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Distintoanimal(capítulo1)

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Distinto Animal es una historia donde lo real y lo imaginario se encuentran separados por un estrecho filamento que guarda múltiples secretos que el lector sabrá desvelar. La vida de Encarnación, su protagonista, es una constante búsqueda por convertir sus actos en aquello que siente, sin convencionalismos, sin el encorsetamiento mental de la época que le ha tocado vivir. Su espíritu libre e infatigable le llevan hacia la importancia de seguir el mandato de su corazón.

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Capítulo 1: El regreso es lo que da sentido a la partida

Hoy llueve, y no por ello se refrescan las ideas tanto como el ambiente. A veces, las

inclemencias del tiempo no tienen nada que ver con las turbulencias del alma. El taxi ya

tiene un rumbo definido, una dirección concreta con nombre y número, un lugar donde

finalizar lo que comenzó en una solicitud abierta.

- “Mario, te espero el jueves a las siete, sé puntual, por favor”.

- “¿A dónde vamos, señora?”

- “Aún no lo tengo decidido”.

Dicen que sólo el tiempo es dueño de nuestras decisiones, pero ella sabe que el tiempo no

tiene más cabida que en la mente humana, así que, no le presta la atención debida; si es que

algo le debemos a tan tortuoso elemento.

Hay días en que se combinan perfectamente los pensamientos y la decisión, a pesar de ser

enemigos en la vida diaria, y así surgen las grandes ocasiones, los más elevados momentos.

El jueves, a las siete de la mañana en punto, Encarnación Suárez Quintana tiene sus maletas

preparadas y su ánimo dispuesto para iniciar el viaje. Mario, su taxista de confianza, aparece

con exquisita puntualidad para complacer a la señora y cargar el equipaje en su Mercedes

nuevo, reluciente e impoluto, que tantos años de trabajo intenso le ha costado merecerse.

- ¿Eso es todo, señora?

- Si.

No es mucho, es cierto: tres maletas de tamaño mediano y su inseparable compañía canina.

Mario no sabe si se trata de un viaje temporal o definitivo. Se oye por todo Madrid que el

Señor Barreda la ha dejado por una mujer mucho más joven; pero a él no le gustan los

chismes, al menos, los que no escucha en su propio taxi. En cierto modo, se siente un

confesor, un médico del alma que sólo quiere expresarse, una escucha incondicional; y eso

implica una especie de juramento hipocrático al que no ha faltado jamás. De modo que

guarda sus preguntas a buen recaudo, para que no tengan el deseo curioso de querer ejercer

su función. Él, que es tan profesional y tan discreto, que tiene todos los detalles en orden,

abre su paraguas y lo coloca sobre la cabeza de Encarnación, para que mantenga su peinado

en el mismo perfecto estado en que siempre lo lleva. “No será hoy la lluvia quien la

despeine”.

- Vamos a Ávila.

El viaje comienza tranquilo, las calles de Madrid están casi desiertas en un mes de Agosto

que prácticamente le prohíbe a uno no tomarse vacaciones.

-¿Quiere escuchar la radio, señora?

- Hoy no, Mario.

El periódico del día está en el asiento de atrás, pero él se ha dado cuenta de que ella no lo ha

abierto. Su atención ha resuelto a preguntarle lo que en otras ocasiones hace

mecánicamente: sintonizar las noticias de la radio para que Doña Encarnación comience el

día totalmente informada. Nuevamente se guarda un par de preguntas para sí que la alegría

habitual de la señora, escondida hoy tras las nubes que traen la lluvia, no dejan atisbar.

Antes de llegar a la altura de Villalba, ella ya se había dormido; eso sí, completamente

rígida, como una estatua inerte, pero viva, salvando la incongruencia entre sueños. Llevaba,

desde días atrás, soñando en color. Nunca hasta entonces se había dado cuenta de que

siempre soñaba en blanco y negro, y aquel acontecimiento la tenía tan fascinada que trataba

de dormir lo máximo posible para acceder a esa nueva condición onírica. Marcello le había

dicho que tratara de ser consciente de que estaba soñando, pero no lo conseguía, se

conformaba con el color cinematográfico de las escenas de su inconsciente.

Se despertó al llegar al peaje, con el cambio de velocidad del taxi, que no se había movido

de los ciento veinte kilómetros hora permitidos en la autopista. Ahora sí, le pidió a Mario

que encendiera la radio. No tenía intención de escuchar las noticias, pero sí la sensación de

compañía que producen las ondas, las palabras de otros hablando de cualquier cosa que no

tenga que ver con los asuntos personales. La estridencia de la publicidad despertó a su viejo

compañero del letargo que le había producido el viaje. Un pequeño ladrido anunció a todos

que ya se encontraba consciente. Ella pasó una mano cálida por su largo pelaje, y él la miró

condescendiente, comprendiendo que un nuevo camino se abría para ambos, dispuesto,

como había estado siempre, a acompañarla y protegerla.

A lo lejos ya se atisbaba la casa. “Villa Morita” estaba en las afueras de Ávila, cerca de la

vía del tren. Una construcción de más de ochenta años de antigüedad, medianamente

conservada por las aisladas visitas de la pareja. Éste era el único bien que le había pedido a

su marido tras la separación. Pensó que, seguramente, tendría que trabajar bastante en el

jardín para recuperar el esplendor que otro día tuvo, al igual que su matrimonio.

El taxi entró por el camino de tierra que llevaba hasta el lugar de destino, y Mario pensó

enseguida que tendría que llevarlo a lavar antes de volver a Madrid; no soportaba tener las

ruedas sucias por el barro. Frenó el vehículo delante del portón de hierro a medias de abrir,

y salió para empujar el armatoste. El chirriar del metal oxidado recordó a Encarnación que

hacía ya unos cuantos años que no visitaban la finca. Ya no quedaba ningún miembro de su

familia en Ávila, así que, los viajes allí se habían hecho cada vez más infrecuentes.

Encarnación dejó la ciudad con veintiún años, casi sacudiéndose las zapatillas, como haría

Santa Teresa muchos años atrás, y con pocas ganas de volver a encontrarse con las gentes

que poco comprendían su carácter y su visión de la vida. Sin embargo, a medida que los

años se le echaban encima, cada día sentía más profundamente la intensidad del misticismo

de aquellas piedras, la calma recogida, la nobleza sentida y las emociones reprimidas que

podían sentirse en el ambiente.

Salió del coche mirando al cielo, el mismo gris de Madrid parecía haberlos seguido hasta

allí. No quiso escuchar a los recuerdos, por consejo de Marcello; él siempre le dice que no

atienda al pasado, que sólo es memoria y la memoria no existe más que en el limbo de las

ideas y las imágenes. Observó la suciedad que se acumulaba en los cristales de las ventanas,

y las cortinas pasadas de moda, sin embargo, cargadas de tanto carácter que, intuyó, no le

sería posible renovarlas.

- Señora, si me deja la llave puedo ir metiendo las maletas en casa.

La confianza, a veces, ejerce de profesional perfecta y exquisita. Encarnación le entregó sus

llaves a Mario, y éste realizó su labor, no sin antes sacudirse el barro de los zapatos en el

felpudo de la entrada, a pesar de ser aquello un acto inservible, puesto que el suelo estaba lo

suficientemente sucio como para tener que hacer un profundo lavado.

- Pues si no necesita nada más doña Encarnación, vuelvo entonces a Madrid.

- Si, si, claro Mario, vete ya. Gracias por todo – dijo mientras le regalaba una

mirada sincera, de las que él ya conocía – volveré a necesitarte.

Él sonrió; sin embargo, esta vez intuyó que era una despedida más larga. Lo sabía, a pesar

de haber secuestrado a sus preguntas y no haber querido escuchar los rumores de la

sociedad. Ella le entregó un abultado sobre con efectivo que él tomó discretamente entre sus

manos, sin abrirlo siquiera, nunca hubiera pensado en grosería semejante. Ella siempre era

más que justa, generosa. Se marchó de allí con una especie de tristeza conservadora: la que

produce el conocimiento de aquellos hechos que uno preferiría desconocer.

Encarnación entró en la casa, seguida de su inseparable compañero, que fue dejando

decenas de huellas con sus patitas por todo el pasillo, mostrando que el esfuerzo de Mario

por no dejar rastro había sido, -como ya sabíamos-, inútil.

- Mira cómo está todo… - le dijo resignada – vamos a tener que trabajar mucho aquí.

Desde pequeña la vida le había acostumbrado que nada es gratuito y que se tendría que

ganar el pan con el sudor de su frente. Quizás si Eva no se hubiera comido esa maldita

manzana, aún seguiríamos en el paradisíaco Edén que nos corresponde por naturaleza. Sin

embargo, el trabajo no le había asustado nunca, a pesar de haber pasado muchos años de su

vida sin tener que esforzarse en ello para subsistir. Marcello siempre le había dicho que

agradeciera la situación, que la aprovechara, porque nada es un regalo, sino una

oportunidad.

Atravesó la casa por la cocina y salió por la puerta que daba al jardín trasero. La mesa y las

sillas estaban demasiado sucias para desayunar allí, llenas de hojas que habían ido cayendo

de los árboles, en otro tiempo, porque ahora se encontraban frondosos. Se dirigió al

cobertizo a por los útiles de limpieza y renovó el recinto en unos minutos. Volvió a entrar en

la casa y comenzó a preparar un desayuno completo para ambos: café con tostadas para ella

y cereales para él, con su cuenco favorito. Se escuchaba solamente el rumor del viento

rozando las hojas de los árboles, el trinar de algunos pájaros poco madrugadores y el

tintineo de la cuchara de Encarnación en su inseparable taza color violeta. Tres terrones de

azúcar endulzaban el intenso sabor de un café africano, profundo y oscuro, que se convirtió

en ritual desde el primer día que lo probó. El mismo color del pelaje de su viejo compañero,

que acababa de finalizar su desayuno y se disponía a bajarse de la silla para entrar en la casa

en busca de una alfombra lo suficientemente limpia como para echar su cuerpo en ella y

dormir un rato más. Estaba cansado por el viaje y por los acontecimientos de los últimos

días. No le gustaba percibir el nerviosismo de su dueña, ni presenciar discusiones, y llevaba

varias semanas estando presente en incómodas situaciones de silencio y de riñas, cada una a

su tiempo. Miró hacia atrás antes de entrar en la casa, comprobando que ella estaba bien, a

pesar de su melancolía; pero estaba tan absorta en los círculos del café, que apenas se dio

cuenta de que se había quedado sola. Sabía que Marcello detestaba ese estado de tristeza, y

trataba de evitarlo, al menos delante de él; pero aquel acercamiento a Ávila había

conseguido superar la fortaleza de la que se enorgullecía como estandarte máximo.

Ese aire limpio, tanto que le dolía incluso respirar, acostumbrada ya a la contaminación, al

ruido y al bullicio de Madrid, había producido en su cuerpo un choque inesperado. Dicen

que los movimientos físicos producen, a veces, revoluciones en nuestros pensamientos. “No

te olvides de darte cuenta”, escuchaba en su cabeza las palabras de Marcello, hoy tan

silencioso. Pero no se daba cuenta, no era capaz de darse cuenta, a veces es imposible

hacerlo. ¿Cómo contemplar la propia tristeza cuando el dolor es tan enorme y tan

profundo?, ¿cómo sentirse libre e independiente cuando uno no puede pensar en otra cosa

que en el amor que acompañó sus días durante cuarenta años?, ¿cómo aprender a vivir sin

él? Recordaba un reportaje que vio la noche anterior, en el que un padre relataba la terrible

historia que tuvo que vivir frente a un cocodrilo en la selva africana. El animal atrapó a su

hijo con sus dientes y él, para lograr que soltara a su pequeño, introdujo su brazo derecho en

la boca de la bestia, para atraer su atención y que soltara al niño. Segundos después quedaba

flotando en el río, sin brazo, pero con su hijo amarrado al otro lado. Encarnación pensó en el

dolor que relataba aquel hombre que perdió su brazo por la vida de su hijo, “un dolor desde

el ser”, decía. Así se sentía ella, dolida en su ser, en algo tan profundo que uno ni siquiera

percibe, a no ser que duela de esta forma. “Todo pasa”, se dijo, “el tiempo lo cura todo”, o

no es el tiempo, tanto que le insistía Marcello, “es tu fuerza la que cura tus heridas”.

Un grupo de avezadas gotas de agua comenzó a caer sobre el jardín, y sobre ella, que

permaneció unos segundos impertérrita, asumiendo la lluvia como parte del momento.

Después fue consciente de su pelo arrugado y la humedad en el rostro, con lo que entró de

nuevo en la casa con la premura que no había utilizado en todo el día. Cerró la puerta de la

cocina y se quedó pegada a sus cristales contemplando el momento, tratando de disfrutar de

la belleza contenida en aquel pequeño jardín repleto de plantas agradecidas por el agua,

abiertas a recibir tan grandioso regalo. “Así caen los dones del cielo, a su forma”, se dijo.

Volvió hacia la entrada, donde había dejado las maletas. Al pasar por la puerta del salón

escuchó un ronquido familiar y sonrió con la complicidad del que conoce el cansancio del

otro. Movió las maletas hasta el dormitorio de la planta baja. Había elegido aquella

habitación porque tenía dos ventanales enormes que daban al jardín, mucha claridad y pocos

recuerdos. El cuarto del matrimonio estaba en la planta de arriba, así que, había decidido

que, de momento, se mantendría abajo.

Comenzó a abrir la primera maleta y encontró la pipa de Marcello. La dejó encima de la

mesilla para ponerle un lugar concreto y no perderla. Él detestaba tener que buscarla por

toda la casa, y ella no soportaba tener que aguantar sus gruñidos. La ropa no se había

arrugado tanto como esperaba, así que, no tendría que utilizar la tediosa plancha para salvar

los inconvenientes de la presión. Pasó casi una hora colocando el armario y los cajones de la

cómoda con tanta dedicación, que ni siquiera se dio cuenta de que el tiempo había pasado

también para ella.

Algunas de sus camisas aún olían a él. Se vio a sí misma como aquellas mujeres

despechadas, noveladas, encendidas de visceralidad, que conviven con la nostalgia

amarrándose a un pasado imposible de resucitar y convertidas en la sombra de lo que fueron

por no ser capaces de enfrentarse al olvido. Pero ella no era ese tipo de mujer, ni ese tipo de

persona. Si la viera Marcello tratando de olfatear un resto de amor, probablemente la

llamaría folklórica; a él, que tanto le entusiasma la elegancia de la mujer y tan poco la

pérdida de orgullo.

El teléfono sonó interrumpiendo así tan atareado transcurrir de pensamientos. Dudó por un

momento si atender o no a la llamada, y acabó decidiendo contestar, antes de comenzar la

disyuntiva, escuchando más al mecanismo habitual que a la negación meditada.

- ¿Si?

- Ya has llegado, veo… sólo quería comprobarlo.

- Hace rato, en realidad. No había nada de tráfico.

Después de aquella frase de Encarnación se escuchó un silencio incómodo, eterno, nuevo.

Antes, cuando se amaban, el silencio era agradable entre ambos, se comprendían con la

mirada, sin mediar palabra. Ahora la incomunicación estaba tan presente que les helaba la

sangre, sobre todo por comparación.

- No te molesto más...

- Dame tiempo.

De nuevo el silencio ejerció de respuesta.

- Adiós – dijo ella.

- Hasta luego – se despidió él.

No le guardaba rencor, se sentía incapaz de hacerlo. Ella comprendía bien que ni siquiera el

amor es eterno en esta vida de principios y finales. Jamás le había pedido a Julio promesa

alguna de ello. De hecho, nunca habría imaginado poder llegar a convivir cuarenta años de

su vida juntos. Sólo tenía que aprender a aceptar la nueva situación. Las peleas y los

reproches de días atrás habían comenzado a apaciguarse, transformándose en algo más de

comprensión por parte de ambos. Sin embargo, el fuego de ese amor constante que, para

ella, jamás había hecho atisbo siquiera de ausencia, le hacía rebelarse con todas sus fuerzas

ante la idea de ser sustituida. Necesitaba tiempo si, el tiempo preciso para perdonarse a sí

misma por no haber sido capaz de ser coherente con tantas sentencias que repitió desde su

juventud. No podía soportar la idea de ser compartida. Jamás le pidió fidelidad, y en cambio

él se la ofreció toda, hasta ahora, que con sus sesenta y cinco años a sus espaldas había

tenido la ocurrencia de enamorarse.