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207 El discurso de Berlanga penas despuntaba la luz maña- nera cuando dejó oír su ronca voz de nuevo la artillería grue- sa de Rábago, que desde el fuerte del Santuario nos salu- daba cortés pero aviesamente, con la sana intención de pulve- rizarnos, y las infanterías defen- soras de la usurpación volvieron a lanzarse al ataque preten- diendo recuperar el día ante- rior, pero su intento fue vano. El general Francisco Murguía, con los bravos escuadrones mandados por los tenientes coroneles Benjamín Garza, heroi- co ranchero que llevaba gente fogueadísima y que era muy cu- rioso, pues los jefes de sus escuadrones portaban motes como los siguientes: Pancho Garza, su hijo adoptivo, ya capitán, era conocido por La Polla; el capitán Francisco Muñoz, Chico Pe- lillo; Arnulfo Ballesteros, La Potranca, también capitán y otros que no recuerdo sus apodos, como Faustino Alcalá, Margarito Cruz, Lisandro Campos, Salvador Alcalá y Teodoro Garza, Este libro forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx Libro completo en: https://goo.gl/7zy7Q4 DR © 2015. Instituto Nacional de Estudios Históricos de las Revoluciones de México.

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El discurso de Berlanga

penas despuntaba la luz maña-nera cuando dejó oír su ronca voz de nuevo la artillería grue-sa de Rábago, que desde el fuerte del Santuario nos salu-daba cortés pero aviesamente, con la sana intención de pulve-rizarnos, y las infanterías defen-soras de la usurpación volvieron a lanzarse al ataque preten-diendo recuperar el día ante-rior, pero su intento fue vano.

El general Francisco Murguía, con los bravos escuadrones mandados por los tenientes coroneles Benjamín Garza, heroi-co ranchero que llevaba gente fogueadísima y que era muy cu-rioso, pues los jefes de sus escuadrones portaban motes como los siguientes: Pancho Garza, su hijo adoptivo, ya capitán, era conocido por La Polla; el capitán Francisco Muñoz, Chico Pe-lillo; Arnulfo Ballesteros, La Potranca, también capitán y otros que no recuerdo sus apodos, como Faustino Alcalá, Margarito Cruz, Lisandro Campos, Salvador Alcalá y Teodoro Garza,

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hijo legítimo de Benjamín, todos valientes y aguerridos; el ma-yor Ildefonso M. Castro, con sus fuerzas, Heliodoro Pérez, Fernando de León, José Murguía, José Solís, Fortunato Maycotte, Nicolás Ferriño, Antonio Pruneda, Eduardo Her-nández, Pablo González chico, Ubaldo Garza y muchos otros compañeros cuyos nombres escapan a mi memoria atacaban furiosamente, ocupando los Panteones, haciendo retroceder a los pelones. El coronel Teodoro Elizondo, viejo luchador con quien militaban Aniceto Farías, José V. Elizondo, El Colorado, Pedro Vázquez, Pedro Vela, Cayetano Santoyo, Marciano González, Juan Villarreal, Rito Ornelas, Crispín Treviño, Flo-rencia Puente, Eulogio González, Tomás Chávez, Arturo Jas-so, Epifanio Chacón, Manuel Boado, Everardo de la Garza, Pedro Zertuche y otros elementos avanzaban por el sureste estrechando el círculo de fuego que rodeaba a los federales de Rábago. El general Caballero, de cuyos jefes solamente recuer-do al teniente coronel Emiliano P. Navarrete, Agapito Lastra, Raúl Gárate y creo que César López de Lara y a su hermano Anacarsis, pues esta gente estaba recién incorporada y no la conocíamos bien todavía, también luchaba en su sector, que colindaba con el del general Antonio I. Villarreal, que seguía batallando ferozmente contra el enemigo que a toda costa que-ría volverse a posesionar de las lomas de Las Vírgenes, sin lo-grarlo, y bajo el fuego de artillería del Santuario, al que contestaban nuestros cañones capturados al enemigo en Topo Chico, y que servían el mayor Carlos Prieto y el capitán prime-ro Manuel Pérez Treviño, y el cañoncito El Rorro, al cargo del capitán segundo Alberto Salinas Carranza y el teniente Luis Herrera, El Coqueto, que contestaban animosamente a los ca-ñones enemigos, pero con toda la parsimonia que poseía su jefe, el paciente e inalterable Carlos Prieto, quien tenía órdenes del Cuartel General de no desperdiciar parque. Las ametralla-doras mandadas por Daniel Díaz Couder, Aponte el chico, Agustín Maciel, Prado y sus ayudantes también disparaban in-cesantemente, conteniendo los avances pretendidos del enemigo.

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Con Villarreal iban también magníficos elementos revolucio-narios como el coronel Atilano Barrera, los tenientes coroneles Reynaldo Garza, Enrique Navarro, José E. Santos, Rafael Ca-dena, capitán David Berlanga, mayor Dolores Torres, mayor Celso Téllez, Santos Rosas, teniente coronel Jesús Ramírez Quintanilla, mayor Julio Soto, capitán Baltazar G. Chapa, Ca-merino Arciniega, Faustino García, Mateo Flores, Benjamín Huesca, Francisco Castrejón, Francisco A. Tamez, mayor Francisco L. Urquizo y tantos otros que mi memoria infiel olvida. El general Jesús Agustín Castro, de cuyos jefes siento recordar solamente al valientísimo coronel Miguel M. Nava-rrete, pues tampoco conocíamos a esta gente, se batía bizarra-mente en su sector, dificultándosele tan sólo tomar el fuerte de la casa del Henequenal de Terán, por la dificultad para acercar-se a campo casi descubierto. El general Cesáreo Castro, con quien peleaban el coronel Alfredo Ricaut, los tenientes corone-les Alejo G. González, Francisco Sánchez Herrera, Fortunato Zuazua, mayores Jesús Novoa, Arturo Lazo de la Vega, Jesús González Morín, Pedro Villaseñor, Anselmo Ruiz, Benecio Ló-pez, Juan Castalde, Pedro Treviño Orozco, Fortino Garza Campo y el que escribe, y capitanes Irineo Cruz, Guillermo Berchelman, Manuel Flores El Conforme, Zenón Rodríguez, viejo ferrocarrilero, Refugio Álvarez, Ismael Rueda, y tantos otros que siento no recordar, con cuyos contingentes había ya casi dominado el sector a su cargo.

Con el general González se hallaban, como jefe de Estado Mayor, el coronel y licenciado Pablo A. de la Garza, mayor Ramón Sánchez Herrera, Forey, profesor capitán Ángel H. Castañeda, Alfredo Lamont, Leopoldo Hernández, Coto Zo-dabró, Luis Rucobo, Manuel Ibarra, Mauro Rodríguez, jefe de Telegrafistas, capitán Luis Galindo, jefe de los Dinamite-ros, Miguel Ontiveros, Tomás Marmolejo, mi buen compadre el mayor Ricardo González V., y otros en su Estado Mayor; su escolta personal mandada por los valerosos mayores Carlos Osuna y Alfredo Flores Alatorre, donde iban Martín Salinas,

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Refugio Balderas, Mateo Willis, Anacleto Guerrero y muchos más, y además jefes de fuerzas no incorporadas a las columnas existentes, como el infatigable Jesús Soto, Luz Menchaca, Fe-derico Silva, Federico Barrera y algunos otros.

Estación del Ferrocarril Central Mexicano en el ramal de Tampico. SINAFO-C. B. Waite / W. Scott.

Pocas acciones de guerra habíamos tenido en que se lu-chara con tanto encarnizamiento, pues justo es reconocer que los jefes y soldados del chacal Huerta se defendieron con valor heroico, pero la moral de nuestras fuerzas era enorme y no nos faltaron municiones, ya que el general González además de sus órdenes, enviaba parque a los sectores cuidadosamente. La batalla rugió todo el día 17, casi sin cesar, y ataques y contra ataques de una y otra parte eran dados y rechazados furiosa-mente. El teniente coronel Alejo González atacó el Heneque-nal de Terán, que no había podido tomar el general J. Agustín Castro, pero también fracasó su tentativa, porque el enemigo enviaba un diluvio de proyectiles sobre aquel campo casi des-cubierto, hasta que por la tarde, ordenó el coronel Cesáreo Castro que el coronel Fortunato Zuazua, con su gente a pie, asaltara aquel reducto que nos hacía mucho daño.

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Con Fortunato se fue un “gringo” mexicanizado que an-daba con don Cesáreo y que se apellidaba Foster, que me pare-ce era ingeniero y a quien le hacíamos miles de travesuras, pero jamás se enojaba, y cuando lo hacíamos desesperar se conten-taba con decir:

—Oh, mí no estar conforme con ese tratamiento… mí se va al mar, porque en el tierra no haber josticia…

Y efectivamente, como si hubiera sido un presentimiento su famosa frase, meses después se ahogó en Tampico… Se fue al mar porque en la tierra no halló justicia… ¡Pobre gringo Foster! Pero ese día se portó como un guerrero de leyenda, porque al avanzar Zuazua sobre la casa afortinada del hene-quenal, él iba adelante, con un morral de bombas de mano, seguido de otros soldados también con bombas y fue de los primeros que llegaron, entre aquel infierno de fuego y acero, hasta las trincheras federales protegidos por la fusilería de los hombres de Zuazua, que con su jefe a la cabeza se lanzaron al asalto, arrastrándose entre las matas de henequén, hasta des-alojar al enemigo de aquella posición que parecía inexpugnable y que por fin quedó en su poder, después de la terrible lucha.

Cayó la noche y los defensores de la plaza habían perdido ya sus mejores posiciones, es decir, todas sus líneas de defen-sa, concentrándose dentro de la ciudad, por lo que perdida la esperanza de rechazarnos, optan los generales de Huerta por reunir su gente en el paso Méndez, inutilizan sus cañones ocultando los cierres y queman gran cantidad de armas frente al Palacio de Gobierno, así como atalajes de ametralladoras y artillería, y a la madrugada del día 18, formando una sola co-lumna se lanzan con todos sus efectivos por un lado de la Estación, haciendo y tomando el camino de Tula y Jaumave. Apercibido el general González de esta maniobra, ordena que se formen dos columnas, al mando de los generales Villarreal y Murguía que vayan en su persecución, mientras las demás fuerzas penetraban a la plaza de Ciudad Victoria, que para las ocho de la mañana estaba ya en nuestro poder. El teniente

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coronel Zuazua al hacer su entrada por la Estación quemó un cuartel enemigo y en la calle que conduce al centro de la ciu-dad se encontró con cuatro o cinco pelones marihuanos, que se parapetaron en las puertas y estuvieron haciendo fuego, por más que les gritaban los nuestros que se rindieran, hasta que murieron todos.

Una vez dentro de la ciudad, todavía llegamos a tiempo de rescatar del fuego muchos de los fusiles que los mochos habían tratado de quemar frente al Palacio de Gobierno y en los corredores de aquel edificio hallamos más de cuarenta muertos, así como algunos de los oficiales federales tendidos en sus ataúdes, que no habían tenido tiempo de enterrar, a los que se dio sepultura por orden del Cuartel General. En los demás fortines enemigos se encontraron cerca de doscientos muertos, que también fueron sepultados.

A mediodía del día 19 llegaron los generales Villarreal y Murguía, que habían logrado dar alcance a Rábago en La He-rradura y en el rancho de La Joya, haciéndoles gran cantidad de muertos y más de cien prisioneros, así como rico botín de armas y municiones. También iban con el general Rábago mu-chos civiles habitantes de Ciudad Victoria, con sus familias, que en traje de calle y con zapatos de tacón alto muchas de ellas, señoras y señoritas, fueron bajadas de los cerros por los nuestros, explicándoles que nuestros soldados eran decentes y no unos bandoleros como los federales les habían hecho creer, y vimos a la entrada de la columna vencedora el desusado es-pectáculo de la oficialidad revolucionaria a pie, llevando de las riendas sus caballos que montaban las damas que habían salido tras de los mochos, engañadas y que dieron las gracias al gene-ral González por este acto de cortesía.

Pero la noche del 18 de noviembre, nos acuartelamos ocu-pando los jefes y oficiales algunas casas abandonadas por sus moradores y la palomilla, que el día anterior había estado muy ocupada, pues todos sus miembros se encontraban en la lí-nea de fuego, reanudó sus operaciones, aunque teniendo que

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lamentar la baja temporal de uno de sus más preclaros com-ponentes, el teniente coronel José E. Santos, quien cayó ese mismo día enfermo de una violenta y alta fiebre, recluyéndose en una bodega o almacén de una casa comercial, que fue el lugar que de pronto se encontró. Allí lo fuimos a visitar Fortuna-to Zuazua y el que escribe, pero como desde muy temprano habíamos estado sosteniendo una seria controversia con otros compañeros, acerca de la calidad de ciertos bebestibles de dife-rentes clases, envasados en botellas de distintos colores, tama-ños y formas, para cuando llegamos a donde José yacía en un catre de campaña en un cuarto grande cuyos costados estaban rodeados de casilleros que contenían innumerables juguetes de hojalata, como carritos, máquinas caballitos, muñecos, etcéte-ra, etcétera, y otros repletos de miles de frascos de perfumes, ya íbamos en lo que El Conforme llamaba “estado gaseoso”, y no pudimos creer de ningún modo que Santos estaba realmen-te enfermo, así es que nos trepamos sobre los casilleros y nos dedicamos a lanzarle sobre la cama y naturalmente, sobre su cuerpo, juguetitos a guisa de proyectiles, y al mismo tiempo a vaciarle botecitos de perfume, sin hacer caso de las protestas airadas y las frases sonoras y contundentes que nos dirigía el yacente, hasta que éste, viendo que no valían gritos ni palabras groseras, optó por extraer un pistolón que tenía en la cabe-cera y aventamos balazos, por supuesto que sin intención de herirnos, y ante aquellos argumentos detonantes y mortíferos huimos dejándolo en paz.

Seguimos en otros lugares con Lazo de la Vega, Berlanga, Alejo González, El Conforme y otros la peregrinación empren-dida, y como a las once de la noche nos reconcentramos a la casa, creo que de los señores Zorrilla, que está enfrente del Palacio de Gobierno, donde nos habían alojado. Me tocó una hermosa recámara, con dos camas, donde pretendía dormir en una y en otra El Conforme que había tomado un vino tétrico hasta más no poder, pues se le ocurrió dejarse caer de cabeza por un balcón, y después de una lucha heroica, no pudiéndolo

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convencer a la buena, pedí auxilio creo que a Lazo de la Vega y lo subimos a una cama amarrándolo con las sábanas de la mis-ma, a pesar de sus gritos y protestas. Cuando ya me considera-ba libre para dormir, oímos gritos descompasados en otro de los balcones y salimos en los momentos en que David Berlan-ga, el mejor orador con que contábamos, muchacho culto, re-volucionario exaltado y entusiasta, muerto en 1915 por orden de Villa en México, parado en un balcón, en paños menores y sin más oyentes que el teniente coronel Ramírez Quintanilla y el capitán Benjamín Huesca, que lo estaban cuidando que no se cayera, arengaba a las sombras de la noche, pues la calle estaba más desierta que el famoso Sahara, con voz sonora, gritando:

—Conciudadanos, nobles hijos de Tamaulipas: la revolu-ción triunfante os viene a devolver vuestras libertades concul-cadas por el dipsómano Huerta.

Por ese tenor habló como una hora, perdiéndose sus frases candentes en el silencio nocturno, bajo el frío e impasible cielo de noviembre, pues nosotros, convencidos de que era nada más un discurso de Berlanga, sin oyentes, nos largamos a dormir, que bien lo necesitábamos.

Pero mientras nosotros nos divertíamos, procurando re-cuperar el tiempo que habíamos penado en la campaña, el Cuartel General no dormía; desde el día de la toma de Ciu-dad Victoria, el general González había ordenado que distintas corporaciones guarnecieran por el este hasta Forlón, sobre la vía férrea; por el oeste hasta Santa Engracia, al noreste a Güe-mes y Casas, y mandó situar fuertes retenes en las Lomas de Las Vírgenes, Callejón de los Charcos y demás suburbios de la ciudad. En seguida dispuso que el capitán Luis Galindo, jefe de Dinamiteros y Electricistas, con su cuadrilla y una escolta, se ocupara en restablecer las comunicaciones entre Ciudad Vic-toria y H. Matamoros, interrumpidas entre Victoria y Jiménez, y también que se limpiara la ciudad, preparando lo necesario para dar posesión al general Luis Caballero de su puesto de gobernador y comandante militar del estado de Tamaulipas, lo

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que se verificó el día 22 de noviembre, dedicándose el general González con el nuevo gobernador a organizar los servicios civiles tanto del estado como municipales, habiendo el gene-ral Caballero nombrado como su secretario de Gobierno al li-cenciado Fidencio Trejo. También otorgó el general González muchos salvoconductos a personas que habían huido con los federales y que regresaron al facilitárseles garantías.

A las 3 de la tarde del día 22 se restableció la comunica-ción con Matamoros, cambiándose el general Jesús Carranza y don Pablo felicitaciones por el éxito de la jornada sobre la capital de Tamaulipas y manifestando el primero que todavía no recibía las fuerzas del general Blanco ni la Guarnición de la Plaza, pero que ese mismo día lo haría por lo que se le reite-raron las órdenes ya dadas para que el coronel Saucedo saliera rumbo a Nuevo León.

Pocos momentos después se recibió parte de las fuerzas destacadas en Santa Engracia de que el general huertista Gui-llermo Rubio Navarrete con una columna de dos mil hombres y varios trenes se encontraba en Estación Cruz y se disponía a avanzar de un momento a otro sobre Victoria, por lo que el general en jefe dispuso que salieran a batirlo varias columnas, cuya movilización registraré en el próximo relato.

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