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Derecho, Bioética y Nuevas Tecnologías Facultad de Derecho y Ciencias Sociales
http://www.themis.umich.mx/revistaDBN/
DBN No.1
Enero - Febrero 2006
Implicaciones éticas de las tecnologías de la vida
Dr. Juan Álvarez-Cienfuegos Fidalgo
Facultad de Filosofía “Samuel Ramos”
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo
I. En Oryx y Crake, la escritora canadiense Margaret Atwood recrea un mundo futuro poblado de
seres diseñados por ingenieros en biotecnología. Son los cerdones, los loberros y las lincetas, las
cabrañas y las serpiatas. Lo más parecido a humanos son los crakers, ideados por Crake. El único
superviviente humano, aunque aparecen huellas y vestigios de otros, es Hombre de las Nieves, por ese
nombre lo conocen los crakers. Hombre de las Nieves nos narra cómo era el mundo antes de la
catástrofe, cómo tuvo lugar ésta y por qué sobrevive. Sus padres, expertos en ingeniería genética, vivían en
una zona residencial reservada a los científicos, a través de su trabajo y de sus conversaciones en casa,
Jimmy, así se llamaba entonces, conoce las creaciones y los experimentos en biotecnología.
También, con la huída de su madre y las noticias sobre las manifestaciones y ataques contra la
producción de café transgénico, sabe que hay personas que se oponen a esos experimentos. Los
objetivos de la frenética actividad tecnocientífica son la alimentación, la salud, la estética y la energía,
también las mascotas, como los mofaches. Sin embargo, estas investigaciones quedan a muy larga
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distancia de las que llevará a cabo su compañero de estudios y amigo, Crake.
Los dos proyectos que Crake le muestra a su atónito amigo son la pastilla BlyssPluss y los
crakers. La primera tenía la finalidad de proteger a la ciudadanía de las enfermedades de origen sexual, de
aumentar la potencia sexual, de prolongar la juventud y, sin saberlo los usuarios, de esterilizar a quien
la tomara. El segundo proyecto era mucho más ambicioso. Crake veía en el creciente aumento de
población un peligro para la humanidad, por otra parte, habría que eliminar determinados rasgos de la
condición humana. Sus nuevos seres, los crakers, son humanos, pero fueron diseñados genéticamente,
unos comportamientos quedaron eliminados, otros creados de nuevo. Son de todos los colores, de
varias alturas y bien proporcionados, tienen ojos verdes luminiscentes y huelen a cítricos, para que no les
picaran los mosquitos. Con el fin de favorecer conductas de grupo, y siguiendo un modelo de
cánidos y mustélidos, marcan su territorio orinando dos veces al día todos los hombres sobre una línea
imaginaria, también sus costumbres sexuales, genéticamente programadas, tienden más a favorecer y
estrechar los lazos del grupo que a fomentar las opciones personales, responsables, según Crake, de la
mayor parte de las tensiones que surgen entre los humanos. Morirán a los treinta años, sin caer
enfermos, así, según Crake, “si consideramos que la mortalidad no equivale a la muerte, sino a su
conocimiento previo y el temor que suscita, entonces la inmortalidad correspondería a la ausencia de
dicho temor”. Hombre de la Nieves es la memoria y el oráculo de los crakers, por eso sobrevivió. Crake
propagó un virus letal, contra el que había creado una vacuna que después destruyó, sólo Jimmy había
sido vacunado precisamente para enseñar a los crakers a sobrevivir en el nuevo mundo.
La novela de Atwood, cuyo resumen no da cuenta cabal de la calidad literaria de la misma,
muestra un lugar común de cierta literatura: la ambigüedad de todo desarrollo tecnocientífico.
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II. Si abandonamos la creación literaria, teniendo en cuenta que la mención a la obra de Atwood no
pretendía ser, ni mucho menos, un panorama de la literatura actual sobre los riesgos que trae
aparejada la técnica, y dirigimos la atención a los medios de comunicación, nos encontramos con la
presencia constante de noticias relacionadas con la tecnociencia. En efecto, comentarios, suplementos y
programas de los medios de comunicación relacionados con los avances tecnocientíficos cada vez
acaparan más su interés. Las tecnologías espaciales, los nuevos descubrimientos en física o las
cotidianas novedades en el mundo de la comunicación, en especial, en lo que se denomina la sociedad-red,
están presentes a diario en informativos de todo tipo, sea televisivos, de la radio o de la prensa escrita.
Sin embargo, una rápida mirada a un periódico durante varios días nos revela que la palma de esa
atención se la llevan las referencias a las tecnologías de la vida y la salud. La prensa informa de una
familia constituida por una mujer de 33 años, su hija de 15 meses, habida tras someterse a una
inseminación artificial, y su pareja, otra mujer de 34 años, que también está embarazada por el mismo
método. “Llevan juntas siete años y tienen previsto casarse cuando la ley se lo permita. Cada una
adoptará a la hija de la otra y las educarán como hermanas. Las dos actuarán como madres de ambas
niñas. La ausencia del padre no les inquieta”. Titulares: “Un juez británico autoriza a no prolongar
artificialmente la vida a un bebé desahuciado. Los padres quieren mantenerla viva y los médicos
consideran que sería alargar su sufrimiento”, respecto a ese mismo caso, “Las autoridades religiosas,
comprensivas con la sentencia” y, para seguir con el mismo caso, “El juez del „caso Wyatt‟ afirma que
primó el bienestar del bebé sobre otros principios”. En días posteriores nos recuerda el mismo diario que
se está perdiendo la diversidad genética de los cultivos, que, al final, sólo son 20,000 los genes del
genoma humano o que Estados Unidos quiere ampliar la prohibición de la clonación a la terapéutica, no
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sólo a la reproductiva.
Es decir, el desarrollo de la ingeniería genética, de la misma forma que se veía en una obra de
ficción, genera posturas enfrentadas, exige la toma de decisiones difíciles y polémicas y, por último,
nos hace cambiar la forma de concebir a la familia, constituida tradicionalmente por un padre, una
madre y los hijos.
III. No debe sorprendernos esta atención dedicada a las nuevas tecnologías. Si se habla de dos
revoluciones que cambiaron de arriba abajo la manera de vivir de la humanidad, la revolución neolítica y
la revolución industrial, cabe afirmar con toda justicia que en la segunda mitad del siglo XX tuvo
lugar una tercera: la revolución científico-técnica. En agosto de 1945 explotaban en Hiroshima y
Nagasaki sendas bombas atómicas que mostraban, con su característico hongo, una capacidad de
destrucción nunca vista hasta entonces; después, llegaría el uso del átomo como fuente de energía para uso
de la población –más una promesa de resolver los problemas de energía que una realidad, mientras no sea
posible la energía atómica de fusión– y como remedio terapéutico. El desarrollo del transistor, por su
lado, contribuyó a abaratar los costos de los aparatos electrónicos y a reducir su tamaño dando lugar a los
primeros chips y, a principios de la década de 1980, a la aparición de las computadoras personales. En
suma, “en el corto espacio de tiempo que media entre 1945 y los albores del siglo XX aparatos como la
televisión, los ordenadores, las naves espaciales o las redes digitales se han incorporado a nuestro
quehacer diario, hasta el punto de que casi no podemos imaginar la vida y el futuro sin su presencia. Sin
embargo, hace sólo cincuenta años nada de todo esto existía”.
Con todo, dentro de dicha revolución, la más espectacular y polémica, que abre unas posibilidades
insospechadas en la economía, la sociedad, la nueva forma de concebir la vida, desde el nacimiento hasta la
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muerte, la alimentación, la idea misma de especie o la elección de determinados rasgos para nuestra
descendencia, es la revolución operada en la biotecnología. En el número de Nature correspondiente al 25 de
abril de 1953 apareció el artículo firmado por James Watson, genetista estadounidense, y Francis Crick,
físico y cristalógrafo inglés, “A Structure for Desoxyribose Nucleic Acid”; en dos páginas los autores
mostraban la estructura en doble hélice del ADN. Este descubrimiento fué calificado por Peter Medawar
como el éxito científico más grande del siglo XX y entusiasmó a Salvador Dalí, afirmó: “ésta es para mí la
prueba definitiva de la existencia de Dios” y a su obra Galacidalacidesoxyribonucleicacid le puso el
subtítulo Homenaje a Crick y Watson. Era el inicio de la biología molecular, después vinieron los
trasplantes, el desarrollo de la tecnología hospitalaria y, como se aludía a ello más arriba, cada día se habla
de un nuevo adelanto médico. Pero, ocurre que las nuevas tecnologías de la vida nos colocan ante
innumerables retos de orden jurídico, político y ético. Entre otros, la distribución de recursos en la
asistencia sanitaria, la responsabilidad profesional del médico, las consideraciones éticas sobre trasplantes de
órganos, sobre la experimentación con seres humanos o sobre las diversas formas de reproducción
asistida.
Algo similar nos encontramos en las valoraciones que se hacen sobre la ciencia y la técnica. A
grandes rasgos, se podría afirmar que en la primera mitad del siglo XX hay una imagen optimista y
esperanzadora del complejo tecnocientífico, lo que no impide que se escucharan voces de alarma sobre el
mismo. En la segunda mitad del siglo las críticas contra dicho complejo alcanzan un tono muy
elevado, donde lo más novedoso, si cabe, es que a las críticas de carácter filosófico o social, vienen a
sumarse las que provienen del interior de la propia ciencia, de los mismos científicos. Como afirma
Sempau, “dos grandes tendencias caracterizan a la ciencia de vanguardia de nuestros días. Por un lado
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están los partidarios de la huida hacia adelante a toda máquina, y por otro los que, desde una
comprensión cada vez más profunda de la realidad y de lo mucho que desconocemos, postulan un
cambio de rumbo hacia la humildad”. Como ejemplo del primer tipo de tendencias estaría el de
Deutsch, La estructura de la realidad, donde se esbozan las posibilidades técnicas del control sobre el sol
con la subsiguiente utilización de toda la energía disponible en el universo, frente a la postura de Capra,
La trama de la vida, quien nos advierte sobre la necesidad de un cambio en nuestra visión del mundo, de
un nuevo paradigma, donde la percepción sesgada y reduccionista de buena parte de la ciencia sea
sustituida por una visión holista y ecológica del mundo fundada en las ciencias de la vida, más que en la
física. Los dos son físicos.
IV. Nos podemos preguntar por qué provoca el desarrollo científico tanta polémica. Si se acepta la
existencia de una ciencia pura, situada más allá de cualquier consideración práctica, guiada por el único
criterio de la noble y desinteresada búsqueda de la verdad, entonces, concebida en sí misma, no habría
ningún motivo para enjuiciarla críticamente desde un punto de vista moral, sería buena, en la medida
que respondiera a ese criterio de veracidad, o, como mucho, ni buena ni mala. Ahora bien, dado el
entramado tecnocientífico dentro del que se despliega en la actualidad la investigación científica y las
difusas fronteras entre ciencia pura y técnica aplicada, resulta que las consideraciones prácticas, éticas o
morales no son ajenas a esta actividad, porque la característica fundamental de la misma es la
manipulación de la realidad circundante; en palabras de G. Hottois, “la vieja concepción teórica de la
contemplación discursiva ha cedido su lugar dominante a una relación esencialmente activa de
manipulación, de reconstrucción y de deconstrucción de la realidad que pone la representación teórica al
servicio de la actividad manipulativa. Los términos „tecnociencia‟ y „tecnocientífico‟ señalan, a la vez, el
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entrelazamiento entre los dos polos y la preponderancia del polo técnico y, además, son apropiados
para designar la actividad científica contemporánea en su complejidad y originalidad”.
Bajo este punto de vista, es decir, bajo la consideración del ambiguo potencial que tienen los
avances científicos y técnicos, es como se puede entender la creación literaria denominada sátira
utópica, cacotopía o distopía; en último término, es a esa tradición a la que se puede adscribir la novela de
Margaret Atwood a la que se hacía referencia al inicio de estas líneas.
Northrop Frye señala que a partir de 1850 la tecnología tiende a unificar el mundo; debido a
ello, por una parte, la utopía aislada al modo de Moro, Platón o Bacon va desapareciendo, por otra,
“surgen dos tipos de romance utópico; la utopía pura, que visualiza un Estado mundial presuntamente
ideal, o ideal al menos en comparación con el que tenemos, y la sátira o parodia utópica, que presenta el
mismo tipo de aspiración social en términos de esclavitud, tiranía o anarquía. Los ejemplos de la
primera en la literatura del siglo pasado incluyen: Looking Backward de Bellamy; News from Nowhere, de
Morris y A Modern Utopia, de H. G. Wells. Wells es uno de los pocos escritores que ha construido tanto
utopías serias como satíricas. Los ejemplos de la sátira utópica incluyen: We, de Zamatin; Brave New
World, de Huxley, y 1984 de Orwell. (...) esta especie de sátira utópica es un producto de la sociedad
tecnológica moderna, de su creciente sensación de que el mundo entero está destinado al mismo sino
social, sin que haya un lugar donde ocultarse, y de su creciente constatación de que la tecnología se
orienta al control, no sólo de la naturaleza, sino también de las operaciones de la mente”. Frye añade un
dato interesante, puede darse el caso de que un autor y parte de sus lectores tengan por utopía seria, lo
que otros lectores tendrían por sátira utópica, como pueda ser el caso de Looking Backward.
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No hay, tal como se puede ver, un consenso unánime acerca del valor concedido al desarrollo
tecnocientífico, ni desde la creación literaria ni desde los mismos científicos ni, más adelante se verá,
desde quienes reflexionan sobre las consecuencias de tal desarrollo para la ética, especialmente para
aquel ámbito que está íntimamente relacionado con las tecnologías de la vida. Antes de las referencias
que se harán a dicho ámbito, son obligadas un par de breves anotaciones.
***
V. En primer lugar, la relativa a los expertos. Como afirma Victoria Camps, “la división del
conocimiento se erige en el valor más preciado. Un mundo de expertos es un mundo de personas que
saben mucho de muy poco, que, en ningún caso, sienten la necesidad de enfrentarse a la totalidad del
mundo o de lo humano, entre otras cosas, porque la misma especialización los hace humildes: saben
que no son capaces de ir más allá de su saber específico. […]. Si ha tenido que nacer esa disciplina
llamada bioética es porque se echa de menos precisamente la incapacidad para pensar con una cierta
distancia sobre los fines y el sentido de lo que se hace”. Es decir, las complejidades alcanzadas por las
técnicas médicas, los problemas que plantean son de tal envergadura y gravedad, las cuestiones que
están sobre la mesa adquieren un valor tan elevado, como son, en definitiva, las de la salud, la vida y la
muerte, requieren una discusión que no puede permanecer encerrada en laboratorios u hospitales, tienen que
salir a la calle, hacerse públicas y estar sometidas no sólo al dictamen de los expertos, ni siquiera al de los
especialistas en ética, sino a la libre discusión de la ciudadanía en general.
En segundo lugar, una anotación relativa al Estado y al tipo de ciudadano de ese Estado. Frente a
otro tipo de sociedad, la nuestra es una sociedad liberal –no entro en las variedades que puede adoptar esa
sociedad, desde el liberalismo extremo a una sociedad basada en la idea del Estado del Bienestar–. Eso
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significa que el Estado no debe legislar sobre moralidad, que separa clara y nítidamente las
cuestiones relativas a la ley de las cuestiones relativas al bien, que no considera que lo que es pecado es
delito, que, en definitiva, legisla sobre los derechos y deberes de la ciudadanía, pero no le indica cómo
debe vivir, cuál es la “vida buena”. En suma, que pueden darse ciertos tipos de conductas que a juicio de
algunos ciudadanos sean inmorales, pecaminosas o éticamente indeseables, pero el Estado solamente debe
prohibirlas si conllevan un daño hecho a los otros. De otro lado, la característica primaria de la
ciudadanía en un Estado liberal es la de la autonomía. Y la esencia de esta autonomía significa libertad
para elegir, siendo más valiosa a ojos del liberal, la decisión objetivamente equivocada, pero libre, que la
acertada, pero llevada a cabo bajo coacción. Bien es cierto, de todas formas, que esta autonomía queda
recortada en el Estado liberal por lo que se denomina “paternalismo jurídico”, es decir, un tipo de
intervención coactiva sobre la conducta de los ciudadanos para que no se dañen a sí mismos;
ejemplos de paternalismo serían la prohibición de las drogas, el uso obligatorio del cinturón de
seguridad o determinadas medidas sobre la incapacidad jurídica de los débiles mentales.
***
Es dentro de este contexto general en el que, de un lado, nos encontramos con una revolución
tecnocientífica de carácter tan extraordinario, de un potencial desconocido hasta la fecha y de
consecuencias difíciles de prever para las generaciones futuras y, de otro, nos las habemos con un tipo de
Estado y de ciudadano tales como los descritos, donde tiene la máxima pertinencia la reflexión
bioética.
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VI. De siempre, la medicina estuvo sujeta a un código deontológico, de unas líneas maestras
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cuyo objetivo era regular u orientar la práctica de la medicina; desde el Juramento Hipocrático a los
diferentes códigos éticos y deontológicos del siglo XIX, inspirados en Hipócrates. Los experimentos
médicos durante el periódo nazi, en el juicio de Nuremberg 16 médicos fueron declarados culpables y
siete condenados a muerte, tuvieron como consecuencia la Declaración de Ginebra, en 1948, en la que se
actualizaron los principios hipocráticos, y en 1949 se adoptó un Código Internacional de Ética
Médica. Pocos años después hace su aparición el término “bioética” y la reflexión concomitante.
Van Rensselaer Potter, cancerólogo de Madison, introdujo el término de su creación en el título de
su libro, Bioethics: a Bridge to the future, 1971, donde definía “bioética” como “el estudio
sistemático de la conducta humana en el área de las ciencias humanas y de la atención sanitaria, en
cuanto se examina esta conducta a la luz de valores y principios morales”. Meses más tarde, André
Hellegers, obstreta holandés que trabajaba en la universidad de los jesuitas de Georgetown, utilizó el
mismo término para dar nombre al centro Joseph and Rose Kennedy Institute for the Study of Human
Reproduction and Bioethics. Un nacimiento doble, para una doble caracterización de “bioética”. Según
Potter, el término tenía un sentido ambiental y evolucionista, “como una nueva disciplina que combina el
conocimiento biológico con un conocimiento de los sistemas de valores humanos ... Elegí bio- para
representar el conocimiento biológico, la ciencia de los sistemas vivos; y elegí -ethics para representar el
conocimiento de los sistemas de valores humanos”. Potter concebía la nueva disciplina como un
puente entre las dos culturas, la de las ciencias y la de las humanidades, cuyo distanciamiento ya había
denunciado diez años atrás Snow. El objetivo de esta nueva disciplina era el de procurar preservar el
medio ambiente y legar a las generaciones futuras un mundo aceptable.
La visión de Hellegers de la bioética es más restringida, favorecer el diálogo entre profesionales
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médicos y profesores de ética y filosofía, es decir, involucrar a profesionales de la ética en los
problemas biológicos. Ésta es la tendencia que predomina en la actualidad en la reflexión bioética. Lo
anterior, respecto a la aparición del término, a continuación una rápida mirada a los hitos más
significativos de la bioética en los últimos años y su relación con el desarrollo y la evolución de sus
principios.
VII. En el año 1962 hacen su aparición los aparatos de hemodiálisis, una esperanza para los
enfermos del riñón; surgió, entonces, un problema, cómo serían elegidos los candidatos para usar esos
aparatos. Se creó, a tal efecto, el Kidney Center‟s Admission and Policy, en Seattle; en vez de ser los
médicos quienes tomaran la decisión, se vio la necesidad de que una comisión compuesta en su mayoría por
no médicos revisara los expedientes de los posibles candidatos y decidiera en consecuencia. Fué algo
novedoso que una decisión de tales características fuera tomada por personas ajenas a la profesión médica.
Un siguiente paso lo constituyó la publicación en 1966 de un artículo de Beecher en el que después de
analizar 22 artículos de revistas científicas, concluía que los experimentos a los que habían sido
sometidos varios sujetos eran objetables desde el punto de vista ético. Será, sin embargo, el informe
de Edward Kennedy sobre el experimento de Tuskegee el más fecundo en consecuencias.
Se hacía público que en esa localidad de Alabama varios enfermos de sífilis, todos ellos de
color, no habían sido tratados con antibióticos con el fin de investigar la evolución de la enfermedad.
Este escándalo dio lugar a la creación de la Comisión Nacional –National Commission for the
Protection of Human Subjets of Medical and Behavioral Research–, entre 1974 y 1978, cuyo cometido fué
el de trazar las directrices que deben guiar los experimentos médicos con humanos. Hay que señalar
su metodología, pues como afirma Diego Gracia, “... se hizo evidente que era muy difícil llegar a
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resultados aceptables por todos partiendo de principios morales abstractos, ya que el disentimiento en los
principios era muy elevado. Para evitar este escollo, al parecer insalvable, sus miembros decidieron
marginar el método deductivo (de los grandes principios a los casos concretos) y poner en práctica otro de
carácter inductivo (de los casos concretos a los principios). La experiencia demostró que de este modo
el consenso en cuestiones prácticas se lograba con relativa rapidez. Aún más, se pudo comprobar que los
resultados diferían ampliamente de las opiniones previas de todos y cada uno de los miembros de la
Comisión”.
En último término, las deliberaciones de esa comisión fueron recogidas en un documento
fundamental para la historia de la bioética, es el Informe Beltmont, 1978. En él se plasmaron tres
principios básicos de la bioética: el de autonomía, respeto por las personas, el de beneficencia, no hacer
daño, minimizar los riesgos y extremar los beneficios, y el de justicia, imparcialidad en la distribución de
los riesgos y beneficios.
VIII. Antes de continuar con el desarrollo subsiguiente de la reflexión bioética, conviene
mencionar un par de hechos que también tuvieron su repercusión sobre la misma. El primero está
relacionado con la práctica de los trasplantes. En el año 1967, el doctor Christian Barnard llevó a cabo el
primer trasplante de corazón; esta nueva tecnología médica entrañaba problemas novedosos respecto a la
definición de muerte. Tradicionalmente, la muerte de un ser humano y de un animal ocurría cuando la
circulación y la respiración dejaban de funcionar y comenzaba el proceso de putrefacción. Visto así, no
suponía mayor problema decretar cuándo estaba muerta una persona. Esta simplicidad desapareció
cuando se introdujo en la década de 1950 el respirador artificial, que permitía a enfermos terminales
sobrevivir, inconscientes, en un coma irreversible antes de producirse el paro cardíaco, y en la siguiente
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década la reanimación cardiorrespiratoria, que aumentaba el tiempo de sobrevida de esos pacientes.
Dadas estas circunstancias, como afirma Eduardo Rivera: “hacia 1968, el cuadro de situación era,
entonces, el siguiente: por un lado, las salas de cuidados intensivos sobrecargadas de pacientes en
estado de coma irreversible, y, por otro, miles de personas gravemente enfermas del corazón, los
riñones, etc., cuya única esperanza de vida consistía en los incipientes intentos de la técnica del
trasplante”.
Ante esta situación, se creó el Comité Ad Hoc de la Facultad de Medicina de Harvard para
Examinar la Definición de Muerte Cerebral, dicho comité estaba compuesto en su mayoría por médicos y
su informe comenzaba así, como recuerda Peter Singer, “nuestro principal objetivo es definir el coma
irreversible como un nuevo criterio de muerte. Hay dos razones por las que es necesaria una definición: 1.
Los avances en los métodos de resucitación y mantenimiento de la vida han dado como resultado
esfuerzos cada vez mayores para salvar a aquellos que sufren lesiones graves. A veces estos esfuerzos
sólo tienen un éxito parcial, y el resultado es un individuo cuyo corazón continúa latiendo, pero cuyo
cerebro está irreversiblemente dañado. La carga que supone para los pacientes que sufren una pérdida
permanente del intelecto, para sus familias, para los hospitales y para aquellos que necesitan las camas
hospitalarias que ocupan estos pacientes en coma es grande. 2. Los criterios obsoletos para definir la
muerte pueden causar controversia a la hora de conseguir órganos para trasplantes”. Tal como lo señala
Singer, en el informe es meridianamente clara la intención de crear una nueva definición de muerte por la
carga que suponen esos enfermos y por la necesidad de órganos para trasplantes; al mismo tiempo,
identifica el coma irreversible como el estado que desea definir como muerte. A pesar del consenso
institucional en la mayoría de los países, incluso admitida por la propia Iglesia Católica, la definición de
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muerte cerebral no se admite en Japón, de un lado, y encuentra la oposición o la matización de
determinados autores preocupados por cuestiones éticas, de otro.
Los otros son los casos de Karen Ann Quinlan y Nancy Cruzan; nos dan una idea de la
complejidad ética y jurídica inherentes a las cuestiones que plantea la tecnología médica. La primera era
una joven que tras la ingestión de barbitúricos y alcohol quedó en estado de coma irreversible, nunca
recobraría la consciencia. Sus padres adoptivos, católicos practicantes, aconsejados por su párroco
solicitaron a la dirección del hospital que le desconectara el respirador, única manera de mantenerla
con vida. Tras un largo proceso legal, la Corte Suprema del Estado de Nueva Jersey, en 1976,
reconoció que la joven tenía el derecho a morir en paz. Fue el inicio de los llamados testamentos vitales,
en los que una persona declara que no desea que la mantengan con vida en determinadas
circunstancias.
En el caso de Nancy Cruzan las cosas fueron diferentes. A causa de un accidente de
tráfico, la joven quedó en estado vegetativo permanente. Ante la petición de los padres dirigida a la
dirección del hospital, en el sentido de que le retiraran los tubos de alimentación que la permitían seguir
con vida, la Corte Suprema del Estado de Missouri, en 1989, decidió que los padres no tenían ese
derecho y que, en consecuencia, era el Estado de Missouri quien debía proteger la vida de Nancy.
Llevado el caso ante la Corte Suprema de los Estados Unidos confirmó esta sentencia y su presidente, el
juez Rehnquist, añadió a la argumentación anterior que tenía ese derecho la Corte de Missouri incluso
aceptando que permanecer con vida era desfavorable para los intereses de Nancy. También en este
caso, tuvo lugar una puesta a punto de los testamentos vitales.
De nuevo, como se puede comprobar, un avance técnico, un determinado desarrollo en la
manipulación de la vida y de la salud acarrea, subsiguientemente, problemas de índole ética y
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vuelve más complejas las decisiones humanas.
IX. Quedaba dicho que el Informe Belmont sentaba tres principios básicos en bioética que
tenían como finalidad orientar a los profesionales de la medicina, a los juristas, a los pacientes y a sus
próximos. Un año después de la publicación de ese informe, en 1979, aparece un libro de suma
importancia para el debate sobre dichos principios y su ampliación, Principles of Biomedical Ethics; sus
autores eran Tom L. Beauchamp y James F. Childress. Estos principios son: el de no-maleficencia, no
hacer daño al enfermo, el de beneficencia, procurar su bien, el de autonomía, capacidad de decisión del
enfermo, y el de justicia, que no haya discriminación en la atención sanitaria debido a motivos
sociales, religiosos, económicos o de otro tipo. Ahora bien, se da la circunstancia de que estos
principios pueden resultar demasiado vagos o generales y de difícil aplicación en determinados casos; así,
teniendo en cuenta, por ejemplo, el de no-maleficencia y el de la autonomía, ¿qué hacer, por
ejemplo, cuando un paciente pide reiterada y conscientemente que se le quite la vida? En este caso
estaríamos ante una aporía, pues si se hace primar el principio de no-maleficencia, no se observaría el de
autonomía y viceversa.
Veamos la propuesta, como muestra representativa, que hace Manuel Atienza con el fin de
soslayar esos obstáculos. En primer lugar, lleva a cabo una reformulación de estos principios de la
siguiente manera: el principio de autonomía, el de dignidad, ningún ser humano puede ser tratado como un
medio, el de universalidad, igual trato para quienes están en las mismas condiciones y el de
información, el paciente tiene derecho a saber lo que afecta a su salud. Pero, en segundo lugar, él
mismo encuentra que “estos principios parecen resultar insuficientes. Por ejemplo, ¿qué hacer cuando la
persona afectada no puede tomar decisiones sobre su vida o sobre su salud por su corta edad, por
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padecer ciertas insuficiencias de tipo psíquico o porque está en estado de inconsciencia?”. No es que haya
que conculcar un principio a favor de otro, en ese caso, escaso valor sería el de esos principios; “lo que
ocurre es, más bien, que esos principios establecen lo que puede o debe hacerse, pero dadas ciertas
condiciones que, sin embargo, no podemos precisar de antemano. Por ejemplo, el principio de
autonomía lo entendemos en el sentido de que un individuo puede decidir sobre aquello que le afecta,
pero siempre y cuando esté en condiciones de decidir. Si no se dieran esas condiciones, entonces
estamos dispuestos a aceptar que otro pueda o deba tomar por él esa decisión”. A fin de subsanar estas
insuficiencias, en tercer lugar, Atienza elabora otros principios, que llama secundarios, con respecto a los
otros, los primarios, de los que se derivan. Estos nuevos principios serían el de paternalismo
justificado, que se deriva del principio de autonomía cuando la persona no puede decidir, el de
utilitarismo restringido, derivado del principio de dignidad, el de trato diferenciado, complementa el de
universalidad, y el principio del secreto, matiza el sentido del principio de información.
No se crea, con todo, de que ya está resuelta la cuestión: “esta serie de principios no permiten,
naturalmente, resolver, sin más ayuda, la diversidad de casos difíciles que pueden surgir en la bioética”. Por
ello, aboga por la elaboración de unas reglas construidas a partir de esos principios que sean
coherentes con ellos y que, al mismo tiempo, permitan resolver los casos prácticos. En último término, y
resumiendo, Atienza considera necesaria, además de la vía legislativa y judicial, la constitución de
Comités de Bioética capaces de tomar decisiones motivadas y que se hagan públicas.
X. A pesar de que las cuestiones éticas que plantean los avances en las tecnologías de la vida
abarcan una gama muy amplia de problemas, piénsese, si no, en aquéllos derivados de nuestra relación
con el medio ambiente, los que tienen que ver con la experimentación con los animales o los
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relacionados con la masiva introducción de la producción de alimentos y forrajes transgénicos, por citar
algún ejemplo; a pesar de ello, la atención de las últimas líneas se dirigirá a mencionar la problemática que
encierran dos prácticas hospitalarias ya clásicas: los trasplantes y la manipulación genética.
En el parágrafo VIII, se aludía a la aparición de la práctica de trasplantes de corazón y quedaba
insinuado el problema que entrañaba la definición de muerte ante esa nueva situación. Al problema
sobre la definición de muerte habría que añadir otras cuestiones involucradas en los trasplantes de
órganos, tales como las categorías de los donantes, donantes vivos, donantes con muerte cerebral y
corazón latiendo, donantes a corazón parado y tejidos procedentes de cadáveres, la política de
distribución de órganos disponibles, el comercio de órganos, la conveniencia del trasplante a una cierta
edad o los xenotrasplantes, es decir, los trasplantes de órganos provenientes de animales. Como ya es
habitual, tras las referencias hechas anteriormente a otros aspectos de la bioética, fue un nuevo invento, la
ciclosporina, el que hizo posible que los trasplantes abandonaran su etapa experimental para convertirse
en una rutinaria y, con ello, entraran a formar parte de la tópica bioética. En efecto, en la década de
1980 este fármaco marcó un antes y un después en los trasplantes, su función: evitar los mecanismos
de rechazo del organismo hacia un órgano extraño. En lo que sigue, de los problemas mencionados
acerca de los trasplantes sólo se esboza sumariamente la problemática relativa a las donaciones de
órganos de personas vivas.
Respecto a los tipos de trasplantes ex vivo, se dejan a un lado, por obvias razones inmorales, los que
implican la muerte del donante y los que se realizan obligatoriamente, sin el consentimiento
voluntario del dador del órgano. Quedan, entonces, dos alternativas: la donación voluntaria y la venta de
órganos. Las condiciones que deberían regir la primera de ellas serían dos, que el donante sea mayor de
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edad y consienta en ello explícitamente y que si el órgano no es renovable –el riñón, por ejemplo– pueda
elegir al receptor, que en la mayoría de estos casos es un familiar.
El caso de la venta de órganos es más complicado. También se descarta el inmoral tráfico de
órganos producto del secuestro de los donantes. Del comercio ilegal de órganos se puede decir que los
vendedores son mayores de edad, que son pobres, que generalmente no se cumplen las condiciones
pactadas, no se paga el precio ajustado, y que “existe una relación bastante evidente entre la existencia de
un mercado (ilegal) de órganos y la inexistencia de una política eficiente de donación de órganos
cadavéricos”.
Éstas serían las cuestiones fácticas, otro asunto es lo que se refiere a las consideraciones sobre la
moralidad de la venta de los propios órganos. Quienes sostienen la moralidad de dicha venta se basan
bien en que la liberalización de la venta de órganos paliaría la escasez de los mismos bien en que las
personas pueden disponer como quieran de sí mismas. De otro lado, quienes condenan la venta de
órganos lo hacen desde argumentos kantianos, no puedo utilizarme como medio –de igual forma
condena el suicidio–; desde argumentos paternalistas, en determinadas circunstancias el Estado está
legitimado para poner en práctica leyes que impliquen una “interferencia con la libertad de acción de una
persona, justificada por razones referidas exclusivamente al bienestar, el bien, la felicidad, las
necesidades, los intereses o los valores de la persona que es coercionada”; basándose en el argumento de
la “pendiente resbaladiza”, si se acepta la venta de órganos en determinadas circunstancias se puede llegar,
sin embargo, a que se acepte en todas; en el argumento de la distribución injusta, en un sistema en que los
órganos los recibe quien puede pagarlos, de acuerdo con la lógica del mercado, accederán a ellos, claro
está, quienes están en condiciones de hacerlo pagando, y, por último, en el argumento de la explotación, la
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que supone el hecho de verse obligado a vender un órgano –aquí habría que destacar si lo objetable no
sería tanto vender un riñón, por ejemplo, como el hecho de tener que hacerlo para sobrevivir–.
No parecen muy convincentes los argumentos que rechazan la venta de órganos, sin embargo, hay
algo en su misma formulación que inquieta y desasosiega. Es cierto que si partimos de la base de que la
vida, y por consiguiente el propio cuerpo, es disponible para quien la vive, es decir, no debe su razón de
ser a otra instancia que al viviente mismo –desde ese principio es desde el que se considera no objetable
moralmente la acción del suicida–, no obstante, y ahora sí parecen pertinentes los argumentos contrarios a
la venta basados en la distribución injusta y en la explotación, mal está una sociedad, qué extrañeza causa,
cuando uno de sus miembros se ve empujado a tomar una decisión tan penosa y dañina para quien así
actúa voluntariamente, una decisión, por cierto, que más bien habría que calificar de
“cuasicoaccionada”.
Una cita elocuente de Roy Porter resume los problemas éticos que plantean los trasplantes, “A
pesar de ser procedimientos que salvan vidas, los trasplantes suscitan dilemas éticos y legales. ¿En qué
circunstancias una persona viva se convierte en donante de órganos? ¿Debería existir un mercado de
órganos de personas muertas? O, lo que es lo mismo, ¿debería existir la venta de órganos? ¿Habría que
suponer que una persona fallecida consiente de forma automática que le sean extirpados sus órganos?
¿En qué momento un individuo, en especial quien está mantenido con vida mediante respiración
asistida, está realmente muerto, para que se pueda autorizar la extirpación de sus órganos? Las sospechas
de la gente sobre la canibalización de los cadáveres y otras prácticas cuestionables han propagado
un miedo renovado a los ladrones de cadáveres y han creado un cierto rechazo a ser donante”.
XI. Una breve y final mención a la genética. Después del descubrimiento del ADN, remito al
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parágrafo III, se sucedieron diversas tecnologías de manipulación genética, en la década de los 70 del
siglo pasado, y, por fin, ya en los 90, se iniciaron las gestiones para el Proyecto Genoma Humano. Las
posibilidades para la manipulación genética, una vez conocida la estructura del ADN, eran enormes,
pero, como señala David Noble, “cualquier clase de ingeniería genética humana, ya sea para la
curación, la mejora o con objetivos eugenésicos, dependía en última instancia de una identificación del
emplazamiento cromosómico, la secuencia interna (el orden base preciso de su ADN) y de la función de
los genes particulares. Sólo después de localizar los genes con características particulares o
enfermedades, se pueden aislar, clonar y utilizar terapéuticamente”. Con el fin de emprender esa
investigación, y así poder desentrañar el secreto del “grial de la genética humana”, es decir, el genoma
humano, tal como lo denominó, con ecos de religiosidad medieval, el Nobel Walter Gilbert, el gobierno de
los Estados Unidos fundó el Proyecto Genoma Humano, que dió sus primeros pasos en 1990, bajo la
dirección de James Watson. Por cierto, el lenguaje en el que se expresaban una gran parte de los
científicos relacionados con el proyecto, tal como lo señalan Noble y Lewontin, estaba teñido de
religiosidad; de hecho, el sucesor de Watson al frente del Proyecto Genoma Humano, Francis Collins,
pertenece a la American Scientific Affiliation (ASA), una organización cristiana de científicos, cuyos
miembros firman una declaración según la cual aceptan “la inspiración divina, la veracidad y autoridad de
la Biblia en cuestiones de fé y de conducta” y se identifican como “administradores de la creación de Dios”.
No obstante, no hay unanimidad en la valoración acerca de la relación ciencia-religión, pues son
varias las voces provenientes del ámbito religioso que alertan sobre la audacia e irresponsabilidad de los
científicos cuando tocan algo tan sagrado como la vida, cuya manipulación no debe dejarse en manos
de los hombres. En fecha tan temprana como en 1970, temprana en lo que respecta a los avances en
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biotecnología, el teólogo Paul Ramsey declaraba, “Los hombres no debieran jugar a ser Dios antes de
aprender a ser hombres, ... Tomadas en su conjunto, las propuestas de los biólogos revolucionarios, la
anatomía de su forma de pensar fundamental, el contexto último para actuar basándose en esas
propuestas, nos ofrece un punto de partida para aprender el sentido de „jugar a ser Dios‟, en
contraposición a ser hombres en la tierra”. La doctrina oficial de la Iglesia Católica no hizo más que
profundizar en esa línea. En este sentido, la clonación es la técnica que más atención y crítica recibe de las
autoridades eclesiásticas, sea la reproductiva, que consiste en la repetición de un ser a partir una
célula, sea la terapéutica, en la que se clona un embrión para utilizar sus células madre que podrían
convertirse en células diferenciadas de un organismo adulto con células dañadas, por ejemplo, por el
cáncer.
Acudiendo a otro campo, dentro del propio ámbito de la comunidad científica, no hay unanimidad
acerca de las potencialidades de la ingeniería genética, tanto acerca de la “negativa”, cura de
enfermedades, como acerca de la “positiva”, favorecer determinados rasgos: inteligencia, estatura,
color de los ojos. Una visión optimista de las posibilidades que ofrece la genética para la prevención de
ciertas enfermedades nos la ofrece el biólogo Leroy Hood, a su juicio, “como consecuencia de la terapia
y el cribado genético, los niños ya no nacerán con minusvalías. Las enfermedades congénitas quedarán
eliminadas del fondo común de los genes”; asimismo, los hermanos Armesto sostienen, en referencia al
Proyecto Genoma Humano, que “terminado el proyecto en el año 2000, los científicos esperan, en
poco tiempo, localizar e identificar las, aproximadamente, cuatro mil enfermedades genéticas
conocidas”. Más escéptico se muestra el también biólogo, Richard Lewontin. Frente al optimismo de
Hood, Lewontin pone énfasis en la complejidad de los seres vivos, no reducidos a meros
compuestos de cadenas bioquímicas, y señala: “un organismo vivo en cualquier momento de su vida es la
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secuencia única de una historia de desarrollo que procede de la interacción de fuerzas internas y
externas que además lo determinan. Las fuerzas externas, eso que normalmente imaginamos como
“ambiente”, son en parte consecuencia de las actividades del organismo mismo, en cuanto que éste
produce y consume las condiciones de su propia existencia”.
De nuevo se ponen de manifiesto posturas contrapuestas, cuando del mundo de la ciencia se pasa
al de la reflexión ética y política. En opinión de algunos autores, el desarrollo de la biotecnología
tendría consecuencias benéficas para la sociedad. Shulamith Firestone, defensora de la revolución
definitiva de las mujeres, propone que se liberen de lo que más las encadena, el parto, pues con las
nuevas tecnologías tendrían la oportunidad de prescindir de los rituales masculinos y lograrían
reproducirse sin las imposiciones del patriarcado, sin embargo, Robyn Rwland “critica la biología
molecular actual por ser una ciencia masculina, que aspira a controlar el resultado de la procreación,
desarrollando para eso métodos para obtener personas perfectas, sin problemas, a través de la
determinación del sexo, de la eliminación de las enfermedades genéticas o del perfeccionamiento de los
adultos normales y sanos. [...]. Así, los médicos, aunque con la intención de ayudar, extienden la
dominación del patriarcado al cuerpo femenino”.
Robert Nozick, abanderado del libertarismo político, considera que un mercado genético
constituye un mecanismo de distribución justo de las tecnologías de la vida, es decir, es tan legítimo
aplicar las leyes del mercado a la biotecnología, como a cualquier otra actividad humana, “este sistema
de supermercado tiene la gran virtud de que no presupone ninguna decisión centralizada que fije el tipo
humano futuro”; por el contrario, Jeremy Rifkin denuncia la política seguida por las multinacionales
cuyo objetivo es el de patentar la vida, “un puñado de empresas multinacionales, institutos de
investigación y gobiernos podría poseer las patentes de prácticamente cada uno de los 100,000 genes que
constituyen los planos del género humano y de las células, órganos y tejidos que el cuerpo humano
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comprende. Igualmente, podrían tener patentes similares de las decenas de millares de microorganismos,
plantas y animales que existen, de tal modo que poseerían el poder sin precedentes de dictar cómo
viviríamos, nosotros y las generaciones futuras, nuestras vidas”.
Esta breve enumeración de enfrentamientos dialécticos y de posturas contrapuestas a propósito de
la ingeniería genética es un claro índice de la complejidad que encierran estas nuevas tecnologías. Y
téngase presente que no se hizo mención a otros autores recelosos hacia las nuevas tecnologías, como
Hans Jonas, Jürgen Habermas o Francis Fukuyama.
XII. En definitiva, las notas esbozadas anteriormente acerca de las “implicaciones éticas de las
tecnologías de la vida” dejan a las claras la complejidad de los problemas que se nos avecinan y que
irán en aumento en la medida en que el desarrollo técnocientífico multiplique sus potencialidades. Con
ello, volvemos, una vez más, a destacar la relación tan estrecha que existe entre la técnica y la ética,
entre los avances técnicos y, dado su carácter manipulador, las decisiones morales. Qué duda cabe, en el
caso de las tecnologías de la vida, de que las expectativas abiertas nos descubren nuevos territorios, de
cuya extensión y profundidad lo ignoramos casi todo. Frente a esas perspectivas, con las únicas
armas con las que contamos son la prudencia y el raciocinio. En un mundo en el que nos vemos
obligados a convivir personas de muy distintas creencias, religiones, valores e intereses, la sola vía
sobre la que se pueden asentar unas mínimas normas que regulen las nuevas tecnologías es la de la
discusión racional basada en unos presupuestos que, a su vez, se fundamenten en una ética civil, no
religiosa, pluralista, que acepte la diversidad de enfoques, autónoma, dictada por el ser humano,
racional, una racionalidad, por cierto, abierta y progrediente, y situada más allá del convencionalismo
moral, es decir, una razón ética que aspire a la universalidad.
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Nota bibliográfica por parágrafos.
I. Margaret Atwood, Oryx y Crake, Barcelona, Ediciones B, 2004 (original en inglés, 2003), la cita está en
la página 345.
II. Las noticias aparecieron en el mes de octubre de 2004 en el diario El País, la primera es del día
primero, las de la bebé son de los días 8 y 9, la referencia a la pérdida de la diversidad genética apareció el
día 18, las dos siguientes los días 21 y 22 respectivamente.
III. Sobre la revolución tecnológica, Ramón Villares y Ángel Bahamonde, El mundo contemporáneo.
Siglos XIX y XX, Madrid, Taurus, 2001, la cita en la página 566. Sobre Watson y Crick, en Kevin
Davies, La conquista del genoma humano. Craig Venter, Francis Collins, James Watson y la historia del
mayor descubrimiento científico de nuestra época, Barcelona, Paidós, 2001 (original en inglés, 2001).
David Sempau, “Nota del traductor” a Eric S. Grace, La biotecnología al desnudo. Promesas y
realidades, Barcelona, Anagrama, 1998 (original en inglés, 1997), página 7. Respecto a ese nuevo
paradigma Capra afirma que “podría denominarse una visión holística del mundo, ya que lo ve como un
todo integrado más que como una discontinua colección de partes. También podría llamarse una visión
ecológica, usando el término “ecológica” en un sentido mucho más amplio y profundo de lo habitual. La
percepción desde la ecología profunda reconoce la interdependencia fundamental entre todos los
fenómenos y el hecho de que, como individuos y como sociedades, estamos todos inmersos en (y
finalmente dependientes de) los procesos cíclicos de la naturaleza”, Fritjof Capra, La trama de la vida.
Una nueva perspectiva de los sistemas vivos, Barcelona, Anagrama, 1998 (original en inglés, 1996),
página 28.
IV. Gilbert Hottois, El paradigma bioético. Una ética para la tecnociencia, Barcelona, Anthropos,
1991 (original en francés, 1990), página 26. La cita de Northrop Frye está en la página 59 de su
“Diversidad de Utopías Literarias”, páginas 55-81, en Frank E. Manuel (comp.), Utopías y Pensamiento
Utópico, Madrid, Espasa-Calpe, 1982 (original en inglés, 1966).
V. La cita de Victoria Camps es de su obra, Una vida de calidad. Reflexiones sobre bioética,
Barcelona, Crítica, 2001, página 20. Sobre el paternalismo jurídico, Ernesto Garzón Valdés, Derecho,
ética y política, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1993, especialmente páginas 361-378.
VI. La primera cita de Van Rensselaer Potter en Javier Gafo, 10 palabras clave en Bioética, Navarra,
Derecho, Bioética y Nuevas Tecnologías Facultad de Derecho y Ciencias Sociales
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Editorial Verbo Divino, 2000, página 11, la segunda en la página 15; para las siguientes líneas también
sigo esta obra. La obra de C. P. Snow aludida es Las dos culturas, cuya primera edición es de 1959;
cuatro años después publicó Las dos culturas y un segundo enfoque, hay traducción española en
Madrid, Alianza, 1977.
VII. La cita de Gracia en Diego Gracia, Fundamentos de bioética, Madrid, EUDEMA, 1989, pág. 442.
VIII. Eduardo Rivera López, Ética y trasplantes de órganos, México, Fondo de Cultura Económica,
Universidad Autónoma de México, 2001, página 31. Peter Singer, Repensar la vida y la muerte. El
derrumbe de nuestra ética tradicional, Barcelona, Paidós, 1997 (original en inglés, 1994), página 37.
Además de la obra citada de Singer, respecto a este mismo asunto, pueden consultarse las de Hans
Jonas, Técnica, medicina y ética, Barcelona, Paidós, 1997 (original en alemán, 1985) y H. Tristram
Engelhardt, Los fundamentos de la bioética, Barcelona, Paidós, 1995. Los casos de Karen Ann Quinlan y
Nancy Cruzan los analiza Ronald Dworkin, El dominio de la vida. Una discusión acerca del aborto, la
eutanasia y la libertad individual, Barcelona, Ariel, 1998 (original en inglés, 1993).
IX. De la obra de Childress y Beauchamp hay traducción en español, Principios de ética médica,
Barcelona, Masson, 1999. Manuel Atienza, “Juridificar la bioética”, Isonomía, México, ITAM, No. 8,
abril 1998, páginas 75-99.
X. Las obras citadas de Javier Gafo y, con mucho mayor énfasis, Eduardo Rivera, a quien sigo en
detalle, tratan de la ética de los trasplantes. Sobre las categorías de donantes habla Cristóbal Pera, El
cuerpo herido. Un diccionario filosófico de la cirugía, Barcelona, Acantilado, 2003, páginas 144-147.
También le dedica su atención Diego Gracia, Como arqueros al blanco. Estudios de bioética, Madrid,
Triacastela, 2004, especialmente de la página 433 a la 461. La primera cita es de Eduardo Rivera, op. cit.,
página 162. La segunda pertenece a G. Dowrkin, también en E. Rivera, página 168. La cita de Roy
Porter en Breve historia de la medicina. De la Antigüedad hasta nuestros días, Madrid, Taurus, 2004
(original en inglés, 2002), páginas 205-206.
XI. La cita de David Noble corresponde a La religión de la tecnología. La divinidad del hombre y el
espíritu de invención, Barcelona, Paidós, 1999 (original en inglés, 1997), página 230. Sobre la
religiosidad de los científicos y la cita, en Ibidem, página 236. La cita de Ramsey en Glenn McGee, El
bebé perfecto. Tener hijos en el nuevo mundo de la clonación y la genética, Barcelona, Gedisa, 2003
Derecho, Bioética y Nuevas Tecnologías Facultad de Derecho y Ciencias Sociales
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(original en inglés, 2000), página 91. También a esta última obra pertenecen las palabras de L. Hood,
página 60. También seguí la obra de Javier Sádaba, Principios de bioética laica, Barcelona, Gedisa, 2004.
La cita de los hermanos Armesto en Francisco Armesto y Constantino Armesto, Supervivencia o suicidio.
Hacia el futuro de la Humanidad, Madrid, Alianza, 2004, página 153. Richard Lewontin, El sueño del
genoma humano y otras ilusiones, Barcelona, Paidós, 2001 (original en inglés, 2000), página 136. Las
referencias a Firestone y Rowland, en Glenn McGee, op .cit., páginas 73 y 83-84, respectivamente. La cita
de Robert Nozick en Anarquía, Estado y Utopía, México, F. C. E., 1988 (original en inglés, 1974), páginas
302-303. Jeremy Rifkin, El siglo de la biotecnología. El comercio genético y el nacimiento de un
mundo feliz, Barcelona, Crítica, 1999 (original en inglés, 1998), página 20.
Téngase presente que no se hizo mención a otros autores recelosos hacia las nuevas tecnologías
biomédicas, como Hans Jonas, El principio de responsabilidad, Barcelona, Herder, 1995 (original en
inglés, 1984), Jürgen Habermas, El futuro de la naturaleza humana. ¿Hacia una eugenesia liberal?,
Barcelona, Paidós, 2002 (ogirinal en alemán, 2001) o Francis Fukuyama, El fin del hombre.
Consecuencias de la revolución biotecnológica, Madrid, Punto de Lectura, 2003 (original en inglés,
2002) y, del campo de los entusiastas de las nuevas tecnologías habría que recordar, al menos, a P.
Sloterdijk, Normas para el parque humano. Una respuesta a la carta sobre el humanismo de
Heidegger, Madrid, Siruela, 2003.
XII. Se sigue en esta caracterización de la bioética a Diego Gracia, “Planteamiento general de la
bioética”, en Azucena Couceiro (ed.), Bioética para clínicos, Madrid, Triacastela, 1999, páginas 26-27.
NOTA. Este artículo fué publicado en Roberto Sánchez Benítez y Salvador Jara
(editores), Visiones del futuro, Morelia, Editorial Ursus/Universidad Michoacana de San
Nicolás de Hidalgo, 2005.