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DESHACERSE DE LA OPRESIÓN Y FOMENTAR LA LIBERTAD
EN 1215 CONSIDERANDO TAMBIÉN LA TAUROMAQUIA
FRANCISCO SUÁREZ SALGUERO
~ 1 ~
Francisco Suárez Salguero ha compuesto estos escritos esmerándose en ofrecer
la crónica cronológica que el lector podrá aprovechar y disfrutar. Lo ha hecho
valiéndose de cuantas fuentes que ha tenido a mano o por medio de la red in-
formática. Agradece las aportaciones a cuantas personas le documentaron a tra-
vés de cualquier medio, teniendo en cuenta que actúa como editor en el caso de
algún texto conseguido por las vías mencionadas. Y para no causar ningún per-
juicio, ni propio ni ajeno, queda prohibida la reproducción total o parcial de este
libro, así como su tratamiento o transmisión informática, no debiendo utilizarse
ni manipularse su contenido por ningún registro o medio que no sea legal, ni se
reproduzcan indebidamente dichos contenidos, ni por fotografía ni por fotocopia,
etc.
~ 3 ~
A MODO DE PRÓLOGO
CUATRO HOMBRES QUE EN 1215 LLEGARON AL FIN DE SUS DÍAS
El año 1215 fue el de la exigida Carta Magna que habría de firmar el monarca inglés
Juan Sin Tierra, siendo muy importante documento fundamentando constitucionalmente
las libertades de los británicos.
Será también este año el del IV Concilio de Letrán, convocado por el Papa Inocencio
III con estos fines: “Erradicar vicios e implantar virtudes, corregir faltas y reformar
las costumbres, eliminar las herejías y fortalecer la fe, suprimir las discordias y esta-
blecer la paz, deshacerse de la opresión y fomentar la libertad, inducir a los príncipes y
al pueblo cristiano a acudir en auxilio de Tierra Santa”.
En este año 1215, pródigo en noticias como todos y que las iremos contando, nos ade-
lantamos en este a modo de prólogo reseñando la muerte de cuatro hombres que llega-
ron al fin de sus días.
Uno de los fallecidos en este año fue Bertran de Born, un trovador provenzal que
había nacido en Périgord hacia el año 1140. Se trata de uno de los poetas más originales
de su tiempo. De su obra se conservan cuarenta composiciones, que son en su mayor
parte violentos serventesios políticos. De ánimo turbulento y apasionado, fue un señor
feudal belicoso que acabó sus días retirado en la abadía cisterciense de Dalón (Dordo-
ña). Dante elogió su liberalidad en su Convivio y le condenó en su Divina Comedia,
descabezado por haber fomentado discordias, en el canto XXVIII del Infierno.
~ 4 ~
De otra parte tenemos a Raoul de Longchamp el Ardiente, un escolástico francés (teó-
logo y filósofo), discípulo de Alain de Lille (teólogo y poeta), que hacia el año 1212 es-
cribió un comentario sobre el poema Anticlaudianus (un alegórico tratado moral). Pero
es conocido sobre todo por ser un escritor taxonómico, por su clasificación de las artes
mecánicas (las contrapuestas a las artes liberales), reduciéndolas a siete (mismo número
que las liberales),1 siendo dichas artes mecánicas las siguientes, en función de su uti-
lidad social: ars victuaria, para alimentar; lanificaria, para vestir; architectura, para
procurar casa; suffragatoria, para procurar los medios de transporte; medicinaria, para
sanar y curar; negotiatoria, para el comercio; militaria, para defenderse.
1 Se dividían como sigue según los dos tipos o grupos de estudios:
Trivium (tres vías): agrupaba las disciplinas relacionadas con la elocuencia, según aquella máxima así
traducida: la gramática ayuda a hablar, la dialéctica ayuda a buscar la verdad, la retórica colorea las
palabras. Así comprendían estas disciplinas la gramática (lingua, la lengua, lo lingüístico), la dialécti-
ca (ratio, la razón, lo razonable) y la retórica (tropus, las figuras, la oratoria).
Quadrivium (cuatro vías): agrupaba las disciplinas relacionadas con las matemáticas, según aquella má-
xima así traducida: la aritmética numera, la geometría pondera, la astronomía cultiva los astros, la mú-
sica canta. Arquitas de Tarento (siglos IV-V a. de C.) sostuvo que la matemática se constituye por tales
disciplinas, estudiándose así la aritmética (numerus, los números), la geometría (angulus, los ángulos), la
astronomía (astra, los astros) y la música (tonus, los cantos).
~ 5 ~
Muerto también en este año 1215 fue el cronista bizantino Nicetas Coniates o Aco-
minatus, que había nacido en la actual ciudad turca de Honaz. Era hermano del también
cronista o historiador Miguel Coniates (muerto en 1222), que ocupó la sede de Atenas
como arzobispo. Ambos hermanos se ayudaron mutuamente y anduvieron por varios y
diversos cargos de relevancia reinando la dinastía Ángelo.
Tras la caída de Constantinopla en 1204 durante la cuarta cruzada, Nicetas huyó a Ni-
cea, instalándose allí como cortesano del emperador Teodoro I Láscaris (muerto en
1222), y se dedicó a escribir. Su obra principal, en 21 libros, es la crónica Historia, que
abarca los años 1118-1207, continuando exactamente por donde terminaba La Alexíada
de Ana Comnena o Comneno (muerta en 1153).
A pesar de su estilo retórico y florido, la obra tiene un gran valor documental, ya que
refiere acontecimientos de los que fue testigo o que escuchó directamente de boca de
testigos presenciales. La parte más interesante de la obra es aquella en que se describe la
conquista de Constantinopla. Su breve tratado sobre las estatuas destruidas por los lati-
nos (en su forma actual quizá alterado por un autor posterior) es de especial interés para
los arqueólogos. Su obra teológica, Thesaurus Orthodoxae Fidei, aunque se conserva
íntegra manuscrita, sólo ha sido publicada en parte. Es una de las principales autorida-
des para conocer las herejías y a escritores heréticos del siglo XII.
Dentro del mundo de la ficción podemos ver la figura de Nicetas Coniates como uno
de los personajes de la novela histórica-fantástica Baudolino, de Umberto Eco, publi-
cada en el año 2000, cuyo relato se extiende a partir de la conquista de Constantinopla
por los latinos de la cuarta cruzada.
~ 6 ~
Finalmente mencionamos sumariamente, fallecido también en este año 1215, al italia-
no Sicardo de Cremona, obispo de este lugar, también historiador o cronista. Había na-
cido en 1155, dentro de una familia de Cremona, seguramente los Casalaschi. Estudió
Derecho en Bolonia (Italia) y en Maguncia (Alemania). Habiendo regresado a Cremona
fue allí subdiácono en 1183 y ya obispo en 1185.
En 18 de abril de 1188 colocó la primera piedra de un nuevo castillo cuya finalidad
era defender Cremona. Esta fortificación (el Castrum Leonis) fue la que dio lugar a la
población actual de Castelleone.
Sicardo de Cremona fue quien promovió la canonización del mercader cremonense
Homobono, laico ejemplar muerto en 1197. La canonización la efectuó el Papa Inocen-
cio III en 1199, el 13 de enero. San Homobono se conmemora el 13 de noviembre.
En 1203 fue acompañante del cardenal Pedro de Capua, legado pontificio en la cuarta
cruzada, residiendo en Constantinopla. Recogió muy interesantes crónicas de todo. Re-
gresó a Cremona en 1205, siendo de apoyo imperial al Hohenstaufen Federico II y con-
trario a Otón IV de Brunswick. Precisamente en este año 1215 será destituido o de-
puesto del todo Otón IV, siendo coronado Federico II.
Sicardo murió en Cremona, a sus 60 años de edad.
Había escrito: Chronica Universalis, en 1213, una pretendida historia universal desde
la creación del mundo hasta ese año, siendo ésta una de las principales y fundamentales
fuentes citadas por el historiador franciscano Salimbene di Adam (1221-1290) en su
Chronica; Summa Canonum, que es un digesto o compilación normativa de Derecho ca-
nónico; Apologia Sichardi, un escrito apologético contra sus detractores; Mitrale, una
obra en nueve volúmenes, sobre liturgia.
~ 8 ~
REINO DE LEÓN
En este año 1215 concedió el rey Alfonso IX fuero a Miranda del Castañar,2 converti-
da así en villa y cabeza de un alfoz, consolidándose por tanto la repoblación de este te-
rritorio denominado Peña de Francia,3 tal como viene impulsando el rey leonés desde
que comenzó a reinar, en 1188. Es evidente que Alfonso IX desea reforzar por aquí la
frontera de su reino, al sur del mismo.
También hizo el rey Alfonso IX que se intensifique la repoblación de Monleón,4 susti-
tuyendo con el castillo de este lugar al de Monreal.5
2 Provincia de Salamanca. Esta población se originó con la presencia de los caballeros de la Orden Hos-
pitalaria de Jerusalén en el siglo XII, consolidándose ahora como villa y concejo, cabeza administrativa
comarcal.
3 Así es llamada una de las estribaciones del Sistema Central al sur de la provincia de Salamanca, siendo
una de las comarcas de gran raigambre geográfica, histórica, cultural y tradicional. Desde el punto de vis-
ta del paisaje se caracteriza este territorio por la gran extensión de montes con grandes masas boscosas y
valles por los que corren numerosos ríos y arroyos. Su cima más elevada es la denominada Peña de
Francia, perteneciente al municipio de El Cabaco, con su santuario de la Virgen que lleva esa advocación,
a cargo de los dominicos. Toda la comarca comprende 32 municipios.
No deja de ser extraño el nombre de Francia que se da a la Peña donde se descubrió la imagen de la
Virgen, y a su sierra.
El documento más antiguo que se conserva con el nombre de Francia, aplicado a esta comarca, está fe-
chado en 8 de enero de 1289, después de los hechos aquí relatados durante el reinado de Alfonso IX y
casi siglo y medio antes de la llegada a estos lugares de Simón Vela, el personaje al que se le apareció la
Virgen. Ir a Epílogo I.
El motivo de este nombre –Peña de Francia– no se sabe con certeza, como tampoco el origen de la ima-
ginería al respecto. Sabemos que unos franceses figuran entre los repobladores de Salamanca en el siglo
XI, como ocurrió después con otros lugares conquistados o reconquistados a los musulmanes. De hecho
abundan viejos apellidos de proveniencia francesa. Y hay otras resonancias francesas al respecto.
4 Provincia de Salamanca.
5 En Casafranca (Salamanca). Del castillo de Monreal apenas quedan restos.
~ 9 ~
REINO DE CASTILLA
Reina en Castilla el jovencísimo Enrique I, golpeado por su prematura orfandad de
padre y madre en el pasado año. Sobrelleva su tristeza al calor de sus hermanas y pro-
tegido por las mismas, las cuales no dejan de pensar en poder casarlo, sin que esta
cuestión resulte fácil y planeando como que la cosa aún puede esperar. También tiene
mucho que ver en todo lo referente a este reinado la actuación del conde Álvaro Núñez
de Lara.
El rey Enrique I de Castilla
~ 10 ~
CUÉLLAR (REINO DE CASTILLA)
Cuéllar6 es una villa destacable en el reino de Castilla. Con algo de su historia, conta-
mos aquí el hecho de documentarse en este año 1215 sus peculiares encierros7 y juegos
de toros celebrando sus festejos.8
Una primera repoblación de Cuéllar, perteneciendo al entonces condado de Castilla, se
fue haciendo tras la batalla de Simancas del año 939, cuando el rey Ramiro II de León,
encabezando una coalición cristiana, derroto al califa de Córdoba Abderramán III.
Aquel inicio poblacional no prosperó ni se mantuvo por mucho tiempo, pues hubo por
allí, como por tantos otros lugares, invasión de Almanzor arrasando la zona en el año
977, siendo llevados cautivos sus habitantes a tierras de Al-Ándalus.
Más de un siglo después tuvo lugar la segunda y definitiva repoblación de Cuéllar, re-
sultado de las iniciativas al respecto promovidas por el rey Alfonso VI y encomendadas
al conde Pedro Ansúrez (muerto en 1118). Podemos recordar el modelo poblacional de
las Comunidades de Villa y Tierra, propio de los siglos XI y XII, al que en otros mo-
mentos nos hemos referido. En 1184 celebró aquí Cortes el rey Alfonso VIII.9
Hablemos ahora del peculiar encierro de toros de esta villa por estos tiempos, diciendo
primero qué es un encierro, definido o descrito así: Un encierro es una carrera con toros
por las calles. Los corredores, en efecto, corren por calles bordeadas de vallado delante
de un pequeño grupo de toros, novillos o vaquillas que se dirigen a la plaza donde espe-
rarán hasta la corrida de toros o festejo de la tarde. En los encierros se incluyen a me-
nudo cabestros (mansos con cencerros) para guiar a la manada, aunque también suelen
sufrir los cabestros, como los corredores si se descuidan, ataques agresivos de los toros
bravos.
6 Provincia de Segovia.
7 Considerados los más antiguos de España al menos en cuanto bien documentados.
8 Los encierros taurinos de Cuéllar, actualmente declarados de Interés Turístico Nacional, se celebran a
finales de agosto, abriendo las fiestas en honor de la Virgen del Rosario, patrona de la villa, aunque en sus
orígenes se corrían los toros durante las fiestas del Corpus Christi y San Juan, incluyendo también eventos
o celebraciones importantes, por ejemplo cuando se celebró el nacimiento del príncipe don Juan que lue-
go sería el rey Juan II de Castilla, reinante entre los años 1406-1454.
9 Cuéllar alcanzará un muy buen nivel económico durante los siglos XIII y XIV, por lo que será una villa
destacable y próspera, como importante emporio ganadero entre otras cosas. Desde el siglo XII tendrá
buena producción lanera con exportaciones a los telares flamencos (y catalanes) desde los puertos del
Cantábrico. Con el tiempo se afianzan en Cuéllar sus importantes ferias, siendo destacado señorío.
~ 11 ~
Explicamos ahora qué vino ocurriendo en torno a los encierros de los toros en Cuéllar
por estas fechas. Resulta que en estos momentos se venían detectando no pocos proble-
mas diocesanos desde Segovia, siendo don Gerardo obispo del lugar.10
Se venían dando
muchos problemas, graves querellas religiosas entre la iglesia catedral y los clérigos y
laicos de algunas villas, entre ellas la de Cuéllar. Eran tales los líos y embrollos que el
obispo convocó un sínodo para atajar y solucionar las complicaciones, los enfrenta-
mientos y pendencias. Resultó finalmente sentencia, en diciembre de este año 1215,
manteniendo en su artículo quinto lo siguiente: “Que ningún clérigo juegue a los dados
ni asista a juegos de toros, y sea suspendido si lo hiciera”.11
Destaquemos algo de todo esto haciendo nuestras consideraciones teniendo en cuenta
al obispo don Gerardo de Segovia. En 1212, sin ser todavía obispo de Segovia aunque
electo, fue enviado a Roma por el rey Alfonso VIII, entrevistándose con el Papa Ino-
cencio III, informándole y tratando sobre el proceder a seguir por Castilla ante las cru-
zadas.
Don Gerardo fue nombrado obispo de Segovia en 1214, sucediendo a Gonzalo Miguel
(1196-1211). Ya en 1214 estuvo presente, en Burgos, cuando los funerales por los reyes
de Castilla Alfonso VIII y Leonor Plantagenet. Todavía en 1214 estuvo con el ahora rey
de Castilla Enrique I trocando la villa de Fresno12
(que había sido donada por Alfonso
VIII a los obispos de Segovia)13
por veinte yugadas de tierra en el lugar de Magán.14
En este mismo año 1215, don Gerardo falló un pleito existente entre él y los vasallos
de la villa de Mojados,15
propiedad de la diócesis segoviana, sobre jurisdicción y tribu-
tos. Pero es en torno a la importancia de la sentencia fallada o pronunciada en diciembre
10
Lo fue entre los años 1214-1224.
11
Para que pudieran darse los juegos de toros, era necesario trasladar previamente el ganado desde la de-
hesa al núcleo urbano; y este traslado, que aún se sigue efectuando en Cuéllar, es lo que originó el en-
cierro, cuando los vecinos ayudaban a que el ganado discurriese por las calles hasta encerrarlos en el lu-
gar de celebración de dichos juegos. La importancia del documento del año 1215 radica en que se trata de
una regulación de la vida clerical, y por ello puede entenderse que este juego ya estaba arraigado en la
villa, de tal manera que era necesario disponer y regular sobre ello en el campo eclesiástico y para los
clérigos.
En el siglo XIV, los hidalgos y pecheros de la villa disputaban sobre los tributos que pertenecían a cada
estado, y la reina doña Leonor (muerta en 1382), esposa del rey Juan I de Castilla y señora de la villa, fue
la encargada de resolver la disputa, mediante documento en el cual se afirma ser costumbre inmemorial
correr los toros en Cuéllar por San Juan. A partir de entonces son constantes y continuas las noticias sobre
los encierros.
12
Fresno de Cantespino (Segovia).
13
Habiéndose puesto enfermo en una ocasión, el rey Alfonso VIII hizo testamento en Sepúlveda (Sego-
via), dejándole al obispo de Segovia la villa de Fresno para que el cabildo catedralicio celebrase ciertos
aniversarios por él a su muerte.
14
Al norte de la provincia de Toledo.
15
Provincia de Valladolid.
~ 12 ~
de este mismo año 1215 y relacionada con los encierros de toros, entre otras muchas co-
sas, sobre la que aquí, por lo llamativo de la cuestión, nos detenemos. Fue emitida dicha
sentencia por jueces nombrados al caso por el mismo Papa Inocencio III, tras haber in-
terpuesto el correspondiente pleito ante él el obispo don Gerardo de Segovia, pues era
muy grave la desavenencia entre clérigos y laicos en la villa de Cuéllar, no menos que
en la de Sepúlveda y en otras de la diócesis. Las desavenencias (y las correspondientes
sentencias) no eran exclusivamente referidas a los encierros y juegos de toros sino a di-
versas cuestiones morales, sociales y económicas, muy particularmente referidas a cos-
tumbres y arbitrios.16
16
En lo referente a los encierros de toros, resulta que diversas localidades han ido pretendiendo desban-
car a Cuéllar del pódium de la antigüedad de los mismos. Estas reivindicaciones erróneas tuvieron como
causa una mala interpretación sobre el V Centenario que se celebró en el año 1999, cuando se conme-
moraron los 500 años de la correspondiente ordenanza reguladora de los encierros, por lo que se entendió
que éstos tenían su origen en 1499. Así, en el año 2006, la localidad de Portillo (Valladolid) afirmó contar
con los encierros más antiguos de España tras hallar en su archivo municipal un documento fechado
en 1471. Tras la respuesta de Cuéllar exponiendo que su documentación comenzaba en el siglo XIII (año
1215), el municipio vallisoletano admitió su error y se conformó a la verdadera agenda de la conmemo-
ración.
Otra localidad que se sumó en su momento a la reclamación de su antigüedad taurina respecto a sus en-
cierros fue Ciudad Rodrigo (Salamanca) en 2007, aportando para ello un documento fechado en 1417.
Este último caso provocó mayor polémica, pues el alcalde de la localidad afirmó conocer el documento
cuellarano de 1215, del que renegó argumentando que habla de juegos de toros y no de encierros; Cuéllar
defendió su postura manteniendo que para cualquier evento taurino era necesario encerrar el ganado en el
corral para después llevar a cabo el festejo, siendo este acto el origen de la fiesta, y además recordó los
documentos que posee Cuéllar anteriores al presentado por Ciudad Rodrigo, y que gracias a ellos per-
miten a la ciudad segoviana presumir de mayor antigüedad.
Otros municipios españoles que enarbolan la antigüedad de sus encierros (atribuyéndose la mayor anti-
güedad) fueron, en diversos momentos, Almodóvar del Campo (Ciudad Real) –con un documento de
1490–, Brihuega (Guadalajara) –cuyos encierros está claramente fechados en el siglo XVI– o La Peza
(Granada), siendo estos últimos encierros del siglo XVII, no anteriores.
Ir a Epílogo II para leer sobre historia y consideraciones por nuestra parte o recogidas de diversas fuen-
tes acerca de los toros.
~ 14 ~
REINO DE NAVARRA
El rey Sancho VII de Navarra, aprovechándose de la minoría de edad y de las circuns-
tancias del rey Jaime I de Aragón, se apoderó del castillo de Sádaba,17
fronterizo con su
reino, añadiéndolo al mismo.18
También se apoderó Sancho VII de algunos otros cas-
tillos, incrementando la repoblación de zonas, tal como ya venía ocurriendo en las mis-
mas propiamente desde el siglo XI.
Castillo de Sádaba
17
En la provincia de Zaragoza. Es un hermoso y bien conservado castillo, construido en varios períodos,
digno de visitarse.
18
Hecho que producirá en adelante mucha guerra o contienda entre Aragón y Navarra.
~ 15 ~
RUNNYMEDE (REINO DE INGLATERRA)
La liquidación del Imperio Angevino o gran disminución de los territorios ingleses,
más que nada en el continente, tras la batalla de Bouvines en 1214, colmó la paciencia
de amplios sectores de la sociedad inglesa sobre Juan I, el tercero de sus monarcas Plan-
tagenet. Había descontento con él, muy destacadamente por parte de sus nobles, los cua-
les le hicieron firmar sus libertades y que la ley ha de estar también para él.19
Así, cuando el 15 de junio de este año 1215, suscribía Juan Sin Tierra los Capitula
que barones petunt, que ha venido a denominarse la Carta Magna de Inglaterra, pagaba
el rey el precio o consecuencias de sus muchos errores, aunque no era sólo el rey el que
los había cometido.20
Como precedentes del documento, debemos considerar que a lo largo de los siglos Xl
y XII Inglaterra había conocido gobiernos fuertes (y hasta tiránicos), pero también go-
biernos débiles. Ambas situaciones potenciaron una costumbre: que las fuerzas vivas
del país pidiesen a los reyes en el momento de su coronación la jura de una Carta de li-
bertades. La juró Enrique I en 1100 al suceder a su hermano Guillermo II: desaprobó la
conducta de su predecesor y se comprometió a gobernar de acuerdo con las viejas leyes
de Eduardo el Confesor (1043-1066), reformadas luego y mejoradas por Guillermo I el
Conquistador (1066-1087). Años más tarde, Esteban de Blois (1141-1154) concedió
dos Cartas: una en 1135 y otra en 1136. Enrique II (1154-1189) suscribió otra Carta en
1154, Carta en la que garantizaba a la Iglesia y a sus vasallos los privilegios y libertades
“que mi abuelo Enrique garantizó y concedió”. Los barones que plantaron cara a Juan
Sin Tierra no carecían por tanto de precedentes a la hora de exigir Carta a su soberano
señor.
Juan fue acumulando problemas en el interior y el exterior desde su mismo ascenso al
trono en 1199. El rescate pagado para liberar a su hermano Ricardo y las gravosas cam-
pañas en Francia hicieron crecer mucho descontento, también por parte de la Iglesia en
1205. El motivo fue en este caso el de la sucesión a la sede primada de Canterbury, para
la que el rey apoyó al obispo de Norwich, Juan Grey, y Roma a Esteban Langton. En
1209, el Papa Inocencio III excomulgó al rey de Inglaterra e invitó a que le abandona-
ran a aquellos obispos que aún le eran fieles. Tras varios años de entredicho, Juan optó
por ceder. En mayo de 1213 aceptaba a Langton como primado e infeudaba Inglaterra a
la Santa Sede mediante un tributo de mil marcos anuales. El Plantagenet apaciguaba así
19
Esto se logró más bien poco a poco, entre avances y retrocesos o retractaciones en la voluntad del mo-
narca.
20
Esta Carta Magna es la base de las libertades constitucionales de Inglaterra, siendo de mucha influen-
cia en el mundo del Derecho. Ir a Epílogo III.
~ 16 ~
al estamento eclesiástico, pero no lograba granjearse la amistad de la nobleza o baronía.
Ésta, con motivo de la campaña que desembocaría en Bouvines, se negó a servir en la
hueste del rey so pretexto de que la costumbre feudal no les obligaba a acudir a opera-
ciones en el continente.
Al regresar derrotado de Bouvines a Inglaterra, Juan quiso exigir un escudaje21
a
aquellos barones que no habían participado en su desafortunada aventura francesa. La
inquietud entre la feudalidad inglesa creció y la facción más belicosa marchó hacia el
sur con ánimo de ajustar las cuentas al rey. Los sectores moderados –arzobispos de
Canterbury y Dublín, Guillermo el Mariscal, condes de Salisbury, Verenne y Arundel–
acabaron por imponer su criterio. Lo cual se plasmó en el documento o Carta Magna
que pasa por ser, sin duda, el origen ya consumado de las libertades políticas del pueblo
inglés.
La Carta Magna –de 63 artículos en su redacción definitiva– garantiza en primer lugar
las libertades de la Iglesia de Inglaterra y la posesión de sus derechos y privilegios.
El número más elevado de cláusulas –unas 20 de forma total y algunas otras parcial-
mente– confirman los privilegios estrictamente feudales de la baronía inglesa: garantías
para los herederos de feudos, limitación de las ayudas feudales a los cuatro casos tradi-
cionales, amplias garantías procesales para evitar abusos de la justicia real, etc.
Varios artículos hacen referencia a la administración: regulación de justicia, multas,
garantías contra los arrestos arbitrarios y obligatoriedad de los oficiales de conocer las
leyes del país.
Otros varios artículos son puramente circunstanciales y hacen referencia a los rehenes
tomados por el monarca a señores ingleses, al rey Alejandro II de Escocia y al príncipe
Llewelyn de Gales.
La Carta Magna se cierra con varios artículos en los que se asegura el cumplimiento
de todo lo acordado y un universal perdón, una eximente amnistía, por todas las faltas
cometidas a lo largo del período de hostilidades.
Pese a todo, Juan I de Inglaterra no se sintió en un principio ligado ni obligado por el
contenido de la Carta Magna. Contó para ello con el apoyo del Papa Inocencio III, do-
lido por haberse sentido postergado de parte de la baronía inglesa en su papel de árbitro
supremo en el conflicto. Pero la guerra entre el rey y la feudalidad británica no estaba
zanjada. Se reanudó. En apoyo de dicha guerra desembarcó en Inglaterra el delfín de
Francia, Luis, el primogénito del rey Felipe II Augusto. Ya veremos qué pasará.22
21
Lo que los vasallos pagaban a su señor para evitar o por haber evitado la guerra, no habiendo acudido a
ella.
22
En el mismo año 1216, con escasa diferencia de tiempo, será la muerte del Papa Inocencio III y del rey
Juan Sin Tierra, siendo este doble hecho el que calmará la situación. El heredero real de Inglaterra,
Enrique III, un niño de 9 años, no podía ser destinatario de ningún contencioso nobiliario aún. De otra
parte, el nuevo Papa, Honorio III, se mostrará mucho más prudente y moderado que su predecesor, contri-
buyendo con su actitud a desactivar una situación que empezaba a ser preocupantemente explosiva. Se
llegará a un acuerdo de paz y de estabilidad en la ley.
Igualmente podemos tener en cuenta también como consecuencia de Bouvines en 1214, aunque sin total
relación con Inglaterra, la deposición del emperador germano Otón IV, cuya muerte será en 1218. El nue-
vo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, y rey de Sicilia, es Federico II Hohenstaufen.
~ 17 ~
ROMA
El Papa Inocencio III, consciente de su plenitudo potestatis, sintió la necesidad de
convocar un nuevo Concilio, pues quería arreglar con apremio y del todo el problema
de cómo recuperar Jerusalén, arrebatándole Tierra Santa a los musulmanes en otra nue-
va y no frustrante cruzada, y quería seguir dando forma definitiva a una lograda reforma
de toda la Iglesia.
Fue esforzándose el Papa en darle a su convocatoria la mayor amplitud y efectividad
posibles. Desde el año 1213 se están mandando cartas desde Roma con esta convocato-
ria conciliar. El que se habría de celebrar sería el IV Concilio de Letrán.
La finalidad para la que el Papa convocaba y celebraba el Concilio vino así expuesta:
“Erradicar vicios e implantar virtudes, corregir faltas y reformar las costumbres, eli-
minar las herejías y fortalecer la fe, suprimir las discordias y establecer la paz, desha-
cerse de la opresión y fomentar la libertad, inducir a los príncipes y al pueblo cristiano
a acudir en auxilio de Tierra Santa”.
El 11 de noviembre de este año 1215 fue el día de la apertura del Concilio. Era la más
numerosa de las asambleas conciliares desde 1123, el que fue I Concilio de Letrán. Se
encontraban ahora reunidos, venidos de todas partes, 412 obispos, 800 abades y priores,
así como numerosos representantes o delegados de obispos y abades que no habían po-
dido acudir. De reinos y dominios soberanos se hicieron presentes delegados y mucho
personal acreditado. También había muchos prelados orientales. Todo se fue desarro-
llando de un modo bien organizado y con preparadas exposiciones.23
Era una buena
asamblea la que se había formado, una asamblea universal, católica y ecuménica (XII
Concilio Ecuménico de la Iglesia Católica).
23
Trabajó en ello Santo Domingo de Guzmán en persona, el cual se vio aquí con San Francisco de Asís,
llegando ambos a excelente entendimiento y buenísima amistad.
~ 18 ~
El tiempo de preparación se aprovechó bien para redactar listas de temas que recla-
maban la mayor atención y que luego se fueron concretando doctrinalmente. Habría de-
bates, pero lo sustancial ya se había ido tratando y medio concluyendo durante los dos
años previos a la solemne apretura del Concilio, todo ello basándose en la inmensa pro-
ducción canónica del Papa, gran canonista por cierto. Pero mucha de la materia a tratar
era además nueva en la forma y en el fondo o contenido.
En tres sesiones, durante los días 11, 20 y 30 de noviembre, los padres conciliares
fueron estudiando y considerando los diversos asuntos a tratar. Resultó luego de todo
ello que emanaron 70 cánones disciplinares y dogmáticos y un decreto convocando una
quinta cruzada.
Hacer frente a los herejes cátaros fue la primera preocupación de este Concilio, resul-
tando de ello, además de su condenación, cuanto se decidió para impedir su avance y su
difusión. Así, en el canon 1 condenaron los padres conciliares el catarismo, con rotun-
didad y solemnemente, con una profesión de fe que redefinía con fuerza cada punto de
la doctrina católica rechazada por los cátaros, abordándose los temas escatológicos y
todo aquello poco menos que vituperado por los cátaros y hasta ridiculizado por ser ca-
tólico. Después de la refutación del maniqueísmo cátaro, afirmando que Dios es el
único Creador de todas las cosas, la declaración conciliar insiste sobre la verdadera doc-
trina de los sacramentos y la función del sacerdocio católico, objetos de los constantes
ataques de los cátaros.
Se recuerda que sólo el sacerdote puede administrar ciertos sacramentos, que el pan y
el vino son la materia necesaria para la celebración del sacrificio eucarístico, en el curso
del cual se da la transubstanciación (apareciendo por primera vez esta palabra, tran-
ssubstantiatis, de manera solemne, en el Magisterio Eclesiástico). Se reafirma también
que el matrimonio de los laicos es bueno y no podrá impedirles el logro de la eterna
felicidad.
Sin embargo, tanto el Papa como con él todo el Concilio se percataron bien de que só-
lo la reforma profunda de la Iglesia, en cambio y conversión de costumbres de los clé-
rigos, como de disciplina de los laicos, impedirá el rebrotar de la herejía, una herejía de
tanta contumacia.24
Es destacable el canon 21, para ambos sexos,25
decretando que todos los fieles, en
habiendo alcanzado la edad de la razón, están obligados a confesarse al menos una vez
al año y a comulgar en Pascua.
Para depurar las formas de piedad, el canon 62 reglamenta lo concerniente a la vene-
ración de las reliquias. Se prohíbe venderlas y proponer otras nuevas a los fieles sin
24
Este Concilio IV de Letrán tuvo su gran importancia. Bien llevado por la fuerte personalidad del Papa
Inocencio III, se caracterizó por su armonía o buen funcionamiento organizativo, de colaboración de sus
participantes y asistentes, de comunión con el Papa. Cuidando en lo que respecta a la lucha sostenida
contra los cátaros, fueron señalados muy buenos puntos dogmáticos. Gracias al canon 1 hizo muchos pro-
gresos entre los fieles la beneficiosa disciplina sacramental.
25
Al que se le sigue llamando Utriusque sexus.
~ 19 ~
contar con la autorización del Papa. Así mismo se prohíben los relatos de falsos mila-
gros.
Se vuelven a tomar y validar todos los cánones de los concilios anteriores que tratan
acerca de la simonía, del nicolaísmo (amancebamiento o concubinato clerical), del lujo
en el vestir de los eclesiásticos, del cúmulo de beneficios…, en suma, de todo lo que
lleva o conlleva la corrupción del clero o su defectuoso testimonio de la vida cristiana
evangélica.
Se recuerda a los clérigos, en el canon 66, que por cuanto celebran litúrgicamente no
extorsionen a los fieles sino que les dejen contribuir voluntariamente, sin determinar
tarifas y menos aún imponiéndolas.
En el canon 20 se insiste acerca de la limpieza y decoro que se requiere en las igle-
sias, procurando sobre todo las mejores condiciones para la guarda y conservación de la
Eucaristía y del Santo Crisma o los Santos Óleos en general.
Surgen tres decretos reglamentando asuntos concernientes a la jerarquía eclesiástica.
Una vez más se fijó el orden de precedencia de las sedes patriarcales siendo el siguien-
te: Roma, Constantinopla, Alejandría, Antioquía, Jerusalén.26
En cuanto al decreto convocante de la quinta cruzada hay que decir que sirve como de
conclusión de los trabajos conciliares. Se determina o fija la cita de los cruzados convo-
cados para el 1 de junio de 1217, siendo Sicilia el lugar para ello en cuanto a la vía ma-
rítima. Lo cierto es que se ordena y se manda que la predicación de la nueva cruzada se
haga por todas partes, en toda la cristiandad, extendiéndose el beneficio de la indul-
gencia plenaria a cuantos contribuyan con su dinero a la construcción de navíos desti-
nados a la cruzada, según las condiciones ya vigentes desde mucho tiempo antes para
cuantos van a combatir a los musulmanes en Tierra Santa.
Así pues, el decreto convocante de la quinta cruzada se propone no sólo suscitarla
sino también avivarla, poner el ideal de la cruzada al alcance de todo el Occidente cris-
tiano, permitiendo a cuantos no puedan ir beneficiarse de todas sus ventajas espiritua-
les. Se pretende así que se asocien a los combatientes cruzados los muy numerosos cris-
tianos que no puedan ir. Basta que ayuden financieramente, contribuyendo a la organi-
zación de la cruzada, y que se arrepientan de sus faltas y pecados confesándolos, para
beneficiarse de las previstas y ofrecidas indulgencias de cruzada.27
26
No deja de ser resaltable la distancia de Jerusalén.
27
Tengamos en cuenta, por parte de San Francisco de Asís, buscador y promotor de paz, que no pudo
pasar desapercibido en este año 1215 el decreto conciliar convocando a la quinta cruzada. Para casi todos
los participantes del IV Concilio de Letrán no había otra salida contra el siempre agresivo Islam que la
guerra santa en cruzada y así lo decidía solemnemente la Iglesia, confirmando y promulgando esta de-
cisión el Papa. Desde el lado franciscano sin embargo se contraponían a todo ello un proyecto de paz
completamente evangélico en el capítulo XVI de la Regla no Bulada, la de 1221.
Pero en pleno contexto de IV Concilio de Letrán y convocatoria de quinta cruzada, Francisco experi-
mentaría con toda seguridad una grandísima impotencia en su contra, por creer que la paz era posible y
que las cruzadas no arreglarían nada. El recinto y recurso franciscano de la Virgen María de la Porciún-
cula le concede a Francisco la gracia de sustituir la indulgencia prometida a quien se embarca en la gue-
rra, por la indulgencia de quien apuesta por la paz. Es significativo que el tema del perdón de Asís no
aparezca en ninguna de las biografías primitivas, y que haya que esperar al siglo XIV para encontrar tes-
~ 20 ~
Este IV Concilio de Letrán viene a servir también para hacer más extensiva y opera-
tiva la Inquisición que ya ejercen algunos obispos en ciertos lugares. Iremos viendo en
adelante el desenvolverse de este fenómeno e institución de la Inquisición. El Concilio
confirmó la equiparación de una grave herejía con el delito de lesa majestad, siendo
susceptibles los herejes de recibir el mismo tratamiento penal que el derecho romano
reservaba a los infames (culpables a quienes había que desestimar de manera absoluta,
siendo desacreditados y despojados de toda reputación).28
timonios. De todos modos es curioso que a la Porciúncula se apliquen textos bíblicos con referencia a
Jerusalén, la ciudad santa que la cruzada quería reconquistar.
28
Ya en 1200 el rey de Felipe II Augusto de Francia había hecho quemar a ocho cátaros en Troyes y más
tarde también a un grupo de seguidores de Amaury de Chartres, incluyendo mujeres y clérigos, “obrando
en ello como rey cristianísimo y católico”. En sínodos o concilios locales como en Aviñón (1209), Mont-
pellier (1215), Narbona (1227), Toulouse (1229), etc., se inculcó mucho que los obispos tenían el deber
de denunciar a los herejes y de llevarlos ante la autoridad civil para que ésta les aplicara la debita poena,
la muerte en la hoguera. Además, a los condenados se les derrumbaban sus casas y se les confiscaban sus
bienes. “Los arrepentidos, a quienes se les perdonaba la vida, quedaban excluidos de los cargos públicos
y habían de llevar por toda la vida sobre el hábito dos cruces para que pudieran ser reconocidos”. Por
esos mismos años el emperador Federico II del Sacro Imperio Romano Germánico establecía la quema en
la hoguera como “castigo ejemplar” para los herejes, aunque venían señalando los cronistas que “no le
movían puros motivos religiosos; más le importaba, siguiendo el ejemplo de los antiguos emperadores
romanos, sobreponerse al dominio del pontificado, aventajándolo, constituyéndose en defensor único de
la Cristiandad y juntamente disponer a su antojo de sus vasallos, a quienes arbitrariamente podía cas-
tigar y hasta llevarlos a la muerte por un pretendido crimen de herejía”.
Así pues, la Inquisición fue, poco a poco, un método o manera de persecución jurídica de la herejía por
medio de tribunales eclesiásticos especiales. Como queda dicho, empezó gradualmente, llegando a desa-
rrollarse como algo realmente vergonzoso en la historia de la Iglesia, la cual se enfrentaba ya no tanto a
individuos sueltos sino a muy amplios grupos y movimientos de gran trascendencia social y religiosa.
De otra parte, el IV Concilio de Letrán, además de insistir en la oposición contra los herejes, mostró
también su frontal lucha como Iglesia contra el Islam. También manifestó que llevaran señalados distin-
tivos entre los cristianos los judíos y los mudéjares residentes en Europa. Iremos viendo cómo esto se irá
imponiendo e incrementando, con más o menos crudeza según tiempos y lugares.
~ 21 ~
Santo Domingo de Guzmán y San Francisco de Asís:
Extender la paz sobre la guerra, por unas cruzadas de encuentros
y no de desencuentros o de encontronazos
El rey Felipe II Augusto de Francia ante condenados por él a la hoguera
~ 22 ~
OCCITANIA
Toulouse cayó en poder de los cruzados contra los cátaros, renunciando el conde de
allí, Ramón VI, a favor de Simón IV de Montfort, de quien se había dicho en el IV
Concilio de Letrán ser nada menos que “Campeón de Jesucristo”.29
El condado de
Toulouse pasó a ser suyo.
Había tenido lugar ya en Toulouse, en la iglesia de San Román, la fundación de hecho
de la Orden de Predicadores, de canónigos regulares pobres e itinerantes, educadores
sobre todo, en torno al castellano Domingo de Guzmán. Ocurría esto en septiembre.
Domingo acompañó luego al obispo del lugar hasta Roma, yendo ambos al IV Concilio
de Letrán, en el que se solicitó el reconocimiento de la nueva Orden, mostrando la en-
tera disposición a la Iglesia.30
Santo Domingo de Guzmán
29
Simón controló en su poder muchos territorios y dominios: con el ducado de Narbona, el condado de
Toulouse y los vizcondados de Béziers y Carcasona.
30
Será aprobada y confirmada por el Papa Honorio III, sucesor de Inocencio III, el 22 de diciembre de
1216. Ir a Epílogo IV.
~ 23 ~
COSTAS DEL RIF (NORTE DE MARRUECOS)
En este año 1215, los Banu Marin (meriníes o benimerines), dirigidos por su emir o
jeque Abd al-Haqq, derrotaron a un ejército de 10.000 almohades en las costas del Rif
(norte de Marruecos).31
Los benimerines, clanes y tribus en auge, ocuparán, según pare-
ce, el espacio físico y político que dejarán previsiblemente los almohades, pues no otra
cosa indica la decadencia de los mismos. No se prevé sino que los almohades sean del
todo derrotados hasta extinguirse.32
Como ya sabemos, el nuevo califa almohade, Abu Yaqub II al-Mustansir, en quien
abdicó su padre Muhammad An-Nasir (muerto en 1213), es aún muy joven (18 años de
edad). Se resiente aún la dinastía de un poder disminuido desde que fueran derrotados
los almohades en la batalla de Las Navas de Tolosa (año 1212). Se aprovecharon así de
esta circunstancia los benimerines norteafricanos y atacaron a los almohades. Y esta es
la noticia que estamos destacando ahora aquí. Los almohades fueron derrotados. Luego
se unieron los almohades con los nómadas bereberes y con las tribus de la zona en con-
flicto con los benimerines combatiendo en los alrededores de Fez.33
Ya iremos viendo
lo que pase.34
31
El Rif es una región con alternancias de zonas montañosas al norte de Marruecos, dando sus costas al
Mediterráneo y haciendo frontera con Argelia. Es donde se emplaza la ciudad española de Melilla. Se
trata de una región tradicionalmente aislada y desfavorecida, de población étnica bereber.
32
Así será y así lo iremos contando.
33
Fue la capital del sultanato de los Banu Marin o benimerines y es la capital del Islam en el actual Ma-
rruecos. Fez es la tercera ciudad en importancia de Marruecos, por detrás de Casablanca y Rabat. Situada
en la región que antiguamente se llamó Hispania Nova, es una de las cuatro ciudades conocidas como im-
periales, siendo las otras Marrakech, Mequínez y Rabat. La Medina de Fez el-Bali (antiguo Fez) es uno
de los mayores emplazamientos medievales que existen actualmente en el mundo.
De nuevo resultaron derrotados los almohades, pero también murió en la refriega Abd al-Haqq, siendo
ya el año 1217.
34
Pasará que los benimerines habrán de apoderarse del Rif, aposentándose allí a sus anchas, sin que los
almohades logren nada contra ellos. Los benimerines darán el paso también hacia Al-Ándalus en la Pe-
nínsula Ibérica, donde tendrán cierto dominio, pero los reinos cristianos serán aquí cada vez más fuertes y
eficaces en la Reconquista. Lo iremos contando.
~ 24 ~
EPÍLOGO I
SIMÓN VELA Y LA VIRGEN DE LA PEÑA DE FRANCIA
Se apareció la Virgen en París a un joven estudiante francés, de vida virtuosa, llamado
Simón Rolán (o Roldán). Nuestra señora impulsó al joven a que se pusiera en camino en
busca de una imagen suya, escondida y ya por eso mismo olvidada. La Virgen (no poco
enigmática) le dijo: “Simón, vela y no duermas. Partirás a la Peña de Francia, que se
encuentra en tierras a occidente y buscarán en dicha Peña una imagen semejante a mí;
la encontrarán en una gruta, y allí se te dirá lo que has de hacer”.
Simón Rolán partió de París y recorrió Bretaña, el extremo occidental de Francia, sin
que nadie supiera darle razón del lugar por el que preguntaba. Nadie sabía allí de un lu-
gar que se llamara Peña de Francia.
Desanimado, regresó Simón a París, donde escuchó una vez más la voz celestial: “Si-
món, vela; no renuncies a tu santa peregrinación, que tus trabajos tendrán recompen-
sa”.
Durante cinco años se empleó el muchacho buscando inútilmente a través de la geo-
grafía gala, preguntando insistentemente por la Peña de Francia. Al cabo, se juntó a
unos peregrinos que iban a Santiago de Compostela. Completó esta peregrinación jaco-
bea y rezó postrado ante el sepulcro del Apóstol. Al irse de regreso a Francia fue cuan-
do, con interés de estudiante, se desvió hacia Salamanca, demorándose por estas tierras.
La Peña de Francia se recortaba visible y claramente en el horizonte, pero nadie en Sala-
manca, ni los estudiantes, sabía darle acertadas noticias al respecto.
Hasta que un día, cuando ya llevaba seis meses en Salamanca, estando en la plaza del
Corrillo, mercantil y de concentrarse las personas, llegó a oídos del joven, de entre la
bulla y la barahúnda, la voz de una mujer que desde algún sitio pregona su mercancía:
carbón vegetal hecho al pie de la Peña de Francia. Entonces Simón echó correr desafo-
radamente, atropellando cosas y personas, las mismas que le increpaban y zarandeaban
como a un loco, pero Simón, luego de un rato, no encontraba a la mujer ni nadie sabía
darle razón precisa de ella ni de la Peña que mencionara. Pero esta vez no se desanima
por el fracaso, consciente ya de la proximidad de lo que busca. Efectivamente, otro día
presencia en este mismo lugar la riña de unos carboneros. Uno de ellos amenaza al otro
con matarlo y luego esconderse en las espesuras de la Peña de Francia para huir de la
justicia. Las explicaciones que de aquel lugar les pidió el extranjero, no obtuvieron res-
puesta, pero Simón Rolán no les pierde de vista; tras ellos marchó cuando emprendieron
el regreso y así llegó Simón a San Martín del Castañar, a sólo dos leguas de la Peña.
Obsérvese el Santo Martín de Tours, otra resonancia francesa.
Tres días buscó Simón inútilmente, mientras la Virgen le animaba, viéndole en tan
duro trance: “Simón, vela y no duermas”. A la tercera noche, en medio de una gran luz,
se le apareció Nuestra Señora, comunicándole que en la roca misma donde se había re-
fugiado se encontraba la imagen que buscaba: “Aquí cavarás, y lo que hallares has de
sacarlo y ponerlo en lo más alto del risco, donde construirás una iglesia”.
~ 25 ~
Alentado y animado así, bajó Simón al pueblo de San Martín en busca de ayuda.
Cuatro vecinos animosos, esperando encontrar un tesoro, se ofrecieron a acompañarlo.
Con no pocas dificultades consiguieron apartar la piedra que taponaba la cueva, en la
cual encontraron finalmente la imagen de la Virgen que durante tanto tiempo había es-
tado oculta.
La tradicional historia ha conservado los nombres de los cuatro animosos vecinos:
Pascual Sánchez, Juan Hernández, Benito Sánchez –el escribano que dio testimonio fe-
haciente– y Antón Fernández. Y la Virgen quiso que este descubrimiento de su imagen
fuese acompañado de milagros y prodigios, dispensando un favor a cada uno de ellos.
Esto ocurría el 19 de marzo de 1434, reinando en Castilla Juan II (1406-1454) y sien-
do Papa Eugenio IV (1431-1447).
Simón se consagró al cuidado de la imagen, construyendo en la cima de la Peña una
capilla, según recibía las ayudas y los donativos de fieles devotos y lugareños. El pueblo
le conocía como Simón Vela, igual que le había dicho tantas veces la misteriosa voz
celestial que le mandó buscar la imagen de la Virgen: “Simón, vela”.
~ 26 ~
EPÍLOGO II
SOBRE HISTORIA Y CONSIDERACIONES ACERCA DE LOS TOROS
La Tauromaquia en cuanto tal –producto de la Ilustración– es propiamente de la se-
gunda mitad del siglo XVIII, época de Goya (1746-1828).
Con la Tauromaquia tiene que ver la lidia a pie del torero ante el toro, siendo el torero
cada vez más un artista profesional, vocacionado y de un determinado caché que cobra
por sus faenas. Surgió también o se consolidó con la Tauromaquia todo lo referente a
las ganaderías, sus hierros, etc.
Gonzalo Santonja, serio investigador, intelectual, sencillo y buen aficionado a los to-
ros, adelantó la fecha de la Tauromaquia a los siglos XVI y XVII.35
Y es aportación su-
ya, en parte, la siguiente:
1.- En la segunda mitad del siglo XII, el caballero Rodrigo Pelayo deja en testamento
a la iglesia de Santa María de Wamba (Valladolid) “una tercera parte de mis vacas
bravas”. Es el primer ganadero de reses bravas que conocemos.
2.- En un texto de Gonzalo de Berceo (1190-1264), una dueña hace un quite al toro
“con la falda del manto”: primer antecedente del capote.
3.- A comienzos del siglo XIII, en la iglesia de Pumarejo, junto a Cuéllar (Segovia),
tenemos las primeras pinturas taurómacas que se conocen actualmente.
4.- En la capilla Barbazana de la catedral de Pamplona hay un mancornador: quizá, un
homenaje a tareas vaqueras como los herraderos.
35
De Béjar (Salamanca), nacido en 1952. Ha investigado la historia de la Tauromaquia y ha aportado do-
cumentos extraídos de los archivos municipales y eclesiásticos de Castilla y León, así como del histórico
Archivo General de Simancas. Rebate la tesis antigua del origen musulmán del toreo. Ha aportado refe-
rencias desde el siglo IX y que hay ya ganaderos de toro bravo desde al menos el siglo XIII en los reinos
cristianos castellanos. También, que el toreo a pie es muy anterior a lo creído tradicionalmente por los es-
pecialistas o por los más o menos entendidos, hallando documentos sobre contratos de “toreadores” a pie
incluso con sus cuadrillas a comienzos del siglo XVII y también aún en el XVI, siendo paralelo el toreo a
pie al toreo caballeresco. De hecho, en el toreo a caballo nobiliario de siempre hubo ayudadores a pie.
Santonja ha publicado sus libros sobre este asunto: Luces sobre una época oscura. (El toreo a pie del si-
glo XVII) (año 2010), Por los albores del toreo a pie. (Imágenes y textos de los siglos XII-XVII) (año
2012), y el último ha sido La justicia del Rey (año 2013), editado por la Unión de Bibliófilos Taurinos,
donde trata de cómo a raíz del caso de Burgo de Osma, Felipe II defendió y respaldó la fiesta de los toros
enfrentándose a tres Papas, alegando que nuestra tauromaquia no es sólo un rasgo distintivo sino consti-
tutivo de la cultura hispana. Felipe II tuvo que “torearse” a sus Cortes castellana, al Consejo Real y a tres
Papas para que dejaran de oponerse o poner pegas a la fiesta de los toros. Pasó en Burgo de Osma (Soria)
que Felipe II apoyó a los vecinos del lugar para que no se quedaran sin sus deseadas corridas.
~ 27 ~
5.- En el claustro del monasterio benedictino de Santo Domingo de Silos se cuentan
22 escenas de juegos taurinos: aparece un matatoros a pie, con capote (tengamos en
cuenta que los luchadores romanos nunca se planteaban cambiar la embestida de las
bestias).
6.- En la sillería de la Universidad de Salamanca se muestra un tradicional encierro de
toros. En la salmantina catedral nueva: un puyazo, un corredor cogido, la preparación de
la suerte suprema, una guardia de lanceros…
7.- En un capitel del Palacio de los Condes de Requena, en Toro (Zamora), una se-
cuencia completa de la corrida, entre los siglos XV-XVI.
8.- En el Archivo de Simancas, un Memorial de Juan López de Velasco36
certifica la
pasión taurina, pese a las prohibiciones oficiales.
9.- En un cuadro (anónimo) del siglo XVII, “Vista del Real Alcázar y entorno del
Puente de Segovia” (Museo Slim, México), vemos a una mujer que alquila capotes de
torear; una escena de escuela taurina primitiva, y por dónde se corrían los toros, hasta la
Plaza Mayor.
Dos conclusiones: las corridas de toros, lidiadas por toreros a pie, habían adquirido ya
condición de evidencia antes del XVII; la lidia a pie carece de patria chica: desde sus
orígenes, es patrimonio de todos los españoles.
Representación de la suerte de la azcona
36
Cosmógrafo e historiador de Felipe II.
~ 28 ~
Conviene recordar que, frente a la fiesta de toros propia de los siglos XVI y XVII, y
frente a la corrida de toros que se consolida a partir del XVIII, el desarrollo de la Tauro-
maquia durante casi toda la época medieval queda esencialmente reducido a la práctica
de lidiar, correr y matar toros bravos, a pesar de que hay algunos documentos de los si-
glos XIII, XIV y XV que presentan al pueblo llano y a miembros de la nobleza afana-
dos en la ejecución –generalmente espontánea, improvisada y tosca– de alguna suerte o
lance del toreo. Pero antes de repasar estos testimonios escritos es necesario hacer algu-
nas precisiones acerca del marbete elegido para etiquetar la Tauromaquia del Medievo.
Lidiar, correr y matar toros bravos se reduce en este relato a lidiar y correr, habida
cuenta de que en el propio concepto de lidiar va implícito el significado de dar muerte a
la res lidiada. En efecto, dentro de la más pura teoría del toreo no es posible concebir el
ejercicio de la lidia o pelea si no es como el medio, proceso o preparación que conduce
a un fin supremo: la muerte del astado a manos del hombre que lo lidia. Cualquier otra
ejecución de la lidia que no tienda a este fin cae dentro de las parcelas de la doma o el
circo, y queda, en consecuencia, fuera del ámbito del Arte de Cúchares.37
Ello no im-
plica que otros juegos o festejos taurinos cuya finalidad es meramente lúdica (toreo có-
mico, forçados portugueses, vacas landesas, etc.) no tengan cabida en el concepto ge-
neral de Tauromaquia; sólo quiere decir que son ajenos al de lidia, tal y como lo ha en-
tendido siempre un aficionado serio, riguroso y cabal.
En lo tocante a la diferencia entre lidiar y correr, aparte de lo recién argumentado, bas-
te para su distinción con recordar el matiz de “pelea o enfrentamiento” que va incluido
en el concepto de lidia y que, en un principio, no tiene por qué estar presente en la ac-
ción de correr. A pesar de ello, hay que tener presente que tanto lidiar como correr to-
ros en la Edad Media eran dos ejercicios muy violentos, reflejos ambos de la rudeza que
regía las costumbres de la sociedad feudal castellana. De ahí que la práctica de correr
toros bravos, en la medida en que acababa casi siempre dando lugar a una pelea o en-
frentamiento con los astados corridos, tuviera entonces unos vínculos con el ejercicio de
la lidia mucho más sólidos que los que puedan guardar entre sí un encierro y una corrida
actuales. Así lo muestra, entre otras muchas fuentes documentales, este pasaje de los
Hechos del Condestable don Miguel Lucas de Iranzo, crónica del siglo XV escrita por
el alcaide Pedro de Escavias, alcalde de Andújar (Jaén):
“Y entre las otras cosas, vn día antes que se partiese, mandó correr çiertos to-
ros en el alcáçar de Baylén. Y al tiempo que se corrieron, mandó soltar vna leo-
37
Cúchares (Francisco o Curro Arjona Herrera) fue un torero de Madrid que se afincó en Sevilla. Su
maestro fue Pedro Romero, un rondeño al que retrató Goya. Cúchares es, en la Tauromaquia, el padre del
toreo moderno, el que inventó un nuevo estilo (arte) de torear: con la derecha y ligando los pases, uno tras
otro. Criticado por ello, luego fue imitado por todos, creando una Escuela propia de Tauromaquia. Desde
entonces el toreo se llama “El Arte de Cúchares”. Murió en La Habana, en 1868, de “fiebre amarilla”, y
está enterrado en Sevilla, en la parroquia de San Bernardo.
~ 29 ~
na muy grande que allí tenía, la qual espantó toda la gente que andava co-
rriendo los toros, y andovo a vueltas dellos”.
Pero hay otros testimonios escritos (históricos, jurídicos y literarios) que ofrecen prue-
bas fidedignas de que esta afición a correr y lidiar toros data de mucho tiempo atrás. La
Historia de las grandezas de la ciudad de Ávila, de Fray Luis Ariz, publicada en 1607,
cita varias lidias de toros ocurridas en el siglo XII, a partir del año 1100. Y hasta tal
punto debieron de estar implantadas entre las clases populares estas costumbres de lidiar
y correr, que ya en el siglo XIII el Fuero de Zamora, dentro de los Fueros leoneses, se
ve obligado a prohibir en una de sus disposiciones “que nenguno non sea ossado de
correr toro nen uaca braua enno cuerpo de la uilla, se non en aquel lugar que fue pues-
to que dizen Sancta Altana”. También el Poema de Fernán González y La Leyenda de
los Infantes de Lara dan muestras de la gran aceptación que tenía el correr y lidiar toros,
particularmente a la hora de solemnizar con ello festejos tan señalados como lo era en-
tonces una boda. Pero es en la magna obra alfonsí38
donde aparecen más referencias a
esta afición que, como se está verificando, siempre ha sido inherente al carácter de los
pobladores del suelo patrio; son referencias presentes en textos históricos (Primera Cró-
nica General de España), jurídicos (Las Siete Partidas) y literarios (Las Cantigas). Y es
digno de notarse que, atendiendo a lo dispuesto en Las Siete Partidas, tal vez hubiera ya
en el siglo XIII “toreros profesionales”, es decir, personas cuyo oficio –y fuente de in-
gresos– consistía en dar muerte a los toros lidiados en el transcurso de festejos y cele-
braciones. No de otro modo puede explicarse la distinción que el Rey Sabio establece
entre el hombre que “se aventura a lidiar por precio con bestia brava” (a quien conde-
na porque estima que es codicioso y proclive a la pendencia), y el hombre que lo hace
“por salvar a sí mismo o algún su amigo” o “por probar su fuerça” (al que estima me-
recedor de ganar “prez de hombre valiente y esforçado”).
38
De Alfonso X el Sabio (siglo XIII).
~ 31 ~
Reproducción (aquí arriba, o anterior página) del llamado milagro del toro de Plasen-
cia, del códice escurialense correspondiente a las Cantigas de Santa María, del rey Al-
fonso X el Sabio (Cantiga CXLIV, 144). Se relata en esta cantiga un supuesto milagro
ocurrido con ocasión del rito del Toro Nupcial. Importa resaltar que es la primera vez
que se relata tal rito, tan arraigado durante siglos en España y extinguido a finales del
siglo XIX.
¿En qué consistía dicho rito? En lo siguiente. Se desarrollaba el día de la boda o la
víspera, cuando el novio y sus acompañantes capturaban en el monte un toro salvaje o
bravo y el novio y su cuadrilla conducían al toro por las calles del pueblo, llevándolo
toreando o lidiando hasta la puerta de la casa de la novia, siendo allí matado por el no-
vio, generalmente mediante banderillas a tal propósito, banderillas que previamente ha-
bían sido adornadas por la novia con decoraciones de telas multicolores. Con el toro
muerto en la puerta de la prometida, el novio amante se llenaba las manos de sangre y a
continuación manchaba con ellas el pañuelo de la novia y su vestido nupcial, como rito
de fecundación, alegoría simbólica de la fuerza genésica del toro y también referencia a
la pérdida de la virginidad por el matrimonio a consumar. La cantiga nupcial no relata la
ceremonia del toro sino que manifiesta el poder de Santa María sobre el toro como bes-
tia peligrosa.
La cantiga cuenta que un caballero que debía casarse mandó que le trajesen toros para
celebrar la boda, eligiendo él el toro más bravo y fiero de todos, garantizándose totémi-
camente su potencia sexual. Ordenó que lo corriesen en la plaza de Plasencia (se ven en
la ilustración muchos espectadores en gradas, lanzando flechas, lanzas y banderillas).
Pero ocurrió que un hombre incauto atravesó la plaza para visitar a Mateo, un clérigo
amigo suyo, viéndose sorprendido por el toro, que arremete contra él. El clérigo, viendo
el peligro, reza a la Virgen. El hombre corriendo consigue salvarse de la muerte, ya que
el toro resbala y cae en tierra. Cuando se levanta, se ha convertido en manso.
En el siglo XIV, el Libro del Cauallero Zifar presenta a ciertos caballeros entregados
“a bofordar e a fazer sus demandas e a correr toros e a fazer grandes alegrías”, y
muestra al rey Mentón aconsejando a sus hijos que sean “bien acostumbrados en alan-
çar e en bofordar”. Pero será el siglo siguiente el que aporte los documentos más ricos
y variados acerca del toreo en el Medioevo: a los ya citados Hechos del Condestable
don Miguel Lucas de Iranzo (preciosa fuente que describe con plasticidad varios fes-
tejos en los que se corrieron y lidiaron reses bravas), hay que añadir la Crónica de don
Pero Niño, Conde de Buelna, escrita por Gutierre Díez de Games para dejar constancia
de la vida del que fuera doncel de Enrique III y Juan II. Esta crónica (que no vio la luz
hasta que no la imprimió don Antonio de Sancha en 1782, editada por don Eugenio de
Llaguno y Amirola) es un magnífico fresco donde están reflejadas las costumbres de los
caballeros castellanos que vivieron entre los siglos XIV y XV. Naturalmente, entre estas
costumbres hay varias referencias obligadas a los juegos de cañas y los lances de correr
y lidiar toros, referencias que sin duda constituyen el mejor argumento para destruir el
viejo tópico, tan repetido como equivocado, de que antes del siglo XVIII el toreo se re-
ducía a una diversión de nobles que sólo lo ejecutaban a caballo:
~ 32 ~
“Y algunos días corrían toros, en los cuales no fue ninguno que tanto se es-
merase con ellos [como se había esmerado Pero Niño], así a pie como a caballo,
esperándolos, poniéndose a gran peligro con ellos, faciendo golpes de espada
tales, que todos eran maravillados”.
Si bien es cierto que el testimonio de los cronistas de antaño (independientemente de
la fecha de publicación de sus trabajos) no deja lugar a dudas acerca de la afición a li-
diar toros a caballo y a pie, entre las clases menos favorecidas y las más privilegiadas,
durante los siglos XIII, XIV y XV, no lo es menos que los relatos de los viajeros extran-
jeros que visitaron entonces los reinos de la Península vienen a confirmar el contenido
de estas crónicas, y aún a ratificarlos, teniendo en cuenta la imparcialidad que de ordi-
nario se atribuye a la observación foránea. El bohemio León de Rosmithal, en el re-
cuerdo de sus Viajes por España, narra este espectáculo que él mismo presenciara en la
ciudad de Burgos en 1466:
“En los días festivos tienen gran recreación con los toros, para lo cual cogen
dos o tres de una manada y los introducen sigilosamente en la ciudad, los encie-
rran en las plazas, y hombres a caballo los acosan y les clavan aguijones para
enfurecerlos y obligarlos a arremeter a cualquier objeto; cuando el toro está ya
muy fatigado y lleno de saetas, sueltan dos o tres perros que muerden al toro en
las orejas y lo sujetan con gran fuerza; los perros aprietan tan recio que no
sueltan el bocado si no les abren la boca con un hierro. La carne de estos toros
no se vende a los de la ciudad, sino a la gente del campo. En esta fiesta murió
un caballo y un hombre, y salieron, además, dos estropeados”.
La corrida de toros es con toda seguridad una de las costumbres populares españolas
más conocidas y arraigadas a la vez que más controvertidas. Es una fiesta que no podría
existir sin el toro bravo, una especie de toros con encaste o de una raza antigua que
prácticamente sólo se conserva en España. Antiguamente, el antepasado de este toro, el
primitivo uro, de temible cornamenta, estaba repartido por grandes áreas del mundo.
Muchas civilizaciones los adoraban, siendo bien conocidos los cultos mítico-religiosos
al toro en la isla griega de Creta. La Biblia habla de los toros que se sacrifican a Dios.
Los toros también tenían un papel destacado en las ceremonias religiosas de las tribus
que vivían en España en los tiempos prehistóricos. Los orígenes de las plazas de toros
no fueron probablemente los anfiteatros romanos sino los templos celtíberos en los que
esas ceremonias se celebraban. Cerca de la antigua Numancia, en la provincia de Soria,
uno de ellos ha sobrevivido, y se supone que los toros se sacrificaban allí a los dioses.
Cuando los cultos religiosos al toro fueron característicos de los íberos, se fueron con-
virtiendo en espectáculos por las influencias griegas y romanas. Luego, durante la Edad
Media, fue una diversión para la aristocracia torear a caballo, un estilo conocido como
la suerte de cañas.
En el siglo XVIII esta tradición fue más o menos abandonada y la población más jo-
ven inventó el toreo a pie. Francisco Romero y el conocido Cúchares fueron figuras cla-
ves en la imposición de reglas al ya nuevo espectáculo del toreo.
~ 33 ~
¿Cómo es una corrida de toros en nuestros días? Para quien no lo sepa, he aquí lo que
sucede y en su correspondiente orden:
Una corrida comienza con el paseíllo, cuando todo el mundo implicado en la corrida
entra en el ruedo y se presentan al presidente y al público.
Dos alguacilillos a caballo miran a la presidencia y simbólicamente piden la llave de
la puerta de toriles, tras la cual están los toros esperando. Cuando la puerta se abre, el
primer toro entra y el espectáculo comienza de forma efectiva y real, dividiéndose en
tres partes llamadas tercios; la separación de cada uno de ellos se señala con un toque
de clarines. Hay tres toreros en cada corrida, cada uno tiene dos toros en su lote. El pri-
mer tercio el torero lo hace con el capote, una gran capa rosada en un lado y amarilla
por el otro. El terreno de la plaza o ruedo también está dividido en tercios.
Ahora los dos picadores entran a caballo, armados con un tipo de lanza. El segundo
tercio es la suerte de banderillas. Tres banderilleros deben clavar un par de banderillas
cada uno en el morrillo del toro. La última suerte es la suerte suprema, en la que el to-
rero usa la muleta, una pequeña tela roja que cuelga de un palo. En este momento el
torero tiene que mostrar la maestría para dominar el toro, y establecer una simbiosis
artística entre el hombre y la bestia. La corrida termina cuando el torero usa la espada
para matar al toro.
Así pues, la corrida moderna es todo un ritual, con tres partes diferenciadas llamadas
tercios, los cuales comienzan cuando son anunciados por el toque de clarín.
Hay tres tercios: de varas, de banderillas y de suerte suprema o muerte.
En el tercio de varas, el toro entra en el ruedo y aquí será probado por el matador y los
banderilleros con las requeridas tandas (“series de pases”) con el capote. Durante esta
fase el matador observa el comportamiento, las embestidas y la bravura del toro. Des-
pués entran dos picadores en la arena armados con una lanza larga o vara y montados en
caballos grandes, protegidos éstos y con los ojos cubiertos. Cuando el toro ataca al ca-
ballo el picador lo pica justo detrás del morrillo, una joroba musculosa del cuello del to-
ro. La forma en la que el toro ataca al caballo le proporciona al matador pistas impor-
tantes sobre el lado que prefiere el toro. Si tiene éxito, la combinación de la pérdida de
sangre y la fuerza ejercida por el toro para levantar el caballo con su cuello y cuernos
hará que el toro mantenga la cabeza más baja durante los siguientes tercios de la corrida.
Este paso obligado en la corrida hace que el toro embista de una manera menos peli-
grosa y más fiable, para que el matador pueda trabajar bien.
Después –tercio de banderillas–, los tres banderilleros tienen que poner dos banderi-
llas cada uno en los hombros del toro. Las banderillas, debilitan y enfurecen al toro, ha-
ciendo que embista de forma más fiera. Algunas veces el matador coloca sus propias
banderillas.
Finalmente, el matador vuelve a entrar en la arena con una capa roja, o muleta, sujeta
a un palo de madera en una mano y una espada en la otra. Desde el momento en que se
hace el primer pase, el matador tiene 15 minutos para matar el toro.
El matador realiza tandas o series de pases con nombres específicos, que dan forma a
la faena, la actuación completa.
Los pases del toreo son distintos los del capote y los de la muleta. Los pases más po-
pulares o destacados con el capote son los siguientes:
~ 34 ~
Verónica: Se realiza sujetando el capote con ambas manos, el torero adelanta el ca-
pote para citar al toro y al paso de éste carga la suerte hacia la derecha o izquierda, ade-
lantando una pierna para preparar la siguiente verónica. Es uno de los quites clásicos del
toreo con capote y uno de los que más se suele realizar para recibir al toro. Muchas
veces se remata una serie de verónicas con una media verónica.
Morante de la Puebla: Verónica
Chicuelinas: Se realiza sosteniendo el capote con ambas manos a la altura del pecho
para citar al toro, y a la embestida se recoge por debajo, envolviéndose el torero en él.
Juan José Padilla: Chicuelina
~ 35 ~
Gaoneras: Se sujeta el capote por la espalda con ambas manos, dejando la mayor par-
te del vuelo por un mismo lado, que generalmente es el derecho. Al paso del astado, el
torero da medio giro hacía el costado opuesto de la embestida, levantando el capote y
deslizándolo por el lomo del toro.
José Tomás: quite por gaoneras
Navarras: Es una suerte de capas donde el torero gira en dirección contraria a la de la
embestida del toro.
Delantales: Es un quite arriesgado, donde el torero sostiene el capote con ambas ma-
nos acercándolo a su cintura al paso del toro.
Tafallera: El torero sostiene el capote con las dos manos mientras deja que el toro
pase por debajo de éste, deslizando la tela por el lomo del astado.
Mario Aguilar: Tafalleras
~ 36 ~
Revolera: El torero suelta el capote con una mano, girándolo a su alrededor, y llevan-
do al toro largo.
Juan del Álamo: Revolera
Serpentina: Quite muy vistoso que sirve para rematar series. Se da girando el capote
de manera vertical con una sola mano por encima del toro, en dirección inversa a la del
astado.
José Tomás: Serpentina
~ 37 ~
Media Verónica: Se inicia igual que la verónica, pero el torero recoge un poco el ca-
pote al final para que el toro gire en vez de salir frontal.
Zapopinas (Lopecinas): Quite vistoso y arriesgado, el creador de este espectacular
quite es el mexicano, Miguel Ángel Martínez Hernández (El Zapopan) de ahí el nombre
de la Zapopina, popularizado en España por Julián López el Juli, de ahí que algunos le
dan también el nombre de Lopecina.
El Juli: Lopecina
Calesarinas: Lance que creó el torero mexicano Alfonso Ramirez (El Calesero), y
que ejecutaba de frente; iniciándolo como si fuese una verónica y continuándolo con un
farol cuando el toro entraba en la jurisdicción del diestro.
El Farol: Esta suerte se le atribuye a Don Manuel Domínguez, que en Madrid el 13 de
mayo de 1855 toreó triunfando con este nuevo lance, que parte como la verónica pero
en el momento de sacar el capote de la cara del toro se hace un movimiento como si se
fuera a colocar sobre los hombros, dando con él una vuelta en derredor de la cabeza del
diestro, y volviendo a su primitiva posición si ha de repetirla, o dejando sobre los hom-
bros si quiere terminar la suerte galleando.
~ 38 ~
Joselito el Gallo: Farol
Portagayola: El torero de rodillas espera al toro frente del toril con la capa extendida
en abanico sobre el suelo. Cuando se produce el encuentro, el diestro levanta la capa y
la extiende en el aire, la pasa de izquierda a derecha por sobre la cabeza, desviando ha-
cia fuera la trayectoria del toro.
Luis Bolívar: Portagayola
~ 39 ~
En cuanto a los pases de muleta más populares o destacados, he aquí los siguientes:
Pase natural: Lidia del toro con la mano izquierda. Es el pase clásico por excelencia.
Cuando el toro embiste, el matador gira y estira el brazo hacia atrás, describiendo con
los vuelos de la muleta un cuarto de círculo, moviendo los pies de manera precisa para
que una vez terminado el pase se pueda repetir inmediatamente.
Joselito el Gallo dando un pase natural en redondo
Derechazo: El mismo pase natural, pero con la mano derecha.
Pase de pecho: Este pase sirve de terminación a una serie de muletazos. Se realiza
extendiendo la mano hacia adelante y con una terminación alta, a la altura del pecho,
haciendo que el toro levante la cabeza.
Enrique Ponce: Pase de Pecho
~ 40 ~
Trincherazo: Pase que se realiza con la mano derecha, teniendo la muleta baja para
recortar el paso del toro.
Trincherilla: El mismo movimiento del trincherazo, pero con la mano izquierda.
Pase cambiado por la espalda: Se cita al toro y en el último momento se sitúa la mu-
leta en la espalda, dejando que el toro pase por detrás del matador.
Miguel Ángel Perera: Pase cambiado por la espalda
~ 41 ~
Estatuario: Se toma la muleta con ambas manos, dejando pasar al toro mientras el
matador permanece de pies juntos e inmóvil.
Alejandro Talavante: Estatuario
Molinete: Pegar la muleta al cuerpo cuando pasa el toro.
Sebastián Castella: Molinete
~ 42 ~
Molinete de rodillas: El mismo movimiento del molinete, pero con las rodillas pues-
tas en la arena.
Manoletina: Se toma la muleta con las dos manos, pasando una por la espalda. El to-
ro pasa muy cerca del matador, quien se mantiene de pies juntos. Recibe su nombre de
Manuel Rodríguez Manolete (muerto en 1947).
José Tomás: Manoletina
Bernardina: Se realiza de la misma manera que la manoletina, pero tomando la mu-
leta al revés.
Arrucina: Se toma la muleta montada con la mano derecha, para pasarla por detrás de
la espalda y citar al toro por la siniestra con el pico de la misma. Cuando el toro em-
biste, el torero gira para vaciar la embestida y tornar su brazo derecho a la posición na-
tural.
~ 43 ~
Alejandro Talavante: Arrucina de rodillas
La faena termina con una serie de pases en los que el matador trata de llevar al toro a
una buena posición para matarlo de una estocada, es decir, clavando la espada entre los
hombros del toro hacia el corazón. Una estocada fallida puede provocar violentas pro-
testas y destruir toda la faena.
Si el matador no tiene éxito en la estocada, llega el descabello. El matador usa una
espada de verdugo para bajar la cabeza del toro picando y empujando hacia abajo en su
nariz y, después, clavándola rápidamente en la parte trasera del cuello del animal para
cortarle la espina dorsal, produciéndole la muerte instantánea. Si el toro no muere in-
mediatamente se le da la puntilla. El puntillero o cachetero le corta la espina dorsal con
un puñal.
El cuerpo del toro es arrastrado afuera por un grupo de mulas o caballos. Si la faena
ha sido buena y el animal ha impresionado, puede ser arrastrado por toda la plaza como
un honor. Raramente el toro es beneficiado con el indulto, que es el perdón por haber
~ 44 ~
hecho una faena fuera de serie. El público solicita el indulto antes de la estocada agi-
tando pañuelos blancos hasta que el presidente lo aprueba. En este caso, el toro es sim-
bólicamente liberado por el matador, lo que es un gran honor. El toro nunca volverá a la
plaza para una corrida, porque un toro sólo se puede torear una vez, ya que los toros
aprenden con la experiencia y esto los transforma en muy peligrosos.
Si el matador ha hecho una buena faena, la multitud pide al presidente el premio para
el matador agitando los pañuelos blancos: una oreja del toro. Si la faena es excepcional,
se premia al torero con las dos orejas, y en algunas plazas con el rabo también. Si el
matador cortó al menos dos orejas durante la corrida, es elegible para ser sacado a hom-
bros de la plaza.
Cogida es la palabra que se usa cuando el toro da un revolcón o cornea al torero, de
modo que el matador, en este caso, puede resultar el matado por el toro. Lo que pasa es
que las corridas de toros fueron siendo con el transcurso del tiempo cada vez más se-
guras, sobre todo por haberse introducido en las mismas las protecciones (en el caso de
los caballos) y equipos médico-quirúrgicos más inmediatos y excelentes para los to-
reros. De todos modos, para éstos el momento más peligroso, aunque no el único, es el
de entrar a matar. Se hace sin protección, y un error puede costar la vida del matador.
Las corridas de toros, además de gustar y atraer, siendo más que aceptadas, no han de-
jado de generar también, por el contrario, controversias y protestas, siendo más que re-
chazadas (en España, Portugal, Francia, México, Perú, Ecuador). Es conocida su prohi-
bición en Cataluña.
Los partidarios de las celebraciones taurinas argumentan que se trata de una gran tra-
dición cultural y la atracción que supone para el turismo, una industria en alza (que pro-
duce puestos de trabajo), mientras que los defensores de los derechos de los animales lo
consideran un deporte negativo, sin arte, o una actividad sangrienta, de tortura para to-
ros y caballos, sobre todo para toros, pues a éstos, además, se les mata.
Ciertamente, el toreo ha acompañado los mejores momentos en la Historia de España
y ha encontrado eco en el corazón de sus grandes protagonistas. Los toros vinieron a
llamarse la fiesta nacional. Sin embargo, los detractores o adversarios del toreo (que por
lo general no se caracterizan por su patriotismo español) han denostado este asunto.
Ciertamente, la oposición al toreo, sus contrarios, han surgido en los momentos de deca-
dencia y en todo aquello coyuntural de lo que nuestra historia puede o podría prescindir,
propugnando sin embargo estos detractores que el toreo es algo de lo que podemos –y
hasta debemos– quitarnos. Podríamos traspasar también esta dicotomía al dominio de la
pintura, por ejemplo, y concluir que nuestros grandes pintores de los siglos XIX y XX,
muchos de ellos, han representado el toreo en sus cuadros de manera encomiástica. Hay
también incluso intelectuales o gente de la cultura un tanto favorable al fenómeno tau-
rino, considerando que el toreo sigue estando en la modernidad sin que pertenezca a la
modernidad. Así, por ejemplo, Luis Racionero vino a defender los toros, pero con no
poca ambigüedad y con una enrevesada teoría de redentorismo:39
39
Sacado de república.com, jueves 14 de julio de 2016: ¿Abolir los toros? (13/04/2010).
~ 45 ~
El toro muere, pasando su energía vital al sacerdote andrógino que lo ha sacri-
ficado. Ninguna emoción estética –y he disfrutado varias en mi vida– se puede
comparar a la que transmite el toreo auténtico.
Ya que se está considerando abolir las corridas de toros, debo recordar y reco-
mendar la lectura de las obras de James Frazer, La Rama Dorada, y de Joseph
Cambell, The Masks of God, donde se recoge todo el folklore mundial y las mi-
tologías: pues bien, en ellas se lee que el rey era rey porque se autoinmolaba en
beneficio de su pueblo. El caso extremo era un rey en la India que se iba cortan-
do él mismo pedazos de su cuerpo y los arrojaba a la gente para que los comiera.
Otros sólo se autoinmolaban para pasar su vitalidad al pueblo, como Jesucristo,
Dionisos, Osiris, Krishna y demás arquetipos del redentor. Luego los reyes pen-
saron que para qué inmolarse ellos: vamos a matar a otro (el chivo expiatorio) y
luego, en vez del chivo, vamos a matar al toro, que es la personificación de la
energía vital. De modo que si queremos quitar las corridas de toros ¿por qué no
abolimos la misa, que es el símbolo de otro cruento sacrificio?; después de todo,
mitológicamente hablando, el toro es Jesucristo: un ser que muere para pasar su
energía vital al pueblo y regenerarlo. Cuando hayan leído a Frazer y Campbell
esto les parecerá pura lógica, lo más normal del mundo. ¿Para qué eliminar los
ritos mitológicos que favorecen el equilibrio psicológico del subconsciente co-
lectivo? No se puede vivir sin mitos, ritos y símbolos, so pena de caer en el
yermo de las almas, The Waste Land, o sea, la modernidad agnóstica.
Eso no lo había racionalizado yo cuando descubrí, gracias a [Antonio] Ordó-
ñez, el vuelco mitológico de la corrida de toros, la emoción del ¡olé!, la expe-
riencia estética y más que estética, no comparable a ningún otro arte, que me ha
comunicado la corrida de toros. Porque es más que arte: es arte y rito oficiado
con símbolos que vienen del origen y fondo ancestral de nuestra civilización.
Aunque parezca paradójico a los incultos, sin toros seríamos un poco menos
civilizados. Lean a Campbell, lean a Frazer y luego lo votamos, pero si sale que
no, quiten los toros y la misa.
El toreo se fue fraguando en la Edad Media cuando España volvía a su ser España.40
Desde los tiempos en que los patricios romanos combatían contra uros en las arenas del
circo, y los iniciados mitríacos se bañaban ritualmente en la sangre del toro, hasta la
Alta Edad Media, hay pocas noticias sobre el toreo. Prácticamente desde que Odoacro,
rey de los godos hérulos, asaltó Roma y envió las enseñas imperiales a Bizancio en el
año 476, hasta algunos siglos después, se sabe poco acerca de cómo evolucionaron esos
ritos paganos, siendo ritos que subsistieron, sin duda alguna.
Por un lado, el mitraísmo, especialmente tras la muerte del emperador Juliano el
Apóstata, en junio del año 363, fue desapareciendo al ser asimilado por el cristianismo,
habiéndose nutrido la Iglesia precisamente ya de muchos cristianos militares, de las
40
Sacado del siguiente (c): Ernest Milà - infokrisis - [email protected] - http://infokrisis.blogia.com -
Prohibida la reproducción de este texto sin indicar origen. Siendo la fecha el 14 de julio de 2016.
~ 46 ~
mismas legiones, con bastantes santos mártires al respecto. Desde el Edicto de Cons-
tantino, en el año 313, la Iglesia que, no obstante, había recomendado con anterioridad
la deserción de las legiones (objeción de conciencia) mientras proclamaba la religión de
la paz, al convertirse en nuevo poder, protegida y privilegiada, excomulgaba ya a los
desertores y recuperaba la mejor tradición mitraica como religión de los combatientes y
los luchadores. ¿Qué ocurrió luego?
Apenas 266 años después, en el 742, nacía Carlomagno, reputado luego en cuanto afi-
cionado y admirador de la fiesta de los toros (los lances de toros). La cosa es importan-
te, porque se trata de un emperador de vocación europea que quiso reconstruir la unidad
perdida de “Roma la Grande” (tal como se conocía al Imperio Romano en la Alta Edad
Media), demostrándose con ello que el toreo (los lances), aún conservándose en España,
Portugal y en el Mediodía francés, fue también bastante europeo ya durante siglos en la
antigüedad y en los tiempos medievales. Es fácil pensar que en el tiempo que media
entre la caída de Roma y la juventud de Carlomagno los toros habían pasado de ser un
rito iniciático a ser una fiesta popular.
En la fase inicial de la Reconquista y en los años en los que se fue fraguando y con-
solidando la leyenda del Camino de Santiago, aparecen fragmentos legendarios y refe-
rencias que indican que el toro estaba incorporado al naciente imaginario colectivo del
pueblo español. En Astorga aparece la leyenda de la “Reina Loba” (inevitable el tener a
esta “reina” como avatar de la Loba Capitolina romana venerada en todo el ámbito im-
perial). A las costas de Galicia llega una barca acompañada por cuatro marineros con el
cadáver del Apóstol Santiago. Saltan a tierra y se dirigen al castillo de la Reina Loba, la
cual los encarcela. Ayudados por la Providencia los cuatro marineros logran escapar,
pero la Reina Loba envía a sus soldados a capturarlos. Cuando ya los han divisado y só-
lo queda atravesar un puente, éste se hunde arrastrando a los perseguidores al barranco.
Es entonces cuando los cuatro marinos se presentan otra vez ante la Reina Loba pi-
diéndole una pareja de bueyes para trasladar al cadáver del Santo Apóstol Santiago. La
Reina se burla de ellos y en lugar de bueyes les entrega dos toros bravos, los cuales, por
intervención sobrenatural, se dejan uncir mansamente convertidos en dóciles animales.
La Reina Loba se convierte entonces al cristianismo.
Sería difícil encontrar una perífrasis simbólica más clara:41
los cuatro marineros son
los cuatro evangelistas y el cadáver de Santiago (Sant-Yago, esto es, Santa Unión, pues
el término sánscrito (!)42
“Yug”, del que derivan Yago y Yugo tiene análogo sentido al
de “religare” del que deriva “religión”, significando en ambos casos “unión”) el pro-
yecto misional en el que se muestra la voluntad de arraigar el catolicismo español con la
tradición originaria del catolicismo, asumiendo desde entonces y hasta principios del
siglo XVIII, la construcción de un binomio inseparable: España-Catolicidad. La Reina
“Loba” es, por supuesto, la alusión a la Roma imperial y patricia, todopoderosa que,
finalmente se rinde ante el poder del cristianismo. En cuanto a la sustitución de los bue-
yes (castrados y mansos) por dos toros bravos, indica que el poder de Santiago es supe-
41
Aunque lo que sigue no deja de ser fenomenológicamente rebuscado.
42
¿Qué tendrá que ver el sánscrito con todo esto?
~ 47 ~
rior a la fuerza del toro apareciendo un tema habitual en la Edad Media, especialmente
en el período güelfo-gibelino: la lucha entre el poder sacerdotal y el poder de las aristo-
cracias guerreras; la virilidad del toro, en esta versión, se amansa ante el poder sobre-
natural de la fe; el sacerdocio se impone sobre la casta guerrera.
Esta leyenda muestra la “actualidad” del toro durante los “siglos oscuros” del Me-
dievo y demuestra también que el toro seguía siendo un icono popular. Cuenta las cró-
nicas que el Cid era –como no podía ser otra forma– un gran aficionado al lanceo de
toros. Eso ocurría a principios del siglo XI. En aquella época el lanceo era un deporte de
la aristocracia guerrera y, como tal, se realizaba solamente a caballo. El toreo a caballo
duró hasta el siglo XVII y no fue sino entonces cuando empezó a torearse a pie por me-
nestrales e incluso por campesinos, subsistiendo solamente el arte del rojeo o rejoneo a
caballo reservado para la aristocracia guerrera.
De Alfonso X el Sabio, en el siglo XIII, también quedó constancia de su afición a los
toros y, para colmo, en un fragmento vinculado al Condado de Barcelona (esa ciudad
declarada antitaurina). Uno entre varios fragmentos en los que se cita esta tendencia es
en la crónica de 1128, año “en el que casó Alfonso VII en Saldaña con Doña Beren-
guela. Hija del Conde de Barcelona, y entre otras funciones hubo también fiestas de to-
ros”.
Todo esto demuestra que en los siglos en los que se constituyó la fiesta de los toros, la
esencial de las tradiciones antropológicas y culturales de nuestro país, la Edad Media,
dicha fiesta de los toros ya ocupaba un lugar destacado entre la gente.
Antes de los Reyes Católicos, el toro de lidia ya era un animal “diferente” que mere-
cía otra consideración: ni estaba hecho para el arrastre, ni para la alimentación, ni por su
piel, sino para ser lanceado y lidiado a la manera de la época. A partir de certificarse la
unidad de las Coronas de Castilla y de Aragón, empieza a realizarse una primera selec-
ción de toros bravos localizada en la provincia de Valladolid. Sin excesivos datos ob-
jetivos se atribuyen a una ganadería que subsistió hasta el siglo XIX –Raso del Portillo–
los primeros intentos de estabilizar un tipo de toro bravo adaptado para estas fiesta entre
los siglo XV y XVI. Pero también en Andalucía, Navarra, en el valle del Jarama y en
Aragón, se criaron toros para estos festejos. En el siglo XVIII, cuando las “corridas de
toros” ya se convirtieron en un espectáculo cotidiano, las ganaderías empezaron a pare-
cerse a las actuales.
Por raro que parezca, el toreo llegó también al Vaticano, siendo allí muy valorada la
afición hispana cuando ocupó el solio pontificio el español Rodrigo de Borja o Borgia
como Alejandro VI (1492-1503). En febrero el año 1492, se ofrecieron en el Vaticano
varias corridas de toros en honor de la nueva nación española en torno a los Reyes
Católicos y celebrando la conquista de Granada.
Las corridas se celebraron tanto en la Plaza Navona como en la misma Plaza de San
Pedro, aunque no hay seguridad si la primera de ellas se celebró el 1 ó el 5 de febrero.
Esa primera fecha, tras una misa matinal, 5 toros (cinco) fueron estoqueados durante la
tarde por hombres armados con lanzas en los que los italianos llamaban la “caza del
toro”. Consta que el mismísimo César Borgia, supuesto hijo del Papa, participó activa-
mente en las corridas montado a caballo.
~ 48 ~
Téngase en cuenta, sin embargo, que Alejando VI empezó su pontificado en 1492, pe-
ro en agosto. Por tanto, en febrero aún no era Papa sino vicecanciller de la Santa Sede.
El Papa era Inocencio VIII (1484-1492, en julio). Téngase en cuenta también que en el
escudo familiar y pontificio de Rodrigo de Borja, Alejandro VI, aparece la figura del to-
ro.
Toros en el Vaticano durante los pontificados de Inocencio VIII y de Alejandro VI
Escudo del Papa Alejandro VI
~ 49 ~
Entre los siglos VIII-XVII, la fiesta de los toros siguió siendo muy particularmente
cosa de la aristocracia guerrera. No faltan pruebas al respecto. Se toreaba a caballo, se
utilizaba espada y lanza: la montura y la espada eran sólo autorizadas para caballeros.
Los Grandes Austrias, fueron partidarios de la fiesta hasta el punto de que Carlos I Em-
perador festejó el nacimiento de Felipe II con un lance de varas y luego el que sería su
sucesor hizo otro tanto. A todo esto, Felipe II tuvo que interceder ante la Santa Sede
para que el Papa levantara la excomunión sobre quienes participaran en estos festejos,
excomunión que como amenaza lanzaban los Pontífices. En efecto, mediante la bula
Salute Gregis del Papa San Pío V, en 1567, se habían prohibido los lances con toros; y
no fue sino su sucesor, Gregorio XIII, ocho años después, quien reconoció el papel de
Felipe II como defensor la cristiandad y volvió a autorizar los lances con toros. Lo que,
en ocasiones discuten los historiadores del toreo es si el Papa levantó la excomunión si-
guiendo el ruego del soberano o si fue a la vista de que nadie hacía caso del interdicto y
la Iglesia perdía fieles viéndose desobedecida.
En esa época (renacentista), España también exportó el noble arte del lanceo de reses
bravas incluso a Inglaterra. Por increíble que resulte, así fue, como corroboran las cró-
nicas. Resultó que, en el siglo XVI, llegaron a celebrarse lances de toros auspiciados por
la aristocracia inglesa, en tiempos de Carlos I de Inglaterra y Lord Buckingham. Éstos
habían sido invitados durante su estancia en España a uno de estos eventos, y quedaron
tan prendados y entusiasmados (noveleros ellos) que decidieron reproducirlos en Ingla-
terra. Dado que los ingleses –como bien sabemos– son muy suyos, estos espectáculos
importados de España en el siglo XVI terminaron degenerando, desembocando en los
bull baitings, peleas entre perros y toros que resultaron prohibidas en 1824, a instancias
de la Royal Society for the Prevention of Cruelty to Animals.
La fiesta todavía distaba de parecerse a la actual. Tenía con el rejoneo el común ele-
mento del caballo, pero no estaban presentes aún ni capotes ni banderillas. Las plazas,
sin ser ruedos, no eran redondas sino cuadradas y solían ser plazas mayores de los pue-
blos o ciudades a las que se les añadía una barrera y un entramado de asientos y gradas
de madera, mientras que el resto del público, los menestrales especialmente, lo contem-
plaban desde las ventanas de sus viviendas.
En esos años renacentistas y barrocos empieza a formarse “la cuadrilla”, cuya fun-
ción fue siendo la de ayudar al caballero que torea con su montura. La nobleza recons-
truye así peculiarmente la figura del “paje” (el aprendiz de escudero) y de “escudero”
(aprendiz de caballero). Combatiente en su montura, queda del período medieval el pri-
vilegio de matar al toro a caballo con la espada. Es el paje el que le entrega la espada y
es el “escudero” el que le ayuda en la proto-faena. La incipiente cuadrilla torea a pie.
Para atraer al toro utilizan su capa y, con eso el toreo empieza a parecerse al actual. To-
davía no se utiliza la muleta, ni el falso estoque que vendrán posteriormente. En oca-
siones el caballero no logra matar al toro desde su montura (por falta de pericia, porque
el toro está agotado y no persigue al caballo sino que lo rehúye, etc.), siendo entonces
cuando alguien de sus ayudantes recibe el encargo de acabar con él.
~ 50 ~
En el período de los Austrias Menores,43
la nobleza empieza a decaer. Así como en las
generaciones anteriores, el noble había recibido su título por hechos de armas –nunca
como prebenda por amistad o por su patrimonio amasado en privilegios o negocios– y
transmitía a sus descendientes la responsabilidad de su casta (marqueses o señores que
defendías las marcas de las fronteras; duques o descendientes de los “dux bellorum”,
literalmente “señores de las batallas” en los que los monarcas delegaban el arte de la
guerra; y condes defensores de un territorio) que era, ni más ni menos, que el título del
combate, en el nuevo período histórico que se inicia con la decadencia del Imperio, la
nobleza empieza a ausentarse de los “lanceos”. Éstos siguen celebrándose, pero, cada
vez protagonizados más por hidalgos de menor relieve, hasta que, finalmente, desapa-
rece casi completamente el caballo (relegado a partir de ahora a las corridas de rejones)
y el toreo se hace cosa de a pie, propio de las castas bajas de la sociedad. A partir de ese
momento, se convierte el toreo en un espectáculo popular o de masas en su forma mo-
derna o que actualmente conocemos.
La afición ya apuntaba maneras en los siglos XVI y XVII, rebasando con mucho el
ámbito de las fiestas mayores y de determinados días del año. Pasó a celebrar victorias
bélicas primero, luego se institucionalizó en determinados períodos del año y, final-
mente al organizarse las ferias taurinas ya en un período reciente. En el siglo XVII esta
tendencia ya se consolidó. Los toreros empiezan a ser, aun sin título de nobleza, extraor-
dinariamente populares. Queda de la antigua tradición guerrera, el “paseillo” de las
cuadrillas, verdadero remedo de un desfile militar en el que se lucen capotes y armas y
donde todo está ordenado jerárquicamente, por rangos, como en cualquier ejército.
La sustitución de los Austrias por los Borbones no aportó nada bueno a la fiesta. Los
borbones venían de Francia, como los Habsburgo habían venido o venían de Austria. La
diferencia residió en que mientras éstos fueron respetuosos con las tradiciones popu-
lares y conectaron con lo hispano, los Borbones, hijos de la Ilustración, fueron más
déspotas, aun pretendiendo traer a España el provechoso período de “las Luces”. Desde
Felipe V, reinante entre los años 1724-1746, existe una desconfianza creciente de la mo-
narquía borbónica hacia el toreo. Afectos a una tradición racionalista (más que racional)
y “dispuestos a modernizar el país”, los Borbones desconfían de algo que ha nacido en
la más remota antigüedad y que el pueblo sigue como si de un rito religioso (y supers-
ticioso) se tratara, algo ciertamente verbenero. No es racional torear –pensaban los
Borbones–, luego no es ilustrado, luego no es aceptable.
Aún así, progresó y prosperó la fiesta de los toros, y aparecen innovaciones impuestas
por los grandes nombres de la época: un menestral, hijo de menestrales, “Costillares”
(Joaquín Rodríguez, muerto en 1800), conocedor de la anatomía de los bóvidos a raíz de
su trabajo en el matadero de Sevilla, crea la faena de capote y perfecciona el lance de
verónica; y vuelve a disciplinar a las cuadrillas que sólo reconocerán, a partir de él, la
orden del mataor. Inventa el volapié y la muerte por estoque humillando el hocico del
toro. Cien años después, “Cúchares”, inventa la faena “al natural”. Antes que él, Pepe-
Hillo (José Delgado Guerra), muerto en la plaza de toros de Madrid (año 1801), había
43
Felipe III (1598-1621), Felipe IV (1621-1665) y Carlos II (1675-1700).
~ 51 ~
escrito un primer tratado de Tauromaquia. A partir de ahí se suceden los grandes nom-
bres: Lagartijo, Frascuelo, Paquiro (en el siglo XIX)…, y ya en el siglo XX: Belmonte,
Joselito, antes de la guerra civil y después Manolete, Dominguín y su eterno rival Or-
dóñez. Y así hasta llegar a los hermanos Rivera Ordoñez, al francés Sebastián Castella,
a El Juli o a César Rincón, seguido a corta distancia de Enrique Ponce...
El toreo goza de buena salud en todo el siglo XX y sigue siendo, aún en el siglo XXI,
un espectáculo que atrae el favor de un público que se va renovando, a despecho de los
antitaurinos. Los mejores años de la Historia de España, también en lo cultural y artís-
tico, han sido años en los que la población y la autoridad política o la monarquía se han
identificado con el arte del toreo. Porque, a fin de cuentas, los detractores del toreo apa-
recen, no sólo en la decadencia, sino que, por lo general, son los promotores de esa mis-
ma decadencia.
Con los Borbones, por mucho que luego, de modo más cercano a nuestros días, lo en-
mendaran o intentaran enmendarlo, se hizo rey el antitaurinismo. La aristocracia se
afrancesó al principio en pocos años como prueba de que ya habían perdido las raíces y
la tensión existencial de los mejores años del Imperio. Para colmo, Felipe V creó una
nueva aristocracia que ya no era la de la sangre, sino la de los blasones obtenidos me-
diante la adulación al monarca, entregarle preces medrando o, simplemente, lamiéndole
el culo. Y los Borbones, también ahora según sostienen algunos, tuvieron siempre el cu-
lo requetelamidísimo. Desde Felipe V –cuyo nombre se maldice aún hoy en media Es-
paña– que consideraba las corridas de toros como espectáculos propios “del popula-
cho”, y que las prohibió en 1723, hasta Fernando VI rodeado de Ilustrados –con
Jovellanos a la cabeza– que sólo las consintió a cambio de que los ingresos obtenidos se
descargaran como impuestos en el erario público, los Borbones, uno tras otro, intentaron
apuntillar y eliminar la fiesta.
El Conde de Aranda,44
creador de una logia masónica independiente de las logias in-
glesas, durante el reinado de Carlos III, prohibió de nuevo las corridas, en 1771. Nadie,
por supuesto, le hizo caso y la orden sirvió sólo para demostrar lo indómito de un pue-
blo que no desertaba de sus tradiciones seculares. Carlos IV (1788-1808) quiso imponer
su autoridad actualizando la prohibición en 1805. De esos años son los aguafuertes y
grabados de Goya sobre la fiesta. Fernando VII (sucesor de Carlos IV), que no dejó a
nadie en su vida sin traicionar y dañar, gozó, curiosamente, de popularidad, sin duda por
el hecho de que no se atrevió a una nueva prohibición, la de los toros, que hubiera
evidenciado aún más su absoluta debilidad política.
A partir de los períodos liberales del siglo XIX (desde el trienio liberal 1820-1823),
los distintos gobiernos de esa corriente atacaron una y otra vez a las corridas y las pro-
hibieron con idéntica fortuna que los Borbones. En 1877 cuando el Marqués de San
Carlos y Montevirgen, José María de Quiñones de León y Vigil, lo intentó por última
vez, en 1877, ante un parlamento atemorizado y sabedor que de votar por la prohibición
equivaldría eso a no revalidar nunca su acta de diputados, se negó a aprobarla. No era
44
Pedro Pablo Abarca de Bolea (1719-1798).
~ 52 ~
raro: en aquellos días, Lagartijo y Frascuelo eran más populares y queridos en España
que el poncio o atractivo y famoso de turno o el mismo Papa de Roma.
Luego vino la crisis finisecular del XIX y las revisiones de la Historia de España, país
dramático éste en el que el progresismo siempre ha mirado más al extranjero que al te-
rruño y donde el conservadurismo ha sido habitualmente regresivo y tendido a lo atá-
vico y rancio. En tanto que eco del pasado, no es raro que el progresismo de hoy (que
corresponde exactamente a los liberales del siglo XIX y a los Borbones ilustrados y
afrancesados del siglo XVIII), intuyeran algo no reductible a sus esquemas en la fiesta
de los toros.
Más lamentable es, por el contrario, que algunos españoles, a la hora de reflexionar
sobre lo que significó la última página en la ruina del propio Imperio en 1898, termina-
ran opinando que había que desterrar los toros de nuestra cultura. Hay en la Generación
del 98 una parte que, literalmente vuelve la espalda a la tradición española y cree que en
ella está la fuente de todas nuestras desgracias. Unamuno optó por esta dirección. Otros,
como Eugenio Muñoz Díaz (1885-1936), antitaurino de manual, lo mismo que antifla-
menco, ex-sacerdote que mantuvo amoríos con la cantante María Noel, cuyo apellido
adoptó como seudónimo, fueron casos de psiquiátrico. Dado que su complejo de culpa-
bilidad latente al mantener amores cuando aún estaba bajo la promesa de la castidad,
sublimó este complejo reforzándose en la idea de que quienes mataban a los toros y
quienes los jaleaban, eran todavía más culpables que él… Casi típico de la psiquiatría
aún non nata. Muñoz (o “Noel” por parte de amante), mira por dónde, la emprendió
contra los toros y el flamenco.
El antitaurino Eugenio Noel
~ 53 ~
Confundía “Noel” la Andalucía creada por Isabel II y sus marquesonas a mediados
del siglo XIX, cuando por pura moda introdujeron en la jet-set de la época las batas de
cola, los faralaes y los tejidos de lunares y estampado gitano, con los que Merimé había
descrito “lo andaluz”, confundiéndolo con “lo gitano” (Andalucía hasta ese momento
había podido ser llamada “Castilla Sur” dado que tras la expulsión de los moros y mo-
riscos había sido repoblada con castellanos). Las pocas luces de Muñóz “Noel” –que a
todo esto se había hecho socialista y republicano, y cuyo complejo de culpabilidad no le
dejaba razonar con la cabeza fría y las neuronas en forma– favorecieron que lo mezclara
todo: toreo, gitaneo, andalucismo, pasodoble, cante jondo y, para colmo, en el popurrí
incluyó al “género chico” (la zarzuela) y no pudo incluir al “género ínfimo” (el na-
ciente espectáculo de music hall arrevistada y sexy) porque en eso estuvo su primera
amante… Leyendo a Muñoz “Noel” se percibe que lo que más le fastidiaba de todo esto
es que la gente se divirtiera. Era un tipo sombrío y amargado al que los desengaños po-
líticos terminaron por avinagrarlo del todo. En la Biblioteca Nacional puede consultarse
su obra, hoy olvidada y que ni siquiera los antitaurinos consideran ya, por excesiva-
mente enrevesada y visceral.
En cuanto a los antitaurinos de hoy,45
en buena parte su experiencia procede de aso-
ciaciones norteamericanas (PETA)46
o inglesas. Otros, tienen más interés en borrar sín-
tomas de lo que consideran “lo español” de sus autonomías, mucho más que de defen-
der a los toros. Los hay de todo, pero se trata de actitudes y de gente entre irrelevantes o
no tanto.
El caso es que nos hemos propuesto aquí, tal como nos ha salido, ofrecernos un resu-
men de la historia del toreo.
Digamos que a partir de Julius Evola (1898-1974) sabemos que existen dos tipos de
civilizaciones, casi como dos categorías ontológicas radicalmente separadas e irreconci-
liables: las civilizaciones tradicionales y las civilizaciones modernas. Esta clasificación
no se refiere al tiempo de los siglos, sino a los valores: las civilizaciones tradicionales
hablan en términos de “comunidad”, las modernas en términos de “individuo” y “cla-
se”. Las civilizaciones tradicionales se orientan por los valores de índole superior,
mientras las civilizaciones modernas lo hacen por valores materiales y de consumo; las
tradicionales quieren seguir fieles a sus orígenes, quieren tener un vínculo con la “tierra
de los padres” (por eso el patriotismo es propio de estas civilizaciones e incomprendido
en la modernidad), las modernas niegan el pasado, lo perciben como regresivo, como
cualquier otra estructura (como la familia, como la religiosidad, como la idea de orden,
la de autoridad y la de jerarquía, que niegan pertinazmente). Son dos formas de entender
la civilización que están frente a frente y de manera irreconciliable.
En la Historia de España, algo trascendental ocurrió en 1717: la España tradicional de
los Austrias (en realidad eran “las Españas”), fue derrotada por la Ilustración y la ideo-
logía de las Luces, entronizándose aquí una dinastía afrancesada y “progresista”. Es a
45
Estamos escribiendo esto en 2016.
46
People for the Ethical Treatment of Animals (Gente o Personas por el Trato Ético de los Animales),
que aboga por los derechos de los animales.
~ 54 ~
partir de ese momento en el que empiezan los problemas en la Historia de España, pro-
blemas que se arrastran hasta el presente. Al centralismo francés traído por los Bor-
bones, y destructor de fueros, sigue la Revolución Francesa traída a España por Napo-
león y luego las revoluciones liberales. Negación de la tradición, afirmación del progre-
so (progresismo). No es de extrañar que desde Felipe V las corridas de toros fueran de-
nostadas primero por los ilustrados, luego por los afrancesados, finalmente por los libe-
rales que mamaban de las fuentes de la Revolución Francesa de 1789 y actualmente por
los “progres”.
Quizás fuera porque la dinastía de los Austrias no estuvo a la altura en sus últimos
representantes por lo que se impidió que se operase un fenómeno de modernización
similar al que experimentó Japón entre mediados del siglo XIX y hasta los años 60 del
XX, cuando una sociedad inspirada por valores tradicionales, pudo aplicar modernas es-
tructuras de producción basadas en los principios tradicionales (la fidelidad a la auto-
ridad tradicional se trasladó a las empresas); el gusto por la obra bien hecha, presente en
toda civilización tradicional, convirtió a Japón a partir de 1945 en gran potencia indus-
trial, demostrándose así que Tradición implique atavismo y atraso. La Alemania de Bis-
marck (1815-1898) realizó un recorrido similar.
El punto de inflexión de nuestra historia, en 1717, desastroso por la Guerra de Suce-
sión (1701-1715) entre otras cosas, convulsionó a toda la sociedad española, incluso a la
que había tomado partido por el Borbón. En ese momento, las ideas tradicionales fueron
progresivamente arrinconadas en beneficio de las ideas ilustradas primero, liberales des-
pués y progresistas ahora. La idea de “las Españas” se arrinconó primero apareciendo
un centralismo borbónico y luego el jacobinismo revolucionario que no era sino su
adaptación y consecuencia extrema.
En el siglo XIX el foralismo carlista intentó mantener en pie la idea “de las Españas”
y el vigor de los “cuerpos intermedios” de la sociedad a los que los liberales atacaron
una y otra vez hasta prohibir el movimiento gremial. Luego, en el siglo XX, el debate
no fue cerrado por la Generación del 98 y los regeneracionistas no consiguieron emitir
un dictamen convincente sobre las causas de nuestra decadencia. En los años 30, los dis-
tintos movimientos que emulaban al fascismo, intuyeron cuál era el origen del pro-
blema de España. José Antonio Primo de Rivera condenó el liberalismo y aportó buenos
motivos para ello. Al igual que otros fascismos de la época, consideró su pensamiento
como una síntesis de tradición y revolución.
Si de algo podemos estar seguros es de que nuestra tradición política no deriva del li-
beralismo, como tampoco debe nada a las ideas de la Ilustración y a la ideología de las
Luces. Todo eso se concretó en las revoluciones liberales y masónicas y en la irrupción
de otras familias políticas: liberalismo primero y socialismo después.
Las corridas de toros solamente se pueden enmarcar en la tradición española en tanto
que cristalización de una parte de su identidad. Si se defienden principios identitarios y
tradicionales, esto implica que, gustando o no gustando, las corridas de toros se entien-
den si se las encaja como es debido en la Historia de España.
A la inversa: quien dice pertenecer a una familia política combatiente y combativa, al
liberalismo y al socialismo (de procedencia utópica o marxista), ha de saber que su ac-
titud no puede ser sino automáticamente contraria a las corridas de toros, como de he-
~ 55 ~
cho así lo demuestra este pequeño análisis histórico que hemos realizado, no solamente
para recordar que los toros forman parte de la identidad española (y de “las Españas”)
sino que existen dos familias políticas opuestas (que no tienen por qué ser “las dos Es-
pañas”). Y nuestra familia política no tiene nada que ver con quienes sistematicamente
se han opuesto a los toros.
Es verdad que ante el toreo se está a favor o en contra, cabiendo también la neutral in-
diferencia. Esto es lo que se constata actualmente en España.47
Vamos a verlo, teniendo
en cuenta que por toreo o corridas de toros se entiende el celebrarse de una fiesta que
consiste en lidiar toros bravos, a pie o a caballo, en un recinto cerrado para tal fin, la
plaza de toros.
En la lidia participan varias personas, entre ellas los toreros, que siguen un estricto
protocolo tradicional, reglamento de espectáculos taurino, regido por la intención esté-
tica, con más de danza que de deporte; sólo puede participar como matador el torero que
ha tomado la alternativa. Es el espectáculo de masas más antiguo de España y uno de
los más antiguos del mundo. Como espectáculo moderno realizado a pie, fija sus nor-
mas y adopta su orden actual a finales del siglo XVIII en España, donde la corrida fi-
naliza con la muerte del toro.
Se considera que las corridas de toros son una de las expresiones de la cultura hispáni-
ca. Igualmente se considera que hay gente en contra de las corridas de toros, gente lla-
mada antitaurina y que defiende la vida del toro, oponiéndose a su maltrato denominado
como tortura.
Los siguientes argumentos exponen sumariamente los puntos de vista a favor o en
contra de esta llamada fiesta tradicional.
A favor
La tauromaquia tendría que seguir existiendo, porque es parte de la cultura es-
pañola y tiene una tradición milenaria. Es uno de los pocos restos de antiguas
culturas orientales.
Antes de la corrida, al toro bravo se le trata mucho mejor que a los toros de ma-
tanza o de la industria cárnica o bovina en general.
No todos los toros son muertos, pues algunos son indultados (aunque raramen-
te).
Los toros forman parte importante de la industria turística española. Sin este tipo
de fiestas el país perdería dinero que traen los turistas.
Las corridas de toros son la Fiesta Nacional. Son el símbolo de la esencia del
país.
47
Y en el resto del mundo, como por ejemplo en México.
~ 56 ~
Hay familias que dependen de la tauromaquia, criaderos, veterinarios bravos,
empresarios taurinos, gente que trabaja en el mantenimiento de los ruedos, etc.
Si eliminamos esta costumbre, estaríamos destruyendo trabajo, repercutiendo en
la vida de millones de familias en nuestro país.
Las corridas de toros deben de existir para que el toro bravo siga existiendo y
pueda seguir disfrutando de su calidad de vida. Que exista la lidia de toros es la
única razón de que existan estos toros; en los países donde no existe la tauroma-
quia no existe esta especie animal; esta tradición nos hace tener una especie ani-
mal única en el mundo.
Los sitios donde se crían los toros bravos, las dehesas, constituyen un oasis para
muchas especies amenazadas; son cerca de 400.000 hectáreas en España las que
se dedican a la cría de este animal y que cumplen a su vez una función ecológica
como refugio contra el hombre de muchas especies amenazadas, como el lince
ibérico.
Alguien que se come unos huevos fritos también está apoyando y aprobando la
tortura del animal que es enjaulado de por vida, padece de una calidad de vida
detestable, y sufre dolores continuos para proporcionar esos huevos; lo mismo
hace la gente que consume carne o productos animales. Los cerdos se matan me-
diante la matanza, un proceso incluso más cruel que el toreo. Alguien que apoya
el toreo está colaborando con el dolor del animal durante los quince minutos de
la lidia, pero también con su vida de cinco años en libertad en la dehesa. Está
colaborando indirectamente con la existencia del toro bravo y con la existencia
de las dehesas.
El aficionado taurino disfruta con el toreo, no disfruta con el dolor del toro, eso
son invenciones; un aficionado taurino puede volver contento o descontento de
otra corrida y en ambas se han lidiado a seis toros que han sufrido prácticamente
lo mismo. Si disfrutáramos con el dolor del toro vendría contento siempre.
Realmente, no son de mucho peso los argumentos expuestos, pero sí lo es la siguiente
reflexión, sobre Cincuenta razones para defender las corridas de toros, de Francis
Wolff.48
Empieza así: ¿Le gustan las corridas de toros? ¡Sepa defenderlas! ¿No le gustan
las corridas de toros? ¡Sepa comprenderlas!
48
https://laeconomiadeltoro.files.wordpress.com/2014/05/cincuenta-razones-para-defender-las-corridas-
de-toros.pdf.
~ 57 ~
PREFACIO
Desde hace algunos años ha comenzado una nueva batalla contra la fiesta de los toros.
Diversos tipos de prohibiciones han sido propuestos; han intentando por un lado restrin-
gir el acceso de los menores, como en Francia o en el País Vasco, y por otro prohibir di-
rectamente las corridas de toros, como en Cataluña. La restricción, por el momento, ha
perdido, la prohibición podría ganar un día de éstos. Esta brusca movilización antitau-
rina ha tenido como consecuencia, en Francia, la creación de una organización que aglu-
tina a todas las asociaciones (de aficionados, de profesionales y también de políticos)
implicadas en la defensa de las corridas de toros, denominada el “Observatorio Nacio-
nal de las Culturas Taurinas”, cuya misión es la vigilancia permanente sobre las inicia-
tivas antitaurinas: se ha convertido en el único interlocutor legítimo ante los poderes
públicos para tratar de estas cuestiones.
En Cataluña existe la Plataforma para la Promoción y Difusión de la Fiesta, que desa-
rrolla un trabajo análogo pero en situación de urgencia, dadas las amenazas inmediatas
que se ciernen sobre las corridas de toros en esa comunidad. Y la Mesa del Toro, for-
mada inicialmente sobre todo por profesionales, es la que toma iniciativas similares en
todo el estado español, e incluso en la Comunidad Europea. Esta pequeña obra, que no
tiene ningún afán comercial ni literario, nace con el propósito de contribuir al esfuerzo
explicativo en defensa de las corridas de toros, que las mencionadas organizaciones
llevan a cabo.
El único objetivo es ofrecer un resumen de los principales argumentos a favor del
mantenimiento de las corridas de toros en las zonas donde están tradicionalmente im-
plantadas. Muchos de los argumentos figuraban ya, de una u otra forma, en mi Filosofía
de las corridas de toros, Bellaterra, 2008, donde proponía desvelar el sentido y los va-
lores éticos y estéticos de la tauromaquia. Este libro fue escrito en un época en la que las
campañas abolicionistas no habían comenzado abiertamente y, por tanto, no tenía el
objetivo apologético que algunos le han querido ver. Los argumentos para “defender”
las corridas de toros se encontraban pues dispersos entre propuestas más fundamentales.
En el transcurso de las numerosas discusiones trabadas tras la aparición del libro, quedó
clara la necesidad de que esos argumentos fueran recogidos y sistematizados en una pe-
queña obra sintética y accesible. Y es justamente lo que hemos hecho: rescatarlos y
completarlos con aportaciones surgidas del desarrollo de esas discusiones. Ésta es la
única pretensión de este texto: un arma para una batalla que creemos justa. Las corridas
de toros no son sólo un magnífico espectáculo. No son sólo disculpables sino que ade-
más son defendibles porque son moralmente buenas.
En las siguientes páginas, no hay ninguna explicación sobre la historia de la fiesta, el
desarrollo de las corridas, la técnica y la estrategia de la lidia, las características de las
diferentes ganaderías de toros, ni de las diferencias entre las escuelas taurinas y los
estilos de los toreros. Todo eso se encuentra fácilmente en excelentes obras. Tampoco
se encontrará aquí uno de los más potentes argumentos a favor del mantenimiento de la
fiesta de los toros en los países taurinos: las razones económicas. Aunque es cierto que,
en España, en el sur de Francia y en América Latina, la fiesta taurina mantiene decenas
de miles de empleos directos e indirectos y constituye una importante fuente de ingre-
~ 58 ~
sos para las administraciones estatales, regionales y locales, este argumento no vale
nada si las corridas de toros fueran inmorales como, por ejemplo, lo son el tráfico de
drogas o el de animales de especies protegidas. Nos situamos en el exclusivo plano de
los valores. Porque pensamos que si las corridas de toros desapareciesen de las regiones
del mundo donde hoy son lícitas, sería una gran pérdida tanto para la humanidad como
para la animalidad.
INTRODUCCIÓN: SENSIBILIDADES
Sólo hay un argumento contra las corridas de toros y no es verdaderamente un argu-
mento. Se llama sensibilidad. Algunos pueden no soportar ver (o incluso imaginar) a un
animal herido o muriendo. Este sentimiento es perfectamente respetable. Y no cabe du-
da de que la mayor parte de los que se oponen a las corridas de toros son seres sensibles
que sufren verdaderamente cuando imaginan al toro sufriendo. El aficionado tiene que
admitirlo: mucha gente se conmueve, e incluso algunos se indignan con la idea de las
corridas de toros. El sentimiento de compasión es una de las características de la huma-
nidad y una de las fuentes de la moralidad. Pero los adversarios de las corridas de toros
tienen que saber que los aficionados compartimos ese sentimiento. Sin duda, esto es al-
go difícil de creer por todos aquéllos que piensan sinceramente que asistir a la muerte
pública de un animal (lo que es un aspecto esencial de las corridas de toros) sólo lo
pueden hacer gentes crueles, sin piedad, sin corazón. Ahí radica su irritación, su arre-
bato, su animadversión a las corridas de toros. Es difícil de creer y sin embargo es ab-
solutamente cierto: el aficionado no experimenta ningún placer con el sufrimiento de los
animales. Ninguno soportaría hacer sufrir, o incluso ver hacer sufrir, a un gato, a un pe-
rro, a un caballo o a cualquier otra bestia. El aficionado tiene que respetar la sensibi-
lidad de todos y no imponer sus gustos ni su propia sensibilidad. Pero el antitaurino
debe admitir también, a cambio, la sinceridad del aficionado, tan humano, tan poco
cruel, tan capaz de sentir piedad como él mismo. Es difícil comprender la postura del
otro pero hay que reconocer que, en cierto sentido, el aficionado tiene las apariencias en
contra. Por eso su posición necesita una explicación.
La sensibilidad no es un argumento y sin embargo es la razón más fuerte que se puede
oponer contra las corridas de toros. El problema consiste en saber si es suficiente: ¿la
sensibilidad de unos puede bastar para condenar la sensibilidad de otros? ¿Permite
explicar el sentido de las corridas de toros y la razón por la que son una fuente esencial
de valores humanos? ¿Puede bastar para exigir su prohibición?
El autor de estas líneas garantiza que nunca ha podido soportar el espectáculo del pez
atrapado en el anzuelo del pescador de caña –lo que efectivamente es una cuestión de
sensibilidad. Pero nunca se le ha pasado por la cabeza condenar la pesca con caña ni
tampoco tratar al pobre pescador de “sádico” y aún menos exigir a las autoridades pú-
blicas la prohibición de su inocente ocio, que ofrece probablemente grandes placeres a
los amantes de esa actividad. (Sin embargo, se “sabe” perfectamente que los peces
heridos “sufren” agonizando lentamente en el cubo, e indudablemente más que el toro
que pelea. Pues bien… La fiesta de los de toros suscita en los detractores más motivos
de indignación y, sobre todo muchos más fantasmas insoportables, que el eventual su-
~ 59 ~
frimiento objetivo del animal). Tenemos también algunas razones para pensar que la
pesca deportiva con caña ni tiene el mismo arraigo antropológico ni es portadora de va-
lores éticos y estéticos tan universales como la fiesta taurina.
Una cosa es extraer las consecuencias personales de la propia sensibilidad (por eso, yo
no voy de pesca) y otra muy distinta es hacer de dicha sensibilidad un estándar absoluto
y considerar sus propias convicciones como el criterio de verdad. Ésa es la definición de
la intolerancia. Cada cual es libre de convertirse al vegetarianismo, o incluso a la vida
“vegana” (no tomar leche ni huevos): nadie prohíbe a nadie abrazar ese modo de vida y
las creencias que lo acompañan. Pero otra cosa es querer prohibir el consumo de carne y
de pescado, incluso de leche, de lana, de cuero, de miel y de “todo lo que proviene de la
explotación de los animales”. De igual manera, una cosa es prohibirse a sí mismo ir a
las plazas de toros y otra muy distinta es ¡querer prohibir el acceso a los demás!
De igual manera que el aficionado no debería hacer proselitismo o intentar exportar la
fiesta de los toros fuera de sus zonas tradicionales, el antitaurino no debería hacer de-
mostración de intolerancia intentando prohibir las corridas de toros allá donde están
vivas. Por lo que en estas páginas sólo pediremos al lector, sea el que sea, dos cosas:
escuchar las sensibilidades y respetar los argumentos.
Es evidente que la mayoría de la población de los países o regiones concernidas (Es-
paña, Francia, Portugal y América latina) no es ni aficionada ni antitaurina. Es global-
mente indiferente y estima que hay otras causas que defender antes que la de la fiesta
taurina (la gente tiene generalmente otras pasiones) o la del bienestar de los toros de li-
dia (ya hay bastantes desgracias en la tierra). En ese sentido, los toros ocupan uno de los
últimos lugares en la lista de las preocupaciones de los militantes serios de la causa ani-
mal cuando los comparan con la ganadería industrial, el tráfico internacional de ani-
males, ciertas condiciones de transporte y de experimentación animal… Entre los pocos
que conocen la fiesta, aunque sea superficialmente, muchos de ellos estiman que los
(supuestos) maltratos achacables a las corridas no tienen parangón con las verdaderas
urgencias y los verdaderos escándalos de la causa animal. Este no es el lugar donde
establecer la lista. Incluso algunos teóricos serios de esta causa confiesan, eso sí con la
boca pequeña, que las corridas de toros no son más “perjudiciales” para los toros que lo
serían las carreras hípicas para los caballos. (Por los mismos motivos, ¿se prohibirían
las carreras de caballos? ¿Qué quedaría entonces del último vínculo entre el hombre y el
caballo?).
La desgracia es que en la actualidad prolifera una cierta moda oportunista, vagamente
naturalista, vagamente compasiva, vagamente “verde”, vagamente “victimista” y sobre
todo completamente ignorante tanto de la naturaleza animal como de la realidad de las
corridas de toros. Esta coyuntura suscita simpatía con cualquier causa animal de manera
tan espontánea como irreflexiva y por tanto despierta la antipatía inmediata contra la
fiesta de los toros. Así, para un gran número de personas, ¿no es cierto que las corridas
de toros son ese espectáculo bárbaro donde se matan en público pobres animalitos? En-
tonces, para garantizar el éxito de las campañas antitaurinas, basta con que unos cuantos
militantes exaltados recurran a algunas imágenes impactantes de la televisión, a algún
eslogan (“¡tortura!”) y a alguna injuria (“¡sádicos!”) simplistas.
~ 60 ~
En el fondo, lo más sorprendente es la pasión absolutamente desenfrenada que sus-
citan las corridas de toros y que está en total desproporción con lo que suponen. Incluso
aceptando las acusaciones más graves y más falsas de sus detractores (justamente lo que
intentaremos refutar en las páginas siguientes) se debería imparcialmente convenir que
el pretendido mal causado a los animales (durante unos pocos minutos a unas pocas
bestias que han vivido previamente de manera tranquila y libre durante cuatro años) es
incomparable con las condiciones de “vida” (si es que podemos llamar a eso vida) de la
mayoría de animales que se crían para el consumo humano, y que apenas suscitan
alguna puntual reprobación y nunca potentes movimientos de indignación o de rechazo.
Y no hablaremos de todos los sufrimientos, aflicciones, penas, frustraciones, calamida-
des, carencias, privaciones, miserias, desgracias de todo género que afectan a los hom-
bres del mundo que son moralmente de un peso infinitamente superior al del malestar
animal y que provocan impotentes protestas rápidamente olvidadas).
En Francia, los periodistas radiofónicos confiesan que hay dos temas de los que no se
pueden ocupar, a pesar de todas las precauciones tomadas, sin recibir miles de cartas de
protesta trufadas de injurias y terribles acusaciones de “haberse vendido al lobby” ad-
verso. Estos asuntos son las corridas de toros y el conflicto palestino-israelí… Da ver-
güenza este paralelismo, ¡pero las pasiones humanas son así! Muchas razones pueden
explicar que los toros provoquen pasiones incontestablemente desproporcionadas en re-
lación a la “causa animal” y sobre todo en relación a las desgracias del mundo. A con-
tinuación intentaremos detallar algunas. El objeto de las más fuertes emociones colecti-
vas es siempre irracional. Estas emociones entroncan antes con los males espectaculares
y quiméricos, siempre que impresionen la imaginación, que con las grandes desgracias
reales. Esto es así tanto en la causa animal como en la causa, mucho más trascendente,
de la humanidad.
Un militante honesto de la causa animal, discípulo del filósofo utilitarista Peter Sin-
ger, autor del best-seller Liberación animal, me dijo un día: “el criterio esencial del
bienestar animal, el único por el que deberíamos luchar, reside en las condiciones de
vida”. Y habrá que convenir que, desde este punto de vista, las corridas de toros podrían
recibir una certificación de buena conducta de las asociaciones más exigentes de defen-
sa de los animales.
Se encontrarán en las páginas siguientes tres tipos de argumentos. Primero los que res-
ponden a las acusaciones más graves que se formulan contra la fiesta de los toros (argu-
mentos [1] a [18]). Sin embargo, aunque las corridas de toros no fueran esa práctica
abominable que sus detractores imaginan o quieren hacer creer, eso no bastaría para ha-
cer de ellas algo bueno, bello o incluso interesante. Hay que poner en evidencia sus va-
lores (argumentos [19] a [43]). Finalmente, conviene preguntarse: las campañas anima-
listas contra la fiesta taurina ¿no son potencialmente peligrosas tanto para nuestro con-
cepto de humanidad como para nuestro concepto de animalidad (argumentos [44] a
[50])?
~ 61 ~
¿SON TORTURA LAS CORRIDAS DE TOROS?
Calificar las corridas de toros como “tortura” se ha convertido en un eslogan corrien-
te para los militantes de la causa antitaurina. Todo detractor serio de la fiesta de los to-
ros tendría que avergonzarse de semejante ofensa. Salvo que se acepte traicionar el sig-
nificado de las palabras. ¿Qué es torturar? Es hacer sufrir voluntariamente a un ser hu-
mano indefenso, ya sea por puro placer (cruel o sádico), ya sea para obtener algún bene-
ficio como contraprestación de ese sufrimiento (una confesión, una información, etc.).
Por estas cinco razones, las corridas de toros se oponen radicalmente a la tortura.
[1] Las corridas de toros no tienen como objetivo hacer sufrir a un animal.
La tortura tiene como objetivo hacer sufrir. Que las corridas de toros impliquen la
muerte del toro y consecuentemente sus heridas forma parte innegablemente de su defi-
nición. Pero eso no significa que el sufrimiento del toro sea el objetivo –de hecho no
más que la pesca con caña, la caza deportiva, el consumo de langosta, el sacrificio del
cordero en la fiesta grande musulmana o en cualquier otro rito religioso. Estas prácticas
no tienen como objetivo hacer sufrir a un animal, aunque puedan tener ese efecto. Si se
prohibieran todas las actividades humanas que pudieran tener como efecto el sufrimien-
to de un animal, habría que prohibir un importante número de ritos religiosos, de activi-
dades de ocio, y hasta de prácticas gastronómicas, incluyendo el consumo normal de
pescado y carne, que implica generalmente estrés, dolor e incomodidad para las especies
afectadas. Las corridas de toros no son más tortura que la pesca con caña. Se pescan los peces por
desafío, diversión, pasión y para comérselos. Se torean los toros por desafío, diversión, pa-
sión y para comérselos.
[2] Las corridas no tendrían ningún sentido sin la pelea del toro.
Torturar a un hombre, e incluso a un animal, es hacerlo sobre un ser con las manos y
los pies atados, y, en cualquier caso, privado de la posibilidad de defenderse. Y eso, no
solo no sucede en la lidia sino que además sería contrario a su sentido, su esencia y sus
valores. La palabra corrida procede de correr: es el toro el que debe correr, atacar y por
tanto pelear. Lo que interesa a los aficionados es, primero, y para muchos sobre todo, la
pelea del toro. Lo que da sentido a la lidia es la acometividad del animal, su peculiar
manera de embestir, de atacar o defenderse, es decir su personalidad combativa. Sin la
lucha del toro, su muerte y las diferentes suertes del toreo carecerían de valor. Si el toro
fuera pasivo o estuviera desarmado, la lidia no tendría ningún sentido. De hecho, no se-
ría una corrida sino una vulgar carnicería (y por tanto no habría razón alguna para hacer
de ella un “espectáculo”). Por ejemplo, las reglas de la ejecución de la suerte de varas
tienen como principio director que el toro acometa al picador y vuelva a hacerlo, motu
proprio. Debe embestir una y otra vez sobre su adversario alejándose de su propio “te-
rreno” natural, que es el lugar donde se siente más seguro porque nada le amenaza. Du-
rante toda la suerte debe tener la posibilidad de “escoger” entre la huída o la pelea. Por
~ 62 ~
decirlo de manera más directa, la ejecución de la suerte de varas tiene como principio
que la herida del animal sea el efecto de su instinto combativo y la consecuencia de su
propia pelea. ¡Esto es justamente lo contrario de la tortura!
[3] Las corridas de toros no tendrían ningún sentido sin el riesgo de la muerte del
torero.
Torturar a un hombre, e incluso a un animal, no es únicamente hacerlo sobre un ser
sin posibilidad de defenderse, es hacerlo con total tranquilidad y sin asumir el más mí-
nimo riesgo. ¿Somos capaces de imaginar un torturador herido o matado por su tortu-
rado? Evidentemente, no. Entonces el sentido, la esencia y el valor de la corrida des-
cansan sobre dos pilares: el primero es la lucha del toro que no debe morir sin haber po-
dido expresar, de la mejor manera, sus facultades ofensivas o defensivas (argumento
[2]); el segundo pilar, simétrico del primero, es el compromiso del torero, el cual no
puede afrontar a su adversario sin jugarse la vida. Ninguna corrida tendría interés sin
ese permanente riesgo de muerte del torero. ¡De nuevo, esto es justamente lo contrario
de la tortura!
[4] ¡Si un toro fuera torturado huiría!
La lidia no pretende torturar a un animal indefenso, sino más bien al contrario consiste
en hacer pelear a un animal naturalmente predispuesto para la lucha (de ahí el nombre
de toro de lidia, ver argumento [7]). Tenemos dos comprobaciones empíricas evidentes:
si se le hiciera la prueba del puyazo a cualquier otro animal (un buey o un lobo), huiría
inmediatamente, puesto que la fuga es la reacción inmediata de cualquier mamífero ante
una agresión. Sin embargo, el toro de lidia, lejos de huir, redobla sus acometidas. Se-
gunda comprobación: cuando se le hace sufrir a un toro de lidia una verdadera “tortu-
ra” (por ejemplo, una descarga eléctrica como es el caso de algunas vallas electrifica-
das), se escapa y huye. Este comportamiento es justamente el contrario al de su reacción
normal durante la pelea en el ruedo.
[5] Hablar de tortura ¿no es confundir al hombre con el animal?
La tortura es una de las más abominables prácticas del mundo. Sea cual sea su finali-
dad, no puede ser nunca justificada. Llamar a cualquier cosa tortura, y especialmente
hacerlo con las corridas de toros, ¿no es más bien banalizar el uso de la palabra y así
atenuar la condena sin remisión de esta innoble práctica? (Y eso por no referirnos a to-
dos aquellos que se rebajan a aludir al nazismo,… ¿no estaríamos cerca de una forma de
negacionismo?). Queriendo agravar el supuesto maltrato del toro que pelea, recurriendo
a una palabra destinada a impactar en la imaginación ¿no están corriendo el riesgo de
hacer más benigna la verdadera tortura? Sería tanto como decir que la insoportable e
interminable tortura del impotente prisionero político que se halla en el fondo de una
celda, es lo mismo que la pelea de un animal bravo en el ruedo. ¿No constituye esto un
auténtico insulto a todos los torturados del mundo?
~ 63 ~
El sufrimiento del toro
Sin embargo –dirán los escépticos– sigue quedando claro que el toro sufre durante la
lidia y, por tanto, ¡es insoportable! No sabemos demasiadas cosas sobre el dolor animal,
que sin duda existe, hecho que no implica que podamos compararlo con el sufrimiento
humano, ya que en el animal es instantáneo y no va acompañado de la conciencia refle-
xiva que aumenta el desamparo. Tampoco podemos olvidar que, en el mundo animal, el
dolor tiene esencialmente un valor positivo y un sentido utilitario: poner en marcha la
reacción adaptada, que consiste generalmente en evitarlo o rehuirlo. ¿Qué es lo que po-
demos saber del sufrimiento del toro durante la lidia?
[6] El estrés del toro.
Para un hombre del siglo XXI, el dolor es el peor de todos los males, pues le deja
completamente impotente. Para ciertos animales, algunos males son peores que el dolor,
por ejemplo, el estrés que experimentan cuando se encuentran en una situación insopor-
table o un entorno inadaptado a su organismo. Los estudios experimentales del profesor
Illera del Portal, Director del Departamento de Fisiología Animal de la Facultad de
Veterinaria de la Universidad Complutense de Madrid, han demostrado (a través de la
medida de la cantidad de cortisol producida por el organismo) que el toro de lidia sufre
más estrés durante su transporte o en el momento de salir al ruedo que en el transcurso
de la lidia; y que incluso el estrés disminuye en el curso de la pelea. Es lo que ya sabían
–a su manera– los ganaderos y lo que confirma el simple sentido común. Para un animal
como el toro de lidia, habituado a vivir en libertad en grandes espacios y responder a las
amenazas de su territorio con el ataque sistemático, la contención es mucho más difícil
de soportar que la lucha. En el ruedo, el toro reencuentra su familiar propensión a la de-
fensa del territorio en contra del intruso.
[7] La adaptación fisiológica del toro a la lidia.
El toro de lidia (Bos taurus ibericus) no es para nada un apacible rumiante. Es una
muy especial variedad de bovino, lejano descendiente del uro, que vivió más o menos
en estado salvaje hasta el siglo XVIII y que estaba dotado de un instinto de defensa de
su territorio muy desarrollado, una forma de “fiereza”. El auge de las corridas de toros
permitió la creación de grandes ganaderías en las que los toros eran y son criados en
condiciones de libertad para preservar esa acometividad natural, a la cual se le añadió
un proceso selectivo en función de la aptitud de cada ejemplar para la lidia. Estas dos
condiciones, la natural y la humana, crearon un animal original, una especie de atleta
del ruedo, dotado de bravura, es decir, de una capacidad ofensiva para el ataque siste-
mático contra todo lo que pueda presentarse como una amenaza, y muy especialmente la
intromisión en su territorio. Esta agresividad se observa desde el nacimiento: basta con
ver un becerro recién nacido dando cornadas (imaginarias, claro) al hombre que se le
acerca. Se manifiesta también entre los propios toros (las peleas por la jerarquía son fre-
~ 64 ~
cuentes) e innegablemente contra el hombre, que no debe normalmente acercarse a
ellos, sobre todo si están solos o aislados. Por eso no sorprende que los estudios de la-
boratorio del ya citado Juan Carlos Illera del Portal hayan demostrado que este animal,
particularmente adaptado para la lidia, tenga reacciones hormonales únicas en el mundo
animal ante el “dolor” (que le permiten anestesiarlo casi en el mismo momento en que
se produce), especialmente debido a la segregación de una gran cantidad de betaendor-
finas (opiáceo endógeno que es la hormona encargada de bloquear los receptores del
dolor), sobre todo, cuando se produce en el transcurso de la lidia. Otro descubrimiento
que demuestra la singularidad del toro de lidia en relación a las demás “razas” de bo-
vinos es la talla del hipotálamo (parte del cerebro que sintetiza las neurohormonas que
se encargan especialmente de la regulación de las funciones de estrés y de defensa) que
es un 20 % mayor que el de los demás bovinos –dato que es considerable. Todo esto no
hace sino explicar las causas fisiológicas de un comportamiento que cualquier ganadero
de toros de lidia o cualquier aficionado conoce (pero que ignoran todos los profanos) y
que hace posible la lidia: el toro bravo, en lugar de sentir el “dolor” como un sufri-
miento, lo siente como un estimulante para la lucha. Se transforma inmediatamente en
una excitación agresiva.
[8] Dolor y lidia.
Ya hemos dicho (ver argumento [4]) que, al contrario de los demás animales, el toro
de lidia no reacciona a las heridas huyendo sino atacando. Es el único animal que, he-
rido por los puyazos, vuelve a la carga para atacar al picador en lugar de huir de él
(siendo la fuga la respuesta normal, naturalmente adaptada, al dolor). Sin embargo, esta
reacción es perfectamente natural en un animal genéticamente predispuesto para el com-
bate. Sabemos que en el ser humano sucede algo parecido. Miles de testimonios de sol-
dados heridos lo confirman. Ellos explican no haber notado nada, o casi nada, de las
graves heridas recibidas a causa del fragor del combate. Esto mismo les ocurre a al-
gunos toreros cuando reciben una cornada, que comienzan a sufrir después de acabada
la lidia.
¡Cuánto más verdad es en el caso de un animal fisiológicamente dotado y genética-
mente seleccionado para la lidia, y que no deja de combatir, mientras le reste un hilo de
vida!
[9] “¡Pero el toro no quiere luchar!”.
A veces se contesta a los argumentos precedentes con tal sentencia: “el hombre (el to-
rero) lucha si quiere, elige arriesgar su vida; el animal, por el contrario, no elige el
combate sino que está condenado a la lucha y a la muerte”. Respondo: es cierto. ¡Pero
es que los animales en general no “eligen” conscientemente una u otra conducta! Es de-
cir, no se marcan un objetivo en su mente al que intentarían llegar por tal o cual medio
requerido. Muy al contrario, actúan de manera conforme a su naturaleza individual o a
la de su especie. De esta forma, un toro que acomete, que ve en cualquier intruso un ad-
versario que debe expulsar y que ataca a un hombre “que no le ha hecho nada malo”,
~ 65 ~
no actúa por “elección” o por “voluntad” consciente y clara, sino que su comporta-
miento obedece a su naturaleza, a su carácter, a la “bravura” que está en él. ¡Sin lugar a
dudas, el toro no quiere luchar, pero no es porque sea contrario a su naturaleza el luchar
(¡bien al contrario!) sino porque lo que es contrario a su naturaleza es el querer!
[10] “Pero la lucha es desigual: el toro siempre muere”.
Ante esta aseveración, respondo: la lidia es una lucha con armas iguales, la astucia
contra la fuerza, como David contra Goliat. Es también una lucha con suertes desiguales
puesto que ilustra la superioridad de la inteligencia humana sobre la fuerza bruta del
toro. Pero, entonces, ¿qué pretenden? ¿Que las posibilidades del hombre y del animal
fuesen iguales, como en los juegos del circo? Pero, si muriera unas veces uno y otras
veces otro ¿sería más justa la lidia? ¡En absoluto! Sería, en todo caso, más bárbara. La
corrida de toros no es una competición deportiva en la que el resultado habría de quedar
imprevisible. Es una ceremonia en la que el final se conoce de antemano: el animal debe
morir, el hombre no debe morir (aunque puede suceder, que un torero muera de manera
accidental, y que un toro, de manera excepcional sea indultado por su bravura). Esta es
la moral de la lidia.
Pero que sea desigual no significa que sea desleal. Justamente, la demostración de la
superioridad de las armas del hombre sobre las del animal sólo tiene sentido si dichas
armas (el trapío, los pitones, la fuerza) son potentes y no han sido mermadas artificial-
mente. Esta es la ética taurómaca: una lucha desigual pero leal.
La muerte del toro
Cuando los argumentos que giran alrededor del dolor del toro comienzan a agotarse,
el detractor de la fiesta escoge el nervio central de la lidia: la muerte. Preguntan: ¿Por
qué matar al toro? ¿Tenemos derecho a hacerlo? ¿Es necesario? Esta protesta sincera
contra la muerte del toro se formula de manera confusa. No se sabe bien lo que se con-
dena: ¿el acto de matar un animal? ¿El hecho de matarlo para algo diferente de co-
mérselo (como si el toro no nos lo comiéramos, y como si comer fuera la finalidad más
elevada y la más defendible)? ¿O el hecho de matarlo en público? Habitualmente es este
último punto el que genera el mayor malestar, en la imaginación de la gente. No el acto
en sí, sino su publicidad. Estamos rozando lo irracional. Nos damos cuenta de que, tras
la “defensa del animal”, se disimula un malestar ante la visibilidad de la muerte. “¿No
valdría más o sería mejor ocultarla?”.
~ 66 ~
[11] ¿Tenemos derecho a matar animales?
El respeto absoluto de la vida humana es uno de los fundamentos de la civilización.
No sucede lo mismo con la idea de respeto absoluto hacia la vida en general. De hecho
sería contradictorio con la idea misma de vida: la vida se alimenta sin cesar de la vida.
Un animal es un ser que se alimenta de sustancias vivas, sean vegetales o animales.
Proclamar por tanto que todos los seres vivos tienen derecho a la vida es un absurdo ya
que, por definición, un animal sólo puede vivir en detrimento de lo viviente. Los anima-
les se matan entre ellos para cubrir sus necesidades, y no exclusivamente nutritivas
(contrariamente a lo que comúnmente se cree), a veces lo hacen por agresividad, por
juego, o por instinto de caza (como en los casos del gato, del zorro, o de la orca)… De
la misma forma, los hombres siempre han matado animales: bien, porque tenían la nece-
sidad de hacerlo para deshacerse de bestias dañinas (portadoras de enfermedades o cau-
santes de plagas), bien, para satisfacer sus necesidades, nutritivas o de cualquier otro ti-
po: cuero, lana, etc.; bien, por razones culturales o simbólicas (sacrificios religiosos, de-
mostraciones cinegéticas, juegos agonísticos). Pero lo propio del hombre, que le dife-
rencia de “los demás animales”, es lo siguiente: cuando mata un animal respetado (y no
una bestia dañina de la que tiene la obligación de deshacerse), el acto de darle muerte va
generalmente acompañado (en las sociedades tradicionales o rurales) de un ritual festivo
o de una ceremonia expiatoria. Hay una excepción a esta regla: la muerte mecanizada,
estandarizada e industrializada de los mataderos. Ésta es fría, silenciosa, ocultada y –por
decirlo de alguna forma– vergonzosa, que es lo que caracteriza a nuestras sociedades ur-
banas. La corrida de toros satisface al mismo tiempo las necesidades físicas (el toro es
comestible) y simbólicas (las corridas de toros son un combate estilizado y una cere-
monia sacrificial). Y, al contrario del matadero industrial, siempre van acompañadas de
todas las marcas de respeto tradicional hacia el animal: ritual regulado precediendo al
acto y recogido silencio en el momento de la muerte. La pregunta del “derecho a ma-
tar” animales se plantea por tanto mucho más en el caso del matadero industrial que en
el de la muerte del toro en el ruedo.
[12] ¿Por qué matar a los toros?
La muerte del toro es el fin necesario de la corrida. Podríamos enumerar razones uti-
litaristas. El toro está destinado al consumo humano y en ningún caso puede volver a
servir para otra corrida, porque en el transcurso de la lidia ha aprendido demasiado, se
ha convertido en “intoreable”. Pero esto no es lo esencial. Las verdaderas razones son
simbólicas, éticas y estéticas. Simbólicamente, una corrida es el relato de la lucha he-
roica y de la derrota trágica del animal: ha vivido, ha luchado, y tiene que morir. Éti-
camente, el momento de la muerte es el “instante de la verdad”, el acto más arriesgado
para el hombre, en el que se tira entre los cuernos intentando esquivar la cornada gracias
al dominio técnico que ha adquirido sobre su adversario en el desarrollo de la lidia. Es-
téticamente, la estocada es el gesto que finaliza el acto y hace nacer la obra; la estocada
bien ejecutada, en todo lo alto y de efecto inmediato confiere a la faena la unidad, la
totalidad y la perfección de una obra.
~ 67 ~
Estas tres razones (simbólicas, éticas y estéticas) son las que dan su sentido a las co-
rridas de toros.
[13] Pero al menos ¿se podría no matar al toro en público, tal como prescribe la
ley portuguesa?
Hemos recordado más arriba las razones esenciales (simbólicas, éticas y estéticas) de
la muerte pública, fin necesario de la ceremonia sacrificial. Por otra parte, es un error
creer que una muerte “ocultada” sería “menos cruel” para el animal. Es más bien lo
contrario. Un toro que sale vivo del ruedo tendrá que esperar largas horas antes de ser
llevado al matadero donde será abatido por el carnicero. Dejar al animal malherido y
confinado en un espacio reducido sin opción a la lucha, sí que sería un auténtico cal-
vario para él (ver argumento [8]). La única beneficiada de esta solución sería la hi-
pocresía: lo que no se ve no existe. (“¡Tapemos la sangre y la muerte, lo esencial es que
no se vean!”).
[14] Todas las tauromaquias implican el respeto al toro.
La corrida de toros es una de las formas de tauromaquia. Existen cientos, de las que
perviven unas cuantas decenas. En todas las sociedades donde han vivido toros bravos
ha existido alguna forma de tauromaquia, ora deporte, ora rito (en ocasiones ambos a la
vez), ora caza solitaria, ora espectáculo de una lucha, ora gratuito desafío del hombre al
animal, ora sacrificio ofrecido por los hombres a los dioses. El punto común de todas las
tauromaquias es que ellas denotan la fascinación y la admiración que ejercen, en todo
tipo de culturas, el toro y su poder, sea real o simbólico. El toro se transforma en el úni-
co adversario que el hombre encuentra digno de él. Es el animal con el que se puede
medir con orgullo y que por consiguiente lo afronta con la lealtad que se debe a un ad-
versario a su medida. ¿Podríamos demostrar nuestro propio poder ante un adversario al
que despreciásemos y maltratásemos? En todas las tauromaquias, al animal se le com-
bate con respeto y no se le abate como a un bicho dañino, ni se le mata de cualquier ma-
nera como a una simple máquina de producción cárnica.
[15] La norma taurómaca consiste en afirmar que no se puede matar al animal
sin arriesgar la propia vida.
Prueba fehaciente del respeto hacia el toro es que en la corrida sólo se puede dar
muerte al toro poniendo el torero en peligro su propia vida. El deber de arriesgar la
propia vida es el precio que uno tiene que pagar para tener el derecho de matar al ani-
mal. Lo que hace posible la necesidad de la muerte del toro (ver argumento [10]) es la
posibilidad siempre necesaria de la muerte del torero. La mayoría de normas que ilus-
tran la ética taurómaca se inspiran en esta norma esencial: engañar al toro para no resul-
tar cogido, pero exponiendo siempre el cuerpo al riesgo de la cornada. A la inversa, si se
vence sin peligro se triunfa sin gloria.
~ 68 ~
[16] El toro no es abatido, tal como lo atestigua el ritual taurómaco.
La corrida de toros no sería nada sin su ritual. Desde el paseíllo inicial hasta las mu-
lillas que arrastran el cadáver del toro, todos los actos, todos los gestos, todas las acti-
tudes de los actores intervinientes están ritualizados y tienen su sentido. El ritual porta
dos finalidades. Proteger simbólicamente los actos de un hombre que arriesga su vida de
cualquier accidente imprevisible, al rodearlos de una tranquilizadora barrera repetitiva.
Envolver con un ritual festivo y trágico a la vez los momentos en los que se juega la
vida de un animal respetado (ver argumento [11]) y por lo tanto singularizado. Al toro
se le distingue como un ser vivo individualizado, que cuenta con un nombre propio co-
nocido por todos y con una procedencia genealógica sabida por los aficionados, y al que
muchas veces se le aplaude por su belleza, se le ovaciona por su combatividad, e incluso
se le aclama como a un héroe. ¿Alguien hablaba de desprecio o de crueldad? Habría que
hablar de admiración (ver argumento [26]).
[17] El toro no es abatido, se le respeta en su propia naturaleza.
El toro de lidia es un animal bravo, lo que significa que es por naturaleza desconfiado,
taciturno y agresivo. Esta natural combatividad no tiene nada que ver con la del depredador
azuzado por el hambre, puesto que el toro es un herbívoro, ni tampoco está vinculada con
un instinto sexual, pues se manifiesta también ante individuos de otras especies. Para un
animal como éste, una vida conforme a su naturaleza “salvaje”, rebelde, indómita, indócil,
insumisa, tiene que ser una vida libre –por tanto la mejor posible. Y así, una muerte con-
forme a su naturaleza de animal bravo tiene que ser una muerte en lucha contra aquél que
cuestiona su propia libertad, es decir, contra aquel ser vivo que le disputa en su terreno su
supremacía. Éste es el drama que se muestra en el redondel: el toro libra su último combate
para defender su libertad. ¿Sería más conforme a su bravura y a la propia naturaleza del toro
vivir esclavizado por el hombre y morir en el matadero como un buey de carne?
[18] ¿La mejor de las suertes?
Es debido a un proceso de identificación por lo que el animalista sólo es capaz de
imaginar al toro como chivo expiatorio del hombre. También dicho proceso hace que
algunos lo vean como víctima y no como combatiente. Así, puestos a identificarse con
el toro propongamos a esos animalistas que se identifiquen con otras especies bovinas y
pidámosles que elijan cuál es la mejor de las suertes: la del buey de tiro, la del ternero
de carne (criado normalmente “en batería” y muerto a corta edad) o la del toro de lidia:
cuatro años de vida libre a cambio de quince minutos de muerte luchando. Entonces la
pregunta sería: “¿Con quién quiere usted identificarse?”.
Los toros y el medio ambiente
Igual que la ópera, el flamenco o el fútbol, los toros no son ni de derechas ni de iz-
quierdas. Sin embargo, algunos partidos deberían reconocer en la fiesta de los toros sus
propios valores: me refiero a los partidos “verdes” o ecologistas. Lo decepcionante es
~ 69 ~
que normalmente están impregnados de una ideología “animalista” nada ecologista, y
entre sus militantes hay pocos que conozcan la realidad de la vida del toro en el campo
y la de su muerte en el ruedo.
Se confunde “animalismo” con ecología. Y sin embargo, lo uno es lo opuesto de lo
otro. Ocurre que numerosos ecologistas “olvidan” sus propios valores para abrazar los
valores animalistas, que son contrarios. Defender el equilibrio de las especies y la con-
servación de los ecosistemas no tiene nada que ver con el hecho de ocuparse de la
muerte de cada animal considerado individualmente y aún menos con el “sufrimiento”
individual de todos los animales que pueblan los océanos, las montañas y los bosques
del mundo. No se puede al mismo tiempo salvar a la especie “leopardo” y preocuparse
por el sufrimiento de las gacelas. No se puede al mismo tiempo salvar a la especie
“oveja” y preocuparse por la suerte individual de los lobos hambrientos (la afirmación
inversa también es cierta). No se puede alimentar a las palomas (por sentimiento anima-
lista) y preocuparse por sus plagas (por razones ecologistas). Hay que elegir: la ecología
o el animalismo. La fiesta de los toros está radicalmente en el bando de la ecología. Por
las cuatro siguientes razones.
[19] Una de las últimas formas de ganadería extensiva en Europa.
Defender la fiesta de los toros es apostar por una de las últimas formas de ganadería
extensiva que existen en Europa, en la que cada animal dispone de una extensión de 1 a
3 hectáreas de terreno. ¿Puede alguien mejorar esa realidad tratándose de animales do-
mésticos? Si se suprimen las corridas de toros muchas de esas tierras hoy destinadas al
toro de lidia se entregarían al uso de la agricultura intensiva o industrial. No deja de ser
curiosa la inversión de valores: en la época de la mercantilización de lo viviente, de la
cría de bovinos en auténticas fábricas de filetes, de la producción en cadena de pescados
estandarizados, algunos se indignan por las condiciones de vida y de muerte de los toros
de lidia.
[20] Un ecosistema único.
Esta ganadería extensiva, preservada de la mecanización indiscriminada gracias al
amor por el toro y a la abnegación personal de algunos ganaderos (que a buen seguro
tendrían mucho más interés –económico– en “fabricar carne” en ganadería intensiva)
sólo se puede hacer en unos espacios y unos pastos únicos: la dehesa en España (de Sa-
lamanca a Andalucía), en Portugal (en el Ribatejo), y en Francia (en la Camarga). Gra-
cias a la presencia del toro de lidia, estos espacios son auténticas reservas ecológicas de
incomparable riqueza de flora y de fauna (jabalí, lince, buitre, cigüeña, etc.) similar a la
de los grandes parques naturales protegidos. (En el caso de La Camarga nos podemos
referir, por ejemplo, a los trabajos del equipo de Bernard Picon y en especial a su libro
de 1988 El espacio y el tiempo en La Camarga). Esto lo saben bien los ecólogos, que no
deben ser confundidos con algunos teóricos de la “ecología política”.
~ 70 ~
[21] Defensa de la biodiversidad.
Un verdadero ecologista defiende la biodiversidad y lucha contra la desaparición de
las especies. Los animalistas que hoy batallan por la prohibición de la fiesta de los toros
luchan, muchas veces sin ser conscientes de ello, por la desaparición de los toros de li-
dia (Bos taurus ibericus). Esta variedad única de toro salvaje preservada en Europa des-
de el siglo XVIII gracias a las grandes ganaderías estaría condenada al matadero si se
suprimieran las corridas de toros. Con lo cual, para salvar la especie (o la variedad) es
necesario “sacrificar” algunos toros en el ruedo. El animalista querría “salvar” a esos
ejemplares del destino que les espera. Pero ¿cómo sería eso posible sin condenarlos, a
ellos y a todos los demás, al matadero?
¿Qué haríamos con todas esas vacas, erales, becerros, que hoy viven exclusivamente
para posibilitar que unos cuantos toros adultos sean lidiados en el ruedo? En efecto, es
necesario contar con una ganadería de unas trescientas cabezas de ganado para “pro-
ducir” anualmente tres corridas de seis toros adultos (de cuatro años). A esto, el anti-
taurino generalmente contesta que no siendo el toro de lidia, en la estricta acepción bio-
lógica del término, una especie sino solo una “variedad”, su patrimonio genético no
tendría que ser protegido: pero ¿podríamos deshacernos de los perros con el pretexto de
que tenemos lobos, o viceversa?).
Supongamos que, aguijoneado por estos argumentos, el animalista insista en su em-
peño de pretenderse “ecologista” y vuelva a las consideraciones morales sobre la nece-
sidad de reducir el “sufrimiento” animal. Preguntémosle entonces: ¿Disminuiría verda-
deramente el sufrimiento animal si se suprimiesen las corridas de toros? Claro, si su-
primimos todos los individuos de una determinada población, de un plumazo suprimi-
remos sus “sufrimientos”. Y a nadie se le escapa que esto es un sofisma. Pero sigamos
con ese razonamiento “utilitarista”: ¿Qué pasaría con todas esas vidas libres (y por tan-
to “mejores” que las de la mayor parte del resto de animales que viven bajo la domina-
ción del hombre) de esos centenares de miles de bestias (sementales, vacas, utreros,
añojos, becerros) que disfrutan actualmente de una vida conforme a su naturaleza y que
no mueren en el ruedo? (De unos 200.000 animales que viven actualmente en las gana-
derías destinadas a la lidia, sólo el 6 % muere en el ruedo). ¿Cómo contabilizar la pér-
dida de su existencia y de calidad de vida si se suprimieran las corridas de toros? Va-
yamos más lejos y volvamos a los 12.000 toros que mueren cada año en los ruedos:
¿Estamos seguros de que disminuiríamos sus sufrimientos privándoles de una buena vi-
da si se suprimieran las corridas de toros? Y finalmente, ¿estamos seguros de que dismi-
nuiríamos los sufrimientos de los toros destinados a la corrida si se les privase de la
corrida? (ver argumento [18]).
[22] Respeto de la naturaleza del animal.
Una última consideración ecologista: el toro de lidia es el único animal criado por el
hombre que vive y muere conforme a su naturaleza (ver argumento [17]).
Esto no es fruto del azar, sino la consecuencia misma del sentido de la corrida ya que
ésta exige la bravura del toro. Es un caso único de ganadería que debe respetar necesa-
~ 71 ~
riamente las exigencias de la vida salvaje del animal (territorio, alimentación, coexis-
tencia de las crías con sus progenitores, etc.) precisamente porque hay que preservar lo
más intacto posible el instinto natural de agresividad, defensa del territorio y descon-
fianza ante cualquier intruso, especialmente ante el hombre. El toro de lidia es el único
animal doméstico que sólo puede servir a los fines humanos para los que ha sido criado
a condición de no ser domesticado. De ahí que deba ser criado de la manera más “na-
tural” posible; en caso contrario, su lidia sería imposible y la corrida de toros perdería
todo su sentido.
Por definición, la corrida de toros es la práctica humana que debe respetar más y me-
jor las condiciones naturales de la vida de los animales que viven bajo la dominación
humana.
[23] Humanidad y animalidad.
Los animalistas defienden que como “todos somos animales”, deberíamos dispensar
el mismo trato a los animales que a los hombres. Se equivocan. Es justamente porque el
hombre no es un animal como los demás es por lo que tiene deberes hacia ellos y no al
contrario. Estos deberes no pueden, en ningún caso, confundirse con los deberes uni-
versales de asistencia, reciprocidad y justicia que tenemos para con los otros hombres en
tanto que personas. Sin embargo, está claro que tenemos deberes hacia algunos ani-
males. A priori hay tres formas de relacionarse con los animales. A los animales de
compañía les damos afecto a cambio del que ellos nos ofrecen: por eso, es inmoral trai-
cionar esa relación, por ejemplo abandonando a un perro en el área de servicio de una
autopista. A los animales domésticos, les proporcionamos ciertas condiciones de vida, a
cambio de su carne, leche o cuero...; por eso, es inmoral considerarlos como meros ob-
jetos de producción sin vida, como sucede en las formas más mecanizadas de la gana-
dería industrial; pero no es inmoral matarlos, puesto que con esa finalidad han sido cria-
dos (argumento [22]). Y, respecto de los animales salvajes, con los que no nos liga
ninguna relación individualizada, ni afectiva ni vital, sino solamente una vinculación
con la especie, es moral, respetando los ecosistemas y eventualmente la biodiversidad,
luchar contra las especies perjudiciales o proteger ciertas especies amenazadas.
Ahora bien, ¿qué ocurre con los toros bravos –que no son animales propiamente do-
mésticos ni verdaderamente salvajes? ¿Qué deberes tenemos para con ellos? Yo res-
pondo: preservar su naturaleza brava, criarlos respetando esa naturaleza, y matarlos
(puesto que sólo viven o los tenemos para eso) conforme a su fiereza natural (ver argu-
mentos [14] a [16]).
[24] “¿No es un espectáculo cruel y bárbaro?”.
Entre las representaciones que se hacen los adversarios de la fiesta de los toros, una de
las más comunes consiste en considerarla como un espectáculo cruel y bárbaro. No nie-
go que es un espectáculo singular y violento, aunque esta violencia está sublimada y ri-
tualizada, como en otras formas artísticas. Pero no admito que sea un espectáculo bár-
baro: nació en el siglo de las Luces como una ilustración del poder del hombre y de la
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civilización sobre la naturaleza bruta (ver argumento [29]). La verdadera barbarie, ¿no
consistiría en poner en el mismo plano la vida del hombre y la vida del animal, “consi-
derando por tanto al hombre como una bestia”? Tampoco admito que sea un espectá-
culo cruel, puesto que la crueldad supone el placer que se obtiene con el sufrimiento de
una víctima (ver argumento [1]). Por supuesto, el aficionado también es sensible al dra-
ma del toro (el antitaurino no tiene el monopolio de la sensibilidad y de los buenos sen-
timientos), pero no ve en él una víctima de malos tratos sino un peligroso combatiente,
muchas veces heroico, por más que resulte casi siempre vencido. La auténtica crueldad,
¿no es la de aquellos antitaurinos que afirman desear la cornada y la muerte del torero o
alegrarse con ella? Esto supone, una vez más, colocar al hombre y al animal en el mis-
mo plano.
[25] “¿No son perversos los placeres de los espectadores?”.
Una de más habituales e injustas de las injurias que los antitaurinos regalan a los afi-
cionados, consiste en tratarlos como “perversos”, “sádicos”, etc. Es absurdo. Nadie co-
noce a ningún aficionado que disfrute con el sufrimiento del toro. De hecho es difícil
encontrar alguno que sea capaz de pegar a su perro, e incluso de hacer daño de manera
voluntaria a un gato o a un conejo. Y para todos aquéllos que imaginan a los aficionados
como una casta particular de humanos sin corazón ni humanidad, sólo me permito re-
cordarles el nombre de todos los artistas, poetas, pintores, que, con independencia de su
procedencia y de sus convicciones, son al menos tan sensibles a la vida y al sufrimiento
como todos los demás hombres, y en modo alguno carecen de moralidad o humanidad.
¿Cabría pensar que Mérimée, Lorca, Bergamín, Picasso, etc. (ver argumento [30]) han
sido psicópatas y perversos sedientos de sangre? ¿Se podría pensar que hayan mentido
hasta ese punto sobre lo que veían? ¿Habrían sido capaces de traicionar hasta ese punto
lo que experimentaban en el fondo de su sensibilidad y expresaban con su arte? ¿Sería
posible que un profano, que jamás ha visto una corrida de toros, sepa más que ellos so-
bre lo que realmente es? Y sobre todo, ¿cómo puede saber lo que esos mismos artistas
han sentido al verlas o participarlas?
[26] La mayor emoción en la plaza: la admiración.
¿Cuál es la principal y más grande emoción que un aficionado siente, como otros muchos
espectadores ocasionales, en una plaza de toros? No es un gozo perverso o maligno, sino
una emoción inmediata, tan carnal como intelectual, que se llama admiración. Admiración
antes que nada hacia la bravura del toro: por su poder, por su incesante combatividad, a
pesar de las heridas y por sus repetidas acometidas, a pesar de sus fracasos. Y admiración
también hacia el valor del hombre, por su audacia, su coraje, su sangre fría, su calma, su
temple y su inteligencia en relación con el adversario. ¡Sí! Vamos a la plaza, por encima de
todo, a admirar. Es el más sano y más delicioso de los placeres.
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[27] “La corrida de toros genera violencia”.
Es una idea simplista. Bajo el pretexto de la existencia de violencia en la lidia, se ge-
neraría violencia automáticamente. Insisto: se trata de una violencia estilizada y rituali-
zada, es decir, sublimada y canalizada y, por tanto, no de una violencia caótica, absurda,
desenfrenadamente dañina, sin fe ni ley..., con la que a veces la realidad (o su represen-
tación) nos confronta. Por eso no se ha visto nunca a ningún espectador que se haya
vuelto violento o agresivo hacia los hombres o los animales después de haber visto una
(o cien) corrida(s). Rara vez se han registrado actos de violencia cometidos por los es-
pectadores durante o después de una corrida. El fútbol es seguramente un deporte menos
violento que el rugby, pero todo el mundo sabe que la violencia en los estadios de fútbol
es mucho más habitual y desenfrenada que la que se produce en los estadios de rugby, y
por supuesto superior a la de las plazas de toros. El público que asiste a una corrida es
de todo tipo, pero muy a menudo gente cultivada y educada que manifiesta de manera
muy pacífica sus emociones, e incluso las más fuertes e indignadas, cuando el espectá-
culo no corresponde a sus expectativas o no va como debiera. En realidad, si hubiera
que considerar la fiesta de los toros como una “escuela” de algo, ésta sería la del res-
peto: por el rito y su sentido; por la animalidad y la manera como se expresa; y por la
humanidad que triunfa y por la manera como lo consigue.
[28] “¿Son las corridas de toros un espectáculo traumatizante para los niños?”.
Cualquier cosa puede traumatizar a un niño. Especialmente la violencia muda, ciega y
absurda, a la que no se le puede dar ningún sentido ni razón. Lo que puede contribuir al
trauma es el silencio. Un niño puede soportar o no el espectáculo de la corrida de toros
ni más ni menos que un adulto. El niño puede aprender y comprender, igual que lo pue-
de hacer un adulto. Puede rápidamente percibir la diferencia entre el hombre y el ani-
mal, y sobre todo entre el animal admirado y temido como el toro y el animal afectuoso
y querido como su perro o su gato. Y la corrida de toros puede ser la ocasión para que
los padres den explicaciones sobre los signos del ritual (hecho al que los niños son es-
pecialmente sensibles), dialoguen con ellos sobre la vida y la muerte, y también ofrez-
can las explicaciones pertinentes sobre el comportamiento animal y el arte humano. La
corrida de toros, por sí misma, no es ni “traumatizante” ni “educativa”. Lo que puede
contribuir a traumatizar a los niños es el miedo de los padres a traumatizarlos. Al con-
trario, es el deseo de los padres de compartir sus alegrías y hacer comprender a los niños
un espectáculo tan singular, lo que puede resultar educativo.
Hasta el momento nos hemos situado en territorio adverso. Hemos respondido a los
ataques de los que afirman que no les gusta la fiesta de los toros –que están en su de-
recho– y de los que, a veces sin saber nada del asunto, pretenden prohibirla o limitar el
acceso a los demás –ya no están en su derecho. Hemos dicho, por tanto, todo lo que la
fiesta de los toros no es. Aún no hemos empezado a decir lo que es. No se trata de un
fenómeno sin raíces históricas y geográficas. Está integrada en una cultura, lo que no
quiere decir que se reduzca a ella. Es creadora de una diversidad de culturas particu-
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lares, lo que no significa que no sea en todos los casos portadora de los mismos valores.
Es también inspiradora de la “alta cultura”, lo que no significa que esté desconectada
de la cultura popular.
[29] “¿Es arcaica la fiesta de los toros?”.
A este respecto, los prejuicios abundan a uno y a otro lado de la barrera que separa a
los aficionados de los antitaurinos. Para éstos, la fiesta de los toros es arcaica, remon-
tándose a una especie de edad bárbara de la humanidad. Para aquellos, la fiesta de los
toros es arcaica, encontrando su legitimidad en las más antiguas y respetables fuentes.
Estas dos utilizaciones de la antigüedad son igualmente ideológicas. En realidad, la
corrida es una invención moderna.
El toreo a pie no va más allá del siglo XVIII; se codifica progresivamente a principios
del siglo XIX y, tal cual lo conocemos hoy, no tiene más de un siglo y medio de exis-
tencia. Es más o menos la época en la que llega a las regiones francesas de Aquitania,
Camarga y Provenza, que conocían los juegos taurinos desde hacía mucho tiempo. La
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historia se opone al prejuicio. Se cree que la muerte pública del toro es lo que es arcaico
y que el aspecto lúdico de las tauromaquias populares es reciente (conforme al actual
prejuicio según el cual el proceso de “civilización” supone la progresiva depuración de
la muerte). Sin embargo, lo cierto es justamente lo contrario: en toda la cuenca medite-
rránea siempre hubo diversos juegos populares con el toro. La codificación de la po-
pular corrida de toros con muerte pública es reciente, como puede comprobarse con un
argumento económico: criar toros “salvajes”, que sólo pueden ser empleados una vez,
presupone un elevado grado de desarrollo económico.
En compensación de lo dicho, lo que está demostrado son los tres hechos siguientes:
La corrida de toros no ha dejado de desarrollarse en España a lo largo de todo el siglo
XX y está más viva que nunca. Como nos recuerda Pedro Córdoba en su excelente li-
bro, de 2009, La corrida (París, ed. Le Cavalier Bleu, col. Idée reçues), en 2008 se cele-
braron en España aproximadamente novecientas corridas de toros formales; cuatro ve-
ces más que un siglo antes; y también (contrariamente a un prejuicio con mucha acep-
tación) cuatro veces más que en 1950. En Francia, la “corrida” no ha dejado de desarrollarse desde su introducción (hacia la
mitad del siglo XIX), y ha conocido un auténtico boom especialmente en estos últimos
veinticinco años. A modo de ejemplo, en el último cuarto de siglo, la asistencia a la plaza de
Nimes se ha duplicado prácticamente, pasando de unos 70.000 espectadores por año a co-
mienzos de los años ochenta a unos 133.000 en 2007. Lo mismo ha ocurrido en el mundo
ganadero: la primera ganadería se fundó en 1859 (H. Yonnet) y durante mucho tiempo fue
la única; en la actualidad, Francia cuenta con 42 ganaderías, distribuidas por el sureste del
país (especialmente en La Camarga) y algunas en el suroeste. La gran mayoría fue fundada
a partir de 1980.
Lo que por otro lado nutre la idea de arcaísmo es el hecho de que la corrida de toros se
ha convertido en uno de los pocos acontecimientos en el que se perpetúan actos que, ha-
ce poco, eran habituales y formaban parte de la vida cotidiana. Cualquier forma de ri-
tualización ha desaparecido prácticamente de nuestras vidas en los últimos treinta años,
sobre todo las que están ligadas a la muerte: no hay cortejos fúnebres en las ciudades,
no se colocan marcas de duelo en las casas, y las personas tampoco llevan ya signos vi-
sibles de luto. La muerte de los animales se ha refugiado en el glacial silencio de mata-
deros industriales; de igual manera, la de los hombres ha emigrado hacia clínicas hiper-
especializadas y asépticas o hacia las antecámaras de la muerte, anónimas y disimula-
das, de las residencias geriátricas. Por otro lado, en una sociedad que hasta hace poco
tiempo tenía raíces y sensibilidades rurales, la muerte regulada y festiva de un animal
doméstico (la del gallo o la del cerdo) era un acto familiar que daba ritmo a la vida or-
dinaria mediante la excepcionalidad de los solemnes actos de comunión colectiva. Todo
eso ha desaparecido de manera brusca.
Por tanto, la perspectiva animalista contemporánea que considera estos fenómenos co-
mo arcaicos no se equivoca del todo. Pero con una matización: lo que desde esa sensi-
bilidad se considera arcaico no se remonta de ninguna manera a la noche de los tiempos
sino, como mucho, a una o dos generaciones. Lo que ignora esa sensibilidad es que ella
misma es el fruto muy reciente e hipermoderno de una pérdida de contacto con los ani-
males de verdad y con la naturaleza real. Los animales que imagina son todos buenos
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como los animales de apartamento, o todos son víctimas, como los cerdos criados en ba-
terías que a veces vemos por la televisión: ambos tipos de animales son el resultado de
una ideología urbana reciente. Hay un nexo de unión evidente entre estos tres hechos. Justamente porque nuestra época
ha perdido poco a poco el sentido de los ritos, de la muerte, de la naturaleza, de la ani-
malidad, es por lo que necesita volver a encontrar al mismo tiempo la realidad, la imagen y
el símbolo en la corrida. ¡De ahí su modernidad!
[30] La fiesta de los toros no está ligada al franquismo.
Como toda gran creación cultural, la tauromaquia es políticamente neutra Hay un hon-
do prejuicio, puramente español, que identifica las corridas de toros con el franquismo.
Esta consideración no resiste ni el análisis ni el peso de los hechos. ¿Los hechos? Por
supuesto, las corridas de toros existían con anterioridad al franquismo y se han desarro-
llado perfectamente después. Cosa distinta es que el régimen haya sabido utilizar y
manejar en beneficio propio los fenómenos más espectaculares de la pasión taurina –lo
trágico de Manolete y lo desenfadado de El Cordobés, las dos caras de la popular fiesta
de los toros. Esto es sin duda lo que hacen todas las dictaduras. Así, Salazar se esforzó
en recuperar el fado portugués y atraer hacia sí el icono popular que fue la genial Ama-
lia Rodrigues. Por eso el fado conservó durante algún tiempo después de la “revolución
de los claveles” cierta imagen fascista cuando sin embargo nunca dejó de ser la expre-
sión más profunda del alma popular lisboeta. También el régimen militar brasileño in-
tentó recuperar para su favor la pasión futbolística del pueblo brasileño y la victoria de
la Seleçäo en 1970. Todo esto nada tiene que ver con el fútbol, la música o los toros.
Recordemos, porque la gente olvida, que hubo aficionados tanto en el bando antifran-
quista (pensemos en Lorca, Bergamín o Picasso) como en el bando franquista. En
Francia, la fiesta desata pasiones entre personas de izquierdas (por ejemplo, los escri-
tores Georges Bataille o Michel Leiris) como de derechas (por ejemplo, Henry de Mon-
therland o Jean Cau); y al contrario de lo que ocurre en España, los medios de comuni-
cación meridionales apoyan la tauromaquia independientemente de cualquier considera-
ción ideológica. En la España actual, el hecho de que los partidos de derechas favorecen con más facilidad
la fiesta de los toros que los de izquierdas, tiene que ver con los enfrentamientos entre pos-
turas nacionalistas y planteamientos centralistas-constitucionalistas.
[31] La fiesta de los toros transmite valores universales, no los de la España de la
leyenda negra.
Para algunos la fiesta de los toros no está asociada al franquismo sino, más general o
genéricamente a la leyenda negra de España o sobre España, encontrándose en esta
leyenda un totum revolutum: la expulsión de los judíos cuando los Reyes Católicos, la
Inquisición, la exterminación de los indios americanos, el oscurantismo, la Iglesia, etc.
Algunos hispanistas han mostrado cómo esa leyenda, montada pieza a pieza, ha podido
contribuir a un cierto culpabilizar a las élites españolas. Ésta es una de las fuentes del
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sentimiento antitaurino de algunos intelectuales contemporáneos, que asocian las corri-
das de toros con la representación que tienen de la imagen que los extranjeros de su país
y de su cultura se hacen de ellas. Por eso quieren romper con esa representación que es-
timan trasnochada, folclórica y sobre todo nefasta.
De otro lado, la fiesta de los toros no puede ser separada de su marco histórico y geo-
gráfico. Marco que es al mismo tiempo más estrecho (ya hemos escrito que está ligada a
la modernidad, argumento [29]) y más ancho que la supuesta España negra. Su raíz es
fundamentalmente la de las culturas mediterráneas.
Entre los orígenes lejanos de la tauromaquia moderna, se citan los grandes mitos de la
antigüedad (la leyenda de Hércules o el mítico triunfo de Teseo) y la religión romana
del dios taurino Mitra. Como todas las grandes creaciones culturales donde se mezclan
elementos populares y cultos, el arte taurino está al mismo tiempo ligado a una civil-
zación particular y expresa valores universales: la fiesta, el juego, el valor, el sacrificio,
la belleza, la grandeza...
De esta manera, la tragedia griega depende de su lugar de nacimiento, la Atenas clá-
sica, y al mismo tiempo vehicula emociones y pensamientos en los que todos los seres
humanos pueden reconocerse, independientemente de la época: la fatalidad, la pasión
que corroe, las coincidencias funestas, los conflictos del deseo y de la sociedad... Sería
tan absurdo reducir la fiesta de los toros a la mal llamada España negra como reducir la
tragedia griega al antiguo esclavismo. La moderna corrida de toros ha conquistado el
mundo a pesar de haber nacido en algunas regiones de España (Castilla, Navarra, Anda-
lucía). Y todas las poblaciones que adoptaron este ritual y sus valores los integraron en
sus culturas y sus tradiciones particulares porque reconocieron en ellos una parte de su
propia humanidad. Así ha pasado con el pueblo vasco, catalán, valenciano, extremeño,
gallego, portugués, y con los de la Provence, del Languedoc, de la Aquitaine, y por su-
puesto las poblaciones mexicanas, colombianas, ecuatorianas, venezolanas, peruanas,
que mantienen viva la fiesta, incluso cuando algunos quieran renegar de esta parte de
ellos mismos.
[32] La tradición ha forjado una cultura taurina.
Algunos defensores de las corridas lo hacen arguyendo que éstas deben su legitimidad
a la tradición. Y ante eso los antitaurinos lo tienen fácil, para responder que la tradición
no es un argumento y que la mayor parte de los grandes progresos de la civilización se
han hecho contra costumbres bien arraigadas, y por tanto supuestamente legitimadas por
la tradición. Enumeran con razón la esclavitud, la sumisión de las mujeres, la pena de
muerte, etc. No es menos cierto que hoy continúan existiendo tradiciones absolutamente
detestables como el suicidio de las viudas en India o la ablación de niñas y jóvenes de
acuerdo con determinados ritos religiosos.
Sin embargo, en Francia, una prudente ley (la del 24 de abril de 1951, transcrita tam-
bién como uno de los supuestos del artículo 521.1 del Código Penal) declara las corridas
de toros lícitas “cuando existe una tradición local ininterrumpida”. ¿Quiere esto decir
que la tradición es el motivo de la licitud? De ninguna manera. Lo único que hace la ley
es definir su extensión. El matiz es importante. Las corridas de toros son autorizadas no
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porque hay tradición, sino allí donde hay. La tradición tiene como efecto forjar una
cultura local y una determinada sensibilidad. Es justamente esto lo que confirma una
sentencia de la Cour d’Appel d’Agen del 10 de enero de 1996: “la tradición local es
una tradición que existe en un entorno demográfico determinado, por una cultura co-
mún, las mismas costumbres, las mismas aspiraciones y afinidades…, una misma ma-
nera de sentir las cosas y entusiasmarse por ellas, el mismo sistema de representa-
ciones colectivas, las mismas mentalidades”.
Éstos son los frutos de la cultura taurina, allí donde existe tradición. Coexistir con dis-
cursos taurinos, vivir próximo a los toros, relacionarse desde niño con este magnífico y
fiero animal, y tener admiración hacia el toro y su bravura, son elementos que han for-
jado la sensibilidad necesaria para la percepción de este singular espectáculo. De esta
forma, lo que sería visto como un acto de crueldad en Londres, Boston, Estocolmo o Es-
trasburgo se comprende, se vive y se entiende en Dax, Béziers, Bilbao, Barcelona, Má-
laga o Madrid como un acto de respeto inseparable de una identidad.
[33] Fiesta de los toros y defensa de la diversidad cultural.
La fiesta de los toros es efectivamente inseparable de las identidades que ha forjado y
éstas recíprocamente se han construido gracias a ella. No es posible imaginar las ferias
de Nimes o de Vic-Fezensac, de Pamplona o de Valencia, de Jerez en Andalucía o de
Céret en Catalunya francesa, sin el toro en la plaza, ni en las calles, ni en los carteles, ni
en las exposiciones, ni en las librerías, ni en toda la fiesta, etc. En una época en la que se
defiende la diversidad cultural, en la que se pretende resistir a la mundialización de la
cultura, en la que se lucha contra la uniformización de los valores y de las costumbres,
en la que se denuncia la omnipotencia de la dominante y avasalladora civilización an-
glosajona... ¿no hay que defender las identidades culturales locales, regionales, minori-
tarias? ¿No hay que defender, ahora más que nunca, los “pueblos del toro”?
[34] Unidad de cultura, diversidad de interpretaciones.
Como toda gran creación humana, la fiesta de los toros expresa valores universales (ver
argumento [31]). Como toda cultura popular, es inseparable de la identidad de los pueblos
que la han inventado o adoptado (ver argumentos [32] y [33]). Pero como toda cultura que
es a la vez local y universal, la fiesta de los toros se vive, se siente, se expresa diferente-
mente según las ciudades, regiones o países que la han hecho suya. Lo destacable es que la
misma fiesta de los toros, que se desarrolla en la actualidad exactamente de la misma ma-
nera en Sevilla, México, Pamplona, Madrid, Bayona, Arles o Cali, no es, de ningún modo,
interpretada de la misma manera en esas diferentes ciudades.
En ocasiones se vive como una desinhibida fiesta dionisíaca, en otras como una cere-
monia apolínea, en algunos casos como un ritual receloso y circunspecto. La lidia a ve-
ces es vista como un juego de quiebros y fintas, a veces como un arte plástico, a veces
como una tragedia al anochecer. Las faenas a veces son sentidas como la expresión de la
animalidad salvaje y otras veces como la de la humanidad más educada. Todas estas in-
terpretaciones de la fiesta de los toros, y muchas más, son posibles, dependiendo de la
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idiosincrasia de cada pueblo, y hasta de cada persona. Basta con examinar los dos extre-
mos geográficos de España, el País Vasco y Andalucía, para comprender cómo cada
uno de ellos traduce en su propia sensibilidad la universal fiesta de los toros (de la mis-
ma manera que se representa hoy a Sófocles en japonés o en alemán). En el Norte de
España, les gustan los toros duros y fuertes y los toreros guerreros que aceptan sus desa-
fíos. En esos ruedos se admira la audacia, la dominación y la demostración del poder.
La corrida de toros es vista como un rito festivo y como un arte marcial. Sin embargo,
en el Sur, prefieren los toreros artistas y los toros que se prestan a ese juego. En esos
ruedos se admira la elegancia, la gracia profunda y la armonía sensual. La corrida de
toros es una de las bellas artes, algo entre la tragedia y la escultura. En Francia, sólo el
Sur es taurino y el contraste está entre el Oeste y el Este.
Cada pueblo dispone de multitud de maneras para adaptar y traducir a su propio voca-
bulario cultural el mensaje universal de la fiesta de los toros.
[35] La cultura taurina y la “alta cultura”.
Todo lo expuesto inscribe la fiesta de los toros dentro de las grandes manifestaciones
de la cultura popular (argumentos [29] a [34]). Con la variedad innumerable de tauro-
maquias que los pueblos taurinos han inventado, en su territorio, ocurre lo mismo. Pero
lo que le diferencia a la fiesta de los toros de una simple manifestación folclórica es ha-
ber sido adoptada y convertida en objeto de reflexión de la cultura “culta”. La univer-
salidad de la fiesta de los toros no es solamente la de los valores que transmite (ver
argumento [31]) sino también la de los mundos artísticos y cultos donde ha sido acogida
y la de las obras que ha producido en las demás artes. ¿Pintura? Sólo hay que citar los
nombres de Francisco de Goya, Eugène Delacroix, Gustave Doré, Édouard Manet,
Claude Monet, Ignacio Zuloaga, Ramón Casas, Pablo Picasso, André Masson, Salvador
Dalí, Joan Miró, Francis Bacon y, en la actualidad, los de Soulages, Alechinsky, Botero,
Arroyo, Chambás, Barceló, Combas, entre otros muchos... Refiriéndonos a escritores,
podemos mencionar a Luis de Góngora, Nicolás Fernández de Moratín, Prosper Mé-
rimée, Théophile Gauthier, Gertrude Stein, Manuel Machado, Jean Cocteau, José Ver-
gamín, Henry de Montherlant, George Bataille, Federico García Lorca, Ernest Heming-
way, Michel Leiris, Miguel Hernández, Camilo José Cela...; y hoy, Carlos Fuentes,
Mario Vargas Llosa, Florence Delay, etc. A esta lista habría que añadir la poesía de Fer-
nando Villalón, de Gerardo Diego, de Rafael Alberti, de René Char, de Yves Charnet,
entre otros muchos. Sin olvidar las músicas de George Bizet, de Isaac Albéniz, de Joa-
quín Turina, las esculturas de Benlliure, y, en las artes del siglo XX, dentro de la foto-
grafía, la obra de Lucien Clergue, en el jazz las composiciones de John Coltrane y de
Eric Dolphy, en el ámbito de la alta costura las creaciones de Christian Lacroix y de
Jean-Paul Gaultier, y en el cine las películas de Henry King, de Rouben Mamoulian, de
Sergei M. Eisenstein, de Abel Gance, de Budd Boetticher, de Luis Buñuel, de Pedro Al-
modóvar, etc. ¿Cómo explicar que una tradición tan particular, y aparentemente tan li-
mitada histórica y geográficamente, haya podido inspirar las obras de artistas pertene-
cientes a modos de expresión, nacionalidades, horizontes y estilos tan diversos, si no
fuera porque la fiesta de los toros encierra en sí misma tantos tesoros de expresión ar-
~ 80 ~
tística (ver argumentos [39] a [43]) y tantos valores humanistas (ver argumentos [36] a
[38])?
[36] Comprender la animalidad.
Hoy por hoy, no tenemos nada más que relaciones con animales de compañía, “huma-
nizados” por nuestra permanente convivencia con ellos. En el ruedo vernos al animal,
en toda su naturalidad, o, mejor dicho, a un animal singular, y aprendemos a compren-
derle y a pensar con él. Ése es uno de los esenciales placeres del aficionado. Es también
la primera sorpresa del profano cuando escucha los comentarios de los iniciados. Ha-
blan del toro, de su tipo, de su comportamiento e intentan descifrar su carácter singular,
anticipar sus acciones y comprender sus reacciones: “¿Por qué acomete aquí y no allí?
¿Por qué a determinada distancia y no a otra? ¿Por qué en este terreno y no en aquél?
¿Por qué repite sus embestidas? ¿Por qué mide sus arrancadas? ¿Se percatará de la
presencia del hombre tras el engaño?”. Aprender a ver los toros en general y a com-
prender a un toro en particular es una fuente de educación, de “etología” para los niños.
Finalmente, es la condición indispensable para apreciar el trabajo del torero: ver lo que
él comprende, apreciar cómo se adapta a su adversario, juzgar si le entiende o no y ad-
mirar que le haya entendido mejor que nosotros. ¡Estamos lejísimos de gozos perversos!
[37] Admirar las virtudes intelectuales del torero.
Torear no es sólo atreverse a ponerse delante de un animal que podría (y “querría”)
matar. Torear es demostrar una forma muy peculiar de inteligencia (los griegos habrían
dicho “astucia”). Consiste en presentar el propio cuerpo a una fiera peligrosa de forma
que lo pueda coger, desviando su acometida con un engaño de trapo. Una finta hecha de
audacia y astucia. Torear consiste sobre todo en enlazar una serie de quiebros que nece-
sitan un conocimiento del toro, una penetración intuitiva de sus acciones y sus reaccio-
nes, una inteligencia estratégica de la lidia adaptada a cada toro y un sentido táctico de
los gestos necesarios en cada fase de la lidia. La finalidad de todos esos actos, que cul-
minan con la muerte, gesto de suprema maestría, es la dominación del hombre sobre el
animal: se trata de forzar al toro a actuar contra su propia naturaleza, es decir obligarlo a
acometer dónde, cuándo y cómo el hombre ha decidido, cumpliendo con la gratuidad
del juego y la seducción del engaño. De todo ello resulta una faena que viene a ser como
una acción domesticadora concentrada en unos pocos minutos.
No hay placer taurino sin esa admiración por la inteligencia del torero. Y la fiesta de
los toros no tendría sentido sin esas virtudes de la inteligencia humana que ganan a las
fuerzas de la naturaleza. Ésta es la lección constante y universal de todo humanismo.
[38] Admirar las virtudes morales del torero.
Torear no es sólo arriesgar su cuerpo o ejercer su inteligencia. Es también demostrar
virtudes morales que se deducen del acto taurómaco. Es ilustrar cinco o seis grandes vir-
tudes intemporales. El toreo no es solamente una técnica, ni un arte, sino también una
~ 81 ~
suerte de “arte de vivir” que requiere que se actúe siempre respetando algunos de los
grandes principios morales.
Para ser torero, o mejor, para merecer ese título:
Hay que combatir a un animal naturalmente peligroso, lo que exige valor y san-
gre fría.
Hay que afrontarlo en público, sin perderle la cara, lo que exige caballerosidad y
dignidad.
Hay que dominarlo, lo que exige antes que nada el dominio de sí mismo, del
cuerpo, de las reacciones instintivas y de las emociones incontroladas.
Hay que matar, también, a ese adversario, lo que sólo se justifica si, para ha-
cerlo, se pone la propia vida en juego (ver argumento [3]): esto supone lealtad
para con el adversario y total sinceridad en relación con su propio compromiso
físico y moral.
Finalmente hay que saber ser solidario con los compañeros ante el peligro, lo
que exige, una vez más, sacrificio de su propia persona, aún a riesgo de su vida.
¿No es el Torero con mayúsculas un auténtico ejemplo de lo que querríamos poder ha-
cer y un verdadero modelo de lo que nos gustaría poder ser?
[39] Diversidad cultural e imperativos universales de la humanidad.
Hemos expuesto cómo defender la fiesta de los toros era resistir a la globalización
(ver argumento [33]). Pero defender la diversidad cultural no significa defender cual-
quier práctica cultural. No todas son obligatoriamente “buenas” o defendibles. Algunas
chocan con prohibiciones o tabúes absolutos. Son aquellas que transgreden lo que puede
ser resumido en la idea de “derechos humanos”. Condenar a la esclavitud a un hombre
o una mujer; no reconocer a una persona como tal; tratar a un ser humano como un me-
dio para satisfacer cualquier necesidad; rechazar los principios de reciprocidad y justi-
cia; violar los principios de libertad, igualdad y dignidad de los seres humanos... son
acciones que nada tienen que ver con la diversidad cultural ni tampoco con la placentera
relatividad de las costumbres. Son pura y simplemente barbarie. Por definición, estos
principios universales no pueden aplicarse a los animales, ya que suponen el reconoci-
miento del otro como un igual, es decir imponen la reciprocidad sin la cual no habría
justicia. Si el hombre hubiera tenido, o tuviera, que aplicar a los animales los principios
que debe aplicar al hombre, no habría habido domesticación, ni ganadería, ni agricultu-
ra, ni, en definitiva, civilización propiamente humana. Esto no significa que podamos
hacer lo que queramos o nos venga en gana con los animales, ni que no tengamos debe-
res hacia ellos (ver argumento [24]). Significa que no podemos confundir esos deberes
con los que tenemos hacia los humanos, ni los principios del humanismo con los del
~ 82 ~
animalismo. El animalismo no es una extensión de los valores humanistas. Es su nega-
ción.
LA FIESTA DE LOS TOROS ES CREADORA
DE INESTIMABLES VALORES ESTÉTICOS
Sin embargo, la fiesta de los toros no sería nada si se quedara ahí. Sería sólo defendi-
ble pero no admirable. Si tantos artistas han visto en el toreo un arte que podía ser tra-
ducido a su forma de expresión, si la fiesta de los toros procura a los que la aman tan in-
comparables placeres, si hay que preservarla como una fuente de valores estéticos que
no debe perderse, es porque el toreo es un arte raro, que entronca posiblemente con el
origen mismo del arte: dar forma humana a una materia natural.
[40] La sublime grandeza del espectáculo.
Entre en una plaza de toros llena un día clave. Nunca antes ha asistido a una corrida.
No está ni a favor ni en contra. Solamente quiere ver. Le horroriza la violencia y no le
gusta para nada la sangre. A pesar de todo es posible que la grandeza del espectáculo le
conquiste poco a poco. Si es así, déjese arrastrar por sus sensaciones: la solemnidad del
ritual, la ligereza de la música, el destello inesperado de los trajes, el poder de la fiera
que ataca en todas direcciones, la coreografía tan regulada como imprevisible de las
cuadrillas, el capote que gira, el impresionante choque del toro con el caballo de picar
(la suerte que más inspiró a Picasso), las banderillas que revolotean, la increíble sereni-
dad del hombre durante el duelo, las audaces y deslumbrantes figuras de su danza con el
animal, la muerte en el recogido silencio de la multitud... ¿Ya ha visto usted algo pare-
cido? ¿Ha visto algo que le deje atónito hasta ese punto? ¿Ha visto alguna cosa que pue-
da así trastornar y hacer naufragar sus sentidos? Este espectáculo incomparable, único,
tan potente como singular, esta fiesta total de la grandeza y de la desmesura recibe el
nombre de lo sublime. Usted quizás vuelva. O quizás no. Pero seguro que está de acuer-
do en afirmar: sólo las corridas de toros pueden procurarnos hoy emociones como éstas.
[41] La creación de lo bello.
Todo eso no constituye sólo las primeras sensaciones del profano, sensaciones que el
aficionado sólo reencuentra en las grandes ocasiones. Pero, día a día, el arte del toreo
consiste en algo completamente diferente: simplemente crear belleza. La belleza del to-
reo es la más clásica: supone elegancia, armonía de movimientos, perfección de formas,
equilibrio de volúmenes. El toreo crea formas, obras humanas a partir del caos, es decir
la acometida natural de un toro. Inmóvil pone, con un solo gesto, orden donde no había
más que desorden y movimiento. Dibuja curvas poéticas donde el animal naturalmente
sólo produce líneas rectas (para coger, para matar). Intenta, como los más clásicos pin-
tores, producir el máximo efecto sobre su materia prima (la acometida del toro) con las
mínimas causas, es decir en el menor espacio, tiempo y movimiento.
~ 83 ~
Claro que no sólo existe la corrida de toros para crear belleza. Pero sólo la corrida de
toros puede crear esta belleza a partir de su contrario, el miedo a morir.
[42] Un arte original, entre el clasicismo y la modernidad.
El arte del toreo es original. Tiene algo de música (armonía de los acontecimientos
consonantes), algo de las artes plásticas (equilibrio de líneas y de volúmenes en tensión
opuesta), algo de las artes dramáticas (alianza del azar y de la necesidad).
El toreo tiene al mismo tiempo algo de clásico y algo de contemporáneo. La mayoría
de las artes cultas han abandonado hace tiempo la creación de belleza, valor estético que
se juzga desfasado. Desde este punto de vista, el toreo es un arte extremadamente clási-
co. La mayoría de las artes cultas han abandonado la representación, para transformarse
en artes de la actuación única y de la presentación directa (ver el happening, el body-
art, el ready-made, la instalación, la intervención, etc.). Desde este punto de vista, el to-
reo es un arte completamente contemporáneo: presentación bruta del cuerpo, de la heri-
da, de la muerte.
El toreo tiene al mismo tiempo algo de las artes cultas y de las artes populares. Da a
los profanos las más inmediatas emociones y a los cultos las más refinadas conmocio-
nes, que corresponden a las artes más “estéticamente correctas”. Y da a todos, a la par
que la tensión permanente debida al riesgo de muerte, el alivio transfigurado debido a la
belleza.
[43] Lo trágico.
Y a todas las artes, el toreo les añade la dimensión que ninguna otra arte podrá nunca
dar: la dimensión de la realidad. Todo está representado, como en el teatro, y sin em-
bargo, todo es verdad, como en la vida. Puesto que el juego es a vida y a muerte. Orson
Welles dijo: “¡el torero es un actor al que le suceden cosas de verdad!”. La corrida de
toros es un drama trágico al que le toca presentar sin ambages la herida y la muerte. Y
decir y afirmar esta verdad: sí, es innegable, morimos.
¿Es esta verdad la que rechaza nuestra época, la cual sólo ama la naturaleza aséptica, y
sólo acepta la realidad a condición de que esté desinfectada, y que afirma amar la juven-
tud siempre que sea eterna?
[44] La fiesta, comunidad espiritual.
Sin embargo, las corridas de toros son, y quizás por encima de todo, una fiesta. Los
festejos taurinos siempre han ido de la mano de períodos de ruptura con la vida coti-
diana, es decir de los momentos de conmemoración en los que una comunidad se en-
cuentra y se recrea. Nuestra época, más que cualquier otra, tiene necesidad de fiestas,
porque nuestra modernidad es cada vez más individualista, circunscrita al hogar, a lo
privado y a lo íntimo. Mientras que la fiesta es la calle, lo de afuera, lo público. Quizás
es por eso por lo que las corridas de toros dominicales han ido siendo paulatinamente
reemplazadas por las ferias. No hay corrida de toros sin fiesta, pero para los pueblos
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taurinos no hay fiesta posible sin toros. Porque, ¿hay alguna imagen más bella de la co-
munidad que el mismo ruedo, redondo, circular, donde todo el mundo ve todo, donde
todo es visto desde todos los lados y donde, sobre todo, toda la comunidad se ve a sí
misma, comulgando de un mismo espectáculo, de una misma ceremonia, y siguiendo un
mismo ritmo de olés, con el sentimiento de vivir juntos un acontecimiento único?
Este es el poder de la fiesta de los toros, bien conocido por los alcaldes de las ciudades
taurinas, atentos a la vida de su comunidad. Saben que no se hace la misma fiesta en las
bodegas de Mont-de-Marsan que en el “Real de la feria” de Sevilla, que no se canta
igual en las Fallas de Valencia como se corre en Pamplona, que no se baila igual en Ni-
mes que en Granada, que sin toros durante el día no se haría, por la noche, fiesta con el
mismo ánimo. Porque lo que hemos vivido durante el día, todos juntos, es el triunfo de
la vida sobre la muerte.
LOS PELIGROS DEL ANIMALISMO
Hemos intentado responder a los detractores de la fiesta de los toros. Hemos intentado
decir también, en pocas palabras, lo que son las corridas de toros y los valores de los
que son portadoras. En este momento, hay que intentar esbozar las razones que convier-
ten en peligroso el movimiento antitaurino. En sí mismo sólo lo es para la fiesta de los
toros; pero el movimiento más general del que es su manifestación y los valores que lo
inspiran amenazan mucho más allá que a la fiesta de los toros.
Después de todo, puede usted pensar que si mañana, o en diez años, las corridas de
toros se prohíben en los lugares donde hoy existen, ¡asunto zanjado! Los aficionados se
recuperarán y las pasiones humanas ya encontrarán otro propósito del que ocuparse.
Quizá. Hoy la amenaza se cierne sobre la fiesta de los toros ¿qué es lo que amenazará
mañana?
[45] Humanismo o animalismo.
Ya hemos dicho que no hay que confundir al hombre y al animal (argumentos [5] y
[23]) ni los principios del humanismo con los del animalismo (argumento [39]). Ahora
bien, la ideología que se extiende y de la que el movimiento antitaurino es portador
consiste en poner en el mismo plano animales y hombres: “¿No somos nosotros tam-
bién animales? ¿No tenemos que tratar a los animales como tratamos a los hombres?”.
La intención parece loable: porque ¿no es una manera de extender a los demás seres vi-
vos la compasión, la simpatía, y por tanto, la moralidad que nos liga a los hombres?
Mera apariencia. Porque, intentando alzar a los animales hasta el nivel en el que debe-
mos tratar a los hombres, necesariamente rebajamos a los hombres al nivel en el que tra-
tamos a los animales. ¿Qué quedaría de los valores de justicia, equidad, generosidad y
fraternidad? ¿Qué sería de los valores de la convivencia, si reducimos la comunidad hu-
mana a esa otra, infinitamente más vaga y menos exigente, que nos liga a los animales,
sea cual sea la afección que tengamos para con algunos o el respeto que debemos a to-
dos?
~ 85 ~
[46] ¿Hasta dónde irá la “liberación animal”?
La modernidad ha conllevado una incontestable degradación de las condiciones de
cría de algunos animales destinados al consumo humano (especialmente cerdos, terneras
y pollos) considerándolos puras mercancías. La toma de conciencia de ese fenómeno ha
acabado por conmover de manera perfectamente legítima a las poblaciones occidenta-
les, las cuales –por otra parte– no tienen una idea clara del precio que tendrían que pa-
gar por un eventual retorno a una cría más extensiva o más respetuosa con las condicio-
nes de vida de las bestias.
A la misma vez, las mentalidades cambian: el crecimiento de la urbanización ha hecho
perder a los habitantes de las sociedades industriales cualquier contacto con la naturale-
za salvaje. Las personas han olvidado la ancestral lucha contra las especies dañinas
(pensemos en los lobos que diezmaban rebaños o las ratas transmisoras de la peste) e
ignoran la que continúan librando otros hombres en otros lugares (las langostas que des-
trozan las cosechas africanas, o incluso los perros asilvestrados que infestan multitud de
ciudades del tercer mundo). El animal ha dejado de ser, en el imaginario occidental con-
temporáneo, lo que era en el imaginario clásico: de bestia terrorífica o animal de labor a
víctima o mascota. De ahí la elaboración del mito por la civilización industrial: el de
una “naturaleza” pacificada (paraíso perdido donde los animales son libres) y el del
Hombre, con mayúscula, representando el Mal, verdugo del Animal con mayúscula,
víctima inocente. Esto permite poner a todos los animales en el mismo saco: el gato y el
ratón, el lobo y la oveja, el perro y la pulga, el toro de lidia y el animal de compañía.
Este fantasma alimenta los ideales de la “liberación animal”.
Se comprende entonces por qué la ideología animalista elige como blanco la fiesta de
los toros. No es porque sea más “cruel” objetivamente que todas las formas de explota-
ción animal (se sabe perfectamente que no), ni porque contraríe más la naturaleza de los
animales que las demás formas conocidas de domesticación (hemos visto que no), sino
porque contradice la imagen aséptica y edulcorada que se tiene actualmente del mundo
animal (¿una bestia que combate y puede matar? ¡Inimaginable!) y que parece ser la
imagen de la relación del Hombre con su Víctima. ¡Y puesto que habría que “liberar” a
todas las víctimas, es por lo que se debe comenzar por esos pobres toros de lidia! Toca-
mos de nuevo con lo irracional.
Y mañana, ¿cuál será la nueva imagen de víctima animal que ya no podrán soportar?
¿Habría que “liberar” todos los animales que el hombre ha domesticado desde hace
11.000 años tal y como lo reclaman ya hoy los teóricos radicales del animalismo en Es-
tados Unidos? ¿Habrá que soltar los cerrojos para liberar a los conejos, y que se apañen
Australia y su ecosistema que estuvieron a punto de perecer bajo el peso de su invasión?
¿Habrá que liberar a los visones, como recientemente se ha hecho en Dordogne, sin
preocuparse de la catástrofe ecológica que provocaron? ¿Habrá que liberar a las ovejas
del hombre y liberar también a los lobos sin preocuparnos de las ovejas, y liberar tam-
bién a los osos sin preocuparnos de los agricultores de los Pirineos y sus rebaños (y que
ellos también puedan liberarse de los osos, si les apetece)? ¿Hasta dónde nos llevará es-
ta locura “liberacionista”? Hasta el punto de que, tomando conciencia de que la mayor
parte de las variedades, razas y especies animales (como el toro de lidia) sólo deben su
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supervivencia a la relación con el hombre, y que, una vez “liberadas”, no podrían vol-
ver al estado salvaje sin ser inmediatamente condenadas a muerte, habríamos de tomar,
como única medida “liberatoria” eficaz, la castración y esterilización de todos los ani-
males domésticos de la tierra que nos aseguraría que jamás habrá animales sometidos a
los hombres. Es esto lo que preconiza el pensador americano Gary Francione, que se
atreve a llevar la lógica de la “liberación animal” hasta este punto. ¿Es absurdo? Es,
cuanto menos, insensato. Sin embargo es absolutamente coherente. De hecho es el único
tipo de medida que se deduce racionalmente del principio mismo de la “liberación ani-
mal”, eslogan tan ingenuo como irresponsable.
[47] Peligros de una moral prohibicionista.
Hoy la fiesta de los toros. Y mañana ¿contra qué la tomarán? ¿Qué inocente placer se-
rá descrito como perverso? ¿La caza deportiva, la pesca con caña? Eso ya está. ¿Y en-
tonces? La producción de foiegras ya está prohibida en varios países. El Parlamento ca-
liforniano votó incluso en el 2004 una ley prohibiendo su comercialización. ¿Y maña-
na? ¿Habría primero que “desaconsejar vivamente” el consumo de carne y de pescado
(por razones supuestamente morales, se entiende) para después autorizar su consumo
sólo bajo ciertas condiciones, para finalmente decidir prohibirlo? Y pasado mañana,
¿“desaconsejar” la leche, el cuero, la lana… porque suponen explotación animal? ¿Y
por qué no la miel? ¿O la seda producida gracias a la invención por parte de los chinos
de una mariposa, el Bombyx mori? ¿Hasta dónde irá la obsesión de nuestro “Bien” y la
locura prohibicionista?
[48] Animalismo e imperialismo cultural.
Se escuchan voces de algunos políticos de Cataluña, lugar hasta hace poco taurina-
mente brillante, declararse hoy antitaurinos en nombre de la resistencia de la catalanidad
frente al centralismo español. También sabemos que, simétricamente, algunos aficiona-
dos de la Cataluña francesa se reafirman como radicalmente taurinos en nombre de esa
misma resistencia de la catalanidad ante el centralismo francés. (En Céret se toca “Els
Segadors” himno nacional catalán, antes de la salida del primer toro). También sabe-
mos que todo nacionalismo debe reinventar permanentemente su pasado y construirse
un enemigo todopoderoso frente al cual debe presentar su propia “nación” como vícti-
ma. En esto no hay nada nuevo. Lo que es nuevo, y que sería casi cómico si la corrida
de toros no fuera mañana la víctima, es que esta resistencia al supuesto imperialismo
más cercano (el español) se hace en nombre de los valores, los principios y las normas
del imperialismo cultural más potente (ver argumento [33]), el imperialismo cultural
anglosajón y sus principios animalistas, que tienen fuentes históricas, ideológicas e in-
cluso religiosas propias, y que están en las antípodas de las tradiciones culturales, ideo-
lógicas y religiosas de los pueblos mediterráneos.
El sentido de la fiesta en la calle, la ritualización de la muerte, y la estilización en-
fática de lo trágico, elementos constitutivos de la fiesta de los toros, están en el funda-
mento de todas las culturas mediterráneas. Y estas costumbres están muy alejadas de las
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tradiciones de los países anglosajones y de las culturas de tradición protestante de las
que se alimenta hoy toda la moral animalista. Pretendiendo zafarse de la dominación de
un hermano ¿no caen algunos movimientos antitaurinos bajo la influencia de un primo
mucho más lejano?
[49] ¿Y la historia?
Muchos adversarios de la tauromaquia (e incluso algunos aficionados) están persuadi-
dos de que, como la fiesta de los toros es “arcaica” (argumento [29]), tiende inevitable-
mente a desaparecer, condenada por la historia. (Pero si los antitaurinos están tan per-
suadidos que desaparecerá por sí misma ¿por qué se empeñan en prohibirla?). Sin em-
bargo, la historia nunca está escrita y siempre reserva sorpresas. En el pasado, las corri-
das de toros ya estuvieron varias veces prohibidas, y por razones morales mucho más
potentes que las esgrimidas en la actualidad. Se trataba por ejemplo del respeto que todo
creyente debe a su vida, o del cuidado que debe dedicar a su propia salud en lugar de a
fútiles divertimentos, demasiado aduladores de la vanidad humana. Se censuraba tam-
bién la perversidad de los espectáculos en general, la promiscuidad de los sexos en los
tendidos de las plazas, y otras cosas mucho más enérgicamente reprobadas por la moral
pública de la época que los supuestos maltratos a los animales de hoy en día.
¿Se sabe –por ejemplo– que las corridas de toros fueron prohibidas en 1804 en España
por el rey Carlos IV, y que fueron restablecidas en 1808 por el “ocupante francés” José
Bonaparte? Desde hace dos siglos, la fiesta de los toros se ha adaptado a todos los cam-
bios de regímenes, de ideologías, de costumbres y de sensibilidades. Tiene aún por de-
lante un prometedor futuro, aunque no fuera nada más que por dos razones, extremada-
mente tranquilizadoras: primero, cuando está amenazada en una región, se fortalece en
otra (en Francia por ejemplo, la afición es cada vez más numerosa y educada, ver argu-
mento [29]); segundo, hoy es cada vez más atacada desde el exterior (y lo seguirá sien-
do por la fuerza de la globalización), pero se comporta muy bien en el interior, lo que
hace que viva uno de los períodos más brillantes de su historia reciente.
Tomemos un ejemplo: en los años 70 se declaraba que el flamenco estaba moribundo,
y debía ser tirado a las papeleras de la historia, al cajón del olvido de un folclore ca-
duco, por su compromiso con el “fascismo”; condenado al desuso o a la aniquilación
por la música pop, las diversas fusiones y todo lo que aún no se llamaba la “globaliza-
ción”. Le pasaba lo mismo al fado, en Portugal, ya lo hemos explicado (argumento
[30]). Entonces, llegó una nueva generación de cantaores, sinceros y capaces, que qui-
sieron reencontrar las raíces puras de su arte y el flamenco conoció un fenómeno de re-
vival y vivió una de las más bellas páginas de su historia.
Volvamos a la fiesta de los toros. Se declaró en los años 60 que las corridas de toros
no sobrevivirían a la victoria sobre la miseria y que habría que ser un muerto de hambre
para tirarse entre los pitones de un toro. Las predicciones históricas eran falsas. Las ge-
neraciones de toreros de las tres décadas siguientes fueron en general de una buena con-
dición socio-económica y cultural y estaban animados sólo por la pasión taurina. Ésta
no muere fácilmente. Hoy, que vivimos en sociedades cada vez más obsesionadas con la
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seguridad, se ven más que nunca toreros que practican un arte audaz y arriesgado. ¡Otra
vez más llevando la contraria a la supuesta lógica de la historia!
De igual manera, al final de los 70, se creía la feria de Bilbao moribunda, bajo los gol-
pes de un nacionalismo que (y se decía que era ineluctable) iba a dar la espalda a la
“tradición taurina”, juzgada envejecida y reaccionaria. Esta feria está hoy por hoy más
viva, y vasca, que nunca.
Entonces, si hubiera que hacer alguna predicción, ¿no podríamos pensar que lo que es
transitorio, pasajero y más efímero que la moda del sushi, es la ola “animalista”, que
seguramente no ha llegado aún a su apogeo, pero que quizá está destinada a desaparecer
tan rápidamente como ha aparecido, cuando otros valores, perfectamente humanos, to-
men la delantera? Tenemos algunos signos en ese sentido, por ejemplo, el cansancio de
las poblaciones ante algunas campañas prohibicionistas o higienistas, o la reivindicación
cada vez más reafirmada a favor de la diversidad cultural.
Un último ejemplo de los curiosos giros de la historia. En mitad del siglo XIX fueron
las sociedades protectoras de animales las que lanzaron grandes campañas a favor de la
hipofagia. Estimaban que, reconduciendo la mirada de los cocheros y otros usuarios de
caballos de tiro hacia el interés económico que podrían obtener de sus viejos jamelgos
usados, se verían obligados a tratarlos mejor para sacar partido de la venta de su carne.
¡Hoy esas mismas sociedades luchan por la prohibición de la hipofagia, porque sería in-
digno para un animal ser comido porque (o cuando) ya no trabaja! (Es de temer que la
especie caballar no salga de ésta).
¿Sería demasiado esperar, para el toro bravo, un giro parecido por parte de los movi-
mientos animalistas? Entregados hoy a prohibir las corridas de toros en nombre del bie-
nestar animal ¿no podríamos esperar que una mejor comprehensión hacia el interés ani-
mal y en particular hacia el de los toros de lidia les haga luchar a favor del desarrollo de
la tauromaquia, para preservar la supervivencia de esa “raza” y el bienestar de los indi-
viduos que se benefician de esas condiciones de cría?
Siempre podemos soñar…
[50] Libertad.
¿Habrán convencido los argumentos aquí expuestos a algunas mentes dubitativas y li-
bres de prejuicios? Podemos esperarlo. ¿Habrán hecho cambiar de opinión a aquéllos a
los que la sola idea de la corrida de toros les asquea y les rebela? Lo dudamos. Como
señala Pedro Córdoba al final de su ya citado libro La Corrida, ningún argumento podrá
jamás convencer a aquéllos que imaginan la corrida de toros como la tortura de una bes-
tia inocente. Ni el hecho de que el calvario del toro sea menos terrible de lo que piensan
(argumentos [4], [8] o [18]); ni que en su lucha plasma su naturaleza (argumentos [7] o
[17]); ni que, al querer evitar la muerte de unos cuantos individuos, se condena en rea-
lidad a toda la especie (argumento [22]); ni la comparación entre la abyecta y corta vida
de las terneras criadas en baterías y la de los toros criados en plena libertad (argumento
[23]); ni cualquier otro argumento será eficaz ante la reacción inmediata, espontánea,
irracional del que se indigna y grita: “¡No, no, lo rechazo!”. Ante esta reacción pasional
lo único que cabe oponer es la frase con que la que comenzamos: sólo hay un argumen-
~ 89 ~
to contra las corridas de toros y no es un argumento, es el imperio de algunas sensibili-
dades. A esta cerrazón, los aficionados responden, muchas veces vehementemente, con
su propia pasión. ¿Hay que quedarse aquí, en este diálogo imposible? Nos podríamos
quedar en esta oposición de pasiones, si ellas mismas se quedaran aquí también. Pero es
que una de ellas reivindica para sí misma más que la otra. Reclama limitaciones, prohi-
biciones, interdicciones; en definitiva una pasión quiere impedir que la otra se satisfaga.
Refugiándose la pasión, claro está, tras las “razones”: el derecho de los animales, el
respeto de la vida, el escándalo del espectáculo de la muerte, etc. Y es ahí donde el rol
del político exige conservar la razón y pensar: si un día la fiesta de los toros muere por
sí misma, será porque ya no desata ninguna pasión. Hasta ese momento, lo prudente es
dejar a los unos y a los otros su pasión y hacer prevalecer el principio de libertad.
CONCLUSIÓN: ¿QUIÉNES SON LOS BÁRBAROS?
Supongamos que de un plumazo se suprime la fiesta de los toros. No hablaremos de
los efectos económicos y sociales inmediatos. Quedémonos con el menoscabo moral.
¿Qué perdemos? En primer lugar una relación con la animalidad. ¿Qué imagen del ani-
mal quedará, para alimentar el imaginario del hombre y la realidad de sus relaciones con
su Otro que es el animal, fuera de los caniches enanos del salón? Todas las bestias de
labor han sido progresivamente reemplazadas por artilugios, y todas las bestias produc-
toras de carne son progresivamente reemplazadas por “máquinas de fabricar carne”
que no nos atrevemos a llamar animales. ¿Es esto la naturaleza? ¿Qué rito pagano va-
mos a conservar en una sociedad que abandona progresivamente todas sus ceremonias?
¿Queremos realmente no tener más elección que el utilitarismo o el fanatismo religioso?
¿Qué unión de artes populares y artes cultas vamos a conservar, cuando –progresiva-
mente– éstas hayan deshecho todos los lazos con aquéllas? ¿Dónde podremos mirar la
muerte de frente, transformada por nuestras actuales sociedades en una vergüenza?
Para los que la aman y la comprenden, la fiesta de los toros es una forma de resisten-
cia a todo lo que nuestra post-modernidad nos hace perder cada día más.
Sin embargo, hay que admitir que, para muchos, sólo es barbarie. A lo que sería fácil
de responder con el siguiente paralelismo:
En Occidente, nos escandalizamos cuando los talibanes destruyeron las famosas esta-
tuas gigantes de Buda, esculpidas en acantilados en el centro de Afganistán y datadas
entre el siglo IV y VI de nuestra era. A fin de cuentas, a sus ojos no destruían “obras de
arte”, solamente ídolos de piedra; y lo hacían por respeto hacia su Dios, el “Único
verdadero” que ellos consideraban superior a los seres humanos. Esto no disculpa ese
bárbaro acto, por supuesto. ¿Pero, qué es lo que hay que pensar de esos antitaurinos que,
en nombre del (supuesto) bienestar de los animales, a los que no consideran superiores a
los seres humanos, pretenden dar muerte a una forma de arte y creación arraigada en la
historia e inserta en nuestra modernidad, pero en la que ellos sólo ven arcaicas creencias
y ritos? Entonces ¿quiénes son los bárbaros? ¿Los que quieren perpetuar este arte o los
que pretenden prohibirlo?
El argumento es fácil y, sin duda, no es equitativo –sin embargo no más que el que
reduce la fiesta de los toros a barbarie. Sólo podemos sacar una lección: siempre sere-
~ 90 ~
mos bárbaros respecto de alguien. Por eso más vale quedarse con: tolerancia hacia las
opiniones, respeto a las sensibilidades y libertad para hacer todo lo que no atente contra
la dignidad de las personas.
Y los antitaurinos están en contra del toreo, siendo sumariamente los siguientes sus
argumentos, contrarios a los que aquí hemos considerado.
En contra
No es ni cultura, ni arte ni razón de fiesta el hecho de que un toro muera acri-
billado en medio de un espectáculo donde los asistentes aplauden el asesinato de
un animal. Se entiende que los taurinos lo ven como un acto casi poético, de
ballet, en el que el toro dicen es un gran animal porque lucha por su vida y mue-
re con honor. Más allá de lo que ellos quieran creer.
El torero tiene ventaja. A pesar de que, según la gente de esta industria, al toro
se le trata como “rey” desde su nacimiento hasta el día que aparece en una pla-
za, la realidad es que antes de lanzarlos al ruedo se les debilita (con el uso de una
droga llamada fenilbutazona, afeitándoles los cuernos, etc.). Además, estando en
medio de una corrida, el torero tiene las de ganar: cuenta con banderillas y esto-
ques –muy filosos– para lastimarlo y debilitarlo.
Los taurinos podrán tener muchos argumentos, como que no se puede prohibir
algo que es una “tradición”. Pero, si nos basáramos en ello para respetar tradi-
ciones, que no se pierda la bonita costumbre de la ablación femenina que se
practica en algunos países o cualquier representación “cultural” en que se vio-
lan los derechos humanos.
Eso es lo que el público aplaude. Cuando el torero recibe una cornada por parte
del toro y su vida se pone en peligro, el público se asusta y teme de la “gran
bestia asesina”. Es el único momento en que hay miradas de horror; pero la gen-
te se vuelve insensible al ver cómo el animal se desangra e incluso se escucha
cómo llora y se lamenta.
Se entiende que cuando remotamente surgió la tauromaquia (allá por la Edad
Media), ésta haya sido su forma de entretenimiento, como alguna vez lo fue el
circo romano; pero hoy en día podemos ir al cine, a un concierto, a un bar, ver
deporte o hacer cualquier actividad que no involucre ver cómo matan a un ani-
mal. Justamente ya no vivimos en la Edad Media.
El torero (más bien la presidencia) puede elegir si se le perdona la vida al toro: si
el animal fue lo “suficientemente” valiente. Si los toros pudieran hablar, sabría-
mos lo que opinan de la tauromaquia; pero tal vez sólo basta con escuchar sus
~ 91 ~
lamentos o ver escenas en que tratan de huir despavoridos (como el caso de
“Pajarito”),49
para saber que ellos no quieren participar en esa “fiesta”.
Los taurinos creen que si comes carne no tienes derecho a protestar contra las
corridas de toros. En lugar de tratar de atacar a quienes ponen su granito de are-
na para mejorar este mundo, hay que aplaudir que, sin importar si son vegeta-
rianos o no, cada vez hay más personas que están en contra de esta masacre.
Se cree que la prohibición de la tauromaquia traería problemas económicos de-
bido a la cantidad de ingresos que genera. Los taurinos alegan que se perderían
miles de empleos. Pero sin duda se puede prescindir de la fiesta brava.
49
En México, el 20 de enero de 2006.
~ 92 ~
EPÍLOGO III
LA CARTA MAGNA DEL MONARCA INGLÉS JUAN SIN TIERRA EN 1215
Cuando hablamos de Carta Magna de Inglaterra en 1215 nos referimos a la cédula
que el rey Juan I, conocido como Juan Sin Tierra, otorgó a los nobles ingleses, firmando
a 15 de junio de ese año, decimoséptimo de su reinado, comprometiéndose el monarca a
respetar los fueros, los derechos y las privilegiadas inmunidades de la nobleza, sin po-
der disponer la muerte ni la prisión de los nobles, ni la confiscación de sus bienes, mien-
tras dichos nobles no fuesen juzgados por sus iguales.50
La Carta Magna hay que entenderla o comprenderla desde los antecedentes de la so-
ciedad feudal de los que surgió. El feudalismo no era sino un sistema de extorsión le-
galizada, la extorsión de un señor que lo obtiene todo por parte de sus vasallos a cambio
de proporcionar él a éstos seguridad y defensa, que, por otra parte, habían de aportarla
también ellos mismos, los cuales podían ser además objeto de abusos, injusticias y sa-
crificios máximos. Los nobles o barones del rey poseían sus tierras “en feudo”, lo que
equivalía a un contrato por el cual los soberanos y los granes señores medievales conce-
dían dichas tierras o rentas en usufructo, obligándose quienes las recibían a guardar fi-
delidad de vasallo al donante, prestarle el servicio militar y acudir a las asambleas po-
líticas y judiciales que el señor convocara de parte del rey, o bien que las convocara el
rey, acudiendo en virtud de una juramento hecho de lealtad y obediencia, obligándose a
proporcionarle cada señor al rey un número determinado y fijo de caballeros siempre
que éstos fueran requeridos para el servicio y mantenimiento del ejército.
Al principio los barones proporcionaron caballeros según fueran sus posesiones, pero
con el tiempo, ya en el período histórico de Juan I, se fue haciendo habitual la conmu-
tación de la obligación de aportar caballeros o de que éstos se ofrecieran: en vez de ser-
vir al rey de esa manera, se pagaba en dinero, mediante escudaje o scutage (que era co-
mo esto se denominaba), destinándose la cantidad o rédito a pagar o financiar al ejérci-
to. En fin, iba siendo muy relativo todo lo concerniente a las levas militares, así como
en otros aspectos feudales. El rey fue abusando de sus nobles y éstos fueron reaccio-
nando al respecto.
Ha aquí el texto de la Carta Magna:
Juan, por la gracia de Dios rey de Inglaterra, señor (Lord) de Irlanda, duque de
Normandía y Aquitania, y conde de Anjou: a sus arzobispos, obispos, abades,
condes, barones, jueces, gobernadores forestales (foresters), corregidores (she-
riffs), mayordomos (stewards) y a todos sus bailíos y vasallos, salud.
Sabed que Nos, en la presencia de Dios, y por la salud de nuestra alma, y de
las almas de nuestros antecesores y herederos, y para honra de Dios y exaltación
50
Cf. Valencia, A. (1988): Desarrollo del Constitucionalismo, La Paz (Bolivia), Juventud, 2ª ed., p. 81.
~ 93 ~
de la Santa Iglesia, y reforma de nuestro reino, de acuerdo con el parecer de
nuestros verdaderos padres, Esteban, arzobispo de Canterbury, primado de toda
Inglaterra y cardenal de la Santa Iglesia Romana: Enrique, arzobispo de Dublín;
Guillermo, obispo de Londres; Pedro de Winchester; Jocelin de Bath y Glasten-
bury; Hugo de Lincoln; Walter de Worcester, William de Coventry, Benedicto,
obispos; y maestro Pandolfo, subdiácono y miembro de la casa pontificia, fray
Aymerick, maestre de los caballeros templarios en Inglaterra, y los nobles Wi-
lliam Marshall, conde Pembroke; William, conde Salisbury; William, conde de
Warren; William, conde de Arundel; Alan de Galeway, condestable de Escocia;
Warin Fitz Gerald, Pedro Fitz Herbert, y Huberto de Burgh, senescal del Poitou,
Hugo de Neville, Mateo Fitz Herbert, Tomas Basset, Alan Basset, Felipe de
Albine, Roberto de Roppeley, Juan Marshall, Juan Fitz Hugh y otros leales
vasallos nuestros, hemos, en primer lugar, asentido ante Dios, y por esta nuestra
presente carta, confirmada por nosotros y nuestros herederos para siempre:
I.- Que la Iglesia de Inglaterra será libre, y gozará inviolablemente de todos
sus derechos y libertades. Y haremos que unos y otras sean por tanto observa-
dos; en consecuencia la libertad de elecciones, que se ha creído muy necesaria
para la Iglesia de Inglaterra, y por nuestra libre voluntad y agrado la hemos con-
cedido y confirmado por nuestra carta, y obtenido la confirmación de ella por el
Papa Inocencio III, antes de la discordia entre Nos y nuestros barones; la cual
carta observaremos y haremos que sea observada plenamente por nuestros here-
deros para siempre. Hemos concedido también a todos los hombres libres de
nuestro reino, por Nos y nuestros herederos, para siempre, todas las infrascritas
libertades, para que las tengan y posean, ellos y sus herederos de Nos y nuestros
herederos.
II.- Si alguno de nuestros condes o barones u otros que dependan principal-
mente de nosotros por servicio militar, muriese, y al tiempo de su muerte fuese
de edad su heredero, y debiere compensación, tendrá la herencia por la compen-
sación antigua; es decir, el heredero o herederos de un conde, cien libras por to-
da una baronía; el heredero o herederos de un caballero, cien chelines a lo más
por todo un feudo de caballero; y el que deba menos, pagará menos, según la an-
tigua costumbre de los feudos.
III.- Pero si el heredero de los dichos fuese menor de edad, y estuviese bajo tu-
tela, tendrá su herencia sin compensación o multa, cuando llegue a ser mayor de
edad.
IV.- El guardador de la tierra del heredero que sea menor de edad solamente
sacará de la tierra de dicho heredero preventos razonables, y la someterá a cos-
tumbres y servicios razonables; y eso sin destruir o arruinar los hombres o las
cosas; y si Nos encomendamos la guarda de esa tierra al sheriff, o a otro cual-
quiera que sea responsable a Nos por los productos de la tierra, y si él ejecutase
~ 94 ~
actos de destrucción o de ruina en las tierras de la tutela, lo compeleremos a dar
satisfacción y la tierra será encomendada a dos legítimos y discretos moradores
de aquel feudo, quienes serán responsables por los productos a Nos, o a aquel a
quien Nos los asignaremos. Y si Nos diéramos o vendiéramos la guarda de di-
chas tierras a alguien, y él ejecutase actos de destrucción o ruina en ellas, per-
derá la tutela, que será encomendada a dos legítimos y discretos moradores en el
feudo, los cuales serán de igual manera responsables a Nos como se ha dicho.
V.- Pero el tutor, mientras tenga la guarda de la tierra, deberá conservar y
mantener las casas, parques, conejeras, estanques, molinos y otras cosas pertene-
cientes a la tierra, cubriendo los gastos con los productos de ella; y cuando el
heredero llegue a ser mayor de edad, deberán restituirle toda su tierra, provista
de arados y carruajes, con los aparejos que el tiempo requiera, y que los produc-
tos de la tierra puedan soportar.
VI.- Los herederos se casarán sin degradar el linaje, y antes que el matrimonio
sea contraído deberá darse conocimiento de él a sus más cercanos parientes con-
sanguíneos.
VII.- La viuda tendrá, inmediatamente después de la muerte de su marido, y
sin dificultad ninguna, su haber de matrimonio y su herencia; no será ella obli-
gada a dar cosa alguna por su viudedad o haber de matrimonio, o por su heren-
cia, que su marido y ella poseían el día de la muerte de aquél; y puede ella per-
manecer en la mansión principal o casa de habitación de su marido cuarenta días
después de su muerte, dentro del cual término le será asignada su viudedad.
VIII.- Ninguna viuda será obligada a casarse entretanto que ella tenga la inten-
ción de vivir sin marido. Pero ella dará fianza, sin embargo, que no se casará sin
nuestro asentimiento, si dependiere de Nos, o sin el consentimiento del señor de
quien dependa, si dependiese de otro.
IX.- Ni Nos ni nuestros alguaciles embargaremos tierra o renta por ninguna
deuda, mientras haya muebles del deudor en la finca, que sean bastante para pa-
gar la deuda. Ni se embargará a los fiadores del deudor, entretanto que el deudor
principal sea suficiente para el pago de la deuda. Pero si el principal deudor falta
al pago de la deuda, no teniendo enteramente con qué satisfacerla, entonces los
fiadores responderán de la deuda; y si ellos lo hicieren, deberán tener las tierras
y rentas del deudor, hasta que sean satisfechos de la deuda que pagarán por él; a
menos que el deudor principal pueda probar que se halla libre de la deuda, contra
los dichos fiadores.
X.- Si alguien hubiese tomado prestada alguna cosa de los judíos, más o menos
y muere antes de que sea pagada la deuda, no se pagará interés por dicha deuda
mientras el heredero se halle en situación de menor de edad, sea quien fuere la
~ 95 ~
persona de quien dependa. Y si la deuda cae en nuestras manos, Nos tomaremos
solamente los bienes muebles mencionados en la carta o instrumento.
XI.- Y si alguno muriese siendo deudor a judíos, su mujer tendrá su viudedad,
y no pagará nada de la deuda; y si el finado dejó hijos menores, se les proveerá
de las cosas necesarias según la heredad (o propiedad inmueble) del finado; y del
residuo se pagará la deuda; salvo, sin embargo, el servicio de los señores. Hága-
se de igual manera en las deudas a favor de otras personas que no sean judíos.
XII.- No se impondrá derecho de escudo (scutage) de nuestro reino, a menos
que sea por el Consejo General de nuestro reino, excepto para redimir nuestra
persona, y para armar caballero a nuestro hijo mayor, y para casar una vez
nuestra hija mayor; y para esto se pagará un subsidio razonable. De la misma
manera deberá ser respecto de los subsidios de la ciudad de Londres.
XIII.- Y la ciudad de Londres tendrá todas sus antiguas libertades y costum-
bres libres, tanto por tierra como por agua. Además de esto, queremos y conce-
demos que todas las demás ciudades y burgos, y villas, y puertos, tengan todas
sus libertades y costumbres libres.
XIV.- Y el Consejo General del reino (o Cámara de los Comunes) intervendrá
en lo concerniente al reparto de los subsidios, excepto en los tres casos arriba
mencionados. Y para repartir los derechos de escudo, haremos que sean convo-
cados los arzobispos, obispos, abades, condes y grandes barones del reino, cada
uno singularmente, por cartas nuestras. Y además de esto haremos que sean con-
vocados en general, por nuestros sheriffs y alguaciles, todos los demás que de-
penden principalmente de Nos en jefe, en un cierto día, es decir, cuarenta días al
menos antes de la reunión, para un cierto lugar, y en todas las cartas de tal con-
vocatoria declararemos la causa de ella. Y hecha la convocatoria, se procederá al
despacho de los negocios el día señalado, según el parecer de los que se hallaren
presentes, aunque todos los que fueron convocados no hayan concurrido.
XV.- Para lo futuro no concederemos a nadie que pueda exigir subsidios de sus
arrendatarios libres, a menos que sea para redimir su cuerpo, y para hacer caba-
llero a su hijo mayor, y para casar una vez su hija mayor; y para esto, solamente
se pagará un subsidio razonable.
XVI.- Nadie será sujeto a embargo para ejecutar mayor servicio por un feudo
de caballero, u otra posesión libre, que el que por ellos deba.
XVII.- El tribunal de pleitos comunes no seguirá nuestra Corte, sino que se
tendrá en un lugar cierto.
~ 96 ~
XVIII.- Los juicios sobre autos de despojo, y de muerte de antecesor, y de
última presentación de beneficio, se seguirán en los condados propios, y del mo-
do siguiente: Nos, a nuestra justicia mayor si Nos estuviésemos fuera del reino,
enviará dos jueces a cada condado cuatro veces al año, quienes, con los cuatro
caballeros elegidos por el pueblo de cada condado, tendrán las dichas asises (se-
siones para juzgar) en el condado, en el día y lugar señalados.
XIX.- Y si no pudieren ser determinadas algunas materias en el día señalado
para tener las asises en cada condado, serán nombrados los caballeros y posee-
dores libres que han estado en las dichas asises, para que las decidan, como es
necesario, según el mayor o menor número de negocios que haya.
XX.- Ningún hombre libre podrá ser multado por una pequeña falta, sino se-
gún el grado de la falta; y por un gran crimen, en proporción a la gravedad de él;
salvas las cosas que posee juntamente con el fundo que tiene; y si fuere comer-
ciante, salvo su mercadería. Y un villano podrá ser multado de la misma manera,
salvo su aparejo de carro, si cayere bajo nuestra clemencia; y ninguna de las
dichas multas será adjudicada sino por el juramento de hombres buenos del ve-
cindario (por un jurado).
XXI.- Los condes y los barones no serán multados sino por sus pares, y según
la gravedad del delito.
XXII.- Ningún eclesiástico será multado sino en la proporción sobredicha, y
no según el valor de su beneficio eclesiástico.
XXIII.- Ninguna ciudad, ni persona alguna, será compelida a hacer puentes so-
bre los ríos, a menos que antiguamente y de derecho hayan estado obligados a
hacerlos.
XXIV.- Ningún sheriff, comisario de policía, coronel, u otro de nuestros mi-
nistros de justicia tendrá pleitos de la Corona.
XXV.- Todos los condados, centurias, distritos y gabelas se mantendrán al an-
tiguo arriendo, sin aumento ninguno, excepto en nuestras tierras del dominio
real.
XXVI.- Si alguno que tenga de nosotros un feudo luego muriese y el sheriff, o
nuestro alguacil mostrare nuestras letras patentes de intimación, concernientes al
pago de lo que el finado nos deba, será legal para el sheriff o para nuestro algua-
cil embargar y registrar los muebles del finado que se hallen en su feudo lego,
hasta concurrencia del valor de la deuda, por vista de hombres legales, de mane-
ra que nada se distraiga hasta que toda la deuda sea pagada, y el resto se dejará a
~ 97 ~
los albaceas para que cumplan la voluntad del finado, salvo las partes razonables
que corresponden a la mujer y a los hijos.
XXVII.- Si algún hombre libre muere “ab intestato” (sin haber hecho testa-
mento), sus muebles serán distribuidos por manos de sus parientes más próximos
y amigos, con visto de la Iglesia, salvo a cada uno las deudas que a su favor hu-
biere contra el finado.
XXVIII.- Ningún comisario o alguacil nuestro tomará de ningún hombre gra-
nos u otros muebles, a menos que pague al condado por ellos, o que el vendedor
le dé plazo para el pago.
XXIX.- Ningún comisario de policía compelerá a ningún caballero a dar di-
nero por guardia del castillo si él mismo la hubiese en persona, o por medio de
otro hombre apto, en caso de que se halle impedido por alguna causa razonable.
Y si nosotros lo condujéramos, o lo enviáramos al ejército, estará libre de la
guardia del castillo, durante el tiempo que esté en el ejército por orden nuestra.
XXX.- Ningún sheriff o alguacil nuestro, u otro cualquiera, tomará caballos o
carros de hombre libre para carruaje sino por la buena voluntad del citado hom-
bre libre.
XXXI.- Ni Nos, ni nuestros alguaciles ni otros tomarán las maderas de algún
hombre para nuestros castillos u otros usos, a menos que sea con consentimiento
del dueño de las maderas.
XXXII.- Nos retendremos las tierras de los que sean condenados por delito
grave (felony) sólo un año y un día; y después de este tiempo serán entregados al
señor del feudo.
XXXIII.- Todas las compuertas o paraderas que haya en los ríos Támesis y
Medway, y por toda Inglaterra, serán abolidas para lo venidero, excepto en la
costa del mar.
XXXIV.- El auto llamado praecipe (orden por la cual se mandaba a alguno
que hiciera alguna cosa, o que probara la razón por qué no la hacía) no será en lo
futuro concedido a persona alguna de ninguna tenencia por la cual un hombre li-
bre puede perder su causa.
XXXV.- Habrá una medida para el vino y otra para la cerveza en todo el reino,
y una medida de los granos, es decir, el cahiz o cuartal de Londres; y el ancho de
una tela de paño teñido, dos anas (aproximadamente dos metros) dentro de la
lista; y los pesos serán como las medidas.
~ 98 ~
XXXVI.- De aquí en adelante no se dará ni tomará nada por un auto de inves-
tigación del que desea que tal investigación se haga respecto de vida o miembro,
sino que se decretará gratis, y no será denegado.
XXXVII.- Si alguno dependiese de Nos por feudo arrendado, censo o enfiteu-
sis, y tuviere tierra de otro por servicio militar, Nos no tendremos la tutela del
heredero o de la tierra que pertenezca al feudo de otro hombre, por causa de que
él depende de Nos por el feudo que tiene en arriendo, o por el censo o enfiteusis;
ni tendremos la guardia del feudo arrendado, censo o enfiteusis, a menos que el
servicio del caballero nos fuera debido por el mismo feudo arrendado. Nos no
tendremos la tutela de un heredero, ni de ninguna tierra que él tenga de otro por
servicio militar, por razón del empleo de suministrarnos alguna arma, que tenga
de nosotros, así como por el servicio de darnos saetas, puñales y otros semejan-
tes.
XXXVIII.- Ningún alguacil enjuiciará a un hombre por simple acusación, si no
se presentan testigos fidedignos para probarla.
XXXIX.- Ningún hombre libre será tomado o aprisionado, desposeído de sus
bienes, proscrito o desterrado, o de alguna manera destruido; no Nos dispondre-
mos sobre él, ni lo pondremos en prisión, sino por el juicio legal de sus pares, o
por la ley del país.
XL.- Nos no venderemos, ni negaremos, ni retardaremos a ningún hombre la
justicia o el derecho.
XLI.- Todos los comerciantes podrán salir salvos y seguros de Inglaterra y
volver a ella, y permanecer allí, y pasar tanto por agua como por tierra a comprar
y vender, según las costumbres antiguas y permitidas, sin ningún perjudicial
portazgo, excepto en tiempo de guerra, cuando sea de alguna nación que se halle
en guerra con Nos. Y si algunos de estos últimos se hallaren en nuestro país al
principio de una guerra, serán embargados, sin hacer daño a sus cuerpos y mer-
caderías, hasta que sepamos, o sepa nuestra justicia principal, cómo son tratados
nuestros comerciantes en la nación que está en guerra con nosotros; y si los
nuestros están allí salvos y seguros, los de ella lo estarán del mismo modo entre
nosotros.
XLII.- En lo futuro, será legal para cualquiera irse fuera del reino y volver a él
salva y seguramente por tierra o por agua, salvo su fidelidad a Nos; si no es que
en tiempo de guerra sea por poco tiempo para beneficio del país, y las gentes que
estén en guerra con Nos, y los comerciantes que se hallen en la condición de la
que hemos hablado arriba.
~ 99 ~
XLIII.- Si de alguno depende algún feudo que ha vuelto a Nos por confisca-
ción o falta de herederos, como el honor de Wallingford, Nottingham, Boloña,
Lancaster y otros que están en nuestras manos y son baronías y muriese, su he-
redero no nos dará otro subsidio alguno, o prestará a Nos otro servicio que el que
prestaría al barón, si él poseyese la baronía; y Nos la poseeremos de la misma
manera que la poseía el barón.
XLIV.- Los hombres que viven fuera del bosque, no serán en adelante citados
ante nuestros jueces de bosques, sino aquellos que son acusados o son fiadores
por algunos que estaban embargados por algo concerniente a bosques.
XLV.- No nombraremos jueces, ni comisarios, ni alguaciles o sheriffs, sino los
que conozcan las leyes del reino y estén dispuestos a observarlas.
XLVI.- Todos los barones que son fundadores de abadías, y tienen cartas de
los reyes de Inglaterra para el patronato o derecho de presentar, o son acreedores
a él por la antigua tenencia, deben tener la custodia de ellas cuando se hallen va-
cantes.
XLVII.- Todas las selvas que han sido comprendidas dentro de los bosques en
nuestro tiempo, serán excluidos de ellos otra vez inmediatamente, y lo mismo se
hará con los ríos que han sido tomados o cercados por nosotros durante nuestro
reinado.
XLVIII.- Todas las malas costumbres concernientes a bosques, conejeras,
guardabosques conejeros, sheriffs, y sus empleados, de ríos y sus guardianes, se-
rán sujetas inmediatamente a una investigación en cada condado, por doce ca-
balleros del mismo condado, elegidos por las personas de más crédito en el mis-
mo, y bajo juramento; de modo que jamás vuelvan a ser restablecidas, teniendo
nosotros conocimiento de ello, o nuestro juez, si no estuviésemos en Inglaterra.
XLIX.- Nos dejaremos libres inmediatamente todos los rehenes y prendas que
nos han dado nuestros súbditos ingleses como seguridades para mantener la paz
y prestarnos fiel servicio.
L.- Removeremos de nuestros alguacilazgos a los parientes de Gerardo de
Athyes, de modo que en lo futuro ellos no tengan ningún alguacilazgo en In-
glaterra. Removeremos también a Engelardo de Cygony, Andrés, Pedro y Gyon
de Canceles, Gyon de Cygony, Godofredo de Martyn y sus hermanos, Felipe
Mark y sus hermanos, y a su sobrino Godofredo y a toda su comitiva.
LI.- Y tan pronto como se restablezca la paz, enviaremos fuera del reino a to-
dos los soldados extranjeros, ballesteros, estipendiarios, que han venido con sus
caballos y armas en perjuicio de nuestro pueblo.
~ 100 ~
LII.- Si alguno, sin previo juicio legal de sus pares, ha sido desposeído o pri-
vado por Nos de sus tierras, castillos, libertades o derechos, se los restituiremos
inmediatamente; y si sobre este punto se suscitare alguna disputa, sea decidida la
materia por los veinticinco barones aquí adelante mencionados para la conser-
vación de la paz. En cuanto a todas las cosas de que alguna persona haya sido
desposeída o privada sin el juicio legal de sus pares, ya sea por el rey Enrique,
nuestro padre, o nuestro hermano, el rey Ricardo, y que Nos tenemos en nuestras
manos o son poseídas por otros, y que nosotros estamos obligados a sanear, ten-
dremos un plazo por el término usualmente concedido a los Cruzados; excepto
por aquellas cosas sobre que tenemos pleito pendiente, o respecto de las cuales
se ha hecho una investigación por nuestra orden, antes de que emprendiéramos
la cruzada. Pero cuando regresemos de nuestra peregrinación, o si no la lleváse-
mos a cabo, inmediatamente haremos que se administre plena justicia en ellos.
LIII.- El mismo plazo tendremos para abrir al uso común los bosques que
nuestro padre, Enrique, y nuestro hermano, Ricardo, han plantado; y para la
guarda de las tierras que están en feudo de otro, de la misma manera que Nos he-
mos gozado de estas guardas, por razón de feudo dependiente de Nos por servi-
cio de caballero; y para las abadías fundadas en feudo que no sea nuestro, a las
cuales el señor del feudo pretende tener derecho; y cuando volvamos de nuestra
peregrinación, o en caso de que no la llevemos a cabo, inmediatamente haremos
justicia a todos los que reclaman en estas materias.
LIV.- Ningún hombre será aprisionado o tomado en virtud de demanda de una
mujer, por la muerte de cualquier otro hombre que no sea su marido.
LV.- Todas las multas injustas e ilegales, y todas las penas pecuniarias impues-
tas injustamente y contra la ley del país, serán perdonadas enteramente, o si no
se dejarán a la decisión de los veinticinco barones aquí adelante mencionados
para la conservación de la paz, o la mayoría de ellos, junto con dicho Esteban,
arzobispo de Canterbury, si puede hallarse presente, y otros a quienes él juzgue
conveniente asociar; y si él no puede estar presente, seguirá el negocio sin em-
bargo sin él; pero con tal que si uno o más de los veinticinco barones fueren de-
mandantes en la misma causa, sean puestos a un lado en lo que concierne a este
negocio particular, y otros sean escogidos en su lugar de los dichos veinticinco,
y juramentados por el resto para decidir la materia.
LVI.- Si Nos hubiésemos despojado o desposeído a algún habitante de Gales
de algunas tierras, libertades u otras cosas, sin el juicio legal de sus pares, les
serán inmediatamente restituidas. Y si se suscita disputa alguna sobre este punto,
la materia será determinada en las fronteras, por el juicio de sus pares; por
tenencias en Inglaterra, según la ley de Inglaterra; por tenencias en Gales, según
~ 101 ~
la ley de Gales; por tenencia en las fronteras, según la ley de las fronteras; los
habitantes de Gales harán lo mismo con Nos y con nuestros súbditos.
LVII.- Por lo concerniente a todas aquellas cosas de que cualquier habitante de
Gales haya sido despojado o privado, sin el juicio legal de sus pares, por el rey
Enrique, nuestro padre, o por nuestro hermano, el rey Ricardo, y que se hallan en
nuestras manos, o son poseídas por otros, con la obligación por nuestra parte de
saneárselas, tendremos un plazo por el tiempo generalmente concedido a los
Cruzados; excepto respecto de aquellas cosas acerca de las cuales hay un pleito
pendiente, o sobre que se haya hecho una investigación por nuestra orden antes
de que emprendamos la cruzada. Empero, cuando regresemos de ella, o si per-
manecemos en el país, y no llevamos a cabo nuestra peregrinación, les haremos
inmediatamente plena justicia, según las leyes de Gales y de las otras partes
arriba mencionadas.
LVIII.- Despediremos sin tardanza al hijo de Llewellyn, y a todos los rehenes
de Gales y los libraremos de los compromisos que habían contraído con Nos pa-
ra la conservación de la paz.
LIX.- Trataremos con Alejandro, rey de los escoceses, acerca de la restitución
de sus hermanas, y rehenes, y derechos y libertades, en la misma forma y manera
que lo hacemos con nuestros barones de Inglaterra, a menos que por obligacio-
nes contraídas con Nos por su finado padre Guillermo, último rey de los esco-
ceses, deba ser de otra manera; y esto se dejará a la determinación de sus pares
en nuestra corte.
LX.- Todas dichas costumbres y libertades, que han sido concedidas para ser
poseídas en nuestro reino, en cuanto corresponde a Nos para con nuestro pueblo,
todos nuestros súbditos, así eclesiásticos como legos, las observarán, en cuanto
les concierne, respecto a sus dependientes.
LXI.- Y por cuanto, para honra de Dios y reforma de nuestro reino, y para
aquietar la discordia que ha surgido entre Nos y nuestros barones, hemos conce-
dido todas las cosas antedichas; queriendo hacerlas firmes y duraderas, damos y
concedemos a nuestros súbditos la siguiente seguridad, a saber: que los barones
elijan veinticinco barones del reino que ellos crean conveniente, quienes cuida-
rán con todo su poder de poseer y observar, y hacer que se observen la paz y li-
bertades que les hemos concedido, y que confirmamos por nuestra presente car-
ta. De manera que si Nos, nuestro juez, nuestros alguaciles, o cualquiera de
nuestros empleados, faltaren en algún caso a la ejecución de ellas para con al-
guna persona, o infringieren algunos de estos artículos de paz y seguridad, y se
notifica el delito a cuatro barones, elegidos de entre los veinticinco arriba men-
cionados, los dichos cuatro barones se dirigirán a Nos, o a nuestro juez, si estu-
viésemos fuera del reino, y poniendo de manifiesto el agravio pedirán que sea
~ 102 ~
reparado sin tardanza; y si no fuere reparado por Nos, o si por acaso Nos es-
tuviésemos fuera del reino y no fuese reparado por nuestro Juez, dentro de cua-
renta días, contados desde el día en que se notificó a Nos, o a nuestro juez o jus-
ticiero, si estuviésemos fuera del reino los cuatro barones dichos pondréis la
causa ante el resto de los veinticinco barones y dichos veinticinco barones, junto
con la comunidad de todo el reino, nos embargarán y afligirán de todas las ma-
neras posibles; a saber, embargando nuestros castillos, tierras, posesiones, y en
todas otras maneras que puedan, hasta que el agravio sea reparado a su satis-
facción; salva siempre sin daño de nuestra propia persona, y las personas de
nuestra esposa e hijos; y cuando el agravio sea reparado seremos obedecidos co-
mo antes por todos nuestros súbditos. Y toda persona quien quiera que sea en el
reino, puede jurar que obedecerá las órdenes de los veinticinco barones antedi-
chos, en ejecución de las cosas que acaban de expresar, y que nos apremiará
junto con ellos hasta lo último de su poder; y damos pública y amplia libertad a
cualquiera para que se les preste ese juramento, y jamás impediremos a ninguna
persona que lo preste.
LXII.- Y si alguno de nuestros súbditos no prestaren por su propio acuerdo el
juramento de unirse a los veinticinco barones para apremiarnos y afligirnos,
daremos orden para que se les haga prestar el referido juramento. Y si alguno de
los veinticinco barones muriese, o saliese fuera del reino, o de cualquier modo se
hallase impedido de poner las dichas cosas en ejecución, el resto de los veinte-
cinco barones puede elegir otro en su lugar, a su discreción, el cual será jura-
mentado de la misma manera que los demás. En todas las cosas que están a
cargo de los veinticinco barones, si cuando se hallaren reunidos no pudiesen
convenirse en la decisión de alguna materia, o algunos de ellos no pudiesen o no
quisiesen asistir, siendo convocados, todo lo que se acuerde por la mayoría de
los que se hallen presentes será reputado firme y valedero, como si todos los
veinticinco hubiesen dado su consentimiento; y los dichos veinticinco jurarán
que todas las premisas antedichas serán fielmente observadas por ellos, y que las
harán observar con todo su poder. Y Nos no procuraremos, por nosotros mismos
o por otros, cosa alguna por la cual algunas de estas concesiones y libertades
sean revocadas o disminuidas; y si tal cosa se obtuviese sea nula y de ningún va-
lor; ni Nos haremos uso de ella por Nos mismos o por algún otro. Y toda la mala
voluntad, ira y rencores que han surgido entre Nos y nuestros súbditos, ecle-
siásticos y legos, desde que estallaron al principio las disensiones entre nosotros,
las remitimos y perdonamos plenamente. Además, todas las transgresiones oca-
sionadas por las dichas disensiones desde la Pascua en el año decimoquinto de
nuestro reinado, hasta la restauración de la paz y tranquilidad; por las presentes
las perdonamos a todas, de eclesiásticos y legos, en cuanto está en nuestro poder.
Además le hemos concedido nuestras letras patentes testimoniales de Esteban,
lord-arzobispo de Canterbury, de Enrique, lord-arzobispo de Dublín, y de los
obispos antedichos, tal como del maestre Pandolfo, para seguridad de estas con-
cesiones.
~ 103 ~
LXIII.- Por tanto, queremos y ordenamos firmemente, que la Iglesia de Ingla-
terra sea libre, y que todos los hombres en nuestro reino tengan y posean todas
las antedichas libertades, derechos y concesiones, verdadera y pacíficamente, y
libre y quietamente, plena y totalmente, para sí mismos y sus herederos, de Nos
y nuestros herederos en todas las cosas y lugares, como queda dicha. Se presta
también juramento, por parte nuestra y por parte de los barones, que todas las
cosas antedichas serán fiel y sinceramente observadas en buena fe y sin mala
intención. Dado bajo nuestra firma, en presencia de los testigos arriba mencio-
nados, y muchos otros, en el campo llamado Runnymede, entre Windsor y
Staines, el 15 de junio del año 17° de nuestro reinado.
Firma de la Carta Magna por Juan Sin Tierra
~ 104 ~
Retrocediendo un tanto en el tiempo, para mejor explicarnos las cosas, podemos re-
cordar ahora cuando fue coronado rey de Inglaterra, en Westminster, Guillermo I el
Conquistador, el 25 de diciembre de 1066. Inmediatamente organizó su gobierno. Em-
prendió tres reformas:
1º.- Organizó el reino dividiéndolo en condados y nombrando unos jueces llamados
Sheriffs para que hicieran justicia impartiéndola territorialmente de un modo provincial.
2º.- Premió a sus soldados concediéndoles títulos de nobleza y convirtiéndolos en du-
ques y condes, con gran descontento de los tradicionales señores ingleses.
3º.- Hizo un gran reparto de tierras entre los vencedores, dando así gran impulso a la
agricultura y a la ganadería.
Guillermo I el Conquistador era un normando grandullón, grueso y barrigón. Fue a
Normandía, al objeto de arreglar una disputa sobre territorios que había surgido entre él
y el monarca francés Felipe I. Pasó que Guillermo se puso bastante mal, seriamente en-
fermo. Y cuando se enteró de ello el rey francés no se le ocurrió otra cosa que expresar-
se en broma diciendo que Guillermo se pondría bien cuando diera a luz, pues no le pa-
saba otra cosa sino que estaba preñado. Rugiendo de ira Guillermo y ofendido por la
que juzgó broma pesada y de mal gusto, respondió así al comisionado del rey francés:
“Decidle a vuestro rey Felipe que, después del parto, iré a misa a la catedral de París,
pero que en vez de cirios llevaré lanzas”. Y así lo hizo, originándose por la tal broma
una guerra. Guillermo murió en esa guerra, de una manera accidentalmente extraña, el 9
de septiembre del año 1087.
La dinastía normanda continuó con los hijos y sucesores de Guillermo I el Conquis-
tador: Guillermo II el Rojo (1087-1100) y Enrique I (1100-1135), desapareciendo la fa-
milia de este último en el naufragio del Barco Blanco (White Ship), el 25 de noviembre
de 1120. Aquí se interrumpió la dinastía, hasta que, pasado un tiempo (con el rey Este-
ban de Blois y su contrincante Matilde o Maud de por medio), un descendiente lejano
de Guillermo I, llamado Enrique II Plantagenet, originó una nueva dinastía y dio conti-
nuidad, como sabemos, a la monarquía inglesa-angevina.
Enrique II de Inglaterra se casó con Leonor de Aquitania, esposa divorciada del rey
Luis VII de Francia. Dicho matrimonio fue muy importante, porque Leonor poseía
extensos territorios franceses, de modo que el rey inglés llegó a tener muchos dominios
en Francia, sobre todo en torno a Normandía.
A la muerte de Enrique II de Inglaterra, se sucedieron, tal como las fuimos cono-
ciendo, las historias de sus cuatro hijos: Enrique, Godofredo, Ricardo y Juan. El go-
bierno de los dos últimos interesa más a la Historia. Ricardo I, Corazón de León, no
reinó ni gobernó mucho en Inglaterra. Se le recuerda sobre todo por su participación e
implicación en la tercera cruzada (1187-1191). Su hermano y sucesor Juan I, al que co-
nocemos como Juan Sin Tierra porque su padre no le dejó ningún feudo, aprovechó la
ausencia de Ricardo para proclamarse rey. Luego sufrió la derrota y el declive angevino
tras la batalla de Bouvines en 1214.
~ 105 ~
Como Juan Sin Tierra ciertamente había asesinado a su sobrino Arturo de Bretaña (3
de abril de 1203), que tenía más derecho que él a la corona, acabó desprestigiándose
mucho o del todo según avanzaba su reinado lleno de errores. Debido a ello, los señores
o barones ingleses decidieron ponerse en su contra, resolvieron combatirlo. Pasaba que
Juan se convertía cada vez más en un tirano un tirano insoportable y en un monarca bas-
tante estúpido, pues cargaba de impuestos a las clases populares y ultrajaba los derechos
de los señores abusando de ellos.
Dadas, por tanto, estas circunstancias, los señores que formaban el Parlamento en
Londres redactaron una Constitución llamada La Carta Magna, y se la presentaron al rey
para que la aprobara, poniendo su firma; pero Juan Sin Tierra se negó a ello y hasta se
escapó del edificio del Parlamento. Entonces los señores lo persiguieron y le dieron al-
cance sobre el Puente del Támesis. Allí le cogieron la mano para que firmara y Juan Sin
Tierra puso su firma en medio de temblores y de lágrimas. La Carta Magna quedó fi-
nalmente aprobada, siendo un documento jurídico de gran importancia, impregnado de
los siguientes fraguados principios:
Sólo el Parlamento tiene derecho a crear impuestos.
Los artesanos son dueños de sus herramientas, las cuales son sagradas para ellos
y así han de ser tenidas por todos.
Cada señor tiene autoridad completa y plena libertad en su respectivo territorio.
Queda prohibida la prisión por deudas.
Todo preso habrá de ser juzgado pasadas 24 horas.
Ya iremos viendo, cuando reine Enrique III de Inglaterra (1216-1272), sucesor de
Juan Sin Tierra, cómo se publicarán los Estatutos de Oxford, conjunto de leyes am-
pliando la Carta Magna, leyes según las cuales el Parlamento inglés quedará formado
por dos cámaras, la aristócrata o de los lores y la popular-democrática o de los comunes.
Ya iremos viendo pues el legislarse de la monarquía inglesa, en el interesante marco del
constitucionalismo.
Desde tiempos inmemoriales toda comunidad humana, que es necesariamente una co-
munidad política, se ha visto obligada a resolver un problema tan fundamental como
inevitable: el del ejercicio del poder público, entendido éste como la facultad que tiene
un organismo, una institución o un individuo para imponerse, incluso por la vía de la
fuerza, sobre las demás personas, con el fin de asegurar un orden social mínimo y una
seguridad. Desde las más antiguas civilizaciones, sabemos que, en cualquier lugar don-
de haya habido dos o más sujetos conviviendo de manera estable, necesariamente ha
existido un tercero que ha establecido las reglas y las normas que han garantizado la ar-
mónica coexistencia de ese grupo de individuos constituidos en comunidad política. En
la antigüedad, ese tercero podía ser un órgano colegiado como el Sanedrín hebreo o el
Senado romano, o podía tratarse de un individuo al que indistintamente se le llamaba
~ 106 ~
faraón, rey o emperador y cuyo acceso al poder se producía bien por la vía de la fuerza
o bien por la vía de la herencia. En todo caso, cualesquiera fuera la modalidad escogida,
ambas se caracterizaban porque ellas permitían la posibilidad de un ejercicio omnímodo
e incontrolado de ese poder.
Una vez admitido, al menos teóricamente, que el poder político es una realidad ine-
vitable, algo que deben afrontar los hombres que vivan en comunidad y por el hecho de
la vida social, aparecen dos problemas centrales a resolver, constitutivos de lo que se
llama hacer política:
1º.- Cómo asegurar que ese poder sea legítimo, esto es, que sea producto del consenso
y del acuerdo y no de la mera imposición o arbitrariedad de la fuerza bruta, o de una
supuesta concesión hereditaria de origen divino, según la cual el poder lo ostentaban
ciertas familias por voluntad de los dioses.
2º.- Una vez establecido el poder político, cómo asegurar que el ejercicio del mismo
no se vuelva contra los asociados, como tantas veces ha ocurrido en la historia, a lo lar-
go de la cual hemos visto y vemos que numerosos gobernantes han dispuesto de la vida,
de la libertad, y del patrimonio de los individuos, en muchas ocasiones sin tener en
cuenta ningún principio racional, así como tampoco ninguna idea de justicia y en oca-
siones obrando simplemente apremiados por la necesidad de satisfacer un mero capri-
cho personal.
Pues bien, a tratar de resolver estas dos cuestiones es a lo que se ha dedicado siempre
el movimiento o planteamiento filosófico que hoy conocemos como constitucionalismo,
disciplina que se ocupa de proponer la mejor manera de gobierno de los hombres y que
es, sin duda, uno los mayores aportes que el pensamiento liberal clásico propio del siglo
XVIII legó a la modernidad.
¿Y qué es el constitucionalismo? Se puede definir como el conjunto de principios a
partir de los cuales se formulan una serie de reglas de procedimiento que buscan asegu-
rar el adecuado ejercicio del poder político por parte de sus titulares. Para lograr sus
objetivos, este movimiento acude a las siguientes estrategias:
De una parte enuncia claramente cuáles son las facultades que pueden legítima-
mente ejercer las autoridades públicas, ello con la finalidad de que no incurran
en excesos o arbitrariedades.
De otro lado, enumera un catálogo de derechos inherentes a la persona humana y
que son inalienables e imprescindiblemente imprescriptibles. De ellos gozan los
individuos por la sola condición de seres humanos y por tanto no necesitan ser
reconocidos por el Estado ni por sus autoridades. Esos derechos son, entre otros,
la vida, la libertad, la igualdad, la dignidad, la seguridad, y la felicidad.
~ 107 ~
Establece, además, que el poder debe ser expresión de la voluntad popular y no
producto del ejercicio de la fuerza, ni tampoco puede ser concebido como la
concesión de una supuesta voluntad divina.
Implanta el principio de la separación del poder público en ramas (ejecutiva,
legislativa y judicial), para evitar su concentración en una sola fuente y también
para que cada una sirva de contrapeso de las funciones de la otra, y de esta for-
ma se controlen mutuamente.
Por último, aspira a que esta serie de enunciados se exprese por escrito y de ma-
nera sistemática en un documento llamado Constitución, que, además, tiene vo-
cación de supremacía frente a las demás normas que conforman el ordenamiento
jurídico.
Pero llegar a conclusiones como éstas le supuso muy largo tiempo a la humanidad,
que durante varios milenios se vio sometida a gobiernos despóticos, autoritarios y tirá-
nicos bajo los cuales la sociedad quedaba sujeta a la voluntad unilateral y arbitraria del
gobernante de turno. En este orden de ideas, podemos afirmar que si bien la Consti-
tución de las Cortes de León, que fue expedida en 1188 bajo el reinado de Alfonso IX,
como podemos recordar, consagraba algunos derechos y libertades y reconocía un inci-
piente sistema representativo, en realidad el origen del constitucionalismo se puede re-
montar, sin que éste sea un dato muy preciso, a la célebre Carta Magna expedida en
1215 por el rey inglés Juan Sin Tierra, que tuvo que ceder ante la evidente rebeldía de
un importante grupo de sus súbditos, especialmente miembros de la nobleza (secular y
religiosa), que estaban disconformes con los abusos en que incurría ese gobernante. Este
manuscrito tiene el mérito de ser el primer documento conocido mediante el cual una
comunidad política consiguió establecer ciertas garantías sobre la manera como se
ejercía el poder político, aunque se trataba de una comunidad muy reducida, pues los
derechos y privilegios que ella otorgaba sólo se reconocían en favor de los miembros de
la nobleza, tal como ella lo declaraba. Podemos releer de la Carta Magna sus disposi-
ciones al respecto. Y nos queda por delante mucho recorrido histórico. Lo iremos vien-
do.
~ 108 ~
EPÍLOGO IV
ORDEN DE PREDICADORES: LOS DOMINICOS
Se fundaron los dominicos, la Orden de Predicadores, para contrarrestar las herejías
de su tiempo y los errores de todos los tiempos. La búsqueda y difusión de la verdad es
la marca de la Casa. Se vino fundando (ya tomando cuerpo en serio) desde 1214 en
Toulouse, ciudad occitana en la que tenía su mucha incidencia el catarismo. Los pri-
meros dominicos, en torno a Santo Domingo de Guzmán descubrían su misión y la
desempeñaban mediante la predicación, enseñando la vida cristiana dando ejemplos de
austeridad. La Orden fue reconocida ya formalmente por la aprobación y confirmación
del Papa Honorio III (1216-1227), el cual dio a los dominicos una serie de privilegios o
prerrogativas, tales como el derecho a predicar y a escuchar condiciones en cualquier
lugar, sin tener que solicitar una autorización al obispo de la diócesis local.
Ya en 1205 había sentido mucho la necesidad de una Orden como la que fundó en
bien de la Iglesia, empezando por la necesaria conversión de los albigenses, para inten-
tarlo eficazmente y en profundidad, siendo predicadores y defensores de la ortodoxia
católica. Domingo quiso emplearse a fondo en la evangelización con hondura de los he-
réticos y los analfabetos.
Los dominicos insistían muy especialmente, desde sus comienzos, en vivir de un mo-
do absolutamente pobre, rechazando incluso las posesiones que fueran propiedad de la
comunidad. Se formaron y se transformaron así, al igual que los franciscanos, en una or-
den mendicante.
En 1425 serán autorizados por el Papa Martín V (1417-1431) para que pudieran po-
seer ciertas casas, siendo ampliado y generalizado luego el permiso para toda la Orden,
en 1477, por parte del Papa Sixto IV (1471-1484).
La primera casa dominica fue la de la iglesia de San Román en Toulouse, desde la
que, en 1217, envió Santo Domingo a algunos de sus frailes a difundir su carisma por
todo el territorio francés y hacia España. En un primer período de seis años, se extendió
la Orden también a Inglaterra, fundando una casa en Oxford, donde los dominicos reci-
bieron el nombre de frailes de hábito negro, debido al hábito que usaban fuera de sus
monasterios o conventos (en los que vestían de hábito blanco). Cuando salían a predicar
y a escuchar confesiones portaban un abrigo con capucha negra sobre la túnica blanca
de lana. A finales del siglo XIII ya tenían los dominicos 50 conventos y residencias ac-
tivas en Inglaterra, estando igualmente presentes en Escocia, Irlanda, Italia, Bohemia,
Rusia, Grecia y Groenlandia.
De acuerdo con el propósito fundacional, los dominicos fueron siempre reconocidos
como predicadores muy entregados, permanentemente opuestos a cualquier desviación
de las enseñanzas en relación a la Iglesia Católica. Les fue confiada por eso la misión de
supervisar la Inquisición, que fue siendo obra emprendida por la Iglesia, muy a su pesar,
y que en España llegó a transformarse en un serio departamento civil de gobierno con
muchas y raras implicaciones. Siempre habría un dominico al frente de la Inquisición en
cualquiera de sus sedes.
~ 109 ~
La Oficina del Amo del Palacio Sagrado, siendo éste el teólogo personal del Papa, fue
creada por el mismo Santo Domingo en 1218. Más tarde se dotará, por parte del Papa
León X (1513-1521), de muy destacados privilegios, estando siempre a cargo de algún
dominico. Después de 1620 tendrán que ver allí con todo cuanto se imprima, edite y pu-
blique.
Los dominicos se han destacado por sus grandes servicios y contribuciones a la Iglesia
y al mundo, a la sociedad y a la cultura, a las artes y a las ciencias. Muchos dominicos
fueron ocupando cargos de gran relevancia en la Iglesia. Ha habido más de sesenta car-
denales y cuatro Papas: Inocencio V (1276, de enero a junio, de muy breve pontificado),
Benedicto XI (1303-1304, siendo de ocho meses su pontificado), San Pío V (1566-
1572) y Benedicto XIII (1724-1730).
Además de su trabajo específico, los dominicos se destacaron también por su fomento,
atención, ayuda y desarrollo del arte. De sus claustros surgieron muchos y muy distin-
guidos pintores, como fray Angélico de Fiésole (1390-1455) y fray Bartolomeo (1472-
1517).
Sus principales contribuciones a la literatura surgieron en las materias de teología y
filosofía, con escritores tan extraordinarios como San Alberto Magno (1193-1280) y
más aún Santo Tomás de Aquino (1224 ó 1225-1274). La importante enciclopedia me-
dieval Speculum Majus fue fruto del trabajo del dominico Vicente de Beauvois (1190-
1264).
Otros destacados dominicos fueron los místicos alemanes Meister Eckhart, Johannes
Tauler y Hienrich Suso, como también el predicador y reformador religioso italiano Sa-
vonarola.
A finales de la Edad Media, la influencia de la Orden fue sólo igualada por la de los
franciscanos, compartiendo ambas gran relevancia sobre la Iglesia y en relación a los
reinos o estados, con no pocos problemas y celotipias clericales, parroquiales y de las
diócesis.
Como los franciscanos, también los dominicos jugaron un papel de primera impor-
tancia en la evangelización de América. La primera santa americana canonizada, Santa
Rosa de Lima (1586-1617), fue una monja de la Tercera Orden de los dominicos que
llegó a gozar de altos dones místicos. El Papa Clemente X la canonizó en 1671, decla-
rándola Patrona de Lima, de América, de Filipinas y de las Indias Orientales (1670-
1676). Igualmente habrán de destacarse en Lima, por esos tiempos, como dominicos,
los Santos Martín de Porres y Juan Macías
El trabajo desarrollado en las misiones sigue siendo actualmente una de las funciones
más relevantes de los dominicos, siendo muchos los frutos producidos y que habrán de
producirse…, también con ramas terciarias y laicales, como pasó desde los comienzos,
cuando la idea y los ideales eran los de contar siempre con laicos que defendieran a la
Iglesia de todo asalto o peligro con todos los medios buenos y eficaces al alcance, res-
pondiendo con paz a la agresividad.
Como cabeza y guía de la Orden de Predicadores, organizada territorial y debida-
mente, con Maestros Provinciales, está, estipulándose en doce años de duración, el
Maestro General.
~ 111 ~
ÍNDICE
A modo de prólogo
Cuatro hombres que en 1215 llegaron al fin de sus días …………………. pág. 3
Reino de León ……………………………………………………………. pág. 8
Reino de Castilla …………………………………………………………. pág. 9
Cuéllar (reino de Castilla) ……………………………………………….. pág. 10
Reino de Navarra ………………………………………………………… pág. 14
Runnymede (reino de Inglaterra) ………………………………………… pág. 15
Roma …………………………………………………………………….. pág. 17
Occitania …………………………………………………………………. pág. 22
Costas del Rif (norte de Marruecos) …………………………………….. pág. 23
Epílogo I
Simón Vela y la Virgen de la Peña de Francia ………………………….. pág. 24
Epílogo II
Sobre historia y consideraciones acerca de los toros ……………………. pág. 26
Epílogo III
La Carta Magna del monarca inglés Juan Sin Tierra en 1215 ………….. pág. 92
Epílogo IV
Orden de Predicadores: los dominicos ………………………………….. pág. 108