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1 De re bibliographica. Menéndez Pelayo y su Biblioteca 0 Homenaje a Menéndez Pelayo Presentación: Excmo. señor don Gonzalo Piñeiro García-Lago, Alcalde de Santander Edición: Rosa Fernández Lera y Andrés del Rey Sayagués, Técnicos de la BMP Santander, Biblioteca de Menéndez Pelayo, 2006

De re bibliographica. Menéndez Pelayo y su Biblioteca 0 · abarcar todos los campos posibles de la obra de don Marcelino y de su Biblioteca. El nº 0 es un homenaje especial a Menéndez

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De re bibliographica. Menéndez Pelayo y su Biblioteca

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Homenaje a Menéndez Pelayo

Presentación: Excmo. señor don Gonzalo Piñeiro García-Lago, Alcalde de Santander Edición: Rosa Fernández Lera y Andrés del Rey Sayagués, Técnicos de la BMP

Santander, Biblioteca de Menéndez Pelayo, 2006

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Publicaciones de la Biblioteca de Menéndez Pelayo

(De re bibliographica. Menéndez Pelayo y su Biblioteca, 0)

c) de la edición: Biblioteca de Menéndez Pelayo (Ayuntamiento de Santander)

c) de los textos: los autores

Edita: Excmo. Ayuntamiento de Santander Imprime: www.imprentater.com

D.L.: SA 878-2006

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Índice

Presentación del Alcalde, p. 7

Introducción, p. 9-10 Marcelino Menéndez Pelayo. De re bibliographica, p.11-25 Antonio Rubio y Lluch. Menéndez Pelayo, p. 27-35 José Ramón Lomba y Pedraja. Marcelino Menéndez Pelayo, p. 37-44

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Introducción

Este año se conmemora el 150º aniversario del nacimiento de Menéndez Pelayo. Con este motivo, hemos creído conveniente e interesante iniciar, en la Biblioteca de Menéndez Pelayo, una nueva serie en la que tengan cabida trabajos bibliográficos diversos sobre don Marcelino y su Biblioteca. Serán estudios breves y sin una periodicidad regular. Es un homenaje a nuestro genial escritor y erudito que a lo largo de su corta, pero fecundísima vida, abrió con su obra amplios horizontes para las más variadas investigaciones. La Biblioteca de Menéndez Pelayo es de alguna manera una prolongación de la obra de don Marcelino. Así se desprende de las palabras que en su discurso de Acción de gracias al pueblo de Santander, visiblemente emocionado según las crónicas, pronunció hace 100 años: “... esta biblioteca, obra de mi paciente esfuerzo, única obra mía de la cual estoy medianamente satisfecho...” El título elegido, “Menéndez Pelayo y su Biblioteca. De re bibliographica”, intenta abarcar todos los campos posibles de la obra de don Marcelino y de su Biblioteca. El nº 0 es un homenaje especial a Menéndez Pelayo, recopilándose en él textos ya publicados, aunque quizá no demasiado divulgados. De re bibliographica aparece tal y como lo concibió Menéndez Pelayo con tan sólo 20 años. Es, sin duda, la más importante sistematización sobre la Bibliografía española del momento, considerándola como un instrumento no sólo eficaz, sino imprescindible para cualquier rama del saber. El propio Menéndez Pelayo, en sus escritos posteriores, tendrá en cuenta esta importancia de la Bibliografía aplicada a cualquier campo. Aún hoy, llama la atención esta clara ordenación por materias, por regiones, por profesiones, etc. Como complemento se recogen dos artículos bastante desconocidos por estar publicados únicamente en periódicos poco asequibles en la actualidad. Con ellos se pretende dar a conocer la faceta humana de Menéndez Pelayo, bastante “tapada” por su apabullante erudición, a través de la opinión de dos de sus amigos que le trataron durante muchos años. Antonio Rubió y Lluch, discípulo de Milá y su sucesor en la Cátedra de Historia de la Literatura de la Universidad de Barcelona, fue el gran amigo de Menéndez Pelayo en Cataluña. Le conoció en sus años de estudiante en Barcelona y desde entonces hasta su muerte su amistad fue inquebrantable.

El artículo de Rubió que reproducimos está publicado en El Tiempo de México el 15 de diciembre de 1891. En él nos da, desde el cariño y admiración, testimonio amplio y detallado de la vida cotidiana de Marcelino que tiene, en ese momento, 35 años y está en plena madurez. Rubió, al tener que asistir en Madrid a un tribunal de oposiciones, se hospeda, durante dos meses, en su mismo hotel, la Fonda de las Cuatro Naciones en la calle del Arenal. Nos describe su manera de ser y de vivir, desde su carácter alegre, afable y tímido, hasta el desorden de su habitación, desbordada de libros y papeles

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oficiales, para terminar haciéndonos la descripción de algunos libros contemporáneos y de ejemplares antiguos que en ella se amontonan esperando el viaje definitivo a su biblioteca de Santander.

Otra visión de Menéndez Pelayo nos la da su discípulo, amigo y testamentario

José Ramón Lomba y Pedraja, catedrático de Literatura en Murcia y Oviedo y doce años más joven que él. Es el discurso necrológico leído en el Ateneo de Madrid el 9 de noviembre de 1912 y publicado posteriormente en el periódico de Santander La Atalaya los días 18 y 19 de mayo de 1913, en el primer aniversario del fallecimiento de don Marcelino.

Es quizá el documento más esclarecedor para conocer la vida cotidiana de

Menéndez Pelayo durante sus vacaciones en Santander, mostrándonos su actividad tranquila y rutinaria. Dice Lomba: “Tal era la vida del señor Menéndez Pelayo en Santander, que puede resumirse en dos palabras: sus estudios, su biblioteca”. También destaca una virtud poco frecuente entre los eruditos e investigadores, su generosidad hacia todos los que acudían a él en demanda de ayuda intelectual. Estaba disponible siempre para todos, ya fueran aficionados, estudiantes o especialistas y ponía a disposición del que le consultaba todo lo que sabía sobre el tema.

Queremos agradecer al Excmo. señor don Gonzalo Piñeiro García-Lago, Alcalde

de Santander, y al Concejal de Cultura don César Torrellas, el apoyo que nos han prestado en este proyecto que ahora comienza y que esperamos tenga una larga continuidad. El proyecto es modesto pero firme y confiamos ir sacando a la luz estudios, documentos, noticias bibliográficas, etc. relacionados con Menéndez Pelayo y sobre todo con su Biblioteca.

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Marcelino Menéndez Pelayo. De re bibliographica (Tomado de Revista Europea. Madrid, VIII (1876) nº 125, p. 65-73).

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Mi muy docto amigo y paisano: Días pasados dirigí a V. una breve impugnación de ciertas erradas afirmaciones acerca del pasado intelectual de España, vertidas por el Sr. D. Gumersindo de Azcárate en sus artículos sobre El Self-Government y la Monarquía doctrinaria. Dolíame allí del lamentable olvido y abandono en que tenemos las glorias científicas nacionales, en especial las filosóficas, abandono y olvido que, entre otros daños de menor entidad, trae el gravísimo de mantener a nuestra patria falta de todo carácter propio en las modernas evoluciones del espíritu humano, dejándonos a merced de cualquier viento de doctrina que sople de extrañas tierras, y siendo causa eficacísima de la anarquía y desconcierto que hoy nos aqueja y lleva trazas de prolongarse, si Dios no lo remedia. Él solo sabe si es útil o dañoso el sesgo que al presente llevan ciertos estudios en España, y si es el mejor antídoto contra la exageración innovadora la exageración reaccionaria. Lo que sí puede afirmarse es que ambos fanatismos se inspiran en libros extranjeros, por más que uno y otro sean de antiguo abolengo en nuestra historia filosófica, y que, tal vez sin darse cuenta de ello, obedecen los secuaces de tan opuestas ideas a las providenciales leyes del pensamiento ibérico, aunque incurriendo en no pocas aberraciones y alejamientos de las escuelas peninsulares, por no detenerse a estudiarlas como debieran, y a buscar dentro de España el anterior desarrollo de sus respectivos sistemas o los precedentes históricos que los han motivado. Pero dejando aparte tales consideraciones, vengamos derechamente al objeto de esta epístola y de las que, Dios mediante, han de seguirla, que se enderezarán sólo a desenvolver algunas indicaciones apuntadas en mi anterior, sobre los medios de reparar la ignorancia, hoy generalmente sentida, respecto a nuestra historia científica y aun a una gran parte (no despreciable por cierto) de la literaria.

Estos medios se reducen a tres: 1º Fomentar la composición de monografías bibliográficas. 2º Ídem de monografías expositivo-críticas referentes a cada ramo de la ciencia, o al menos a los que tienen historia importante en España. 3º Creación de seis cátedras nuevas en los Doctorados de las Facultades, con otras instituciones encaminadas al mismo propósito. Trataré brevemente de cada uno de estos proyectos, dividiendo mi trabajo, a guisa

de sermón, en tres puntos. I.- ESTUDIOS BIBLIOGRÁFICOS Acúsase con frecuencia a la Bibliografía, por los extraños a su cultivo, de ciencia

árida e indigesta, de fechas y de nombres, superficial y frívola al mismo tiempo, como que sólo para la atención en los accidentes externos del libro, en la calidad del papel y de los tipos, en el número de las hojas, y limita sus investigaciones a la portada y al colofón, sin cuidarse del interior del volumen, que para ella suele estar tan cerrado como el de los siete sellos. No ha de negarse que hay hartos bibliófilos (si tal nombre merecen)

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acreedores a esta y aun a otras más acres y no menos fundadas censuras; y en verdad que se duda a veces entre la risa y la indignación al ver a ciertos acaparadores de libros estimar el mérito de los trabajos del humano ingenio por su mayor o menor escasez en el mercado, despreciando, v. gr., los clásicos griegos y latinos porque se encuentran a toda hora, en cualquier forma y en variedad de ediciones, al paso que dan suma importancia a los libros de jineta, de esgrima, de cetrería, de tauromaquia, de heráldica o de arte de cocina, por raros y difíciles de encontrar en venta. Y produce ciertamente triste impresión la lectura de muchos catálogos bibliográficos, cuyos autores para nada parecen haber tenido en cuenta el valor intrínseco de los libros, fijándose sólo en insignificantes pormenores propios más de un librero que de un erudito. Pero no es ese el verdadero procedimiento del bibliógrafo, ni puede llamarse trabajo científico, sino mecánico, el descarnado índice de centenares de volúmenes cuyo registro externo arguye a lo sumo diligencia y buena fortuna, nunca dotes intelectuales ni saber crítico. Y la crítica ha de ser la primera condición del bibliógrafo, no porque deba éste formularla con todo el rigor del juicio estético y de la apreciación histórica diestramente combinados, sino para que sepa indicar de pasada los libros de escaso mérito, entresacando a la par cuanto de útil contengan, y detenerse en las obras maestras, apuntando en discretas frases su utilidad, dando alguna idea de su doctrina, método y estilo, ofreciendo extractos si escasea el libro; reproduciendo íntegros los opúsculos raros y de valor notable, y añadiendo sobre cada una de las obras por él leídas y examinadas un juicio no profundo y detenido como el que nace de largo estudio y atenta comparación, sino breve, ligero y sin pretensiones, como trazado al correr de la pluma por un hombre de gusto; juicio espontáneo y fresco (si vale la expresión), como que nace del contacto inspirador de las páginas del libro; impresiones vertidas sobre el papel con candor e ingenuidad erudita. ¡Qué obra más útil, a la par que deliciosa es un catálogo bibliográfico redactado de esta manera! Así concebida la Bibliografía, es al mismo tiempo el cuerpo, la historia externa del movimiento intelectual, y una preparación excelente e indispensable para el estudio de la historia interna. Los registros de obras hechos sin estas condiciones serán útiles en el sentido en que lo son los catálogos de editores y libreros, pero no serán trabajo de literato, sino de mozo de cordel; no llamemos a sus autores bibliógrafos, sino acarreadores y faquines de la república de las letras. 1

Por dicha, los bibliógrafos españoles (con excepciones raras) han sido fieles a la misión importantísima que la ciencia por ellos cultivada debe cumplir, y aun algunos pueden presentarse como dechados, si no de todas, de la mayor parte de las cualidades indicadas. No son escasos los frutos de la investigación erudita entre nosotros; pero aun resta no poco que trabajar en este campo. De los Diccionarios y Catálogos hoy existentes, ya impresos, ya manuscritos, puede hacerse la división siguiente:

1ª Bibliotecas generales 2ª Etnográficas 3ª Corporativas 4ª Regionales 5ª Por materias 6º Índices y Catálogos de bibliotecas públicas y particulares

1.- Expresión del doctor Puigblanch

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Tiene nuestra España la gloria de poseer una de las bibliografías generales más

extensas y con más diligencia trabajadas, doblemente admirable si consideramos el tiempo en que fue compuesta, en las dos bibliotecas Vetus y Nova de Nicolás Antonio, dadas a la estampa la segunda en 1672, y póstuma la primera en 1696, gracias a la munificencia del cardenal Aguirre y a los desvelos del deán Martí. Breves y de escasa importancia eran los ensayos anteriores al colosal trabajo del bibliógrafo sevillano.

El comentario elegantísimo De doctis Hispaniae viris, o sea Apología pro adserenda hispanorum eruditione, del docto profesor complutense Alfonso García Matamoros (vertido al castellano en el siglo pasado por el canónigo Huarte), no es otra cosa que un panegírico de nuestras letras, en que se mencionan muy pocos autores y escasísimos libros, sin indicaciones tipográficas de ninguna especie. La Bibliotheca Hispaniae de Andrés Peregrino (o sea el P. Andrés Scotto) puede aún consultarse con provecho en ciertos lugares, y mereció bien de nuestras letras su extranjero autor, sólo por el intento, pero es de limitada utilidad bibliográfica a pesar de su volumen, pues de los tres de que consta, versa el primero sobre la religión, universidades, bibliotecas, concilios y reyes de España, y en los dos restantes, tras de intercalarse asimismo materias extrañas, se habla más de los autores que de los libros, y por lo general sólo de los contemporáneos del jesuíta flamenco, que dió a luz su obra en Francfort el año de 1608. Un año antes había salido de las prensas maguntinas un Catalogus clarorum Hispaniae scriptorum a nombre de Andrés Taxandro, índice sucinto y descarnado que generalmente se atribuye al mismo Scotto. Así en el Catálogo como en la Biblioteca se hace mérito casi únicamente de los escritores que usaron la lengua latina, falta que intentó remediar el toledano D. Tomás Tamayo de Vargas, formando un índice bastante copioso de obras castellanas, con el título no impropio de Junta de libros la mayor que España ha visto en su lengua. Manuscrito permanece en la Biblioteca Nacional este catálogo, hoy de escaso valor como libro de consulta, dado caso que le disfrutaron ampliamente Nicolás Antonio y otros bibliógrafos. Con tan escasos auxilios comenzó su tarea, en verdad hercúlea, el autor de la Censura de Historias Fabulosas, prosiguióla con ardor creciente y jamás igualada diligencia, y logró darle cima en lo posible, consagrando a ella el bien aprovechado trabajo de su vida entera. De eterna admiración son dignos sus esfuerzos, pues si reflexionamos las gravísimas dificultades con que se tropieza para formar la bibliografía del ramo menos cultivado del saber humano, el índice de los trabajos relativos a un solo punto de la ciencia, el catálogo de los escritores de una provincia, de un pueblo de limitada importancia, ¡cómo no asombrarnos de esa titánica empresa de dar a conocer en un libro cuanto en España se había escrito desde la era de Augusto hasta fines del siglo XVI, sobre cualquier materia y en cualquiera forma! Y ¿quién ha de parar la vista en los errores, en las omisiones, en las faltas de pormenor inevitables en obra semejante? Aunque mucho más graves fueran, no bastarían a contrapesar las singulares excelencias de erudición y crítica, la riqueza incomparable de noticias recogidas en aquellos cuatro volúmenes, que son aun, y serán por mucho tiempo, el monumento más grandioso levantado a la gloria de las ciencias y de las letras españolas. Conviene consultar la obra de Nicolás Antonio en la reimpresión matritense de 1783 y 1788, en que se agregaron a la Bibliotheca Nova las adiciones manuscritas del mismo autor, y se acrecentó la Vetus con las copiosísimas aunque mal digeridas notas del sabio hebraizante y numismático Pérez Bayer.

El segundo ensayo de bibliografía general debióse a D. José Rodríguez de Castro, que con erudición notable, aunque sin método ni crítica, se propúsose refundir, acrecentar y continuar las Bibliotecas de Nicolás Antonio en la suya Española, que no pasó del siglo XIV, si bien, con haber quedado tan a los principios, es obra de indispensable consulta en

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la parte hispano-romana y en la de los tiempos medios, y puede considerarse como el mejor suplemento a la Bibliotheca Vetus.

Al lado de Nicolás Antonio, padre de nuestra bibliografía, debemos colocar el nombre del rey de nuestros modernos eruditos, D. Bartolomé J. Gallardo, en cuyas admirables papeletas, diestramente ordenadas por los Sres. Zarco del Valle y Sancho Rayón veo casi realizado (un poco más de crítica no sobraría) el ideal de la labor bibliográfica, tal como la concibo y expuse al comienzo de esta epístola. El Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, riquísimo en extractos y noticias, suple gran parte de las omisiones de Nicolás Antonio respecto del siglo XVI, suministra datos y documentos sobre toda ponderación interesantes para la historia de nuestra literatura y en especial de la poesía lírica y de la dramática, y es de utilidad más directa e inmediata que ningún otro libro de bibliografía nacional para todo linaje de curiosos y de lectores. ¿Por qué desdicha no han visto aún la pública luz los últimos volúmenes de esta obra excelente, suspendida desde 1866 en la letra F? ¿A qué director de Instrucción Pública estará reservada la gloria de procurar la impresión de lo restante?

Empresa es harto difícil el formar la bibliografía del siglo en que vivimos, fértil como ninguno en folletos, opúsculos, memorias, periódicos y hojas volantes. En parte muy considerable, realizáronlo, sin embargo, los señores D. Dionisio Hidalgo y don Manuel Ovilo y Otero en sendos Diccionarios de no poco volumen, impreso en cinco tomos el primero, desde 1861 a 1868, e inédito en la Biblioteca Nacional el segundo, del cual publicó en París un extracto con título de Manual la casa de Rosa y Bouret. Como escritos de bibliografía general pueden considerarse, además de los citados, la Tipografía Española del P. Méndez, adicionada por Hidalgo, los Apuntamientos de nuestro paisano D. Rafael Floranes sobre el mismo asunto, y el specimen de Diosdado Caballero De prima tipographiae hispanae aetate, con otros opúsculos de menor cuantía relativos al primer siglo de nuestra imprenta. Y si agregamos la voluminosa Bibliografia crítica (no en todo española) del trinitario Fr. Miguel de San José, los trescientos artículos que añadió Floranes a Nicolás Antonio, los excelentes que en las Revistas Universitaria y de Instrucción pública dio a luz el bibliotecario ovetense D. Aquilino Suárez Bárcena, y alguna que otra tentativa semejante 2 tendremos casi completo el índice de los estudios generales de bibliografía española realizados hasta el momento en que trazo estas líneas.

Y continuando, amigo mío, en esta reseña de lo hasta hoy trabajado para indicar después con más holgura lo que aun falta llevar a cabo, mencionaré las dos únicas bibliotecas etnográficas que poseemos, la Arábico-Hispano-Escurialensis de Casiri y la Rabínico-Española de Rodríguez de Castro, ninguna de las cuales satisface las exigencias de la crítica moderna, por más que la primera fuese, en el tiempo en que salió a luz, una revelación y hoy mismo parezca de utilidad grandísima, dado caso que no existe obra alguna que pueda con ventaja sustituirla.

Pero aparte de la falta de método, harto sensible, y de los reparos que la ciencia contemporánea ha puesto a algunas de las traducciones allí incluidas, ha de confesarse que la obra de Casiri, reducida al catálogo de los manuscritos arábigos de una Biblioteca, siquiera sea de las más ricas en este ramo, no puede suplir, sino en parte y muy indirectamente, la falta de una Bibliografía arábigo-española completa, más necesaria a medida que adelantan los estudios orientales, tan interesantes para la historia de nuestra cultura. A los arabistas españoles toca llenar este vacío, y uno de los más distinguidos, el Sr. Fernández González, está encargado oficialmente de completar y corregir el catálogo de Casiri, lo cual nos da esperanza de ver realizado antes de mucho el común deseo de nuestros eruditos, si, como creemos, el docto profesor no se limita a esta preliminar tarea,

2.- En alguna parte hemos leído que el Sr. D. Carlos Ramírez de Arellano, residente en Córdoba, tiene hechas

adiciones a Nicolás Antonio

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sino que emprende la formación del apetecido índice de autores árabes-españoles, ya conservados en nuestras bibliotecas, ya en las extranjeras. En cuanto a la obra de Rodríguez de Castro, superior en riqueza de noticias a las anteriores de Wolfio y Bartholoccio, táchanla no pocos hebraizantes modernos de superficial y poco exacta, y fuera de desear que entre la nueva generación masorética, educada por el sabio doctor García Blanco, se hallase algún bibliófilo, docto, a la par, en la lengua santa y en sus afines y derivadas, que tomase a su cargo las adiciones y enmiendas al trabajo de nuestro bibliotecario.

En la clase de Bibliotecas corporativas pongo en primer término las de comunidades religiosas, limitada alguna de ellas a España, generales las más y obra de autores extranjeros.

Por la parte considerable que encierran de nuestra bibliografía, son dignos de especial mención los Anales franciscanos de Wadingo y su continuador Harold; la Biblioteca de la misma orden, formada por Fr. Antonio de San José; la excelente de escritores dominicos, de Quetif y Echard, a la cual precedieron los ensayos de Antonio Senense, Alfonso Fernández y Fr. Ambrosio de Altamira; la Carmelitana de Cosme de Villiers de San Esteban; el Alphabeto Augustiniano de Fr. Tomás de Herrera; las Bibliothecas Cistercienses, de Vischio y Muñiz, y otros menos extensos y conocidos catálogos de autores pertenecientes a diversas Órdenes, que no mostraron tanto esmero como las anteiores en la conservación de sus Memorias literarias.

A todo lo cual deben agregarse las numerosas historias de las mismas sociedades monásticas, que, sin ser obras propiamente bibliográficas, encierran, no obstante, un tesoro de noticias acerca de no pocos escritores, siendo notables, en tal concepto, la Crónica de la Orden de San Benito, de Yepes, la que en muy elegante estilo escribió de los Jerónimos el P, Sigüenza, y otras que fuera prolijo, y no parece necesario, enumerar. Pero ninguna Orden religiosa ha excedido a la Compañía de Jesús en lo esmerado y completo de su extensa y curiosísima bibliografía. Ya en 1608 publicóse en Amberes el catálogo de escritores jesuitas, formado por el ilustre P. Rivadeneyra. Continuáronle Nieremberg, Alegambe y otros egregios varones de la Compañía, así nacionales como extranjeros, y llegados los tiempos de expulsión y extrañamiento, dos jesuitas de la provincia de Aragón, Diosdado Caballero y Onofre Prat de Sabá, formaron con notable diligencia sendos catálogos de los deportados españoles que tan gallarda muestra habían dado de su saber en todo linaje de ciencias y disciplinas. A coronar todos estos ensayos, y otros que al presente no recuerdo, vino en 1859 la muy erudita Bibliothèque des ècrivains de la Compagnie de Jésus, publicada en Lieja por los PP. Agustín y Luis Backer, obra que adolece no obstante, sin duda por la dificultad de la empresa, de omisiones y aun yerros, por lo menos en la parte española.

No menos poderosos, influyentes, conspicuos y fecundos en ilustres escritores que las Órdenes fueron los llamados Colegios Mayores, muertos a mano airada por D. Manuel de Roda en tiempo de Carlos III. De los escritores salidos del seno de tales corporaciones, poseemos notable bibliografía, gracias a la diligencia de Rezábal y Ugarte, y encuéntranse además noticias en la Historia del Colegio Viejo de San Bartolomé de Salamanca, que ordenó el marqués de Alventos.

Como incluidos también en la sección bibliográfica de corporaciones, pueden estimarse los catálogos de escritores alumnos o maestros de las Universidades de Salamanca, Oviedo, Zaragoza, y Valencia, que acompañan a las Memorias históricas de dichas escuelas, publicadas en estos últimos años por los Sres. Doncel y Ordaz, Canella y Secades, Borau y Velasco, si bien tales apéndices son por su naturaleza harto breves, y sólo pueden servir de índices o registros para quien emprenda formar la Bibliografía universitaria ibérica, no intentada aún por nadie, que yo sepa.

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Mucho más rica que la sección anterior, es la de Bibliotecas Regionales, en la cual comprendo las de reinos, provincias, comarcas y ciudades. A continuación va el índice de las que conozco, muy incompleto sin duda, pero que demuestra el grado de cultivo obtenido en España por esta rama de la erudición bio-bibliológica.

PORTUGAL. Excede en este punto a las demás regiones peninsulares: posee la magna Bibliotheca Lusitana, de Barbosa Machado (a quien precedieron en su empresa Juan Franco Barreto, Jorge Cardoso y algún otro), y el admirable Diccionario bibliográfico, de Inocencio da Silva, que aumenta y corrige la obra de su predecesor y la continúa hasta nuestros días.

En la Biblioteca Nacional se conserva un manuscrito del Sr. D. Domingo Perez, relativo a los ingenios portugueses que han escrito en lengua castellana.

VALENCIA. Sigue a Portugal en materia bibliográfica. Aparte de los ensayos hechos en el siglo XVII por Onofre Esquerdo y D. Diego de Vich, cuenta tres bibliotecas impresas: la del P. Rodríguez, continuada por el P. Savalls; la de Jimeno y la de su adicionador Pastor y Fuster, que la prosiguió hasta 1829. Hanse publicado ademas diversos opúsculos eruditos sobre puntos aislados de la historia literaria de aquel reino, y entre ellos El teatro en Valencia, de D. Luis Lamarca.

ARAGÓN. A ninguna de nuestras bibliotecas regionales cedería la de Latassa, si la falta de método y lo farragoso e indigesto del estilo no oscurecieran las cualidades de erudición y exactitud que en ella resaltan. Esperamos que los iniciadores de la Biblioteca Aragonesa refundan, amplíen y terminen este trabajo. Acerca de la Imprenta en Zaragoza, conozco un curioso folleto del Sr. Borao 3

CATALUÑA. Aparte de otros catálogos anteriores de menor importancia, posee el Diccionario de escritores catalanes, de Torres Amat, ligero e incompleto, aunque rico en noticias, y el Suplemento al mismo, de Corominas y Aleu, que repara muchas de sus omisiones. Aun resta no poco que trabajar en la bibliografía del Principado, pero es de creer que agote la parte lemosina el docto bibliotecario señor Aguiló, en su obra premiada, ha no pocos años, por la Biblioteca Nacional, aunque por desdicha no impresa todavía. Sobre escritores gerundenses existe una Memoria del Sr. Girbal.

ISLAS BALEARES. D. Joaquín M. Bover ha publicado una extensa y erudita Bibliografía de la cual se han hecho dos ediciones, muy aumentada la segunda, que puede considerarse como obra nueva.

Las regiones del Mediodía, Centro y Norte de la Península han sido en esta parte menos afortunadas que Portugal y la Corona aragonesa. Los estudios bibliográficos (con alguna excepción) han sido más breves en Castilla, y muchos de ellos permanecen inéditos. Tengo noticia de los siguientes:

ANDALUCIA. Sevilla.- Rodrigo Caro (Claros varones en letras, naturales de Sevilla), y sus continuadores D. Diego Ignacio de Góngora y D. Juan Nepomuceno González de León, el analista Ortiz de Zúñiga, Arana de Varflora, o séase el P. Valderrama (Hijos ilustres de Sevilla), Matute y Gaviria, más que todos diligente; muchos contemporáneos nuestros, entre los cuales recordamos a los señores Colom, Álava, Asensio, Gómez Aceves, Lasso, etc., y la Sociedad de bibliófilos andaluces, han acopiado innumerables datos para la bibliografía hispalense, siendo de lamentar que no se hallen reunidas en una obra de fácil manejo las noticias hoy dispersas en manuscritos, libros no frecuentes, prólogos y artículos de revistas. La Biblioteca Nacional premió tiempo atrás la Tipografía Sevillana, del Sr. Escudero y Perosso.

3 .- A Latassa precedió en su empresa el cronista Andrés Ustarroz con un Indice de escritores aragoneses.

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Cádiz.- Sólo he visto el Diccionario biográfico de Cambiaso, sobremanera incompleto.

Córdoba.- Hijos ilustres de esta provincia, manuscrito del Sr. D. Luis M. Ramírez de las Casas Deza, conservado en la Biblioteca Nacional. Es más biográfico que bibliográfico y crítico.

CASTILLA LA NUEVA. Madrid.- El Diccionario de Álvarez Baena tiene de bibliográfico muy poco, y esto con frecuencia inexacto. Más que a los escritores atiende a los nobles nacidos en Madrid, a quienes, por el solo hecho de serlo, considera ilustres, deteniéndose con fruición a trazar sus genealogías y describir sus escudos de armas.

Toledo.- Es muy de sentir que el diligente cronista de la Imperial ciudad, Sr. Gamero, ha poco difunto, no hubiese dedicado una parte de sus aprovechadas tareas a la formación de una Biblioteca toledana. Las únicas noticias que sobre el particular se han recogido, hay que buscarlas en su Historia y en las de otros analistas anteriores, que por incidencia traen algo aprovechable para la historia literaria.

Cuenca.- Posee, no un seco catálogo de ediciones, ni un fárrago de apuntes biográficos, como otras provincias menos afortunadas, sino una serie de admirables estudios, modelos de erudición y de crítica, que debieran ser luz y espejo de bibliógrafos y eruditos. Cuatro tomos de notable volumen lleva publicados el Excmo. Sr. D. Fermín Caballero, relativos a Hervás y Panduro, Melchor Cano, el Dr. Montalvo y los hermanos Juan y Alfonso de Valdés. En ellos ha dado a conocer, no sólo la importancia científica y literaria de cada uno de sus personajes, sino las ideas y el espíritu de la época en que vivieron y la atmósfera intelectual que respiraron. La tipografía conquense queda asimismo ampliamente ilustrada en el opúsculo La imprenta en Cuenca, del mismo autor.4

EXTREMADURA. El Excmo. Sr. D. Vicente Barrantes, infatigable explorador de las glorias de su país natal, es autor de un Catálogo bibliográfico de obras útiles para la historia de Extremadura, premiado por la Biblioteca Nacional, y hoy refundido en el Aparato bibliográfico, del cual sólo ha visto la luz el primer tomo. En él anuncia el Sr. Barrantes hallarse ocupado en una bibliografía de extremeños ilustres, que servirá de complemento a sus notables estudios.

CASTILLA LA VIEJA Y REINO DE LEÓN. Doloroso es decirlo, pero necesario. Las provincias castellanas y leonesas han manifestado escasísimo interés en la conservación de sus memorias literarias. Segovia posee el apéndice de escritores que añadió Colmenares a su Historia. En los anales eclesiásticos y seculares de las demás capitales y poblaciones de importancia se encuentran esparcidas muchas noticias útiles, pero no expuestas con criterio bibliográfico ni en forma erudita. Ni aun ciudades de tan gloriosa historia como Valladolid y Burgos, ni aun la Atenas española, foco de saber y de cultura, centro además de una escuela literaria en días no muy lejanos, han cuidado de formar sus catálogos bibliográficos. Si algo se ha intentado en tal sentido, son tan escasas la extensión e importancia de los ensayos, que sus títulos y los nombres de sus autores se van de la memoria y de la pluma.

LAS ASTURIAS. Asturias de Santillana o Montaña de Santander.- Sepárola de Castilla, con la cual no tiene otras relaciones que las puramente administrativas y las comerciales, y la asocio, como más afín, al Principado de Asturias. De extensión territorial harto reducida, pero con historia y costumbres propias, la comarca montañesa, patria nuestra muy amada, recuerda con orgullo no pocos blasones literarios, alcanzados por naturales y oriundos de su suelo. A pesar de haberse contado entre ellos eruditos y bibliógrafos tan eminentes como Floranes, el P. La Canal y La Serna Santander, ninguno pensó en registrar ordenadamente los trabajos científicos de sus conterráneos. Algo se ha

4.- Bien lejano me hallaba yo, al trazar estas líneas, de tener que deplorar al pie la pérdida reciente y dolorosísima de este sabio, pérdida grande para las letras, inmensa para los que fuimos sus amigos.

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intentado en nuestros días. La Biblioteca Nacional ha premiado en el presente año un Diccionario de obras útiles para la historia de Santander, obra de un extraño a nuestro país, el Sr. D. Enrique de Leguina, a quien debemos agradecimiento por su diligencia. Y aunque parezca de mal tono literario sacar a plaza el propio nombre, y más cuando éste es de sobra oscuro e insignificante, sabe Vd., amigo mío, que me he propuesto formar una serie de monografías crítico-bibliográficas acerca de nuestros escritores, de la cual ha visto la luz pública el primer estudio dedicado a la apreciación de las producciones del ilustre santanderino D. Telesforo Trueba y Cosío.

Asturias de Oviedo.- A fines del siglo pasado, el docto canónigo de Tarragona González Posada acometió la empresa de formar una Biblioteca de escritores asturianos. El primer bosquejo de su trabajo, remitido por él a Campomanes, ha visto la luz pública como anónimo en el tomo I del Ensayo de una biblioteca española formado sobre los apuntamientos de Gallardo. Extendidas con la brevedad que allí aparecen las primeras notas, dio Posada mayor extensión a sus trabajos, y con el título no muy propio de Memorias históricas del Principado, publicó un primer tomo que abraza sólo la letra A de su Diccionario, no limitado ya a los escritores, sino comprensivo de todos los asturianos ilustres. Perdióse en Tarragona, de la manera que usted sabe, el resto de su obra, harto farragosa y poco crítica, y hasta estos últimos años no se pensó en reparar su falta con una nueva Biblioteca asturiana. Hála formado con diligencia el Sr. Fuertes, catedrático de este Instituto, y se guarda el manuscrito en la Biblioteca Nacional.

GALICIA. Existen: un Diccionario de escritores gallegos (lastimosamente interrumpido en su publicación), del Sr. Murguía; un Catálogo de libros útiles para la historia de aquel reino, formado por el bibliotecario de la Universidad de Madrid D. José Villaamil y Castro, y el ensayo (manuscrito en la Biblioteca Nacional) sobre La imprenta en Galicia, del Sr. Soto Freire.

No tengo noticia de más bibliografías peninsulares, faltando, entre otras (y es falta notable en provincias tan apegadas a sus tradiciones), la vasco-navarra, para la cual sólo se hallan noticias sueltas esparcidas en muy desemejantes libros y folletos. 5

Existen además las siguientes Bibliotecas americanas, sin otras que de seguro no habrán llegado a mi conocimiento:

General. Biblioteca americana vetustísima, de Harrise.- La Imprenta en América, del mismo.

MÉJICO. Aparte del ensayo dado a la estampa en el siglo pasado por Eguiara y Eguren, posee el antiguo imperio azteca, joya de la corona castellana en más felices días, la excelente Biblioteca americana septentrional, de Beristain y Souza, digna de ser puesta en parangón con las de Inocencio da Silva, Fuster y Latassa.

ISLA DE CUBA. En la Biblioteca Nacional se conserva un manuscrito moderno, más biográfico que bibliográfico, acerca de los ingenios nacidos en esta colonia. No recuerdo el nombre de su autor.

REPÚBLICAS DEL SUR. No se han publicado bibliografías general ni especiales, pero sí unos extensos Ensayos biográficos acerca de sus poetas, obra del Sr. Torres Caicedo.

Con intento más científico que el de las bibliotecas regionales, se han formado en España algunas por orden de materias. Su número es por desgracia harto breve. Entre ellas merecen especial recuerdo la Historia bibliográfica de la medicina española de Hernández Morejón, y la que con el título de Anales publicó don Anastasio Chinchilla; La Botánica y los Botánicos de la Península hispano-lusitana, obra del Sr. Colmeiro (D.

5.- No hacen excepción los Varones ilustres alaveses, de Landazuri (blanco de las iras de nuestro Floranes), el Diccionario biográfico de encartados, de D. Martín de los Heros, ni los estudios sueltos de varios bibliófilos bilbaínos. También hay noticias útiles en Los Vascongados del Sr. R. Ferrer.

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Miguel); la Biblioteca mineralógica, de los Sres. Maffei y Rua Figueroa; el Diccionario de bibliografía agronómica, de D. Braulio Antón Ramírez; la Biblioteca Marítima de Navarrete; la de Economistas, del Sr. Colmeiro (D. Manuel); la de Historiadores de reinos, ciudades, villas, iglesias y santuarios, de D. Tomás Muñoz Romero; el admirable Catálogo del teatro antiguo español, del malogrado y eruditísimo La Barrera, libro que en saber y diligencia deja muy atrás los ensayos antecedentes. Si a estas siete obras, nacidas las más en buena parte de los concursos de la Biblioteca Nacional, agregamos la comenzada Biblioteca de traductores de Pellicer; el Catálogo de piezas dramáticas anteriores a Lope de Vega, que acompaña a los Orígenes del Teatro Español, bellísimo estudio de Moratín; el Índice del Teatro del siglo XVIII, que puso el mismo egregio dramaturgo al frente de sus Comedias; los muy copiosos y esmerados Catálogos de pliegos sueltos y libros que contienen romances, unidos por el sabio Durán a la última edición de sus Romanceros; los de Poemas heroicos, místicos, históricos, burlescos, etc., publicados por los Sres. D. Cayetano Rosell y D. Leopoldo A. de Cueto 6 en los tomos XXIX y LXVII de la Biblioteca de Autores Españoles; los Índices cronológicos de dramáticos del siglo XVII, incluidos en la misma colección por el Sr. Mesonero Romanos; el de Libros de caballerías españoles y portugueses, del Sr. Gayangos; y descendiendo a trabajos de menor extensión e importancia, la Biblioteca militar española de García de la Huerta, y el Catálogo de escritores de veterinaria, del Sr. Llorente y Lázaro, tendremos casi completa la lista de las monografías bibliográficas, por orden de materias, dadas hasta hoy a la estampa. Pero inéditas se conservan algunas más, premiadas o adquiridas casi todas por la Biblioteca Nacional, cuales son: el Catálogo de escritores de Bellas Artes en España, del Sr. Zarco del Valle; el de Relaciones y Fiestas, de D. Genaro Alenda, inteligentísimo ordenador de la sala de Varios de dicho establecimiento; la Monografía acerca de las colecciones de refranes, obra del Sr. Sbarbi, que se dispone a publicarla, a par de la rica y curiosa colección que con el título de Refranero da a la estampa, llevando ya impresos cinco volúmenes; el Catálogo de periódicos, del Sr. Hartzenbusch (D. Eugenio); el de Escritores de matemáticas en el siglo XVI, formado por el Sr. Picatoste; el muy rico y extenso del Moderno teatro español, de D. Manuel Ovilo y Otero; la Biblioteca jurídica, de Fernández Llamazares, y la de Poetas líricos antiguos y modernos, citada sin indicación de su autor en la Memoria de la Biblioteca Nacional correspondiente a 1872.

En punto a índices y catálogos de Bibliotecas públicas y particulares, con mencionar, aparte de los registros e inventarios de diversas colecciones formados en los siglos XV, XVI y XVII sin rigor bibliográfico suficiente, 7 el Casiri ya citado, la excelente Bibliotheca Graeca Matritensis, de Iriarte (D. Juan), trabajo el más esmerado que ha salido de manos de nuestros helenistas, el índice de los manuscritos españoles conservados en las Bibliotecas de Roma, de Hervás y Panduro, el Catalogue of the Spanish Mss. in the British Museum, del Sr. Gayangos, el de Manuscritos españoles de las Bibliotecas de París, dado a la estampa años ha por don Eugenio de Ochoa, los diversos Índices de la Universidad de Salamanca, y los tres riquísimos y extensos Catálogos de nuestro La Serna Santander (Bruselas, 1803, 5 volúmenes), del marqués de Morante y de Salvá, tendremos expuesto lo más notable que sobre el particular recuerdo.

A estas seis especies de bibliotecas pudieran añadirse otras dos, la de épocas y la de sectas religiosas. Pero no habiendo de la primera clase más ejemplos que el Ensayo de una biblioteca de los mejores escritores españoles del reinado de Carlos III, de

6.- Formada tiene este eminente literato una Reseña bibliográfica de los poetas del siglo XVIII, que sería de desear viese la pública luz. 7.- Véanse, entre otros, los de las librerías del príncipe de Diana, la Reina Católica, Zurita, Antonio Agustín, Páez de Castro, etc. Entre todos descuella el Registrum de D. Fernando Colon, trabajo ya verdaderamente de bibliófilo.

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Sempere y Guarinos, y los dos Diccionarios de autores del siglo XIX, ya mencionados, y estando limitada por hoy la segunda a la admirable Biblioteca Wiffeniana del sabio profesor de Strasburgo, doctor Boehmer, relativa a los protestantes españoles del siglo XVI, no he juzgado necesario hacer clase aparte de tales libros. Por razón análoga omito las bibliografías especiales de cada autor, de su escuela, discípulos, imitadores, etc.; pues, fuera de la Biblioteca Luliana de Roselló, inédita todavía, no conozco ninguna que forme libro aparte, dado que suelen acompañar como apéndices a las monografías crítico-bibliográficas de cada autor, que citaré en sazón más oportuna. 8

A todo este arsenal erudito han de añadirse las bibliografías generales de Brunet, La Serna Santander, Hain, y tantos otros que fuera prolijo citar aquí, libros de indispensable consulta, debidos en su mayor número a autores extranjeros.

Tal es (salvas inevitables omisiones) el caudal bibliográfico hoy existente. ¿Cuál de los métodos hasta ahora adoptados para la composición de este linaje de obras es más científico, más útil y satisface mayor necesidad en España? No dudo responder que el de materias. La Bibliografía general es, hoy por hoy, imposible en España, como en todas partes. Debe ser el desideratum de la erudición y de la crítica; pero no conviene empeñarnos en tentativas directas, y sin duda infructuosas, para conseguirlo. Deben fomentarse los trabajos eruditos acerca del movimiento intelectual en cada una de las regiones de nuestra Península, para que por tal camino se conserve la autonomía científica y literaria de que algunas ciudades, como Barcelona y Sevilla, disfrutan; adquieran otras la independencia, carácter y vida propia de que hoy, a pesar del número y calidad de sus ingenios, carecen; crezca en nosotros el amor a las glorias de nuestra provincia, de nuestro pueblo y hasta de nuestro barrio, único medio de hacer fecundo y provechoso el amor a las glorias comunes de la patria, y sea posible contrarrestar esa funesta centralización a la francesa, que pretende localizar en Madrid cuanto de vida literaria existe en todos los ámbitos del suelo español, borrando por ende toda diferencia y todo sello local, para obtener en cambio una ciencia y un arte reflejos pálidos de la ciencia y del arte extranjeros, no pocas veces antipáticos y repulsivos a nuestro carácter. Aparte de esta capital consideración, los catálogos de escritores provinciales conducirán en un término lejano a la formación de la bibliografía general; los estudios sobre la imprenta en cada una de nuestras ciudades formarán unidos la Tipografía Española, y los índices de libros útiles para la historia particular son materiales para el Aparato bibliográfico a la historia de España, obra que falta aún, como asimismo faltan el Arqueológico y el Diplomático, trabajos preparatorios indispensables, sin los cuales, y numerosas colecciones de documentos a más de las existentes, nunca lograremos poseer una Historia formal, erudita y digna de su nombre.

Pero aun más necesarias que las Bibliotecas regionales, de las cuales existe al cabo gran número, son las compuestas por materias, muy escasas todavía en España, libros que satisfacen de lleno las condiciones que la historia literaria tiene derecho a exigir de la bibliografía, pues su unidad interna no está limitada por las condiciones de tiempo y espacio, sino por la naturaleza de cada rama del saber, apareciendo los escritores en ellos incluidos como eslabones de la misma cadena. De este género de bibliografías, formadas con los requisitos que señalé al principio de la presente carta, es muy fácil el tránsito a las monografías histórico-críticas.

8.- Trabajos bibliográficos sueltos de notable importancia dieron a la estampa, entre otros que en sazón oportuna recordaremos, los señores D. Benito Maestre, y D. Luis Usoz y Río, sin rival el segundo en el conocimiento de las obras de nuestros heterodoxos del siglo XVI.

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Por desgracia, consideraciones materiales de poco levantada índole limitan en España, del modo que usted sabe, la producción de libros eruditos. No hay público para esta clase de trabajos, y su impresión, con frecuencia harto costosa, suele no ser accesible a las fuerzas de un particular, que teme empeñar sus recursos en un libro de difícil o dudosa venta. Por tal razón, hallo digna de toda alabanza la institución de premios anuales para este objeto en la Biblioteca Nacional, institución provechosísima de que nuestras letras son deudoras al insigne erudito D. Aureliano Fernández-Guerra y Orbe. En el escaso tiempo transcurrido desde el primer concurso hasta hoy, ha dado por naturales frutos un número de obras bibliográficas superiores en extensión y en importancia a cuanto se había trabajado en España en el medio siglo antecedente. Algo se ha detenido este movimiento desde el año 67, por una causa verdaderamente lamentable, que dará ocasión a la muerte de toda actividad bibliográfica, si pronto no se acude al remedio. Desde aquella fecha no se ha impreso una letra de ninguna de las obras premiadas, y, lo que es aun más de sentir, ha quedado incompleto el importantísimo Ensayo de Gallardo, Zarco del Valle y Sancho Rayón. ¿Cuál es la causa de semejante atraso? La ignoro: tal vez los malos tiempos que hemos corrido; tal vez la indiferencia con que en España se miran estas cosas. Pero sí afirmo que de no remediarlo presto quien puede y debe, daráse ocasión a que el público no tenga medio fácil de apreciar el acierto del Jurado en sus calificaciones, confiscaráse en provecho de los pocos literatos que en Madrid residen y pueden a toda hora concurrir a la Biblioteca Nacional lo que debiera ser patrimonio común de la erudición española, haráse cada día más difícil el conocimiento de nuestras riquezas literarias, y a la postre faltarán concurrentes a los premios, pues no es grande estímulo la mezquina recompensa pecuniaria a ellos aneja, ni aun la entrada en el Cuerpo de Bibliotecarios, para que consienta nadie en enterrar en la sala de manuscritos una obra, fruto tal vez de largos afanes y vigilias.

Es, pues, urgentísima la publicación de los trabajos hasta hoy premiados, y si arredrare a la Superioridad el escasísimo coste de tal empresa (pues aquí para todo lo útil se tropieza con dificultades increíbles, al paso que nadie para mientes en los gastos que ocasionan tantas y tantas cosas superfluas), creo que fuera preferible suspender por algunos años los concursos y publicar en tanto las obras existentes, a dejar de cumplir lo que se anunció en las condiciones de los concursos como parte (y la más esencial) del premio.

Pero tal vez se me dirá: ¿A qué tanta protección a esos estudios? ¿A qué fomentar la composición de obras bibliográficas, cuando existen tantas como ya dejo citadas, aparte de las muchas que habré omitido? ¿No se ha trabajado bastante en ese campo? ¿Quedan aún puntos sin explorar? ¿No sabemos bastante de nuestros escritores? La respuesta es muy sencilla: a continuación va el índice de algunos de los Diccionarios bibliográficos que nos faltan todavía. Elijo sólo aquellas materias de mayor y más reconocido interés, prescindiendo de otras muchas que solicitan de un modo menos imperioso la curiosidad erudita:

I.- Biblioteca de Teólogos

Escriturarios. Escolásticos. Dogmáticos. Moralistas.

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2.- De Místicos y Ascéticos. 3.- Filósofos. 4.- Moralistas no teológicos. 5.- Jurisperitos.

Civilistas Canonistas

6.- Políticos y tratadistas de Filosofía política. . 7.- Escritores de Alquimia, Química y Física.

(Pudieran dar materia a dos Bibliotecas, cuya formación incumbe de derecho a mi sabio amigo y maestro en materia bibliográfica, D. José R. de Luanco, autor de la excelente monografía acerca de Raimundo Lulio considerado como alquimista, y al Sr. Rico y Sinobas, ilustrador de las obras científicas del Rey Sabio).

8.- Zoólogos. 9.- Geógrafos y Cronologistas. 10.-.Arqueólogos. 11.-.Historiadores generales y de sucesos particulares. 12.- Historiadores de Órdenes religiosas y monasterios, Genealogistas, etc., etc.

(Sobre el segundo de estos grupos existe la Bibliotheca Genealógico-Heráldica, de Franckenau, o sea D. Juan Lucas Cortés; pero es muy incompleta). 9

13.- Estéticos, preceptistas, críticos e historiadores de la literatura. 14.- Orientalistas. 15.- Humanistas. 16.- Autores que han escrito de o en lenguas exóticas. 17.- Poetas españoles que han escrito en griego, en latín o en alguna de las

lenguas vulgares no habladas en la Península Ibérica. 18.- Líricos castellanos, galaico-portugueses y lemosines. 19.- Poetas épicos. 20.- Novelistas.

9 .- Citase otra de Salazar y Castro, que no hemos visto.

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21.- Biógrafos y Bibliógrafos. 22.- Anónimos, pseudónimos, plagiarios, curiosidades literarias. (Obra análoga al

excelente Diccionario de supercherías bibliográficas, de Quérard) 23.- Heterodoxos españoles. (Completar a Boehmer con la noticia de todos los

que en Iberia extravagaron de la fe católica antes y después de la Reforma protestante del siglo XVI).

24.- Biblioteca de Traductores de lenguas clásicas y de Poetas modernos. (Llevo muy adelantada esta Biblioteca). 25.- Traductores de idiomas vulgares. 26.- Escritores oriundos de España, aunque hayan nacido y escrito en país y

lengua extranjeros. Escritores extranjeros que han usado cualquiera de las lenguas peninsulares en todos o en alguno de sus escritos.

27.- Autores extranjeros que han escrito de cosas de España. 28.- Matemáticos ibéricos anteriores y posteriores al siglo XVI. 29.- Escritores de arte militar y otros asuntos análogos. 30.- Autores cuyas obras se han perdido. 31.- Escritoras españolas. Usted, amigo mío, ha de darnos antes de mucho esta obra, digna, sin duda, de su erudición, ingenio y acrisolado juicio.

Cuando esté realizado todo o la mayor parte de este programa, podrá decirse con fundamento que la bibliografía española queda ampliamente ilustrada. Hasta tanto, y mientras sigamos ignorando la mitad de nuestro pasado intelectual, no me cansaré de solicitar protección y apoyo para este linaje de estudios, de suyo áridos e ingratos, que reportan fatigas considerables, aunque no honra ni provecho. En mi próxima epístola trataré del segundo medio de promover el estudio de nuestra historia científica, o sea de las monografías expositivo-críticas.

Queda de usted apasionado amigo y paisano.

M. MENÉNDEZ PELAYO Santander, Junio de 1876

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Ediciones de De re bibliographica

Revista Europea. Madrid. VIII (1876) nº 125, p. 65-73.

Polémicas, Indicaciones y Proyectos sobre la Ciencia Española. Prólogo de Gumersindo Laverde Ruiz. Madrid, Imp. Víctor Saiz,1876. XXIX, 292 p., 1 h. Ver p. 49-78.

La Ciencia española. Polémicas, Indicaciones y proyectos. Prólogo de Gumersindo

Laverde Ruiz. 2ª. edición corregida y aumentada. Madrid, Impr. Central a cargo de V. Saiz, 1879. XXXII, 470 p. Ver p. 29-55.

La Ciencia española. (Polémicas, proyectos y bibliografia). 3ª. edición refundida y

aumentada. Madrid, Imp. A. Pérez Dubrull. 1887-1888. 3 v. (Colección de escritores castellanos, 52, 57, 64). Ver p. 45-86.

La Ciencia española. Madrid. Victoriano Suárez. 1933. 2 v. (Obras Completas, XX-XXI).

Ver v. I, p. 57-85. La Ciencia española. (Polémicas, proyectos y bibliografía). Buenos Aires, Emecé, 1947.

3 v. (Biblioteca Emecé, 74-76).

Madrid. CSIC. (Santander. Aldus). 1953-4. 3 v. Obras Completas. Edición Nacional, LVIII-LX). Ver v. I, p. 57-84.

La Ciencia española. Edición preparada por Enrique Sánchez Reyes. Santander, Aldus,

1913-1914. 3 v. (Edición nacional de las obras completas de Menéndez Pelayo, 58-60) Ver v. I, p. 57-84.

MENÉNDEZ PELAYO, Marcelino. Antología comentada. Introducción de Xavier Agenjo

Bullón. Santander, Librería Estvdio, 2002. 486 p. (Biblioteca Cantabria, 13). Ver p. 35-65.

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ANTONIO RUBIÓ Y LLUCH (1856-1936). Compañero y amigo de MP. Discípulo de Milá y Fontanals, le sucede en la cátedra de la Universidad de Barcelona. Académico de la española, colaboró en numerosas publicaciones periódicas como el Boletín de la Real Academia de la Historia o El Anuari de l’Institut d’Estudis Catalans. Entre sus obras podemos citar La expedición y dominación de los catalanes en Oriente juzgadas por los griegos (1883) y Documents per l’historia de la cultura catalana mitjeval (1908-1921). La continuada relación de profunda amistad con Menéndez Pelayo a lo largo de su vida desde que se conocieron cuando tenían 15 años en Barcelona, se encuentra reflejada en la amplia correspondencia cruzada entre ambos. Ver Marcelino Menéndez Pelayo. Epistolario. Edición al cuidado de Manuel Revuelta Sañudo. Madrid, Fundación Universitaria Española, 1982-1991. 23 v. (EG).

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Antonio Rubió y Lluch. Menéndez Pelayo. (El Tiempo. México, 15 diciembre 1891).

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Al reanudar mis revistas literarias después de dos meses de permanencia en Madrid, confieso que no he vacilado en la elección del asunto con que entretener á mis lectores. El recuerdo de Menéndez Pelayo impreso tenazmente en mi memoria me impide por de pronto hablar de otra cosa que no sea de él, de sus libros y de su agitada vida intelectual.

No recuerdo haber ido ninguna vez a Madrid, hallándose allí mi amigo, sin que mi primera ocupación haya sido el verle y visitarle. Apenas sacudido el polvo del camino y puestos en orden, siquiera provisional, mis bártulos, mis primeros pasos, al echarme a la calle, como impelidos por fuerza irresistible, se han dirigido a la del Arenal, en cuyo extremo se alza la modesta fonda donde hace diez y seis años por lo menos, que vive Marcelino. Y digo Marcelino, porque este es el nombre con que generalmente se le conoce en Madrid entre el mundo literario, y porque es el de pila, el único que suelen grabar en el corazón los buenos amigos.

Generalmente no tengo que recorrer larga distancia para darme el gusto de abrazar a mi amigo y condiscípulo, pues acostumbro a tomar habitación en la misma fonda u hotel de las Cuatro Naciones, que es la de su residencia. En tal caso desciendo con velocidad los pocos o muchos escalones que separan nuestros respectivos cuartos, y me detengo ante el número 30 del piso principal, el tiempo necesario para golpear ligeramente con los nudillos de los dedos la puerta y oír la voz de adelante que me franquea la entrada. Al recorrer antes el oscuro y largo corredor, la claridad que asoma por las dos ventanillas de la habitación que a él dan, me indican ya que el que allí vive aprovecha el tiempo y que no voy a interrumpir su sueño, porque se ha de tener en cuenta que mi visita en aquella hora, en que el tren del Mediodía llega a la Corte que suele ser la de las 8 de la mañana, tiene en Madrid todos los caracteres de matinal e intempestiva. El madrileño pur sang no suele despertarse hasta las 11 ó las 12 de la mañana, y alguno conocí yo que ponía su reloj despertador a la una de la tarde.

Menéndez Pelayo no es de ese número. Abre sus ojos a la luz del nuevo día, casi a sus primeros fulgores hibernales, cuando:

hermosa la mañana rica de luz y de oriental aroma, imprime sobre mármoles y muros las huellas de su beso luminoso,

como dice en su preciosa poesía Difuggere nives. El que tenga con él confianza y pueda escalar su habitación a esa hora, sin que ningún mozo de la fonda detenga su paso, le hallará todavía en cama, es cierto, pero con un libro abierto en la mano; cuando no escribiendo con febril pulso sobre el blanco papel. Pero no adelantemos ideas. Describamos ante todo el famoso personaje, que de tal podemos calificarle, que desde el fondo de aquel tugurio lanza libros que después son la admiración de cuantos en ambos mundos hablan la rica lengua castellana. Menéndez Pelayo se halla hoy en el lleno de su juventud. Contará a lo sumo treinta y cinco años, ricos de salud y de lozanía intelectual. De estatura regular, de anchas espaldas y robusto pecho, no es, sin embargo, lo que suele llamarse un buen mozo. Más que su figura, ni desmedida ni arrogante, llaman la atención su rostro largo y ovalado, de

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marcado carácter cántabro, y sobre todo, sus negros ojos, inquietos siempre y brillantes, que al fijarse y concentrarse toman un tinte severo y profundamente pensativo. Su frente se presenta rígidamente recta pero no muy despejada, sino más bien algo comida por el cabello cortado casi al rape. La belleza de su rostro se cifra principalmente en su mirada, que tiene toda la atractiva viveza y dulzura de la juventud y al propio tiempo la energía de una voluntad de hierro y los misteriosos reflejos que sólo destella el talento privilegiado. A juzgarle por su distraído continente, por su vestir algo descuidado, por cierta modestia y timidez infantil, por su sonrisa regocijada, que en la conversación adquiere un carácter permanente, y por sus largos, vacilantes y desiguales pasos, no creyera nadie tener delante a uno de los hombres más eminentes de la España contemporánea. No hay nada en él que denote la pose del hombre célebre que se siente tal, y quiere manifestarlo con arrogancia a los que lo ignoren, o trata de ocultarlo con poca disimulada modestia a los que lo saben. Menéndez Pelayo no impone a nadie, y al que más lleno de admiración y de cortedad vaya a visitarle, se le ensanchará el corazón a las primeras palabras que le oiga o a la primera sonrisa que en sus labios se dibuje. Enemigo de toda ceremoniosa etiqueta y de vanos cumplidos, auque muy atento y caballero con cuantos se le presentan, no tiene inconveniente alguno en recibir, estando en cama, a los que le visitan. Y como generalmente no se levanta hasta el medio día, son más los que le sorprenden entre sábanas que fuera de ellas. Cada hombre célebre tiene sus manías y de todos se cuenta o se ha contando alguna extravagancia. Cuantos conozcan y traten a Marcelino saben perfectamente que, a excepción hecha de los días que alguna tarea o diligencia de carácter extraordinario le obligue á echarse a la calle, ha de leer o escribir tres o cuatro horas de mañana en el lecho. Se desayuna con una taza de té y luego no vuelve a tomar alimento alguno hasta las doce y a veces la una de la tarde en que sale de su cuarto para ir a tomar su almuerzo. Las tres o cuatro horas que van desde su frugal desayuno hasta su primera comida la emplea leyendo, corrigiendo pruebas o redactando algún trabajo literario. No puedo comprender cómo haya quién escriba en cama, y confieso que el primero por quien he visto empleado semejante incómodo sistema, es Marcelino. La principal condición para valerse de él es una vista de lince poderosa, y mi amigo por dicha la posee. Luego es necesario también no fatigarse y tener muy resistente la espina dorsal. Medio incorporado en la cama y con los chismes de escribir colocados en una silla a la izquierda del lecho y por tanto no muy al alcance de la mano, con sábanas revueltas y encima de ellas apoyadas en un libro unas cuantas páginas infolio de papel costero, (la cuartilla no la emplea nunca) con la almohada hecha un ovillo sosteniendo su espalda y su brazo izquierdo, se pasa Menéndez Pelayo largos ratos embebido en su tarea de escritor , escribiendo casi con la misma rapidez con que concibe, y pensando tan aprisa como escribe. Si alguien le sorprende en tal ocupación y tiene con él confianza, no le interrumpe sino para hacer algún comentario sobre la materia objeto de su trabajo. Entonces su rostro se anima sonriente, su cuerpo se incorpora cual si quisiera saltar del lecho, su brazo se agita y levanta con la pluma en los dedos, como llevando el compás de lo que dice y se entreabre su camisa mostrando colgada sobre el blanco pecho que su barba apuntada sombrea una medalla de oro y esmalte de la Inmaculada Concepción, la profesión de su fe religiosa que nunca oculta. En la conversación es Marcelino muy animado y ameno, sobre todo si versa sobre asuntos literarios, la única que sostiene y le interesa, y la única en que deja oir su voz de trueno. No sabe hablar nunca sentado o en actitud de reposo. Su modo más frecuente de conversar es de pie o dando largos pasos por la habitación. Y es en él este hábito tan arraigado que no se preocupa siquiera de ofrecer una silla o sillón al que le va a ver. Verdad es que no siempre es esto posible por el cúmulo de libros que infestan todos los rincones y muebles de su cuarto. Esta es una circunstancia que merece capítulo aparte.

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La conversación con Menéndez Pelayo produce dos contrarios efectos: alegra por lo que se aprende, por los nuevos horizontes que abre, por lo que estimula, por lo que entretiene y encanta; apesadumbra y desalienta por cuanto ahonda el abismo de la propia ignorancia y pone demasiado lejos de nuestro alcance (hablo por cuenta propia y por impresión directa) el ideal con que soñábamos y que por ventura soñábamos alcanzar. ¡Qué lujo de erudición y saber! ¡Cómo centellean y saltan de continuo las ráfagas luminosas de su ingenio, al compás de la animación de su rostro y de sus palabras! Hasta el ligero tartamudeo de su voz, y el tropezar a veces en una sílaba, parece la avenida de un torrente impetuoso detenido por un ligero obstáculo, que vence luego triunfante para continuar su carrera con nuevos bríos. II La habitación que Menéndez Pelayo ocupa en el hotel de la calle del Arenal se compone de dos piezas no muy holgadas. Al entrar se encuentra una pequeña salita amueblada modestamente, con una chimenea a la derecha, dos balcones enfrente que dan a la ruidosa calle del Arenal, frecuentada por innumerables coches de lujo, y por todos los vendedores ambulantes de Madrid, y una puertecita a la izquierda que abre paso al cuarto dormitorio. Componen el mueblaje de esta pieza una cama de hierro enfrente del balcón, una mesita de noche y un lavabo de caoba de esa hechura menestral, de que sólo se encuentran ejemplares en las fondas de segundo o tercer orden y en las casas de huéspedes. La sala que hace las veces de despacho en las contadas horas de la tarde que pasa Menéndez en ella, está amueblada también con igual sencillez. El indispensable espejo de marco soi disant dorado y de cristal turbio sobre la chimenea, un armario secretaire junto a él, un sofá y dos sillones de reps encarnado, regularmente mullidos, una cómoda entre los dos balcones de forma anticuada y una especie de consola á la izquierda. Como se ve, en este sencillo ajuar no abundan las sillas y no creo equivocarme diciendo que no hay otra que la que sirve en el cuartito de pedestal al tintero, ni hay tampoco más mesa que la que se halla enfrente al sofá y casi en el centro de la salita, una de esas mesas trípodes que más convidan a tomar café que a escribir obras filosóficas o literarias. Se comprenderá por cuanto llevo dicho que no es fácil empresa hallar un asiento disponible, a pocas que sean las personas que en tal habitación se reúnan, y sobre todo si el dueño recibe en cama. Pero la dificultad de sentarse no proviene toda del dueño de la fonda, sino de los obstáculos que oponen a ello las aficiones bibliográficas del que vive en ella. Menéndez convierte su celda en una tienda de libros y principalmente de libros viejos. Los primeros de ellos lo invaden todo. Forman ordenadas columnas encima de la cómoda, escalan en torres inclinadas como las de Pisa los respaldos de los sillones, se atreven a ocultar la parte inferior de la luna del espejo, se arremolinan en forma caótica ocupando toda la superficie de la consola, invaden la tapa de los mundos y baúles y apenas dejan sitio paran la palmatoria y el reloj en la mesita de noche. Ni tampoco queda más libre el sofá. Disputan su usufructo al visitante tres o cuatro abultados legajos de otros tantos expedientes o informes del Consejo de Instrucción pública y de las Academias a que Menéndez pertenece, y todavía lo poco que de él asoma lo cubren toda suerte de papeles; papel de cartas ó de cuartillas, invitaciones, sobres, besalamanos, etc., etc. Durante los dos meses aproximadamente que permanecí en Madrid, recuerdo que hube de sentarme siempre sobre multitud de haces dispersos de invitaciones para la solemne recepción de Menéndez en la Real Academia de Ciencias morales y políticas, que el recipiendario no se cuidó de distribuir.

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No es menor el desorden que reina sobre la mesa. Allí las cartas contestadas y sin contestar se confunden en número extraordinario; los retazos de papeles y el papel de cartas desbordado de la caja que le contenía se dan la mano; los diarios y los apuntes andan también todos juntos, y nadie dirá al ver el revuelto montón, la pluma inservible, el tintero lleno de negro cieno, que el que allí vive es una persona consagrada en cuerpo y alma a las tareas literarias. Es este punto tiene Menéndez grande semejanza con su inolvidable maestro Milá y Fontanals. La mesa despacho de este parecía la de un memorialista sin trabajo; la de aquel la de un covachuelista sin ganas de trabajar y con horror al papel blanco. En aquella mesa se dan cita las cartas de los principales literatos del mundo y las tarjetas de visita de los hombres más eminentes de Madrid y de provincias, el besalamano del Presidente del Consejo de Ministros, invitando al que vive en aquella habitación a una cita en el Congreso o en su propia casa y la perfumada esquela de una Duquesa rogándole le honre con su presencia a la hora de comer; la súplica del Ministro o del aristócrata o el ofrecimiento del diplomático y del político; el encargo de una Academia o el oficio de gracias de una elevada corporación: en una palabra, cuanto constituye un homenaje de respeto y admiración al talento y a la laboriosidad. Pero donde más marcada se ve esta deferencia, este tributo general de consideración que sólo el genio alcanza, es recorriendo los libros que llenan como él diría de su estrecho tugurio los rincones Unas cuantas visitas a Marcelino, en las cuales siempre invita a que se entere uno de las obras recibidas, equivalen a un instructivo paseo por las literaturas contemporáneas. Casi todas desfilan ante la vista del precoz sabio, sin que se tenga que mover de su cuarto, y no hay catálogo de librería ni escaparate de librero que sea más instructivo que aquel espectáculo mudo, renovado por el cartero todos los días, y expuesto luego por el favorecido sin pretensión alguna y por necesidad encima de sus escasos muebles. Junto a esta parte contemporánea y de circunstancias de literatura, tropieza también el curioso con otra sección arqueológica, que constituye la principal delicia de su afortunado posesor. En una maleta abandonada en un rincón, que cualquiera creería repleta de ropa blanca, se encuentra el Sancta Sanctorum de sus libros: esas ediciones raras, mugrientas y a veces desencuadernadas, de papel áspero y amarillento, que figuran en los catálogos de libros curiosos con precios que no suelen bajar de 50 pesos y que ascienden en ocasiones hasta mil. ¡Con que fruición y orgullo los enseña Marcelino! él, que vive la vida de comunicador y de trato continuo con los ingenios muertos, que se interesa más por el pensamiento histórico que por el contemporáneo, que se deleita más con la lectura de un libro de caballerías que con la de una novela moderna, que prefiere el pesado infolio latino al folleto chispeante en lengua vulgar, trata estas obras con un respeto casi paternal y apenas las suelta con recelosa desconfianza de sus manos, deleitándose en la contemplación de su tesoro, sin acordarse de los sacrificios que le haya costado adquirirlo. Entonces asoma el bibliófilo de cuerpo entero. Se le pasan las horas sin notarlo, hablando de un libro viejo, y no se acuerda de que sea catedrático, diputado, consejero de Instrucción pública, ni académico. No envidia entonces a Cánovas, porque sea Presidente del Consejo de Ministros, sino porque tiene en su biblioteca las obras más raras de estrategia, no ambiciona al político o las riquezas del millonario sino para ponerlas al servicio de su pasión favorita; y no se contenta con ser uno de los primeros escritores españoles sino a trueque de ser al mismo tiempo un Salvá, o un Gallardo o un Ricardo Heredia. Sólo conociendo esa pasión intensa y arraigada desde niño, que le llevaba a pasarse las horas libres que los demás compañeros dedicaban al paseo o al descanso,

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en las bibliotecas o en las librerías mugrientas de libros viejos, vecinas a la Catedral de esta metrópoli catalana, y que no le abandonó en medio de sus viajes ni en las épocas más ocupadas de su carrera, se comprende cómo disfrutando de una renta modesta y viviendo casi de su trabajo intelectual, haya podido llegar a reunir en Santander, su ciudad natal, en contado número de años, una biblioteca escogidísima de más de quince mil volúmenes, la mayor parte de ellos de literatura, de ciencias y de filosofía española, hasta el punto de que apenas cite en sus obras desbordantes de erudición libro que no le pertenezca. III Bien quisiera ahora dar cuenta y noticia a mis lectores de aquellos tesoros que pasaron por mis manos, que contemplé con verdadero asombro al leer los encarecimientos de mi amigo. Ediciones de Amberes, de Lérida, de Huesca, o de Caller cuando Cerdeña era española, incansables peregrinos ejemplares inusus! ¿pero de qué? Aquí me falta la memoria y por más que la esfuerzo no puedo acordarme de ninguno de los enrevesados títulos de aquellos libros, más largos que el epitafio de un hombre célebre, y en los cuales las ponderaciones de la adulación o de la piedad ocultan casi siempre la idea clara, el concepto, que diría un Krausista, de la obra. Denme libros modernos que hablen claro y en letras gordas, y cuya portada apenas ennegrece el título comprensivo del contenido reducido a axioma, el nombre del autor y el pie de imprenta seco y descarnado, sin aquellos aditamentos de acabóse de imprimir la presente obra en la muy noble e insigne ciudad de Valencia o de Madrid, por fulano de tal impresor alemán, el día de tantos del mes tal del año de la Natividad de Nuestro Señor Jesucristo de 1400 ó 1500 y tantos. (Conste que esta adicción no la hallo de más). No es que sea yo enemigo de la bibliografía ni de los bibliófilos. Respeto mucho a una y otros y mi indiferencia tiene algo de forzosa. Sólo que la bibliografía es una pasión a que no pueden entregarse los padres de familia, que viven en la honrada República de las letras, y que la sirven con el noble desinterés de los antiguos patricios romanos. Tengo para mí que un bibliófilo a lo Gallardo o a lo Gayangos, sustituye el corazón por el libro raro, y que ni su mujer ni sus hijos han de quedar ni vivir muy satisfechos de él. Un padre de prole relativamente numerosa, no puede permitirse el lujo de gastarse en un libro doscientos ¿qué digo? ni siquiera cincuenta pesos. Esto es lo que le decía a Marcelino cuantas veces me acusaba de indiferente y frío ante un libro raro y curioso. Los que no somos Cresos debemos contentarnos con el libro útil y como nuestras casas no pecan de holgadas no nos falta sitio tampoco para conocer hoy nuestra biblioteca en un chusco de antigüedades las más veces inútiles y extravagantes. Esto no quiere decir que no envidie de veras al que puede darse la dicha de ser bibliófilo, al modo y con la discreción de mi amigo Marcelino. IV No quisiera concluir esta revista o expansión literaria, sin comunicar a los lectores una ligera idea del balance bibliográfico moderno en los días que tuve la suerte de ver tan a menudo a Menéndez Pelayo; como que todas las mañanas conversaba con él como amigo, y todas las tardes me ponía a sus órdenes como individuo del Tribunal de oposiciones que él presidía. Tratándose de libros modernos yo sumo ideas, sin temor a que resten mi bolsillo de un modo tan implacable como los antiguos. Dije que por el cuarto de Marcelino desfilaban casi todas las literaturas contemporáneas. Un día compadecido del desorden en que tiene a las prendas más

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caras de su corazón, que también lo son aunque parezca lo contrario, dado el abandono en que les deja, las obras modernas que no pueden aspirar al honor de ser guardadas en su maleta, me ofrecí a clasificarlas y a colocarlas con algún cuidado y compostura. Esto me permitió el placer de que pasaran casi todas por mis manos. Si mi memoria fuera tan poderosa como la de mi condiscípulo en la Universidad faventina, no se me quedaría una sola en el tintero. Para desgracia de los que me lean y mía más serán las que naufraguen en él que las que salgan a luz. Dejemos a un lado la literatura catalana, que fue la primera que llamó mi atención y que es la última que interesa a aquellos para los que estas líneas se escriben. Allí había la última obra de Oller Febre d’or que tanto ha gustado en Barcelona y que a la sazón devoraba Menéndez; el ensayo histórico de Mosén Cayetano Soler sobre Badalona; una nueva edición y traducción castellana del Somni de Sant Joan de Verdaguer, hecha en Sevilla este año; La Veu de Catalunya, revista catalana, y otros libros y papeles para mí muy familiares. Dejemos también las monografías en polaco de Porebowicz sobre romances inéditos castellanos y otras producciones de nuestra literatura desenterradas recientemente en Cracovia, para mostrarnos la universal admiración que despertó nuestro siglo de oro, y vengamos a cosas que nos tocan más de cerca. Un día le tocó el turno a las investigaciones de libros nacionales. A poco de revolverlos solicitaron mi curiosidad dos obras, una por lo nueva y lo lujoso de su impresión; la segunda, porque ni siquiera estaba encuadernada ni concluida y por lo tanto no había salido a la luz todavía. El asunto de ambas no podía ser mas interesante. Marcelino observó mi movimiento de sorpresa y advirtiendo lo que tenía entre manos me dijo de la primera: “este es un libro muy curioso de Rosario Alba”. En efecto, era un tomo abultado de 610 páginas en 4º, en cuya cubierta se leía: Documentos escogidos del archivo de la casa de Alba. Los publica la duquesa de Berwick y de Alba. Madrid, 1891. Bajo la cubierta asomaba un lindo sobre azul con una corona ducal dorada en uno de sus bordes superiores; me aseguré de que no cometía indiscreción alguna y leí un perfumado y discreto billete en el que la Duquesa ofrecía su obra a su conciudadano en la República literaria, Marcelino Menéndez. Lo firmaba modestamente Rosario Alba, es decir, la descendiente ilustre de aquellos famosos duques terror de flamencos y de herejes. ¡Qué libro más curioso resultaba ser aquél! El prólogo de la duquesa, tan discreto como el billete, y lleno de erudición histórica no afectada, me encendió en deseos de admirar los tesoros que encarecía y allí leí curiosos documentos relativos á la batalla de Lepanto y á las empresas de África, cartas de todos los soberanos de Europa a los duques de Alba, noticias de la vida y muerte del misterioso príncipe D. Carlos, hijo de Felipe II, comunicaciones sobre asuntos de Portugal, una carta de Felipe II sobre el proyecto de canalizar el Istmo de Suez, otras muy interesantes relativas á Garcilaso de la Vega (de quien ya había copiado Menéndez en su estancia en Roma una carta inédita), contando cómo el Papa le dio tormento, por indiscreciones diplomáticas; libramientos con firmas autógrafas de Cristóbal Colón; la correspondencia de Rousseau con un duque de Alba enciclopedista porque, por un extraño contraste los descendientes del brazo de hierro Felipe II han tenido todos ideas revolucionarias y progresistas; cartas de María Stuart, etc., etc.

La obra, obra todavía entonces en pliegos sueltos, que atrajo mis miradas, es hoy patrimonio y deleite de cuantos se consagran á la literatura castellana, y siguen con curiosidad su marcha histórica. Se titula: La literatura española en el siglo XIX y es su autor un modesto frailuco, como lo llamaba Menéndez, del Escorial, el P. Francisco Blanco García, digno compañero de los sabios colaboradores de la Revista agustiniana, La Ciudad de Dios. La verdad es que cuando me hallaba en Madrid se hablaba en todos los círculos literarios del brillante desempeño que a su trabajo diera el humilde agustino. Valera publicó acerca de él un artículo en El Heraldo; Doña Emilia Pardo otro en su Teatro

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crítico; y Menéndez aguardaba a hallarse de nuevo en su tierruca y entre sus libros, para dirigirle una larga epístola literaria. Es obra dictada, por un excelente criterio estético y el que la ha escrito oculta un corazón de artista apasionado bajo la severa cogulla monacal. Dígalo el capítulo sobre Espronceda, entre muchos otros. Pero en fin, no anticipemos ideas; nuestros lectores ya le juzgarán por sí mismos. En el segundo tomo que verá pronto la luz saldrá una corta reseña de la literatura americana y otra de la catalana. Ya no me queda espacio más que para indicar a medida que acuden a mi memoria algunos otros libros castellanos de reciente aparición; v. gr. los últimos de la Biblioteca de Catalina; "Estudios históricos del reinado de Felipe II" por Fernández Duro, etc., etc.; el tomo XX de la "Colección de libros españoles raros y curiosos," "Pío IV y Felipe II" y otros muy curiosos publicados por los bibliófilos sevillanos; los de la Biblioteca clásica en la que Menéndez publica su “Antología de líricos castellanos”, de la que acaba de salir el 2º tomo: varios de los muchos folletos que como nubes de langosta cayeron sobre la ya famosísima novela del P. Coloma, “Pequeñeces”, y entre ellos los de Valera y Dª. Emilia; los folletos de Fernández Duro sobre Colón; la última obra de Adolfo de Castro. “¿La salida definitiva de Colón no fue de Palos sino de Cádiz”? y la monumental dedicada al navegante genovés y a sus descubrimientos por D. José María de Asensio, etc... Y aquí, aunque con harto sentimiento, pongo punto a mis recuerdos sobre libros castellanos para dar cabida en pocas líneas a una incompletísima enumeración de libros portugueses, americanos y extranjeros, advirtiendo que los que más escaseaban, á lo menos a simple vista, eran los segundos.

La que entre los primeros llamaba la atención era la magnífica edición de "Os filhos de D. Joáo" (Lisboa, 1891) por el notable escritor Oliveira Martins, obra en que se ponen de relieve las figuras interesantes de los infantes D. Enrique, D. Pedro el viajero, D. Fernando (El Príncipe constante de Calderón) y el desgraciado Rey D. Duarte. Reparé también en los sonetos completos de Anthero de Quenthal con versiones italianas y alemanas y en la innumerable colección de las obras de Theofilo Braga.

De libros americanos recibidos aquellos días puedo dar razón de las “Melodías indígenas" del ecuatoriano D. Juan León Mera y de las "Crónicas potosinas" (leyendas históricas del alto Perú en los primeros siglos de la conquista) de Vicente Quesada. Recuerdo también la edición rarísima de uno de los primeros libros que se escribieron sobre América, a saber: " La disputa ó controversia" entre el Obispo Fray Bartolomé de las Casas y el Dr. Sepúlveda, sobre si eran lícitas o no las conquistas contra los indios. (Valladolid,1552). Es libro hoy difícil y muy caro.

Sólo citaré ya para concluir, los siguientes libros extranjeros relativos a nuestra literatura, ó que se relacionan con ella.- J. Cornu: "Études sur le poème du Cid." Paris, 1881.- A. Restori: "Osservazioni sul metro, sulle assonanze é sul texto del poema del Cid". Bologne, 1887.- Dr. Wilhelm Hennigs: "Studien zu Lope de Vega." Göttingen, 1891.- P. Bernard Gaudeau: "Les prêcheurs burlesques en Espagne."- Études sur le P. Isla.- Sundby (escritor danés): Della vita é delle opere di "Brunetto Latini".- P. Bernardus Gaudeau, S. J. De "Petri Joannis Perpiniani vita et operibus. Paris, 1891.- L. Petit de Julleville: "Histoire du théâtre en France”. La monumental historia de la literatura medio-eval de Ebert; la historia de la poesía latina de Otto Ribbeck; la sistemática “critique scientifique” de Hannequin, etc., etc.

Otro día hablaré con menos precipitación y con más conocimiento de causa, no de los libros que pasan por las manos de Marcelino, sino de los trabajos que este año ha producido su asombroso y fecundísimo talento.

A. RUBIÓ y LLUCH. Barcelona, 1891

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JOSÉ RAMÓN LOMBA Y PEDRAJA. Discípulo, amigo y albacea de MP. Formó parte del tribunal de oposición, en representación del Ayuntamiento de Santander, para la plaza del primer director de la Biblioteca de Menéndez Pelayo. Nace en 1868. En 1920 ganó por oposición la Cátedra de Lengua y Literatura española en la Universidad de Murcia, pasando después a la de Oviedo. Ayudó a su amigo Ramón Menéndez Pidal, en temas relativos a Cantabria, a la elaboración del Romancero. Colaboró en distintas publicaciones periódicas como La Revista de Filología española o La Lectura. Entre sus obras podemos citar: El padre Arolas (Madrid, 1898), El rey don Pedro en el teatro (1899), Vida y Arte (Madrid, 1902), Enrique Gil y Carrasco (1915), Mariano José de Larra (1918) y la edición y estudio de las Obras de José Somoza (1904). Se conservan en esta Biblioteca dos cartas suyas a MP, la primera de 15 de enero desde Barcelona agradeciéndole la carta de presentación para Rubió, del que luego sería también amigo (EG XV, 119) y la segunda, desde París, dándole el pésame por la muerte del padre (EG XV, 296).

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José Ramón Lomba y Pedraja. Marcelino Menéndez Pelayo. (La Atalaya, Santander, 18 y 19 de mayo de 1913).

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Introducción de La Atalaya Mañana hará un año que pasó á mejor vida aquel portento humano, que fué gloria de la Montaña y

asombro del mundo entero. Desconfiando de nuestras fuerzas y estando seguros de que no acertaríamos á rendirle en estos días el homenaje que su memoria merece y que nosotros desearíamos, hemos pedido auxilio á nuestro querido amigo y colaborador don José Ramón Lomba que generosamente se ha prestado a dárnosle. Los que siguen son párrafos del trabajo leído por el señor Lomba en la necrológica celebrada por el Ateneo de Madrid el día 9 de noviembre del año pasado y que no han sido publicados hasta ahora.

Dos residencias acostumbró á tener don Marcelino, como bien sabéis todos, en los

últimos años de su vida: una en Madrid, en el piso alto de la Academia de la Historia, y otra en la casa de sus padres en Santander. Pero era muy desigual la afición con que las miraba, porque estaban en Madrid sus deberes y en Santander sus amores y por eso alargaba siempre cuanto podía sus temporadas de la Montaña á expensas de las de la Corte. De los primeros días de julio á los últimos de octubre; de los primeros días de diciembre hasta mediar enero, eran sus vacaciones de verano y de Navidad: fiel á sus hábitos de estudiante. Él se llamó á sí propio estudiante perpetuo muchas veces y éralo por excelencia, al igual que sabio. Lo era por su aplicación sin tregua al estudio y además por la sencillez y frugalidad de sus costumbres y por la llaneza y modestia de su trato. Si he dicho sus vacaciones no ha sido ciertamente para evocar la idea de descanso. Don Marcelino iba á Santander á trabajar más que en parte alguna; Iba á zambullirse en su biblioteca, á rodearse de a sus ejemplares conocidos anotados marginalmente, que eran sus materiales elaborados, con que construía sus libros. Es sabido que fueron escritos en Santander los prólogos de las comedias de Lope, los prólogos de la Antología, la historia de los orígenes de la novela: cuantas obras de gran aliento han brotado de su pluma desde 1890 por lo menos.

Llegaba siempre á Santander el señor Menéndez Pelayo precedido ó seguido de grandes cajas de libros. Eran las nuevas adquisiciones que durante la temporada había logrado en Madrid para su biblioteca. Nada le impacientaba más que la tardanza de estos envíos, cuando se detenían en los caminos de hierro. Por eso los facturaba en gran velocidad invariablemente y no había ilusión ni contento como los suyos, en los primeros días de su llegada, cuando abría sus cajas y sacando los libros que contenían, comenzaba á distribuirlos, (ayudado ordinariamente por su hermano don Enrique) por los estantes á que los designaba. Su júbilo se aumentaba cuando tocaba el turno á alguna obra peregrina, no registrada en catálogos bibliográficos, á todos los presentes si los había, les ponía por testigos de esta circunstancia, haciéndoles participantes de su alegría. Después de puesto el libro en su sitio, no podía privarse de volver á mirarle muchas veces y á disfrutar del efecto que le hacía su presencia entre los demás.

Porque era un bibliófilo –todos lo saben bien- de la cepa grande y legítima: de los que aman el libro por el libro, después de haberle amado por la doctrina. De esto se pudieran contar mil casos.

Cierto día un caballero de Santander, amigo de su padre y admirador de su ciencia bibliográfica le remitió un libro viejo con una carta. El libro era las Obras de Plotino, la edición de Florencia, de 1492, de Antonio Miscomino, costeada por Lorenzo de Médicis; un soberbio ejemplar en vitela. Suplicábale el caballero que le diese su parecer acerca de aquel libro y le Informase del mérito y del valor bibliográfico que tuviera. Vióle el señor Menéndez Pelayo, le registró, le admiró; hizo de él muy vivas manifestaciones de aprecio. Llegó á formar la sospecha (que hasta el fin de sus días acarició como muy probable) de haber sido aquel ejemplar un regalo á la Reina Católica hecho por la Señoría de Florencia. Así se lo expresó al consultante. Al tiempo de devolvérsele, le hizo

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ponderaciones, también por carta, de la suntuosidad, de la rareza y del mérito extraordinario de su libro. El precioso ejemplar volvió de nuevo á las manos del señor Menéndez Pelayo y esta vez con otra carta en que el amigo de su padre le suplicaba tuviese á bien aceptarle como presente. El siempre había estado en la persuasión -le manifestaba- de que aquel libro era una joya bibliográfica, y habiendo llegado á tener de ello seguridad, por el dictamen que acababa de darle el señor Menéndez Pelayo, nada mejor le ocurría hacer con él que ofrecérselo. Estaba á la mesa el señor Menéndez Pelayo, comenzando á comer; tomó el libro, que es en gran folio, forrado reciamente en cuero, sumamente voluminoso y se abrazó con él apretadamente y así abrazado acabó su comida.

La vida diaria del señor Menéndez Pelayo en Santander estaba arreglada á un compás uniforme. Se acostaba temprano: pasaba rara vez de las once; pero dejaba los visillos de su ventana abiertos de par en par; no usaba en ellos de cortinillas ni otros estorbos y la primera luz de la aurora le despertaba. Sin salir de su lecho, incorporado en él levemente, se ponía á leer. A las ocho, se hacía servir una taza de café puro. Ésta, según decía, le despejaba la cabeza para el día entero.

Se levantaba entre nueve y diez: bajaba al comedor y hacía un desayuno de tenedor, aunque no fuerte. Pasaba enseguida á la biblioteca. Para los que solíamos estar en ella á estas horas, una sirvienta, que introducía en su despacho una jarra de agua con una copa, era el anuncio inmediato de su llegada. Aparecía el Maestro con un libro ó dos en la mano y con un mango de pluma, de ordinario partido, ó si no con la punta rota; si era verano, en mangas de camisa; si hacía mucho calor, sin chaleco y siempre del mejor humor del mundo. Era la hora de los saludos joviales y afectuosos, de las conversaciones chistosas y ligeras, de los comentarios sobre noticias políticas ó de sociedad, ó sobre libros curiosos, ó sobre anécdotas y percances de la vida literaria. Entonces se admitían todas les preguntas, todas las consultas, y al buen Maestro no le importaba ponerse á buscar despacio, persiguiéndole por toda la biblioteca, en caso necesario, el libro ó el dato concreto que un estudioso cualquiera de los presentes desease hallar.

No se sentaba nunca: eso no. Iba y venía continuamente en torno á las mesas de trabajo de sus amigos. Al paso, gustaba en enterarse de las labores de estos y de que se le comunicaran los hallazgos afortunados, ó imprevistos, ó extravagantes. Estos los celebraba siempre con algazara. A su vez, despertándose con la conversación sus recuerdos, comenzaba á hacer a su interlocutor indicaciones de obras que tocaban su asunto, le ponía sobre nuevas pistas bibliográficas, ó bien, diciendo y haciendo, le presentaba delante nuevos libros, introduciéndole tal vez á nuevas regiones, inexploradas del mundo intelectual, relacionadas con sus trabajos... ¡Por eso eran tan provechosos los estudios en la Biblioteca del señor Menéndez Pelayo en Santander, como saben muy bien todos los que han pasado por ella!.

Esto ocurría, como tengo dicho, en la sala grande, del centro. Las primeras visitas que el Maestro hacía á su despacho eran breves. Tornaba de buena gana y al poco tiempo á la conversación con sus huéspedes. Poco á poco, las ausencias eran más largas. Hacia la una, estaba ya absorbido y concentrado en su labor, escribiendo febrilmente sobre la mesa de su despacho. Entontes, si aparecía por el salón central era en silencio y en busca de algún volumen. Si se le abordaba, era lacónico en sus respuestas. No gustaba de recibir consultas en su despacho. Las visitas que le llegaban á aquellas horas, ostensiblemente le contrariaban. Escribía, poseído del furor de la producción, ageno á lo que pasaba en torno suyo y alguna vez, aunque rara, una frase cortada, un grito, que retumbaba en la biblioteca y hacia sonreír á sus amigos, daba testimonio de la tensión á que estaba puesta su mente.

No quiero pasar de aquí sin traducir las palabras de un escritor extranjero que visitó al señor Menéndez Pelayo en su biblioteca de Santander y dió de él una impresión

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exacta y animada, que confirmarán de seguro cuantos han tenido ocasión de comprobar por sí mismos la escena que nos describe. “En el hombre maduro de hoy en día -dice el señor Boris de Tannemberg- (esto era hacia 1902), grueso á efecto del trabajo sedentario con la barba ligeramente plateada, se halla siempre, en cuanto se anima un poco, el fuego de la juventud. Los ojos claros conservan su movilidad y viveza. También el gesto es nervioso e impaciente. El entusiasmo no ha perdido nada de su ardor. Yo le veo todavía recibiéndome en su biblioteca de Santander, una biblioteca inmensa, digna de un erudito del Renacimiento, en un edificio aislado, con tres salas dilatadas, guarnecidas de libros hasta el techo, incapaz de estarse quieto, va y viene por la pieza con pasos desiguales, en tanto que en una conversación animadísima derrama para todos los tesoros de su erudición, me orienta en el laberinto de la literatura española, se exalta á propósito de un nombre ó de una obra, interrumpe para recitarme una tirada de versos ó bien, de repente, se encarama en una escalera para alcanzar el libro raro ó el precioso manuscrito, cuyo mérito me encarece con el fervor del bibliófilo. Y en tanto que yo le escucho encantado y que le observo, voy comprendiendo la obra del escritor, sorprendiendo al vivo el temperamento del hombre”.

Salía don Marcelino de su biblioteca hacia las cinco que era la hora estrafalaria de comida. Claro está que comía sólo. En verano con buen tiempo comía en la glorieta del jardín, siempre hojeando algún libro ó leyendo. Después era el paseo: en verano, al Sardinero en tranvía invariablemente, donde rara vez se apeaba. Volvíase muchas veces en el mismo vehículo, sin haberse movido del asiento. Si descendía no solía ser á esparcirse por playas ó paseos á la orilla del mar, sino sólo á sentarse en algún café al aire libre y á ver pasar la gente. En invierno ó con tiempo malo se dirigía al Círculo de Recreo, sociedad la más aristocrática de Santander, donde, por variar, se metía en la biblioteca á echar un vistazo á revistas y periódicos.

Se retiraba á su casa temprano. En la Estación de los días largos, no dejaba de recalar por su biblioteca y en especial si, como muchas veces pasaba, se hallaba allí trabajando alguno de sus amigos. Buena hora también aquella para poner á tributo el filón inexhausto de su memoria. Mas de ordinario limitábase á recorrer los estantes con la vista, refrescando el recuerdo de las riquezas bibliográficas que encerraban, cuidadoso de tenerle siempre.

Su cena era entre nueve y diez y era la única comida que hacía en familia. Allí, sin perjuicio de aprovechar de su tiempo, abriendo, por ejemplo, las hojas de algún libro, que preparaba para la madrugada siguiente, gustaba de tomar parte activa en la conversación; comentaba las nuevas de la ciudad; se mezclaba de buena gana á las pláticas más íntimas. Se acostaba á las once. Iba rara vez al teatro en sus últimos años; pero iba también alguna. En este punto mostró una preferencia muy decidida: por La Locura de Amor, de Tamayo, representada por María Guerrero. Tenía encargado que le avisaran cuando se diese y fue a verla cuantas veces se puso en las tablas.

Tal era la vida del señor Menéndez Pelayo en Santander, que puede resumirse en dos palabras: sus estudios, su biblioteca. Aquí me parece al caso hablaros de dos cualidades suyas bien raras, que le hacían un bibliotecario prodigioso, casi sobrenatural.

Primeramente, la rapidez con que leía, oí decir en otros tiempos, antes de conocerle yo personalmente, que leía diez ó más renglones de frente. Pienso que esto no seria, lo pienso así porque no concibo que se pueda sacar sentido de una lección simultánea de tantas líneas; pero es cierto que de tener lugar tal fenómeno, no hubiera sido mayor la rapidez de su lectura. Su mirada sobre las páginas de un libro era un relámpago y siéndolo, nunca se pasaba por alto la noticia, el concepto ó la frase que perseguía. Daba enseguida con ellos con un tino, con una seguridad maravillosos.

Cuando se trataba de buscar un libro en las estanterías, su golpe de vista no era menos sorprendente. Así, y solamente así, podía él manejar su biblioteca de Santander.

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Su biblioteca, en realidad, no ha tenido nunca catálogo. El que tiene empezado su hermano don Enrique, muy copioso en verdad, está Incompleto. Es cierto que la colocación general de los libros obedece á un orden trazado por materias: pero, aparte de lo imposible que resulta siempre en una biblioteca, por pequeña que sea, aplicarle rigurosamente á todos los libros que contiene, razones de espacio y de conveniencia especiales han impedido siempre en la biblioteca de Santander desarrollarle en su pureza teórica asequible. Allí la colocación de los libros nunca ha pasado, en el pensamiento de su dueño. de provisional. No hubiera pasado nunca, porque continuamente se estaba enriqueciendo con nuevas adquisiciones. Muchos libros pertenecientes á una sección se hallan lejos de ella, dispersos por otros estantes, caídos allí por razones circunstanciales, en espera de la colocación definitiva. En estas condiciones, y en una biblioteca de cuarenta mil volúmenes á lo menos, nadie hubiera podido conducirse sin el auxilio de dotes excepcionales. El señor Menéndez Pelayo se conducía con facilidad, y no obstante su prurito de andar mudando de sitio á cada momento libros para los que no hallaba nunca un lugar bien incuestionable. Se conducía con la ayuda de su memoria incomparable, y de ese golpe de vista de que iba hablando, con el cual, en el medio de hileras copiosísimas de volúmenes que asomaban sólo el tejuelo, por un don singular y misterioso, distinguía al momento el que buscaba y le ponía la mano encima. ¡Cuántas veces se comentó, riendo, en su biblioteca, este tino Infalible de su dedo!

Por estas cualidades, sin duda, así como nunca tuvo necesidad de preparar sus obras, aún las más desbordantes de su erudición, con apuntes largos y metódicos, sino á lo más, con notas breves y volantes, así desdeñó también el uso de índices y catálogos para el manejo de su biblioteca. La manejaba de memoria sin esfuerzo y sin pérdida apreciable de tiempo. El que esto os dice, un verano, deseando hacer un obsequio al maestro, de cerca de 2.000 comedias sueltas de los siglos XVII y XVIII que estaban juntas, sin catalogar, en unas estanterías de la sala grande del medio, hizo un índice por papeletas. Puso á cada comedia un número de orden y le hizo corresponderse con el de la papeleta respectiva. Estas ordenadas en una caja por índice alfabético de autores, permitía manejar con facilidad y ahorro de tiempo un montón tan confuso y pulverulento de materiales. Pues bien: ¡obra vana! Jamás el señor Menéndez Pelayo, aunque muchas veces consultó sus comedias, hizo precio del índice. Este durmió en su caja un sueño tranquilo hasta su muerte. Don Marcelino desbarató mil veces el orden en que yo había puesto mis comedias, respondiendo a su numeración, con lo que inutilizó mi trabajo. Yo mismo, que una vez quise ver dos comedias que estaban en la colección, pero fuera ya de sus sitios, fatigado de buscarlas, hube de acudir al maestro diciéndole: “Maestro, usted se ha empeñado en hacerse aquí indispensable. Muy bien por mi parte. Ahora necesito yo dos comedias. Usted tendrá que buscármelas. ¡Qué remedio!”. Las buscó y las halló enseguida

Con gran oportunidad trasladó un crítico al señor Menéndez Pelayo las palabras de Rabelais, que éste aplicaba á su Pantagruel: «Como el fuego entre las zarzas secas así su espíritu entre los libros. Así él le tenía de infatigable y de estridente.» En verdad, el señor Menéndez Pelayo poseía una organización mental singular en este respecto. Dijérase que su medio de comunicación natural con el mundo no eran tanto sus propios sentidos como sus libros y que todo lo aprendía y veía al través de la letra escrita. Él confesaba que se le grababan menos y se le olvidaban más pronto cosas, escenas, comedias y discurso vistos ú oídos directamente que leídos. Era patente para todo el que le trataba su indiferencia á las sensaciones, aun las que cuentan entre las más artísticas y elevadas, que vinieran del mundo exterior. ¿Quien vió nunca al señor Menéndez Pelayo detenerse, por ejemplo, á considerar un paisaje, por hermoso que fuese? De paisajes hermosos está llena la provincia de Santander, á las puertas mismas de la ciudad en que él residía. Yo no sé que saliese jamás de ésta por contemplarlos. Edificios, fiestas

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vistosas, escenas populares, hasta obras de arte de la pintura y de la escultura, todo estaba para él en el mismo caso. A su lado pasaban y no fijaban su atención un momento.

No se dirá, por cierto, que el señor Menéndez Pelayo no tuviese noción bien clara y bien viva de la belleza de los objetos exteriores. Pasajes brillantísimos de sus obras y en gran número están ahí para comprobarlo. No se dirá siquiera que careciese de noticias concretas –y en extremo precisas, abundantes- sobre aquellos mismos objetos que no veía, que no miraba en el mundo real. Sorprendía y asombraba, por el contrario, en cualquier improvisada conversación, la suma de pormenores que recordaba y sabía sobre ellos. Más aquí era ya su erudición la que hablaba: su erudición insondable, maravillosa siempre de frescura y de vida, capaz de sustituir con ventaja á la misma impresión directa de los objetos. Eran siempre sus libros. Por eso puede decirse del señor Menéndez Pelayo que ha sido el literato más literato que ha producido España: el más recluido y encerrado en su profesión y en su arte. Este arte, en compensación –el arte literario- abrió para él los secretos de la vida entera y del mundo, y de todas las otras arte, como tal vez no las ha abierto para otro alguno en nuestros días. ¿Quién ha hablado de la música con más profundo conocimiento de su naturaleza y de sus recursos, con más inspiración y calor que el señor Menéndez Pelayo? Él, para cuyo oído la melodía más elemental era incomprensible.

Para el señor Menéndez Pelayo dos clases de hechos ó de cosas había en el mundo, bien así como dos clases de personas: los que se relacionaban con las letras en algún modo ó tenían, por decirlo así, estado literario, y los que no tenían tales relaciones, ni tal estado. Su atención y su interés eran todos para el primer grupo; al segundo permanecía extraño é Indiferente. Es cierto que á nadie pedía más títulos para darle por admitido en la república de las letras que su afición y gusto hacia ellas: Era en esto modelo de sencillez y llaneza.... Pero las preferencias vivas y calurosas de don Marcelino estaban con los que, como él y á su lado, trabajaban en el campo de la investigación literaria. Estos constituían su verdadera y casi única intimidad. Remedando una expresión evangélica, podría decirse que estos eran para don Marcelino “ su padre, su madre y sus hermanos”. En la historia de la literatura se darán pocos casos, á mi entender, de amistades ton generosas, tan firmes, tan leales y verdaderamente sencillas como las que sIempre mantuvo el señor Menéndez Pelayo con los que trabajaban en torno de él en la misma clase de estudios.

Jamás la sombra más ligera de celos ó de emulación, de mezquindad ó egoísmo literario, ó científico, turbó el alma del señor Menéndez Pelayo: alma, en esto, de príncipe; segura de sí misma, de su poder y de la riqueza insondable de sus tesoros. Su afán era que la literatura y la historia se estudiaran; á todos llamaba indistintamente á esta empresa; con todos los que acudían estaba pronto á poner en común los bienes allegados; como el fin se obtuviese, parecía que le era indiferente que fuera por la agena mano ó por la propia. No el honor personal que le granjea, sino la utilidad común que se presta, parecía ser su divisa.- ÉI estimulaba y animaba al trabajo á quien quiera que le emprendiese con brío y con alguna preparación; él le comunicaba generosamente noticias y datos de todas clases; él le abría horizontes bibliográficos: el le sugería puntos de vista; ofrecía aspectos inesperados á su imaginación ó á su inteligencia. Proporcionaba con delicado tacto sus auxilios á la capacidad de su consultante; no deslumbraba y abrumaba con su saber á quien poca cosa alcanzaba; iluminaba suavemente su espíritu, infundiéndole aliento. Ponía de manifiesto cuantos aciertos descubría en los trabajos de sus amigos, y al contrario, con el mismo velo de olvido y de silencio encubría sus faltas ó sus errores como si hubieran sido propios. Y de esta regla no se exceptuaron nunca las obras eminentes y extraordinarias; que las ha habido también, como saben todos. De las cuales puede decirse que nadie las celebró primero, ni nadie con más calor y elocuencia que el señor Menéndez Pelayo. Ni con más nobleza y sinceridad. Se ha podido decir de

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otros escritores, ó al menos se ha podido indicar por los cavilosos, que tergiversaron y alteraron adrede méritos y valores de las personas ó de sus obras para arrojar la confusi6n y el embrollo en la balanza de la justicia crítica. Se ha dicho que encumbrando á un autor mediocre, deprimían á otro eminente; que alabando desmedidamente cualidades vulgares ó imaginarias del ingenio de un escritor, otras reales y raras se ocultaban con disimulo. Un rasero de medianía pasábase de este modo sobre el mundo intelectual contemporáneo, nivelando las tallas, reduciendo las elevadas y prominentes. Más del señor Menéndez Pelayo nada de esto pudo decirse, ni se insinuó jamás la sospecha, y esto era lo mismo en sus escritos que en su Intimidad. Su buena fe y su modestia llegaron á tanto que hubo de complacerse en confesar espontáneamente y en poner de manifiesto ante el público dotes y cualidades de amigos suyos en que él mismo se hallaba sobrepasado. Lo más admirable y grande de estas confesiones es la verdad en que se hallan inspiradas.

Hombre más inaccesible que el señor Menéndez Pelayo á los estímulos de las vanidades menudas se hallará rara vez. Y esto es tanto más de admirar cuanto que desde los umbrales mismos de la vida se vió aplaudido y aclamado como un prodigio y su carrera fué una serie no interrumpida de triunfos brillantísimos. Un éxito y un aplauso tan desusados no fomentaron en su carácter ni presunción de las dotes propias ni desdén ó desabrimiento con las ajenas. Entregado á su labor incesante, le hemos visto durante muchos dando á luz obra tras obra, admirables de erudición, de doctrina y de estilo en medio de la indiferencia del público y del silencio obstinado de la crítica. La misma abundancia y frecuencia de sus libros perjudicaba á su éxito. Dolióse alguna vez de esto, -en su intimidad no, que yo sepa, sino en sus escritos-; dolióse ligeramente y de pasada, lo bastante para dar testimonio del aprecio que no dejó de hacer nunca de la atención del público literario. Por lo demás, con el mismo aliento, con la misma alegría, con el mismo optimismo y generosa confianza en el porvenir siguió estudiando y produciendo como si le siguiese, animándole, la mirada del mundo entero.

Soldado intrépido y esforzado de las luchas de la inteligencia, al sentirse herido de muerte, nada sintió con más amargura que el haber de renunciar á sus vastos proyectos literarios. El pensamiento de dejar sus obras interrumpidas le abatía en las crisis de su última enfermedad aún más que la sombra misma de la muerte en que empezaba á sentirse envuelto. En las breves y efímeras mejorías, se exaltaba rehaciendo sus planes.- Cuando las fuerzas comenzaron á abandonar sus miembros, y sus manos descarnadas se resistían á la leve faena de ir volviendo las hojas de sus libros; cuando arrojado en el sofá de su despacho de la biblioteca de Santander tenía apenas empuje para lanzar la voz fuera de la garganta; cuando en su cuerpo consumido y postrado solamente los ojos y la lengua conservaban lumbre y viveza, el sol de su inteligencia lucía claro y su memoria poderosa se complacía en registrar los rincones de la erudición literaria é histórica. Esto ocurría ocho días ante morir. En una visita de más de dos horas que yo le hice y en la cual habló sin parar me decía: “Siento una extrema debilidad en todo el cuerpo: no puedo con la pluma. Sin embargo, la cabeza la tengo fuerte, ya usted lo ve -y ese mi solo consuelo”.

¿Qué podía haber en el señor Menéndez Pelayo más resistente y vivaz que su inteligencia admirable? Por eso, sin duda, se refugió la vida un instante en ella, antes de abandonarle para siempre, como en un asilo supremo. Las sombras al fin la invadieron; pero el señor Menéndez Pelayo había dejado ya de existir.

JOSÉ R. LOMBA

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