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cuento
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Dejar el nido
Despertó sudada. Se bajó de la cama con destreza mecánica, anticipando
los malos movimientos que no debía realizar para no continuar sufriendo los
malditos dolores de espalda. Extrañas sensaciones que punzaban por aflorar
en la última porción, pinchando, intentando nacer a través de la piel, luchando
por sobrevivir a la cuota diaria de narcóticos que lo limitaban, que lo mantenían
a raya.
Se calzó las ojotas y como quien espera la voz del amado preocupado por el
despertar repentino, lo único que presintió fue un susurro detrás de la puerta
del baño. No eran las voces que a lo lejos se escuchaba de la ciudad despierta,
ni los gritos ahogados de aquellas pobres infelices sojuzgadas por el maltrato o
los llantos de los niños sufrientes de necesidades insatisfechas y abandono.
Era algo más profundo, casi inaudible para cualquiera menos para ella que lo
ansiaba con desidia y desamparo. Era el contacto con las raíces, con la
profunda necesidad de estar en un continente de cuidado, de protección del
alma y amparo del ser. Un susurro que no decía nada comprensible, como un
canturreo incordio, arbitrario y apaciguador. Escucharlo no era para nada
tranquilizante. Se detuvo un instante para reflexionar sobre los sucesos
acaecidos unos minutos previos, antes del despertar, cuando sus fantasmas
solían acecharla a las tres del mañana. Trató de identificar si lo que escuchaba
era parte del sueño o tenía alguna vinculación. Y en esa hora mágica en que
los más profundos monstruos infantiles suelen nutrirnos de almas
atormentadas es la confusión y el desencanto que se hacen presente,
recordando que todavía estamos vivos, que el pasado siempre vuelve, que el
recuerdo es olvidado y la angustia perpetrada.
Pasos cortos, cansancio y somnolencia. La tele aún prendida y su cuerpo
hecho un ovillo al otro lado de la cama le recordaba que vivía en otro, que
siempre aquel estaba presente, que la vida era imposible en completa
autonomía existencialista. Vivir para otro, un lema imposible de seguir
atendiendo a las míseras instrucciones del decálogo de consejos de un buen
padre: “No confíes en nadie”; “No existen los amigos”; “Somos una varilla más
en la rueda, si se dobla se deforma y no sirve” y una sarta importante de
prejuicios y menoscabos.
Respiraba día a día a través sus ojos llenos de amor, paciencia y tolerancia.
Con el paso de los años había logrado llenar esperanzada el hueco de
desasosiego y oscuridad que había aprendido. Se deslizó sin hacer ruido hacia
la habitación contigua a sabiendas de que en un par de horas el ritmo de la
cotidianeidad tomaría nuevamente su monotonía. Un pesado lingote de culpas
hacía de su espalda la demostración más acabada del deseo insatisfecho.
Cargaba en ese quiste por salir la podredumbre del recuerdo del padre, los
dolores del otro, la vida sufrida. Dejar la casa a los catorce años para trabajar
en el obraje apilando bolsas de maíz de cincuenta kilos, casi el peso del niño,
joven desamparado de la vida, adulto a la fuerza.. y no pudo atajarla cuando
todo el peso de su corta edad cayó sobre su espalda, lo dejó tendido de bruces
sobre el piso, partido en dos, a partir de ese día partido en dos. Familia y
hogar, la lucha por sobrevivir. Partido en dos. La lucha… partido en dos.
Un dolor agudo laceraba su columna a pesar de los recaudos tomados. El
recuerdo hecho dolor en las entrañas. Una niña apenas masajeando
intensamente la baja espalda del padre se preguntaba por qué aquella tarea le
había sido asignada sin derecho a negarse y ese olor nauseabundo del aceite
Esmeralda penetraba en la habitación ahora a oscuras. Estática escuchó el
silencio de la noche en una ciudad dormida y respiró los vahos del baño
mientras su cuerpo desechaba los residuos de una noche de excesos.
No recordaba los sueños que la habían atormentado desde siempre. Prefería
olvidar para vivir, rememorar para ocultar, omitir los lazos que inevitablemente
la unían con un pasado renunciable. La niña que se escondía tras una mujer
independiente, gestora de grandes sueños ajenos había logrado trasmutar sus
sentimientos en un manto de pareceres y posturas. Ser fuerte y no doblegarse,
poder siempre ante todo siempre poder, poder cuando la realidad aparente sea
insalvable, poder. Tenacidad irrenunciable cual un predestinamiento destinado
a revertir las adversidades pasadas. Profecía de un futuro en base a los
dictámenes del trabajo por superarse. Arduo trabajo del ser frente a los
embates: transitar este espacio tiempo de soledad inaudita. Por suerte siempre
la compañía de ese otro que se hacía presente espontáneamente, aparecía y
daba señales: su voz como un canturro, de repente el terror de su imagen en el
amado, sus reflejos plateados marcando la cien y esa línea oscura sobre el
labio. Su encanto y su furia desatada presente en cuanto intentaba desanudar
los lazos del hechizo.
Salió del baño, se vistió apresuradamente, haciendo el esfuerzo de no
despertar a su amor, pretendiendo no despertar la descarga de ausencias
invasivas, alejando con su indiferencia la imagen del ausente, luchando por
evitar que se colara en el lecho nupcial y contaminara la paz conyugal.
Pero como una fiera desatada se despertó transpirado. En lucha por
poseerla batallaba lleno de una lujuria incestuosa que se respiraba en el
ambiente, perdido por la fiebre del amor insatisfecho que se hace rogar hacia
los días de recelo, reproches y desencantos. No lo pudo evitar y en la entrega
aparecieron todos ellos, distantes y tras reflejos perturbadores. Flashes
incandescentes o figuras recortadas sobre la oscuridad del cuarto hacían
retumbar las palabras: “no serás feliz”, “libera tu culpa” “no busques aquello
que no sabes dónde estará”, “permítete”… y el tono apelativo, dictatorial, sin
posibilidad de pensar anuló la escapatoria. El ser cancelado en la orden del
ser. Ser quién? Dónde la existencia podría ser una entidad descriptible si el
origen no fue fundado?. Se entregó reticente, con desconfianza y desapego.
Invadida de sensaciones perturbadoras vio alrededor de la cama, observándola
y esperando la confirmación de su presencia, cada uno de los rostros que
exigían una respuesta complaciente: una hija fiel y atenta, una madre cariñosa
y paciente, una maestra tolerante e innovadora, y ¿ella?. Rebelde se
desprendió de sus disfraces, pegó un portazo, lo empujó y lo sacó
violentamente de entre sus piernas para perderse insensible en un vacío
carente de anhelos, vacío del deseo, ausente del placer.
La puerta del balcón la invitaba a asomarse, las voces instigaban el a
abandono, perderse en ese vacío y desplegar esas pequeñas alitas que
lastimaban su baja espalda intentando abrirse paso a través de la carne. Si no
hubiera sido por ese afán atroz de superarse aún nos acompañaría, dijeron.