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Después del suicidio de su hija - Cesar Ruiz personal Weblog · PDF file... no lo sé, pero mi finca y la calma que all ... personas a las que estás muy unida. ... —¿En qué estás

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Después del suicidio de su hijamayor, Etsuko, una japonesa decincuenta años instalada enInglaterra, rememora momentos desu vida. Quizá la explicación de estatragedia familiar se encuentreagazapada en aquel Japón de losaños cincuenta que se recuperabade las heridas de la guerra y deltraumatismo de la bomba atómica…En la memoria de Etsuko aparecede forma obsesiva, recurrente laimagen de otra mujer, Sachiko, unaamiga y vecina que vivía sola consu hija Mariko. Dos personajes

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enigmáticos, a cuál másinquietante. La pequeña Marikoparece haber vivido una cruel ydolorosa experiencia, que reduce ala nada, tanto para ella como parasu madre, la esperanza de una vidatranquila, lejos de las ataduras dela rígida tradición japonesa.La relación ambigua de Etsuko conSachiko y Mariko está en el centrodel enigma del libro. ¿El examendel pasado conseguirá exorcizar losdemonios del presente?

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Kazuo Ishiguro

Pálida luz en lascolinas

ePub r1.0German25 12.04.16

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Título original: A pale view of hillsKazuo Ishiguro, 1982Traducción: Ángel Luis HernándezFrancésDiseño de cubierta: Ángel Jové

Editor digital: German25ePub base r1.2

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PRIMERA PARTE

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1

Niki, el nombre que al final lepusimos a mi hija pequeña, no es unaabreviatura, fue un acuerdo al que lleguécon su padre. Por paradójico queparezca, fue él quien quiso ponerle unnombre japonés, pero yo, impulsadaquizá por el deseo egoísta de no quererrecordar el pasado, insistí en un nombreinglés. Al final, consintió en ponerleNiki, pensando que este nombre teníaciertas resonancias orientales.

Niki vino a verme a principios deeste año, en abril, cuando los días erantodavía fríos y húmedos. Quizá tenía

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intención de quedarse más tiempo, no losé, pero mi finca y la calma que allíreinaba la intranquilizaban y, pocotiempo después noté que se sentíaansiosa por volver a su vida en Londres.Oía mis discos de música clásica conimpaciencia y hojeaba rápidamente unarevista tras otra. La llamaban porteléfono constantemente y entonces ella,con unas ropas muy ceñidas queapretaban su delgada silueta, cruzaba laalfombra dando zancadas, asegurándosede cerrar la puerta para que yo noalcanzase a oír la conversación. Al cabode cinco días, se marchó.

Hasta el segundo día no mencionó aKeiko. Era una mañana de viento, gris, y

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habíamos acercado los sillones alventanal para ver caer la lluvia en eljardín.

—¿Esperabas que fuese? —mepreguntó. Al funeral, quiero decir.

—No, supongo que no. En realidad,no pensé que fueras a ir.

—Me desconcertó oír hablar de ella.Estuve a punto de asistir.

—En ningún momento conté con quefueses.

—La gente no sabía lo que mepasaba —dijo. No se lo conté a nadie.Supongo que me sentía violenta. Enrealidad, nadie lo habría comprendido.Nadie habría comprendido mi actitud.La gente piensa que las hermanas son

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personas a las que estás muy unida.Quizá no les tienes mucho aprecio, peroestás muy unida a ellas. Sin embargo, noera ése mi caso. Ahora ni siquierarecuerdo su aspecto.

—Sí, ya ha pasado bastante tiempodesde que la viste por última vez.

—Sólo la recuerdo como alguienque solía hacerme desgraciada. Eso eslo que recuerdo de ella. Sin embargo, lolamenté mucho cuando me enteré.

Quizá no fuese la calma lo único queimpulsó a mi hija a volver a Londres.Aunque nunca nos explayábamos muchoen torno a la muerte de Keiko, era untema cuya presencia sentíamos cerca, anuestro alrededor, cada vez que

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hablábamos.Keiko, a diferencia de Niki, era

totalmente japonesa, y más de unperiódico se apresuró a resaltar estacircunstancia. Los ingleses son muydados a pensar que en nuestra raza elsuicidio es algo instintivo, como si nofuese necesario dar más explicaciones;por eso, lo único que contaron fue queera japonesa y que se había ahorcado ensu habitación.

Esa misma noche, estaba yo de piejunto al ventanal, contemplando laoscuridad, cuando detrás de mí oí decira Niki:

—¿En qué estás pensando ahora,madre?

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Ella estaba echada en el sofá, con unlibro en las rodillas.

—Estaba pensando en alguien queconocí una vez. Una mujer.

—¿Alguien que conociste cuandotú…, antes de venir a Inglaterra?

—La conocí cuando vivía enNagasaki, si te refieres a eso. —Nikiseguía observándome, de modo queañadí—: De eso hace bastante tiempo.Mucho antes de conocer a tu padre.

Pareció quedarse satisfecha y,musitando algo, volvió a coger el libro.Niki era una criatura muy afectuosa enmuchos sentidos. No sólo había venido aver cómo me había sentado la noticia dela muerte de Keiko; el venir a verme

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también había sido un gesto de buenavoluntad. Durante los últimos años sehabía empeñado en manifestar suadmiración por algunos aspectos de mipasado, y vino dispuesta a decirme quenada había cambiado, que no debíaarrepentirme por las decisiones tomadasantaño. En resumidas cuentas, parainfundirme la seguridad de que yo no eraresponsable de la muerte de Keiko.

Ahora no tengo muchas ganas dehablar de Keiko. No es algo que meconsuele. Sólo la he mencionado porqueésas fueron las circunstancias querodearon la visita de Niki el pasado mesde abril, y porque durante esa visitavolví a recordar a Sachiko después de

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tanto tiempo. Nunca conocí bien aSachiko. En realidad, nuestra amistadfue cosa de unos cuantos meses deverano, hace ahora muchos años.

Para entonces ya habían pasado lospeores días. Había tantos soldadosamericanos como siempre, pues habíaguerra en Corea. Pero en Nagasaki,después de todo lo sucedido, aquélloseran días de tranquilidad y consuelo. Setenía la sensación de que el mundoestaba cambiando.

Mi marido y yo vivíamos en unbarrio al este de la ciudad. Un cortorecorrido en tranvía nos separaba del

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centro. Cerca de nuestra casa pasaba unrío y, en una ocasión, me contaron queantes de la guerra se había formado unaaldea a la orilla del río. Pero despuéscayó la bomba y sólo quedaron ruinascarbonizadas. Se empezó a reconstruir yen poco tiempo levantaron cuatroedificios de cemento, cada uno de unascuarenta viviendas independientes. Delos cuatro, el nuestro fue el último, y conél quedó interrumpido el programa dereconstrucción. Entre nuestra casa y ellecho del río había una extensión detierra baldía, varios acres de barro secoy zanjas. Muchos se quejaban de queaquello era un riesgo para la salud y, enefecto, el alcantarillado era malísimo.

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Durante todo el año había cráteresllenos de agua estancada, y en los mesesde verano los mosquitos resultabaninsoportables. De vez en cuandoaparecían por allí funcionarios quemedían pasos o tomaban datosprecipitadamente, pero transcurrieronlos meses y todo siguió igual.

En los bloques de viviendas residíagente como nosotros, matrimoniosjóvenes de los cuales el marido habíaencontrado un buen trabajo en empresascon futuro. Muchos pisos eran propiedadde las empresas y éstas los alquilaban asus empleados a muy buen precio. Todoslos pisos eran idénticos. En los sueloshabía tatami. Los cuartos de baño y la

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cocina tenían diseño occidental. Lospisos eran pequeños y resultaba difícilmantenerlos frescos durante los mesesde más calor, pero, en general, los quevivían allí parecían sentirse satisfechos.Con todo, recuerdo que se respiraba uninconfundible aire de transitoriedad,como si todos esperásemos el día en quepudiéramos mudarnos a un sitio mejor.

Un caserón de madera habíasobrevivido a la devastación de laguerra y a las apisonadoras delgobierno. Yo alcanzaba a verlo desde laventana, allí en medio, solitario, alfondo de aquella extensión de tierrabaldía, prácticamente al borde del río.Era el tipo de caserón que con

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frecuencia se ve en el campo, de techoinclinado con tejas casi tocando elsuelo. A menudo, en mis ratos muertos,me ponía en la ventana a contemplarlo.

A juzgar por el interés que suscitó lallegada de Sachiko, yo no debía de serla única que contemplaba el caserón. Serumoreaba que un día habían visto a doshombres trabajando por allí, y si seríano no empleados del gobierno. Después,se rumoreó que una mujer y su hijaestaban viviendo en el caserón; envarias ocasiones, yo misma las vicruzando el terreno lleno de zanjas enesa dirección.

Por entonces, a principios deverano, vi por primera vez aquel gran

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coche blanco americano, bastanteestropeado, que se dirigía hacia el ríodando tumbos por el descampado. Latarde estaba ya muy avanzada y el sol,que se ocultaba tras el caserón, irradióbrillantes destellos sobre la carroceríametalica.

Después, otra tarde, en la parada deltranvía vi a dos mujeres hablandoacerca de la que se había mudado a lacasa abandonada junto al río. Una leexplicaba a la otra cómo esa mañana lehabía dicho algo a la mujer, y que ésta lehabía hecho un desaire. La oyente estabade acuerdo en que la recién llegadaparecía algo antipática, orgullosa quizá.Como mínimo debía de tener treinta

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años, pensaban ellas, ya que la niñatenía por lo menos diez. La primeramujer dijo que la forastera se habíaexpresado en un dialecto de Tokio y que,con toda seguridad, no era de Nagasaki.Durante un rato hablaron de su «amigoamericano», y la mujer insistió en loantipática que la forastera había sidocon ella aquella mañana.

Ahora no tengo ninguna duda de queentre aquellas mujeres con quienes yovivía, unas habían sufrido y otras teníanrecuerdos tristes y horribles. Sinembargo, al verlas un día tras otro,ocupadas con sus maridos y sus hijos,me resultaba difícil creer que sus vidashubiesen padecido las tragedias y

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pesadillas de la guerra. Nunca fue miintención parecer antipática, peroprobablemente tampoco hice ningúnesfuerzo especial por parecer otra cosa.En aquellos momentos de mi vida,todavía deseaba que me dejasen sola.

Entonces escuché con interés aaquellas mujeres que hablaban deSachiko. Recuerdo con toda claridadaquella tarde en la parada del tranvía.Era uno de los primeros días en quebrillaba el sol después de la estaciónlluviosa de junio, y a nuestro alrededorlas superficies de ladrillo y cementocompletamente empapadas se estabansecando. Estábamos en un puente delferrocarril, y, a un lado de los raíles que

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había al pie de la colina, podía verse ungrupo de tejados, como si un montón decasas se hubiese desmoronado por lapendiente. Al otro lado de las casas, unpoco más lejos, se veían nuestrosbloques allí plantados, como cuatropilares de cemento. En ese momentosentí una especie de solidaridad conSachiko, y en cierto modo comprendíesa frialdad que había notado en ella alobservarla desde lejos.

Aquel verano nos haríamos amigas,y al menos durante un corto período detiempo, llegaría a tener confianza en mí.Ahora no estoy muy segura de cómo fuela primera vez que nos encontramos.Recuerdo que una tarde reconocí su cara

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delante de mí, en el camino que conducefuera de la urbanización. Me di prisa,pero Sachiko siguió caminando agrandes zancadas. Por aquel entonces yanos debíamos conocer de oídas, puesrecuerdo que cuando estuve más cerca lallamé. Sachiko se volvió y esperó a quela alcanzase.

—¿Ocurre algo? —preguntó.—Me alegro de haberte encontrado

—dije yo, casi sin aliento. Tu hija seestaba peleando justo cuando yo salía.Allí detrás, cerca de las zanjas.

—¿Estaba peleándose?—Con un niño y una niña. Parecía

una pelea bastante desagradable.—Ya veo. —Sachiko empezó a

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andar otra vez.La seguí.—No quiero alarmarte —dije—,

pero parecía una pelea muy violenta. Meha parecido que tu hija tenía un corte enla mejilla.

—Ya veo.—Era allí detrás, al borde del

descampado.—¿Y crees que aún estarán

peleando? —Siguió subiendo por lacolina.

—No. Vi a tu hija salir corriendo.Sachiko me miró y sonrió:—¿No estás acostumbrada a ver

pelearse a los niños?—Bueno, supongo que todos los

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niños lo hacen. Pero pensé que debíadecírtelo. ¿Sabes?, no creo que tu hija sedirigiese a la escuela. Los demás niñossiguieron hacia el colegio, pero ella fuehacia el río.

Sachiko no hizo ningún comentario ysiguió subiendo por la colina.

—En realidad, quería habértelocomentado antes. ¿Sabes?, últimamentehe visto a tu hija en bastantes ocasiones,y me pregunto, quizá, si no ha estadoholgazaneando un poco.

El sendero se bifurcaba en lo alto dela colina, Sachiko se detuvo y nosvolvimos una hacia la otra.

—Es muy amable de tu parte que tepreocupes tanto, Etsuko —dijo. Muy

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amable, estoy segura de que serás unamadre fantástica.

Anteriormente me había figurado,como las mujeres de la parada deltranvía, que Sachiko tendría unos treintaaños. Pero su silueta juvenil resultabaengañosa, su cara era de persona mayor.Me observaba fijamente con unaexpresión un tanto divertida, y algo en suforma de mirarme me hizo sonreírtímidamente.

—Etsuko, de verdad que aprecio elque hayas venido a buscarme —prosiguió. Pero como puedes ver,precisamente ahora estoy bastanteocupada. Tengo que ir a Nagasaki.

—Ya veo. Sólo pensé que era mejor

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venir a decírtelo. No era más que eso.Por un instante siguió mirándome

fijamente con la expresión divertida deantes. Después dijo:

—¡Qué amable eres! Ahora, te ruegoque me disculpes. Tengo que ir a laciudad. —Hizo una reverencia y sedirigió hacia el camino que llevaba a laparada del tranvía.

—Es que precisamente tenía un corteen la cara —dije, levantando un poco lavoz. Y en algunas zonas, el río es muypeligroso. Sólo pensé que era mejorvenir a decírtelo.

Se volvió y me miró una vez más.—Si no tienes otra cosa que hacer

—dijo—, quizá te gustaría cuidar de mi

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hija durante el día. Volveré esta tarde.Estoy segura de que te llevarás muy biencon ella.

—No me molesta, si es lo quedeseas. La verdad es que tu hija parecedemasiado pequeña como para dejarlasola todo el día.

—De verdad eres muy amable —dijo Sachiko otra vez. Después volvió asonreír. Sí, estoy segura de que serásuna madre fantástica.

Después de despedirme de Sachiko,volví a mi casa bajando por la colina ycruzando la urbanización. En seguida meencontré en nuestro edificio, frente a laextensión de tierra baldía. Al no verrastro de la niña, estuve a punto de

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entrar, pero en ese momento advertí quealgo se movía junto a la orilla. Marikodebía de haber estado agachada, ya queahora alcanzaba a ver con toda claridadsu pequeña silueta al otro lado dellodazal. En un principio tuve el impulsode olvidarme de todo y volver a mistareas domésticas; sin embargo, al finalme encaminé hacia ella procurandoevitar las zanjas.

Que yo recuerde, ésa fue la primeravez que hablé con Mariko.Probablemente aquella mañana nohubiese nada extraordinario en suconducta ya que, después de todo, yo erauna extraña para la niña y tenía todo elderecho a mirarme con sospecha. Y si

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bien es verdad que en ese momento notéun curioso sentimiento de inquietud, talvez no fue más que una mera respuesta ala conducta de Mariko.

Aquella mañana, después de laestación de lluvias que habíamos tenidohasta unas semanas antes, el río ibabastante alto y fluía con rapidez. Elterreno caía a pico antes de llegar a laorilla y el barro acumulado al final de lapendiente, donde estaba la niña, parecíaclaramente más húmedo. Mariko llevabapuesto un simple vestido de algodónhasta las rodillas, y el pelo corto lehacía cara de chico. Levantó la miradasin sonreír hacia donde yo estaba, en loalto de la pendiente fangosa.

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—Hola —le dije—, justamenteacabo de hablar con tu madre. Tú debesde ser Mariko-San[1].

La niña siguió mirándome fijamente,sin decir nada. Lo que antes habíacreído que era una herida en la mejilla,ahora vi que era una mancha de barro.

—¿No deberías estar en el colegio?—le pregunté.

Por un momento permaneciósilenciosa. Después dijo:

—Yo no voy al colegio.—Pero todos los niños deben ir al

colegio. ¿Es que no te gusta ir?—Yo no voy al colegio.—¿Pero no te ha enviado tu madre a

algún colegio?

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Mariko no contestó. En vez de eso,dio un paso atrás y se alejó de mí.

—Cuidado —le dije. Vas a caerte alagua. Está resbaladizo.

Continuó mirándome desde la partebaja de la pendiente. A su lado vi suszapatitos en el fango. Sus piesdescalzos, así como sus zapatos, estabanllenos de barro.

—Acabo de hablar con tu madre —le dije sonriendo, tratando detranquilizarla. Me dijo que sería unaexcelente idea si te vinieras y laesperaras en mi casa. Es justo ahí, enaquel edificio. Podrías venir y probarunos pasteles que hice ayer. ¿Te gustaría,Mariko-San? Podrías contarme tus

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cosas.Mariko prosiguió mirándome con

atención. En ese momento, sin apartar sumirada, se agachó y cogió sus zapatos.Al principio pensé que me seguiría, perodespués, al continuar mirándomefijamente, me di cuenta de que habíacogido los zapatos con intención de salircorriendo.

—No voy a hacerte daño —le dijecon una sonrisa nerviosa. Soy amiga detu madre.

Que yo recuerde, eso fue todo loocurrido entre nosotras aquella mañana.No quise asustar más a la niña y al pocorato volví a casa a través deldescampado. La verdad es que la

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respuesta de la niña me habíadesconcertado un poco, ya que por aquelentonces tales insignificancias podíansuscitar en mí todo tipo de temoresacerca de mi maternidad. Me dije a mímisma que lo sucedido no teníaimportancia y que, de todos modos, enlos próximos días se presentarían otrasoportunidades de hacerme amiga de laniña. De hecho, no volví a hablar conMariko hasta cierta tarde, unos quincedías después.

Nunca había entrado en el caserónhasta aquella tarde, y me quedé bastantesorprendida cuando Sachiko me pidió

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que lo hiciera. En realidad, en seguidame pareció que lo había dicho conalguna intención, y, tal como salieron lascosas, no me equivocaba.

En el caserón todo estaba muyordenado, aunque recuerdo una dejadeztotal en el ambiente. Las vigas demadera que atravesaban el techoparecían viejas y poco seguras, y portodos lados reinaba un ligero olor ahumedad. En la parte delantera delcaserón las mamparas principalesestaban abiertas para que el sol entrarapor la terraza. Sin embargo, casi todo ellugar permanecía a oscuras.

Mariko estaba en un rincón, lejos dela luz del sol. Noté que algo se movía

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detrás de ella, en la oscuridad, y cuandome acerqué vi un gato muy grandeenroscado sobre el tatami.

—Hola, Mariko-San —le dije—, ¿teacuerdas de mí?

Dejó de acariciar al gato y levantóla mirada.

—Nos vimos el otro día —seguídiciendo—, ¿no te acuerdas?, estabasjunto al río.

La niña no dio muestras dereconocerme. Me miró durante un rato ydespués empezó de nuevo a acariciar algato. Detrás de mí oía a Sachikopreparando el té en el hornillo que habíaen medio de la habitación. Estaba apunto de acercarme a ella cuando

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Mariko dijo de pronto:—Va a tener gatitos.—¿De verdad? ¡Qué bien!—¿Quiere uno?—Eres muy amable, Mariko-San. Ya

veremos. Pero estoy segura de que todosencontrarán muy buenos hogares.

—¿Por qué no se lleva un gatito? —dijo la niña—, la otra mujer dijo que sellevaría uno.

—Ya veremos, Mariko-San. ¿De quéotra mujer hablas?

—La otra. La que vive al otro ladodel río. Dijo que se llevaría uno.

—No creo que nadie viva al otrolado del río, Mariko-San. Allí sólo hayárboles y bosques.

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—Dijo que quería llevarme a sucasa. Vive al otro lado del río, pero yono fui.

Me quedé mirando a la niña unsegundo. De pronto me acordé de algo ysonreí.

—Pero si era yo, Mariko-San. ¿Note acuerdas? Te pedí que vinieses a micasa mientras tu madre estaba fuera, enla ciudad.

Mariko volvió a mirarme.—No, usted no —dijo. La otra

mujer. La que vive al otro lado del río.Anoche estuvo aquí, mientras madreestaba fuera.

—¿Anoche? ¿Mientras tu madreestaba fuera?

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—Dijo que quería llevarme a sucasa, pero yo no fui. Estaba oscuro. Dijoque podíamos llevarnos el farol —yseñaló un farol colgado en la pared—,pero no fui porque era de noche.

Detrás de mí, Sachiko se habíapuesto de pie y estaba mirando a su hija.Mariko se quedó silenciosa, se dio lavuelta y empezó de nuevo a acariciar algato.

—Vamos fuera, a la terraza —medijo Sachiko. Llevaba las cosas del té enuna bandeja. Allí hace más fresco.

Hicimos lo que había sugerido,dejando a Mariko en el rincón. Desde laterraza no se alcanzaba a divisar el río,pero podía ver dónde empezaba la

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pendiente y, cuanto más cerca del agua,el barro se hacía cada vez más húmedo.Sachiko se sentó en un cojín y empezó aservir el té.

—Los gatos callejeros dan vida allugar —dijo. Lo de esos gatitos, no loveo tan fácil.

—Sí, hay tantos gatos sueltos por ahí—dije yo. Es una lástima. ¿Mariko seencontró esa gata en algún lugar cercade aquí?

—No, nos la trajimos con nosotras.Yo habría preferido no traerla, peroMariko no quería ni pensarlo.

—¿Os la trajisteis todo el caminodesde Tokio?

—No, no. Llevamos viviendo en

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Nagasaki casi un año. Al otro lado de laciudad.

—¿De veras? No lo sabía. ¿Vivíaisallí con… amigos?

Sachiko dejó de servir té y me mirócon la tetera entre sus manos. En sumirada encontré algo de aquellaexpresión divertida con que me habíaobservado la primera vez.

—Me temo que estás muyequivocada, Etsuko —dijo por fin.Después empezó a servir té de nuevo.Vivíamos en casa de mi tío.

—Te aseguro que yo sólo…—Sí, claro, ya lo sé. No tienes que

sentirte molesta, ¿de acuerdo? —Sonrióy me pasó mi taza de té. Lo lamento,

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Etsuko, no quería molestarte.Precisamente tengo algo que pedirte. Unpequeño favor. —Sachiko empezó aservir té en su taza, y mientras lo hacíasus gestos adquirieron un aire más serio.Después dejó la tetera en su sitio y memiró. Compréndelo, Etsuko, teníaalgunos planes que no han salido segúnlo previsto. El caso es que necesitodinero. Puedes imaginarte que no setrata de una gran suma, sólo una pequeñacantidad.

—Sí, lo imagino —dije yo bajandola voz. Tu situación debe de ser muydifícil, teniendo que pensar en Mariko-San.

—Etsuko, ¿puedo pedirte un favor?

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Yo incliné la cabeza.—Tengo algunos ahorros —dije casi

en un susurro. Me encantaría ayudarte.Para mi sorpresa, Sachiko empezó a

reír.—Eres muy amable —dijo—, pero

en realidad no quería que me prestasesdinero. Estaba pensando en otra cosa. Elotro día dijiste algo…, una amiga tuyaque tenía una casa de comidas.

—¿Te refieres a la Sra. Fujiwara?—Decías que quizá necesite una

ayudante. Un trabajito como ése mesacaría de apuros.

—Bueno —dije indecisa—, siquieres puedo preguntar.

—Sería muy amable de tu parte. —

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Sachiko me miró un momento. Peropareces un poco reticente, Etsuko.

—No, en absoluto, me enteraré lapróxima vez que la vea. Sólo estabapreguntándome —bajé de nuevo la voz—, quién cuidará de tu hija durante eldía.

—¿Mariko?, podría ayudar en latienda. Puede ser muy útil.

—Sí, de eso estoy segura, pero… nosé lo que opinará la Sra. Fujiwara.Después de todo, durante el día Marikodebería ir al colegio.

—Etsuko, puedo asegurarte queMariko no causará problemas. Además,la semana próxima acaban las clases. Teaseguro que no causará dificultades. En

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eso puedes estar tranquila.Volví a inclinar la cabeza.—Le preguntaré la próxima vez que

la vea.—Te lo agradezco mucho. —

Sachiko dio un sorbo. Si es posible, terogaría que vieses a tu amiga cuantoantes.

—Lo intentaré.—Eres muy amable.Durante un rato nos quedamos

calladas. Poco antes, la tetera deSachiko me había llamado la atención.Parecía una delicada pieza de artesaníahecha de pálida porcelana. La taza queen ese momento tenía en mis manos eradel mismo material delicado. Cuando

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nos sentamos a tomar el té meimpresionó, aunque no por primera vez,el extraño contraste que ofrecía el juegode té por un lado y el estado de dejadezdel caserón y el lodazal bajo la terrazapor el otro. Cuando levanté la mirada,advertí que Sachiko había estadoobservándome.

—Estoy acostumbrada a la buenavajilla, Etsuko —dijo. Sabes, nosiempre vivo de este modo. —Y con lamano señaló el caserón. Como esnatural, no me transtorna que el lugar seaun tanto incómodo, pero en otras cosassoy muy exigente.

Incliné la cabeza sin decir nada.Sachiko también empezó a estudiar su

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taza. Siguió examinándola, dándolevueltas con las manos cuidadosamente.De pronto dijo:

—Supongo que no miento si digoque robé este juego de té. Sin embargo,no creo que mi tío lo eche en falta.

La miré un poco sorprendida.Sachiko dejó la taza y espantó algunasmoscas.

—¿Dices que vivíais en casa de tutío? —pregunté.

Asintió despacio con la cabeza.—Una casa preciosa. Con un

estanque en el jardín. Muy diferente detodo esto que ves ahora. —Por unmomento, ambas permanecimos mirandoel interior del barracón. Mariko estaba

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echada en el rincón, tal como lahabíamos dejado, dándonos la espalda.Parecía estar hablando tranquilamentecon la gata.

—No sabía —dije, después de unrato sin hablar— que alguien viviese alotro lado del río.

Sachiko se volvió y miró hacia losárboles que había al fondo, en la orilla.

—Nunca he visto a nadie por allí.—Pero tu niñera… Mariko dijo que

venía de aquel lado.—Etsuko, no tengo ninguna niñera.

Aquí no conozco a nadie.—Mariko me estaba contando algo

sobre una mujer…—No le hagas caso, por favor.

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—¿Quieres decir que se lo estabainventando todo?

Por un instante, Sachiko parecióquedarse pensativa. Después dijo:

—Sí, se lo estaba inventando todo.—Bueno, imagino que los niños

suelen hacer ese tipo de cosas a menudo.Sachiko asintió con la cabeza.—Etsuko, cuando seas madre —me

dijo sonriendo— tendrás queacostumbrarte a ese tipo de cosas.

Después nos pusimos a hablar deotros temas. Aquéllos eran los primerosdías de nuestra amistad y principalmentehablábamos dé cosas sin importancia.Hasta una mañana, semanas más tarde,no oí que Mariko mencionara de nuevo a

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la mujer que se le había acercado.

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2

En aquella época, volver aNakagawa todavía me producía unamezcla de tristeza y de alegría. En estebarrio el terreno es muy desigual, y elsubir de nuevo por aquellas callejuelasescabrosas entre casas apiñadas siempreme llenaba de un profundo sentimientode angustia. No se me habría ocurridovolver así, sin pensarlo, aunque tampocoera capaz de mantenerme alejada de allípor mucho tiempo.

Por entonces, la Sra. Fujiwaraempezaba a tener el pelo gris. Era unabuena mujer y había sido íntima amiga

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de mi madre, por eso, el ir a verla, meproducía también esa mezcla desentimientos. Su casa de comidas estabasituada en una calleja muy animada. Losclientes comían en un patio de cementoexterior cubierto con un tejadillo. Hacíamuy buen negocio con los oficinistas queiban por allí a la hora del almuerzo, o yade vuelta a casa. En cambio, a otrashoras del día, la clientela escaseaba.

Esa tarde me sentía un pocointranquila ya que era la primera vez queiba al establecimiento desde queSachiko había empezado a trabajar allí.Me sentía violenta por las dos, sobretodo porque no sabía si la Sra. Fujiwarahabía buscado de verdad a una ayudante.

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Era un día caluroso y la calleja estabamuy animada con todo el bullicio degente. Me alegré mucho de poderponerme a la sombra.

La Sra. Fujiwara se mostró muycontenta al verme. Me hizo sentar y fuepor un poco de té. Aquella tarde habíapocos clientes o quizá ninguno, ahora nome acuerdo, pero a Sachiko no se laveía por ningún lado. Cuando volvió laSra. Fujiwara le pregunté:

—¿Qué tal le va a mi amiga? ¿Sedesenvuelve bien?

—¿Tu amiga? —La Sra. Fujiwaragiró la cabeza y miró hacia la puerta dela cocina. Estaba pelando gambas.Supongo que ahora mismo saldrá. —

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Después, como cambiando de idea, selevantó y dio unos pasos en dirección ala cocina.

—Sachiko-San —dijo en voz alta—,ha venido Etsuko.

Oí una voz que contestaba desdedentro.

Cuando volvió a sentarse, se acercóun poco y me tocó el vientre.

—Ya empieza a notarse —dijo. Apartir de ahora tienes que llevar muchocuidado.

—De todas formas, no es que hagamuchas cosas —dije. Llevo una vidamuy tranquila.

—Eso está muy bien. Recuerdo quedurante mi primer embarazo hubo un

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terremoto bastante grande. Por entoncesestaba encinta de Kazuo; sin embargo,nació con una salud excelente. Intenta nopreocuparte demasiado, Etsuko.

—Ya lo intento. —Eché un vistazo ala puerta de la cocina. Y mi amiga, ¿selas arregla bien aquí?

La Sra. Fujiwara siguió mi miradahacia la cocina. Después se volvió denuevo hacia mí y dijo:

—Sí, eso creo. ¿Sois buenas amigas,no?

—Sí, donde vivo no he hechomuchas amistades, por eso me alegro dehaber conocido a Sachiko.

—Sí, es una suerte. —Se quedóobservándome durante unos segundos.

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Etsuko, hoy pareces muy cansada.—Sí, la verdad es que lo estoy —

dije sonriendo. Supongo que es normal.—Sí, claro. —La Sra. Fujiwara

siguió mirándome a la cara. Bueno,quería decir que pareces un poco…triste.

—¿Triste? No, en absoluto. Sólo unpoco cansada, pero por lo demás, nuncame he sentido más feliz.

—Eso está muy bien. Ahora, sólodebes pensar en cosas agradables. En tuhijo, en el futuro.

—Sí, es lo que haré. Me animamucho pensar en el niño.

—Muy bien —dijo asintiendo con lacabeza y sin apartar su mirada de mí. Lo

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que importa es la actitud. Materialmente,una madre puede darle a su hijo todo loque le haga falta, pero lo que necesitapara criarlo es tener una actitudpositiva.

—Bueno, la verdad es que estoy muyimpaciente —dije sonriendo. Un ruidome hizo volver a mirar hacia la cocina,pero seguí sin ver a Sachiko.

—Hay una joven a la que veo todaslas semanas —prosiguió la Sra.Fujiwara. Ahora estará en su sexto oséptimo mes de embarazo. La veo cadavez que voy al cementerio. Nunca le hedirigido la palabra, pero parece tantriste, allí de pie, junto a su marido. Esuna lástima que una mujer joven

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embarazada y su marido pasen eldomingo pensando en los muertos. Ya séque lo hacen por respeto, pero de todasformas es una lástima. En vez de eso,deberían pensar en su futuro.

—Supongo que le cuesta muchoolvidar.

—Sí, eso creo. Lo siento por ella,pero esa joven debería pensar en sufuturo. Ése no es modo de dar a luz unniño, ir todas las semanas al cementerio.

—No, quizá no.—Los cementerios no son para los

jóvenes. Kazuo a veces viene conmigo,pero yo nunca insisto. Ya es hora de queempiece a pensar en su futuro.

—¿Cómo está Kazuo? —pregunté.

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¿Le va bien en el trabajo?—Sí, en el trabajo le va muy bien.

Cuenta con que le asciendan el mespróximo. Pero debería pensar más enotras cosas. No será joven toda la vida.

En ese momento me llamó laatención una pequeña silueta que estabafuera, al sol, en medio de las oleadas detranseúntes.

—Pero… ¿ésa no es Mariko? —dije.

La Sra. Fujiwara, que estabasentada, se dio la vuelta.

—¡Mariko-San! —dijo llamándola.¿Dónde te habías metido?

Mariko siguió fuera, en la calle,durante un rato. Después dio unos pasos

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y se puso a la sombra, bajo el tejadillo;pasó por delante de nosotros y se sentóen una mesa vacía cercana.

La Sra. Fujiwara miró a la niña ydespués a mí con cara de enfado.Parecía a punto de decirme algo, peroentonces se levantó y se dirigió hacia laniña.

—Mariko-San, ¿dónde te habíasmetido? —La Sra. Fujiwara habíabajado el tono de voz, pero aún podíaoírla. ¿Tienes que estar escapándotecontinuamente? Tu madre está muyenfadada contigo.

Mariko se observaba los dedos y nisiquiera levantó la mirada.

—Y otra cosa, Mariko, te pido que

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nunca les hables a los clientes de esemodo. ¿No sabes que es de muy malaeducación? Tu madre está muy enfadadacontigo.

Mariko siguió examinando susmanos. Sachiko apareció detrás de ella,por la puerta de la cocina. Recuerdo queal ver a Sachiko aquella mañana, volví atener la impresión de que era muchomayor de lo que yo había creído en unprincipio. Con el pelo recogido en unpañuelo, la piel fatigada que rodeabasus ojos y su boca aparecía de formamás pronunciada.

—Aquí está tu madre —dijo la Sra.Fujiwara. Está muy enfadada contigo.

La niña siguió sentada, de espaldas a

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su madre. Sachiko le lanzó una mirada ydespués se volvió hacia mí sonriendo.

—¿Cómo estás, Etsuko? —dijo muyelegantemente. ¡Qué sorpresa tanagradable verte por aquí!

Al otro lado del patio, dos mujerescon trajes de oficina se sentaron a unamesa. La Sra. Fujiwara les hizo unaseñal y luego se volvió de nuevo haciaMariko.

—¿Por qué no vas un momento a lacocina? —dijo en voz baja. Tu madre tedirá lo que debes hacer. Es muy fácil.Seguro que una niña tan lista como tú notendrá problemas.

Mariko hizo como si no la hubieseoído. La Sra. Fujiwara clavó su mirada

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en Sachiko y creo que por un momentose observaron fríamente. Después, laSra. Fujiwara dio la vuelta y fue aatender a sus clientes. Al parecer, lasconocía, ya que al cruzar el patio lassaludó familiarmente.

Sachiko vino a sentarse al borde demi mesa.

—¡Hace tanto calor en esa cocina!—dijo.

—¿Qué tal te va aquí? —le pregunté.—¿Que cómo me va? Bueno,

trabajar en una casa de comidas es sinduda una experiencia divertida, Etsuko.La verdad es que nunca me habíaimaginado limpiando mesas en un lugarasí. A pesar de todo —dijo con una

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sonrisa—, es bastante divertido.—Ya veo. Y Mariko, ¿se adapta

bien?Las dos miramos hacia la mesa de

Mariko. La niña seguía cabizbaja,mirándose las manos.

—Sí, Mariko está bien —dijoSachiko. Bueno, a veces se pone unpoco nerviosa, pero en estascircunstancias sería más sorprendente locontrario. Es una lástima, pero ¿sabesEtsuko?, mi hija parece no compartir misentido del humor. A ella no le parecetan divertido estar aquí metida. —Sachiko sonrió y miró a Mariko denuevo. Después se puso en pie y fuehacia ella.

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Tranquilamente, le preguntó:—¿Es verdad lo que me ha contado

la Sra. Fujiwara?La niña continuó callada.—Me ha dicho que has vuelto a estar

grosera con los clientes. ¿Es verdad?Mariko siguió sin responder.—¿Es verdad lo que me ha contado?

Mariko, por favor, contesta cuando se tehabla.

—La mujer ha vuelto —dijo Mariko.Anoche, mientras estabas fuera.

Sachiko miró a su hija durante unossegundos. Después le dijo:

—Ahora es mejor que entres.Vamos, te diré qué tienes que hacer.

—Volvió anoche. Dijo que me

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llevaría a su casa.—Vamos, Mariko, entra en la cocina

y espérame allí.—Va a enseñarme dónde vive.—Mariko, ve dentro.Al otro lado del patio, las dos

mujeres y la Sra. Fujiwara estabanriendo a carcajadas. Mariko seguíacontemplándose las palmas de lasmanos. Sachiko se dio la vuelta y volvióa mi mesa.

—Etsuko, discúlpame un momento—dijo. He dejado algo en el fuego.Vuelvo en seguida. —Después, bajandola voz, añadió—: No se le puede pedirque se entusiasme por un lugar así, ¿nocrees? —Sonrió y se dirigió a la cocina.

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En la puerta se volvió de nuevo hacia suhija:

—Vamos, Mariko, entra.Mariko no se movió. Sachiko se

encogió de hombros y se metió en lacocina.

En aquella misma época, aprincipios del verano, Ogata-San vino avernos. Era la primera vez que lo hacíadesde que se marchara de Nagasaki aprincipios de año. Era el padre de mimarido y, resulta raro, pero yo seguíapensando en él como en Ogata-San,aunque por entonces ése ya era mipropio nombre. Hacía tanto tiempo que

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le llamaba Ogata-San, mucho antes dehaber conocido a Jiro, que no meacostumbraba a llamarle «padre».

Ogata-San y mi marido se parecíanmuy poco. Cuando ahora pienso en Jiro,me imagino a un hombrecillo rechonchode expresión dura. Mi marido sepreocupaba mucho por su aspecto,incluso en casa llevaba camisa ycorbata. Ahora lo imagino tal como le vitantas veces, sentado en el tatami denuestro salón, inclinado sobre eldesayuno o la cena. Recuerdo quetambién tenía tendencia a inclinarsehacia delante, algo así como losboxeadores, al quedarse de pie ocaminar. Su padre, por el contrario,

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siempre se sentaba con los hombros bienechados hacia atrás, dando una imagenrelajada y cordial. Cuando aquel veranovino a vernos, Ogata-San todavíadisfrutaba de una salud excelente, se leveía un físico bien formado y la energíade un hombre mucho más joven.

Recuerdo la mañana en que porprimera vez mencionó a ShigeoMatsuda. Por entonces ya llevabaalgunos días en casa. Por lo visto,encontraba su pequeño cuartito lobastante cómodo como para una estanciaprolongada. Era una mañana radiante yestábamos terminando de desayunarantes de que Jiro se fuese a la oficina.

—La reunión de antiguos alumnos —

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le dijo a Jiro. ¿Es esta noche, no?—No, es mañana por la tarde.—¿Verás a Shigeo Matsuda?—¿Shigeo? No. Vaya, lo dudo.

Shigeo no suele ir a esas reuniones.Lamento tener que irme y dejarle, padre.Preferiría no asistir, pero podríanconsiderarlo una ofensa.

—No te preocupes, Etsuko-Sansabrá ocuparse de mí. Esas reunionestienen su importancia.

—Me tomaría algunos días depermiso —dijo Jiro—, peroprecisamente ahora tenemos muchotrabajo. Como le he dicho, el pedidollegó a la oficina el día en que ustedvino. Realmente es un fastidio.

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—No, en absoluto —dijo su padre.Lo comprendo perfectamente. No hacetanto que también yo estaba agobiado detrabajo. No soy tan viejo, ¿sabes?

—No, desde luego.Durante un rato seguimos comiendo

en silencio. Después, Ogata-San dijo:—Entonces no crees que vas a

encontrarte con Shigeo Matsuda. Pero¿le sigues viendo todavía?

—Ultimamente no muy a menudo.Con los años hemos seguido caminosdiferentes.

—Sí, eso es lo que ocurre. Todos losalumnos siguen caminos diferentes ydespués les resulta muy difícil mantenerel contacto. Por eso son tan importantes

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esas reuniones. No se debería olvidartan fácilmente a las antiguas amistades.Siempre es bueno mirar atrás, ayuda aver las cosas con cierta perspectiva. Sí,creo de verdad que mañana debes ir aesa reunión.

—Quizá el domingo esté ustedtodavía con nosotros, padre —dijo mimarido. Si es así, podríamos pasar eldía fuera en alguna parte.

—Sí, podemos hacerlo. Es una ideaexcelente, pero si tienes trabajopendiente, no importa lo más mínimo.

—No, creo que el domingo estarélibre. Lamento estar tan ocupado en estemomento.

—¿Habéis invitado para mañana a

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alguno de vuestros antiguos profesores?—preguntó Ogata-San.

—No, que yo sepa.—Es una lástima que para este tipo

de acontecimientos no se invite a losprofesores más a menudo. A mí meinvitaban de vez en cuando. Y cuando yoera más joven, siempre nospreocupábamos de invitar a nuestrosprofesores. Me parece lo más correcto.Así, el profesor tiene la ocasión de verel fruto de su trabajo y los alumnos deexpresarle su agradecimiento. Yo creoque lo correcto es que los profesoresestén presentes.

—Sí, quizá haya algo de verdad enlo que dice.

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—Hoy en día, la gente se olvida condemasiada facilidad de aquéllos aquienes deben su educación.

—Sí, tiene toda la razón.Mi marido acabó de comer y puso a

un lado los palillos. Le serví un poco deté.

—El otro día me ocurrió algoextraño —dijo Ogata-San. Visto ahoracreo que es bastante divertido. Estuve enla biblioteca de Nagasaki y di con unarevista publicada por unos profesores.Nunca había oído hablar de ella, en mistiempos no existía. Por lo que leí, sediría que todos los profesores de ahorason comunistas.

—Parece ser que el comunismo está

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en auge en el país —dijo mi marido.—Había un artículo firmado por tu

amigo Shigeo Matsuda. Imagínate lasorpresa que me llevé al ver quehablaba de mí. No me creía tan famoso.

—Estoy segura de que todo elmundo en Nagasaki se acuerda todavíade usted, padre —intercalé yo.

—Era realmente increíble. Hablabadel Dr. Endo y de mí, acerca de nuestrajubilación. Si no me equivoco, decía queel cuerpo docente había ganado muchocon nuestra jubilación. De hecho,incluso llegaba a sugerir que se nosdebería haber despedido al terminar laguerra. Realmente increíble.

—¿Está seguro de que se trata del

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mismo Shigeo Matsuda? —preguntóJiro.

—El mismo, del instituto deKuriyama. Increíble. Recuerdo cuandovenía a casa para jugar contigo. Tumadre solía mimarle. Le pregunté albibliotecario si podía adquirir unejemplar y dijo que me lo encargaría. Yate lo enseñaré.

—Me parece una falta de lealtad —dije.

—Me quedé muy sorprendido —dijoOgata-San, volviéndose hacia mí. Ypensar que fui yo quien le presentó aldirector del Kuriyama.

Jiro apuró el té y se limpió la bocacon la servilleta.

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—Es algo muy deplorable. Como lehe dicho, hace mucho tiempo que no veoa Shigeo. Discúlpeme, padre, ahoradebo marcharme o llegaré tarde.

—Claro, claro. Que tengas un buendía en el trabajo.

Jiro se dirigió a la entrada y empezóa ponerse los zapatos. Yo le dije aOgata-San:

—Padre, alguien que haya alcanzadouna posición como la suya debe esperaralgunas críticas. Es muy normal.

—Por supuesto —dijo soltando unacarcajada. No te preocupes por eso,Etsuko. No le he dado la menorimportancia. Me ha venido a la cabezaporque Jiro iba a esa reunión. Me

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pregunto si Endo habrá leído el artículo.—Espero que pase un buen día,

padre —dijo Jiro desde el vestíbulo. Sipuedo, intentaré venir un poco mástemprano.

—No, hombre. No te preocupes. Loimportante es tu trabajo.

Esa misma mañana, algo más tarde,Ogata-San salió de su habitación vestidocon chaqueta y corbata.

—¿Va a salir, padre? —pregunté.—He pensado en hacerle una visita

al Dr. Endo.—¿Al Dr. Endo?—Sí, he pensado ir a ver qué tal se

encuentra.—Pero ¿no pensará usted ir antes de

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comer?—Sí, se me ha ocurrido que lo mejor

es ir bastante pronto —dijo mirando sureloj. Endo vive ahora un poco lejos deNagasaki. Tendré que coger un tren.

—Está bien. Pero déjeme que leprepare algo de comer, no tardo nada.

—Te lo agradezco, Etsuko. En esecaso esperaré unos minutos. La verdades que esperaba que me preparases algo.

—Pues entonces debería haberlodicho —le dije levantándome. Padre,con indirectas nunca conseguirá nada.

—Sabía que la captarías. Tengoconfianza en ti, Etsuko.

Crucé el salón, me puse lassandalias y bajé al embaldosado de la

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cocina. Unos minutos más tarde, se abrióla mampara y Ogata-San apareció en lapuerta. Se sentó en el escalón del umbralpara verme cocinar.

—¿Qué me estás preparando?—Nada especial. Algunas sobras de

anoche. Con lo tarde que me lo ha dicho,no se merece usted otra cosa.

—Sin embargo, sé que te lasarreglarás para hacer de todo eso algoapetitoso, estoy seguro. ¿Qué haces conese huevo? ¿No será otra sobra?

—Voy a añadirle una tortilla. Hoyestá usted de suerte, padre, me sientomuy generosa.

—Una tortilla. Debes enseñarmecómo se hacen. ¿Es difícil?

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—Es extremadamente difícil. A estasalturas, sería inútil que intentaseaprender.

—Tengo muchas ganas de aprender.Y, ¿qué quieres decir con a estasalturas? Todavía soy lo bastante jovencomo para aprender cosas nuevas.

—Padre, ¿de verdad está pensandoen hacerse cocinero?

—Pues no le veo la gracia. Con elpaso de los años he llegado a apreciarla cocina. Estoy convencido de que esun arte, y tan digno como la pintura o lapoesía. Si no se aprecia, es porque elresultado desaparece en seguida, sólopor eso.

—Persevere en la pintura, padre. Le

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sale mucho mejor.—La pintura —suspiró. Ya no me

produce la satisfacción de antes. No,creo que debería aprender a hacertortillas tan bien como tú. Tendrás queenseñarme antes de que vuelva aFukuoka.

—Pero una vez que hubieseaprendido cómo se hacen ya no loconsideraría un arte. Quizá las mujeresdebieran mantener estas cosas ensecreto.

Sonrió como para sí mismo ydespués siguió observándome ensilencio.

—¿Qué esperas que sea, Etsuko? —preguntó. ¿Niño o niña?

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—Me da lo mismo. Si es un niñopodríamos ponerle su nombre.

—¿De veras? ¿Me lo prometes?—Pensándolo bien, no lo sé. Me

olvidaba de su nombre, padre. Seiji, esun nombre tan feo.

—Eso lo dices porque meencuentras feo, Etsuko. Me acuerdo deuna clase donde los alumnos decidieronque me parecía a un hipopótamo. Perono debes dejarte llevar por lasapariencias.

—Sí, eso es verdad. Ya veremos loque piensa Jiro.

—Sí.—Pero me gustaría que mi hijo se

llamara como usted, padre.

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—Eso me haría muy feliz. —Sonrióhaciendo una pequeña reverencia. Perobueno, ya sé lo exasperante que escuando cada miembro de la familiainsiste en que el niño se llame comoellos. Recuerdo cuando mi mujer y yodiscutíamos sobre cómo ponerle a Jiro.Yo quería que se llamase como un tíomío, pero a mi mujer no le gustaba esacostumbre de ponerle a los niños elnombre de los familiares. Por supuesto,al final se salió con la suya. Keiko erauna mujer de ideas fijas.

—Keiko es un nombre bonito. Si esniña quizá le pongamos Keiko.

—No deberías hacer promesas tan ala ligera. Sé de un anciano que se sentirá

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muy decepcionado si no las cumples.—Lo siento, sólo estaba pensando

en voz alta.—Además, Etsuko, estoy seguro de

que hay otras personas a las que lesgustaría que el niño llevase su nombre.Personas a las que estuviste más unida.

—Es posible. Pero si es un niño megustaría que se llamase como usted.Usted ha sido como un padre para mí.

—¿Y ya no lo soy?—Sí, claro, pero ahora es diferente.—Jiro es un buen marido, me

imagino.—Por supuesto, no podría sentirme

más feliz.—Y el niño os hará muy felices.

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—Sí, el niño llega en el momentomás apropiado. Ahora que estamosbastante instalados y el trabajo de Jiromarcha muy bien. El momento no podríaser mejor.

—¿De modo que eres feliz?—Sí, mucho.—Muy bien, me alegro por vosotros.—Aquí tiene, ya está todo listo. —

Le entregué una caja esmaltada con lacomida dentro.

—¡Ah, sí! Las sobras —dijo con unareverencia muy teatral, y abrió un pocola tapa. A pesar de todo, pareceexquisito.

Cuando al cabo de un rato volví alsalón, Ogata-San se estaba poniendo los

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zapatos en la entrada.—Dime, Etsuko —dijo sin levantar

la mirada de los cordones—, ¿has vistoa Shigeo Matsuda?

—Una o dos veces. Después decasarnos solía visitarnos.

—Pero… él y Jiro, ¿ya no son tanbuenos amigos?

—La verdad es que no. Nosenviamos alguna felicitación, nada más.

—Le propondré a Jiro que escriba asu amigo. Shigeo debería disculparse. Sino, tendré que pedirle a Jiro que deje deverle.

—Comprendo.—Se lo iba a proponer antes, cuando

lo comentamos en el desayuno. Pero

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esos temas es mejor dejarlos para lanoche.

—Quizá tenga razón.Antes de irse, Ogata-San volvió a

darme las gracias por la comida.

Al final, durante aquella noche nosacó el tema a colación. Los dosparecían cansados cuando regresaron acasa y pasaron casi toda la tardeleyendo periódicos y sin hablar casinada. Ogata-San sólo mencionó una vezal Dr. Endo. Fue durante la cena y nodijo más que:

—Endo parece estar bien, pero echade menos su trabajo. Después de todo,

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sólo vivía para eso.Aquella noche, en la cama, antes de

quedarnos dormidos le dije a Jiro:—Espero que padre esté satisfecho

de cómo le tratamos.—¿Y qué más quiere? —dijo mi

marido—, ¿por qué no sales con él aalguna parte si tanto te preocupa?

—¿Tendrás que trabajar el sábadopor la tarde?

—¿Cómo quieres que no trabaje? Yallevo retraso. Se le ha ocurrido venir avisitarme en el peor momento. Deverdad que es una lástima.

—Pero de todas formas, podremossalir el domingo, ¿no?

Aunque seguí despierta en la

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oscuridad, esperando una respuesta,creo que Jiro no dijo nada. A menudoestaba muy cansado después de un díade trabajo, y no se sentía con humorcomo para entablar una conversación.

En cualquier caso, me estabapreocupando por Ogata-San sin ningúnmotivo, ya que aquel verano resultó unade las veces en que más tiempo se quedócon nosotros. Recuerdo que seguía encasa la noche que Sachiko llamó anuestra puerta.

Llevaba puesto un vestido que nuncale había visto antes, y un chal sobre loshombros. Se había maquillado con

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mucho esmero, pero una mecha de pelomuy fina se le había soltado y caía sobresu mejilla.

—Siento molestarte, Etsuko —dijosonriendo. Quería saber si por algunacasualidad Mariko está aquí.

—¿Mariko? No, ¿por qué?—Bueno, no importa. ¿No la has

visto por ninguna parte?—Me temo que no. ¿Se ha perdido?—No pongas esa cara —dijo

sonriendo. Es sólo que cuando he vueltono estaba en casa, nada más, pero estoysegura de que la encontraré en seguida.

Estábamos hablando en la entrada yme di cuenta de que Jiro y Ogata-Sannos miraban. Les presenté a Sachiko y

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todos se hicieron reverencias.—Es algo preocupante —dijo

Ogata-San. Quizá sería mejor llamarahora mismo a la policía.

—No hace falta —dijo Sachiko.Seguro que la encuentro.

—Quizá convendría ser precavidosy llamar de todas formas.

—No, no. De verdad. —Por el tonode voz, Sachiko pareció un pocoirritada. No es necesario. Estoy segurade que la encontraré.

—Te ayudaré a buscarla —le dijemientras me ponía la chaqueta.

Mi marido me miró de mododesaprobatorio. Pareció a punto de deciralgo, pero se contuvo. Finalmente dijo:

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—Casi es de noche.—De verdad, Etsuko, no hay por qué

preocuparse tanto —dijo Sachiko. Perosi no te molesta salir fuera un momento,te lo agradeceré mucho.

—Ten cuidado, Etsuko —dijoOgata-San—, y si no encontráis pronto ala niña, llamad a la policía.

Bajamos la escalera. Fuera todavíahacía calor. Al otro lado deldescampado, el sol, muy bajo ya,iluminaba los surcos embarrados.

—¿Has mirado por los alrededoresde la urbanización? —le pregunté.

—No, todavía no.—Entonces hagámoslo. —Aceleré el

paso. ¿Mariko tiene amigos con quienes

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pueda estar?—No, creo que no. De verdad,

Etsuko —Sachiko rió y me puso unamano en el brazo—, no hay quealarmarse tanto. Seguro que no le haocurrido nada. Etsuko, en realidad hevenido porque quería contarte algo.¿Sabes?, por fin está todo arreglado.Dentro de unos días nos vamos aAmérica.

—¿A América? —Me detuve, no sési porque Sachiko me había puesto sumano en el brazo o por la sorpresa.

—Sí, a América. Sin duda habrásoído hablar de ese sitio. —Sachikoparecía disfrutar con mi asombro.

Empecé a caminar otra vez. La

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urbanización era una gran extensión decemento, salteada a veces por algunosárboles bastante raquíticos que habíansido plantados cuando construyeron losedificios. Encima de nosotras se habíanencendido las luces en la mayoría de lasventanas.

—¿No vas a preguntarme nada más?—dijo Sachiko ajustándose a mi paso.¿No vas a preguntar por qué me voy? ¿Ycon quién?

—Me alegro mucho si es lo quequerías —dije—, pero quizá primerodeberíamos buscar a tu hija.

—Etsuko, tienes que comprenderque no me avergüenzo de nada. No tengonada que ocultar a nadie. Pregúntame lo

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que quieras, por favor. No sientoninguna vergüenza.

—Yo pienso que primerodeberíamos buscar a tu hija. Más tardepodemos hablar.

—Muy bien, Etsuko —dijo riendo.Busquemos primero a Mariko.

Estuvimos buscando por las zonasde juego y dimos la vuelta a todos losedificios. En seguida volvimos aencontrarnos donde habíamos empezado.Después, vi a dos mujeres que estabanhablando cerca de la entrada principalde uno de los edificios.

—Quizás esas señoras de allípuedan ayudarnos —dije.

Sachiko no se movió. Miró hacia las

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dos mujeres y dijo:—Lo dudo.—Pero es posible que la hayan

visto. Es posible que hayan visto a tuhija.

Sachiko siguió mirándolasatentamente. Después soltó unacarcajada y se encogió de hombros:

—Muy bien —dijo—, vamos adarles algo de qué hablar. Me trae sincuidado.

Nos dirigimos hacia ellas y Sachiko,muy educadamente, les hizo algunaspreguntas con toda tranquilidad. Lasmujeres se miraron preocupadas, peroninguna había visto a la niña. Sachikoles aseguró que no había por qué

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alarmarse y nos despedimos de ellas.—Ya pueden irse contentas por hoy

—me dijo—, ahora tendrán algo de quéhablar.

—Estoy segura de que no hanpensado nada malo. Parecían realmentepreocupadas.

—De verdad eres muy amable,Sachiko, pero no tienes queconvencerme de esas cosas. ¿Sabes?,nunca me ha preocupado lo que puedapensar ese tipo de gente, y ahora mepreocupa menos todavía.

Nos detuvimos. Eché un vistazo a mialrededor y hacia las ventanas de losedificios.

—¿Dónde podrá estar? —dije.

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—¿Ves?, Etsuko, no me avergüenzode nada. No quiero ocultarte nada, ni a tini a esas mujeres, si vamos a eso.

—¿Crees que deberíamos buscar porel río?

—¿El río? Ya he mirado por allí.—¿Y por la otra orilla? Quizá haya

cruzado a la otra orilla.—Lo dudo, Etsuko. En realidad, si

mi hija es como yo creo, en estosmomentos ya debe de estar en casa. Ysin duda, muy satisfecha de haberprovocado todo este jaleo.

—Bueno, vamos a ver.Cuando regresamos al borde del

descampado, el sol ya estabadesapareciendo detrás del río y sus

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rayos contorneaban los sauces de laorilla.

—No tienes que acompañarme,Etsuko —dijo Sachiko—, acabaré porencontrarla.

—No me molesta. Te acompaño.—Muy bien. Entonces, ven.Nos encaminamos hacia el caserón.

Yo llevaba sandalias y me fue difícilandar por aquel terreno tan desigual.

—¿Cuánto tiempo has estado fuera?—pregunté. Sachiko estaba a un paso odos delante de mí. Al principio norespondió y pensé que quizá no me habíaoído. ¿Cuánto tiempo has estado fuera?—repetí.

—¡Oh!, no mucho.

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—¿Cuánto? ¿Media hora?, ¿o más?—Tres o cuatro horas,

aproximadamente, creo.—Ya.Seguimos caminando por el fango,

procurando evitar los charcos. Cuandonos acercábamos al caserón le dije aSachiko:

—Quizá deberíamos mirar en la otraorilla, sólo por si acaso.

—¿En el bosque? Mi hija no iríanunca por allí. Miremos en el caserón.No hay que preocuparse tanto, Etsuko.—Volvió a sonreír, pero su voz mepareció un poco temblorosa.

En el caserón no había luz y todoestaba oscuro. Esperé en la entrada

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mientras Sachiko subió al tatami. Llamóa su hija y corrió las dos mamparas queseparaban la habitación principal de lasdos contiguas más pequeñas. Me quedéallí de pie, oyéndola moverse de un sitioa otro en la oscuridad. Después regresóa la entrada.

—Quizá tengas razón —dijo—, serámejor que miremos en la otra orilla.

A lo largo del río, el aire estabaplagado de insectos. En silencio, nosencaminamos hacia el puente de maderaque había más abajo. Al otro lado, en laorilla de enfrente, se encontraba elbosque que Sachiko había mencionadoanteriormente.

Estábamos cruzando el puente,

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cuando se volvió hacia mí y me dijorápidamente:

—Al final fuimos a un bar. Ibamos air al cine, a ver una película de GaryCooper, pero había mucha cola. Laciudad estaba abarrotada y había muchagente borracha. Al final fuimos a un bary nos dieron un saloncito para nosotrossolos.

—Ya veo.—Me imagino que tú no vas a los

bares, ¿no, Etsuko?—No, no voy.Era la primera vez que cruzaba al

otro lado del río. Bajo mis pies, la tierraera muy blanda, casi pantanosa. Quizáfue sólo mi imaginación, pero en aquella

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orilla sentí una especie de escalofrío,como un presentimiento, que me hizoandar aún con más urgencia hacia laoscuridad de los árboles que teníamosdelante.

Sachiko me detuvo por el brazo.Seguí su mirada, y un poco más lejos, enla misma margen, vi algo así como unbulto sobre la hierba, junto a la orilla.Podía distinguirse de entre las tinieblas,al ser algo más oscuro que el suelodonde yacía. Mi primer impulso fuecorrer en esa dirección, pero entoncesme di cuenta de que Sachiko se habíaquedado inmóvil, contemplando elobjeto.

—¿Qué es eso? —dije un poco

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ingenuamente.—Es Mariko —respondió muy

tranquila. Y cuando se volvió hacia mí,en sus ojos había una mirada extraña.

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3

Es posible que con el paso de losaños mis recuerdos hayan perdidonitidez, que las cosas no sucedieran talcomo me vienen ahora a la memoria.Pero recuerdo con cierta claridad aquelencantamiento misterioso que al parecernos unió a las dos mientras estuvimosallí de pie, en la oscuridad que se cerníasobre nosotras, con nuestros ojosclavados en la silueta que yacía másabajo en la orilla. Roto el hechizo,empezamos a correr. Vi a Marikotumbada de lado y hecha un ovillo, conlas rodillas dobladas y dándonos la

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espalda. Sachiko llegó antes, pues yo, acausa de mi embarazo, iba másdespacio, y cuando la alcancé estaba depie ante la niña. Mariko tenía los ojosabiertos y al principio pensé que estabamuerta. Pero después vi que los ojos semovían y miraban en dirección anosotras, con una expresiónextrañamente ausente.

Sachiko se arrodilló sobre unapierna y levantó la cabeza de la niña.Mariko seguía mirando fijamente.

—¿Estás bien, Mariko? —dije yo unpoco sin aliento.

La niña no respondió. Sachikotambién estaba callada, examinando a suhija, dándole la vuelta entre sus brazos

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como si fuera una muñeca frágil einanimada. Noté sangre en una manga deSachiko, pero después vi que proveníade Mariko.

—Mejor que llamemos a alguien —dije.

—No es nada grave —dijo Sachiko.Es sólo un rasguño. Mira, sólo es uncorte pequeño.

Mariko había estado tumbada sobreun charco, y una parte de su cortovestido estaba empapada de agua sucia.La sangre procedía de una herida en elmuslo.

—¿Qué ha ocurrido? —le dijoSachiko a su hija. ¿Qué te ha ocurrido?

Mariko siguió mirando a su madre.

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—Habrá sufrido una conmoción —dije. Quizá sea mejor no hacerlepreguntas ahora.

Sachiko levantó a Mariko.—Estábamos muy preocupadas por

ti, Mariko-San —dije. La niña me mirócon sospecha, después se dio la vuelta yempezó a andar. Andaba con muy buenpaso. Al parecer, la herida que tenía enla pierna no le molestaba demasiado.

Emprendimos el camino de vuelta,cruzando el puente de nuevo ybordeando el río. Ellas dos iban delante,sin hablar. Cuando llegamos al caserón,era totalmente de noche.

Sachiko llevó a Mariko al cuarto debaño. Encendí el fuego del hornillo que

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estaba en medio de la habitación, parahacer un poco de té. Aparte el hornillo,la única fuente de luz procedía de unfarol colgado que Sachiko habíaencendido. El resto de la habitaciónpermanecía en sombras. En un rincón,varios gatitos negros diminutos quehabían despertado con nuestra llegada,empezaron a moverse intranquilos, y susuñas, al engancharse al tatami,producían un sonido acelerado.

Cuando, madre e hija volvieron aaparecer, ya se habían cambiado yllevaban kimonos. Se metieron en una delas pequeñas habitaciones contiguas y yoseguí esperando durante un rato. Elsonido de la voz de Sachiko atravesaba

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la mampara.Al final, Sachiko salió sola.—Todavía hace mucho calor —

comentó. Cruzó la habitación y corriólas mamparas que daban a la terraza.

—¿Cómo se encuentra Mariko? —pregunté.

—Está perfectamente. El corte no esnada. —Sachiko se sentó junto a lasmamparas, donde soplaba la brisa.

—¿Vamos a informar de todo esto ala policía?

—¿La policía? Pero ¿de qué hay queinformarlos? Mariko dice que estabasubiendo a un árbol y se cayó. Así escomo se hizo el corte.

—Entonces, ¿anoche no estuvo con

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nadie?—No, ¿con quién podría haber

estado?—¿Y esa mujer? —dije.—¿Qué mujer?—Esa de la que habla Mariko.

¿Todavía sigues creyendo que es frutode su imaginación?

Sachiko suspiró.—No es del todo fruto de su

imaginación, supongo —dijo. Es alguienque Mariko vio una vez. Una vez,cuando era mucho más pequeña.

—¿Pero crees que esa mujer pudovenir anoche?

Sachiko rió.—No, Etsuko, no es posible. Esa

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mujer está muerta. Etsuko, créeme, todala historia acerca de la mujer es unjuego que a Mariko le gusta jugarcuando se empeña en causar problemas.Yo ya estoy acostumbrada a esosjueguecitos suyos.

—Pero ¿por qué cuenta ese tipo dehistorias?

—¿Que por qué? —Sachiko seencogió de hombros. Es lo que a losniños les gusta hacer. Cuando seasmadre, Etsuko, tendrás queacostumbrarte a ese tipo de cosas.

—¿Y estás segura de que anoche noestuvo con nadie?

—Completamente. Conozco a mihija lo suficientemente bien.

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Durante un rato permanecimoscalladas. Los mosquitos zumbaban en elaire a nuestro alrededor. Sachikobostezó, tapándose la boca con unamano.

—Ya ves, Etsuko —dijo—, dentrode poco dejaré Japón. No pareces muyimpresionada.

—¡Claro que lo estoy!, y muycontenta, ya que ése era tu deseo. Pero¿no surgirán… dificultades?

—¿Dificultades?—Quiero decir, trasladarse a otro

país, con un idioma distinto y otrascostumbres.

—Comprendo tu preocupación,Etsuko. Pero de verdad, no creo que

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tenga motivos para inquietarme.¿Sabes?, he oído hablar tanto deAmérica que no me resultará un país deltodo extraño. En cuanto al idioma, ya lodomino bastante. Frank-San y yosiempre hablábamos en inglés. Una vezque lleve en América cierto tiempo, lohablaré como una americana. De verdadque no veo motivo por el que debainquietarme. Sé que me las arreglaré.

Hice una pequeña reverencia, perono dije nada. Dos de los gatitosempezaron a dirigirse hacia dondeSachiko estaba sentada. Los observódurante un rato y después soltó unacarcajada.

—Claro —dijo. A veces hay

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momentos en los que me pregunto cómosaldrá todo. Pero de verdad —me sonrió—, sé que me las arreglaré.

—En realidad —dije—, en quienestaba pensando era en Mariko. ¿Quépasará con ella?

—¿Mariko? No tendrá problemas.Ya sabes cómo son los niños. Para elloses mucho más fácil adaptarse a un sitionuevo, ¿no?

—Pero de todas formas, para ellasupondrá un gran cambio. ¿Estápreparada para algo semejante?

Sachiko suspiró con impaciencia.—De verdad, Etsuko, ¿crees que no

he tenido en cuenta todo eso? ¿Acasohas pensado que se me ocurriría dejar el

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país sin primero haber considerado afondo el bienestar de mi hija?

—Claro —dije—, lo habrásconsiderado a fondo.

—El bienestar de mi hija es de lamáxima importancia para mí, Etsuko.Nunca tomaría una decisión que pusieraen peligro su futuro. He pensadodetenidamente todo este asunto y lo hehablado con Frank. Te aseguro queMariko estará bien. No habráproblemas.

—Pero ¿qué va a pasar con sueducación?

Sachiko volvió a reír.—Etsuko, no me voy a la selva. En

América hay colegios buenísimos. Y

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debes comprender que mi hija es unaniña muy despierta. Su padre era unhombre muy fino y, en lo que a mírespecta, he tenido familiares del másalto rango. No debes pensar, Etsuko, queporque la has visto en estas… en estascircunstancias actuales, es una pobrepalurda.

—Claro que no. En ningún momentolo he pensado.

—Es una niña muy despierta. No lahas visto tal y como es de verdad,Etsuko. En un ambiente como éste, esnormal que un niño sea a veces un pocoarisco. Pero si la hubieras visto cuandoestábamos en casa de mi tío, habríaspodido apreciar todas sus auténticas

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cualidades. Si un adulto se dirigía a ella,respondía con toda claridad y de modomuy inteligente, sin ninguna vergüenza ysin risitas tontas como los demás niños.Y te aseguro que nunca venía con estosjueguecitos suyos. Iba al colegio y sehacía amiga de los mejores niños.Teníamos un preceptor para ella y letenía en muy alta estima. Erasorprendente con qué rapidez empezó aalcanzar a los demás.

—¿Alcanzar a los demás?—Bueno —Sachiko se encogió de

hombros—, desgraciadamente, sueducación se ha visto interrumpida devez en cuando. Entre unas cosas y otras,y nuestros desplazamientos. Pero

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aquéllos fueron tiempos difíciles,Etsuko. Si no hubiese sido por la guerray mi marido siguiera vivo, Marikohabría tenido el tipo de educación quecorresponde a una familia de nuestraposición.

—Sí —dije. Ciertamente.Quizá Sachiko notó algo raro en mi

tono. Levantó la vista y me mirófijamente, y cuando volvió a hablar, suvoz fue más tensa.

—No tenía ninguna necesidad dedejar Tokio, Etsuko —dijo. Pero lo hicepor el bien de Mariko. Vine hasta aquípara quedarme en casa de mi tíopensando que era lo mejor para mi hija.No tenía obligación de hacerlo, no tenía

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ninguna necesidad de dejar Tokio.Incliné la cabeza. Sachiko me miró

durante unos instantes, después sevolvió y dirigió su mirada hacia laoscuridad, a través de las mamparasabiertas.

—Pero ahora has dejado a tu tío —dije. Y ahora estás a punto de dejarJapón.

Sachiko me clavó sus ojosfuriosamente.

—¿Por qué me hablas así, Etsuko?¿Por qué no deseas que tenga suerte?¿Acaso me tienes envidia?

—Pero claro que te deseo suerte. Yte aseguro que yo…

—Mariko estará bien en América.

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¿Por qué no me crees? Allí tendrámuchas oportunidades. Para una mujer,la vida es mucho mejor en América.

—Te aseguro que me alegro por ti.En cuanto a mí, no me podía ir mejor. AJiro le va muy bien en el trabajo y ahorael niño llega justo cuando lodeseamos…

—Podría convertirse en una mujerde negocios o incluso en una actriz.América es así, Etsuko, hay tantasposibilidades. Frank dice que yotambién podría convertirme en unamujer de negocios. Allí son posibles esetipo de cosas.

—Estoy segura de que así es. Essólo que personalmente me siento muy

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feliz con la vida que llevo aquí.Sachiko miró los dos gatitos que

estaban a su lado arañando el tatami.Durante un buen rato nos quedamoscalladas.

—Debo irme —dije finalmente—,en casa estarán preocupados por mí. —Me puse de pie pero Sachiko no apartósu mirada de los gatitos. Entonces,¿cuándo os vais? —pregunté.

—Dentro de unos días. Frank vendrápor nosotras con su coche. En principio,embarcaremos a finales de semana.

—Entonces, ya no seguirás ayudandoa la Sra. Fujiwara, supongo.

Sachiko se quedó mirándome y soltóuna carcajada incrédula.

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—Etsuko, estoy a punto de irme aAmérica. No tengo ninguna necesidad deseguir trabajando en una casa decomidas.

—Comprendo.—De hecho, quizá podrías

encargarte tú de decirle a la Sra.Fujiwara lo que me ocurre, Etsuko. Nocreo que vuelva a verla.

—¿No vas a decírselo tú misma?Suspiró con impaciencia.—Etsuko, ¿acaso eres incapaz de

imaginar lo repugnante que ha sido parauna persona como yo trabajardiariamente en una casa de comidas? Yaun así, no me he quejado en ningúnmomento y he hecho lo que se me ha

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pedido. Pero ahora que ha terminadotodo, no tengo ninguna gana de volver aver ese sitio. —Sachiko le dio unmanotazo a un gatito que había estadoarañándole la manga del kimono, y elanimalito salió corriendo por el tatami.De modo que te pido que le desrecuerdos a la Sra. Fujiwara de mi parte—dijo—, y que tenga suerte con sunegocio.

—Lo haré. Ahora te ruego que medisculpes. Debo irme.

Esta vez, Sachiko se levantó y meacompañó hasta la entrada.

—Iré a despedirme antes de que nosvayamos —dijo mientras yo me poníalas sandalias.

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Al principio me pareció un sueñototalmente inocente. Soñé simplementeen algo que había visto el día antes, laniña que habíamos visto jugar en elparque. Y la noche siguiente, volví atener el mismo sueño. La verdad es queen los últimos meses lo he tenido variasveces.

Niki y yo vimos a la niña jugando enel columpio la tarde que fuimos alpueblo. Fue al tercer día de la visita deNiki, la lluvia había amainado bastante ysólo lloviznaba. Yo llevaba varios díassin salir de casa y fue todo un placersentir el aire fresco cuando me encaminéhacia el tortuoso sendero.

Niki tenía tendencia a andar bastante

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deprisa y sus estrechas botas de cuerocrujían a cada zancada. Aunque no meresultaba difícil ir a su paso, habríapreferido llevar un ritmo más pausado.Supongo que Niki aún tiene quedescubrir el placer de caminar porcaminar, y tampoco parece apreciar elgusto por el campo a pesar de habercrecido aquí. Se lo comenté mientrascaminábamos, pero contestó con todasequedad que aquello no era el campode verdad, sino una versión residencialideada para la gente acomodada quevivía en la zona. Y en realidad, meatrevería a decir que tiene razón. Nuncame he aventurado hacia el norte, a lasregiones agrícolas de Inglaterra donde,

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insiste Niki, encontraría el verdaderocampo. Sin embargo, con el paso de losaños, he llegado a apreciar latranquilidad y la calma que rodean estascarreteras.

Cuando llegamos al pueblo, llevé aNiki al salón de té donde voy a veces.El pueblo es pequeño y tiene algún queotro hotel y unas cuantas tiendas. Elsalón de té está situado en una esquina,encima de una panadería. Aquella tarde,Niki y yo nos sentamos en una mesa allado del ventanal y allí fue justamentedesde donde observamos jugar a la niñaen el parque de abajo. La vimos subir aun columpio y llamar a dos mujeres queestaban cerca sentadas en un banco. Era

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una niña muy alegre, y llevaba unimpermeable verde y botas de agua.

—Quizá pronto te cases y tengasniños —dije. Echo de menos a losniños.

—No se me ocurre nada que meapetezca menos —dijo Niki.

—Bueno, supongo que aún eres muyjoven.

—No tiene nada que ver con serjoven o vieja, es que no tengo ningunagana de tener un montón de niños dandogritos a mi alrededor.

—No te preocupes, Niki —dijeriendo—, no voy a exigirte que tengashijos inmediatamente. De pronto hesentido ganas de ser abuela, eso es todo.

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He pensado que quizá me harías esefavor, pero no corre prisa.

La niña, sentada en el asiento delcolumpio, se impulsaba con las cadenas,pero por algún motivo no conseguíaelevarse más alto. De todas formas,seguía sonriendo y llamando a las dosmujeres.

—Una amiga mía acaba de tener unniño —dijo Niki. Está muy contenta. Nosé por qué. Haber dado a luz una cosallorona tan horrible.

—Bueno, por lo menos es feliz.¿Qué edad tiene tu amiga?

—Diecinueve.—¿Diecinueve? Es incluso más

joven que tú. ¿Está casada?

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—No. ¿Y eso qué importa?—Seguro que no se siente feliz.—¿Por qué? ¿Sólo porque no está

casada?—Eso por un lado. Y además,

porque sólo tiene diecinueve años. Nocreo que le alegrara tener un niño.

—¿Y qué importa que esté casada ono? Lo deseaba, lo decidió y eso basta.

—¿Es eso lo que te dijo?—Pero, mamá, la conozco muy bien,

es una amiga. Sé que es eso lo quequería.

Las mujeres del banco se levantaron.Una llamó a la niña. Ésta bajó delcolumpio y fue corriendo hacia ellas.

—¿Y el padre, qué? —pregunté.

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—Se alegró mucho. Me acuerdo quecuando se enteraron nos fuimos todos acelebrarlo.

—Bueno, la gente siempre aparentaestar encantada. Es como la película quevimos anoche en la televisión.

—¿Qué película?—Creo que no la viste. Estabas

leyendo una revista.—Ah, ya sé. Parecía malísima.—Sí. No lo niego. Pero eso es lo

que quiero decir. Estoy segura de queante el nacimiento de un niño, nadiereacciona como los personajes de esaspelículas.

—De verdad, mamá, no entiendocómo te sientas a ver esos rollos. Antes

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casi no veías la televisión. Recuerdoque siempre me estabas riñendo porqueyo la veía demasiado.

Me reí.—Ves, Niki, nuestros papeles se

están invirtiendo. Estoy segura de queme haces mucho bien. Tienes queimpedir que pierda el tiempo de esemodo.

Cuando salimos del salón de té, yade vuelta a casa, el cielo estaba muyencapotado y la llovizna era másintensa. Ya habíamos pasado la pequeñaestación de ferrocarril, cuando oímosuna voz por detrás que nos llamaba:

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—¡Sra. Sheringham! ¡Sra.Sheringham!

Me di la vuelta y vi a una mujer debaja estatura puesta de abrigo, que subíacorriendo por la carretera.

—Pensé que era usted —dijo alalcanzarnos. ¿Qué tal se encuentra? —Me sonrió con mucha alegría.

—Hola, Sra. Waters —dije yo.¡Cuánto me alegro de volver a verla!

—Parece que va a empeorar otravez, ¿no cree? ¡Ah, hola, Keiko! —diouna palmada a Niki en la manga— no tehabía reconocido.

—No —respondí rápidamente—,ésta es Niki.

—Niki, claro. ¡Dios mío, cómo has

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crecido! Por eso me he confundido.—Hola, Sra. Waters —dijo Niki

cuando se sobrepuso del asombro.La Sra. Waters no vive lejos de casa.

Ahora sólo la veo de vez en cuando,pero hace algunos años les dio clases depiano a mis dos hijas. A Keiko le enseñódurante bastantes años, pero a Niki sóloun año o dos, cuando todavía era unaniña. No tardé mucho en descubrir quela Sra. Waters era una pianista muylimitada y, en general, su actitud ante lamúsica me irritaba muy a menudo. Porejemplo, calificaba las obras de Chopiny de Tchaikovski de «melodíasencantadoras». Pero era una mujer tancariñosa que nunca tuve el valor de

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sustituirla por otra.—¿Y qué es de ti ahora? —preguntó

a Niki.—¿Yo? Bueno, vivo en Londres.—Ah, y ¿qué haces allí? ¿Estudias?—En realidad no hago nada. Sólo

vivo allí.—Ya. Pero en Londres eres feliz,

¿no? Eso es lo principal, ¿no crees?—Sí. Estoy bastante bien.—Bueno, eso es lo principal. ¿Y qué

es de Keiko? —La Sra. Waters se volvióhacia mí. ¿Cómo le va a Keiko?

—¿Keiko? Se fue a vivir aManchester.

—¿Ah, sí? En conjunto es unaciudad agradable. Eso es lo que me han

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dicho. ¿Y le gusta estar allí?—Ultimamente no sé nada de ella.—Bueno. Si no hay noticias, buena

señal, supongo. Y Keiko, ¿sigue tocandoel piano?

—Creo que sí. Ultimamente no sénada de ella.

Al final pareció percatarse de mifalta de entusiasmo y dejó de hablar deltema con una sonrisa embarazosa. Desdeque Keiko se fue de casa, año tras año laSra. Waters había mostrado la mismainsistencia en cada encuentro, y nadaparecía hacerla desistir. Ni mi clarareticencia a hablar de Keiko ni el hechode que, hasta aquella tarde, hubiera sidoincapaz de contarle aunque sólo fuese el

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paradero de mi hija, había conseguidocausar en ella una impresión definitiva.Y tengo la certeza de que la Sra. Watersseguirá preguntándome por mi hija delmodo más cordial cada vez que nosveamos.

Cuando llegamos a casa, la lluviaarreciaba.

—Te he hecho sentirte incómoda,¿verdad? —me dijo Niki. Estábamos denuevo sentadas en los sillones,contemplando el jardín.

—¿Por qué lo piensas? —dije.—Tendría que haberle contado que

pensaba ir a la universidad o algo así.—No me molesta lo más mínimo lo

que puedas contar de tu vida. No me

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avergüenzo de ti.—No. Ya lo sé.—Pero sí pienso que has sido un

poco brusca con ella. Nunca te ha caídomuy bien, ¿verdad?

—¿La Sra. Waters? Bueno, odiabasus clases. Eran un aburrimiento total. Aveces me quedaba en las nubes y detanto en tanto oía su vocecitadiciéndome que pusiese el dedo en unatecla, en la otra o en la de más allá. ¿Fueidea tuya que tomara clases de piano?

—Sí. Principalmente idea mía.¿Sabes?, hubo una época en que hicegrandes planes para ti.

Niki rió.—Lamento ser tan desastre. Pero es

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culpa tuya. Tengo muy mal oído para lamúsica. En nuestra casa hay una chicaque toca la guitarra; intentó enseñarmealgunos acordes pero ni me molesté enaprender siquiera eso. Creo que la Sra.Waters me hizo aborrecer la música parasiempre.

—Quizá algún día vuelva ainteresarte y entonces apreciarás el quete hayan dado clases.

—Si se me ha olvidado todo.—Me extrañaría que lo hayas

olvidado absolutamente todo. A esaedad siempre queda algo.

—De todas formas, fue una pérdidade tiempo —refunfuñó Niki. Se quedócallada durante un rato mirando a través

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del ventanal. Después se volvió haciamí y dijo—: Supongo que debe de serdifícil contárselo a la gente. Me refieroa lo de Keiko.

—Lo que he dicho me ha parecido lomás sencillo —respondí. Me cogió unpoco de sorpresa.

—Sí, eso creo. —Niki siguiómirando por la ventana, sin ningunaexpresión en sus ojos. Keiko no fue alentierro de papá, ¿verdad? —me dijo alfinal.

—Sabes perfectamente que no, ¿porqué lo preguntas, entonces?

—No lo sé. Sólo ha sido uncomentario.

—¿Quieres decir que no fuiste a su

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entierro porque ella no fue al de tupadre? No seas tan infantil, Niki.

—No estoy siendo nada infantil.Sólo estoy diciendo le que ocurrió.Keiko nunca ha sido parte de nuestrasvidas, ni de la mía ni la de papá. Nuncaesperé que asistiese al entierro de papá.

No respondí y seguimos en nuestrossillones, sin hablar. Entonces Niki dijo:

—Ha sido muy raro lo de la Sra.Waters. Casi me ha parecido que estabasdisfrutando.

—¿Disfrutando?—Haciéndole creer que Keiko

estaba viva.—Yo no disfruto engañando a la

gente. —Quizá dije esto con cierta

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brusquedad, ya que Niki me miróperpleja.

—No, ya lo sé —dijo pococonvencida.

Llovió toda la noche, y al díasiguiente, el cuarto día de la visita deNiki, seguía lloviendo con fuerza.

—¿Te molesta si esta noche cambiode habitación? —dijo Niki. Podríautilizar el cuarto de huéspedes. —Estábamos en la cocina fregando lavajilla después del desayuno.

—¿El cuarto de huéspedes? Claro,no veo por qué no. ¿Le has cogido maníaa tu antigua habitación?

—Me resulta un poco raro dormir enella.

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—Qué poco amable eres, Niki.Esperaba que aún sintieras que era tuhabitación.

—Claro que sí —dijo rápidamente.No es que ya no me guste. —Se quedócallada mientras secaba unos cuchilloscon un trapo. Al final dijo—: Es la otrahabitación. La suya. Me produce unasensación extraña tenerla justo enfrente.

Dejé lo que estaba haciendo y lamiré severamente.

—En fin, no lo puedo evitar, madre.Es que siento algo raro cuando piensoque tengo esa habitación justo enfrente.

—Muy bien. Duerme en el cuarto dehuéspedes —le dije fríamente. Perotendrás que hacer la cama.

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Aunque le di a entender a Niki quesu pregunta me había molestado, nopensé impedirle que cambiase dehabitación, ya que también yo habíaexperimentado un sentimiento molestocon esa habitación de enfrente. Es conmucho la más agradable de la casa, conesa espléndida ventana que da al huerto.Pero había sido la propiedad que Keikohabía protegido durante tanto tiempo,que incluso ahora, seis años después dehaberse ido, parecía reinar allí unextraño hechizo, un hechizo que se habíavuelto más intenso ahora que Keikoestaba muerta.

Durante los dos o tres últimos añosantes de que nos dejara, Keiko se había

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retirado a aquel dormitorio,expulsándonos a todos de su vida.Raramente salía, aunque a veces la oíadar vueltas por la casa una vez que losdemás nos habíamos acostado. Me dicuenta de que pasaba todo el tiempoleyendo revistas y oyendo la radio.Nosotros teníamos prohibida la entradaen su cuarto. Para comer le dejaba suplato en la cocina; ella bajaba arecogerlo y volvía a encerrarse en suhabitación. Yo sabía que su habitaciónera una pocilga. De allí dentro salía unolor rancio y a ropa sucia, y en lasocasiones en que pude vislumbrar algo,vi un gran número de revistas femeninastiradas por el suelo entre montones de

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ropa. Tuve que engatusarla para quesacase su ropa sucia, y al menos en estollegamos a un acuerdo: cada tantotiempo me pondría la ropa sucia en lapuerta, yo entonces la lavaría y volveríaa dársela. Al final, todos nosacostumbramos a su forma de vida, y sialguna vez, por cualquier motivo, seaventuraba a entrar al salón, todos nossentíamos muy tensos. Estas excursionesterminaban invariablemente en algunadisputa, con Niki o con mi marido demodo que se volvía a su cuarto.

Nunca vi la habitación que Keikotenía en Manchester la habitación en quemurió. Viniendo de una madre, estaideas pueden resultar macabras, pero al

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enterarme de que se había suicidado, loprimero que me vino a la mente, antesincluso de asumir el disgusto, fue pensarcuánto tiempo habría permanecido enese estado antes de que la encontraran.Viviendo con su propia familia, pasabandías y días sin que nadie la viese, demodo que en una ciudad extraña dondenadie la conocía, aún era menosprobable que la descubrieseninmediatamente. Más tarde, el juez dijoque había estado allí «durante variosdías». Fue la casera la que abrió lapuerta, pensando que Keiko se había idosin pagar el alquiler.

La imagen de mi hija ahorcada en suhabitación durante días y días, me ha

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obsesionado continuamente. El horrorque me produce esa imagen no hadisminuido, pero ya hace tiempo que haperdido ese carácter macabro. Delmismo modo que soportamos una heridaen nuestro propio cuerpo, es posiblellegar a hacer nuestras las cosas másperturbadoras.

—De cualquier modo,probablemente esté más caliente en elcuarto de huéspedes —dijo Niki.

—Niki, si de noche tienes frío, bastacon que subas la calefacción.

—Sí, claro —dio un suspiro.Ultimamente no duermo muy bien. Creoque tengo pesadillas, pero cuandodespierto nunca consigo recordarlas del

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todo.—Anoche tuve un sueño —dije.—Yo creo que tiene algo que ver

con esta calma. No estoy acostumbradaa este silencio por la noche.

—Soñé con esa niña. La que vimosayer, la niña del parque.

—Con el ruido de los coches puedodormir bien, pero ya había olvidado loque era dormir con este silencio. —Nikise encogió de hombros y dejó caeralgunos cubiertos en el cajón. Quizáconsiga dormir mejor en el cuarto dehuéspedes.

El hecho de que le comentara a Nikimi sueño, la primera vez que lo tuve,demuestra quizá que ya entonces dudé de

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la inocencia del sueño en cuestión.Desde un principio debí habersospechado, sin saber del todo por qué,que el sueño tenía que ver más conSachiko, a la que había recordado dosdías antes, que con la niña que habíamosestado observando mi hija y yo.

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4

Una tarde, estaba en la cocinapreparando la cena antes de que mimarido llegase a casa del trabajo,cuando oí un ruido extraño procedentedel salón. Dejé lo que estaba haciendo yme puse a escuchar. Volví a oírlo, era elsonido de un violín que alguien estabatocando muy mal. Durante unos minutosseguí oyendo el ruido, después se paró.

Al final, cuando me dirigí al salón,encontré a Ogata-San inclinado sobre untablero de ajedrez. El sol de las últimashoras de la tarde entraba a raudales y unaire húmedo impregnaba todo el piso a

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pesar de los ventiladores. Abrí un pocomás las ventanas.

—¿No terminasteis anoche lapartida? —pregunté, acercándome a él.

—No, Jiro dijo que estaba muycansado. Tengo la sospecha de que fueuna estratagema. Ves, le tengo aquí bienacorralado.

—Ya veo.—Se aprovecha de que estos días

tengo la memoria un poco confusa. Peroahora estoy reconsiderando toda miestrategia.

—Es usted muy astuto, padre. Perodudo que la mente de Jiro funcione demodo tan ingenioso.

—Quizá no. Me atrevería a decir

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que a estas alturas tú le conoces mejorque yo. —Ogata-San siguió examinandoel tablero durante un rato, despuéslevantó la mirada y rió. Debe parecertedivertido. Jiro matándose a trabajar ensu oficina y yo preparando una partidapara cuando vuelva a casa. Me sientocomo un niño esperando a su padre.

—Bueno, prefiero que se distraigausted con el ajedrez. El recital demúsica de antes era espantoso.

—Qué poco respeto. Y yo quepensaba que te había conmovido,Etsuko.

El violín estaba allí cerca, en elsuelo, metido otra vez en su estuche.Ogata-San me miró cuando empecé a

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abrir el estuche.—Lo vi ahí encima en el estante —

dijo. Me tomé la libertad de bajarlo. Nopongas esa cara de preocupación,Etsuko. Lo he tratado con mucho cariño.

—No estoy muy segura… Comousted dice, padre, estos días se parece aun niño. —Levanté el violín paraexaminarlo. A diferencia de que losniños no llegan a los estantes de arriba.

Me puse el instrumento bajo labarbilla. Ogata-San siguió mirándome.

—Toca algo para mí —dijo. Estoyseguro de que lo haces mejor que yo.

—Seguro que sí. —Volví a sostenerel violín sobre toda la longitud de mibrazo. Pero hace mucho tiempo que no

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toco.—¿Quieres decir que no has estado

practicando? Es una lástima, Etsuko.Antes tenías verdadera afición por esteinstrumento.

—Sí, antes sí. Pero ahora casi no lotoco.

—De verdad que es una lástima. ¡Tegustaba tanto! Recuerdo cuando solíastocarlo a altas horas de la noche ydespertabas a toda la casa.

—¿Que despertaba a toda la casa?¿Eso cuándo fue?

—Sí, me acuerdo muy bien. Cuandoviniste a quedarte con nosotros. —Ogata-San rió. No pongas esa cara,Etsuko. Todos te perdonamos. Espera,

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¿cuál era el compositor que admirabastanto? ¿Mendelssohn?

—¿Es verdad que despertaba a todala casa?

—Etsuko, no pongas esa cara depreocupación. Fue hace años. Toca algode Mendelssohn.

—Pero ¿por qué no me dijisteis queparase?

—Fue sólo durante las primerasnoches. Además, no nos molestaba lomás mínimo.

Punteé un poco. El violín estabadesafinado.

—Por aquel entonces, tuve queresultaros una auténtica carga —dije envoz baja.

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—No digas tonterías.—Pero el resto de la familia,

pensarían que estaba loca.—No podían pensar nada malo de ti.

Después de todo, terminaste casándotecon Jiro. Vamos Etsuko, ya basta, ahoratoca algo.

—¿Cómo era yo entonces? ¿Igualque una persona loca?

—Estabas muy desquiciada, lo cualno era nada sorprendente. Todosestábamos desquiciados, todos los quesobrevivimos. Ven, Etsuko, olvidemostodo eso. Siento haber sacado el tema.

Volví a ponerme el instrumento bajola barbilla.

—¡Ah! —dijo. Mendelssohn.

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Me quedé en esa posición duranteunos segundos, con el violín bajo labarbilla. Después lo apoyé en mi rodillay suspiré.

—Ahora apenas lo toco —dije.—Lo siento, Etsuko —dijo Ogata-

San en tono solemne. Quizá no debierahaberlo movido de su sitio.

Levanté la mirada hacia él y sonreí:—De modo que ahora el niñito se

siente culpable.—Es que lo vi ahí encima y me

acordé de aquellos días.—Tocaré algo en otra ocasión,

cuando haya practicado un poco.Me hizo una pequeña reverencia y en

sus ojos volvió a dibujarse una sonrisa.

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—No olvidaré tu promesa, Etsuko.Podrías enseñarme un poco.

—No puedo enseñarle todo, padre.También dijo que quería aprender acocinar.

—Ah, sí. Eso también.—Tocaré algo para usted la próxima

vez que venga a vernos.—No olvidaré tu promesa —dijo.

Aquella noche, después de la cena,Jiro y su padre se sentaron a jugar supartida de ajedrez. Quité las cosas de lamesa y me puse a coser un poco. En unmomento de la partida, Ogata-San dijo:

—Acabo de darme cuenta de algo.

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Si no te importa, quisiera hacer otra vezesta jugada.

—Claro —dijo Jiro.—Pero es bastante injusto para ti.

Sobre todo ahora que parece que voyganándote.

—No, en absoluto. Haga de nuevo lajugada, por favor.

—¿No te importa?—No, de veras.Siguieron jugando en silencio.—Jiro —dijo Ogata-San al cabo de

un rato—, me estaba preguntando…¿Has escrito ya esa carta?, ¿a ShigeaMatsuda?

Aparté los ojos de la costura. Jiroparecía estar absorto en su jugada y no

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respondió hasta que no hubo movido lapieza.

—¿A Shigeo? No, todavía no.Quería hacerlo, pero he estado tanocupado últimamente.

—Sí, ya. Lo entiendo. Sólo me havenido a la memoria eso es todo.

—Ultimamente no he tenido muchotiempo libre.

—Lo sé. No hay prisa. No quieroincomodarte con este asunto. Sólo quesería conveniente que le dijeses algopronto. Hace ya varias semanas queapareció el artículo.

—Sí, es cierto. Tiene toda la razón.Volvieron a la partida. Durante un

rato no habló ninguno de los dos.

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Después, Ogata-San dijo:—¿Cómo crees que reaccionará?—¿Shigeo? No lo sé. Como le he

dicho, últimamente no he sabido nada deél.

—¿Dices que se afilió al PartidoComunista?

—No estoy seguro, pero es verdadque la última vez que le vi simpatizababastante con este partido.

—Es una lástima. Hoy en día haymuchas cosas en Japón quedesconciertan a los jóvenes.

—Sí, sin duda.—Hoy en día tantos jóvenes se dejan

influir por ideas y teorías. Pero quizáShigeo ceda y pida disculpas. No hay

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nada mejor que a uno le recuerden atiempo sus obligaciones. ¿Sabes?,sospecho que Shigeo ni siquiera sedetuvo a pensar lo que hacía. Creo queeste artículo lo escribió con una plumaen una mano y su libro sobre comunismoen la otra. Puede que al final ceda.

—Es muy posible. He tenido tantotrabajo últimamente.

—Claro, claro. Tu trabajo debe serlo primero. No te preocupes, por favor.Y ahora, ¿me tocaba mover a mí?

Siguieron la partida hablando muypoco. En un determinado momento oídecir a Ogata-San:

—Estás jugando tal como habíaprevisto. Tendrás que ser muy hábil para

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salir de ese rincón.Ya llevaban un buen rato jugando

cuando llamaron a la puerta. Jiro levantólos ojos y me miró. Dejé la costura y melevanté.

Cuando abrí la puerta, me encontrécon dos hombres sonriendo y haciendouna reverencia. Al ser bastante tarde,pensé que se habían equivocado depuerta. Pero entonces me di cuenta deque eran dos colegas de Jiro y les dijeque pasaran. Se quedaron en la entrada,riendo sofocadamente. Uno de ellos eraun hombrecillo rechoncho de carabastante sonrojada. Su compañero eramás delgado, de tez pálida como uneuropeo, pero también parecía haber

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estado bebiendo, ya que le habían salidodos manchas rosadas en las mejillas.Ambos llevaban corbata, que se habíandeshecho de cualquier modo, y lachaqueta bajo el brazo.

Jiro pareció alegrarse de verlos yles llamó para que se sentaran. Sinembargo, permanecieron de pie en lapuerta, riendo tontamente.

—¡Hola, Ogata! —le dijo el hombrede tez pálida a Jiro—, quizá te cojamosen mal momento.

—No, en absoluto. Pero ¿qué hacéispor aquí?

—Hemos ido a ver al hermano deMurasaki. De hecho, todavía no hemospasado por casa.

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—Hemos venido a molestarteporque tenemos miedo de ir a casa —añadió el hombre rechoncho. No lesdijimos a nuestras esposas quellegaríamos tarde.

—Vaya par de sinvergüenzas —dijoJiro. ¿Por qué no os quitáis los zapatos yos acercáis?

—Te hemos cogido en mal momento—repitió el hombre de tez pálida.Vemos que tienes visita. —Sonrióenseñando los dientes y le hizo unareverencia a Ogata-San.

—Es mi padre, pero… ¿cómo voy apresentaros si no entráis?

Al final los dos se quitaron loszapatos y tomaron asiento. Jiro se los

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presentó a su padre, y empezaron denuevo a hacer reverencias y a reírtontamente.

—¿Y ustedes, caballeros, trabajanen la empresa de Jiro? —preguntóOgata-San.

—Sí, eso es —contestó el gordito. Ypara nosotros es un honor, aunque noshaga sudar tinta. En la oficina llamamosa su hijo el «Faraón», ya que nos hacetrabajar como esclavos a todos, mientrasque él no mueve un dedo.

—¡Qué tontería! —dijo mi marido.—Es verdad. Primero nos da

órdenes como a sus lacayos y después sesienta a leer el periódico.

Ogata-San parecía estar un poco

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confuso, pero al ver que los doshombres reían, rió con ellos.

—Y esto, ¿qué es? —El hombre detez pálida señaló el tablero de ajedrez.Vamos, ya sabía yo que les habíamosinterrumpido.

—Sólo estábamos jugando alajedrez para pasar el rato —dijo Jiro.

—Seguid jugando, entonces. Nopermitas que unos sinvergüenzas comonosotros os interrumpan.

—¡No seas tonto! ¿Cómo voy aconcentrarme con un par de idiotascomo vosotros? —Jiro puso a un lado eltablero. Una o dos piezas se cayeron yvolvió a ponerlas en pie sin fijarse enlas casillas. De modo que habéis ido a

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ver al hermano de Murasaki. Etsuko,prepara un poco de té para loscaballeros. —Mi marido habíapronunciado estas palabras a pesar deque yo ya me dirigía hacia la cocina.Pero entonces el hombre rechonchoempezó a agitar la mano frenéticamente.

—¡Señora, señora, siéntese! Porfavor, nos vamos en seguida. Vuelva asentarse.

—Si no es molestia —les dije conuna sonrisa.

—No, señora, se lo suplico —empezó a levantar bastante el tono devoz. Somos unos sinvergüenzas, comodice su marido. Por favor, no se molesteusted. Siéntese, por favor.

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Estuve a punto de volver a sentarme,pero vi que Jiro me lanzaba una miradade enfado.

—Al menos tomen un poco de té connosotros —dije—, no es ningunamolestia.

—Ahora que ya os habéis sentado,podéis quedaros un rato —dijo mimarido a los dos hombres. Además, megustaría que me contaseis algo delhermano de Murasaki. ¿Está tan lococomo dicen?

—Es todo un personaje, de eso nohay duda —dijo el gordito, con unacarcajada. La verdad es que no salimosdecepcionados. ¿Nadie te ha hablado desu esposa?

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Hice una reverencia y me fui a lacocina sin que lo advirtieran. Preparé elté y puse en un plato algunos pastelitosque había preparado aquel día. Entre lasrisas que procedían del salón, oí la vozde mi marido. Uno de los hombresvolvió a llamarle «Faraón», hablandobastante fuerte. Cuando volví al salón,Jiro y los dos hombres parecían muyanimados. El gordito contaba unaanécdota referente al encuentro de unministro con el general McArthur. Servíel té, puse al lado los pastelitos y mesenté junto a Ogata-San. Los amigos deJiro siguieron haciendo bromas sobrepolíticos y el hombre de tez pálida hizode pronto como si se hubiese enfadado

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porque su compañero estaba hablandoen malos términos de una personaimportante que él admiraba. Mantuvouna cara estirada mientras los otros seburlaban de él.

—A propósito, Hanada —le dijo mimarido. El otro día en la oficina oí algointeresante. Me contaron que durante lasúltimas elecciones amenazaste a tuesposa con pegarle con un palo de golfporque no pensaba votar lo que túquerías.

—Pero ¿dónde has oído semejantetontería?

—Lo sé de buena fuente.—Es verdad —dijo el hombre

regordete. Y tu mujer quiso llamar a la

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policía para denunciarte porintimidación política.

—Pero qué tontería. Además, yo notengo palos de golf, los vendí todos elaño pasado.

—Aún tienes el de hierro del siete—dijo el gordito. La semana pasada lovi en tu piso. Quizá fue ése el queusaste.

—No lo puedes negar, ¿a que no,Hanada? —dijo Jiro.

—Esa historia del palo de golf escompletamente absurda.

—Pero es verdad que no conseguisteque tu mujer te obedeciera.

El hombre de tez pálida se encogióde hombros.

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—Bueno, tiene todo el derecho avotar lo que quiera.

—Entonces, ¿por qué la amenazaste?—le preguntó su amigo.

—Sólo intenté hacerla razonar, porsupuesto. Mi mujer vota a Yoshida,únicamente porque se parece a su tío.Eso es típico de las mujeres. Noentienden nada de política. Creen queelegir un presidente es como elegir unvestido.

—Por eso le diste con el siete dehierro —dijo Jiro.

—¿Pero eso es verdad? —preguntóOgata-San que no había hablado desdeque yo volviera con el té. Los demásdejaron de reír y el hombre de tez pálida

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se le quedó mirando con una expresiónde sorpresa.

—Bueno, no. —De pronto se pusoserio e hizo una pequeña reverencia. Enrealidad no le pegué.

—No —dijo Ogata-San—, merefería a eso de que su esposa y ustedvotaron a partidos diferentes.

—Bueno, sí. —Se encogió dehombros y rió algo nervioso y molesto.¿Y qué podía hacer?

—Perdón, no era mi intenciónentrometerme. —Ogata-San hizo unaprofunda reverencia y el hombre de tezpálida se la devolvió. Como si lareverencia se tratase de una señal, lostres jóvenes empezaron de nuevo a reír y

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a hablar entre ellos. Dejaron la políticay hablaron de algunos socios de laempresa. Al servir más té, me di cuentade que casi todos los pastelillos habíandesaparecido, a pesar de haber servidouna buena cantidad. Terminé de llenarlas tazas y volví a sentarme junto aOgata-San.

Los dos hombres se quedaron unahora más o menos. Jiro les acompañóhasta la puerta y volvió a sentarse dandoun suspiro.

—Ya es un poco tarde —dijo—,tendré que ir pensando en acostarme.

Ogata-San examinaba el tablero deajedrez.

—Creo que las piezas se han

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movido un poco —dijo. Estoy seguro deque el caballo estaba en esta casilla y noen ésa.

—Sí, es muy posible.—Entonces lo pongo aquí. ¿Te

parece bien?—Sí, sí. Estoy seguro de que tiene

razón. Tendremos que terminar lapartida en otro momento, padre. Deboretirarme ahora mismo.

—¿Y qué te parece si hacemosalgunas jugadas más? Igualterminábamos la partida.

—De verdad, será mejor dejarlo.Ahora estoy muy cansado.

—Sí, claro.Guardé la costura que había estado

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haciendo antes de la visita y me senté enespera de que los demás se retirasen.Sin embargo, Jiro cogió un periódico yempezó a leer la última página. Despuéscogió el pastelillo que quedaba en elplato y empezó a comérselodescuidadamente. Al cabo de un rato,Ogata-San dijo:

—Quizá debiéramos terminar ahorala partida. Será cuestión de unas pocasjugadas.

—De verdad que ahora estoy muycansado, padre. Tengo un trabajo del quedebo responder mañana temprano.

—Sí, naturalmente.Jiro se puso otra vez a leer el

periódico. Siguió comiéndose el pastel y

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yo me quedé mirando las migas quecaían al tatami. Ogata-San siguiócontemplando el tablero de ajedrezdurante un buen rato.

—Es increíble —dijo al final— loque contaba tu amigo.

—¿Cómo? ¿El qué? —preguntó Jirosin levantar la mirada del periódico.

—Lo de que él y su mujer hanvotado a partidos diferentes. Hace unosaños habría sido impensable.

—De eso no cabe duda.—Es increíble las cosas que pasan

hoy en día. Pero supongo que eso es loque llamamos democracia. —Ogata-Sandio un suspiro. Todas estas cosas quehemos aprendido con tanto afán de los

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americanos, no resultan siempre tanbuenas.

—No, ciertamente no lo son.—Mira lo que ocurre. Matrimonios

que no votan lo mismo. Cuando uno yano puede confiar en su esposa para esetipo de asuntos, el panorama resulta muytriste.

Jiro siguió leyendo el periódico.—Sí, es lamentable —dijo.—Las esposas de hoy en día ya no

sienten ningún apego por su familia.Hacen lo que les da la gana y si se lesantoja votan a otro partido. Es unejemplo de cómo van las cosas enJapón. La gente deja a un lado susobligaciones en nombre de la

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democracia.Jiro se quedó mirando a su padre

durante un instante, después bajó otravez la mirada y siguió leyendo elperiódico.

—No hay duda de que tienes toda larazón —dijo. Pero los americanos notrajeron sólo cosas malas.

—Los americanos nuncacomprendieron nuestra cultura. No lacomprendieron lo más mínimo. Suscostumbres pueden ser buenas paraellos, pero aquí en Japón, las cosas sondiferentes, muy diferentes. —Ogata-Sanvolvió a suspirar. Cosas como ladisciplina y la lealtad, mantuvieronfirme al Japón. Quizá lo que digo

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parezca exagerado, pero es la verdad. Elsentido del deber unía a la gente. Frentea la familia, a los superiores, al país.Pero ahora, en lugar de eso, no se hablamás que de democracia. Y oyes esapalabra cada vez que la gente quiere seregoísta, cada vez que quieren olvidarsus obligaciones.

—Sí, no hay duda de que tiene todala razón. —Jiro bostezó y se rascó unlado de la cara.

—Fíjate en lo que sucedió en miprofesión, por ejemplo. Aquí había unsistema que cuidamos y protegimosdurante años. Llegaron los americanos ylo deshicieron, lo destruyeron sinpensarlo dos veces. Decidieron que

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nuestras escuelas debían ser iguales alas escuelas americanas, que los niñosaprenderían lo que aprenden los niñosamericanos. Y los japoneses loaceptaron todo con gusto. Lo aceptarontodo hablando mucho de democracia. —Meneó la cabeza. En nuestras escuelasse destruyeron muchas cosas magníficas.

—Sí, todo eso es muy cierto. —Jirovolvió a levantar la mirada. Pero contoda seguridad el sistema antiguo teníaalgunos defectos, no sólo en lasescuelas, en todas partes.

—Jiro, ¿qué dices? ¿Lo has leído enalguna parte?

—Es sólo mi opinión.—¿Acaso lo has leído en tu

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periódico? Consagré mi vida a laeducación de los jóvenes. Y después vicómo los americanos lo destruían todo.Es increíble lo que ocurre ahora ennuestras escuelas, el comportamientoque se les enseña a los niños. Increíble.Y hay tantas cosas que ya no se enseñan.¿Sabes que ahora los niños dejan laescuela sin tener la más remota idea dela historia de su país?

—Sí. Admito que eso es lamentable.Pero también tengo malos recuerdos decuando era colegial. Recuerdo que meenseñaban, por ejemplo, cómo losdioses habían creado Japón. Cómonosotros, en tanto que nación, éramosdivinos y superiores. Teníamos que

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aprender palabra por palabra los librosde texto. Es posible que algunas cosasno hayan supuesto una pérdidaimportante.

—Pero, Jiro, las cosas no son tansimples. Está claro que no comprendeslo eficaz que era todo aquello. Las cosasno son ni la mitad de simples de lo quecrees. Nos dedicamos a asegurar lacontinuidad de las virtudes esenciales ya que los niños crecieran con una actitudcorrecta hacia su país y hacia elprójimo. Antiguamente, en Japón habíaun espíritu que nos mantenía unidos.Imagínate lo que supondrá hoy en día serun muchacho, y no aprender en laescuela ningún valor moral, excepto

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pedirle egoístamente a la vida quesatisfaga todos sus deseos. Además,llegar a casa y encontrar a sus padresdiscutiendo porque su madre no quierevotar al partido de su padre. ¡Quépanorama!

—Sí, comprendo lo que quieredecir. Ahora discúlpeme, padre, perotengo que irme a la cama.

—Hombres como Endo y yo hicimostodo lo que pudimos para proteger loque era bueno en el país. Y muchascosas buenas las han destruido.

—Es muy lamentable. —Mi maridose levantó. Discúlpeme, padre, perotengo que irme a dormir. Mañana meespera otro día de mucho trabajo.

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Ogata-San miró a su hijo con ciertaexpresión de sorpresa en la cara.

—Por supuesto, ¿cómo he podidomantenerte despierto hasta tan tarde?¡Qué desconsiderado soy! —Hizo unapequeña reverencia.

—En absoluto. Siento que nopodamos seguir hablando, pero tengoque dormir un poco, de verdad.

—Claro, claro.Jiro le dio las buenas noches a su

padre y se fue de la habitación. Duranteunos instantes, Ogata-San se quedómirando fijamente la puerta por la queJiro había desaparecido, como siesperara a que su hijo regresara de unmomento a otro. Después se volvió

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hacia mí, con mirada inquieta.—No me había dado cuenta de lo

tarde que era —dijo. No era miintención mantenerle despierto hasta tantarde.

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5

—¿Que se ha ido? ¿Y no te hadejado ningún mensaje en el hotel?

Sachiko rió:—Pareces muy sorprendida, Etsuko

—dijo. No, no ha dejado nada. Se fueayer por la mañana, es todo lo quesabían. Si quieres que te diga la verdad,casi me lo esperaba.

Me di cuenta de que todavía llevabala bandeja entre mis manos. La dejé concuidado y me senté en un cojín frente aSachiko. Aquella mañana soplaba unabrisa muy agradable dentro del piso.

—Pero para ti es horrible —dije. ¿Y

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estuviste allí esperando, con todo elequipaje?

—No me coge de nuevas, Etsuko.Tiempo atrás, en Tokio, donde le conocí,ya sabes, pues bien, en Tokio ocurrió lomismo. No, no me coge de nuevas. Ya heaprendido a esperarme ese tipo decosas.

—¿Y dices que esta noche volverása la ciudad? ¿Tú sola?

—Pero no pongas esa cara de susto,Etsuko. Al lado de Tokio, Nagasaki esun remanso de paz. Si sigue enNagasaki, esta noche le encontraré.Quizá haya cambiado de hotel, pero node costumbres.

—Todo esto es muy penoso. Si

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quieres, estaré encantada de venir aquedarme con Mariko hasta que vuelvas.

—Es muy amable de tu parte.Mariko se las sabe arreglar sola, pero siesta noche estás dispuesta a pasar un parde horas con ella, me harías un granfavor. Aunque estoy segura de que todova a arreglarse, Etsuko. ¿Sabes?, cuandohas pasado por algunas cosas como porlas que yo he pasado, aprendes a noangustiarte por pequeños contratiemposcomo éste.

—Pero y si…, bueno, quiero decir,¿y si ha dejado Nagasakidefinitivamente?

—No habrá ido muy lejos, Etsuko.Además, si de verdad hubiese tenido

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intención de abandonarme, me habríadejado alguna nota, ¿no? No habrá idolejos. Sabe que iré a buscarle.

Sachiko me miró y sonrió. No supequé responder.

—Además, Etsuko —prosiguió—,vino hasta aquí. Vino hasta Nagasakipara encontrarse conmigo en casa de mitío, vino desde Tokio. Ahora bien, ¿porqué lo habría hecho si no tuviese laintención de cumplir su promesa?¿Sabes, Etsuko?, lo que más desea esllevarme a América. Eso es lo quequiere. En realidad, no ha cambiadonada, esto es sólo un pequeño retraso.—Soltó una carcajada. ¿Sabes?, a veceses como un niño.

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—Pero ¿qué crees que ha impulsadoa tu amigo a largarse de ese modo? Nolo entiendo.

—No hay nada que entender, Etsuko,apenas tiene importancia. Lo único quequiere es llevarme a América y quetengamos allí una vida ordenada yrespetable. Eso es lo que realmentequiere. Si no, ¿por qué habría venidodesde tan lejos a encontrarse conmigo encasa de mi tío? Ya ves, Etsuko, no esalgo por lo que haya que preocuparse.

—No, seguro que no.Sachiko pareció a punto de volver a

decir algo, pero se contuvo. Bajó lamirada y clavó sus ojos en las cosas delté que había en la bandeja.

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—Bueno, Etsuko —dijo con unasonrisa—, sirvamos el té.

Me miró en silencio mientras yo loservía. En un momento determinado lelancé una mirada rápida y me sonriócomo si quisiera animarme. Acabé deservir el té y durante un rato nosquedamos sentadas tranquilamente.

—Por cierto, Etsuko —dijo Sachiko—, supongo que ya habrás hablado conla Sra. Fujiwara explicándole misituación.

—Sí, la vi antes de ayer.—Imagino que habrá estado

preguntándose qué había sido de mí.—Le expliqué que habías tenido que

irte a América. Lo comprendió

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perfectamente.—Pues ahora, Etsuko —dijo

Sachiko—, me encuentro en unasituación bastante difícil.

—Sí, ya lo imagino.—No sólo en lo económico, sino en

general.—Sí, ya sé —dije con una pequeña

reverencia. Si quieres, puedo hablar conla Sra. Fujiwara. Dadas lascircunstancias, estoy segura de que leencantará…

—No, no, Etsuko. —Sachiko rió. Notengo ningún deseo de volver a su casitade comidas. Cuento absolutamente consalir para América en un futuro próximo.Unicamente se trata de un ligero retraso

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en los planes, eso es todo. Pero ¿sabes?,entre tanto necesitaré un poco de dinero.Y, Etsuko, me estaba acordando de queen una ocasión ofreciste ayudarme enese aspecto.

Sachiko me miraba con una sonrisabondadosa. Yo la miré durante un rato.Después hice una reverencia y dije:

—Tengo algunos ahorros. No esmucho, pero me gustaría hacer todo loque esté en mi mano.

Sachiko hizo una reverencia demodo muy elegante y acto seguidolevantó su taza de té.

—No quiero que te sientas violenta—dijo— diciéndote yo una cantidad.Como es natural, eso depende de ti.

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Aceptaré agradecida lo que consideresapropiado. Por supuesto, el préstamo teserá devuelto en su momento. En esopuedes estar tranquila, Etsuko.

—Naturalmente —dije en voz baja.De eso estoy segura.

Sachiko siguió mirándome con lamisma sonrisa bondadosa. Me disculpéy salí de la habitación.

En el dormitorio, el sol entraba araudales y dejaba al descubierto laspartículas de polvo que había en el aire.Me arrodillé junto a los cajonesinferiores del armario y saqué del demás abajo unos cuantos objetos:álbumes de fotos, felicitaciones, unacarpeta llena de acuarelas que mi madre

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había pintado, y dejé todocuidadosamente en el suelo, a mi lado.Al fondo del cajón estaba la cajita deesmalte negro. Al levantar la tapa meencontré con varias cartas que habíaconservado sin que mi marido lo supieray dos o tres pequeñas fotografías. Dedebajo de éstas saqué el sobre quecontenía mi dinero. Con cuidado volví aguardarlo todo tal como estaba y cerréel cajón. Antes de salir de la habitaciónabrí el armario, busqué un pañuelo deseda que fuese discreto y envolví elsobre con el pañuelo.

Cuando volví al salón, Sachikoestaba llenándose de nuevo la taza de té.No levantó la mirada, y cuando dejé el

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pañuelo doblado en el suelo, a su lado,siguió sirviéndose el té sin desviar lamirada. Al sentarme, inclinó la cabeza, yacto seguido empezó a sorber el té. Ysólo una vez, al bajar la taza, echó unrápido vistazo a su lado, viendo dereojo el paquetito junto al cojín.

—Me parece que hay algo que noentiendes, Etsuko —dijo. ¿Sabes?, nome avergüenzo ni me siento violenta pornada de lo que he hecho. Puedespreguntarme lo que quieras con todalibertad.

—Sí, claro.—Por ejemplo, ¿por qué nunca me

preguntas nada acerca de «mi amigo»,como te empeñas en llamarle? De

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verdad que no debes sentirte violentapor nada. Pero Etsuko, fíjate, yaempiezas a ponerte colorada.

—Te aseguro que no me sientoviolenta. En realidad…

—Claro que sí, Etsuko, ahora mismolo estoy viendo. —Sachiko rió y se diouna palmada. Pero ¿por qué te cuestatanto entender que no tengo nada queocultar, que no me avergüenzo de nada?¿Por qué te pones colorada? ¿Sóloporque he hecho alusión a Frank?

—Pero si no me siento violenta. Teaseguro que nunca he supuesto nada…

—¿Por qué nunca me preguntas nadasobre él, Etsuko? Debe de haber unmontón de preguntas que te gustaría

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hacerme. De modo que ¿por qué no lashaces? Después de todo, los demásvecinos parecen muy interesados, yseguro que tú también, Etsuko. De modoque por favor, no te cohíbas, pregunta loque quieras.

—Pero de verdad que yo…—Vamos, Etsuko, insisto. Hazme

preguntas sobre él. Quiero que lashagas, Etsuko. Hazme preguntas sobreél.

—Vale, de acuerdo.—¿Y bien? Vamos, Etsuko, pregunta.—De acuerdo, ¿qué aspecto tiene tu

amigo?—¿Que qué aspecto tiene? —

Sachiko volvió a reír. ¿Eso es todo lo

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que quieres saber? Bueno, es alto, comola mayoría de los extranjeros y estáempezando a perder el pelo. No es quesea viejo, ya sabes. Los extranjeros sequedan calvos con mucha facilidad, ¿losabías, Etsuko? Ahora hazme otraspreguntas sobre él. Tiene que haberotras cosas que quieras saber.

—Bueno, para ser sincera…—Vamos, Etsuko, pregunta. Quiero

que me hagas preguntas.—Bueno, en realidad —dije—, he

estado preguntándome una cosa.De pronto, Sachiko pareció quedarse

inmóvil. Hasta ese momento habíatenido las manos juntas, delante de ella,pero en ese instante las bajó y las puso

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sobre sus rodillas.—Me he estado preguntando —dije

— si hablaría japonés.Sachiko estuvo callada durante un

rato. Después sonrió y pareció másrelajada. Levantó su taza de nuevo y dioalgunos sorbos. Después, cuando volvióa hablar, tenía una voz casi somnolienta.

—Los extranjeros tienen tantasdificultades con nuestra lengua —dijo.Hizo una pausa y sonrió. El japonés deFrank es muy malo, de modo quehablamos en inglés. ¿Sabes algo deinglés, Etsuko? ¿Nada en absoluto? Mipadre hablaba un inglés muy bueno.Tenía contactos en Europa y siempre meanimaba a estudiar el idioma. Pero

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claro, al casarme, dejé de estudiar. Mimarido me lo prohibió. Me quitó todoslos libros de inglés, pero no olvidé elidioma. Cuando me encontré conextranjeros en Tokio, volví a recordarlotodo.

Durante un rato seguimos sentadasen silencio. Después Sachiko dio unsuspiro de cansancio.

—Creo que será mejor que me vayapronto a casa —dijo. Se agachó y cogióel pañuelo doblado. Después, sinexaminarlo, lo dejó caer en su bolso.

—¿No vas a tomar un poco más deté? —pregunté.

Se encogió de hombros:—Bueno, un poquito.

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Volví a llenar las tazas. Sachiko meobservó y después dijo:

—Si hay algún inconveniente, quierodecir, para esta noche, no pasa nada. Aestas alturas, Mariko debería saberarreglárselas sola.

—No hay ningún problema. Estoysegura de que mi marido no dirá nada.

—Eres muy amable, Etsuko —dijoSachiko con un tono de voz neutro.Después añadió—: Quizá sea mejor quete lo advierta. Estos últimos días no haestado de muy buen humor.

—Perfecto —dije sonriendo—,tendré que acostumbrarme a los niños,estén del humor que estén.

Sachiko siguió bebiéndose el té

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despacio. Parecía no tener prisa enregresar a casa. Después dejó la taza ypermaneció sentada examinándose lasmanos.

—Ya sé que lo ocurrido aquí enNagasaki fue espantoso —dijo al final.Pero en Tokio también fue horrible. Lomismo una semana tras otra. Fuehorrible. Ya casi al final, vivíamostodos en túneles y en edificiosabandonados, y no había más queescombros. Todos los que vivíamos enTokio vimos cosas muy desagradables.También Mariko. —Sachiko siguióexaminándose las manos.

—Sí —dije—, tuvieron que sertiempos difíciles.

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—Esa mujer, esa mujer de la que hasoído hablar a Mariko… se trata de algoque Mariko vio en Tokio. Vio otrasmuchas cosas, algunas horribles, perosiempre le viene el recuerdo de esamujer. —Volvió las manos y se miró laspalmas, alternando de una a otra, comocomparándolas.

—Y esa mujer —dije—, ¿murió enun bombardeo?

—Se suicidó. Dicen que se cortó lagarganta. Nunca llegué a conocerla.Verás, Mariko se escapó una mañana.No recuerdo por qué. Es posible queestuviese enfadada por algo. Bueno, elcaso es que estuvo andando por laciudad y me fui detrás de ella. Era muy

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pronto y no había nadie por la calle.Mariko se metió por una callejuela y laseguí. Al fondo había un canal y allíestaba la mujer, arrodillada, con losbrazos metidos en el agua hasta loscodos. Era una mujer joven, muydelgada. En cuanto la vi supe quepasaba algo. Y ¿sabes, Etsuko?, se diola vuelta y le sonrió a Mariko. Yo sabíaque pasaba algo y Mariko creo quetambién porque dejó de correr. Alprincipio pensé que la mujer era ciega,tenía una mirada tan especial, enrealidad sus ojos parecían no ver nada.Y bueno, sacó los brazos del canal y nosmostró lo que había estado sujetandobajo el agua. Era un bebé. Entonces

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agarré a Mariko y salimos del callejón.Me quedé callada, esperando que

continuase. Sachiko cogió la tetera y sesirvió más té.

—Como te he dicho —dijo—, oíque la mujer se había suicidado. Eso fueunos días después.

—¿Qué edad tenía Mariko por aquelentonces?

—Cinco años, casi seis. En Tokiovio más cosas, pero siempre se acuerdade esa mujer.

—¿Y lo vio todo? ¿Vio al bebé?—Sí. En realidad, durante bastante

tiempo pensé que no lo habíacomprendido. Después no volvió ahablar del asunto. Ni siquiera parecía

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que le hubiese afectado mucho. Noempezó a hablar de nuevo del asuntohasta hace un mes, aproximadamente.Estábamos durmiendo allí, en ese mismoviejo caserón. Me desperté a mitad de lanoche y vi que Mariko estaba sentada enla cama, con la vista clavada en laentrada. No había puerta, sólo esaentrada, y Mariko estaba ahí sentadamirando en esa dirección. Me asustébastante. ¿Sabes?, no había nada queimpidiese que la gente se metiera encasa. Le pregunté a Mariko qué pasaba ydijo que una mujer se había quedadoplantada en la puerta, mirándonos. Lepregunté qué aspecto tenía la mujer y mecontestó que era la que habíamos visto

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aquella mañana. Mirándonos desde laentrada. Me levanté y controlé por fuera,pero no había nadie. Desde luego, esmuy posible que hubiese alguna mujerallí fuera de pie, ya que no había nadaque impidiese el paso a la gente.

—Ya. Y Mariko la confundió con lamujer que habíais visto.

—Me imagino que así fue. Encualquier caso, la obsesión de Marikopor esa mujer ha empezado de nuevo.Creí que con el tiempo lo habríaolvidado, pero no es así. Si esta nocheempieza a hablar de eso, no le hagasningún caso, por favor.

—Sí, entiendo.—Ya sabes cómo son los niños —

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dijo Sachiko. Juegan a inventarse cosasy después no saben dónde empiezan ydónde acaban sus fantasías.

—Sí, supongo que en realidad no esnada raro.

—¿Sabes, Etsuko?, cuando nacióMariko las cosas estaban muy difíciles.

—Sí, tuvieron que estarlo —dije.Reconozco que tengo mucha suerte.

—Las cosas estaban muy difíciles.Quizá fue una locura casarme en aquellaépoca. Después de todo, era evidenteque se avecinaba una guerra. Peroentonces, Etsuko, nadie sabía lo que erauna guerra, no en aquellos días. Alcasarme, entré a formar parte de unafamilia muy respetable. Nunca pensé que

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una guerra podría cambiar tanto lascosas.

Sachiko dejó su taza y se pasó unamano por el pelo. Después sonrió unbreve instante.

—En cuanto a esta noche, Etsuko —dijo—, mi hija sabe distraerse sola, demodo que no te preocupes demasiadopor ella.

El rostro de la Sra. Fujiwaraadquiría un aire de abatimiento cuandohablaba de su hijo.

—Ya se va haciendo viejo —decía.Pronto sólo podrá elegir entre lassolteronas.

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Estábamos sentadas en el patiodelante de la casa de comidas. Habíavarias mesas ocupadas por oficinistasque almorzaban.

—Pobre Kazuo-San —dije riendo.Pero comprendo cómo se siente. Lo dela Srta. Michiko fue tan triste. Ya erannovios desde hacía tiempo, ¿no?

—Tres años. Nunca he visto elinterés de mantener esos noviazgos tanlargos. Sí, Michiko era muy buena chica.Estoy segura de que habría sido laprimera en pensar lo mismo que yorespecto a esa aflicción de Kazuo porella. Habría querido que siguiesedisfrutando de la vida.

—Pero debe de ser difícil para él.

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Haber hecho tantos planes a tan largoplazo, para que todo termine así.

—Pero ahora todo eso es parte delpasado —dijo la Sra. Fujiwara. Todoshemos tenido que volver a empezar. Tútambién, Etsuko. Me acuerdo quedurante un tiempo tuviste el corazóndestrozado, pero te las arreglaste parasalir adelante.

—Sí, pero tuve suerte. Ogata-Sanfue muy amable conmigo. Si no, no séqué habría sido de mí.

—Sí, fue muy amable contigo. Y porsupuesto, así fue como conociste a tumarido. Pero esa suerte te la merecías.

—De verdad que no sé dónde estaríaahora si Ogata-San no me hubiese

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acogido. Pero comprendo perfectamentelo difícil que debe de ser para su hijo.Incluso yo pienso a veces en Nakamura-San. No puedo evitarlo. A veces medespierto y se me olvida. Pienso que aúnestoy aquí en Nakagawa…

—Ésa no es forma de hablar ahora,Etsuko. —La Sra. Fujiwara me miródurante unos minutos y después suspiró.Pero a mí también me ocurre. Como túdices, son cosas que te cogendesprevenida, por las mañanas, justo aldespertarte. A menudo despiertopensando que tengo que darme prisa enpreparar el desayuno para todos.

Estuvimos calladas durante un rato.Después, la Sra. Fujiwara rió un poco.

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—¡Qué mala eres, Etsuko! ¿Ves?,ahora soy yo la que habla así.

—Es una tontería por mi parte —dije. En cualquier caso, entre Nakamura-San y yo no hubo nada. Quiero decir queno habíamos llegado todavía a tomarninguna decisión.

La Sra. Fujiwara siguió mirándome,asintiendo para sí misma. En esemomento, al otro lado del patio, uncliente se levantó para irse.

Observé cómo la Sra. Fujiwara se leacercaba. Se trataba de un joven deaspecto pulcro en mangas de camisa. Sesaludaron con una reverencia yempezaron a hablar muy animados. Elhombre dijo algo mientras cerraba su

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portafolios y la Sra. Fujiwara rió acarcajadas. Volvieron a saludarse y eljoven se perdió entre el tumulto de genteque había a esa hora de la tarde. Esteinciso me vino bien para calmar misemociones. Cuando volvió la Sra.Fujiwara, le dije:

—Será mejor que me vaya pronto,veo que está usted muy ocupada.

—Tú quédate ahí y descansa. Sólotienes que estar ahí sentada. Te traeréalgo de comer.

—No, no hace falta.—Etsuko, si no comes aquí, tendrás

que almorzar dentro de una hora. En tuestado es muy importante que comas conregularidad, ya lo sabes.

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—Sí, es verdad.La Sra. Fujiwara me miró con

atención durante unos instantes, despuésdijo:

—Ahora tienes muchas cosas buenasen las que pensar. ¿Por qué te sientes tandesgraciada?

—¿Desgraciada? No me siento nadadesgraciada.

Siguió mirándome y yo reí un poconerviosa.

—Una vez que nazca el niño —dijo— estarás muy contenta, créeme. Y serásuna madre fantástica, Etsuko.

—Eso espero.—Pues claro que sí.—Sí. —Levanté la mirada y sonreí.

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La Sra. Fujiwara asintió con lacabeza, después volvió a levantarse.

En casa de Sachiko se había puestocada vez más oscuro, en la habitaciónsólo había un farol, y al principio penséque Mariko estaba mirando fijamenteuna señal negra que había en la pared.Cuando la niña acercó un dedo, lamancha se movió un poco y en esemomento advertí que era una araña.

—Mariko. Deja eso. No está bien.Se puso las manos detrás de la

espalda, pero siguió mirando fijamentela araña.

—Antes teníamos una gata —dijo.

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Antes de que viniésemos aquí. Una gataque atrapaba arañas.

—Ya veo. No la toques, Mariko:déjala.

—Si no es venenosa.—No, pero déjala, no seas puerca.—La gata que teníamos se comía las

arañas. ¿Qué pasaría si me comiera unaaraña?

—No lo sé, Mariko.—¿Me pondría enferma?—No lo sé. —Volví a ocuparme de

la costura que había traído conmigo.Mariko siguió observando la araña. Alfinal dijo:

—Ya sé por qué vino usted anoche.—Vine porque no es bueno que las

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niñas se queden solas.—Fue por la mujer. Fue por si la

mujer venía otra vez.—¿Por qué no me enseñas más

dibujos? Los que acabas de enseñarmeeran muy bonitos.

Mariko no respondió. Se fue hacia laventana y permaneció mirando haciafuera, contemplando la oscuridad.

—Tu madre está al llegar —dije.¿Por qué no me enseñas más dibujos?

Mariko siguió contemplando laoscuridad. Al final, volvió al rincóndonde había estado antes de que la arañale llamase la atención.

—¿Qué has hecho hoy, Mariko? —pregunté. ¿Has hecho algún dibujo?

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—He jugado con Atsu y Mee-Chan.—Eso está muy bien. ¿Dónde viven?

¿Son de la urbanización?—Ésta es Atsu. —Me señaló uno de

los gatitos que tenía a su lado. Y ésta esMee-Chan.

Me reí.—¡Ah!, ya veo. Son unos gatitos

encantadores, ¿verdad? Pero ¿no juegasnunca con otros niños? ¿Con los niñosde la urbanización?

—Juego con Atsu y con Mee-Chan.—Pero deberías intentar hacerte

amiga de otros niños. Estoy segura deque todos son muy simpáticos.

—Me robaron a Suji-Chan. Era migatito preferido.

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—¿Te lo robaron? ¿Y por quéhicieron algo así?

Mariko empezó a acariciar un gatito.—Ahora ya he perdido a Suji-Chan.—Quizá aparezca pronto. Estoy

segura de que los niños sólo estabanjugando.

—Lo mataron. Ahora ya he perdidoa Suji-Chan.

—¿Y por qué lo hicieron?—Les tiré piedras porque decían

cosas.—Pero Mariko, no deberías tirar

piedras.—Decían cosas. De mamá. Les tiré

piedras, me quitaron a Suji-Chan y nome lo devolvieron.

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—Bueno, aún tienes otros gatitos.Mariko volvió a cruzar la habitación

en dirección a la ventana. Era lobastante alta como para apoyarse conlos codos en el alféizar. Estuvocontemplando la oscuridad durante unrato, con la cara pegada al cristal.

—Quiero salir —dijo de pronto.—¿Salir? Pero si es tardísimo, y

fuera está muy oscuro. Además, tu madrevolverá de un momento a otro.

—Pero quiero salir.—Ahora quédate aquí, Mariko.Siguió mirando hacia fuera. Intenté

ver lo que podía percibir, pero desdedonde yo estaba no se veíaabsolutamente nada.

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—Quizá deberías ser más amablecon los demás niños. Así te harías amigade ellos.

—Yo sé por qué mi madre le pidióque viniese hoy a casa.

—Si tiras piedras, no te harás amigade nadie.

—Es por la mujer. Es porque mamásabe lo de la mujer.

—No sé de qué hablas, Mariko-San.Cuéntame más cosas de los gatitos.¿Seguirás dibujándolos cuando seangrandes?

—Es por si aparece otra vez lamujer. Por eso le pidió mi madre queviniese.

—No creo que fuera por eso.

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—Mi madre ha visto a la mujer. Lavio la otra noche.

Dejé un segundo la costura y miré aMariko. Se había apartado de la ventanay estaba observándome de modoextraño, sin ninguna expresión.

—¿Dónde vio tu madre a… esapersona?

—Ahí fuera. La vio ahí fuera. Poreso le pidió a usted que viniese.

Mariko se alejó de la ventana yvolvió con sus gatitos. La gata habíaaparecido y las crías se acurrucaronjunto a ella. Mariko se echó al lado deellos y empezó a hablar en voz baja. Susmurmullos producían una sensaciónvagamente perturbadora.

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—Tu madre ya no tardará —dije.Me pregunto qué estará haciendo.

Mariko siguió hablando en voz baja.—Me ha contado algunas cosas

acerca de Frank-San —dije. Parece serun hombre muy agradable.

Sus susurros cesaron. Nos miramosfijamente durante un segundo.

—Es un hombre malo —dijoMariko.

—No está bien que digas eso,Mariko-San. Tu madre me ha hablado deél y parece muy agradable. Y estoysegura de que es bueno contigo, ¿a quesí?

Se levantó y fue hacia la pared. Laaraña seguía allí.

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—Sí, estoy segura de que es unhombre agradable. ¿A que es buenocontigo, Mariko-San?

Mariko se acercó más a la pared y laaraña empezó a moverse con lentitud.

—Mariko, ¡deja la araña en paz!—La gata que teníamos en Tokio

cogía arañas. Nos la íbamos a traer.La araña había cambiado de

posición y ahora alcanzaba a verla conmás claridad. Tenía patas cortas ygordas y cada una dibujaba una sombrasobre el muro amarillo.

—Era una gata muy buena —prosiguió Mariko. Se iba a venir connosotras a Nagasaki.

—¿Y os la trajisteis?

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—Desapareció. El día antes devenirnos. Mamá prometió que latraeríamos, pero desapareció.

—Ya.En un gesto rápido, Mariko agarró

una pata de la araña. Las demás patasempezaron a moverse frenéticamente entorno a su mano al quitar la araña de lapared.

—Mariko, ¡déjala tranquila! No seasguarra.

Mariko dobló la mano y la araña sele subió por la palma. Puso la otra manoencima y la araña quedó presa.

—¡Mariko, tírala al suelo!—Si no es venenosa —dijo

acercándose a mí.

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—No, pero es una marranada.Vuelve a dejarla en el rincón.

—Pero si no es venenosa.Se quedó frente a mí, con la araña

entre las manos. Por un resquicio entresus dedos vi una pata que se movía lentay rítmicamente.

—¡Vuelve a dejarla en el rincón,Mariko!

—¿Y qué pasaría si me la comiese?No es venenosa.

—Te pondrías muy enferma. ¡Vamos,Mariko! Déjala en el rincón.

Mariko se acercó la araña a la caray abrió la boca.

—No hagas tonterías, Mariko. Esoes una marranada.

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Abrió aún más la boca. Entoncesseparó las manos y la araña vino a caerfrente a mis rodillas. Me eché haciaatrás horrorizada. La araña huyó por eltatami hacia la parte oscura detrás demí. Pasó un rato hasta que me sobrepusey ya entonces Mariko se había ido delcaserón.

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6

Ahora no estoy segura de cuántotiempo pasé buscándola aquella noche.Pero posiblemente fue durante bastantetiempo ya que por aquel entonces miembarazo estaba muy avanzado yprocuraba evitar cualquier movimientoprecipitado. Además, una vez que hubesalido fuera, pasear junto al río meprodujo una calma extraña. En toda unaparte de la orilla la hierba había crecidomucho. Aquella noche debí de llevarpuestas unas sandalias, pues recuerdomuy bien el contacto de mis pies con lahierba. Conforme iba caminando, los

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insectos hacían toda clase de ruidos a mialrededor.

Pero al final percibí un ruidoespecial, un sonido susurrante, como unaserpiente deslizándose por la hierbadetrás de mí. Me detuve para escuchar yentonces advertí cuál había sido la causadel sonido. Un viejo pedazo de cuerdase me había enredado al tobillo y lohabía arrastrado por toda la hierba. Melo quité del pie con cuidado y allevantarlo para verlo a la luz de la luname produjo una sensación de algohúmedo y fangoso al tacto.

—Hola, Mariko —dije. La niñaestaba a poca distancia frente a mí,sentada en la hierba con las piernas

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dobladas y la barbilla en las rodillas.Las ramas de un sauce, uno de los quehabía en la orilla, colgaban sobre elrincón donde Mariko se encontraba.Avancé unos pasos hacia ella hasta quepude distinguir su cara con másclaridad.

—¿Qué es eso? —preguntó.—Nada. Se me ha enredado en el

pie al andar.—Pero ¿qué es?—Nada, un pedazo de cuerda vieja.

¿Y tú qué haces aquí fuera?—¿Quiere llevarse un gatito?—¿Un gatito?—Mi madre dice que no podemos

quedárnoslos, ¿quiere uno?

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—No, creo que no.—Pero tenemos que encontrarles un

sitio pronto. Si no, dice mi madre quetendremos que ahogarlos.

—Sería una lástima.—Podría quedarse con Atsu.—Ya veremos.—¿Por qué lleva eso?—Ya te lo he dicho, no es nada. Se

me enredó en el pie.Me acerqué un poco más.—¿Por qué has hecho eso, Mariko?—¿El qué?—Acabas de hacer un gesto muy

raro.—No he hecho ningún gesto raro.

¿Por qué lleva esa cuerda?

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—Has hecho un gesto muy raro, sí,muy raro.

—¿Por qué lleva la cuerda?Me quedé mirándola un momento. Su

cara empezaba a dar señales de miedo.—Entonces, ¿no quiere un gatito? —

preguntó.—No, creo que no. Pero ¿qué te

ocurre?Mariko se puso de pie. Avancé hasta

llegar al sauce. Me di cuenta de que elcaserón no quedaba lejos y la forma deltejado aparecía más oscura que el cielo.Percibí los pasos de Mariko que seadentró corriendo en la oscuridad.

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Cuando llegué a la puerta delcaserón, del interior llegó a mis oídos lavoz de Sachiko con un tono de enfado.Al entrar, las dos se volvieron hacia mí.Sachiko estaba en medio de lahabitación, de pie, y tenía enfrente a suhija. A la luz del farol, el cuidadomaquillaje de Sachiko le daba a su carael aspecto de una máscara.

—Me temo que Mariko ha estadocausándote problemas —dijo.

—Bueno, salió corriendo…—Pídele perdón a Etsuko. —Agarró

a Mariko del brazo violentamente.—Quiero salir otra vez.

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—De aquí no te mueves. Y ahoradiscúlpate.

—Quiero salir.Con la mano libre, Sachiko le dio

una palmada a la niña detrás del muslo.—Y ahora pídele disculpas a

Etsuko-San.Los ojos de Mariko empezaron a

llenarse de lágrimas. Me miró unsegundo y se volvió hacia su madre:

—¿Por qué te marchas siempre?Sachiko volvió a levantar la mano,

como advertencia.—¿Por qué te marchas siempre con

Frank-San?—¿Vas a decir que lo sientes?—Frank-San mea como un cerdo. Es

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como un cerdo en una alcantarilla.Sachiko miró fijamente a su hija, con

la mano todavía levantada.—Se bebe sus propios meados.—Cállate.—Se bebe sus meados y se caga en

la cama.Sachiko siguió mirándola con rabia,

pero se quedó quieta.—Se bebe sus propios meados. —

Mariko liberó su brazo de un tirón ycruzó la habitación con aire deindiferencia. Al llegar a la puerta sevolvió y miró fijamente a su madre.

—Mea como un cerdo. —Trasrepetir esta frase, salió de la casa,perdiéndose en la oscuridad.

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Sachiko se quedó mirando la puertadurante un rato, sin reparar, al parecer,en mi presencia.

—¿Crees que deberíamos seguirla?—dijo al cabo de un rato.

Sachiko me miró y pareciótranquilizarse.

—No —dijo tomando asiento.Déjala.

—Pero es muy tarde.—Déjala, que vuelva cuando quiera.En el hornillo había un hervidor que

estaba echando humo desde hacía unrato. Sachiko lo quitó del fuego yempezó a preparar el té. La observédurante unos minutos y al final preguntéen voz baja:

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—¿Encontraste a tu amigo?—Sí, Etsuko —dijo—, le encontré.

—Continuó preparando el té, sinmirarme. Después dijo—: Has sido muyamable al venir esta noche. Te pidodisculpas por lo de Mariko.

Seguí observándola. Al final dije:—¿Qué planes tienes ahora?—¿Planes? —Sachiko terminó de

llenar la tetera, después vertió sobre lallama el agua restante. Etsuko, te hedicho muchas veces que lo másimportante para mí es el bienestar de mihija. Eso va antes que ninguna otra cosa.Después de todo, soy una madre. No soyuna chica de alterne sin ningún respetopor la moral. Soy una madre y mi hija es

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lo primero.—Por supuesto.—He pensado escribirle a mi tío. Le

informaré de mi paradero, y de misituación actual le contaré lo que tengaderecho a saber. Entonces si él quiere,le plantearé la posibilidad de volver asu casa. —Sachiko cogió la tetera entresus manos y la agitó despacio. Enrealidad, Etsuko, me alegro de que lascosas hayan salido así. Imagínate lomolesto que habría sido para mi hijaencontrarse en un país lleno deextranjeros, un país lleno de ame-kos. Yde pronto, tener un padre también ame-ko. Imagínate lo desconcertante quehabría sido para ella. ¿Entiendes lo que

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digo, Etsuko? Ya ha tenido bastantestrastornos en su vida, se merece estartranquila en alguna parte. Está bien quelas cosas hayan venido a terminar así.

Asentí murmurando unas palabras.—Los hijos, Etsuko —prosiguió—,

implican responsabilidades. Pronto lodescubrirás por ti misma. Y eso es de loque de verdad tiene miedo. Vamos, saltaa la vista. Tiene miedo de Mariko. Yeso, Etsuko, es algo que no tolero. Mihija es lo primero. Por eso es mejor quelas cosas hayan venido a terminar así.—Siguió agitando la tetera entre susmanos.

—Pero para ti debe de ser muyangustioso —dije al final.

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—¿Angustioso? —Sachiko rió.Etsuko, ¿acaso crees que me angustianestas nimiedades? Quizá cuando tenía tuedad, pero ya no. Estos últimos años hepasado por muchos malos tragos. Detodas formas, me esperaba que ocurrieseesto. Sí, de verdad, no me sorprende enabsoluto. Me lo esperaba. La última vez,en Tokio, pasó lo mismo. Desapareció yse gastó todo nuestro dinero. En tresdías se lo bebió todo. Y había muchodinero mío. Etsuko, ¿sabías que hastatrabajé de doncella en un hotel? Sí, dedoncella, pero no me quejé en ningúnmomento y casi llegamos a reunir todoel dinero, unas semanas más ypodríamos haber conseguido un barco

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para América. Pero entonces se lo bebiótodo. Tantas semanas arrodilladafregando suelos y él en tres días se lobebió todo. Y ahí está otra vez, en labarra de un bar, con la fulana de turno.¿Cómo voy a poner el futuro de mi hijaen manos de semejante tipo? Soy unamadre y mi hija es lo primero.

Nos volvimos a quedar calladas.Sachiko dejó la tetera en la mesa ypermaneció mirándola fijamente.

—Espero que tu tío se muestrecomprensivo —dije.

Se encogió de hombros.—En lo que respecta a mi tío,

Etsuko, hablaré con él del asunto. Estoydispuesta a hacerlo por Mariko. Si no

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quiere ayudarme, ya encontraré otrasolución. De cualquier modo, no tengointenciones de ir a América con unborracho extranjero. Me alegro de quehaya encontrado una chica de alterne conquien beber. Estoy segura de que estánhechos el uno para el otro. Pero en loque a mí respecta, haré lo mejor paraMariko, eso es lo que he decidido.

Sachiko siguió mirando la tetera unrato más. Después suspiró y se puso depie. Se acercó a la ventana e intentóvislumbrar algo en la oscuridad.

—¿Salimos ahora a buscarla? —dije.

—No —dijo Sachiko mientrasmiraba hacia fuera. Volverá pronto.

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Déjala ahí fuera si es lo que quiere.

Ahora, mi actitud hacia Keiko meproduce únicamente un sentimiento depesar. En este país, después de todo, noes nada raro que una chica joven quierairse de casa a esa edad. Lo único queconseguí con mi comportamiento, alparecer, fue que al irse, hace ahora casiseis años, rompiera todos sus lazosconmigo. Pero entonces no meimaginaba que pudiera estar tanrápidamente fuera de mi alcance. Todolo que yo veía era que mi hija, que ya sesentía desgraciada en casa, encontraríael mundo exterior demasiado rudo para

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ella. Y fue por su propio bien por lo queme opuse tan categóricamente.

Aquella mañana, quinto día deestancia de Niki, desperté muytemprano. Lo primero que me aconteciófue que ya no oía la lluvia como lasnoches y mañanas anteriores. Despuésrecordé lo que me había despertado.

Una pálida luz iluminaba mihabitación y yo estaba tumbada bajo mismantas, mirando los objetos que merodeaban. Al cabo de un rato, me sentíalgo más tranquila y volví a cerrar losojos. Sin embargo, no me dormí. Penséen la casera, la casera de Keiko,abriendo finalmente la puerta de lahabitación de Manchester.

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Abrí los ojos y volví a mirar losobjetos que había en mi cuarto. Al finalme levanté y me puse el albornoz. Medirigí hacia el cuarto de baño,procurando no despertar a Niki quedormía en el cuarto de huéspedescontiguo al mío. Al salir del baño, mequedé un rato en el rellano de laescalera. Al otro lado de la escalera, enel otro extremo del pasillo, alcanzaba aver la puerta de la habitación de Keiko.La puerta, como siempre, estabacerrada. Seguí observándola fijamente yavancé unos pasos. Finalmente meencontré justo frente a la puerta. En unmomento determinado, allí plantada, mepareció oír un ligero ruido, como de

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algo que se movía al otro lado. Escuchéun rato, pero ya no oí nada. Avancé aúnmás y abrí la puerta.

La luz grisácea del día daba un airede austeridad a la habitación de Keiko:una cama cubierta con una sola sábana,su tocador blanco y en el suelo algunascajas de cartón con las cosas que nohabía llevado a Manchester. Me adentréen la habitación. Las cortinas habíanquedado descorridas y vi el huerto quehabía debajo. El cielo estaba pálido yblanco, no parecía que fuese a llover.Debajo de la ventana, en la hierba,algunos pájaros picoteaban unasmanzanas. Empecé a sentir frío y regreséa mi habitación.

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—Una amiga mía está escribiendoun poema sobre ti —dijo Niki.Estábamos desayunando en la cocina.

—¿Sobre mí? ¿Y a santo de qué?—Le conté algunas cosas de ti y

decidió escribir un poema. Es unapoetisa brillante.

—¿Un poema sobre mí? ¡Quéabsurdo! ¿Y qué va a escribir? Nisiquiera me conoce.

—Ya te lo he dicho, madre. Le habléde ti. Es sorprendente lo bien que miamiga comprende a la gente. En su vidaha habido de todo, ¿sabes?

—Ya. ¿Y qué edad tiene tu amiga?—Siempre estás obsesionada por la

edad de la gente, madre. No importa la

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edad que uno tenga, lo que cuenta sonlas experiencias que haya tenido. Unapersona puede llegar a los cien años sinhaber tenido una sola experiencia.

—Es posible. —Reí y miré hacia elventanal. Fuera había empezado alloviznar.

—Le hablé de ti —dijo Niki. Lehablé de ti y de papá, y de cómo osfuisteis de Japón. Se quedó muyimpresionada. Se imagina lo que tuvoque ser aquello, que no debió de ser tanfácil como parece.

Seguí contemplando el ventanaldurante un rato. Y de pronto dijerápidamente:

—Estoy segura de que tu amiga

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escribirá un poema maravilloso. —Cogíuna manzana del frutero y Niki meobservó, mientras la pelaba con uncuchillo.

—Hay tantas mujeres —dijo— quese recluyen con niños y maridosrepugnantes, y sólo son desgraciadas.Pero son incapaces de sacar fuerzas dedonde sea y reaccionar. Se limitan aseguir igual durante el resto de susvidas.

—Ya. Entonces, según tú, deberíanabandonar a sus hijos, ¿no, Niki?

—Sabes a qué me refiero. Esaterrador que la gente desperdicie suvida.

Guardé silencio, aunque mi hija se

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calló esperando a que yo dijese algo.—No tuvo que ser fácil lo que tú

hiciste, madre. Deberías sentirteorgullosa de lo que hiciste con tu vida.

Seguí pelando la manzana. Cuandohube terminado, me limpié los dedos enla servilleta.

—Mis amigos también piensan todoslo mismo —dijo Niki. Al menos, aquienes se lo he contado.

—Me siento muy halagada. Da lasgracias a tus maravillosos amigos.

—Lo he dicho porque sí. Eso estodo.

—Bien, te has explicado con muchaclaridad.

Quizá estuve innecesariamente

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brusca con Niki aquella mañana, peroera presuntuoso por su parte pensar queen tales asuntos yo necesitaba el apoyode los demás. Por otra parte, Niki noestaba muy enterada de lo que realmenteocurrió aquellos últimos días enNagasaki. Supongo que se había hechouna idea a partir de lo que su padre lehabía contado. Pero debía de ser unaidea bastante inexacta, ya que a pesar deque mi marido escribiera unos artículosexcelentes sobre el Japón, la verdad seadicha, nunca comprendió nuestra cultura,y aún menos a un hombre como Jiro. Nopretendo hacer creer que pienso en Jirocon cariño, pero tampoco fue un inútilcomo pensaba mi marido. Jiro trabajó

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muy duro para sacar adelante a lafamilia y esperaba que yo hiciese lomismo. Según sus propias palabras,cumplía con su deber de marido. Y esverdad que fue un buen padre para suhija, durante los siete años que laconoció. Aquellos últimos días meconvencí de muchas cosas, pero nuncapensé que Keiko no le echaría de menos.De todo esto hace ya mucho tiempo, yahora no deseo volver a darle vueltas atodas esas cosas. Las razones por lasque me fui de Japón estaban justificadasy sé que siempre me tomé muy a pechoel bienestar de Keiko. No voy a ganarnada con volver a todos esos asuntos.

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Estaba podando las plantas que teníaen el alféizar de la ventana cuandoadvertí que Niki se había quedado muycallada. Cuando me giré hacia ella, vique estaba de pie frente a la chimenea,mirando por encima de mí en direcciónal jardín. Me volví otra vez hacia laventana, intentando seguir su mirada. Apesar de que los cristales estabanempañados, podía distinguirse el jardíncon toda claridad. Al parecer, Niki teníalos ojos puestos en un rincón cercano alos setos, donde el viento y la lluviahabían desordenado las cañas quesostenían las jóvenes tomateras.

—Creo que este año se han echado a

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perder los tomates —dije. La verdad esque los he descuidado mucho.

Durante unos minutos seguí mirandolas cañas cuando de pronto oí abrirse uncajón. Al girarme vi a Niki que seguíabuscando cosas. Después del desayuno,Niki había tomado la decisión de releertodos los artículos de su padre y habíapasado gran parte de la mañanainspeccionando todos los cajones yestantes de la casa.

Proseguí con mis plantas durante unrato; el alféizar de la ventana estabaatestado, tan numerosas eran. Detrás demí, oía a Niki inspeccionando loscajones. Al poco tiempo se quedóparada de nuevo, y cuando me volví

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hacia ella, una vez más estaba mirandopor encima de mí en dirección al jardín.

—Creo que voy a ver que tal andanlos peces —dijo.

—¿Los peces? ¿Ahora?Salió de la habitación sin

contestarme y al cabo de unos minutos lavi cruzar el césped a grandes pasos.Pasé un trapo por el cristal empañado yla observé. Niki caminó hasta el otroextremo del jardín, hasta el estanque depeces entre las piedras. Les echócomida y por unos segundos se quedóallí plantada, mirando fijamente el fondodel estanque. De perfil, su siluetaparecía muy delgada y, a pesar de irvestida a la moda, conservaba todavía

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un aire inconfundiblemente infantil.Observé cómo el viento desordenaba sucabello y me pregunté por qué habíasalido fuera sin chaqueta.

Al regresar, se detuvo al lado de lostomates y a pesar de la intensa llovizna,se quedó allí de pie, contemplándolos unrato. Después se acercó unos cuantospasos y empezó a enderezar las cañas.Levantó varias que estaban totalmentecaídas y, a continuación, se agachó hastatocar casi la hierba con las rodillas yarregló la red que yo había puesto porencima del suelo para evitar que lospájaros picasen las plantas.

—Gracias, Niki —le dije cuandovolvió a meterse en casa. Ese detalle ha

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estado muy bien.Murmuró y se sentó en el sofá. Noté

que se había puesto algo violenta.—De verdad que este año he

descuidado esos tomates por completo—proseguí. Aunque realmente importapoco, supongo. Ahora ya no sé qué hacercon tantos tomates. El año pasado les dila mayoría a los Morrison.

—¡Dios mío! —dijo Niki—, losMorrison. ¿Y qué tal les va a misqueridos Morrison?

—Niki, los Morrison son gente muyamable. Nunca he entendido por qué losmenosprecias tanto. Antes erais muybuenas amigas tú y Cathy.

—Ah, sí, Cathy. ¿Qué es de ella?

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Supongo que sigue en casita, con suspadres.

—Bueno, sí. Trabaja en un banco.—Muy típico.—A mí me parece algo muy

razonable para alguien de su edad. YMarilyn se ha casado, ¿lo sabías?

—¿Sí? Y ¿con quién?—Ahora no recuerdo lo que hace su

marido. Le vi una vez, y me pareció muyagradable.

—Supongo que será párroco o algopor el estilo.

—Niki, de verdad que no veo porqué tienes que utilizar ese tono. LosMorrison han sido siempre muy amablescon nosotros.

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Niki suspiró molesta:—Es la forma que tienen de hacerlo

todo —dijo. Me pone enferma. El modoen que han educado a sus hijos.

—Pero si hace años que no ves a losMorrison.

—Ya los vi bastante cuando eraamiga de Cathy. La gente así no tieneremedio. La verdad es que lo siento porCathy.

—¿Le reprochas que no se haya idoa vivir a Londres como tú? Te digo unacosa, Niki, no veo por ninguna parte eseespíritu tolerante del que tú y tus amigosos sentís tan orgullosos.

—¡Déjalo! De todas formas, nosabes de qué estoy hablando. —Me miró

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y volvió a suspirar. No importa —repitió volviendo la mirada.

Yo seguí mirándola fijamentedurante un rato. Al final me volví haciael alféizar de la ventana y seguítrabajando en silencio.

—¿Sabes, Niki? —dije algo mástarde. Me alegro de que tengas buenosamigos con los que te sientes a gusto.Después de todo, ahora debes hacer tuvida. Es lo más natural.

Mi hija no respondió. Cuando lamiré, estaba leyendo uno de losperiódicos encontrados en el cajón.

—Me gustaría conocer a tus amigos—dije. Puedes traerlos cuando quieras.

Niki meneó la cabeza para que el

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pelo no le cayera en los ojos y siguióleyendo. Por su cara, se la veía muyconcentrada.

Como ya sabía lo que significaba suactitud, volví a ocuparme de misplantas. Hay un gesto sutil y sin embargomuy marcado que Niki siempre adoptacada vez que muestro curiosidad por suvida en Londres. Es su modo de decirmeque lo lamentaré si insisto. Porconsiguiente, la idea que tengo de suvida actual está basada mayormente enconjeturas. En sus cartas, sin embargo—Niki siempre se acuerda deescribirme—, menciona algunas cosasque no tocaría nunca en unaconversación. Y así es como me he

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enterado, por ejemplo, de que su noviose llama David y estudia cienciaspolíticas en una de las facultadeslondinenses. Y aún así, si en unaconversación se me ocurrierapreguntarle cómo anda su novio desalud, una barrera se interpondríainmediatamente entre nosotras.

Este afán casi agresivo por protegersu vida privada me recuerda mucho a suhermana. Porque la verdad es que misdos hijas tenían muchas cosas en común,mucho más de lo que reconocería mimarido. Según él, eran completamentedistintas. Y no sólo eso, llegó aconvencerse de que Keiko era unapersona difícil por naturaleza y poco

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podríamos hacer por ella. En realidad,aunque nunca lo dijo abiertamente,siempre daba a entender que Keikohabía heredado ese carácter de su padre.Yo no me esforcé nunca encontradecirle, ya que la explicación másfácil era culpar a Jiro, y no a nosotrosmismos. Claro que mi marido noconoció a Keiko durante sus primerosaños. De haberla conocido, se habríadado cuenta de lo parecidas que eran lasdos de pequeñas. Ambas tenían untemperamento violento y eran posesivas.Si se sentían molestas, no se les pasabael enfado pronto como a los otros niños,sino que seguían todo el día de malhumor. Sin embargo, una se ha

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convertido en una mujer satisfecha ysegura de sí misma —tengo muchasesperanzas en el futuro de Niki—, y laotra, tras una existencia cada vez másdesgraciada, se quitó la vida. A mí nome resulta tan fácil como a mi maridoecharle la culpa a la naturaleza o a Jiro.No obstante, estas cosas ya forman partedel pasado y no se gana nada con sacar arelucir aquí estos temas.

—A propósito, madre —dijo Niki.¿Eras tú esta mañana, verdad?

—¿Esta mañana?—Sí, he oído unos ruidos esta

mañana. Muy temprano, alrededor de lascuatro.

—Siento haberte molestado. Sí, era

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yo. —Empecé a reír. ¿Quién te creíasque era, si no? —Seguí riendo, y duranteun rato no pude parar. Niki se quedómirándome, con el periódico todavíaabierto delante. Bueno, siento habertedespertado, Niki —dije al finalcontrolando la risa.

—No pasa nada, de todas formasestaba despierta. Parece que estos díasno duermo muy bien.

—Con el lío que armaste con lo delas habitaciones. Quizá deberías ir a unmédico.

—Quizá lo haga. —Niki se puso otravez a leer el periódico.

Dejé las tijeras de podar que habíaestado usando y me volví hacia ella.

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—¿Sabes?, es muy raro. Estamañana he vuelto a tener el mismosueño.

—¿Qué sueño?—Te lo conté ayer, pero creo que no

me escuchaste. He vuelto a soñar conesa niña.

—¿Qué niña?—La que vimos jugando en el

columpio el otro día. Cuando fuimos alpueblo a tomar café.

Niki se encogió de hombros.—¡Ah, ésa! —dijo sin apartar la

mirada del periódico.—Bueno, en realidad, no se trata de

esa niña. Es de lo que me he dado cuentaesta mañana. Pensaba que era esa niña,

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pero no.Niki volvió a mirarme. Después

dijo:—Supongo que quieres decir que era

ella. Keiko.—¿Keiko? —Me reí. ¡Qué cosas

tienes! ¿Por qué tenía que ser Keiko?No, no tiene nada que ver con Keiko.

Niki siguió mirándome con aire deduda.

—Era esa niñita que conocí una vez—le dije. Hace mucho tiempo.

—¿Qué niñita?—Tú no la conoces. Fue hace mucho

tiempo.Niki volvió a encogerse de hombros.—Ni siquiera consigo quedarme

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dormida. Creo que anoche dormí sólounas cuatro horas.

—Eso es bastante preocupante, Niki.Sobre todo a tu edad. Quizá deberías ira un médico. Siempre puedes ver al Dr.Ferguson.

Niki volvió a hacer otro gesto deimpaciencia y se puso de nuevo a leer elartículo de su padre. Me quedé un ratoobservándola.

—De hecho, esta mañana me hedado cuenta de algo —dije. Otra cosareferente al sueño.

Mi hija pareció no oírme.—¿Sabes? —dije—, la niñita no

está subida a ningún columpio. Es lo queparecía al principio. Pero no está subida

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a un columpio.Niki murmuró algo y siguió leyendo.

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SEGUNDA PARTE

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7

A medida que aumentaba el calor delverano, el descampado que había fuera,junto a nuestro bloque de pisos, se hacíacada vez más desagradable. Casi toda latierra estaba seca y cuarteada, y sólo enlas zanjas y en los cráteres másprofundos quedaba el agua acumuladadurante la época de lluvias. El terrenoengendraba todo tipo de insectos y losmosquitos, sobre todo, parecían estar entodas partes. La gente de la urbanizaciónse quejaba como siempre, pero con elpaso de los años la indignación quesuscitaba el descampado se había

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convertido en resignación yescepticismo.

Aquel verano tuve que atravesar eldescampado muchas veces para ir a casade Sachiko, y la verdad es que eltrayecto era repugnante. Los insectos sequedaban cogidos al pelo y en medio deaquel terreno lleno de grietas se veíangusanos y moscas. Aún recuerdo contoda claridad esas caminatas que, aligual que mis temores ante el hecho deser madre o que la visita de Ogata-San,sirven ahora para distinguir aquelverano de los demás. Y sin embargo, enmuchos aspectos, aquel verano fue muyparecido a los otros. Pasaba muchosratos, igual que haría en años siguientes,

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con la mirada perdida en el paisaje quese veía desde mi ventana. En los díasclaros, al fondo, detrás de los árboles dela otra orilla del río, se apreciaba uncontorno borroso de colinas quecontrastaba con las nubes. Era unpaisaje nada desagradable y enocasiones me producía una extrañasensación de alivio frente a las largastardes vacías que pasaba en mi piso.

Ese verano, aparte del problema deldescampado, hubo otros asuntos queinquietaron al vecindario. Losperiódicos hablaban continuamente delfin de la ocupación y de que, en Tokio,los políticos estaban muy atareadosdiscutiendo entre ellos. En la

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urbanización, este asunto era tema deconversación casi constante, perohablaban con el mismo tono escépticoque cuando hacían comentariosreferentes al descampado. Las noticiasde niños asesinados, que por aquellaépoca causaron la alarma en Nagasaki,se seguían con mayor interés. Primero seencontró a un muchacho, después a unaniña, ambos muertos a golpes. Alencontrarse una tercera víctima, otraniña, a la que habían hallado colgada deun árbol, casi cundió el pánico entre lasmadres de la vecindad. Ni qué decirtiene que el hecho de que los crímeneshubiesen ocurrido al otro lado de laciudad, no era ningún consuelo. En la

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urbanización empezaron a verse cadavez menos niños, sobre todo al caer latarde.

No estoy segura de hasta qué puntoestas noticias afectaron por entonces aSachiko. Es cierto que parecía menosdispuesta a dejar a Mariko tanto tiemposola, pero sospecho que la causarespondía más bien a otros cambios ensu vida. Había recibido una respuesta desu tío, en la que éste manifestaba suvoluntad de volver a acogerla en sucasa, y justo después de esta noticia notéun cambio en la actitud de Sachiko paracon su hija. De algún modo parecía máspaciente y tranquila con la niña.

Sachiko mostró un gran alivio al

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recibir la carta de su tío, y en unprincipio no tuve ninguna duda de quevolvería a su casa. Sin embargo,conforme fueron pasando los días, mesentía cada vez más desconcertadarespecto a sus intenciones. En primerlugar, unos días después de que llegarala carta, descubrí que Sachiko nisiquiera se lo había comentado aMariko. Y más tarde, transcurridasvarias semanas, Sachiko no sólo nohabía hecho ningún preparativo para eltraslado, sino que, como pude saber, nisiquiera le había contestado a su tío.

Si Sachiko no se hubiese mostradotan especialmente reticente a hablar dela casa de su tío, dudo que se me

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hubiese ocurrido darle más vueltas alasunto. Pero la verdad es que cada vezsentía mayor curiosidad, y a pesar de lasreservas de Sachiko, me las arreglé parareunir algunos datos. En primer lugar, noera tío suyo, sino que al parecer erafamilia de su marido, Sachiko le habíavisto por primera vez al llegar a su casaunos meses antes. Era un hombre rico, yal tener una casa extraordinariamentegrande sólo compartida con su hija y unacriada, había espacio de sobra paraSachiko y la niña. De hecho, el recuerdode una casa vacía y silenciosa era algoque oí comentar a Sachiko más de unavez.

Yo sentía una gran curiosidad acerca

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de la hija de su tío, de la que llegué adeducir que era una mujer soltera más omenos de la edad de Sachiko. Sachikohablaba poco de su prima, perorecuerdo una conversación que tuvimospor aquella época. Entonces yo me habíahecho la idea de que Sachiko demorabael regreso a casa de su tío por algunatensión existente entre ella y su prima. Eimagino que, a modo de tanteo, tuve quedecírselo así aquella mañana, ya que fueuna de las pocas ocasiones en las queme habló explícitamente de la época quehabía pasado en casa de su tío.Recuerdo la conversación con todaclaridad. Era una de esas mañanas debochorno, a mediados de agosto, y

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estábamos en el puente de lo alto de lacolina esperando el tranvía para ir alcentro de la ciudad. Ahora no sé adondeíbamos aquel día o dónde habíamosdejado a Mariko, ya que recuerdo que laniña no estaba con nosotras. Sachikomiraba el paisaje que se veía a lo lejosdesde el puente, con una mano en la carapara protegerse del sol.

—Etsuko —dijo—, me pregunto dedónde te has sacado esa idea. Alcontrario, Yasuko y yo éramos muybuenas amigas, y tengo muchas ganas devolver a verla. No entiendo cómo haspodido pensar otra cosa, Etsuko.

—Discúlpame, debo habermeequivocado —dije. Pero pensaba que

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por algún motivo, no te decidías avolver.

—En absoluto, Etsuko. Cuando nosconocimos, es verdad que estuveplanteándome otras posibilidades.¿Acaso se le puede reprochar a unamadre el que considere todo lo queafecta al futuro de su hija? Y hubo unmomento en que pensé que podía ser unaopción interesante para nosotras, perodespués de darle muchas vueltas, la hedescartado. Y eso es todo, Etsuko. Esosotros planes que me propusieron ya nome interesan. En fin, me alegro de quetodo haya sido para mejor, y estoyansiosa por volver a casa de mi tío. Encuanto a Yasuko-San, las dos nos

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tenemos en mucha estima. No entiendoqué es lo que ha podido hacerte suponerotra cosa, Etsuko.

—Te pido disculpas. Era sólo quecreo que una vez hiciste alusión a no séqué altercado entre vosotras.

—¿Un altercado? —Se me quedómirando un rato y, acto seguido, unasonrisa le iluminó la cara. ¡Ah!, ya sé aqué te refieres. Pero Etsuko, aquello nofue ningún altercado, fue un pequeñodisgusto, nada más. ¿Y qué es lo quepasó? ¿Ves?, ni siquiera me acuerdo, fuealgo tan insignificante. ¡Ah, sí!, ya sé.Discutimos sobre quién de las dos teníaque preparar la cena. Sí, eso fue todo.¿Sabes, Etsuko?, solíamos turnarnos. A

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la criada le tocaba una noche, a miprima la siguiente y después a mí. Unanoche que le tocaba a la criada, ésta sepuso enferma, y a las dos, a Yasuko y amí, nos apetecía cocinar. Pero no tehagas ideas falsas, Etsuko, por reglageneral nos llevábamos muy bien. Essólo que a veces, cuando ves mucho auna persona, y no ves a nadie más,cualquier tontería puede adquirirproporciones desmesuradas.

—Sí, ahora lo entiendo. Lo siento,creo que estaba equivocada.

—¿Sabes, Etsuko?, es increíble lodespacio que pasa el tiempo cuandotienes una criada que te hace todas lascosas de la casa. Yasuko y yo

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intentábamos estar siempre ocupadas enalgo, pero la verdad es que no habíagran cosa que hacer, excepto estar todoel día sentadas charlando. Durante losmeses que estuvimos juntas en aquellacasa, rara vez vimos a alguien de fuera.Lo que me extraña es que no nospeleásemos de verdad. En serio, quierodecir.

—Sí, tienes razón. Es evidente queno te entendí bien.

—Sí, Etsuko, eso me temo. Si aveces me viene a la mente ese incidente,es porque tuvo lugar justo antes de dejarla casa, y desde entonces, no he vuelto aver a mi prima. Pero es absurdollamarlo un altercado. —Soltó una

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carcajada. De hecho, me imagino queYasuko-San también se reirá cuando lopiense.

Quizá fue aquella misma mañanacuando decidimos que, antes de queSachiko se fuera, teníamos que pasar undía en el campo, en alguna parte. Y enefecto, poco tiempo después, una tardede mucho calor, fui con Sachiko y su hijaa Inasa. Es ésta una zona de Nagasakicélebre por sus paisajes de montaña,cuyas colinas dominan el puerto. Nocaía muy lejos de donde vivíamos; dehecho, eran las colinas de Inasa las queveía desde mi piso, pero por aquelentonces muy raramente salía a algunaparte, y aquella excursión a Inasa me

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parecía todo un viaje. Sé que durantedías enteros me hizo mucha ilusión.Creo que es uno de los mejoresrecuerdos que tengo de aquella época.

En plena tarde cogimos el ferry parair a Inasa. Los ruidos del puertocruzaban el mar hasta nosotros; el fragorde los martillos, el rechinar de lasmáquinas y, de vez en cuando, elprofundo sonido de una sirena. Pero enaquellos días, en Nagasaki esos ruidosno resultaban desagradables.Representaban la vuelta a la vida y nosinfundían fuerzas a todos.

Una vez llegamos a la otra orilla, la

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brisa marina soplaba con mayor libertady la atmósfera ya no era tan sofocante.Los ruidos del puerto seguían llegando anuestros oídos, transportados por elviento, cuando tomamos asiento en unbarco a la entrada de la estación delteleférico. La brisa era muy deagradecer, ya que en el recinto dondeestábamos apenas había resguardocontra el sol. No era más que unasuperficie de cemento al aire libre queaquel día parecía el patio de una escuelaya que, sobre todo, había niñosacompañados de sus madres. Al otrolado, detrás de una serie de torniquetes,alcanzábamos a ver las plataformas demadera donde se detenían las cabinas.

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Durante un rato, nos quedamoshipnotizadas por el movimiento de lascabinas que subían y bajaban. Mientrasuna cabina se elevaba perdiéndose entrelos árboles, quedando poco a pococonvertida en un punto diminuto en elcielo, otra descendía y se hacía cada vezmás grande hasta posarse en laplataforma. Dentro de una caseta al ladode los torniquetes había un hombremanejando unas palancas. Llevabapuesta una gorra, y después de que cadacabina llegaba a la plataforma sinproblemas, el hombre se asomaba ycharlaba con un grupo de niñosamontonados a su alrededor para ver loque hacía.

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El primer encuentro aquel día con lamujer americana tuvo lugar a raíz denuestra decisión de subir con elteleférico a lo más alto de la colina.Sachiko y su hija habían ido a comprarlos tickets y quedé sola unos instantes,sentada en el banco. En ese momento,me di cuenta de que al fondo del recintohabía un puestecito de golosinas yjuguetes. Se me ocurrió entoncescomprar algunos caramelos paraMariko. Me levanté y me encaminéhacia el puesto. Había dos niños delantede mí, discutiendo sobre qué comprar.Mientras se decidían, vi entre losjuguetes unos prismáticos de plástico.Los niños seguían discutiendo. Eché un

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vistazo hacia el otro lado del recinto.Sachiko y Mariko continuaban junto alos torniquetes. Sachiko parecía haberentablado conversación con dosmujeres.

—¿Qué desea, señora?Los niños ya se habían ido. Detrás

del puesto había un joven con unelegante uniforme de verano.

—¿Puedo probarlos? —Señalé losprismáticos.

—Claro, señora. No es más que unjuguete, pero son muy eficaces.

Me acerqué los prismáticos a losojos y miré hacia la pendiente de lacolina. Eran de una potenciasorprendente. Después giré y, enfocando

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el rellano de cemento, localicé aSachiko y a su hija. Aquel día, Sachikose había puesto un kimono de colorclaro que se ataba con un elegante fajín.Supuse que era un traje reservado paraocasiones especiales. Sachiko, entretoda la multitud, se distinguía por sufigura airosa. Vi que seguía hablandocon las dos mujeres, una de las cualesparecía extranjera.

—Otro día de calor, señora —dijoel joven cuando le entregué el dinero.¿Va a subir al teleférico?

—Sí, vamos a subir ahora mismo.—Hay una vista magnífica. Aquello

que ve usted en la cima es un repetidorde televisión que estamos construyendo.

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El año que viene, el teleférico llegarájusto hasta allí, hasta lo más alto.

—Es fantástico. Bueno, que tengausted un buen día.

—Gracias, señora.Volví a cruzar el recinto con los

prismáticos. Aunque en aquella épocano comprendía el inglés, adiviné enseguida que la mujer era americana. Eraalta y pelirroja con el cabello onduladoy llevaba gafas terminadas en punta. Sedirigía a Sachiko en un tono de voz muyalto, y me sorprendió ver la facilidadcon que Sachiko respondía en inglés. Laotra mujer era japonesa. Tenía mofletesmuy marcados y de edad unos cuarentaaños. A su lado había un niño regordete

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de unos ocho o nueve años. Al llegar leshice una reverencia, les deseé un díaagradable y entregué los prismáticos aMariko.

—No es más que un juguete —ledije—, pero te servirán para ver algunaque otra cosa.

Mariko abrió el estuche y examinólos prismáticos con expresión muy seria.Después miró a través de ellos, primeroalrededor y después hacia la pendientede la colina.

—Da las gracias, Mariko —dijoSachiko.

Mariko siguió mirando a través delos prismáticos. Después se los quitó dela cara y se pasó la correa de plástico

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por la cabeza.—Gracias, Etsuko-San —dijo la

niña de mala gana.La mujer americana señaló los

prismáticos, dijo algo en inglés y se rió.El niño regordete, que hasta esemomento había estado contemplando lafalda de la colina y las cabinas quebajaban, también se sintió atraído porlos prismáticos. Y con la miradaclavada en el juguete, avanzó unos pasoshacia Mariko.

—Has sido muy amable, Etsuko —dijo Sachiko.

—En absoluto. Si es sólo un juguete.Llegó nuestra cabina y a través de

los torniquetes pasamos a los tablones

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hundidos de madera. Por lo visto, lasdos mujeres y el niño regordete eran losúnicos pasajeros además de nosotras. Elhombre de la gorra salió de su caseta ynos acomodó en la cabina uno por uno.El interior resultaba frío y metálico.Había grandes ventanas por los cuatrocostados y los bancos estabandispuestos en los dos lados más anchos.

La cabina se quedó parada variosminutos en la plataforma y el niñoregordete empezó a impacientarse y adar vueltas. A mi lado, Mariko mirabahacia fuera por la ventanilla, arrodilladaen el banco. Desde nuestro lado de lacabina se veía el recinto y a un grupo deespectadores jóvenes amontonados en

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los torniquetes. Mariko parecía estarprobando la eficacia de los prismáticos,ya que a ratos se los ponía para mirar ya ratos se los quitaba. Entonces el niñorechoncho se arrodilló en el banco juntoa Mariko. Al principio no se hicieronningún caso, pero al cabo de unosinstantes el niño dijo:

—Quiero mirar. —Y alargó la manopara coger los prismáticos. Mariko se lequedó mirando fríamente.

—Akira, ése no es modo de pedirlas cosas —dijo su madre. Pídeselo biena la señorita.

El niño retiró la mano y miró aMariko, que le devolvió la mirada. Elniño dio la vuelta y fue a otra ventana.

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Cuando la cabina arrancó, los niñosque estaban en los torniquetesempezaron a saludar con la mano.Instintivamente, me agarré a la barra demetal que había a lo largo de la ventana,y la mujer americana dio un grititonervioso y rió. La superficie de cementoempezó a hacerse más pequeña, y bajonosotras vimos deslizarse la ladera de lacolina.

La cabina se balanceaba suavementecon el ascenso. Durante un rato, lascopas de los árboles parecían rozar lasventanillas; de pronto, un granprecipicio se abrió a nuestros pies, yquedamos colgando en el cielo. Sachikosoltó una pequeña carcajada y con el

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dedo señaló algo fuera. Mariko seguíamirando a través de sus prismáticos.

Terminado el ascenso, salimos de lacabina con mucho cuidado, como si noestuviéramos seguros de haber llegado atierra firme. En esta estación, la máselevada, no había ningún rellano decemento y bajamos de los tablones demadera a un claro de hierba. Tampocose veía a nadie, excepto al hombre deuniforme que nos instaba a salir. Detrásde aquel claro, casi en medio de unapinada, había unas cuantas mesas demadera para poder comer. El borde máspróximo al claro donde habíamosdesembarcado estaba señalizado conuna valla metálica al borde de un

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precipicio. Cuando nos hubimosorientado un poco, nos encaminamoshacia la valla para mirar por eldespeñadero. Al cabo de un rato seunieron a nosotras las dos mujeres y elniño.

—Le deja a uno sin respiración,¿verdad? —me dijo la mujer japonesa.Le estoy enseñando a mi amiga todos losrincones interesantes. Es la primera vezque viene a Japón.

—Ya veo. Espero que le guste.—Sí, yo también. Por desgracia, yo

no entiendo muy bien el inglés. Su amigaparece hablarlo mucho mejor que yo.

—Sí, lo habla muy bien.Las dos miramos a Sachiko, que de

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nuevo estaba intercambiandoimpresiones en inglés con la mujeramericana.

—Es una suerte haber recibido unaeducación tan buena —me dijo la mujer.En fin, espero que pasen ustedes un buendía.

Nos hicimos una reverencia y, acontinuación, la mujer le hizo una señala su amiga americana, indicándole quese iban.

—¿Me dejas mirar, por favor? —dijo el niño regordete con voz de enfadoy estirando la mano de nuevo. Mariko sele quedó mirando del mismo modo quehabía hecho en la cabina.

—Quiero verlos —dijo el niño con

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más rabia.—Akira, pídeselos a la señorita

correctamente. No lo olvides.—¡Por favor! Quiero verlos.Mariko siguió mirándole un rato,

después se quitó la correa del cuello yle entregó los prismáticos. El niño se losacercó a los ojos y se puso a mirar porla valla.

—No valen nada —dijo al final,volviéndose a su madre. No se puedancomparar a los míos. Mira, mira, nisiquiera se pueden ver bien aquellosárboles. ¡Mira, mira!

Estiró la mano para dárselos a sumadre. Mariko quiso cogerlos pero elniño lo impidió bruscamente y volvió a

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tendérselos a su madre.—¡Mira, mamá! Ni siquiera se ven

aquellos árboles, ésos de ahí cerca.—¡Akira!, devuélveselos a la

señorita ahora mismo.—No tienen comparación con los

míos.—Akira, no está bien que digas eso.

Ya sabes que todo el mundo no tiene lamisma suerte que tú.

Mariko volvió a intentar coger losprismáticos y esta vez el niño cedió.

—Dale las gracias a la señorita —dijo su madre.

El niño no dijo nada y saliócorriendo. La madre rió un poco.

—Muchas gracias —le dijo a

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Mariko. Has sido muy amable. —Después sonrió, primero a Sachiko ydespués a mí. La vista es magnífica, ¿nocreen? —dijo. Espero que pasen un buendía.

El sendero estaba cubierto de agujasde pino y subía en zig-zag por lamontaña. Caminamos a paso lento,deteniéndonos a ratos para descansar.Mariko estaba tranquila y, para misorpresa, no parecía que fuese a causarproblemas. Sin embargo, manifestabauna curiosa apatía a pasear junto anosotras. Había ratos en los que sequedaba atrás, rezagada, por lo que

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teníamos que girarnos constantemente y,al rato siguiente, la veíamos pasarcorriendo y seguir adelante.

Una hora más o menos después dehaber desembarcado de la cabina, nosencontramos con la mujer americana porsegunda vez. Ella y su compañerabajaban por el sendero y, alreconocernos, nos saludaron muysimpáticas. El niño rechoncho, que ibadetrás, nos ignoró. Cuando la mujeramericana pasó al lado de Sachiko, ledijo algo en inglés y Sachiko alcontestar, soltó una fuerte carcajada.Pareció querer detenerse a hablar, perola mujer japonesa y su hijo nointerrumpieron el paso. La mujer

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americana saludó con la mano y siguióandando.

Cuando felicité a Sachiko por sudominio del inglés, rió y no dijo nada.Noté que aquel encuentro había causadoen ella un efecto curioso. La encontrabamás tranquila, y seguía andando a milado, absorta en sus pensamientos. Mástarde, cuando Mariko volvió aadelantarnos, me dijo:

—Mi padre era un hombre muyrespetado, Etsuko. Sí, muy respetado.Pero debido a sus contactos en elextranjero, mi petición de mano estuvo apunto de ser anulada. —Sonrióligeramente y sacudió la cabeza. ¡Meresulta tan raro, Etsuko! Como si todo

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hubiese sucedido hace siglos.—Sí —dije. Han cambiado tanto las

cosas.El sendero hacía una curva muy

cerrada y volvía a ascender. De pronto,los árboles formaron un claro y el cielose abrió inmenso ante nosotras. Desdemás arriba, Mariko nos gritó y señalóalgo con el dedo. Después empezó acorrer muy excitada.

—Nunca veía demasiado a mi padre—dijo Sachiko. Pasaba mucho tiempoen el extranjero, en Europa y América.Cuando era pequeña, yo soñaba con quealgún día iría a América, que iría aAmérica y me haría actriz de cine. Mimadre se reía de mí, pero mi padre

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decía siempre que si aprendía muy bienel inglés, no me resultaría difícilconvertirme en una mujer de negocios.Disfrutaba aprendiendo inglés.

Mariko se detuvo en lo que parecíauna pequeña altiplanicie. Volvió agritarnos algo.

—Me acuerdo que una vez —prosiguió Sachiko— mi padre me trajode América un libro; se trataba de unaversión en inglés de «Canción deNavidad». Aquel libro fue una especiede reto para mí. Quise aprender ingléslo bastante bien como para poder leer ellibro. Por desgracia, nunca llegué aconseguirlo. Cuando me casé, mi maridome prohibió seguir aprendiendo inglés.

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De hecho, me obligó a tirar el libro.—Es una lástima —dije.—Mi marido era así, Etsuko. Muy

estricto y muy patriota. No era unhombre considerado. Pero era de muybuena familia y mis padres pensaron queera un buen partido. Cuando me prohibióestudiar inglés, ni siquiera protesté.Después de todo, ya no parecía tenermucho sentido.

Llegamos al lugar donde seencontraba Mariko. Era una superficiecuadrada de tierra, delimitada por unospedruscos, que sobresalía a un lado delsendero. Un árbol caído hacía de banco,al haber sido alisada y pulida la parte dearriba de su grueso tronco. Sachiko y yo

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nos sentamos para recuperar el aliento.—No te acerques mucho al borde,

Mariko —le advirtió Sachiko. La niñahabía salido fuera de las piedras paramirar el paisaje a través de susprismáticos.

Me asaltó una sensación deinseguridad, allí encaramada al borde dela montaña, con la mirada puesta en tanmaravilloso paisaje. A una grandistancia debajo de nosotras, sedivisaba el puerto, semejante a una granmáquina que hubiese sido instalada en elagua. Y al otro lado del puerto, en laorilla contraria, se alzaban las colinasque conducían a Nagasaki. La tierra alpie de las colinas aparecía como un

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enjambre de casas y edificios, y lejos, anuestra derecha, el puerto abría susbrazos al mar.

Permanecimos allí sentadas duranteun rato, disfrutando de la brisa mientrasrecuperábamos el aliento. Entonces dije:

—Se diría que aquí nunca ha pasadonada, ¿verdad? ¡Todo parece tan llenode vida! Sin embargo, aquella zona deallá abajo —con la mano señalé elpaisaje que se veía a nuestros pies—,toda aquella zona quedó totalmentedestrozada cuando cayó la bomba. Ymira ahora.

Sachiko asintió con la cabeza,después sonrió volviéndose hacia mí.

—Hoy te veo tan alegre —dijo.

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—Es tan reconfortante estar aquí.Hoy he decidido que voy a seroptimista. Estoy dispuesta a tener unfuturo feliz. La Sra. Fujiwara siempreme dice lo importante que es mirar haciaadelante. Y tiene toda la razón. Si nofuera así, ¿quién habría levantado todoesto? —Volví a señalar el paisaje. Todoesto seguiría siendo ruinas.

Sachiko volvió a sonreír.—Sí, Etsuko, como tú dices, todo

sería ruinas. —Durante unos instantessiguió contemplando el paisaje queteníamos enfrente. A propósito —dijo alcabo de un rato—, tu amiga, la Sra.Fujiwara, me imagino que perdió todasu familia en la guerra.

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Asentí.—Tenía cinco hijos. Y su marido era

una persona importante en Nagasaki.Cuando cayó la bomba, todos murieronexcepto su hijo mayor. Tuvo que ser ungolpe terrible para ella, pero suposeguir adelante.

—Sí —dijo Sachiko afirmandolentamente con la cabeza. Me imaginabaque algo así habría ocurrido. ¿Y siempreha tenido esa casa de comidas?

—No, claro que no. Su marido erauna persona importante. El negocio loabrió después, después de haberloperdido todo. Cada vez que la veo, medigo que debo seguir su ejemplo, quedebo seguir mirando hacia adelante. De

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algún modo, ella perdió mucho más queyo. Después de todo, aquí me ves, apunto de fundar mi propia familia.

—Sí, tienes toda la razón. —Elviento había desordenado el cabello deSachiko, que había peinado con tantoesmero. Se pasó la mano por la cabeza yrespiró hondo. ¡Cuánta razón tienes,Etsuko!, no deberíamos estarconstantemente pensando en el pasado.La guerra me arrebató muchas cosas,pero todavía tengo a mi hija. Como túdices, tenemos que mirar hacia delante.

—¿Sabes? —dije—, tan sólo desdehace unos días, me he parado a pensarde verdad cómo va a ser, me refiero alhecho de tener un hijo. Ya no me da tanto

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miedo. A partir de ahora voy a seroptimista.

—Así es como debe ser, Etsuko.Después de todo, tienes muchos motivospara estar ilusionada. En realidad,pronto descubrirás que ser madre es loque de verdad le da valor a la vida.¿Qué importa si el vivir en casa de mitío es un aburrimiento? Sólo deseo elbien de mi hija. Le pondremos losmejores profesores particulares y ennada de tiempo se pondrá al nivel que lecorresponde en la escuela. Como túdices, Etsuko, hay que vivir mirandohacia adelante.

—Estoy tan contenta de oírte hablarasí —dije. En realidad, las dos

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tendríamos que dar gracias. Quizáhayamos perdido mucho en la guerra,pero aún tenemos bastante futuro pordelante.

—Sí, Etsuko. Tenemos mucho futuropor delante.

Mariko se acercó y se quedóplantada frente a nosotras. Quizáalcanzara a oír parte de nuestraconversación, ya que me dijo:

—¿Le ha dicho mi madre que vamosa vivir otra vez con Yasuko-San?

—Sí —le dije. ¿Te hace ilusiónvivir allí otra vez, Mariko-San?

—A lo mejor ahora podemosquedarnos con los gatitos —dijo la niña.En casa de Yasuko-San hay mucho sitio

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para ellos.—De eso ya hablaremos, Mariko —

dijo Sachiko.Mariko se quedó mirando a su madre

y después dijo:—Pero a Yasuko-San le gustan los

gatos, y de todas formas Maru era suyaantes de que nos la llevásemos. O sea,que los gatitos también son suyos.

—Sí, Mariko, pero ya hablaremosde eso. Ya veremos lo que dice el padrede Yasuko-San.

Mariko miró a su madre con cara deenfado y después se volvió hacia mí:

—Quizá podamos quedárnoslos —dijo muy seria.

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Hacia el final de la tarde, volvimosal claro donde habíamos bajado delteleférico. En las fiambreras quedabantodavía algunas galletas y chocolate, demodo que nos sentamos en una de lasmesas de madera para dar un bocado. Enel otro extremo del claro había unmontón de gente apiñada junto a la vallametálica, esperando la cabina que debíaconducirles de vuelta al pie de lamontaña.

Ya llevábamos un rato sentadasmerendando cuando una voz nos hizolevantar la mirada. La mujer americanavenía hacia nosotras cruzando el claro agrandes pasos, con una sonrisa que le

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iluminaba la cara. Sin ningún reparo, sesentó a nuestra mesa, nos sonrió a todasy empezó a hablar con Sachiko eninglés. Imagino que se alegraba de podercomunicarse con alguien sin tener querecurrir a los gestos. Yo miré alrededory vi a la mujer japonesa poniéndole unachaqueta a su hijo. Parecía mostrarmenos entusiasmo en acompañarnos,pero al final se dirigió sonriente hacianuestra mesa. Se sentó frente a mí, ycuando su hijo vino a su lado, vi hastaqué punto madre e hijo compartían elmismo aspecto rollizo. Muyespecialmente las mejillas, de unaflaccidez carnosa que las hacía bastantesimilares a las de un bulldog. La mujer

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americana, entretanto, seguía hablandoen voz alta con Sachiko.

Al llegar las dos mujeres, Marikohabía abierto su cuaderno y habíaempezado a dibujar. La mujer mofletuda,después de hacerme algunoscomentarios divertidos, se dirigió a laniña.

—¿Y tú, te lo has pasado bien? —lepreguntó a Mariko. Allá arriba es todomuy bonito, ¿verdad?

Mariko siguió dibujando sin levantarla mirada de la página. Sin embargo, lamujer no pareció desanimarse lo másmínimo.

—¿A ver qué estás dibujando? —preguntó. Parece muy bonito.

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Esta vez, Mariko dejó de dibujar ymiró a la mujer fríamente.

—Ese dibujo parece muy bonito.¿Podemos verlo? —La mujer se echóhacia delante y cogió el cuaderno. ¿Aque son bonitos, Akira? —le dijo a suhijo. Esta señorita es muy lista,¿verdad?

El niño se inclinó sobre la mesapara ver mejor. Miró los dibujos coninterés, pero no dijo nada.

—Sí que son bonitos. —La mujerpasaba las páginas. ¿Los has hechotodos hoy?

Mariko se quedó callada un rato.Después dijo:

—Las pinturas son nuevas. Las

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hemos comprado esta mañana y es másdifícil dibujar con pinturas nuevas.

—Ah, claro. Las pinturas nuevas sonmás duras, ¿no? Akira también dibuja,¿verdad, Akira?

—Dibujar es muy fácil —dijo elmuchacho.

—¿Verdad que estos dibujos sonbonitos, Akira?

Mariko señaló la página por dondeestaba abierto el cuaderno.

—Ese de ahí no me gusta. Laspinturas eran todavía muy nuevas. El dela página de al lado es mejor.

—Ah, sí. Es muy bonito.—Lo hice en el puerto —dijo

Mariko. Pero muy deprisa. Hacía calor y

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había mucho ruido.—Pero si está muy bien. ¿Te gusta

dibujar?—Sí.Sachiko y la mujer americana

volvieron la cabeza hacia el cuaderno.La americana señaló el dibujo con eldedo y pronunció varias veces enjaponés «delicioso» en voz muy alta.

—¿Y esto qué es? —prosiguió lamujer mofletuda. ¡Una mariposa! Debehaberte costado bastante dibujarla tanbien. No se quedaría quieta muchotiempo.

—Me acordaba de una que habíavisto antes —dijo Mariko.

La mujer asintió y a continuación se

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volvió hacia Sachiko.—Su hija es muy lista. Es muy de

elogiar que los niños utilicen suimaginación y su memoria. Hay tantosniños que a su edad siguen copiando loque ven en los libros.

—Sí —dijo Sachiko. Supongo quesí.

Me sorprendió el tono áspero de suvoz, ya que con la mujer americanahabía hablado con la mayor cortesía. Elniño rechoncho se inclinó aún más porencima de la mesa y puso su dedo en lapágina.

—Esos barcos son demasiadosgrandes —dijo. Si se supone que eso esun árbol, entonces los barcos deberían

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ser más pequeños.Su madre se quedó pensativa durante

un instante.—Bueno, es posible —dijo. Pero de

todas formas es un dibujito bonito. ¿Nocrees, Akira?

—Los barcos son demasiadograndes —dijo el muchacho.

La mujer rió.—Debe disculpar a Akira —le dijo

a Sachiko. Pero es que tiene unexcelente profesor particular de dibujo ypor eso es más perspicaz para estosdetalles que otros niños de su edad. ¿Suhija también tiene profesor particular dedibujo?

—No, no tiene ningún profesor

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particular. —Sachiko había vuelto aemplear un tono claramente frío, sinembargo, la mujer pareció no darsecuenta.

—No es mala idea —prosiguió. Alprincipio mi marido estaba en contra.Pensó que el niño ya tenía bastante conun profesor de matemáticas y otro deciencias. Pero para mí el dibujo tambiénes importante. Los niños debendesarrollar su imaginación cuandotodavía son pequeños. Todos losprofesores de la escuela están deacuerdo conmigo. Sin embargo, lo quemejor lleva son las matemáticas. Creoque las matemáticas son muyimportantes, ¿no lo cree usted?

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—Sí, por supuesto —dijo Sachiko.Estoy segura de que son muy útiles.

—Las matemáticas agudizan lamente de los niños. La mayoría de losniños que son buenos en matemáticas,también lo son en otras cosas. Mimarido y yo estuvimos totalmente deacuerdo en ponerle al niño un profesorde matemáticas. Y ha valido la pena. Elaño pasado, Akira era siempre eltercero o cuarto de la clase, pero esteaño ha sido el primero en todo.

—Las matemáticas son muy fáciles—replicó el niño. Y acto seguido le dijoa Mariko—: ¿Te sabes la tabla delnueve?

Su madre volvió a reír.

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—Imagino que la señorita estambién muy lista. Sus dibujos lodemuestran.

—Las matemáticas son muy fáciles—repitió el niño. No hay nada tan fácilcomo la tabla del nueve.

—Sí, Akira ya se sabe todas lastablas. Muchos niños de su edad sólosaben hasta la del tres o del cuatro.

—Akira, ¿cuánto son nueve porcinco?

—Nueve por cinco son cuarenta ycinco.

—¿Y nueve por nueve?—Nueve por nueve son ochenta y

uno.La mujer americana le preguntó algo

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a Sachiko y cuando Sachiko asintió conla cabeza, la mujer dio una palmada yvolvió a repetir la palabra «delicioso»varias veces.

—Su hija parece ser muy brillante—le dijo la mujer de los mofletes aSachiko. ¿Le gusta ir al colegio? AAkira le gusta casi todo lo que hace enla escuela. Además de las matemáticas yel dibujo, también lleva muy bien lageografía. Mi amiga se quedó muysorprendida al constatar que Akira sabíael nombre de todas las grandes ciudadesde América. ¿Verdad, Suzie-San? —Lamujer se volvió hacia su amiga ypronunció algunas palabras en un inglésvacilante. La americana pareció no

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comprender lo que le decía, pero conuna sonrisa le hizo al niño un gestoaprobatorio. Pero la asignatura preferidade Akira son las matemáticas, ¿verdad,Akira?

—Las matemáticas son muy fáciles.—¿Y cuál es la asignatura preferida

de la señorita? —preguntó la mujervolviéndose otra vez hacia Mariko.

Mariko se quedó un rato callada ydespués dijo:

—A mí también me gustan lasmatemáticas.

—¿También te gustan lasmatemáticas? ¡Fantástico!

—Entonces, ¿a ver si sabes cuántasson nueve por seis? —le preguntó el

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niño de modo poco amistoso.—¿Verdad que es bonito que los

niños se interesen por sus estudios? —dijo su madre.

—Venga, ¿cuánto son nueve porseis?

Yo pregunté:—Akira-San, ¿qué quieres ser de

mayor?—Akira, dile a esta señora lo que

vas a ser de mayor.—Director general de Mitsubishi,

sociedad anónima.—La empresa de su padre —aclaró

su madre. Akira ya lo tiene muydecidido.

—Ya veo —dije sonriendo. Es

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fantástico.—¿Dónde trabaja tu padre? —le

preguntó el niño a Mariko.—Akira, no está bien que seas tan

curioso. —La mujer se volvió de nuevohacia Sachiko. Muchos niños de sumisma edad siguen diciendo que quierenser policías o bomberos. Pero Akira,desde que era mucho más pequeño, haquerido trabajar para Mitsubishi.

—¿Dónde trabaja tu padre? —preguntó el niño de nuevo. Esta vez, sumadre, en lugar de recriminarle, sequedó mirando a Mariko, esperando querespondiese.

—Es guarda en el zoo —dijoMariko.

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Durante unos instantes nadiepronunció palabra. Curiosamente, larespuesta pareció humillar al niño, yvolvió a sentarse en el bancomalhumorado.

Su madre dijo entonces con ciertavacilación:

—¡Qué trabajo tan interesante! Losanimales nos gustan mucho. ¿Y el zoo desu marido está por aquí cerca?

Antes de que Sachiko respondiera,Mariko se escurrió por debajo del bancohaciendo mucho ruido. Sin decir unapalabra, se alejó de nosotras endirección a unos árboles cercanos. Nosquedamos todos mirándola unosinstantes.

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—¿Es la mayor? —preguntó lamujer a Sachiko.

—Es la única que tengo.—Ah, ya veo. No es mala idea. Los

niños se hacen así más independientes ytrabajan más, creo. Entre éste —la mujerpuso la mano en la cabeza del niño— yel mayor, hay seis años de diferencia.

La americana profirió una fuerteexclamación y dio unas palmadas.Mariko estaba subiéndose a un árbol,trepando por las ramas sin parar. Lamujer de los mofletes se giró y miróhacia Mariko con cara de preocupación.

—Su hija es realmente muymasculina —dijo.

La mujer americana parecía muy

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divertida y repitió la palabra«masculina», volviendo a dar palmas.

—¿No es un poco peligroso? —preguntó la mujer de los mofletes. Sepuede caer.

Sachiko sonrió, y de pronto adoptóuna actitud más cordial frente a la mujer.

—¿Acaso no está ustedacostumbrada a ver que los niños trepenpor los árboles? —preguntó.

La mujer siguió mirandopreocupada.

—¿Está segura de que no espeligroso? Puede partirse una rama.

Sachiko soltó una carcajada.—Estoy segura de que mi hija sabe

lo que hace. De todas formas, le

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agradezco su preocupación. Es muyamable de su parte. —Le hizo a la mujeruna elegante reverencia. La mujeramericana le dijo algo a Sachiko ysiguieron conversando en inglés. Lamujer mofletuda desvió su mirada de losárboles.

—No quisiera ser impertinente —medijo poniéndome una mano en el brazo—, pero no he podido evitar el fijarme.¿Es la primera vez?

—Sí —dije con una carcajada.Creemos que nacerá en otoño.

—Es maravilloso. Y su marido…¿trabaja también de guarda en el zoo?

—¡Oh no! Trabaja para una empresade electrónica.

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—¿De veras?La mujer empezó a darme consejos

sobre cómo cuidar a los bebés. Mientrastanto, vi que el muchacho se alejaba dela mesa en dirección al árbol dondeestaba Mariko.

—Y es muy beneficioso que el niñooiga buena música con frecuencia —decía la mujer. Estoy segura de que esalgo muy importante. La buena músicadebe figurar entre los primeros sonidosque un niño escucha.

—Sí, a mí me gusta mucho lamúsica.

El niño estaba al pie del árbol,mirando a Mariko con expresiónconfusa.

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—Nuestro hijo mayor no tiene unoído tan fino como Akira —prosiguió lamujer. Mi marido dice que es porquecuando era bebé no oyó bastante buenamúsica, y yo me inclino a pensar quetiene toda la razón. Por aquel entonces,la radio transmitía ante todo músicamilitar. Estoy segura de que no le hizoningún bien.

Mientras la mujer seguía hablando,vi que el niño buscaba un agujero en eltronco del árbol para meter el pie.Mariko había descendido un poco yparecía darle consejos al muchacho. Ami lado, la mujer americana seguíariendo muy fuerte, pronunciando de vezen cuando palabras sueltas en japonés.

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Finalmente, el niño consiguió levantarseun poco del suelo apoyando un pie en unresquicio del árbol y sujetándose con lasdos manos a una rama. A pesar de estarsólo a unos pocos centímetros del suelo,parecía encontrarse muy tenso. Resultadifícil decir si lo hizo deliberadamente,pero al descender, Mariko le pisó losdedos al niño y éste, dando un grito,cayó al suelo con todo su peso.

Su madre, aterrorizada, se dio lavuelta. Sachiko y la mujer americana,ninguna de las cuales había visto elaccidente, también se dieron la vueltapara ver al niño caído. Estaba tumbado,de costado, y profiriendo gritos. Lamadre se precipitó hacia él y se

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arrodilló para tantearle las piernas. Elniño siguió gimiendo. Al otro lado delclaro, todos los viajeros que estabanesperando el teleférico miraron hacianuestro lado. Al cabo de un rato, el niño,acompañado de su madre, volvió a lamesa lloriqueando.

—Es muy peligroso subirse a losárboles —decía la mujer, enfadada.

—No ha caído desde muy alto —leaseguré yo. Si apenas se había subido alárbol.

—Podría haberse roto un hueso. Alos niños habría que quitarles esas ganasde subirse a los árboles. ¡Qué manía tantonta!

—Me dio una patada —dijo el niño

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lloriqueando. Me tiró del árbol de unapatada. Ha intentado matarme.

—¿Te dio una patada? ¿La niña tedio una patada?

Vi que Sachiko volvía la miradahacia su hija. Mariko se había vuelto asubir a lo alto del árbol.

—Ha intentado matarme.—¿La niña te dio una patada?—Sólo se ha resbalado —me

apresuré a decir. Lo he visto todo.Apenas estaba a unos centímetros delsuelo.

—Me ha dado una patada. Haintentado matarme.

—Sólo se ha resbalado —repetí.—No deberías hacer semejantes

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tonterías, Akira —dijo la mujer,enfadada. Es muy peligroso subirse a losárboles.

—Ha intentado matarme.—No tienes por qué subirte a los

árboles.El niño siguió lloriqueando.

En las ciudades japonesas, muchomás que en las inglesas, los dueños derestaurantes, los propietarios de salonesde té, los dependientes, todos, parecenestar deseando que caiga la noche.Mucho antes de que empiece aoscurecer, ya se ven luces en losescaparates y en las entradas se

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encienden los letreros luminosos.Aquella tarde, al volver a la ciudad,todo Nagasaki estaba inundado de loscolores que iluminan las calles a esashoras. Habíamos dejado Inasa a últimahora de la tarde y cenamos en elrestaurante de los grandes almacenesHamaya. Después de cenar, nosresistíamos a dar por finalizada lajornada y fuimos a pasear por las callesa paso lento, sin ninguna gana de llegar ala parada del tranvía. Recuerdo que enaquella época estaba en boga entre lasparejas jóvenes ir cogidos de la manopor la calle, cosa que Jiro y yo nuncahabíamos hecho, y durante el paseovimos a muchas parejas buscando alguna

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distracción. Como en muchas de esastardes de verano, el cielo se habíapuesto color púrpura pálido.

Muchos puestos vendían pescado y,a aquella hora de la tarde, en que lasbarcas de pesca vuelven al puerto, seveía con mucha frecuencia a hombrescon cestas cargadas de pescado frescoal hombro, abriéndose paso entre lamultitud que discurría por las aceras. Enuna de las aceras, llena de basura ygente deambulando, topamos con unpuesto de kujibiki. Si no fuera por losrecuerdos que guardo de aquella tardetan particular, habría olvidado laexistencia del kujibiki, ya que nuncatuve afición por este juego y en

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Inglaterra, no se encuentra nadaequivalente, excepto quizá en las ferias.

Nos quedamos a mirar detrás de lamuchedumbre. Una mujer tenía en susbrazos a un niño de dos o tres años, yencima del estrado, un hombre con unpañuelo atado a la cabeza estabainclinado hacia delante, alargando laurna para que el niño alcanzase. El niñoconsiguió sacar un boleto de la urna,pero al parecer no sabía qué hacer conél. Con expresión vacía, lo sostuvo en lamano, mirando los rostros alegres que lerodeaban. El hombre del pañuelo seinclinó un poco más hacia él y le hizouna observación que provocó la risaentre la muchedumbre. Al final, la mujer

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bajó al niño, le cogió el boleto y se loentregó al hombre. El premio era unlápiz de labios que la mujer recogió conuna carcajada.

Mariko, de puntillas, intentaba verlos premios que estaban expuestos alfondo del estrado. De pronto se volvióhacia Sachiko y le dijo:

—Quiero comprar un boleto.—Pero, Mariko, es dinero perdido.—Quiero comprar un boleto. —Su

comportamiento mostraba una curiosainsistencia. Quiero probar al kujibiki.

—Toma, Mariko-San —le di unamoneda.

Se volvió hacia mí, algosorprendida. Después cogió la moneda y

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se abrió paso entre el gentío.Algunos otros espectadores

probaron suerte. Una mujer ganó uncaramelo, un hombre de mediana edadganó un balón de plástico. Y después lellegó el turno a Mariko.

—Y ahora, princesita. —El hombrese concentró y agitó la urna. Cierra losojos y piensa con todas tus fuerzas enaquel osote de allí.

—No quiero el oso —dijo Mariko.El hombre hizo una mueca y la gente

rió.—¿Que no quieres aquel osote de

peluche? Muy bien, princesita, ¿quéquieres entonces?

Mariko señalo con el dedo al fondo

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del estrado.—Aquella cesta —dijo.—¿La cesta? —El hombre se

encogió de hombros. De acuerdo,princesita, cierra bien los ojos y piensaen la cesta. ¿Preparada?

El billete de Mariko ganó unamaceta. Regresó a nuestro sitio y meentregó el premio.

—¿No la quieres? —pregunté. Te lahas ganado.

—Yo quería la cesta. Los gatitosnecesitan una cesta.

—Bueno, no te preocupes.Mariko se volvió hacia su madre.—Quiero probar otra vez.Sachiko suspiró.

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—Ya se está haciendo tarde.—Quiero probar. Sólo una vez.Mariko volvió a abrirse paso hasta

el estrado. Mientras esperábamos,Sachiko se volvió y me dijo:

—¿Sabes?, tiene gracia, pero mehabía hecho otra idea de ella. Me refieroa tu amiga, la Sra. Fujiwara.

—¿Ah sí?Sachiko levantó la cabeza para

asomarse por encima de losespectadores.

—No, Etsuko —dijo. Me temo quenunca he tenido de ella la imagen que tútienes. Me daba la impresión de ser unamujer sin nada en la vida.

—De ningún modo —dije.

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—¿Sí? Pero ¿qué ilusiones tiene?¿Qué sentido le da a su vida?

—Tiene el negocio de comidas. Yasé que no es gran cosa, pero para ellasignifica mucho.

—¿Su negocio?—Y además tiene a su hijo, con una

carrera muy prometedora por delante.Sachiko miró de nuevo hacia el

estrado.—Sí, claro —dijo con una sonrisa

cansada. Claro, tiene a su hijo.Esta vez, Mariko había ganado un

lápiz, y regresó a nuestro ladofrunciendo el ceño. Nos íbamos ya, peroMariko seguía con la mirada clavada enel puesto de kujibiki.

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—Vamos —dijo Sachiko. Etsuko-San tiene que irse ya a casa.

—Quiero probar otra vez. La última.Sachiko suspiró con impaciencia,

después me miró. Encogí los hombros yreí.

—Está bien —dijo Sachiko. Pruebaotra vez.

Algunas personas más se llevaronpremios. Una de las veces, a una mujerjoven le tocó una polvera, y era unregalo tan apropiado para ella quesuscitó algunos aplausos. Al veraparecer a Mariko por tercera vez, elhombre del pañuelo hizo otra de susdivertidas muecas.

—Bien, princesita, otra vez aquí.

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¿Aún quieres la cesta? ¿Y no te gustaríamás el osote de peluche?

Mariko no respondió, sólo esperó aque el hombre le tendiese la urna.Después de sacar el boleto, el hombre loexaminó detenidamente; acto seguido sevolvió y miró hacia donde estabanexpuestos los premios. Volvió aexaminar el boleto y asintió con lacabeza.

—No has ganado la cesta, pero tellevas… un premio gordo.

La gente irrumpió en risas yaplausos. El hombre se dirigió a la partetrasera del estrado y volvió con algo queparecía ser una gran caja de madera.

—Esto es para que tu madre guarde

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las verduras —proclamó el hombre a lamultitud más que a Mariko, y sostuvo elpremio en alto durante unos instantes.Sachiko a mi lado, empezó a reír muyfuerte y se sumó al aplauso general.Entre la multitud se formó un pasillopara dejar paso a Mariko con el premio.

Sachiko seguía riendo mientras nosalejábamos del gentío. Había reído tantoque se le habían saltado lágrimas de losojos. Se pasó la mano para secárselas yse quedó mirando la caja.

—Qué aspecto tan extraño tiene esto—dijo pasándomela.

Era del tamaño de una caja denaranjas y sorprendentemente ligera. Lamadera era muy suave y sin barnizar. A

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un lado había dos paneles corredizos detela metálica.

—Puede ser de gran utilidad —dijecorriendo uno de los paneles.

—He ganado un premio gordo —dijo Mariko.

—Sí, bien hecho —dijo Sachiko.—Una vez gané un kimono —me

dijo Mariko. Fue en Tokio, una vez ganéun kimono.

—Muy bien, y ahora has vuelto aganar.

—Etsuko, ¿podrías llevarme elbolso? Así no me costaría tanto llevaresto a casa.

—He ganado un premio gordo —dijo Mariko.

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—Sí, has estado genial —dijo sumadre riendo un poco.

Nos alejamos del puesto de kujibiki.La calle estaba muy sucia, con el suelolleno de periódicos viejos y de todaclase de basuras.

—Los gatitos pueden vivir ahídentro, ¿no? —dijo Mariko. Podríamosmeter unos trapos y así les serviría decasa.

Con una expresión de duda, Sachikose quedó mirando la caja, que llevabaentre sus brazos.

—No sé si les gustaría mucho.—Podría servirles de casa, y cuando

vayamos a casa de Yasuko-Sanpodríamos llevarlos ahí metidos.

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Sachiko sonrió con cansancio.—¿Verdad que sí, a que sí, madre?

Podríamos llevarlos metidos ahí dentro.—Sí, supongo que sí —dijo

Sachiko. Está bien, irán ahí dentro.—Entonces, ¿podemos quedarnos

con los gatitos?—Sí, podemos quedarnos con los

gatitos. Estoy segura de que el padre deYasuko-San no se opondrá.

Mariko salió corriendo y esperó aque la alcanzásemos.

—¿Entonces ya no tenemos quebuscarles un hogar?

—No, ya no. Vamos a casa deYasuko-San, de modo que nosquedaremos con los gatitos.

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—Entonces ya no tenemos quedárselos a nadie. Podemos quedarnoscon todos y llevarlos en la caja,¿verdad, madre?

—Sí —dijo Sachiko. Después echóla cabeza hacia atrás y empezó de nuevoa reír.

Recuerdo con frecuencia la cara deMariko tal como la vi aquella tarde en eltranvía, de regreso a casa. Tenía lafrente pegada al cristal de la ventanilla,mirando hacia fuera, y su rostro de chicoquedaba reflejado en el traqueteoluminoso de la ciudad. Mariko estuvocallada durante todo el viaje a casa, y

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Sachiko y yo conversamos un poco. Meacuerdo que, llegado un momento,Sachiko preguntó:

—¿Crees que tu marido se enfadarácontigo?

—Puede ser —dije sonriendo. Peroya le advertí ayer que quizá llegaríatarde.

—Hoy he disfrutado mucho.—Sí, por mí que se enfade. Yo lo he

pasado muy bien.—Tenemos que repetirlo, Etsuko.—Sí, desde luego.—¿Te acordarás de venir a verme

cuando me haya mudado?—Claro que sí.Después nos quedamos un rato

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calladas. Un poco más tarde, justocuando el tren comenzó a frenar paradetenerse en una estación, Sachiko sesobresaltó. Se quedó mirando al fondodel vagón, a dos o tres personascercanas a la salida. Allí había unamujer mirando a Mariko. Tendría unostreinta años, de cara delgada y expresiónde cansancio. Lo más probable era quemirase a Mariko del modo más inocente,y a no ser por la reacción de Sachiko,dudo que hubiese despertado en mí lamenor sospecha. Entre tanto, Marikoseguía mirando por la ventanilla, sinreparar lo más mínimo en la mujer.

La mujer advirtió que Sachiko laobservaba y se dio la vuelta. El tren

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paró, se abrieron las puertas y la mujersalió del vagón.

—¿Conocías a esa mujer? —lepregunté tranquilamente.

Sachiko rió un poco.—No, simplemente me he

confundido.—¿La has confundido con otra

persona?—Por un momento sí, pero en

realidad no tenía ningún parecido.Volvió a reír y a continuación miró

hacia fuera para comprobar dónde nosencontrábamos.

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8

Visto ahora, está bastante claro porqué Ogata-San se quedó aquel verano encasa tanto tiempo. Conocía muy bien asu hijo y debió intuir la estrategia queJiro utilizaría para resolver el asunto delartículo de Shigeo Matsuda. Mi maridoestaba esperando a que Ogata-Sanvolviese a su casa en Fukuoka, y así elasunto caería en el olvido. Entre tanto,Jiro siguió mostrándose de acuerdo enque semejante afrenta al nombre de lafamilia debía ser tratada con rapidez yfirmeza, que el asunto le afectaba a éltanto como a su padre y que le escribiría

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a su antiguo compañero de clase encuanto tuviese tiempo. Y desde laperspectiva que dan los años, ahora veoque ésta era la reacción típica de Jiroante cualquier posible enfrentamientodesagradable. Si años más tarde no sehubiese enfrentado a otro problema deese mismo modo, quizá nunca mehubiese ido de Nagasaki. Pero en fin,esto no es más que una digresión.

Ya he referido antes algunos detallesacerca de la noche en que los colegas demi marido aparecieron por casaborrachos e interrumpieron la partida deajedrez entre Jiro y Ogata-San. Esamisma noche, mientras me preparabapara acostarme, sentí un fuerte deseo de

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hablar con Jiro sobre el asunto deShigeo Matsuda. Aunque no era miintención obligar a mi marido a escribiresa carta contra su voluntad, sí estabacada vez más convencida de que Jirodebía aclararle mejor a su padre cuálera su postura al respecto. Sin embargo,aquella noche, como en ocasionesanteriores, me abstuve de cualquiercomentario sobre el asunto. Por unaparte, mi marido habría pensado que noera de mi incumbencia, y por la otra, aaquellas horas de la noche Jiro estabasiempre cansado y cualquier intento deentablar conversación le irritaba. Detodas formas, en nuestra relación nocabía nunca una discusión abierta sobre

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cosas de ese tipo.Durante todo el día siguiente, Ogata-

San se quedó en casa y varias veces levi estudiar la partida de ajedrez que,según él, había quedado interrumpida lanoche anterior en un momento crucial, yaquella noche, una o dos horas despuésde haber cenado, volvió a sacar eltablero y empezó a estudiar de nuevo lasituación de las piezas. Llegado unmomento, levantó la mirada y le dijo ami marido:

—Jiro, de modo que mañana es elgran día.

Jiro levantó la mirada del periódicoy soltó una breve carcajada.

—Tampoco hay que exagerar —dijo.

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—Vamos, hombre. Para ti es un grandía. Como es natural, has de esmerartesiempre al máximo en la empresa, peroyo pienso que cualquiera que sea elresultado, el hecho en sí ya es un triunfo.Representar a la empresa a ese nivel,sobre todo con el poco tiempo quellevas dentro, no es algo muy habitual, nisiquiera en nuestros días.

Jiro se encogió de hombros.—Supongo que no. Claro que aunque

mañana tenga un gran éxito, eso nogarantiza que me asciendan. Aunquecreo que el director está bastantecontento con los esfuerzos que he hechoeste año.

—En fin, yo me inclino a pensar que

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tiene mucha fe en ti. ¿Y cómo crees túque saldrá todo mañana?

—No habrá problemas, espero. Aestas alturas, la cooperación esnecesaria para todas las partesinteresadas. Más que nada, se trata desentar las bases para llegar a unaverdadera negociación en otoño. Vamos,nada del otro mundo.

—Bueno, sólo hay que esperar a verqué pasa. Y ahora, Jiro, ¿por qué noterminamos esta partida? Ya llevamostres días con ella.

—¡Ah sí!, la partida. Pero, padre, yasabe que aunque tenga un gran éxitomañana, eso no garantiza que vayan aascenderme.

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—Claro que no, Jiro, conozco elasunto. Yo mismo hice frente a una fuertecompetencia durante toda mi carrera. Sémuy bien cómo va todo. A vecesprefieren elegir a otros que, vistoobjetivamente, ni siquiera están a tualtura. Pero no dejes que esas cosas tedesanimen. Sé constante y al finaltriunfarás. Y ahora, ¿qué tal siterminamos la partida?

Mi marido echó un vistazo altablero, pero no hizo ningún ademán deacercarse.

—Si no recuerdo mal, estaba a puntode ganar —dijo.

—Bueno, estás en un rincón muydifícil, pero tienes una salida si sabes

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buscarla. ¿Te acuerdas, Jiro, de quecuando te enseñé este juego solíaadvertirte que no movieras las torresdemasiado pronto? Pues bien, siguescometiendo el mismo error. ¿Te dascuenta?

—Sí, las torres, es verdad.—Y además, Jiro, creo que no

piensas las jugadas. ¿Me equivoco? Conlo que yo me esforzaba en que planearasal menos tres jugadas por adelantado,¿no te acuerdas? Sin embargo, tengo laimpresión de que no lo estás haciendo.

—¿Tres jugadas por adelantado?Pues no, creo que no las he planeado.No puedo pretender ser un experto comousted, padre. De todas formas, creo que

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la victoria es suya.—En efecto, Jiro. Lamentablemente,

desde el inicio de la partida ha estadoclaro que no has pensado las jugadas.¿Cuántas veces te lo habré dicho? Unbuen jugador debe tener pensadas por lomenos tres jugadas.

—Sí, supongo.—Por ejemplo, ¿por qué has puesto

aquí este caballo? Pero, Jiro, ¿quieresmirar?, ni siquiera estás mirando. ¿Teacuerdas por qué has movido esta pieza?

Jiro lanzó una breve mirada hacia eltablero.

—Para serle sincero, no me acuerdo—dijo. Probablemente en aquelmomento tuve una buena razón.

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—¿Una buena razón? ¡Qué tontería,Jiro! Lo que he visto es que has pensadolas primeras jugadas. Y en realidad,tenías un plan. Pero en cuanto te lo hedesmontado, te has rendido y hasempezado a mover sin ton ni son. ¿Norecuerdas lo que te he dicho siempre? Elajedrez sólo consiste en mantenerjugadas coherentes, pero no consiste enrendirse cuando el adversario tedestruye un plan, al contrario, hay queponer en funcionamiento el siguienteplan. No se gana y se pierde una partidacuando el rey se encuentra finalmenteacorralado. La partida queda cerradacuando el jugador se rinde al no tenerninguna estrategia en absoluto. Cuando

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sus soldados andan cada uno por unlado, cuando ya no hay causa común y semueven sin ton ni son, entonces escuando has perdido.

—Muy bien, padre. Lo reconozco,he perdido. Ahora, olvidémoslo, ¿vale?

Ogata-San me miró primero a mí, ydespués volvió a mirar a Jiro.

—Pero ¿qué forma de hablar es ésa?Hoy he estado estudiando muy bien lapartida y tienes tres modos diferentes deescapar.

Mi marido bajó el periódico.—Perdóneme si me equivoco —dijo

—, pero me parece que usted mismo hadicho que el jugador que no mantiene unjuego coherente es inevitablemente el

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perdedor. Y bien, tal y como usted haapuntado repetidas veces, he estadomoviendo sin ton ni son, de modo que notiene sentido el que continúe jugando. Yahora discúlpeme, pero me gustaríaterminar de leer este artículo.

—Pero eso es simple y llanamentedarse por vencido. La partida no estáperdida ni mucho menos, tal y comoacabo de decirte. Ahora deberíasplanear una defensa para sobrevivir yvolver a atacarme. Jiro, siempre hastenido una vena derrotista, siempre,incluso cuando eras niño. Tenía laesperanza de habértela quitado, perodespués de todo este tiempo, veo quesigues igual.

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—Discúlpeme, pero no sé que tieneque ver esto con el derrotismo, se tratasimplemente de un juego.

—Es posible que se trate únicamentede un juego, pero un padre llega aconocer muy bien a su hijo y reconoceesa clase de rasgos indeseables cuandose presentan. Y ese rasgo de tu carácteres algo de lo que no me siento nadaorgulloso, Jiro. En cuanto tu primeraestrategia se ha venido abajo, te hasrendido. Y ahora, cuando se te obliga adefenderte, te enfurruñas y te niegas aseguir jugando. A los nueve años, erasexactamente igual.

—Padre, eso que está usted diciendono son más que tonterías. No puedo

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pensar todo el día en el ajedrez, tengomejores cosas que hacer.

Jiro había hablado en un tonobastante alto, y Ogata-San parecióquedarse algo asombrado durante unosinstantes.

—Quizá para usted esté muy bien,padre —prosiguió mi marido—, tienetodo el día para cavilar sus jugadas ysus tretas, pero en lo que a mí respecta,tengo mejores cosas en las que emplearmi tiempo.

Tras decir esto, mi marido volvió acoger el periódico. Su padre siguiómirándole fijamente, con cara deasombro, y al final empezó a reír.

—Vamos, Jiro —dijo—, estamos

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aquí gritándonos como un par deverduleras. —Volvió a soltar unacarcajada. Como un par de verduleras.

Jiro no levantó la mirada delperiódico.

—Vamos, Jiro, dejemos de discutir.Si no tienes ganas de acabar la partida,pues no la acabamos.

Mi marido seguía comportándosecomo si no le hubiese escuchado.

Ogata-San volvió a reír.—Muy bien, tú ganas. No jugaremos

más. Pero déjame enseñarte cómopodrías haber salido de ese rincón.Podrías haber hecho tres cosas. Laprimera es la más sencilla y no podríahaber efectuado gran cosa para

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impedírtela. Mira, Jiro, pero mira aquí.Jiro, mira, mira lo que te estoymostrando.

Jiro siguió ignorándole. Su aspectoera el de una persona solemnementeabsorta en su lectura. Pasó una página ysiguió leyendo.

Ogata-San asintió para sí mismo conuna sonrisa silenciosa.

—Igual que cuando era un niño —dijo. Cuando no consigue lo que quiere,se enfurruña y ya no hay nada que hacercon él. —Dirigió su mirada hacia mí yrió de un modo extraño. Después sevolvió hacia su hijo. Mira, Jiro, déjameenseñarte esto al menos, es lo mássencillo del mundo.

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En un arrebato, mi marido tiró elperiódico al suelo y se inclinóbruscamente hacia su padre. Fueevidente que su intención había sido lade volcar el tablero y tirar todas laspiezas al suelo. Pero la torpeza de susmovimientos provocó que antes de darleun golpe al tablero, su pie volcara latetera que tenía al lado. La tetera rodóhacia él, la tapadera saltó con un granestruendo y el té se desparramó por todoel tatami. Jiro, sin saber muy bien quéhabía ocurrido, se dio la vuelta yobservó el charco de té. Después sevolvió de nuevo y lanzó una miradafuriosa contra el tablero. Aún leenfureció más ver que las piezas seguían

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en pie, cada una en su casilla, y por uninstante pensé que intentaría tirarlas denuevo. Sin embargo, se levantó, cogióbruscamente el periódico y desaparecióde la habitación sin decir una palabra.

Me acerqué corriendo hacia lamancha de té. El cojín donde Jiro habíaestado sentado empezaba a empaparsede líquido. Lo quité y froté con unapunta de mi delantal.

—Sigue siendo el mismo —dijoOgata-San, con una ligera sonrisadibujada en sus ojos. Los niños se hacenadultos pero cambian muy poco.

Me fui a la cocina a buscar un trapo.Cuando volví al salón, Ogata-San seguíasentado donde le había dejado, con la

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misma sonrisa en los ojos. Seguía con lamirada clavada en el charco de té ytotalmente absorto en sus pensamientos.Su ensimismamiento era tal que vacilépor unos instantes, antes de arrodillarmea limpiar la mancha.

—No te preocupes, Etsuko —dijo alfinal. No tienes por qué preocuparte.

—No. —Seguí restregando el tatami.—Bueno, supongo que no

tardaremos en meternos en la cama. Devez en cuando, viene bien metersepronto en la cama.

—Sí.—No te preocupes, Etsuko. Mañana

se le habrá pasado, ya verás. Estosarrebatos suyos los conozco muy bien.

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Claro que presenciar escenitas asíproduce un poco de nostalgia. Merecuerda mucho cuando Jiro erapequeño. Sí, la verdad es que producemucha nostalgia.

Yo seguí restregando la mancha deté.

—Pero ahora, Etsuko —dijo—, notienes por qué preocuparte.

Hasta la mañana siguiente no crucéninguna palabra con mi marido. Se tomóel desayuno echando un vistazo de vezen cuando al periódico matutino, que lehabía puesto junto al bol. Habló muypoco y aunque su padre todavía no había

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aparecido, no hizo comentarios alrespecto. Yo, por mi parte, estuve atentaa cualquier ruido proveniente de lahabitación de Ogata-San, pero no oíninguno.

—Espero que todo vaya bien hoy —dije después de haber permanecido losdos un rato en silencio.

Mi marido se encogió de hombros.—Bueno, tampoco hay que darle

tanta importancia al asunto —dijo.Después levantó la mirada hacia mí yañadió—: He estado buscando micorbata de seda negra, pero no sé quéhas hecho con ella. Preferiría que norevolvieras mis corbatas.

—¿La de seda negra? Está colgada

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con todas las demás.—Acabo de mirar y no está.

Preferiría que dejaras de manosearlastodo el tiempo.

—La de seda negra está colgada contodas las demás —dije. La planché antesde ayer porque sabía que la querríaspara hoy, pero me aseguré de dejarla ensu sitio. ¿Seguro que no estaba?

Mi marido suspiró irritado y bajó lavista hacia el periódico.

—No importa —dijo. Esta servirá.Siguió desayunando en silencio.

Entretanto, Ogata-San no daba señalesde vida. Al final me levanté y fui aescuchar a través de la puerta. Al no oírningún ruido, después de estar ahí unos

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segundos, estuve a punto de abrirla, peroen ese momento mi marido se volvió ydijo:

—¿Pero se puede saber qué haces?No puedo pasarme aquí toda la mañana.—Me acercó su taza de té.

Volví a sentarme, le quité los platossucios y le serví un poco más de té. Selo tomó rápidamente, con la miradapuesta en la primera página delperiódico.

—Hoy es un día importante paranosotros —dije. Espero que todo salgabien.

—No hay que darle tantaimportancia al asunto —dijo sin levantarla mirada.

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Sin embargo, aquella mañana, antesde marcharse, se observó en el espejode la entrada, arreglándose la corbata ypasándose la mano por la mandíbulapara comprobar si se había afeitadocorrectamente. Después que se fue, meacerqué de nuevo a la puerta de lahabitación de Ogata-San y agucé el oído,pero seguí sin oír nada.

—¿Padre? —dije en voz baja.—¡Ah, Etsuko! —le oí decir desde

dentro. Sabía que no me dejarías aquítumbado en la cama.

Ya mucho más tranquila, me fui a lacocina a preparar más té y acontinuación puse la mesa para eldesayuno de Ogata-San. Cuando

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finalmente tomó asiento, dijo como sindarle importancia:

—Jiro ya se ha ido, supongo.—Sí, hace un rato. He estado a punto

de tirar su desayuno, padre. He pensadoque estaría usted hoy muy perezosocomo para levantarse antes delmediodía.

—Bueno, Etsuko. No seas cruel.Cuando se llega a mi edad, a uno legusta tomarse las cosas con calma devez en cuando. Además, el hecho deestar aquí con vosotros es para mí unaespecie de vacaciones.

—Bueno, por esta vez le perdonoque esté usted tan perezoso.

—Cuando vuelva a Fukuoka, no

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tendré ocasión de quedarme así tumbado—dijo cogiendo los palillos. Actoseguido, dio un profundo suspiro. Meparece que ya va siendo hora de quevuelva.

—¿Volver ya? Pero no hay ningunaprisa, padre.

—De verdad, tengo que volverpronto. Me espera un montón de trabajo.

—¿Trabajo? Pero ¿de qué trabajohabla?

—Bueno, para empezar, tengo querenovar las mamparas de la terraza.Después están las rocas del jardín. Hacemeses que me las mandaron y aún andanpor el jardín, esperando. —Dio unsuspiro y empezó a comer. Te aseguro

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que cuando vuelva, no voy a poder estarasí tumbado.

—Pero no tiene usted ningunanecesidad de irse ya mismo, padre. Lasrocas aún pueden esperar un poco más.

—Eres muy amable, Etsuko. Pero eltiempo apremia. ¿Sabes?, este otoñoespero otra vez a mi hija y a su marido.Antes de que vengan, tengo que haberterminado todo el trabajo. El año pasadoy el anterior, vinieron a verme en otoño,de modo que imagino que este añoquerrán venir otra vez.

—Ya.—Sí, seguro que quieren venir otra

vez este otoño. Es la mejor época parael marido de Kikuko. Y Kikuko me dice

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siempre en sus cartas que tiene muchacuriosidad por ver mi nueva casa.

Ogata-San asintió para sí mismo, ydespués siguió comiendo lo que lequedaba en el bol. Me quedéobservándole durante unos instantes.

—En Kikuko tiene usted una hijamuy fiel, padre —dije. Desde Osaka esun viaje largo. Debe echarle mucho demenos.

—Yo creo que de vez en cuandosiente la necesidad de alejarse de susuegro. Si no, no me explico por quéviene de tan lejos.

—Es usted muy poco considerado,padre. Estoy segura de que le echa demenos. Le pienso contar lo que me está

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usted diciendo.Ogata-San rió.—Pero si es verdad. El viejo

Watanabe manda sobre ellos como sifuese un general. Cuando vienen a micasa, se pasan el tiempo hablando deque cada día es más insoportable. A mí,personalmente, el viejo me cae bien,pero no se puede negar que es todo ungeneral, de los de antes. Supongo queles gustaría tener algún sitio así, Etsuko,un piso como éste para ellos solos. Noestá mal del todo que las parejasjóvenes vivan separados de sus padres.Ahora cada vez hay más parejas así. Losjóvenes no quieren que unos viejosdéspotas estén siempre dándoles

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órdenes.Al parecer, Ogata-San se acordó de

la comida que tenía en el bol y empezó acomer deprisa. Al terminar, se levantó yse acercó a la ventana. Se quedó de piedurante un rato, de espaldas a mí ymirando el paisaje. Después, corrió laventana para dejar entrar más aire yrespiró hondo.

—¿Le gusta su nueva casa, padre?—pregunté.

—¿Mi casa? Sí, claro. Como hedicho, necesita algunos retoques aquí yallá. Pero es mucho más acogedora. Lacasa de Nagasaki era demasiado grandepara un viejo solitario como yo.

Siguió mirando por la ventana. Con

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la intensa luz de la mañana, lo único quepodía distinguir de su cabeza y sushombros era un contorno borroso.

—La antigua casa era muy agradable—dije. Cuando me coge de camino, aúnme paro a contemplarla. De hecho, pasépor allí hace una semana al volver decasa de la Sra. Fujiwara.

Pensé que no me había oído, ya quesiguió contemplando el paisaje ensilencio. Pero al cabo de un rato dijo:

—¿Y qué aspecto tenía mi antiguacasa?

—Estaba igual. Por lo visto, a losnuevos dueños les gusta la casa tal comousted la dejó.

Se volvió un poco hacia mí.

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—¿Y las azaleas, Etsuko? ¿Seguíanen el camino de entrada?

La claridad me impedía verle bien elrostro, pero por la voz supe que estabasonriendo.

—¿Las azaleas?—Bueno, en realidad no tienes por

qué acordarte. —Se volvió hacia laventana y abrió los brazos. Las planté eldía en que por fin tomamos la decisión.

—¿Qué decisión?—Que Jiro y tú os casaríais. Pero

nunca te conté lo de las azaleas, por esocreo que es poco razonable por mi parteel esperar que te acuerdes de ellas.

—¿Plantó usted azaleas en mihonor? Fue un detalle muy bonito. Pero,

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creo que no me comentó usted nada.—Pero, Etsuko, si tú misma las

pediste. —Se había girado de nuevohacia mí. De hecho, me ordenaste quelas plantara en la entrada.

—¿Cómo? —dije riendo—, ¿que yose lo ordené?

—Sí, me lo ordenaste. Como si yohubiese sido un jardinero contratado.¿No te acuerdas? Justo cuando yopensaba que por fin estaba todo listo, eibas a convertirte en mi nuera, me dijisteque faltaba algo, que nunca vivirías enuna casa que no tuviera azaleas en laentrada. Y que si yo no las plantaba todoquedaría suspendido. De modo que…¿qué querías que hiciese? Me fui

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derecho a plantar azaleas.Yo reí un poco.—Ahora que lo dice —dije—, me

acuerdo de algo. Pero qué tontería,padre. Yo nunca le obligué a hacerlo.

—Por supuesto que sí, Etsuko.Dijiste que no vivirías en una casa sinazaleas en la entrada. —Se apartó de laventana y vino a sentarse de nuevo frentea mí. Sí, Etsuko, como un jardinerocontratado.

Los dos reímos y empecé a servir elté.

—Las azaleas siempre han sido misflores favoritas, ¿sabe? —dije.

—Sí, eso dijiste.Acabé de servir el té y

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permanecimos un rato en silenciocontemplando el humo que salía de lastazas.

—Por aquel entonces no tenía niidea —dije—, de los planes de Jiro,quiero decir.

—Desde luego.Me incliné y puse un plato de

pastelitos al lado de su taza. Ogata-Sanse quedó mirándolos con una sonrisa enlos labios. Finalmente dijo:

—Las azaleas crecieron muy bien,pero por supuesto, ya os habíais ido.Con todo, no está mal que las parejasvivan por su cuenta. Fíjate en Kikuko yen su marido. Les encantaría tener unpiso propio, sin embargo, el viejo

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Watanabe no les deja ni que se loplanteen. ¡Vaya un viejo general!

—Ahora que lo pienso —dije—, lasemana pasada había azaleas en laentrada. Los nuevos dueños debenpensar lo mismo que yo. Las azaleas sonalgo primordial en una entrada.

—Me alegro de que sigan ahí. —Ogata-San sorbió un poco de té.Después suspiró y dijo riendo—: EsteWatanabe, ¡vaya un viejo general!

Poco después de desayunar, Ogata-San propuso ir a dar una vuelta porNagasaki, «como los turistas», añadió.Me pareció muy buena idea y cogimosun tranvía que iba al centro. Que yorecuerde, pasamos un rato en una galería

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de arte, y después, poco antes delmediodía, fuimos a visitar el monumentoa la paz, situado en un gran parque cercadel centro de la ciudad.

Al parque se le conocía comúnmentecon el nombre de «El parque de la Paz»,pero nunca llegué a saber si ése era sunombre oficial, y la verdad es que apesar de la algarabía de los niños y lospájaros, en toda la extensión de céspedreinaba una atmósfera de solemnidad. Sehabían reducido al mínimo los adornostípicos como arbustos y fuentes, por loque el parque daba una impresión deausteridad, con la hierba lisa, un cieloraso de verano, y el monumento, unaestatua blanca impresionante en

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memoria de los muertos por la bombaatómica, que dominaba todo el entorno.

La estatua parecía un dios griegomusculoso sentado con los brazosabiertos. Con la mano derecha señalabahacia el cielo, de donde había caído labomba. Con el otro brazo, extendidohacia la izquierda, supuestamenteahuyentaba las fuerzas del mal. Tenía losojos cerrados en oración.

Siempre he tenido la impresión deque la estatua tenía un aspecto bastantetorpe, y nunca he sido capaz deasociarla a lo ocurrido el día en quecayó la bomba ni a los horribles díassiguientes. Desde lejos, la estatuaresultaba casi divertida, ya que parecía

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un guardia dirigiendo el tráfico. Para míno era más que una estatua, y aunquemucha gente de Nagasaki la considerabaun símbolo sospecho que mi punto devista era el más compartido. Y aún hoy,si por una casualidad me viene a lamemoria la enorme estatua blanca deNagasaki, recuerdo ante todo la visitaque hice aquella mañana al Parque de laPaz con Ogata-San, y el episodio de latarjeta postal.

«En foto no parece tanimpresionante». Recuerdo que Ogata-San dijo estas palabras con la postalrecién comprada en la mano. Nosencontrábamos a unos cincuenta metrosde la estatua. «Hace bastante tiempo que

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tengo intención de enviar una tarjetapostal» siguió diciendo. «Aunque esté apunto de volver a Fukuoka, creo quetodavía vale la pena enviarla. Etsuko,¿tienes una pluma? Quizá lo mejor seríaenviarla ahora mismo, si no, seguro quelo olvidaré».

Encontré una pluma en mi bolso ynos sentamos en un banco cercano. Sentícuriosidad cuando noté que Ogata-Sanmiraba fijamente el espacio en blancode la tarjeta con la pluma preparada,pero sin escribir. Le sorprendí una o dosveces echando un vistazo a la estatuacomo buscando inspiración. Finalmentele pregunté:

—¿Es para algún amigo de Fukuoka?

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—Bueno, es sólo una persona queconozco.

—Parece usted culpable de algo —dije. Me pregunto a quién le estaráescribiendo.

Ogata-San levantó los ojos con unamirada de asombro. Después soltó unafuerte carcajada.

—¿Culpable? ¿De veras?—Sí, muy culpable. Me pregunto en

qué líos se meterá usted cuando no haynadie que le vigile, padre.

Ogata-San siguió riendo acarcajadas. Reía tanto que el banco semovió. Después se calmó un poco ydijo:

—Muy bien, Etsuko. Me has pillado.

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Me has pillado escribiéndole a mi «girl-friend» —empleó la palabra inglesa. Mehas pillado con las manos en la masa. —Volvió a reír muy fuerte.

—Siempre he sospechado que padrellevaba una vida llena de placeres enFukuoka.

—Sí, Etsuko —siguió riendo unpoco—, una vida llena de placeres. —Acto seguido, respiró hondo y volvió aclavar su mirada en la postal. ¿Sabes?,en realidad no sé qué escribir. Quizápodría enviarla sin escribir nada.Después de todo, sólo quiero mostrarlequé aspecto tiene el monumento. Peropor otra parte, quizá resulte demasiadoinformal.

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—Bueno, no puedo aconsejarlenada, padre, a menos que me revelequién es esa misteriosa dama.

—La misteriosa dama, Etsuko, es ladueña de un pequeño restaurante enFukuoka. Como está muy cerca de micasa, suelo ir a cenar allí. Hablo a vecescon ella, es muy amable, y le prometíque le enviaría una postal delmonumento a la paz. Me temo que no haymás que contar.

—Ya veo, padre. Sin embargo, aúntengo mis sospechas.

—Es una mujer mayor, muy amable,pero al cabo de un rato resulta pesada.Si soy el único cliente, se planta a milado y habla durante toda la comida. Por

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desgracia, en el barrio no hay otrossitios para comer que estén bien. ¿Ves,Etsuko? Si me enseñaras a cocinar, notendría que soportar a personas así.

—Sería inútil —dije riendo. Noaprendería nunca, padre.

—¡Qué tontería! Lo que ocurre esque temes que te supere. Etsuko, en esoeres muy egoísta. Y ahora, veamos —volvió a mirar la postal—, ¿qué podríacontarle a la viejecita?

—¿Recuerda a la Sra. Fujiwara? —pregunté. Ahora lleva una casa decomidas. Cerca de su antigua casa,padre.

—Sí, eso he oído. Es una lástima.Alguien de su clase llevando una casa

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de comidas.—¡Pero si le gusta!, y le sirve de

distracción. A menudo me pregunta porusted.

—Es una lástima —volvió a decir.Su marido era un hombre muydistinguido. Yo sentía un gran respetohacia él. Y ella ahora, llevando una casade comidas. Increíble. —Movió lacabeza en un gesto de preocupación. Megustaría ir a saludarla, pero supongo quepara ella sería bastante molesto. En susactuales circunstancias, quiero decir.

—Padre, la Sra. Fujiwara no seavergüenza lo más mínimo por llevaruna casa de comidas. Al contrario, sesiente muy orgullosa. Dice que siempre

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ha deseado dirigir un negocio, porhumilde que sea. Yo creo que estaríaencantada si usted fuese a hacerle unavisita.

—¿Dices que su establecimientoestá en Nakagawa?

—Sí, muy cerca de la antigua casa.Ogata-San pareció quedarse

pensativo un rato. Después se volvióhacia mí y dijo:

—Muy bien, Etsuko. Vamos ahacerle una visita.

Escribió rápidamente la postal y medevolvió la pluma.

—¿Quiere usted decir que vayamosahora, padre? —Me quedé algodesconcertada ante una decisión tan

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repentina.—Claro, ¿por qué no?—Muy bien. Seguro que nos invita a

comer.—Sí, es posible. Pero no me

gustaría humillar a la pobre mujer.—Estará encantada de invitarnos a

comer.Ogata-San asintió y durante unos

instantes se quedó en silencio. Despuésdijo en tono serio:

—A decir verdad, Etsuko, hacetiempo que he estado pensando en ir aNakagawa. Me gustaría hacerle unavisita a cierta persona.

—¿Ah sí?—Me pregunto si estará en su casa a

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estas horas.—¿Y a quién quiere usted ir a ver

ahora, padre?—A Shigeo. Shigeo Matsuda. Hace

algún tiempo que tengo intención dehacerle una visita. Quizá coma en casa amediodía, en cuyo caso aún podríaencontrarle. Me parece más convenienteque ir a molestarle a su escuela.

Contempló la estatua durante unosminutos, con una expresión en su rostroalgo confusa. Yo permanecí callada conla mirada puesta en la postal, que Ogata-San hacía girar en sus manos.Finalmente, se dio unas palmadas en lasrodillas y se puso en pie.

—Muy bien, Etsuko —dijo.

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Entonces hacemos eso. Primero veremossi está Shigeo y después iremos ahacerle una visita a la Sra. Fujiwara.

Debía de ser alrededor de las docecuando cogimos el tranvía paraNakagawa. La atmósfera en el vagón,abarrotado de gente, era asfixiante, yfuera la típica muchedumbre de la horadel almuerzo llenaba las calles. Peroconforme nos alejábamos del centro dela ciudad, el número de pasajeros ibadisminuyendo, y cuando el tranvía llegóa la estación término en Nakagawa, sóloquedábamos dentro unos pocos.

Al bajar del tranvía, Ogata-San se

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detuvo un momento y se pasó la manopor la barbilla. Era difícil saber siestaba saboreando la sensación de estarde nuevo en Nakagawa o si simplementeintentaba acordarse del camino a casade Shigeo Matsuda. Nos encontrábamosen medio de una superficie de cemento,rodeados de vagones vacíos, y sobrenuestras cabezas todo un laberinto decables negros cruzaban el aire. El solbrillaba con bastante fuerza, haciendorefulgir intensamente las planchaspintadas de los vagones.

—¡Qué calor! —exclamó Ogata-Sanmientras pasaba un pañuelo por sufrente. A continuación, empezó a andaren dirección a una hilera de casas que

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comenzaba al otro extremo del recintode tranvías.

El barrio no había cambiadodemasiado a pesar de los años.Caminábamos por callejuelas queserpenteaban, subían y bajaban. Lascasas, muchas de las cuales me erantodavía familiares, se alzaban alládonde el difícil terreno lo permitía.Algunas se asomaban inseguras sobrelas pendientes y otras se apiñaban demodo casi inverosímil en las esquinas.En muchos balcones había sábanas yropa tendida. Seguimos caminando pordelante de otras casas más imponentes,pero no pasamos por la antigua casa deOgata-San ni por la casa donde antaño

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viví con mis padres. Se me ocurrió queposiblemente Ogata-San había escogidoadrede ese camino para evitarlas.

No creo que anduviésemos durantemás de diez o quince minutos en total,pero el sol y las pendientes nos cansaronmucho. Al final nos detuvimos a mitadde un camino muy inclinado y Ogata-Sanme condujo hasta debajo de un árbolmuy frondoso cuyas ramas colgabansobre la acera, formando un cobijo.Después me señaló una casa antigua muybonita al otro lado de la calle, con eltecho inclinado y cubierto de tejasgrandes al estilo tradicional.

—Ésa es la casa de Shigeo —dijo.Conocí muy bien a su padre, y que yo

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sepa su madre aún vive con él. —Después Ogata-San empezó aacariciarse la barbilla, igual que albajar del tranvía. Me quedé callada,esperando.

—Es muy posible que no esté encasa —dijo Ogata-San. Y lo más seguroes que pase la hora del almuerzo en lasala de profesores con sus colegas.

Seguí esperando, en silencio. Ogata-San permaneció de pie a mi lado,contemplando la casa. Al fin dijo:

—Etsuko, ¿tienes idea de si quedamuy lejos la casa de la Sra. Fujiwara?

—Sólo unos pocos minutos a pie.—Ahora que lo pienso, quizá sería

mejor que fueses tú delante y más tarde

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me reúna allí contigo. Quizá sea lomejor.

—Muy bien, si es lo que usteddesea.

—La verdad es que resulta muypoco cortés de mi parte.

—No soy ninguna inválida, padre.Rió y volvió a mirar hacia la casa.—Creo que será lo mejor —repitió

—, ve tú delante.—Muy bien.—No creo que tarde mucho. La

verdad es que… —miró de nuevo lacasa—, bueno, ¿por qué no me esperasaquí hasta que llame al timbre? Si vesque entro, te vas a ver a la Sra.Fujiwara. En fin, creo que no es nada

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cortés por mi parte.—No hay problema, padre. Pero

ahora escuche con atención, de otromodo no encontrará usted la casa decomidas. ¿Se acuerda de dónde pasabaconsulta el médico?

Pero Ogata-San ya no me escuchaba.Al otro lado de la calle se había abiertola puerta, y en la entrada habíaaparecido un hombre con gafas. Iba enmangas de camisa y llevaba un pequeñoportafolios bajo el brazo. Avanzó unospasos y la luz del sol le hizo entornar losojos. Después se inclinó un poco yempezó a hurgar en su portafolios.Shigeo Matsuda parecía más delgado ymás joven de lo que yo le recordaba, de

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las pocas veces que le había visto enépocas pasadas.

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9

Shigeo Matsuda cerró su portafolios.Después, mirando a su alrededor, vinocaminando hacia el lado de la calledonde estábamos nosotros. Se nos quedómirando un instante pero, al noreconocernos, siguió andando.

Ogata-San le vio pasar de largo.Cuando el joven Shigeo ya estaba avarios metros de distancia, le gritó:

—¡Eh! ¡Shigeo!Shigeo Matsuda dejó de andar y se

giró. Luego vino hacia nosotros conexpresión confusa.

—¿Cómo estás, Shigeo?

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El joven aguzó la vista a través desus gafas y soltó una alegre carcajada.

—¡Hombre, Ogata-San! Esto sí quees una sorpresa. —Hizo una reverenciay tendió la mano. ¡Qué magníficasorpresa! ¿Cómo?, pero si es Etsuko-San. ¿Cómo está usted? ¡Cuánto mealegro de volver a verles!

Nos hicimos las reverencias yShigeo nos dio la mano a ambos. Acontinuación le dijo a Ogata-San:

—¿Acaso tenían intención devisitarme? ¡Qué mala suerte! Mi horadel almuerzo ya casi ha pasado. —Echóun rápido vistazo a su reloj. De todasformas, podríamos entrar en casa unosminutos.

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—De ningún modo —se apresuró adecir Ogata-San. No quisiéramosdistraerte de tu trabajo. Sólo ha sido queal pasar por esta calle, he recordado quevivías aquí, y ahora estaba enseñándoletu casa a Etsuko.

—Se lo ruego, aún me quedan unosminutos. Déjenme ofrecerles una taza deté por lo menos; aquí fuera el aire essofocante.

—De ningún modo. Tienes que ir atrabajar.

Ambos se quedaron mirándose unrato.

—¿Qué tal va todo, Shigeo? —preguntó Ogata-San. ¿Qué tal la escuela?

—Igual que siempre. Usted ya sabe

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lo que es eso. Y usted, Ogata-San…¿disfrutando de la jubilación?, espero.No tenía ni idea de que se encontrase enNagasaki. Jiro y yo ya no nos vemos tana menudo. —Después se volvió hacia míy dijo: —Siempre me digo, voy aescribirles, pero con la cabeza quetengo.

Sonreí e hice un comentario amable.Después los dos hombres volvieron amirarse.

—Tiene usted un aspectoformidable, Ogata-San —dijo ShigeoMatsuda. ¿Se encuentra a gusto enFukuoka?

—Sí, es una ciudad muy bonita. Allíes donde nací, ¿lo sabías?

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—¿De veras?Después de otra pausa, Ogata-San

dijo:—Pero no te retrases por nosotros.

Si tienes que irte ya, no hay problema.—En absoluto, aún me quedan unos

minutos. Es una lástima que no hayanpasado un poco antes. Me encantaríavolver a verle antes de que deje ustedNagasaki.

—Sí, intentaré hacerte una visita.Aunque tengo que ver a tanta gentetodavía.

—Claro, ya lo imagino.—¿Y qué tal anda tu madre?—Muy bien, gracias.Volvieron a quedarse en silencio un

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rato.—Me alegro de que todo te vaya tan

bien —dijo Ogata-San finalmente. Comote digo, pasábamos por esta calle y leestaba contando a Etsuko-San que vivíasaquí. De hecho, me estaba acordando decuando tú y Jiro erais unos crios yvenías a jugar a casa.

Shigeo Matsuda rió.—El tiempo pasa volando, ¿verdad?

—dijo.—Sí, lo mismo le estaba diciendo a

Etsuko. En realidad, estaba a punto decontarle algo curioso. Se me ha pasadopor la cabeza al ver tu casa. No es nada,una cosa curiosa.

—¿Cuál, si puede saberse?

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—Bueno, me he acordado al ver tucasa. Sabes, el otro día leí algo. Unartículo de una revista. Me parece que elnombre era «Compendios sobre nuevaeducación».

Shigeo permaneció callado unosmomentos, después cambió de postura ydejó su portafolios en el suelo.

—Ya veo —dijo.—Lo que leí me sorprendió bastante.

En realidad, me quedé bastanteasombrado.

—Sí, ya lo imagino.—No podía creerlo, Shigeo. De

verdad que resultaba increíble.Shigeo Matsuda respiró hondo y

miró al suelo. Asintió con la cabeza,

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pero no pronunció palabra.—Hace ya varios días que quería

comentártelo —prosiguió Ogata-San.Pero, claro, se me ha ido pasando. Dimela verdad, Shigeo, ¿realmente crees entodo lo que escribiste? Cuéntame, ¿quéte llevó a escribir cosas semejantes?Explícamelo, Shigeo, y después podrévolver a Fukuoka con la mente tranquila.En estos momentos, me encuentro muyconfuso.

Con la punta del zapato, ShigeoMatsuda le daba pataditas a una piedra.Finalmente suspiró, miró a Ogata-San yse ajustó las gafas.

—Durante estos últimos años hancambiado muchas cosas —dijo.

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—Claro, sin duda han cambiado.Eso ya lo sé, pero ¿qué tipo de respuestaes ésa, Shigeo?

—Ogata-San, déjeme explicarle. —Hizo una pausa y volvió a mirar elsuelo. Se rascó la oreja uno o dossegundos. Compréndalo. Muchas cosashan cambiado y siguen cambiando. Hoyen día, ya no es como cuando… cuandousted era una personalidad influyente.Vivimos en otra época.

—Pero, Shigeo, ¿y todo eso quétiene que ver? Las cosas puedencambiar, pero ¿escribir semejanteartículo? ¿Alguna vez he hecho algo quete haya ofendido?

—Nunca. Al menos, a mí

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personalmente, no.—Eso creo yo. ¿Te acuerdas el día

en que te presenté al director de tuescuela? No hace tanto, ¿te acuerdas?¿O era también otra época?

—Ogata-San, —Shigeo Matsudahabía levantado el tono de voz y adoptóun aire de autoridad—, Ogata-San, loúnico que siento es que no haya venidousted una hora antes. Entonces podríaexplicárselo mucho mejor. Ahora no haytiempo para hablar de todo eso. Perodéjeme decirle una cosa. Sí, creía entodo lo que escribí en ese artículo y aúnsigo creyéndolo. En su época, a losniños japoneses se les enseñaban cosashorribles. Se les enseñaban mentiras

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muy peligrosas. Y lo que es peor, se lesenseñaba a no ver y a no hacerpreguntas, y por este motivo el país sevio inmerso en el peor infierno de todasu historia.

—Perdimos la guerra —replicóOgata-San—, pero no es razón para quetengamos que imitar las costumbres delenemigo. Perdimos la guerra porque nosfaltaron armas y tanques, no porquenuestro pueblo fuese cobarde o porquenuestra cultura no tuviese fundamento.Shigeo, no te haces idea de cuántotrabajamos hombres como yo y hombrescomo el Dr. Endo, al que tambiéninsultas en tu artículo. Nuestra másprofunda preocupación fue siempre este

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país, y trabajamos muy duro paraconservar y transmitir los más justosvalores.

—De eso no cabe duda. No dudo deque fuesen hombres honestos y seafanaran en su trabajo. Eso nunca lo hecuestionado ni por un instante. Lo queocurre es que enfocaron sus energías enuna dirección errónea, en una direccióndiabólica. Ustedes no eran conscientesde ello, pero me temo que ésa es laverdad. Ahora todo forma ya parte delpasado, y lo único que nos queda esestar agradecidos.

—Es increíble, Shigeo. ¿De verdadestás convencido de lo que dices?¿Quién te ha enseñado a hablar de ese

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modo?—Ogata-San, sea sincero consigo

mismo. En lo más profundo de sucorazón, sabe que estoy diciendo laverdad. Para ser justos, digamos que nose le puede culpar por las consecuenciasde actos de los que usted mismo no eraconsciente. Entonces, muy pocoshombres llegaron a intuir adonde nosconduciría todo aquello, y a esoshombres se les encarceló por decir loque pensaban. Pero ahora, ahora estánlibres y nos conducirán a un nuevoamanecer.

—¿Un nuevo amanecer? ¿Pero quétonterías estás diciendo?

—Es hora de irme. Siento no tener

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más tiempo para seguir hablando.—¿Qué ocurre, Shigeo? ¿Cómo

puedes hablar así? Es evidente que notienes idea de los esfuerzos y ladedicación que pusieron en su trabajohombres como el Dr. Endo. ¿Cómopuedes hablar de aquella época si noeras más que un niño? ¿Cómo puedessaber lo que dimos y lo queconseguimos?

—Pues ocurre que sí conozco muybien algunos aspectos de su carrera,como por ejemplo, los cinco profesoresdel Nishizaka que fueron despedidos yencarcelados en abril de 1938, si no meequivoco. Pero ahora, esos hombresestán libres y nos ayudarán a conseguir

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un nuevo amanecer. Ahora le ruego queme disculpe. —Cogió su portafolios ehizo una reverencia ante cada uno denosotros. Salude a Jiro de mi parte —añadió. Y acto seguido dio la vuelta y semarchó.

Ogata-San vio a Shigeo bajar lacuesta y desaparecer. Durante variosminutos se quedó allí plantado, sin hacercomentarios. Luego cuando se volvióhacia mí, en sus ojos tenía dibujada unasonrisa.

—¡Qué seguros están de sí estosjóvenes! —dijo. Supongo que yo eraigual. Muy seguro de mis opiniones.

—Padre —dije yo—, quizá seríamejor que fuésemos a ver a la Sra.

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Fujiwara. Ya va siendo hora de comer.—Claro, Etsuko. ¡Qué poca

consideración la mía!, hacerte estar aquíde pie, con este calor. Sí, vayamos a vera la buena mujer. Me alegrará muchovolver a verla.

Bajamos la colina y cruzamos unpuente de madera sobre un río muyestrecho. Debajo de nosotros, habíaunos niños jugando en las márgenes delrío, algunos con cañas de pescar. En unmomento determinado le dije a Ogata-San:

—Pero qué tonterías ha dicho.—¿Quién? ¿Te refieres a Shigeo

Matsuda?—¡Qué infamias! No debería usted

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hacer el menor caso, padre.Ogata-San rió, pero no hizo

comentarios.

Como siempre a esas horas, la zonade tiendas del barrio estaba atestada degente. Cuando llegamos a la casa decomidas, me alegró ver que en el patiosombreado de delante había variasmesas ocupadas. Al vernos, la Sra.Fujiwara cruzó el patio.

—¡Pero si es Ogata-San! —exclamóal reconocerle inmediatamente—, esfantástico volver a verle. ¡Ha pasadotanto tiempo!

—Es verdad, mucho tiempo. —

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Ogata-San le devolvió la reverencia a laSra. Fujiwara. Sí, mucho tiempo.

Que yo supiera, Ogata-San y la Sra.Fujiwara nunca habían sido grandesamigos, y aquel saludo tan afectuoso meimpresionó. Antes de que la Sra.Fujiwara fuera a traernos algo de comer,aún se intercambiaron lo que parecióuna serie interminable de reverencias.

Al poco rato vino con dos tazoneshumeantes y pidió disculpas por nopoder ofrecernos algo mejor. Ogata-Sanhizo una reverencia en señal deagradecimiento y empezó a comer.

—Pensé que ya se habría olvidadousted de mí, Sra. Fujiwara —apuntóOgata-San con una sonrisa. La verdad es

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que ha pasado mucho tiempo.—Me produce tanto placer volver a

verle —dijo la Sra. Fujiwara sentándoseen la orilla de mi banco. Me ha contadoEtsuko que vive usted ahora en Fukuoka.He estado allí varias veces. Es unaciudad muy agradable, ¿verdad?

—Sí, es cierto. Fukuoka es miciudad natal.

—¿Fukuoka es su ciudad natal? Perousted vivió y trabajó aquí durantemuchos años. De modo que algúnderecho tendremos aquí en Nagasakisobre usted, ¿no cree?

Ogata-San rió e inclinó la cabezahacia un lado.

—Aunque un hombre trabaje y se

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entregue a un lugar determinado, al final—se encogió de hombros y sonriópensativo—, al final lo que desea esvolver al lugar que le vio nacer.

La Sra. Fujiwara asintiócorroborando sus palabras. Despuésdijo:

—Ogata-San, me estaba acordandode cuando fue usted director del colegioal que iba Suichi. ¡Le tenía a ustedmiedo!

Ogata-San rió.—Sí, me acuerdo muy bien de su

hijo Suichi. Era un muchachito brillante.Muy brillante.

—¿Aún lo recuerda? ¿De verdad,Ogata-San?

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—Claro que sí. Suichi era muytrabajador, y muy buen chico.

—Sí, era muy buen chico.Ogata-San señaló el tazón con sus

palillos.—Esto es exquisito, de verdad —

dijo.—Bobadas. Siento no tener nada

mejor que ofrecerles.—De veras que es delicioso.—Una cosa —dijo la Sra. Fujiwara.

En aquella época había una profesoramuy buena con Suichi. ¿Pero cómo sellamaba? Suzuki, creo que ése era sunombre, la Srta. Suzuki. ¿Sabe ustedalgo de ella?

—¿La Srta. Suzuki? Ah, sí, la

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recuerdo muy bien. Pero no sabríadecirle dónde puede estar ahora.

—Era muy buena con Suichi. Yhabía otro profesor, su nombre eraKuroda. Un joven excelente.

—Kuroda… —Ogata-San asintiócon la cabeza lentamente. Ah, sí,Kuroda. Le recuerdo. Un magníficoprofesor.

—Sí, qué gran persona, ese joven.Mi marido le admiraba mucho. ¿Sabequé ha sido de él?

—Kuroda… —Ogata-San siguióasintiendo para sí mismo. Un rayo de solcruzó por su cara e iluminó lasnumerosas arrugas que rodeaban susojos. Kuroda… veamos, casualmente me

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topé con él una vez. Fue al principio dela guerra. Me imagino que marchó alfrente. Desde entonces, no he sabidonada de él. Sí, era un profesormagnífico. Hay muchas personas deaquella época de las que no he vuelto asaber nada.

Alguien llamó a la Sra. Fujiwaradesde el otro extremo del patio, y ésta seacercó rápidamente a la mesa de sucliente. Estuvo haciendo reverenciasunos instantes, retiró algunos platos dela mesa y, entrando en la cocina,desapareció.

Ogata-San, que la había observado,movió la cabeza:

—Me da mucha lástima verla así —

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dijo en voz baja. Yo no hice comentariosy seguí comiendo. Ogata-San se inclinóentonces por encima de la mesa y mepreguntó—: Etsuko, ¿cómo dices que sellamaba su hijo? Me refiero al quetodavía vive.

—Kazuo —le susurré.Asintió y volvió a concentrarse en su

plato de comida.Un rato después regresó la Sra.

Fujiwara.—Me avergüenza no tener nada

mejor que ofrecerles —dijo.—¡Pero qué tontería! —dijo Ogata-

San—, esto está buenísimo. ¿Y qué tal leva a Kazuo-San?

—Muy bien. Disfruta de buena salud

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y le gusta su trabajo.—Entonces, magnífico. Etsuko me

estaba contando que trabaja para unaempresa de automóviles.

—Sí, le va muy bien. Y lo que esmás, está pensando en volver a casarse.

—¿De verdad?—Antes decía que nunca volvería a

casarse, pero ya empieza a pensar en elfuturo. Todavía no sabe con quién, peroal menos ya ha empezado a pensar en elfuturo.

—Me parece muy razonable —dijoOgata-San. Aún es muy joven, ¿no?

—Por supuesto. Aún tiene toda lavida por delante.

—Claro que sí. Toda la vida por

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delante. Tiene que encontrarle usted unabuena chica, Sra. Fujiwara.

La mujer rió.—No crea que no lo he intentado ya.

Pero las chicas de hoy son tan distintas.Es sorprendente cómo todo ha cambiadoen tan poco tiempo.

—En eso tiene usted mucha razón.Las jóvenes de hoy son muy obstinadas.Continuamente están hablando delavadoras y de vestidos americanos. Nocrea usted que Etsuko es diferente.

—Vamos, padre, no diga tonterías.La Sra. Fujiwara volvió a reír, y

luego dijo:—Me acuerdo que la primera vez

que oí hablar de una lavadora no podía

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creerme que alguien deseara semejantetrasto. Gastarse tanto dinero teniendodos manos para trabajar. Creo queEtsuko no estará de acuerdo conmigo.

Estuve a punto de decir algo, peroOgata-San se adelantó:

—Le contaré algo que oí el otro día—dijo. Un hombre, un colega de Jiroconcretamente, me contó lo siguiente.Por lo visto, en las últimas elecciones,su esposa y él no llegaron a ponerse deacuerdo sobre a qué partido votar. Hastatuvo que pegarle, pero ella no cedió. Demodo que al final votaron a partidosdiferentes. ¿Cree usted que antiguamentehubiese ocurrido algo así? Es increíble.

La Sra. Fujiwara meneó la cabeza.

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—Las cosas han cambiado mucho —dijo, y suspiró. He sabido por Etsukoque a Jiro-San le va espléndidamente.Se sentirá usted orgulloso de él, Ogata-San.

—Sí, creo que al chico le vabastante bien. De hecho, hoy tenía querepresentar a su empresa en una reuniónmuy importante. Parece que estánpensando en ascenderle otra vez.

—¡Vaya!, es fantástico.—Hace sólo un año que le

ascendieron. Me imagino que sussuperiores le tienen en muy buenconcepto.

—Es fantástico. Se sentirá usted muyorgulloso de él.

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—Es un trabajador nato. Ya desdepequeño. Me acuerdo que cuando era unmuchacho y todos los padres iban detrásde sus hijos diciéndoles que trabajaranmás, yo tenía que decirle a Jiro quejugara más.

La Sra. Fujiwara rió y meneó lacabeza.

—Sí, Kazuo también es muytrabajador —dijo. Muchas veces sequeda repasando sus papeles hasta bienentrada la noche y tengo que decirle queno trabaje tanto, pero no me hace caso.

—No, nunca hacen caso. Y deboadmitir que yo era igual. Cuando unocree en lo que hace, no se tienen ganasde perder el tiempo. Mi mujer siempre

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me decía que descansara un poco, peroyo nunca le hacía caso.

—Sí, igual que Kazuo. Pero sivuelve a casarse, tendrá que cambiar decostumbres.

—Pues con eso no cuente —dijoOgata-San riendo. Después puso los dospalillos con todo cuidado encima deltazón.

—La comida ha sido excelente.—No diga tal cosa. Lamento de

verdad no haberles podido ofrecer algomejor. ¿Les apetece un poco más?

—Si aún sobra un poco, meencantaría repetir. ¿Sabe?, ahora mismotengo que aprovecharme cada vez que lacomida es buena.

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—No diga tal cosa —repitió la Sra.Fujiwara poniéndose en pie.

Acabábamos de regresar a casacuando Jiro volvió del trabajo, más omenos una hora antes de lo habitual. Alparecer, ya había olvidado el ataque deira de la noche anterior, y antes de tomarel baño saludó alegremente a su padre.Volvió a aparecer un poco más tarde, enkimono y tarareando una canción. Sesentó en un cojín y empezó a secarse elpelo con una toalla.

—Bueno, ¿qué tal ha ido todo? —preguntó Ogata-San.

—¿El qué? ¡Ah!, te refieres a la

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reunión. No ha estado mal. No, nadamal.

Estaba a punto de meterme en lacocina, pero me detuve en el umbral yesperé a oír lo que Jiro tenía que contar.Su padre también se quedó mirándole,pero Jiro siguió secándose el pelo conla toalla un rato más, sin mirarnos.

—De hecho —dijo por fin—, creoque he estado bastante bien. Heconvencido a los demás representantespara que firmen un acuerdo. No esexactamente un contrato, pero a todoslos efectos resulta lo mismo. Mi jefe seha quedado un tanto sorprendido. Nosuelen comprometerse de ese modo. Medijo que me tomara el resto del día

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libre.—Pero qué buenas noticias —dijo

Ogata-San, y después rió. Me miróprimero a mí y después a su hijo. Sí, sonmuy buenas noticias.

—Enhorabuena —dije sonriendo ami marido—, ¡cuánto me alegro!

Jiro levantó la mirada como siacabara de darse cuenta de mipresencia.

—¿Pero qué estás haciendo ahíparada? —preguntó. No me importaríatomar un poco de té, ¿sabes? —Dejó aun lado la toalla y empezó a peinarse.

Aquella noche, para celebrar eléxito de Jiro, preparé una comida máselaborada que de costumbre. Ogata-San

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no hizo ningún comentario sobre suencuentro aquel día con Shigeo Matsuda,ni durante la cena, ni tampoco durante elresto de la velada. Sin embargo, nadamás empezar a comer, dijo de repente:

—Bueno Jiro, mañana me voy.Jiro levantó la mirada.—¿Que ya se va? Es una lástima.

Bueno, espero que haya disfrutado ustedaquí.

—Sí, he descansado mucho. Laverdad es que he estado con vosotrosmás tiempo del que pensaba.

—Usted es siempre bien recibido,padre —dijo Jiro. Le aseguro que notiene por qué apresurarse.

—Gracias, pero tengo que regresar

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ya a casa. Tengo algunas cosas de lasque ocuparme.

—Cuando lo crea oportuno, le ruegoque nos visite de nuevo.

—Padre —dije—, tendrá que venircuando nazca el niño.

Ogata-San sonrió.—Siendo así, quizá para Año Nuevo

—dijo. Hasta entonces no te molestaré,Etsuko. En tus brazos ya tendrás bastantetrabajo, eso sin contar con el que yo tedé.

—Es una lástima que me hayacogido ahora que estoy tan ocupado —dijo mi marido. Quizá la próxima vez noesté tan atareado y tengamos más tiempopara hablar.

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—No te preocupes, Jiro. Nada me hagustado tanto como ver cuánto teentregas al trabajo.

—Ahora que ya ha pasado esteasunto del convenio —dijo Jiro—,tendré más tiempo. Es una lástima quetenga que volverse ya a casa. Estabapensando incluso en tomarme un par dedías libres. En fin, qué se le va a hacer.

—Padre —dije interrumpiendo—, siJiro coge unos días libres, ¿no podríaquedarse usted otra semana?

Mi marido dejó de comer, pero nolevantó la mirada.

—Sí, es muy tentador —dijo Ogata-San—, pero de verdad creo que ya eshora de regresar a casa.

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Jiro siguió comiendo.—Es una lástima —dijo.—Sí, tengo que arreglar la terraza

antes de que vengan Kikuko y su marido.Lo más seguro es que quieran visitarmeeste otoño.

Jiro no dijo nada y durante un ratolos tres comimos en silencio. Después,Ogata-San dijo:

—Además, no puedo pasarme el díaaquí sentado pensando en el ajedrez. —Rió de un modo un tanto extraño.

Jiro asintió con la cabeza, pero nohizo ningún comentario. Ogata-Sanvolvió a reír y después seguimoscomiendo en silencio durante un rato.

—Padre, ¿sigue bebiendo usted

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sake? —preguntó Jiro.—¿Sake? Tomo un poco de vez en

cuando. Pero no muy a menudo.—Pues ya que hoy es su última

noche con nosotros, podríamos tomar unpoco de sake.

Ogata-San se quedó unos momentospensativo. Luego dijo sonriendo:

—No hay que organizar nadaespecial para un anciano como yo, perobeberé contigo por tu excelente futuro.

Jiro me hizo un gesto afirmativo. Fuial armario y saqué una botella y doscopas.

—Siempre he pensado que llegaríaslejos —dijo Ogata-San. Siempre hasdemostrado buenas aptitudes.

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—Lo ocurrido hoy no quiere decirque tenga el ascenso asegurado —dijomi marido. Sin embargo, creo que misesfuerzos de hoy serán muy positivos.

—En efecto —dijo Ogata-San. Nome cabe la menor duda de que lo serán.

Los dos me observaron en silenciomientras servía el sake. Después Ogata-San dejó los palillos y levantó su copa.

—Por tu futuro, Jiro —dijo.Mi marido, que aún tenía algo de

comida en la boca, también levantó sucopa.

—Y por el suyo, padre —dijo.

Ya sé que no se puede confiar del

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todo en los recuerdos. A menudo lascircunstancias en que los rememoramoslos tiñen de matices diferentes, y no hayduda de que esto afecta también aalgunos de los hechos evocados aquí.Por ejemplo, me resulta tentadorconvencerme a mí misma de que lo queaquella tarde experimenté fue unapremonición, que la desagradable visiónque aquel día pasó por mi mente fuealgo muy distinto, algo mucho más vivoe intenso, que esa infinidad de imágenesque cruzan sin rumbo nuestraimaginación en las interminables horasmuertas del día.

En cualquier caso, quizá no fueraalgo tan especial. La tragedia de la niña

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que fue descubierta ahorcada de unárbol, aún más que la de los primerosniños asesinados, provocó una granconmoción en el vecindario, por lo queaquel verano no debí ser la única enverse afectada por estas visiones.

Fue a últimas horas de la tarde, unoo dos días después de nuestra excursióna Inasa. Me encontraba en casa ocupadaen algunos quehaceres sin importancia,cuando sin saber por qué, eché unvistazo por la ventana. El descampadodebía de haberse endurecido bastantedesde la primera vez que me habíafijado en el gran coche americano, yaque aquel día lo vi desplazarse por losaltibajos del terreno sin excesivas

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dificultades. Se fue acercando cada vezmás, hasta subir a la superficie decemento que había debajo de miventana. Los reflejos del parabrisas meimpedían ver con claridad, pero tuve laimpresión de que el conductor no ibasolo. El coche dio la vuelta al edificio ydesapareció de mi vista.

Tuvo que ser entonces cuandosucedió, justo en el momento en que mequedé observando el caserón con lamente un tanto confusa. Sin motivoaparente, me asaltó aquella imagenescalofriante, y con una sensación deinquietud me aparté de la ventana. Volvía mis quehaceres domésticos intentandoalejar de mi mente aquella imagen, pero

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no me vi libre de ella hasta pasado unbuen rato, tras el cual pude considerar lareaparición del gran coche blanco.

Una hora después, más o menos, viuna silueta que cruzaba el descampadoen dirección al caserón. Me hice sombracon la mano para ver mejor. Se tratabade una mujer de silueta delgada quecaminaba a ritmo lento y pausado. Lapersona se quedó fuera del caserón unosinstantes y, acto seguido, desapareciótras el tejado inclinado. Seguíobservando, pero la mujer noreapareció. Era evidente que habíaentrado en el caserón.

Permanecí un rato en la ventana sinsaber qué hacer. Finalmente me calcé

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unas sandalias y salí fuera. Era la horadel día en que más aprieta el calor y,aunque sólo me separaban del caserónunos cuantos metros de tierra seca, elcamino me pareció una eternidad. Lacaminata me produjo tal cansancio queal llegar casi no recordaba por quéestaba allí. Por eso, al oír voces quevenían de dentro, reaccionéinmediatamente. Una de las voces era lade Mariko, la otra no la reconocí. Meacerqué un poco más a la entrada perono pude descifrar lo que decían.Permanecí así un rato, sin saberexactamente qué hacer. Entreabrí lapuerta y pregunté quién había dentro.Dejé de oír las voces. Esperé otro

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instante y a continuación entré.

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10

Después de la luminosidad de fuera,el interior del caserón parecía frío yoscuro. La luz del sol penetrababruscamente por estrechas rendijas eiluminaba el tatami haciendo pequeñoslunares. El olor a madera húmeda eratan intenso como de costumbre.

Mis ojos tardaron uno o dossegundos en acostumbrarse a aquellaoscuridad. Había una anciana sentada enel tatami y Mariko estaba frente a ella.Al volverse a mirarme, la ancianamovió la cabeza con cuidado, comotemiendo romperse el cuello. Su rostro

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estaba demacrado y tenía una palidezcaliza que en un primer momento meacobardó. Parecía de unos setenta añosaunque la fragilidad de su cuello y sushombros podía deberse tanto a una saluddelicada como a la edad. Su kimono erade un color oscuro y apagado, de los quese lleva cuando se está de luto. Teníabolsas en los ojos, y me observaba sinmanifestar ninguna emoción.

—Buenos días —dijo al final.Hice una ligera reverencia y devolví

el saludo. Durante unos instantes nosobservamos con cierto recelo.

—¿Es usted una vecina? —preguntóla anciana. Pronunciaba sus palabraslentamente.

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—Sí —dije yo. Una amiga.Siguió mirándome un rato, después

me preguntó:—¿Tiene idea de dónde puede haber

ido la persona que vive aquí? Ha dejadosola a la niña.

Mariko había cambiado de posicióny ahora se encontraba al lado de lamujer desconocida. En el momento enque la anciana me hizo esta pregunta, laniña me observó atentamente.

—No, no tengo la menor idea —dije.

—¡Qué extraño! —dijo la mujer—,al parecer la niña tampoco lo sabe. Mepregunto dónde estará. No puedoquedarme mucho tiempo.

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Las dos volvimos a mirarnos duranteunos instantes.

—¿Viene usted de lejos? —pregunté.—Sí, de bastante lejos. Discúlpeme

usted por este aspecto, pero vengo deasistir a un funeral.

—Ya veo —volví a hacer unareverencia.

—Algo muy lastimoso —dijo laanciana, asintiendo lentamente con lacabeza para sí misma. Se trataba de unantiguo colega de mi padre. Mi padreestá demasiado enfermo para salir decasa. Me ha enviado a dar el pésame desu parte. Fue algo muy lastimoso. —Echó un vistazo a su alrededor, por todoel caserón, moviendo la cabeza con el

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mismo cuidado de antes. ¿No tiene ustedidea de dónde está la mujer que viveaquí?

—No, me temo que no.—No puedo esperar mucho tiempo.

Mi padre empezará a impacientarse.—¿Quiere dejarle algún recado? —

pregunté.La anciana no respondió, y al cabo

de un rato dijo:—Quizá podría decirle que he

venido y preguntado por ella. Soypariente suya. Mi nombre es YasukoKawada.

—¿Yasuko-San? —Me esforcé pordisimular mi sorpresa. ¿Es ustedYasuko-San, la prima de Sachiko?

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La anciana hizo una reverencia y alhacerlo sus hombros temblaronligeramente.

—Si fuera usted tan amable dedecirle que he estado aquí y preguntadopor ella. ¿No tiene usted idea de dóndepueda estar?

Volví a decirle que no, y la ancianaempezó a asentir de nuevo con la cabezapara sí misma.

—Nagasaki ha cambiado mucho —dijo. Esta tarde apenas he podidoreconocer la ciudad.

—Sí —dije—, es verdad que hahabido muchos cambios. Pero ¿no viveusted en Nagasaki?

—Hemos vivido en Nagasaki

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durante muchos años. Como usted dice,ha cambiado mucho. Han levantadonuevos edificios y hasta hay callesnuevas. La última vez que fui a laciudad, fue en primavera, e inclusodesde entonces han levantado nuevosedificios. Estoy seguro de que enprimavera aún no estaban. Creo quetambién en aquella ocasión tuve queasistir a un funeral. Se trataba delentierro de Yamashita-San. Un entierro,en primavera, aún produce mayortristeza. ¿Dice que es usted una vecina?En ese caso, estoy muy contenta dehaberla conocido. —En su temblorosorostro vislumbré una sonrisa. Sus ojosse hicieron aún más pequeños y su boca

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se curvó hacia abajo en lugar de haciaarriba. Yo me sentía incómoda de pie enla entrada, pero no me atreví a subir altatami.

—Encantada de conocerla —dije.Sachiko habla a menudo de usted.

—¿Habla de mí? —La mujer sequedó pensativa unos instantes.Esperábamos que viniese a vivir connosotros. Con mi padre y conmigo.Quizá se lo haya dicho ya.

—Sí, así es.—La esperábamos desde hace tres

semanas, pero no ha venido todavía.—¿Hace tres semanas? Seguramente

ha habido algún malentendido. Sé quequiere mudarse de un momento a otro.

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Los ojos de la anciana volvieron arecorrer el caserón.

—Es una lástima que no esté aquíahora —dijo. Pero si es usted vecinasuya, me alegro mucho de haberlaconocido. —Volvió a hacerme unareverencia y siguió mirándomefijamente.

—Quizá podría usted decirle algo demi parte —dijo.

—Claro, ¡cómo no!La mujer se quedó callada durante

un rato. Finalmente dijo:—Tuvimos una pequeña discusión,

Sachiko y yo. Quizá se lo haya contado.No fue más que un malentendido, eso fuetodo. Pero me sorprendió mucho ver que

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al día siguiente ya había recogido suscosas y se había ido. Sí, me sorprendiómucho. Mi intención no había sidoofenderla. Mi padre dice que yo soy laculpable. —Dejó de hablar por unosinstantes. No tuve intención de ofenderla—repitió.

Hasta entonces no se me habíaocurrido que el tío de Sachiko y suprima podían ignorar lo del amigoamericano. Al no saber qué decir, volvía hacer una reverencia.

—Confieso que la he echado demenos desde que se fue —prosiguió laanciana. También he echado de menos aMariko-San. Me gustaba mucho lacompañía de las dos y fue una locura

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por mi parte perder los estribos y decirlo que dije. —Volvió a hacer una pausa,giró su rostro hacia Mariko y después denuevo hacia mí. Mi padre, a su manera,también las echa de menos. Puede oír,¿sabe?, y puede oír lo silenciosa queestá la casa. La otra mañana le encontrédespierto y dijo que le recordaba unatumba. Igual que una tumba, dijo. A mipadre le haría mucho bien que volvieranlas dos. Quizá Sachiko lo haga por él.

—Puede usted estar segura de que leharé saber a Sachiko cuáles son sussentimientos —dije.

—Y también por ella misma —dijola anciana. Después de todo, no esbueno que una mujer esté sin un hombre

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que la guíe. Una situación como en laque ahora se encuentra sólo puedeperjudicarle. Mi padre está enfermo,pero su vida no corre peligro. Deberíaregresar ya, ahora, aunque no fuera másque por su propio bienestar. —Laanciana empezó a desatar un fardo quetenía al lado. Había traído esto —dijo.Son sólo unas chaquetas de punto que hetejido yo misma. Pero la lana es muybuena. Quería habérselas regalado a suvuelta, pero me las he traído hoy.Primero hice una para Mariko, despuéspensé que podía hacer otra para sumadre. —Sostuvo en alto una chaqueta yluego miró a la niña. Al sonreír, su bocavolvió a curvarse hacia abajo.

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—Son magníficas —dije. Le habrállevado a usted mucho tiempo.

—La lana es muy buena —repitió lamujer. Volvió a hacer el fardo con lasrebecas dentro y lo anudó con cuidado.

—Ahora debo irme. Mi padre estarápreocupado.

Se puso en pie y bajó del tatami. Leayudé a ponerse sus sandalias demadera. Mariko se había acercado hastala orilla del tatami y la anciana le pasósuavemente la mano por la cabeza.

—Ya sabes, Mariko —dijo—,acuérdate de decirle a tu madre lo que tehe dicho. Y no te preocupes por losgatitos. En casa hay muchísimo espaciopara todos ellos.

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—Iremos pronto —dijo Mariko. Selo diré a madre.

La mujer volvió a sonreír. Despuésse volvió hacia mí e hizo unareverencia.

—Me alegro de haberla conocido.Ya no puedo quedarme más tiempo. Mipadre ¿sabe usted?, no se encuentrabien.

—Ah, eres tú, Etsuko —me dijoSachiko cuando volví aquella noche alcaserón. Después rió y agregó—: ¿A quéviene esa cara de sorpresa? ¿Acasopensabas que iba a quedarme aquí todami vida?

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Desparramadas por el tatami habíaprendas de vestir, sábanas y muchosotros artículos. Hice un comentarioprudente y me senté donde no molestara.A mi lado, en el suelo, vi dos preciososkimonos que nunca le había visto aSachiko. Y también vi, en medio delsuelo, y empaquetado en una caja decartón, el delicado juego de té deporcelana blanca.

Sachiko había corrido las mamparascentrales para que entrara en el caserónla poca luz que quedaba. Sin embargo,en la habitación reinaba ya la oscuridady los últimos rayos del atardecer quevenían de la terraza apenas llegaban alrincón desde donde Mariko observaba a

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su madre. Cerca de ella, dos gatitos sepeleaban jugando. La niña tenía untercer gatito en sus brazos.

—Supongo que Mariko ya te lohabrá dicho —le dije a Sachiko. Hastenido una visita. Tu prima ha estadoaquí.

—Sí, ya me lo ha dicho. —Sachikosiguió llenando el baúl.

—¿Os vais por la mañana?—Sí —dijo de modo algo

impaciente. Después suspiró y levantósu mirada hacia mí. Sí, Etsuko, nosvamos por la mañana. —Dobló algo enuna de las esquinas del baúl.

—Tienes mucho equipaje —le dijeal final. ¿Cómo vas a transportarlo todo?

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Pasó un rato y Sachiko no merespondió. Después, mientras aún seguíaguardando cosas, me dijo:

—Lo sabes muy bien, Etsuko. Lopondremos todo en el coche.

Me quedé en silencio. Sachikorespiró hondo y echó un vistazo al otroextremo de la habitación, donde yo meencontraba.

—Sí, Etsuko, dejamos Nagasaki. Teaseguro que tenía intención dedespedirme una vez hubiese terminadode recogerlo todo. No me habría ido sindarte las gracias por lo amable que hassido. A propósito, en cuanto alpréstamo, te será devuelto por correo.Te ruego que no te preocupes por eso.

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—Empezó a guardar cosas de nuevo.—¿Y adónde vais? —pregunté.—A Kobe. Ya está todo decidido,

por fin.—¿A Kobe?—Sí, Etsuko, a Kobe. Y después, a

América. Frank ya lo ha arreglado todo.¿No te alegras por mí? —Sonrió deprisay se dio otra vez la vuelta.

Yo seguí observándola. Marikotambién la observaba. El gatito que teníaen sus brazos se esforzaba por reunirsecon los que estaban en el tatami, pero laniña lo agarraba con fuerza. A su lado,en el rincón de la habitación, vi la cajade verduras ganada en el puesto delkujibiki. Por lo visto, Mariko había

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hecho con la caja una casita para losgatos.

—A propósito, Etsuko, en aquellapila de allí —Sachiko señaló con eldedo—, no tengo más remedio que dejaraquí todo eso. No pensaba que hubieratantas cosas. Algunas son de buenacalidad. Si lo deseas, puedesquedártelas. No quiero que te lo tomes amal, claro. Sólo lo digo porque haycosas de buena calidad.

—Pero ¿y tu tío? —dije—, ¿y tuprima?

—¿Mi tío? —Se encogió dehombros. Ha sido muy amable de suparte invitarme a su casa. Pero enrealidad ya he hecho otros planes.

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Etsuko, no te imaginas lo tranquila quevoy a quedarme cuando abandone estesitio. Confío en que ésta sea la últimavez que veo tanta miseria. —Despuésvolvió a mirarme y rió. Sé exactamentelo que estás pensando, pero te aseguroque estás muy equivocada. Esta vez nova a dejarme plantada. Mañana aprimera hora vendrá con el coche. ¿Note alegras por mí? —Sachiko se quedómirando el equipaje desparramado portodo el suelo y suspiró. A continuación,pasando por encima de una pila de ropa,se arrodilló ante la caja que contenía eljuego de té y empezó a llenarla conmadejas de lana.

—¿Lo has pensado ya? —dijo

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Mariko de pronto.—No es momento para hablar de

eso, Mariko —dijo su madre. Ahoraestoy muy ocupada.

—Pero me dijiste que podíaquedármelos. ¿No te acuerdas?

Sachiko sacudió ligeramente la cajade cartón. La porcelana seguía haciendoruido. Miró a su alrededor, encontró unaprenda de ropa y empezó a hacerlajirones.

—Me dijiste que podía quedármelos—repitió Mariko.

—Por favor, Mariko, piensa por unmomento en la situación. ¿Cómo quieresque arrastremos todas esas criaturas?

—Pero me dijiste que podía

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quedármelos.Sachiko suspiró, y durante un rato

pareció pensativa. Dirigió su mirada aljuego de té, con los jirones de ropa enlas manos.

—Mamá, me lo dijiste —insistióMariko. ¿No te acuerdas? Dijiste que sí.

Sachiko levantó la mirada primerohacia su hija y después en dirección alos gatitos.

—Las cosas han cambiado —dijo alfin, cansada. Su cara adoptó de prontouna expresión de cólera y tiró losjirones de ropa al suelo. ¡Mariko!, ¿perocómo puedes estar continuamentepensando en esas criaturas? ¿Cómoquieres que nos las llevemos? No hay

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más que hablar, tendremos que dejarlasaquí.

—Pero dijiste que podríaquedármelos.

Sachiko lanzó una mirada feroz a suhija.

—¿Es que no puedes pensar en otracosa? —dijo bajando el tono de voz,casi en un susurro. ¿No eres yamayorcita para darte cuenta de que hayotras muchas cosas aparte de estossucios animalitos? Aún tendrás quecrecer un poco. Estos vínculossentimentales no pueden durarte toda lavida. ¿No ves que no son más que… másque animales? ¿Pero es que no locomprendes, niña? ¿No lo comprendes?

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Mariko le devolvió la mirada a sumadre.

—Mariko, si quieres —intervine—,puedo venir a darles de comer de vez encuando. Acabarán por encontrar unhogar. No tienes que preocuparte.

La niña se volvió hacia mí.—Madre dijo que podría quedarme

con los gatitos.—¡Quieres no ser tan infantil! —dijo

Sachiko de modo rotundo. Te estásponiendo pesada, y como siempre, lohaces a propósito. ¿Qué más dan esassucias criaturas? —Se puso en pie y seencaminó hacia el rincón de Mariko. Losgatitos, que estaban en el tatami, seescurrieron hacia atrás. Sachiko se

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quedó mirándolos y respiró hondo. Contoda tranquilidad, le dio la vuelta a lacaja de verduras, de modo que la rejillaquedara boca arriba. Se agachó y fueechando los gatitos uno a uno dentro dela caja. Acto seguido se volvió hacia suhija. Mariko seguía aferrada al últimogatito.

—¡Dámelo! —dijo Sachiko.Mariko seguía sujetando el gatito.

Sachiko dio un paso hacia delante yextendió la mano. La niña se dio lavuelta y se me quedó mirando.

—Éste es Atsu —dijo. ¿Quieresverlo, Etsuko-San? Se llama Atsu.

—¡Dame ese gato, Mariko! —dijoSachiko. ¿No te das cuenta de que no es

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más que un animal? ¿Es que no puedesentenderlo, Mariko? ¿De verdad eres tanniña? No es ningún hijo tuyo, es sólo unanimal, igual que una rata o unaserpiente. ¡Vamos, dámelo!

Mariko miró fijamente a su madre.Lentamente fue bajando la mano y dejócaer el gatito sobre el tatami, justodelante de ella. El gatito se resistiócuando Sachiko lo levantó del suelo. Loechó dentro de la caja de verduras ycerró la rejilla.

—Tú quédate aquí —le dijo a suhija. Y cogió la caja entre sus brazos. Alpasar por delante de mí, dijo—:Habráse visto mayor estupidez. No sonmás que animales, ¿qué más da?

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Mariko se puso de pie dispuesta, alparecer, a seguir a su madre. Al llegar ala entrada, Sachiko se volvió y dijo:

—Ya sabes lo que te he dicho. Túquédate aquí.

Durante un rato Mariko se quedóinmóvil al borde del tatami, con lamirada clavada en la puerta, por dondehabía desaparecido su madre.

—Espera aquí a tu madre, Mariko-San —le dije.

La niña se dio la vuelta y me miró.Un instante después se había ido.

Estuve un par de minutos inmóvil. Alfinal me puse de pie y me calcé lassandalias. Desde la entrada alcanzaba aver a Sachiko junto al riachuelo, con la

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caja de verduras al lado de sus pies.Pareció no darse cuenta de que su hijaestaba a unos cuantos metros detrás deella, justo a la altura en que el terrenobajaba bruscamente en pendiente. Salídel caserón y me encaminé hacia dondeestaba Mariko.

—Mariko-San, volvamos a casa —le dije amablemente. Sus ojos seguíanclavados en su madre y su rostro carecíade expresión. Frente a nosotras, Sachikose arrodilló con cuidado junto al bordedel agua y acercó la caja un poco más.

—Volvamos a casa, Mariko —repetí, pero la niña seguía ignorándome.La dejé allí plantada y bajé la cuestaembarrada hasta donde Sachiko estaba

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de rodillas. En la otra orilla, los últimosrayos de sol atravesaban los árboles, ylas cañas que crecían al borde del aguaproyectaban largas sombras sobre elfango de alrededor. Sachiko habíaencontrado un poco de hierba dondearrodillarse, aunque también estaballeno de barro.

—¿No podríamos soltarlos? —ledije tranquilamente. Nunca se sabe,igual hay alguien que los quiere.

Sachiko contemplaba el interior dela caja a través de la rejilla. La abrió,sacó uno de los gatitos, y volvió acerrarla. Lo sostuvo con ambas manos,lo observó un rato y después me lanzóuna mirada.

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—No es más que un animal, Etsuko—dijo. No es más que eso.

Sumergió al gatito en el agua y lodejó así. Siguió en esa postura duranteunos instantes, con la mirada clavada enla corriente y las dos manos bajo lasuperficie del agua. Llevaba puesto unsimple kimono de verano, y las puntasde cada manga tocaban el agua.

En ese momento, por primera vez,sin apartar las manos del agua, Sachikovolvió la cabeza para mirar a su hija.Casi por instinto, seguí su mirada y porun breve instante nos encontramos lasdos con los ojos puestos en Mariko. Laniña estaba arriba, al borde de lapendiente, observándolo todo con la

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misma falta de expresión de antes. Alver que su madre había vuelto la carahacia ella, movió ligeramente la cabeza.Después se quedó quieta, con las manosdetrás de la espalda.

Sachiko sacó las manos del agua.Seguía sujetando al gatito y se quedómirándolo fijamente. Se lo acercó a lacara y el agua le resbaló por los brazosy las muñecas.

—Aún vive —dijo con voz cansada.Después se volvió hacia mí y dijo:

—Etsuko, mira qué sucia está elagua. —Con cara de asco dejó caer elgatito empapado dentro de la caja y lacerró. Hay que ver cómo se resistenestos bichos —dijo entre dientes y

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levantando las muñecas para enseñarmelos arañazos. No sé cómo, pero el pelode Sachiko también estaba mojado. Deuna mecha que le colgaba a un lado de lacara cayó una gota, después otra.

Sachiko cambió de posición yempujó la caja hasta la orilla. La cajarodó y fue a caer al agua. Para que noflotara, Sachiko se inclinó hacia delantey la hundió. El agua llegaba hasta casi lamitad de la rejilla. Siguió hundiendo lacaja y al final la empujó con sus dosmanos. La caja siguió flotandoadentrándose en el río, se tambaleó y sehundió aún más. Sachiko se puso de pie,y las dos nos quedamos mirando la caja.Siguió flotando, después se metió en la

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corriente y empezó a moverse a mayorvelocidad, río abajo.

Me pareció ver que algo se movía yme di la vuelta. Mariko había salidocorriendo por la orilla del río hasta unsaliente de tierra que se adentraba en elagua. Se quedó allí plantada viendoflotar la caja, con la misma carainexpresiva de antes. La caja seenganchó en unas cañas, luego sedesprendió y prosiguió su recorrido.Mariko salió otra vez corriendo. Siguióalejándose a lo largo de la orilla yvolvió a detenerse a mirar la caja, peroen ese momento ya sólo podía verse unaesquina de la caja que sobresalía delagua.

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—¡Qué sucia está el agua! —dijoSachiko. Había estado sacudiéndose elagua de las manos. Se escurrió las dosmangas del kimono y se limpió el barrode las rodillas.

—Etsuko, volvamos dentro. Losinsectos se están poniendoinsoportables.

—¿No deberíamos ir a buscar aMariko? Pronto oscurecerá.

Sachiko se volvió y llamó a su hija.Mariko se había alejado de nosotrasunos cincuenta metros y seguía mirandoel agua. Al parecer la niña no oyó naday Sachiko se encogió de hombros.

—Regresará a tiempo —dijo. Ahoratengo que terminar de guardarlo todo

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antes de que oscurezca completamente.Y empezó a subir por la pendiente, endirección al caserón.

Sachiko encendió el farol y lo colgóde un travesaño de madera no muy alto.

—No te preocupes, Etsuko —dijo—, no tardará en volver. Fue sorteandolos múltiples objetos que habíaesparcidos por el tatami y volvió asentarse, igual que antes, frente a lasmamparas abiertas. Detrás de ella, elcielo había perdido color y estabapálido. Siguió haciendo el equipaje. Yome senté en el otro extremo de lahabitación, a observarla.

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—¿Qué piensas hacer ahora? —lepregunté. ¿Qué vas a hacer una vezhayáis llegado a Kobe?

—Ya está todo arreglado, Etsuko —dijo sin mirarme. —No hay por quépreocuparse, Frank ya lo tiene todoplaneado.

—Pero ¿por qué Kobe?—Tiene amigos allí, en la base

americana. Le han confiado un puesto enun buque de carga, y estará en Américadentro de muy poco. Después nosenviará la cantidad de dinero necesariapara que podamos ir a reunirnos con él.Ya lo tiene todo arreglado.

—¿Quieres decir que se va de Japónsin vosotras?

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Sachiko rió.—Hay que ser paciente, Etsuko. Una

vez que llegue a América, podrá trabajary enviarnos dinero. Es con mucho lasolución más razonable. Después detodo, le resultará más fácil hallar trabajouna vez se encuentre en América. No meimporta esperar un poco.

—Ya veo.—Lo tiene todo previsto, Etsuko. Ha

encontrado alojamiento para nosotras enKobe y ya se ha ocupado de quepodamos coger un barco casi a mitad deprecio. —Dio un suspiro. No te hacesidea lo que me alegra dejar por fin estesitio.

Sachiko siguió haciendo el equipaje.

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Tenía un lado de la cara iluminado porla tenue luz de fuera, pero sus manos ylas mangas recibían el brillo del farol.El efecto resultaba extraño.

—¿Crees que tendrás que esperar enKobe mucho tiempo? —pregunté.

Se encogió de hombros.—Estoy dispuesta a ser paciente,

Etsuko. Hay que ser paciente.Con la oscuridad, no pude distinguir

qué era lo que Sachiko estabaenvolviendo. Al parecer, le estabacostando mucho, ya que lo abrió yvolvió a envolverlo varias veces.

—En cualquier caso, Etsuko —prosiguió—, ¿por qué se habría metidoen todos estos líos si no fuera sincero?

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¿Por qué se habría metido en todos estoslíos a causa mía? Etsuko, a vecespareces muy escéptica. Deberíasalegrarte por mí. Por fin va saliendotodo bien.

—Claro que me alegro por ti.—Y la verdad es que sería muy

injusto si empezara a dudar ahora de él,después de haberse metido en todosestos líos. Sería muy injusto.

—Sí.—En América, Mariko será más

feliz. Para la educación de una niña esun país mucho mejor. Allí podrá darle asu vida la orientación que desee. Podráconvertirse en una mujer de negocios, oestudiar pintura en una universidad y

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hacerse artista. En América todo eso esmucho más fácil, Etsuko. El Japón no esun buen sitio para una mujer. Aquí, ¿aqué puede aspirar?

No di ninguna respuesta. Sachiko memiró y rió un poco.

—Intenta sonreír, Etsuko —dijo. Alfinal todo saldrá bien.

—Sí, estoy segura de que saldrábien.

—Claro que saldrá bien.—Sí.Sachiko siguió con su equipaje

durante un rato. Después sus manos sequedaron quietas y su mirada cruzó lahabitación en dirección a mí. Su caraaún seguía presentando esa extraña

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mezcla de luces.—Me imagino que pensarás que

estoy loca —dijo muy tranquila. ¿Verdadque sí, Etsuko?

Un tanto sorprendida, le devolví lamirada.

—Ya sé que igual nunca llegamos aver América —dijo. E incluso si vamos,sé lo difícil que puede resultar todo.¿Crees que nunca lo he pensado?

No dije nada y seguimosmirándonos.

—¿Pero qué más da? —dijo Sachiko—, ¿dónde está la diferencia? ¿Por quéno habría de ir a Kobe? Después detodo, Etsuko, no tengo nada que perder.En casa de mi tío no tengo nada que

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hacer. Allí no hay más que habitacionesvacías, eso es todo. Me podría encerraren una de ellas y envejecer. Aparte deeso, no hay nada. Sólo habitacionesvacías, eso es todo. Tú ya lo sabes,Etsuko.

—Pero ¿y Mariko? —dije—, ¿quéva a pasar con ella?

—¿Mariko? Sabrá arreglárselas. Nole queda más remedio. —Sachiko siguiómirándome a través de la oscuridad, conun lado de su cara en sombras. Actoseguido dijo:

—¿Acaso crees que me considerouna buena madre para ella?

Me quedé callada. Sachiko rió depronto.

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—¿Pero qué forma de hablar esésta? —dijo. Y sus manos volvieron aocuparse del equipaje. Todo saldrá bien,te lo aseguro. Te escribiré cuando lleguea América. Y hasta es posible quevengas un día a visitarnos, Etsuko.Podrías traer a tu hijo.

—Sí, por supuesto.—Quizá para entonces ya tengas

varios hijos.—Sí —dije riendo, algo violenta.

Nunca se sabe.Sachiko dio un suspiro y levantó las

dos manos en el aire.—Tengo aún tantas cosas que

guardar —murmuró. Tendré que dejaraquí algunas.

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Me quedé observándola un rato.—Si quieres —dije al final— puedo

ir a buscar a Mariko. Ya se estáhaciendo muy tarde.

—Son ganas de cansarte, Etsuko. Yoterminaré de guardarlo todo y si todavíano ha regresado, iremos juntas abuscarla.

—No importa. Veré si puedoencontrarla. Ya casi es de noche.

Sachiko me miró y se encogió dehombros.

—Sería mejor que te llevases elfarol —dijo. Por la orilla, el terreno esmuy resbaladizo.

Me levanté y descolgué el farol deltravesaño. Conforme me dirigía a la

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puerta, las sombras se movían de unlado a otro del caserón. Antes de salir,me volví a mirar a Sachiko, pero sóloalcancé a ver su silueta frente a lasmamparas abiertas, y el cielo tras ella,quedaba ya casi oculto por la oscuridadde la noche.

Mientras costeaba el río, losinsectos fueron siguiendo el farol. Aveces se quedaba alguno atrapado, yentonces tenía que pararme y sostenerrecto el farol hasta que el insectoencontraba la salida.

Al cabo de un rato, me encontréfrente al puente de madera en la orilla.

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Al cruzarlo, me detuve un instante acontemplar el atardecer. Que ahorarecuerde, en aquel puente tuve unaextraña sensación de tranquilidad. Mequedé allí plantada unos minutos,apoyada en la barandilla, y escuchandoel ruido del agua que transcurría a mispies. Cuando al final me di la vuelta, vique el farol proyectaba mi propiasombra sobre los maderos del puente.

—¿Qué haces ahí? —pregunté, yaque Mariko estaba ante mí, acurrucadabajo la otra barandilla. Me acerqué aella hasta que pude verla mejor con elfarol. Se estaba mirando las palmas delas manos y no dijo nada.

—¿Qué te ocurre? —dije. ¿Qué

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haces ahí sentada de ese modo?Los insectos se apiñaban en torno al

farol. Lo dejé en el suelo frente a mí, yla cara de la niña se iluminó con muchamás intensidad. Tras un largo silencio,Mariko dijo:

—No quiero irme. No quiero irmemañana.

Suspiré.—Pero te gustará. A todo el mundo

le dan un poco de miedo las cosasnuevas. Pero aquello te gustará.

—No quiero irme. No me gusta eseseñor. Es como un cerdo.

—No tienes derecho a hablar así —dije enfadada.

Durante unos instantes nos quedamos

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mirándonos, después empezó de nuevo aobservarse las manos.

—No debes hablar así —dije conmás calma. Te tiene mucho cariño y parati será como un padre. Todo saldrá bien,te lo prometo.

La niña no dijo nada. Suspiré denuevo.

—De cualquier modo —proseguí—,si aquello no te gusta, siempre podréisvolver.

Esta vez se me quedó mirando conuna expresión interrogante.

—Sí, te lo prometo —dije—, siaquello no te gusta, regresaréisinmediatamente. Pero primero hay quever si aquello os gusta. Estoy segura de

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que os gustará.La niña me observaba con mucha

atención.—¿Por qué llevas eso? —preguntó.—¿Esto? Se me ha enganchado a la

sandalia, eso es todo.—¿Por qué llevas eso?—Ya te lo he dicho. Se me ha

enganchado al pie. ¿Qué te ocurre? —Me reí. ¿Por qué me miras de ese modo?No voy a hacerte ningún daño.

Sin apartar sus ojos de mí, se pusode pie lentamente.

—¿Qué te ocurre? —repetí.La niña echó a correr y sus pisadas

retumbaron en los maderos. Se detuvo alfinal del puente, y se quedó

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observándome con una mirada desospecha. Le sonreí y cogí el farol. Laniña echó a correr de nuevo.

Me quedé en el puente un ratocontemplando la media luna que habíaaparecido en el agua. En un momentodado, a través de la oscuridad, tuve laimpresión de ver a Mariko correr por lamargen del río en dirección al caserón.

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11

Al principio estaba segura de quealguien había pasado por delante de micama y había salido de la habitacióncerrando despacio la puerta. Cuandoestuve más despabilada, me di cuenta deque mi imaginación había ido demasiadolejos.

Me quedé en la cama y a mis oídosllegaron más ruidos. Como es natural, aquien había escuchado era a Niki en lahabitación contigua. Durante toda suestancia se había quejado de que leresultaba imposible dormir bien. Oquizá no había oído ningún ruido en

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absoluto y, como de costumbre, mehabía vuelto a despertar a primera horade la mañana.

De fuera me llegaba el canto de lospájaros, pero mi habitación seguía aoscuras. Al cabo de un rato me levanté yme puse el albornoz. Abrí la puerta y laluz de fuera era muy pálida. Avancé unospasos hasta el rellano y casi por instintomiré al final del pasillo, hacia la puertade Keiko.

A continuación, durante unosinstantes, tuve la certeza de haber oídoun ruido que venía del cuarto de Keiko,un ruidito que se distinguía claramentedel canto de los pájaros. Me quedéparada, escuchando, y al instante me

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encaminé hacia la puerta. A mis oídosllegaron otros ruidos, y advertí queprocedían de la cocina, en el piso deabajo. Me quedé un rato en el rellano, ya continuación bajé las escaleras.

En ese momento, Niki salía de lacocina, y al verme se sobresaltó.

—Madre, qué susto me has dado.El vestíbulo estaba en penumbras y

sólo pude ver su delgada figura. Llevabapuesta una bata de color pálido ysostenía una taza entre ambas manos.

—Lo siento, Niki. Creí que podíaser un ladrón.

Mi hija respiró hondo pero se lenotaba inquieta.

Al cabo de unos momentos dijo:

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—No he dormido muy bien, y hepensado que no sería mala ideaprepararme un café.

—¿Qué hora es?—Las cinco, más o menos, creo.Se metió en el salón, dejándome al

pie de las escaleras. Fui a la cocina parahacerme un poco de café antes de volvercon mi hija. En el salón, Niki habíacorrido las cortinas y se había sentado ahorcajadas sobre un sillón, mirando alvacío en dirección al jardín. La luzgrisácea que provenía de allí iluminabasu cara.

—¿Crees que volverá a llover? —pregunté.

Se encogió de hombros y siguió

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mirando por la ventana. Me senté al ladode la chimenea a observarla. Suspirócansada y dijo:

—Creo que no duermo muy bien.Sigo teniendo pesadillas todo el tiempo.

—Vaya, Niki, eso es parapreocuparse. A tu edad no deberías tenerproblemas para dormir.

No dijo nada y siguió mirando eljardín.

—¿Qué tipo de pesadillas tienes? —pregunté.

—No sé, pesadillas.—Pero ¿qué es lo que sueñas?—Bueno, pesadillas —dijo de

pronto enfadada. ¿Qué importancia tienelo que sueñe?

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Durante un rato nos quedamoscalladas. A continuación, Niki dijo sinvolverse:

—Creo que papá debería haberseocupado un poco más de ella, ¿no? Laignoraba casi todo el tiempo. La verdades que no fue justo.

Esperé a ver si agregaba algo más.Después dije:

—Bueno, es comprensible. Despuésde todo, no era su auténtico padre.

—Sí, pero no fue justo.Vi que era casi de día. Un pájaro

solitario canturreaba en algún lado cercade la ventana.

—Tu padre era muy idealista aveces —dije. Por aquel entonces, creía

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de verdad que aquí podríamos darle unavida mejor.

Niki se encogió de hombros. Laobservé durante más tiempo y luegodije:

—Pero ¿sabes?, yo siempre lo supe.Siempre supe que aquí no sería feliz, sinembargo decidí traerla.

Mi hija se quedó un rato pensativa.—No digas tonterías —dijo

volviéndose hacia mí—, ¿cómo ibas asaberlo? Hiciste por ella lo que pudiste.Eres la última persona a quien se lepodría echar la culpa.

Me quedé callada. Su cara, sinningún maquillaje, tenía un aspecto muyjoven.

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—De todas formas —dijo— a veceshay que arriesgarse. Hiciste exactamentelo que debías hacer. Lo que no se puedehacer es ver pasar la vida inútilmente.

Dejé la taza que llevaba en la manoy clavé mi mirada en el jardín, queaparecía justo detrás de Niki. No habíaindicios de que fuese a llover y el cieloparecía mucho más claro que en díaspasados.

—Habría sido una estupidez —prosiguió Niki— aceptar todo tal comoestaba y haberte quedado en el mismositio. Al menos hiciste un esfuerzo.

—Como tú dices, no hablemos deeso ahora.

—Es una estupidez el modo en que

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la gente desperdicia su vida.—No hablemos más de eso —dije

con más firmeza. No tiene sentido sacarde nuevo ese tema ahora.

Mi hija se volvió otra vez.Permanecimos un rato sentadas sinhablar, después me levanté y me acerquéa la ventana.

—Parece que hoy va a hacer muchomejor día —dije. Quizá salga el sol. Ental caso, Niki, podríamos ir a dar unpaseo. Nos haría mucho bien.

—Sí, supongo —musitó.Cuando salí del salón, mi hija seguía

a horcajadas sobre el sillón, con labarbilla apoyada en una mano y lamirada vacía perdida en el jardín.

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Cuando sonó el teléfono, Niki y yoestábamos en la cocina, terminando dedesayunar. En días anteriores la habíanllamado con tanta frecuencia que parecíanormal que fuera a responder ella.Cuando volvió, su café ya se habíaenfriado.

—¿Alguno de tus amigos otra vez?—pregunté.

Asintió y acto seguido encendió elfuego para el agua.

—¿Sabes?, madre —dijo—, tendréque volver ya esta tarde. No hay ningúnproblema, ¿no? —Niki se encontraba depie, con una mano en la cadera y la otraen el mango del hervidor.

—Claro, no hay ningún problema.

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Ha sido un placer tenerte aquí, Niki.—Vendré a verte pronto. Pero de

verdad que tengo que volver ya.—No tienes por qué darme

explicaciones. Es muy importante queahora hagas tu propia vida.

Niki se giró y esperó a que el aguahirviese. Las ventanas de encima delfregadero se habían empañado un poco,pero fuera brillaba el sol. Niki se sirvióel café y a continuación se sentó a lamesa.

—A propósito, madre —dijo—, ¿teacuerdas de esa amiga de la que tehablé, la que está escribiendo un poemasobre ti?

Sonreí.

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—¡Ah, sí!, tu amiga.—Me ha pedido que le lleve una

foto o algo así. De Nagasaki. ¿Tienesalguna? ¿Alguna postal vieja o algoparecido?

—Creo que encontraré algo. Quéabsurdo —me reí— ¿pero qué estaráescribiendo sobre mí?

—Es una poetisa excelente. Hatenido muchas experiencias en la vida,¿sabes? Por eso le hablé de ti.

—Estoy segura de que escribirá unmagnífico poema, Niki.

—Una tarjeta postal o cualquiercosa por el estilo. Es sólo para que veacómo era todo aquello.

—Bueno, Niki, de eso no estoy tan

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segura. ¿Dices que tiene que verse cómoera todo aquello?

—Ya sabes a qué me refiero.Volví a reír.—Te buscaré algo luego.Niki había estado untando de

mantequilla una tostada, pero con elcuchillo empezó a quitar lo que sobraba.Mi hija había sido delgada desde niña yme divertía el miedo que tenía ahora aengordar. Me quedé observándoladurante un rato.

—Ya ves —dije al final—, es unalástima que te vuelvas hoy. Iba aproponerte ir al cine esta noche.

—¿Al cine? ¿Y qué ponen?—No lo sé, pero pensaba que tú

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estarías más enterada.—Madre, la verdad es que hace

años que no hemos ido juntas al cine,¿no es cierto? Por lo menos desde queyo era pequeña. —Niki sonrió y surostro fue de pronto el de una niña. Acontinuación dejó el cuchillo a un lado yse quedó mirando la taza de café. Yotampoco voy mucho al cine. En Londreshay montones de películas, pero casinunca vamos.

—Bueno, podemos ir al teatro, si loprefieres. Ahora el autobús va directo alteatro. No sé qué obra hay en estemomento, pero podríamos enterarnos.¿Eso que tienes ahí detrás es elperiódico local?

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—No te molestes, madre, no vale lapena.

—Creo que a veces traen obras muybuenas. Y algunas muy modernas.Vendrá en el periódico.

—No vale la pena, madre. De todasformas, tengo que regresar hoy. Megustaría quedarme, pero de verdad quetengo que volverme ya.

—Claro, Niki. No tienes que darmeexplicaciones. —Le sonreí desde el otrolado de la mesa. La verdad es que paramí es un placer que tengas buenosamigos con quienes te sientas bien.Puedes traerlos siempre que quieras.

—Gracias, madre.

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La habitación de huéspedes dondeNiki se había instalado era pequeña ysobria. Aquella mañana el sol entraba araudales.

—¿Le servirá esto a tu amiga? —pregunté desde la puerta.

Niki estaba haciendo el equipajeencima de la cama y levantó la miradapara ver el calendario que le habíaencontrado.

—Sí, eso vale —dijo.Me adentré un poco más en la

habitación. Desde la ventana se veía elhuerto de abajo y las hileras bienpuestas de arbolitos jóvenes.Originalmente, el calendario que yo

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llevaba en la mano había tenido unafotografía para cada mes, pero menos laúltima, todas estaban arrancadas.Durante un rato me quedé mirando laimagen que quedaba.

—No me des nada importante —dijoNiki. Si no hay nada, no importa.

Me reí y dejé la foto en la cama, ellado de las demás cosas.

—No es más que un viejocalendario. No sé ni por qué lo teníaguardado.

Niki se echó el pelo hacia atrás, porencima de la oreja, y siguió haciendo lamaleta.

—Imagino —dije al final— que tusplanes son seguir viviendo en Londres

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por el momento.Se encogió de hombros.—Bueno, allí estoy bien.—Dale recuerdos a todos tus

amigos.—Muy bien, lo haré.—Y a David, ¿se llama así, no?Se volvió a encoger de hombros,

pero no dijo nada. Se había traído trespares de botas, y ahora tenía dificultadespara encontrarles sitio en la maleta.

—Niki, supongo que aún no tienesningún plan de casarte.

—¿Por qué iba a casarme?—Sólo era una pregunta.—¿Por qué habría de casarme? ¿Qué

sentido tiene?

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—Tu plan es simplemente… seguirviviendo en Londres, ¿no?

—Bueno, ¿y por qué habría decasarme? Me parece una estupidez,madre. —Enrolló el calendario y lometió en la maleta. A muchas mujeresles han lavado el cerebro. Piensan quelo único importante en la vida es casarsey tener un montón de hijos.

Seguí observándola. Después dije:—Pero, Niki, en definitiva, ¿qué otra

cosa hay?—Por Dios, madre, se pueden hacer

infinidad de cosas. Lo que no quiero esverme arrinconada con un marido y unmontón de niños gritando. Y además,¿por qué sacas ahora ese tema? —Niki

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no conseguía cerrar la maleta y empezóa forcejear con impaciencia.

—Sólo estaba preguntándome cuáleseran tus planes Niki —dije riendo. Noes para ponerse así. Por supuesto, laelección es tuya.

Volvió a abrir la maleta y cambióalgunas cosas de sitio.

—Vamos, Niki, no es para ponerseasí.

Esta vez consiguió cerrarla.—¡Dios mío!, ¿por qué habré traído

tantas cosas? —se dijo refunfuñando.

—Madre, ¿qué le dices a la gente —preguntó Niki—, qué le dices a la gente

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cuando preguntan dónde estoy?Mi hija había decidido no irse hasta

después de comer, por lo que salimos alhuerto detrás de la casa a dar un paseo.Todavía hacía sol, pero el aire era frío.La miré un tanto confusa.

—Le digo simplemente que vives enLondres, Niki. Es la verdad, ¿no?

—Sí, claro. Pero ¿no te preguntanqué hago allí, como la Sra. Waters elotro día?

—Sí, a veces me lo preguntan. Digoque vives con tus amigos. Niki, laverdad es que no sabía que tepreocupase tanto lo que la gente piensade ti.

—Si no me preocupa.

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Seguimos andando despacio. Enmuchas partes, el terreno era un lodazal.

—Supongo que no te hará muchagracia, ¿verdad, madre?

—¿El qué Niki?—Mi forma de vivir. No te gusta que

esté fuera de casa. Bueno, con David, ytodo eso.

Habíamos llegado al final delhuerto. Niki siguió hasta un senderotortuoso, lo cruzó y se dirigió a unaspuertas de madera por donde se entrabaa un campo. Fui detrás de ella. El pradoascendía frente a nosotras formando unavasta pendiente. En lo alto, contrastandocon el cielo, se veían dos sicomorospequeños.

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—No me avergüenzo de ti, Niki.Debes vivir como mejor te parezca.

Mi hija estaba contemplando elprado.

—Antes había caballos aquí, ¿no?—dijo apoyándose con los brazos en lapuerta de la valla. Miré, pero no se veíaningún caballo.

—Resulta extraño, ¿sabes? —dije.Recuerdo que en mi primer matrimoniomi marido no quería vivir con su padre,lo cual provocó muchas discusiones. Porentonces, en Japón, aquello no era lonormal, y ocasionó muchas discusiones.

—Para ti sería un descanso —dijoNiki, sin apartar su mirada del prado.

—¿Un descanso? ¿En qué sentido?

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—No tener que vivir con su padre.—No, al contrario, Niki. Habría

sido feliz si hubiese vivido connosotros. Además, era viudo. Lascostumbres japonesas de antes noestaban nada mal.

—Claro, eso lo dices ahora. Peroseguro que entonces no pensabas lomismo.

—Pero Niki, creo que no locomprendes. Quería mucho a mi suegro.—Me quedé mirándola un rato ydespués reí. Quizá tengas razón. Quizáfue un descanso el que no viviera connosotros. Ahora ya no me acuerdo. —Me incliné hacia delante, tocando laparte superior de la puerta de madera.

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Mis dedos se mojaron un poco. Advertíque Niki me estaba observando ylevanté la mano para enseñársela.

—Aún hay un poco de escarcha —dije.

—Madre, ¿te sigues acordandomucho de Japón?

—Sí, creo que sí. —Me giré denuevo hacia el prado. Tengo algunosrecuerdos.

Cerca de los sicomoros aparecierondos poneys. Se quedaron parados,inmóviles bajo el sol, uno junto a otro.

—El calendario que te he dado estamañana —dije—, es una vista del puertode Nagasaki. Esta mañana me estabaacordando del día en que fuimos allí de

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excursión. Las colinas que dominan elpuerto son de una gran belleza.

Los poneys se pusieron lentamentedetrás de los árboles.

—¿Y qué tuvo de especial? —dijoNiki.

—¿De especial?—Sí, el día que pasasteis en el

puerto.—¡Ah!, nada de especial. Sólo ha

sido un recuerdo, eso es todo. Keiko fuemuy feliz aquel día. Nos subimos alteleférico. —Me reí y me giré haciaNiki. No, no tuvo nada de especial. Essólo un bonito recuerdo, eso es todo.

Mi hija suspiró.—Aquí fuera hay tanta calma —dijo.

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No me acordaba que hubiese esta calma.—Sí, comparado a Londres.—Me imagino que te aburrirás a

veces, aquí, tú sola.—Me gusta la calma, Niki. Siempre

pienso que ésta es la auténticaInglaterra.

Aparté la vista del prado, y duranteun rato observé el huerto detrás denosotras.

—Cuando llegamos, todos aquellosárboles no existían —dije al final. Todoera campo, y desde aquí podía verse lacasa. Cuando tu padre me trajo aquí porprimera vez, recuerdo que pensé lomucho que esto se asemejaba a laverdadera Inglaterra. Todos estos

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campos, y la casa. Era tal y como yo mehabía imaginado que sería Inglaterra, yme encantó.

Niki respiró hondo y se apartó de lapuerta de la valla.

—Será mejor que volvamos —dijo.Tendré que irme dentro de poco.

Al cruzar el huerto, ya de vuelta, elcielo empezó a cubrirse.

—El otro día estaba pensando —dije— que quizá sería buen momentopara vender la casa.

—¿Venderla?—Sí, y mudarme a otra más

pequeña. Sólo es una idea.—¿Quieres vender la casa? —Mi

hija me miró preocupada. Pero si es una

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casa muy bonita.—Sí, pero ahora la encuentro tan

grande.—Pero de verdad que es una casa

bonita. Sería una lástima, madre.—Sí, creo que tienes razón. Sólo fue

una idea, Niki, nada más.Me habría gustado acompañarla a la

estación; sólo son unos minutos a pie,pero la idea pareció no gustarle. Se fuecasi en seguida después de comer y lanoté un tanto violenta, como si partierasin mi consentimiento. La tarde se habíapuesto gris y hacía viento. Me quedé enla puerta mientras Niki bajaba por elcamino. Se había vestido con las mismasropas ajustadas con las que había

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llegado, y la maleta la obligaba aavanzar a paso lento. Cuando llegó a laverja, Niki miró hacia atrás y pareciósorprendida al verme todavía en lapuerta. Sonreí y me despedí de ella conla mano.

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KAZUO ISHIGURO. Escritor britániconacido el 8 de noviembre de 1954 enNagasaki, Japón. Su familia se trasladóa Inglaterra (su padre, oceanógrafo deprofesión, empezó a trabajar enplataformas petrolíferas del Mar delNorte) cuando él tenía seis años, siendociudadano británico a todos los efectos.

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Se graduó por la Universidad de Kent en1978, haciendo después un posgrado deLiteratura Creativa en la Universidad deEast Anglia.

Aunque varias de sus novelas estánambientadas en el pasado, como porejemplo An Artist of the Floating World(Un artista del mundo flotante, 1986),en donde la acción se sitúa en su ciudadnatal en los años posteriores albombardeo atómico de la misma de1945, ha cobrado relevancia comoescritor de ciencia ficción. En Never LetMe Go (Nunca me abandones, 2005) lahistoria transcurre en un mundoalternativo, similar pero distinto, al

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nuestro, durante la postrimería de losaños 90 del siglo XX.

Sus novelas están escritas en primerapersona y los narradores con frecuenciamuestran el fracaso humano. La técnicade Ishiguro permite que estos personajesrevelen sus imperfecciones de maneraimplícita a lo largo de la narración,creando así un patetismo que permite allector observar los defectos delnarrador al mismo tiempo que simpatizacon él.

Kazuo Ishiguro ha sido merecedor denumerosos premios, entre los que hayque mencionar el premio Booker de1989 por The Remains of the Day (Los

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restos del día, 1989), aunque ha estadonominado a dicho premio en otras variasocasiones, así como la Orden de lasArtes y las Letras por parte delMinisterio de Cultura de la RepúblicaFrancesa.

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Notas

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[1] «San»: tratamiento de cortesía deaplicación común. (N. del T.). <<