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Duelo de mordiscos y azucenas. Libro de prensa · anclaje local que tengo: amigos, bares, ... fortuna, la vida me llevó a un montón de oficios diversos por ... la verdad es que

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Libro de prensa

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Álvaro Lago [Foto: Helena Lago]

Índice

Autobiografía de Álvaro Lago 3Obra literaria 5Entrevista con Alejandra Alloza 7Palabras previas 17Capítulo primero 23Contactos 41

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AutobiogrAfíA de ÁlvAro lAgo (Compostela, 1963)

Me nacieron en Santiago de Compostela, allá en el final del camino, muy cerca del fin del mundo, en el penúltimo jueves de la primavera del sesenta y tres; tal día, aquel año, celebraban los católicos las festividades de san Antonio de Padua y del Corpus. Y los compostelanos, de aquella, la feria de ganado.

Mis ocho primeros años contemplaron los paisajes de las orillas del Ulla, en el Macondo galaico de Pontecesures.

Sin embargo, uno acostumbra a ser de donde estudia el bachillerato, que yo cursé en Pontevedra, quizás el mayor anclaje local que tengo: amigos, bares, lecturas; y, sobre todo, el Museo de Pontevedra, donde me enseñaron otro modo distinto de analizar, disfrutar y contemplar la vida.

Cuando llegó el tiempo, algunos años de invernía por donde Compostela difunde su sabiduría.

Durante los primeros años de mi mocedad, sucumbí al hechizo de Madrid, de la que me enamoré con la fogosidad de un posadolescente provinciano (ahora, en la distancia, la añoro con la pasión serena de los amores maduros). Después, con mayor voluntad que pericia y mayor adversidad que fortuna, la vida me llevó a un montón de oficios diversos por distintas ciudades de diferentes idiomas.

Volví a la tierra con el amor ganado (¡salud, maestro Graña!): una mujer con quien amar, una hija por quien amar.

Soy bajo, gordo, y con la barba cada vez más blanca. Fumo como un descosido, bebo cafés como un volteriano, tengo sed de vino, de ron, whisky y licor café. Leo a los clásicos (y a los que no lo son, y a los que jamás lo serán), hablo (con dolor) de política, veo películas, oigo música, cocino.

Hago libros, adoro y busco la compañía de mi gente, odio la injusticia, el ruido, la mala educación y la estupidez.

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ob r A l i t e r A r i A

«Na morte da miña avoa» (1982)«Fostocopias e nacionalismo gallego» e «Fotoscopias e loita

de crases» [In «Congreso interdisciplinario sobre a fotocopia»] (1984)

«A derradeira expulsión do paradiso perdido» (1ª, 1987; definitiva, 2001)

«Fado (novela)» (1999)«O crime do Pombal» (Premio nacional de relato breve do

Pedrón de OurO, 2001)«Retablo de jácaras tristes y farsas jocundas sobre la muerte,

el sexo y la vida provinciana» (2004)«Marginalia» (2005)«Ánxel-Prometeo» [In «Escrita contemporánea»] (2006)«Xavier Cuíñas: as escadas da lúa» (2006)«Qúe pena de morte / qué mágoa de vida» [In «Palabras da

montaña»] (2006)«O espello do gato» (2006)«Lamento grego pola morte de Ícaro» [Ilustrado por Javier

Cabo](2007)«Alén verbo» (2007)«Manda chover na Habana!» (2008)«Cando de lonxe vos oio» [In «Actas do III Congreso de

escritores novos»] (2008)«Limia» (2009) [In «Lethes»]«Diola, qué xolda!» [In «En defensa do poleiro»](2010)«Recendo de Madreselvas [In «Relato express»] (2010)

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AlejAndrA AllozA (de TVE) entrevistA A ÁlvAro lAgo

[Esta entrevista fue realizada mediante correo electrónico durante el mes de julio de 2016]

Galicia es un escenario importante en tu obra. ¿Es Galicia la cuna del surrealismo? ¿La tierra da perfiles hu-manos tan singulares?

En cuanto a «ismo», no, sin lugar a duda alguna. Sin em-bargo, sí considero necesario matizar que, en lo que respecta a una interpretación amplia del significado del término, sí que parece que el surrealismo haya tomado carta de natu-raleza en lo que se viene a llamar, de manera tan extendida como incorrecta, alma gallega. Esta intuición puedo ilustrarla con multitud de anécdotas. Por ejemplo:

Cuando yo todavía era un adolescente que invernaba por Compostela al arrimo de su centenaria universidad, estaba discutiendo por la calle con un grupo variopinto de borrachones conspicuos, alguno de ellos, de los borracho-nes, de origen gabacho. Hablábamos sobre arte, asunto que, mezclado con excitantes que no es preciso detallar, suele in-flamar los ánimos y, según con qué gentes, provocar las so-flamas patriotéricas. Algunos, no forzosamente herederos o descendientes de Breogán todos ellos, defendían que, si bien el surrealismo como movimiento artístico no había sido ori-ginario de Galicia, sí que antes, durante y después de su in-flujo en la historia del arte, nuestros paisanos han mantenido desde siempre respuestas surrealistas a estímulos comunes y cotidianos. Los gabachos, en sus trece: que no, y ni de coña. Paseábamos por las calles del Santiago histórico; allí, creo

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recordar que en la Rúa Nova (una de las que desemboca en la catedral, paralela a la archiconocida Rúa do Franco), en una de las tiendas que vendía artesanías de madera y de mimbre, donde los compostelanitos comprábamos los trompos (peonzas) y las canicas (a las que nosotros llamá-bamos bolas), vimos un pingüino de madera, como de un palmo de alto, en cuya peana ponía: «recordo de Santiago» (sí, en gallego en el original). Cuando lo guipé, se lo mostré a los discrepantes galos. Se acabó la discusión.

Otra: En aquel tiempo, vivía en Madrid, y venía poco por Galicia (por culpa del mardito parné). Aproveché una visita que me habían hecho mi hermano y un amigo para venir con ellos hasta aquí. Íbamos en coche. En cuanto cruzamos el telón de grelos, en la primera tasca que vimos, les pedí que parásemos: de aquella, la cerveza Estrella de Galicia era muy difícil de encontrar en la Villa y Corte y era (y es) probablemente la cerveza que más me gusta en el mundo mundial. Entramos en el garito. Lo atendía una se-ñora más grande que un gigante hasta las cejas de anaboli-zantes y con un careto de mosqueo fácil que no aconsejaba demasiadas caralladiñas. Un tanto acoquinados, pedimos tres quintos de Estrella. Como ya entonces mis úlceras eran proclives en grado sumo a pegarme disgustos, quería meter algo entre pecho y espalda, no fuera a ser que la cerveza me amargase la excursión. La conversación, en gallego en el original, fue más o menos así: yo le pregunté si tenían bocadillos; la señora me taladró con la mirada; dijo algo así como que tener, tenemos bocadillos; cuando iba a preguntar-le de qué me lo podía hacer, puso entonces los brazos en

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jarras y continuó: lo que no tenemos es pan. Sinceramente, no nos atrevimos a averiguar cómo se podía hacer un bocadillo sin pan: nos trasegamos las birras de un trago, pagamos y nos dimos el piro.

Los personajes son esperpénticos y denotan un recelo grande del autor hacia la especie humana. ¿Las bajezas humanas dan más alas a una obra que las conductas he-roicas?

En calificar a los personajes de «Duelo de mordiscos y azucenas» como esperpénticos, completamente de acuerdo. No resulta necesaria una aguda perspicacia para coscarse de que, en esta novela, la realidad (sea ésta lo que fuere), ése stendhaliano espejo a lo largo del camino, se ve valleinclanes-camente deformada por los espejos cóncavo-convexos del Callejón del Gato.

Pero no es un recelo del autor hacia la especie humana (al menos, no un recelo consciente) lo que lo lleva a atestar su novela con tropa de tal jaez, sino una consecuencia de su concepción literaria. A ver si no me queda demasiado enre-vesada la explicación:

La literatura es arte. El arte interpreta la realidad. Es de-cir: el arte no es la realidad, sino una interpretación personal del artista de un determinado universo (que, para más inri, puede ser real o ficticio). Para colmo de males, al menos en literatura, cuanto más realista pretende ser un autor, mayor artificio demuestra en su obra. En cualquier obra tildada de realista se describe con todo lujo de detalles, a lo largo de varias páginas, algo que, sin embargo, en la realidad (sin ape-

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llidos) se aprecia a un simple golpe de vista, de un modo instantáneo. Otra contradicción más: es frecuente hasta el hastío que en las obras de vocación realística, el autor nos revele hasta los más recónditos pensamientos de mu-chos personajes, incluso nos describen, a veces, intenciones ocultas que los propios personajes desconocen de sí mismos: ¿realidad?

Ítem más: los diálogos. Parte de la crítica aficionada pero jodona, me ha achacado en ocasiones que la peña que bulle por mis escritos larga como si estuviera en escena. ¿Cómo que como si estuviera en escena? ¡Es que está en escena! Sólo en ella tienen vida, se mueven en el mundo ficticio de una obra literaria; en buena lógica, su expresión habrá de ser, vellis nollis, literaria. Si no recuerdo mal (respondo a este cuestio-nario desde mi refugio de san Martiño de Laxe, donde ni hay conexión a internet, ni se la espera), en las conversaciones de García Márquez con Plinio Apuleyo Mendoza («El olor de la guayaba», se titula el libro en cuestión), cuenta que el habla oral en español siempre suena a falsa cuando se pasa a negro sobre blanco. Creo recordar también que en alguna parte he leído que Torrente Ballester se había agenciado una graba-dora de cinta (no muy común en aquel tiempo pretecnoló-gico) para intentar plasmar el lenguaje oral en «La saga-fuga de J.B.», para muchos, una de sus novelas más literarias.

Si es arte, entonces que se note, que se luzca el artificio. Con un par.

Pero no seamos ingenuos, simples o bobos de baba: nada de lo anterior significa que la obra literaria no haya de ser verosímil y coherente. ¡Nada más lejos! El bueno de una peli

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de vaqueros que se precie, después de haber cabalgado toda la jornada bajo un sol inclemente y justiciero, puede venti-larse una botella de whisky de garrafa, brearse (y ser breado) a mamporros en el Saloom, cumplir luego como un machote con la chica hasta rayar el alba, y levantarse temprano fresco como una lechuga. Pero nunca podrá disparar más de seis tiros sin recargar su Colt 45. A algo así me refiero.

En cuanto a la segunda parte de la pregunta, si las ba-jezas humanas dan más alas a una obra que las conductas heroicas, la verdad es que no lo sé; sospecho que sí, pero por puro hastío: desde que nos bajamos del guindo, los humanos hemos sido gregarios, solemos ser bichos que viven en comu-nidades regidas por una minoría de sus miembros. A lo largo de la historia a esa minoría de rectores no le ha faltado nun-ca una corte de lameculos áulicos que glosara y bendijera sus muchas necedades (y algunos aciertos, no conviene olvidar-lo) tal si fuesen los trabajos de Hércules, las esforzadas haza-ñas de un caballero andante o las elucubraciones filosóficas de un Aristóteles. A la hagiografía le sobran voluntarios para cultivarla. A fuer de sincero, también añadiría que, a mí, esa gavilla de cobistas palaciegos me da bastante grimilla. Se-gún mi particular experiencia de lector, el buenismo en el arte suele producir resultados muy mediocres, cuando no desca-radamente malos. La obra literaria creada única y exclusiva-mente con propósitos didácticos o moralizantes suele ser de muy baja calidad y/o de un mínimo interés: desde las fábulas de Tomás de Iriarte hasta los versículos de «El manifiesto comunista» de Bertold Brecht (una versificación literal del texto de Marx), pasando por toda la literatura de tesis, suele

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provocarme dentera cuando no agonizantes arcadas (menos «La tesis de Nancy» de Sender [es una boutade: la primera de la serie me gustó cuando la leí por primera vez, durante mi adolescencia; una vez releída, me pareció bastante floji-ta; el resto de los libros con Nancy como protagonista me parecieron meramente alimenticios, y no demasiado afor-tunados]).

Va en gustos, qué se le va a hacer: servidor ha salido con querencias (literarias, no nos confundamos) más propensas a lo goliardesco, al lumpen, al extramundi social que al beate-río, la mansedumbre o la sumisión a la inteligencia de nues-tro amado caudillo …. [rellénese la línea de puntos con el nombre que se quiera: cualquier caudillo acaba siempre por caerme mal]. Ignoro por qué, pero suelo simpatizar más con perdedores que con vencedores, y nada con verdugos y todo con sus víctimas. Como dijo el Guerra: «¡Hay gente p’a to!».

Ya como coda jocoso-erudipáusica, haré mío un argumen-to muy común en la picaresca: no está escrita esta novela para que se imiten sus malos comportamientos, sino para ilustrar al común de los mortales cuán malvadas y pérfidas pueden llegar a ser algunas personas o colectivos humanos. Al final, contenido didáctico-moralizante, como en «Peque-ñeces», del Rvdo. P. Luis Coloma S.J. (novela que se honra de ser una excepción a lo supraescrito pues, salvando unos cuantos meapilismos [por otra parte, casi entrañables], es una novela bastante amena, bien hilada y escrita con pulcra corrección, mucho más de lo que puedo decir de muchas de mis lecturas cotidianas).

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¿Es la ficción el refugio de lo políticamente incorrecto?No, al menos no de modo exclusivo. A estas alturas, lo po-

líticamente incorrecto no sólo se refugia en la ficción, sino que se enseñorea en las cúpulas de determinados partidos políticos, en los consejos de administración de la mayor parte de los ban-cos, en la dirección de ciertas empresas, entre los asiduos a los parqués bursátiles, entre quienes definen las líneas rectoras de la administración pública. Porque entiendo que lo incorrecto en política (la organización de la pólis, en definitiva) es inten-tar aprovecharse de los demás en beneficio propio (los demás pueden ser personas o grupos sociales; el beneficio propio puede ser para sí mismos o para su propia grey o casta). Lo política-mente incorrecto es joderle la marrana a la ciudadanía, ya sea recortando sus derechos civiles, agostando sus libertades, aho-gando su desarrollo, obligándola a realizar acciones en contra de su voluntad, cuando no claramente contra natura (¿hay algo más antinatural que obedecer de modo acrítico, que acatar sin discusión aquello que nos disgusta o que nos causa algún mal?).

En la ficción cabe todo, no sólo lo políticamente incorrecto.

La elección de los nombres de los personajes tiene muchas connotaciones. ¿Qué es lo que te inspira a bauti-zar a un personaje?

Cuentan los cronicones que el papa León X se quedó con un pasmo de narices cuando se enteró de que Miguel Ángel, al pintar el juicio final, había ajustado cuentas con su propia biografía: había colocado retratos de sus enemigos entre los condenados al infierno, y de sus amigos, entre los elegidos para la gloria.

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Yo suelo actuar de similar manera: el oficio de escribir obliga, por coherencia con la obra (a la única a la que debe fidelidad un artista), a pergeñar figurones o actitudes que el autor deplora; para esa purria, suelo utilizar nombres que o bien me suenen ridículos o bien guarden claves ocultas que a mí me traigan a la memoria a la gentuza con la que quiero ajustar cuentas. También sucede algo parecido con aquellos personajes que encarnan virtudes que me recuerdan a per-sonas reales a las que admiro, quiero o respeto. En ambos casos, algunos son reconocibles, a poco que el lector le pe-gue un meneíllo a la neurona; otros, pertenecen al ámbito privado del creador y que, quien leyere, elabore sus propias conclusiones.

Para aclararlo un poco, un ejemplo de «Duelo de mor-discos y azucenas»: el personaje de Carlos Mas está basado en Moncho Alpuente, a quien admiro, quiero y respeto y que me honró con su amistad mientras vivió. Moncho se lla-maba Ramón Carlos Alpuente Mas: no hace falta estrujarse demasiado la sesera para coscarse de por dónde van los tiros.

Y no, no voy a desvelar el equivalente real de ninguno de los tiparracos a quienes les he zurrado la badana literaria.

Para los figurantes, imprescindibles pero de mínima en-jundia, suelo tirar del Martirologio latino, refugia pecatorum para quienes andamos al husmo de nombres altos, sonoros y significativos (La cita es del Quijote).

El sentido del humor sarcástico, como en la mayor parte de lo que he escrito, suele estar también muy presente; y no suele ser extraña a la signación de los personajes mi ances-tral gusto por lo sonoro, lo añejo, lo paradójico.

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La novela está estructurada por escenas. ¿Hay inten-ción de convertirla en película o es como la trama acude a tu mente?

¡Pues no estaría nada mal!Aparte de la literatura (de literatura literaturizada califi-

có un eximio catedrático y académico mi obra), hay dos ar-tes cuya influencia en mí (y por ende, en mi obra, que de mí nace) es muy superior a cualquier otra: el cine y la música. De ellas, además, utilizo recursos que les son propios (que no exclusivos) y que yo pretendo trasladar a la literatura.

El argumento, cuando lo hay, es uno de los pilares que sostienen tanto la obra cinematográfica como la literaria. Cuando estoy trabajando en ellou (en el argumento, se en-tiende), me muevo en un mundo abstracto en el que hay ideas, imágenes, sensaciones, sonidos, impresiones y/o pa-labras; en ese momento, si pudiera o supiese, podría mate-rializar ese maremágnum que me ronda por el caletre en un guion cinematográfico (sea película o serie televisiva) o en una obra literaria.

En este caso, lo he plasmado en palabras, en una novela. Pero no me importaría nada (es más, me encantaría) que este mismo argumento cobrase vida en una pantalla. ¡Miel sobre hojuelas!

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PAlAbrAs PreviAs

U no nunca sabe por qué se embarca en una travesía tan larga, solitaria y compleja como la redacción de una novela; no sé qué le sucederá a otros

novelistas (yo, como Umbral, he venido aquí a hablar de mi libro) pero, en mi caso, se lo achaco a mi con-dición de irresponsable, por muchos años que vaya sumando a la papela, canas a la calva y cicatrices al alma. Para ser más exacto, y un pelín tomístico-jo-dón, lo que desconozco es cuál fue exactamente la causa primera no causada, la chispa primigenia que hizo estallar el big-bang que dio lugar al nacimiento de este particular cosmos novelesco.

Creo que, en este caso, darme de bruces con la historia de Manuel Blanco Romasanta resultó pro-verbial: según mi criterio, en su doloroso tránsito por esta purria de vida se daban una serie de cir-cunstancias que me lo volvían materia literaria de primer orden: un asesino en serie (el primero docu-mentado), un tío con una jeta impresionante y con una inteligencia muy por encima de la media; unas circunstancias, las de su enrevesado proceso penal, que mostraban bastante a las claras el esperpento en que se había convertido el reinado de Isabel dos palitos, la reina castiza de papo de paloma, cuerpo de hipopótamo y mesalínica lujuria.

La cosa (es decir, la novela) empezaba a cobrar vida en mi caletre; el fruto de las múltiples lecturas sobre el taimado asesino abría nuevos interrogantes

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en mi sesera, enormes huecos en mi limitadísimo conocimiento: era preciso ahondar en las variadas circunstancias de la época en que se desarrollaron los hechos; profundizar en los intríngulis de una mentalidad tan patológicamente cruel y, además, entender cómo tanta maldad pudo no sólo haber pasado desapercibida a sus vecinos sino también ha-ber dormido durante largos lapsos de tiempo. Aspec-tos sobre los que la amplísima bibliografía disponible me mantuvo con la mollera ocupada.

Cuando, literariamente, comprendí a Romasan-ta, caí en la cuenta de que ese personaje que había REcreado en mi chola era eso, un personaje —no una persona—; entonces (ventajas de la dualidad) me dije a mí mismo algo así como: «mira, machiño: tú eres novelista y novelero, no historiador: cada palo que aguante su vela, y apechuga tú con tu destino». Un poco acoquinado porque un tipo como yo fuese ca-paz de una cavilación tan profunda, con la excusa de que el Pisuerga pasa por donde pasa, no corté la comunicación conmigo mismo, y me lancé una advertencia: «a ver, rapaz: si pretendes contar cómo estaba este patio de Monipodio durante algo más de la primera mitad del reinado de la reina castiza, te vas a meter en un jardín del que sólo te podrá sacar el hilo de Ariadna». La tal Ariadna no estaba por allí, de modo que decidí hacerme caso a mí mismo, y trasladar a otra época los principales jalones del argumento. Volví a convocarme y, ¡cosa rara!, andaba por allí. «¿A quién puñetas le vas a colgar ahora este muerto, neno? Porque el marrón se las trae: a ver de dónde te

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sacas tú ahora una época en la historia de España con la cabeza de estado coronada sobre un monigote infa-tuado; con unos consejeros áulicos ávidos de poder, rin-gorrangos y parné, ascendidos a las altas cátedras de su poder mediante el halago servil, la infame delación y/o la pureza de sangre de su pedigrí; con una sociedad conformista y domesticada por una guardia pretoria-na más preocupada por la caza, captura, castración y eliminación de discrepantes que de garantizar el orden público y la seguridad ciudadana, con… etcétera, etcé-tera, etcétera…». Solté un taco. Me había coscado de que las andanadas finales del francato, que ade-más coinciden con mis primeros pasos por la vida, podían venir pintiparadas para la ocasión.

Unas cuantas lecturas más adelante, las ex-trañas sinapsis que se producen en mi cerebro me llevaron a aventurar algunas conclusiones sobre el tiempo histórico en el que se circunscribía mi nove-la. Y no me corté en que tuviesen su espacio en el relato.

Así las cosas, con las neuronas cargadas como las ubres de una vaca pronta para el ordeño, llegó la hora terrible de corporeizar todo aquel maremág-num: qué forma, qué ritmo, qué voz podrían ser las más apropiadas para la obra dieron lugar a variadas reflexiones y múltiples experimentos de resultados no siempre respetables.

Sobre el tono no he tenido el más leve atisbo de duda: una mezcla de pedantuela ironía y arrastrado sarcasmo, con un lenguaje siempre literaturizado, a veces coloquial, a veces altisonante, otras veces con

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ecos clásicos, casi siempre aromado por mi particu-lar, constante y patológico sentido del humor. Al contrario que los compositores canónicos que tanto adoro, en esta obra, la melodía condicionó el ritmo (las palabras tienen música, sólo hay que poder y saber oírla). Pero la imagen plástica también sacó su cuarto a espadas, de modo que impuso la lógica de su estética; es decir: intenté reflejar de modo lo más fiel posible cómo visualizaba la historia, más allá de las palabras, para proyectar en la imaginación del lector la película de la novela.

Como viene siendo costumbre en mi narrativa, procuré en todo momento respetar cumplidamente la inteligencia del lector: las conclusiones de quien leyere son suyas, no me parece elegante despreciar —con obviedades de marrajo o argucias de marru-llero— la capacidad intelectual de quien me haya brindado su tiempo, su atención y su guita (si ha tenido, como espero, la bondad de comprar el li-bro): conocerá el lector lo que los personajes quie-ran mostrarle, nada de autores omniscientes (o ma-rilistis) que todo lo cuentan y todo lo desvelan: he ahí mi única concesión a la realidad; el resto es, o pretende ser, literatura. Sólo literatura.

En esta novela, me permití el lujo de esconder juegos, sorpresas y complicidades para el lector in-teresado, como en las matrioskas rusas, pero ése es ya otro cantar.

Con toda la humildad de la que soy capaz, con este aperitivo espero haber despertado el hambre y la sed de «Duelo de mordiscos y azucenas» en quien

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quiera hacerme el honor de sumergirse entre sus pá-ginas. Para posteriores paparotas (literarias o comme il faut), ya saben ustedes que siempre a su disposi-ción, oigan.

© by Álvaro Lago. MMXVI

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Capítulo primero

IDesde las frías aguas de un arroyo, sube una

tibia niebla que cubre con un espeso, misterioso manto la accidentada orografía del paisaje. Con la bulla de su tubo de escape, un Dauphine Gordini —destartalado, verderol, envejecido— espanta a los pájaros, al ganado y a los pocos paisanos que están al lado de la carretera comarcal. Un cartel —gastado por el tiempo, desportillado por la incuria— informa al viajero de que entra en Santabaia de Trazo, histórica población de fundación secular. El sonoro vehículo arriba a la altura de la plaza mayor (tampoco hay muchas más) de la antigua urbe. Con rechinar de frenos y dispendio de aceite, el coche estaciona bajo las ramas, desnudas y ocres, de un castaño de indias.

Se abre la puerta delantera izquierda del vehículo. De entre el hedor de una densa humareda azulada, surge la figura de Obdulio Magdaleno Sánchez, tan mezquina de estatura como pródiga de anchura. Con la colilla de un purito apagado entre los hocicos, se sube los pantalones hasta que el cinturón le queda a la altura en la que se le presume la cintura, al mismo tiempo que sus pies pisan por primera vez las piedras centenarias que alfombran la vetusta villa. Un tañido, lejano entre la bruma, recuerda la hora católica del ángelus.

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De la parte de atrás del coche, Obdulio saca una maleta de regular tamaño y una agenda de considerable grosor. También abre el señor Magdaleno una de las portezuelas traseras para, desde allí, recoger la chaqueta cruzada de enormes cuadros con la que, al inicio del viaje, había vestido, amoroso y cuidadoso, el asiento vacío del copiloto. Estira la corbata de regio tergal, mete por dentro las arrugadas y ajadas faldas de la camisa, coloca en el mejor orden posible las híspidas y rebeldes greñas que adornan sus sienes. De uno de los bolsillos del pantalón, extrae un mechero de martillo; re-enciende la colilla del purito que baila entre sus dientes —sarrosos, prominentes, amarillos—.

Una enlutada anciana —pañoleta en la cabeza, arrugas en el rostro, vencido el lomo— cruza con lentos pasos la plaza. Tres arrapiezos, con cara de frío, juegan a las canicas.

IILa habitación parecería haberse estancado en

cualquier día de un par o tres décadas atrás, si no fuese por la presencia, en los muebles que la adornan, de un tocadiscos de los que llaman picú, deslucido y avejentado. Clavadas sobre los desconchados y las manchas de humedad de las paredes, colocadas sobre los pañitos de ganchillo que cubren cuanto aparato abarrota la habitación, depositadas en los alféizares húmedos de las ventanas, una infinidad de estampitas de santos: unas, marchitas y descoloridas; otras, rutilantes y nuevas.

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Sentada en una de las dos orejeras que convocan el amor y el fuego de un brasero, Ilduara Ferreiro engarza rosarios con jaculatorias, aleluyas con letanías. En el aparador, una vela le rinde su trémulo homenaje a la efigie —borrosa, amanerada y vieja— de santa Gema Galgani.

Desde la rectoral, la niebla trae el son alegre y grácil de doce campanadas. El lamento de los goznes, que reclaman una caricia balsámica de aceite, antecede a la entrada en la habitación de Goretti Magariños, rotunda joven de prietas carnes, recias piernas y honda voz.

Cuando Ilduara Ferreiro nota su presencia, le dedica una débil sonrisa, y prosigue, entre bisbiseos, con su rezongar de rezos.

Goretti se acerca hasta Ilduara, la besa en la frente, se sienta en una silla a su lado, cobija las piernas bajo las cálidas faldas de la mesa:

— El ángel del señor anunció a María. — Y concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. La vida, a veces, parece discurrir por agradables,

conocidos, plácidos senderos.

IIIA don Rosendo Fontenla Quevedo, cuando la

juventud aún le llenaba de acné la cara y la tonsura no se le disimulaba entre el desierto yermo de la calvicie, los compañeros del seminario diocesano lo tenían por un completo idiota, muy meapilas, correveidile y lameculos. Los años, que a veces liman ciertas desagradables asperezas de algunos

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extremados caracteres, no han sido benévolos con sus virtudes y sí crueles con sus defectos. Pese a su —fingida— piedad doliente, a su amor por invenciones y delaciones, y a su total entrega a la causa de quien mande, más de dos décadas lleva ya enclaustrado en la rectoral de Santabaia, sin que los dirigentes del cotarro episcopal tengan a bien darse por enterados de las cada vez menos frecuentes y firmes peticiones de traslado que rubrica el desterrado preste.

La estatura física del sujeto corre pareja con la intelectual, de modo que don Rosendo no viene a levantar del suelo más allá de metro y medio mal contado. Rollizo y débil, sus modales resultan repelentes; su voz, desagradable; su aliento, fétido. Las prédicas que les endilga a los parroquianos durante los días de precepto suelen ser largas y prolijas, no por lo elevado o complejo de los conceptos en ellas sugeridos, sino más bien a causa de una grotesca tartamudez nerviosa que convierte a la oratoria sagrada en un petardeo mal hilado de vulgaridades.

Es, con todo, el oficial pastor espiritual de la feligresía; y los paisanos, entre mansos y jocosos, se toman su presencia con cristiana resignación: mal que bien, cuenta con una fidelísima claque beateril que ninguna de sus actuaciones deja sin público; incluso, en las grandes solemnidades litúrgicas —celebradas siempre sin el concurso de ninguno otro tonsurado—, no suele faltar algún lugareño que, por mor de alguna oculta promesa, sirva de acólito en el oficio sagrado. Y sus pasos persigue siempre, donde

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quiera que vaya, un mocoso medio lelo, cuyo rostro inocente parece copia infantil de los rasgos del cura.

IVUna callejuela, sombría y pina. Delante de una

tienda, detiene Obdulio Magdaleno su deambular fatigado. Posa en el suelo la maleta, abre y cierra con fuerza la castigada mano que la sostenía, consulta su agenda.

En cuanto abre la puerta de acceso al establecimiento, una campanilla tañe el aviso de su presencia. Al fondo, una escalera de caracol trae el murmullo lejano de una voz femenina:

— Espere un momento, que ahora bajo. Obediente, Obdulio Magdaleno compone la

mejor sonrisa de su catálogo mientras espera. Rodea con la mirada el heterogéneo espacio del local: un mare magnum de amarillentos tejidos, polvorientas cajas, anticuados vestidos. En el escaparate, alto y de madera, un totum revolutum de cintas, encajes y ovillos. Entre los repletos estantes, antiguas musas de la moda muestran púdico palmito en envejecidos anuncios.

Fresca, lozana, pura y olorosa, con un remedo de excusadora sonrisa entre los incitantes labios, aparece al cabo Goretti Magariños.

— Discúlpeme por la tardanza —dice, mientras se aproxima al mostrador.

— ¡No hay nada que perdonar! —refuta Obdulio Magdaleno con entonación aduladora y galante.

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— Estaba atendiendo a mi madre. — ¡Afortunada dama! Ante la segunda tentativa, no facilita Goretti

la aparición de una tercera: da una larga cambiada a la conversación, y demanda del visitante que, sin circunloquios, le aclare cuál es la intención que lo ha llevado hasta su comercio.

— ¿No le dicen a este establecimiento «Confecciones y mercería La Modernista»?

— Talmente. ¿Por qué? ¿Qué es lo que se le ofrece?

Y Obdulio Magdaleno se diluye en un mar de explicaciones. Desconocedor de las industrias y habilidades propias del viajante de comercio, rellena con vana charla los silencios que en la plática produciría su escasa información: apenas unas semanas atrás, mediante métodos que no hacen al caso, se había agenciado un muestrario en regular uso, una agenda algo desfasada y unas cuantas tarjetas de visita con su nombre, un número de teléfono y un colorido logotipo. Con tales alforjas, un poquito de audacia y un mucho de cara dura, se lanzó a la conquista de renovados mercados para su ministerio: las poblaciones interiores —alejadas no sólo de las rutas de comercio o del beneplácito colonizador de las autoridades de la revolución pendiente, sino también de cualquier otra singladura que no fuese la de la emigración— aparecieron como un primer objetivo tan accesible como sencillo.

La sierra, nevada y altiva, consiente la existencia de unas cuantas aldehuelas, diseminadas por entre

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los quebrados repliegues de su falda; la imponente presencia de sus escarpados picos mantiene a los vecinos libres de poder sintonizar radios, conectar teléfonos y ver la televisión. El telégrafo jamás colonizó aquellos desolados parajes, ni el tren.

VUna salamandra, negra y achacosa, calienta

desde una esquina el ambiente espeso de la taberna. Nada más entrar en el garito, una larga barra de cinc lo separa en dos partes; en una, la escasa clientela practica el rito del dominó: estrepitosos golpes sobre el mármol de las mesas, mirones que pontifican y critican, cigarrillos a medio fumar, colgados de la comisura de los labios. En la otra, Balbino Soutullo —alto, barbado y rubio— tiene la imponente presencia de un dios nórdico.

Con su maleta, su agenda y su chaqueta de desmesuradas solapas, entra en la tasca Obdulio Magdaleno. Tras posar en el suelo la maleta y sobre la barra la agenda, friolero, restriega con fruición las manos:

— ¡Menuda rasca! — ¡Venga ya! ¡Lo de esta mañana, no es nada!

¡Tenía que ver usted esto en pleno invierno! ¡Hasta las cejas nos ponemos aquí de nieve!

Elegante y respetuoso, para responder al amable comentario del forastero, Balbino Soutullo tuvo la gentileza de quitar de su boca el lamido palillo que casi forma parte ya de su dentadura. Tras un breve silencio, Balbino vuelve el mondadientes al hogar

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de su quijada, y toma la iniciativa conversacional en beneficio de su negocio:

— ¿Qué va a ser? — ¿Tienen café?— ¿Se fijó usted en el cartel que hay fuera? — La verdad es que no... — ¡Pero sabrá usted leer! — ¡Y hasta escribir con letra redondilla! Con un enarcar de cejas tan solemne como

jocoso, Balbino Soutullo vuelve su bien cortada cabeza, hasta que señala un enorme espejo, desportillado y deslustrado, al que la pátina cruel del tiempo y de la incuria fue oscureciendo; en su centro, envueltas en una florida orla, aún pueden leerse las decoradas letras de una caligrafía modernista: «Café París»; y un poco más abajo, con caracteres menos cuidados, un añadido: «desayunos, tapas variadas, comidas por encarga».

Después de un tiempo prudencial, Balbino Soutullo se encara de nuevo con Obdulio Magdaleno. En su voz, hay un deje de sorna, entre razonadora y tierna:

— Si ahí pone que esto es un café, será que tenemos café.

— Eso sería lo lógico… —parece que entra a trapo, comedido y humilde, Obdulio Magdaleno.

Uno, dos, tres segundos de silencio. Ataca Magdaleno:

— ¡Aunque no siempre ocurre así! ¡Se ve cada cosa por ahí!

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VILas ocres hojas de un cargado castaño, las ramas

desnudas de los sauces y la tupida floresta toda se convierten en la lengua del viento, y propagan por la aldea un sordo murmullo helador. Ajeno a los avisos de la fronda, don Rosendo Fontenla atraviesa el breve trayecto que media entre la iglesia bajo su cuidado y la rectoral que lo alberga. Fastidiado, con la boina calada hasta las peludas, rubicundas, prominentes orejas, y con una larga bufanda de basta lana negra alrededor del corto pero recio cuello, don Rosendo exhala un denso vapor blanquecino que inmediatamente se diluye en la espesa niebla que engulle en su blanco vientre las calles de Santabaia.

Abre la cancela de la rectoral. En el patio, desmayada y bisoja, una perra escuálida ladra un recibimiento esperanzado. En un no lejano cobertizo, cacarean, alborotadas, varias gallinas, mientras un gallo, audaz y bizarro, presume delante de ellas. Hay también alguna paloma, y una famélica mula, agotada y envejecida.

Sube el párroco las escaleras de piedra que lo conducen hasta su vivienda. Entra en la casa, se dirige a la cocina. Al paso de su peso, relinchan quejumbrosas las maderas del suelo.

Al borde de un antiguo y ennegrecido hogar de piedra, hay una cocina bilbaína. Sobre el fuego, una desmesurada marmita despide el tufo acre del caldo fermentado. Sentado sobre un taburete, absorto en la contemplación del techo, Aureliño Expósito: la

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mirada ausente, la boca entreabierta, la baba en los belfos.

De un inesperado y certero papirotazo, el cura lo arranca de su abstracción:

— ¿A qué estás, desgraciado? ¿No hueles a caldo podrido?

Aureliño Expósito sonríe con una mueca alelada, como si pidiese perdón por algo que no abarcase su juicio.

— ¡No te rías, pedazo de mameluco! ¡Ven aquí! El pobre inocente, ante la que le pueda caer, se

retrae. — ¡Ven aquí, hombre, que no te voy a cascar! Se acerca. Don Rosendo lo coge por la nuca, y

le acerca la nariz al puchero. — ¿Qué? ¿Lo notas ahora? Aureliño sonríe y babea, mientras niega con la

cabeza. — ¡Pues todo para ti! ¡Yo me voy a comer a la

taberna!

VIIDurante la lejana noche oscura de los tiempos

medievales, un aguerrido grupo de paisanos belicosos hizo caso omiso de la derrota sufrida por sus cofrades, permaneció en estado de perenne guerra, y sus razias atemorizaron durante años a la poca gente que osó cruzar aquellos yermos parajes: un vasto territorio sin desbastar, pasto de jabalíes y tierra de lobos. Apenas estaba habitado, excepto por una pequeña comunidad de esforzados frailes

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que vivían bajo el relativo amparo de un ruinoso monasterio, y por unas cuantas familias que subsistían al resguardo de los religiosos.

Aunque la orden, meditadora y mendicante, no era de las más nombradas, y acaso el monasterio fuera de los más olvidados por el mundanal ruido, bajo su techo vino a profesar el piadoso segundogénito de una poderosa familia de rutilante escudo de armas. El padre del nuevo monje, hombre poderoso en la corte y férreo protector de su vástago, concilió dádivas con exigencias, de modo que creó en torno al monasterio una pequeña aldea, para la que del propio rey arrancó la concesión del título de villa, y del derecho a celebrar una feria y dos mercados mensuales. De aquella breve época de esplendor datan la mayor parte de las construcciones que todavía engalanan la villa y sirven de incómoda residencia a los villanos.

Cuando la muerte se llevó para sí al bienhechor de la aldea, nadie continuó su obra: se abandonaron las casas, se dispersaron los habitantes, se borraron los caminos.

Hoy en día, Santabaia de Trazo malvive de milagro del poco fruto que sus paisanos logran arrebatarle a la agreste naturaleza que los rodea. La carretera que, sinuosa y repleta de baches, los une con el resto del mundo, resulta intransitable la mayor parte del largo, riguroso invierno.

Algunas veces, sólo algunas veces, algún representante de las diferentes superioridades les hace una fugaz visita, les promete una nueva

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carretera, o una farmacia, o una escuela, o un médico. Los paisanos, entonces, andan unos días medio revolucionados, esperanzados, inquietos. Pero las obras nunca comienzan, y la vida, implacable y cruel, prosigue con su lenta monotonía de miserias.

VIII— ¡Coño! ¡El cura! Tras la exclamación de Balbino Soutullo, los

parroquianos del Café París interrumpen por un momento sus partidas, sus conversaciones o sus silencios, y contemplan la entrada —precipitada, azarada, cabreada— del abate. Quien cierra de un portazo, y se dirige a la barra. Con la boina calada y las arrugas arañándole la cara, un desdentado anciano burlón vaticina:

— ¡A que el mozo le fastidió el caldo! Balbino Soutullo, que hace tiempo ya que

departe, amical y confiado, con Obdulio Magdaleno, disculpa ante su nueva amistad su próxima ausencia, y acude a atender al sacerdote:

— Dígame, padre, ¿qué se le ofrece? — ¡Ese estafermo, que volvió a amolar el

puchero! — ¡Pues como no le haga un bocadillo! ¡Desde

que se marchó Herminia, aquí no se jama otra cosa! — ¡Me caso en la pena negra! Rastrero y melifluo, interviene Obdulio

Magdaleno: — Disculpe la interrupción, páter. Balbino:

¿necesitas un cocinero?

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— ¿Por qué? ¿Conoces a alguna? — A alguna, no. ¡A alguno! — ¡Ésa es tarea de mujeres! — ¡Ponme a prueba! — ¡Ah, concho! ¿Es para ti? ¿Pero no eras

viajante? — Cada uno es lo que le dejan ser. ¡Y parece

que ahora toca meterse entre fogones! — ¿Pero tú sabes guisar? — Tú llévame hasta la cocina, déjame un ratito

allí a solas... ¡Y ya verás! — Dele una oportunidad. ¡A ver si por un día

comemos caliente!—tercia su cuarto a espadas don Rosendo. Y, mientras habla, frota goloso sus manos, babea con deleite, bizquea a modo.

— ¡Más se perdió en Cuba! ¡A ver si nos sorprendes, Obdulio!

Condescendiente y risueño, Obdulio Magdaleno escruta con la mirada a la parroquia, y demanda:

— ¿Se apunta alguien más?

IXDiseminados sobre la mesa, los restos de una

frugal colación: cabeza y espinas de un chicharro, morenas migas de pan de borona, un plato con dos patatas y una hoja de laurel. En una silla, descolorida y rubia, Ilduara Ferreiro limpia y relimpia las cuevas ocultas de su boca; incorporada desde la otra, Goretti Magariños le sirve una humeante infusión.

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— Sírvenos un par de copitas, y cuéntame de una vez, hija mía, que estoy sobre ascuas —dice, con un hilillo de desmayada voz, Ilduara Ferreiro.

De una vitrina, toma Goretti una botella de licor estomacal y dos minúsculos dedalitos de vidrio. Escancia el jarabe, y deja el frasco sobre el mantel.

— Primero avío la mesa, y después le cuento, madre.

— ¡No seas tan dispuesta, mujer! ¡Ya recogerás más tarde! ¿Era guapo el forastero?

— ¡Madre, que ya no está usted para verderoladas!

Ruborizada hasta las cejas, Ilduara Ferreiro refuta una apesadumbrada, melancólica, coqueta queja:

— Desecadita y con mis achaquillos, eso sí; ¡pero aún estoy de bastante buen ver!

Condescendiente y cariñosa, entre las suyas toma Goretti la temblorosa mano de su turbada progenitora:

— ¡Diga usted que sí, madre! ¡Que está usted muy requeteguapa! ¡Mi tesoro!

— ¡Zalamera! ¡Mentirosa! ¡Charlatana! —protesta, desfallecida y encendida, Ilduara Ferreiro— ¡Desde que se marchó tu padre, estoy hecha un guiñapo!

XEl sugestivo aroma del contundente potaje

que logró cocinar Obdulio Magdaleno, provoca relamidos gestos en los expectantes comensales:

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media docena de parroquianos del Café París, sentados en torno a varias mesas unidas, atan sus servilletas a los recios cuellos y, cuchara en ristre, se deleitan de antemano con la promesa de una buena pitanza. Desde la cocina, amparada la limpieza de su camisa por un alumbrado delantal, Obdulio Magdaleno somete al examen de los presentes un guiso espeso, denso, aromático. Entre babas anhelantes, bendice don Rosendo el alimento; con demorada paciencia, colma Obdulio los platos; con desmesurada gula, los beneficiados por la comilona dan cuenta de sus abundantes, deliciosas raciones.

Cae la tarde. La niebla renueva sus acometidas de desvaída oscuridad. Sobre la mesa, relucen de puro apuradas las escudillas, están siempre mediadas las copas del orujo nutricio, y las tazas de blanca loza que albergaron mares del espeso vino ácido del país muestran oscuros riachuelos sanguíneos. Hartos y complacidos los estómagos, los semblantes se tiñen de rosáceos deleites y las bocas se adornan con la placidez de amables conversaciones: historias y anécdotas de tiempos idos, vecinos huidos, esplendores fingidos.

Todos rodean, alaban y atienden a Obdulio Magdaleno, como si él fuese un profeta y el banquete, cena eucarística.

Cuando un solitario farol marca en la plaza un abatido, débil, centelleante punto de luz y el fuego del hogar apenas deja la sombra roja de su memoria en algunos resistentes remolones, Balbino Soutullo enciende las míseras bombillas que apenas alumbran

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el local. Con el entrecejo arrugado, Obdulio Magdaleno mira la hora en su reloj de pulsera. Del respaldo de su silla, toma su chaqueta; sin vestirla, la coloca sobre los hombros, mientras hace ademán de levantarse:

— Señores, su compañía me resulta muy grata, pero el deber me reclama…

— ¿A dónde te crees que vas? —le pregunta con suave voz Balbino Soutullo, a la vez que con su mano, acariciadora pero firme, impide su total incorporación.

— Es que ya había quedado para enseñarle el muestrario a doña Ilduara… —explica Obdulio, sin demasiada fuerza, ganas ni convicción.

— ¡Para lo que te va a comprar esa cacatúa, más te vale que te quedes con nosotros, y te eches otro trago! —protesta, entre pequeños perdigones de saliva, Policarpo Angueira, un cuarentón afilado, renegrido y borrachón.

— Aunque no esté bien hablar mal de los ausentes, no va descaminado este mal cristiano —abunda don Rosendo, entre los sopores de su digestión— ¿Para qué va a querer comprar nada doña Ilduara, si ni los más viejos del lugar recuerdan la última vez que entró una clienta en su tendajo?

Insiste Magdaleno:— Pues la hija, aunque arisca de trato, parecía

interesada en el género…Con la mano en la bragueta, en un obsceno gesto

ajumado, Bernabé Mourelo añade entre carcajadas:

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— ¡Éste es el único género que le interesa a ese loro!

Con voz baja pero audible, Feliciano Beira —recortadito, garboso, pinturero— porfía:

— ¡Y, por mucho que lo intentas, ése es también el género que desprecia su hija!

XILarga de cuello, enjuta de talle, alta de talla,

doña Ramonita Malvar borda una sábana de hilo, iluminada por una lámpara de bronce. Sobre el marcado puente de la huesuda nariz, calza unos impertinentes de oro: a través de ellos, enfoca su labor; sobre ellos, escrutadora, pasea la mirada a la búsqueda de cualquier variación que pudiera ocurrir en la calle. En torno a los ojos, alrededor de la boca y en los surcos de la papada, algunas arrugas certifican el inclemente paso del tiempo; los labios, firmes, secos, obstinados en persistir en el rostro pese a su austera delgadez. En la galería —enjalbegada y pulida al exterior, cálida y confortable en su interior— cuelgan, retratados, los rostros de sus ancestros: personajes altivos, enjutos, severos.

XIIDesde el pasillo, un venerable reloj de pared

canta con voz grave el exacto, lento devenir de la existencia. Desde la cocina de leña, los rojos rescoldos caldean el espacio. Una olla descocada cuece en el fuego, y derrama por la habitación su confortadora fragancia nutriente. Al amparo de

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una campana codiciosa de humos, algunos chorizos, tocino, un menguado lacón.

Pantalón de pana, camisa de franela, jersey de lana, Régulo Rivadulla sostiene entre sus recias piernas las carnes prietas, sabrosas y firmes de Elpidia Varela, su compañera —largo el cabello, generoso el busto, prominentes las ancas—. Sobre la mesa, una jarra mediada de vino, dos vasos vacíos, migajas de pan y pieles de embutidos.

Entre los besos, silenciosos y húmedos, discurre el manso caudal del tiempo.

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