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Dejar el nido Despertó sudada. Se bajó de la cama con destreza mecánica, anticipando los malos movimientos que no debía realizar para no continuar sufriendo los malditos dolores de espalda. Extrañas sensaciones que punzaban por aflorar en la última porción, pinchando, intentando nacer a través de la piel, luchando por sobrevivir a la cuota diaria de narcóticos que lo limitaban, que lo mantenían a raya. Se calzó las ojotas y como quien espera la voz del amado preocupado por el despertar repentino, lo único que presintió fue un susurro detrás de la puerta del baño. No eran las voces que a lo lejos se escuchaba de la ciudad despierta, ni los gritos ahogados de aquellas pobres infelices sojuzgadas por el maltrato o los llantos de los niños sufrientes de necesidades insatisfechas y abandono. Era algo más profundo, casi inaudible para cualquiera menos para ella que lo ansiaba con desidia y desamparo. Era el contacto con las raíces, con la profunda necesidad de estar en un continente de cuidado, de protección del alma y amparo del ser. Un susurro que no decía nada comprensible, como un canturreo incordio, arbitrario y apaciguador. Escucharlo no era para nada tranquilizante. Se detuvo un instante para reflexionar sobre los sucesos acaecidos unos minutos previos, antes del despertar, cuando sus fantasmas solían acecharla a las tres del mañana. Trató de identificar si lo que escuchaba era parte del sueño o tenía alguna vinculación. Y en esa hora mágica en que los más profundos monstruos infantiles suelen nutrirnos de almas

Dejar El Nido Karina Piriz

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Dejar el nido

Despertó sudada. Se bajó de la cama con destreza mecánica, anticipando

los malos movimientos que no debía realizar para no continuar sufriendo los

malditos dolores de espalda. Extrañas sensaciones que punzaban por aflorar

en la última porción, pinchando, intentando nacer a través de la piel, luchando

por sobrevivir a la cuota diaria de narcóticos que lo limitaban, que lo mantenían

a raya.

Se calzó las ojotas y como quien espera la voz del amado preocupado por el

despertar repentino, lo único que presintió fue un susurro detrás de la puerta

del baño. No eran las voces que a lo lejos se escuchaba de la ciudad despierta,

ni los gritos ahogados de aquellas pobres infelices sojuzgadas por el maltrato o

los llantos de los niños sufrientes de necesidades insatisfechas y abandono.

Era algo más profundo, casi inaudible para cualquiera menos para ella que lo

ansiaba con desidia y desamparo. Era el contacto con las raíces, con la

profunda necesidad de estar en un continente de cuidado, de protección del

alma y amparo del ser. Un susurro que no decía nada comprensible, como un

canturreo incordio, arbitrario y apaciguador. Escucharlo no era para nada

tranquilizante. Se detuvo un instante para reflexionar sobre los sucesos

acaecidos unos minutos previos, antes del despertar, cuando sus fantasmas

solían acecharla a las tres del mañana. Trató de identificar si lo que escuchaba

era parte del sueño o tenía alguna vinculación. Y en esa hora mágica en que

los más profundos monstruos infantiles suelen nutrirnos de almas

atormentadas es la confusión y el desencanto que se hacen presente,

recordando que todavía estamos vivos, que el pasado siempre vuelve, que el

recuerdo es olvidado y la angustia perpetrada.

Pasos cortos, cansancio y somnolencia. La tele aún prendida y su cuerpo

hecho un ovillo al otro lado de la cama le recordaba que vivía en otro, que

siempre aquel estaba presente, que la vida era imposible en completa

autonomía existencialista. Vivir para otro, un lema imposible de seguir

atendiendo a las míseras instrucciones del decálogo de consejos de un buen

padre: “No confíes en nadie”; “No existen los amigos”; “Somos una varilla más

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en la rueda, si se dobla se deforma y no sirve” y una sarta importante de

prejuicios y menoscabos.

Respiraba día a día a través sus ojos llenos de amor, paciencia y tolerancia.

Con el paso de los años había logrado llenar esperanzada el hueco de

desasosiego y oscuridad que había aprendido. Se deslizó sin hacer ruido hacia

la habitación contigua a sabiendas de que en un par de horas el ritmo de la

cotidianeidad tomaría nuevamente su monotonía. Un pesado lingote de culpas

hacía de su espalda la demostración más acabada del deseo insatisfecho.

Cargaba en ese quiste por salir la podredumbre del recuerdo del padre, los

dolores del otro, la vida sufrida. Dejar la casa a los catorce años para trabajar

en el obraje apilando bolsas de maíz de cincuenta kilos, casi el peso del niño,

joven desamparado de la vida, adulto a la fuerza.. y no pudo atajarla cuando

todo el peso de su corta edad cayó sobre su espalda, lo dejó tendido de bruces

sobre el piso, partido en dos, a partir de ese día partido en dos. Familia y

hogar, la lucha por sobrevivir. Partido en dos. La lucha… partido en dos.

Un dolor agudo laceraba su columna a pesar de los recaudos tomados. El

recuerdo hecho dolor en las entrañas. Una niña apenas masajeando

intensamente la baja espalda del padre se preguntaba por qué aquella tarea le

había sido asignada sin derecho a negarse y ese olor nauseabundo del aceite

Esmeralda penetraba en la habitación ahora a oscuras. Estática escuchó el

silencio de la noche en una ciudad dormida y respiró los vahos del baño

mientras su cuerpo desechaba los residuos de una noche de excesos.

No recordaba los sueños que la habían atormentado desde siempre. Prefería

olvidar para vivir, rememorar para ocultar, omitir los lazos que inevitablemente

la unían con un pasado renunciable. La niña que se escondía tras una mujer

independiente, gestora de grandes sueños ajenos había logrado trasmutar sus

sentimientos en un manto de pareceres y posturas. Ser fuerte y no doblegarse,

poder siempre ante todo siempre poder, poder cuando la realidad aparente sea

insalvable, poder. Tenacidad irrenunciable cual un predestinamiento destinado

a revertir las adversidades pasadas. Profecía de un futuro en base a los

dictámenes del trabajo por superarse. Arduo trabajo del ser frente a los

embates: transitar este espacio tiempo de soledad inaudita. Por suerte siempre

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la compañía de ese otro que se hacía presente espontáneamente, aparecía y

daba señales: su voz como un canturro, de repente el terror de su imagen en el

amado, sus reflejos plateados marcando la cien y esa línea oscura sobre el

labio. Su encanto y su furia desatada presente en cuanto intentaba desanudar

los lazos del hechizo.

Salió del baño, se vistió apresuradamente, haciendo el esfuerzo de no

despertar a su amor, pretendiendo no despertar la descarga de ausencias

invasivas, alejando con su indiferencia la imagen del ausente, luchando por

evitar que se colara en el lecho nupcial y contaminara la paz conyugal.

Pero como una fiera desatada se despertó transpirado. En lucha por

poseerla batallaba lleno de una lujuria incestuosa que se respiraba en el

ambiente, perdido por la fiebre del amor insatisfecho que se hace rogar hacia

los días de recelo, reproches y desencantos. No lo pudo evitar y en la entrega

aparecieron todos ellos, distantes y tras reflejos perturbadores. Flashes

incandescentes o figuras recortadas sobre la oscuridad del cuarto hacían

retumbar las palabras: “no serás feliz”, “libera tu culpa” “no busques aquello

que no sabes dónde estará”, “permítete”… y el tono apelativo, dictatorial, sin

posibilidad de pensar anuló la escapatoria. El ser cancelado en la orden del

ser. Ser quién? Dónde la existencia podría ser una entidad descriptible si el

origen no fue fundado?. Se entregó reticente, con desconfianza y desapego.

Invadida de sensaciones perturbadoras vio alrededor de la cama, observándola

y esperando la confirmación de su presencia, cada uno de los rostros que

exigían una respuesta complaciente: una hija fiel y atenta, una madre cariñosa

y paciente, una maestra tolerante e innovadora, y ¿ella?. Rebelde se

desprendió de sus disfraces, pegó un portazo, lo empujó y lo sacó

violentamente de entre sus piernas para perderse insensible en un vacío

carente de anhelos, vacío del deseo, ausente del placer.

La puerta del balcón la invitaba a asomarse, las voces instigaban el a

abandono, perderse en ese vacío y desplegar esas pequeñas alitas que

lastimaban su baja espalda intentando abrirse paso a través de la carne. Si no

hubiera sido por ese afán atroz de superarse aún nos acompañaría, dijeron.

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