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DOMINGO DECIMOQUINTO DEL TIEMPO ORDINARIO Acaba de ser proclamado el evangelio según san Marcos en el que se dice que «Jesús llamó a los Doce y empezó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus malignos». Se trata, por tanto, de la narración del envío que Jesús hace a sus apóstoles para anunciar el evangelio. Digamos, entonces, sin más preámbulos que, según este texto del evangelio que acabamos de escuchar: Todo aquel que tiene una experiencia real de Jesús, no puede reservarse dicha experiencia para sí y permanecer inmóvil, sino que es imprescindible que se ponga en movimiento y que vaya y se la comunique al mundo. Y esto, desde luego, nos incluye a todos los que estamos acá, que confesamos tener fe en Jesucristo. Así pues, este evangelio no es una narración de un evento del pasado (Jesús enviando a los Doce), sino (y sobre todo) un llamado de atención para nosotros, los nuevos apóstoles de Cristo, para revisar cómo estamos anunciando nuestra fe en cada uno de los contextos en los que vivimos. Porque, anunciar el evangelio no es optativo (no es si queremos), sino imperativo (una obligación) de todo aquel que se hace llamar cristiano. Comunicar el evangelio no es una actividad reservada para unos pocos (pensarán muchos, que solo para los curas o las monjas), sino para todos los bautizados, para toda la Iglesia. Sencillamente no puede existir un cristiano que no sea a su vez un apóstol; no hay cristianismo sin anuncio del evangelio.

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Homilía

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DOMINGO DECIMOQUINTO DEL TIEMPO ORDINARIO

Acaba de ser proclamado el evangelio según san Marcos en el que se dice que «Jesús llamó a los Doce y empezó a enviarlos de dos en dos, dándoles poder sobre los espíritus malignos». Se trata, por tanto, de la narración del envío que Jesús hace a sus apóstoles para anunciar el evangelio. Digamos, entonces, sin más preámbulos que, según este texto del evangelio que acabamos de escuchar: Todo aquel que tiene una experiencia real de Jesús, no puede reservarse dicha experiencia para sí y permanecer inmóvil, sino que es imprescindible que se ponga en movimiento y que vaya y se la comunique al mundo. Y esto, desde luego, nos incluye a todos los que estamos acá, que confesamos tener fe en Jesucristo. Así pues, este evangelio no es una narración de un evento del pasado (Jesús enviando a los Doce), sino (y sobre todo) un llamado de atención para nosotros, los nuevos apóstoles de Cristo, para revisar cómo estamos anunciando nuestra fe en cada uno de los contextos en los que vivimos. Porque, anunciar el evangelio no es optativo (no es si queremos), sino imperativo (una obligación) de todo aquel que se hace llamar cristiano. Comunicar el evangelio no es una actividad reservada para unos pocos (pensarán muchos, que solo para los curas o las monjas), sino para todos los bautizados, para toda la Iglesia. Sencillamente no puede existir un cristiano que no sea a su vez un apóstol; no hay cristianismo sin anuncio del evangelio.

Dicho esto, es preciso responder la pregunta: Si todo cristiano tiene la obligación de anunciar el evangelio, ¿cómo debe ser ese anuncio, cómo debe proceder? Jesús lo dice claramente en el evangelio: Que vayan de dos en dos… que no lleven nada para el camino… incluso les dice que cuando entren en una casa, quédense en ella hasta que se vayan de ese lugar, etc. Les da, por así decirlo, una suerte de instrucciones para el anuncio del evangelio. Démonos cuenta de una cosa: Jesús, al decir cómo se debe anunciar el evangelio, no pone el acento en lo doctrinal, es decir, en las palabras o discursos que los apóstoles deben usar, sino en la conducta, en el

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comportamiento, que éstos deben tener cuando vayan por el mundo anunciando su fe. Comenzó el evangelio diciendo que: al enviarlos «les dio poder sobre los espíritus inmundos». Aquí ha de entenderse «espíritus inmundos» como todo aquello que se opone al evangelio (o más precisamente a los valores del evangelio: que son, como ya sabemos, la caridad, la bondad, la justicia, la misericordia, etc.). Así pues, los auténticos apóstoles de Cristo deben anunciar el evangelio no solo de palabras, como quien trata de argumentar o imponer una verdad, sino (y sobre todo) comportándose y actuando, según escuchamos en el evangelio, en contra de los «espíritus malignos», esto es, liberando a la gente de las fuerzas del mal que causan su sufrimiento; «yendo de dos en dos», es decir, formando verdadera comunidad para transmitir este ejemplo de vida a los otros; «no llevando nada para el camino: ni pan, ni mochila, ni dinero, sino únicamente un bastón, sandalias y una sola túnica», lo cual evidentemente quiere decir: sirviéndose de los bienes materiales, como medios y no como fines, porque lo que importa es el evangelio no otra cosa.

Es probable que muchos digamos, tal como dijo el profeta Amós en la primera lectura: «Yo no soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos». Yo no soy responsable de anunciar el evangelio, no sé hablar, mi vida es una pobre existencia llena de contradicciones, no doy ejemplo, es más, a veces no entiendo lo que leo en las Escrituras, etc. Podríamos invocar muchas más excusas, pero no podremos nunca evadir la responsabilidad que todos, absolutamente todos, de anunciar el evangelio de Cristo.

En definitiva, si decimos que somos cristianos es nuestra obligación anunciar al mundo nuestra fe. E insisto: no se trata de ir pronunciando discursos grandiosos delante de las personas, se trata de vivir, es decir, comportarnos según las exigencias del evangelio. De manera que nuestra forma de pensar, de hablar y de comportarnos de todos los días y en todas partes se constituya en nuestro anuncio del evangelio. Solía decir san Francisco de Asís a los hermanos: «Prediquen

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siempre el evangelio y cuando sea estrictamente necesario utilicen las palabras». Se trata del anuncio silencioso del evangelio, en el que la vida misma es la predicación más elocuente que alguien puede hacer. Porque la vida que alguien lleva debe hablarle al mundo de su fe en Cristo. Pues, Jesús, según el evangelio que estamos meditando, entendía el anuncio del evangelio, no como una misión de defensa de la verdad por medio de discursos, sino como una vocación de ejemplaridad de vida, de comportamiento concreto, a merced incluso de quien les quiera acoger gustosamente, pero siempre en consonancia con la justicia, voluntad de Dios, fraternidad, solidaridad, paz, misericordia, reconciliación, etc.

Hermanos, no separemos nuestra vida de todos los días, en el trabajo, en el estudio, en el hogar, de nuestra relación de fe con Cristo. Nuestra experiencia de Jesús nos debe hacer mejores personas en el mundo practico, en la cotidianidad, de lo contrario no es experiencia auténtica, sino simples palabras vacías y sentimientos sin fundamento. El termómetro que mide la sinceridad de nuestra experiencia de fe en Jesús es la calidad de las relaciones interpersonales que tenemos, es decir, la manera cómo nos comportamos en el mundo con los demás. Así como nos resulta inmensamente sagrado el encuentro con el Señor en la liturgia y en los sacramentos, así de inmensamente sagrado nos debe resultar el encuentro con el otro en lo ordinario de la vida. De aquí que sea necesario descubrir el verdadero «carácter sagrado de la persona» que nos rodea. Así evitamos caer en espiritualismos vacíos o hedonismos místicos.

Si el cristianismo, y por ende la Iglesia, ha caído en descrédito ante el mundo es precisamente porque nosotros, los cristianos, no hemos sido consecuentes con la fe que decimos tener. Es simple: decimos ser cristianos y tener un profunda fe en el Señor muerto y resucitado, pues cultivemos el dialogo, seamos más justos en las decisiones que tomamos, tratemos con reverencia a las demás personas, no impongamos nuestros criterios, respetemos las diferencias de

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los otros, sirvamos generosamente, antepongamos el bien en cada cosa que hagamos, etc. Todas estas acciones tan humanas son el modo más eficaz que tenemos de anunciar el evangelio. Un cristiano de verdad debe ser una persona tratable, misericordiosa, tolerante, capaz de diálogo, de escucha. Si solo vivimos nuestra fe en Cristo cada ocho días en la misa, y afuera somos personas completamente diferentes, no se trata de fe auténtica, sino de un egoísmo, un ensimismamiento espiritual, una comodidad mística.

Seamos, nosotros, buena nueva para todos cuantos nos rodean. Démosle calidad evangélica a nuestras relaciones interpersonales. Atrevámonos, aunque sea difícil, a llevar nuestra fe a la vida práctica. Dejemos que el Espíritu Santo haga nuevo nuestro modo de pensar. Así estaremos anunciando también el evangelio.

En conclusión, queridos hermanos llevemos hoy a casa dos ideas bien concretas: 1) Todos, por el hecho de ser bautizados, tenemos la obligación de anunciar el evangelio de Cristo; 2) Ese anuncio del evangelio se realiza, más que con palabras, con la vida misma de todos los días.

Continuemos, pues, hermanos celebrando la eucaristía. Nos alimentamos ahora con el cuerpo y la sangre de Cristo, a quién debemos anunciar con nuestra vida todos los días.