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Desigualdades justas y necesarias Recordando una verdad olvidada: el ideal católico de una sociedad fraterna, porque armoniosamente desigual

Desigualdades justas y necesarias

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Las desigualdades proporcionadas son necesarias para la existencia de la sociedad, así como todo organismo necesita miembros diferentes para poder funcionar

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Desigualdades justas y necesarias

Recordando una verdad olvidada: el ideal católico de una sociedad fraterna, porque armoniosamente desigual

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En portada: comida en casa de Simón el fariseo, por Philippe de Champaigne

Un fariseo le rogó a Nuestro Señor que comiera con él y, entrando en su casa, se puso a la mesa.

Había en la ciudad una mujer pecadora pública, quien al saber que estaba comiendo en casa del fariseo, llevó un frasco de alabastro con perfume, y ponién-dose detrás, a los pies de él, comenzó a llorar. Con sus lágrimas le mojaba los pies y con sus cabellos se los enjugaba; los besaba y los ungía con el perfume.

Al verlo el fariseo que le había invitado, se decía: «Si éste fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que le está tocando, pues es una pecadora».

Jesús le respondió: «Simón, tengo algo que decirte». El dijo: «Dime, maes-tro».

Jesús agregó: «Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos de-narios y el otro cincuenta. Como no tenían con qué pagarle, perdonó a los dos. ¿Quién de ellos le amará más?»

Respondió Simón: «Supongo que aquel a quien le perdonó más». El le dijo: «Has juzgado bien», y volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: «¿Ves a esta mu-jer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con lágrimas, y los ha secado con sus cabellos.

«No me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. «No ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. «Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mos-

trado mucho amor. A quien poco se le perdona, poco amor muestra». Y le dijo a ella: «Tus pecados quedan perdonados». Los comensales empezaron a decirse para sí: «¿Quién es éste que hasta per-

dona los pecados?» Pero él dijo a la mujer: «Tu fe te ha salvado. Vete en paz». (S. Lucas 7, 36-50)

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Sumario

Título original: Inégalités justes et nécessaires: Rappel d’une vérité oubliée : l’idéal catholique d’une société fraternelle, parce qu’harmonieusement inégalitaire. Traducido por Acción Familia, con las debidas autorizaciones © Société française pour la défense de la Tradition, Famille et Propriété – TFP

Desigualdades justas y necesarias

Un movimiento lento y continuo hacia

la igualdad total – pág. 2

Recordando una verdad olvidada: el ideal católico de una sociedad fraterna, porque

armoniosamente desigual – pág. 12

Doctrina de la Iglesia: La enseñanza de los Papas sobre las desigualdades justas y necesarias – pág. 18

«¿Por qué nuestro mundo pobre e igualitario se entusiasmó con la pompa

y la majestad de la coronacioón de la Reina de Inglaterra?» – pág. 35

Este trabajo ha sido elaborado a partir de escritos del Prof. Plinio Corrêa de Oliveira (1908-1995) -especialmente de su libro «Revolución y Contra-revolución»- además de los textos pontificios que son ci-

tados, quien fue fundador de la TFP brasileña e inspirador de Acción Familia.

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Un movimiento lento y continuo hacia ...La igualdad total

No existe actualmente, por así decir, ninguna transformación que no produzca una nivelación; que no favorezca, directa o indirectamente, el caminar de la sociedad

hacia un estado de cosas totalmente igualitario.

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Todos somos testigos de una multi-tud de hechos, sin conexión en-

tre ellos, que introducen pequeñas modificaciones en la vida de to-dos los días, en un sentido siem-pre más igualitario.

Esto ocurre, por ejemplo, con la relación entre profesores y alumnos. No hace tanto tiempo, el respeto debido a un maestro se ma-nifestaba de varias formas: el alum-no se ponía de pie cuando el profesor entraba en la clase; nadie habría dejado de descubrirse o se habría atrevido a dirigirse a él de modo grosero.

La desigualdad entre el profesor y los estudian-tes es una desigualdad justa y necesaria, que está siendo erosionada desde mayo de 1968. Poco a poco, la autoridad del maestro va desapareciendo, y éste pretende no ser sino un gentil compañero más; y el alumno, la mayor parte del tiempo, no hace sino lo que le place. Sin embargo, estos cam-

bios se van realizando de modo gra-dual, y la mayoría de las personas no se da cuenta de que la educación sufrió un cambio radical.

Sucede lo mismo con las re-glas de cortesía y etiqueta. Sí, un joven debe ceder su asiento a una persona mayor en un transporte público, del mismo modo que un

hombre debe dejar pasar a una dama o sujetarle una puerta. Estas muestras

de educación, que son cada vez más ra-ras, afirman desigualdades justas y nece-

sarias. Pero, como el abandono de la cortesía se hace poco a poco, nadie percibe este movimiento impalpable, hasta que nos da la sorpresa de llegar a ciertos extremos.

Hoy en día, estos cambios son introducidos en todos los ámbitos de la vida, siempre en la di-rección de nivelar y de abolir las manifestaciones necesarias de preeminencia o de superioridad. La suma de estos cambios constituye una revolución,

“Como el abandono de la cortesía se hace poco a poco, nadie percibe este movimiento impalpable, hasta que

nos da la sorpresa de llegar a ciertos extremos”.

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pero ella pasa desapercibida por la mayoría, por-que para cada pequeño cambio se puede encontrar siempre una justificación puntual. Esta revolución igualitaria no revienta como una bomba: es impal-pable, como un gas anestesiante difuso en el aire.

Como veremos más adelante, el igualitarismo se introduce en los aspectos externos de la existen-cia, en la forma de vivir en sociedad, o en el campo económico, político o internacional; en la cultura e incluso en las relaciones de los hombres con Dios.

Tanto es así que, el evento más importante de nuestro tiempo es, probablemente, el que parece ser la culminación de una gran Revolución. Ella orienta el curso de los acontecimientos en su bene-ficio a través de un proceso largo, gradual y sutil o declarado y brutal, pretendiendo establecer la plena igualdad en la Tierra.

Este inmenso movimiento, que está en marcha desde hace varios siglos, forma una poderosa co-rriente que avanza constantemente, alternando los remolinos lentos y profundos, con los saltos brus-cos y rápidos y con períodos de calma aparente.

Algunos ejemplos de avances del movimiento igualitario universal

En los aspectos externos de la existencia, ob-servamos que la diferencia natural entre los sexos tiende a suprimirse. Los modelos masculinos que se presentan en los desfiles de moda suelen ser an-

dróginos, llegando a tal extremo que se ha dado el caso que un hombre muy afeminado llega a presentar vestidos de novia. Al mismo tiempo, la imagen de masculinidad se devalúa, o es dis-torsionada e invertida.

Hace casi un siglo que las mujeres, habiéndose cortado el pelo “à la garçon”, em-pezaron un proceso que las lleva hoy en día, en gran nú-

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mero, a vestirse como si fueran hombres, en nom-bre de una falsa “liberación”, renunciando así a la elegancia, al encanto y a la delicadeza femenina. Y los grupos de presión homosexuales, proclamando su idea errónea de igualdad, realizan eventos pro-selitistas en favor del reconoci-miento social de sus prácticas, lo que tratan de imponer desde hace varios años.

Por otra parte, la diferen-cia entre las edades, lejos de afirmarse, se reduce al mínimo posible. El padre a la moda es “el mejor amigo” de su hijo. Los abuelos “en la onda” no dudarán en vestirse como ado-lescentes y en comportarse con la misma esponta-neidad inmadura de sus nietos.

Siempre analizando los aspectos externos de la vida, constatamos que los automóviles son todos iguales y que se funden en una banalidad uniforme y monocromática. Los edificios modernos son idén-ticos en el mundo entero. No hay nada más triste-mente parecido que un conjunto de edificios en las afueras de cualquier ciudad, en cualquier país. Las torres de oficinas, aun cuando sean extravagantes, no permiten saber si uno se encuentra en París, Bos-ton, Shangai o Buenos Aires. Todas las áreas co-merciales modernas se parecen, no sólo en todas las

regiones de un mismo país, sino también en todas las latitudes, a diferencia de las tiendas tradicionales del centro de la ciudad.

En el modo de vivir en sociedad, los ejemplos de avance del movimiento igualitario universal son

legión. La pérdida creciente de la cortesía; las formas de educación, sustituidas por una espontaneidad vulgar y agresiva, inquietan a justo tí-tulo. En la educación escolar, la abolición de las marcas de respeto de aquel que aprende en relación al que sabe, tien-de a formar generaciones de ignorantes. A esto se suma la

exaltación exagerada del deporte, de las proezas fí-sicas, y el desprecio progresivo por las actividades que dependen de la reflexión. La jerarquía natural constituida por la superioridad del trabajo intelec-tual sobre el trabajo mecánico, desaparece por la superación de la distinción entre uno y otro. Basta sólo mencionar esta jerarquía, que ayer aún era evi-dente, para ponernos alerta.

La sociedad que, hace menos de un siglo, se ca-racterizaba por ser un conjunto de familias armo-niosamente diversificadas, hoy en ellas la norma es el individualismo. Nunca los seres humanos han vivido en una tal soledad. En lugar de una jerarquía

«Campesinos, artesanos, obreros, empleados, domésticos,

funcionarios, militares, la pequeña, media y alta

burguesía, la aristocracia hereditaria: todo fue pasado

por una licuadora».

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de familias, que se articulan en grupos sociales y forman un cuadro esplendoroso, se tiene una gran cantidad de seres indiferenciados, puestos uno al lado de otro, como granos de arena en una playa, y que no tienen otra aspiración sino ser estrictamente idénticos al vecino y desaparecer en la masa amorfa.

Además, el movimiento igualitario tiende a su-primir las diversas clases sociales. Los campesinos, artesanos, obreros, empleados, domésticos, funcio-narios, militares, la pequeña, media y alta burgue-sía, la aristocracia hereditaria: todo fue pasado por una licuadora. En particular, se ha abolido toda in-fluencia aristocrática en la dirección de la sociedad y en el tono general que esta clase da a la cultura y a las costumbres.

En el campo económico, se avanza paso a paso hacia la concepción comunista, según la cual la pro-piedad “es un robo”. Sería necesario “castigar” a los ricos. No debemos ganar “demasiado” dinero. Si se posee una fortuna, no se debe tornarlo evidente. Está mal visto tener sirvientes. Los automóviles de lujo son similares a los vehículos ordinarios. Debe-mos abandonar la búsqueda de la excelencia en los objetos que nos rodean. Incluso la gastronomía de alta cocina está evolucionando hacia un estilo pobre y de aspecto irreconocible.

A muchos les parece normal que la mayor par-te de las ganancias sean confiscadas por el Estado, para luego ser mal administradas “para la comuni-

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Es un Domingo por la tarde en los Jardines del Luxembourg. La banda de la Guardia republi-cana terminó de tocar, el público vestido con elegancia mira pasar los uniformes. Los bue-nos modales que reinan entonces son uma feliz mezcla de ceremonia y de afabilidad.

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dad”. La herencia, que es el medio de trasmitir den-tro de una familia, no sólo un patrimonio material sino también una historia, una identidad, una perso-nalidad propia, en una palabra una tradición, sin la cual no hay civilización. Esta herencia, sobre todo cuando es significativa, es devorada por un Estado insaciable. Por desgracia, muchos católicos se han dejado intoxicar por esta ideología igualitaria con-traria a la propiedad.

En el plano político, se reduce cada vez más la distinción natural y necesaria entre gobernantes y gobernados. Aparece la manía obsesiva de parecer “normales” entre quienes ocupan los cargos impor-tantes de dirección, y de comportarse como si fue-ran personas vulgares. Esto no tiene paralelo sino con la rabia con la que los dirigidos tienden a re-bajarlos de manera sistemática. Esto es lo contrario

del estado de ánimo expresado por el viejo aforismo “nobleza obliga”.

La esfera religiosa no es inmune a los cambios progresivos hacia el igualitarismo. La distinción esencial entre el clero y los fieles no es aceptada. Los sacerdotes se visten como civiles, y los laicos, especialmente las mujeres, asaltan las funciones del altar. La pompa, los ornamentos sagrados, la arqui-tectura y el arte refinado son rechazados y reempla-zados por una casi miseria; por el uso de tejidos con aspecto ordinario y formas brutas y toscas, yendo hasta lo pavoroso en ciertas imágenes.

La soberanía del Papa es contestada; las distin-ciones jerárquicas en el seno del clero se tornan borrosas. Se hace obligatorio tratar a todas las re-ligiones con igualdad y la Iglesia católica no puede continuar afirmándose la única religión verdadera porque sería antipático.

«El movimiento igualitario sueña con fundir todos los pueblos en uno solo, con el fin de hacer desaparecer las legítimas características de cada país»

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De forma paralela, se puede notar que los uni-formes militares, de los gendarmes y de la poli-cía en todo el mundo, van evolucionando hacia una vestimenta únicamente funcional, una variante de la ropa de trabajo, abandonando progresivamente los componentes y el corte elegante que daban prestigio a la persona. El primer elemento que daba una nota de autoridad era la gorra, pero el kepis tradicional ha sido reducido a una gorra de turista. El uniforme afirma una desigualdad justa y necesaria, que el mo-vimiento igualitario quiere disolver.

A nivel internacional, existe el sueño de fundir todo los pueblos y todos los Estados en uno solo, con el fin de hacer desaparecer las legítimas carac-terísticas y las diferencias de cada país y de disolver poco a poco su soberanía. La soberanía es, en el de-recho público, la imagen de la propiedad. La mar-cha forzada hacia la integración europea es un triste ejemplo de este movimiento hacia un igualitarismo planetario.

En ese sentido, una constatación que podría pa-recer anecdótica, pero que no lo es, es la decadencia del papel de los embajadores en las relaciones inter-nacionales, lo que es acompañado por la decadencia de las soberanías. El embajador, hombre de salón y de representación, sutil conocedor de las mentali-dades del país donde se encuentra y de las relacio-nes, a veces complicadas, de las diferentes fuerzas políticas, ve hoy su noble cargo reducido casi al de

una figura decorativa. En el espíritu del público, el agregado comercial que negocia los contratos y el jefe local del servicio de espionaje, son mucho más importantes.

Posiblemente es en el mundo cultural que los ejemplos del avance del movimiento igualitario son más numerosos. Ellos tienen todos en común el principio rector de la abolición de la diferencia entre lo bello y lo feo en la producción artística

Igualitarismo y odio a DiosAún las relaciones entre los hombres y Dios

pasan por este cambio nivelador. La mentalidad moderna está profundamente influenciada por el panteísmo, por el inmanentismo y por otras formas esotéricas de religión que pretenden establecer en-tre Dios y los hombres relaciones de igualdad, y a dotar a la humanidad de propiedades divinas. El ateo es un igualitario que evita la afirmación ab-surda de decir que el hombre es Dios, pero que admite otro concepto absurdo afirmando que Dios no existe. El laicismo es una forma de ateísmo y, en consecuencia, de igualitarismo. El afirma que es imposible probar la existencia de Dios y que el hombre, en la esfera temporal, debe actuar como si Dios no existiera, es decir, como una persona que destronó a Dios.

Santo Tomás enseña1 que la diversidad de las criaturas y su escalonamiento jerárquico son un

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bien en sí, ya que las perfec-ciones del Creador de esta manera resplandecen mejor en la creación. El agrega que, entre los ángeles,2 como entre los hombres, en el Paraíso te-rrestre como en esta Tierra de exilio3, la Providencia institu-yó la desigualdad. Es por esto que un universo de criaturas iguales eliminaría en toda la medida de lo posible la seme-janza de las criaturas con su Creador. Odiar por principio toda especie de desigualdad equivale a oponerse metafí-sicamente a lo mejores ele-mentos de semejanza entre el Creador y la creación: es odiar a Dios.

Estos ejemplos de los avances del movimiento igua-litario, en todos los dominios y en todos los países, suscitan sin duda en el espíritu del lector muchos otros.

Se podría discutir si ésta o aquella modificación encuentran una justificación en la rectificación de un abuso evidente, o si tal novedad es un cambio ad-misible. Sin embargo, no es posible no sorprenderse de que todas las soluciones propuestas a los problemas de

hoy vayan siempre en un sentido igualitario.

No hay, por así decir, una transformación que no pro-duzca una nivelación; que no favorezca, directa o indirecta-mente, el encaminar a la socie-dad hacia un estado de cosas completamente igualitario. La uniformidad en este movimien-to no es natural. Es un modo de forzar la realidad para dar existencia a un deseo. La igual-dad es el objetivo hacia el que tienden las aspiraciones de las masas; la mística que gobierna la acción de casi todos los hom-bres; el ídolo bajo cuya tutela la humanidad espera encontrar su edad de oro.1. Cf. «Contra Gentiles», II, 45 ; «Summa Teoló-gica», I, q. 47, a. 2. — 2. Cf. «Summa Teológica», I, qq. 50, a. 4. — 3. Cf. op. cit., I, q. 96, a. 3 et 4.

El carácter religioso del movimiento igualitario

Este movimiento, o más bien esta revolución impalpable, posee un fuerte carácter religioso por-que es una mística. La igualdad, erigida como va-

Los límites de la desigualdad

Los hombres son iguales por su naturaleza y difieren solamente por sus accidentes. Los derechos que les vienen del simple hecho de ser hom-bres, son iguales para todos: derecho a la vida, al honor, a condiciones de existencia suficientes, y por tanto al trabajo, a la propiedad y a la práctica de la verdadera religión. Las desigual-dades que atentan contra estos dere-chos son contrarias al orden instaura-do por la Providencia.Sin embargo, si ellas respetan estos límites, las desigualdades prove-nientes de accidentes como la virtud, el talento, la belleza, la fuerza, la familia, la tradición, etc. son justas y de acuerdo al orden del universo. *

* Cf. Pío XII, Mensaje de Radio de Navidad, 1944, «Discorsi e Radiomessaggi», vol. VI, p. 239.

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lor metafísico supremo, pretende ser el principio director en función del cual todos los hombres de-ben ordenarse para adquirir la perfección. Es un “ideal” que se ama con un fervor religioso.

¿De dónde proviene esta adoración, a pesar de que ella no tiene propiamente un dios a venerar ni un culto a practicar?

Ella encuentra su intensidad impetuosa en la pasión del orgullo, que lleva a quien cede a ella a amar el igualitarismo con toda la fuerza de su alma. Porque el orgulloso, que pretende estar por encima de todo, quiere sobre todo que no haya na-die sobre sí, llevándole a querer nivelar todo.

El igualitarismo es por lo tanto un misticismo religioso y, como todo misticismo, es into-lerante. El viento que sopla en el mundo de hoy es un viento de in-tolerancia igualitaria. Esta intole-rancia es por lo demás uno de los elementos que prueban su carácter religioso, que puede llegar hasta la persecución.

Frente a esta re-volución igualita-ria universal, que alcanza todos los dominios de la vida en sociedad, pero

que es frecuentemente impalpable, el católico es puesto en una situación diametralmente opuesta e incompatible con este movimiento.

Para comprender bien la enseñanza de los Pa-pas sobre las desigualdades justas y necesarias, es preciso distinguir en primer lugar el concepto cristiano de igualdad, basado en la realidad de la naturaleza humana, sus límites, y en qué éste se opone al movimiento igualitario.

Après la messe (détail) – Eugène Bach – Musée des Beaux-Arts de Quimper

Un movimiento lento y continuo hacia la igualdad total

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Recordando una verdad olvidada:

el ideal católico de una sociedad fraterna,

porque armoniosamente

desigual

Todos los habitantes del pueblo están presentes para la bella procesión del Santísimo Sacramento que recorre y bendice los campos en la fiesta del Corpus. El alcalde y su concejo municipal se turnan para llevar el palio y la gendarmería participa con devoción. Al frente, una imagen de la Virgen es llevada por jovencitas. La gente se arrodilla para adorar a Nuestro Señor que pasa.San Agustín ha descrito lo que debería ser una sociedad verdaderamente cristiana: «Imaginemos un ejército constituido por soldados como los forma la doctrina de Jesucristo; gobernantes, maridos, esposas, padres, hijos, señores, servidores, reyes, jueces, contribuyentes, recolectores de impuestos como los quiere la doctrina cristiana. Y atrévanse a decir todavía que esta doctrina es contraria a los intereses del Estado».

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Existen dos concepciones radicalmente opues-tas de la igualdad. Y la línea que demarca estos

dos puntos de vista antagónicos divide a la socie-dad en dos campos irreconciliables.

La primera que se afirmó en la historia del mun-do, es la concepción cristiana. Ella aparece con la evangelización y pone en tela de juicio la cruel-dad del mundo pagano. De acuerdo con las ense-ñanzas de Nuestro Señor Jesucristo, los hombres comprenden que siendo todos hijos de Dios, son todos iguales, por el simple hecho de pertenecer a la humanidad. Todos los derechos inherentes a la naturaleza humana son los mismos para todos, co-menzando por los más fundamentales entre ellos: el derecho a la vida, a la dignidad y al honor, y pues a la libertad, así como el derecho a la pro-piedad, que es el derecho de poseer los frutos del propio trabajo, consecuencia directa de la dignidad y de la libertad de la persona humana.

Hasta entonces, el mundo pagano de la antigüe-dad se negaba a reconocer esta igualdad fundamen-tal de todos los seres humanos. De ahí, la esclavi-tud, la condición inferior de la mujer, el desprecio

por la vida humana y todas las manifestaciones de injusticias y de crueldades de un mundo bárbaro y primitivo que impedían el pleno desarrollo de la persona.

Para el cristiano, y para todos aquellos que tie-nen como referencia este pensamiento, no existe una “sub‒humanidad” a la que se podría privar de sus derechos fundamentales. Así, el derecho a la vida es el mismo para todas las personas humanas, cualquiera sea su edad o su condición física.

Sin embargo, esta concepción cristiana de la igualdad reconoce que hay desigualdades que son justas y necesarias. No son desigualdades “esen-ciales”, derivadas de la naturaleza humana, sino simplemente “circunstanciales”. Tales son el ta-lento, la belleza, la virtud, el saber y aun el naci-miento y la riqueza. Por ejemplo, la desigualdad que existe entre el alumno y el profesor es una des-igualdad justa y necesaria.

Del mismo modo que el más pequeño en una gran familia no recibirá el tratamiento del pri-mogénito, porque cada uno ocupa un lugar jerar-quizado, así también, para que la sociedad pueda

“Los católicos han abandonado poco a poco su visión del mundo que modeló una auténtica civilización cristiana”

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asegurar el perfeccionamiento de cada uno de sus miembros, todas las des-igualdades justas y necesarias deben ser reconocidas.

Esta es la enseñanza constante de la Iglesia católica, que afirma esta doble realidad: los seres humanos son todos iguales, en lo que concierne a los de-rechos esenciales que se derivan de la naturaleza humana, pero existen al mismo tiempo desigualdades circuns-tanciales que son justas y necesarias. Se encuentran más adelante, en la pá-gina 18, numerosas citas de las ense-ñanzas de los Papas en este sentido.

En consecuencia, durante los siglos en que la visión católica del mundo fue la matriz de la civilización, la edad, la educación, la cultura, el oficio, los bienes y una multitud de otras circuns-tancias matizaban las relaciones en el seno de la sociedad; marcaban las leyes, las costumbres, la economía, y comunicaban una nota de jerarquía, de respeto, de gravedad a toda la vida pú-blica y particular. Esa era una de las características más notables de la so-ciedad cristiana.

La salida de La Madeleine, Jean Béraud – Es la salida de la misa, un Domingo en la iglesia de La Madeleine en Paris. Los fieles bajan los peldaños y se alejan, cada uno yendo a su casa. Un hombre de barba blanca, a punto de cruzar la reja, con un misal en la mano, nos observa. En el primer plano una mujer se apresura antes de que la lluvia fina no recomience a caer sobre el pavimento húmedo. Detrás de ella, una dama, acompañada de su hija ele-gantemente vestida de azul, se dirige hacia uno de los empleados de su casa, a la izquierda. Vemos un cochero, con su abrigo con botones dorados, que espera bien erecto, un doméstico con guantes blancos y un chófer revestido con un blusón y gorra. De espaldas, una nodriza con sus cintas violeta que caen de su gorro da la mano a su pequeño travieso. Vale la pena observar cada detalle de este cuadro. La escena evoca el ideal cristiano de una sociedad fra-terna que respeta las desigualdades necesarias, justas y armoniosas.

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Sería sin duda exagerado afirmar que todos esos ma-tices han sido abolidos hoy. Sin embargo, no se puede sino reconocer que muchos han desaparecido completa-mente y que lo poco que resta va cada día disminuyendo y empalideciendo.

Los católicos han abandonado poco a poco su visión del mundo que modeló una auténtica civilización cris-tiana y se han dejado llevar, por un proceso igualita-rio que avanza frecuentemente de modo desapercibido, bien lejos de su ideal de una sociedad verdaderamente fraterna y armoniosamente desigual.

¿Cómo hemos llegado a una sociedad hoy, que se caracteriza por la rebelión continua de quien es menos contra quien es más; por el rechazo a prestar el homena-je debido a quien es más, comenzando por Dios; por una rebelión contra todas las desigualdades más explicables y más necesarias?

Esto se ha realizado a través de un lento proceso, que fue transformando poco a poco todas las manifestacio-nes de la vida en sociedad e imponiendo la segunda con-cepción de la igualdad, a que hicimos referencia, opues-ta a la concepción cristiana.

La concepción materialista de la igualdad niega la naturaleza humana

La segunda concepción de la igualdad es exactamen-te opuesta a la precedente. Esa igualdad, bárbara y pe-

Hijos de la luz e hijos de las tinieblas

Cuando un alma generosa encuentra una superioridad cualquiera -superioridad de edad, de talento, de educación, de instruc-ción, de inteligencia, de encanto, sobre todo de virtud- se encanta porque ama la jerar-quía, el orden y el respeto; le gusta venerar, prestar homenaje; tiene consideración por lo que es más que ella, admira, quiere el bien, ella desea servir y conservar porque ella ve en cada desigualdad legítima un peldaño más que la acerca a Dios.

Esta posición de alma es la que hace que ad-mire los objetos más bellos, los de mayor valor, los que tienen mayor rango artístico, porque son superiores a los comunes y porque todo lo que es superior merece admiración.

Cuando el rebelde igualitario ve una supe-rioridad, se llena de celos, no la admira, la detesta y trata de derribarla.

El no puede soportar que los otros ten-gan más. El tiene un alma taponada, cerrada, obstruida, ciega a lo que es superior y que se siente mal ante lo superior.

Uno es el hijo de la luz y el otro el hijo de las tinieblas. Cuando un alma admira, ella se ilumina y se llena de alegría. Cuando un alma está llena de envidia, ella queda amargada, indignada, triste y ensombrecida por los ce-los; nada le satisface y ella quiere quitar algo a los otros.

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ligrosa, niega que exista una naturaleza humana estable y que de ella se deriven derechos.

Esta concepción de la igualdad revive el viejo paganismo, encontrando su plena afirmación en el materialismo evolucionista de Marx y contamina amplios sectores de nuestros conciudadanos con mentalidad socialista, incluyendo, desgraciada-mente, algunos en los medios católicos.

Negando la realidad de la naturaleza humana, los adeptos de esta teoría están convencidos de que los derechos fundamentales no son iguales para to-dos. Es por ello que no consideran al niño en el vientre materno como una persona humana y le niegan el de-recho a la vida. Por ello el anciano, el enfermo o los inválidos no tienen, para ellos, los mismos derechos a la vida que la persona saludable.

Niegan la dignidad inherente a la persona hu-mana y, por ello, no ven ninguna razón de oponerse a las manipulaciones de la ingeniería genética que podría llegar hasta “crear” un ser humano nuevo.

Ellos aceptan el libertinaje, pero rechazan la auténtica libertad de la persona humana, manteni-da en una especie de minoridad perpetua, incapaz de asumir su destino y que el “Big Brother” del Estado debe hacerse cargo de su vida. En conse-cuencia, rechazan también que la persona tenga la plena disposición de los frutos de su trabajo que deben ser devueltos, en su mayor parte a la “co-lectividad” por medio de impuestos confiscatorios.

Los fanáticos de la envidia igualitaria querrían un mundo donde todas las desigualdades “circuns-tanciales” sean suprimidas.

Así, ellos aspiran a que todos tengan el mismo saber, utopía irrealizable y nociva. Arden en el de-seos de que nadie sea más rico que otro; que nadie tenga un status social más importante que otro y, si fuera posible, ellos harían que todos tuviesen las mismas características físicas, incluso borrando la diferencia ‒necesaria y legítima‒ entre el hombre y la mujer, reemplazándolos por “individuos” de sexo cambiante e incierto.

El motor de esta concepción de la igualdad es la envidia, los celos. Es esta pasión igualitaria devo-radora que hace que se prefiera la miseria genera-lizada, con tal de que no exista nadie superior, que posea más. Esta concepción igualitaria produce la ruina y la desesperación, cada vez que se trata de implantarla en una sociedad.

El mundo no saldrá de la crisis, profunda en to-dos los dominios, en la cual está sumergida mien-tras que la concepción heredada de la Civilización Cristiana no haya vencido sobre la devoradora envidia igualitaria; que no hayamos regresado al ideal católico de una sociedad fraterna, puesto que armoniosamente desigual.

El ideal católico de una sociedad armoniosamente desigual

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La enseñanza de los PapasDoctrina de la Iglesia:

sobre las desigualdades justas y necesarias«La sociedad humana, tal como Dios la ha establecido,

está compuesta por elementos desiguales, como desiguales son los miembros del cuerpo humano;

hacerlos todos iguales es imposible, pues supondría destruir la propia sociedad». San Pío X

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Los textos pontificitos pre-sentados aquí muestran que, de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia, la sociedad cristiana debe estar constituida por clases, con desigualdades proporciona-das que encuentran en una co-laboración armoniosa su propio bien y a la vez el bien común.

Pero en ningún caso estas des-igualdades deben violar los dere-chos que pertenecen al hombre por el simple hecho de que es un hom-bre. Porque, de acuerdo al designio del Creador, la naturaleza humana, que es la misma en todos hombres, los torna ipso facto iguales en lo que concierne a estos derechos.

1. La desigualdad de derechos y de poder emanan del mismo Autor de la naturaleza

Léon XIII en la encíclica Quod apostolici mu-neris (28-12-1878) enseña:

“Por más que los socialistas, abusando del pro-pio Evangelio para inducir más fácilmente al mal a los incautos, se hayan habituado a desvirtuarlo según su parecer, existe, sin embargo, una diver-gencia tan grande entre sus perversos dogmas y la purísima doctrina de Jesucristo, que no la hay ni puede haberla mayor. Porque ¿qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad, o qué sociedad hay entre la luz y las tinieblas?” (II Cor. 6, 14).

Los socialistas no cesan, como sabemos, de proclamar que todos los hombres son por natura-

«Esta desigualdad resulta provechosa para todos porque la vida social requiere un organismo muy variado y funciones diversas; y lo que lleva precisamente a los hombres a repartirse estas funciones, es sobre todo

la diferencia de sus condiciones respectivas»

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leza iguales entre sí; y, por esto, sostienen que no se debe al poder soberano ni honor, ni respeto, ni obediencia a las leyes, salvo a aquellas que ellos habrían sancionado a su antojo.

“Por el contrario, según las enseñanzas de los Evangelios, la igualdad entre los hombres consiste en que todos, al tener todos la misma naturaleza, están todos llamados a la misma altísima dignidad de hijos de Dios; bien como en que, por haber sido todos designados para el mismo y único fin, cada uno será juzgado según la misma ley, recibiendo según sus méritos el castigo o la recompensa. Esto no obstante, la desigualdad de derechos y de poder procede del propio Autor de la naturaleza, de quien toda paternidad, en el Cielo y en la Tierra, toma su nombre” (Ef. 3, 15) . 1

1.Acta Sanctae Sedis, Typis Polyglottae Officinae, Romae, 1878, vol. XI, p. 372.

2.El universo, la Iglesia y la sociedad civil reflejan el amor de Dios a una desigualdad orgánica

En la misma encíclica, el Pontífice afirma:“Quien creó y gobierna todas las cosas las ha

dispuesto, con su providente Sabiduría de tal for-ma que las más pequeñas por medio de las me-dianas y las medianas por medio de las mayores, lleguen todas a sus fines respectivos.

“Por consiguiente, así como quiso que en el propio Reino celestial los coros de los Angeles fueran distintos y estuvieran sometidos los unos a los otros; así como en la Iglesia instituyó varios grados de órdenes y diversidad de ministerios, para que no todos fueran Apóstoles, ni todos Doc-tores, ni todos Pastores (1 Cor. 12, 27); así también constituyó en la sociedad civil muchas categorías diferentes en dignidad, derechos y poder, sin duda para que la sociedad civil al igual que la Igle-sia, fuese un solo cuerpo, compuesto de muchos miembros, unos más nobles que otros, pero todos recíprocamente necesarios y preocupados por el bien común”. 2

2. Acta Sanctae Sedis, Typis Polyglottae Officinae, Romae, 1878, vol. XI, p. 372.

3. Los socialistas declaran que el derecho de propiedad es una pura invención humana que repugna a la igualdad natural entre los hombres

Y un poco más adelante, declara:“La sabiduría católica apoyada en los preceptos

de la ley divina y de la ley natural, vela también con singular prudencia por la tranquilidad pública y doméstica mediante los principios que mantiene y enseña respecto al derecho de propiedad y a la distribución de los bienes adquiridos para las ne-cesidades y utilidad de la vida. Los socialistas, en

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realidad, al presentar el derecho de propiedad como una pura invención humana que repugna a la igualdad natural entre los hombres, aspiran a la comunidad de bienes, y opinan que no puede soportarse con paciencia la pobreza, y que se pue-de violar impunemente las posesiones y los dere-chos de los ricos.

“La Iglesia, mucho más acertada y provecho-samente, reconoce la desigualdad entre los hom-bres, naturalmente diferentes por las fuerzas del cuerpo y del espíritu, y también por sus po-sesiones, y ordena que el derecho de propiedad y de dominio, que proviene de la propia naturaleza, permanezca intacto e inviolable en manos de quien lo posee”. 3

3. Ibidem, p. 374.

4. Nada repugna tanto a la razón como una igualdad absoluta entre los hombres

En la encíclica Humanum genus (20-04-1884), Léon XIII agrega::

“Que todos los hombres, sin excepción, son iguales entre sí, es cosa que nadie duda, si se con-sidera que el origen y la naturaleza son comunes, que cada uno debe alcanzar el mismo fin último, y que de aquí emanan naturalmente los mismos de-rechos y obligaciones; pero, una vez que no pue-

den ser iguales las cualidades naturales de todos, y cada uno es diferente del otro ‒sea por las faculta-des espirituales, sea por la fuerza física‒; y que son muchísimas las diferencias de costumbres, gustos, y maneras de ser; nada repugna, pues, tanto a la razón como pretender reducir todas estas cosas a una misma medida y trasponer esta igualdad tan absoluta a las instituciones de la vida civil”. 4 4. Acta Sanctae Sedis, Ex Typographia Polyglotta, Romae, 1906, vol. XVI, p. 427.

5. Las desigualdades son la condición para una sociedad orgánica

El Papa León XIII prosigue:“Del mismo modo que la perfecta constitución

de un cuerpo resulta de la unión y adecuación entre sus diversos miembros ‒los cuales difieren forma y funciones, pero vinculados y situados en su pro-pio lugar constituyen un organismo bello, vigoro-so y apto para cumplir su función‒, así también se encuentran en la sociedad humana diferencias de proporciones casi infinitas. Si todos fueran iguales y cada uno hiciera su voluntad, no podría el Estado tener un aspecto más deforme; por el contrario, si a través de distintos grados de dignidad, dedicación y talento, todos contribuyen convenientemente al bien común, reflejarán la imagen de una sociedad bien constituida y de acuerdo con la naturaleza”. 5 5. Ibidem.

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6. La desigualdad social redunda en provecho de todos

En la encíclica Rerum novarum (15-05-1891), León XIII vuelve a tratar sobre la desigualdad social:

“El primer principio a destacar, es que el hom-bre debe tomar con paciencia su condición; es im-posible que, en la sociedad civil todo el mundo sea elevado al mismo nivel.

“Es esto exactamente lo que persiguen los so-cialistas; pero contra la naturaleza, todos los es-fuerzos son vanos. Es ella en efecto la que ha dispuesto diferencias entre los hombres tan múltiples como profundas: diferencias de inteligencia, de talento, de habilidad, de salud, de fuerza; diferencias nece-sarias de donde nace espon-táneamente la desigualdad de las condiciones.

“Esta desigualdad, por lo demás, es provechosa para todos, tanto para la sociedad, cuanto para los individuos: ya que la vida social requiere un orga-nismo muy variado y funciones bastante diversas; y lo que lleva precisamente a los hombres a repar-tirse estas funciones, es sobre todo la diferencia de su condiciones respectivas”. 6

6. Acta Sanctae Sedis, Ex Typographia Polyglotta, Romae, 1890-91, vol. XXIII, p. 648.

7.Las clases sociales deben integrarse en la sociedad de la misma manera que los miembros del cuerpo se ajustan entre ellos

Un poco más adelante, el Pontífice declara: “Lo que está en causa, de lo que hablamos, es

el error capital de suponer que cada clase es enemiga natural de la otra, como si la naturaleza hubiese enfren-

tado a ricos y a pobres para que se combatan mutuamente en un duelo obstinado. Esto es a tal punto incompatible con la razón y con la verdad que, por el con-trario, es necesario sentar como cierto el siguiente principio:

“Así como en el cuerpo se unen convenientemente entre sí los diferentes miem-bros, de donde nace un todo

de aspecto armonioso que podrá llamarse justa-mente simetría, del mismo modo dispone la natu-raleza que ambas clases se unan armoniosamente entre sí en la sociedad, y que mantengan de perfec-to acuerdo el equilibrio. Cada una necesita absolu-tamente a la otra: no puede existir capital sin tra-bajo, ni trabajo sin capital. La concordia engendra

«La naturaleza exige que las clases en la sociedad se

integren mutuamente y que de su colaboración mutua nazca un equilibrio justo»

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la belleza y el orden de las cosas; de la rivalidad perpetua es, en cambio, inevitable que nazca una salvaje ferocidad y confusión” 7. 7 Acta Sanctae Sedis, Ex Typographia Polyglotta, Romae, 1890-91, vol. XXIII, p. 648-649.

8. La Iglesia ama a todas las clases, y la armoniosa desigualdad entre ellas

En su alocución del 24 de enero de 1903 al Pa-triciado y a la Nobleza romana, afirma también León XIII:

“Los Romanos Pontífices siempre fueron solí-citos, a la vez, tanto en tutelar y mejorar la suerte de los humildes, como en sostener y aumentar el decoro de las clases elevadas. Puesto que ellos son los continuadores de la misión de Jesucristo, no sólo en el orden religioso, sino también en el so-cial. (...) Por eso la Iglesia, al predicar a los hom-bres la filiación universal del mismo Padre celes-tial, reconoce asimismo como providencial para la sociedad humana la distinción de las clases. Por esa razón inculca que sólo en el respeto recíproco de los derechos y deberes y en la caridad mutua está escondido el secreto del justo equilibrio, del bienestar honesto, de la verdadera paz y del flore-cimiento de los pueblos.

“Así pues, Nos, deplorando las actuales agita-ciones que perturban la convivencia social, hemos vuelto también muchas veces Nuestra mirada ha-cia las clases más humildes, más pérfidamente ase-

diadas por las sectas inicuas, y les hemos ofrecido los maternales cuidados de la Iglesia; y hemos de-clarado muchas veces que nunca será remedio para esos males la igualdad que subvierte el orden so-cial, sino aquella fraternidad que, sin menoscabar en nada la dignidad propia de cada categoría, une los corazones de todos con un mismo vínculo de amor cristiano”. 8

8. Leonis XIII Pontificis Maximi Acta, Ex Typographia Vaticana, Romae, 1903, vol. XXII, p. 368.

9. Debe haber en la sociedad reyes y súbditos, patronos y obreros, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y plebeyos

En el motu propio Fin dalla prima, del 18 de diciembre de 1903, San Pío X resume la doctrina de León XIII sobre las desigualdades sociales:

“I. La sociedad humana, tal como Dios la ha establecido, está compuesta por elementos des-iguales, como desiguales son los miembros del cuerpo humano; hacerlos todos iguales es impo-sible, pues supondría destruir la propia sociedad. (Enc. Quod Apostolici muneris).

“II. La igualdad entre los diversos miembros de la sociedad consiste únicamente en que todos los hombres tienen su origen en Dios Creador, han sido redimidos por Jesucristo y deben ser juzgados

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y premiados o castigados por Dios según la medi-da exacta de sus méritos o deméritos (Enc. Quod Apostolici muneris).

“III. De aquí viene que esté de acuerdo con el orden establecido por Dios que haya en la sociedad humana reyes y súbditos, patronos y obreros, ricos y pobres, sabios e ignorantes, nobles y plebeyos, los cuales, unidos todos por un vínculo de amor, se ayu-den mutuamente a conseguir su último fin en

el Cielo y, sobre la tierra, su bienestar material y moral. (Enc. Quod Apostolici muneris)”. 9

9 Acta Sanctae Sedis, Ex Typographia Polyglotta, Romae, 1903-1904, vol. XXXVI, p. 341.

10. Ciertas democracias llevan la perversidad hasta perseguir la supresión y la nivelación de las clases

De la Carta apostólica Notre charge apostolique, de San Pío X, del 25 de agosto de 1910:

Un cardenal se prepara para celebrar una misa pontifical. Príncipe de la Iglesia, heredero del Trono de Pedro, reza, recubierto por su larga capa roja, antes de revestirse con los ornamentos que están sobre el altar. Su escudo de armas preside la escena, los cirios brillan, el clero lo rodea. La pompa sagrada de la ceremonia va a desarrollarse con una lentidud ma-jestuosa.

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“Le Sillon, llevado por un mal entendido amor a los débiles, ha incurrido en el error.

“En efecto, Le Sillon se propone el restableci-miento y regeneración de las clases obreras. Aho-ra bien, los principios de doctrina católica sobre esta materia ya han sido fijados, y ahí está la his-toria de la civilización cristiana para atestiguar su bienhechora fecundidad. Nuestro Predecesor, de feliz memoria, los recordó en magistrales páginas que los católicos ocupados en las cuestiones socia-les deben estudiar y tener siempre ante sus ojos. Enseñó especialmente que la democracia cristiana debe ‘mantener la diversidad de clases, que es ciertamente lo propio de la ciudad bien constituida, y querer para la sociedad humana la forma y carácter que Dios, su autor, ha im-preso en ella’. Condenó ‘una democracia que llega al grado de perversidad de atribuir al pueblo la soberanía de la sociedad y perse-guir la supresión y nivelación de las clases’”. 10 10. Acta Apostolicae Sedis, vol. II, nr. 16, 31-8-1910, p. 611.

11. Jesucristo no enseñó una igualdad quimérica ni la rebeldía contra la autoridad

Aún en la misma carta apostólica afirma San Pío X:

“Aunque Jesús fue bueno para con los extravia-dos y pecadores, no respetó sus convicciones erró-neas, por muy sinceras que pareciesen; los amó a todos para instruirlos, convertirlos y salvarlos. Si llamó junto a sí, para consolarlos a quienes pade-cen y sufren, no fue para predicarles la envidia de una igualdad quimérica; si enalteció a los humil-des no fue para inspirarles el sentimiento de una dignidad independiente y rebelde a la obediencia”. 11. Ibidem.

12. A pesar de ser iguales por naturaleza, los hombres no deben ocupar la misma situación en la vida social

En la encíclica Ad Beatissimi, del 1 de Noviem-bre de 1914, Benedicto XV afirma:

“Frente a aquellos que han sido favorecidos por la fortuna o han alcanzado alguna abundancia de bienes con su trabajo, se levantan encendidos en malevolencia los proletarios y obreros, porque, aun cuando participan de la misma naturaleza, no se encuentran, sin embargo, en la misma condición. Evidentemente, una vez infatuados como están por las falacias de los agitadores a cuya influencia suelen someterse totalmente, ¿quién los conven-cerá de que del hecho de que todos los hombres son iguales por naturaleza no se sigue que todos

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deban ocupar igual situación en la sociedad, sino que, a no ser que algo lo impida, cada uno tendrá la situación que haya alcanzado para sí mediante su comportamiento? Así, los pobres que luchan con-tra los ricos como si éstos se hubieran apoderado de bienes ajenos, no solo actúan contra la justicia y la caridad, sino también contra la razón, sobre todo considerando que, si quieren, pueden alcan-zar para sí una fortuna mejor mediante su honesta competencia en el trabajo. No es necesario declarar cuáles y cuántas calamidades engendra esta odiosa rivalidad entre clases, no sólo para los individuos sino también para el conjunto de la sociedad”. 12

12. Acta Apostolicae Sedis, vol. VI, n° 18, 18-11-1914, p. 571- 572.

13. El trato fraterno entre superiores e inferiores no debe hacer desaparecer la variedad de condiciones y la diversidad de las clases sociales

Continúa Benedicto XV:“Ciertamente no tendrá fuerza ese amor para

hacer desaparecer las diferencias de condición en-tre las diversas clases sociales, así como no es po-sible hacer que todos los miembros de un cuerpo viviente tengan la misma función y dignidad; sin embargo, conseguirá que quienes están en situa-ción superior desciendan, en cierto modo, hasta los inferiores, y que se comporten con ellos no sólo con justicia, como conviene, sino también benig-na, amable, pacientemente. Alégrense por su parte

los inferiores de la prosperidad de aquellos y ten-gan confianza en su auxilio, así como el menor de los hijos de una familia descansa en protección y amparo del mayor”. 13

13. Ibidem, p. 572.

14. Se debe a acatar la jerarquía social, para mayor ventaja de los individuos y de la sociedad

Benedicto XV, en la carta Soliti Nos, del 11 de marzo de 1920, dirigida a Mons. Marelli, Obispo de Bérgamo, declara:

“Quienes tienen una inferior posición social y fortuna, entiendan perfectamente esto: que la va-riedad de categorías existentes en la sociedad civil proviene de la naturaleza y de la voluntad de Dios.

En conclusión, debe repetirse: porque Él mismo hizo al pequeño y al grande (Sab. VI, 8), sin duda para mayor provecho de los individuos y de la so-ciedad. Que ellos mismos se persuadan de que, por más que mediante su esfuerzo y favorecidos por la fortuna hayan alcanzado situaciones mejo-res, siempre restará para ellos, como para todos los hombres, una parcela no pequeña de padecimien-tos; por lo cual, si son juiciosos no aspirarán en vano a cosas más altas que las que puedan, y so-portarán con paz y constancia los inevitables ma-les en la esperanza de los bienes eternos”. 14

14. Acta Apostolicae Sedis, vol. XII, n2 4, 1-4-1920, p. 111.

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15. No se debe excitar la animosidad contra los ricos incitando a las masas a la subversión de la sociedad

En una carta del 5 de Junio de 1929 dirigida a Mons. Achille Liénart, Obispo de Lille, la Sagrada Congregación del Concilio recuerda los siguientes principios de la doctrina social católica y directi-vas prácticas de orden moral emanadas de la su-prema autoridad eclesiástica:

“Quienes se glorían del título de cristianos, ya sea tomados aisladamente o agrupados en asocia-ciones, no deben, si tienen conciencia de sus obligaciones, estimular enemistades y rivali-dades entre las clases sociales, sino la paz y la caridad mutua”. (San Pío X, Singulari qua-dam, 24-09-1912).

“Que los escritores católicos, tomando la defen-sa de la causa de los proletarios y de los pobres, se guarden de emplear un lenguaje que pueda inspirar al pueblo aversión por las clases

superiores de la sociedad. (…) Que recuer-den que Jesucristo ha querido unir a todos los hombres por el vínculo de un amor recíproco, que es la perfección de la justicia y que en-traña la obligación de trabajar mutuamente al bien los unos de los otros”. (Instrucción de la S.C. de Asuntos eclesiásticos extraordinarios, 27/01/1902).

“Quienes presiden a este género de institucio-nes (que tienen por fin promover el bien de los obreros) deben recordar (…) que nada es más pro-pio para asegurar el bien general que la concordia y la buena armonía entre todas las clases, y que la caridad cristiana es el mejor trazo de unión. Aque-llos trabajarán pues muy mal por el bien del obrero si, pretendiendo mejorar sus condiciones de exis-tencia, no lo ayudan sino a conquistar los bienes efímeros y frágiles de aquí abajo, descuidando el disponer los espíritus a la moderación recordando los deberes cristianos, más aún, que lleguen hasta excitar aún más la animosidad contra los ricos, en-

«Las desigualdades no son defectos de la creación, sino excelentes cualidades donde se reflejan las perfecciones infinitas y adorables de su Autor»

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tregándose a declamaciones amargas y violentas por las cuales hombres ajenos a nuestras creencias tienen costumbre de empujar a las masas al des-quiciamiento de la sociedad”. (Benedicto XV al Obispo de Bergamo, 11/03/1920) 15 15. Acta Apostolicae Sedis, vol. XXI, nr 10, 3-8-1929, p. 497-498.

16. La desigualdad de derechos es legítima

Pío XI, en la encíclica Divini Redemptoris (19/03/1937), afirma: “Debemos advertir que se engañan vergonzosamente quienes tienen la lige-reza de opinar que en la sociedad civil los derechos de todos los ciudadanos son iguales y que no existe jerarquía social legítima”. 16 16. Acta Apostolicae Sedis, vol. XXIX, n2 4, 31-3-1937, p. 81.

17. Las similitudes y diferencias entre los hombres encuentran su lugar apropiado en el orden absoluto del ser

De Pío XII, mensaje de Navidad de 1942: “Si la vida social supone la unidad interna, ella no ex-cluye sin embargo las diferencias pedidas por la realidad y por la naturaleza. Pero mientras uno se adhiere com firmeza al supremo Legislador, Dios, por todo lo que se refiere al hombre, las similitudes como las diferencias entre los hombres encuentran su lugar apropiado en el orden absoluto del ser,

de los valores, y también por consecuencia, de la moral. Si este fundamento es sacudido, inmediata-mente se abre un peligroso foso entre los diversos dominio de la cultura y se manifiestan una incerti-dumbre y una fragilidad de contornos, de los lími-tes y de los valores”. 17

17. Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, Tipografia Poliglotta Vati-cana, vol. IV, p. 331.

18. Las relaciones humanas producen siempre y necesariamente una escala de grados y de diferencias

De la alocución de Pio XII a los obreros de la Fiat (31/10/1948): “La Iglesia no promete la igual-dad absoluta que otros proclaman, porque ella sabe que las relaciones humanas y producen siempre y necesariamente una escala de gradaciones y de di-ferencias en las cualidades físicas e intelectuales, en las diposiciones y tendencias internas, en las ocupa-ciones y responsabilidades. Pero ella asegura al mismo tiempo la plena igualdad en la dignidad, así como en el corazón de Aquel que llama a sí a todos los hombres fatigados y cansados”. 18

18. Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, Tipografia Poliglotta Vati-cana, vol. X, p. 266.

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19. Pretender la igualdad absoluta sería destruir el organismo social

Pío XII, en un discurso a un grupo de fieles de la parroquia italiana de Marsciano, Perusa (04/06/1953) declara: “Es necesario que os sintáis verdaderamente hermanos. No se trata de una sim-ple alegoría: sois verdaderamente hijos de Dios y por consecuencia verdaderamente hermanos.

“Y bien, los hermanos no nacen ni permanecen todos iguales: unos son fuertes, otros débiles; unos inteligentes, otros incapaces; es posible que uno sea anormal, y puede ocurrir también que otro se torne indigno. Existe pues e inevitablemente una cierta desigualdad material, intelectual, moral, dentro de una misma familia. (…) Pretender una igualdad absoluta de todos sería lo mismo se pre-tender dar funciones idénticas a miembros diferen-tes del mismo organismo”. 19

19. Discorsi e Radiomessaggi di Sua Santità Pio XII, Tipografia Poliglotta Vaticana, vol. XV, p. 195.

20. Aquel que ose negar la diversidad de las clases sociales contradice el propio orden de la naturaleza

Juan XXIII enseña en el encíclica Ad Petri cathe-dram (29/06/1959):

“Es cada vez más necesario promover también entre las clases sociales esa armoniosa unidad que

ser busca entre pueblos y naciones. Si esto no ocu-rre, pueden resultar mutuos odios y disensiones, como ya lo vemos; de ahí, nacerán trastornos, re-voluciones y a veces masacres, la disminución pro-gresiva de la riqueza y las crisis que afectan a la economía pública y privada. (…)

“Por consiguiente, quienes se atreven a negar la desigualdad de las clases sociales contradicen las leyes de la propia naturaleza, y quienes se oponen a esta amistosa e imprescindible unión y ooperación entre dichas clases pretenden, sin duda, perturbar y dividir la sociedad humana con grave peligro y daño del bien público y del privado. (...) Ciertamen-te cada una de las clases y diversas categorías de ciudadanos puede defender sus propios derechos, con la condición de que esto no se haga con vio-lencia dino legítimamente, sin invadir injustamente los derechos de los demás, tan inviolables como los propios. Tods son hermanos; por consiguiente toda ha de resolverse con amistoso trato y mutua caridad fraterna”. 20 20. Acta Apostolici Sedis, vol. LI, n° 10, 22-7-1959, p. 505- 506.

21. Una sociedad sin clases: peligrosa utopía

Juan Pablo II declaró en la homilía pronuncia-da durante la misa para los jóvenes estudiantes de Belo Horizonte, Brasil (01/07/1980):

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“He comprendido que un joven cristiano deja de ser joven y deja de ser cristiano por mucho tiempo cuando se deja seducir por doctrinas o ideologías que predican el odio y la violencia. (…)

“Aprendí que un joven comienza a en-vejecer peligrosamente cuando se deja en-gañar por el principio, fácil y cómodo, que ‘el fin justifica los medios’, cuando llega a creer que la única esperanza de mejorar la sociedad consiste en promover la lucha y el odio entre los grupos sociales, en la utopía de una sociedad sin clases, que se traduce rápidamente en la creación de nuevas cla-ses”. 21

21. Insegnamenti di Giovanni Paolo II, vol. III, 2, Libreria Editrice Vati-cana, 1980, p. 8.

22. La desigualdad de las criaturas es una condición para que la Creación de gloria a Dios

Conviene agregar a los textos pontificios transcritos más arriba algunos argumentos del Doctor Angélico para justificar la exis-tencia de la desigualdades entre las criatu-ras. El afirma en la Summa Teológica:

“Así, en las cosas naturales, las especies parecen haber sido ordenadas por grados. Por ejemplo, las cosas mixtas son más per-

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Doctrina de la Iglesia sobre las desigualdades justas y necesarias

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fectas que los elementos que las componen, las plantas prevalecen sobre los minerales, los anima-les sobre las plantas, los hombres sobre los anima-les, y en cada uno de estos órdenes de criaturas se encuentra una especie que vale más que otras. Es por eso que la divina Sabiduría habiendo sido la causa de la distinción entre los seres, a fin de que el universo fuese perfecto, Ella ha querido por la misma razón que existiera la desigualdad entre las creaturas. Porque el universo no sería perfecto si hubiese en los seres un solo grado de bondad en las cosas”. 22

22. Santo Tomás de Aquino, Summa Teológica, I, q. 47, a. 2.

No sería, en efecto, de acuerdo a la perfección de Dios crear un sólo ser. Ya que ningún ser crea-do, tan excelente como pueda imaginárselo, esta-ría en condiciones de reflejar adecuadamente las infinitas perfecciones de Dios.

Las criaturas son por lo tanto necesariamente múltiples; no solamente múltiples, sino también necesariamente desiguales. Tal es la enseñanza del santo Doctor:

“Se deben preferir muchos bienes acabados a uno solo, por la razón que ellos tienen más ampli-tud. Ahora, la bondad de toda criatura es finita ya que ella está abajo de la infinita bondad de Dios. Por lo tanto, la universalidad de las criaturas es más perfecta, si están repartidas en diversos gra-dos, que si ellas estuviesen todas comprendidas

en uno solo. Ahora, es propio del Sumo Bien que haga lo que es mejor. Por ello, era conveniente que estableciera varios grados entre las criaturas.

“La bondad de la especie prevalece sobre el bien del individuo, así como lo formal prevalece sobre lo material. Así, la multitud de las especies aumenta sobre todo la bondad del universo que la multitud de los individuos limitados a una sola especie. De este modo, la perfección del universo exige no solamente que exista un gran número de individuos, sino también que haya especies y, por consiguiente, diversos grados en las cosas”.23

23. Summa contra Gentiles, libro II, cap. 45.

23. La supresión de las desigualdades es la condición sine qua non para la eliminación de la religión

Dios no ha querido limitar esas desigualdades a los seres de reinos inferiores –mineral, vegetal y animal-, sino que las ha extendido también a los hombres y a los pueblos y naciones.

Las ha creado armoniosas entre ellas, y bené-ficas para cada categoría de seres como para cada ser particular, pues todo que El ha querido dar al hombre medios abundantes que le permitan tener siempre presentes en su espíritu Sus in-finitas perfecciones. Las desigualdades entre

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los seres son ipso facto una sublime y muy basta escuela de anti-ateísmo.

Esto es lo que parece haber comprendido el escritor comunista francés Roger Garaudy (más tarde “convertido” al islam), cuando el subraya la importancia de la eliminación de las desigualdades sociales para la victoria del ateísmo en el mundo: “En efecto, no es posible para um marxista decir que la eliminación de las creencias religiosas es una condición sine qua non para la edificación del comunismo. Karl Marx mostraba al contrario que la realización completa del comunismo, tornando las relaciones sociales trasparentes tornaría posi-ble la desaparición de la concepción religiosa del mundo. Para un marxista, la edificación del comu-nismo es la condición sine qua non de la elimina-ción de las raíces sociales de la religión, y no es la eliminación de las creencias religiosas condición para la construcción del comunismo”. 24

24 “L’homme chrétien et l’homme marxiste”, Semaines de la pensée marxiste — Confrontations et débats, La Palatine, Paris-Genève, 1964, p. 64.

Querer destruir el orden jerárquico del Univer-so es pues privar al hombre de la posibilidad de ejercer el derecho más fundamental: el de conocer, amar y servir a Dios. Dicho de otro modo, es de-sear la mayor de las injusticias y la más cruel de las tiranías.

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“¿Por qué nuestro mundo pobre e igualitario

se entusiasmócon la pompa y la majestad

Reina de Inglaterra?”de la coronación de la

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Las ceremonias de la coronación de la Reina de Inglaterra, en 1953, suscitaron en el mun-

do entero um entusiasmo sorprendente. Se sintió un eco notable de este interés en el matrimonio del príncipe Carlos y de lady Diana o en el de su hijo, el príncipe William, con Catherine, duquesa de Cambridge, como también en las ceremonias del jubileo de la Reina en 2002. ¿Qué motivos pueden mover a la opinión pública mundial, tan igualita-ria, a seguir ritos que evocan tiempos pasados? En un artículo publicado en Brasil por la revista Ca-tolicismo *, el Profesor Plinio Corrêa de Oliveira analisada esta fascinación mundial con ocasión de las ceremonias de ascensión al trono de la joven soberana de indica la razón profunda de este en-tusiasmo.

(*) “¿Por qué nuestro mundo pobre e igualitario se entusiasmó con la pompa y la majestad de la coronación de la Reina de Inglaterra?” – Plinio Corrêa de Oliveira, en Catolicismo Nº 31 – juin 1953

En la toma de posesión del General Eisenhower de su funciones como Presidente de los Estados Unidos escribió o ciertas consideraciones que sus-citaron el interés de los lectores de Catolicismo. Prometimos entonces analisar e igualmente las ce-remonias de coronación de la Reina de Inglaterra, Elisabeth II. Es lo que haremos ahora.

Monografía social de un interés palpitante

La espléndida cérémonie da ha proporcionado una visión de conjunto de Inglaterra con todo lo que ella es, todo lo que ella posee y lo que ella puede hoy. Esta visión se limitó al plan simbólico, pero que, precisamente por ser simbólico, traduce mejor que todo ciertos aspectos de la realidad.

Las instituciones inglesas, su significado íntimo, su pasado, sus condiciones de existencia presentes,

«En nuestros días no hay, por así decir, ninguna transformación que no produzca una nivelación; que

no favorezca, directa o indirectamente, el caminar de la sociedad hacia un estado de cosas totalmente igualitario».

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las tendencias con la cuales ca-mina hacia el futuro, la situa-ción actual de Gran Bretaña en el seno de la Commonwealth y del mundo, las perspectivas favorables y las plumas espe-sas que se anuncian para ella en el horizonte diplomático, todo esto o se ha reflejado de una cierta manera en la coro-nación de las ceremonias que la precedieron y la siguieron. Allí en ellas una tal riqueza de aspectos, entre los cuales cada uno escapas de suscitar tantos comentarios, que un equipo de especialistas, en nuestra época de encuestas sociológicas, podría muy bien con-sagrar a las ceremonias, manifestaciones y solem-nidades cuyo punto central ha sido la coronación, una encuesta cuidadosa que necesitaría sin duda gruesos volúmenes.

Nuestro objetivo, evidentemente, debe ser más limitado. No pretendemos tratar a todos los aspec-tos de las fiestas de la coronación, y no trataremos aun de enumerarlos. Queremos solamente consi-derar una faceta de este vasto assunto.

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El igualitarismo, ídolo de nuestro siglo

En todos los dominios de la vida moderna, se manifiesta la influencia dominante del espíritu igualitario. En otros tiempos, la virtud, el nacimiento, el sexo, la educación, la cultura, la edad, el oficio, los bienes y otras circuns-tancias más, modelaban y mati-zaban la sociedad humana por la variedad y la riqueza de mil re-lieves y colores, las instituciones, las actividades intelectuales, las costumbres, la economía, y co-municaban a toda la atmósfera de

la vida pública y particular una nota de jerarquía, de respeto, de gravedad. Este uno de los trazos es-pirituales más profundos y característicos de la so-ciedad cristiana. Sería exagerado afirmar que diria todos esos relieves y matices han sido abolidos. Sin embargo, no se puede dejar de reconocer que muchos han desaparecido completamente y que lo poco que resta disse va disminuyendo y empalide-ciendo cada día.

Sin duda, la vida es una transformación cons-tante de todo lo que no es perenne. Seria normal que muchos matices de antaño desaparecieran es

¿Por qué nuestro mundo igualitario se entusiasma con la majestad de la coronación?

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que otros se formaran. Pero en nuestros días no hay por así decir transformación que no tenga como efecto una nivelación, que no favorezca di-recta o indirectamente el encaminar a la sociedad humana hacia un estado de cosas absolutamente igualitario. Cuando son los de abajo quienes frenan la presión igualitaria, los de arriba se encargan de llevar la más adelante. Este fenómeno no está cir-

cunscrito a una nación ni a un continente, pero parece empujado por un viento que sopla en el mundo entero. El tifón-nivelador rectifica a ve-ces abusos intolerables, en Asia por ejemplo fue ciertas regiones híper-capitalistas de Occiden-

te, imponiendo en otros casos cambios admisibles, destruyendo por fim derechos incontestables e hi-riendo a fondo el orden natural de las cosas en sí mismo. Pero en todos los casos, este tifón igualita-rio de amplitud cósmica no cesa de soplar. Una vez que una reforma justa es hecha, tiende a continuar su trabajo de liberación y pasará a aquellos que es dudosamente justo y después, alcanzado este pun-to, entra con una fuerza creciente en el terreno de lo que es francamente injusto. Esta serie de igual-dad no se sacia sino con la liberación completa,

total, absoluta. La igualdad es el objetivo a ser cual tienden las aspiraciones de las masas, la mística que gobierna la acción de casi todos los hombres, el ídolo bajo cuya égide la humanidad espera en-contrar su edad de oro..

Un hecho desconcertante: la popularidad de la coronación

Mientras ese tifón sopla con una fuerza sin precedentes, en pleno desarrollo de este inmenso o proceso mundial, una Reina es coronada según ritos inspirados por una mentalidad absolutamen-te anti-igualitaria. Este hecho no irrita, no provoca protestas y, por el contrario, es recibido con una inmensa ola de simpatía popular. El mundo entero festejó la coronación de la joven soberana ingle-sa, casi como si las tradiciones que ella representa fuesen un valor común a todos los pueblos.

De todas partes afluyeron hacia Londres perso-nas deseosas de maravillarse con un espectáculo tan anti-moderno. Delante de todos los aparatos de televisión, se aglomeraban ávidos, sedientos de ver la ceremonia, hombres, mujeres, niños de todas las naciones, hablando todas las lenguas, ejerciendo las más variadas profesiones y, lo que es más extraordinario, profesando las más diversas opiniones.

«En este inmenso movimiento de alma de la humanidad

contemporánea existe algo sorprendente, tal vez contradictorio, que merece

un análisis atento».

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En este inmenso movimiento de alma de la hu-manidad contemporánea hay algo sorprendente, de contradictorio, de desconcertante tal vez, que merece un análisis atento. Este es el objeto nuestro estudio.

Algunas explicacionesEste hecho llamo la atención de diversos co-

mentaristas que propusieron explicaciones. Unos recordaron que a medida que el igualitarismo avanza, los reyes se tornan escasos y que una co-ronación se convierte en algo más singular, más insólito y más interesante. Otros, poco satisfechos con estas razones, buscan motivos diferentes. La belleza de las ceremonias, consideradas en su as-pecto simplemente estético, atraería la atención de los amantes de ese género. La debilidad de esas explicaciones es obvia. Todo, en el noticiario so-bre la coronación, demostró que las masas se con-movieron con ella, no por un simple impulso de curiosidad para ver la reconstitución de una escena histórica, o el desarrollo de un espectáculo artísti-co, sino por un inmenso movimiento de admira-ción casi religiosa, de simpatía, incluso de ternura, que envolvió no sólo a la joven Reina, sino a todo aquello que ella y la institución monárquica de In-glaterra simbolizan. Si la coronación hubiese sido para los que la vieron un simple espectáculo his-tórico, una mera curiosidad artística, que tan bien,

sino mejor, podría haber sido representada por actores profesionales, ¿cómo explicar entonces la emoción y la alegría, la renovación de esperanzas de un porvenir mejor, la manifestaciones de apo-teósicas, las aclamaciones sin fin de los días de la coronación?

El Sr. Menotti del Picchia (periodista, poeta y miembro de la Academia brasileña de Letras) se aventuró a dar otra explicación. Según él, el hom-bre mostró en todos los tiempos y en todos los lu-gares una debilidad: el gusto por los honras, por las distinciones y por la gala. Ahora, el igualitaris-mo austero y racional de nuestros días no alimenta en nada esta debilidad. Y de ese modo, cuando una ocasión como la de la coronación da ocasión a ello, el hombre siente todo el deleite que la satisfacción de sus debilidades acostumbran a proporcionarle.

¿Por qué nuestro mundo igualitario se entusiasma con la majestad de la coronación?

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A nuestro modo de ver, hay mucha ganga en esta opinión, pero también hay un filón de oro. El filón está en reconocer que existe en la naturale-za humana una tendencia profunda, permanente, vigorosa, hacia la gala, los honores, la distinción, y que el igualitarismo moderno comprime esta tendencia, engendrando una nostalgia profunda que explota siempre que para esto encuentra una

oportunidad. La ganga está en considerar esta tendencia como una de-bilidad. Nadie niega que el gusto por los honores y las distinciones puede dar origen de muchas manifestaciones de la

pequeñez humana. Pero deducir de ahí, que ese gusto sea en sí mismo una debilidad, ¡qué error! ¡Como si el hambre, la sed, el deseo de reposo, y tantas otras tendencias naturales del hombre, y en sí muy legítimas, debieran ser consideradas como malas, erróneas, ridículas, por el simple hecho de dan ocasión a excesos e incluso a innumerables crímenes!

Hasta los sentimientos más nobles del hombre pueden llevarlo a debilidades. No existe sentimien-to más respetable que el amor materno. Sin embar-go, a cuántos errores puede conducir, a cuántos ya

ha conducido, y a cuántos todavía conducirá en el futuro…

Una virtud esencial : el sentimiento de la propia dignidad

El gusto de los hombres por los honores, por las distinciones, por la solemnidad, no es sino la manifestación del instinto de sociabilidad, tan in-herente a nuestra naturaleza, tan justo en sí mismo, tan sabio cuanto cualquier otro de los instintos con los que Dios nos dotó.

Nuestra naturaleza nos lleva a vivir en socie-dad con otros hombres. Pero ella no se contenta con una convivencia cualquiera. Para las personas que tienen una estructura de espíritu recto, y por lo tanto excepción hecha de los excéntricos, de los atrabiliarios y de los enfermos de los nervios, la convivencia humana sólo realiza perfectamente cuando se funda en el conocimiento y la compren-sión recíproca, y cuando de ese conocimiento y comprensión, nace la estima y la amistad. En otros términos, el instinto sociabilidad pide, no una con-vivencia humana basada en equívocos, erizada de incomprensiones y de atritos, sino una contextura de relaciones pacíficas, armoniosas y amenas.

Antes de todo, queremos ser conocidos por lo que efectivamente somos. Un hombre que tenga cualidades tiende naturalmente a manifestarlas, y

« Antes de todo, queremos ser

conocidos por lo que somos realmente»

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Dos telones extendidos entre los manzanos improvisan un comedor en la huerta. El mantel blanco está lleno de botellas y la luz pasa entre las ramas. La niña con traje rosado, fati-gada del largo almuerzo, juega con las flores. El padre se ha levantado para hacer un brindis por la recién casada. En el extremo de la mesa familiares participan de este momento de felicidad. En las fisonomías se leen la alegría tranquila y simple de una familia honesta, la dulzura y la dignidad de una vida de la que el matrimonio cristiano es el fundamento.

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desea que esas cualidades de granjeen la estima y la consideración del medio en el que vive. Un can-tante, por ejemplo, tiende a hacerse oír y despertar en el auditorio el gusto que las cualidades de su voz merecen. Por la misma razón, tiende un pintor a exponer sus lienzos, un escritor a publicar sus trabajos, un hombre culto a comunicar su saber, etc. Y por motivo análogo, fi-nalmente, el hombre virtuoso se precia de ser tenido como tal. La indiferencia omnímo-da en relación al concepto que tiene el prójimo de nosotros, no es virtud, sino falta brío.

Claro está, que el recto y comedido deseo de buena re-putación de puede fácilmente corromperse, como todo cuanto es inherente al hombre. Es una consecuencia del pecado original. Así también, el instinto de conservación puede fá-cilmente degenerar en miedo, el razonable deseo de alimentarse en gula, etc. En el caso concreto de la sociabilidad, es muy fácil que lleguemos al exceso de considerar el aplauso de nuestros se-mejantes como un verdadero ídolo, el objetivo de todos nuestros actos, el motivo de nuestro virtuo-so proceder; que para alcanzar este aplauso simu-lemos cualidades que no tenemos o reneguemos de nuestros principios más sagrados (¡quién sabrá

jamás cuántas almas son arrastradas al infierno por el respeto humano!); que llevados por esta sed co-mentamos crímenes para escalar puestos o llegar a situaciones eminentes; que fascinados por este objetivo, demos una importancia ridícula a los menores factores capaces de ponernos en relieve; que experimentemos odios violentos, que ejercitemos venganzas atroces con-

tra quien no reconoció en toda su pretendida amplitud los méritos que imaginamos tener. La histo-ria pulula literalmente de tristes ejemplos de todo esto. Pero, in-sistimos, si por este argumento debiésemos concluir que es in-trínsecamente malo el deseo del hombre de ser conocido y esti-mado por sus semejantes por lo

que verdaderamente es, entonces deberíamos condenar todos los instintos y nuestra propia naturaleza.

Es cierto también que Dios exige que seamos interiormente despegados en relación a la buena opinión que tiene el prójimo de nosotros, como en relación a todos los otros bienes la tierra, la inte-ligencia, la cultura, la carrera, la belleza, la abun-dancia, la salud, la propia vida. A algunos Dios pide un desapego no sólo interior, sino exterior de la consideración social, como a otros pide no solamente la pobreza de espíritu, sino la pobreza material efectiva. Entonces en necesario obede-

“Se debe dar a cada uno lo que le pertenece, no solamente en lo que concierne a los bienes materiales, sino también en lo que concierne a la honra, distinción, estima y afecto”.

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cer. Es por eso que las hagiografías están llenas de ejemplos de santos que huyen de las más justas manifestaciones de aprecio de sus semejantes. A pesar de todo eso, es legítimo en sí mismo que el hombre desee ser estimado por aquellos con quien convive.

Una condición para la existencia de la sociedad: La justicia

Esta tendencia natural está por lo demás en con-sonancia con uno de los principios más esencia-les de la vida social, que es la justicia, según la cual se debe dar a cada uno lo que le pertenece, no solamente en lo que concierne a los bienes mate-riales, sino también en lo que concierne a honra, distinción, estima, afecto. Una sociedad basada en el desconocimiento total de este principio sería ab-solutamente injusta. “Pagad a todos lo que debéis: al que tributo, tributo; al que impuesto, impuesto; al que respeto, respeto; al que honra, honra”., nos dice San Pablo (Rom. 13,7)

Agreguemos que estas manifestaciones se de-ben rigurosamente no solamente a los méritos personales, sino también a la función, cargo o si-tuación que una persona posee. Así, el hijo debe respetar a su padre aunque sea un mal padre, el fiel debe reverenciar al sacerdote aunque sea indigno; el súbdito debe venerar a su soberano aunque sea co-

El coronel-conde de La Rochetulon presenta a los re-clutas el estandarte de 6º regimiento de coraceros.– Louis-Auguste Loustaunau, 1887 – Frente a la Escuela Militar en Paris, en el Champ de Mars, una bellísima parada militar evoca la grandeza de Francia. Los uniformes hablan de la existencia de una moral, del honor, de la fuerza puesta al ser-vicio del bien para luchar contra el mal. El cristiano ama a su patria y, aunque deplore la guerra injusta y la carrera armamen-tista, considera como una necesidad en esta Tierra de exilio la existencia de una clase militar, para la que pide toda la simpa-tía, el reconocimiento y la admiración a las que tienen derecho quienes tienen por misión luchar y morir por el bien de todos.

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rrupto. San Pedro manda a los esclavos que acaten a sus señores aunque sean difíciles de soportar. (1 Pe-dro 2, 18).

Y por otro lado es necesario también saber honrar en un hombre la estirpe ilustre de la que desciende. Este punto es particularmente doloroso para el hombre igualitario de hoy. Sin embargo, así piensa la Iglesia. Veamos la enseñanza profunda y brillante de Pío XII sobre este asunto:

“Las desigualdades sociales, inclusive aquellas que están vinculadas al nacimiento, son inevita-bles; la naturaleza benigna y la bendición de Dios a la humanidad, iluminan y protegen las cunas, las de besan, sin embargo no las igualan. Mirad inclu-so las sociedades más inexorablemente niveladas. Ningún artificio logró jamás ser bastante eficaz al punto de hacer que el hijo de un gran jefe, de un gran guía de multitudes, permaneciese en todo en el mismo estado que un oscuro ciudadano perdi-do en el pueblo. Pero tales disparidades pueden, cuando son vistas de manera pagana, parecer una inflexible consecuencia del conflicto de la fuerzas sociales y de la supremacía conseguida por unos sobre otros, según las leyes ciegas que se supone rigen la actividad humana, y consumar el triunfo de algunos, bien como el sacrificio de otros; por el contrario, tales desigualdades no pueden ser consideradas por un alma cristianamente instrui-da y educada, sino como una disposición deseada

por Dios por las mismas razones que explican las desigualdades en el interior de la familia, y por lo tanto con el fin de unir más a los hombres entre sí, en el viaje de la vida presente hacia la patria del Cielo, ayudándose unos a otros, de la misma forma que un padre ayuda a la madre y a los hijos” (Alocución al Patriciado y a la Nobleza romana, “Osservatore Romano”, 5-6 de enero de 1942).

El sentimiento de la propia dignidad y la justicia imponen la formación del protocolo

Vimos hasta aquí, que la propia naturaleza hu-mana exige que en la convivencia social sean to-mados en la debida consideración todos los valo-res humanos, que se diferencian unos de los otros casi al infinito.

¿Cómo aplicar en la práctica este principio? ¿Como conseguir que un valor sea visto y recono-cido por todos los hombres y que cada cual sien-ta exactamente en qué medida ese valor debe ser reverenciado? Más concretamente, ¿cómo enseñar a todos que la virtud, la edad, el talento, el linaje ilustre, el cargo, la función deben ser honrados? ¿Cómo indicar la medida exacta de respeto y de amor que se debe a cada uno? En todos los tiem-pos, en todos los lugares, el propio orden natural de las cosas fue resolviendo este problema con el

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auxilio del único medio plenamente eficaz: la cos-tumbre.

Sabiduría profunda del protocolo de la coronación

Así, usando las mismas maneras de tratar a las personas de situación idéntica, el sentido común, el equilibrio, el tacto de las sociedades humanas fue creando paso a paso, en cada país o en cada zona de cultura, las reglas de cortesía, las fórmulas, los gestos, se podría casi decir los ritos adecuados para definir, ense-ñar, simbolizar y expresar lo que a cada persona se debe, según su si-tuación, en materia de veneración y de estima.

Bajo el influjo de la Iglesia, la Civilización Cristiana llevó a su apogeo este bello arte de las costumbres y de los símbolos sociales. Vino de ahí la maravillosa distinción y afabilidad de maneras del europeo, y por extensión de los pueblos americanos nacidos de Europa; los prin-cipios de la Revolución de 1789 se encargaron de golpear este arte profundamente.

Los títulos de nobleza, los símbolos heráldicos, las condecoraciones, las reglas del protocolo, no fueron otra cosa sino medios admirables, llenos de

tacto, de precisión y de significado, para definir, graduar y modelar las relaciones humanas en el marco político y social entonces existente. A nadie se le ocurriría ver en esto mera vanidad. La propia Iglesia, que es maestra de todas las virtudes y com-bate todos los vicios, instituyó títulos de nobleza; distribuyó y distribuye condecoraciones, y elaboró para sí todo un ceremonial de una admirable pre-cisión en definir todas las diferencias jerárquicas

- que la ley divina y la sabiduría de los Papas fue creando en su seno a lo largo de los siglos. Sobre las condecoraciones, San Pío X decla-ró:

“La recompensas atribuidas al valor contribuyen poderosamente a suscitar en los corazones el de-seo de acciones relevantes porque glorifican a los hombres notables

que bien merecieron de la Iglesia, o de la socie-dad, y con eso arrastran a los otros con el ejemplo a recorrer el mismo camino de gloria y de honra. Con esta sabia intención, los Pontífices Romanos, Nuestros Predecesores, rodearon de un amor espe-cial a las Ordenes de caballería, como estimulantes de gloria”. (Breve sobre las órdenes ecuestres pon-tificias, 7 de febrero de 1905).

Que exista, pues, una insignia para el cargo su-premo del Estado, insignias propias para las per-

“¿Cómo enseñar a todos que la virtud, la edad, el talento, el linaje ilustre,

el cargo, la función deben ser honrados?”

¿Por qué nuestro mundo igualitario se entusiasma con la majestad de la coronación?

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que la aristocracia de la Ciudad Eterna representa-ba en estos términos:

“Muchos espíritus, incluso sinceros, se ima-ginan y creen que la tradición no más que el re-cuerdo, el pulido vestigio de un pasado que ya no existe, ni puede volver, que a lo sumo ha de ser re-legado con veneración, hasta con cierta gratitud, a un museo que pocos aficionados o amigos visitan. Si en esto consistiese o a ello se redujere la tradi-ción, y si implicara la negación o el desprecio del camino hacia el porvenir, sería razonable negarle respeto y honra, y sería para mirar con compasión a los soñadores del pasado, retrógrados frente al presente y al futuro y, con mayor severidad a aque-llos que movidos por menos respetables y puras intenciones, no son más que desertores de los de-beres que impone una hora de tanto luto.

“Pero la tradición es algo muy diferente del simple apego a un pasado ya desaparecido; es justamente lo contrario de una reacción que des-confíe de todo sano progreso. El propio vocablo, etimológicamente, es símbolo de camino y avan-ce; sinonimia, no es identidad. En efecto, mientras el progreso indica solamente el hecho de caminar hacia delante, paso a paso, buscando con la mirada un incierto porvenir, la tradición indica también un caminar hacia delante, pero un caminar continuo, que se desarrolla al mismo tiempo tranquilo y vi-vaz de acuerdo con las leyes de la vida, escapando

de la angustiosa alternativa: ‘Si jeunesse savait, si vieillese pouvait!’ 1 , semejante a aquel Señor de Turenne, de quien fue dicho: ‘Ha tenido en su juventud toda la prudencia de la edad avanzada, y en la edad avanzada todo el vigor de la juven-tud’. (Fléchier, Oraison funèbre, 1676). Gracias a la tradición, la juventud, iluminada y guiada por la experiencia de los ancianos, avanza con paso más seguro, y la vejez trasmite y entrega confiada el arado a manos más vigorosas que continuarán el surco comenzado. Como lo indica su nombre, 1 ¡Si la juventud supiera! ¡Si la vejez pudiera!

«Si la verdadera tradición no es ni una esclerosis ni una n’est ni une sclérose ni une fijación rígida en el pasado, ella es aún menos una negación constante de éste» (Baile en la Munici-palidad de Viena, 1904).

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sonas de estirpes más ilustres, trajes de gala para los dignatarios incumbidos de funciones de ma-yor importancia política, que todo el aparato de estos símbolos sea utilizado en las ceremonias de toma del posesión del Jefe de Estado, en todo esto no hay mascarada, ni concesiones a debilidades. Existe apenas la observancia de reglas de procedi-miento enteramente conformes al orden natural de las cosas.

Modernización inconveniente Pero alguien dirá, ¿no sería conveniente moder-

nizar todos estos símbolos, actualizar todas estas ceremonias. ¿Por qué conservar ritos, fórmulas, trajes del más remoto pasado?

La pregunta es de una simplonería primaria. Los ritos, las fórmulas, los trajes, que expresan situa-ciones, estados espíritu, circunstancias realmente existentes, no pueden ser creados o reformados bruscamente y por decreto, pero sí gradualmente, lentamente, y en general imperceptiblemente por la acción de la costumbre. Ahora, este proceso de transformación, la Revolución francesa, con su secuela de acontecimientos lo tornó imposible. Pues la humanidad se dejó fascinar por el espe-jismo de un igualitarismo absoluto. Despreció y odió todo cuanto en el terreno de las costumbres, expresa desigualdad, e instituyó un orden de cosas nuevo, basada en la tendencia hacia la nivelación

completa, la abolición de todas las etiquetas y de todo protocolo. Imbuida de este espíritu, la huma-nidad perdió la capacidad de retocar las cosas del pasado, a no ser para destruirlas. Si el hombre con-temporáneo fuese a reformar ritos y a instituir sím-bolos, como la Revolución Francesa creó en él la adoración de la ley y el desprecio de la costumbre, él procuraría además hacerlo por decreto. Nada es más irreal, más caricaturesco, y en muchos casos más peligroso, que las realidades sociales que se imagina poder crear por ley. La corte de opereta, rutilante, fanfarrona y profundamente vulgar de Napoleón lo demostró bien.

Destruir por destruir Pero es necesario añadir, que el simple hecho de

que un rito o un símbolo sea muy antiguo no es un motivo para abolirlo, sino más bien para conser-varlo. El verdadero espíritu tradicional no destruye por destruir. Por el contrario, conserva todo, y sólo destruye algo, cuando existe un motivo real y se-rio para hacerlo. Pues si la verdadera tradición no es ni una esclerosis, ni debe anclarse rígidamente en el pasado, ella es mucho menos una negación constante de este último. A este propósito, séanos permitido citar una vez más una página magistral de Pío XII. Dirigiéndose a la Nobleza y al Patricia-do Romano (Osservatore Romano del 19 de enero de 1944), el Pontífice hizo referencia a la tradición

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la tradición es un don que pasa de generación en generación; es la antorcha que, a cada relevo, el corredor pone en manos de otro sin que la carrera se detenga o disminuya su velocidad. Tradición y progreso recíprocamente se completan con tanta armonía que, así como la tradición sin el progreso se contradice a sí misma, así también el progre-so sin la tradición seria una empresa temeraria, un salto en el vacío.

“No, no se trata de remontar la corriente, de re-troceder hacia formas de vida y de acción de épo-cas ya pasadas, pero sí, de aceptando y siguiendo lo que el pasado tiene de mejor, caminar al encuen-tro del futuro con el vigor de inmutable juventud”.

Nostalgia de un sano orden natural

Ahora, fue precisamente con esta tradición que el mundo contemporáneo a rompió, para adoptar un progreso nacido, no del desarrollo armónico del pasado, sino de los tumultos y de los abismos de la Revolución Francesa. En un mundo nivelado, paupérrimo en símbolos, reglas, maneras, compos-tura, en todo lo que signifique orden y distinción en la convivencia humana, y que en todo momento continúa destruyendo lo poquísimo que de eso le resta, en cuanto la sed de igualdad se va saciando, la naturaleza humana, en sus fibras profundas, va

sintiendo cada vez más la falta de aquello con que tan locamente rompió. Alguna cosa de muy inte-rior y fuerte le hace sentir dentro de ella un des-equilibrio, una incertidumbre, una insipidez, una pavorosa trivialidad de la vida, que tanto más se acentúa cuanto más el hombre se llena de los tóxi-cos de la igualdad.

La naturaleza tiene reacciones súbitas. El hom-bre contemporáneo, herido y maltratado en su naturaleza por todo un tenor de vida construido sobre abstracciones, quimeras, teorías vacías, en los días de la coronación se volvió maravillado, instantáneamente rejuvenecido y reposado, hacia el espejismo de este pasado tan diferente de los terribles días de hoy. No tanto por una nostalgia del pasado, cuanto de ciertos principios del orden natural que el pasado respetaba, y que el presente viola continuamente. Esta es, a nuestro modo de ver, la explicación más profunda y más real del en-tusiasmo que arrebató al mundo durante las fiestas de la coronación.

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