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1 Universidad de Chile CURSO DE FORMACIÓN GENERAL INTEGRACIÓN, CONFLICTO Y DIÁLOGO SOCIAL EN CHILE Sesión 21 — 10 — 04 LA DEMOCRATIZACIÓN COMO ESCENARIO PARA LA PROMOCIÓN Y CONSTRUCCIÓN DE LA CIUDADANÍA Octavio Avendaño P. I.- PRESENTACIÓN GENERAL Uno de los temas que nos interesa analizar detenidamente, como dimensión de las dinámicas integradoras y del conflicto, dice relación con los procesos de construcción de ciudadanía. Son diversas las definiciones y enfoques que han emanado sobre la ciudadanía y los procesos que hacen posible su ampliación. Algunas de ellas remiten al ámbito de los derechos; otras, en cambio, le otorgan en la actualidad un sentido mucho más laxo, llegando homologarlas a cualquier práctica social. No por casualidad, en diversas ocasiones, la noción de ciudadanía —y también la de democracia— se presenta de manera difusa, poco clara, como una categoría difícil de asumir y, mucho menos, de operacionalizar. Lo cierto es que tanto la ciudadanía como la propia democracia son consecuencia de determinados procesos históricos y dan cuenta de formas de organización específicas que se dan las sociedades. Se trata, en ese sentido, de dos nociones que poseen un claro sentido de historicidad. No es lo mismo ciudadanía en el marco de la antigüedad greco-romana que ciudadanía en el contexto del Estado de bienestar o de la fase pos autoritaria. Es por este motivo que interesa conocer las diferentes expresiones de la ciudadanía hoy en día y, de igual modo, el contexto que hace posible que ésta se desarrolle y cobre especial centralidad. En términos muy generales, podemos decir que en el marco de las sociedades modernas, la ciudadanía es una condición —o si se quiere un mecanismo— que garantiza el sentido de pertenencia a una comunidad política. Entendiendo por comunidad aquella que se restringe a los límites del Estado-nación. Pues, permite que los individuos se inserten en esferas deliberativas o de toma de decisiones; así como también que éstos se beneficien de los avances y progresos de la sociedad. Sin duda, en esta definición hay una contribución directa de T. H. Marshall, quien definió a la ciudadanía como un conjunto de derechos civiles, sociales y políticos, tomando como referencia la evolución que ésta tuvo en la sociedad inglesa desde el siglo XVIII. Sin embargo, creemos que no es posible remitir sólo a la promoción de los derechos que se hacen desde el Estado, o desde el sistema político — muchas veces producto de la lucha parlamentaria como ocurre en el caso europeo. Sobre

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I.- PRESENTACIÓN GENERAL Universidad de Chile Octavio Avendaño P. 1 1 Tomamos acá la advertencia que realiza Leonardo Morlino cuando se refiere a situaciones de involución que experimentan sociedades como la italiana a lo largo de los años noventa, destacando la crisis del sistema de partidos y la irrupción del fenómeno de Berlusconi (Al respecto, Leonardo Morlino: “Which Democracies in Southern Europe?”, Working Paper Nº 113, Barcelona, 1996). 2 2.1 Visiones contemporáneas de la democracia 3

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Universidad de Chile CURSO DE FORMACIÓN GENERAL

INTEGRACIÓN, CONFLICTO Y DIÁLOGO SOCIAL EN CHILE

Sesión 21 — 10 — 04 LA DEMOCRATIZACIÓN COMO ESCENARIO PARA LA PROMOCIÓN Y

CONSTRUCCIÓN DE LA CIUDADANÍA

Octavio Avendaño P. I.- PRESENTACIÓN GENERAL Uno de los temas que nos interesa analizar detenidamente, como dimensión de las dinámicas integradoras y del conflicto, dice relación con los procesos de construcción de ciudadanía. Son diversas las definiciones y enfoques que han emanado sobre la ciudadanía y los procesos que hacen posible su ampliación. Algunas de ellas remiten al ámbito de los derechos; otras, en cambio, le otorgan en la actualidad un sentido mucho más laxo, llegando homologarlas a cualquier práctica social. No por casualidad, en diversas ocasiones, la noción de ciudadanía —y también la de democracia— se presenta de manera difusa, poco clara, como una categoría difícil de asumir y, mucho menos, de operacionalizar. Lo cierto es que tanto la ciudadanía como la propia democracia son consecuencia de determinados procesos históricos y dan cuenta de formas de organización específicas que se dan las sociedades. Se trata, en ese sentido, de dos nociones que poseen un claro sentido de historicidad. No es lo mismo ciudadanía en el marco de la antigüedad greco-romana que ciudadanía en el contexto del Estado de bienestar o de la fase pos autoritaria. Es por este motivo que interesa conocer las diferentes expresiones de la ciudadanía hoy en día y, de igual modo, el contexto que hace posible que ésta se desarrolle y cobre especial centralidad. En términos muy generales, podemos decir que en el marco de las sociedades modernas, la ciudadanía es una condición —o si se quiere un mecanismo— que garantiza el sentido de pertenencia a una comunidad política. Entendiendo por comunidad aquella que se restringe a los límites del Estado-nación. Pues, permite que los individuos se inserten en esferas deliberativas o de toma de decisiones; así como también que éstos se beneficien de los avances y progresos de la sociedad. Sin duda, en esta definición hay una contribución directa de T. H. Marshall, quien definió a la ciudadanía como un conjunto de derechos civiles, sociales y políticos, tomando como referencia la evolución que ésta tuvo en la sociedad inglesa desde el siglo XVIII. Sin embargo, creemos que no es posible remitir sólo a la promoción de los derechos que se hacen desde el Estado, o desde el sistema político —muchas veces producto de la lucha parlamentaria como ocurre en el caso europeo. Sobre

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todo porque en la actualidad se requieren de un conjunto de disposiciones destinadas a establecer vínculos con otros individuos y, consecuentemente, llevar adelante procesos de acción colectiva. Como veremos a lo largo de estas sesiones, esto último es un requisito indispensable para la sustentabilidad del sistema democrático y la ampliación de los espacios de participación democrática. Sobre la base de esto mismo, consideramos que la noción de ciudadanía, hoy en día, debe ser concebida en función de dos importantes dimensiones. Una que hace posible la vinculación con el sistema político y con los espacios decisionales más formales, o si se quiere más tradicionales. La otra, identificada a partir de aspectos —para utilizar un término no menos laxo — relacionales. Es decir, aquellos que hacen posible el establecimiento de vínculos entre los individuos, llegando en algunos casos a constituir formas organizativas y asociativas. Asumir estas dos nociones implica, por cierto, mayores niveles de inserción o de integración. Al mismo tiempo, requiere de un mayor compromiso con los asuntos públicos, o con los problemas que atañen a la sociedad; vale decir, de virtudes cívicas. En ambos casos, encontramos que las propias sociedades, en un momento determinado, o más bien la forma en que se estructuran las relaciones sociales, van generando una serie de limitantes objetivas y subjetivas que impiden que las dos nociones sean asumidas ampliamente por el conjunto de la sociedad. No todos están en condiciones de asumir la totalidad o una parte de los elementos que poseen separadamente ambas dimensiones. Muchas veces requiere de la dotación de habilidades, recursos —tecnológicos o educativos— y también de disposiciones y confianza en los otros. En ese sentido, la noción de ciudadanía que aquí planteamos es consecuente con aquellas concepciones más clásicas, ya que connota situaciones de inclusión, pero también de exclusión. Situaciones que se ven acentuadas en virtud de las características que presente el Estado y la sociedad en un momento determinado. Por este motivo, dedicaremos esta sesión a destacar el marco institucional que ha hecho posible la promoción de la ciudadanía en el contexto del proceso de transición y recuperación de la institucionalidad democrática. En este contexto emergen y se impulsan nuevas formas de participación en el ámbito público, pero aparecen restricciones importantes, sobre todo por el carácter que asume el proceso democratizador durante buena parte de los años noventa. Limitaciones que, desde luego, no solo son atribuibles a las particularidades de la transición chilena sino que también han estado presentes en otros procesos de transición latinoamericanos y europeos1.

1 Tomamos acá la advertencia que realiza Leonardo Morlino cuando se refiere a situaciones de involución que experimentan sociedades como la italiana a lo largo de los años noventa, destacando la crisis del sistema de partidos y la irrupción del fenómeno de Berlusconi (Al respecto, Leonardo Morlino: “Which Democracies in Southern Europe?”, Working Paper Nº 113, Barcelona, 1996).

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II.- SOBRE EL SIGNIFICADO DE LA DEMOCRACIA 2.1 Visiones contemporáneas de la democracia Lo primero que debemos tener en cuenta al referirnos al proceso de democratización en Chile es la noción de democracia que se impone y, a su vez, lo que subyace a la propia noción de democracia en términos típico-ideales. Como ya dijimos, el propio proceso de transición hace que la democracia que se consolida en el contexto de los años noventa, en el caso de nuestro país, esté marcada por una serie de imperfecciones y de resabios propios de la experiencia autoritaria. Si tomamos en cuenta solamente aspectos formales e institucionales —como lo advierten Alfredo Joignant y Amparo Menéndez-Carrión— , esto lleva necesariamente a insistir en el carácter transitorio del sistema democrático hasta nuestros días2. En efecto, frecuentemente están irrumpiendo una serie de situaciones que no se logran resolver —en parte por el predominio de consensos y negociaciones— refutando a quienes han afirmado, en diversas ocasiones, el fin de la transición. Pero no solamente aspectos formales son los que estarían incidiendo en la no consolidación sino también ciertos rasgos que se manifiestan al interior de la propia sociedad, los cuales redundan en un cuestionamiento y en el riesgo del debilitamiento de los canales formales de participación y los marcos institucionales que se van estableciendo. En especial, la democracia, para algunos sectores de la sociedad, no estaría cumpliendo con las expectativas vinculadas al mejoramiento de la calidad de vida y la mayor justicia social. Hecho que ha traído consigo un fuerte cuestionamiento de la propia democracia y un descenso en su valoración. Frente a esta situación cabe preguntar entonces ¿qué representa hoy en día un sistema democrático?. O en otros términos, ¿que subyace a la noción de democracia en sociedades como la nuestra? Ha sido casi un lugar común en la literatura proveniente de la ciencia política el definir a la democracia como un tipo de régimen político que depende de un conjunto de reglas y de procedimientos para su real funcionamiento3. La expresión más radical de esta concepción la encontramos en la obra de Robert Dahl al introducir la noción de poliarquía. De acuerdo a Dahl más que hablar de democracia, en el sentido genérico, o tal como se conoció en las ciudades-estados griegas, las sociedades modernas han tendido a generar formas de poliarquía o regímenes poliárquicos. Estos sistemas funcionan a partir de la competencia entre las élites, tal como muchas veces se concibe al momento de identificar y definir los actuales sistemas democráticos. Sin embargo, ello no siempre es posible. Para que exista dicha competencia, o para que exista realmente poliarquía es necesario previamente la presencia de siete importantes instituciones: funcionarios electos, elecciones libres e

2 Alfredo Joignant y Amparo Menéndez-Carrión: “De la ‘democracia de los acuerdos’ a los dilemas de la polis: ¿Transición incompleta o ciudadanía pendiente?”, en Amparo Menéndez-Carrión y Alfredo Joignant: La caja de pandora. El retorno de la transición chilena, Editorial Planeta, Santiago. 3 Como señala Norberto Bobbio, la democracia, a diferencia de toda forma de gobierno autocrático, “es considerada caracterizada por un conjunto de reglas (primas fundamentales) que establecen quién está autorizado para tomas las decisiones colectivas y bajo qué procedimientos” (Norberto Bobbio: El futuro de la democracia, Fondo de Cultura Económica, Bogotá, 1992, p. 14).

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imparciales, sufragio inclusivo, derecho a ocupar cargos públicos, libertad de expresión, variedad de fuentes de información y autonomía asociativa4. La noción de poliarquía de Robert Dahl parece ajustarse más a la realidad de los sistemas parlamentarios europeos en los cuales, efectivamente, se da una competencia entre sectores políticamente organizados —muchos de los cuales alcanzan representación e influencia a nivel del sistema político. La crítica más recurrente a este tipo de definiciones es que la democracia estaría solo reducida a lo procedimental y lo formal, desconociéndose con ello la importancia e influencia que alcanzan aspectos más sustantivos, tales como las desigualdades sociales y económicas. Lo mismo ocurre con aquellos autores —como Sartori y Bobbio— que restringen la noción de democracia sólo a una dimensión eminentemente política. Como señala uno de sus críticos: “Muchas veces se quiere derivar de esto, por ejemplo, que el dominio de lo económico, o instituciones como las escuelas, las universidades, las Fuerzas Armadas, etc. son y deben ser ajenas a la lógica democrática”5. Pero, ¿hasta donde es posible hacer extensiva la noción de democracia?. Sobre todo si pensamos en la ampliación de los espacios de deliberación y de toma de decisiones. De hecho, la dificultad que surge ahí no solo tiene que ver con generar un marco institucional adecuado sino hasta donde el grueso de la población está en condiciones, y dispuesta, a participar activamente de ese tipo de instancias decisionales6. Lo cierto es que pese al énfasis en los procedimientos y las reglas que garanticen la libre competencia, observamos que en el marco de los procesos de transición las democracias que se consolidan normalmente poseen una serie de insuficiencias en ese tipo de aspectos. Pensemos, dentro de la experiencia chilena, en las limitantes constitucionales que impiden ampliar el sistema de representación, dado el predominio —y la irrestricta defensa— que alcanza el binominalismo. Otro fenómeno que reviste especial importancia es el carácter que asumen los pactos y consensos —sigo acá a O’Donnell y a Przeworski— que hacen posible el tránsito desde un gobierno autoritario y la instauración de una institucionalidad democrática. El predominio de esta lógica se traduce, una vez realizada una fase importante de la transición, en la alteración de uno de los rasgos esenciales de la propia democracia: la incertidumbre frente a los resultados. Por más limitadas que sean las visiones procedimentales o eminentemente políticas acerca de la democracia, ella implica un importante nivel de incertidumbre, respecto de los resultados del juego democrático, y la presencia de un marco institucional que garantice dicha incertidumbre. Tal como lo veremos más adelante, lo que ocurre en el marco de la transición chilena es que la presencia de grupos que concentran importantes cuotas de poder e influencia

4 Robert Dahl: La democracia y sus críticos, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1991, pp. 267-268. 5 Carlos Ruiz: “Las teorías de la democracia y el concepto de lo político”, en Seis ensayos sobre teoría de la democracia, Universidad Nacional Andrés Bello, Santiago, 1993, p. 81. 6 Un buen ejemplo de esto lo encontramos en una reciente crítica que hace Dahrendorf al uso y abuso de la opinión pública. “Pienso —dice Dahrendorf— en una encuesta que durante la crisis de la aftosa les preguntaba a los ingleses s i preferían la vacunación de las cabezas de ganado o la supresión de las infectadas: y bien, yo creo que muchos no tienen la más mínima idea de qué solución es más efectiva” (Ralf Dahrendorf —en diálogo con Antonio Polito: Después de la democracia, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2003, p. 84).

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provocan una serie de distorsiones para el normal funcionamiento del juego democrático. Los resultados y las decisiones se adoptan en ámbitos pre-políticos, ajenos a las posibilidades de deliberación por parte del resto de la sociedad. Del mismo modo, el marco institucional vigente impide que se produzca una real competencia entre las élites y se constituyan formas de representación más amplias. 2.2 Hacia una definición de democracia El marco en el cual se promueve la ciudadanía, así como también en el que se intentan legitimar y ampliar los espacios de participación más democráticos, está marcado por un debilitamiento de las instituciones tradicionales, vinculadas al aparto del Estado y del sistema político y por una mayor centralidad por parte del mercado. Si nos remitimos a las experiencias de transición democrática, la centralidad alcanzada por el mercado hace que la democracia se vea aún más tensionada; refutando nuevamente el sentido lineal que normalmente se le atribuye a este tipo de procesos históricos. Las propias aspiraciones de los individuos se juegan en asegurar mayores niveles de inserción en el mercado, más que lograr una vinculación con el Estado y el sistema político7. Este hecho, como se demuestra genéricamente en los cuadros que presentamos a continuación, afecta al conjunto de la sociedad. No por casualidad, en el trascurso de los años noventa aparece una importante literatura que identifica una nueva ciudadanía asociada al consumo. Este tipo de vinculaciones con el mercado complejiza la apuesta de la concepción sustantiva de la democracia, que ve en ella posibilidades siempre y cuando se lleve a cabo, en primer término, una transformación de las estructuras económico-sociales.

Ámbitos de la vinculación de los individuos

Estado

Familia

Mercado

Sociedad

civil

7 Juan Carlos Gómez: “Democracia y ciudadanía en Latinoamérica en los tiempos del libre mercado”, en Cultura, Sociedad e Historia Contemporánea, Revista del Doctorado en el Estudio de las Sociedades Latinoamericanas, Universidad Arcis, Segundo Semestre de 2002; Norbert Lechner: “¿Cuál es el imaginario ciudadano?”, en Guillermo O’Donnell, Osvaldo Iazzeta y Jorge Vargas (comps.): Democracia, desarrollo humano y ciudadanía. Reflexiones sobre la calidad de la democracia en América Latina, Homo Sapiens Ediciones, Rosario-Argentina, 2003.

Ámbitos de la vinculación de un chileno medio (C2-3)

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Ámbitos de la vinculación de un chileno pobre

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Es por ello que en la actualidad sería mucho más pertinente definir a la democracia como una forma de organización de la propia sociedad. Conlleva, o en ella subyacen, no solamente aspectos institucionales sino que también ligados “a la búsqueda histórica de la libertad, justicia, progreso material y espiritual. Por eso es una experiencia histórica inconclusa”8. Se trata, en definitiva, de asumir a la democracia como una expresión de la propia modernidad, ya que su constitución y sustentabilidad en el tiempo depende de la capacidad de acción y de transformación emanada desde la sociedad. Por cierto, y parafraseando al informe PNUD acerca de este tema, es necesario pasar de lo que ha sido una democracia eminentemente electoralista a la de un compromiso más activo por parte de los ciudadanos. De acuerdo a este mismo informe, a partir de ese compromiso es posible llevar adelante transformaciones en los ámbitos económicos y sociales, para de esa forma enfrentar situaciones de desigualdad y exclusión. De este modo, resulta perfectamente superable el dilema planteado por las concepciones más sustantivas. En efecto, no es necesario esperar una transformación de la sociedad para impulsar la democratización de esta misma, a pesar de las dificultades que generan las diferencias de ingreso y de acceso a bienes y servicios. Al respecto, es importante destacar la advertencia que nos han venido realizando autores como Norbert Lechner y, más recientemente, Fernando Mires. De acuerdo a lo que plantean ambos autores, es fundamental reconocer que los tiempos de los procesos económicos y los de la democracia son distintos9. El proceso democratizador requiere de tiempos muchos más lentos de los que debe asumir la gestión administrativa pública (y también privada), por ejemplo, a fin de responder a las demandas de determinados sectores. “Una cultura democrática —ha dicho Lechner— es el resultado de un proceso histórico (...) su desarrollo requiere tiempo. Pero justamente el tiempo es uno de los recursos más escasos de la transición democrática”. Por ende, continúa Lechner, “la democracia —sobre todo en América Latina— no logra consolidarse porque no le es dado el tiempo para que se desarrollen las costumbre y creencias en que pudiera apoyarse la construcción institucional”10. Esta definición de democracia representa, por cierto, un avance significativo y, a su vez, puede ser concebida como una situación típico-ideal para las sociedades latinoamericanas. Representa también la posibilidad de una mayor articulación e interrelación con la ciudadanía; sobre todo, a través de las acciones que de ella emanen en pos de su profundización y perfeccionamiento, tomando en cuenta que se trata de un proceso en permanente construcción. Sin embargo, constituye una buena referencia para analizar los avances y retrocesos que ha venido experimentando la democratización impulsada en nuestro país en el transcurso de los años noventa.

8 PNUD: La democracia en América Latina. Hacia una democracia de ciudadanas y ciudadanos, Aguilar, Buenos Aires, 2004, p. 33. 9 Norbert Lechner: ¿Responde la democracia a la búsqueda de certidumbre?”, en Los patios interiores de la democracia. Subjetividad y política, Fondo de Cultura económica, México, 1995; Fernando Mires: “Los diez peligros de la democracia en América Latina”, Oldenburg, 2004. 10 Norbert Lechner: “¿Responde la democracia...?”, op. cit., p. 141.

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III.- CONSOLIDACIÓN DE LA INSTITUCIONALIDAD DEMOCRÁTICA 3.1 La dinámica de la transición Si bien a lo largo de los años noventa se estimula la participación ciudadana, tanto como forma de vinculación con el sistema político y en cierta medida en la gestión pública, se pueden advertir una serie de situaciones que restringen los espacios de deliberación más democráticos y contribuyen a generar, muchas veces, un cuadro de desafección por parte de amplios sectores de la sociedad. En gran medida, muchos de estas restricciones y limitaciones derivan del carácter asumido por la propia transición, otorgándole a la experiencia chilena algunas particularidades que la hacen diferir de otros procesos de transición, fundamentalmente europeos —en especial de una de las referencias más directas: la transición española. a) Fundamentos del proceso de democratización No es nuestra intención hacer una descripción y reconstrucción exhaustiva del proceso de transición, sino más bien problematizar y tematizar respecto de un conjunto de situaciones que dificultan la ampliación de los espacios democráticos y contribuyen a generar una suerte de autonomía del sistema político en relación a una parte importante de la sociedad. Lo primero que debemos mencionar, siguiendo las tipologías realizadas por los estudios de O’Donnell, Schmitter y Przeworski, es que el proceso de recuperación democrática en Chile es producto de negociaciones y acuerdos que datan de los años ochenta —entre opositores y partidarios del régimen militar— y no del “colapso” del régimen autoritario a través de la movilización social o de situaciones revolucionarias. Ya hemos señalado en otras ocasiones lo que fue el descenso de la movilización popular, en contra del régimen militar, y el rechazo que despierta el uso de la violencia y la vía más insurreccional en el mundo popular-poblacional. Pero la lógica de los acuerdos y pactos no solamente forman parte de una etapa particular que define el tránsito del gobierno autoritario al democrático. Más bien, se consolida como una práctica habitual al interior del sistema político, o más específicamente del sistema de partidos. Hecho que se ve reforzado por la importancia que alcanza el sistema de representación binominal, que obliga al establecimiento y consolidación de grandes coaliciones que se sustentan, interna y externamente, en acuerdos y negociaciones sobre aspectos coyunturales asociados a la necesidad de enfrentar determinados procesos electorales, así como resolver temas de relevancia e interés nacional. Cabe destacar que no solamente consensos y acuerdos marcan la trayectoria, interna y externa, de las dos coaliciones que se consolidan y logran más representación a nivel parlamentario. También encontramos en ellas disensos importantes frente a temas puntuales, ya que los aspectos más sustantivos —como el reconocimiento de la economía social del mercado y el respeto por la propiedad privada— fueron asumidos desde los inicios del proceso de transición.

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Cuadro 1 Consensos y disensos en Chile 1990-199911

Consenso Áreas

Fundamental Parcial (grados) Disenso fundamental

Economía -Derecho de propiedad - Economía de mercado

- Nivel de intervención del Estado

Sociedad - Nivel de políticas redistributivas

- Derechos laborales (E) - Valores (E) (C) (D)

Política - Diálogo con instrumento de acción política

- No intervención militar (E) - Rol de las FF. AA. (E) (C) (D) - Reglas del juego (E) (D) - Justicia (E) (C) (D) - Memoria y verdad (E) (C) (D) - Libertades individuales (E) (C) (D)

(E) Disenso entre coaliciones (C) Disenso dentro de la Concertación (D) Disenso dentro de la coalición de derecha

Los disensos más importantes, que se han manifestado incluso al interior de cada una de las coaliciones han tenido que ver con temas valóricos, relacionados con la justicia, las libertades individuales y el rol que le corresponde a las Fuerzas Armadas. ¡Qué duda cabe!. Los disensos más importantes se relacionan directamente con los temas y las dimensiones propios de la democracia, al menos si consideramos las concepciones más tradicionales, asociadas a los aspectos procedimentales y a las dimensiones eminentemente políticas. No se estarían garantizando aquellos aspectos institucionales que han sido afirmados por aquellas definiciones de la democracia, que muchas veces se consideran mínimas o excesivamente formalistas. Como podemos advertir también del mismo cuadro anterior, el predominio de la política de consensos y acuerdos ha significado una restricción importante de la discusión. Hay temas que simplemente no se tocan, ni mucho menos se modifican ya que existe un acuerdo y aceptación previa. En ese sentido, la adopción de la política de consensos tiene efectos importantes en cuanto a la definición de los limites sobre los cuales el sistema democrático chileno interfiere. Es decir, posee un efecto restrictivo para la propia democratización. Recordemos que inicialmente, en los años ochenta, la adopción de esta política tuvo por finalidad superar los problemas de sobreideologización que caracterizaron al sistema de partidos vigente hasta principios de los setenta. En cambio, en el escenario de la recuperación y la consolidación de la institucionalidad democrática sería un factor que interfiere en contra de las posibilidades de su ampliación y profundización.

11 Claudio Fuentes: “Partidos y coaliciones en el Chile de los ’90. Entre pactos y proyectos”, en Paul Drake e Iván Jaksic (comps.): El modelo chileno. Democracia y desarrollo en los noventa, LOM Ediciones, Santiago, 1999, p. 199.

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Por otro lado, el predominio de esta política reafirma el carácter elitista del sistema político, y en cierta medida del sistema de representación, que ya se nos presenta restrictivo y acotado. En efecto, el predominio de esta lógica y la concentración de los espacios formales de la deliberación —los informales son asumidos por los “poderes fácticos”— hacen que éstos se reduzcan a ámbitos reservados exclusivamente a las élites y a las cúpulas de los partidos que integran las dos coaliciones más importantes desde el punto de vista de la representación parlamentaria. Al ser la política —deliberativa— eminentemente cupular, o reservada para los “políticos profesionales”, su consecuencia es la autonomización y autorreferencialidad respecto del resto de la población, e incluso respecto de los “ciudadanos electores”. A su vez, esta disociación trae consigo dos importantes consecuencias, cruciales para la legitimación no solo del sistema político sino de la propia democracia. Por un lado, el distanciamiento contribuye a generar una despolitización y una desvinculación de parte importante de la sociedad en los temas de interés público, circunscritos a los espacios formales definidos por el propio sistema político. Sin embargo, los consensos, y a su vez el rechazo a las situaciones de confrontación tienden a ser asumidos por el grueso de la población. Es decir, se produce con ello una suerte de coincidencia entre las limitaciones del sistema político y las fronteras de la discusión que están dispuestas a aceptar12.

Cuadro 2 Convivencia nacional

Pensando en chile, con cuál de las siguientes afirmaciones está más de acuerdo

La diferencia de intereses y opiniones representa un obstáculo para la unidad del país

La diferencia e intereses y opiniones expresa la diversidad y riqueza del país

No sabe / No responde

55.2%

37.4%

7.4%

Fuente: Encuesta PNUD 1999. Por otro lado, y como consecuencia de lo mismo se produce una notable alteración del sentido de la propia representación. Al respecto, sugerente resulta destacar la definición de representación propuesta en un artículo reciente por Ernesto Laclau. En su definición, Laclau sostiene que la representación no implica pasividad por parte de los representados, como muchas veces se considera. Requiere de una función activa de los representados que se expresa en una relación recíproca con el o los representantes. En palabras del propio Laclau: “hay una función activa del representante (...) que luego modifica también la identidad del representado finalmente se identifica con el discurso promovido por el representante. Es decir que la relación de representación tiene siempre una función de carácter doble”13.

12 Es un antecedente interesante sobre todo si consideramos la importancia del conflicto para la ampliación de la ciudadanía y de la democracia. 13 Ernesto Laclau: “Democracia, pueblo y representación”, www.exargentina.org . Agrega además que en la relación de representación hay dos elementos: “por un lado una transmisión de la voluntad, pero por otro lado una constitución de esa misma voluntad política a través del proceso representativo. Es decir que la relación

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Lo que ocurre en el contexto de la experiencia chilena es que no existe relación de reciprocidad entre representante y representado, producto de la disociación que manifiestan originariamente las élites políticas. Frente a lo cual, el efecto más directo de esa disociación se expresa en una ausencia de identificación simbólica de los representantes —léase fundamentalmente “ciudadanos electores”— con quienes se insertan directamente en los espacios de deliberación ofrecidos por el sistema político. A nuestro juicio, esta forma de entender la representación permite además tomar distancia con la referencia —de comparación— que normalmente se hace respecto a la relación que establecían las élites, y los representantes, en el sistema de partidos vigente hasta 1973. Lo que en ese contexto predominaba no era reciprocidad sino una relación clientelar que sustentaba la política de movilización de masas. La política de promoción popular y la base electoral demócrata cristiana en los sesenta son el ejemplo más paradigmático, aunque también es perfectamente aplicable a relación que establecían los partidos de izquierda tradicional. b) Los dilemas de la democracia Una de las preocupaciones más frecuentes advertidas en el período de democratización se vincula a la necesidad de garantizar estabilidad, no solo del sistema político sino que también al conjunto del modelo económico que se venía consolidando y diseñando ya en el contexto de los años ochenta. Es por ello que muy tempranamente se advierte un especial énfasis en el tema de la gobernabilidad. Al respecto la literatura provenientemente de la sociología insiste en dos conceptos esenciales de la gobernabilidad: legitimidad y eficacia. Entendiendo por legitimidad la aceptación de las políticas adoptadas desde el Estado, o más específicamente desde el gobierno. La eficacia, en cambio, apuntaría a una adecuada canalización de las expectativas generadas desde la sociedad. Estos dos términos son de gran utilidad para entender la forma en que se consolida y se garantiza la estabilidad del régimen político, sin que se asome la posibilidad de volver a la solución autoritaria; ni menos, aún, se produzcan estallidos sociales que pongan en jaque la institucionalidad vigente. De estos dos conceptos, el más ambiguo y difícil de medir es el de la eficacia, producto de la heterogeneidad que presentan los sectores más postergados, como hemos visto en otras ocasiones con el fenómeno de la heterogeneidad de la pobreza. En el caso de la legitimidad, ésta se vería garantizada por dos importantes situaciones. Por un lado, por la ausencia de proyectos alternativos. Militares, empresarios y élites políticas alcanzarían así un consenso básico acerca de la viabilidad de la democracia en cuanto forma más adecuada de gobierno14. Pero este consenso básico no ha sido suficiente. Como lo demuestra Edgardo Boeninger, ha debido aplicarse la política de consenso en las materias esenciales de representación es un terreno de constitución de las identidades políticas y no simplemente de transmisión de una voluntad constituida a priori”. 14 Al respecto, Raúl Urzúa: “¿Son gobernables nuestras democracias?”, en Raúl Urzúa y Felipe Agüero: Fracturas en la gobernabilidad democrática, Centro de Análisis de Políticas Públicas, Universidad de Chile, Santiago, 1998. Agrega además: “La democracia está garantizada y es gobernable cuando actores políticos que pierden en el juego democrático aceptan ese resultado y siguen participando y apoyándolo” (p. 142).

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que atañen al orden político, económico y social15. Como el mismo Boeninger señala, la gobernabilidad implica estabilidad política, progreso económico y paz social. Ya nos hemos referido a lo que significa el predominio de los consensos a nivel del sistema político. Sin embargo, a juicio de Boeninger, constituye el punto de arranque para que la lógica de los consensos sea aplicada en las otras áreas. Un claro ejemplo de eso fue lo ocurrido con la política de “concertación social” que asume la dirigencia sindical opositora al régimen militar en los años ochenta, producto de la aceptación de la idea de consenso como base para la organización de la futura democracia. El efecto de ese política fue el acercamiento con las organizaciones empresariales y el gobierno, lo que en abril de 1990 permitió la firma del llamado “acuerdo marco”. En materia económica el consenso básico, como ya hemos dicho, se expresa en la aceptación de la economía social de mercado por la totalidad del espectro político —con representación parlamentaria. El consenso se extiende también a la idea de mantener los equilibrios macroeconómicos y poner un especial énfasis en el crecimiento económico. No se asume ni se discute acá sobre la posibilidad de asumir modelos alternativos o llevar a cabo una política fuertemente distributiva. La idea de paz social se asume, en un primer momento, por la moderación de las demandas por parte de las organizaciones sociales y sindicales ligadas a la coalición que gobierna desde 1990. En esto también contribuye la crisis experimentada por los movimientos sociales, y las formas de organización autónomas al Estado, que se forjaron al calor de la lucha contra el régimen militar: ollas comunes, organizaciones económica-populares, comités de derechos humanos, comunidades cristianas de base, talleres sindicales, entre otras. Lo que ocurre en los años noventa es una focalización del conflicto, a nivel sectorial, destacando aquellos impulsados por los trabajadores del sector público; en la segunda mitad de la década se agregan las movilizaciones estudiantiles y otras derivadas de la dinámica modernizadora en el agro tradicional, en la minería del carbón y en los trabajadores portuarios16. En ningún caso se trata de conflictos que pongan en peligro la estrategia de modernización económica ni tampoco la institucionalidad democrática. Por el contrario, por la forma de resolución que éstos asumen, a través de mesas de negociación, en diversas ocasiones han tendido a reafirmar la autoridad del ejecutivo y de sus representantes: subsecretarios, intendentes y gobernadores. La democratización en los noventa transcurre en consecuencia sin movilización social y sin un cuadro de conflicto generalizado. Transcurre con conflictos aislados. Esta situación no solamente es atribuible a la imposición de las políticas de consenso. También hay razones de orden estructural que influyen en la crisis del movimiento sindical, como la flexibilidad laboral, y en el de pobladores, como el resultado de las políticas de erradicación y la transformación del espacio público urbano17. Cabe destacar que el debilitamiento de los movimientos sociales no solo es consecuencia del peso del autoritarismo, si lo comparamos 15 Edgardo Boeninger: Democracia en Chile. Lecciones para la gobernabilidad, Editorial Andrés Bello, Santiago, 1998. 16 Gonzalo de la Maza: “Los movimiento sociales en la democratización de Chile”, en Paul Drake e Iván Jaksic (comps.): El modelo chileno..., op. cit. 17 Veremos más en detalle que existen otras razones que tienen que ver con la valoración de la acción colectiva que también influyen de manera significativa.

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con la experiencia autoritaria brasileña en donde se mantienen organizaciones sociales autónomas, que no logran ser alteradas por la acción del Estado. Más bien lo que en el caso chileno influye es la función movilizadora, y estimuladora de la participación que tuvo el Estado durante buena parte del siglo XX. Hecho que ha impedido la formación de una sociedad civil con capacidad de organización autónoma. 3.2 Tensiones y conflictos Podemos decir que en nuestro país las organizaciones sociales han carecido de una capacidad de convocatoria y de movilización que permita ampliar los espacios democráticos. Las mayores presiones y tensiones han provenido de ciertas instituciones del Estado, como las Fuerzas Armadas. No menos influyentes, sobre todo para el diseño y la resolución de ciertos temas de relevancia nacional —políticos, económicos, de derechos civiles y valóricos— han sido las presiones que realizan las organizaciones empresariales, los medios de comunicación —concentrados en determinados consorcios periodísticos— y la Iglesia Católica. La influencia de estos sectores contribuye a distorsionar aún más la posibilidad de deliberación en los espacios formalmente diseñados para tal efecto, como ocurre con el parlamento. Dado el consenso básico asumido respecto a la democracia, estos poderes fácticos no ponen en peligro la permanencia de esta misma. Sin embargo, alteran su normal funcionamiento o, desde la perspectiva de Dahl, impiden que se establezca la poliarquía o una real competencia entre las élites. En consecuencia, hacen que la democracia se ciña a las fronteras delimitadas por el marco institucional y constitucional vigente, impidiendo cualquier posibilidad de profundización y ampliación. Una clara demostración ocurre con los temas económicos. En un contexto societal donde el mercado adquiere centralidad, los ciudadanos comunes y corrientes carecen de cualquier atribución para decidir sobre los temas económicos18. Estos quedan en manos de los empresarios y de los técnicos, sobre todo si pensamos en la fuerte acogida que adquiere la autonomización de lo económico respecto de lo político. Pero si bien, estos poderes fácticos —definidos como un resabio de la propia experiencia autoritaria— están lejos de asumir el colapso del régimen democrático transmiten, indirectamente, una sensación de debilidad y precariedad de este mismo. En ese sentido, es perfectamente posible platear que el riesgo reside en la debilidad que observa el resto de la población respecto de la democracia y de la efectividad de la institucionalidad democrática. La desafección, en ese sentido, puede ser interpretada como un cuestionamiento a la forma de resolución de los temas deliberados a través del juego democrático.

18 Como dice Carlos Huneeus: “En las democracias consolidadas (...) la economía está incorporada a la agenda pública y los ciudadanos pueden opinar y tomar sus decisiones políticas de acuerdo a las evaluaciones que hacen de ella, sabiendo que no todos están de acuerdo con ellas. El desarrollo económico admite un amplio debate político sobre sus problemas y sus distintas alternativas de solución. Retirar la economía del debate público es amputarle no sólo un brazo y una pierna, sino también parte de su corazón” (Carlos Huneeus: Malestar y desencanto en Chile. Legados del autoritarismo y costos de la transición, Inédito, Santiago, 1998, p. 44).

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Cuadro 3 Apreciación sobre la solidez de la democracia19

1991 1992 1993 1994 La democracia en Chile es más bien sólida

31.0 25.3 36.2 24.1

La democracia en Chile es más bien débil

56.8 61.9 54.9 69.9

No sabe / No opina 12.3 12.8 8.8 6.0 N 1.567 1.503 1.498 1.465 Fuente: Informe Participa, 1994, p. 17.

Como se demuestra en el cuadro anterior, hacia 1994 la apreciación que predominaba respecto de la democracia era la debilidad. De acuerdo a los autores del estudio de Participa, esa sensación se produce especialmente por la permanente presión que se ejercen las Fuerzas Armadas frente as iniciativas, emprendidas por el ejecutivo y el parlamento, destinadas aclarar temas de derechos humanos, procesar militares en servicio activo y remover a los Comandantes en Jefe.

IV.- LA EVALUACIÓN DE LOS CHILENOS RESPECTO A LA DEMOCRACIA Frente a un escenario marcado por las presiones por parte de los sectores aludidos, la apuesta para la profundización democrática reside en el involucramiento y en la participación activa por parte de los ciudadanos. Con ello, los ciudadanos no solo enfrentan fenómenos como la concentración del poder, o las tendencias neopatrimonialistas en la administración del Estado, sino que también ejercen una labor fiscalizadora de la función pública y, más importante aún, rescatan lo que para algunos es el “contenido sustantivo de la democracia”: “la libertad como valor supremo”20. Pero, ¿hasta donde los ciudadanos comunes están dispuestos a movilizarse por estos valores?. O en otro sentido, ¿cuáles son los contenidos que rescatan de la democracia?. Para responder a estas interrogantes, debemos en primer lugar destacar la constatación que se ha venido realizando en nuestro país acerca de la valoración que los chilenos tienen acerca de la democracia. Hay coincidencia en varios estudios de opinión pública que, en los últimos años, aumenta la valoración negativa. Como lo demuestran los resultados del Latinobarómetro, la evaluación que se hace en nuestro país contrasta significativamente con la de países como Perú y Argentina, los que han debido enfrentar profundas crisis políticas y económicas.

19 Manuel Antonio Garretón, Marta Lagos y Roberto Méndez: Los chilenos y la democracia. La opinión pública 1991-1994, Ediciones Participa, Santiago, 1994, p. 17. 20 Augusto Varas: “La democratización en América Latina: una responsabilidad ciudadana”, en Raúl Urzúa y Felipe Agüero: Fracturas en la gobernabilidad democrática..., op. cit., p. 103.

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Cuadro 4 Apoyo a la democracia en América Latina

País 1996 1997 1998 1999-

2000 2001

Uruguay 80 86 80 84 79 Argentina 71 75 73 71 58 Bolivia 64 66 55 62 54 Ecuador 52 41 57 54 40 Perú 63 60 63 64 62 Chile 54 61 53 57 45 Paraguay 59 44 51 48 35 México 53 52 51 45 46 Brasil 50 50 48 39 30 Fuente: Latinobarómetro, 1996-2001

Esta evaluación, utilizando otras fuentes, nos demuestra que los sectores que más asumen la crítica y el escepticismo frente a la democracia son los más pobres. Una explicación al respecto radica en la autonomización de la política y, por ende, el distanciamiento que estos sectores asumen con ella. Son estos sectores los que menos se informan, entienden y manifiestan intención de participar de la discusión política o pública. Otra explicación plausible, a raíz de lo mismo, es que los sectores populares tienden a valorar como importante lo que pasa en el barrio y en lo más inmediato21.

Cuadro 5

Adhesión al régimen democrático, según estrato social

Medio alto

Medio medio

Medio bajo

Bajo Total

Democracia preferible 63 53 45 40 45 Gobierno autoritario 20 25 19 16 19 Indiferencia 12 17 32 39 32 NS/NR 5 5 4 5 4 Total 100 100 100 100 100 Fuente: PNUD 2002

21 Norbert Lechner: “¿Cuál es el imaginario ciudadano?”, op. cit., p. 241.

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Cuadro 6 Apoyo a la democracia, según nivel educacional

Democracia preferible Autoritarismo preferible Da lo mismo Nivel

educacional Sep 96 Sep 00 Sep 03 Sep 96 Sep 00 Sep 03 Sep 96 Sep 00 Sep 03 B. Incompleta 59 43 41 13 18 15 25 29 40 B. Completa 53 44 50 16 16 9 27 34 34 M.Incompleta 55 40 50 11 19 27 31 27 19 M. Completa 57 50 61 14 23 20 25 22 18 S. Incompleta 74 56 65 16 28 20 9 18 14 S. Completa - - 69 - - 19 - 11 8 Fuente: Barómetro CERC. Septiembre 2003 Que los pobres sostengan que lo realmente importante es lo que ocurre en la vida diaria no solo refuerza el carácter delegativo y carentes de representación de los sistemas democráticos como el nuestro, sino que demuestra que los sectores más empobrecidos no están en condiciones de asumir los valores que subyacen a la definición de democracia. Como lo advierte Terry L Karl, “en países donde grandes sectores de la población no tienen asegurados condiciones mínimas de vida o donde importantes sectores están frustrados debido a las desigualdades relativas, la democracia tiende a estar definida en términos socioeconómicos”22. En un escenario marcado por la desigualdad y los escepticismos que impone la propia dinámica modernizadora, como ocurre sobre todo hacia fines de los años noventa, hace que la libertad política, inherente a las definiciones de democracia, se vea anulada por el peso que adquieren las demandas económicas y sociales. Es importante destacar que en los inicios de la transición la visión acerca de la democracia aparece asociada a la posibilidad de mejorar las condiciones de vida y superar las desigualdades sociales, sobre todo por las consecuencias sociales y económicas derivadas de la modernización de los años ochenta. A principios de los noventa, una encuesta demuestra que el 64% de las personas tiene como expectativas que la democracia reduzca el desempleo23. Esa misma encuesta señala que el 59% manifiesta que la democracia debe atenuar las desigualdades sociales.

22 Terry L. Karl: “América Latina: ciclos virtuosos o perversos”, en Guillermo O’Donnell, Osvaldo Iazzeta y Jorge Vargas (comps.): Democracia, desarrollo humano y ciudadanía..., op. cit., p. 279. 23 Adam Przeworski, et al: Democracia sustentable, Editorial Paidós, Buenos Aires, 1998, p. 71. Algo similar ocurre en los países de Europa del Este al inicial los procesos de transición. En Checoslovaquia el 61% asocia a la democracia con mayor igualdad social; en Eslovenia esa aspiración alcanza al 96%; en Rumania el 92% asocia a la democracia con aumento de los puestos de trabajo.

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Posteriormente, habiendo transcurrido el primer gobierno democrático, las opiniones recogidas por el estudio de Participa registraban un aumento en las percepciones acerca de que la situación económica del país se mantiene igual, al período anterior, mientras declinaba la opinión de quines sostenían que la situación había mejorado. Esta opinión crítica, que se puede ver corroborada en el mismo estudio con los datos sobre la situación económica personal, es un importante antecedente para entender el declive que desde 1998 experimenta la valoración general de la democracia en nuestro país.

Cuadro 7

Efectos de la democracia en la situación económica24

Efectos 1991 1992 1993 1994 Ha mejorado la situación del país

46.8 49.9 47.1 32.1

Ha empeorado la situación del país

19.4 11.4 13.4 16.8

Se ha mantenido igual la situación del país

33.2 38.0 39.5 48.9

N 1.567 1.503 1.498 1.465 Fuente: Encuesta Participa 1994.

En la opinión pública, en general, podemos identificar una vinculación directa de la democracia con los objetivos económico-sociales. Qué duda cabe. Pero también manifiesta una vinculación directa de la democracia con la gestión del gobierno. La valoración de la democracia en nuestro país ha coincidido con la valoración que se hace de los gobiernos del período 1990-2004. No se logran, por tanto, identificar valores propios de la democracia, en su condición de un tipo de sociedad o si se quiere de régimen político. Hemos señalado que los tiempos de la democracia, y de la política en general, son distintos a los de los ciclos y procesos económicos. En ese sentido, las demandas económicas deben ser atribuibles y resueltas por los gobiernos más que por la propia democracia. Sin embargo, si dejamos a la democracia el tema de la libertad y a la economía el de la necesidad, “se trata si se quiere de dos espacios que pueden ser complementarios pero que siempre son diferentes (...) La posibilidad de esa complementariedad es la que hace y ha hecho posible que en condiciones de desigualdad social los sectores pobres hayan unido reivindicaciones materiales con reivindicaciones políticas, exigiendo democracia cuando no la hay, y una ampliación de la democracia cuando ésta es muy restringida (...) en condiciones de desigualdad las relaciones democráticas son más necesarias que en condiciones de relativa igualdad pues ellas son las que permiten seguir luchando por una mayor justicia social”25. Para que ello sea posible es necesario saber, antes que nada, cuan dispuesto están los sectores más postergados de asumir una lucha reivindicativa o simplemente acciones e iniciativas de carácter colectivas. Tema que será tratado en una próxima sesión.

24 Manuel Antonio Garretón, Marta Lagos y Roberto Méndez: Los chilenos y la democracia..., op. cit., p. 20. 25 Fernando Mires: “Los diez peligros de la democracia...”, op. cit., pp. 14 -15.