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14 PERGOLA
E^ L tendido eléctrico que
traía luz para la noche, sorteaba las ramas de
J diez eucaliptos. En invierno, cuando arreciaba el viento, los eucaliptos cercenaban los cables y en mi casa encendíamos velas. Teníamos un farol para ir a la cuadra y tres palmatorias para movemos por un laberinto de doce habitaciones fantasmagóricas. En aquellas ocasiones, mi madre me sentaba junto a ella y me narraba con un vocabulario diferente al de todos los dias, historias increíbles que todavía recuerdo. Cuando llegué a la adolescencia me di cuenta de que las inventaba al momento. Ella nunca repetía un mismo cuento. Ni siquiera sus personajes eran los mismos. Las fábulas de mi madre no acontecían en tierras leja-
* ñas y desconocidas ni sus protagonistas eran héroes o heroínas. Eran personas de carne y hueso muy parecidos a nuestros vecinos de Getxo, sólo que les acontecían sucesos extraordinarios como a aquella Ramona del caserío tal que se compró unas ligas para sujetarse las medias y cuando se las ponía levitaba durante tres minutos, tiempo que aprovechaba para quitar el polvo a las pantallas de su casa.
R ecuerdo los dos prim eros -libros que leí: Pinocho (mi madre me dijo que en italiano significaba Pifión), de Carlos Collodi, en la extraordinaria creación del dibujante Salvador Bartolozzi, y Robinsón Crusoe. Tenía cinco o seis años. Fue el comienzo de mi vicio. Leía cuanto caía en mis manos. A los once años lei un ensayo de Donoso Cortés titulado “El Catolicismo, el Liberalismo y el Socialismo”, seguramente sin comprender mucho. Mi vicio de leer todo lo impreso me arrastraba a andar a gatas: Cuando mi
"“madre fregaba el suelo lo cubría con páginas de periódico para que pisáramos en ellas y no en lo mojado. Inconscientemente, me arrodillaba y leía hasta las esquelas y los anuncios por palabras. “Dejadle”, decía mi madre: “Es un curioso” . Sin embargo, pese a mis lecturas, las exageraciones de mi madre fueron, día tras día, formando, seguramente, al muchacho gran mentiroso que llegué a ser. La adolescencia es la etapa más inteligente de la vida. Luego, la sociedad tiene infinitos
■ métodos para convertirte en estúpido. Pienso que el que ha tenido una infancia y una adolescencia enriquecedora, posee más números para librarse del pringue de la estupidez y el recuerdo de esa época perdura hasta la muerte. Todo sucede en la adolescencia. Además, de golpe. Por eso nuestros recuerdos más frecuentes provienen de esa etapa. Cuando yo nací ( 1943) la Guerra Civil estaba demasiado próxima como para que los mayores no narraran con sordina las adversidades que les tocó vivir. Yo mismo cantaba
. el Cara al Sol todos los días antes de entrar en la Escuela. Y cuando regresaba a casa mi abuelo me obligaba a hacer gárgaras con agua y vino para purificar mis cuerdas vocales. De todo ello, lo que más me intrigaba era la ingente multitud que había muerto:
sobre Rapha BilbaooPQ
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O.
Divagaciones en tomo a los porqués de mi obra
un millón. Era un número tan redondo que desde entonces me parece mágico. Y mágica fue la idea de resucitarlos en el valle de los Gon-ber para que el Dictador construyera una presa para volverlos a matar ahogándolos. Cuando escribí Doña Anita de Gon-ber ya había aparecido Cien Años de Soledad. García Márquez me reveló que la imaginación que un día me enseñó a utilizar mi madre debía de poseer un lenguaje adecuado para no fabricar un cúmulo de arlotadas. La verdad es que para entonces ya había leído con muchísimo detenimiento y mayor placer a Alvaro Cunqueiro a quien tuve el gusto de conocer en una velada familiar en donde me contó las artimañas que usó para coser su novela Las Crónicas del Sochantre. La prosa de Valle-lnclán me embobaba. Y de pronto apareció La Saga Fuga... de Torrente Balles- ter, que me noqueó. Como me noquearon a patadas y a culatazos los guardias civiles en una de las muchas manifestaciones que se organizaron antes de morirse Franco. Me rompieron la crisma porque gritaba ASKATASUNA. “ ¡Qué quiere decir eso!”, me increpó un guardia. LIBERTAD,
La adolescencia es la etapa más inteligente
de la vida
respondí mascando las palabras, muerto de miedo. Y allí se formó la sintaxis del relámpago en mis huesos. Aquella paliza me dictó la novela Clementina Bragamon- te, alcahueta y mártir, una mujer que desapareció de Getxo en un carro de saltimbanquis tres semanas después del ft¿ilamiento de su marido. Tras casi cuarenta años de ejercer de adivinadora, regresa a casa de su suegra, conocida como la Enferma Política, porque se metió en la cama el día que huyó el Gobiemo de Euskadi con la firme promesa de no levantarse hasta que lo volvieran a poner. Sin embargo, la vieja terca, abandonaría su lecho para ir a gritar ASKATASUNA a la manifestación que se celebró en Al- gorta el 8 de marzo de 1975 (el mismo día en que los maderos me dieron la paliza). Fue mi pequeña venganza. Y también es la novela que más quiero. Creo que
está escrita con la turbulencia de mi alma y con el sosiego de la razón. Como escribía mi “aitite Pío Baroja”. Se publicó en Ediciones Libropueblo, en aquella bendita aventura que sólo dos locos como Ramiro Pinilla y yo, pudimos fabricar para luchar contra los editores. ¡Ilusos! Cada actuación humana tiene su tiempo. Libro- pueblo fue muy válida hace veinticuatro años. Hoy seria un anacronismo. Editar y vender libros a precio de costo. ¡Qué añoranza siento! Ningún escritor ha recibido en su puesto de venta (una mesa de camping) a docenas de lectores que venían a damos su opinión sobre nuestros libros. La comunión entre el escritor y el lector te alienta a escribir para no decepcionar. Siempre digo que entonces aprendí que un libro que no se lee de un tirón es im libro cojo. El primer libro que publicamos en Libropueblo lo escribimos al alimón Ramiro Pini- 11a y yo por encargo de Luis Itu- rri. Era una obra de teatro: Proceso, anatematización y quema de una bruja en un ensayo general. La escribimos durante el mes de agosto de 1971 y obtuvo el Primer Premio en la Semana de Teatro Actual de Sitges, la noche
del 7 de octubre de 1971. La estrenó el Grupo Akelarre. Para entonces Ramiro Pinilla era ya un “viejo lobo de la escritura” . De él aprendí la mesura y a limar las estridencias.
Al pairo del tejado de la cuadra de mi casa se alineaban las conejeras. En una de ellas, en la parte superior de la pared de la puerta, apoyada en dos clavos, se encontraba una especie de portaplanos toscamente construido. En su interior dormían una ikurriña y un retrato enrollado de José Antonio Aguirre. Era el secreto de la familia. Esta ikurriña y el retrato del Lehendakari habían estado presidiendo el salón de actos del Ayuntamiento de Getxo hasta pocas horas antes de !a entrada de los Nacionales al Municipio. Los rescató un familiar y los entregó a mi abuelo para que los pusiera a buen recaudo. Abuelos, padres, tíos y varios primos sabíamos el secreto. Sin embargo, ja más salió de la familia. Cuando se inauguró el Batzoki de Getxo, un niño de la familia entregó a Carlos Garaikoetxea la ikurriña y el retrato. Creo que continúan allí. Todo ese mundo de guerra que pasó, de tíos encarcelados, de gudaris oficiales, de mundo nacionalista está en mi novela Kongobaltza Huevos Blancos tratado de una manera desenfadada, vista desde la lejanía del tiempo y con un camión de sorna, que es, según algunos críticos, una de las características de mis escritos. En los caseríos, los adultos dicen lo contrario de lo que piensan. Yo lo llamo hablar con soma o con disimulo. Si a esa retranca le añades la sal gorda del sarcasmo, tenemos los condimentos del libro.
En La Guerra de los Milagros he puesto toda mi ilusión en volcar los sentimientos que uno acarrea en sus adentros en un mundo tan lejano como es el medievo, sin olvidar lo mágico y lo maravilloso que está presente en toda mi obra. Entre esta novela y las dos siguientes, que están en dique seco, escribí diecisiete cuentos que se han publicado en junio de este año en un libro que lo titulo ¡SSSSSSSH!. En el fondo creo que es el género que más me gusta. En los cuentos debes de poner en práctica ésa difícil técnica en donde la intensidad, rapidez y síntesis son el Padre, Hijo y Espíritu Santo. Si reniegas de alguno de ellos, lo mejor es arrojar el papel a las llamas del infiemo. Un cuento es un chispazo. Yo lo escribo de un tirón, ^ e d o tardar siete horas o treinta y dos. Hasta no terminarlo no dejo el asiento de mi silla de trabajo. Después lo corrijo con tiempo, eso sí. Pero su composición ha de ser realizada en una sola jomada. “Cuento abandonado, cuento escoñado”. Es mi lema. Creo, además, que en los cuentos es donde uno deja más tiras de su piel, más cachos de su alma y más mensajes. Esos mensajes que el autor envía a lectores anónimos con toda su intensidad. Esas cíen lecturas diferentes que cada cuento esconde. O a lo mejor, no. Y es que, yo comprendo los porqués de lo que quise y de lo que hice con la lentitud de un viaje en burro.