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DIEZ HISTORIAS DE MUJERES QUE LOGRARON SER ASERTIVAS bolsillo p octaedro MUESTRA EDITORIAL

Diez historias de mujeres que lograron ser asertivas · Asertividad. Para muchas mujeres y algunos hombres. Bar-celona, Ed. Octaedro. 10 que tenemos noticias, y de lo que hemos hecho

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DIEZ HISTORIAS DE MUJERES QUE LOGRARON SER ASERTIVAS

bolsillo p octaedro

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Maria Lluïsa Fabra i Sales

DIEZ HISTORIAS DE MUJERES QUE LOGRARON SER ASERTIVAS

editorial octaedro

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bolsillo · octaedro, núm. 22

Primera edición: diciembre de 2010

© Maria Lluïsa Fabra i Sales

© De esta edición:Ediciones OctaEDrO, S.L. c/ Bailén, 5 - 08010 Barcelonatel.: 93 246 40 02 - Fax: 93 231 18 68www.octaedro.com - [email protected]

cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cEDrO (centro Español de Derechos reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-9921-069-8Depósito legal: B. 44.334-2010

Diseño y producción: Servicios Gráficos OctaedroImagen cubierta: escultura de angelina ribas. Foto de Juan León,

archivo Octaedro

Impresión: Liberdúplex. s.l.

Impreso en España - Printed in Spain

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You take my hand andI’m suddently in a bad movie,

it goes on and on andwhy am I facinated.

(Me coges de la mano yde repente estoy viendo una mala película,

que continúa y continúa, yme pregunto por qué estoy fascinada con ella.)

Margaret atwood (1976). «Power Politics». En: Selected Poems. toronto, Oxford University Press.

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INTRODUCCIÓN

Las historias que presento constituyen un complemento de mi libro: Asertividad1 y ponen de relieve los esfuerzos que hemos te-nido que hacer muchas mujeres para llegar a ser quienes verda-deramente somos. Se trata de historias de mujeres que por un motivo u otro lo han tenido difícil, y no necesariamente por fal-ta de educación o por problemas económicos. Encontraréis aquí mujeres de escasos recursos, pero también mujeres con carreras universitarias y profesionales de éxito, que sin embargo han te-nido que luchar a brazo partido para lograr ser autónomas en el terreno de los afectos y para poder desarrollarse sin referentes y sin el estímulo del amor de la familia.

Nuestra sociedad, aunque en los últimos tiempos está cam-biando mucho, sigue siendo una sociedad en la que el hombre, en masculino, es la medida de todas las cosas. Lo es en el lenguaje, en las religiones, en la ciencia e incluso en la moda. antrocentris-mo en estado puro; teniendo en cuenta que el término «andros» no es el genérico «ser humano», sino el «hombre» en concreto, distinto de la mujer.

En estas historias hallaréis mi propia historia, la de otras mu-jeres que conozco y la de mujeres que no conozco. cada mujer, en cierto modo, es todas las mujeres, porque estoy segura de que, por lo menos en algunos aspectos, nos podremos reconocer en las que protagonizan estos relatos.

El valor de estos casos radica en que son tan normales y co-rrientes como reveladores de lo que nuestra sociedad ha ido ha-ciendo con nosotras, las mujeres, a lo largo de los milenios de los

1. M. Ll. Fabra (2009). Asertividad. Para muchas mujeres y algunos hombres. Bar-celona, Ed. Octaedro.

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que tenemos noticias, y de lo que hemos hecho cada una de no-sotras para adaptarnos a las demandas del entorno y a nuestras propias necesidades.

Naturalmente, con la finalidad de adecuarnos a lo que nos de-mandaba la sociedad, nos hemos hecho daño y se lo hemos hecho también a nuestras hijas; a diferencia de los hombres, que, aun-que afortunadamente cada vez con más excepciones, prefieren hacerse daño unos a otros, cuando no a nosotras, las mujeres.

algunas de las más jóvenes se creen completamente liberadas del dominio machista porque entran y salen de casa a su antojo y son capaces de vivir entre platos sucios y prendas de vestir tira-das por el suelo; sin embargo, como ponía de relieve en mi libro anterior, no lo estarán del todo hasta que se nieguen en redondo a «hacerlo» sin preservativo –como exigen algunos chicos–, dejen de considerar que el himen es una membrana de la que hay que desprenderse lo más pronto posible (como si el tenerla intacta demasiado tiempo pudiera provocar alguna enfermedad mortal de necesidad) y se atrevan a reclamar en lo personal y en lo pro-fesional la consideración y el respeto que les es debido.

En cambio, en algunas de nosotras, el mensaje de que nuestra felicidad radica en hacer felices a quienes nos rodean ha calado demasiado hondo, y tendemos a ponernos fácilmente al final de la cola. al habernos definido «en relación con», hemos dedica-do nuestras vidas a cuidar a padres, madres e hijos y a aupar y proteger a maridos y amantes. Nos asusta pensarnos enteras, y buscamos la media naranja como en la Edad Media se buscaba el Santo Grial; en la antigüedad clásica, el Vellocino de Oro, y ahora y siempre la piedra filosofal y el filtro de la eterna juventud.

¿Por qué la mayoría de los hombres no parece necesitar tan-to a su otra mitad como nosotras a la nuestra? ¿Por qué hemos de sentirnos fracasadas e insignificantes sin un hombre al lado? ¿cuántas de nosotras nos obsequiamos con una buena cena en un restaurante sin más compañía que la de nuestros pensamien-tos? ¿cuántas salimos solas, con una pequeña maleta, a darnos alguna vuelta por el ancho mundo? ¿cuántas, de las que no han sido madres, llegan a los cincuenta sin haber tenido que apartar de sus mentes el pensamiento de que no son todo lo que habrían podido ser de haber tenido hijos?

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Es verdad que poco a poco hemos ido despertando. La inde-pendencia económica y la potestad de tomar decisiones sobre nuestra capacidad reproductora nos han ayudado mucho, pero quedan flecos del pasado; y estos flecos, muchas veces, nos hacen sentirnos inquietas, desazonadas y angustiadas, o como mínimo nos impiden llegar a desarrollar todo nuestro potencial.

La mayoría de nuestras protagonistas son mujeres que viven en occidente, en democracia y que además pertenecen –aunque no todas– a un grupo social que les ha permitido, en muchos ca-sos, estudiar e incluso ejercer una profesión. comparadas con las mujeres de otras culturas, nosotras somos afortunadas. Por eso hemos de ocuparnos de abrir los ojos a las que no han tenido tanta suerte y de ayudarlas a que se den cuenta de que no esta-mos tan alejadas de ellas como puede parecer a primera vista. Las relaciones de poder, las desigualdades, aquí y ahora, están más disimuladas, pero existen, y eso nos habilita para sentirnos solidarias del infortunio de otras.

Sé que puede dar la impresión de que trato a la ligera a las protagonistas de las historias que cuento. En cierta manera sí, pero sólo en lo superficial, en la forma. Mi intención, al describir-nos con un cierto humor, es poner al descubierto cómo y por qué nos hacemos daño, con el propósito de ayudarnos a descubrir en nosotras y en otras mujeres a las que queremos esos infernales mecanismos mediante los que nos complicamos la vida y gracias a los cuales boicoteamos nuestra capacidad de ser cada vez mejo-res, más quienes somos en realidad y más dichosas.

El propósito que este libro –no lo dudéis– es ayudarnos a las mujeres a entender mejor el porqué y el cómo de algunas de nues-tras conductas, situándolas en el contexto en que se producen. Hemos tenido demasiada tendencia a considerarnos culpables de algunas de nuestras emociones –las que denominamos negati-vas– y nos hemos deprimido cuando nos hemos sentido impo-tentes para controlar nuestra hostilidad, nuestro desánimo o incluso nuestra desesperación.

Nos hemos juzgado con dureza y nos hemos responsabilizado individualmente de lo que no va bien en nosotras mismas o en nuestro entorno más directo –la familia en la que hemos nacido o la que hemos creado– y nos hemos considerado «malas» cuan-

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do hemos detectado en nosotras agresividad y resentimiento, débiles cuando nos hemos visto dependientes y acomodaticias y desequilibradas psicológicamente cuando hemos notado en no-sotras síntomas de estrés o de depresión.

Pues bien, lo que me propongo en este libro es mostrar hasta qué punto la sociedad en la que estamos insertas nos reprime y nos manipula para que sigamos considerando exclusivamen-te responsabilidad individual lo que debería analizarse también como responsabilidad colectiva, y para que, en vez de luchar coo-perativamente para cambiar aquello que nos enferma, sigamos medicándonos o haciendo psicoterapias para acallar los sínto-mas.

Nuestras depresiones, nuestros estallidos de furia, nuestro miedo, nuestra angustia, nuestras dependencias, nuestras pato-logías de género, en definitiva, tienen su origen en la estructura de la sociedad en que vivimos y en el rol –tan poco lucido– que se nos ha reservado.

Las mujeres, en la sociedad actual, tenemos aún poco poder, y, para ser todo aquello que podríamos llegar a ser, necesitamos más. El poder político, el poder económico y el poder social están aún, mayoritariamente, en manos masculinas, y a las mujeres nos cuesta mucho abrirnos camino en el ámbito de lo público. todo, la educación que recibimos, la publicidad, la televisión, los modelos femeninos que se ponen a nuestro alcance, nos incita a repetir el estereotipo de la mujer dulce y sacrificada que se siente feliz con los éxitos de su pareja y de sus hijos y que no necesita brillar con luz propia. Y aunque las más jóvenes están en franca rebelión contra este modelo, aún se reprimen en muchas fami-lias, desde que nacemos, las conductas arriesgadas, innovadoras, exigentes, malhumoradas, egoístas e incluso asertivas, y se nos va llevando, paso a paso, por el camino de la docilidad y el confor-mismo. De hecho, aún ahora el género es uno de los organizado-res privilegiados de la realidad y de nuestra subjetividad.

cuando hemos mostrado «demasiada» capacidad crítica, se nos ha desanimado y se nos ha incitado a pensar sólo en temas de carácter «práctico» y a no «calentarnos la cabeza». Las relacio-nes de poder siguen siendo un tabú para nosotras y se nos esti-mula a actuar –muchas mujeres jóvenes caen a menudo en esta

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trampa– como si viviéramos en una sociedad ideal donde no hay competencia y el mayor interés de cada ser humano radica en el bienestar de los demás.

Luego, como es natural, nos damos de bruces tanto en el te-rreno íntimo de las relaciones interpersonales como en el espacio más abierto de lo laboral y de la política.

Los valores que se nos enseñan –el respeto a la persona, la ho-nestidad, la verdad, la razón...– no son los que rigen las conduc-tas de algunos de los que nos gobiernan ni de todos nuestros con-ciudadanos, aunque sí, afortunadamente, de la mayoría de ellos. claro que, al denunciarlo, no estoy proponiendo que los dejemos de lado ya que constituyen un referente necesario sin el cual an-daríamos aún peor; expongo sólo que hay un cortocircuito entre lo que se predica o se enseña y la manera real de funcionar de nuestra sociedad. Y ésta, por supuesto, es mucho mejor y más segura para las mujeres que las que no se rigen por la democra-cia formal de la que disfrutamos ni por los valores a los que me he referido; sin embargo, es mejorable para toda la población en general, y lo es, sobre todo, para algo más de la mitad de las per-sonas que la integran: nosotras, las mujeres.

cierto que hemos alcanzado la igualdad legal, pero, como di-cen las feministas, «igualdad legal, desigualdad real», porque la ley no se aplica de la misma forma a hombres y mujeres y porque, sin ir más lejos, no se destinan los mismos recursos a la lucha contra el terrorismo que a la lucha contra la violencia doméstica, a pesar de que ésta genera muchas más víctimas que aquél.

Occidente, que parece convencido de que tiene la misión de salvar al mundo civilizado –quedándose de paso con los recursos naturales de los países que discrepan de esta creencia– ¿ha pro-puesto algún tipo de intervención para ir a liberar a las mujeres del fundamentalismo religioso de las zonas en las que siguen vigentes leyes que permiten torturar incluso hasta la muerte a las mujeres por hechos que en otras latitudes no constituyen ningún delito?

claro que queda mucho por hacer, aquí y allá –mucho más allá, obviamente–, y que las mujeres hemos de hacernos conscientes de que un buen número de los problemas que vamos arrastrando y que consideramos propios son, en realidad, colectivos, y que, por consiguiente, hemos de enfrentarnos a ellos colectivamente.

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De ahí el énfasis que pongo en los grupos de mujeres o en la relación con otras personas como espacios privilegiados de análisis de nuestras dificultades y crisis, porque sólo saliendo de nuestra individualidad hallaremos respuestas que nos permitan enfrentar nuestros conflictos adecuadamente.

Ya sé que algunas jóvenes –no en vano soy profesora de uni-versidad y tengo trato con gente joven– opinan que la lucha por la igualdad de oportunidades entre los sexos es algo superado, que hoy por hoy no existen discriminaciones y que si las mujeres no ocupamos lugares de poder es porque no queremos.

Es cierto que muchas mujeres –y también algunos hombres– muestran actitudes de rechazo hacia el liderazgo y el ejercicio del poder institucional y preconizan los grupos «de pares» y las so-ciedades igualitarias. Es un bello ideal, pero, por ahora, ideal. Por supuesto que tener ideales está muy bien, porque nos sirven para saber hacia dónde hemos de encaminar nuestros pasos, pero de ninguna manera pueden utilizarse para enmascarar o para negar la realidad. Y la realidad, para las mujeres, es que estamos lejos de disfrutar de las mismas prerrogativas que los hombres y que nos cuesta mucho ser aceptadas como iguales en lugares de poder.

Uno de los problemas que tenemos muchas mujeres de hoy radica en que no podemos identificarnos con nuestras madres, que, o bien se han quedado en el hogar y sufren la neurosis del ama de casa a la que me refería en mi anterior libro, o bien han salido al exterior a realizar trabajos poco satisfactorios y rela-tivamente mal remunerados y tienen que pagar el peaje de la doble jornada.

Son pocas las mujeres cuyas madres se sientan satisfechas de su profesión y que hayan sabido abrirse camino en una sociedad dominada por los hombres; por lo tanto, a la mayoría de mujeres jóvenes, les faltan modelos de mujer que, sin abdicar de su sexo, no se hayan conformado con los estereotipos de género. En este contexto, ¿cómo pueden las niñas desear ser mujeres?

Y no olvidemos, además, lo que algunos denominan «hipnoti-zadores culturales»,2 ese conjunto de creencias, valores, normas

2. término que utiliza carles tart en su libro El despertar del self, editado por Kairós en 1989.

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y conductas que se nos van imponiendo y que nos son dictados sobre cómo debemos comportarnos y a qué tenemos que aspirar, los cuales, sin apenas darnos cuenta, hacemos nuestros al crecer en una cultura o subcultura determinada sin pasarlos por el ce-dazo de una evaluación personal. De alguna manera somos ob-jeto de una «colonización interior»3 que hace que sintamos como propios los valores que nos impone la sociedad.

todo ello restringe nuestra capacidad de análisis y, por consi-guiente, nuestra libertad. Se trata, pues, de aprender a someter a crítica todo aquello que nos rodea, de no tenerle miedo ni a nues-tro pensamiento ni a nuestra razón y de atrevernos a compartir con otras personas esos pensamientos y esas razones para poder darnos cuenta de que no estamos solas y de que nuestra felicidad, a pesar de los condicionantes sociales a los que me he referido, depende de nuestra decisión personal y de nuestra capacidad para enfrentarnos a los hipnotizadores culturales.

Volviendo al libro que tenéis en las manos, he de decir que está organizado en torno a una serie de historias protagonizadas por mujeres. cada historia comprende un relato –«El relato»–, que constituye la primera aproximación, que tiende a ser relati-vamente objetiva, a la historia en la que nos centramos.

«El relato» nos permite darnos cuenta de que su protagonis-ta es una mujer tan real como cualquiera de nosotras. Este per-sonaje central tiene conflictos, en su mayoría de tipo afectivo y sentimental (¿acaso no es nuestro «el poder de los afectos»?) y no siempre puede o consigue resolverlos. En algunos casos, la fuerza de las circunstancias, y sobre todo de los hipnotizadores cultura-les, es tan grande que la dejan indefensa, y da la impresión de que va a sucumbir a las dificultades; aunque casi siempre, oportuna-mente, emerge algún recurso al que nuestra protagonista puede agarrarse. En otros casos es capaz de rebelarse y toma la iniciati-va de romper los hilos de la trama en que se ve envuelta; algunas veces, finalmente, las historias quedan abiertas.

Los relatos que integran el libro incluyen problemáticas va-riadas, aunque, como iremos viendo, podemos extraer de ellos

3. Expresión utilizada por carmen alborch en su libro Solas, publicado por Edi-ciones temas de Hoy, en 1999.

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algún factor común a partir de los comentarios que efectuaremos de los mismos.

Los «comentarios desde la asertividad» son añadidos a los re-latos; los complementan y sirven para hacer más inteligible la si-tuación proporcionando datos adicionales referidos a la historia familiar o al entorno. Ocasionalmente, ofrecen también algún comentario personal de la narradora desde el punto de vista psi-cológico o desde la óptica de un análisis crítico de la sociedad y de las relaciones de poder.

Pasemos revista seguidamente a los relatos que constituyen el núcleo de este libro advirtiendo que nos hemos centrado en problemas de género y que hemos escogido como protagonistas privilegiadas de los relatos a mujeres que tienen una profesión y que, en general, se desenvuelven bien en ella. El trabajo fuera del hogar, por tanto, no es el problema; el problema está dentro y, por lo común, se produce porque, debido a los estereotipos de género y a un afán casi incontrolable de hallar el amor y de cumplir con la maternidad, nuestras protagonistas aceptan –aunque no sin lucha y sin desgarros– parejas inconvenientes de las que sin em-bargo les cuesta separarse (por eso la cita inicial de estar viendo una mala película y de sentirse fascinada por ella).

cada historia tiene una protagonista cuyas características y circunstancias creo que podrán ayudarnos a reconocer los me-canismos del infortunio y a entender por qué los usamos. como veréis, se trata de mujeres inteligentes y capaces de decidir por sí mismas, que sin embargo se equivocan en sus relaciones afec-tivas y sexuales básicamente por querer adecuarse a los manda-mientos del género.4

aprendamos a detectar en ellas eso que hemos llamado hip-notizadores culturales, o colonización interior, o mandamientos de género. Señalémoslos y avisémonos unas a otras cuando, de-jándonos llevar por el miedo o por la sinrazón, permitimos que gobiernen nuestra vida. Desenmascarémoslos, pongámoslos en evidencia a los ojos de las demás, de la misma forma que señala-

4. Llamo mandamientos de género a los comportamientos que, de una manera no siempre explícita, se nos imponen a las mujeres: discreción, modestia, necesidad de agradar, de ayudar, de «salvar», incluso...

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ríamos a una amiga que lleva descosida la parte trasera del vesti-do. Y no lo digamos con aire de tragedia, sino con complicidad y sobre todo con cariño y aceptación, porque no he conocido a nin-guna mujer que esté del todo libre de la tendencia a mortificarse. Sonriamos, pues, ante el espejo sin amargura y sin resentimien-to, pero aprendamos también de nuestros errores y luchemos a brazo partido para que las generaciones de mujeres que nos suce-dan sean más libres y más felices.

Enumero y describo someramente, a continuación, las histo-rias que integran el libro y las temáticas que desarrollan.

• Las dos violaciones de Amelia o La mujer que supo enfrentarse a un destacado ejemplar de «demonio meridiano» es el relato del en-ganche de la protagonista con el hombre que la ha violado y que la maltrata psicológicamente.

• El reloj biológico de Ada, que también podría llamarse En bus-ca de la mejor herencia, trata la problemática de una mujer que, a los treinta y cinco años, se plantea ser madre y busca para sus hijas e hijos el mejor padre posible.

• Delicada Rosa o Ya no tengo corazón es el relato de la vida de una mujer valiente que, al enamorarse por primera vez y perder poco después ese amor, no acierta a recomponerse y se refugia en la dependencia de una serie de dolencias.

• ¡Pobre Rosario! o ¿Volver atrás...? ¡Ni muerta! se centra en una mujer que ha vivido en la miseria y que, al conocer a otras que disfrutan de una cierta independencia económica y de estímulos intelectuales, tiene el talento de dejar atrás sus miedos e insegu-ridades para empezar a vivir de acuerdo con el modelo que ellas le proponen.

• Estela y el mentiroso o La mujer que dejó de confiar cuenta la historia de una joven periodista de talento que se enamora de un «cincuentañero» embustero al que se hace adicta.

• La fidelidad de Ángela o La fe ya no mueve montañas explica la historia de una joven que, a los dieciocho años, se enamora de un chico que usa la fidelidad como arma y como bandera, hace suyo este ideal y se queda anclada en ese amor.

• Agresiva Paulina o El éxito (del cónyuge) no da la felicidad des-cribe la frustración y la hostilidad de una mujer que, no pudién-

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dose desarrollar profesionalmente por causa de su adhesión a un modelo tradicional de mujer, malgasta su talento y su vida.

• El estigma de Blanca, que bien podría llamarse Si alguien me ama, trata el problema de las personas que no se sienten queridas y que llegan a la conclusión de que no hay lugar para ellas en este mundo.

• Cayetana la Comepollas o El sexo como sombrero es el relato de la vida de una mujer que, no habiendo vivido la adolescencia en su momento, quiere recuperarla al llegar a los cuarenta.

• Las cualidades de Mónica o Una mujer muy normal se centra en una mujer que descubre que se ahoga realizando el trabajo que ha elegido y que toma la decisión de progresar profesionalmente.

En estas historias no siempre se tratan problemas de evidente falta de asertividad; algunas de nuestras protagonistas son agre-sivas, como ada y Paulina, que dejan de ser asertivas cuando, creyéndose autorizadas por algún tipo de superioridad, pasan por encima de los demás; mientras que otras manifiestan básica-mente inseguridad y escasa autoestima cuando permiten que los demás las maltraten o las exploten. En algunos casos puede pare-cer que las problemáticas detectadas se relacionan más bien con el modo de hacer o de sentir femenino, pero si nos fijamos bien en ellas y en la trayectoria de las protagonistas de las historias, nos daremos cuenta, sin embargo, de que están estrechamente liga-das a un déficit de autoestima y, por consiguiente, de asertividad.

Para darnos moral he escogido como protagonistas a mujeres que, de alguna manera, se salvan. tristemente no siempre es así; algunas no cuentan con los recursos, con la fuerza moral, con la inteligencia o con la ayuda necesarias para superar sus dificulta-des. Sin embargo, nuestras heroínas casi siempre lo consiguen; y las lectoras pueden encontrar en ellas los modelos de los que tan escasas andamos las mujeres.

En los «comentarios desde la asertividad» proporciono algu-nas pistas para efectuar los análisis que serían necesarios para llegar a entender a nuestras protagonistas, pero adelanto que no son exhaustivos; hay espacio para que quienes hayan leído los re-latos los completen. Por otro lado, ha sido necesario obviar algu-nos aspectos de los mismos para no caer en reiteraciones, ya que

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(e insisto en ello) desde mi punto de vista son tan responsables de nuestros problemas la sociedad donde nos movemos, con sus estereotipos y convenciones, como las propias protagonistas de los relatos.

Es verdad que el hecho de saber (o «darse cuenta de») no es suficiente para cambiar. Es sólo un paso, pero el cambio va a ser muy difícil si no lo damos.

tengo que aclarar, por otra parte, que no quiero en modo al-guno negar la responsabilidad individual; si no la aceptáramos, no podríamos superar nuestros conflictos. Es más fácil que cam-biemos nosotras –cada una de nosotras–, que lograr cambios so-ciales; pero también es cierto que cuantas más de nosotras cam-biemos, más rápidamente evolucionará la sociedad.

Ése ha de ser nuestro principal objetivo: ir construyendo una sociedad donde las mujeres no lo tengamos tan difícil y los hom-bres puedan empezar a gozar de las cualidades y prerrogativas de las que nosotras tradicionalmente hemos disfrutado. Pensemos que si a las mujeres se nos ha privado del poder social y político, a ellos se les ha apartado, con la misma crueldad y sinrazón, a lo largo de algunos milenios, del poder de los afectos y de las emo-ciones. Démonos espacio mutuamente y compartamos el poder, todo el poder. Sólo así unos y otras tendremos acceso a la felicidad, que es una de las aspiraciones más legítimas del ser humano.

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1. LAS DOS VIOLACIONES DE AMELIAo La mujer que supo enfrentarse a un destacado ejempLar de «demonio meridiano»

el relato

La verdad es que la historia no podía haber empezado peor, por-que el primer día de salir juntos, Gerardo la violó. amelia, no obs-tante, durante muchos años consideró que no había sido del todo una violación; y eso por dos motivos:

a) quizá ella era responsable del hecho, porque, cuando Gerardo la acompañó a su casa y le pidió que le dejara subir a tomar un café, ella accedió;

b) seguramente hubiera podido resistirse más, como Santa Gema Galgani.

Había un tercer motivo, del que no estaba segura de tener que considerarse culpable: Gerardo tenía fuertes pulsiones sexuales y ella era muy atractiva.

cuando pensaba en ello años después, se maravillaba de haberse dejado manipular, pero Gerardo se había mostrado tan convencido cuando le explicaba, después del desgraciado suceso, que eso de la invitación a tomar una copa era una con-vención y que era del dominio público que si una mujer per-mite que un hombre entre en su casa es porque está dispuesta a acostarse con él, que le creyó y se convenció de que había actuado como una pequeña burguesa y no como una mujer de mundo.

En cuanto al segundo motivo, amelia estaba segura de haber intentado apartar a Gerardo con todas sus fuerzas, pero quizás si le hubiera dicho que hubiera preferido morir... Y lo cierto es que no se le ocurrió. De todas formas, tal como habían ido las cosas,

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ella tenía la impresión de que Gerardo no la habría oído y que, aunque la hubiese oído, no la habría escuchado.

Le hizo daño, además, porque con la urgencia, la ropa le quedó destrozada y debido a su resistencia la penetración no fue nada fácil; tanto dolor le produjo, que incluso le pasó por la cabeza la idea de que quizá aún le quedaba algún resto de himen.

a pesar de ello, amelia no era virgen cuando conoció a Gerardo ni tampoco antes, cuando muy joven aún, había empezado a salir con Esteban. Había sido violada a los dieciséis años de una forma repugnante y cobarde (aunque no dolorosa) que parece que aún se estila. Se encontraba en una discoteca a la que había ido con una amiga, en un pueblo muy turístico cerca de la capital. Había baila-do, había intercambiado unas palabras con unos chicos..., y ya no recordaba nada más. La amiga, que lo era de toda la vida, explicó que la había perdido de vista mientras bailaba y que creía recordar que la había visto sentada a una mesa con un chico. El caso es que a la mañana siguiente amelia despertó en el lindar de un bosque sin bragas y con los muslos ensangrentados. En el hospital, adon-de acudió para que la reconocieran y le diesen la píldora del día después, le dijeron que habían visto otros casos del mismo tipo. Parece ser que algunos chicos mezclan un inductor del sueño muy potente con las bebidas y después sirven las chicas, absolutamen-te drogadas, a clientes que pagan bien los «estrenos».

Pero es que, además, cuando conoció a Gerardo, amelia tenía un noviete y con él había hecho el amor en diversas ocasiones. con Esteban sin embargo todo había sido más pacífico, más len-to, más tranquilo. Esteban hacía el amor como si tuviera pereza, como si estuviese inseguro de su deseo. Su pene no le daba nin-gún miedo a amelia: ella lo llamaba «pajarito», que era el nombre que su madre daba al miembro de su hermano. Se trataba, por tanto, de un objeto familiar, que, en sus manos, se volvía dócil y maleable. Por otro lado –pero eso lo descubrió mucho más tarde– Esteban tampoco «estaba por ella» en el sentido de que no hacía nada especial para darle placer; tanto es así que amelia aún no había tenido ningún orgasmo y empezaba a considerar la posibi-lidad de no ser «normal». No se le había pasado por la cabeza que el problema pudiera ser la técnica amatoria «de él» en vez de la funcionalidad de los órganos «de ella».

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Por ello, el hecho de no haber sentido placer con Gerardo no le pareció extraordinario: que él no hubiese realizado absoluta-mente ningún esfuerzo para prepararla y que la hubiera asustado con su violencia y con aquel pene tan grande no tenía ninguna importancia; el problema era que ella, sencillamente, no estaba dotada para el amor.

Gerardo, por otra parte, ¡era tan guapo! tenía una cara casi perfecta. La barba mal afeitada, las cejas puntiagudas y las aletas de la nariz ligeramente abiertas le conferían un aire de lo más varonil. Su cuerpo, por otro lado, tenía la perfección de las esta-tuas clásicas, como pudo ver algunos meses más tarde, cuando se fue a la cama con él por propia voluntad. Incluso vestido llamaba la atención. ¡Y tenía unas manos! Un poco grandes, pero con de-dos largos y uñas ligeramente ovaladas y cortas; ¡tan bonitas! ¡Y cómo las movía cuando le contaba que estaba muy arrepentido de habérsele echado encima y haberle hecho daño (¡amelia llo-raba!). Las manos de Gerardo tenían vida propia y parecían tan sinceras como él mismo. De todas formas, puesto que amelia se seguía mostrando triste y ofendida, Gerardo le prometió que, si salía con él, estaría sin tocarla todo el tiempo que ella quisiera. Y amelia, desconcertada y confusa, se sorprendió aceptando.

Nunca había sentido la emoción que experimentó cuando Gerardo, arrepentido, le hizo esta propuesta y decidió que se lo contaría a Esteban y que le pediría un tiempo para repensar la relación que mantenían. Esteban, indolente como de costumbre, no pareció que se sintiera ni dolido ni impaciente: le dijo a amelia que lo que ella decidiera le parecería bien. En realidad, Esteban era el candidato de sus padres, los de ella y los de él, y eran ami-gos desde pequeños porque sus padres lo eran, pero entre ellos había más camaradería y confianza que pasión. Por el contrario, salir con Gerardo sí que era apasionante. Daban largos paseos en silencio, y después, cuando llegaban a una de aquellas calles de torres con jardín que están desiertas y en primavera huelen a jaz-mín, él la empujaba contra un reja, la miraba intensamente y, en vez de darle un beso en la boca, como ella esperaba, se lo daba en la depresión que hay entre el brazo y el antebrazo con la misma devoción que si besase una custodia, o arrancaba una flor y se la ofrecía como si fuese el secreto de la felicidad, o le tomaba una

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mano entre les suyas con la exquisita suavidad con que se coge un gorrión caído del nido. Después, cuando ella se fue a Inglaterra a perfeccionar su inglés, le mandaba cartas escritas en un papel cualquiera y unos poemas muy extraños de los que era protago-nista un joven que va por el mundo con la cabeza bajo el brazo.

a amelia estas cosas le encantaban, la hacían sentir única y muy querida, porque no sospechaba que Gerardo, cuando pen-saba en cuál había de ser su próximo paso, se veía a sí mismo en pantalla panorámica y se encontraba absolutamente genial. En realidad hubiera debido olerse que en él había algo especial, por-que si por casualidad a Gerardo le había salido un granito en la cara, se negaba a salir de casa; y cada vez que pasaba por delante de un espejo, se quedaba prendado de su imagen.

En aquella época coqueteaba con la idea de hacerse actor. Era amigo de un par de directores de cine y parece que incluso salió en una película. Pero en el último momento pasó algo que amalia no llegó a saber, y lo dejó estar.

algunas personas pensaban que quizá era homosexual por la atención que ponía en todas sus cosas, por el extraordinario cui-dado que ponía en su pronunciación para que fuese ligeramente perceptible su acento francés –su madre era francesa y él había nacido en Francia– y por su secretismo. Nunca contaba dónde había estado, ni con quién, ni qué había hecho. Este montaje for-maba parte de su puesta en escena, porque, y eso amelia lo supo muy pronto, se había acostado con todas las mujeres que conocía y a las que consideraba dignas de tal honor. Su maravilloso falo se había hecho famoso, y eran muchas las mujeres que aspiraban a ser «pasadas por la piedra» (como decía Esteban) por nuestro protagonista. ¡Si supiesen el daño que hacen!, pensaba amelia. ¡Ella, que había llegado a creer que era «la Escogida» porque él le había dicho que lo era y porque a ella «la respetaba»!

El respeto, sin embargo, no duró mucho más de cuatro meses. Un día Gerardo la miró con una ternura muy especial y le dijo «Y ahora, ¿quieres?» con una voz tan rota y tan profunda que ella no le supo decir que no. Entonces fue cuando lo vio desnudo por primera vez y quedó asombrada de la perfección de su cuerpo, tanto que no pudo callárselo. Sin habérselo propuesto le dijo con admiración que, a pesar de lo bien que vestía, desnudo estaba aún

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mejor: a amelia le pareció tan bello como el joven que había ser-vido de modelo a Miguel Ángel cuando esculpió a su David.

El acto en sí, sin embargo, no fue mucho más satisfactorio que la primera vez. Hubo algún beso y alguna caricia, pero muy pron-to empezaron unas embestidas tan fuertes que la pobre amelia creyó que se quedaría para siempre clavada en la cama.

a pesar de ello, no se puede decir que la experiencia le desagra-dase. La pasión de Gerardo, sobre todo si la comparaba con la fal-ta de entusiasmo de Esteban, le parecía extraordinaria, propia de un artista y, por encima de todo, de alguien que la quería con un amor desmesurado, inconmensurable, porque, como otras muje-res, amelia asociaba a los hombres con una cierta agresividad en la expresión del amor.

Y así fue como amelia se convirtió en la favorita de Gerardo, la Preferida, la Única-que-contaba.

todo eso no quiere decir que fuese la única; era la única im-portante, y eso le bastaba; sobre todo porque para ella la vitali-dad sexual de Gerardo era difícil de soportar y le parecía un alivio que se distrajese con otras. Éstas, las otras, según él, constituían sólo soluciones de emergencia para sus necesidades y a amelia ya le parecía bien que él lo viera de esa manera. Sin embargo, cuando él hablaba de esas amantes ocasionales con cierto desprecio, ridi-culizándolas por creer que entre ellas y él podía haber algo sólo por el mero hecho de haber sido objeto de sus apetencias, amelia se sentía ofendida. El desprecio que Gerardo mostraba hacia ellas la perturbaba porque le parecía abusivo y desconsiderado. Por eso las defendía y no aprobaba su forma de tratarlas. En aquella época ella era también de las que creían que hacer el amor impli-ca amor. Gerardo, sin embargo, se lo aclaró de una manera muy sencilla: con ella –le dijo– hacía el amor; con las demás, follaba.

Y amelia acabó por aceptar esta distinción: las otras eran las «Mille e tre» del Don Giovanni, mientras que ella era el verdadero amor. De todas formas, le daban una cierta lástima las víctimas de la capacidad de seducción de Gerardo, porque algunas de ellas parecían enamoradas de él; le dejaban mensajes por todas partes y le perseguían como si hubiesen perdido la dignidad. a pesar de la incomodidad y la compasión que sentía por las víctimas de la seducción de su Gerardo, ella se sentía única, porque él la llama-

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ba «preciosa» y «amada», cosa que le había jurado que no había dicho jamás a otra mujer. Y a ella le constaba que era la preferida, porque Gerardo sólo iba con otras cuando ella estaba ocupada: primero, estudiando la carrera de Derecho; después, preparando las oposiciones a jueza.

No le cabía la menor duda de que, para Gerardo, ella era más que las otras; viajaban juntos y ocupaban, con intermitencias, tanto la casa de ella como la de él; a la cual, por cierto, él deno-minaba «estación» para indicar, justamente, el poco afecto que le tenía y su falta de compromiso e implicación con aquel espacio. En el buzón de la portería ni siquiera figuraba su nombre.

Para amelia, el verdadero problema no era ni la fidelidad (es-taba segurísima de que, con el aprecio que Gerardo se tenía a sí mismo, no se pondría en situación de contagiarse ninguna en-fermedad de transmisión sexual y aún menos el sida, por muy promiscuo que fuese) ni el no poder compartir con él algunas de sus inquietudes ni las relaciones sexuales que tenían, sino las es-cenas.

Las escenas, que Gerardo denominaba tanganas, emergían como una fuerza de la naturaleza incontrolada y él las protago-nizaba agarrándose a cualquier motivo por banal que fuese. Po-día levantarse a media comida de un restaurante porque, bajo su punto de vista, el camarero no había tenido la actitud adecuada, o bajar de un taxi enfadado por la manera de conducir del taxista, o mandar adonde cristo dio las tres voces a alguien que le cayera mal, aunque no le hubiera hecho nada. tenía una extraña necesi-dad de perfección, y no aceptaba el más pequeño error de nadie.

Lo peor, para amelia, no eran las tanganas que organizaba en público, sino las que le montaba a ella a solas, que fueron ha-ciéndose cada vez más frecuentes. La controlaba totalmente, y, a pesar de que intentaba tomárselo como una prueba de amor (¿qué son, si no, los celos?, se decía para autoconvencerse) a me-nudo se sentía sofocada, no porque le escondiese nada, ya que su vida se reducía a estudiar y a trabajar, sino por aquella exigencia de querer saberlo todo, y, sobre todo, porque el tono de lo que ella denominaba «interrogatorios» iba subiendo a la par que en su cara se incrementaba la expresión de ira hasta el punto de que a ella se le antojaba diabólica, por aquellas cejas que se hacían

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más y más puntiagudas, por la luz que emanaba de sus ojos ver-des, que, en esas ocasiones, se volvían amarillos, y por el tono de ladrillo de su cara. cuando amelia notaba que se acercaba una de estas tempestades, quería huir, pero esos intentos le enfurecían aún más y no le permitía moverse del rincón de sofá que ocupaba ni para ir al lavabo.

Los interrogatorios tenían lugar por la noche y duraban hasta bien entrada la madrugada, cuando ella hacía ya dos horas que lloraba y él iba perdiendo la voz. Entonces, de repente, se calma-ba. Le daba permiso (¡!) para ir a lavarse la cara y le decía que ya podía irse a la cama. El se reunía con ella después de haber fuma-do un par de cigarrillos de hierba y se le iba acercando poquito a poco, como un gato que se dispone a comerse algo que no le está destinado. al cabo de un rato le cogía la mano y le decía cuánto la quería, lo preciosa que era para él y acababa haciéndole el amor con renovada energía.

Pensándolo con calma, amelia llegó a la conclusión de que aguantaba las tanganas porque le gustaba mucho el período de tiempo de reconciliación previo al delirio sexual en que él se mos-traba tierno y humilde, arrepentido de su conducta y decidido a no repetirla nunca jamás.

ahora bien, con todo, amelia se iba cansando de esos dramas porque, si bien después de la tangana él se dormía como un ange-lito y no salía de la cama hasta las doce, ella tenía que levantarse a las seis y media para llegar puntual a la localidad donde ejercía. Y no sólo por eso, sino porque, al cabo de un tiempo, empezó a ver en las escenas algo morboso, repetitivo y no se sentía nada bien consigo misma cuando tenía que enfrentarse al hecho de que las aguantaba. Estaba segura de que si alguna otra mujer le contase esta historia, no dudaría en aconsejarle que dejase a aquel hom-bre que la maltrataba psicológicamente y se dedicase exclusiva-mente a su profesión.

Gerardo, en cambio, tenía la suerte de poder ir a trabajar cuando le apetecía, porque tenía un trabajo extraño que se lo permitía y porque, por lo que parece, en ese trabajo era extraor-dinariamente bueno. cortaba diamantes y otras piedras precio-sas para los mejores joyeros, porque nadie como él sabía ver el lugar más adecuado para hacerlo sacando el máximo partido de

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la pieza. Y ese trabajo le permitía vivir espléndidamente, a pesar de que amelia nunca llegó a saber cuánto ganaba.

Sí sabía que, al menos con ella, era muy espléndido: le hacía regalos que no sólo eran caros, sino que además estaban real-mente bien escogidos. Su Gerardo tenía un gusto exquisito y co-nocía su cuerpo como si él mismo lo hubiese modelado. La ropa interior y los vestidos que le regalaba le quedaban mucho mejor que los que se compraba ella misma y eran infinitamente más caros y más elegantes.

De hecho, una de las satisfacciones de Gerardo era entrar con ella en un restaurante y conseguir que la mayor parte de los comensales los siguiera con la mirada. Por otro lado, como los maîtres le conocían y habían presenciado u oído hablar de alguna de sus tanganas, a la par que habían gozado de las espléndidas propinas que dejaba, lo trataban como a un príncipe; y a pesar de que él, por principio, nunca reservaba mesa, para él siempre había lugar.

De todas formas, de vez en cuando amelia le dejaba porque pensaba que tenía que hacerlo, porque no tenía por qué sopor-tar sus escenas y porque hacerlo era denigrante. Las primeras veces que lo hizo creyó de buena fue que era para siempre, pero él tenía la habilidad de aceptarlo humildemente y de no volver hasta pasados unos tres meses, durante los cuales amelia se ha-bía dedicado a leer intensamente y a descansar de tanta pasión. ahora bien, transcurrido ese tiempo, cuando amelia empezaba a sentirse sola, volvía a mandarle flores: los ramos más bonitos que se hayan diseñado, porque daba instrucciones estrictas so-bre las flores que los habían de integrar y la forma cómo habían de combinarse. al cabo de unos días le hacía llegar alguna joya no demasiado ostentosa pero con un diseño particularmente delicado; antiguas, a menudo. Finalmente llegaban las llama-das con voz tierna y enronquecida y, como colofón, la invitación a cenar.

Y amelia caía. Se dejó arrastrar muchísimas veces por el ri-tual al que Gerardo la tenía acostumbrada, aunque cada vez era más consciente de que se rendía sólo temporalmente y que a la primera escena le dejaría otra vez, aun cuando, pasado algún tiempo, volvería con él. Por eso Esteban le dijo que su relación

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con Gerardo, que hacía años que duraba, fluía como el Guadiana –a veces por la superficie y a veces de forma subterránea– y que dicha relación era de las más estables que conocía.

Lo que acabó con la paciencia de amelia fue el hecho de llegar a saber casualmente –porque conoció a una de sus sustitutas en el lecho de Gerardo– que las escenas que hacía en el coche o en lugares públicos y que tenían lugar los viernes tenían la finalidad de dejarle libre el fin de semana para irse con otra.

Eso le pareció imperdonable, incluso aunque «la otra» fuera ella misma; constituía una terrible manipulación y una absoluta falta de respeto. consideró del todo condenable que se lo hubiera hecho a su nueva amiga –y probablemente también a otras mu-jeres a las que no conocía–, pero que si se lo había hecho a ella –amelia creía que sí porque alguna de las escenas que habían te-nido lugar en restaurantes se habían producido en viernes–, que-ría decir que Gerardo no hacía distinciones. Si la trataba como a las otras, ¿qué clase de Preferida era entonces? Ya no se trataba de ataques de celos o de ira irreprimibles que se producían debido a su temperamento; ya no era una cuestión de carácter; era un auténtico fraude, de lo más pérfido. Sin duda constituía una falta de consideración inaceptable que ni ella –ni probablemente las otras– se merecían, y de ninguna manera podía aceptarlo.

Volvió a romper con él, pero esta vez amelia sabía que sería la última, la definitiva. No puso ningún énfasis especial en ello, sin embargo. Le pareció mejor que Gerardo lo descubriera por sí mismo.

Y él, a pesar de que tardó algo más que de costumbre, volvió a atacar con sus armas habituales. Y amelia se comportó también como solía; siguió dándole largas hasta que por fin aceptó salir a cenar con él.

cuando estaban en los postres, él se sacó del bolsillo un anillo precioso y le pidió que se casara con él. Ella, con una sonrisa, dijo NO, se levantó y lo dejó plantado en la mesa. recordaría de por vida la satisfacción que le produjo haber protagonizado esta última escena.

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desde la asertividad

¿recordáis al «demonio meridiano» de mi libro anterior, Aserti-vidad? Pues bien, Gerardo era un magnífico ejemplar de ese tipo de hombre. Intuitivamente conocía bien a las mujeres, pero ade-más las observaba, las estudiaba y disfrutaba relacionándose con ellas, porque tenía la seguridad de poder dominarlas. con ellas siempre partía como ganador; y quizá amelia le atrajo especial-mente porque no fue una presa fácil. Sin embargo, con paciencia, halagos, dedicación y delicadeza supo llevársela a su terreno.

Gerardo, como todo buen «demonio meridiano», descollaba en el arte del engaño y mentir, para él, era un juego del que le era difícil prescindir. Le gustaba tejer zonas de sombra a su al-rededor y, más que relatar abiertamente los sucesos relativos a su historia personal, por ejemplo, dejaba que cada mujer, según sus preferencias literarias, le viera como al Pequeño Lord, como a Oliver twist o como al pequeño Proust, esperando emocionado en la cama el beso de su madre. La infancia difícil que se le supo-nía era sin duda una buena coartada para justificar sus intempe-rancias, sus cambios de humor, su imprevisibilidad…

amelia, en cambio, había vivido una vida más anodina. Sus padres y su hermana mayor encajaban perfectamente en el am-biente en que se movían. Su padre y su madre tenían unos roles claramente asignados y respetaban mutuamente sus respecti-vos espacios de poder. Su hermana, antes de cumplir los die-ciocho años, había empezado a salir con el que al cabo de tres años sería su marido. Sólo su hermano, el favorito de la casa, seguramente se divertía algo más, porque gozaba de mayores licencias; a veces podía salir sólo con sus amigos, o entretenerse al salir de la escuela y llegar a casa más tarde de lo permitido sin que el retraso le ocasionara nada más que una amable repri-menda. Ella, en cambio, al ser una niña y la pequeña de la casa, estaba más controlada, pero no lo vivía especialmente mal por-que disfrutaba estudiando, y tenía la compensación de recibir buenas notas.

Quizá por eso se enamoró de Gerardo: era la antítesis de lo que ella conocía y representaba lo prohibido, lo escandaloso, lo extravagante.

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El asalto del primer día y su arrepentimiento le llegaron al corazón; eso, su constancia y su encanto le decidieron a lanzarse del todo a aquella aventura que era lo más emocionante que le había ocurrido. Había, además, otro ingrediente que no podemos pasar por alto, y es el deseo de «redimir» que tenemos algunas –por no decir muchas– mujeres. Gerardo estaba desquiciado –pero eso podía deberse a su dramática infancia– y además «a punto» de ser una mala persona; quizá ya lo era. Pero también era posi-ble, si frecuentaba los ambientes y las personas adecuadas –ella, sin ir más lejos–, que siguiera por otros derroteros.

La verdad es que nunca confió plenamente en él; había algo en su persona que no veía del todo claro, y además, algunas de sus conductas, como la de «jugar a hacerse el misterioso» y las tanga-nas le parecían del todo absurdas e injustificables, pero también un indicio de que algo no iba bien en él. Por eso seguía a su lado, aunque tampoco creía del todo en su amor; seguramente porque lo veía demasiado teatral.

Ella detestaba las escenas, sobre todo y en un principio las que hacía en público, pero se las disculpaba porque veía en ellas mucha debilidad. La intolerancia de Gerardo por el defecto le pa-recía conmovedora y si lo que las desencadenaba era el sentirse insuficientemente reconocido o no suficientemente bien tratado, se enternecía aún más, porque le percibía vulnerable y necesitado de afecto. Y amelia sentía la necesidad de protegerlo de sí mismo y, sobre todo, de salvarlo. (¡Esa maldita tentación que tenemos muchas mujeres!)

Por eso empezó a aguantar también las tanganas que le mon-taba en privado; por eso, porque sentía compasión al percibir su inseguridad cuando estallaba por celos y porque empezó a aficio-narse a las reconciliaciones que las seguían.

también se dio cuenta, en un momento determinado, de que ella actuaba, para con él, como otras personas se comportan con una adicción. Las que fuman, por ejemplo, acostumbran a decir que pueden dejar el tabaco cuando se lo propongan y, a veces, para demostrar que es así, lo hacen. Pero vuelven a él al cabo de unos meses, convencidas de que cuando quieran lo volverán a dejar.

Y eso es exactamente lo que hacía amelia con Gerardo. Lo de-jaba pero volvía a él.

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Sin embargo, en una de esas rupturas, una amiga le regaló un libro sobre asertividad y allí encontró la descripción de su Gerar-do como «demonio meridiano». Se hizo más consciente también de su dependencia y de hasta qué punto era poco sana la relación que mantenía con él. analizó las causas que la impelían a ella y las que le motivaban a él para volver. Quizá sentía cierto respeto por su carrera y apreciaba su inteligencia… Quizá era la única mujer que le plantaba cara… Pero en realidad los motivos de él no importaban; lo que debía analizar era por qué ella se dejaba convencer y reanudaba la relación con él a pesar de saberle inca-paz de cambiar.

Para no sentirse excesivamente mal al darse cuenta de su comportamiento de sumisión se convenció de que seguramen-te Gerardo dependía tanto de ella como ella de él. O quizá más. amelia necesitaba sentirse la elegida para reafirmarse, pero él dependía de la adoración de un montón de mujeres –y de la suya propia– para poder seguir mirándose en el espejo. Pero, aunque así fuese, lo cierto es que ella estaba siempre pendiente de él y de sus cambios de humor, y muy a menudo aceptaba sus propuestas sólo para evitar sus enfados.

amelia, además –y llegó a ser plenamente consciente de ello sólo al final– era vulnerable porque tenía centrada su propia va-loración en lo que hacía de ella un solo hombre: Gerardo. Él, en cambio, la tenía a ella como desafío y a las demás como comple-mentos. amelia era seguramente la más preciada porque tenía una serie de recursos y, sobre todo, porque no era fácil, en el sen-tido de que se atrevía a dejarle y parecía perfectamente capaz de vivir sin él. Las otras, en cambio, no oponían apenas resistencia a sus deseos y se dejaban manipular sin que Gerardo tuviera ne-cesidad de desplegar ante ellas todas sus habilidades.

Quizá ella era la Preferida de una manera genérica, pero, en determinados momentos, la había dejado plantada por otra. Eso, sin embargo, lo hubiera podido perdonar. Lo que decidió no de-jar pasar fue que, en lugar de buscar cualquier excusa o decír-selo abiertamente –que es algo que probablemente ella hubiese llegado a aceptar– la había hecho pasar por una tangana sin el antídoto de la reconciliación, lo cual la había dejado sumida en un especie de estado depresivo que había sido causa de que, para

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ella, el fin de semana se convirtiese en un infierno. Y eso no era amor; sino todo lo contrario. Gerardo no la amaba, más bien la odiaba, o por lo menos no la amaba como las mujeres solemos entender el amor. La necesitaba, quizá, como ella le necesitaba a él. Pero esa necesidad no era sana ni podía considerarse «amor».

De hecho, para ella fue muy significativo que, cuando con unas amigas hizo, como «divertimento» veraniego, un test de una revista femenina, dijera que el animal con el cual relaciona-ba a su pareja era el leopardo. Pero el leopardo al que se refería era uno de peluche con el que había dormido muchos años. O sea, un juguete, no un animal de verdad. Y eso le hizo ver que, si Ge-rardo jugaba con ella, ella también jugaba con él y que, por tanto, la relación era más igualitaria de lo que a ella le parecía muchas veces. Pero, aun así, sintió que para poder respetarse a sí misma debía romper con él.

El final también fue glorioso porque, aunque «in extremis», Gerardo, que no soportaba ni compromisos ni responsabilidades, le había pedido que se casara con él. todo un triunfo. Pero no cayó en la trampa porque se dio cuenta de que, si se casaban, Ge-rardo la odiaría aún más (para ella era evidente que Gerardo la quería tanto como la odiaba y la odiaba porque se le resistía) y la consideraría «culpable» de haberle «obligado» a casarse, aunque la iniciativa hubiese sido suya.

Quede claro, sin embargo, que amelia pudo despegarse de Ge-rardo porque era independiente económicamente, porque tenía una profesión valorada, porque nunca puso en stand by su capaci-dad crítica, porque utilizó el mismo rigor para valorar la conduc-ta de Gerardo que el que ponía en el análisis de su propia conduc-ta y porque encontró en el momento adecuado la descripción de su pareja como «demonio meridiano» en un libro de asertividad.

Por eso salió fortalecida de la relación. Por eso considera que ahora ha alcanzado una especie de bienestar, que, si no es la fe-licidad, se le parece mucho. Por eso dice riendo que su epitafio podría ser: «aquí yace una mujer que, por decisión propia, esca-pó de las redes de Gerardo». Pero sabemos que no sólo ha sabido librarse de una relación que para ella constituía un freno y una fuente de malestar: amelia ha hecho otras muchas cosas y le que-dan aún muchas por hacer.

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2. EL RELOJ BIOLÓGICO DE ADAo en busca de La mejor herencia

el relato

Si hace unos años me hubiesen dicho que llegaría a sentir una gran simpatía por una niña bien, de esas que lo tienen todo como por derecho propio, me habría extrañado tanto como cuando una echadora de cartas me vaticinó que me casaría tres veces.

Pero fue así. Se trataba de una chica de bandera; atractiva, más que guapa, con la cara lavada pero con cejas perfiladas, pes-tañas teñidas y muslos recién liposuccionados. De no haber sido por su amplio escote y las generosas vistas a sus pechos que éste proporcionaba, podría decirse que tenía tipo de modelo. como cualquier hombre habría dicho, estaba buena.

Me la presentó un amigo que la había conocido accidental-mente y que, además de por su físico, la valoraba por sus buenas cualidades. Me la encomendó muy especialmente, diciéndome que se movía en un círculo de gentes que no sólo no la compren-dían sino que la perjudicaban, puesto que todos tenían la malha-dada costumbre de vivir la vida de todos. Se controlaban mutua-mente mediante los teléfonos móviles, comían o cenaban juntos casi diariamente y se lo explicaban todo, considerándose autori-zados no sólo para opinar, sino también para dirimir los asuntos ajenos, de modo que cuando alguno de ellos entraba en conflicto con algún otro miembro del «círculo infernal», el resto de sus in-tegrantes tomaba partido e incoaba una especie de expediente a quien consideraban culpable.

Ella, ada, estaba en un momento muy conflictivo porque ex-perimentaba una crisis post-enlace matrimonial y se notaba muy tironeada por las opiniones de sus amigos relativas a ella misma, a su marido y a su vida conyugal.

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conmigo fue muy abierta: me trató como si también fuera miembro del «círculo infernal» y, puesto que yo, según dijo y pude percibir, le caía bien, me adoptó como «hermana mayor» y pasó a contarme, sin más, los problemas en los que estaba inmersa.

Me explicó lo que consideraba que yo debía saber en relación con su familia de origen, con los hombres con quienes se había relacionado y con su flamante marido, que era el causante de su actual estado de confusión.

Lo contaba todo con orden, por apartados, cuyo encabezado destacaba a mis oídos como un capítulo de una novela. Hablaba muy deprisa. a veces, tenía que interrumpirla para hacerle algu-na pregunta con el fin estar segura de haberla entendido correc-tamente. Por lo demás, hablaba con mucha gracia, con sentido del humor y, a veces, hacía chistes a costa de sí misma.

La confianza que parecía tener en mí y la admiración que me demostraba me halagaban, así que empecé a verla como a una ahijada muy liada pero llena de vida y de posibilidades.

Bajo su punto de vista, su infancia había sido dura, porque su madre no la había querido nunca y su padre, extraordinariamen-te exigente, manifestó por ella un cierto interés sólo mientras ella no le decepcionó, lo que ocurrió cuando cumplió los dieciséis y empezó a salir con chicos. No se llevaba bien con nadie de su familia y, de hecho, desde que había muerto su padre, cuando ella empezaba la universidad, dejó de verla casi por completo. con su madre –a la que no perdonaba su desapego– se mantenía fría y distante y consideraba un mérito el saludarla educadamente cuando coincidían en alguna celebración.

Era muy inteligente, sin duda, y había sido muy buena estu-diante, lo cual había determinado la consideración en que la tuvo su padre mientras fue una niña. Sin embargo a ada le faltaba alguien a quien poder agarrarse para seguir adelante con los es-tudios y para emprender una profesión.

Su problema actual era la relación con Pepe, su marido, con quien se había casado a los tres meses de conocerlo en un rap-to de enamoramiento. Lo que le sucedía, cuando empezamos a hablar, era que estaba notando un gran cambio en su marido, para peor, naturalmente. antes de casarse podían hablar de todo, me dijo; ahora él rehuía las conversaciones, sobre todo las que

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amenazaban con tomar cierto tono de intimidad, y prefería so-lucionar los enfados de manera no verbal, cogiéndole la mano, dándole un beso, haciéndole algún arrumaco o trayéndole flores.

Durante los primeros tiempos, él, si bien no era un amante extraordinario, por lo menos hacía el amor con ella con bastante facilidad; ahora la ignoraba en la cama e incluso –y eso era para ada lo más grave– la apartaba de su lado cuando ella se acer-caba en plan cariñoso. La estrategia de él era la huida. Y cada vez que se enfadaban, en vez de analizar lo sucedido, como ella hubiera deseado –evidentemente para que él se diera cuenta de su inadecuado proceder– se iba a comer o cenar con algún amigo, al gimnasio, a una casa que tenía en el campo o a dar una vuelta en barco. Luego volvía como si nada, y se enfurecía nuevamente cuando ella le pasaba factura e intentaba volver a sacar a la luz el tema que había originado la escapada.

En fin, que no cedían ni el uno ni la otra y sus discusiones iban adquiriendo un tono cada vez más subido. Lo más suave que él le decía a ella era que le tocaba los cojones, y ella a él que care-cía de sensibilidad e incluso de inteligencia. Pero lo peor no era eso: era que, constantemente, se amenazaban el uno al otro con dejarse, con el divorcio, y lo tenían tan planeado que incluso se habían puesto de acuerdo en cómo se repartirían la casa enorme que compartían y que se había convertido en su hogar común.

Viviendo en este estado de precariedad afectiva y territorial es difícil construir, dije yo. Os preocupáis más de lo que va a ocurrir cuando rompáis que de lo que os está ocurriendo ahora, mientras vivís juntos.

a estas alturas ya me había convertido en amiga, o más bien en una hermana mayor de adopción, como ella decía, pero era evidente que mi influencia era escasa, porque ada toleraba mal el hecho de que le llevasen la contraria, y yo le había dicho que, bajo mi punto de vista, ni ella ni su marido tenían claro en qué consis-te vivir en pareja. Ella le reclamaba un amor incondicional, pero en cambio con él era terriblemente exigente. No le pasaba ni una. tu amor, le dije, está del todo condicionado a que él se adapte a tus exigencias; ¿cómo puedes esperar que él lo haga?

Para mí no fue difícil averiguar cómo se llevaban porque ella hacía lo mismo que le echaba en cara a él, es decir, rechazar-

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lo a las primeras de cambio y refugiarse en algún miembro del grupo maldito de tal manera que a él le llegaban rápidamente, debidamente distorsionadas, las historias conyugales que ella les contaba. Si exceptuamos el hecho de que ella, a veces, se le acercaba cariñosamente y se encontraba con su rechazo, el comportamiento de ambos no difería gran cosa. tenía la misma intolerancia, la misma ambición de dominio, la misma incapa-cidad para ponerse en el lugar del otro y la misma necesidad de ser el ombligo del mundo que él. Había otras cosas que ella no le perdonaba, sin embargo, y que no eran defectos que ella tuviese: la tendencia a huir ante los conflictos, la mentira como procedimiento de evitarse complicaciones, la dificultad de co-municarse verbalmente y una oposición férrea a analizar su propia conducta.

Ella, en cambio, era valiente, demasiado incluso; capaz de lan-zarse al mar en un pueblo de secano y de enfrentarse a pecho des-cubierto a la maledicencia del grupo al que pertenecía. también era sincera, hasta el punto de decirle a su marido que hubiera deseado encontrarse casada con un hombre de verdad. Decía que admiraba profundamente a Unamuno, quien, en la Vida de don Quijote y Sancho, incitaba a decir «mentiroso» a quien miente, «la-drón» a quien roba y a seguir adelante. así era ella. Enmendaba la plana a quien fuese, sin ningún motivo egoísta, sólo por amor a la verdad; y a su marido esta característica más bien le parecía detestable.

Por qué se habían casado era algo que ni siquiera sus amista-des del círculo infernal acababan de entender, ya que, por lo me-nos a toro pasado, afirmaban haber vaticinado que, juntos, ada y Pepe no podían durar.

Y éste era el quid la cuestión. cuando se lo pregunté a ada me dijo que «para tener un niño» y cuándo le pregunté que por qué se había casado Pepe con ella dijo que por lo mismo. Él, aún más que ella, estaba loco por tener un hijo y seguramente había pensado que ada podía ser una madre adecuada.

Y ahora que había descubierto que su marido no le gustaba, ¿qué pensaba hacer? Ése era el problema, porque ada ni quería renunciar a sus planes de maternidad ni se sentía dispuesta a disimular lo decepcionada que se sentía de su marido.

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No sirvió de mucho que le preguntara el por qué de sus rup-turas con novios anteriores, con la obvia intención de hacerle ver que ni ellos eran lo que ella hubiese deseado que fuesen ni ella podía considerarse alguien con quien era fácil convivir. ada se-guía obstinándose en querer perfeccionar a Pepe con el laudable propósito de convertirle en un padre plausible para su hijo.

a mí, aparte de que, en general, me parece bastante inútil empecinarse en cambiar a quien sea, me daba la impresión de que un empresario de éxito como Pepe, que había hecho crecer y fructificar las empresas heredadas, que era respetado y consi-derado socialmente y que, por si fuera poco, había cumplido los cincuenta, estaría poco dispuesto para la transformación, por-que, de hecho, lo que ada hubiera querido no era un cambio, sino una auténtica transmutación (yo la denominaba, en estilo jocoso, renacimiento). De hecho, Pepe era un hombre corriente, que había corrido mundo y que no permitía que nadie le enmendara la pla-na porque hacía ya muchos años que era dueño de su empresa y de su vida.

Y ada, que tan encantada estaba de que la escuchase, se ne-gaba a escucharme, por lo menos en primera instancia. cuando apelaba a la aparente felicidad de muchas mujeres casadas, yo la incitaba a tomar en cuenta las diferencias existentes entre ella y esas mujeres. ¿Estaría dispuesta, ella, a sonreír beatíficamente mientras su marido explicara cualquier tontería, por lo demás convenientemente maquillada, hinchada, inacabable, sin inten-tar ni por un momento de rectificarle o hacerle callar? ¿Sería capaz de decirle que era un amante maravilloso? ¿Le permitiría huir cuando le viniera en gana y le recibiría con una sonrisa al volver, sin cantarle la caña? Finalmente, la pregunta del millón: en caso de necesidad, bien por amor, bien por preservar su ma-trimonio, bien por el hijo venidero, ¿estaría dispuesta, de vez en cuando, a fingir un orgasmo? ada juraba y perjuraba que las mujeres casadas que conocía seguro que no hacían eso, pero yo respondía que mejor que no pusiera la mano en fuego y que estar felizmente casada supone, en la mayoría de los casos, pagar un peaje que hoy día cada vez más mujeres consideran excesivo. ¿Por qué, si no, son las mujeres quienes han tenido la iniciativa de la mayor parte de las separaciones conyugales? La verdad es que

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hoy son aún muchos los hombres que se niegan a apearse de sus conductas displicentes y autoritarias; y es cierto también que, por otra parte, las mujeres cada vez tenemos menos aguante.

Sea como fuere, ada se mantenía en sus trece; y las disputas, las riñas, los enfados con su marido llenaban su vida de amargu-ra, hasta el punto de que ni siquiera las reconciliaciones que se producían cada vez más esporádicamente constituían un alicien-te para seguir juntos.

No podían salir de un ciclo de emociones negativas, que po-dían resumirse en cuatro tiempos, y vuelta a empezar, a saber:

1) uno de los dos hacía un gesto cariñoso hacia el otro; 2) éste o ésta aprovechaba la ocasión para echarle en cara al otro

algún incidente relacionado con alguna pelea anterior; 3) el primero/la primera se retiraba ofendido/a; 4) el otro se enfadaba por la poca sensibilidad y extrema suscep-

tibilidad del cónyuge.

Y así indefinidamente...ada llegó a aceptar que esto era así e incluso a estar de acuerdo

con que era ella la que aprovechaba los acercamientos de él para hacerle reproches la mayoría de las veces, pero consideraba des-honesto dejar asuntos por aclarar. La única conducta que estaba dispuesta a aceptar por parte de él, en estos casos, era un reco-nocimiento explícito de su estupidez, cobardía, o combinación de ambas y una declaración de firme propósito de enmienda. Sin esto no era posible la convivencia.

Y sin embargo estaba el tema del niño. Quería tener un hijo por encima de todo. Bien, le dije al fin, están los bancos de semen y las aventuras locas de una noche con un hombre previamente seleccionado por la bondad aparente de sus genes. Es verdad que lo primero es expuesto –¿no serán mejores los genes de un loco conocido que los de un sabio por conocer?– y que lo segundo es objetable desde un punto de vista ético –sobre todo si el escogido ignora que el revolcón tiene como objetivo el mismo que la Santa Madre Iglesia y la sociedad bienpensante propone para el matri-monio. claro que si el «donante» conociera la auténtica causa de su extraordinaria facilidad para el ligue, cabría la posibilidad de

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que se negara al experimento o de que, habiéndolo aceptado, se sintiera luego presa de extraños escrúpulos, y quisiera ejercer de padre.

también había otro problema, otra decisión importante que tomar. ¿Debería ser el escogido alguien poco conocido? ¿No valía más confiar en un amigo? Bien, la ventaja de alguien poco conoci-do es que, precisamente por ser poco conocido, se le conocen pocos defectos. En cambio podemos querer mucho a un amigo, aunque consideramos que anda como un pato, que tiene la nariz torcida y por consiguiente respira haciendo un ruidito algo molesto, que no ha sabido «tener éxito en la vida» o que es poco sutil y carece por completo de sentido del humor. Y entonces, «si Pepe, a quien has escogido a priori, no es digno de ser el padre de tu hijo, ¿cómo puedes pensar que alguno de los hombres a los que has desechado como pareja y tratas como amigo lo será en mayor medida?».

ante todas estas preguntas ada se sumía en un silencio re-flexivo y consideraba la posibilidad de «pasar de todo» y quedarse embarazada puesto que, total, hoy día la mitad de los niños tienen padres separados y están tan ricamente. Sin embargo, no acababa de decidirse, porque tan pronto como parecía que se inclinaba por esta opción el ciclo de peleas se reiniciaba y con él la fatiga, el des-corazonamiento y la duda.

ada se encontraba pues en un camino sin salida, y oscilaba en-tre pensar en dejarle («¡que le den morcilla!») y lo buen padre que Pepe podría llegar a ser, aun siendo un esposo peor que mediocre.

En sus buenos momentos, ada reconocía que era terriblemen-te exigente e incluso agresiva, innecesariamente a veces, y que se empeñaba en juzgar a Pepe como seguramente lo habría hecho su padre –el de ella– de haber vivido. Entonces yo le decía que puesto que Pepe había tenido que privarse del placer de conocerle, era mejor dejar las cosas como estaban, sin que ella se viera obligada a representar, además de su propio papel, el de su intachable padre.

Era evidente que, a pesar de considerarle duro e inflexible y de no haber tenido con él, excepto en la infancia, y aun con reservas, buena relación, ada le tenía idealizado; y consideraba, más o me-nos conscientemente, que el padre de su hijo no podía ser menos que el que ella había tenido. Y no tenía en cuenta lo que ella había sufrido por la frialdad con que éste la trataba y por su desmesu-

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rada exigencia. Y se olvidaba también de que Pepe, a pesar de sus defectos, podría acercarse cariñosamente a un hijo y que era mu-cho más capaz de dar que su todopoderoso padre.

Sin embargo, no conseguía deshacer el nudo. Su racionalidad, probablemente, constituía un obstáculo para tomar una decisión, porque se empeñaba en poner en un platillo de la balanza lo que era su marido y en otro lo que ella hubiese deseado que fuese, lo cual, naturalmente, producía como resultado el rechazo. Y se es-forzaba por ignorar que ella, al casarse, lo había elegido y que cuan-do se casó era muy consciente de sus treinta y siete años y de que no podía retrasar mucho más su maternidad. ¿Para qué casarse, si ella no necesitaba a nadie que la mantuviera y, además, antes de hacerlo, una y otro habían tomado todas las precauciones posibles para no perder patrimonio en el caso de que fueran mal dadas?

Yo le decía que ella deseaba como padre de su hijo un ejemplar, seguramente transgénico, producto de un cruce entre el típico marido burgués y el mismísimo Príncipe azul, y que ese deseo extravagante me hacía considerar la posibilidad de que, después de todo, ella no estuviese tan segura de querer un niño. En todo caso, se tenía a sí misma, ¿no?

alguna vez, harta de contar siempre lo mismo, ada había co-mentado que era una lástima no ser lesbiana. Opinaba que, pues-to que muchas mujeres son mucho más valientes y sinceras que la mayoría de los hombres, la relación con una mujer sería mucho más fácil, y empezó a repasar mentalmente a las que conocía para ver si se sentía atraída por alguna. como entretenimiento esta-ba bien, le dije, pero en realidad muchas parejas homosexuales acababan también teniendo problemas porque tendían a reprodu-cir la división de roles típica de la pareja heterosexual: en cierto modo uno –o una– adoptaba el rol de mujer y la otra o el otro, el de hombre; con lo cual se mantenían las discusiones por el poder, y la sensación de explotación aparecía de manera tan evidente como en una relación clásica. Por otro lado, su «conversión» no le hubie-ra resuelto el problema del hijo, y tendría que seguir planteándose el tema de la inseminación artificial y/o el de la noche loca.

¡Me lo temía!, comentó con humor. Fue entonces cuando yo le dije, en el mismo tono, que sí que había solución: la del magnate enamorado de Jack Lemon travestido de mujer de la película «con

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faldas y a lo loco», quien contesta con resignado entusiasmo: «Na-die es perfecto», cuando Lemon le confiesa que es un hombre.

¡Si ella fuera la mitad de permisiva! La verdadera cuestión, cuando se ama a alguien, no es, como decía aquél, el sexo, sino ¿cuáles y cuántos defectos estoy dispuesta a tolerar a la persona a la que amo?

cuando me dijo, después de una de las riñas con Pepe, que éste le había dicho que en ella buscaba a una esposa y que se había en-contrado con una niña, yo comenté que probablemente su marido era más inteligente de lo que ella creía y que, en todo caso, estaba aprendiendo a defenderse.

curiosamente, esto tuvo un efecto positivo en ada, que, ha-biendo admitido que algunas de sus exigencias eran infantiles, pareció dispuesta a otorgar mayor credibilidad a su marido y a dejar de tomar «precauciones». El reloj biológico de ada funcionó a la perfección; se quedó embarazada y tuvo gemelos: dos niños.

ahora mismo está tan ocupada que apenas tiene tiempo ni para analizar hasta qué punto es feliz o deja de serlo ni para pe-learse con Pepe.

Nos queda el interrogante de qué pasará cuando los niños empiecen a hacerse mayores y vayan al colegio. Es posible que un nuevo embarazo solucione la papeleta, pero será un alivio tempo-ral. Más pronto o más tarde ada tendrá que enfrentarse al proble-ma, hasta ahora no resuelto, de qué hacer con su vida.

desde la asertividad

El problema de ada no era la falta de asertividad, sino más bien la tendencia a no dejar pasar ni una a quienes tenía más cerca y a invadir su espacio personal con una exigencia a veces excesiva. O sea, más bien era agresiva porque obligaba a quienes estaban en su entorno, y sobre todo a Pepe, a un rigor y a un grado de aper-tura a los que él no estaba acostumbrado.

ada le ponía en cuestión como marido y como hombre. ¿Y por qué? Los defectos que le encontraba ada suelen tenerlos buena parte de los humanos pertenecientes al género masculino: se en-cierran en sí mismos cuando las cosas no les funcionan, tienden

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a huir de las conversaciones cuyo tema es el análisis de la propia conducta, se niegan a reconocer errores y a disculparse y, cuando se sienten incómodos, se defienden atacando.

Pepe, de hecho, no era un hombre excepcional, ni en lo bueno ni en lo malo. Indudablemente inteligente, acostumbrado al éxi-to, razonablemente atractivo y seguro de sí mismo hasta haberse casado, se encontró, sin embargo, con que ada no paraba de po-nerle en cuestión.

La «rara», en este caso, era ada, cuya característica principal es que carecía de las cualidades que solían tener las mujeres, so-bre todo las esposas. No sabía callar, no disimulaba, no discul-paba, no pasaba por alto. Por el contrario, exigía, demandaba y se negaba a dejar cabos sueltos. En su favor hay que decir que se exigía tanto como exigía a los demás y que, en el caso de que lle-gara a persuadirse de que había obrado de manera inadecuada, estaba dispuesta a rectificar y a pedir disculpas. consideraba que perdería su dignidad si actuaba de otra forma y que no po-dría seguir mirándose al espejo si no procedía de acuerdo con sus convicciones. Sin autodefinirse como feminista, tampoco estaba dispuesta a aceptar minusvalías en ningún aspecto, y, puesto que, como a Melibea, la naturaleza la había dotado de singular hermosura y a su padre de una sustanciosa fortuna, no veía por qué tenía que tolerar en otro lo que no se toleraba a sí misma; y se sintió estafada cuando se encontró con que, para mantener su matrimonio, tenía que cerrar los ojos a diversos aspectos de la relación que mantenía con su marido. Su rebe-lión, por consiguiente, era una extravagancia por infrecuente, no porque estuviera falta de lógica.

De hecho, ella había integrado a su padre como modelo de hombre, de ahí su exigencia, y esperaba también que su marido la tratara con el mismo respeto, casi admiración, con que la había tratado su padre de niña.

Uno de los grandes problemas de ada era que, desde muy pe-queña, se había sentido un estorbo para su madre y viendo per-dida la causa de conseguir que ésta la aceptara y la quisiera y no sabiendo qué hacer con su sentimiento de desamparo, decidió ignorarla, al tiempo que intentaba por todos los medios encajar en el modelo de perfección de su padre. Empezó a sacar notas

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excelentes desde la escuela primaria, tanto por su facilidad para aprender como por su conducta, y sus éxitos escolares la com-pensaban de alguna forma de su fracaso como hija de su madre, quien, además, en contraste con el desapego que había mostrado hacia ada, exhibía ahora una gran devoción por un hijo recién nacido, quien iba a ser el único chico de la familia. Este contraste era tan grande que a ada le resultaba insoportable, por lo cual, aún más, se volcó en los estudios, y consiguió que su padre le re-conociera el mérito de ser una excelente estudiante y que, mucho más tarde, la propusiera como ejemplo a su hijo, mucho menos brillante y mucho más vago.

Otro de los problemas que tenía ada consistía en que, por una serie de razones (entre las cuales hay que destacar el hecho de haber dispuesto siempre de todo el dinero que necesitaba), había llegado a los treinta y siete años sin haber desarrollado ninguna actividad que pudiera considerar propia y había puesto todas sus esperanzas en el matrimonio y la maternidad, para descubrir, al fin y al cabo, que dicho estado, si había de alcanzarse de una ma-nera convencional, conllevaba un peaje: el cónyuge. Y eso para ella no era fácil de aceptar. Se encontraba, pues, escindida entre dos certezas: la de querer un hijo y la de rechazar, incluso con violencia, el hacer concesiones.

Lo que ella hubiera deseado de un hombre era que, sin dejar de ser todopoderoso, la tratara a ella como a una igual y la tuvie-ra en consideración por su inteligencia y demás habilidades. Su omnipotente padre, en flagrante contradicción con su modo de pensar (más bien convencional y conservador) de alguna manera le había transmitido que bajo ningún concepto ni circunstancia tenía que plegarse a unos deseos que no fueran los propios. Y ada lo había asimilado.

No había pensado excesivamente en la mala relación existen-te entre sus padres, pues la consideraba lógica teniendo en cuenta la superficialidad de su madre –lo etérea que era su madre, según ella–, y tenía como modelo de relación de pareja no la que habían formado sus padres sino la que ella y su padre habían mantenido hasta que ella cumplió dieciséis años.

Por eso un marido débil en ciertos aspectos, pero más acos-tumbrado a ser obedecido que a ser cuestionado, no era el candi-

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dato más adecuado para admirarla por sus dotes intelectuales y por su rigor.

Por otra parte, cuando alcanzó los treinta y cinco empezó a sentir, como la mayoría de las mujeres a esa edad, la presión de la maternidad. Si esa presión es natural o inducida, es discuti-ble (aunque somos muchas las que hoy en día pensamos que es más bien inducida), pero es innegable que ada fue educada en un ambiente donde ser mujer y ser madre venía a ser lo mismo y pensaba que, si lo llegara a ser, se sentiría mucho mejor en su piel.

Yo pensaba que, para ada, el tener un hijo vendría a ser una forma de reparar su sentimiento de niña no querida por su ma-dre. Probablemente, sería una madre cariñosa y, por su hija o hijo, sería capaz de moderar su intransigencia. Mejoraría, inclu-so, su relación con Pepe, con quien podría mantener una rela-ción más distante. Sin embargo, no me parecía que eso pudiera ser suficiente para mantener unida a la pareja, a no ser que ada tuviese un hijo detrás de otro hasta llegar a la menopausia. Y ni así: nuestra protagonista tendría que desarrollar una actividad independiente para sentirse bien. Ocuparse de la decoración y el funcionamiento de la casa, ejercer de anfitriona y dedicarse a sí misma y a sus hijos sería insuficiente. ada tenía muchas cualida-des y aptitudes, y necesitaba desplegarlas. Necesitaba plantearse objetivos y ver cómo éstos se convertían en realidad, tener éxi-to en lo que hiciera, sentirse orgullosa de sí misma. Y si bien la maternidad la ayudaría durante un tiempo y le proporcionaría grandes satisfacciones, no sería suficiente.

ada, de hecho, no se había parado a pensar que la institución del matrimonio es una de las bases de la sociedad patriarcal y que ese tipo de sociedad otorga el poder a los hombres. a las mujeres les cede apenas el «poder de los afectos»,5 un poder doméstico, que empieza y acaba entre las cuatro paredes de una casa y que al-canza sólo a quienes viven en ella. Y no para siempre, sino de una manera temporal; mientras los hijos son pequeños y las necesi-

5. El «poder de los afectos», restringido al área de lo afectivo, es el único poder que se ha otorgado a la mujer en nuestra cultura, que corresponde al modelo de la sociedad patriarcal. Para más detalles, véase el libro de M. Burín, E. Montaraz y S. Velázquez (1991). El malestar de las mujeres. Barcelona, Paidós.

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tan y mientras los maridos conservan algún interés en mantener relaciones sexuales con ellas.

tampoco había tenido en cuenta que, en las relaciones de pareja, rara vez existe un reparto equitativo del poder y que su matrimonio era una de esas infrecuentes uniones donde los cón-yuges no se necesitaban mutuamente y ambos podían prescindir del otro sin mayores consecuencias económicas ni sociales.

ada, sin embargo, no tenía siquiera la compensación de saber-se competente en lo profesional. El poder vivir de rentas, que es, sin duda, una ventaja, constituía para ella un arma de doble filo, ya que la privaba de la posibilidad de probarse a sí misma que era capaz de salir adelante sin ayudas.

Se encontraba, pues, en la mitad de la vida, perdida en la sel-va oscura del orgullo y las exigencias; necesitaba, quizá aún más que un hijo –o varios–, la mano amiga de una mujer que pudiese guiarla no sólo hacia la maternidad, sino hacia el completo des-pliegue de sus cualidades y capacidades. Está por ver si lo logrará: esperemos que la valentía y el ansia de superación que siempre ha mostrado la impulsen a emprender actividades que le permitan sentirse ella, plenamente.

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