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DIOS NACIÓ MUJER © Pepe Rodríguez © Ediciones B. , Barcelona, 1999. English version ÍNDICE Introducción: La fascinante aventura de investigar las huellas de la creación del concepto de Dios Parte I DE LAS RAZONES QUE LLEVARON A LOS HUMANOS A CREAR DIOSES A SU IMAGEN Y SEMEJANZA 1. ¿Qué hacía Dios mientras el ser humano, durante su evolución, se las tuvo que apañar completamente solo para crearse a sí mismo? (c. 4.400.000 a 40.000 años) 2. «En el principio existía la Palabra»: la adquisición del lenguaje permitió acceder a la facultad de crear (c. 1.800.000 a 35.000 años) 3. Primeros pasos de la humanidad hacia la creación del universo simbólico (c. 100000 a 9000 a.C.) 3.1. Del pensamiento mágico al arte prehistórico y viceversa (c. 35000 a 9000 a.C.) 3.2. Mitos y ritos: una senda de la inteligencia hacia la seguridad emocional 4. Un argumento de lógica primitiva: la creencia en la supervivencia postmórtem (c. 90000 a 2000 a.C.) Parte II EL PREDOMINIO DE LO FEMENINO: LA MUJER, BASE PARA LA SUPERVIVENCIA DE LAS COMUNIDADES PREHISTÓRICAS, EN UN TIEMPO QUE NO TUVO MÁS “DIOS” QUE LA DIOSA 5. El rol socioeconómico de la mujer en las comunidades preagrícolas (c. 2500000 a 9000 a.C.) 6. Figuras femeninas paleolíticas: la imagen simbólica del concepto primigenio de “Dios” (c. 30000 a 9000 a.C.) 7. Bajo el imperio de la Diosa única (c. 30000 a 3000 a.C.) 7.1. Un triste papel: las primeras deidades masculinas fueron seres secundarios y

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DIOS NACIÓ MUJER

© Pepe Rodríguez

© Ediciones B., Barcelona, 1999.

English version

ÍNDICE

Introducción: La fascinante aventura de investigar las huellas de la creación del concepto de Dios

Parte I DE LAS RAZONES QUE LLEVARON A LOS HUMANOS A CREAR DIOSES A SU IMAGEN Y

SEMEJANZA

1. ¿Qué hacía Dios mientras el ser humano, durante su evolución, se las tuvo que apañar

completamente solo para crearse a sí mismo? (c. 4.400.000 a 40.000 años)

2. «En el principio existía la Palabra»: la adquisición del lenguaje permitió acceder a la facultad de crear (c. 1.800.000 a 35.000 años)

3. Primeros pasos de la humanidad hacia la creación del universo simbólico (c. 100000 a 9000

a.C.)

3.1. Del pensamiento mágico al arte prehistórico y viceversa (c. 35000 a 9000 a.C.)

3.2. Mitos y ritos: una senda de la inteligencia hacia la seguridad emocional

4. Un argumento de lógica primitiva: la creencia en la supervivencia postmórtem (c. 90000 a 2000

a.C.)

Parte II EL PREDOMINIO DE LO FEMENINO: LA MUJER, BASE PARA LA SUPERVIVENCIA DE LAS

COMUNIDADES PREHISTÓRICAS, EN UN TIEMPO QUE NO TUVO MÁS “DIOS” QUE LA

DIOSA

5. El rol socioeconómico de la mujer en las comunidades preagrícolas (c. 2500000 a 9000 a.C.)

6. Figuras femeninas paleolíticas: la imagen simbólica del concepto primigenio de “Dios” (c. 30000

a 9000 a.C.)

7. Bajo el imperio de la Diosa única (c. 30000 a 3000 a.C.)

7.1. Un triste papel: las primeras deidades masculinas fueron seres secundarios y

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condenados a morir anualmente (c. 6000 a.C.)

Parte III

EL PREDOMINIO DE LO MASCULINO: DE CUANDO EL VARÓN RELEGÓ A LA MUJER Y EL

DIOS USURPÓ EL LUGAR DE LA DIOSA

8. La implantación de la agricultura convulsionó la organización social y las estructuras religiosas (c. 9000 a 3000 a.C.)

9. Los cambios económicos y sociopolíticos como motor de la sumisión de la mujer al varón (c.

4000 a 1000 a.C.)

10. El Dios varón relega, expolia y suplanta a la Gran Diosa (c. 3000 a 1000 a.C.)

Cuadros sinópticos:

Cuadro 1: Esquema evolutivo desde el primer homínido hasta el hombre actual

Cuadro 2: Relación de las principales imágenes de diosas analizadas para documentar este libro

(c. 30000 a 1000 a.C.)

Cuadro 3: Acontecimientos importantes en el proceso de desarrollo socioeconómico que puso las

bases de la civilización occidental (c. 10000-500 a.C.)

Cuadro 4: Principales civilizaciones e imperios de Próximo Oriente y Europa

Mapas:

Mapa 1: Franja euroasiática con hallazgos de figurillas femeninas paleolíticas y flujo de migración

del hombre moderno desde África

BIBLIOGRAFÍA

Introducción: La fascinante aventura de investigar las huellas de la creación del concepto de "dios"

(Fuente: © Rodríguez, P. (1999). Dios nació mujer. Barcelona: © Ediciones B., Introducción, pp. 7-

27)

Italiano

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Hace unos 30.000 años Dios aún no existía, pero la especie humana llevaba ya

más de dos millones de años enfrentándose sola a su destino en un planeta

inhóspito; sobreviviendo y muriendo en medio de la total indiferencia del universo.

Unos 90.000 años atrás, una parte de la humanidad de entonces comenzó a

albergar esperanzas acerca de una hipotética supervivencia después de la

muerte, pero la idea de la posible existencia de algún dios parece que fue aún algo

desconocido hasta hace aproximadamente treinta milenios y, en cualquier caso,

su imagen, funciones y características fueron las de una mujer todopoderosa. La

concepción de un dios masculino creador/controlador —tal como es imaginado

aún por la humanidad actual— no comenzó a formalizarse hasta el III milenio a.C.

y no pudo implantarse definitivamente hasta el milenio siguiente.

Santo Tomás de Aquino, en su Summa contra Gentiles, afirmó que «Dios está

muy por encima de todo lo que el hombre pueda pensar de Dios». La frase, a

pesar de su aparente profundidad, transmite un vacío desolador. ¿Por qué no

decir, por ejemplo, que la razón está muy por encima de todo lo que el hombre —

en especial si es teólogo— pueda pensar de la razón? El universo entero también

está muy por encima de nuestras cabezas y de los conocimientos que tenemos el

común de la gente pero, sin embargo, la ciencia, a base de pensar que no hay

nada tan lejano que no pueda ser investigado, ha acumulado datos y certezas que

sobrepasan años-luz cuanta sabiduría fue capaz de atesorar el gran santo Tomás.

Quizá Dios, efectivamente, esté demasiado alto para nuestros limitados

razonamientos, pero antes de dar la tarea por imposible deberemos reflexionar, al

menos, sobre si puede haber o no alguien ahí arriba (o donde sea que pueda

residir un ser divino). La madeja no será fácil de devanar, pero en el intento

residirá la recompensa.

A pesar de que «Dios» es un concepto de reciente aparición dentro del proceso

evolutivo de nuestra cultura, su fuerza innegable ha incidido sobre el ser humano

de tal manera que éste ya nunca ha podido sustraerse al poderoso influjo que

irradia la idea de su existencia, de la de cualquier dios, eso es de algún ser

supremo dotado de capacidad para regir todos los elementos del universo material

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e inmaterial y, aspecto fundamental, animado de una personalidad tal que permite

que su voluntad inapelable pueda ser alterada en favor de los intereses humanos,

mediante la negociación y el pacto, cuando la ocasión resulta propicia.

El concepto de «Dios» resulta tan fundamental para nuestra existencia reciente

sobre este planeta, que la mera presunción de su realidad —gobernada a través

de las instituciones religiosas— ha focalizado y dirigido la formación de las

culturas, ha cambiado radicalmente las pautas individuales y colectivas de las

relaciones humanas, y ha llevado a alterar profundamente el equilibrio ecológico

en cada uno de los hábitats conquistados por el Homo religiosus. Basta con la sola

evocación de Dios para que en cualquier grupo humano se encastillen posturas,

se desborde la emocionalidad y, en definitiva, se produzca una clara división en

dos bandos o visiones de la vida irreconciliables: la postura creyente y la no

creyente. En el nombre de Dios, de cualquier dios, se han hecho, hacen y harán

las más gloriosas heroicidades, pero, también, las fechorías y masacres más

atroces y execrables.

El mundo que conocemos ha sido modelado por Dios, sin duda alguna, pero la

cuestión fundamental radica en saber si la obra es atribuible a un dios que existe y

actúa mediante actos de su voluntad consciente, o a un dios conceptual que sólo

adquiere realidad en el hecho cultural de ser el destinatario mudo de las

necesidades y deseos humanos.

Del primer tipo de dios se ocupan las religiones y, según ellas, no admite

discusión ni precisa de pruebas. Existe porque existe, y todo, absolutamente todo,

prueba su existencia, incluso el mismo hecho de poder dudar de ella. Dios es el

origen y el fin de todo cuanto se pueda conocer o imaginar, por tanto, nada hay ni

puede haber fuera de él. Las religiones parten de una posición viciada en origen al

invertir la carga de la prueba, eso es que no demuestran fehacientemente aquello

que afirman —la existencia de Dios— y, de modo implícito —cuando no bien

explícito— descargan la responsabilidad probatoria en quienes defienden la

inexistencia de cualquier divinidad. En este caso, la propia substancia de lo que se

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discute lleva necesariamente al absurdo desde el punto de vista lógico y racional:

unos creen porque sí («tienen fe») y otros niegan también porque sí («son ateos»).

Del segundo tipo de dios, en cambio, se ocupa la historia, arqueología,

psicología, antropología y demás disciplinas científicas que intentan abarcar y

comprender la variada gama de comportamientos humanos que conforman eso

que hemos dado en llamar cultura o civilización. De este tipo de dios conceptual sí

que existen innumerables pruebas materiales que permiten abordar su análisis y

discusión. Los formidables indicios acumulados sobre este tipo de dios le

identifican con el primero —el dios creador/controlador de destinos cuya existencia

se presume real— pero, a diferencia de éste, su rastro puede seguirse hasta los

mismísimos albores de su nacimiento entre los hombres.

¿Puede un dios eterno, principio y fin de todo, creador del ser humano, haber

querido permanecer oculto a los ojos de los hombres hasta hace apenas unos

pocos miles de años? ¿Puede ese dios haber querido privar conscientemente a

sus criaturas, durante cientos de miles de años, de las normas que hoy se

proclaman fundamentales y de los ritos indispensables para la «salvación

eterna»? ¿Cómo y cuándo se manifestó Dios por primera vez? ¿Por qué se dio a

conocer a través de tantas y tan diferentes personalidades y creencias?...

Quizá Dios se haya limitado a comportarse como un deus otiosus (dios ocioso),

tal como lo describen las más importantes religiones autóctonas de África, que

creen que el Ser Supremo vive apartado de todos los asuntos humanos. Los

akans, por ejemplo, creen que Nyame, el dios creador, huyó del mundo debido al

terrible ruido que hacen las mujeres cuando baten ñames para hacer puré. Si de

justificar su pertinaz ausencia se trata, es muy probable que Dios pudiese

encontrar en nuestro mundo actual miles de razones aún más poderosas y graves

que las esgrimidas por los akans. Eso podría explicar que tengamos un planeta

hecho unos zorros y Dios permanezca insensible a los ruegos humanos: no es

que Dios no exista, es que no está; se limitó a crearnos y nos abandonó a nuestra

suerte. Quién sabe. El concepto de deus otiosus no deja de ser profundamente

inteligente, ingenioso y realista.

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Las religiones, como institución formal, llevan unos pocos milenios publicando

la naturaleza de Dios y hablando en su nombre, pero las formas y atribuciones de

Dios son tan numerosas y diversas y los mandatos divinos que emanan de ellas

son tan variados y contradictorios, que resulta francamente difícil hacerse una idea

de Dios. ¿Es como el viejecito barbudo y presuntamente bondadoso que muestra

la Iglesia católica en su iconografía más clásica? ¿Es como el heroico Shiva de la

tradición hindú, presentado siempre en poses hieráticas? ¿Es como El, el dios

creador cananeo representado como un funcionario político de máximo rango?

¿Es como Osiris, el dios egipcio con cabeza de halcón? ¿Es como la Venus de

Willendorf, la diosa más famosa del Paleolítico, de formas carnales

desmesuradas? ¿Es como el ser no representable de la tradición judía,

musulmana y de tantas otras? ¿Es como Caos, el fundamento de la más antigua

cosmogonía y teogonía helénica? ¿Es como el Big bang de la ciencia moderna?

¿Es como quién o como qué? Y, si cada doctrina divina cambia radicalmente en

función de las épocas y de las culturas, ¿cómo saber cual es el verdadero

mensaje divino? ¿cómo saber la razón por la que Dios muda su doctrina tan a

menudo? ¿quién garantiza la palabra de quienes garantizan la palabra de Dios?

La dicotomía entre el concepto de «Dios» y las estructuras religiosas, mal que

les pese a éstas, es evidente y resulta fundamental para no confundir una posible

causa de naturaleza no específica —nada impide que denominemos «Dios» a

cuanto pudo haber (¿?) en el instante previo a la organización de la materia

atómica que dio lugar al nacimiento del universo— con una estructura basada en

la explotación de tal probabilidad al transformarla en un dogma o creencia acrítica

(práxis de las religiones); saber separar lo supuestamente causal (Dios) de lo

claramente instrumental (religión) evitará también «tomar el nombre de Dios en

vano», un vicio troncal de cualquier sistema religioso. Por este motivo no

escasean los científicos —en particular físicos, astrofísicos y cosmólogos— que, al

ocuparse del origen del cosmos, aceptan dejar una puerta abierta a la posibilidad

de alguna «razón organizadora», pero se la cierran a cualquier planteamiento

teológico.

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Es bien conocida la sentencia de que «un poco de ciencia nos aleja de Dios,

pero mucha nos devuelve a él», pronunciada por Louis Pasteur, uno de los

científicos más notables del siglo pasado, pero la simplicidad —que no simpleza—

, plasticidad, belleza y capacidad enunciadora de esta frase no debe llevarnos

necesariamente a conclusiones religiosas. Quizá, tal como afirma el cosmólogo

británico Stephen Hawking —principal avalador, junto a Roger Penrose, de la

teoría del Big bang—, «si descubrimos una teoría completa [que abarque la

interrelación de todas las fuerzas de la Naturaleza, eso es el sueño científico de la

TGU o Teoría de la Gran Unificación], debería ser algún día comprensible en sus

grandes líneas por todo el mundo, y no sólo por un puñado de científicos.

Entonces, todos, filósofos, científicos e incluso la gente de la calle, seríamos

capaces de tomar parte en la discusión acerca de por qué existe el universo y

nosotros mismos. Si encontramos la respuesta, será el último triunfo de la razón

humana, porque en ese momento conoceremos el pensamiento de Dios.»

Aunque el pensamiento científico, debido al método de adquisición de

conocimientos que le caracteriza, se opone al pensamiento religioso —sin que ello

represente contradicción ninguna para los científicos con creencias religiosas—, la

fuerza probatoria del primero hace que algunas de las más notables religiones

monoteístas actuales se acerquen a la ciencia con la intención de arropar sus

dogmas sobre la existencia de Dios en determinados descubrimientos.

En este caso está, por ejemplo, la aceptación que tiene la teoría cosmológica

del Big bang por parte de la Iglesia católica, un hecho que señala claramente

Stephen Hawking —en su libro Breve historia del tiempo— cuando apunta que «la

Iglesia ha establecido el Big bang como dogma» y, al mismo tiempo, con elegante

malicia, recuerda una afirmación lanzada por el papa Juan Pablo II, ante una

reunión de cosmólogos, cuando conminó a estudiar la evolución del universo

después del Big bang, pero sin entrar a investigar en el mismo Big bang ya que

ese era el momento de la Creación y, por tanto, de la tarea de Dios —objeto de la

teología, no de la ciencia—. Ante una postura tan taimada del Papa, podría

decirse también, parafraseando a Pasteur, que si bien mucha ciencia nos

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devuelve a Dios, demasiada puede dejarnos definitivamente vacío de contenido su

concepto. Si el Big bang realiza el trabajo creador de Dios, éste pierde todo su

sentido y función, es decir, deja de existir científicamentei[i].

La formación del universo, según la teoría del Big bang —«Gran bang», gran

explosión—, avalada por importantísimos hallazgos científicos recientes, tuvo

lugar cuando una región que contenía toda la masa del universo a una

temperatura enormemente elevada se expandió mediante una tremenda explosión

y eso hizo disminuir su temperatura; segundos después la temperatura descendió

hasta el punto de permitir la formación de los protones y los neutrones y, pasados

unos pocos minutos, la temperatura siguió bajando hasta el punto en que pudieron

combinarse los protones y los neutrones para formar los núcleos atómicos.

Si se demuestra definitivamente que existe una creación continua de materia

cósmica, tal como propone la teoría del Universo Estacionario o principio

cosmológico perfecto de Herman Bondi, Thomas Gold y Fred Hoyle, el universo

pasaría a verse como un complejo mecanismo autorregulador con capacidad de

organizarse a sí mismo hasta el infinito; una propiedad natural que haría

innecesario el tener recurrir a algún dios para justificar el origen de la materia.

Desde otros modelos científicos, como el del Universo Inflacionario, propuesto

por Andrei Linde y Alan Guth, se sostiene que nuestro universo forma parte de un

inmenso conjunto de universos salidos de un «universo-madre», del cual se

desgajó inflándose hasta estallar en un Big bang, un proceso que, según esta

hipótesis, aún sigue repitiéndose en otros universos y también en el que nosotros

existimos, y puede estar generando otros universos nuevos; esta teoría

cosmológica tampoco necesita explicarse sobre la base de algún principio

organizador divino ya que postula un proceso que no tiene principio ni fin.

El astrofísico Igor Bogdanov, basándose en la llamada constante de Planck,

realizó una afirmación críptica pero muy definitoria cuando dijo que «no podemos

saber que sucedió antes de 10-43 segundos del Big bang, un tiempo

fantásticamente pequeño que guarda en potencia el universo entero. Todo eso

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está contenido en una esfera de 10-33 centímetros, es decir, miles y miles y miles

de millones de veces más pequeña que el núcleo de un átomo.»

En lo que atañe a nuestro universo, surgido hace unos 15.000 millones de

años, salta a la vista una pregunta de simple lógica: ¿existía Dios 10-43 segundos

antes del Big bang? y, de existir, ¿qué era y dónde ha estado hasta hoy? La

ciencia aún no puede responder qué pasó en ese espacio y tiempo prácticamente

inexistentes, pero eso no justifica, ni muchísimo menos, la afirmación gratuita de

quienes, como el epistemólogo Jean Guitton, defienden que la mejor prueba de la

existencia de un ser creador es que existen límites físicos al conocimiento.

Parece obvio que una visión teleológicaii[ii] del cosmos es infinitamente menos

inquietante y resulta más gratificante que su contraria, pero, al postular que todas

las leyes naturales que rigen la evolución del universo fueron diseñadas, en el

marco de un «proyecto cósmico», con el fin de poder posibilitar la vida humana

sobre este planeta, se peca gravemente de antropocentrismo, egocentrismo y

acientificismo.

Los conocimientos biológicos actuales demuestran sin duda alguna que hasta

el presente hubo cientos de miles de proyectos fallidos en los procesos evolutivos

de las especies, eso es que cientos de miles de especies de todas clases

siguieron caminos no viables que les llevaron, más pronto o más tarde, a su

extinción; un proceso de selección natural que no ha concluido todavía y que

seguirá en marcha mientras quede algún resquicio de vida en este planeta. En

este contexto biológico, el hombre no es más que una de las especies

supervivientes —por ahora— a la evolución de los ecosistemas terrestres.

En el supuesto de que exista algún dios creador/controlador, la evidencia de

tantos cientos de miles de organismos vivos fracasados —mal planteados— desde

su mismísima concepción, sólo podría sugerir que éste dios carece de habilidad y

experiencia para crear seres vivos con eficacia o que disfruta lanzando a la vida a

seres irremisiblemente condenados; en el mejor de los casos, podríamos llegar a

la conclusión de que Dios también crea empleando los mismos mecanismos que

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son propios de la Naturaleza y de los humanos, eso es mediante el proceso del

ensayo-error, cosa que, obviamente, no le puede hacer acreedor ni de la más

mínima ventaja o superioridad sobre ningún ser vivo.

Al filósofo holandés Baruch Spinoza (1632-1677) no le faltaba razón cuando

escribió que el finalismo o teleologismo «es un prejuicio desastroso, que nace de

la ignorancia natural de los hombres y al mismo tiempo de una actitud utilitarista

(...) a la vana, aunque tranquilizadora, ilusión de que todo está hecho para el

hombre, se añade la mentalidad antropomórfica corriente, la cual, interpretándolo

todo desde el modelo artesanal, impide el conocimiento de la necesidad absoluta,

induciendo así a la superstición del Dios personal, libre y creador.»iii[iii]

Otro filósofo, el cultísimo enciclopedista francés Denis Diderot (1713-1784),

ateo convencido después de ser educado por los jesuitas —de hecho fue

encarcelado tres meses por criticar el teísmo en su obra Carta sobre los ciegos

(1749)—, y famoso en su época por ser un brillante polemista, no supo que

contestarle al matemático Leonard Euler cuando, durante un encuentro en la corte

de la reina Catalina II de Rusia, éste le espetó: «Señor, (A+B)N/N = X, luego Dios

existe. ¿Qué me responde a eso?»

El notable físico y matemático francés Pierre-Simon Laplace (1749-1827),

referencia obligada para el estudio de la teoría de las probabilidades, en cambio,

sí habría sabido responder a la fórmula envenenada de Euler con al menos tanta

eficacia como la que demostró cuando Napoleón le interrogó acerca del lugar que

ocupaba Dios en su teoría de un universo-máquina sin principio ni fin, expuesta en

su Tratado de mecánica celeste (1799-1815). «Señor —le contestó Laplace al

emperador—, no he tenido ninguna necesidad de manejar esa hipótesis.»

Tras siglos de debates filosóficos acerca de la existencia o no de un principio

ordenador del universo y de un finalismo antropocéntrico, la cuestión sigue hoy

abierta y candente dentro de muchos campos científicos. Así, mientras unos

sostienen que la vida que conocemos es producto de una larguísima cadena de

casualidades —difícilmente repetibles, pero casualidades al fin y al cabo—, otros

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argumentan que sólo un milagro intencionado puede explicar la conjunción de las

muchísimas condiciones que son necesarias para que se produzca la vida.

El concepto de «Dios» es tan atractivo que incluso científicos que se han

declarado agnósticos, como los físicos Heinsenberg o Einstein, han escrito

ensayos, denominados místicos por algunos, en los que rozaban la idea de

«Dios», pero de un dios absolutamente ajeno a la figura investida de atributos

antropomórficos que postulan las religiones. «Sé que algunos sacerdotes están

sacando mucho partido de mi física en favor de las pruebas de la existencia de

Dios —le escribía Albert Einstein a un amigo, en una carta en la que negaba el

rumor de su supuesta conversión al catolicismo—. No se puede hacer nada al

respecto; que el diablo se ocupe de ellos.»

En cualquier caso, quizá todos los modelos científicos capaces de explicar la

formación del universo tienen su límite en el llamado teorema de la incompletud de

Gödel. Este teorema, postulado por Kurt Gödel (1906-1978), una de las figuras

más importantes de toda la historia de la lógica, afirma que «dentro de todo

sistema formal que contenga la teoría de los números existen proposiciones que el

sistema no logra “decidir”, o sea, que no logra dar una demostración ni de ellas ni

de su negación».

El teorema de la incompletud implica que ningún conjunto no trivial de

proposiciones matemáticas puede derivar su prueba de consistencia del conjunto

mismo, sino que debe buscarla en una proposición que esté fuera de él, algo

aparentemente imposible para la metodología matemática y empírica en que se

fundamenta la investigación cosmológica actual. El hecho de que siempre haya

enunciados verdaderos indemostrables, que permanecen fuera del campo de las

deducciones lógicas, «no significa —según señaló el físico Paul Davies— que el

universo sea absurdo o carente de sentido, sino solamente que la comprensión de

su existencia y propiedades cae fuera de las categorías usuales del pensamiento

racional humano.»

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Dentro de este espacio de incertidumbre formal que deja abierto el teorema de

la incompletud de Gödel siempre puede volver a anidar la esperanza en la

existencia de Dios, cosa que sin duda seguiremos propiciando ad infinitum los

humanos; la falta de respuestas a algunas de las claves de nuestra existencia y el

miedo a nuestro destino tras la muerte siempre serán más poderosos que la

fuerza probatoria de los descubrimientos científicos que contradigan la visión

teísta del universo.

De todos modos, resulta evidente que cuando uno comienza a interrogarse

racionalmente sobre todo lo que rodea a Dios se da cuenta de que no puede llegar

a conocer nada con certeza, ni su naturaleza, ni su existencia. Siempre cabe, claro

está, refugiarse en los textos sagrados de cualquier religión que, cumpliendo la

función para la que fueron escritos, dan certezas absolutas mediante evidencias

preñadas de sí mismas y que repudian la lógica de la razón puesto que se han

conformado dentro del subjetivismo de la emoción; pero éste es un camino que

sólo sirve a quien busca, necesita o tiene ese tipo de dinámica mental que

conocemos como fe, una actitud directamente relacionada con los procesos

psicológicos derivados del pensamiento mágico (y que estudiaremos en los

capítulos 2 y 3 de este libro).

La fe, sin duda alguna, puede mover montañas, pero jamás podrá explicarnos

cómo se formaron o de qué están compuestas esas montañas que ha logrado

desplazar. La fe en Dios, en su existencia y accesibilidad, puede tener

innumerables ventajas para el psiquismo humano, pero resulta un instrumento

absolutamente inútil para intentar conocer algo sobre dicho ser supremo, objetivo

que, por encima de cualquier otro, alienta el trabajo que se plasma en este libro.

El gran sociólogo Emile Durkheim (1858-1917) centró muy bien el punto de

mira cuando, en 1912, al referirse al conflicto entre la ciencia y la religión, afirmó:

«Se dice que la ciencia niega por principio la religión. Pero la religión existe; es un

sistema de datos; en una palabra, es una realidad. ¿Cómo podría la ciencia negar

una realidad? Además, en tanto que la religión es acción, en tanto que es un

medio para hacer que los hombres vivan, la ciencia no puede sustituirla, pues si

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bien expresa la vida, no la crea; puede, sin duda, intentar dar una explicación de la

fe, pero, por esa misma razón, la da por supuesta. No hay, pues, conflicto más

que en un punto determinado. De las dos funciones que cumplía en un principio la

religión hay una, pero sólo una, que cada vez tiende más a emanciparse de ella:

se trata de la función especulativa.

»Lo que la ciencia critica a la religión no es su derecho a existir, sino el derecho

a dogmatizar sobre la naturaleza de las cosas, la especie de competencia especial

que se atribuía en relación al conocimiento del hombre y del mundo. De hecho, ni

siquiera se conoce a sí misma. No sabe de qué está hecha ni a qué necesidades

responde. Ella misma es objeto de ciencia; ¡de ahí, la imposibilidad de que dicte

sus leyes sobre la ciencia! Y como, por otra parte, por fuera de la realidad a que

se aplica la reflexión científica no existe ningún objeto que sea específico de la

especulación religiosa, resulta evidente la imposibilidad de que cumpla en el futuro

el mismo papel que en el pasado.»iv[iv]

Si convenimos, por ejemplo, que Dios —su concepto— es un diamante en

bruto, podríamos decir que lo que fundamentalmente nos interesa será conocer al

máximo su materia base —carbón puro comprimido en una estructura cristalina

compacta—, las condiciones de calor y presión que hicieron posible ese tipo de

cristalización y, en menor grado, las impurezas minerales que le tiñen de uno u

otro color. Todo lo demás será accesorio. Es cierto que el diamante en bruto no

parece bello, pero también es obvio que la gema tallada no es auténtica desde el

punto de vista de la realidad geológica.

Cuando el diamante en bruto pasa por la exfoliación, aserradura, talla y

pulimento, se obtiene una joya de brillo adamantino que, entre sus propiedades,

adquiere un alto índice de refracción y dispersión —eso es distorsión—, al tiempo

que un gran poder evocador. Lo fundamental del diamante —su valor— se lo

debemos a interacciones geológicas; lo accesorio —su fama y precio— al tallador

y al joyero. Por eso, en este trabajo, viajaremos dentro de los límites de la

geología psicosocial humana y obviaremos, en la medida de lo posible,

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detenernos en la contemplación de las mil facetas distorsionadoras talladas por las

teologías.

Descartada la fe como vía de conocimiento, quedan abiertas todas las demás,

pero ¿a qué disciplinas recurrir? ¿cómo plantear la investigación? ¿qué elementos

son básicos y definitorios para establecer la presunta relación entre Dios y el ser

humano? ¿sobre qué pruebas materiales podemos construir argumentos sólidos?

El camino es largo y complejo y cada cual puede comenzar su andadura desde

puntos muy diversos, ya que lo importante no es el inicio (premisas) sino el final

(conclusiones). Este libro refleja la aventura personal de su autor desde el

momento en que se propuso encontrar algunas respuestas razonables a un

abanico de hechos —determinantes para nuestra sociedad— que son aceptados

sin más por la práctica totalidad de la gente, e intentar llenar de contenido,

coherencia y sentido algunas de las cuestiones importantes que todos nos hemos

planteado en numerosas ocasiones.

Dado que a Dios, a su concepto, sólo puede llegarse a través del ser humano y

desde un ser humano —intente, sino, extraer conclusiones de una conversación

sobre Dios mantenida entre dos sillas, dos geranios o dos gatos, o entre

cualquiera de ellos y su propietario humano—, será indispensable intentar conocer

con detalle muchos aspectos del pasado biológico, ecológico y social del ser

humano y del proceso que conformó su estructura psíquica y sus expresiones

culturales. Las primeras evidencias y preguntas a formular deberán llevarnos, por

tanto, hasta el inicio de la evolución humana. En el proceso de hominización que

nos diversificó de los primates se esconden muchas claves para poder descubrir

cosas notables sobre Dios; y aunque no hayamos encontrado evidencia alguna

acerca de cómo y porqué él nos creó, sí que abundan las que testimonian cómo y

porqué nosotros llegamos a crearle a él.

Al igual que el criminólogo intenta descubrir una identidad escondida

investigando a partir de los restos hallados en el lugar del crimen —un trocito de

tela, una huella de zapato, una marca en el espejo del baño, o una gota de sangre

reseca, por ejemplo—, así este autor ha tenido que rastrear entre miles de datos

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—aflorados y elaborados por decenas de paleoantropólogos, arqueólogos,

antropólogos, mitólogos, historiadores, psicólogos, etc.— que, al unirse unos a

otros, han acabado mostrando una imagen coherente y razonable no sólo de la

identidad escondida sino, mucho más importante aún, de todo el contexto

psicosocial que la definió y dotó de atributos y personalidad.

La estructura de este estudio, en la medida de lo posible, ha seguido un orden

cronológico para relatar y analizar los hechos que hemos juzgado determinantes

para poder llegar a una mejor comprensión de cómo, cuándo y por qué se produjo

la presencia de Dios entre los humanos. Para facilitar la visión global de algunos

de los aspectos clave tratados, se ha elaborado diversos cuadros sinópticos que

permiten a cualquier persona situarse rápida y fácilmente dentro del contexto

analizado. Con el fin de ampliar la visión y conocimientos del lector, así como para

referenciar las fuentes documentales en que se basa este trabajo, se ha

complementado el texto con muchas —y, a menudo, tan amplias como

fundamentales— notas a pie de página.

El desarrollo de este libro plasma con fidelidad el camino seguido por su autor

en busca de respuestas coherentes a la relación que parece existir entre la

humanidad y Dios. La andadura, nacida de una simple curiosidad, fue

convirtiéndose poco a poco en una aventura fascinante, envolvente y plagada de

centenares de alentadoras sorpresas que han acabado transformado de forma

notable algunas presunciones que tenía este autor en torno al ser humano y su

pasado, por lo que, en consecuencia, le han hecho variar algunos enfoques que

resultan básicos para intentar comprender el presente de nuestra sociedad y su

complicada proyección hacia el futuro.

Algún lector podrá sentirse perplejo, o incluso defraudado, cuando comience a

leer este libro —no olvidemos que se titula Dios nació mujer— y se encuentre ante

un relato de nuestra evolución desde los homínidos seguido de un capítulo —

inevitablemente complejo— sobre la formación del lenguaje y del pensamiento

discursivo o lógico-verbal. Con toda la razón se preguntará si el libro no lleva un

título erróneo, ¿tiene algo que ver todo eso con Dios y con el género que se le ha

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atribuido? Sin duda alguna. Aunque lo esencial para justificar el título de este

trabajo se trate en los capítulos 6, 7 y 10, todo lo realmente importante, todo lo que

nos permitirá comprender cómo, cuándo y porqué llegamos hasta el concepto de

«Dios» y nos sentimos impulsados a idearlo como mujer muchos milenios antes

de cambiarle de género y hacerle varón, todo ello, digo, lo encontraremos en el

resto de capítulos. Nada sobra, aunque mucho falte en un texto que no es, ni

pretende ser, enciclopédico, así como tampoco filosófico ni teológico. Desde la

ventana al pasado que se abre en estas páginas, es probable que asistamos a un

desfile de hechos que nos lance a reflexiones mucho más amplias que las

sugeridas en este libro.

Después de adentrarse por los vericuetos de la evolución humana, uno ya no

puede ver a sus semejantes de la misma forma. El ser humano deja de ser una

«criatura de Dios» cuando se le ve a través del prodigioso proceso que nos

diferenció de los monos arborícolas hasta hacernos tal como somos, llenos de

fortaleza y de milagro, pero rebosantes de dramática fragilidad.

Analizar el desarrollo del lenguaje articulado humano y comprobar la

inimaginable fuerza que ha tenido el dominio de la palabra y del concepto para

determinar nuestro pensamiento, visión del mundo y cultura, acaba rompiendo

tantos esquemas preconcebidos que obliga a vernos a nosotros mismos y a

nuestras creencias más fundamentales como el producto de un juego infantil en el

que realidad y fantasía se confunden para materializar un ordenamiento universal

del que difícilmente se logra salir. Darse cuenta de que los relatos imaginados por

muchos niños pequeños, para explicarse su procedencia o el origen del mundo y

su funcionamiento, son substancial y estructuralmente idénticos a las

descripciones equivalentes que se contienen en los llamados textos sagrados,

abre una preciosa puerta para comprender mejor el psiquismo del ser humano y

sus comportamientos dichos religiosos.

Evidenciar el proceso de elaboración del universo simbólico prehistórico, de los

signos, mitos y ritos que aún son eje central de las religiones actuales, conduce a

conclusiones apasionantes acerca de las dinámicas de búsqueda de seguridad

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emocional del ser humano. Una reflexión en la que no debe quedar al margen la

amplia prueba arqueológica de que la creencia en la supervivencia a la muerte

pudo preceder en unos 60.000 años a cualquier elaboración conceptual sobre

entes supremos o dioses.

Puede ser que el lector se sorprenda —o escandalice— al comprobar que el

concepto masculino de «Dios», que hoy domina en todas las religiones, no es más

que una transformación relativamente reciente del primer concepto de deidad

creadora/controladora que, tal como demuestran miles de hallazgos

arqueológicos, fue, obviamente, ¡femenino! ¿Quién, sino una hembra, de cualquier

especie, está capacitada para poder crear, para dar vida, mediante la fecundación

y el parto? ¿Quién, sino la mujer, cuida de su prole y se encarga de abastecer las

necesidades básicas de su entorno inmediato?

Si, como veremos en su momento, el Homo sapiens primitivo fundamentaba

sus conceptualizaciones en analogías, resulta obvio que ningún ser humano pudo

pensar jamás en atribuirle las cualidades femeninas de generación, fertilidad y

protección nutricia a un ente masculino; por esta razón, la humanidad prosperó

bajo la protección de la Diosa única —en sus diferentes epifanías— durante un

período que fue desde c. 30000 a.C. hasta c. 3000 a.C., momento a partir del cual,

de forma progresiva aunque irregular, comenzó a imponerse la tipología específica

del dios masculino que acabará apropiándose de las cualidades generadoras y

protectoras de la diosa, relegando a ésta al papel de madre —virgen, en algunos

casos—, esposa, hermana y/o amante del dios varón.

El golpe de estado del dios contra la diosa no fue caprichoso, ni casual, ni

inocuo, sino todo lo contrario. En primer lugar, disponemos de suficiente

documentación arqueológica e histórica para mostrar cómo, partiendo desde una

base mítica y ritual común, la personalidad, atribuciones y funciones del dios —y

de los dioses— masculino fue cambiando según las necesidades económicas y

sociopolíticas de cada cultura y momento histórico. De hecho, podemos

comprender más cosas sobre «Dios» si se estudian las implicaciones

socioeconómicas derivadas de la implantación de la agricultura excedentaria y de

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la invención del arado que si nos concentramos en las teogonías, teologías y

rituales asociados a cada dios. Y esta apreciación sirve tanto para los dioses

dichos paganos —del latín paganus, campesino— como para su descendiente

directo y continuador actual, el Dios de las religiones monoteístas que se dicen

basadas en verdades reveladas.

Por otra parte, entender el desarrollo de la aniquilación de la Diosa por el

Diosv[v] nos conduce también a la comprensión de la dinámica histórica que llevó

a la mujer a ser subyugada en todos sus aspectos por el varón. La mujer y la

Diosa fueron perdiendo su autonomía, importancia y poder prácticamente al

mismo tiempo, víctimas de un mundo cambiante en el que los hombres se hicieron

con el control de los medios de producción, de guerra y de cultura, convirtiéndose,

por tanto, en detentadores únicos y guardianes de la propiedad privada, la

paternidad, el pensamiento y, en suma, del mismísimo derecho a la vida.

La cultura patriarcal acabó con los últimos vestigios de las sociedades

matrilinealesvi[vi], que rindieron culto a la Diosa desde el Paleolítico superior, y,

lógicamente, rediseñó los mitos y los dioses a su conveniencia, eso es a su

imagen y semejanza. Analizar la derrota de la Diosa prehistórica no sólo nos

descubrirá un enfoque novedoso desde el que poder abordar el concepto de

«Dios», también nos ayudará —y no es menos importante— a comprender la

historia pasada de la mujer y las causas de la desigualdad e inferioridad que han

caracterizado su situación hasta el momento presente.

El proceso que se plasma en este libro, siguiendo las huellas de Dios, ha

permitido forjar una imagen sólida y coherente del ser humano y de sus creencias,

pero, tal como cabía esperar, aquello que definimos bajo el concepto de «Dios»

sólo se ha hecho patente a través del reflejo de su mito, como si se tratase de una

imagen que rebota en un espejo sin proceder, aparentemente, de ninguna parte.

Es probable que la causa de esta imagen esté dentro del propio espejo y no

fuera, razón por la cual nadie ha podido verla jamás, ya que ningún humano —sin

dejar de ser lo que es— puede convertirse él mismo en las partículas de sal de

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plata que constituyen la base reflectante de un espejo. Si Dios está dentro de

nuestras partículas, como una imagen lo está en la plata del espejo, ¿cómo poder

distinguirle en medio del torrente casi infinito de emociones, sensaciones,

pensamientos y conceptos que desfilan, hilvanados, a lo largo de un camino de

matices que va y viene desde polos absolutamente opuestos?

Quizá la estructuración de las creencias en el ser humano tenga mucho que ver

con uno de los evocadores pasajes que describió Charles Dodgson —diácono,

profesor de matemática pura y escritor británico más conocido por su seudónimo

de Lewis Carroll— en su segunda obra dedicada a la niña Alice Liddell, la deliciosa

e inteligentísima narración de Alicia a través del espejo (1871):

—¡No puedo creer eso! —dijo Alicia.

—¿De veras? —dijo la Reina, con tono compasivo—. Inténtalo de nuevo: inhala

profundamente y cierra los ojos.

Alicia río.

—No tiene caso intentarlo —dijo—. Uno no puede creer en cosas imposibles.

—Me atrevo a decir que no tienes mucha práctica —dijo la Reina.

Cada cual podrá extraer de este pasaje la conclusión que más le plazca,

porque la cuestión sigue siendo casi la misma: ¿quién tiene más práctica para

creer en cosas imposibles, aquél que cree en la existencia de Dios o aquél que la

niega?

En este libro, como en todos los otros textos que se han publicado desde que

se inventó la escritura hace unos 5.000 años, no se demuestra nada concluyente

acerca de la posible existencia o no de Dios, ya que el autor se ha limitado a

documentar cómo y porqué el concepto de «Dios» que proponen las religiones

nació de la mente humana, se moldeó en función de nuestras ignorancias,

temores y esperanzas, para, finalmente, evolucionar manteniendo una relación

directa con las necesidades de organización y control social, económico y político

propias de cada cultura y momento histórico.

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Sólo después de adjudicar a la evolución natural y al ser humano todo aquello

que fue, es y será su obra, podremos, de manera razonable, intentar encontrar a

Dios en el resto, que quizá siempre seguirá siendo infinito. O tal vez no.

i[i] La confrontación entre pensamiento científico y «fe» es algo que obsesiona al papa Wojtyla y

que, de hecho, le ha llevado a protagonizar una cruzada feroz contra el positivismo, que es poco

menos que decir contra la reflexión basada en datos objetivos sólidos. Muchos de sus documentos públicos han atacado «los excesos y peligros del uso de la razón». En su encíclica Veritatis

splendor (Esplendor de la Verdad) prohibió la reflexión teológica crítica dentro de la Iglesia,

amordazando así a los pensadores católicos más lúcidos y brillantes de este siglo, que también

son los más cercanos al mensaje evangélico frente al brutal alejamiento del mismo que caracteriza a la Iglesia dogmática oficial. En otra reciente encíclica, Fides et ratio (Fe y Razón), el ataque

contra la razón raya lo patético. Al presentar Fides et Ratio, el cardenal Ratzinger manifestó que

«la universalidad del cristianismo procede de su pretensión de ser la verdad, y desaparece si

desaparece la convicción de que la fe es la verdad. Pero la verdad es válida para todos y el

cristianismo es válido para todos porque es verdadero». Tan autorizada afirmación no sólo asienta

lo frágil que es la «verdad» católica, basada sobre una convicción subjetiva, sino que postula que,

justo por ser sujeto de duda, debe ser declarada verdad fuera de toda duda y con valor universal. A

lo anterior añadió que la fe cristiana debe oponerse a aquellas filosofías o teorías «que excluyen la

aptitud del hombre para conocer la verdad metafísica de las cosas (positivismo, materialismo,

cienticismo, historicismo, problematicismo, relativismo y nihilismo», eso es que debe rechazar los

enfoques fundamentales del pensamiento moderno, especialmente en todo aquello que cuestione su particular cosmovisión basada en la «fe».

ii[ii] La argumentación teleológica, que pretende demostrar la existencia de Dios basándose en el concepto de fin (télos en griego), fue postulada con fuerza por santo Tomás de Aquino, que la tomó

de Averroes (y éste, a su vez, la había tomado del pensamiento griego: Anaxágoras, Platón,

Aristóteles, etc.). Dado que las cosas naturales, aunque carentes de inteligencia, aparecen todas

ellas ordenadas en razón de un fin —afirmó Tomás de Aquino al proponer su «quinta vía»—, ello

demuestra que debe existir una inteligencia que las ordena así y que se plantea como fin supremo;

dicho fin supremo es precisamente Dios. El filósofo británico David Hume (1711-1776), en su obra póstuma Diálogos sobre la religión natural (1779), refuta fácilmente el argumento teleológico por

estar basado en analogías antropomórficas (así como el orden de los materiales de una casa

remite a un arquitecto inteligente, así el orden cósmico remite a la inteligencia divina) y porque la

llamada finalidad natural (verdaderamente todo lo contrario de perfecta y divina) podría ser el

producto casual y contingente de ciegas disposiciones materiales. También el filósofo alemán Emmanuel Kant (1724-1804), en su Crítica de la razón pura (1781), rechaza este argumento que él

denomina «físico-teológico». No obstante el enorme peso intelectual de los detractores del también llamado finalismo, entre los que figuran Galileo, Bacon, Descartes, Spinoza, etc., entre los

defensores encontramos también personajes de la talla de Boyle, Newton o Leibniz. En el terreno biológico el finalismo acabó siendo barrido —formalmente al menos— por el evolucionismo

darwiniano, pero sigue vigente en el pensamiento moderno alimentado por el concepto de «providencia divina» que aún postulan las grandes religiones monoteístas.

iii[iii] Cfr. apéndice a la parte I de su Ethica more geometrico demonstrata (más conocida como Ética).

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iv[iv] Durkheim, E. (1992). Las formas elementales de la vida religiosa. Madrid: Akal, p. 400.

v[v] Una aniquilación que, en todo caso, aunque fue real a nivel del control del poder simbólico y

social, no dejó de ser muy relativa a nivel del inconsciente colectivo de todas las culturas: hoy, como hace miles de años, las figuras divinas más veneradas y apreciadas por el pueblo llano —

dentro de la llamada «religiosidad popular»— son las femeninas. Un ejemplo claro, en el seno de la cultura católica, lo tenemos en la gran fuerza e implantación del fervor mariano y del movimiento

mariológico; de hecho, tal como veremos, en la Virgen católica sobrevivieron, de forma controlada

y sometida al varón, algunas de las funciones míticas que caracterizaron a la Diosa prehistórica.

vi[vi] El término matrilinealidad designa un sistema de parentesco (ascendencia, descendencia,

herencia), vigente aún en algunas culturas primitivas actuales —y que fue común antes de

implantarse el patriarcado—, en el cual se tiene en cuenta la línea de descendencia de madre a hijo y se privilegia la relación de parentesco del recién nacido con el hermano de la madre.

Resumen del libro DIOS NACIÓ MUJER

© Pepe Rodríguez © Ediciones B., Barcelona, 2000.

English

En todas la culturas prehistóricas, la figura cosmogónica central, la potencia o

fuerza procreadora del universo, fue personalizada en una figura de mujer y su

poder generador y protector simbolizado mediante atributos femeninos —senos,

nalgas, vientre grávido y vulva— bien remarcados. Esa diosa, útero divino del que

nace todo y al que todo regresa para ser regenerado y proseguir el ciclo de la

Naturaleza, denominada «Gran Diosa» por los expertos —o, también, bajo una

conceptualización limitada, «Gran Madre»—, presidió con exclusividad la

expresión religiosa humana desde c. 30000 a.C. hasta c. 3000 a.C. En la Gran

Diosa única y partenogenética —bajo sus diferentes advocaciones— se contenían

todos los fundamentos cosmogónicos: caos y orden, oscuridad y luz, sequía y

humedad, muerte y vida…, de ahí que su omnipotencia permaneciese indiscutida

por milenios (el concepto de dios varón no apareció hasta el VI o V milenio a.C. y

no logró la supremacía hasta el III o II milenio a.C., según las regiones).

Aunque sólo sea a nivel de enunciado, debe recordarse que el concepto de

«ser divino» apareció y evolucionó paralelamente a los estadios de desarrollo del

pensamiento lógico-verbal humano —conformado hace unos 40.000 años—, y que

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sus símbolos y mitos variaron al mismo ritmo y en la misma dirección que lo hizo

la estructura socioeconómica humana. Así, durante toda la era preagrícola el

control de la producción de alimentos y las instituciones sociales básicas, salvo la

defensa, estuvo en manos de las mujeres, a las que debemos la gran mayoría de

los adelantos psicosociales y técnicos que nos condujeron hasta la civilización, y

esos colectivos matricéntricos fueron regidos por la idea de la Gran Diosa. Pero, al

adentrarse en la era agrícola, cuando las sociedades se hicieron sedentarias y

dependientes de sus cultivos, por una serie de circunstancias imposibles de

resumir en este espacio, el varón se vio obligado a implicarse en la producción

alimentaria y comenzó un proceso de transformación que desposeyó a la mujer de

su ancestral poder y lo depositó en manos del varón.

En unos pocos milenios, tras la implantación de la agricultura excedentaria,

surgió el dios masculino, el clero, la sociedad de clases y la monarquía, mientras

que la mujer fue quedando reducida a un bien propiedad del varón. Obviamente, el

dominio del varón sobre la tierra tuvo su equivalente en el cielo —los cambios

sociales siempre se justificaron mediante cambios en los mitos— y la deidad

masculina comenzó a domeñar a la femenina. La mujer y la Diosa fueron

perdiendo su autonomía, importancia y poder prácticamente al mismo tiempo,

víctimas de un mundo cambiante en el que los hombres se hicieron con el control

de los medios de producción, de guerra y de cultura, convirtiéndose, por tanto, en

detentadores únicos y guardianes de la propiedad privada, la paternidad, el

pensamiento y, en suma, del mismísimo derecho a la vida.

Durante no menos de 25.000 años la Gran Diosa fue considerada el principio

único de la generación del universo. A partir del V milenio a.C. se le comenzó a

imponer como coadyuvante de su fertilización a una deidad joven subsidiaria —su

hijo y amante— que moría anualmente tras una cópula en la que, la Diosa, en

realidad, se seguía fertilizando a sí misma ya que el principio masculino no era

sino carne de su propia carne; desde finales del III milenio a.C. —coincidiendo con

la divinización de la monarquía— los reyes pasaron a desempeñar simbólicamente

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ese papel de amante y fertilizador de la Diosa. En el paso siguiente, durante el II

milenio a.C., el proceso de la creación dejó de entenderse mediante el símil de la

fisiología reproductora femenina y pasó a ser descrito como el resultado de

instrumentos de poder como la palabra —«hágase… y se hizo»—, usados

fundamentalmente por dioses masculinos que siempre iban acompañados de una

pareja femenina. El cambio fue realmente transcendente, ya que el concepto de

principio creador permitió alejarse de la ancestral dependencia de la Diosa en

cuanto principio generador único. Finalmente, un dios varón todopoderoso pasó a

acumular y detentar en exclusiva todos los aspectos de la generación.

Con el establecimiento de la sociedad compleja en el Próximo Oriente y en

Europa, el papel y función social de la mujer y de la Diosa fueron degradados sin

compasión. La propia eficacia productiva de la mujer —tanto en su faceta de

reproductora como de recolectora y horticultora—, que fue sostén de las

comunidades humanas durante cientos de miles de años, acabó siendo, por mor

de cambios socioeconómicos inevitables, el origen involuntario de la progresiva

degradación social de las mujeres y del proceso de trasvase mítico que llevaría a

sustituir la primitiva concepción de una divinidad femenina por otra masculina.

Aunque, a pesar de todo, ninguna formulación religiosa posterior ha sido tan

holística, inteligente y tranquilizadora como la Diosa; y ningún dios varón, por muy

Dios Padre que se haya erigido, ha tenido ni tendrá jamás la capacidad de

integración y de evocación mítica de la Diosa, por eso, aun en religiones

patriarcales, lo femenino ha perdurado agazapado bajo diversos personajes

divinizados, como es el caso de la Virgen católica, cuyos símbolos (luna creciente,

agua, etc.) son exactamente los mismos que identificaron a la Gran Diosa

paleolítica y neolítica. No en vano… Dios, su concepto, nació mujer.

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Bibliografía sobre la ideación del concepto cultural de "dios" y sobre la evolución de la relación entre los géneros

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Jesús, en los Evangelios, preconizó la igualdad de derechos de la

mujer, pero la Iglesia católica se convirtió en apóstol de su

marginación social y religiosa

(Fuente: © Rodríguez, P. (1997). Mentiras fundamentales de la Iglesia católica. Barcelona: ©

Ediciones B., capítulo 12, pp. 313-324)

Afirma, con sobrada razón, el teólogo católico Schillebeeckx que «de hecho

hay más mujeres comprometidas en la vida de la Iglesia que hombres. Y, no

obstante, están desprovistas de autoridad, de jurisdicción. Es una discriminación

(...) La exclusión de las mujeres del ministerio es una cuestión puramente

cultural, que en el momento actual no tiene sentido. ¿Por qué las mujeres no

pueden presidir la Eucaristía? ¿por qué no pueden recibir la ordenación? No hay

argumentos para oponerse a conferir el sacerdocio a las mujeres»vi[i].

Con todo el derecho que le confiere su cargo, pero sin ninguna razón

evangélica ni histórica, el papa Juan Pablo II, en su meditación Dignitatis

mulieris, abundó en el manido argumento de que Jesús no llamó a ninguna

mujer entre los doce apóstoles y que por ello debe concluirse que las excluyó

explícitamente de la dirección de la Iglesia y también del ministerio sacerdotal,

pero tal pretensión no solamente carece de fundamento sino que es

profundamente tramposa. Si leemos el Nuevo Testamento sin prejuicios

machistas, observaremos que Jesús trató a la mujer de un modo bien distinto al

que pretende la Iglesia católica y que en las primeras comunidades cristianas la

mujer ocupaba cargos de responsabilidad.

En cualquier caso, tal como ya hemos documentado sobradamente en

capítulos anteriores, si a alguien excluyó Jesús del «reino» que predicó, fue de

modo bien explícito a los sacerdotes profesionales y a todos aquellos que no

fueran judíos, una evidencia que conduce a la paradoja de que son los

sacerdotes católicos, desde el papa hasta el último párroco, los primeros

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proscritos para ocupar cargos dentro de la ekklesía de Jesús (aunque estricto

sensu sí puedan desempeñarlos en la Iglesia católica puesto que ésta no sigue

el modelo apostólico ni el mensaje básico y nuclear de Jesús).

A propósito del texto de Juan Pablo II recién citado, la teóloga católica

Margarita Pintos reflexiona: «con este argumento se apela a que Jesús eligió

libremente doce varones para formar su grupo de apóstoles. Esto es cierto, pero

también es importante tener en cuenta que además de varones eran israelitas,

estaban circuncidados, algunos estaban casados, etc., y, sin embargo, el único

dato que se presenta como inamovible es el de que eran varones, mientras que

los demás datos se consideran culturales. No se tiene en cuenta que Jesús,

como buen judío, quería restaurar el nuevo Israel, y que la tradición de su pueblo

le imponía de forma simbólica elegir a doce (uno de cada tribu de Israel),

además varones (las mujeres no hubieran representado la tradición) y por

supuesto israelitas (si hubiera incorporado a un gentil, ya se hubiera roto la

continuidad). Esto demuestra que sólo se nos dice una parte de la verdad, y que

los datos que no interesa desvelar se nos ocultan.

»Como muy bien ha puesto de manifiesto el escriturista Lohfink prosigue

Pintos, la elección de los doce por Jesús es una acción simbólica y profética

que nada prejuzga y en nada afecta al papel asignado a la mujer en el pueblo de

Dios. Si se quiere apreciar en sus justos términos la presencia de la mujer en el

movimiento de Jesús, hay que prestar más atención a la composición del grupo

de discípulos. Es precisamente ahí donde se pone de manifiesto que Jesús, con

una libertad sorprendente y sin tener en cuenta los estereotipos vigentes en la

sociedad judía de entonces, integró mujeres en su círculo de discípulos»vi[ii].

Efectivamente, si nos fijamos, por ejemplo, en Mt 27,55-56, Mc 15,40-41, Lc

23,49-55 y otros, encontraremos a un grupo de mujeres que seguían a Jesús,

eso es que estaban aceptadas en su círculo de discípulos, todo un signo del

nuevo «reino de Dios» que jamás hubiese sido posible en el entorno judío del

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que procedían tanto Jesús como sus apóstoles varones; un signo claro, por

tanto, de que la mujer debía jugar un papel distinto en los nuevos tiempos.

Si nos fijamos en la utilización del género en el Nuevo Testamento, tal como

propone en un interesante trabajo el teólogo y sacerdote católico António

Coutovi[iii], nos llevaremos una buena sorpresa: la palabra “hombre” como

sinónimo de “ser humano” (anthôpos/homo) aparece 464 veces y la designación

de “varón” (anêr/vir) y “mujer” (gynê/mulier) lo hace exactamente con la misma

frecuencia, eso es 215 veces cada uno de ellos, ni más ni menos.

Focalizando la revisión en los cuatro Evangelios, vemos que la palabra

“mujer” aparece 109 veces mientras que “hombre” (varón) lo hace sólo 47; y de

los 109 registros de “mujer”, 63 se refieren a una mujer en cuanto a tal y apenas

46 lo hacen para identificar a la mujer de algún hombre, es decir, su esposa (en

este cómputo hay que tener en cuenta que Juan, que cita 22 veces la palabra

“mujer”, no lo hace ni una sola vez para situarla en el rol de esposa).

Resulta también sintomático que los nombres propios femeninos sean

muchísimo más abundantes en el Nuevo Testamento que en el Antiguo. De los

3.000 nombres propios que aparecen en toda la Biblia, 2.830 (94,3%) son

masculinos y sólo 170 (5,5%) son femeninos, pero si nos concentramos en los

150 nombres propios que, en total, se mencionan en el Nuevo Testamento,

vemos que 120 (80%) son masculinos y 30 (20%) lo son femeninos; el peso de

las mujeres, por tanto, cuadruplicó su porcentaje. Todas estas cifras implican

algo sustancial: aún dentro del entorno judío en que se desarrollan los pasajes

neotestamentarios que era esencial y profundamente patriarcal y

androcéntrico, Jesús quiso mostrar no sólo que la mujer era importante, sino

que podía y debía gozar de los mismos derechos sociales y religiosos que el

varón.

Cuando leemos con detenimiento el Nuevo Testamento y nos fijamos en los

pasajes que tienen a mujeres por eje central, salta a la vista rápidamente que en

estos textos se les adjudicó un protagonismo muy importante, tanto por el hecho

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de haberlas hecho testigos únicos de algunos de los momentos más claves de la

historia del nazareno, como por haberlas elevado al rango de co-protagonistas,

junto a Jesús, para asentar enseñanzas que serían fundamentales para el

cristianismo posterior.

Así, por ejemplo, es una mujer, no un varón, el primer ser humano que

proclamó la divinidad de Jesús; un honor que le cupo a Isabel, según Lc 1,42-55.

Fue también a mujeres, según ya vimos en el capítulo 5, a quienes les fue

revelada en primer lugar la resurrección del nazareno, el suceso más

fundamental del cristianismo, y María de Magdala fue la primera en recibir la

aparición de Jesús resucitado y la encargada de comunicárselo a los discípulos

varones.

Al contrario que los apóstoles, las discípulas galileas de Jesús no huyeron ni

corrieron a esconderse y permanecieron en Jerusalén durante todo el proceso

de ejecución y entierro de su maestro. En relación a esto último, es de un

simbolismo evidente el hecho de que en el Calvario, a los pies del Jesús

crucificado (inicio del proceso de la salvación, para los creyentes), sólo había

cuatro mujeres, llamadas María todas ellas según Jn 19,25, pero ningún

apóstol varón.

Las siete mujeres que siguen y sirven a Jesús de forma continua María de

Magdala, María de Betania y su hermana Marta, Juana, Susana, Salomé y la

suegra de Simón/Pedro son personas nada convencionales, libres de amarras

sociales, religiosas y de sexo, capaces de poder decidir su presente y su futuro;

mujeres, tal como afirma el teólogo Couto, «nada marginales, más bien situadas

dentro de la historia y del alma de su pueblo, cómplices de la esperanza

mesiánica, cuya realización intuyen, esperan, favorecen y aportan. Son mujeres

al servicio de Dios y del Evangelio; no están al servicio de un varón o de los

hombres en general; están al servicio del Evangelio, a causa de lo cual dejan

evangélicamente todo, dándolo evangélicamente todo (...) son mujeres

evangelizadas y evangelizadoras»vi[iv]. Entre los seguidores de Jesús se dio un

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discipulado de iguales entre varones y mujeres, y el rol de éstas, aunque más

restringido a causa de los condicionantes sociales imperantes, no fue menos

importante que el de aquellos.

María de Magdala no sólo aparece en los textos como discípula y servidora

de Jesús y su mensaje sino que se la inmortalizó con una misión clara de

mensajera, de informadora de los discípulos varones, un papel que reconocerá

la tradición latina a partir del siglo XII al distinguirla con el título de apostola

apostolorum (apóstola de los apóstoles).

El diálogo más extenso de cuantos mantuvo Jesús, según aparece en los

Evangelios, en Jn 4,7-26, se produjo entre éste y la “mujer de Samaria”,

desarrollándose a lo largo de siete intervenciones del nazareno y seis de la

samaritana causando tan gran asombro a los discípulos cuando los vieron

conversando juntos «que se maravillaban de que hablase con una mujer»vi[v];

como resultado de esta charla, mantenida junto a una fuente de la ciudad de

Sicar, muchos samaritanos reconocieron a Jesús como «Salvador del mundo»

(Jn 4,39-42), siendo éste un pasaje clave para justificar la extensión del

cristianismo entre los gentilesvi[vi].

Cuando Juan hizo que Jesús, para ir de Judea a Galilea, tuviera «que pasar

por Samaria» (Jn 4,3-4) un camino que podía hacerse perfectamente sin tener

que pasar por el «pozo de Jacob» de Sicar o Siquem en Samaria, quiso que

ese desvío hacia tierra gentil y el debate con la mujer del pozo adquiriese un

notable y específico significado simbólico. La samaritana que había tenido cinco

maridos y vivía amancebada con un sexto abandonó su cántaro y corrió a

testimoniar (martyréô) entre sus convecinos la presencia de Jesús,

representando así al «antiguo Israel adúltero e infiel que se convierte en el nuevo

Israel purificado, fiel y misionero»vi[vii]. Si se hubiese querido excluir a la mujer

como elemento activo del «reino» predicado por Jesús, tal como hace la Iglesia,

se habría elegido un varón para protagonizar este pasaje o su equivalente, pero

no fue así.

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La iglesia católica habla a menudo de la famosa profesión de fe que Jesús le

pidió a Pedro en Mt 16,15-20, pero calla que esa misma profesión de fe se la

solicitó también a una mujer, a Marta de Betania: «Díjole Jesús: Yo soy la

resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive

y cree en mí no morirá para siempre. ¿Crees tú esto? Díjole ella: Sí, Señor; yo

creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, que ha venido a este mundo» (Jn

11,25-27). Marta, por tanto, fue puesta por Jesús ante el mismo privilegio que

Pedro.

El respeto que Jesús manifestó por la mujer se trasluce perfectamente en un

relato como el de Mt 15,21-28 y Mc 7,24-30, donde una mujer cananea

(libanesa) le replica a Jesús y le gana la disputa dialéctica logrando su propósito

«¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase contigo como tú quieres» acaba por

concederle el nazareno (Mt 15,28); ésta es la única ocasión, en todos los

Evangelios, en la que Jesús habló de «fe grande» ¡y la atribuyó a una mujer!,

mientras que al mismísimo Pedro (Mt 14,31) y a los discípulos (Mt 6,30) les

había tildado previamente de «hombres de poca fe».

Otra mujer, su propia madre, fue la responsable de que Jesús obrase su

primer milagro público, según el relato de Jn 2,3-5: «No tenían vino, porque el

vino de la boda se había acabado. En esto dijo la madre de Jesús a éste: No

tienen vino. Díjole Jesús: Mujer, ¿qué nos va a mí y a ti? No es aún llegada mi

hora. Dijo la madre a los servidores: Haced lo que El os diga», finalizando el

pasaje con la frase: «Este fue el primer milagro que hizo Jesús, en Caná de

Galilea, y manifestó su gloria y creyeron en El sus discípulos» (Jn 2,11).

Jesús también hizo descansar sobre el protagonismo de una mujer (Lc 7, 36-

50), esta vez una «pecadora arrepentida», su fundamental enseñanza sobre la

gracia y el perdón de los pecados, un mensaje básico para el cristianismo futuro.

Del mismo modo mostró su respeto por la mujer y proclamó su derecho a la

igualdad cuandovi[viii] rehabilitó a la «hemorroísa», la mujer que padecía flujo de

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sangre desde hacía doce años y que, por ello, había sido excluida de la vida

social y religiosa de su comunidad (según lo prescrito por Lev 15,19-29).

No menos clarificador es el pasaje de la mujer sorprendida en adulterio de Jn

8,1-11, en el que Jesús se dirige a ella directamente, la pone al mismo nivel de

trato y respeto que merecían los varones presentes y la perdona. De hecho, en

Mt 5,27-32; 19,3-10 y Mc 10, 2-12, se ve perfectamente que Jesús colocó a

hombre y mujer en el mismo plano de igualdad en cuanto al criterio de conducta

moral respecto al divorcio y el adulterio.

La ekklesía que puso en marcha Jesús era un pueblo de hombres y mujeres

reunidos ante Dios, no sólo de varones, como había sido la tradición judía hasta

entonces. Pablo recogió esta idea y la amplió a los gentiles cuando escribió:

«Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Porque cuantos en

Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo. No hay ya judío o

griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en

Cristo Jesúsvi[ix]. Y si todos sois de Cristo, luego sois descendencia de Abraham,

herederos según la promesa» (Gál 3,26-29).

En esta declaración bautismal del movimiento misionero pre-paulino se

proclamó específicamente que la iniciación, el ingreso en «el pueblo de Dios»,

no se producía ya a través de la circuncisión (patrimonio exclusivo del varón)

sino mediante el bautismo, que incluye a todos sin excepción bajo un mismo

Salvador y dentro del nuevo y ampliado pueblo de Dios. Era una nueva visión

religiosa que negaba las prerrogativas basadas en la masculinidad y abría las

puertas a mujeres y esclavos, lanzando una novedosa concepción igualitaria en

todos los campos, que incluso integraba a los gentiles, excluidos hasta entonces

del «pueblo de Dios».

Tras un somero repaso de las epístolas paulinas puede verse que las mujeres

de las comunidades cristianas de esos días eran aceptadas y valoradas como

miembros que gozaban de los mismos derechos y obligaciones que los varones.

Pablo dejó escrito que las mujeres trabajaban con él en igualdad de condiciones

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y mencionó específicamente a Evodia y Síntique (que «lucharon por el

evangelio»), Prisca («colaboradora»), Febe (diákonos, hermana y prostatis o

protectoravi[x] de la iglesia de Céncreas), Junia (apóstol, considerada apóstola

por los padres de la Iglesia, pero transformada en varón en la Edad Media por no

poder admitir que una mujer hubiese sido apóstol junto a Pablo y tomada como

«ilustre entre los apóstoles»).

Se relacionan también parejas de misioneros que trabajaron en plano de

igualdad uno con otra, como son los casos de Aquila y Prisca, que fundaron una

iglesia en su casavi[xi], el de Andrómico y Junia, etc. Esas mujeres fueron

misioneras, líderes, apóstoles, ministros del culto, catequistas que predicaban y

enseñaban el evangelio junto a Pablo, que fundaron iglesias y ocuparon cargos

en ellas... pero muy pronto el varón retomó el poder e hizo caer en el olvido una

de las facetas más novedosas del mensaje cristiano; en el siglo II, la declaración

de Gál 3,26-29 ya había sido traicionada en todo lo que hace a la igualdad entre

los dos sexos.

En alguna parte del camino se había dado un golpe de estado tomando por

bandera una exégesis incorrecta de algunas frases paulinas polémicas. Cuando

Pablo escribió «quiero que sepáis que la cabeza de todo varón es Cristo, y la

cabeza de la mujer, el varón, y la cabeza de Cristo, Dios» (I Cor 11,3) y, pocos

versículos más adelante, entró en la discusión acerca del deber de las mujeres

de llevar velo en la cabeza para orar, el autor del textovi[xii] había empleado la

palabra griega exousía (autoridad), pero fue traducida por “dependencia de” o

“sujeción a”, que conlleva una interpretación absolutamente diferente y lesiva

para la mujer.

De lo anterior derivan sentencias tan conocidas como la de Haimo d’Auxerre

(siglo VIII): «en la Iglesia se entiende por mujer a quien obra de manera mujeril y

boba»; la de Graciano (siglo XII): «la mujer no puede recibir órdenes sagradas

porque por su naturaleza se encuentra en condiciones de servidumbre»; o la de

Santo Tomás (siglo XIII): «como el sexo femenino no puede significar ninguna

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eminencia de grado, porque la mujer tiene un estado de sujeción, por eso no

puede recibir el sacramento del Orden». La mujer, según la ha entendido la

patrística cristiana, es un ser inferior, boba y condenada a la servidumbre «por

su naturaleza». Hoy, no pocos sacerdotes y prelados siguen pensando lo mismo

de ellas (aunque haciéndolas, también, como siempre fue, objeto de su lascivia).

A pesar de que, según lo visto, no fuese así en los Evangelios, sino todo lo

contrario, la mujer comenzó a ser discriminada de la ekklesía cristiana bastante

tempranamente; entre los siglos II y IV fue aboliéndose progresivamente la

presencia de las diaconisas en las congregaciones cristianas y, bajo el control

del emperador Constantino, la Iglesia católica fue configurándose según el

modelo del sacerdocio pagano que había sido oficial, hasta entonces, en el

imperio romano. Por igual razón, los escritos bíblicos se han interpretado

siempre desde una óptica profundamente androcéntrica y con un lenguaje no

solo escasamente neutral sino abiertamente antifemenino.

La Declaración Inter insigniores, emitida por la Congregación para la Doctrina

de la Fe (ex Santa Inquisición) el 15 de octubre de 1976, es un claro ejemplo de

este machismo clerical falto de fundamento y discriminatorio para la mujer. A

propósito de este texto, la teóloga católica Margarita Pintos comenta muy

certeramente que «la antropología que subyace en esta declaración está

claramente ligada al androcentrismo. Se asume la teología escolástica medieval

que adoptó la antropología aristotélica en la que se define a las mujeres como

“hombres defectuosos”. Esta antropología defendida por San Agustín y más

tarde reforzada por Santo Tomás, que declara que las mujeres en sí mismas no

poseen la imagen de Dios, sino sólo cuando la reciben del hombre que es “su

cabeza”, no es, como parece obvio, una antropología revelada.

»El hecho de que el sacerdote actúa in persona Christi capitis sobre todo en

la eucaristía añade Margarita Pintos, sirve a la declaración para afirmar que si

esta función fuera ejercida por una mujer “no se daría esta semejanza natural

que debe existir entre Cristo y el ministro”. Queda así reforzado el principio de

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masculinidad para el acceso al ministerio ordenado. Sólo el ser humano de sexo

masculino puede actuar in persona Christi, es decir, representar a Cristo, ser su

imagen. Así se acentúa el carácter androcéntrico de la cristología y de la

eclesiología»vi[xiii].

Sólo desde esta plataforma ideológica que considera a las mujeres como a

«hombres defectuosos», especialmente enquistada en la jerarquía católicavi[xiv],

puede comprenderse la marginación que la mujer católica aún sufre en cuanto a

sus derechos de participación en el ejercicio y organización de su propia religión.

La mujer católica tiene limitadas sus posibilidades de contribución eclesial a los

papeles de clienta y de sirvienta de la Iglesia (o, más a menudo, del clero

masculino).

A pesar de que las corrientes evangélicas actuales están intentando devolver

a la mujer el protagonismo religioso que nunca debió perder y que, desde 1958,

va incrementándose de modo progresivo e imparable el número de Iglesias

cristianas que han aceptado con normalidad la ordenación sacerdotal de

mujeres, la Iglesia católica prefiere seguir ignorando las enseñanzas del Nuevo

Testamento y mantenerse atrincherada en su tradición: ¡las mujeres no pasarán!

Qué lejos y olvidado ha quedado aquel Jesús que predicó la igualdad de

derechos de la mujer y las aceptó junto a él como discípulas, con gran escándalo

de los sacerdotes, claro está. Igual que hoy.

En lo personal, el modelo de mujer que la Iglesia católica actual quiere

imponer es el de un ser volcado en la maternidad por encima de todo y que sea

dócil y servil al varón aún a riesgo de su propia vida. El mensaje nos lo ha dado

con claridad el papa Wojtyla no sólo a través de sus documentos y discursos

sino mediante sus actos más solemnes: canonizando a dos italianas cuyos

mayores méritos fueron, el de una, dejarse morir de cáncer de útero por no

querer abortar para someterse al tratamiento médico que la hubiese salvado

con lo que dejó sin madre a sus cuatro hijos y al recién nacido que no quiso

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perder y, el de la otra, aguantar hasta la muerte los malos tratos constantes de

su marido en lugar de divorciarse de él.

Podemos suscribir sin reparo alguno la frase con la que la teóloga feminista

católica Rosemary Radford Ruether comenzó uno de sus últimos trabajos:

«Escribo este ensayo tristemente consciente de que parece cada vez menos

probable que el catolicismo institucional avance en dirección a los

evangelios»vi[xv].

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Los antiguos cultos agrarios del solsticio de invierno

(Fuente: © Rodríguez, P. (1997). Ritos y mitos de la Navidad. © Barcelona: Ediciones B., capítulo

1, pp. 9-21)

El advenimiento de los dioses solares siempre se festejó en Navidad

El natalicio de Jesús un 25 de diciembre no se fijó hasta el siglo IV

Durante la Navidad, solsticio de invierno en el hemisferio norte, el sol alcanza su cenit en el punto más bajo y desde ese momento el día comienza a alargarse progresivamente en detrimento de sus noches hasta llegar al solsticio de verano

(21-22 de junio) en que invierte su curso; el término solsticio significa «sol

inmóvil» ya que en esos momentos el sol cambia muy poco su declinación de un día a otro y parece permanecer en un lugar fijo del ecuador celeste.

El solsticio hiemal es el acontecimiento cósmico que vivifica la Naturaleza con su luz y su calor, razón por la cual, para todas las culturas antiguas, representaba

el auténtico nacimiento del sol y, con él, toda la Naturaleza comenzaba a despertar lentamente de su letargo invernal y los humanos veían renovadas sus esperanzas de supervivencia gracias a la fertilidad de la tierra que garantizaba la presencia del astro divino, del dios más arcaico que la humanidad ha venerado.

En el solsticio de invierno todos los pueblos antiguos, adoradores del sol,

celebraban el nacimiento del astro rey mediante grandes festejos caracterizados por la alegría general y el protagonismo de las hogueras, alrededor de las cuales se concentraban los lugareños con el fin de manifestar su alborozo y esperanza

mediante ceremonias colectivas centradas en cantos y danzas rituales y en la recogida de ciertas plantas mágicas como el muérdago.

Era también la época adecuada para realizar pactos protectores con los espíritus de la Naturaleza y con los de los familiares fallecidos (una costumbre de

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la que derivó, en pueblos como el germano, la fiesta de los difuntos, que la Iglesia católica acabará por transformar en una jornada de tristeza que desplazará hasta el primer domingo de noviembre para poder alejarla de la alegre conmemoración del nacimiento de Jesús).

Los pueblos prerromanos, durante los tres días anteriores al 24 y 25 de

diciembre, así como en los seis posteriores que llevaban hasta el Año Nuevo, festejaban el retorno del Nuevo Sol y las fuerzas vegetativas de la Naturaleza. Las grandes hogueras tal como veremos en el capítulo 11, dedicado al tió de

Navidad, al margen de simbolizar el gran acontecimiento, tenían la función de

excitar el calor y la fuerza de los rayos de un sol recién nacido que encaraba su curso hacia la primavera inundando la tierra con su poder regenerador. Otro tanto sucedía durante el solsticio de veranovi[i], época adecuada para mostrarle al

divino sol el agradecimiento de quienes habían sobrevivido un año más gracias a su generosa intervención en el ciclo agrícola y ganadero.

Con el inicio de la expansión de la Iglesia católica por todo el continente europeo, los papas no siempre pudieron imponer su fe por la fuerza y a menudo

tuvieron que obrar con astucia fingiendo tolerar determinados ritos paganos aunque en realidad los minaban y transformaban progresivamente al entremezclarlos con elementos cristianos añadidos. Una muestra de ello nos la

dejó el papa Gregorio I El Grande (590-604) que, aunque siempre ordenó que los paganos fuesen sometidos a castigos y prisión si no se convertían, tuvo que ser más cauteloso durante su conquista evangélica de las almas de los anglosajones,

aconsejándole al abad Mellitus, jefe de los propagadores del cristianismo en Gran Bretaña, lo que sigue:

«No hay que destruir los templos paganos de ese pueblo, sino únicamente los ídolos que hay en los mismos; después de asperjar esos templos con agua bendita, erigir altares y depositar reliquias; porque si tales templos están bien

construidos, perfectamente pueden transformarse de una morada de los demonios en casas del Dios verdadero, de manera que si el mismo pueblo no ve destruido sus templos, deponga de su corazón el error, reconozca el verdadero Dios y ore y acuda a los lugares habituales según su vieja costumbre...»

Esta estrategia fue seguida también en la evangelización de las Galias y la Germania, aunque su éxito no fue precisamente clamoroso. Así, por ejemplo, en el primer Concilium Germanicum, celebrado en los años 742 y 743, se tuvo que

disponer que «el pueblo de Dios no fomente ninguna cosa pagana, sino que rechace y aborrezca toda inmundicia de los gentiles, ya se trate de ofrendas a los muertos o adivinación, de amuletos o signos de protección, de conjuros o

sacrificios conjuradores, que gentes necias ofrecen junto a las iglesias y a la manera pagana, invocando a los santos mártires y confesores, con lo que provocan la cólera de Dios y de los santos, para acabar alrededor de los fuegos sacrílegos, que ellos llaman neid fyr».

Resulta evidente, pues, que la Iglesia católica, en el siglo VIII, a pesar del gran

esfuerzo de Bonifacio «el apóstol de Germania», aún no había podido lograr

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que los germanos renunciasen a sus prácticas paganas tradicionales ni, mucho menos, a sus ceremonias solsticiales navideñas alrededor de los fuegos sagrados.

En los pueblos germánicos y galos pero especialmente entre los primeros, ya que fueron menos romanizados y su cristianización fue más tardía, lenta,

dificultosa e incompleta, estas ceremonias solsticiales de adoración al Sol y a las fuerzas ocultas de la Naturaleza prosiguieron hasta bien entrada la Edad Media;

en sus formas originales y puras estuvieron vigentes hasta la primera mitad del siglo X, y tomando expresiones externas más o menos matizadas o mediatizadas por el cristianismo han podido sobrevivir hasta nuestros días, contagiando de

paganismo la celebración de la Navidad actual hasta el punto de que, tal como iremos viendo a lo largo de este libro, los mitos solares ancestrales (conservados en su estructura interna aunque desvirtuados en su forma externa y en su

significado) siguen siendo los verdaderos protagonistas de los festejos navideños que se celebran en el mundo de hoy.

Desde hace miles de años, y para las culturas y sociedades más diversas, la época de Navidad ha representado el advenimiento del acontecimiento cósmico

por excelencia, del hecho más fundamental de cuantos podían garantizar la supervivencia del hombre pagano o campesino pagus significa aldea y paganus

aldeano o rústico, del nacimiento o, mejor dicho, renacimiento anual de la principal divinidad salvadora.

No es ninguna casualidad, por tanto, que el natalicio de los principales dioses

solares jóvenes de las culturas agrarias precristianas como Osiris, Horus, Apolo, Mitra, Dionisos/Baco (llamado el Salvador), etc. fuese situado durante el solsticio

de invierno. Y es menos casual aún que el natalicio de Jesús-Cristo, el Salvador cristiano, se haya concretado en el 25 de diciembre, fecha en la que hasta finales

del siglo IV de nuestra era se conmemoró el nacimiento del Sol Invictus en el Imperio Romano.

EL ADVENIMIENTO DE LOS DIOSES SOLARES SIEMPRE SE FESTEJÓ EN NAVIDAD

Con el desarrollo de las culturas urbanas, los rituales solsticiales agrarios no desaparecieron sino que se adaptaron a las nuevas circunstancias y necesidades, por eso las fiestas paganas más importantes «rebasaron el ámbito campesino y se

convirtieron en ciudadanas, de forma que la fecundidad que en origen solicitaban para el campo y el ganado, pasó a comprenderse como prosperidad y riqueza para la ciudad. Estas festividades se concentran sobre todo en invierno, pues la

actividad humana sufría en estos meses una bajada en su ritmo, ya que la guerra se detenía, nadie se atrevía a navegar y las faenas agrícolas eran entonces menos intensas. El invierno es en consecuencia un periodo muy propicio para que

las relaciones que se entablan con el mundo sobrenatural sean más estrechas, más íntimas»vi[ii].

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Entre las fiestas de los antiguos griegos y romanos que fueron precedentes de la Navidad cristiana debe destacarse, por su importancia social y trascendencia mítica y simbólica, las dedicadas a Dionisos y Saturno.

Dionisos, originado en la fusión de mitos egipcios y helenos, fue un dios del vino, de la vegetación y de la fecundidad, pero también de la muerte, ya que los

difuntos y las potencias subterráneas «infernales», de inferus, inferior, puesto que se creía que el mundo de los muertos estaba por debajo de la tierra eran

tenidas por controladoras la fertilidad. Su culto arrastraba multitudes e inspiraba ideales de rebeldía que se enfrentaban con el orden establecido, tanto el político

(oponiéndose a la clase aristocrática dominante) como el divino (amenazando la supremacía de los dioses olímpicos clásicos). Ya en el siglo IV a.C., en el calendario de Bitinia el mes consagrado a Dionisos comenzaba el 24 de diciembre y tenía 31 días.

En la antigua Atenas y en el resto de Grecia, aunque con algunas variantes, el culto popular a Dionisos estaba repartido en cuatro grandes festividades: las

Dionisíacas de los campos, las Leneas, las Antesterias y las Grandes Dionisíacas. Las dos primeras se celebraban alrededor del solsticio invernal, con carácter propiciatorio de la fertilidad/prosperidad y en medio de festejos caracterizados por

la gran alegría general; las dos últimas tenían lugar en la primavera y festejaban la resurrección de la naturaleza. Las Antesterias, en particular, celebraban el vino nuevo, de la última cosecha, conmemoraban la llegada de Dionisos a Atenas y su

hierogamia y, en su tercera jornada, el Chytroi («las marmitas»), se recordaba a los difuntos. El ciclo dionisíaco, como vemos, es el mismo que muchos siglos después adoptará el cristianismo al situar la Navidad en el solsticio de invierno y la Pascua de Resurrección en primavera.

El Saturno romano equivalente al griego Cronos fue una antigua divinidad agrícola cuyo nombre está relacionado con satur (saciado, harto) y sator

(sembrador, creador), siendo sinónimo de abundancia. Fue un dios agricultor y plantador de vides (vitisator), un arte que enseñó a los hombres cuando, perseguido por su hijo Júpiter, tuvo que refugiarse en Italia; bajo el apelativo de Stercutius presidía el abono de los campos.

Los festejos romanos en honor de Saturno, las Saturnalia, fueron en su origen

fiestas campestres sementivae feriae, consualia larentalia, paganalia, pero adquirieron mucha importancia a partir del año 217 a.C., tras la derrota del ejército

romano por el cartaginés Aníbal cerca del lago Trasimeno, preludio del desastre de la batalla Cannas (216 a.C.) que puso fin a la segunda guerra púnica y contribuyó a despertar el espíritu religioso de los romanos.

La celebración de las Saturnalia duraba una semana y tenía lugar entre el 17 y

el 23 del mes de diciembre. Después de la ceremonia religiosa había grandes festejos y banquetes, se abolía temporalmente las clases sociales y, en los ágapes, los señores servían a sus esclavos que podían burlarse impunemente de

los amos, cesaba toda actividad pública en tribunales, escuelas, comercios,

operaciones militares, etc. y no se permitía ejercer ningún arte ni oficio salvo el

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de la cocina, se imponía el hacerse regalos unos a otros, los ricos convidaban a sus mesas bien surtidas a los pobres que llamaban a sus puertas, se practicaban juegos de azar..., en fin, los antiguos romanos hacían ya más o menos lo mismo que aún se hace actualmente para celebrar la Navidad cristiana.

Si nos remontamos mucho más atrás en la Historia, hasta la época en la que

los hombres primitivos que practicaron cultos naturalistas y adoraron a la esfera solar como deidad comenzaron a desarrollar el concepto divino bajo formas

antropomorfas, observaremos que todas las culturas de la Antigüedad pasaron a identificar a su dios principal, o a alguno de los más importantes de su panteón,

con el dios Sol y, en lógica consecuencia, situaron la conmemoración y festejo de su advenimiento alrededor del prodigioso evento cósmico que representaba el solsticio de invierno cada 21-22 de diciembre.

Caldeos, egipcios, cananeos, persas, sirios, fenicios, griegos, romanos,

hindúes y la práctica totalidad de los pueblos con culturas desarrolladas, entre los cabe incluir los imperios orientales y las civilizaciones precolombinas como los

aztecas y su máxima deidad Huitzilopochtli, que tantos quebraderos de cabeza dio a los misioneros españoles, han celebrado durante el solsticio hiemal el parto de la «Reina de los Cielos» y la llegada al mundo de su hijo, el joven dios solar.

En los mitos solares ocupa un lugar central la presencia de un dios joven que cada año muere y resucita, encarnando en sí los ciclos de la vida en la Naturaleza. En las culturas de mitología astral, el Sol representaba el padre, la autoridad y

también el principio generador masculino. Durante la Antigüedad, en todo el mundo civilizado, el sol fue el emblema de todos los grandes dioses, y los monarcas de todos los imperios se hicieron adorar como hijos del Sol (identificado

siempre con su divinidad principal). En este contexto, la antropomorfización del Sol en un dios hijo joven presenta ejemplos tan conocidos como los de Horus, Mitra, Adonis, Dionisos, Krisna... o el propio Jesús-Cristovi[iii].

En el Egipto Antiguo se creía que Isis, la virgen Reina de los Cielos, quedaba embarazada en el mes de marzo y daba a luz a su hijo Horus a finales de

diciembre. El dios Horus, hijo de Osiris e Isis, era el «gran subyugador del mundo», el que es la «substancia de su padre», Osiris, de quien era una encarnación. Fue concebido milagrosamente por Isis cuando el dios Osiris, su esposo, ya había sido

muerto y despedazado por su hermano Seth o Tifón. Era una divinidad casta sin amores al igual que Apolo, y su papel entre los humanos estaba relacionado con el

Juicio ya que presentaba las almas a su padre, el Juez. Era el Christos y simbolizaba el Sol.

Durante el solsticio de invierno, la imagen de Horus, en forma de niño recién

nacido, era sacada del santuario para ser expuesta a la adoración pública de las masas. Era representado como un recién nacido (a menudo recostado en un pesebre) con cabello dorado, que tenía un dedo en la boca y el disco solar sobre

su cabeza. Los antiguos griegos y romanos lo adoraron también bajo el nombre de Harpócrates, el niño Horus, hijo de Isis. El dios Osiris, dios de la vegetación y de

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los muertos, padre de Horus, también había nacido de una virgen en el solsticio hiemal.

Mitra, uno de los principales dioses de la religión irania anterior a Zaratustra, desarrollado a partir del antiguo dios funcional indoiranio Vohu-Manahvi[iv], objeto de un culto aparecido unos mil años antes de Cristo y que, tras pasar por

diferentes transformaciones, pervivió con fuerza en el Imperio romano hasta el siglo IV d. C., era una divinidad de tipo solar tal como lo atestigua, entre otros, su

cabeza de león que hizo salir del cielo a Ahrimán (el mal), tenía una función de deidad que cargaba con los pecados y expiaba las iniquidades de la humanidad,

era el principio mediador colocado entre el bien (Ormuzd) y el mal (Ahrimán), el dispensador de luz y bienes, mantenedor de la armonía en el mundo y guardián y protector de todas las criaturas, y era una especie de mesías que, según sus

seguidores, debía volver al mundo como juez de los hombres. Sin ser propiamente el Sol, representaba a éste y era invocado como tal. El dios Mitra hindú, como el persa, era también una divinidad solar, tal como lo demuestra el hecho de ser uno de los doce Adityas, hijos de Aditi, la personificación del Sol.

Muchos siglos antes que Jesús-Cristo, el dios Mitra, según su leyenda popular, ya había nacido de virgen un 25 de diciembre, en una cueva o gruta, siendo adorado por pastores y magos, obró milagros, fue perseguido, acabó siendo muerto, resucitó al tercer día...

Todas las personificaciones de dioses solares acaban por ser víctimas

propiciatorias que expían los pecados de los mortales, cargando con sus culpas, y son muertos violentamente y resucitados posteriormente. Así, Osiris nació en el mundo como un Salvador o Libertador venido para remediar la tribulación de los

humanos, pero en su lucha por el bien se topó con el mal (encarnado en su propio hermano Seth o Tifón, que acabaría identificándose con Satán), que le venció temporalmente y le mató; depositado en su tumba, resucitó y ascendió a los cielos al cabo de tres días (o cuarenta, según otras leyendas).

El dios hindú Shiva, en un acto de supremo sacrificio, según cuenta el Bhâgavata-Purâna, ingirió una bebida envenenada y corrosiva que había surgido del océano para causar la muerte del universo de ahí el epíteto de Nîlakantha

(«cuello azul») por el que también se conoce a Shiva y que fue el resultado del veneno absorbido, tragedia que el dios evitó con su autoinmolación y vuelta a la vida.

Baco, otro dios solar destinado a cargar con las culpas de la humanidad, también fue asesinado y su madre recogió sus pedazos, tal como había hecho

Isis con los trozos del cadáver de Osiris para renacer resucitado. Ausonius, una

forma de Baco (y equivalente a Osiris), era muerto en el equinoccio de primavera (21 de marzo) y resucitaba a los tres días. Idéntica suerte le había estado reservada a Adonis (equivalente al dios etrusco Atune o al sirio Tammuz), a

Dionisos o al frigio Atis y a una larga lista de seres divinos que, como Krisna muerto atado a un árbol y con su cuerpo atravesado por una flecha o como

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Jesús-Cristo muerto en la cruz de madera y lanceado, fueron todos ellos condenados a muerte, llorados y restituidos a la vida.

Son dioses que descendieron al Hades y regresaron otra vez llenos de vigor, tal como hace la Naturaleza con sus ciclos estacionales anuales. Todos ellos

habían nacido, según el mito, durante el solsticio de invierno, fecha en la que algunas tradiciones tardías también sitúan el natalicio de Buda.

EL NATALICIO DE JESÚS UN 25 DE DICIEMBRE NO SE FIJÓ HASTA EL SIGLO IV

En el siglo II de nuestra era, los cristianos sólo conmemoraban la Pascua de Resurrección y su misterio, ya que consideraban irrelevante el momento del nacimiento de Jesús y, además, desconocían absolutamente cuando pudo haber acontecido.

Durante el siglo siguiente, al comenzar a aflorar el deseo de celebrar el natalicio de Jesús de una forma clara y diferenciada, algunos teólogos, basándose en los textos de los Evangelios, propusieron datarlo en fechas tan distintas como

el 6 y 10 de enero, el 25 de marzo, el 15 y 20 de abril, el 20 de mayo y algunas otras. El sabio Clemente de Alejandría (150-215) no quiso quedar al margen de la polémica y postuló el día 25 de mayo. Pero el papa Fabian (236-250) decidió

cortar por lo sano tanta especulación y calificó de sacrílegos a quienes intentaron determinar la fecha del nacimiento del nazareno.

A pesar de la disparidad de fechas apuntadas, todos coincidieron en pensar que el solsticio de invierno era la fecha menos probable si se atendía a lo dicho por Lucas en su evangelio: «Había en la región unos pastores que pernoctaban al

raso, y de noche se turnaban velando sobre el rebaño. Se les presentó un ángel del Señor, y la gloria del Señor los envolvía con su luz...» (Lc 2,8-14) vi[v].

Si los pastores dormían al raso cuidando de sus rebaños, para que el relato de Lucas fuese cierto y/o coherente debía referirse a una noche de primavera de ahí

las fechas posteriores al día 21 de marzo, equinoccio primaveral e inicio de esta estación, ya que a finales de diciembre, en la zona de Belén, el excesivo frío y las

todavía abundantes lluvias invernales impedían cualquier posibilidad de pernoctar al raso con el ganado.

Forzando la escena relatada por Lucas hasta el límite de la sutileza, otras

Iglesias cristianas ajenas a la católica como la Iglesia armenia fijaron la conmemoración de la Natividad en el día 6 de enero ya que, según su deducción,

aunque no es posible situar el relato de Lucas en la estación más fría y lluviosa del año en las tierras de Judea, sí puede ser creíble situando el nacimiento de Jesús un poco más tarde, en enero y en el Oriente Medio, un tiempo y un lugar donde es

muy probable la existencia de cielos nocturnos claros y sin borrascas, aunque todavía haga frío, eso sí. Con el mismo argumento, en otras Iglesias orientales, egipcios, griegos y etíopes propusieron fijar el natalicio en el día 8 de enero.

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Eutiquio, patriarca de Alejandría, en el siglo X aún defendía esta fecha como la única verdadera.

Basándose también en Lucas, la Iglesia oriental empleó otro argumento todavía más peculiar para defender la fecha del 6 de enero. Cogiendo al vuelo la afirmación de Lucas cuando escribió que «Jesús, al empezar, tenía unos treinta

años» (Lc 3,23), dedujeron, de alguna manera sin duda milagrosa, que Jesús murió cuando tenía «exactamente» treinta años, contados estos desde el día de su concepción, y, dado que la fecha de la crucifixión la habían fijado el 6 de abril

(¡¿?!), sólo tuvieron que añadir los nueve meses exactos de gestación para llegar hasta el tan celebrado 6 de enero.

Dejando al margen la vía para calcular tan preciado día, lo cierto es que la fecha del 6 u 8 de enero la primera que la cristiandad celebró tenía mucho

sentido ya que, en la Alejandría egipcia (cuna de aspectos fundamentales de la doctrina cristiana), se festejaba con toda pompa el festival de Core «la Doncella»

identificada con la diosa Isis y el nacimiento de su nuevo Aion, que era una personificación sincrética de Osiris.

San Epifanio, refiriéndose al festival de Core, escribió en Penarion 51: «la víspera de aquel día era costumbre pasar la noche cantando y atendiendo las imágenes de los dioses. Al amanecer se descendía a una cripta y se sacaba una

imagen de madera, que tenía el signo de una cruz y una estrella de oro marcada en las manos, rodillas y cabeza. Se llevaba en procesión, y luego se devolvía a la cripta; se decía que esto se hacía porque la Doncella había alumbrado al Aion.»

Entrado ya el siglo IV, cuando ya se había concluido lo substancial del proceso de trasvase de mitos desde los dioses solares jóvenes precristianos hacia la figura

de Jesús-Cristovi[vi], se decidió fijar una fecha concreta y acorde a su nueva concepción mítica para el natalicio de Jesús. Dado que al judío Jesús histórico se

le había adjudicado toda la carga legendaria que caracterizaba a su máximo competidor de esos días, el dios Mitra, lo lógico fue hacerle nacer el mismo día en que se celebraba el advenimiento de ese joven dios.

A más abundamiento, cabe recordar que la figura de Jesús no fue oficialmente declarada como consubstancial con Dios hasta el año 325, cuando el emperador Constantino convocó el concilio de Nicea y ordenó a todos los obispos asistentes

que acatasen el entonces muy discutido y discutible dogma de que el Padre y el Hijo compartían la misma substancia divinavi[vii].

De esta forma, entre los años 354 y 360, durante el pontificado de Liberio (352-366), se tomó por fecha inmutable la de la noche del 24 al 25 de diciembre, día en que los romanos celebraban el Natalis Solis Invicti, el nacimiento del Sol

Invencible un culto muy popular y extendido al que los cristianos no habían

podido vencer o proscribir hasta entonces y, claro está, la misma fecha en la que todos los pueblos contemporáneos festejaban la llegada del solsticio de invierno.

Según algunos autores, en la elección del 25 de diciembre hecho que sitúan

en el año 345, bajo el papa Julio I tuvo una influencia decisiva Juan Crisóstomo

(del que sabemos que defendió esta fecha, frente a la del 6 de enero, en, al

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menos, escritos del año 375) y Gregorio Nacianceno uno de los tres padres capadocios que elaboraron la doctrina trinitaria clásica a finales del siglo IV, pero

lo más plausible es que ambos personajes no intervinieran en la datación del natalicio aunque sí actuasen como fervientes defensores del 25 de diciembre a posteriori.

En cualquier caso, San Agustín (354-430) sí debía tener muy claro el verdadero

origen de la Navidad católica, sobrepuesta al Natalis Solis Invicti, cuando exhortó a los creyentes a que ese día no lo dedicasen «al Sol, sino al Creador del Sol».

Con la instauración de la Navidad también se recuperó en occidente la celebración de los cumpleaños, aunque las parroquias europeas no comenzaron a registrar las fechas de nacimiento de sus feligreses hasta el siglo XII.

A pesar de haberse fijado ya como inmutable la fecha del 25 de diciembre o

quizá por esa misma razón, las especulaciones en torno al natalicio de Jesús

prosiguieron durante muchos siglos después. El papa Juan I (523-526), decidido a averiguar la verdad, le encargó una investigación al monje Dionysius Exiguus

(Dionisio el Pequeño) que, tras un curioso proceso de razonamiento concluyó que el año de la Encarnación había sido el 754 de la fundación de Roma, y que la Encarnación misma había tenido lugar el 25 de marzo y el nacimiento el 25 de

diciembre, eso es después de una gestación matemáticamente exacta de nueve meses.

La peculiar datación de Dionisio el Pequeño también dejó en herencia otra fecha famosa, la de los 33 años de Jesús en el momento de ser crucificado, pero hoy ya está bien demostrado que los cálculos del monje romano fueron errados

hasta en lo más evidente y que Jesús tenía entre 41 y 45 años cuando fue ejecutadovi[viii].

En el siglo XVI, un erudito como José Scaligero aún se ocupó del asunto y afirmó que Jesús había nacido a finales de septiembre o principios de octubre.

Más prudente, el gran sabio y teólogo Bynaeus (1654-1698), después de analizar todo lo escrito al respecto, concluyó que «puesto que la Escritura calla sobre esto, callemos también nosotros»vi[ix]. La fecha del 25 de diciembre, fijada a finales del

siglo IV, ya era inamovible para el orbe católico (aunque no fuese aceptada por las Iglesias cristianas orientales que siguen celebrando el natalicio de Jesús en el 6 de enero).

En un principio, la festividad de la Navidad tuvo un carácter humilde y campesino, pero a partir del siglo VIII comenzó a celebrarse con la pompa litúrgica

que ha llegado hasta hoy, creando progresivamente la iluminación y decoración de los templos, los cantos, lecturas, misterios y escenas piadosas que dieron lugar a representaciones al aire libre del nacimiento del portal de Belén.