4
Dos disparos I Con cierta gracia infernal, Úrsula arrojó la cabeza del enemigo hacia la duna más cercana, a pocos pasos del barco. Sonreía. La campaña del norte había dado sus mejores frutos en aquel desierto fúnebre, de un dorado abrasador: cien mil hombres del ejército imperial caídos bajo la lanza de cinco revolucionarios. Marlene, Cándida, Ernesto y yo, con el cansancio propio del fin de la batalla, alcanzamos a divisar el rostro pálido y bañado en sangre del alguna vez glorioso Capitán Carlo, mientras penetraba en el mar de arena, la nariz apuntando hacia abajo, sin cuello y sin nada, fusionándose con la duna. Úrsula agitó con violencia su cimitarra. La coraza del barco quedó manchada con un líquido oscuro, que se secó rápidamente bajo el sol de la tarde. El aire sofocaba, inexistente. Tomé algunos cuerpos, los puse uno encima de otro, mientras Marlene y los demás volvían al Acorazado. Enfundé mi sable de dobla hoja, me limpié el sudor bajo la frente, encendí un cigarro y empecé a fumar, mirando siempre hacia la duna de oro. En eso, una cabellera roja apareció de pronto, enorme, rompiendo la tranquilidad del desierto: era Carlo, gigante, furioso, cada vez más visible. Anhelando su venganza. Todos en el barco empezaron a gritar, con horror. “¡Sube, carajo, el hijo de puta aún está vivo!”. Corrí como un lunático hacia el Acorazado, con la esperanza de ser más rápido que el repentino titán. Esfuerzo en vano: ni yo, ni Marlene, ni Cándida, Ernesto, ni siquiera Úrsula, ¡Ni siquiera Úrsula…! Pudo haber sospechado lo que vendría. Porque no nos enfrentábamos ya al Capitán Carlo, con su ejército de feroces moros, batallando sobre las ondulaciones inertes del más bravo desierto. No. Esta vez, el Capitán Carlo era el desierto mismo; y sus tropas, las finas lanzas de arena que invadían nuestros oídos, nuestras fosas nasales, nuestros poros. Y que en tan sólo segundos, devoraban como quien no quiere la cosa, con cierto desgano rabioso, cada una de las astillas del Acorazado, cada partícula viva de nuestros cuerpos, cada victoria y cada

Dos Disparos

Embed Size (px)

DESCRIPTION

Dos Disparos

Citation preview

Dos disparos

Dos disparosI

Con cierta gracia infernal, rsula arroj la cabeza del enemigo hacia la duna ms cercana, a pocos pasos del barco. Sonrea. La campaa del norte haba dado sus mejores frutos en aquel desierto fnebre, de un dorado abrasador: cien mil hombres del ejrcito imperial cados bajo la lanza de cinco revolucionarios. Marlene, Cndida, Ernesto y yo, con el cansancio propio del fin de la batalla, alcanzamos a divisar el rostro plido y baado en sangre del alguna vez glorioso Capitn Carlo, mientras penetraba en el mar de arena, la nariz apuntando hacia abajo, sin cuello y sin nada, fusionndose con la duna.rsula agit con violencia su cimitarra. La coraza del barco qued manchada con un lquido oscuro, que se sec rpidamente bajo el sol de la tarde. El aire sofocaba, inexistente. Tom algunos cuerpos, los puse uno encima de otro, mientras Marlene y los dems volvan al Acorazado. Enfund mi sable de dobla hoja, me limpi el sudor bajo la frente, encend un cigarro y empec a fumar, mirando siempre hacia la duna de oro.

En eso, una cabellera roja apareci de pronto, enorme, rompiendo la tranquilidad del desierto: era Carlo, gigante, furioso, cada vez ms visible. Anhelando su venganza.Todos en el barco empezaron a gritar, con horror. Sube, carajo, el hijo de puta an est vivo!. Corr como un luntico hacia el Acorazado, con la esperanza de ser ms rpido que el repentino titn. Esfuerzo en vano: ni yo, ni Marlene, ni Cndida, Ernesto, ni siquiera rsula, Ni siquiera rsula! Pudo haber sospechado lo que vendra.

Porque no nos enfrentbamos ya al Capitn Carlo, con su ejrcito de feroces moros, batallando sobre las ondulaciones inertes del ms bravo desierto. No. Esta vez, el Capitn Carlo era el desierto mismo; y sus tropas, las finas lanzas de arena que invadan nuestros odos, nuestras fosas nasales, nuestros poros. Y que en tan slo segundos, devoraban como quien no quiere la cosa, con cierto desgano rabioso, cada una de las astillas del Acorazado, cada partcula viva de nuestros cuerpos, cada victoria y cada recuerdo de los Cinco Piratas, los soldados ms grandes que alguna vez existieron sobre la faz de la tierra.IISergio suspira con impaciencia sobre el rostro del monitor. Ha terminado de escribir el ltimo prrafo. La espalda le duele. Greta se acerca, desde la cocina, vestida con su bata de dormir rosada. Se ve muy linda y lleva una taza de t caliente. Se aproxima a Sergio, se sienta en la silla de al lado, frente a la computadora. Lo abraza desde atrs. Parece que alguien s podr dormir esta noche.

Jejeno cantes victoria an, preciosa Sergio sonre-. Me falta corregir el texto.

Mmm -mira el monitor- Y eso no puede, digamos, esperar hasta maana?

Ella acaricia su hombro, con una dulzura infantil.

Amor, t bien sabes que

Nada de dormir hasta terminar la chamba completa ella, con desgano, el codo puesto sobre el hombro de l.

Exactamente -Sergio no quita los ojos de la pantalla.

Ella lo mira, con tristeza. Suspira. Sus ojos pasan del rostro de l al reflejo distorsionado de su propia cara, sobre la superficie del t. Hay una pausa.

Hace cunto que no escribes a mano?

Cmo? Sergio no deja de mirar el monitor, aunque frunce el ceo.

Hace cunto que no escribes a mano, con lapicero y papel?

Pues -se detiene un momento-. Por la maana anot la lista de vveres para que vayas al mercado. Sabes perfectamente a qu me refiero hay nfasis en cada palabra.

Est bien, est bien, era una broma Sergio golpea una tecla, suspira, y voltea hacia ella-. La verdad, desde que compr la PC, puesDe repente, se queda paralizado, sorprendido. Su rostro adquiere cierta ternura. Ha notado las ojeras en el rostro de su mujer.

T tampoco has dormido mucho estos das -le dice, acaricindola. Estoy bien. Por qu me preguntaste lo del lapicero y el papel?

No, por nada.

Greta -la observa, con seriedad, buscando su mirada. Ella levanta el rostro y Sergio recuerda que tiene los ojos ms bellos del mundo. Qu? susurra. Su cara de tristeza es preciosa, con sus labios pequeos, dulces, y sus mejillas tiernas, ligeramente rosadas. Quieres quieres verme escribiendo a mano? l tambin susurra, embobado, como un colegial.Otra pausa. El protector de pantalla aparece sobre el texto, ocultndolo. Greta vuelve a la taza de t, sus mejillas mucho ms rosadas y su rostro mucho ms lindo. Noes que esta vez quiero hacerlo yoSergio queda estupefacto, los ojos bien abiertos, como si una posibilidad absurdamente nueva se dibujara en el cabello de su mujer. Ms pausa, ms rosa en ella, y una decisin que toma l, pensando en lo tonto e intil que sera negar la posibilidad Est bien susurra-. Est bien

Y de pronto, un fuego que sale de su vientre golpea las palmas de sus manos. Se levanta con rapidez, apaga la computadora, pone las sillas a un lado, se sienta sobre el escritorio. Ella, de pie, busca el lapicero al interior del cajn. Lo encuentra, lo destapa y se sube las mangas de su ropa. Se acerca a l. Sergio, lentamente, se quita la camisa. La cuelga sobre una de las sillas. No dice nadapor un momento.- De qu tratar tu historia? dice, finalmente, confundido.- Puesde una princesa que vive en un palacio rosa, resguardada por leones y fieras de todo tipo, y con miles de plantas y flores que le hacen compaa

Sostenido por los suaves dedos, el lapicero toca disimuladamente la piel sobre el pecho, provocando un escalofro. Otro silencio: el ltimo. Y despusqu pasar con la princesa?

Despus -Greta lo piensa, por segundos.

Luego, sonre, y su sonrisa es la ms hermosa de todas las que existen y de las que existirn, con sus ojos entreabiertos y sus dientes que asoman, dbilmente, como rayos del sol en medio de una tempestad. Sergio no la llega a ver.- Despusella se dar cuenta de que todo eso no es ms que un sueoy que su lugar no est con los animales, ni con el castillo rosa, ni con las plantassino que su nico y verdadero lugar est en ella misma, en sus deseos, y en su infinita y profunda necesidad de ser amadaY continuando su resumen, empieza a escribir sobre el papiro viviente, narrando las aventuras de aquella princesa ficticia y sus amores y desamores en tierras lejanas. Mientras la confesin se funde entre la neblina del t, reposando sobre la otra esquina del escritorio, todava caliente. Y mientras las lgrimas ahogan al esposo: siempre por dentro, siempre en silencio, como disparos en medio de la nada.