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CAPÍTULO II LA POTESTAD PENAL DEL ESTADO I. CONCEPTO, TITULARIDAD Y NATURALEZA DE LA POTESTAD PENAL En el capítulo I se afirmó que el Derecho penal se manifiesta, ante todo, como un conjunto de normas, como un ordenamiento. La doctrina se refiere por ello al ius poenale, que es el Derecho penal objetivo. Pero el Derecho penal puede contemplarse también desde la perspectiva del titular que dicta y hace cumplir esas normas – el Estado –, a partir del análisis del fundamento y legitimación de tal poder, su naturaleza, condiciones de ejercicio y límites. Se habla en este caso, del ius puniendi , que es el Derecho penal subjetivo. Se trata, por lo tanto, de describir la relación jurídica que el delito crea entre el Estado (sujeto activo, titular del derecho subjetivo de punir) y el infractor (sujeto pasivo, el que debe sufrir la sanción penal). Esta relación, como se verá, es autolimitada por el propio Estado, que sólo ejerce su poder en el marco del ordenamiento jurídico y no se realiza directamente, sino que a través de un proceso 1 . Sobre la base de lo indicado puede definirse el ius puniendi como la potestad radicada en el Estado, en virtual de la cual éste, revestido de su poderío o imperio, declara punibles determinadas conductas que, por su especial gravedad, atentan contra la convivencia comunitaria pacífica, y les impone penas o medidas de seguridad a título de consecuencia jurídica. 2 Históricamente, no siempre fue el Estado el titular del poder punitivo. De hecho, las primeras reacciones organizadas frente al delito emanaron de la propia comunidad de individuos, 1 GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal , Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 2005, pp. 465-467. 2 VELÁSQUEZ, Derecho Penal. Parte General , Tomo I, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2009. 17

Derecho Penal Capítulo II

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Derecho penal Juan Francisco Rivera

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CAPÍTULO II

LA POTESTAD PENAL DEL ESTADO

I. CONCEPTO, TITULARIDAD Y NATURALEZA DE LA POTESTAD PENAL

En el capítulo I se afirmó que el Derecho penal se manifiesta, ante todo, como un conjunto de normas, como un ordenamiento. La doctrina se refiere por ello al ius poenale, que es el Derecho penal objetivo. Pero el Derecho penal puede contemplarse también desde la perspectiva del titular que dicta y hace cumplir esas normas – el Estado –, a partir del análisis del fundamento y legitimación de tal poder, su naturaleza, condiciones de ejercicio y límites. Se habla en este caso, del ius puniendi, que es el Derecho penal subjetivo. Se trata, por lo tanto, de describir la relación jurídica que el delito crea entre el Estado (sujeto activo, titular del derecho subjetivo de punir) y el infractor (sujeto pasivo, el que debe sufrir la sanción penal). Esta relación, como se verá, es autolimitada por el propio Estado, que sólo ejerce su poder en el marco del ordenamiento jurídico y no se realiza directamente, sino que a través de un proceso1. Sobre la base de lo indicado puede definirse el ius puniendi como la potestad radicada en el Estado, en virtual de la cual éste, revestido de su poderío o imperio, declara punibles determinadas conductas que, por su especial gravedad, atentan contra la convivencia comunitaria pacífica, y les impone penas o medidas de seguridad a título de consecuencia jurídica.2

Históricamente, no siempre fue el Estado el titular del poder punitivo. De hecho, las primeras reacciones organizadas frente al delito emanaron de la propia comunidad de individuos, la que, o bien asumía ella misma la tarea de castigarlo, o bien -como fue costumbre en los pueblos germánicos- le entregaba a la propia víctima o a su familia, la facultad de ejercer una justa venganza frente al delito cometido. Sin embargo, ya en época del imperio romano comienza la publicización del Derecho penal, con la asunción por parte del Estado de la tarea de proveer un determinado orden social. Dicho fenómeno, como es obvio, sólo alcanza su plena consolidación con el asentamiento definitivo de la idea de Estado.

En la actualidad, en efecto, se considera que el ejercicio de la potestad penal es consubstancial a la idea de soberanía y, si bien se reconoce la necesidad de establecer mecanismos de solución alternativa de los conflictos penales, en los cuales juega un importante papel la interacción directa entre el autor y la víctima –de hecho, esta necesidad ha sido tomada en cuenta en el nuevo Código Procesal Penal, permitiéndose en algunos casos acuerdos reparatorios entre víctima e imputado (art. 241)–, aun en estos casos es el propio Estado el que genera tales mecanismos por vía legislativa, reservándose, además, la posibilidad de intervenir subsidiariamente a través de la imposición de una pena. En un Estado democrático de derecho es el propio Estado el que monopoliza el uso de la fuerza inherente a

1 GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 2005, pp. 465-467.2 VELÁSQUEZ, Derecho Penal. Parte General, Tomo I, Santiago, Editorial Jurídica de Chile, 2009.

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la aplicación de sanciones penales. La justicia privada o la existencia de organizaciones armadas paralelas al Estado, que imponen sanciones análogas a la pena, afectan la esencia del Estado constitucional como forma de Estado que consagra delitos e impone sanciones, respetando los derechos fundamentales de los ciudadanos.

La potestad penal, es decir, el poder para sancionar a quienes cometieren un delito, se manifiesta y concreta en tres funciones perfectamente diferenciables: una fase de conminación abstracta, que se traduce en la tipificación legal de los delitos y en el señalamiento –también por vía legal– de la sanción que se estima adecuada para cada hecho delictivo; una fase de imposición concreta, que se traduce en la aplicación judicial de una pena a quien resulte ser responsable de un delito en particular; y una fase de ejecución de la condena, tarea cuyo cumplimiento normalmente corresponde a los órganos de la Administración.

Frente a estas tres funciones, el individuo queda sometido al poder estatal, no siendo posible para él abstraerse al rigor de la ley, de la sentencia o de la forma en que ha de ejecutarse la condena. De ahí que no sea correcto enfocar la actividad sancionatoria como un derecho atribuido al Estado (el ius puniendi, como se le suele denominar), sino como “poder” o “potestad”.

II. FUNCIONES DE LA PENA

Si bien son numerosos los criterios propuestos en torno a la función de las penas, ellos apuntan en dos direcciones perfectamente diferenciables, las cuales suelen identificarse como concepción absoluta y concepción relativa.

De acuerdo con una concepción absoluta, la pena debe ser impuesta en consideración al delito realizado y al margen, –o mejor aún, con prescindencia– de cualquier objetivo o cometido utilitarista. De seguirse una concepción relativa, en cambio, la pena ha de imponerse en atención a los beneficios que pueda reportar su aplicación y, específicamente, considerando su utilidad como factor preventivo de la delincuencia3. La concepción relativa de la pena posee dos variantes: el criterio de la prevención general y el de la prevención especial. El primero de ellos pone énfasis en la función que ejercen las sanciones penales como factor inhibitorio de las tendencias delictivas que se observan en el cuerpo social. El segundo, en cambio, confiere primacía a la función disuasiva que aquéllas ejercen a nivel personal, especialmente respecto de quien ha delinquido, o de quien manifiesta una cierta tendencia a incurrir en conductas delictivas.

a) El criterio retributivo

3 Conforme explica Politoff, “Las teorías sobre la función de la pena pueden reducirse a dos ideas centrales: Punitur, quia peccatum est, esto es, se castiga porque se ha pecado (teorías absolutas) y punitur, ne peccetur, es decir, se castiga para que no se incurra de nuevo en pecado (teorías relativas). POLITOFF, Derecho Penal, Tomo I, Santiago, ConoSur, 1997, p. 41.

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La idea de retribución, sólo puede ser explicada a partir de la evolución que dicho concepto ha experimentado a lo largo de la historia.

Durante la Edad Media prima una concepción, que más tarde se ha dado en llamar de la retribución divina, de acuerdo con la cual el delito no sólo es un pecado, sino que además constituye una rebelión contra el ordenamiento que rige en la tierra por designio de Dios; de ahí que la pena, concebida como una obligación que el soberano debe cumplir y, al mismo tiempo, una exigencia impuesta por la propia naturaleza humana, sea considerada una forma de restablecer, a través de la expiación, el orden quebrantado por el delito.

Una segunda forma de concebir la idea de retribución fluye del pensamiento de Kant, quien sostiene que la pena debe imponerse al culpable de un delito “por la sola razón de que ha delinquido”; es decir, en cumplimiento del imperativo ético de retribuir el mal con el mal, lo mismo que el bien merece ser compensado con el bien. Es la tesis de la retribución moral, cuya influencia ha sido decisiva en el desarrollo posterior del pensamiento retributivo en el campo del Derecho penal.

Una tercera concepción, generalmente denominada de la retribución jurídica, corresponde al aporte de Hegel, cuyo pensamiento, partiendo de la base de que es contrario a la razón querer un mal únicamente porque preexiste otro mal, intenta centrar el problema en el contexto de la relación individuo-Estado. Concibe, en efecto, el delito como una rebelión de su autor en contra de la voluntad estatal reflejada en la ley, de modo que la pena viene a restablecer la autoridad del Estado quebrantada por la conducta delictiva. La pena, según la conocida fórmula de Hegel, es la negación de la negación del derecho representada por el delito, es decir, el delito es la negación del derecho y la pena su restablecimiento.

La idea de retribución, tal como hoy se la concibe en el ámbito de la ciencia penal, no guarda correspondencia con el imperativo de justicia kantiano, aunque toma de la tesis de la retribución moral la idea de que la compensación del mal representado por la pena, se explica por la circunstancia de ser alguien culpable de un delito. Se aparta también del denominado criterio de la retribución jurídica, en cuanto las sanciones penales no son concebidas como un mero instrumento para el restablecimiento de la voluntad estatal vulnerada. La pena, de acuerdo con el pensamiento retributivo contemporáneo, si bien sigue siendo compensación, no obedece ya a la idea de reacción frente a un mal o a la de restablecimiento del orden jurídico quebrantado, sino a la de retribuir o compensar lo injusto y la culpabilidad inherentes al delito.

El concepto de retribución va insoslayablemente unido a las ideas de libertad, culpabilidad y responsabilidad del ser humano. Para el pensamiento retributivo, la culpabilidad supone (y reconoce) la libertad de las personas y encuentra en esta última uno de sus principales fundamentos. Se dice que el criterio de la retribución funda sus posiciones en la necesidad de exaltar el concepto de dignidad de la persona. Esta actitud puede perfectamente resumirse, con palabras del propio Kant, en que la pena “no puede nunca aplicarse como un simple medio para procurar otro bien, ni aun en beneficio del culpable o de la sociedad; sino que debe siempre serlo contra el culpable por la sola razón de que ha delinquido; porque jamás un hombre puede ser tomado por instrumento de los designios de

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otro, ni ser contado en el número de las cosas como objeto de derecho real; su personalidad natural innata le garantiza contra tal ultraje...”.

Se ha destacado, asimismo, como aspecto positivo de este criterio, su preocupación por la justicia y, específicamente, por el logro de una pena justa. Este objetivo se consigue gracias al papel preponderante que dicha concepción atribuye al concepto de culpabilidad, el cual asume no sólo la calidad de presupuesto de la sanción penal, sino también la de factor determinante de su cuantía, evitando que se imponga un castigo más severo que aquel que resulte proporcional según el grado de imputación subjetiva que corresponda al delincuente. De hecho, las nociones de culpabilidad y proporcionalidad, en tanto que garantías universalmente reconocidas, deben en gran medida al retribucionismo su desarrollo e incorporación en los sistemas jurídicos contemporáneos.

La concepción retributiva de la pena tiene una significación liberal, ya que exige una pena proporcionada a la gravedad del hecho y a la culpabilidad del autor, significando una garantía para el ciudadano ante los posibles abusos del Estado. Tiene asimismo un significado filosófico importante porque eleva a valor supremo la dignidad humana y prohíbe la instrumentalización del hombre en aras de fines utilitarios o prevencionistas. La realización del Derecho – la realización de la pena “justa” – hace ver a la comunidad el contenido ético de aquélla y confiere a las prohibiciones un respaldo social del que carecen los mandatos legales injustos o desproporcionados.

La idea moderna de retribución significa que la pena debe ser equivalente a lo injusto culpable conforme al principio de justicia distributiva, nada tiene que ver con la venganza, los sentimientos de odio o las querencias agresivas de la sociedad, sino que es un principio llamado a limitar la intervención penal. El hecho cometido opera como fundamento y, al mismo tiempo, como límite de la pena, debiendo ésta adecuarse al grado del injusto y de la culpabilidad4.

En cuanto a los fundamentos de este criterio, a menudo se sostiene que éste parte de una base equivocada, cual es la existencia del libre albedrío, cuya demostración no es posible desde un punto de vista científico, como tampoco lo es el juicio de culpabilidad. Se le critica, asimismo, el hecho de postular que la pena ha de guardar proporción con la intensidad del juicio de reproche, en circunstancias que resulta materialmente imposible cuantificar la culpabilidad del hechor. En este sentido, se ha afirmado que las teorías absolutas entregan un verdadero cheque en blanco al legislador porque no ofrecen criterios claros y eficaces para limitar la intervención penal.

Finalmente, es criticada la idea de que la restauración del orden jurídico será restablecida a través de la imposición del castigo. Tal mecanismo tiene mucho de metafórico, de mágico y de irracional. En verdad, se trataría de legitimar los instintos humanos de venganza. Desde luego que el delito genera en la víctima y en la comunidad deseos y necesidades vehementes de venganza, de represión. Pero esta realidad no significa que la pena sea el único o mejor modo de hacer frente a determinado conflicto. Además, se dice que las

4 GARCÍA-PABLOS DE MOLINA, Introducción al Derecho Penal, Madrid, Editorial Centro de Estudios Ramón Areces, 2005, p. 251-252.

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teorías absolutas no logran demostrar que la supervivencia del orden social dependa de la imposición de una pena, sino que presuponen dicha necesidad, es decir, los seres humanos castigamos a otros seres humanos por razones de estricta necesidad.

b) El criterio de la prevención general

El denominador común de los criterios preventivos es entender la pena como un medio para la obtención de fines útiles. A diferencia de lo que ocurre con el planteamiento retribucionista, en el caso de las tesis preventivas aquélla no tiene como función el realizar la justicia, sino proteger a la sociedad. Y lo que distingue específicamente al criterio de la prevención general es su actuación sobre el conjunto de los individuos que integran la comunidad. Aunque la pena sigue siendo una sanción que se aplica en contra de personas concretas, ella ostenta una significación mucho más amplia que trasciende el sentido particular que posee en cada caso en que el Estado la impone.

La idea de prevención general se concreta en las tres etapas de realización de la pena: en la fase de conminación legal, se traduce en una advertencia dirigida a la comunidad y destinada a inhibir eventuales impulsos delictivos; en la fase de imposición judicial de la pena, la prevención general se manifiesta por medio de un juicio de reprobación contenido en la sentencia y, finalmente, en la fase de ejecución del castigo, se traduce en el efecto ejemplarizador que trae consigo el sufrimiento que debe padecer el delincuente.

Como la prevención general se proyecta hacia un momento anterior a la comisión del delito, la pena se entiende como un medio al servicio de un fin y se justifica, porque su imposición hace que la generalidad de los ciudadanos desista o se abstenga de cometer hechos punibles. Sin embargo, el efecto propio de dicha función en ningún caso es erradicar la delincuencia, sino sólo mantener sus índices dentro de límites razonables. Una comunidad sin delito es inimaginable.

Durante mucho tiempo, se consideró que la coacción sicológica era el único mecanismo de evitación de delitos inherente al criterio de la prevención general. Sin embargo, en la actualidad se tiende a señalar que tal cometido no se cumple únicamente a través de la intimidación. En la actualidad se pone énfasis en la función de reforzamiento de la fidelidad para con el derecho, criterio sobre el cual se ha estructurado la llamada teoría de la prevención general positiva (o integradora), denominada así para distinguirla de la prevención general negativa, que corresponde a la concepción basada en la intimidación.

Se ha dicho que intimidar consiste en causar miedo, es decir, en aprovechar el efecto de coacción sicológica que la pena ejerce sobre la generalidad de los ciudadanos. El objetivo preciso que persigue esta forma de prevención general, es disuadir a eventuales delincuentes de la comisión de delitos, mediante la aplicación de la pena en otros casos comparables, creando así impulsos inhibitorios de la delincuencia.

Se entiende por prevención general positiva, en cambio, el efecto que la pena ejerce sobre la comunidad, no inhibiendo en sus miembros tendencias o impulsos delictivos, sino reforzando la confianza y adhesión social en el complejo normativo y el sistema de valores

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que lo informa. Este criterio comparte con el de la intimidación, el cometido de evitar la comisión de delitos a través de los efectos que la pena produce en la generalidad de los ciudadanos. Sin embargo, a diferencia de este último, que opera bajo el mecanismo de la coacción sicológica, la tesis de la prevención general positiva trata de generar una actitud de convencimiento, de fidelidad al derecho, para el fin de protección de los bienes jurídicos que aquél intenta preservar.

Los autores suelen destacar, como principal mérito del criterio de la prevención general, la preocupación que éste demuestra por los fenómenos sociales, con lo que el Derecho penal no sólo deja de ser una disciplina centrada en un análisis exclusivamente lógico del problema delictivo, sino que además se vincula a tareas que tienen una connotación muy positiva, como es la de educar la conciencia de la colectividad hacia sentimientos más humanos. Para el criterio de la prevención general, en efecto, los factores determinantes de la imposición del castigo y de su magnitud, son la necesidad y la utilidad de la pena; en otras palabras, las posibilidades que ésta ofrece como instrumento para evitar la comisión de delitos, tomando en consideración los requerimientos del medio social.

Asimismo, se destaca a su favor el hecho de que los mecanismos utilizados por el criterio de la prevención general, tengan incidencia sobre la generalidad de los ciudadanos, estimulándolos a llevar una vida en conformidad con las normas jurídicas. Lo anterior, desde luego, favorece la aplicación igualitaria del derecho positivo, en cuanto las penas y su duración no tienen por qué estar determinadas por factores que atiendan a las circunstancias personales de quien deba soportar su ejecución.

Se ha argumentado, sin embargo, que el criterio de la prevención general discurre entre dos ideas: la utilización del miedo y la consideración de la racionalidad del hombre. La primera lleva implícito el riesgo de que el Estado dirija la conciencia colectiva, incurriendo en actitudes propias del totalitarismo y, la segunda, supone reconocer la capacidad absolutamente racional del hombre, lo cual, en concepto de un sector importante de la doctrina, es una ficción al igual que el libre albedrío.

Se señala, asimismo, que el criterio de la prevención general rebaja al hombre a la condición de mero instrumento para la consecución de objetivos sociales, degradándolo en su dignidad. En tal sentido, se argumenta que no es justo imponer a una persona una privación o restricción de derechos personales, para fomentar en otros una actitud de respeto por las normas jurídicas.

Específicamente desde un punto de vista político-criminal, dos son las objeciones fundamentales que se formulan en contra de los planteamientos de la prevención general. En primer lugar, se dice que puede conducir a la imposición de penas desproporcionadas, pues procurando pacificar y tranquilizar a la colectividad, y ante la necesidad de frenar tendencias delictivas que en un momento determinado pueden estarla afectando, el Estado se verá obligado a aplicar sanciones de una magnitud muy superior a la entidad de los bienes jurídicos que en cada caso se intenta proteger. Y en segundo término, se señala que lleva implícita la tendencia a una hipertrofia legislativa, en circunstancias que el criterio que ha logrado

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imponerse en el ámbito de las ciencias penales es el de mínima intervención del derecho punitivo.

Específicamente, respecto del criterio de la prevención general positiva, se dice que éste no logra superar las objeciones que normalmente se dirigen en contra del mecanismo de la intimidación, pues, al igual que este último, implica la pretensión de configurar la conciencia jurídica de la colectividad a través de la imposición de sanciones.

c) El criterio de la prevención especial

Al igual que el criterio de la prevención general, el de la prevención especial asigna a las sanciones penales la función de evitar la comisión de delitos; pero, a diferencia de aquél, propone que tal cometido ha de lograrse a través de la actuación sobre un individuo concreto –el propio delincuente–, procurando impedir que reincida en la ejecución de conductas delictivas.

Los mecanismos preventivo-especiales, suelen agruparse según el siguiente esquema:

a) La admonición o intimidación individual, que consiste en la advertencia o llamado de atención efectuado al delincuente a través de la imposición de una pena, para que en el futuro se abstenga de ejecutar otras conductas delictivas;

b) La enmienda, corrección o readaptación social del autor de un delito, que se consigue mediante un tratamiento individual, orientado a obtener de parte de aquél una actitud de respeto por los valores y las normas vigentes en la comunidad a que pertenece; y

c) El aseguramiento o inocuización del autor de un delito, que consiste en su separación temporal o definitiva del medio en que se desenvuelve, para evitar que exprese su peligrosidad en sus relaciones sociales.

Entre estos cometidos de prevención especial, ha logrado una extraordinaria difusión y aceptación por parte de la doctrina contemporánea, la idea de resocialización, hasta el punto que para algunos llegó a constituirse en el fundamento de toda la función penal, al margen de cualquier contenido retributivo o preventivo general. Muchos penalistas, asimismo, han hecho suyo el pensamiento resocializador, aunque proyectado exclusivamente en el plano de la ejecución de la pena, como criterio orientador de la misma.

Aunque, en general, se reconoce que el criterio de la prevención especial es humanista, en el sentido que denota un interés especial por el delincuente, muchos autores plantean que sus postulados son incompatibles con el respeto que merece la persona en su dignidad. En efecto, respecto de todos los mecanismos que propone dicho criterio se plantea que es válida la crítica en orden a que conlleva la utilización del individuo como instrumento para la obtención de objetivos político-criminales, o para imponerle que modifique su forma de comportarse en sus relaciones sociales.

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Específicamente respecto del mecanismo de la resocialización, se señala que no es conforme al concepto de dignidad personal el que un hombre sea obligado a enfrentar un tratamiento destinado a hacerle cambiar su modo de vida, y aun su propia escala de valores, conforme a los designios de quienes detentan el poder en un momento histórico determinado. Respecto del criterio de la resocialización, se hace presente, asimismo, que exige un modelo o punto de referencia al que ha de aproximarse el individuo, siendo que en una sociedad pluralista no existe un tal modelo definido y unitario. De ahí que se sostenga que el criterio de la resocialización en cuanto lleva implícita la idea de sometimiento, puede conducir a una peligrosa manipulación de la conciencia individual, de lo cual se sigue que es muy difícil llevar a cabo un programa resocializador sin lesionar los fundamentos de una sociedad pluralista y democrática.

Desde el punto de vista de la determinación y ejecución de las sanciones penales, el criterio de la prevención especial supone un cierto grado de indeterminación del castigo, con lo cual puede llegarse a que delitos de mucha significación sean sancionados con penas bajas; y, al revés, que el autor de un hecho leve reciba un castigo severo, si se demuestra o supone que presenta un alto grado de peligrosidad o asocialidad.

d) Los criterios mixtos o eclécticos

Junto a los tres criterios básicos en torno al problema de las funciones de la pena -esto es, retribución, prevención general y prevención especial-, existe un conjunto de doctrinas que combinan los postulados de dos de ellos, o incluso de los tres, dando lugar a lo que comúnmente se denomina teorías mixtas o eclécticas.

Dentro de estos planteamientos destacan, en primer término, los criterios llamados aditivos, los cuales deben su nombre a que intentan sumar las proposiciones del retribucionismo y de las tesis preventivas, aunque tomando como base alguna de esas visiones, a la que se otorga preponderancia. De ahí que pueda sostenerse que los criterios aditivos son básicamente retributivos o preventivos. Sin embargo, tienen en común la circunstancia de efectuar esa tal adición respecto de la pena apreciada desde una perspectiva de conjunto, lo cual trae como consecuencia que la pluralidad de funciones se proyecte por igual en todas las etapas que es posible distinguir en el desarrollo de la pena. Es decir, en cada una de las etapas del desarrollo de la pena (en la conminación legal, en la determinación judicial y en la ejecución o cumplimiento) se proyectan todas las funciones que se asignan a la pena.

Junto a los criterios aditivos están también los criterios llamados dialécticos. A diferencia de lo que ocurre en el caso de las tesis aditivas, la pluralidad de funciones que los criterios dialécticos asignan a la pena, se proyecta en cada una de las etapas que es posible distinguir en su desarrollo. Es decir, en unas etapas se proyectan unas funciones de la pena y en otras etapas se proyectan otras.

Entre estos criterios, el que ha concitado un mayor grado de adhesión es la denominada teoría dialéctica de la unión, desarrollada originalmente por Roxin. De conformidad con esta concepción, es preciso distinguir entre la fase legislativa o de conminación abstracta; la fase judicial o de imposición y medición de la pena, y la fase de ejecución.

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En la primera de esas etapas, predominan los criterios preventivo-generales, en cuanto ella representa la forma en que el legislador expresa sus valoraciones acerca de la utilidad de la sanción para los efectos de brindar protección a los bienes jurídicos. En la etapa judicial, priman también las consideraciones preventivo-generales, porque ésta representa la oportunidad en que se hace efectiva la conminación abstracta contenida en la ley y de la cual depende su eficacia; sin embargo, entran también en juego factores retributivos, porque la sanción impuesta en sede judicial debe tomar en cuenta la magnitud del juicio de reproche que sea posible efectuar al autor. Finalmente, en la etapa ejecutiva, es el momento en que corresponde considerar los factores preventivo-especiales, en particular las necesidades de resocialización del delincuente.

III. JUSTIFICACIÓN DE LA POTESTAD PENAL

Al preguntarnos por la justificación de la potestad penal, lo que intentamos es determinar cuál es el fundamento que legitima el ejercicio de aquel poder sancionatorio. En otras palabras, qué es lo que hace legítimo que el Estado pueda limitar los derechos de las personas en una forma tan drástica como la que supone la imposición de una pena (no olvidemos que a este título un individuo puede ser privado incluso de su libertad en forma perpetua).

Como respuesta a dicha interrogante, hay corrientes de opinión que simplemente niegan cualquier justificación a la potestad penal, proponiendo su eliminación o reemplazo por otros mecanismos que tiendan -como se supone lo hace la pena- a asegurar una convivencia social armónica. Son los planteamientos que usualmente se agrupan bajo la denominación genérica de abolicionismo penal. El problema que pueden acarrear las tesis abolicionistas, es que se recurra a sanciones materialmente análogas a la pena (por ej., sanciones administrativas), cuya imposición no se ciña a los límites y garantías que debe respetar el ejercicio de la potestad penal estatal.

En el extremo opuesto, la opinión mayoritaria sigue siendo aquella que sostiene la imposibilidad de prescindir del sistema penal. Sobre esta base, dicha opinión mayoritaria procura determinar un fundamento legitimador de la potestad punitiva, en concordancia con las normas constitucionales que regulan los derechos de las personas y con aquellas que establecen las bases fundamentales de la actividad estatal. En este sentido, las corrientes de opinión son muy numerosas y variadas; sin embargo, con fines meramente ilustrativos las agruparemos a continuación en tres direcciones más o menos definidas: la perspectiva absolutista, la perspectiva resocializadora y la perspectiva garantista.

a) La perspectiva absolutista

Corresponde a la opinión de quienes postulan la retribución como cometido de las sanciones penales. De acuerdo con este punto de vista, el problema de la justificación de la pena es independiente del tema de su utilidad. En otras palabras, la pena se justifica en sí

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misma, al margen de los beneficios que pueda reportar su aplicación. En el marco de las teorías retribucionistas puras, en efecto, la pena es y sólo debe ser la compensación del delito, ya sea como retorsión del mal que éste entraña, o como reafirmación del derecho violentado. Toda utilidad que la pena pudiere reportar es desechada, en términos de su justificación, de suerte que, aun cuando pudieran producir algún efecto concreto, las penas sólo se justifican y deben imponerse como retribución del delito cometido.

En consecuencia, la razón de existencia de la potestad punitiva es la de servir de instrumento para la realización de la justicia. De ahí que el Derecho penal sea visto, no como instrumento para la protección de bienes jurídicos, sino como instrumento para conseguir una justa ecuación entre el mal producido con el delito y el mal que importa la pena.

b) La perspectiva resocializadora

De acuerdo con este punto de vista, el ejercicio de la potestad penal es legítimo, en la medida en que se oriente a la reinserción social del condenado. A diferencia de lo que planteaba el criterio anterior, la pena se funda aquí en su utilidad, es decir, en su aptitud para obtener un fin concreto, el cual consiste en la readaptación social o resocialización de la persona que delinque.

Si bien llegó a gozar de un extraordinario nivel de aceptación hacia mediados del siglo XX, este criterio ha sido prácticamente abandonado por la doctrina, al menos como factor que legitime por sí solo el ejercicio de la potestad penal, en especial a raíz del fracaso de las experiencias resocializadoras que aplicaron numerosos países. Asimismo, se ha llegado a un alto nivel de consenso, en orden a que la resocialización supone un tratamiento, el cual (como todo tratamiento) sólo puede ser exitoso en la medida que cuente con la adhesión y la colaboración voluntaria del individuo a quien se aplica. Un tratamiento impuesto, no sólo atenta contra la dignidad de la persona, sino que además no tiene posibilidades de éxito. De ahí que actualmente la resocialización sea planteada como una oferta que ha de hacerse al condenado, es decir, como una opción que éste libremente puede escoger o rechazar. Y, en estas circunstancias, mal podría proponerse como factor legitimante de la pena, la cual, por definición, es una medida de carácter ineludible.

c) La perspectiva garantista

De acuerdo con esta posición, tal como ocurría con la anterior, la legitimidad de la pena depende de su aptitud para obtener un beneficio. Sin embargo, la utilidad de la pena no es vista aquí desde una perspectiva individual, sino preponderantemente social. La pena se justifica en la medida en que se encamina a mantener los niveles de criminalidad dentro de márgenes razonables; es decir, en cuanto propende a una convivencia social armónica, a través de la tutela de aquellos intereses (bienes jurídicos) que resulten indispensables en pro de ese objetivo (lo cual, entre nosotros, tiene sustento en el artículo 1º inciso cuarto de la Constitución).

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Muchos identifican ese cometido con las propuestas preventivo-generales, ya en su versión intimidativa, ya en su versión positiva. Sin embargo, lo que caracteriza y distingue al planteamiento “garantista” de una postura preventivo-general pura, es que la legitimidad de la pena no se hace consistir únicamente en su aptitud para evitar delitos futuros, sino que depende -además, para algunos; y exclusivamente, para otros- de que en su imposición se resguarden hasta el máximo posible las garantías individuales de orden penal (legalidad, lesividad, proporcionalidad, culpabilidad, etc.), y que su aplicación represente el menor costo posible para los derechos y la persona del condenado.

En suma, la pena será legítima sólo si contribuye eficazmente a la salvaguarda de los bienes jurídicos necesarios para la convivencia social, y si en su imposición se respetan los llamados límites al ejercicio de la potestad penal, es decir, las garantías básicas que han de presidir el juzgamiento y la condena del inculpado.

IV. LÍMITES A LA POTESTAD PENAL DEL ESTADO

Bajo el concepto de límites a la potestad penal, la doctrina suele estudiar una serie de principios que tienen por objeto garantizar los derechos de las personas frente al ejercicio del poder punitivo del Estado. Como la pena siempre representa una privación o una restricción de alguno de los derechos constitucionalmente garantizados (vida, libertad, derechos políticos, propiedad), el legislador sólo puede restringir el ejercicio de tales derechos o privar de ellos a una persona, en la medida en que se respete un conjunto de garantías que la propia Constitución establece a favor del inculpado, los cuales también son derechos del individuo, tal como lo son aquellos que la pena puede llegar a afectar.

Entre las garantías de índole penal, la doctrina suele distinguir entre límites formales y límites materiales. Son límites formales aquellos que dicen relación con el instrumento que ha de servir de fuente a los preceptos penales (reserva de ley, exclusión de la analogía, taxatividad e irretroactividad), los cuales normalmente son englobados en la idea de legalidad penal. Son límites materiales aquellas garantías que dicen relación con el contenido de los preceptos penales (necesidad de la intervención penal, lesividad, culpabilidad, proporcionalidad y humanidad).

EJERCICIOS

1. Inventa una definición de “potestad penal”.

2. ¿Es correcto afirmar que la potestad penal corresponde a la autoridad legislativa de cada país?

3. ¿Cuáles son, en tu concepto, las ventajas y los inconvenientes de reservar al Estado el ejercicio de la potestad penal?

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4. ¿Qué relación ves tú entre política criminal y el tema de los límites de la potestad penal del Estado?

5. ¿Cuál es el alcance que tú le atribuyes al valor de la dignidad humana?

6. ¿En qué forma se utiliza el valor de la dignidad humana como argumento a favor y en contra de cada uno de los tres criterios concernientes a las funciones de la pena?

7. Inventa una definición de retribución, otra de prevención general y otra de prevención especial.

8. ¿Cuáles son en tu concepto las principales dificultades para la aplicación de un tratamiento resocializador?

9. ¿Qué diferencia adviertes entre los conceptos de "función" y "fundamento" de la pena?

10. ¿Qué relación puedes establecer entre los conceptos de culpabilidad e ilicitud, por una parte, y el criterio de la retribución, por otra?

11. ¿Con que concepción de la norma —como norma de determinación o norma de valoración— vincularías a las diversas teorías sobre la finalidad de la pena? ¿por qué?

12. ¿Por qué se considera tan importante establecer límites frente al ejercicio de la potestad penal?

13. ¿Cuál crees que es la condición indispensable para que los límites de la potestad penal cumplan su cometido?

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