoroccidental. Las noticias que llegaron desde Europa eranalentadoras y los primeros informes destacaban los seriosproblemas que tenía Napoleón en Alemania. Con San Sebastián ensu poder, se propuso cruzar el río Bidasoa para forzar la entrada através de la cadena montañosa que se alza a continuación: losPirineos.

El día 7 de octubre Wellington cruzó el río y allí fue donde elalférez Howell Rees Gronow, del 1er Regimiento de la GuardiaReal, vio por primera vez al «inmortal Wellington». Tenía unaspecto grave y severo. Durante todo el tiempo que lo vi mostró elaspecto de hallarse en profundas meditaciones y no habló connadie. Poseía un rostro de rasgos marcados y pude observar unagran fuerza de carácter en su expresión. Montaba un avispadocaballo pura sangre, vestía abrigo, botas de Hesse y se tocaba con

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un enorme sombrero de tres picos.106Wellington ya era mariscal de campo, lo habían ascendido a

general con plenos poderes en 1812, pero dicho rango sólo se leaplicaba en la península Ibérica. A pesar de ello, su triunfo enVitoria animó al príncipe regente a enviarle una misiva (ElizabethLongford señala que su lenguaje es tan fino como débil su escritura)desde Carlton House, el día 3 de julio:

Vuestra gloriosa conducta sobrepasa los elogios que ospueda dispensar un hombre, y va más allá de la recompensaque pueda concederos. Sé que no hay palabras para expresarlo[…]. Me habéis enviado, entre los trofeos de vuestra fama sinpar, al Estado Mayor de un mariscal francés, y yo os devuelvoel honor en nombre de Inglaterra.107

Ay, la cosa no era tan sencilla, pues no existía una normativaque regulase el grado de mariscal de campo dentro del ejércitobritánico de la época y el príncipe, esa fuente de gusto exquisito,ayudó a crearla. El duque de York, siempre pronto a empañar elbrillo ajeno, también le envió una carta de enhorabuena. Y en ellaobservó que el ascenso se había propuesto tras la batalla de losArapiles, pero que fue rechazado por el «ambiente de celos» queello habría inspirado.

Los franceses defendieron el paso del Bidasoa desde sussólidas fortificaciones de campo, pero Wellington pudo romper lalínea en Vera de Bidasoa. La caída de Pamplona, el 31 de octubre,proporcionó más tropas y con su ayuda destrozó las defensas deSoult en las batallas de Nive, Nivelle y Saint-Pierre; incluso llegó aamenazar Bayona. El día 1 de noviembre se realizó una declaración

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pública al pueblo francés en la cual se le advertía de que no tomaseparte en las operaciones, y se ponía especial énfasis en que no secausaría daño alguno a la población civil. De todos modos, prontose haría evidente que los militares británicos y portuguesesguardaban buena conducta. Tanto es así que llegó a decirse: «Loshabitantes viven muy a gusto y tranquilos con los soldados alojadosen sus casas». Con los españoles, en cambio, la situación eratotalmente distinta. Estos se encontraban terriblemente resentidoshacia los franceses por lo que había acaecido en su patria y, enconsecuencia, «cometieron gran cantidad de saqueos y desmanesde diversa índole». Estas circunstancias persuadieron a Wellingtonpara que enviase parte de las tropas españolas de vuelta al hogar,medida que redujo el número de efectivos disponibles paraenfrentarse con el mariscal Soult cuando comenzase la nuevacampaña, pero también disminuyó la posibilidad de una insurreccióna gran escala entre el pueblo francés.

Wellington pasó el invierno de 1813 en San Juan de Luz,donde el cuartel general de invierno se sumergió en la clásica rutinade un período prebélico. Larpent escribió: «Todo el mundo trabajaduro y realiza su labor pues se atiende al fondo, y no a la forma».Los componentes más jóvenes de la plana se hallaban en su mejorforma. George Gleig los describió de la siguiente manera:

Hacen muchas niñerías. Entre otras cosas, se ponen motesy nadie se siente ofendido. «¿Dónde está Billy el Escuálido?»,preguntó lord FitzRoy Somerset mientras lanzaba un vistazo alos camaradas sentados a la mesa, mirando como si echara enfalta la presencia de alguien. «Estoy aquí, FitzRoy. ¿Qué

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quieres?», replicó el príncipe de Orange.109Llegaron algunos simpatizantes de los Borbones, entre ellos el

duque de Angouléme, sobrino de Luis XVIII, el legítimo rey deFrancia. A los visitantes no tardaron en apodarlos «los Tigres», y elduque francés, «un hombre más bien bajo, sin ningún rasgodistintivo, más allá de la acusada flema borbónica y con unasempiterna mueca en la boca […]» recibió el sobrenombre de«Tigre Real».110 El duque podría haberse convertido en un temiblefelino si hubiese sabido que Wellington le insistía constantemente aBathurst de que sería mejor llegar a una paz negociada conNapoleón que destituirlo en pro de la restauración de los Borbonesporque «si Bonaparte moderase su actitud, él sería probablementeel mejor soberano para Francia que podríamos desear». Larpentobservó que el ansia de trabajo de Wellington se había reducidoligeramente y se divertía saliendo de caza. Parecía «simplemente unauténtico señorito cazador de zorros», y solía pasar un par de horastodas las tardes vestido «con una levita corriente de color azul […]y con un sombrero redondo», paseando arriba y abajo a lo largodel muelle. El alcalde organizó un baile pero fue un rotundo fracaso,sobre todo porque asistieron unos doscientos caballeros de puntaen blanco y apenas hubo damas que pudiesen, o quisiesen, bailarcon ellos. Gronow opinaba que ello se debía a que «erandemasiado patriotas para presentarse».111

También hubo una especie de cambio de actitud en el estilo demando de Wellington. Él mismo dijo: «Parece haberse extendido unnuevo espíritu entre los oficiales […] capaz de mantener a lastropas en orden», y respondió mostrando mayor confianza hacia

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ellos. Cuando estaba preparando su ofensiva en Nivelle mantuvo aCharles Alten, de la División Ligera, y a sus generales de brigada,John Colborne y James Kempt, sentados a su lado, en la cima de lamontaña Larun, mientras les explicaba cómo «derrotaría a losfranceses sin sufrir muchas pérdidas» y los sacaría de susposiciones. La explicación finalizó y Colborne se preparó parapartir, pero Wellington les dijo a todos que se quedasen dondeestaban mientras él dictaba las órdenes a George Murray. Aquellofue más que un reflejo de Nelson y su famosa «hermandad».1Cuando Rowland Hill venció a los franceses tras el duro combateestablecido en Saint-Pierre, Wellington se acercó a él a caballo y lofelicitó diciéndole: «Mi querido Hill, la victoria es vuestra». JacWeller propone que aquella nueva disposición confiada para consus subordinados no era más que un reflejo de su deseo porasegurarse de que Gran Bretaña contase con generalesexperimentados en la dirección independiente de sus tropas. Perotambién, parece, hubo de reconocer que había generales situados ala altura de las circunstancias. Y ya era hora de dejarlos. Ya estabapreparado para permitir a los españoles obtener victorias alládonde pudiesen. El día 31 de agosto se había negado a reforzar uncontingente español durante un asalto crucial en los montes de SanMarcial, sobre la ciudad de San Sebastián, diciéndole a sucomandante: «Si mando tropas inglesas, vos pediréis que ganen larefriega pero, como los franceses se hallan en franca retirada, muybien podéis ganarla por vosotros mismos».113 Y, en efecto,vencieron.

Tan pronto como las condiciones climáticas fueron propicias

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para desplazarse, Wellington envió a Hill al frente de una fuerzaconsiderable para que alejase a Soult del río Adour, en Bayona.Hill realizó bien su misión, atajando por Saint Jean Pied de Portpara continuar su camino hacia Orthez. Mientras tanto, al sur, laarmada estaba construyendo un gran pontón a través de la bahía deSan Juan de Luz. En cuanto se suavizó el clima, el teniente generalsir John Hope se apoderó de una cabeza de puente sobre el Adour,y comenzó a levantar el puente el 24 de febrero de 1814. Prontoestuvo lo suficientemente bien asentado en la ribera opuesta parapermitir el comienzo del asedio a Bayona. Con diecisiete mil de loshombres de Soult copados en la ciudad, Wellington maniobró enparalelo con Hill para atacar a los franceses en Orthez, dondederrotaría a Soult el día 27 de febrero. Wellington, bien adelantadoa lomos de su montura como era habitual, se rió de buena ganacuando Álava gritó que le habían pegado un tiro en las posaderas.Un instante después, Wellington fue alcanzado por una bala demosquete que le dio en la empuñadura de su espada; ésta golpeófuerte contra su muslo, desgarrándole la piel y ocasionándole tangrave contusión que estuvo renqueando durante varios días. Álavaaseveró que el duque había atraído la bala por mofarse de sudesgracia.

Orthez le costó a Soult cuatro mil bajas, frente a las dos mil deWellington, y una de sus nuevas divisiones de reclutas había dejadoun buen número de prisioneros. De todos modos, el mariscal Soultcontinuaba siendo un enemigo formidable y aún existía el peligro deque Suchet avanzase hacia el norte desde Cataluña y se uniese a él.La red de inteligencia de Wellington, que tan bien había funcionado

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en la península Ibérica, había dejado atrás sus fuentes y las noticiasprocedentes del norte eran confusas. Napoleón, tras la seriaderrota sufrida en Leipzig, octubre de 1813, estaba efectuando unaespecie de nuevo resurgimiento en una campaña relámpago contralos ejércitos de Rusia, Prusia y Austria, que avanzaban contra laregión de Champagne. Wellington decidió tomar Toulouse, plazaque creía dotada de un fuerte sentimiento monárquico.

A principios de abril de 1814, el duque cabalgaba siguiendo elcurso del río Garona, acompañado solamente por dos de susoficiales, cuando un centinela francés disparó sobre ellos, sin causardaños que lamentar. Por entonces se tenía establecido que laspatrullas no se enzarzasen en tiroteos y, en consecuencia, el oficialresponsable de aquel soldado se presentó escandalizado, pidiendodisculpas y alegando en su defensa que el centinela no era más queuno de los nuevos reclutas. Wellington mantuvo una conversacióncon el oficial mientras lanzaba miradas furtivas hacia la línea del río.Después se descubrió de su sombrero de tres picos para saludar ypartió al galope sin revelar su identidad. El día 10 de abril suejército efectuó ataques desde el norte, el sur y el oeste, pero Soult,sabiamente, decidió que no permanecería en la ciudad observandocómo la pinza se cerraba sobre él, y se escabulló retirándose haciael este después de infligir cuatro mil quinientas bajas a su enemigosin permitir que las suyas llegasen a tres mil quinientas.

Efectivamente, Toulouse recibió a Wellington con los brazosabiertos y el día 22 de abril, cuando entró en la ciudad, se encontróla estatua de Napoleón derribada y hecha pedazos en el suelo, y acuadrillas de obreros arrancando la iconografía imperial de los

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edificios públicos. Tuvo que ofrecer una cena a la prefectura de lalocalidad aquella misma noche. Se estaba vistiendo para la ocasióncuando llegó el coronel Frederick Ponsonby. El oficial venía agalope tendido desde Burdeos y portaba una noticia extraordinaria:Napoleón había abdicado. «"No me digáis eso, o por mi honorque… ¡Hurra!" Wellington, todavía en mangas de camisa, se puso adanzar girando sobre sus talones y chasqueando los dedos como uncolegial.»114 La confirmación oficial llegó durante la cena.Napoleón había abdicado el día 6 de abril de 1814 y se le habíaconcedido una residencia en la pequeña isla mediterránea de Elba.Luis XVIII había sido restaurado en el trono de Francia. Wellingtonpidió champán y propuso un brindis por el rey francés. Álavapropuso uno a continuación por «¡El Liberador de España!». Einmediatamente todos se pusieron en pie aclamando a Wellingtonen francés, español, portugués y alemán. Larpent escribió:

Aquello no fue seguido de los típicos vítores, sino por unaanimosa y descontrolada ovación que duró casi diez minutos.Turbado, lord Wellington hizo una reverencia y, acontinuación, pidió que se sirviera el café.115

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Capítulo 5 Dosrestauraciones y unabatalla

La noche del 12 de abril de 1814, Wellington asistió al teatroen la ciudad de Toulouse con la escarapela blanca de los Borbonesprendida en su sombrero. La obra que se representaba era RicardoCorazón de León, pero la atención del público estaba en otraparte. Concretamente, observaban expectantes a «una personavestida de negro, iluminada por muchas candelas, que sostenía unpapel en su mano» que se aproximó a un palco y se puso a leer envoz alta los términos de la nueva Constitución. Europa había estadosumergida en guerras durante casi toda la vida adulta de Wellington.Al mirar hacia atrás desde la ventajosa perspectiva que nosproporcionan los casi doscientos años transcurridos desdeentonces, y con el recuerdo fresco aún de las dos terribles guerrasque asolaron Europa, nos resulta fácil obviar la destrucción causadapor los movimientos revolucionarios y las guerras napoleónicas.Alan Schom culpa en gran parte al emperador francés al declararque «la memoria de Genghis Khan palidece ante la comparación», yestima el número de muertos en tres millones.1 Probablemente seauna cifra demasiado baja pues, solamente en las filas francesasmurieron ochocientos sesenta mil, y la mitad de ellos menores deveintiocho años.2 Muchos de los británicos de la época recibieronla paz con optimismo, y estaban decididos a preservarla. Pero qué

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medios habrían de utilizarse para lograrlo y cómo la políticadoméstica reflejaría el cambio en las nuevas prioridades, eranasuntos aparte.

El día 21 de abril Wellington recibió la visita de sir CharlesStewart, hermanastro de Castlereagh, quien le ofreció el puesto deembajador de Gran Bretaña en Francia. Como sus hermanos sehabían enfrentado a lord Liverpool y, por lo tanto, él no podría vercolmadas sus aspiraciones de acceder al gobierno, convino tomar elcargo con presteza. Stewart también le hizo saber que le habíanconcedido el título de duque. El nombramiento fue publicado en elBoletín Oficial del Estado el día 3 de mayo, y el día 9 Wellingtonenvió una misiva a lord Liverpool agradeciendo su amabilidad yreconociendo su deuda hacia el Príncipe Regente. Un mes mástarde le dijo a Henry, casi como dejándolo caer: «Creo que olvidédecirte que me han nombrado duque».3 Durante su viaje a París,Arthur tuvo la deferencia de visitar al duque D'Angouléme y algeneral Clausel, su antiguo adversario. El mariscal lo sorprendió alabrir él mismo la puerta de su casa; no había un solo edecán a lavista. Wellington llegó a París el día 4 de mayo a lomos de uncaballo blanco. El duque vestía para la ocasión ropas civiles decorte sencillo (levita azul y chistera), pues entonces se presentabacomo embajador, no como conquistador. «Por mi parte -escribió elradical John Cam Hobhouse-, siento un irrefrenable deseo deconocerlo, de correr a su encuentro y arriesgarme a que me pateeny pisoteen por acercarme a nuestro gran hombre.»4 La condesa deBoigne vio entrar a Wellington en un salón de baile «con sus dossobrinas [hijas de su hermano William] del brazo. No había ojos en

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la sala para nadie más».5No estuvo mucho tiempo en París. Castlereagh le pediría que

visitase Madrid para que intentase él, «si es que yo no puedo -diría-, convencer a todos los partidos de que sean más moderados y deque adopten una constitución más factible de ser aplicada [„.]».6Wellington presentó un amplio memorando al restaurado reyFernando VII, junto a consejos de índole práctica acerca de lareconstitución del ejército español. No se sentía demasiadooptimista respecto a los frutos de su labor, puesto que losreaccionarios oponentes a la monarquía se hallaban firmementeasentados en el poder y el rey en persona le había dicho que losúnicos actos de las Cortes que había aprobado eran aquellos que lonombraban capitán general y le concedían propiedades. Supesimismo estaba bien fundado y, en 1820, hubo un levantamientocontra el caprichoso monarca. Fernando VII fue restaurado, quéironía, con la ayuda de tropas francesas. El rey moriría en 1833,dejando un legado de división y amargura que desembocaría en unlargo período de guerra civil.

En su camino de vuelta desde Madrid, Wellington se detuvoen Burdeos, el principal puerto de embarque de sus huestespeninsulares. El entusiasmo que algunos sentían ante la paz no eracompartido por esos otros cuyo negocio era la guerra. JohnKincaid declaró: «Nosotros habíamos nacido en la guerra, ycrecido en la guerra. La guerra era nuestro oficio y lo que debíamoshacer los soldados durante el tiempo de paz era un problema aúnpor resolver».7 Los militares se enfrentaban a la posibilidad de serlicenciados, con media paga los oficiales y con un futuro incierto el

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resto de la tropa. Incluso en esta situación el destino planteó algunade sus ironías. A Ned Pakenham, que estaba más que satisfechoante la perspectiva de enfrentarse a los azares de una vida pacífica,lo escogieron para comandar un ejército en el sur de las coloniasnorteamericanas, lugar que pronto se convertiría en el teatro de lamal llamada guerra de 1812. John Spencer Cooper, ansioso porregresar al castillo de Barnard para disfrutar de la compañía de suhermano, tan sólo necesitaba la firma de su coronel estampada ensu permiso de licencia, pero no pudo obtenerla antes de que subarco zarpase rumbo a América.

El día 14 de junio, Wellington publicó estas últimas palabras asu ejército:

ORDEN GENERAL

1, El capitán general de este ejército, al acercarse el momentode regresar a Inglaterra, aprovecha una vez más la oportunidad defelicitar a sus filas por la labor efectuada recientemente, la cual haproporcionado la paz tanto a su país como al mundo entero.

2. La parte que le ha correspondido al ejército británicodurante la consecución de tales logros, y la buena reputación queeste ejército deja al abandonar el país, es igualmente meritoria detodos sus componentes, así como lo es de su comandante en jefe,quien confía en que sus tropas mantengan tan buena conducta hastael día de licencia.

3. El capitán general del ejército ruega una vez más a susdivisiones que acepten su agradecimiento.

4. A pesar de que las relaciones hayan podido verse alteradas

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por circunstancias especiales, en las que ha tenido que mantenersefirme, os asegura que nunca desaparecerá de él el más sincerointerés por vuestro honor y bienestar. Y también, que siempreestará orgulloso de haber servido con todos los que, con suconducta, disciplina y gallardía, se han hecho acreedores delreconocimiento de su país.

El tributo fue escrito de corazón, pero no todo el mundo lorecibió de buena gana. Algunos pusieron el acento en las escasasmenciones honoríficas detalladas en los despachos de guerra. «Unhombre no acepta agradecimientos cuando aún hoy tiene la cabezarota», escribió el capitán Arthur Kennedy del 18o de Húsaresdespués de la batalla de Vitoria. «Esto ha sido ampliamenteverificado por nosotros: nunca un regimiento perdió tantos oficialesy recibió a cambio tan pocas menciones por parte del GranCarnicero. Él es, literalmente, un…»9 El teniente William Grattan sequejaba por el modo en que «han valorado, tanto el gobierno comoel duque de Wellington, los inolvidables servicios prestados poreste soberbio ejército».10 Los soldados que habían contraídomatrimonio con mujeres locales tuvieron que dejar a sus esposas alpartir, y el pago de las tan esperadas recompensas (un ascenso ouna paga en metálico) no parecían formar parte de los planesinmediatos de un gobierno que se estaba esforzando en llevar acabo una política de recortes presupuestarios, y de un ejército quecomenzaba a ser totalmente profesional. Wellington apenas podíahacer nada respecto a esos asuntos; había intentado conseguir unacomandancia para Harry Smith, pero le dijeron que ya habíademasiados oficiales veteranos esperando el mismo cargo. «Por el

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amor de Dios. Es una pena. Colborne y la Brigada están demasiadopreocupados por ello, y él se lo merece», dijo el duque. *Wellington sería durante el resto de su vida el destinatario «decartas de protesta y de aduladores que se tocaban el sombrero conávidos dedos cuando él pasaba a caballo».12 Desde luego que eraun personaje que no satisfacía a todo el mundo. George Elers, unantiguo capitán retirado que había servido con él en India y habíaabandonado el ejército en 1812, se disgustó cuando el duque nopudo proporcionarle un empleo en 1828. Wellington no estabainteresado ni siquiera en recibir regalos. «El duque de Wellingtonpresenta sus excusas al señor Elers, y se siente en deuda con él porla carta recibida el día de hoy. El duque no tiene tiempo paraocuparse de un perro de Terranova, y no cree oportuno privar alseñor Elers de él.»13 Elers, disgustado, respondió con una preguntaretórica. «¿Tiene corazón?». Sí, en efecto tenía corazón, perotambién tenía cabeza, y no siempre es fácil concordar lasobligaciones que conlleva el agradecimiento con el ejercicio de lafatua influencia. Aun así, el duque intentaba ayudarlos con muchomás empeño de lo que sus disgustados conocidos supieron jamás.Cuando dos generales le escribieron protestando por no haberrecibido el título de Caballero tras la victoria, Wellington le dijo alord Bathurst que, en justicia y a pesar de ser demasiado tarde yapara hacer nada al respecto, le remitiría sus cartas y declaró: «Sihubiesen deseado que fuese yo quien recomendase […] a aquellosque fuesen merecedores de recibir tal honor, por supuesto quehubiese citado preferentemente sus nombres antes que los demuchos otros a quienes he visto que se les concedía el

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nombramiento».14Wellington viajó a París, donde hubo un nuevo estallido de

júbilo ante su presencia, y luego embarcó en Calais a bordo delbalandro Rosario y el día 23 de junio alcanzó Dover. Allí lo recibióuna exaltada multitud, y fue acompañado por vítores durante todoel camino a Londres. Cuando su carruaje llegó al puente deWestminster hubo un intento por parte de la multitud de separar alos caballos de la calesa y transportarlo hasta su hogar (vivía en elnúmero 4 de Hamilton Place, en Piccadilly) tirando del carruaje,pero Wellington reaccionó demasiado rápido y emprendió unsolitario galope. No había visto a Kitty desde hacía cinco años. Esosí, habían mantenido correspondencia (su esposa tuvo la delicadezade tejerle una manta en 1809, y le hizo un edredón un añodespués), pero él estaba tan preocupado por la capacidad de sucónyuge para asimilar las malas noticias, por insignificantes quefuesen, que no mencionó la herida que recibió en Orthez. Elaspecto de Kitty había empeorado, estaba corta de vista y teníaque aproximar la cara a escasos centímetros de un libro o de unpaño para poder leer, o coser. Con intención de evitar situacionesmolestas cuando se hallaba en público, pues temía no poderreconocer a la gente, Kitty caminaba con la mirada baja y los ojosentrecerrados; ciertamente no componía una imagen que se pudiesecalificar de encantadora. La duquesa también carecía de buen gustopara elegir su vestuario, pues solía escoger vestidos de muselinaque no correspondían ni a su edad ni a su condición social. Loshijos de Wellington, el mayor era lord Douro, ya eran doscolegiales de seis y siete años. Ambos niños habían crecido sin su

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compañía y, como a muchos hombres que han pasado la infancianecesitados de afecto, al duque le resultaba harto difícilproporcionárselo. Incluso entonces no se quedó demasiado tiempoen su hogar y se escabulló para visitar a su madre, que vivía en lacalle Upper Brook.

El día 28 de junio ocupó su puesto en la Cámara de los Lores,como barón, vizconde, conde, marqués y duque, vestido con suuniforme de mariscal de campo bajo la vestimenta ceremonialcorrespondiente al título de duque. Allí escuchó al lord cancilleraplaudir el hecho de que hubiese recibido «todos los títulosnobiliarios de este reino» que la corona podía conferir, en poco másde cuatro años.15 El día 1 de julio, la Cámara de los Comunestambién le rindió su propio homenaje; por su parte, el TribunalSuperior de Justicia de la Ciudad (el mismo que había pedido quese le juzgase por el incidente de Cintra) dio un banquete en suhonor. Y otro tanto hizo el Príncipe Regente, con su dicharachero einimitable estilo. Cuando el soberano propuso un brindis en suhonor, Wellington se puso en pie y comenzó su réplica diciendo:«Quisiera tener palabras para expresar…». Pero entonces lointerrumpió el príncipe: «Mi querido amigo, todos sabemos devuestras acciones y excusamos de vuestras palabras. Por lo tanto,sentaos». El duque obedeció al instante, con la expresión de uncolegial al que le han concedido unas vacaciones inesperadasplasmada en el rostro.

Sus vacaciones, sus verdaderas vacaciones, estaban tocandoa su fin. Partió hacia París a principios de agosto, después deapadrinar la boda de su sobrina Emily Wellesley-Pole con FitzRoy

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Somerset. El HMS Griffon lo llevó hasta Bergenop-Zoom, y desdeallí prosiguió viaje, vía Amberes, hasta Bruselas para visitar alpríncipe de Orange, llamado Billy el Escuálido durante la campañaen la península Ibérica, cuyo padre era rey de los Países Bajos.Wellington acompañó al príncipe por las fortificaciones fronterizas,y observó que había tomado «muy buenas posiciones estratégicas»,una de ellas en «la entrada a hijorét de Soignies, junto al caminoprincipal que lleva a Bruselas desde Binch, Charleroi y Namur».17Llegó a París el día 22 de agosto, y se instaló en la calle FaubourgSt Honoré n° 39, un edificio construido en 1720 y propiedad dePaulina, la princesa de Borghese, hermana menor de Napoleón.Los representantes de Charles Stewart la habían compradorecientemente, totalmente amueblada, por un precio que Wellingtonjuzgó «considerablemente barato». El duque habría pagadoencantado las dos mil libras de renta anual, incluso llegó a proponeren el departamento de Asuntos Exteriores que se le descontaradicha suma de su sueldo. El edificio es hoy en día la embajadabritánica en Francia y DuffCooper, embajador desde 1944 hasta1947, la describió como «el ejemplo perfecto de lo que debe ser laresidencia de un caballero acaudalado. No es un edificio grandiosoni imponente, pero es espacioso, cómodo, céntrico y está situadoen un lugar apacible [„.]».18

Napoleón opinaba que el nombramiento de Wellington nohabía sido un movimiento acertado, pues tendría que tratar conaquellos que había humillado y su presencia en París sin duda seríauno de los muchos «grandes contrastes» de aquella primerarestauración, donde enojados duques emigres en masa junto a

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mariscales marcados y los centinelas suizos de las Tulleríaspresentaban armas frente a veteranos lisiados que volvían lassolapas de sus abrigos para revelar la insignia de la Legión deHonor. Wellington se encontró con el mariscal Ney poco despuésde llegar, durante una cacería. A pesar de que en la embajadaexistía un buen entendimiento entre ambos jóvenes, aquella caceríaen Francia pareció ser un asunto bastante serio, con pocasoportunidades de efectuar alguna «carrera a la inglesa». Soult yWellington ya se conocían bastante bien: el británico lo habíavigilado con su telescopio en la loma de Sorauren, y el francéshabía estudiado a su oponente en abril, mientras éste viajaba en sucarruaje cuando ambos regresaban a casa. En diciembre seencontró con Massena durante la celebración de una fiesta. Losdos hombres se pusieron a prueba con impertinencias, tal comohubiesen hecho antes de entrar en batalla. Massena fue el primeroen avanzar. «Milord -dijo-, me debéis una cena […] pues cierto esque casi me hacéis morir de hambre.» «Me la debéis vos a mí,mariscal -replicó el duque-, pues no me dejasteis dormir.»19También observó con mucha atención la conducta de la familia real,y tuvo que soportar la gula espectacular de la que hacía gala el reyLuis. El corpulento monarca francés (Wellington lo describió comouna «llaga supurante que camina») podría ordenar que le sirviesentoda la bandeja de fresones en su plato y comérselos sin ofrecer anadie.

Wellington era un personaje muy bien recibido en los muchossalones de la ciudad. Acudía a las fiestas del duque de Angoulémeen el pabellón de Flore, y pasaba tardes enteras con Madame de

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Staël. «Una señora de lo más agradable» que puede mantenerteapartado de la política. Pero no todos los amigos de la dama eranpersonas de conducta irreprochable. Aglaé Ney, esposa delmariscal Ney, una mujercita muy hermosa, mantenía un romancecon un joven caballero inglés, Michael Bruce, y con GiuseppinaGrassina, la cantante de ópera conocida en aquella época como LaChántense de l'emperenr, amante de Napoleón. La cantante muybien pudo ser también amante de Wellington. A lady Bessborough,que se encontraba en París aquel otoño, le pareció que lasatenciones que el duque brindaba a la cantante eran demasiadoobvias. Es verdad que el duque tenía un retrato de ella en sudormitorio pero junto a ella, como observó secamente ChristopherHibbert, tenía imágenes de Paulina Borghese y del papa Pío VIL Ala sazón, también visitó con gran asiduidad a la actriz MargueriteJosephine Weimar, una dama tan bien engualdrapada queNapoleón había depositado la nada desdeñable suma de cuarentamil francos entre sus senos después de su primera noche con ella.La señora se vanagloriaba de haber sido amante de ambos. «Maismonsieur le duc était de beaucoup leplusfort.» Y luego estabaAriete Wilson, besada «a la fuerza» en el Bois de Boulogne, quecontaba historias sensacionalistas, ambiguas y poco dignas decrédito, acerca de la costumbre del duque de visitar a las damas dela nobleza a cheval.

Pero no todo fueron fresones y mujeres bellas. El gobiernobritánico era partidario de persuadir a Francia para que cesase sutráfico de esclavos en las colonias. Esta cuestión fue una de las quemás involucraban emocionalmente a Wellington; por eso el duque le

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dedicó una atención especial dentro de sus obligacionesprofesionales. El abolicionista Thomas Clarkson se mostróencantado cuando visitó París de que el duque «se hubiese alzadocomo campeón de la causa». Wellington aseguró a WilliamWilberforce, que tanto había trabajado por obtener la abolición dela esclavitud en Gran Bretaña en 1807, que dedicaría a la tarea«todo el celo» del que fuera capaz.21 A pesar de losesperanzadores signos de manifestación a favor de la causa, sobretodo al principio, el diplomático no pudo mostrarse contundente, enparte, porque la Cámara de los Pares (creada en la nuevaConstitución francesa, siguiendo el modelo de la Cámara de losLores del Reino Unido) contaba entre sus miembros a un buennúmero de personas cuyas fortunas procedían, precisamente, deltráfico de esclavos.

De ese modo, la posición de Wellington fue tan incómodacomo había vaticinado Napoleón. Los Borbones, en realidad, nohabían aprendido nada, ni tampoco habían olvidado. Philippe deSegur, miembro de la nobleza y oficial napoleónico, escribió: «Noshan impuesto la misma bandera con la que nos combatieron».Experimentados veteranos se vieron licenciados con media pagamientras que los antiguos emigres tomaban el mando. Las familiasarruinadas tras la Revolución francesa, esperaban más de lo que lamonarquía restaurada podría dar, y los bonapartistas comparaban ale Tondu (1814 marca el punto álgido de su poder durante suúltima campaña) con el rey Luis de Francia, un soberano aquejadode gota. El general Foy escribió estas tristes palabras: «Nosotros,que llegamos a ser los dueños de Europa, ¡a qué servil circunstancia

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estamos reducidos! […] Oh, Napoleón, ¿dónde estáis?».22Francia, era evidente, no alcanzaría la estabilidad a manos de susnuevos gobernantes, y además Wellington recibía continuasadvertencias de intentos de secuestro y amenazas de asesinato. Enoctubre, el primer ministro le rogó que abandonase París lo antesposible. De todos modos, sería imprescindible no trasladarlo sinuna buena razón para, según decía: «No traicionar con nuestraalarma la posibilidad de una convulsión interna en Francia». ' Elgobierno británico preguntó a Wellington si preferiría reubicarse enViena para asistir a Castlereagh en las negociaciones que se habíanabierto respecto a los acuerdos posbélicos, o bien en Norteaméricapara tomar el mando en las colonias. El duque replicó que preferíaquedarse en París, al menos por el momento. A lo que Liverpoolcontestó: «No nos sentiremos tranquilos hasta que hayáisdesembarcado en Dover o, en cualquier caso, os halléis fuera deterritorio francés». Ante tal situación, Wellington accedió amarcharse, aunque no veía la razón de tanta prisa.24

El 24 de diciembre de 1814 se firmó un tratado de paz entreGran Bretaña y las colonias norteamericanas (lo cual desbaratabauna posible excusa para trasladar al duque), pero, como se requeríala presencia de Castlereagh en Inglaterra, el Gobierno pudo enviara Wellington a Viena como representante de la Corona británica.Las noticias del armisticio viajaron muy lentamente hasta América,lo bastante para no llegar a tiempo de impedir que Pakenhamasaltase Nueva Orleáns. Antes de abandonar Inglaterra, se habíanotificado al cuñado de Wellington que, como comandante en jefe,no tenía necesidad de arriesgar su vida como lo había hecho

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cuando era jefe de división. El oficial replicó que lo sabía de sobra,pero que no dudaría en dirigir a sus tropas personalmente si tuvieseque hacerlo. Cuando el asalto quedó empantanado a causa delintenso fuego de los bien parapetados defensores, parte de lainfantería de choque descompuso su formación y Pakenhamcabalgó hasta el frente para que recuperasen sus puestos,gritándoles: «¡Qué vergüenza! ¡Recordad que sois soldadosbritánicos!». Entonces recibió un disparo que le partió la columnavertebral y lo mató allí mismo. Wellington estuvo tan disgustado porla muerte de Ned como enfadado con el jefe de la armada que loacompañaba, a quien culpaba del fracaso.

Tenemos un consuelo, y es que él cayó tal como habíavivido, cumpliendo con el honorable ejercicio de su deber ydistinguiéndose como soldado y como hombre.

No puedo sino lamentar que se le hubiese encomendadotal empresa junto a semejante compañero de armas.

La expedición de Nueva Orleáns, planeada por sucompañero, con el saqueo como objetivo […]. Los americanosestaban preparados con un ejército desplegado en una posiciónfortificada. Posición que podría haber sido tomada si otros,como es el caso del almirante, hubiesen cumplido con suobligación con tanto empeño como lo hizo el hombre cuyapérdida ahora lamentamos.25

Pero la Divina Providencia lo dispuso de otro modo, ydebemos asumirlo […].

La muerte de Ned supuso un nuevo golpe en la vida marital deWellington. Elizabeth Longford apunta que el parecido de Ned con

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Kitty era tan pronunciado que Wellington podría haber visto en elrostro de su cuñado los rasgos que tiempo atrás tan atractivos lehabían parecido en su esposa. Y añade que el recuerdo de suhermana y su heroico comportamiento ante él podría haberayudado a mantener la estabilidad entre aquel valor en alza que erael duque, y su torpe y miope duquesa.

No resulta sorprendente que Kitty se quedase en París con losSomerset cuando Wellington partió hacia Viena el día 24 de enerode 1815. El duque viajaba a toda velocidad, deteniéndose cuatrohoras escasas por noche, llegó a Austria en pleno invierno y, acausa de dormir en habitaciones demasiado caldeadas, cogió unresfriado. No era una época adecuada para tomar decisionesprecipitadas. Cuando Wellington preguntó a sus colegas qué habíanhecho para llegar a un acuerdo acerca de la administración políticade Europa, el príncipe Metternich, representante de Austria,contestó: «Nada, no hemos hecho absolutamente nada». No tardóen sumergirse en el mundo de la política de pacificación para tratarde encontrar algún modo de reconciliar los objetivos de la SantaAlianza, inspirada por Rusia (cuyos miembros eran Prusia, Austria yRusia), con la necesidad que tenía Gran Bretaña de colaborar conFrancia para asegurar la consecución de una paz duradera.También había por allí suficientes damas para crear tentadoresproyectos de confederaciones: Charles, hermanastro deCastlereagh, ya por entonces miembro de la nobleza, eraembajador en Viena y a la sazón amante de una de las hermosashijas del duque de Courland; mientras que la otra hija revelaba sudevoción por Wellington. Pero en la mañana del día 7 de marzo de

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1815, cuando se preparaba para salir de caza, el duque recibió unanoticia de capital importancia: Napoleón había huido de la isla deElba. Pronto descubrirían que había desembarcado en Francia yque el ejército se estaba uniendo a él en masa. El 20 de marzo,Napoleón fue transportado a hombros hasta las Tullerías.

El día 12 de marzo, Wellington había dicho a Castlereagh quelos aliados planeaban unir tres grandes ejércitos. Uno de ellos seríaaustríaco en su totalidad, en el norte de Italia; otro, formado poraustríacos, bávaros y fuerzas de Badén-Wurttenberg en el alto Rin;y un tercero, casi todo él formado por prusianos, en el bajo Rin,desde donde podrían salir al encuentro y unirse a tropas británicas yhannoverianas en los Países Bajos. Los rusos, que se movían máslentamente en el escenario bélico, podrían formar la reserva. El zarAlejandro confiaba en «dirigir el asunto» mediante un consejoconstituido por él mismo, el rey de Prusia y el príncipe austríaco deSchwarzenberg. El zar había invitado a Wellington a unirse a ellos,pero el duque pensaba: «Como no tengo ni carácter ni función paradesenvolverme en tal ambiente, preferiría llevar un mosquete».27 Elgobierno ofreció al duque la oportunidad de permanecer en Vienacomo representante plenipotenciario de Gran Bretaña, o bientrasladarse a los Países Bajos, donde sería comandante en jefe delas fuerzas británicas. No es asombroso que eligiera la últimaopción. Antes de abandonar Viena, el zar Alejandro se despidió deél, le posó una mano en el hombro y le dijo: «Es vuestro debersalvar al mundo de nuevo».

Wellington llegó a Bruselas el día 4 de abril de 1815 paraencontrarse encarando dificultades en todos los frentes. La pésima

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actuación del rey Luis y sus seguidores lo llevaron a buscar lo queél llamaba «una tercera vía» y poder dar a los franceses laoportunidad de escoger entre los legítimos (pero pococonvenientes) Borbones y el ilegítimo (pero más interesante)Bonaparte. Wellington pensaba que podría haber un viso deesperanza en la rama más joven de los Borbones, el llamado duquede Orleáns (quien ciertamente llegaría a ser rey en 1830 con elnombre de Luis Felipe), pero Castlereagh le apuntó que loscambios dinásticos no se encontraban entre los objetivos delgobierno. Por otro lado, a pesar de su amistad con Billy elEscuálido (también conocido con el apodo, menos halagador sicabe, de Joven Batracio), sus relaciones con el rey Guillermo I deHolanda (llamado Viejo Batracio) eran menos que satisfactorias. Encierto modo esto reflejaba la posición un tanto insegura delmonarca. Su reino comprendía el territorio holandés y buena partede Flandes, la perteneciente al antiguo Imperio español. Ya poraquella época existían signos de escisión que más adelante daríanlugar a la separación de las provincias sureñas, la actual Bélgica, delreino holandés. Además, muchos de sus oficiales y soldados habíancombatido al lado de Napoleón, y su lealtad quedaba enentredicho. Pero, aunque Wellington tratara por todos los mediosde no ofender a sus aliados (en cierta ocasión, que MadameCatallani cantaba en un concierto celebrado a finales del mes deabril, fulminó con la mirada a sus oficiales cuando éstos pidieron ala artista que repitiese el tema: Rule Britannia), estaba preocupadoante la posibilidad de que las guarniciones fronterizas desertaranpasando al lado francés. El día 3 de mayo Wellington recibió el

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cargo de mariscal del ejército en los Países Bajos y comandante enjefe de las fuerzas en combate, reemplazando al príncipe de Orangequien, como medida de compensación, recibió el mando de uncuerpo de ejército dentro de las fuerzas aliadas.

Pues eso es lo que era, un ejército de aliados compuesto porunidades británicas, hannoverianas y la legión del rey de Alemania[KGL], combinadas en distintas divisiones británicas y tropasholandesas formadas según sus propias divisiones; pero todos ellosintercalados para fabricar el ejército. Para organizar sus fuerzas,Wellington desplegó los talentos toscamente labrados en India ypulidos después en la península Ibérica. Combinó veteranos paraapoyar a los jóvenes, y colocó a los fuertes como respaldo de losmás débiles. Sir John Fontescue supo entender la aguda inteligenciade la disposición de la nueva estructura militar:

En todas las divisiones británicas, a excepción de la Ia, losextranjeros estaban mezclados con Casacas Rojas. La de Alteny la de Clinton constaban, cada una, de una brigada debritánicos, una de la legión [KGL] y otra de hannoverianos.Las de Picton y Colville tenían dos brigadas de británicos yuna de hannoverianos. Aun así, la sutileza de la mezcla no estádescrita en su plenitud. En la división de Guardas, comandadapor Cooke, los tres batallones nuevos estaban reforzados poruno de veteranos curtidos en la península Ibérica. En la deAlten, donde todos los británicos eran nuevos, los batallones dela legión estaban compuestos por veteranos, y loshannoverianos pertenecían al ejército profesional. En la deColville, donde había soldados británicos novatos y veteranos,

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los hannoverianos eran o bien soldados profesionales o bienmilicianos voluntarios. En la de Clinton tanto británicos comolegionarios eran veteranos, y los hannoverianos eran todosmilicianos.2

La ocurrencia de todas estas mezcolanzas militares estestimonio de la naturaleza del ejército de Wellington. Algunoshistoriadores británicos han unido sus opiniones a las de suscompatriotas contemporáneos al expresar una muy baja opiniónsobre las tropas holandesas. De todos modos, está fuera dediscusión que muchos de ellos combatieron valientemente enWaterloo y además, de no haber existido el sentimiento común deuna Holanda unida, no habría habido batalla de ningún tipo. Es máshonesto observar que, en general, las unidades del ejército deWellington gozaban de una calidad desigual; con veteranos de lapenínsula Ibérica parcheando batallones formados por reclutasnovatos. Wellington afirmaría posteriormente que si hubiesecontado con el ejército de la península Ibérica, habría atacado aNapoleón en Waterloo, y lo habría derrotado en tres horasaproximadamente. Eso es una exageración, sin duda, pero refleja laopinión que poseía acerca de su ejército en abril de 1815: «Unahueste infame, muy débil, mal equipada y con un Estado Mayorcarente de toda experiencia».

Muchos de sus antiguos colaboradores no estabandisponibles. George Murray estaba en Canadá, Ned Pakenhamhabía muerto, Larpent se encontraba en Viena y el doctor sir JamesMcGrigor (ya había recibido el título de caballero) no podíadesatender sus obligaciones profesionales en Londres. Sir Thomas

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Picton había llegado a admitir lo siguiente ante él: «He alcanzado unestado de nerviosismo tan alto que cuando tengo que realizar algúnservicio se apodera de mí una ansiedad tal que me impide conciliarel sueño. No soy capaz de resistirlo, y creo que me veré obligado alicenciarme». Pero el militar no permitió que ni el resentimiento porno concedérsele un título nobiliario ni el presentimiento de la muertelo detuviesen cuando se le ofreció la comandancia de la 5a División.Sir Stapleton Cotton, que tan buen papel había realizado enSalamanca, ya ostentaba el título de lord Combermere y estaocasión podría haber sido su mejor oportunidad para ejercer lajefatura del arma de caballería si no le hubiesen prometido el puestoa Lord Uxbridge, antes lord Paget.

El general de división sir Hudson Lowe fue nombrado generaldel cuerpo de armamento e intendencia militar. Gozaba de una muybuena opinión entre los soldados de la Guardia Montada;Wellington, sin embargo, pensaba de él que era un «maldito idiota».El general insistía tanto ante el duque diciéndole que los prusianoseran mejores que los británicos que estuvo éste obligado a decirle«que había comandado sobre el terreno una fuerza mucho mayorque cualquier general prusiano». Pero nada de eso funcionó, yWellington tuvo que pedir al gobierno que lo reemplazase. Elsustituto fue el coronel sir William De Lancey, un oficial que habíaservido bajo las órdenes de George Murray en la península Ibéricay llegó a dominar el sistema de comunicaciones de Wellington. Encierta ocasión, sir William lamentó que el comandante en jefe de lastropas no pudiese replicar la misiva de un oficial por ser éstailegible. Entonces le dijo al coronel bajo el cual servía aquel

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hombre: «Su señoría solicita que recomendéis al capitán Campbellque preste un poco más de atención a su caligrafía pues, en muchasocasiones, es imposible dedicar a sus cartas el tiempo suficientepara descifrar los caracteres sin descuidar otros asuntos de interéspúblico».30 Sir Edward Barnes, otro veterano de la penínsulaIbérica, recibió el cargo de jefe del Estado Mayor.

Excepcionalmente, el duque dividió su ejército en trescuerpos. El primero, bajo las órdenes del príncipe de Orange y elsegundo, bajo Rowland Hill (ya entonces lord Hill), ambos con dosdivisiones británicas y dos holandesas. Wellington estaría al mandode la reserva, compuesta por dos divisiones británicas, un cuerpodivisionario de combatientes de Brunswick, bajo el duque deBrunswick, y un pequeño contingente de la infantería ligera deNassau. El duque contaba con una fuerza total de poco más denoventa y dos mil hombres y ciento noventa y dos piezas deartillería cuando estalló la batalla de Waterloo.

Cualquiera que fuese su fuerza, o su debilidad, Wellingtonestuvo al mando del ejército aliado reclutado en Holanda a finalesde la primavera de 1815. Pero no obtuvo el mando del máscercano de los contingentes de la coalición, del cual dependería elbuen desarrollo de la empresa. El ejército prusiano destacado enHolanda estaba formado por casi ciento veintiún mil hombres ytrescientas doce baterías de artillería cuando comenzó la campaña.Su comandante en jefe, el mariscal Gerbhard von Blücher, príncipede Wahlstadt, era un vivaz anciano de setenta y tres años que habíacomenzado como oficial del ejército sueco, hacía ya toda una vida,y entró al servicio de Prusia cuando cayó prisionero. Blücher fue un

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tenaz adversario de Napoleón, mandó matar a los caballos cuandose retiró de Jena en 1806 y de Lutzen en 1813, y tomó partecuando en 1814 se apagó el último destello del emperador francés.Su cuartel general estaba emplazado en Namur, y los cuatrocuerpos de su ejército se hallaban destacados en los aledaños, condos puestos adelantados cerca de la frontera francesa, en Charleroiy Ciney. El jefe del Estado Mayor, el valiente y experimentadoAugust Wilhelm von Gneisenau, era un poco anglófobo,posiblemente porque había servido junto al ejército británico enAmérica del Norte durante la revolución de las colonias. Cabeseñalar que las fuerzas británicas no pasaban entonces por su mejormomento.

El resultado de la campaña dependería de las relaciones entreWellington y Blücher. Ambos comandantes se habían conocido enParís un año antes, donde establecieron las bases de una sólidacooperación laboral. La mayoría de los historiadores anglófonoshan calificado esta colaboración entre ambos generales comohonesta y fructífera. Pero el trabajo de Peter Hofschróer, editadoen 1998 y 1999, y consistente en dos rigurosas investigacionesacerca de Waterloo publicadas en sendos libros, propone un parde cuestiones que durante mucho tiempo han preocupado a loshistoriadores alemanes y que no pueden ser tratadas a la ligera porningún biógrafo moderno. Partiendo del estudio pormenorizado querealizó de las fuentes germanas, Hofschróer acusa a Wellington deduplicidad, y tilda la batalla de «victoria alemana». El debate, en vezde arrojar luz, ha generado aún más sombras en torno a estacuestión, y las demás publicaciones tampoco han servido de gran

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ayuda porque, mientras que el ataque de Hofschróer sobre la figurade Wellington figura en libros de divulgación histórica, las razonadasrefutaciones de John Hussey se plasman en las páginas de Wat inHistory,i2 una revista científica que, obviamente, goza de unalcance mucho menor. Y es que la polémica no se limita a una meracuestión de nacionalidades, pues no es difícil observar en la disputacierta tendencia, bastante extendida en Gran Bretaña, de arremetercontra todos sus héroes, vivos o muertos. Un crítico británicodeseaba ver «los alaridos, con acento de Oxford» que causaría eltrabajo de Hofschróer.

Hay tres puntos básicos que merecen una atención especial. Elprimero es la tendencia de la historia militar hacia el monolingüismo.Por ejemplo, los historiadores británicos de la batalla del Somme,1916, a menudo prestan tan poca atención a los alemanes, susrivales en la contienda, como a los franceses, sus aliados, y eso queestos últimos sufrieron un tercio de las bajas aliadas.

El segundo lugar, la campaña para derrotar a Napoleóndurante el llamado imperio de los Cien Días siempre dependió deltrabajo de cooperación entre militares aliados; no fue una campañabritánica, ni prusiana, ni alemana. La gran mayoría de las tropas quetomaron parte en Waterloo hablaban alemán como lengua maternay no se puede negar su enorme contribución a la victoria. Pero estono puede tampoco analizarse fuera de contexto, y si bien es ciertoque la colaboración de los prusianos supuso el éxito de Waterloo,también lo es que fue gracias al ejército de Wellington, pues fueéste, con sus contingentes de Brunswick, los británicos,hannoverianos y holandeses, el que preparó el terreno para obtener

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la victoria antes de que entrasen en liza las fuerzas prusianas.En tercer lugar, el comandante de un contingente nacional

incluido dentro de una coalición más importante, y esto se da encualquier época, debe responder ante dos señores. Por un lado,tiene responsabilidades con la alianza, y le debe lealtad; por otro, supoder emana del gobierno de su país, y ha de estar prevenido puesse podrán presentar circunstancias en las que su deber nacional estépor encima de su responsabilidad ante la alianza. Wellington creíaque su objetivo prioritario era vencer a los franceses apoyándoseen sus aliados, asunto que dejó meridianamente claro en el primerparte general de campaña y los subsiguientes despachos escritosantes de que se abriesen las hostilidades. El objetivo de los aliadosera «derrotar a los franceses, y destruir el poder de un individuo», yeso podría lograrse mediante un avance concéntrico sobre Paríscon «el mayor número de hombres» que se pudiera reunir.33 El día8 de mayo, Wellington le decía a Charles Stewart que Blücher y élestaban tan unidos, y eran tan fuertes, que consideraba improbablela posibilidad de que les atacasen. 4 Al marcar París como suobjetivo, pensó que podrían encontrar «la mayor de las fuerzas ygrandes dificultades militares», y que la incursión, en consecuencia,no tendría oportunidad de progresar hasta que las tropas ofensivaspudiesen enfrentarse a los franceses en cualquier parte.

De todos modos, existía otra agenda de actuación. Wellingtoncombatía en una guerra expedicionaria, y sus aliados del continenteeuropeo no. Al igual que había hecho con su ejército en la penínsulaIbérica, donde estableció la base principal en Lisboa (plazadefendida por la línea de Torres Vedras), en esta ocasión su hueste

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estableció la base en los puertos de Amberes y Ostende. Los doseran indispensables para facilitar la continua llegada de tropas eintendencia. Y además, si la campaña tomaba un giro negativo,ambos ofrecían la posibilidad de preservar al menos una parte de sucontingente por medio de la evacuación. Amberes está situada alnorte de Bruselas y Ostende al noroeste, facilitando la posibilidadde trazar dos líneas de retirada. Su preocupación por la confianzaque podía depositar en las tropas holandesas se debía a que enambos puertos se encontraba una sustancial guarnición británica, yhabía ordenado que se empleasen en construir sus propiasfortificaciones. Todas aquellas disposiciones estaban dirigidas adesarrollar una campaña muy bien concebida que, tal como élmismo señaló, habría de parecerse más a una soga alrededor delcuello que a un arnés de fino repujado. Si se rompía, siempre sepodría hacer un nudo.

También debía asumir riesgos controlados, pero no por echarun farol (¿a quién se lo podría haber echado?). Aquél no era elviejo ejército que había dirigido en la península Ibérica, como élmismo se encargaba de indicar en todo momento, pero síconfiguraba el núcleo del ejército británico. Si perdía, estas tropasno podrían ser restauradas rápidamente en un país como el suyo,que contaba con un sistema de reclutamiento voluntario. Aunque elgobierno de Liverpool (hacia el cual Wellington se sentía muypróximo) podría haber soportado la derrota, en modo alguno sehubiese mantenido si ésta fuese acompañada de la destrucción desu ejército. Más aún, el ejército suponía algo más que uninstrumento de política exterior pues, debido a la ausencia de una

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fuerza policial civil, eran los soldados los que proporcionaban algobierno seguridad ante posibles desórdenes. Habían estalladoserios disturbios ocasionados por las Leyes del Maíz, [Leyes querestringían el libre flujo del maíz y demás cereales entre GranBretaña y los países extranjeros para proteger al granjero británicode la competencia. (N. del T.)] que mantenían el precio de loscereales artificialmente altos, y también por la situación en Irlanda,que empezaba a ser preocupante. Por lo tanto, Wellington teníabuenas razones, tanto políticas como militares, para asegurarse detrazar un plan de retirada eficaz y factible si la coalición caíaderrotada en 1815, al igual que ya había sucedido en 1793 y 1809.

De todos modos, el duque de Wellington no estaba interesadoen manifestar su preocupación por proteger a su ejército ante unaposible catástrofe. Durante todo el tiempo que estuvo en Bruselastrató por todos lo medios de irradiar confianza. Llevó a lady JaneLennox a ver un partido de críquet en Enghien, dio fiestas, ytambién acudió a ellas (donde se ocasionaban las habituales quejasde que siempre pedía «damas de moral relajada» para él), ytambién hablaba profusamente de sus esperanzas de victoria.Cuando Thomas Creevy le preguntó, mientras paseaban juntos porun parque de Bruselas, si realmente tenía tal confianza en la victoria,Wellington replicó: «Por el amor de Dios, creo que entre Blücher yyo podremos lograrlo». Luego señaló a un soldado británico queestaba mirando embobado las estatuas y añadió: «No, creo queBlücher y yo podremos manejar la situación. Mire allí, tododepende de prendas como las de ése de ahí. Concededmesuficientes y podré hacerlo».35

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En privado se sentía menos seguro. El día 8 de junio advirtió ala duquesa de Richmond, una dama cómodamente establecida enBruselas, que no organizase meriendas campestres al sur de lafrontera. «Sería mejor que no fuerais. No comentéis nada alrespecto, pero declinad el plan.»36 Después de que comenzase lacampaña, urgió aCharles Stewart, quien también vivía en Bruselas,para que preparase el traslado. «Ruego que mantengáis a losingleses tranquilos si podéis. Haced que preparen todo paramudaros, pero sin que parezca que haya prisa o temor, pues todosaldrá bien.»37 Remitió una carta similar al duque de Berri,comandante de las tropas realistas francesas, sugiriéndole quetrasladara al rey Luis desde Gante a Amberes. También redactóuna apresurada nota a lady Francés Wedderburn-Webster (damacon la que había compartido una tierna cita en el claro de unbosque, en la que la campaña no tenía lugar entre los temas deconversación). «Deberíais preparar vuestro equipaje -le escribió-,así como el de lord Mountnorris [su padre], en vistas a mudaros deBruselas a Amberes en caso de que fuese necesario adoptar talmedida […] Os mantendré al corriente de cualquier señal depeligro de la que tenga conocimiento; pero de momento no hayninguna.»38 Ordenó al gobernador de Amberes que considerase laplaza en estado de sitio y abriese las presas para llenar los fososdefensivos, pero también que admitiese a los refugiados quellegasen de Bruselas. El coronel De Lancey, tan cercano al duquecomo cualquier otro, estaba lo bastante preocupado como paraenviar a su joven esposa a Amberes. La dama emprendió viajecuando las tropas de Wellington comenzaban la expedición; su

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descripción desvela el aterrador patetismo del momento:Era una mañana clara y fresca. La escena era muy

solemne y melancólica, los pífanos sonaban sin másacompañamiento y los regimientos desfilaban uno tras otro,hasta que desaparecieron a través de la gran puerta situada alfinal de la plaza.39

Si uno de los objetivos del duque consistía en mantener lacalma en Bruselas, otro era asegurarse la consecución de unasrelaciones armoniosas con el ejército de Prusia. Mientras que suspropias líneas de comunicación se extendían hacia el norte ynoroeste, las de sus aliados prusianos iban hacia el oeste, casi haciael lugar adecuado para interceptar un ataque francés. Cuanto másse acercase Blücher a Wellington, mayor riesgo correría su sistemade comunicación, y Napoleón era un militar demasiadoexperimentado para no aprovechar esa circunstancia. Al duque deWellington le interesaba que Blücher depositase toda su confianzaen él, cooperando con eficacia incluso aunque sus canalesinformación fallasen y, en tal situación, revelar sus planes decontingencia para la defensa de Amberes y Ostende a duras penaspodría considerarse una prueba de confianza ante Blücher. No haypruebas que indiquen que el repliegue de las líneas de comunicaciónformase parte de las primeras opciones que se planteabaWellington, e incluso en las cartas escritas apresuradamente (yenviadas con gran urgencia en la madrugada del 18 de junio,cuando la campaña no se desarrollaba de modo satisfactorio) hacíareferencia al repliegue como una situación que confiaba evitar. Pero

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se presentaron situaciones de contingencia, situaciones queWellington apostó por obviar. Si decidió no discutirlas con Blücherse debe a que al hacerlo temía inducir al viejo guerrero a pensarque las circunstancias lo preocupaban más de lo que realmentellegaban a inquietarlo.

Por último, Peter Hofschóer protesta porque la duplicidad deWellington se acentúa al esforzarse por suprimir la historia de lacampaña elaborada por Clausewitz, que podría haber mostrado elpunto de vista alemán. Wellington se mostró bastante claro alrespecto:

Si esto tiene que saberse, ha de ser la verdad, y nada másque la verdad, o de otro modo causará más daño que provecho[…] Pero, si la verdadera historia ha de ser escrita, ¿qué seríade la buena fama de aquellos que la han adquirido y lamerecen por su gallardía, si sus errores y nimias faltas en elcumplimiento de su deber fuesen expuestos al público? ¿Setendrían entonces en tan buena consideración?40

El duque no estaba más a favor de una historia de Waterlooque lo estaba de una de Talavera. Es imposible calcular hasta quépunto eso refleja el deseo de salvaguardar su propio prestigio; sinembargo, dada su experiencia con la prensa, hubiese sido casiinhumano si esa razón no fuese, al menos en parte, un argumento depeso. Desde luego que era perfectamente capaz de variar su puntode vista con el paso del tiempo; por ejemplo, la primera vez queescuchó la noticia de la fuga de Napoleón de la isla de Elbasospechó que su antiguo adversario se dirigiría a Italia, aunque mástarde mantendría que siempre supo que marcharía hacia París. Y a

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pesar de admitir claramente que Napoleón le había ganado por lamano la primera parte de la campaña de Waterloo, llegó adisgustarse con ciertos comentarios que hacían referencia a que lasmaniobras del general francés lo hubiesen pillado por sorpresa.Cuando se acercaba el final de la batalla, se mostró impaciente porque cayese la noche o por que llegasen los soldados prusianos,pero en 1824, cuando sir Thomas Lawrence pintó un retrato suyocon un reloj de bolsillo en la mano, Wellington puntualizó y dijo:«Nunca hice eso. No aguardaba por la llegada de los prusianos alcampo de Waterloo. Poned un catalejo en mi mano, si sois tanamable».

Wellington y Blücher se entrevistaron en Tirlemont el día 3 demayo, pero es difícil saber con precisión qué acuerdos llegaron apactar. Sin duda decidieron que la antigua vía romana que uníaBavai (al oeste de Maubeuge) con Mastrique formase la «línea dedemarcación estratégica», con Wellington situado al oeste y Blücheral este. Es probable que acordasen que los prusianos seconcentrarían en Sombreffe y los aliados en Nivelles, si losfranceses avanzaban a través de Charleroi o Mons para amenazar alos dos ejércitos en su punto de unión. También intercambiaron laplana de contactos, el coronel Henry Hardinge (que alcanzó granfama en la batalla de Albuera) representaría a Wellington en elcuartel general de Blücher, y un general de división, el barónFriedrich Karl Ferdinand von Müffling, acompañaría a Wellington.

Ambas partes se esforzaron en obtener un servicio deinteligencia más eficaz pero no era una labor fácil pues, comoapuntó Wellington al príncipe de Orange en una carta fechada el día

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11 de mayo, ellos «no estaban en guerra, ni tampoco en paz, y eranincapaces de considerar la posibilidad de enviar patrullas hacia elenemigo y establecer su posición por contacto visual». El tenientecoronel Colquhoun Grant, uno de los oficiales de inteligencia quetrabajaron con Wellington en la península Ibérica (llamado Grant elBueno por los españoles, para diferenciarlo de su homónimo, uncomandante de una brigada de caballería mucho menos estimadopor la población), organizó una astuta red de espionaje dentro deFrancia. Por su parte, el general de división sir William Dórnberg,con su brigada de caballería desplegada hacia Mons, obtuvoinformes y los envió al cuartel general. Desgraciadamente,Dórnberg no estaba al corriente de la misión de Grant, ni sabía laimportancia que Wellington concedía a la información que elcoronel le proporcionaba, por eso el día 14 de junio aplazó el envíode un mensaje de Grant que podía haber proporcionado aWellington los detalles de la fecha y el lugar de concentración de lasfuerzas francesas.

No es sorprendente, pues, que el escenario de campaña sepresentase incompleto. Wellington sabía que Napoleón estabaconsiguiendo reunir un ejército con más facilidad de lo que el mismoemperador había supuesto, y apareció (lo cual es raro) visiblementedesalentado cuando tuvo noticias de la celebración de unaentusiasta revista de tropas en Champ de Mai, París. A comienzosde la campaña, Napoleón había reunido una fuerza compuesta porciento veinticuatro mil hombres, aproximadamente, y trescientoscuarenta y cuatro cañones. Las fuerzas estaban organizadas entre laGuardia Imperial y cinco cuerpos más. El emperador comandaba al

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ejército personalmente, y tenía al mariscal Soult como jefe delEstado Mayor. No era aquél el métier natural de Soult, pues era unoficial de línea; pero el mariscal Berthier, durante mucho tiempo elamanuense de confianza del emperador, había muerto defenestradoel primer día de junio por no haberse unido a Bonaparte despuésde su jura de fidelidad al rey Luis. El ejército de Napoleón, como elde Wellington, era una organización heterogénea. En ella, losveteranos se codeaban con bisoños reclutas conscriptos, y losbonapartistas exaltados desfilaban junto a monárquicos resentidos.Aquella maquinaria bélica carecía de la cohesión y resistencia de losejércitos que Napoleón había dirigido tiempo atrás.

Podría decirse también que Napoleón no se hallaba en sumejor momento, aunque los historiadores no sean capaces deacordar qué era lo que le ocurría. Algunos plantean la existencia deun tumor en la glándula pituitaria, otros una infección de vejiga, ytambién hay quien apunta a un doloroso prolapso de hemorroides.De todos modos, un edecán rendiría tributo a su «enérgicaautoridad […] y capacidad como dirigente de tropas» durante lacampaña. Andrew Roberts supone que todas esas especulacionesacerca de la precaria salud del emperador son «lanzadas porapologistas que tratan de racionalizar ex post Jacto la derrota, y lasemplean sobre todo para mantener intacto el lustre militar de suhéroe». Fuera como fuese, se dieron incomprensibles muestras detorpeza, particularmente el día 17 de junio, y las órdenes queimpartió al mariscal Grouchy, destacándolo al mando de unnumeroso contingente militar para impedir que los prusianos sereuniesen con los británicos, son una obra maestra de la confusión.

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Es difícil determinar si tales lapsus obedecen a un posible problemapsicológico o si, sencillamente, Napoleón estaba fuera de lugar enel tablero que durante mucho tiempo había dominado tanmagistralmente. David Chandler, el distinguido erudito de la épocanapoleónica, ve al emperador como un personaje «obstinado,arrogante y demasiado seguro de sí mismo» y, aunque también creeque «el declive de su capacidad física y mental se hasobrestimado», al mismo tiempo añade: «Contamos con irrefutablesindicios de deterioro en su capacidad general».43

Wellington guardaba poca consideración hacia Napoleón, serefería a él como un embaucador que había trepado gracias al purooportunismo, pero tenía un inmenso respeto por su capacidadmilitar. En 1814 alguien apuntó que Wellington jamás se habíaenfrentado personalmente con Napoleón, a lo que el duquecontestó: «No, y me alegro de no haberlo hecho nunca. En todocaso, preferiría escuchar que un contingente de refuerzo decuarenta mil hombres se había unido al ejército francés, antes quesaber que era él personalmente quien asumía el mando».44 Elduque había estudiado la magistral campaña del emperadordesarrollada en 1814, cuando lograron coparlo y atacó duramentea cada ejército aliado, de uno en uno, como un ágil esgrimistaenfrentándose simultáneamente a oponentes lentos y torpes. En elCongreso de Viena discutió sobre Napoleón con el mariscal bávaroWrede, un hombre que había servido a las órdenes del emperadordesde 1805 hasta 1814 y al que le Tondu en persona le habíaconfesado que jamás había tenido un plan de campaña. Wellingtoncreía que estaba ante un hombre que era un oportunista tan hábil

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dentro de la esfera militar como él lo había sido en la política, y alque se le debía tratar con suma precaución.

Aun así es evidente, sobre todo por sus fuertes medidasdefensivas efectuadas justo antes de que comenzase la campaña,que no se imaginaba que estaba a punto de ser atacado. Concediópermiso de boda al teniente general sir Gabraith Lowry Colé,antiguo pretendiente de Kitty y por entonces comandante en jefe deuna división. El oficial partió hacia Inglaterra el día 15 de junio. Dosdías antes, el día 13, Wellington había escrito a Thomas Graham, suantiguo compañero de armas en la península Ibérica y ya nombradolord Lynedoch, diciéndole:

No hay novedades dignas de mención por aquí. Hemosrecibido informes que indican que Bonaparte está al frente delejército y nos atacará. Pero tengo cartas de París fechadas eldía 10 indicándonos que ese día él todavía se encontraba allí.Y, por el tono del discurso pronunciado ante la AsambleaLegislativa, juzgo que no hay visos de una partida inminente.Creo que aquí somos demasiado fuertes para él.45

Pero las fuerzas aliadas se estaban disipando peligrosamente.En mayo Wellington había advertido: «No deberíamos permitir quenuestros efectivos se extiendan más de lo estrictamente necesariopara facilitar la subsistencia de las tropas». En parte, el que susregimientos se extendiesen a lo largo de un territorio aseguraba laconsecución de víveres para los hombres y forraje para loscaballos. El 1er Cuerpo se extendía hacia su izquierda, con elcuartel general instalado en Braine le Comte; el 2o hacia suderecha, con el cuartel general en Ath, y la reserva, comandada por

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el duque en persona, estaba acantonada en los aledaños deBruselas. El despliegue también le facilitaba la oportunidad deconocer cualquiera de las tres opciones de ataque de las quedisponía Napoleón: un avance a través de Tournai, dirigido a cortarla red de comunicación británica; un ataque frontal a Bruselas, víaBavai y Mons, la ruta más directa, o una acometida a Charleroi, enel punto de unión de las fuerzas aliadas y prusianas.

El martes día 15 de junio de 1815, Wellington se levantótemprano. Pasó el día desempeñando su ardua labor, escribiendoínter alia a sir Henry Clinton para cambiar la numeración de lasdivisiones británicas y redactando una misiva, en francés, al zar deRusia. Según el testimonio de FitzRoy Somerset, Wellington estabacomiendo, alrededor de las cinco de la tarde, cuando recibió unmensaje del príncipe de Orange donde anunciaba «que losfranceses habían atacado los puestos adelantados de los prusianossobre el río Sambre». En cuanto recibió la información le dijo a DeLancey que ordenase a las unidades bajo su mandato directo, lasde reserva, que formasen en los cuarteles de sus respectivasdivisiones y que se preparasen para emprender una expediciónbélica a la orden. FitzRoy Somerset, que también había regresado asu cuartel, volvió al cuartel general en cuanto supo lo que estabasucediendo.

Encontró al duque en el parque, emitiendo órdenesprecisas a todos los que se hallaban a su alrededor. Deseabaque todo estuviese preparado para la marcha, al instante, peroaguardó a posteriores informaciones antes de decidir unmovimiento con cualquiera de las unidades de su ejército. Sería

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de vital importancia establecer el punto sobre el que Bonapartedirigiría sus operaciones.47

Alrededor de las diez de la noche, Somerset comentó: «Nocabe duda de que seremos capaces de entendérnoslas con esostipos [los franceses]». Wellington le contestó: «Habría menos dudassi no realizase una finta».48

Entonces salieron a la luz dos cuestiones importantes. Laprimera consistía en que al final, según palabras del propioWellington, «a mediados de junio había algo que no funcionabacorrectamente en los canales de comunicación entre los dosejércitos». Las comunicaciones entre los ejércitos aliados y losprusianos se vieron desfavorecidas por el francés, que era suvínculo lingüístico (lo cual implicaba que todos los menajes tuviesenque traducirse), y por la dificultad práctica que suponía enviarmensajes y que éstos llegasen a la persona adecuada. PeterHofschróer se encuentra entre los que interpretaron la situacióncomo una trama en lugar de un malentendido, y argumenta que lanoticia del ataque francés sobre los puestos prusianos llegó aWellington mucho antes pero que éste no hizo nada en respuesta,abandonando a sus aliados, dejando la campaña en una situacióndudosa y tergiversando después las pruebas para que se ajustasena los hechos. Los partidarios de Wellington mantienen que «tanto lavida como el carácter de Wellington están reñidos con eso.Además, no obedece a ninguna lógica, habría reaccionadoinmediatamente al saber que los franceses habían comenzado elataque en cualquier lugar».50

Los lectores que estén interesados en profundizar más en esta

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cuestión pueden comparar el trabajo de Hofschóer con el deHussey, y advertirán lo difícil que resulta concordar los testimonios.Pero si el duque hubiese destruido de modo consciente un mensajede los prusianos que hubiera recibido por la mañana, esto habríasido una conspiración de la que formaría parte no sólo FitzRoySomerset, sino también Madelaine de Lancey, quien informó de larepentina y extraordinaria agitación que embargó a su marido alatardecer, y su advertencia de que estaría trabajando toda la noche.También habría salpicado al general de división sir Hussey Vivían,quien recordaba haber escuchado la noticia después de comer conlord Anglesey, así como a un anónimo oficial de la división dePicton, quien escribió que había estado compartiendo mesa encompañía de otros oficiales a eso de las tres de la tarde y que vio alos mensajeros prusianos alrededor de las seis. No cabe la menorduda de que tanto Blücher como el teniente general von Zieten, almando del 2o Cuerpo, enviaron mensajes a Wellington, pero,sopesadas las posibilidades (y no pudo ocurrir de otro modo), todoapunta a que el duque no recibió la información hasta media tarde,poco después de que recibiese la breve nota acerca del avancefrancés enviada por el príncipe de Orange.

En segundo lugar, cuando Wellington advirtió a Somerset delriesgo de una finta quiso decir exactamente eso, una finta, un falsomovimiento. El duque necesitaba estar seguro de la dirección realdel avance francés pues si se concentraba en anular un amago seencontraría desequilibrado, incapaz de responder a un auténticoataque. Entonces, si la concentración precipitada de las fuerzas erapeligrosa, una reacción tardía no lo sería menos, por eso la principal

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preocupación de Wellington los días 15 y 16 de junio consistiría enasegurarse de balancear su bate, que diría un jugador de béisbol,para golpear la pelota en el momento adecuado, ni demasiadopronto, ni demasiado tarde.

Incluso entonces, Wellington se hallaba ante un problema másserio del que creía. Efectivos de la vanguardia napoleónica habíancruzado la frontera a las tres y media de la madrugada del día 15.Pero Bonaparte también tuvo que pagar su propia tasa decontratiempos: un mensajero del general Vandamme yació toda lanoche en una zanja al partírsele una pierna cuando su caballo loarrolló, lo cual provocó, como consecuencia inmediata, uncompleto embotellamiento de tropas; y el comandante de unadivisión, un oficial monárquico, desertó al campamento de losprusianos llevándose los planes de estrategia con él. Con todo, almediodía las tropas de Napoleón habían tomado Charleroi,después de vencer una fuerte oposición, y pronto cruzaron elSambre en masa. Aquella tarde, el emperador ordenó a Ney quetomase dos cuerpos y una sustancial fuerza de caballería paraimpeler al enemigo por la carretera de Bruselas hasta, por lomenos, el cruce de Quatre Bras. Pero esto era algo más fácil dedecir que de hacer, pues Ney desconocía la ubicación exacta deesos dos cuerpos y, además, tampoco tenía conocimiento de cuálera el plan de Napoleón. Bonaparte concedió el mando de su aladerecha al recién nombrado mariscal Grouchy, y le apremió paraque empujase a los prusianos hasta Sombreffe. Blücher comenzó aprepararse para repeler el ataque, y notificó a Wellington lo que seestaba tramando, confiando también en que, tal como habían

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acordado, el duque se desplazase con sus tropas hasta Tienen paraunirse a él.

Desgraciadamente, como ya hemos visto, es probable que susprimeros despachos llegasen tarde. Por la noche, el duque deWellington asistió al baile que organizaba la duquesa de Richmond.Sus tropas estaban en alerta, preparadas para entrar en acciónpero, como había confiado a Müffling, todavía no estaba seguro dela dirección exacta del enemigo.

Las noticias procedentes en esta ocasión de Dórnberginformaron de la presencia de un modesto contingente de tropasfrancesas que parecían dirigirse a Charleroi. A las diez de la noche,el duque envió más órdenes, mandatos que anulaban a losanteriores pero que aún no permitían maniobrar más al este deNivelles. Lo que Wellington no sabía mientras se vestía para elbaile, y se afeitaba quizá por segunda vez aquella jornada, era queel príncipe Bernhard de Sajonia-Weimar (jefe de una brigada de ladivisión holandesa del general Perponcher) había entablado un durocombate en Quatre Bras. El hecho de que su agrupación estuvieseallí dice mucho a favor del «inteligente acto de desobediencia» delgeneral de división Constant-Rebecq, el jefe del Estado Mayor dela casa de Orange, cuando ordenó destacar tropas en Quatre Brasen vez de en Nivelles.

Wellington nunca fue de esa clase de hombres que rechazanuna buena fiesta, pero había algo más que puro hedonismo al asistiral baile que daba la duquesa de Richmond, celebrado en el enormetaller que un carrocero poseía en la calle Blanchisserie. Dada lasituación, era importante mantener la tranquilidad entre los

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ciudadanos. Lógicamente, la súbita cancelación del baile o laausencia de gran parte de los asistentes más destacados hubieseprovocado justo el efecto contrario. Más aún, muchos de susoficiales veteranos asistirían a la fiesta y, además, siempre seríaconveniente tenerlos cerca si se recibían nuevas, aunque algunospudiesen presentar después sus quejas por haberse encontrado decamino al combate vestidos con medias de seda y zapatos de salón.Wellington se presentó alrededor de las diez y media. El duqueparecía estar en plena forma y de buen humor, pero aquellos que loconocían bien pudieron ver la tensión que se ocultaba tras sumáscara de aparente tranquilidad. Lady Hamilton-Dalrymple, quese sentó junto a él en un sofá, haría tiempo después el siguientecomentario: «A pesar de que el duque simulaba estar alegre ydichoso, me llamó la atención ver plasmada en su rostro unaexpresión de ansiedad y preocupación como nunca antes habíaobservado en él».51 Algunos oficiales habían comenzado a retirarseantes de la cena, pero el duque en persona asistió con ladyCharlotte Greville de su brazo.

Es probable que fueran pasadas las doce cuando el príncipede Orange, que acababa de recibir noticias del combate en QuatreBras, hizo acto de presencia y le susurró algo al oído. Wellington lecontestó que no había nuevas órdenes y sugirió al príncipe que sefuese a dormir. Entonces anunció que él también se retiraba, no sinantes preguntarle disimuladamente al duque de Richmond sidisponía de un buen mapa. Richmond lo llevó a su vestidor y, unavez allí, Wellington le dijo: «Napoleón me ha engañado, vive Dios.Me ha sacado veinticuatro horas de ventaja al marchar sobre mí».

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Su anfitrión le preguntó qué pensaba hacer al respecto y el duquecontestó: «He ordenado al ejército que se concentre en QuatreBras. Pero no lo detendremos allí, debo combatirlo aquí». Dichoesto, marcó con su dedo pulgar la posición de Waterloo sobre elmapa.5 Nos encontramos con dos problemas al valorar esta fuente,una de las más famosas anécdotas de Wellington. El primero es quese trata de una reseña de segunda mano, aunque su autor, GeorgeBowles, capitán de la Guardia de Coldstream, ponga énfasis enseñalar que la conversación entre el duque de Richmond yWellington se la repitió este último apenas dos minutos después deque tuviese lugar. El segundo es que Wellington todavía no habíadespachado las órdenes pertinentes para trasladar fuerzas a QuatreBras, y no cabe duda de que hubiese sido más afortunado dehaberlo hecho. Eran aproximadamente las dos de la madrugada, yatenía probado que el más grande estratega de su tiempo había rotola conexión entre él y los prusianos y se dirigía directamente haciaBruselas.

Probablemente Wellington no se fue a la cama hasta despuésde que sonaran las dos de la madrugada del día 16, pero a lascinco y media ya estaba en pie. Desayunó té con tostadas, escribióvarias cartas y salió de la ciudad a caballo alrededor de las siete.Sus tropas de reserva estaban preparadas para marchar hacia elsur, encabezadas por la 5a División. Tanto residentes comovisitantes se despertaron por el sonido de pífanos y gaitas. Lacriada de una señorita lo vio cabalgar. «Dios lo bendiga -le dijo a suama-, ahí va y no regresará hasta que sea rey de Francia.» Losseparaban casi cuarenta kilómetros de Quatre Bras. Wellington

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alcanzó el cruce a las diez de la mañana, lo que indica una marchaal galope, allí encontró a los hombres del príncipe Bernard todavíaen posesión de la plaza y no parecía haber signos de un ataqueinminente. Tras unas breves palabras con el príncipe de Orange,escribió una carta dirigida a Blücher. En ella especificaba lasituación de su ejército, y a continuación añadía: «Espero noticiasde Vuecencia y la llegada de tropas con objeto de decidir lasoperaciones para hoy». Concluyó la misiva reseñando: «No parecehaber movimiento en Binche, ni tampoco por vuestro flancoderecho».

Esta carta no presenta menos controversias que los despachosdel día 15. Ésta sitúa la mayor parte de las divisiones de Wellingtonmás al sudoeste de lo que en realidad estaban. Aparentemente, sebasa en la inadecuada posición que había señalado De Lancey, ytanto eso como el siguiente mensaje forman parte de la acusaciónde duplicidad. Pero, de nuevo, el caso no está totalmente claro.Según el escenario actual, Wellington estaba dispuesto a combatiren Quatre Bras, su reserva estaba avanzando para apoyar a losholandeses y, si la carta presentaba una situación incorrecta, esoindica mucho acerca de sus intenciones. Wellington siguió el mismocamino que su mensaje, cabalgando para entrevistarse en personacon Blücher, siguiendo la vía romana que atraviesa la chausséeprincipal hacia Bruselas en Quatre Bras. Ambos comandantes seencontraron en el molino Bussy, cerca del pueblo de Brye, eintercambiaron información. Blücher ya tenía tres de sus cuerposconcentrados frente a Sombreffe, en los aledaños de la aldea deLigny, y podía ver que sufriría un asalto inminente. Muchos de los

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allí presentes recuerdan el desarrollo de la conversación de mododistinto, pero el resultado está claro: Wellington habría de enviar unrefuerzo sustancial a los prusianos aquella misma tarde, aunqueañadió: «Siempre y cuando no me ataquen a mí». No deja de sersignificativo el hecho de que Müfíling, un oficial prusiano, recordaseesta advertencia en su versión de los hechos. Al final de su vida,Wellington afirmó que entonces había pensado: «Si estuviese en ellugar de Blücher […] hubiese retirado todas las columnas y lashubiese desplegado a lo largo del frente, colocando a la mayorparte de las tropas al amparo del terreno en pendiente». HenryHardinge recordaba haberle oído decir: «Si combaten aquí sufriránuna deshonrosa derrota».53

Y así fue. Aquella tarde el ala derecha del ejércitonapoleónico atacó a los prusianos en Ligny, y los aplastó tras unagrio combate. Blücher, al frente de una carga de caballeríaefectuada al ocaso, poco antes del final de la batalla, fue derribadode su montura y arrollado por otros caballos, pero uno de susincondicionales edecanes, el conde Nostitz, pudo sacarlo de allí convida. Su ejército se desbarató y Gneisenau, en ausencia del ancianomariscal e influido por la ausencia de apoyo que padecieron aquellajornada las tropas prusianas por parte de Wellington, decidió quesus huestes se retirasen a sus líneas de comunicación, apartándosedel escenario de Wellington. El general le dijo al rey de Prusia: «Enla mañana del día 16 de junio, el duque de Wellington prometióestar en Quatre Bras con veinte mil hombres […] ante la firmeza dedicha promesa y las disposiciones acordadas, decidimos entablarbatalla f…]»-54 Si los hechos apuntan a que la reunión de Brye no

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tuvo lugar hasta pasadas las diez de la mañana, los fundamentos dela declaración del oficial se tambalean. Pero también certifican quedos hombres honestos pueden considerar una situación traumáticadesde dos prismas distintos. Tiempo después, Blücher se reuniríacon Gneisenau en una granja repleta de heridos a la que llegabancontinuamente los soldados rezagados. El anciano mariscal decampo insistió en que el ejército debía mantenerse en contacto conWellington, y el general de división Karl von Grolmann, del cuerpode intendencia, observó que la retirada hasta Wavre podríapermitirlo y también mantener abiertas las vías de comunicación sitodo lo demás fallaba. Se ordenó el repliegue hasta Wavre. Losprusianos todavía se encontraban en liza.

Blücher estaba decidido a no romper su palabra, pero ¿habíaroto Wellington la suya? El duque regresó a Quatre Bras paradescubrir que la situación había cambiado. Wellington estabasiendo superado numéricamente de modo apabullante (Neycontaba con cuarenta mil hombres y él con apenas seis mil cuandocomenzaron las hostilidades), pero la alargada sombra de lapenínsula Ibérica se cernía sobre el campo de batalla. Los oficialesfranceses conocían cuan aficionado era Wellington a solapar sustropas de refresco, por ello las obstinadas advertencias emitidaspor uno de los consejeros de Ney forzaron a que se retrasase almenos en dos horas el momento del asalto. Cuando llegóWellington los hombres de Ney habían comenzado a abrirsecamino hacia delante y los de Perponcher se veían obligados aceder terreno. Pero los batallones de Picton comenzaban a hacer

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acto de presencia. El duque invirtió gran parte de la jornada en elcruce de caminos, enviando unidades hacia el frente a medida quellegaban para controlar así el ataque francés. De todos modos lasituación se presentaba desesperada; los exploradores francesesacosaban a la infantería desde lejos, ocultos entre las altas espigasde los campos de centeno que se extendían por la larga lomasituada al sur del cruce de caminos, y la artillería francesa no tardóen mostrar su superioridad.

La batalla se convirtió en una carrera disputada entre loshombres de Picton, que avanzaban batallón tras batallón a marchasforzadas a lo largo de la chaussée, bajo un calor tan intenso que unsoldado del 95° Regimiento de Fusileros «comenzó a delirar comoun demente a causa del calor excesivo […] corrió dando unossaltos extraordinarios, y murió en cuestión de minutos», y lasfuerzas atacantes de Ney que realizaban su progresión sobre elterreno con mucha más cautela. El contingente de Brunswick llegóal campo de batalla y el duque de Brunswick en persona encabezóvalerosamente dos cargas de caballería, pero cayó mortalmenteherido. Wellington, montado en su caballo Copenhague, fuearrollado por un grupo de jinetes a la carga cuando los franceses selanzaron en persecución de los hombres de Brunswick. El duquetuvo que retirarse de allí a galope tendido para salvar su vida. Elbatallón más próximo era el 92° Regimiento Escocés y, mientras seacercaba a ellos con los chasseurs franceses pisándole los talones,gritó: «¡Cuerpo a tierra, escoceses!». Luego saltó en medio de laformación y la metralla repelió a los jinetes, dejando a muchos sinmontura.

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Pero la siguiente carga, compuesta esta vez por dosregimientos de lanceros, fue mucho más perniciosa, en parte por lacobertura que proporcionaban los cadáveres desparramados por elsuelo, y en parte por la confusión causada por el color de losuniformes de los lanceros; aquel día, algunas unidades británicashabían disparado sobre la caballería holandesa por error. El 42°Regimiento Escocés fue sorprendido con la alineación de su cuadrodefensivo a medio hacer pero, combatiendo ferozmente,consiguieron cerrar la formación basándose en la fuerza bruta ymataron a todos los jinetes que apresaron entre sus filas. A medidaque pasaba la tarde, los franceses crearon un patrón de cargasefectuadas por la ladera que se perdían a lo lejos entre volutas dehumo, marcándoles a sus artilleros una línea bien definida paramachacarla a gusto, pronto la línea se haría más delgada. Parte dela infantería que había llegado por la mañana se estaba quedandoescasa de munición y, al atardecer, su situación se tornódesesperada. No obstante, la brigada de Colin Halckett,perteneciente a la 3a División comandada por sir Charles Alten,llegó justo a tiempo, lo hizo seguida de cerca por una brigada deHannover. Wellington envió ambos cuerpos al frente con laintención de reforzar sus posiciones. El príncipe de Orange ordenóa los batallones de la brigada de Halckett que variasen su posiciónde cuadro defensivo a columnas, pues no veía unidades decaballería por los alrededores y pensaba que la situación requeríapoder de fuego. Klett cumplió las órdenes, no sin protestar, y casiinmediatamente después sufrieron una carga de courasiersfranceses que destrozó un batallón entero, el 69°, y obligó al 73° a

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buscar refugio en una arboleda. El 33° logró adoptar la típicaformación en cuadro para encarar una carga de caballería, y laresistió, pero en cambio fue cruelmente machacado por la artilleríafrancesa.

De nuevo la derrota miraba a Wellington a los ojos, y denuevo llegaron tropas de refresco. Esta vez se trataba de la IaDivisión Británica, al mando de Crooke, con el 1er Batallón de laGuardia Real abriéndole paso. Entraron en combate por el oeste dela carretera, y efectuaron un implacable avance hacia el bosquedonde se dispusieron a resistir. Al otro lado de la chaussée seencontraba el 92° Regimiento, unidad que había pasado toda latarde combatiendo, y cuyo oficial en jefe, el teniente coronel JohnCameron de Fassiefern, un distinguido veterano de la guerra de laIndependencia, estaba tan ansioso por entablar combate cuerpo acuerpo con la infantería francesa (que, por cierto, ya estabaascendiendo por la loma) que Wellington le tuvo que gritar:«¡Tómatelo con calma, Cameron, tendrás suficiente antes de quecaiga la noche». Cuando llegó el momento, Wellington ordenó:«¡Atención, 92o! Debéis cargar contra esas dos columnas…¡Ahora!». El asalto fue un éxito (aún hoy se conserva al lado de lacarretera una casa erigida con ladrillo rojo, de dos plantas, tomadapor el regimiento escocés) pero Cameron pereció en la refriega. Alllegar la noche, y con ésta una tregua en la batalla, Wellingtonconservaba la totalidad de terreno que dominaba al comenzar el díay había infligido unas cuatro mil bajas a su enemigo, pagando él,más o menos, el mismo precio. Pero, en lo que a la batalla serefiere, el coste fue mucho mayor. No había sido capaz de socorrer

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a los prusianos y aunque es obvio que ello refleja la apuradasituación bélica que atravesaba, eso no era una razón queGneisenau pudiese comprender, sentado como estaba sobre unbarril de encurtidos en una granja abarrotada de soldados heridos acasi veinte kilómetros de distancia de Wellington.

No podemos estar seguros de cuánto sabía Wellington acercade lo sucedido en Ligny. Los dos campos de batalla se encuentrana poco menos de seis kilómetros el uno del otro, pero en aquellosdías era imposible el contacto visual entre ambos. El duque afirmóque pudo ver el campo (quizá cabalgando hacia occidente duranteun breve lapso de tiempo) y que recibió varios despachos enviadospor Hardinge, uno de ellos dictado al atardecer, después de queéste perdiese una mano. Wellington abandonó Quatre Brasalrededor de las diez de la noche, de regreso cabalgó unos cincokilómetros al norte hasta alcanzar Genappe y allí cenó y durmió enla posada Au Roí d'Espagne. Se levantó a las tres de la mañana yregresó a Quatre Bras, donde ordenó a sus hombres quepreparasen algo de comida. La madrugada era «fría y amenazaballuvia». A continuación el duque se unió al 92° Regimiento diciendosimplemente: «Agradecería una pequeña fogata». Los soldados laencendieron a la entrada de un refugio, una tienda improvisada condos ramas, cerca del cruce de caminos. Wellington pasó casi todala madrugada dentro del modesto vivaque, o paseando arriba yabajo por las cercanías «a un paso de tres millas y media, o cuatro,a la hora». El duque había enviado a su experimentado edecán, elhonorable teniente coronel sir Alexander Gordon, escoltado por el10° de Húsares para establecer contacto con los prusianos. Sir

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Alexander Gordon regresó a las siete de la mañana portando lanueva de que los prusianos se retiraban a Wavre. Esto provocó queWellington dijese a George Bowles, situado de nuevo en el lugardonde se construye la historia:

El viejo Blücher ha recibido un tremendo repaso, unaseñora paliza, y se retira a Wavre, a dieciocho millas de aquí.Si él se retira, nosotros también debemos hacerlo. Supongo queen Inglaterra dirán que hemos sido derrotados. No se puedehacer más; si ellos se han retirado, nosotros debemosretirarnos también.

A las nueve de la mañana, un oficial prusiano procedente deWavre que hablaba inglés y francés se presentó a caballo, entregóunas órdenes a Wellington y respondió a alguna que otra pregunta.Wellington le dijo a Müífling: «Aceptaría una batalla en la posicióndel MontSaint-Jean si el mariscal de campo estuviese dispuesto abrindarme su apoyo, aunque sólo fuese con un cuerpo de ejército».A las once de la mañana ya habían llegado todas las tropas quehabían recibido la orden de concentrarse en Quatre Bras.Wellington comenzó a trasladar al ejército hacia el norte, protegidopor un contingente apostado en el campo de batalla del día anterior.Alrededor del mediodía partió el último de sus regimientos, ycomentó: «Bien, ya se ha ido el último soldado de infantería. Ahoraya no hay nada que me preocupe».

Lord Uxbridge y la caballería se encargaron de cubrir laretirada. Los franceses se hallaban muy cerca, tras ellos, y elcapitán Cavalié Mercer, cuyas tropas de la Real Artillería Montadahabían recibido la orden de disparar una descarga por batería a

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medida que éstos cruzasen la cresta, vieron a «un jinete solitario», elemperador en persona, a la cabeza de los perseguidores. Unafortísima tormenta eléctrica ayudó a la caballería a ponerse a salvo,no sin antes encarar el enérgico embate de los jinetes enemigos enGenappe. Uxbridge estaba tan satisfecho con la labor de aquellajornada, que la describió como «el más hermoso día de campañade caballería y artillería montada que haya visto jamás».

El vencedor pone el nombre del campo de batalla, y la muybien fundada sospecha de que sus compatriotas jamáspronunciarían Mont-Saint-Jean correctamente indujo a Wellington allamarlo Waterloo. De hecho, la población homónima se encuentrabastante más allá de la loma que se alza tras el conjunto de granjasde Mont-Saint-Jean. Dicha cresta es mucho más suave que lamayor parte de las posiciones de Wellington durante la campaña enla península Ibérica, y contaba además con numerosos cortes quese adentraban en ella ofreciendo accesos razonablementeasequibles. El flanco izquierdo de Wellington se hallaba protegidopor los cenagosos valles de Dyle y Lasne, pero el derecho seencontraba más al descubierto. Destacaba el castillo deHougoumont, situado en el centro de su flanco derecho, y La HayeSainte, una enorme granja formada por varios edificios, ubicadafrente a él, al pie de la chaussée. A su izquierda se encontraba laaldea de Smohain y a su alrededor todo un complejo de granjasmayores que La Haye Sainte. No se trataba pues de una posiciónideal, pero era la mejor que se podía encontrar al sur de Bruselas.Wellington colocó a los soldados en sus puestos a medida quellegaban; ya estaban a 17 de junio, pero encontró tiempo para

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echar una cabezada al lado del camino, con un ejemplar delperiódico The Sun cubriéndole el rostro.

El duque colocó el grueso de su infantería en la loma oculta dela cresta, en los casos donde era posible, y destacó guarnicionesescogidas en los puestos de Hougoumont y La Haye Sainte, cuyadefensa intuyó como un aspecto crucial para lograr el éxito. Fuemuy cuidadoso en el momento de combinar a sus hombres parallevar a cabo cada una de las misiones. Colocó al teniente coronelJames Macdonell, de la Guardia de Coldstream, al mando de laguarnición del castillo Hougoumont, compuesto por compañías deinfantería ligera procedentes de los batallones de guardas reales yalgunos fusileros alemanes. Müffling le preguntó si de verdadconfiaba en mantener la posición con solamente mil quinientoshombres. «Ah, no conocéis a Macdonell. Se lo he encargado a él»,contestó el duque. La Haye Sainte estaba defendida por fusilerosdel 2o Batallón de Infantería Ligera de la KGL, y algunos tiradoresbritánicos, pertenecientes al 95° Regimiento, se cobijaron en unatrinchera excavada frente a la carretera. Pero Wellington todavíaestaba muy preocupado por su flanco derecho y, en consecuencia,envió una fuerza de quince mil hombres a los núcleos de Hal yTubize, situados éstos a casi trece kilómetros al oeste deHougoumont. Esta fuerza no efectuaría un solo disparo durante labatalla de Waterloo.

Wellington ofreció la batalla confiando siempre en la llegadadel apoyo prusiano, confirmado finalmente el día 17 de junio, a lastres de la tarde. Sabía que se había enviado una fuerza francesa (sucomandante era Grouchy, pero él desconocía ese detalle) en

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persecución de los prusianos, pero no alcanzaba a suponer en quémedida sería eficaz para impedir que al día siguiente se reagrupasenlas tropas aliadas. El duque pasó la noche en su cuartel general, unasencilla posada de dos pisos situada en la calle principal del pueblode Waterloo (hoy en día convertida en un museo dedicado aWellington), a salvo de la calamitosa lluvia que empapó a los dosejércitos durante toda la noche. Algunos de sus hombres fueron lobastante afortunados como para encontrar un resguardo, mientrasque otros levantaron refugios con mantas cuyas esquinas sujetaronmediante ojales y lazos a los mosquetes que hacían las veces de lasvarillas del armazón. Por otra parte, los que pudieron tomar algunabebida fuerte así lo hicieron. El cabo William Wheeler, del 51°Regimiento, pensaba que el clima era «el preludio de la victoria»pues en España había llovido muy a menudo antes de las batallas, yademás había conseguido licor, por lo que se sentía «cómodo yhúmedo».

Wellington nunca soportó a los lugartenientes, y no confiabaen Uxbridge, el oficial que tomaría el mando si él muriese o cayeseherido. Uxbridge, acomodado en un local de Waterloo muycercano al de Wellington, caminó hasta el cuarto del duque tratandode enterarse de cuáles serían los planes para la jornada siguiente.

- ¿Quién creéis que atacará primero mañana -preguntóWellington-, Bonaparte o yo?

- Bonaparte -replicó Uxbridge.- Bien, Bonaparte no me ha mostrado indicios de cuáles son

sus proyectos y, si mis planes dependen de los suyos, ¿cómopodéis esperar que os diga cuáles son los míos? -inquirió

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secamente el duque.Wellington se dio cuenta inmediatamente de que estaba

aproximándose demasiado al típico rito de la humillación, y retiró lapulla al instante; «hay una cosa que es cierta, Uxbridge, y ésta esque, pase lo que pase, vos y yo cumpliremos con nuestro deber».

Aunque eso no fuese sino otra de las brillantes muestras deaforismo wellingtoniano, también es una señal de cuan delicado erasu estilo de mando. Uxbridge era un oficial con talento yexperiencia y, a pesar de carecer de la chispa de genialidad deWellington, no era ningún pusilánime. Muchos de los temas quedeberían haber tratado con detenimiento quedaron en el tintero: elpapel de las fuerzas en Hal y Tubize, los acuerdos con los prusianoso la importancia vital que tenía poder mantener el dominio sobre elcastillo de Hougoumont. Evidentemente, Wellington había trazadosus planes mucho antes de que se disparase la primera salva enWaterloo pero, al no revelárselos a Uxbridge, comprometíagravemente la habilidad de su lugarteniente para controlar el cursode la batalla en caso de que al duque le ocurriese lo peor. Pero,como ya había señalado en India, yo «trabajo solo», y no iba acambiar tan solitario hábito, adquirido y alimentado a lo largo detoda una vida, durante aquella lluviosa noche en Bélgica.

Wellington consiguió dormir un breve lapso de tiempo, antesde que lo despertaran entre las dos y las tres de la madrugada deldía 18 de junio de 1815. El duque recibió entonces un nuevodespacho de Blücher en el que le indicaba que al despuntar el albaenviaría el cuerpo de Bulow en su dirección, seguidoinmediatamente después por otro y dejando a los dos que le

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quedaban preparándose para partir. El hecho de que sus hombresse encontrasen exhaustos y que muchos no hubiesen podido llegar asu posición le impedía comenzar antes las operaciones. Estedespacho se había cruzado con uno enviado por Müffling a Blücherdonde se reiteraba la intención de Wellington de presentar batalla sicontaba con el apoyo prusiano. Wellington escribió algunas cartas,entre ellas las destinadas a sir Charles Stewart y lady FrancésWedderburn-Webster. El teniente Drewe, del 27° Regimiento, lovio asomado a la ventana a las siete de la mañana, cuando suregimiento pasaba por allí; poco después, el duque partiría hacia elcampo de batalla a lomos de Copenhague. Vestía pantalones demontar blancos, levita azul, sombrero negro de tres picos y se pusosu capote corto unas cincuenta veces aquella jornada, según supropia estimación; tantas como chaparrones cayeron sobre elterreno. El teniente Gronow que, como edecán de Picton, se habíaausentado sin permiso pero que ya había recibido el aviso depresentarse en su regimiento, el cual había sido duramentevapuleado en Quatre Bras, estaba trasladando algunos prisionerosa Waterloo:

Escuchamos el repiqueteo de los cascos de los caballos y,al echar un vistazo a nuestro alrededor, vimos todo un desfilede oficiales acercándose a galope tendido. Al instante loreconocí, era el duque en persona e iba a la cabeza. Loacompañaban el duque de Richmond y su hijo, lord WilliamLenox. Todo el Estado Mayor se hallaba allí, a su lado […].Felton Harvey, FitzRoy Somerset y De Lancey fueron losúltimos en presentarse. Todos ellos parecían tan dicharacheros

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y despreocupados como si estuviesen cabalgando en pos de lajauría de sabuesos en algún plácido condado inglés.56

Wellington invirtió la mañana en realizar los ajustes finales.Primero cabalgó hacia el flanco derecho, donde algunos hombresde Nassau, un tanto nerviosos, dispararon sobre él. Después, sedescolgó hasta Hougoumont, donde mantuvo un cambio deimpresiones acerca de construir barricadas dentro de los muros delhuerto. A continuación cabalgó directamente hacia Smohian, aleste, antes de regresar a su puesto de mando, situado en el centrode la formación. Fue entonces cuando los cañones francesesabrieron fuego. Eran las once y media de la mañana.

Esta energía desbordante contrastaba claramente con lamostrada por Napoleón aquel mismo día. El emperador habíapasado la noche en una alquería situada en la carretera de Bruselasy después cabalgó hasta una posada llamada La Belle Alliance,dentro ya del alcance visual de Wellington. En la posada estuvo lamayor parte del día, envió jinetes a repartir las órdenes pertinentesy desde allí encomendó la dirección del ataque al mariscal Ney, unoficial al que se le conocía por su pujanza (lo llamaban «valienteentre los valientes»), pero no por su astucia ni por su diplomacia.Tampoco es que hubiese mucha sutileza en el plan de Napoleón:intentaría una maniobra de distracción sobre Hougoumont ydespués lanzaría al grueso de sus tropas, siguiendo la carreterahacia el norte, contra el centro de las fuerzas de Wellington, quedebería encontrarse machacado por el fuego masivo de sus bateríasde campaña de doce libras. Soult había advertido al emperador deque la infantería británica era extremadamente peligrosa en el

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cuerpo a cuerpo. «Porque fuisteis derrotado por Wellington loconsideráis un gran estratega -contestó Ney rudamente-. Permitidahora que os diga que es un general mediocre, que las tropasbritánicas son igualmente mediocres y que este asunto no es máscomplicado que… desayunar.»

El ataque al castillo de Hougoumont lo efectuaron las unidadesdel ejército de Reille, cuya punta de lanza era una divisióncomandada por el príncipe Jerónimo, hermano menor de NapoleónBonaparte. Wellington, situado sobre la loma que se alzaba tras elcastillo, colocó las baterías de obuses de Bull de modo quepudiesen descargar su tormenta sobre los atacantes, retiró lasunidades de Nassau del castillo y dispuso una potente brigada de laKGL justo detrás de las granjas del castillo. El ataque fuerechazado, pero se retomó casi en el acto y entonces se sumó a élparte de la división de Foy. Esta vez los franceses destrozaron lapuerta norte y forzaron un punto de acceso. Macdonell en personaencabezó la carga que consiguió bloquear el recién conseguidopunto de acceso y mató a todos los que habían logrado entrarexcepto (pues hasta en los momentos de total desesperación haydestellos de honradez y decencia) al tamborcillo del regimiento.Más tarde, Wellington aseguraría que la batalla dependió delcontrol de esas puertas. Reforzó la guarnición en cuanto surgió lanecesidad, satisfecho por poder aplicar una estrategia de economíade fuerza y porque la batalla se estaba cobrando más bajasfrancesas que aliadas. De momento pudo dedicarse enteramente ala lucha por mantener Hougoumont, pues poco más digno demención sucedía a lo largo de todo el escenario bélico. El duque

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había ordenado a sus ayudantes que transportasen con ellos dostablones forrados con piel de cabra, que empleaba a modo depizarra escolar, donde garabateaba las órdenes. Cuando losedificios estaban envueltos en llamas, envió una nota a Macdonell:

Veo que el fuego ha pasado desde el pajar hasta el tejadodel castillo. Macdonell, debéis mantener a los hombres en loslugares

que no ha alcanzado el incendio. Tened cuidado yprocurad no sufrir ni una sola baja a causa de techosdesplomados o suelos hundidos. Después de que se desmoronela estructura en llamas, ocupad los derruidos muros de la zonadel huerto, sobre todo porque el enemigo podría pasar a travésde los rescoldos hasta el interior de la vivienda.57

A pesar de que el castillo fue asaltado en repetidas ocasionesa lo largo de la jornada, nunca lograron tomarlo. Quizá yacieranalrededor de él diez mil hombres de ambos bandos, y al menos trescuartas partes de ellos fueran franceses. Napoleón había fracasadoen su intento de obligar a Wellington a debilitar el centro de suposición y fracasó también al establecer una posición queentorpecería sus propios ataques a medida que avanzaba el día.

La segunda fase del ataque comenzó a la una y media de latarde, con el ataque del cuerpo de D'Erlon sobre la chaussée. Lasbaterías mayores de Napoleón, situadas al oeste de la calzada,estuvieron bombardeando las líneas de Wellington durante doshoras con una eficacia irregular, pues los soldados aliados estabanocultos tras la cresta de la loma. De todos modos causaron un gran

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número de bajas, y algunas de ellas fueron muestra del singularcapricho de los avatares de una guerra. Un solo cañonazo arrancóla cabeza del hombre que era la mano derecha del batallón defusileros de John Kincaid, justo al otro lado de la calzada de LaHaye Sainte y, en teoría, frente al área de bombardeo. Un oficial dela Guardia Real Escocesa, situado en la (aparentemente) partesegura de la loma, vio cómo la metralla destrozó a una partida desoldados de un regimiento escocés cuando transportaban hacia laretaguardia a uno de sus oficiales heridos. Dos de las divisiones deD'Erlon avanzaban en columna, una formación un tanto extrañadada la situación, con un batallón en línea y otro colocadoinmediatamente detrás, en un intento de combinar potencia de fuegocon fuerza de choque, frente a una densa nube de exploradoresfranceses frente a ellos. Wellington ordenó a su artillería quereservase el fuego para la infantería y no malgastase municióntratando de contrarrestar el bombardeo enemigo. Cuando llegó elesperado asalto de la infantería, primero fue barrida por unaandanada (filas enteras de hombres cayeron como si hubiesentropezado con una cuerda) y después, durante los últimostrescientos metros, por otra, esta vez de metralla. Pero losfranceses mantuvieron la formación y continuaron su avance,obligando a la primera fila de defensores a que se batiese enretirada. Aquí los combatientes holandeses batallaron mucho mejorde lo que algunos historiadores anglófonos han sugerido. Sedesencadenó un brutal tiroteo cuando los batallones británicosavanzaban desde la cima de la loma y Picton, ataviado con susropas de combate (levita negra y sombrero de ala ancha) recibió un

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disparo en la frente cuando encabezaba el avance de sus hombres,maldiciendo, como era habitual.

Todo indica que Wellington había abandonado a Picton pocoantes, dirigiéndose a caballo hacia el oeste. El príncipe de Orangehabía enviado un batallón de Hannover en auxilio de los defensoresde La Haye Sainte, pero éste fue aplastado por los escuadrones decaballería francesa que patrullaban por el flanco izquierdo delbando atacante. Wellington vio esta última acción y ordenó a dosbatallones cercanos que formasen en cuadro para resistir la cargade la caballería. Uxbridge, situado sobre la cima de la loma, nomucho más atrás, ordenó cargar a sus dos escuadrones decaballería que se encontraban tras el cerro. Mientras tanto, laBrigada Real de lord Edward Somerset (los Life Guards y la RealGuardia Montada) embistió al galope ladera abajo hacia losescuadrones que habían asaltado a las huestes de Hannover; por suparte, la Brigada de la Unión, compuesta por tres escuadrones decaballería pesada bajo las órdenes de sir William Ponsonby, cargócontra la infantería francesa. Los jinetes británicos aparecieron depronto desde el otro lado del altozano y se abalanzaron sobre susadversarios desde la cima, sin previo aviso. Uno de suscontrincantes, el capitán Duthilt, del 4o Regimiento de Línea,admitió que:

Así como es cierto que hasta para el mejor cuerpo decaballería es tremendamente difícil romper la formación de unregimiento de infantería en cuadro cuando se defienden conarrojo y osadía, no es menos cierto que una vez atravesadas

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las primeras líneas toda resistencia es inútil, y lo único que hade hacer la caballería es matar tanto como pueda y sin apenascorrer riesgo alguno. Eso fue lo que sucedió. En vano nuestrospobres compatriotas resistieron y trataron de cerrar filas. Noalcanzaban a clavar sus bayonetas en aquellos jinetesmontados sobre poderosos corceles de guerra, y los pocosdisparos que pudieron efectuarse en tan caótica refriegacausaron tanto daño entre nuestras filas como en lasinglesas.58

Las dos brigadas, en esos momentos hasta cierto puntoentremezcladas, penetraron limpiamente a través de la infanteríafrancesa y capturaron dos estandartes. Esto no suponía ningún tipode proeza, pero sólo dos estandartes franceses habían sidoapresados en combate durante la guerra en la península Ibérica.Algunos jinetes lograron llegar hasta una batería pesada, degollarona sablazos a los artilleros y a continuación cargaron contra losconductores de las piezas. Refiriéndose a ellos, dice un soldado:«se montaron en sus cabalgaduras, sollozando a gritos cuandollegamos a ellos; pensamos que eran unos crios». No obstante,llegados a ese punto las dos brigadas ya actuaban en desorden ysus caballos estaban reventados, situación que supo aprovechar lacaballería francesa para lanzar un contraataque dejando ambosescuadrones de caballería aliada inútiles para el combate. La cargabritánica había cumplido con su objetivo, que no era sino arruinar elprimer ataque a gran escala de la infantería napoleónica, pero elprecio fue elevadísimo; un coste tan alto como innecesario.Wellington bien pudo destacar sarcástico la actuación de Uxbridge:

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«Bien, Plaget, espero que ya estéis satisfecho con vuestracaballería». Gronow, un chismoso muy bien relacionado, y conapremiantes preocupaciones personales como oficial de bajagraduación dentro del cuerpo de infantería, llegó más lejos aldeclarar: «El duque de Wellington estaba tan furioso porque esaarma hubiese entablado combate sin que él hubiese emitido la ordenque los envió a retaguardia […]». 9 Uxbridge fue muy crítico consu propia actuación, más tarde admitiría:

Cometí un grave error al haber encabezado el ataque.Una vez comenzado el galope, el jefe no es mejor que cualquierotro hombre, mientras que si hubiese estado a la cabeza de lasegunda línea no hace falta decir las grandes ventajas quehubiese obtenido. Y además mi conducta es imperdonable, puesme desvié de un principio que yo mismo me había impuesto.

Sin embargo, a primera hora de la tarde, Wellington ya teníavarios motivos para estar satisfecho. Hougoumont estabaresistiendo bastante bien y la amenaza que se cernía sobre el centrode su línea ya no era tal, lo cual le permitía enviar refuerzos a LaHaye Sainte, comprobar personalmente el estado del 95°Regimiento (dispuesto de nuevo en la trinchera) y de paso echarleuna bronca a John Kincaid, quien, creía él, obligaba a su caballo atrotar haciendo cabriolas. Wellington tenía motivos fundados, yrazonables, para creer que los franceses no atacarían al oeste delcastillo de Hougoumont. Sin embargo, mantuvo a las tropasacantonadas en Hal y Tubize por si Napoleón decidía realizar algúntipo de maniobra de flanqueo, precisamente lo que alguno de losgenerales del emperador le había aconsejado encarecidamente que

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efectuase aquella misma mañana. Un nuevo asalto de infanteríasobre La Haye Sainte fue fácilmente rechazado y, mientras éste sellevaba a cabo, tuvieron que realinear la artillería pesada, debido enparte al daño ocasionado por la carga de caballería.

El siguiente reto lo planteó la caballería francesa. Cerca desiete mil jinetes formaron entre La Haye y el castillo deHougoumont. Los escuadrones avanzaban con total determinaciónapretados unos contra otros, casi comprimidos. El sargento TomMorris, del 73° Regimiento, diría: «Poseían una apariencia de tanformidable naturaleza que pensaba que no tendríamos la másmínima posibilidad contra ellos», y no era el único en creerlo.Wellington sabía que la amenaza tenía más de apariencia que derealidad, siempre y cuando su infantería se mantuviese firme y susartilleros cumpliesen con las órdenes recibidas: disparar hasta elúltimo momento y correr, acto seguido, a ponerse a salvo entre lasformaciones defensivas de los regimientos. El duque le dijo aFitzRoy Somerset: «Napoleón comete un tremendo error al noatacarnos al mismo tiempo con su infantería».62 La caballeríamaniobró con presteza entre los cuadros de los regimientos, perono consiguió romper la formación de ninguno. Wellington cabalgóde cuadro en cuadro, unas veces «confiando su vida a su destrezaecuestre y a la velocidad de su montura» y otras refugiándose alamparo de alguna formación cuando se aproximaba una nuevaoleada de jinetes. Este comportamiento fue una demostración deliderazgo de primer orden; sus soldados de infantería podían verloentre ellos. A pesar de todo, el duque no se libró de algunasobservaciones agudas. Gronow escribió: «Recuerdo que cuando Su

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Excelencia se metía en nuestra formación, los soldados semortificaban tanto al ver a los franceses llevar sus caballostranquilamente entre nuestro regimiento y los situados a derecha eizquierda que gritaban: "¿Dónde está nuestra caballería? ¿Por quéno vienen y se lanzan sobre estos franchutes?"».63

Los ataques continuaron durante toda la tarde. La caballeríase retiraba y entonces los cuadros defensivos de la infantería aliadaeran barridos por el fuego de la artillería; esa fue la más cruel de lastribulaciones que la infantería de Wellington tuvo que afrontar aqueldía. Tom Morris recordaba que los jinetes que cargaron sobre suregimiento ayudaron a avanzar a algunos artilleros franceses quegiraron un cañón británico hacia ellos. «Nos dispararon unadescarga de metralla, algo que demostró poseer un gran poder dedestrucción, abriendo pasillos entre nuestra formación.» A medidaque pasaba la tarde las cosas tomaban peor cariz:

Nuestra situación era realmente espantosa. Nuestroshombres caían por docenas bajo el fuego enemigo. Entoncesun gran proyectil nos cayó justo enfrente y, mientras ardía lamecha, nos preguntábamos a cuántos de nosotros iba adestruir. Cuando estalló, unos diecisiete hombres cayeronmuertos, o heridos.64

El teniente Gronow recuerda:A las cuatro en punto nuestro cuadro era un auténtico

hospital, lleno de soldados muertos, agonizantes y mutilados.En apariencia las cargas de la caballería parecían formidablespero, en realidad, suponían un alivio pues mientras tanto la

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artillería no descargaba su fuego sobre nosotros. La mismísimaTierra temblaba bajo aquella enorme masa de hombres ycaballos. Nunca olvidaré el extraño sonido que producíannuestras balas al chocar contra los petos metálicos de loscoraceros de Kellemiann y Mihaud […] quienes nos atacabancon gran furia. Sólo podría compararlo, por buscar un símil untanto casero, con el ruido que haría una violenta granizada algolpear contra una vajilla de cristal.65

Durante estos acontecimientos, el duque se encontraba en unode los cuadros, y a Gronow le pareció que mostraba una«compostura perfecta, pero parecía muy pensativo y estabapálido». Wellington preguntó la hora a uno de sus edecanes ycuando éste le contestó que eran las cuatro y veinte de la tarde, elduque, quizá proyectando deliberadamente una confianza que notenía motivo alguno para sentir, dijo: «La batalla es mía, y si losprusianos llegan a tiempo será el final de la guerra».

Entonces, a las cuatro y media, Wellington oyó un cañonazodisparado desde más allá de su flanco occidental. Era la señalconvenida que indicaba que los prusianos estaban de camino,aunque no tenía manera de saber que Napoleón, desesperado poracabar con él antes de que éstos pudiesen intervenir, había enviadoa las unidades de Lobau (diez mil hombres y veintiocho cañones)para retrasar la llegada de las tropas de refresco en la medida de loposible. La línea de Wellington todavía estaba intacta en lo querespecta a posición, pero a estas alturas también algo machacada.Su preocupación por el área nororiental del castillo de Hougoumontse hizo patente cuando le confesó a Fitz-Roy Somerset: «Me

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moriré si perdemos ese terreno; y lo perderemos si no tenemoscuidado».66 El duque ordenó maniobrar a la brigada de infanteríabritánica de Adam para que se aproximase desde la reserva ytratase de asegurar la zona. Un ataque combinado de las tres armasfrancesas, realizado quizá a las seis de la tarde, logró finalmente suobjetivo: tomar La Haye Sainte, que aplastó en cuestión de mediahora; sólo cuarenta y tres hombres de la guarnición pudieronescapar con vida. Mientras tanto, gruesos nubarrones de infantesfranceses presionaban contra la línea principal del frente deWellington de tal modo que ni sus exploradores pudieroncontenerlos. Wellington, situado entonces justo por encima delcastillo de Hougoumont, envió al 3er Batallón del 1er Regimientode la Guardia Real y a la brigada de Adam para expulsar a lostirailleurs a base de cerradas descargas de fusilería y asaltoscontrolados. Finalmente, alrededor de las siete de la tarde, laposición se restableció.

En la zona circundante al cruce de caminos, y másconcretamente donde la carretera de Bruselas corona la loma y sealza un olmo que marca la posición exacta del duque duranteaquella parte de la jornada, la situación era más peligrosa. Elreconocimiento del terreno indica que no había lugar donde lainfantería pudiese refugiarse, y el daño ocasionado por las bateríasfrancesas era realmente aterrador. El 27° Regimiento, cuya posiciónestá señalada hoy día con un elegante monumento, estaba situadojusto al noreste de la encrucijada y perdió cuatrocientos hombresantes de que pudiesen realizar un solo disparo. Cuando llegó el finalde la jornada y el regimiento se retiró, el terreno cuadrangular que

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ocupó su posición estaba perfectamente marcado por loscadáveres. El general de división Colin Halkett envió un mensajerogando que se le concediese un descanso y «solicitó que serelevase a su brigada al menos durante un breve período de tiempo,pues ya había perdido dos tercios de sus efectivos. Pero no habíatropas de reserva disponibles para enviar a esa posición. «Decidleque lo que pide es imposible, y que él, y yo, y todos y cada uno delos ingleses presentes en el campo de batalla moriremos en laposición que ocupamos ahora», replicó Wellington.67 El tenientegeneral sir Charles Alten, cuya división mantenía aquel sector, habíacaído herido y uno de los jefes de brigada, un coronel, el barónOmpteda, había muerto cuando el príncipe de Orange los lanzó a lacarga en un infructuoso intento por recuperar La Haye Sainte. Elconde Kielmansegge, general de división, el jefe de la brigada másveterano aún con vida, tomó el mando y uno de los miembros de laplana mayor de la división informó a Wellington de que se estabaabriendo un hueco en el centro de la línea.

El duque recibió tan alarmante noticia con bastantesangre fría y formuló una respuesta al instante, con muchaprecisión y energía, como para demostrar que era poseedor deun total autocontrol. Daba la impresión de que siempre sehallaba perfectamente tranquilo, pero serio a la vez, durantecada una de las fases de la batalla. Él estaba convencido depoder dominar la vorágine desencadenada a su alrededor y, ajuzgar por el resuelto tono con el que habló en esa ocasión, eraevidente que ya había decidido defender hasta el final cadapalmo del terreno que ocupaba entonces. La respuesta de Su

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Excelencia a mi informe fue: «Ordenaré a las tropas de reservade Brunswick que se desplacen hasta situarse detrás de las deMaitland [la Brigada de Guardias], y además enviaré mássoldados. Id y llevad a vuestra posición todos los soldadosalemanes, así como todas las piezas de artillería que podáisencontrar.68

La brigada de caballería del general de división sir HusseyVivían formó en el ala este («por entonces -según recordaba- losprusianos ya habían tomado posiciones a mi izquierda») paraayudar a cubrir el centro. Llegó a la zona y lo que allí se encontrófue un cuadro desolador: «Estaba el suelo, de verdad, cubierto desoldados muertos o agonizantes. Las balas de cañón y la metrallavolaban tan espesas como nunca antes había escuchado a lamosquetería y nuestras tropas (al menos parte de ellas) se batían enretirada».69 Wellington en persona cruzó a caballo el sectoramenazado, formando de nuevo a los soldados de Brunswickcuando éstos ya habían comenzado a retroceder ante el horror quetenían delante y fijando completamente la línea al norte de La HayeSainte. El príncipe de Orange, que dirigía un contraataque máshacia el oeste, fue derribado del caballo por una bala de mosquetey evacuado a retaguardia; el Montículo d e l León, que tantoestropea el aspecto del campo de batalla, marca, el punto exactodonde el príncipe cayó herido. Al final, y a pesar de todo, la líneade frente de Wellington se restableció alrededor de las siete de latarde.

Los prusianos se retrasaban a causa del estado de loscaminos, convertidos en lodazales por el espantoso clima de la

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época. Blücher animaba a sus hombres gritándoles: «¡Ánimo,muchachos! ¡Adelante! […] he dado mi palabra a Wellington y novais ha hacer que la rompa». Hacia el atardecer, parte de sustropas atacó a los franceses y entró en liza a campo abierto contralos efectivos enviados por Napoleón para apuntalar su flancoderecho mientras se las veía con el duque. A pesar de todo, elcuerpo de Zieten logró llegar directamente hasta Wellington. Elduque había situado a Müffling frente a su flanco izquierdo paraorquestar la unión de ambos ejércitos. Esta medida resultó ser unasabia decisión ya que un inexperto edecán le dijo a Zieten que losbritánicos se estaban retirando aunque, menos mal, allí estabaMüfiling preparado para colocar de inmediato las cosas en su sitio.Llevaría su tiempo lograr que los prusianos se hiciesen notar contodo su peso en el combate, pero al menos Wellington podíaencarar la crisis de la batalla sabiendo que la ayuda estaba próximay dispuesta. Por entonces el duque se encontraba casicompletamente solo, pues su Estado Mayor había recibido unfuerte castigo durante todo el día: el teniente coronel Gordon perdióuna pierna, arrancada por una bala de cañón, y alrededor de lastres de la tarde sir William De Lancey cayó herido. Algunos dijeronque estaba sujetando la capa del duque en el pomo de su silla demontar, pero Wellington reparó en que sir William estaba:

Hablando conmigo cuando lo alcanzaron. Estábamos enun montículo del terreno que dominaba el llano. Me acababande advertir unos soldados […] cuando una bala perdida (talcomo las llaman) lo alcanzó en la espalda tras rebotar en unaroca, mandándolo varias yardas más allá de la cabeza de su

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caballo. Cayó boca abajo, rebotó, giró en el aire y volvió acaer, boca arriba en esta ocasión. El Estado Mayor en plenodesmontó y se dirigió a él a toda prisa; cuando llegué yo, medijo: «Rogadles que me dejen y me permitan morir en paz».Inmediatamente ordené que lo trasladasen a retaguardia[…].70

Alrededor de las siete de la tarde FitzRoy Somerset,cabalgando al lado del duque, fue alcanzado por una bala demosquete disparada desde La Haye Sainte. El oficial caminó hastaun hospital de campaña donde el doctor John Gunning le amputó elbrazo por encima del codo. Algún tiempo después, una esquirla demetralla pasó silbando sobre la montura de Wellington y fue aincrustarse en la rodilla de Uxbridge. Éste conocía cuál sería laconsecuencia de la herida y exclamó: «Por Dios, señor, he perdidola pierna». «Como que me llamo Arthur Wellington que así es,señor mío», replicó el duque.

Pero la pierna de Uxbridge estaba todavía intacta cuandoNapoleón lanzó su último asalto, consistente en el envío de cincobatallones de la Guardia Media reforzados con tres más de la ViejaGuardia, contra la zona derecha del centro de la línea deWellington. El duque se encontraba justo detrás de la brigada deMaitland, y ésta estaba ubicada en la parte oculta de la loma,cuando una columna ofensiva se aproximó. La voz de Wellingtontronó: «¡Ahora, Maitland, es vuestra ocasión!». Y entonces,incapaz de contener la tentación, dio él mismo la orden: «¡Atención,guardias! ¡Apunten! ¡Fuego a discreción!». La debilitada brigadade Halkett se unió al tiroteo desde el este, y los hombres de

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refresco bajo la comandancia de Adam tomaron parte en la refriegadesde el oeste. El coronel sir John Colborne, actuando por propiainiciativa, sacó al 1er Batallón del 52° Regimiento de la línea yatacó a los franceses por el flanco. Ninguna tropa, ni siquiera losveteranos de la Vieja Guardia, podría resistir semejante castigo yfinalmente los soldados franceses no pudieron mantener laformación y tuvieron que retroceder. Pero todavía no se habíasuperado la crisis, pues los hombres de Halkett también rompieronsu formación ante el renovado fuego de artillería cuando avanzabancon intención de dispersar las unidades francesas que se batían enretirada.

Entonces Wellington se lanzó por última vez a la batalla conlas pocas fuerzas que le quedaban, a pesar de que su EstadoMayor en pleno le rogase que tomara precauciones. «Así lo haré,en cuanto vea a esos tipos expulsados de ahí», contestó. Iluminadopor un rayo de sol que se abría paso a través de las nubes, sedescubrió y agitó su sombrero para ordenar el avance general detodas sus tropas. Chilló: «¡Continuad, Colborne, continuad! ¡Nopodrán resistir. No les cedáis tiempo para reagruparse!». JohnKincaid, destacado en la zona sur, dentro de la trinchera, en el 95°Regimiento, oyó un grito de júbilo extendiéndose desde el oeste delcampo de batalla y: «En ese instante apareció lord Wellington acaballo. Los hombres comenzaron a jalearlo, pero él ordenó convoz fuerte: "No animéis, muchachos, sino conquistad y completadvuestra victoria" […]».72 Envió a la caballería de Vivían queavanzase sin demora y después los siguió él personalmente, a pesarde las advertencias de uno de sus edecanes: «Nos estamos

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introduciendo en un terreno cerrado, Excelencia, y su vida esdemasiado valiosa para arriesgarla así». «No importa, deje quedisparen, la batalla está ganada: mi vida ya no es una cuestiónimportante», replicó.73 Alrededor de las nueve de la noche seencontró con Blücher en La Belle Alliance, y se abrazaron sindesmontar de sus corceles. Sin embargo, el idioma aún separaba aambos aliados. «Mein lieber Kamarad, quelle affaire», le dijo elanciano prusiano.

Blücher se mostró conforme con que sus tropas se ocupasende la persecución y dispersión del enemigo. El duque regresó acaballo a su cuartel general en Waterloo, a través de la carretera deBruselas. Su aspecto era «sombrío y desalentado […]. Los pocosindividuos que lo asistían, por cierto, se parecían más a un pequeñoséquito funerario que a los vencedores de una de las batallas másimportantes jamás libradas».74 En cuanto desmontó, cometió elerror de darle una palmada a Copenhague y el noble corcel, quehabía pasado todo el día en la batalla recibiendo palmadas comoorden de galope, salió a la carga y a punto estuvo de arrollar a sudueño. Wellington preguntó por el maltrecho teniente coronelGordon. «Gracias a Dios que estáis a salvo», susurró el oficial.«Nunca me cupo la menor duda de que lo haríais muy bien,Gordon», contestó el duque, y a continuación ordenó que lotrasladasen a su propia cama. Cenó en una mesa que había sidocompartida por muchos oficiales que no volverían a cenar jamás ymiraba ansioso a la puerta cada vez que ésta se abría. Bebiósolamente un vaso de vino, y brindó por «la memoria de la guerraen la península Ibérica». Luego «alzó los brazos con actitud

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implorante» y dijo: «la mano de Dios me ha amparado en estaocasión». Después, se tumbó en un jergón colocado directamentesobre el suelo y se durmió de inmediato.

Todavía dormía cuando el doctor John Hume se presentó enla estancia con la lista preliminar de bajas:

En cuanto entré se incorporó sentándose sobre lacolchoneta. Tenía el rostro cubierto de polvo y sudor del díaanterior. Extendió su mano hacia mí, yo la tomé y la sujetémientras que le anunciaba la muerte de Gordon y enumerabalas bajas que habían llegado a mi conocimiento. El duqueestaba muy afectado. Sentía las lágrimas goteando raudassobre mi mano y, cuando lo miré, vi las lágrimas corrermarcando regueros sobre su polvorienta faz. Entonces se lasenjugó con un rápido movimiento de la mano izquierda y medijo con una voz temblorosa por la emoción: «Bien, gracias aDios no sé lo que es perder una batalla. Pero desde luego queno puede haber nada más doloroso que vencer una a cambiode sufrir la pérdida de tantos amigos».75

Se levantó por fin y comenzó a redactar el despacho formalde guerra para el conde Bathurst, informe que rápidamente recibiótodo tipo de críticas porque era menos generoso de lo que muchosesperaban que fuese. De todos modos, en él se «atribuía eltriunfante resultado de aquella ardua jornada a la cordial y oportunaayuda» que recibió de los prusianos, afirmando que su ataque «fueel más decisivo de todos».76 Cuando al final de su vida lepreguntaron si hubo algo que pudiese haber hecho mejor, replicó:«Sí, debería haber dedicado más elogios».77 Pero fue él quien

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sugirió que se debía conceder una medalla a todos los queparticiparon en la batalla, y la medalla de Waterloo se convirtió enla primera condecoración colectiva que existió en el ejércitobritánico.

Releí el despacho de Wellington al abrigo de los edificios de lagranja de La Haye Sainte y, una vez más, quedé profundamenteimpresionado por su gran destreza. Escribir de memoria unarelación detallada de la mayor parte de los acontecimientosacaecidos entre el 15 y el 18 de junio de 1815, después de dormirtan sólo unas pocas horas y haber visto morir, o caer heridos, atantos camaradas es sin lugar a dudas un logro nada desdeñable. Elduque regresó a Bruselas a caballo, y redactó algunas reseñasdirigidas al conde de Aberdeen. En ellas le notificaba su pesar ycuánto lo acompañaba en el sentimiento por la muerte de suhermano y añadió, con su genio para cuidar el detalle: «Gordonposeía un caballo negro que le había regalado, según tengoentendido, lord Ashburnham. Lo cuidaré hasta que me comuniquéisqué deseáis que se haga con él». En otra carta informaba al duquede Beaufort de que su hermano FitzRoy había perdido un brazo,pero que con suerte sobreviviría «para brindar conmigo, y para queel resto de su larga vida sea, como probablemente sucederá, unahonra para su nación así como una gran satisfacción para su familiay amigos».78 Entonces vio a Creevy a través de una ventana, y lollamó para que entrase. «Ha sido un asunto extremadamente grave.Entre Blücher y yo perdimos treinta mil hombres [en realidad fueroncasi veintitrés mil]. Fue una situación de lo más endiabladamenteconfusa; la situación más cercana a la catástrofe que hayas visto en

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toda tu vida», le dijo. Y fueron prácticamente estas mismaspalabras las que empleó en una carta enviada a su hermanoRichard:

Ha sido la situación más desesperada en la que hayaestado jamás. Nunca me enfrenté a tantos problemas duranteuna batalla, y nunca estuve tan cerca de la derrota. Nuestrasbajas son inmensas, particularmente en la mejor de nuestrasarmas: la infantería británica. Nunca vi a la infanteríacomportarse de modo tan encomiable.79

Wellington declaraba convencido: «Hemos dado a Napoleónel golpe de gracia», y tenía razón. A medida que los ejércitosaliados avanzaban, Wellington tuvo gran cuidado en recalcar queFrancia era territorio amigo; su pelea era solamente contraNapoleón y sus acólitos. El sargento Edward Costello, del 95°Regimiento (un hombre que no tardaría en cimentar la amistad conantiguos adversarios casándose con una muchacha francesa) estuvotan impresionado que insertó el texto de la reveladora OrdenGeneral en sus memorias. Sin embargo, el capitán Cavalié Mercerno estaba tan complacido con que sus antiguos enemigos «tuviesenque ser tratados como caballeros, y no recibiesen el castigo queFrancia, como nación, tan justamente merecía». ° El armisticio sefirmó el día 3 de junio y el día 7 los aliados entraron en París, perosin organizar un desfile, pues éste podría causar resentimiento entrela población. Cuando Blücher desveló su intención de volar el Pontde lena, llamado así tras la derrota prusiana de 1806, Wellingtonapostó un único centinela británico sobre la estructura en cuestión,razonando que los prusianos nunca matarían a un soldado aliado. El

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duque presionó para que se llevase a cabo una política demoderación tanto por parte de sus aliados como de su propiogobierno y declaró que si Napoleón tenía que ser ajusticiado,entonces los soberanos deberían señalar a un ejecutor que no fueseél.

Al poco tiempo Wellington se encontró bañado por todo untorrente de honores; Luis XVII le concedió su propia banda de laOrden del Espíritu Santo y, a continuación, otros soberanoshicieron lo propio, concediéndole títulos y condecoraciones.Wellington se asentó confortablemente en la brillante vida social dela capital francesa, perseguido vehementemente por la pequeña ybella lady Shelley y visitando muy a menudo a lady FrancésWedderburn-Webster (tanto que el St. James's Chronicle informóde que su marido, que no era un mujeriego, iba a divorciarse de ellay reclamar daños y perjuicios). Con el tiempo, los Wedderburn-Webster demandaron al periódico, y tuvieron éxito, pero aquellofue a todas luces un episodio desafortunado. De todas formas,Wellington no descuidaba un ápice el cumplimiento de su deber poruna cara hermosa. Cuando Aglaé Ney fue a rogarle queintercediese a favor de su marido, que iba a ser fusilado por traidor,Wellington rehusó, alegando que era representante del gobiernobritánico y servidor de los aliados. Michel Ney fue a encontrarsecon su muerte en un paredón de los jardines de Luxemburgo, y,como no podía ser de otro modo en un hombre poseedor de tanresuelto coraje, él mismo dio la orden de abrir fuego.

Wellington, nombrado comandante en jefe de las fuerzasaliadas de ocupación, estableció su cuartel general en el castillo de

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San Martín, cerca de Cambrai, y repartió su tiempo entre París y elcastillo. Pronto comenzó a emitir su ya acostumbrado caudal deórdenes. En ellas advertía a los oficiales que no cruzasen lascosechas a caballo, y que ninguna provocación justificaba laintervención en una riña a puñetazos (la espada era el arma de loscaballeros), prescribió un nuevo «método de variación de marchaen las columnas para [ser] practicadas por los regimientos deinfantería» y reflexionó sobre las equivalencias entre los rangos delos oficiales civiles y militares. Llevó al campo de Waterloo a tresdamas norteamericanas que lo fueron a visitar, y durante la cena deaquella noche, hubo un notable silencio. Pero su vida pública eramucho menos feliz. Los bonapartistas, y también los monárquicosmás exaltados, lo injuriaban llamándolo Le Tyran de Cambrai.Vivía bajo la amenaza constante de asesinato y un hombre quedisparó sobre él no sólo fue sencillamente absuelto por un juradofrancés, sino que recibió diez mil francos por deseo de Napoleón.En cuanto advirtió que, aun cuando el ejército de ocupacióndecreciese en número, su presencia no se hacía menos irritante paralos franceses, supo que no podría estar allí indefinidamente. Poreso, cuando en el mes de diciembre de 1815 recibió el ofrecimientodel puesto de general en jefe del cuerpo de intendencia, amén de unlugar en el gabinete ministerial, el duque de Wellington aceptó y, ala edad de cuarenta y nueve años, se embarcó en la carrera política.

Wellington no se sentía apesadumbrado por haber librado suúltima batalla. No mantuvo en secreto que Waterloo, aquella«catastrófica situación», se ganó por el más nimio de los márgenes,y es posible que el error de cálculo que permitió a Napoleón

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introducir una cuña entre él y Blücher le afectase másprofundamente de lo que estaba dispuesto a admitir. Sin embargo,a pesar de lo familiarizado que estaba con las batallas, no pudoevitar pasmarse ante la brutalidad de la matanza. «Oh, no mefelicites, he perdido a mis amigos más preciados», le dijo a laesposa de su hermano William mientras se cubría el rostro con lasmanos para ocultar las lágrimas. El duque recobró su aplomodurante su estancia en París, incluso gano algunos kilos, perotodavía, en ciertos momentos, el recuerdo de Waterloo fluía sobreél y lo amedrentaba. Lady Shelley recordaba cómo le «brillaban losojos y se le quebraba la voz» cuando hablaba de la batalla:

«Espero, en nombre de Dios, que haya disputado miúltima batalla», dijo un día. «Es mala cosa el vivir siemprecombatiendo. Mientras que estoy en ello me encuentrodemasiado ocupado para sentir nada pero, cuando termina, esespantoso. Es imposible pensar en la gloria, pues tanto lamente como los sentimientos están agotados. Me sientodesdichado incluso en el momento de la victoria y, comosiempre digo: lo más parecido a una batalla perdida es latremenda miseria de una batalla ganada. No solamente pierdesa aquellos estimados amigos con los que has vivido, sino que teves obligado a abandonar a los heridos detrás de ti. ¡A buenseguro que uno intenta hacer lo mejor para ellos, pero quépoco es! Durante esos instantes, cada sentimiento que anida entu pecho es una agonía. Ahora estoy comenzando a recuperarmi talante natural, pero jamás desearé entrar de nuevo encombate.»81

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Capítulo 6 Pilar del Estado

En esta ocasión Wellington ya tenía un hogar al que regresar.Su gestor había estado buscando un lugar adecuado en el campo yfinalmente adquirió Stratfield Saye, una mansión situada entreBasingstoke y Reading, y propiedad hasta entonces de lord Rivers,por doscientas sesenta y tres mil libras esterlinas, menos de la mitadde la suma que el Parlamento le había concedido para esepropósito. La mansión no era un edificio que se tuviese en granestima en aquella época, por ello Wellington planeó demolerla yconstruir en su lugar una estructura nueva, espléndida, llamadaWaterloo Place. Afortunadamente, el proyecto nunca llegó arealizarse y Stratfield Saye se mantiene hoy en día como una de lascasas solariegas más agradables de Inglaterra. Una viviendadistinguida, que no pomposa, y acogedora de un modo que elpalacio de Blenheim, concebido para conmemorar las victorias delduque de Malborough, no lo es.

Antes de aceptar el puesto, Wellington dejó meridianamenteclaro que no era un hombre de partido. Daba la casualidad de queél estaba «francamente vinculado» al, por entonces, gobierno de lostories, pues creía que «una oposición subversiva al gobierno» era«altamente perjudicial para los intereses del Estado», y eso no loconsentiría; menos aún si con ello sus amigos perdían poder deinfluencia.1 Como máximo responsable del armamento eintendencia militar (en la época incluía a tropa y oficiales de la RealArtillería de Campaña, y los oficiales del Real Cuerpo de Ingenieros

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y Zapadores) también controlaba el departamento de intendenciacivil, responsable de las reservas y equipamiento del ejército ytambién de la armada, así como del mantenimiento de barraconestanto en el extranjero como en su propio territorio. El capitángeneral no cargaba personalmente con todas las responsabilidadesde la intendencia, y gran parte del trabajo diario se delegaba en elsecretario. Desde 1819 ese funcionario sería FitzRoy Somerset. Elsillón ministerial ocupado por Wellington le permitía, por otra parte,asesorar al gobierno en asuntos generales de defensa y, ante la faltade una fuerza policial, esto incluía la preservación del orden entre lapoblación civil.

Eran tiempos violentos. El fenomenal desarrollo de la industriabritánica y su conquista de los mercados dominados antes porFrancia habían ido parejos a un rápido incremento de la población:pasó de tener 15.740.000 habitantes en 1801 a 24.150.000 treintaaños después. En 1801 un tercio de esta creciente población vivíaen las ciudades. Esa proporción se elevaría dramáticamente a lolargo de toda la vida de Wellington. Al mismo tiempo que variaba ladistribución de la población también lo hacían las fuentes de riquezay, así, la industria llegó a predominar sobre el comercio y laagricultura. Todavía eran unos pocos ciudadanos (hombres,exclusivamente) los que tenían derecho a voto y los gobiernos,tanto conservadores como laboristas, estaban compuestos porterratenientes que gobernaban de acuerdo con sus propiosintereses. No es sorprendente que la Revolución francesaencontrase ecos de respuesta en Gran Bretaña. El extremista TomPaine publicaría Rights o/Man en 1791, un texto donde se

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demandaba una reforma radical del sistema. El éxito alcanzado porla obra se refleja en los doscientos mil ejemplares vendidos. Perolos excesos cometidos durante la Revolución alejaron a la mayoríade los ingleses de las posturas radicales, aunque se mantuviesenvivas poderosas corrientes internas, y la victoria final sobre Francia(que añadió a los problemas sociales la presencia en las calles demiles de soldados licenciados) ocasionó el resurgimiento de nuevaspeticiones de reforma política. En 1819, durante una manifestacióncelebrada en Manchester, Hunt, el principal orador de los radicales,se dirigió a una nutrida muchedumbre que se desmandó. Lacaballería cargó contra la multitud para imponer el orden y elaltercado se cobró numerosas víctimas.

Wellington fue uno de los trece ministros que firmaron unacarta de enhorabuena dirigida a los magistrados de Manchesterencargados de dirigir a las tropas para mantener el orden. El duquecreía que si no se hubiese redactado el acta de agradecimiento,habría sido difícil encontrar tribunales locales dispuestos a cumplircon su labor en futuras ocasiones. Al año siguiente, un grupo deradicales que solían reunirse en la buhardilla de un establo ubicadoen la calle Cato planeó asesinar a todo el gabinete ministerialmientras cenaban en la casa que poseía lord Harrowby enGrosvenor Square. Wellington propuso que cenasen como teníanacordado, pero que cada uno de los funcionarios llevase dospistolas en su valija ministerial y se apostasen soldados en lascercanías. Los conspiradores fueron arrestados; dos de ellosexpresaron sentir un odio particular hacia Wellington, y uno declaróque estaba dispuesto a jurar que el duque le había implorado

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piedad de rodillas. Una caterva de simpatizantes atacaron alverdugo cuando ejecutaron a los cinco cabecillas de la conjura. Laconspiración de la calle Cato nunca supuso una verdadera amenazapara su vida; en otra ocasión, sin embargo, Wellington escaparíapor muy poco. Esta vez, un aspirante a asesino lo esperaba en elparque de San Jacobo, oculto, a que regresase a su hogarlondinense de Apsley House tras salir del ministerio.Providencialmente, el duque se encontró con FitzRoy Somerset, lavista de los dos hombres caminando codo a codo fue demasiadopara el ejecutor, que huyó corriendo.

Jorge III, demasiado perturbado psíquicamente (ya llevabadiez años enfermo) para que su actuación tuviese impacto en elmundo político, murió en enero de 1820 y el príncipe regente seconvirtió en Jorge IV, rey de Gran Bretaña Irlanda y Hannover.Wellington tenía tan pobre opinión del nuevo monarca como de sushermanos. «Por Dios -le dijo a Cheevey-, que nunca habréis vistoun personaje como ese en toda vuestra vida. Y además habla y juracomo el viejo Falstaff. Que me parta un rayo si no me avergonzaraporque me viesen entrar a su lado en una habitación.» Los duquesreales eran «las más pesadas piedras de molino que un gobiernopudiese imaginar atadas a su cuello. Han insultado -han insultadopersonalmente- a dos tercios de los caballeros de Inglaterra».2 Sinembargo, cuando el nuevo rey decidió separarse de su consorte,Carolina de Brunswick, a causa de sus relaciones adúlteras,Wellington (procediendo como el inquebrantable monárquico quesiempre fue) se sintió obligado a respaldar a su rey a pesar de quela vida privada de éste, almidonada con una serie de damas

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exuberantes, a duras penas podría calificarse de intachable. Lareina regresó a Inglaterra en 1820 y fue recibida efusivamente porlos grupos radicales; no porque éstos confiasen en las virtudes de lasoberana, sino porque así mostraban su odio hacia el monarca ytodo su gabinete ministerial. Wellington actuaba como elintermediario del gobierno con Henry Brougham, el abogado de lareina. Sin embargo, las negociaciones no prosperaron y el gobiernopresentó una denuncia por daños y perjuicios que disolvería elmatrimonio y además privaría a Carolina de su título.

Aquel verano se caldearon los ánimos entre el primer ysegundo debate de la denuncia. Wellington temía que la armadapudiese tomar parte con los radicales; se había oído decir en unbatallón del 3o Regimiento de la Guardia Real: ¡Dios salve a lareina! El duque recomendó al gobierno que «formase un cuerpopolicial, o militar, o ambos, en Londres, el cual no debía tener nadaque ver con las fuerzas militares profesionales».3 La sugerencia nodio fruto hasta ocho años después, cuando Robert Peel, su aliadopolítico, ocupaba la cartera del Ministerio del Interior. De haberprosperado antes la propuesta del duque, los policías británicospodrían haberse conocido como «Arties» o «Wellingtons» en vezde «Bobbies» o «Peelers». Lo indudable es que existió unaauténtica necesidad de agentes del orden cuando el día 17 de juniode 1820 la reina se presentó en la Cámara de los Lores para asistiral juicio. Wellington recibió tan fortísimo abucheo que su caballo seespantó. En otra ocasión, lo detuvo (o eso se dijo) una banda depeones camineros en Grosvenor Place, que le exigieron que dijese:«¡Dios salve a la reina!». «Bien, caballeros -respondió el duque-,

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puesto que así lo deseáis, así sea, ¡Dios salve a la reina! […] ypermita que vuestras esposas sean como ella».4 Es un hechoprobado que el día 28 de agosto de 1820 sufrió el asalto de unaturba que intentó derribarlo de su montura y experimentó, segúnpublicó The Times, «considerables dificultades» antes de quepudiese zafarse de la situación. Incidentes como éste reforzaron aúnmás el desagrado de Wellington hacia las multitudes. «La masa esdemasiado deleznable para dedicarle un segundo de mispensamientos», le dijo a lady Shelley, que tanto lo había admiradodurante su estancia en París. «Esta mañana una treintena de elloshuyó de mí en el parque, y sólo porque tiré de las riendas de micaballo cuando ellos me gritaban. Pensaban que caería sobre ellos yles daría su merecido.» El gobierno ganó la segunda vista por unescaso margen, y Liverpool decidió retirar la denuncia.

La crisis pasó. El rey en realidad no tenía intención de destituiral gobierno en pleno si abandonaba el proceso, tal como habíapregonado como un demente. Y en las calles amainó el clima deagitación popular. La coronación, celebrada el día 19 de julio de1821, se desarrolló razonablemente bien, con la reina encerradamientras que el rey se comía obscenamente con los ojos a ladyConingham, a quien las malas lenguas llamaban maliciosamente lavice-reina. El ansia por separarse de su esposa desesperaba almonarca hasta tal punto que ese mismo año, cuando fallecióNapoleón, y le comunicaron que «el mayor de sus enemigos» habíamuerto, el rey contestó: «¡Ella, por fin!». Carolina, efectivamente,murió aquel mismo año; sus partidarios diagnosticaron que murió depena.

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El divorcio de la familia real, en parte tragedia y en parte farsa,alimentó aún más la nefasta opinión que a Wellington le merecía elestado de la nación, con su deleznable monarquía y su veleidosopopulacho. Tampoco es que disfrutase de una situación domésticaconfortable; después de visitar Stratfield Saye, un visitante aseguróhaber advertido aquí y allí indicios de «la falta de comprensión entreel duque y la duquesa», cuyas alcobas conformaban habitacionesindependientes, tan apartadas como dos salas de una mismavivienda puedan estar. Wellington le dijo a su amiga íntima HarrietArbuthnot que:

Él había intentado en repetidas ocasiones vivir de unmodo afectuoso con ella […] pero era imposible […]. Sumujer no lo comprendía, no podía entrar a considerar todas laspreocupaciones y asuntos trascendentales que ocupabanconstantemente la mente de su esposo, y a él le parecía quemuy bien podría estar hablándole a un niño […]. Era unhombre casero al que nada podría hacer más feliz que tener unhogar donde encontrarse cómodo. Pero, en vez de eso, ellahabía creado un hogar tan aburrido que nadie querría ir a vivirallí.6

La señora Arbuthnot llegaría a afirmar que el duque estaba enlo cierto y que Kitty era, sin lugar a dudas, «totalmente inepta parasu situación social. Es como el ama de llaves y se viste igual que unapastora, con un viejo sombrero confeccionado por ella mismacolocado sobre la nuca y una sucia cesta colgada del brazo». Apesar de que Kitty trató de hacer cuanto estuvo en su mano paracomplacer a su esposo, sus esfuerzos muy a menudo se

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malgastaron patéticamente; cuando él se quejó de que a su esposase le estaba poniendo el pelo gris, ella no sólo compró una peluca,sino que exageró poniéndose colorete. Sus cuentas domésticastodavía estaban un tanto enmarañadas, y presionó al duque paraque elevase su asignación de quinientas libras esterlinas al año aseiscientas setenta. Pero él no quiso ni oír hablar de ello. Quinientaslibras era una asignación generosa para una dama de su categoría,aseguró; sólo las princesas recibían más.

Y así fue como su matrimonio cayó en un círculo vicioso.Wellington mostraba un trato brusco hacia su esposa y ellarespondía poniéndose cada vez más nerviosa. Todo elloconformaba una situación de lo más dolorosa, pues el duque podíamostrarse exquisito y ser absolutamente fascinante con mujeres queno lo hubiesen soportado como marido; dibujó en los pantalones demontar de lady Shelley el desarrollo de la batalla de Orthez y secomportaba de modo encantador con los hijos de ésta; en realidadcon los hijos de todo el mundo, menos con los suyos. Su hijomayor, Douro, recuerda que «jamás me dio ni una palmada en elhombro cuando era un niño, y todo porque él odiaba a mi madre».Así el chico creció para rendir culto a un hombre al que amaba yodiaba a la vez. Estaba encantado con la idea de que algún díaheredaría el título: «Pensar cómo sería cuando se anuncie lapresencia del duque de Wellington y que sea yo quien llegue».7

Algunos de los viejos hábitos de Wellington se negaban adesaparecer. En una época tuvo lo que Elizabeth Longford llamó«una apasionada aventura romántica» con lady Charlotte Greville,

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hija del duque de Portland, y se evitó el escándalo familiar sólocuando ella se comprometió a «efectuar la renuncia inmediata eincondicional de todo trato íntimo y epistolar con el duque deWellington». También estaba muy unido a Harriet Arbuthnot; unavez le envió una misiva, cuya despedida estaba rubricada con lafórmula de «vuestro más devoto esclavo», y bromeaba con que ellaera La Tyranna, pues no podía hacer nada sin su consentimiento.De todos modos, probablemente sería la mentalidad, la capacidadde la dama para disfrutar de la amistad y las discusiones lo que élmás valoraba pues, para él, ella era «una esposa profundamente fiely tradicional».

Wellington cazaba con su entusiasmo habitual, y disfrutabadisparando, aunque era un tirador garrafalmente irregular. Una delas hijas de lady Shelley estaba tan asustada que su madre exclamó:«¿Que ocurre, Fanny? ¿Tienes miedo en presencia del señor deWaterloo? Colócate muy cerca de él, a su espalda, y te protegerá».El consejo no carecía de fundamento, pues ése era el lugar másseguro. Sus balas hirieron a uno de sus perros, a un guarda y a unaanciana que estaba haciendo la colada.»Estoy herida, milady», sequejó la víctima. «Mi buena mujer -replicó lady Shelley-, éstedebería ser el momento culminante de tu vida. Has sido herida porun disparo del gran duque de Wellington.»9

En su otro frente, el político, el desahogo era más bien escaso.Castlereagh era uno de los más antiguos aliados políticos deWellington, y sin su apoyo el duque no habría recibido la jefatura delas tropas en Portugal, en 1808, ni hubiese sido readmitido despuésde Cintra. A pesar de que Castlereagh había rendido un

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extraordinario servicio a su país manteniendo unida la coalicióncontra Napoleón, con la habilidad de un diestro mercader, eraabsolutamente impopular entre los radicales. El hecho de que fueseun firme partidario de la emancipación de los católicos le hacíaperder el apoyo entre los que compartían su oposición a lasreformas políticas, y fue odiado como pocos políticos anteriores yposteriores a él lo han sido. En 1822 Castlereagh comenzó amostrar síntomas de trastorno mental. Wellington, después deescuchar sus desvaríos, le dijo: «Por lo que acabáis de decir, meveo obligado a advertiros de que es imposible que estéis envuestros cabales». Castlereagh se cubrió el rostro y sollozó.«Puesto que vos lo decís, así ha de ser.»tü El duque avisó al médicode su amigo y se apartó del alcance de la mano todos los objetospunzantes y armas de fuego, pero Castlereagh tomó el pequeñopuñal que ocultaba en su cartera y lo utilizó para cortarse la arteriacarótida. Una excitada muchedumbre aclamó al paso del cortejoque transportaba su ataúd hacia la abadía de Westminster. LordByron declamó:

Así que él se ha cortado la garganta al final. ¡Él! ¿Quién?El que la de su país cercenó mucho tiempo atrás.

Hubo dudas acerca de quién debía ocupar el puesto deministro de Asuntos Exteriores. Al rey le agradaba Wellington pero,para preservar la cohesión del partido, sugirió que fuese GeorgeCanning, el jefe del ala más liberal e inveterado enemigo deCastlereagh. El susodicho Canning estaba aguardando por quellegase el momento de partir a India para ocupar allí la plaza degobernador general. El rey no soportaba a ese individuo, pues

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había apoyado a la reina y era el campeón de la emancipacióncatólica, y Wellington no le sería de mucha utilidad, a no seraconsejarle lo que el gobierno no podía hacer sin él. Al finalCanning fue nombrado, aunque la indecisión del gabinete casi lehizo rechazar el puesto por puro despecho. Canning se quejóporque, para él, aquello fue como si le hubiesen dado una entradapara un local de moda con las palabras «admitan al gañán» escritasen el reverso.

Aquel año, Wellington tuvo que representar a Gran Bretaña enel congreso internacional celebrado en Verona con motivo de larevuelta española y la inminencia de una intervención militarfrancesa. Sin embargo, antes de partir, el duque, atendiendo a susobligaciones como jefe del servicio de intendencia yaprovisionamiento militar, asistió a las pruebas de disparo efectivode los nuevos modelos de mortero. Durante esa jornada, una fuerteexplosión dejó a Wellington con un fuerte dolor de oídos y unagudo zumbido en el oído izquierdo. Su cirujano, el doctor Hume,el mismo médico que había servido con él en la península Ibérica yen Waterloo, solicitó la asistencia de un otorrinolaringólogo. Elespecialista trató el oído afectado con una fuerte solución cáustica,procedimiento que sumergió al paciente en un estado de puraagonía. Hume fue a visitarlo a la mañana siguiente y encontró alduque sin afeitar y con los ojos enrojecidos como alguien «que seestuviese recuperando de una tremenda orgía». Wellington nuncallegó a reponerse completamente, la dolencia afectó a su sentido delequilibrio y además sufrió una notable sordera. Durante los últimosaños de su vida, Wellington llegó a ser un personaje habitual en la

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Cámara de los Lores, con su sombrero bien calado sobre la frentey una mano haciendo bocina en la oreja, esforzándose por seguir eldebate. Esta triste circunstancia nos lleva a una reflexión no menostriste acerca de la situación de la medicina durante aquella época;Wellington había atravesado una pasmosa cantidad de campos debatalla con los oídos intactos para que al final quedase sordo amanos de un médico.

En primer lugar el duque viajó a Verona, pero se quejaba porsu grave malestar: «A veces me siento como si estuviese borracho yno pudiese caminar. Estoy harto de estar enfermo, nunca me habíaencontrado así. Incluso la férrea fuerza de mi constitución pareceobrar contra mí».11 Un periódico informó de «una gran alteraciónen sus facciones, y un cambio notable en toda su persona», pero encuanto llegó a Verona procedió a desarrollar con gran confianza lapolítica de Canning, consistente en condenar la intervención militarfrancesa en España y, con bastante menos entusiasmo, apoyar laliberación de las colonias españolas en Sudamérica. Llegó a jugarpartidas de cartas con María Luisa, duquesa de Parma y viuda deNapoleón Bonaparte, donde las apuestas se saldaban connapoleones de oro. Wellington describió a su hijo como «un tipomagnífico, al igual que la archiduquesa».12

El duque regresó a Inglaterra sintiéndose todavía muyenfermo. En enero de 1823 envió a FitzRoy Somerset a Madrid, enun vano esfuerzo por persuadir a los patriotas para queenmendasen la Constitución, concediesen más poder al reyFernando VII e impidiesen así la invasión francesa. Pero la misiónestaba «destinada al fracaso y era terriblemente deshonrosa para

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él».13 Los franceses invadieron España y restauraron elabsolutismo del rey Fernando. Entre los refugiados liberales seencontraba Álava, el viejo amigo de Wellington y probablemente elúnico hombre que estuvo obligado a servir en Trafalgar y enWaterloo, y tuvo que hacerlo en un bando distinto cada vez.Wellington lo instaló en una casa dentro del terreno de StratfieldSaye, y lo acompañó hasta el banco de Coutt. Allí anunció que,mientras tuviese dinero, el señor Álava tenía autorización para sacarcuanto efectivo considerase necesario. En lo referente a su relacióncon Canning, la situación estaba volviéndose cada vez másincómoda. Lo llamaba el Caballero, pues le resultaba sospechosasu veta populista, su reconocimiento por la legitimidad de losrevolucionarios sudamericanos (que a ojos del duque no erandistintos de los irlandeses) y porque no estaba seguro de queCanning fuese un caballero en ningún sentido. Al final, Wellingtonperdió su batalla particular contra las repúblicas sudamericanas y en1824 el ministerio acordó reconocerlas como estados legítimos.

Wellington sufrió un nuevo desaire en marzo de 1825 cuandolord Charles Wellesley, su hijo menor, fue expulsado de launiversidad de Oxford por escaparse del colegio mayor después deuna fiesta celebrada en los aposentos de lord Douro. Tanto él comolord Douro fueron enviados a Cambridge. Más tarde, en otoño,Wellington mantuvo una dura disputa con Richard, por entonceslord lieutenant de Irlanda. Ya se habían enfrentado durante laguerra en la península Ibérica, cuando la carrera del último quedóparalizada por su holgazanería y su lascivia y, además, durante losCien Días, el fracasado marqués había apoyado a la oposición

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whig, muy crítica con la campaña. Richard había enviudado de sumujer, la dama francesa había muerto en 1816. En 1825 le propusocontraer matrimonio a Marianne Patterson, una señora que gozabade gran admiración por parte del duque, y ella aceptó. Wellingtonse quedó horrorizado ante la noticia, sin comprender cómo unamujer como ella podría aceptar casarse con «un hombrecompletamente arruinado». Lady Betsy Patterson-Bonaparte,cuñada de lady Marianne, era del mismo parecer, y declaró: «Mecasé con [Jerónimo] el hermano de Napoleón, el conquistador deEuropa. Y ella se ha casado con el hermano del conquistador deNapoleón».14 La situación fue de mal en peor cuandoconvencieron al duque para que apoyara a lord Wellesley, pueshabía disgustado profundamente al sector protestante cuandoprohibió las celebraciones tradicionalmente asociadas alcumpleaños de Guillermo de Orange. Wellesley no reaccionó.

El duque estaba cansado del rey, harto de su familia e irritadocon pintores que se inventaban alegorías que desaprobaba ydetallaban mal su uniforme. Sir Thomas Lawrence, considerado porel cronista Charles Greville (hijo de una amante de Wellington)como el mejor de los pintores entre sus contemporáneos, fracasóen ambos puntos. Primero con el reloj, cuando se suponía queestaba esperando a los prusianos en Waterloo, y después con laespada, que estaba tan mal pintada que Wellington le ordenó noabandonar la sesión hasta que hubiese corregido el error.

Cuando a finales de 1825, Canning propuso a Wellington quepartiese hacia San Petersburgo para entrevistarse con el nuevo zar,el duque accedió encantado. Canning afirmó que Wellington

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«brincó ante la propuesta», pero hubo quien sostiene que Canningdeclaró eso porque estaba entusiasmado por ver a Wellingtonalejado de la ciudad. El duque se despidió de sus amigosmostrando una extraña emoción. Álava nunca lo había visto taninquieto. FitzRoy Somerset, su compañero durante el periplo aRusia, recordaba que en San Petersburgo el duque fue tratado«como un príncipe» y recibido por el zar Nicolás I y su familia «conlos más halagadores y distinguidos modales».15 La misión pareceque resultó ser un éxito absoluto, porque Wellington fue capaz denegociar el secreto Protocolo de San Petersburgo, acuerdo a travésdel cual Gran Bretaña accedía a mediar entre Rusia y Turquía paraacordar una serie de medidas sobre la independencia de Grecia.Regresaron vía Berlín, donde fueron recibidos con «manifiestacortesía» por la familia real prusiana. Hubo menos cortesía en casa.En abril Canning, celoso por los logros de Wellington, soliviantó ala oposición al describir el resultado de la misión como un fracasoy, por otro lado, lord Liverpool se negaba obstinadamente anombrar obispo a su hermano Gerald a causa de su adúlteraesposa. Además, había nuevos problemas con Douro, el duque lediría a la señora Arbuthnot que estaba «muy molesto» con él. Y,por si fuese poco, la muerte flotaba en el ambiente; tanto lordLiverpool como el duque de York estaban muy enfermos.

Wellington nunca le había gustado al duque de York. En 1821le reveló a Charles Greville un prejuicio contra el duque«extremadamente fuerte».

No niega su talento militar, pero cree que es falso,

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desagradecido, nunca concede suficiente crédito a sus oficialesy no está dispuesto a colocar al frente a hombres de talentoque pudieran reclamar, llegado el caso, el que se comparta conellos parte del mérito, pues está deseoso de absorberlo todo élsolo. Dice que el duque se metió en un apuro en Waterloo ypermitió que lo sorprendiesen. Atribuye en gran medida elmérito en la consecución del éxito de aquella jornada a lordAnglesey, quien, según él, apenas recibe mención alguna en losdespachos del duque, y cuando la recibe es dentro de los másfríos términos.16

El duque de York murió el día 5 de enero de 1827 y el rey, amenudo convencido de que había tomado parte en el asalto contraSalamanca disfrazado como el general de división von Bock,mantuvo brevemente la esperanza de nombrarse a sí mismo capitángeneral de los ejércitos, pero lograron disuadirlo con amabilidad ycortesía. Wellington era la elección obvia, y aquel mismo mes loascendieron a capitán general del Ejército y, al mismo tiempo,mantuvo su puesto de máximo responsable del servicio deintendencia militar. «Sí, sí», le dijo a Croker:

Estoy en el puesto adecuado, un puesto que he alcanzadogracias a mi oficio. Soy un soldado, y ocupo mi puesto a lacabeza del Ejército al igual que el canciller, que es abogado,ocupa el suyo en el woolsack* Cada uno de nosotros tiene unoficio, y está en la situación adecuada cuando lo desempeña.17

Liverpool ya se encontraba gravemente enfermo, sufrió unataque severo el día 17 de febrero y no pudo continuar por mástiempo desarrollando la función de primer ministro. Wellington,

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fuese capitán general del ejército o no, era uno de los mayorescandidatos para el cargo. Ambos, Canning y Wellington, recibieronuna convocatoria del monarca y, en el punto culminante de lareunión, el rey envió al duque a dar un paseo con la chismosaprincesa Lieven. A su regreso, Canning le preguntó si estabapreparado para servir en la nueva administración y asegurar laestabilidad. El duque preguntó quién sería el primer ministro, yCanning respondió con un helado sarcasmo:

Creo que, generalmente, se deduce que el rey suele confiarla formación de una administración de gobierno al individuoque Su Graciosa Majestad tiene intención de colocar a lacabeza de la misma, y no se me ocurriría […] añadir que, en lasituación actual, Su Graciosa Majestad no intente separarsedel protocolo que marca el proceso habitual en talesocasiones.18

El enfurecido duque dimitió como capitán general y comogeneral en jefe de intendencia. Que renunciase a este último cargoera algo natural, casi previsible, pero rechazar el primero no lo eraen absoluto. Los caricaturistas de la prensa, una vez descubierto eldespecho, mostraban a Wellington como a un Aquiles enfurruñadoen Apsley House; «el gran capitán en el banco del arrepentimiento».Tenían su punto de razón en ello, pues el duque jamás se habíaenojado de ese modo tras sufrir un rechazo. De todos modos,aunque Canning se las arregló para formar un equipo de gobiernoincluyendo algunos whigs (los socios cercanos a Wellington,comandados por su teniente Robert Peel no servirían), nadie creyóque su gobierno se sostendría. Y, ciertamente, el gobierno cayó del

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modo más inesperado. Canning había contraído fiebre reumáticadurante el funeral del duque de York, celebrado en la gélida capillade San Jorge en Windsor, y murió aquel verano. Un tory del alamoderada llegó a primer ministro; Frederick Robinson,recientemente nombrado vizconde de Goderich. Este político habíafracasado al tratar de cubrirse de gloria durante el mandato deCanning, y no fue capaz de dirigir la reforma de las Leyes del Maízen la Cámara de los Lores ante la oposición de la facción másconservadora. La temporada que Goderich desempeñó el cargo sevio oscurecida por la muerte de su joven hija. Su administración, ungrupo de carácter moderado con el competente WilliamHuskinsson como dirigente en la Cámara de los Comunes, merecióun destino mejor que el que obtuvo.

Wellington aceptó el cargo de capitán general de los ejércitoscuando el rey se lo ofreció a la muerte de Canning. El duquesiempre negó que fuese el jefe de ningún partido y declaraba, comosiempre hacía, que «respaldaría al gobierno, cualquiera que fuesensus resoluciones, siempre que estuviesen diseñadas para fomentar elhonor o los intereses de la nación». Sea como fuese, Gleig estabaen lo cierto al calificarlo como «la cabeza visible de un gran partidopolítico» pues era el héroe de la rama más conservadora de loslories y pasaba el receso estival en los bastiones del norterealizando visitas que, «para lo que a vista de otros parecerían deíntima amistad, él convertía en manifestaciones políticas».19Respecto al trato hacia Wellington, el ambiente era desigual segúnlas ocasiones. Los caballeros que cenaban con él prestabanatención a todas sus palabras, y las damas, «tal como

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acostumbraban», lo llenaban de halagos en cuanto teníanoportunidad. Pero en círculos más humildes no era tan bienvenido.El pueblo salía a recibirlo, pero sus vítores eran fríos. Se habíaconvertido en un político de partido, y parecía abogar porsoluciones que la gente humilde rechazaba.

El gobierno atravesaba por una situación apurada y entoncesel almirante sir Edward Codrington, en plena campaña para liberarGrecia e interpretando libremente las órdenes de aplicar «unacordial demostración de fuerza» ante los turcos, hundió toda unaflota turca en la bahía de Navarino el día 20 de octubre de 1827.Los whigs y los radicales estaban entusiasmados, y los amigos queWellington tenía en el partido tory, contrariados. La figura deGoderich se tambaleó hasta que el día 8 de enero de 1828 dimitió,enjugándose las lágrimas con un pañuelo que le había prestado elrey. A la mañana siguiente, Wellington se estaba vistiendo enAspley House cuando recibió una carta del ministro de Economía yHacienda seguida de cerca por el propio lord Lyndhurst [el ministrode Hacienda], quien le rogó que lo acompañase a Windsor. Elduque se encontró al monarca sentado en la cama, ataviado con unturbante y una chaqueta de seda bastante sucia. «Arthur -informó elsoberano-, el gabinete ha fenecido.» Wellington recibió la invitaciónde formar un nuevo gobierno donde, y eso quedó bien claro, laemancipación de los católicos no formaría parte del programa. Elduque pidió tiempo para consultarlo con sus amistades, y también lepreguntó al rey si él tenía que hacer alguna objeción en particular. Elsoberano le comentó que solamente lord Grey, el jefe del partidowhig, no sería de su agrado. Entonces partió inmediatamente y le

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preguntó a Peel. Éste le aconsejo que aceptase, no sin advertirleque el asunto de la emancipación católica iba a ser fuente deproblemas, así como los irreconciliables partidarios de Canning.

Cuando llegó a su residencia oficial, el n° 10 de DowningStreet, a lomos de su caballo Copenhague, el corcel de batalla quehabía utilizado en Waterloo, Wellington tenía intención de plantearun plan político. El rey le había asegurado que no sentiría aversiónhacia un gobierno fuerte, y era eso justamente lo que él trataría delograr. Pero pronto se vería enfangado en el barrizal del mundo delas influencias. Robert Peel iba a ser el jefe de la Cámara de losComunes, aunque a Wellington le había costado digerir que aquellaespecie de gélido colega le hubiese sugerido que debía renunciar alpuesto de capitán general del Ejército. El duque lo hizo, abandonóel cargo no sin renuencias, y aconsejó al rey que nombrase aRowland Hill en su lugar. Pero Hill era tan joven que se preparó unbreve plan de contingencia que simplemente lo nombraba «generaldel Estado Mayor, con funciones de capitán general». CharlesArbuthnot, esposo de la devota Harriet, no recibió el ofrecimientode ningún cargo en el ministerio y, por un tiempo, pareció que noestaba dispuesto a desempeñar ninguna función, pero con el tiempose recuperó y accedió a colaborar. No hubo despachos ni paraRichard ni para William, lo cual proporcionó a la prensa unauténtico festín. Wellington había recibido críticas anteriormente porconseguirle un título nobiliario a Henry cuando Goderich era primerministro, y estaba claro que en todo lo que se refería a la influenciaque ejerciese sobre sus familiares (fuese nepotismo o no) éstasiempre iba a parecer mal a los ojos de la prensa. Wellington tenía

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muy mala opinión de los periodistas: «¿Qué podemos hacer con esaclase de tipejos? No tenemos ninguna autoridad sobre ellos, Dios.Por mi parte no pienso mantener ningún tipo de relación con ellos».Croker fue a visitarlo, y se lo encontró en el suelo, a la altura de susrodillas, entre carteras ministeriales y bolsas de correspondencia.«Hay asuntos de Estado que no tengo tiempo de atender -le dijo-,pues todo él lo empleo en calmar eso que los caballeros llaman sussentimientos.»

Wellington ofreció su primera cena al gabinete ministerial enApsley House el día 22 de enero de 1828. Todo el mundo semostraba escrupulosamente amable, con esa cortesía que, tal comoseñaló lord Ellenborough, muestran las personas cuando acaban delibrar un duelo. El duque nunca se halló cómodo con loslugartenientes y Peel, a pesar de sus muchas virtudes, carecía de laférrea determinación de Wellington. Sin embargo, durante losmeses siguientes, dicha tenacidad se manifestó muy claramente ennumerosas ocasiones. Por ejemplo, cuando los funcionarios delTesoro le dijeron que era imposible efectuar un cambio en elsistema de cuentas, Peel les contestó: «No importa, si ustedes nopueden hacerlo, enviaré a media docena de sargentos pagadoresque sin duda podrán». Mostró la misma brusquedad militar hacialos asuntos de cohesión en el partido, y no tuvo tiempo para losindecisos. «¿Qué significa la palabra partido si algunos no siguen alos dirigentes? -protestó, olvidando quizá las objeciones personalesque alimentaba respecto a la auténtica concepción de un partido-.¡Maldita sea, dejad que se larguen!» Las discusiones bizantinas leparecían intolerables. «Un hombre quiere una cosa u otra», decía.

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Están de acuerdo con lo que les digo por la mañana yluego, por la tarde, empiezan con alguna filigrana quetrastorna todo el plan. Yo no acostumbraba a eso en mijuventud. Solía hacerlas cosas de modo muy distinto:presentaba mi plan a los oficiales y éstos lo llevaban a cabo sinañadir palabra.22

Les costó mucho esfuerzo. En marzo el gobierno estuvo apunto de escindirse a causa de las Leyes del Maíz. Huskisson, elministro de los Territorios de Ultramar, estuvo a punto de dimitirdespués de que se adoptase una medida que favorecería a unospocos, cuando en los últimos cuatro años las cosechas habían sidoescasas. Entonces Wellington peleó con Huskisson por la aboliciónde dos de los más corruptos municipios (tanto que apestaban hastaen el mismo gabinete ministerial): los de Penrhyn y East Retford.Con el tiempo, el gabinete admitió que los miembros de Penrhyn setrasladasen a Birmingham, y East Retford fuese absorbido porBassetlaw. Cuando la Cámara de los Lores bloqueó la mocióncontra Penrhyn, Huskisson votó contra el gobierno por la absorciónde East Retford. El día 20 de marzo, por la mañana temprano, pusosu cargo a disposición de Wellington y, aunque todos sabían que setrataba de un gesto simbólico, éste no perdió un segundo enaceptar su dimisión. Cuando algunos de los asociados deHuskisson, partidarios de Canning, trataron de intervenir enviandoun emisario para explicar que todo había sido un error, el duquedeclaró: «No hay ningún error, no hubo ningún error y no habráningún error». Y, dicho eso, salió a dar un paseo por BirdcageWalk por si a Huskisson se le ocurría pasar a visitarlo.

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La administración del duque se debilitó por la ausencia deHuskisson, pues los partidarios de Canning se sintieron obligados aseguirlo. Wellington nombró a Vesey Fitzgerald, miembro delParlamento por Clare, para que reemplazase a Charles Grant en laCámara de Comercio. Por entonces, los ministros habían depresentarse a una reelección antes de asumir el cargo, y Wellingtoncontaba con la popularidad personal de Fitzgerald, pues era unterrateniente honrado y un protestante progresista que estaba afavor de ayudar a la causa católica. Pero a Fitzgerald se le opusoDaniel O'Connell, fundador de la Asociación Católica. AunqueO'Connell no podría sentarse en el Parlamento aunque fueseelegido, era católico, y a la vez no había manera de evitar que sepresentase a las elecciones. Como era de esperar, O'Connell fueelegido y el alboroto subsiguiente terminó por convencer aWellington de que: «No se puede permitir que las cosas continúenen este estado». La emancipación católica era la única respuesta,pero tendría que desplegar mucho tacto con el rey. El duque leadvirtió de que se estaba tramando una rebelión en Irlanda, yobtuvo autorización para «tomar en consideración todo ese asuntode Irlanda [.-.]»• Aquel verano de 1828, lo persuadieron para quefuese a tomar las aguas del balneario de Cheltenham, pues latensión del despacho ya se estaba haciendo evidente en él. Peel leavisó de que el rey, bastante enardecido ya por la destitución de suhermano como almirante supremo de la Armada tras una discusióncon Wellington, se estaba volviendo un protestante más radical.

Wellington tuvo casi tantos problemas para reunir a suscolaboradores por la emancipación católica como los tuvo para

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organizar las líneas de Torres Vedras. Convencieron a Peel paraque permaneciese en el gabinete y al final hicieron entrar en razón alrey después de largas conversaciones, que a menudo eran purosmonólogos. «He tomado la determinación de no interrumpirlo y,cuando está así -explicó el duque-, intentando desembarazarse deun asunto como si de alguna tarea desagradable se tratase, dejoque hable. Entonces, suavemente, es cuando coloco ante él elargumento en cuestión para que no pueda zafarse.»23 Wellington locomparaba a menudo con el desarrollo de una batalla, porque elrey se le oponía vendiendo caro cada palmo de terreno. El día 5 demarzo de 1829 Charles Greville, escribiente del comité asesor delmonarca (un grupo compuesto exclusivamente por personajes dereconocido prestigio), informó: «Nada podría exceder alconsternado ambiente que prevaleció ayer a causa del asunto de loscatólicos». En la última audiencia, Wellington recibió el apoyo dePeel y Lyndhurst, pero el rey, firmemente respaldado por copas debrandy con agua, salió adelante con gran esfuerzo; era el día deljuramento de su coronación, y debía consultar con los obispos. Lostres políticos pusieron sus cargos a disposición del monarca ypartieron hacia Londres. Allí descubrieron que el rey les habíaenviado una misiva en la que cedía ante sus argumentos y, además,añadía una agónica posdata: «Sólo Dios sabe lo doloroso que meresulta escribir estas palabras. G. R». Obtener la aprobación realpara la emancipación católica era una cosa, aunque fuese aregañadientes, pero conseguir que se adoptase la medidacorrespondiente en el Parlamento era harina de otro costal. Lascaricaturas políticas de la época, en las que muy a menudo aparecía

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el duque, manifiestan la fuerza que poseía el debate; en una de ellasdibujaron a Wellington asociado con el demonio. Entre los másfirmes oponentes a la autonomía católica estaba George Finch-Hatton, noveno conde de Winchilsea y cuarto de Nottingham, quienhablaba en la Cámara de los Lores «como si estuviese gritando enla cima del monte Pendennen en un día ventoso» y tuvo a bienenfatizar sus opiniones (como si le hiciese falta enfatizarlas más)agitando un largo pañuelo de color blanco. Acusó a Wellington decrear «una insidiosa estrategia para quebrantar nuestras libertades eintroducir el papismo en cada uno de los ministerios del Estado». Esobvio que el discurso era, literalmente, un combate dialéctico.Wellington rechazaba la práctica de los duelos, sin embargo sintióque disipar la «atmósfera de calumnia» imperante podría ayudar asu causa y, de acuerdo con tal razonamiento, reclamó al conde «esasatisfacción […] que un caballero tiene el derecho de exigir y queotro caballero no puede negarse a dar». Sir Henry Hardinge, elmanco ministro de Defensa, fue su padrino, y Wellington pidió aldoctor John Hume que el día 21 de marzo de 1829, a las ochomenos cuarto de la mañana, llevase un maletín con pistolas a sudomicilio para un encuentro entre «personas influyentes y concategoría».

Cuando Hume llegó a Battersea Fields, se sorprendió al ver aWellington salirle al encuentro a caballo. El duque, sin ganas deperder el tiempo, pidió a Hardinge que se espabilara y midiese elcampo de duelo. Hardinge contó doce pasos y señaló el puntodonde habría de colocarse Winchilsea. «Maldita sea -apostillóWellington-, no hagáis que se coloque tan próximo a la zanja. Si le

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acierto un disparo caerá en ella.» Hume cargó ambas pistolas, puesHardinge no podía hacerlo con su mano ortopédica. Mientras tanto,lord Falmouth, el padrino de Winchilsea, tiritaba de inquietud y defrío. Ambos duelistas se colocaron en sus posiciones y Hardingedio la orden de disparo. Wellington, un pésimo tirador con pistola,había tratado de apuntar a las piernas de Winchilsea pero al ver quesu oponente mantenía el arma fija en su costado, disparódeliberadamente desviado. Winchilsea, por su parte, disparó al airey su padrino leyó la nota escrita en papel. «No me satisface -dijo elduque-, no se disculpa.» Se añadió la palabra mágica y Wellingtonhizo una fría reverencia, se llevó la mano al ala de su sombrero, sedespidió deseando «que tengan muy buenos días, señores míos» yse alejó a caballo. Wellington dijo a Gleig que él no había peleadoporque fuese «una disputa personal», sino porque ésta procedía de«una importante cuestión de Estado».26

Pero todavía quedaba un asunto importante por resolver.Batirse en duelo no era sino un intento de asesinato y el hecho deque el primer ministro transgrediese la ley de ese modo causó unagran preocupación. El escritor Jeremy Bentham se aventuró aescribir una epístola encabezada con la fórmula «desacertadoseñor», la respuesta fue rápida y enérgica: «Enhorabuena, el duqueha recibido su misiva». Charles Greville fue más ecuánime. Grevillepensaba que «todo culpaba a lord W.» y que «el discurso deintención por parte del duque era encomiable, carente de cualquiersíntoma de arrogancia y de tono prepotente», pero que «el duqueno debería haberlo retado a duelo, pues se encuentra en unaposición demasiado elevada y […] debería haberlo tratado a él y a

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su discurso con el desdén que se merecen». De todos modos, elchoque causó el efecto deseado sobre la opinión pública; la masaque una semana antes abucheaba a Wellington, entonces lo vitoreó.Él encaró la nueva situación, el ser aclamado, con tan pocapreocupación como la anterior, cuando lo abucheaban.

Peel elevó la propuesta de emancipación a la Cámara de losComunes el día 5 de marzo de 1829 con una alocución de cuatrohoras de duración que, según sus propias palabras, fue la mejor quehabía pronunciado jamás; «propia de un estadista: muy hábil, francay lúcida».28 El duque no siempre actuó en el Parlamento como unorador demasiado fiable, en algunas ocasiones se mostrabavacilante y otras, en cambio, decía más de lo que sus colegashubiesen deseado escuchar. Pero cuando abrió en la Cámara de losLores la segunda ronda de discusión sobre la propuesta deemancipación, actuó con gran confianza y sinceridad. Pronunció suintervención pausadamente, con vigor, sin consultar notas y con losbrazos cruzados. Creía que Irlanda se encontraba al borde de laguerra civil, y apeló a aquellos nobles que buscaban aplastar a laAsociación Católica mediante el uso de las armas:

Pero, señorías, aunque tuviese la certeza de que usar lafuerza implicase paliar la situación, siempre consideraría mideber evitar el empleo de tales métodos. Yo pertenezco a esegrupo de hombres que han pasado una buena parte de su vidaenvueltos en asuntos bélicos, más tiempo que la mayoría de sussemejantes, y principalmente en guerras civiles. Por eso debodecir esto: si hubiese podido evitar aunque sólo fuese un mesde guerra civil en los lugares donde estuve destinado mediante

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un sacrificio cualquiera por mi parte […] sacrificaría mi vidapor conseguirlo.29

Cuando llegó el momento de contar los votos, el resultado fuede ciento doce votos a favor de aprobar la propuesta, una mayoríamás numerosa de la que esperaban obtener. «Esta terrible derrotaprobablemente supondrá el punto y final a cualquier cosa que seasemeje a una oposición seria. A duras penas osarán contraatacar»,opinó Greville.30

La mayoría obtenida, inesperada, por otra parte, enfureció alrey, quien comenzó a clamar contra aquel ignominioso Parlamento ysus revolucionarios miembros. Aquello colmó la paciencia deWellington, que le dijo a la señora Arbuthnot que el soberano era«el peor de los hombres con los que se había encontrado a lo largode la vida, el más falso, poseedor además de un pésimo carácter yel único que no tiene una sola virtud que compense su condición».No obstante, al rey no le quedaría más remedio que conceder lasanción real a la propuesta en cuanto concluyese el tercer debate,preparado para celebrarse el día 10 de abril. Aquello fue un granlogro de parte del duque, el punto culminante de su carrera política.Obtuvo un gran éxito, pero también fue el origen de la división desu propio partido porque entre los lories que votaron contra él, seencontraban algunos de sus más viejos aliados. La autonomía de loscatólicos no representaba una solución a largo plazo frente alproblema de Irlanda, el cual quedaba enquistado por los problemastan profundamente arraigados que contenía, y la excesivadependencia de una sola cosecha de patatas que se pudrían con

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suma celeridad.La victoria al obtener la autonomía de los católicos elevó la

popularidad de Wellington a un nivel como no lo había disfrutadodesde Waterloo. Greville observó que el duque se limitaba arepartir órdenes a su gabinete, se dirigía al rey con un estilo quejamás antes había usado ningún primer ministro y lo trataba como aun igual. Los caricaturistas de la prensa siempre encontraban en suinconfundible perfil un blanco fácil. Por entonces crearon a Jarvey elCochero, «el paisano que acarrea al rey». Aun así el duque todavíase comportaba como una persona sencilla. Howell Gronow cuentacómo, probablemente en 1814, Wellington estaba a punto de subirlas escaleras que conducían al salón de baile del club Almack's, elde mayor fama y renombre. El duque vestía ropa de gala, peropantalones negros en vez de los bombachos hasta las rodillas conmedias de seda prescritos por «las hermosas damiselas quegobiernan el pequeño y chismoso mundo del baile». Cuando llegó ala puerta «el señor Willis, el portero del establecimiento, avanzó unpaso hacia él y le dijo: «Su Excelencia no puede entrar conpantalones, la casa no lo permite». Dicho esto, el duque, siemprerespetuoso con el reglamento, se marchó en silencio».32 En la cimade su popularidad, lograda tras el éxito en la campaña a favor de laautonomía católica, Wellington pasaba por Hyde Park subido en sucarruaje, camino al palacio de Buckingham, cuando el oficial deguardia apostado en las puertas del parque le dijo que el duque deCumberland, muy aficionado a las esperas, había dado órdenes deque no se permitiese el paso de carruajes por el parque. Wellingtonera mariscal de campo, amén de primer ministro del gobierno, y a

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pesar de que el oficial le dijese que estaba completamente segurode que la orden no se hacía extensiva a él (una actitud bastantecomprensible), el duque le indicó que se limitase a obedecer lasórdenes, simplemente, y le encargó al cochero que diese un rodeo ylo llevase por otro lugar. Greville señaló que mientras Wellingtonafirmaba que todo había sido un error, «el duque de Cumberland yel de Wellington no se dirigían la palabra y cuando se encontrabanen alguna reunión social, algo que sucedía muy a menudo, elprimero se marchaba».33

Wellington cosechó más éxitos mientras desempeñaba elcargo de primer ministro. Uno de los más notables fue durante elverano de 1829, cuando creó el Cuerpo de Policía Metropolitana.Pero de todos modos, la mayoría de los políticos opinaba que suadministración no duraría mucho sin el apoyo de los partidarios deCanning, perdido tras la dimisión de Huskisson, y el de losultraconservadores, quienes se oponían a la ley de autonomía. Enrealidad, de no haber sido por la proverbial buena estrella deWellington, que mantuvo a la oposición desorganizada, muy prontopodría haberse visto envuelto en graves problemas. Las cosas nomarchaban bien en Stratfield Saye, los asistentes a las fiestasdomésticas eran para él unos completos desconocidos e inclusoDouro (ya tenía veintitrés años y poseía un carácterextraordinariamente enamoradizo) advirtió a su madre: «Tuvestimenta no concuerda con el mundo en que se desenvuelve laclase social a la que perteneces». El rey nombró a Wellington lordGuardián de los Cinco Puertos aquel verano, y el duque encontróun refugio en ello. Su nuevo cargo era un oficio «de gran influencia y

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poder, pero no remunerado». El puesto, eso sí, incluía unaresidencia oficial: el castillo de Walmer, situado a medio caminoentre Dover y Deal. Esta fortaleza constituía una de las defensascosteras levantadas por Enrique VIII en la década de 1540, cuentacon torres grandes, bajas y redondeadas para albergar lo que en laépoca se dio por llamar la moderna artillería. Walmer era unaestancia agradable, con muchas habitaciones de paredes elípticasdonde se respiraba el vigorizante aire marino. El duque amabaaquel lugar, y fue precisamente allí donde «encontró suficientetiempo para permitirse desarrollar el cariño que durante toda suvida sintió por los niños, uno de sus mayores encantos».35 Unchico que tuvo que abandonar a su mascota cuando lo enviaron alcolegio, recibía informes periódicos redactados por el duque dondele informaba del bienestar de su animal. Un niño quería jugar en eljardín, y Wellington lo recibió con benevolencia diciéndole: «Eresun muchachuelo muy simpático, cuando seas lo bastante mayor teproporcionaré un puesto en la Guardia Real». «Pero ez que yo zoyuna niña, zeñor'uque», contestó la muchacha.'

Durante aquel otoño escribió con tristeza respondiendo a«quejas que llegaban de todas partes». La caída de los precios enlos productos agrícolas desde la batalla de Waterloo creó unadepresión en el campo que se acentuaba con el tiempo, y buenaparte de la floreciente población de las ciudades (muchas, comoManchester, Bradford y Birmingham, aún no tenían representaciónparlamentaria) sobrevivía en las más penosas condiciones. Tambiénllevó a debate la cuestión de la reforma militar. En abril de 1829escribió un extenso informe acerca de sus profundos principios y

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puntos de vista con relación a la disciplina. En él argumentaba queel ejército británico, al revés que los ejércitos continentales creadosa partir de la conscripción (el servicio militar obligatorio) era:

Una vulgaridad en Inglaterra […] por el que sientenantipatía sus propios paisanos y particularmente entre lasclases acomodadas, quienes nunca permitirían que uno de lossuyos sirviera en él. Incluso entre los estratos más humildes seconsumarán esfuerzos para sacar fondos y comprar la licenciade un familiar que pueda ser alistado […].37

Wellington estaba convencido de que para ello se requeríanoficiales que fuesen unos caballeros y ejercieran su liderazgo convalentía y generosidad, respaldados por suboficiales profesionales,para que se pudiera afrontar sin vacilación alguna «elestablecimiento de la disciplina tal como debe ser». Declaróresueltamente contra la Comisión Real de Castigos Militares, y susargumentos se basaron en acusar a las bebidas alcohólicas de ser,infaliblemente, «la causa última de todos los crímenes cometidos enel ejército británico» y afirmó que estaba «fuera de toda duda» quepodría haber mantenido la disciplina en las tropas que combatíanbajo sus órdenes sin tener que recurrir al látigo. A pesar de que laflagelación dividía las opiniones tanto en el Ejército como en el senode la sociedad civil, los argumentos del duque tocaron una fibrasensible que llegó incluso a los soldados rasos. John SpencerCooper, por ejemplo, estaba de acuerdo con él.

Se afirma con demasiada frecuencia que el duque deWellington es un hombre severo. En respuesta a talmanifestación, debo decir que él no podría haber actuado de

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otro modo. Su ejército estaba compuesto por miembros de losestratos más bajos de la sociedad. Muchos de ellos, por nodecir la inmensa mayoría, eran unos ignorantes, unosharaganes y unos borrachos.39

El gabinete gubernamental del duque siguió dando guerrahasta 1830, a pesar de que él estuviese cansado de encabezarla, yle dijese a Harriet Arbuthnot que estaba considerando seriamente laopción de transferirle el poder a Robert Peel, quien prontoheredaría el título de baronet que ostentaba su padre y sepresentaría como sir Robert. El rey estaba degenerándose a ojosvistas y no hacía absolutamente nada por preservar su salud, a noser consumir ingentes cantidades de alimentos y beber láudano poruna dolencia de vejiga. El monarca falleció el 26 de junio yWellington, uno de sus albaceas testamentarios, se vio involucradoen el delicado asunto de aclarar el último, secreto e ilegal (aunqueválido dentro del derecho canónico) matrimonio del monarca conMaría Fitzherbert, cuyo retrato (enmarcado en una medalla) llevabael rey colgado del cuello, bajo la camisa de noche con la que habíapedido que se le enterrase. La recatada señora Fitzherbert recibióuna paga anual de seis mil libras esterlinas. Menos sencillo fue tratarcon el escándalo que suscitó cuando se hizo pública la sospecha deque el capitán Thomas Garth, oficial licenciado con media pensión,hijo ilegítimo de la princesa Sofía (la hermana del duque deCumberland), había sido engendrado por el propio duque deCumberland. Wellington conjuró el intento de chantaje de Garth:Garth desapareció en Francia, y sus papeles con él. Hoy sabemoscon seguridad que fue un secretario privado del rey, no el duque de

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Cumberland, el causante de las desdichas de la princesa.Charles Greville informó en primera instancia de que «el nuevo

monarca ha comenzado su reinado con buen pie», aunque prontose demostraría que Guillermo IV lo haría bastante mal. El monarcahabía ejercido profesionalmente como oficial de la marina, y sumordaz estilo de control pronto causó gran desazón en el gabinete.

Les gritó a los almirantes y generales presentes en el funeral desu hermano que inclinasen la cabeza ante el paso de la comitivafúnebre, y durante la rúbrica de su primer pronunciamiento oficialbramó: «Vaya porquería de pluma que me habéis dado».4 El nuevorey ratificó al gabinete de Wellington pero con la llegada de unnuevo monarca debían celebrarse elecciones generales. Laoposición aprovechó la oportunidad para realizar reformasparlamentarias, e hizo de ello su objetivo prioritario. Estaban casi apunto de entregar sus votos cuando llegaron noticias de unarevolución en París. Carlos X, hijo del rey Luis, la «herida abierta»de Wellington, había sido derrocado por la plebe y en su lugarcolocaron al duque de Orleáns, el mismo hombre al que Wellingtonhabía considerado sucintamente (en 1815, durante el reinado de losCien Días) como la mejor alternativa entre los posibles aspirantes altrono. En Gran Bretaña, los radicales proclamaban que si losfranceses podían tener la clase de Parlamento que más lesagradaba, también debería tenerlo el pueblo británico. Al final loslories ganaron las elecciones, aunque con un feo trasfondo demaquinaria rota en las ciudades y almiares incendiados en zonasrurales que se encontraban al borde de la depresión económica.

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En septiembre, Wellington se trasladó a Manchester parainaugurar la línea férrea Liverpool-Manchester y, sin duda, tambiénpara evaluar el ambiente en la industrializada zona norte y reforzarlos recursos de su partido antes de que comenzase la siguientesesión parlamentaria, programada para el ya cercano mes denoviembre. El duque disfrutó de su primer viaje en tren, tal comoesperaba. Cerca de Liverpool, cuando la locomotora se detuvo arepostar agua, le presentaron a Huskisson, su antiguo rival político ypor entonces miembro del Parlamento local. Apenas se habíanestrechado la mano cuando una locomotora (Roquet, de GeorgeStephenson) se aproximó por la otra vía. Huskisson trató deapartarse de la vía, pero era un hombre «lento y pesado» y lalocomotora lo arrolló. El golpe lo derribó y una rueda le pasó porencima de las piernas. Aunque los allí presentes se apresuraron atrasladarlo a una casa cercana, ya no había esperanza para él.Greville opinaba que «sufrió la muerte como un gran hombre,sufriendo tormentos sin cuento, pero siempre resignado, sereno,sosegado…». El desgraciado accidente originó una situaciónhorrorosa, con Huskisson «mortalmente destrozado, ante su esposay a los pies (literalmente) de su gran adversario político [,…]».41Wellington estaba muy disgustado, y sólo lo convencieron para queprosiguiese con el viaje cuando le dijeron que el populacho podríavolverse peligroso si no aparecía. Era obvio que la muerte deHuskisson tendría un profundo efecto en la política, pues ellodejaba a sus antiguos partidarios «en libertad para elegir entre laoposición o el gobierno».

Wellington hizo cuanto estuvo en su mano para organizar a sus

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partidarios en vista a una nueva sesión parlamentaria, pero no tardóen convencerse de que si incluía whigs y partidarios de Canningentre los suyos perdería el apoyo de los ultraconservadores, yviceversa. «Supe inmediatamente que era un asunto de narices -ledijo después a lady Salisbury-, pues cuantas más obtuviese de unbando, más perdería del otro.» Él mismo estaba convencido de quela reforma era innecesaria y a la par «dañina para […] la sociedad[…]». Nunca había sido un militar partidario de organizar cargas ala desesperada, pero lanzó una cuando comenzó la nueva sesión. Eldirigente de la oposición, lord Grey, habló con gentileza ymoderación, afirmando que no estaba entusiasmado con un nuevoproyecto de reforma en particular. Wellington, en su turno deréplica, comenzó su discurso con generosidad. Pero entonces lasriendas se le fueron de las manos, y se desbocó:

Bajo las presentes circunstancias no estoy preparado paraafrontar ninguna medida como las descritas por su nobleseñoría. Y no solamente no estoy preparado, sino que piensoaclarar de una vez por todas que […] siempre consideraréparte de mi deber el oponer resistencia a tales medidas cuandosean propuestas por otros. '

Tomó asiento en medio del silencio y la estupefacción. Casi deinmediato susurrando entre dientes le preguntó a Aberdeen, suministro de Asuntos Exteriores: «No he hablado demasiado¿verdad?». El discurso colocaba a su partido en contra de cualquiertipo de reforma, aturdía al Parlamento y a la nación entera. Enbreve se encontró con que recibía amenazas de muerte de parte del

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capitán Swing, el espectral jefe de los siempre problemáticosbraceros agrícolas. Los bienintencionados le advertíancontinuamente de que su vida corría un grave riesgo.

El día 15 de noviembre una moción gubernamental de carácterrelativamente poco importante fue rechazada en la Cámara de losComunes. Aquella noche Wellington, que daba una gran cena enhonor del príncipe de Orange en su casa de Apsley House, bajó alpiso inferior para recibir a Peel junto a otros dos ministros, y éstosle dijeron que debía presentar su dimisión. A la mañana siguiente, elgabinete en pleno se presentó en el palacio de San Jacobo. El reyles concedió audiencia «con gran amabilidad y deshecho enlágrimas, pero aceptó las dimisiones sin ninguna reconvención».

El duque estaba fuera de los despachos, pero en modo algunose encontraba sin empleo. Era lord lieutenant de Hampshire,donde el capitán Swing se empleaba a fondo en su impetuosafunción, y decidió: «Salir de viaje a mi condado para hacer todo loque esté en mi mano con el fin de restaurar la paz y el orden»,añadiendo: «En el Parlamento aprobaré algo si puedo, y si no meopondré; pero jamás consentiré en ser el jefe de una facción».También volvió su mirada hacia la Torre de Londres, lugar dondehabía sido nombrado jefe de policía en 1826, ordenó que selimpiase el pestilente foso de aguas fecales y envió un sencillomensaje al médico de la Torre: cumpla con su trabajo o dimita. Yno sólo eso, sino que también estableció el sistema de recluta de losalabarderos de la Casa Real; éstos habrían de ser alistados de entrelas filas de los antiguos suboficiales, «una clase de hombres muyrespetable», que con tanta justicia merecían el puesto. Por otra

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parte, habría de enfrentarse a la indeleble estela de otro escándalofamiliar. Su sobrino William, expulsado de su puesto de edecándurante la guerra de la península Ibérica, se llamaba entonces(después de casarse con una heredera) William LongWellesley. Elnoble, después de despilfarrar la fortuna de su esposa, se habíaesfumado con la señora Helen Bligh, quien le dio un hijo. Laimpresión de la noticia mató a la legítima esposa de William. Elduque pasó a ser el tutor de los hijos de William, pero todavía hubomás problemas; Elizabeth Longford los describió como «patéticoscomentarios acerca del destino de una familia carente de afecto quese dirigía directamente a la autoextinción».

A lo largo de todo el ancho mundo, lo que más molestaba alduque era estar en la oposición. El día 1 de marzo de 1831 lordJohn Russell hizo acto de presencia en la Cámara de los Comunes ypresentó el Proyecto de Ley de Reforma. Entonces fue cuando sedespejaron todas sus dudas, ya podía ver claramente a su enemigo.Wellington declaró que «la caída de la Constitución se datará en elperíodo de adopción de esa ley». De todas formas, como elproyecto fue aprobado en la Cámara de los Comunes por lamayoría mínima (un solo voto) y su destino se auguraba incierto enlas comisiones parlamentarias, lord Grey instó al monarca para quedisolviese el Parlamento y evitar así que el proyecto fueserechazado. Al principio, el rey Guillermo IV declinó hacerlo perocuando el día 22 de abril supo que un noble del partidoconservador había presentado una propuesta según la cual elParlamento no podría ser disuelto, se dirigió a Westminster, no sinantes dar un pequeño rodeo y pasar a recoger su corona y la ropa

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de ceremonias que tenía en la Torre (los estaba utilizando el pintorencargado de hacerle un retrato), y disolvió el Parlamento encuanto llegó.

Wellington no se encontraba en la Cámara de los Lores paraser testigo de algo que se podría definir como reyerta y que estabaa punto de estallar (lord Mansfield gritaba improperios y lordLondonderry blandía una fusta ante lord Richmond) cuando llegó elmonarca. El duque no asistió a aquella sesión porque Kitty estabaagonizando. Wellington quería estar junto a su lecho, sentía como silos pilares de la Tierra, tal como él entendía el mundo, setambaleasen en torno a él. No podemos afirmar si su últimadolencia fue el cólera o cáncer, pero lo importante es que suevolución logró unir al marido y a la esposa. Kitty, pálida y muydébil, yacía en su lecho rodeada de los trofeos conquistados por lagloria del duque, y todavía se regocijaba con los logros de suhéroe. Estaban juntos, cogidos de la mano, y en cierto momentoKitty deslizó un dedo hacia arriba, bajo la manga, para comprobarsi él todavía llevaba el amuleto que ella le había regalado. «Loencontró -le dijo Wellington a un amigo-. Y lo hubiese encontradoen cualquier ocasión durante los últimos veinte años, si se hubiesepreocupado en buscarlo.» «Cuan extraño resulta que dos personaspuedan vivir juntas durante la mitad de sus vidas», musitó el duque,«y llegar a entenderse sólo cuando esta toca a su fin.»

La noticia de la disolución suscitó que una exultante chusmaatacó el hogar del duque y apedreó las ventanas (sin «importarles lomás mínimo que la pobre duquesa yaciese muerta en la casa»).Sólo cejaron en su empeño cuando un siervo efectuó varios

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disparos de trabuco por encima de sus cabezas. El suceso, porsupuesto, contribuyó a enraizar mucho más el desagrado que sentíaWellington hacia las muchedumbres. «Las masas actúan comodementes y poseen un odioso trasfondo.» Los reformistasobtuvieron una amplia victoria en las elecciones, pero Wellington nose dejó intimidar ni por la aplastante derrota en el Parlamento, nipor la hostilidad del público. Por entonces, incluso viajar a Walmerconstituía un riesgo. George Gleig, comportándose más como elalférez militar que fue en su día que como el caballero y reverendoprotestante que era, acompañó al duque en su viaje y le agradódescubrir que:

Un grupo compuesto por ocho expertos jinetes de Kent sedividió en dos partidas. Una de ellas se colocó casi a cienyardas por delante del carruaje, mientras que la otra cerrabala expedición. Los hombres estaban armados con pesadoslátigos de jauría, además de pistolas (armas portadas tambiénpor el duque y su siervo). Sin embargo, el enemigo no hizo actode presencia. El carruaje se introdujo por el viejo portón delcastillo y la escolta de voluntarios, una vez se aseguraron deque el duque se hallaba en lugar seguro, se dispersó sin llamarla atención.4

Si bien había perdido en la Cámara de los Comunes, todavíapodría obtener la mayoría en la de los Lores, quienes en octubrerechazaron por votación un nuevo proyecto. Pero, lejos de resolverla situación, sencillamente se exaltaron los ánimos aún más, y lasventanas de la casa del duque volvieron a ser apedreadas. En estaocasión, Wellington estaba en casa trabajando en su escritorio

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cuando una piedra pasó a escasos centímetros de su cabeza, yendoa estrellarse contra los cristales de la biblioteca colocada tras él.Habían estallado serios desmanes por doquier. La mitad del centrode la ciudad de Bristol estaba en llamas y murieron cientos depersonas cuando las tropas instauraron el orden. Wellington le dijoa FitzRoy Somerset, todavía en el servicio militar activo comosecretario de la Real Guardia Montada, que el problema residía enla debilidad de los dirigentes: «Recordad (y Bristol es un ejemplode ello) que es mejor un ejército de ratones dirigido por un león,que un ejército de leones comandado por un ratón». 9

Impertérrito tras las sucesivas derrotas anteriores, el día 12 dediciembre Russell presentó un tercer proyecto de Reforma en laCámara de los Comunes sólo para ver cómo los Lores votabanposponerla el día 14 de abril de 1832. Greville rechazaba laenconada resistencia del duque, pero cuando cenó con él en mayo,recordó:

Nunca lo he visto, ni he hablado con él, sin reprocharmeese tipo de hostilidad que siento hacia su conducta comopolítico, pues entre las virtudes del duque se encuentran unagran sencillez, la alegría, cortesía natural y también buenhumor; cualidades que son sorprendentemente cautivadoras enun hombre de su talla.50

El rey todavía se negaba a la creación masiva de nuevos títulosnobiliarios, lo cual podría haber roto la hegemonía de Wellington enla Cámara de los Lores; Grey y sus colegas, en consecuencia,dimitieron de sus cargos. El duque, preocupado como estaba deproteger al soberano de las concesiones de títulos al por mayor,

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trató de romper el impasse contra un telón de fondo que muchossentían como el preludio de una revolución inminente. Lasdiscusiones bizantinas desarrolladas en Apsley House revelaron queno podría contar con un número suficiente de miembros del grupoconservador que estuviesen dispuestos a unirse a él para crear unaadministración de Estado comprometida a abordar ciertas reformasde carácter moderado. El día 15 de mayo anunció al rey que nopodía formar gobierno. Lo único que podía hacer era retirar a lossuyos de la Cámara de los Lores. Grey retomó su cargo y elProyecto de Ley de Reforma se convirtió en Ley de Reforma el día7 de junio.

La Gran Ley de Reforma de 1832, vista hoy en día, nosparece conformar una serie de medidas muy moderadas. Despuésde ella, a los doscientos cuarenta y nueve electores de Buckinghamtodavía les correspondían tantos miembros del Parlamento como alos cuatro mil ciento setenta y dos de Leeds; y a Inglaterra, quecomponía solamente el cincuenta y cuatro por ciento de lapoblación británica, le correspondía el setenta y uno por ciento delos escaños de la cámara de los Comunes.51 Con todo, los whigsno se mostraron dispuestos a ir mucho más allá, y el principalímpetu de la reforma pasó de puntillas de los parlamentarios a losradicales. Se obviaron puntos como, por ejemplo, la demanda deque se incluyese entre los derechos civiles el sufragio universal, lavotación secreta, igualdad entre los distritos electorales, la aboliciónde la norma que obligaba a poseer títulos de propiedad para llegara ser miembro del Parlamento, el pago de los miembros de dichainstitución y la creación de legislaturas anuales.

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Llevó su tiempo que se le perdonase a Wellington el papel quedesarrolló en la oposición ante la Ley de 1832. El Día de Waterloode aquel año se encontró con una turba esperando por él cuandosalió de la Casa de la Moneda, donde había posado para el pintorPistrucci. Un juez especialista en faltas y asuntos civiles menores leofreció su apoyo, pero el duque le dijo: «No podéis hacer nada. Enlo único en lo que podríais ayudarme es en indicarme exactamentequé camino he de seguir para llegar a Lincoln's Inn, pues el mayorpeligro reside en perderme y tener que regresar a donde está lachusma». Partió por la calle Fenchurch acompañado por un mozode cuadra. La caterva intentó derribarlo de su montura, peroentonces aparecieron dos militares licenciados de Chelsea («elmejor de todos los instrumentos […]») y el duque les pidió quemarchasen cada uno a un lado de la montura, vigilando los flancossi hacía un alto. En Holborn se les unió un carro de carbón. «¿Quétal? -dijo el duque-. Señores, se acerca la artillería, andémonos concuidado.» Un caballero muy valiente llevó su tílburi hasta colocarloinmediatamente detrás de la comitiva para cubrir la retaguardia. Elduque estuvo encantado pues el caballero «no me miró ni una solavez, como si no me conociera». Ganó algo de tiempo al efectuaralgunos movimientos de distracción en Lincoln's Inn, y al alcanzarClubland contaba con más seguidores y ya cabalgaba firmementehacia Constitution Hill. La chusma se aglomeró frente al parquepara abuchearlo cuando entró en Apsley House, al son delrepiqueteo de los cascos de su montura. Las ventanas estabanreforzadas con verjas de hierro, para evitar los destrozos de loscascotes y adoquines. Por fin, se volvió hacia lord St. Germans,

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quien le había acompañado desde Whitehall, y se descubriódiciendo: «Ha escogido un extraño día. Buenos días».52

Y aun así, esclavo como era del cumplimiento del deber, nopodía desligarse de la vida pública y accedió a ser rector de launiversidad de Oxford. «Soy el duque de Wellington -le dijo aCroker- y bongré malgré, debo actuar como duque deWellington.» Pasó de visita a la Cámara de los Comunes, enfebrero de 1833 cuando se reunió el nuevo Parlamento, y declaró:«Nunca antes había visto tal espeluznante cantidad de haraganes entoda mi vida». Greville estuvo de acuerdo, por una vez, y murmuróacerca de las «pretensiones, la impertinencia y la autosuficiencia dealgunos de los nuevos miembros».5 El duque apoyó al gobierno deGrey porque lo veía como el último baluarte del sistema contra laanarquía, pero lo peor parecía haber pasado ya y Wellington teníalas ventanas de la casa preparadas para el banquete de celebracióndel Día de Waterloo de aquel año. Perdió a Harriet Arbunthnot enagosto. La carta que le informó de su muerte se le cayó de lasmanos, se derrumbó en el sofá y se sumergió en un paroxismo dedolor. Pero el deber lo mantuvo en pie una vez más. Preparó sucaballo y cabalgó hasta el hogar del viudo para darle el pésame,pues él también la había amado.

Pero con ello no se zanjaron sus asuntos carnales. Wellingtonera un hombre creyente, pero no ostentosamente religioso. Aquelaño conoció a una hermosa huérfana, Anna Maria Jenkins, quienestaba decidida a proporcionarle «un nuevo camino hacia larectitud». Cuando se encontraron hubo una innegable atracciónmutua entre ellos. La señorita Jenkins se sintió atraída por la

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«hermosa cabeza plateada» del duque, y éste, esperandoencontrarse a la típica solterona, se declaró de inmediatoexclamando: «¡Oh, cuánto os amo, cuánto os amo!». Esa no eraprecisamente la clase de conversión que trataba de encontrarle laseñorita Jenkins, pero en cuanto le preguntó si estaba preparadapara ser duquesa, ella contestó: «Sí, si es la voluntad de Dios». Larelación, siempre de lo más decoroso, prosiguió con citas y sealargó por correo. Se dio algún que otro arranque al más puroestilo Wellington, uno de ellos en 1844, cuando pensaba que loestaba presionando para conseguir más dinero y declaró:

Le prestaré toda la ayuda, razonable, claro, que puedarequerir de mí. Cuando me haga saber en términos claros yconcisos cuál es la suma que quiere.

Pero lo repito, nunca negociaré sobre cualquier otroasunto.55

Sin embargo, continuaron siendo amigos y, ocho añosdespués, cuando ella le pidió a su médico que le enviase al duque lacarta que tenía sobre su mesita de noche, el doctor le indicó que yano había duque que leyese la carta.

En el otoño de 1834 la Casa del Parlamento ardió hasta loscimientos y, como si ello fuese un augurio, el gobierno, dividido pordisensiones internas, también cayó. El rey Guillermo IV hizo llamara Wellington, quien estaba en Strafield Saye a punto de salir decaza (que no es poco para un hombre que ya contaba con sesentay cinco años a su espalda), y lo invitó a que formase una nuevaadministración. Pero esta vez Wellington había aprendido la leccióny sugirió que el rey quizá debería preguntarle a Peel. De todos

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modos, como sir Robert se encontraba en Italia («igual que él»,murmuró entre dientes el duque), asumió la responsabilidad deestablecer un equipo de gobierno y ocupar el cargo de primerministro hasta que regresase Peel. El gobierno no aguantó muchotiempo, pero contribuyó a la restauración de la autoridad del duque.Todavía era capaz de pronunciar buenos discursos, y el jovenDisraeli admitió que «hay algo rústico, una especie de toscasencillez montañesa en él; un matiz poco corriente, pintoresco, yademás notable». 6 En cuanto a llevar los asuntos políticos, WilliamGladstone opinaba que «el duque de Wellington parecía hombre depocas palabras, y nunca hablaba por hablar, sino cuando tenía queexpresar una idea, normalmente una premisa cargada de valor».57

El duque aún se mantenía ocupado. Ayudaba a JohnGurwood, un teniente coronel licenciado con media paga que habíaarrancado su capitanía en la brecha de Ciudad Rodrigo (habíatranscurrido toda una vida desde entonces), que elaboró la ediciónque tan útil me ha resultado. También hubo muchos pintores antelos que posar; por ejemplo, el retrato que realizó B. R. Haydon enel que plasma el aguileño perfil del militar mirando hacia el Túmulodel León, en Waterloo, el lugar que había «estropeado mi campode batalla». Y así, de alguna manera, tanto en la paz como en laguerra siempre se hallaba en el punto clave. Cuando falleció laseñora Fitzherbert, bajó al sótano con lord Albemarle para quemarla correspondencia de la dama. Se hizo tal fogata que sugirió haceruna pausa en la operación. «Creo, mi lord, que sería mejor que nosdetuviésemos durante un rato o, de otro modo, haremos que ardala chimenea de la anciana.»

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Apenas se habrían enfriado las cenizas en la rejilla de la

chimenea cuando falleció el rey Guillermo IV. Grevüle informó deque el monarca se hallaba «gravemente enfermo» a principios dejunio, y el día 18 el rey dijo: «Me gustaría vivir hasta ver ponerse elsol de Waterloo».59 El duque lo visitó aquel día y por la nocheasistió al banquete de celebración por orden expresa del soberano,pero su semblante reflejó una evidente amargura. El rey expiró eldía 20 y la joven reina Victoria interpretó su papel con tanta periciaque Wellington confesó a Grevüle que si hubiese sido su hija, nopodría haber deseado que se condujese mejor. Sin embargo, no fueadmitido con facilidad en el nuevo círculo real. Al presentarse en unbanquete celebrado en el mes de julio en el palacio de Buckingham,se encontró con que era el único miembro del partido conservadorinvitado al ágape y, además, en la tarjeta que señalaba su plaza enla mesa se leía: «rector de Oxford». La conservó como un curiosorecuerdo.

Aquel verano no gozó de muy buena salud. Entrótambaleándose en la Cámara de los Lores, y el énfasis de susdiscursos estaba totalmente errado: allí mismo hubo síntomas decierta confusión. La señorita Jenkins se ofreció a atenderlo comoenfermera, pero el duque no quiso ni oír hablar de ello. En otoñopareció que se encontraba mucho mejor; tanto que, al fallecer lordHill, fue nombrado de nuevo capitán general del ejército británico.La impresión que tuvo Fitz-Roy Somerset, todavía en servicio, fueque su viejo patrono se mostraba tan infatigable como siempre lohabía sido. Una carta comenzada a las seis de la tarde notificó al

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desafortunado lord FitzRoy, quien evidentemente había finalizado lajornada «temprano»:

He pasado por el despacho después de salir de la Cámarade los Lores […]. ¿Seréis tan amable como paraproporcionarme, en cuestión de una hora […] todos losinformes sobre las operaciones actuales que me puedanresultar de utilidad mañana por la mañana? Es que deboleerlos antes de asistir al gabinete de ministros.60

Greville reseñó en 1847 que el duque se estaba comportandocada vez de un modo más irritable. Y hubo ocasiones en las que sunuera, lady Douro, tuvo que allanar el terreno entre Wellington yFitzRoy Somerset. Los continuos disturbios presentes en lasmanifestaciones carlistas* llevaron a Wellington a escribir almarqués de Anglesey (antes Paget, después Uxbridge, y entoncesel máximo responsable de armamento y material militar) acerca deun tema ya familiar. «Soy muy consciente del peligro que correnuestra posición […]. Mi opinión es que tendremos que contener ala chusma armada con picas y armas de fuego de todo tipo.»61

Por entonces ya había entablado una fuerte amistad con laPequeña Zorra. [Movimiento político del proletariado británico,próximo (hasta cierto punto) al marxismo. (N. del T.)] Así seconocía a la reina Victoria. Ocupó un asiento junto a la reinadurante la celebración de un banquete, corría el mes de agosto de1840, y estuvo encantado de ver cómo Su Alteza bebía vinoreiteradamente con él. También fue a pasar una temporada alcastillo de Walmer (allí el carruaje de la reina se atascó en la

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entrada, un acceso en forma de túnel) y también a Stratfield Saye.Esta afinidad, pues la soberana antes había estado embelesada conlord Melbourne, miembro del partido whig (menos conservador),supuso una gran ventaja para el gobierno tory, que regresó en laselecciones de 1841, e hizo de Wellington jefe de la Cámara de losLores con un escaño en el gabinete ministerial. Cuando parecía quePeel no sería capaz de mantener su administración unida, puespretendía reformar la polémica Ley del Maíz, la soberana le dijo alduque que sentía «un fuerte deseo» de ver que permanecía comocapitán general de las Fuerzas Armadas, pasase lo que pasase. Detodas formas, la reina rechazó la dimisión de Peel, y entonces sirRobert anunció a su gabinete que él pensaba continuar con o sin suapoyo. El duque declaró que ellos deberían permanecer en laoficina pues «no es una cuestión de leyes, sino de gobierno, deapoyo a la reina».52 El buen gobierno era más importante que laLey del Maíz, y Wellington ayudó muy hábilmente a que se votasesu aplazamiento. El día 28 de mayo de 1846, de madrugada, elduque salió caminando de la Cámara de los Lores después de laimportante votación. Allí se encontró con un grupo de obrerosreunidos alrededor de la puerta, esperando impacientes por elresultado del sufragio. Wellington los saludó, y uno contestó convoz potente: «¡Dios os bendiga, duque!». Pero eso no hizo quevariase su opinión acerca de las multitudes. El duque de Wellingtonles rogó: «Por el amor de Dios, señores, permítanme subir a mimontura».

Aquella mañana constituyó su última actuación en la altapolítica, pero eso no implica que Wellington saliese de la vida

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pública. El duque desempeñaba una gran prodigalidad de oficios, yse los tomaba todos muy en serio. En 1848, cuando la revoluciónparecía ser una amenaza (hubo grandes manifestaciones cartistas),el duque organizó cuidadosamente los preparativos y aseguró a lareina que no corría peligro alguno, siempre y cuando se lepermitiese manejar a él aquel asunto. La gran concentración cartistatuvo lugar en Kennington Common y fue mucho más pequeña de loque se esperaba; demostró así que era el último coletazo delmovimiento.

Se había lamentado ya desde tiempo atrás de que todas lascriaturas, incluso el burro de un verdulero ambulante, tenían unmomento de descanso de vez en cuando pero que el duque deWellington no gozaba de ninguno. Cuando se levantó la gigantescacasa de cristal en Hyde Park, para la Gran Exposición de 1851,estaba plagada de gorriones. Y fue su bronca voz la que emitió lasolución; «probad a utilizar gavilanes, Alteza».63 Allí tambiénconoció a algún que otro alegre muchacho. «¿Cómo te va?»«Cómo te va, duque?» «Quiero un té, duque», se guaseó un golfillo.«Lo tendrás, si prometes no derramarlo sobre mí como hicisteayer»,64 le respondió el duque. Wellington estaba asombrado por«el gran número de personas desequilibradas con el que guardorelación. Oficiales chiflados, mujeres trastornadas […]». Le dijo lapríncipe Alberto que lo sucedería al frente de la Real GuardiaMontada, pero no inmediatamente, pues sólo tenía ochenta y unaños. Y siempre había un soberano de oro en el bolsillo de suchaleco para un hombre que luciese una medalla ganada en lapenínsula Ibérica o en Waterloo.

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El día 13 de septiembre de 1852, el duque se levantó a lascinco y media de la mañana para mirar al jardín y dar la bienvenidaa su hijo Charles, que acababa de llegar a Walmer acompañado desu mujer e hijos. Wellington pasó el día jugando con sus nietos,tomó venado para cenar, se retiró a su pequeño dormitorio (situadoen una de las imponentes torres de la fortaleza) y se echó a dormirsobre su viejo camastro de campaña. Kendall, su ayuda de cámara,lo despertó a la mañana siguiente, a las seis y media. Pero una horadespués, una criada informó de que Su Excelencia estaba haciendodemasiado ruido y debía de estar enfermo. Cuando Kendall llegó ala habitación, el duque, tumbado en la cama, le pidió que mandasellamar al boticario. El doctor Hulke se presentó a las nueve de lamañana, su paciente se pasó la mano por el pecho y se quejó de«cierto trastorno». Kendall le preguntó si querría tomar té, y élcontestó: «Sí, si eres tan amable». Al tomarlo le dio un ataque yestaba inconsciente cuando el doctor Hulke regresó acompañadode su hijo. Entre los dos le dieron un vomitivo compuesto demostaza (utilizando una pluma para moverle la mandíbula inferior)mientras Kendall y otro sirviente le aplicaban cataplasmas en elcuerpo y las piernas. El médico de la zona acudió en su ayuda, peroel duque no recuperó el conocimiento. A las dos de la tardeKendall propuso que deberían colocarlo en su sillón favorito. Elduque de Wellington murió tan plácidamente que Charles Wellesleyno pudo creerlo hasta que el hijo del doctor Hulke colocó unpequeño espejo delante de la boca del anciano. No se empañó.

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Epílogo

Wellington deseaba que sus restos permaneciesen en Walmer,enterrados en el camposanto que se halla no muy lejos del castillo,como a menudo le había dicho a George Gleig. «Dejadme yacerallí, donde se inclina el árbol.»1 Pero ya se había convertido en unsímbolo del país demasiado importante como para permitir que susrestos tuviesen un reposo en paz, y fue enterrado en la catedral deSan Pablo, junto al almirante Nelson. En cuanto el duque falleció,estalló un repentino tráfico de morbosos objetos de recuerdo a losque tan aficionados eran los Victorianos. Lady Douro recibió losdientes postizos que llevaba cuando murió, y un sirviente envió unmechón de cabello a un caballero de Devon, arrepintiéndose deque hubiese tan poca mercancía para tanta demanda. La propiareina Victoria recibió un mechón que pronto engarzó en unbrazalete de oro; el mechón lo había arrancado Kendall de lacabeza del duque poco antes de que la tapa del ataúd fuesesoldada sobre el cuerpo embalsamado. Los habitantes de la zonase presentaron para darle un último adiós. Fueron nueve mil, yformaron una silenciosa cola en la playa.

El día 14 de noviembre, el cadáver de Wellington fuetrasladado en tren hasta Londres, alcanzó el Real Hospital deChelsea el día 15 a las tres de la mañana, y yació expuesto en elgran salón de reuniones, cubierto con sábanas negras, el mismolugar donde se desarrolló la investigación de Cintra, y actualmentecomedor de pensionistas. Al principio sus hijos estuvieron

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consternados ante el alarde de «falta de gusto y sentimientos», queestaban seguros además que a él no le agradaría, pero prontofueron persuadidos de adoptar la sabia resolución de «colocarnosal servicio de la nación».2 La joven reina fue la primera visita querecibieron pero «estaba afectada tan profundamente que jamáslogró pasar del centro del salón (cayó angustiada por la fuerza desus sentimientos), y desde allí la acompañaron, llorabaamargamente, hasta su carruaje».3 Tras ella acudieron miles y milesde personas, algunas murieron en la aglomeración, y sus cadáveresfueron sacados pasando de mano en mano por encima de la gente.

Las exequias oficiales tuvieron lugar el día 18 de noviembre.Una escolta de la Caballería Real trasladó el cadáver hasta suantiguo despacho de la Real Guardia Montada bajo un clima que élhabría identificado como burgalés; o sea, frío y lluvioso. A lamañana siguiente, las tropas se alinearon en la acera hasta alcanzarla catedral, y un importante número formó en el parque de SanJacobo, preparados para seguir al coche fúnebre en cuanto saliese,después de que se efectuasen las salvas de honor. El carruaje eraconsiderado, en general, como un objeto «espantosamente feo»,aunque el príncipe Alberto se mostrase encantado ante tantremenda alegoría; «ni rastro de su buen gusto», criticó Grevüle.4 Elaparatoso artilugio medía siete metros de largo por dos de ancho ypesaba dieciocho toneladas. Muy pronto el tiro de doce caballosestuvo abrumado por su pesada labor. Se requirió la ayuda desesenta agentes de policía para liberar el coche cuando las ruedasse hundieron profundamente en el lodo de la plaza de Pall Malí,frente a la estatua del duque de York. Más de un millón de

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personas abarrotaban la calle, trescientas mil de ellas sentadas entribunas. Afortunadamente el mecanismo del coche funcionó alpasar bajo Temple Bar, pero los caballos estaban totalmenteextenuados cuando alcanzaron Ludgate Hill, y los marinos tuvieronque ayudar a trasladar el vehículo a lo largo del último tramo delrecorrido. Surgió una nueva complicación cuando la maquinaria quedebía descender el ataúd en andas en la puerta oriental falló y,además, heladas ráfagas de viento barrieron la atestada catedral.Sin embargo, fuera, en la calle, parecía como si se hubieseconcedido «una tregua, por decirlo de alguna manera, en la luchacontra los elementos», y Arthur Wellesley realizó su último viajebajo un deslumbrante sol otoñal. John Colborne, quien por aquellasfechas ya era conocido como el mariscal de campo lord Saeton,convino que la extensa y sonora lectura de la lista de títulos delduque así como el gesto de romper su bastón de mando y arrojarloa la tumba eran prácticas «inadecuadas para la época actual» pero,cuando la banda tocó la Marcha Fúnebre mientras descendían elféretro a la tumba (el viejo Anglesey se adelantó para tocarlo), seencontraba tan conmovido que no hizo nada sino quedarse en pie,inmóvil. Entonces los cañones de la torre dispararon salvas dehonor, sonaron las trompetas en la Puerta Occidental, las tropasdesfilaron de regreso a sus cuarteles y el tiempo empeoró.

La nación había quedado viuda. La reina Victoria selamentaba y decía: «Pronto estaremos terriblemente solos.Aberdeen casi es el único amigo personal de esa clase que nosqueda. Melbourne, Peel, Liverpool… y ahora el Duque… todos sehan ido».5 Su marido sintió «como si de pronto se hubiese

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arrancado el hilo que mantenía zurcido el tejido de un pañuelo».6Su sobrina, la princesa Feo, se preguntaba: «¿Qué será de la tíaVictoria?». Y FitzRoy Somerset, un hombre que había conocido aWellington durante más de medio siglo, con todos sus defectos yvirtudes, estaba «muy afligido», y apenas hablaba de nada que nofuese del «querido y viejo duque» cuando acudía a cenar con lareina en Windsor.

El diario The Times publicó que el duque había logradoobtener «la mejor condición y la mayor gloria», y que su carrerasuponía «el más largo y nítido de los días». Incluso el Spectator, unperiódico radical, reconoció que «el duque no puede serreemplazado como consejero de la Corona».8 Disraeli pronuncióuna espléndida oración fúnebre en honor al duque en la Cámara delos Comunes, pero cayó en el ridículo cuando un periódico señalóque aquello fue plagiado del panegírico que Adolphe Thiers le habíacompuesto al mariscal Gouvion St. Cyr. Greville calificó lasesquelas de la prensa de «admirables», aunque hubiese algún queotro aspecto que deberían haberse abstenido de comentar comoque «en sus días jóvenes fue demasiado aficionado a los asuntoscorteses […] y fue el triunfante galán de varias damas muyconocidas en la vida social». Sobre todo, pensaba Greville, gozabade una posición «eminentemente excepcional, y singular, pues sehallaba entre la familia real y el resto del pueblo».9

La muerte de Wellington marcó el final de una época. Naciócuando el campo dominaba a la ciudad, la industria se hallaba alservicio de la agricultura y Gran Bretaña sojuzgaba las colonias deAmérica del Norte. Sin embargo, lo enterraron entre el humo de

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ferrocarriles atestados, con la revolución industrial consumada en lanación que constituía el centro de uno de los mayores imperios queel mundo haya visto jamás y que había comenzado su lento ascensohacia una democracia parlamentaria. Wellington es considerado,junto al duque de Malborough, uno de los dos más grandesgenerales que ha producido Gran Bretaña. No es accidental que eléxito de ambos se basase en el extraordinario dominio de losrecursos logísticos y en que los dos dirigiesen coaliciones militares,circunstancia que les obligaba a combinar lo militar con lo políticotanto en las tácticas como en las estrategias.

El buen ojo que tenía Wellington para reconocer el terreno eralegendario. En cierta ocasión que viajaba en su carruaje junto aCroker, decidieron entretenerse jugando a adivinar cómo sería elpaisaje que se ocultaba tras la línea del horizonte. Las conjeturasdel duque solían ser ciertas en la mayor parte de los casos y ello sedebía, tal como Wellington le explicó a Croker, a que se habíapasado la mayor parte de su vida intentando adivinar qué es lo quepodría encontrar al otro lado de las colinas, «trataba de averiguarcon lo que veía la orografía del terreno que no veía».10

Sus logros militares se fundaban en los criterios de calidadestablecidos en el siglo XVIII respecto al orden, disciplina yprecisión, así como en la detallada observación del lugar y laatención a los precedentes. En ese aspecto era más partidario deJomini, con su disposición lineal y reglas de cálculo, que deClausewitz y su convicción de que era «la pasión y la violencia»aquello que subyace en el alma de la guerra. «La animosidad entrelas naciones -declaró- debe terminar en cuanto finalicen las

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hostilidades.»11El siglo XVIII también conformó su visión de la política;

Wellington era un oligarca, no un demócrata. La Revoluciónfrancesa inspiró parte de su odio hacia las masas, su experiencia enla guerra de la Independencia española lo reforzó y, a lo largo de suvida, «portó su popularidad con un gran desdén». 2 Por ejemplo,cuando una multitud lo aclamaba a la salida de Apsley House, él selimitó a señalar con ironía a las ventanas que en otra ocasión lamuchedumbre había apedreado. Con la prensa le había ido algomejor, aunque sería más acertado decir que nunca pareció mostrarel más mínimo interés acerca de lo que se publicaba en losperiódicos. En cierta ocasión en que la reina visitó su hogar, corríael año 1845, negó el acceso a los periodistas alegando: «[el duque]no comprende qué es lo que su casa de Strathfieldsaye [sic] puedatener de interesante para la prensa».13

Pero a pesar de lo que desdeñase a las masas, no cabe dudade que respetaba a los individuos fuese cual fuese su condiciónsocial. Se dice muy a menudo que nadie es un héroe ante sussiervos, pero Wellington lo era; tanto Beckerman, su ayudante decámara militar, como Kendall, su asistente civil, lo adoraban. Jamásse permitió obviar las consecuencias de sus acciones, fuesen éstaspolíticas, militares, personales o de cualquier otra índole, y siempremantuvo cierto sentido de la mesura en todo aquello queemprendía. Cuando un guardabosque murió dentro de suspropiedades en Hampshire como consecuencia de una pelea contracazadores furtivos, Wellington decidió no contratar jamás a otroguardabosque pues consideró que los servicios de éstos no

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compensaban el valor de la vida de una persona. Pero, al mismotiempo, era importante para él que se conservasen

los distintos estratos sociales. En el punto álgido de la crisisreformista de 1832, advirtió a Charles Arbuthnot: «Las clases bajas[,…] desean utilizar nuestros hogares, nuestros lugares deentretenimiento, quisieran tomar posesión de nuestras cocinas ybailar con nuestras esposas e hijas. También cabría la posibilidadde que nos invitasen a sus cantinas, a vivir con ellos».14 Sinembargo, los caballeros déclassés vivían tan precariamente comolos obreros, pero con mayores ínfulas. Cuando perdía los estriboscon los oligarcas que eran sus iguales, se debía a que éstosdeshonraban con su comportamiento las atenciones que de ellos,como la élite a la que pertenecían, se esperaban. Se vivía en unmundo en el que el rango comportaba una serie deresponsabilidades, y la autoridad se justificaba con el compromiso.A un oficial de caballería que buscase el traspaso a otro regimientopara evitar que lo destinasen al servicio activo, al combate, el duquele anunciaba con toda crudeza: «O afronta su deber o abandona [surango]». 5 Las fórmulas de cortesía social eran muy importantespuesto que representaban una valiosa ayuda para definir unaestructura que habría de preservarse; para Wellington Fitz-RoySomerset siempre fue lord FitzRoy, aunque cabe destacar que devez en cuando se permitió llamar a su nuera «mi queridísima ladyDouro».

El duque se oponía a la Ley de Reforma porque pensaba queel Parlamento debía estar formado por «hombres de la nación que

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fuesen notables por su riqueza, su talento, su ciencia, su industria osu influencia. Los mejores de cada profesión de todas las ramas,tanto en el comercio como en la manufacturación, conectados connuestras colonias y asentamientos en ultramar […]». Siempre seríamejor que el Parlamento cumpliese con su deber a que tratase delograr «un mayor grado de influencia popular».16 La crisis de lasreformas reflejaba tanto el fracaso de la clase dirigente a la hora degobernar con decencia como el impacto que tenían ciertos«dementes caprichos» sobre la opinión pública. Al final, Wellingtoncedió ante la reforma porque temía que la autoridad de la Corona,aspecto primordial en su filosofía de vida, pudiese verse empañadapor la concesión masiva de títulos nobiliarios. La mayor pruebapara un gran general, solía decir, era saber cuándo retirarse […] ytener el valor para hacerlo. Esta máxima la aplicó tanto en elParlamento como en la península Ibérica.

Respecto a su sentido religioso, podemos decir que estabaformado por las mismas circunstancias que los demás aspectos desu vida, aunque era un hombre mucho más dado a la política que ala teología. Le dijo en cierta ocasión a lord John Russell queGeorge Gleig, «como muchos otros clérigos de la Iglesia anglicana,[era] un celoso seguidor de la política conservadora […-]».17 Lairrupción de la secta metodista dentro del Ejército lo preocupó porla posibilidad de que suboficiales metodistas terminasenpronunciando discursos ante sus díscolos oficiales acerca de susresponsabilidades morales. Un caballero debería reconocer suspropios compromisos, y permitir a otros que los señalasen podríasocavar el orden y la jerarquía. El duque acostumbraba a tener en

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su mesita de noche una Biblia, el devocionario, la obra de JeremyTaylor Holy Living and Dying, y los Comentarios, de JulioCésar. Gleig observó que las tres obras mostraban las marcaspropias de los libros que se leen con frecuencia. Su valor era elresultado de una mezcla entre sus creencias y un contumaz sentidodel deber. El personal de su Estado Mayor sufrió un treinta porciento de bajas en Waterloo, más que la media de las unidades decombate. Cuando dijo que aquella jornada había sentido el dedo deDios sobre él, estaba reflejando la profunda convicción de que susupervivencia se debía a algo más que a su famosa buena suerte.

Su apodo, el Duque de Hierro, fue acuñado por Polichinelaen 1845 (aunque Carlyle ya se había referido a él como «el hombrede piel de metal» en 1832) y le hacía perfecta justicia. Poseía unafuerza interior admirable, como sobradamente se demostró durantela retirada en Burgos y también en el camino de vuelta desde laCasa de la Moneda con la muchedumbre avanzando tras él. Una delas consecuencias de tal cualidad consistía en que, como mantuvoGreville, fuese «un hombre con un fondo bondadoso, pero no unpersonaje amable. No había ternura ni cariño en sus modales […]».Buena parte de ello puede deberse, como señala su descendienteMuriel Wellesley, al «chico desamparado y solitario» que creció sinrecibir afecto. Aun así, hubo momentos en que la coraza de hierrose quebró, como sucedió en Badajoz y en Waterloo y, más amenudo, cuando estaba acompañado de niños. Durante gran partede su vida Wellington fue tan duro consigo mismo como semostraba con los demás; resultaba fácil admirarlo, pero era casiimposible que te agradase.

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Ahora que he seguido su trayectoria desde Irlanda hasta India,desde la península Ibérica hasta Waterloo y, finalmente, desde elcastillo de Walmer hasta la catedral de San Pablo, lo admiro másque nunca. Sé que él no agradecería mi admiración más de lo que lemolestaría mi censura y que lo más que puedo esperar, si es que melo llegara a encontrar allá, en el Paraíso, sería que se llevase dosdedos al ala de su sombrero a modo de saludo y, quizá, un brevecomentario indicándome que, después de todo, tenía razón al decirque era imposible escribir acerca de la historia militar. Admiro suvalor y su audacia, su modestia y también su honestidad. Fue unhombre forjado a lo grande y puedo ver a pocos como él si hoy endía miro a mi alrededor. Él fue, sin lugar a dudas, un gran hombre.

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Notas

Prólogo

1. Guedalla, Philip, The Duke, Londres, 1940, p. 443.2. Wilson Croker, John, The Croker Papers: The

Correspondence and Diaries ofjohn Wilson Croker, Secretaryto the Admiralty from 1809 to 1830, Londres, 1885, 3 vols., vol.III, p. 28.

3. Longford, Elizabeth, Wellington: Pillar qf the State,Londres, 1972, p. 148.

4. Logford, Elizabeth, Wellington: Years of the Sword,Londres, 1969, p. 166.

5. Guedalla, op. cit., pp. 221-222.6. Ornan, Charles (ed.), Adventures with the Connaught

Rangers 1809-1814, by William Qrattan Esq late LíeutenantConnaught Rangers, Londres, 1902, p. 200.

7. Fletcher, Ian (ed.), For King and Country: The Lettersan Diaries ofjohn Mills, Coldstream Guards, 1811-1814,Staplehurst (Kent), 1995, p. 46.

8. Griffith, Paddy (ed.), Wellington: Commander,Chichester, 1984, p. 20.

9. Ibid., p. 14.10. Guedalla, op. cit., p. 464.

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Capítulo 1 Vida en soledad

1. Guedalla, op. cit., Londres, 1940, p. 1.2. Moody, T.W., y Martín, F.X., (eds.), The Course oflrish

History, Cork, 1984, p. 155.3. Foster, R.F., Modern Ireland Í600-Í972, Londres, 1988,

p. 170.4. Corkery, Daniel, en ibid., p. 195.5. Guedalla, op. cit., p. 5.6. Robert, George, The Life ofArthur, Duke of Wellington,

Londres, 1875, p. 4.7. Ibid., p. 5.8. Ibid., p. 6.9. Longford, Sword, op.cit., p. 19.

10. Patridge, Bellamy, Sir Billy Howe, Londres, 1932, p. 6.11. McLynn, Frank, Crime and Punishment in Georgian

England, Oxford, 1991, pp. 150-151.12. Picard, Liza, Dr. Johnson's hondón, Londres, 2000, p.

126.13. McLynn, op. cit., p. 231.14. Véase Fletcher, Ian, Gallopíng at Everything: Brítish

Cavalry in the Peninsular War and at Waterloo, Londres, 2000.15. Literalmente significa: «Es un monje». El mariscal de

campo, sir John French, que comandó las fuerzas británicas enFrancia desde 1914 a 1915, realizó otro ejercicio á.A frangles,

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traduciendo lacayo [en inglés footman] como piedhomme.16. Longford, Sword, op. cit., p. 21.17. Ibid., p. 22.18. Guedalla, op. cit., pp. 24-26.19. Gleig, op. cit., p. 9.20. Guedalla, op. cit., p. 28.21. Longford, sword, op. cit., p. 22.22. Guedalla, op. cit., p. 29.23. Ibid., p. 30.

24. Longford, Sword, op. cit., p. 266.25. Liddell Hart, Basil (ed.), The Letters of Prívate Wheeler

1808-1828, Adlestrop (Gloucestershire), 1851, pp. 64, 269.26. Guedalla, op. cit., p. 36.27. Longford, sword, op. cit., p. 36.28. Fortescue, sir John, History ofthe British Army,

Londres, 1899-1930, 13 vols., vol. IV, parte I, pp. 210-211.29. Surtees, William, Twenty-Five Years in the Rifle

Brigade, Londres, 1973, pp. 16-17.30. Fortescue, op. cit., vol. IV, parte I, pp. 296-297.31. Haythornthwaite, Philip J., The Armies of Wellington,

Londres, 1998, p. 212.32. Guedalla, op. cit., p. 42.33. Ibid., p. 43.34. Ibid., p. 45.35. Fortescue, op. cit., vol. IV, parte I, pp. 320-321.36. Guedalla, op. cit., p. 49.

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37. Ibid., p. 50.38. Pakenham, Thomas, The Year of Liberty, Londres,

1972, p. 17.

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Capítulo 2 General de loscipayos

1. Keay,John, The Honourable Company, Londres, 1991.Es el mejor libro de historia breve que se ha escrito acerca de laCompañía de las Indias Orientales.

2. Hudson, Roger (ed.), Memoirs of a Georgian Rake:Wilíiam Hickey, Londres, 1995, p. xiv.

3. Kinkaid, Dennis, British Social Life in India 1608-1937,Londres, 1973, p. 69.

4. Hudson, op. cit., pp. 396-397.5. Ibid., p. 399.

6. Weller, Jac, Wellington in India, Londres, 1993, p. 30.7. Ibid., p. 37.8. Brett-James, Anthony (ed.), Wellington at War, Londres,

1961, p. 22.9. Ibid., p. 25.

10. Ibid., p. 20.11. Ibid., pp. 23-24.12. Weller, op. cit., p. 44.13. Brett-James, op. cit., p. 29.14. Lord Monsony Leveson-Gower, George (eds.), Memoirs

of George Elers, Captain in the Í2H Regiment on Foot, 1774-1842, Londres, 1903, p. 100.

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15. Weller, op. cit., p. 65.16. Monson y Leveson-Gower, op. cit., p. 103.17. Brett-James, op. cit., pp. 32-33.18. Guedalla, op. cit., p. 89.19. Longford, Sword, op. cit., p. 67.20. Guedalla, op. cit., p. 89.21. Gurwood, John (teniente coronel), Selections from the

Dis-patches and General Orders o/Field Marshal the Duke ofWellington, Londres, 1841, p. 5.

22. Ibid., p. 4.23. Guedalla, op. cit., p. 100.24. Gurwood, op. cit., p. 6.25. Ibid., p. 9.26. Ibid., p. 19.27. Ward, S. P. G., Wellington, Londres, 1963, p. 29.28. Gurwood, op. cit., pp. 42-43.29. Ibid., p. 62.30. Ibid., p. 69.31. Bennell, Anthony S. (ed.), The Maratha War Papers

o/Art-hur Welíesley, Londres, 1998, p. 262.32. Ibid., p.311.

33. Ibid., p. 227.34. Weller, op. cit., p. 157.35. Ibid., p. 163.36. Bennell, op. cit., p. 287.37. Longford, Sword, op. cit., p. 93.

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38. Gurwood, op. cit., p. 89.39. Bennell, op. cit., pp. 289-290.40. Gurwood, op. cit., p. 90.41. Bennell, op. cit., p. 289.42. Ibid., p. 290.43. Gurwood, op. cit., p. 96.44. Ibid., p. 160.45. Gurwood, op. cit., p. 170.46. Brett-James, op. cit., p. 119.47. Weller, op. cit., 252.48. Brett-James, op. cit., p. 115.49. Weller, op. cit., p. 251.50. Ibid.51. Ibid., p. 262.52. Ibid.53. Longford, Sword, op. cit, pp. 101-102.54. Bennell, op. cit., p. 235.55. Weller, op. cit., p. 265.56. Ibid., p. 266.57. Gurwood, op. cit., p. 124.58. Ibid., p. 41.

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Capítulo 3 Un intentofallido

1. Warner, Oliver, «The Meeting of Wellington and Nelson»,History Today, febrero, 1968; Guedalla, op. cit., pp. 119-

120; Long-ford, Sword, op.cit., pp. 109-111.2. Longford, Sword, op. cit., p. 111.3. Gleig, op. cit., p. 48.4. Longford, Sword, op. cit., p. 121.5. Brett-James, op. cit., p. 124.6. Gleig, op. cit., p. 50.7. Brett-James, op. cit., p. 124.8. Longford, Sword, op. cit., p. 104.9. Hibbert, Christopher, Wellington: A Personal History,

Londres, 1997, p. 55.

10. Longford, Sword, op. cit., p.122.11. Brett-James, op. cit., p. 120.12. Guedalla, op. cit., p. 128.13. Brett-James, op. cit., p. 125.14. Foster, op. cit., p. 290.15. Longford, Sword, op. cit., p. 129.16. Ibid., p. 131.17. Hibbert, op. cit., p. 58.

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18. Longford, Sword, op. cit., p. 132.19. Brett-James, op. cit., p. 127.20. Ibid., p. 129.21. Ibid., p. 128.22. Hibbert, op. cit., p. 65.23. Haythornthwaite, Philip J., «That unlucky war: some

aspects of the French experience in the Peninsula», citado enFletcher, Ian (ed.), The Peninsular War, Staplehurst, 1998, p. 31.

24. Ibid., p. 40.25. Mills, op.cit., p. 62.

26. Hibbert, op. cit., p. 68.27. Gurwood, op. cit., p. 201.28. Guedalla, op. cit., p. 147.29. Croker, op. cit., vol. I, pp. 12-13.30. Guedalla, op. cit., p. 150.31. Gurwood, op. cit., p. 202.32. Ibid.33. Croker, op. cit., vol. I, p. 343.34. Longford, Sword, op. cit., p. 147.35. Gurwood, op. cit., p. 203.36. Vimieiro es tal como se cita en la mayor parte de las

fuentes británicas. Sin embargo, «Vimiera» es la palabra que figuraen los colores del regimiento, palabra que lucen con el orgullo delmérito militar. Vimieiro es el nombre que se utiliza tanto en losdespachos de Wellington como en el Portugal actual.

37. En este asunto, yo confío plenamente en Weller, Jac,

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Wellington in the Península, Londres, 1999, pp. 46-47. Paraobtener un punto de vista razonable sobre la instrucción, véaseGriffith, Paddy, «Keep step and they cannot hurt us: The valué ofdrill in the Peninsular War», citado en Fletcher, Peninsular War,op.cit.

38. Harris, Benjamin, The Recollections ofRifleman Harrisas tola to Henry Curling, Londres, 1985, p. 50.

39. Fletcher, Galloping, op. cit., p. 86.40. Harris, op. cit., p. 53.41. Gurwood, op. cit., p. 212.42. Ibid., p. 601.43. Fletcher, Galloping, op. cit., p. 175.44. Fortescue, op. cit., vol. VI, p. 231.45. Glover, Michael, Britannia Sickens, Londres, 1970, p.

67.46. Sólo había dos rangos de general en el ejército francés del

antiguo régimen, y el grado de mariscal de Francia era,técnicamente hablando, más similar a un título político que unagraduación castrense. Tras la Revolución, los rangos del generalatofueron rebauti-

zados: general de brigade y general de división. Lagraduación de teniente general no designaba un estatus dentro de lajerarquía, sino el nombramiento como jefe de un determinadogrupo. No existía un paralelismo exacto entre los dos tipos degenerales franceses y los numerosos grados de generales británicospues un general de división podría comandar una división, un

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cuerpo de ejército e incluso un ejército completo. Como los tresgenerales británicos que tuvieron parte en la negociación ostentabanel mismo rango, teniente general, a excepción del diferente grado deexperiencia no había razón protocolaria que sostenga queKellermann firmó el acuerdo con Wellesley por gozar del mismorango. El hecho de que Kellermann escogiese a Wellesley pararubricar la Convención refleja, o bien que el primero sabía de laimportancia política del segundo o que, por alguna razóndesconocida, fuese el deseo de Burrard y Dalrymple que Wellesleyfirmase o, quizás, que el propio Wellesley se hallase implicado enalgún tipo de enredo. Simplemente no sabemos por qué se hizo así.

47. Gurwood, op. cit., p. 215.48. Ibid., p. 217.49. Glover, op. cit., p. 166.50. Longford, Sword, op. cit., p. 164.51. Gurwood, op. cit., p. 249.

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Capítulo 4 La penínsulaIbérica

1. Longford, Sword, op. cit., p. 173.2. Guedalla, op. cit., p. 174. Como muestra de una versión

diferente, véase Hibbert, op. cit., p. 81.3. Wheeler, op. cit., p. 48.4. Gurwood, op. cit., p. 263.5. Ibid., pp. 266-268; completo en Brett-James, op. cit., pp.

154-157.

6. Guedalla, op. cit., p. 179.7. Gurwood, op. cit., p. 21 A.8. Gleig, op. cit., p. 101.9. Longford, Sword, op. cit., p. 193.

10. Ibid., p. 194.11. Hamilton, Anthony (sargento), Hamilton's Campaígn

with Moore and Wellington, Staplehurst, 1998, p. 76.12. Brett-James, op. cit., p. 163.13. Gurwood, op. cit., p. 277.14. Ibid., p. 283.15. Ibid., p. 284.16. Ibid., p. 290.17. Longford, Sword, op. cit., pp. 198-199.18. Ibid., pp. 206-207.

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19. Ibid., p. 219.20. Brett-James, op. cit., pp. 172-3. Young Pearse realizó

dignas enmiendas, y murió en la cumbre de una de las brechas deCiudad Rodrigo, en 1812.

21. Gurwood, op. cit., p. 320.22. Ibid., p. 343.23. Ibid., p. 389.24. Ibid., p. 414.25. Hibbert, Christopher (ed.), A Soldier ofthe Seventy-

First, Londres, 1976, pp. 61-63.26. Gurwood, op. cit., p. 478.27. Ibid., p. 481.28. Ibid., p. 479.29. Longford, Sword, op. cit., p. 256.30. Napier, W.F.P., History ofthe War in the Península

and the South ofFrance, Londres, 1835-1840, 6 vol., vol. III, p.547.

31. Gurwood, op. cit., p. 487.32. Longford, Sword, op. cit., p. 258.33. Gurwood, op. cit., p. 483.

34. Weller, Península, op. cit., pp. 182-3.35. Spencer Cooper, John, Rough Notes of Seven

Campaigns, Londres, 1996, p. 63.36. Hart, op. cit., p. 64.37. Fletcher, op. cit., p. 99.38. Kincaid, op. cit., p. 93.

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39. Ibid., p. 98.40. Gurwood, op. cit., p. 576.41. Smith, Harry, The Autobíography of Lieutenant

General Sir Harry Smith, Londres, 1901, 2 vols., vol. I, pp. 64-65.

42. Glover, Michael (ed.), A Gentleman Volunteer: TheLetters of George Hennellfrom the Peninsular War, Londres,1979, p. 14.

43. Blanco, Richard L., Wellington's Surgeon General: SirJames McGrigor, Durham, (Carolina del Norte, EEUU), 1974, p.125.

44. Brett-James, Anthony (ed.), Edward Costeño: ThePeninsular and Waterloo Campaigns, Londres, 1967, p. 76.

45. Cooper, op. cit., p. 84.46. Ornan, op. cit., p. 86.47. Ibid.48. Hibbert, op. cit., p. 118.49. Fletcher, Galloping, op. cit., p. 169; Gurwood, op. cit.,

p. 601.50. Longford, Sword, op. cit., p. 281.51. Wellesley, Muriel, The Man Wellington, Through the

eyes of those that knew him, Londres, 1937, p. 225.52. Gleig, op. cit., p. 479.53. Larpent, sir George (ed.), The PrívateJournals ofJudge-

Advócate Larpent, attached to the head-quarters ofLordWellington, Londres, 1854, p. 168.

54. Hay muchas versiones de esta conversación que difieren

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en detalles, pero no en el fondo. Véase, por ejemplo, Guedalla, op.cit., p. 216; Weller, Península, op. cit., p. 216, y Longford,Sword, op. cit., p. 285.

55. Gurwood, op. cit., p. 615.56. Weller, Península, op. cit., p. 226.

57. Brett-James, op. cit., pp. 240-241.58. Larpent, op. cit., p. 65.59. Blanco, op. cit., p. 131.60. Tomkinson, William, The Diary ofa Cavalry Officer,

Sta-plehurst, 1999, p. 210.61. Ibid.62. Brett-James, op. cit., p. 246.63. Hart, op. cit., p. 106.64. Brett-James, op. cit., p. 247.65. Ibid.66. Fletcher, op. cit., p. 245.67. Longford, Sword, op. cit., p. 296.68. Wellesley, op. cit., p. 253.69. Gurwood, op. cit., pp. 645-646.70. Kincaid, op. cit., pp. 97-8.71. Fletcher, op. cit., p. 264; Costello, op. cit., p. 114. •72. Guedaüa, op. cit., p. 222.73. Hibbert, op. cit., p. 111.74. Ibid.75. Creevye, op. cit., vol. I, p. 280.76. Buckley, Roger Norman (ed.), The Napoleonic Wat

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Journal qf Captain Thomas Henry Browne, Londres, 1987, pp.200-201.

77. Gleig, G.R., The Subaítern, Edimburgo, 1877, pp. 161-162.

78. Buckley, op. cit., p. 201.79. Wellesley, op. cit., p. 210.80. Larpent, op. cit., p. 48.81. Longford, Sword, op. cit., p. 342.82. Kincaid, John, Random Shotsfrom a Rifleman, Londres,

1835, p. 198.83. Gurwood, op. cit., p. 641.84. Ibid., p. 631.85. Glover, Michael, Wellington's Arrny, Newton Abbot,

Devon, (Gran Bretaña), 1977, pp. 137-138.

86. Blanco, op. cit., p. 122.87. Larpent, op. cit., p. 96.88. Hibbert, op. cit., p. 95.89. Sweetman, John, Raglán: From the Península to

Crimea, Londres, 1993, p. 23.90. Hibbert, op. cit., p. 96.91. Longford, Sword, op. cit., pp. 214, 360-361.92. Larpent, op. cit., p. 49.93. Buckley, op. cit., p. 201.94. Larpent, op. cit., p. 52.95. Gurwood, op. cit., p. 651.96. Cassels, S.A.C. (ed), Peninsular Portrait: The Letters

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of Cap-tain William Bragge, Londres, 1963, p. 100.97. Gurwood, op. cit., p. 658.98. Wellesley, op. cit., p. 268.99. Gurwood, op. cit., p. 706.

100. Tomkinson, op. cit., p. 253.101. Buckley, op. cit., p. 217.102. Brett-James, op. cit., p. 292.103. Guedalla, op. cit., p. 232.104. Longford, Sword, op. cit., p. 330.105. Gurwood, op. cit., pp. 719-720.106. Bentley, Nicholas (ed.), The reminiscences of Captain

Gro-now, Londres, 1977, p. 13.107. Gurwood, op. cit., p. 712.108. Ibid., p. 766.109. Gleig, op. cit., p. 213.110. Ibid., p. 217.111. Gronow, op. cit., p. 15.112. Longford, Sword, pp. op. cit., 335-336.113. Ibid., p. 331.114. Ibid., p. 344.115. Larpent, op. cit., p. 487.

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Capítulo 5 Dosrestauraciones y unabatalla

1. Schom, Alan, Napoleón Bonaparte, Londres, 1997, p.789.

2. Cobban, Alfred, A History ofModern France, Londres,1967 3 vols., vol. II, p. 66.

3. Longford, Sword, op. cít., p. 347.4. Wellesley, op. cit., p. 312.5. Ibid.6. Gurwood, op. cit., p. 814.7. Kincaid, Adventures, op. cit., p. 77.8. Brett-James, op. cit., p. 294.9. Longford, Sword, op. cit., p. 357.

10. Ornan, op. cit.11. Wellesley, op. cit., p. 310.12. Guedalla, op. cit., p. 248.13. Ibid., p. 248.14. Gurwood, op. cit., p. 833.15. Ibid., p. 819.16. Wellesley, op. cit., p. 321.17. Guedalla, op. cit., p. 252.18. Brett-James, op. cit., p. 295.

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19. Longford, Sword, op. cit., p. 374.20. Ibid., p. 375.21. Brett-James, op. cit., p. 296.22. Longford, Sword, op. cit., pp. 378-379.23. Wellesley, op. cit., p. 336.24. Ibid., p. 337.25. Guedalla, op. cit., p. 252.26. Longford, Sword, op. cít., p. 382.27. Gurwood, op. cit., p. 835.28. Fortescue, op. cit., vol. X, p. 247.

29. Creevey, op. cit., vol. I, p. 289.30. Miller, David, Lady De Lancey at Waterloo, Staplehurst,

2000, p. 49.3 1 . Í8Í5: The Waterloo Campaign: Wellington, His

Germán Allies and the Battles o/Ligny and Quatre Bras,Londres, 1998; Í815: The Waterloo Campaign: The GermánVictory, vol. II, Londres, 1999. Véase también la práctica obra deHofschróer, Peter, The Memoris of Barón pon Müffling: APrussian Officer in the Napoleonic Wars, Londres, 1997.

32. Hussey, John, «At what time on 15 June 1815 didWellington Learn of Napoleon's attack on the Prussians?», en Warin His-tory, n° 6, 1999.

33. Gurwood, op. cit., p. 838.34. Gurwood, op. cit., p. 842.35. Creevey, op. cit., vol. I, p. 228.36. Longford, Sword, op. cit., p. 405.

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37. Gurwood, op. cit., p. 845.38. Wellesley, op. cit., p. 355.39. Miller, op. cit., p. 108.40. Wellesley, op. cit., p. 343.41. Gurwood, op. cit., p. 855.42. Roberts, Andrew, Napoleón and Wellington, Londres

2001, p. 159.43. Chandler, David G., The Campaigns of Napoleón,

Londres, 1967, p. 1092.44. Longford, Sword, op. cit., pp. 348-349.45. Brett-James, op. cit., p. 307.46. Gurwood, op. cit., p. 842.47. Sweetman, op. cit., p. 57.48. Ibid., pp. 57-8.49. Fletcher, Ian, A Desperate Business, Londres, 2002, p.

33.50. Weller, Jac, Wellington at Waterloo, Londres, 1967, p.

46.51. Fletcher, A Desperate Business, op. cit., p. 40.52. Ibid., p. 41.

53. Ibid., p. 51.54. Hamilton-Williams, Waterloo: New Perspectives,

Londres, 1993, p. 233.55. Fletcher, Ian, A Desperate Business, p. 76.56. Gronow, p. 42.57. Weller, Jack, Darid, Waterloo, op. cit., p. 93.

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58. Hamilton-Williams, op. cit., p. 300.59. Gronow, op. cit., p. 44.60. Fletcher, Galloping, op. cit., p. 262.61. Selby, John (ed.), Thomas Morris, Londres, 1967, p.

141.62. Sweetman, op. cit., p. 64.63. Gronow, op. cit., p. 44.64. Selby, op. cit., p. 15.65. Gronow, op. cit., p. 45.66. Sweetman, op. cit., p. 65.67. Weller, Waterloo, op. cit., p. 121.68. Ibid., p. 122.69. Ibid.70. Miller, op. cit., p. 76.71. Fletcher, Ian, Galloping, op. cit., p. 273.72. Kincaid, Adventures, op. cit., p. 46.73. Weller, Waterloo, op. cit., p. 152.74. Wellesley, op. cit., p. 367.75. Weller, Waterloo, op. cit., p. 154.76. Gurwood, op. cit., p. 860.77. Longford, Sword, op. cit., p. 486.78. Gurwood, op. cit., p. 865.79. Brett-James, op. cit., p. 310.80. Cavalié, Mercer, Journal ofthe Waterloo Campaign,

Londres, 1985, p. 57.81. Shelley, op. cit., vol. I, p. 102

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Capítulo 6 Pilar del Estado

1. Longford, Elizabeth, Pillar, op. cit., p. 57.2. Creevye, op. cit., pp. 277-279.3. Longford, Pillar, op. cit., p. 67.4. Guedalla, op. a'í., pp. 314-315. Longford, Pillar, op. cit.,

p. 68, en esta obra señala que la misma historia se le atribuía a lordUxbrid-ge (más tarde marqués de Anglesey), al tercer marqués deLondon-derry y Theodore Hook. Quien quiera que lo dijese en larealidad merece que se le reconozca su rapidez de pensamiento ysu en ningún modo escaso valor.

5. Hibbert, op. cit., p. 222.6. Ibid., p. 227.7. Ibid., p. 231.8. Longford, Pillar, op. cit., p. 87.9. Guedalla, op. cit., p. 318.

10. Ibid., pp. 324-325.11. Longford, Pillar, op. cit., p. 101.12. Guedalla, op. cit., p. 332.13. Sweetman, op. cit., p. 78.14. Longford, Pillar, op. cit., p. 114.15. Sweetman, op. cit., p. 79.16. Hibbert, Christopher (ed.), Greville's England, Londres,

1981, p. 26.17. Croker, op. cit., p. 121.

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18. Hibbert, op. cit., p. 260.19. Gleig, op. cit., p. 335.20. Croker, op. cit., p. 124.21. Longford, Pillar, op. cit., p. 157.22. Guedalla, op. cit., p. 356.23. Ibid., p. 372.24. Greville, op. cit., p. 46.

25. Hibbert, op. cit., p. 274.26. Gleig, op. cit., p. 349.27. Greville, op. cit., p. 48.28. Ibid., p. 47.29. Longford, Alfar, op. cit., p. 191.30. Greville, op. cit., p. 51.31. Longford, Pillar, op. cit., p. 191.32. Gronow, op. cit., p. 247.33. Greville, op. cit., pp. 51-52.34. Longford, Pillar, op. cit., p. 199.35. Ibid., p. 201.36. Ibid.37. Gurwood, op. a'í., p. 918.38. Ibid., p. 927.39. Cooper, op. cit., p. 14.40. Greville, op. cit., p. 65.41. Ibid., pp. 76-77.42. Longford, Pillar, op. cit., p. 224.43. Guedalk, op. cit., p. 391.

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44. Greville, op. cit., p. 80.45. Longford, Pillar, op. cit., p. 245.46. Ibid., p. 257.47. Ibid., p. 267.48. Gleig, op. cit., p. 363.49. Sweetman, op. cit., p. 99.50. Greville, op. cit., p. 107.51. Morgan, Kenneth O. (ed.), The Oxford Illustrated

History ofBritain, Oxford, 1992, p. 441.52. Guedalla, op. cit., p. 407.53. Ibid., p. 409.54. Greville, op. cit., p. 102.55. Guedalla, op. cit., p. 419.56. Ibid., p. 425.

57. Longford, Pillar, op. cit., p. 313.58. Guedalla, op. cit., p. 427.59. Greville, op. cit., p. 139.60. Sweetman, op. cit., p. 116.61. Ibid., p. 120.62. Longford, Pillar, op. cit., p. 363.63. Lady Longford sugiere que esto muy bien puede tratarse

de un texto apócrifo, pero es valioso «por la destilación del espíritude Wellington» que posee.

64. Guedalla, op. cit., p. 433.

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Epílogo

1. Gleig, op. cit., p. 457.2. Longford, Pillar, op. cit., p. 402.3. Gleig, op. cit., p. 459.4. Greville, op. cit., p. 239.5. Guedalla, op. cit., p. 462.6. Ibid.7. Sweetman, op. cit., p. 150.8. Longford, Pillar, op. cit., p. 400.9. Greville, op. cit., pp. 237-238.

10. Gleig, op. cit., pp. 495-496.11. Ibid., p. 493.12. Greville, op. cit., p. 239.13. Gleig, op. cit., p. 483.14. Longford, Pillar, op. cit., p. 409.15. Gleig, op. cit., p. 492.16. Ibid., pp. 485-486.17. Ibid., p. 489.18. Greville, op. cit., p. 237.

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21/02/2009