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 José Acosta

 

El efecto dominó 

PREMIO NACIONAL DE CUENTOUNIVERSIDAD CENTRAL DEL ESTE

R EPÚBLICA DOMINICANA 

TECHO DE PAPEL editores2014

 

ítulo: El efecto dominó

rimera edición 2001egunda edición 2014

SBN-13: 978-15055 00455SBN-10: 150550 0451

echo de Papel Editores© El efecto dominó, 2014© José Acost a

dición y diseño d e portada: Techo de Papel Editoresmagen de po rtada: Techo de Papel Editoresoto del autor: Mario Acosta

l efecto dominóosé Acosta, 2da. edició n

Literatura dominicana 2.Cuentos dominicanos del siglo XXCuentos dominicanos

odos los derechos reservados p or el autor conforme a la ley. No se permite la reproducción t otal o parcial, en ning ún medio o formato, sin auto rización previa y po r escrito del titu lar del Copyrigh

mpreso y hecho en los E stados Unidos.Mad e & Pr int ed in the USA.

orreo electrónico: [email protected]

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Para Juan

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El efecto dominó

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Quizás con las nubes de

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Si hubieras obedecido a tu padre...!, pero ya estás en el primer descanso de la escalera tratando de decidirte entre seguir subiendo o bajar hasta el frente del r para que Paquito se asome a la ventana. Vamos para la piscina, le dirás, y él te hará señas para que esperes un momentico en lo que se prepara. Recuerdal principio del verano pasado; pero ahora te interesa ver a Adela, su hermanita, que y a cumplió los catorce y que el año pasado se burló de ti mientras inten

ado desde el trampolín más alto. Estabas allí paralizado, en la punta firme del trampolín, la cabeza de Paco fuera del agua incitándote a lanzarte y Adelita aándote con sus dedos de mariquita con un arranque de risotadas. Caíste de espaldas y todavía en la tarde, al salir del club, ella te subía la camiseta para motras chiquillas lo colorado que te habías puest o.

Empiezas a subir las escaleras mientras piensas que ahora Adelita ya no podrá reírse de ti. Durante gran parte del invierno, en la piscina techida Broadway, en Manhattan, practicaste hasta perfeccionar ese clavado de giro y medio que de seguro la dejará con la boca abierta. Oprimes el timbre de peras un instante. Es extraño que nadie haya acudido a abrir, y más extraño es ese silencio del otro lado de la puerta. “En este apartamento es imposible pre se quejaba Paquito. Los dos niños, cuando no saltaban sobre los muebles, se peleaban

or algún juguete. Por su lado, Adelita sintonizaba una de esas emisoras de música Rap, con su estridente monotonía escandalosa, repleta de palabras obse no se quedaba atrás, todo lo arreglaba dispersando un cúmulo de maldiciones; las órdenes que impartía, aunque las emitía con un ronquido militar, eran os chiquillos. El más tranquilo era don Felipe, el padre, del cual se comentaba que era el principal proveedor de drogas de los puntos del vecindario. Pero a ni te venía, a pesar de que tu padre te había prohibido terminantemente visitar el apartamento de Paquito.

Y era que visto así, de cerca, a ti te parecía que don Felipe era un hombre inofensivo, bueno y sobre todo paciente. El pobre don Felipe, con so, como de tísico, él que a veces se desaparecía por largas temporadas y cuando volvía se le veía más robusto, como si hubiese estado internado en un c

d.Sientes unos pasos acercándose. Ves la pequeña moneda de luz del ojo de la puerta abriéndose y cerrándose. Los pasos retroceden y tú vuelves

el timbre. No puedes imaginar qué está pasando ahí dentro. Tú sólo quieres ver a Adela y tratar de que se anime a ir con Paquito y contigo a la piscinararle lo bien que ya haces tu performance desde el trampolín más alto. Si en ese momento te hubieras devuelto..., pero te costó subir cuatro pisos alcata y ahora estabas totalmente seguro de que ellos estaban ahí.

Ahora el timbrazo fue más intenso, como un reclamo. Escuchaste los pasos acercándose apresuradamente. Ruido de llavines, del pestillo gr

onocido abre bruscamente la puerta y casi a empellones te conduce a la salita donde tienen a los muchachos atados y amordazados. No es difícil para ti adocurre pero sólo cuando sientes ese dolor cortante en tus muñecas atadas es que lo asumes integrándote como un espectador se integra a la película desde u asiento. Paquito está a tu lado, sus ojos sufridos relucen tratando de comunicarte algo; algo que ya tú sabes pero que él quiere decirte de todas manerasjunto a los niños que miran absortos hacia todas direcciones, sin comprender. A la señora la tienen en el cuarto con don Felipe. No puedes verlos pero ldos hombres allá dentro, escuchas sus palabras asediantes, preguntando por algo que si recibiera respuesta de seguro le costaría la vida a la familia de Pacsas, o no, eso le escuchaste decir a don Felipe en un tono suplicante, con una voz ahogada, hecha jirones.

Pero tú no te incluyes y piensas que ellos lo saben. Estás ahí y es como si no estuvieras. Miras sin ver a los tipos voltear los muebles, en tus ojosz del cuchillo cortando con furia el cuerpo inerte del sofá. Ves caer de golpe un paquete que a ti te pareció insignificante, sin dignidad; un ladrillo, dedulo envuelto con papel aluminio. Ves caer otro y luego otro, ya son muchos los ladrillos plateados que van echando dentro de una bolsa negra pero que no

o ladrillos, suenan más bien como huecos, como si la bolsa la estuvieran llenando de huecos y tú los escucharas lejos de allí, desde la punta del trampolín, eabajo jugando con el agua de la piscina, golpeándola con su mano arqueada, y tú en silencio esperando que ella mire lo bien que te balanceas, saltas, das uo y ahora, desde el aire, escuchas el estallido de un disparo, luego otro, pataleos, p isadas, luego otro disparo, los pasos se t e acercan, otro disparo, y ahonta caliente del arma en algún lugar de tu cabeza, abres los ojos instintivamente, allá abajo el agua azul de la piscina se oscurece quizás con las nubes de la t

 

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El periódico de Roc

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(...) aquel anciano americano q ue todas las mañanas recibe un ejemplar del New York Times, su periódico favorito, que tiene en tan alta estima y consideración a su vetusto l ector, (…)las mañanas le prepara esta edición de ejemplar único, falsificado de cabo a rabo, sólo con noticias agradabl es y artículos optimistas, para que el pobre viejo no tenga que sufrir lo s tmundo.

 Jos é  El año d

  de Ri

Cuando el secretario Bob Stevens entró a la habitación, la luz del amplio ventanal lo cegó con tal fuerza que tuvo que enmarcarse el rostro con las manos p

perar el equilibrio visual. De espaldas, pegado al vidrio del ventanal, el anciano John Davison Rockefeller observaba los nidos que habían tejido las palomas del alero. Uno de ellos contenía dos pichones que empezaban a emplumar. El anciano no cambió de posición a pesar de haber escuchado la puerta, sabítario lo miraba desconcertado pues él nunca había descorrido totalmente la cortina del ventanal.

—¡Señor Rockefeller...! —dijo el secretario Bob Stevens.—Ya sé lo que me vas a preguntar, Bob —dijo el anciano, sin volver el rost ro—. Que qué hago aquí parado. Pues bien, te lo diré. Estoy esp

da.

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—¡Nevada! —exclamó el secretario—; ¡pero si estamos en pleno verano, señor! Disculpe pero ¿quién le dijo que iba a nevar hoy?—Vamos, Bob, no seas estúpido. ¡Quién más iba a ser!, el periódico. ¿Es que no recuerdas que tú mismo me lo leíste esta mañana?—Sí, pero...—Pero nada, Bob. Si el New York Times dice, en el reporte meteorológico, que va a nevar, va a nevar sin duda.

El secretario enmudeció. Hasta ese instante no había reparado en que el periódico estaba tirado por todo el piso de la habitación. Algo tambiénue el anciano, después de hojearlo, lo acomodaba celosamente en el largo anaquel donde lo coleccionaba desde la época en que el mundo empezó a mejorar.

Cuando John D. Rockefeller escuchó el sonido del papel y el silencioso rezongueo del secretario, volvió la mirada y ordenó:—No, Bob, no lo recoja. Déjelo ahí, que si el New York Times fue capaz de equivocarse con algo tan pequeño como el estado del tiempo, ¿cómo c

s realmente importantes? Además —continuó el anciano, ahora apoyado en su bastón— lea ese anónimo que está sobre la mesita de noche. Lo echaron hacepor debajo de la puerta. Estoy a punt o de convencerme de su contenido.

El secretario Bob Stevens se incorporó, soltó las hojas de periódico y se dirigió hacia la mesa señalada. Leyó la nota:

Le mienten, señor Rockefeller,el New York Times le miente.

El mundo sigue siendo una mierda.

El secretario Bob Stevens bajó la cabeza en un gesto de impotencia. Tenía que hacer algo para devolverle la fe a su jefe. Cuando levantó la cabeano estaba de espaldas como si esperara en el andén de una estación el tren prometido a una hora indeterminada. Por la ventana de su décimo piso se podíaamplia panorámica de la ciudad de Richford. Abajo, escaso tránsito vehicular, una joyería con un enorme rótulo dorado:  LIPEN jewelry, y pocos transeano sólo podía verlos asistiéndose de unos binoculares que colgaban cerca del dintel de la ventana. Cuando escuchó salir al secretario descorrió un poco el vanal y tuvo al alcance de sus manos trémulas el nido que contenía los pichones. Por un momento la antigua sensación de poderío reapareció tensando sus meneciendo sus facciones. Ahí, dentro de ese nido de paja estaba algo vivo, y eso vivo dependía ahora de él. Se recordó a sí mismo por los pasillos de la centdard Oil   impartiendo órdenes, firmando papeles. Escuchó el murmullo suplicante de sus competidores del otro lado de su oficina, la máquina silenciosopolios tragándose a las pequeñas empresas. De repente John Davison Rockefeller levantó el bastón y de un solo golpe empujó el nido hacia el abismoe el alero una mancha redonda como si la sombra del nido no hubiese saltado. Tomó los binoculares del péndulo cerca del dintel de la ventana ctuosamente los destrozos del nido sobre la calle. Se imaginaba los pichones aplastados bajo las ruedas de los automóviles, la sangre manando en un solo jitos brotados, la nieve —que no llegaba— cubriendo con su blancura su pecado. John D. Rockefeller se desespera buscando alguna maldad en ese nuev

según el New York Times, p or fin había entrado en razón y se aprest aba a mejorar cada día que pasaba, ahora, precisamente, que él no p odía disfrutarlo.Un auto se detuvo frente a la joyería. El anciano siguió con los binoculares al que salía del auto. Lo vio mirar hacia todas direcciones. Lo vio sacaego y entrar rápidamente al establecimiento. Su cerebro, acostumbrado ya a las buenas not icias, no estaba p reparado para registrar estos terribles acontec

se efectuaban frente a sus narices, por eso sintió un débil mareo al retener la respiración para que nada de aquello se le saliera de foco. No obstante, por mánó, no pudo sostener por más tiempo los binoculares con su mano izquierda. Fueron segundos de impaciencia, de una intranquilidad molestosa, tansar el brazo sobre el alféizar, encorvar su anatomía que amenazaba con desplomarse, hasta que el aire tibio de la tarde que entraba por la abertura del vectó un poco de energía y pudo hacer el cambio: bastón hacia la mano izquierda, binoculares a la derecha. Luego apuntó hacia su objetivo: la joyería  LIPE

a cambiado. El auto seguía allí estacionado con la puerta derecha semiabierta, y la mano nerviosa del que esperaba en el volante dando golpecitos sobre erda y acomodando una y otra vez el retrovisor. Eso era únicamente lo que el anciano John D. Rockefeller podía ver, aunque se imaginaba todo el terror quriendo en el interior del establecimiento. De repente el hombre salió corriendo de dentro de la joyería cargando un paquete y apuntando su arma hacia amb

vía. Cuando intentó penetrar hacia el interior del vehículo, un hombrecillo asiático salió disparando. El auto aceleró y dejó abandonado al asaltante sobreD. Rockefeller vio cómo de aquel hombre salía un charco de sangre. Ya estaba satisfecho pero una sensación de quietud lo empezó a hostigar. Era ación del cuarto, su cama sin tender, el largo anaquel con los periódicos de los últimos años, ordenados día por día según iba mejorando el mundo, o

po demolido reflejado borrosamente en el vidrio del ventanal. John Davison Rockefeller volvió a mirar hacia la calle con los binoculares. Abajo recontario Bob Stevens conversando con un policía y señalando hacia su ventana. Corrió la cortina, colgó los binoculares y caminó trabajosamente hacia la cama.apel al pisarlo le recordó que el periódico aún estaba tirado en el piso. La tarde empezaba a caer y aún no había señal alguna de nevada. John D. Rockefellstro con la sábana, cerró sus ojos cansados y pensó en el mal. Pensó en eso que aunque el New York Times insistía cada mañana en anunciar su pronta extiz de la tierra, seguía allí, agazapado, en estado latente, esperando el momento preciso de reaparecer, como momentos antes había aparecido en ese moro de su mano al derribar el nido de paloma, y en el asalto a la joyería LIPEN . Y a pesar de que mañana el asalto no aparecería en su periódico New York Thabía leído con sus ojos, él sí sabía exactamente los detalles de lo ocurrido.

Cerca de las doce de la noche apareció el secretario Bob Stevens en la alcoba del anciano. Lo despertó con una extraña algarabía.—¡Señor Rockefeller! ¡Señor Rockefeller!El anciano despertó sobresaltado.—¿Qué sucede, Bob?—Venga, señor, abra la ventana. Es verdad, el New York Times no le mintió. Está nevando, señor Rockefeller, es increíble.El secretario descorrió la cortina. John D. Rockefeller vio la nieve descender pegándose dócilmente al vidrio del ventanal, parecía estar iluminada

curidad de la noche. Se restregó los ojos con el dorso de las manos y volvió a arroparse la cabeza con desgana.—Pero, señor Rockefeller, ¿usted no...?—Ande, Bob, vaya usted a disfrutar de su nieve y déjeme dormir.

El secretario se sintió descubierto. Era como si el anciano le restregara en la cara todo el esfuerzo que había hecho para convertir en verdad una de siras. De nada había servido reclamarle al New York Times, donde sólo se limitaron a disculparse por el error de haber diagramado el reporte meteorológics días del pasado invierno. Mañana le llegaría el recibo de la 20th Century Fox, que tan amablemente se había molestado en mover sus equipos para crear

e la ventana de tan venerable anciano.

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El efecto  

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¡Y mis piernas, Dios mío, dónde diablos están mis piernas!—. El Garfio Matías se despertó esa mañana sobresaltado, en la penumbra del cuarto, tras dla luz mortecina que despedía la sábana blanca, que en efecto, ese vacío percibido después de las rodillas, era la falta de las piernas. Por lo agrio del paladaro y alucinante de los somníferos dedujo que la noche en que lo acostaron en esa cama, que por cierto no era la suya, no había sido la anterior sino una más lentar recordarla le produjo un mareo, como si en la memoria se le apiñaran las sombras.

Haciendo un esfuerzo desp ués de volver en sí, se reclinó y despacio rodó el extremo inferior de la sábana quedándose un rato como seco, contemoroso paisaje de los desnudos muñones, aún sangrantes, sin notar el alambre con que uno de ellos estaba envuelto más arriba de la rodilla.

Una luz lo encegueció de repente al abrirse una puerta que hasta entonces había estado perdida en la oscuridad. Una pareja entró. El Garfio Matíarse notar con un grito y sólo alcanzó a murmurar, en un tono suplicante, como pidiendo un perdón que él concebía inalcanzable, el nombre de quien él creíaendo hasta morir que era su agresor: Simón, Simón Suárez. Luego se quedó dormido con los ojos abiertos, como dos escollos en el agua oscura de su mirada

El caso de Simón Suárez ocurrió la noche antes de que el Garfio persiguiera a la enfermera. Esa noche dormía en la casa de su hermanita cuandopañero de fechorías, lo llamó por la ventana para decirle que le tenía un regalito. Paco lo llevó en el carro hasta el sótano de su bodega. El lugar estaba oschaban ratas entre las cajas. Las ratas callaron cuando encendieron una bombilla de luz pobre que colgaba del techo manchado de humedad. Justo detrás deado en la pared como un Cristo, estaba el regalito —el hombre que los había delatado a la policía varios años atrás, cuando entre los tres asaltaron una joyM anhattan y por el cual el Garfio tuvo que esconderse durante largo tiempo hasta que se enfriara el caso—, el chota, el hijo de puta de Simón Suárez. De

arlo hasta dejarlo inconsciente, lo picaron vivo con una sierra eléctrica y lo enfundaron en varios shopping bags. Esa misma noche lo distribuyeron a todoxpressway del río Hudson.

Al otro día, el Garfio Matías se levantó con bríos renovados. “M uerto el perro se acabó la rabia”, pensó al abrir la ventana y dejar pasar la luz deaba otra ventana sobre la cama, pero vacía, sin edificios detrás de su cuadrado amarillo. Mandó a su hermanita Amarilis por una comida china, y se pasó lado La Mega, y jugando con las fichas de dominó. Las colocaba una detrás de la otra; luego derribaba la primera y gozaba al ver caer a las demás, una

ndo en el aire el sonido del tableteo.

A eso de las dos de la tarde, después de perfumarse con aceites árabes, se dirigió a la esquina a esperar a la enfermera Teresa, a la cual venía vigilans días después que su hermanita le confesara que el marido era una mierda.

 —¿Qué dijo?—Simón, quizás. Debe de estar delirando —dijo la mujer.—¿Ya le amarraste el alambre?—Unjú.—¿Y cuándo vamos a cortarle el otro pedazo?—Todavía no está de cortar —aseguró la mujer mientras hundía sus dedos en el muñón gangrenado por el alambre, como si fuera un aguacate.

Cubierto por la tiniebla desconocida que se apartaba al sop lo de la luz, quietecito sobre la cama hedionda de su propia peste, el Garfio Matías a solo y perdido en aquella habitación. Lo supo al recordar la tarde en que persiguió a la enfermera Teresa por toda la cuadra, al salir de la casa de su hee se escondía. Se detuvo en la esquina siguiente y se quedó un momento mirándola con lujuria, comiéndole con los ojos las caderas deliciosas a la enfermeran, estaba casada con un camionero fortachón e impotente según le había comunicado su hermanita Amarilis, pues ella lo intentó con él un día que estaba o para pagar el alquiler de la casa, y el camionero se volvió un sebo cuando el cuerpecito de Amarilis lo envolvió como una culebrita, pasándole la lengua h

o. “Y ni de gallo lo echa, Garfio, el tipo es una mierda”.El Garfio Matías cruzó la calle en espera de que la enfermera abriera la puerta del edificio. Ella vivía en la quinta planta. Desp ués corrió hasta a

n del ascensor. Se paralizó nervioso de deseo hasta que, de súbito, de varios manotazos, la amarró con sus brazos, le bajó los pantalones, y ella se quedó o en espera de algo deseado desde siempre. La besó, y ella hasta le removió la lengua con un resoplido de yegua en calor, y le llegó a susurrar al oído,ula, p ero decidida: “Hazlo”.

La tarde que el camionero Salas halló a su mujer chillando de gusto por las embestidas brutales de su seductor, el Garfio Matías, fue una rtancia salvo por un fallo en el mecanismo del camión que lo obligó a suspender el viaje previsto de entrega de mercancías, regularmente flores y m

mentales, que lo ausentaría por una semana. El calor era extenuante. Salió del taller con la franela sudada y perseguido por el ruido ensordecedor e irritanes de hierro que producían los mecánicos. Tomó un taxi en la avenida Amsterdam y al cruzar el puente de la 207, rumbo a su apartamento en El Bronx, recoa Manuela, la única mujer que había amado realmente y por la cual, cada vez que se acercaba a su bloque, le llegaban largos ramalazos de nostalgia que ar con los recuerdos. Manuela lo había iniciado en las artes amatorias. Fue en la adolescencia. Vedado por su madre, doña Patricia de la Cruz, una fanática uchacho no conocía aún el placer secreto de la masturbación, y cuando este tema salía a colación de la boca de algunas de las amigas que lo pellizcaban en eesia, era duramente criticado por la madre, quien se había encargado de sellar con una lápida de acero todo lo relativo a los asuntos sexuales, llamándolos

nás, el diablo”.

Pero al llegar Manuela a la casa —una negrita enferma de lupus  que siempre escondía bajo el aroma a polvos de talco ese otro olor fétiraciones que brotaban junto a virutas de carne muerta de las heridas casi imperceptibles que le ocasionaba su afección— todo el panorama cambió por el muchacho. A espaldas de la madre, la negrita se encargó de entrenarlo tras las puertas, en el baño del patio y en la oscuridad de los armarios, en todas la

meros que había aprendido en el campo, en las veredas rumorosas del río y en los altos pastizales. Por esta razón, inconsciente pero firme, ese hedor deta característico de la negrita lo marcó toda su vida, hasta el punto de que le era difícil, para no decir imposible, tener relaciones con una mujer sin conta

ófilo hedor afrodisíaco.Cuando el taxi lo dejó frente al edificio, se detuvo un instante a contemplar la luz del día que ya derribaba la sombra del lugar sobre la calle, y

ño y un poco desorientado a esa hora, porque regularmente llegaba de noche y salía de madrugada. Tomó el ascensor. Mientras abría la puerta del aparchó unos gemidos que, al principio, parecían salir de algún rincón del pasillo; después, al abrir la puerta por completo se sintió desconcertado: los gemidou habitación. Lo primero a que atinó, después de cerrar la puerta, fue en ir a asistirse de un filoso machete que guardaba en la cocina, por si lo que estaba oun asalto sexual, pues en esos días había escuchado la noticia de que andaba un violador en esa área de El Bronx. Machete en manos, tembloroso, con ulada de sudor, fue y movió despacio la puerta de la habitación y al reconocer al Garfio de espaldas sobre su mujer, palideció. Todo el cuarto se saturó de urífico. El aire sonaba agrietado de gemidos, de susurros, de monosílabos que crecían como árboles insalvables en el desierto de su conciencia. Transnte tan breve como el tiempo que tardó una gota de sudor en rodar p or su frente hasta estrellarse contra la franela. Luego dio un salto y lo embistió de un

al, que le cortó de cuajo los pies que sobraban en el borde de la cama. El Garfio Matías pataleó sorprendido un largo rato hasta que la falta de sangre lo ten

n, envuelto en el estropicio de su propio cuerpo, mientras la enfermera, dando gritos, presa de angustia, trataba de detener con sus propias manos la fudo. Poco después, exhausto y abrumado, el camionero Salas desistió de su intento de picar como una zanahoria a su rival. Arrojó ya sin furia el arma ensan

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e la cama, se dirigió al baño y después de lavarse se sacó la franela enjugada en sudor y la cambió en el armario por una camisa a cuadros. Salió dejando trasa de silencio. En vez del ascensor tomó las escaleras. Cada peldaño ganado le parecía como saltar hacia un abismo por donde caería para siempre sin posibso. Caminó varias cuadras hasta la cafetería del chino, donde, después de poner en la vellonera de compact disc la bachata “Que me la pegue, pero que no

ó una cerveza Presidente. El primer trago fue largo y amargo, pero le pudo enfriar el pecho donde su corazón aún latía ansioso de arremeter contra todo.

La enfermera Teresa, con una mezcla de temor y compasión, le dio los primeros auxilios al Garfio Matías. Con un torniquete en las piernas taladasmorragia. Lo acostó como pudo y le inyectó un calmante hasta poder aclarar sus pensamientos y tomar alguna determinación.

Tres días pasaron antes de que llamaran a la puerta. La enfermera, que ya había asistido al hosp ital retomando su rutina diaria para no levantar sobresaltó de pronto creyendo que era la policía. Al mirar por el ojo mágico se calmó: unos hombres sostenían en hombros a su marido. Abrió y les pidió aran en el mueble de la sala. El camionero Salas, vomitada y rota su camisa a cuadros, noqueado por el alcohol, ahora exhibía en el pecho un tatuaje que rezo, Teresa”. Esto removió en lo más íntimo del alma de la enfermera esa brizna de sumisión compasiva con que ella lo había amado a pesar de su impotepasándole una toalla con alcohol, le puso bolsas de hielo en su parte y le hizo beber café amargo. Pero lo que realmente lo hizo reaccionar, después de use hedor vago y silencioso que provenía de algún lugar del apartamento. Se levantó trabajosamente y al abrir el armario descubrió, ya en estado de descomies del Garfio Matías. Su mujer llegaba en ese momento cuando el camionero, babeante, la desnudó de un zarpazo y, lanzándola sobre el sofá, la posea lo había hecho. Al terminar, el camionero le confesó su horripilante obsesión por el hedor de los cadáveres, contándole lo de la negrita de su adolescemera halló en esto una salida macabra para la solución del problema, pues el Garfio Matías seguía con vida en la habitación. Acordó con su marido ir desta

po de su efímero amante, y después de usar el hedor en las noches amatorias, ella se encargaría de dejar los pedazos, con discreción, en una bóveda vague del hospital.

Así lo hicieron.Los primeros pedazos del pobre Garfio fueron a parar precisamente al lado de la bóveda donde la policía mantenía helado, en procura de ser recla

amiliares, el cadáver reunido de Simón Suárez, encontrado en varios shopping bags en las márgenes del río Hudson.

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Un adiós para 

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“Por amor a Dios, Padre Rodolfo, perdóneme pero ya yo no puedo cargar con esta cruz. Ahí le dejo la llave de la casa para que venga mañana en la

e. No deje de entrar aunque vea la puerta cerrada”.La mujer firmó la nota con su nombre de soltera: Teresa Sandoval. La guardó en un sobre y luego la echó en la urna de la iglesia dest inada a las

ue sabía que el Padre Rodolfo era el único autorizado para abrirla.Confiaba en que el bondadoso clérigo la ayudaría con su pesar pues éste había dado muestras más que suficientes de su amor por los d

viniendo ante las autoridades municipales por las familias damnificadas de un ciclón casi olvidado, las cuales todavía utilizaban el patio de la iglesia como redote, además, era la única persona a la cual ella había confiado su secreto bajo la sacra confesión y él, con su vocecita de acento español, melancólica y

a indicado en numerosos pasajes bíblicos la gran promesa divina del descanso a los que tuviesen cansados y le había recetado los padrenuestros pertinear sus pecados y poder asegurar su p articipación en el cielo prometido.

Teresa se persignó al salir y, al tomar la aceraella vivía al final de la calle, volvió la mirada hacia el gran caserón de ladrillos que era la iglesia y su que junto al aire frío de la tarde le arrancó un temblor quejumbroso y su famélica anatomía se estremeció. Al llegar 

mpujó la puerta dejada adrede sin seguro. Escuchó que la llamaban desde el cuarto del fondo y fue presurosa a atender el llamado.¿Eres tú, Teresa?Sí, soy yo.La mujer extendió el brazo, seco y asmático, en la oscuridad del cuarto, tratando de guiarse, porque por un instante había perdido la orientación de

ahora, cerrada, era una ranura de luz. El amoníaco de los orines la detuvo. Cuando sus ojos se acostumbraron a la oscuridad, pudo ver al hombre sostenidpo deforme, y supo, al hallarle el rostro, que él siempre la había estado mirando.

Nos vamos mañanadijo la mujer.¿Mañana?Sí, al amanecer.

La mujer recogió la lata con los orines volviendo el rost ro para no ser afectada por el tufo, y salió. —La claridad de la puerta empujó por un ins

bra sobre la pared vacía, que no parecía de hombre sino de algún animal mitológico—. Atravesó el patio hasta la letrina. Echó los orines y luego dejó la lata cbajo el grifo. En medio del patio estaba el anafe donde había cocido las viandas del almuerzo. Lo volteó con el pie; los tizones, al desprenderse de susieron más pequeños y rojizos. Cuando les arrojó el agua de la lata, para terminar de apagarlos, los tizones dejaron escapar un chillido humano.

Ella fue la única hija de una mujer apodada la Americana, no porque fuera de los Estados Unidos, sino por la extraña blancura de su piel y la constes que cubría su rostro. La Americana la crio como a una muñeca. Todavía a los dieciocho años la bañaba y peinaba, le escogía la ropa cuando iban de t icionaba las lecturas que no salían del abanico de las novelitas rosas; y con el tiempo fue la Americana quien le escogió marido, un hombre llamado Alejandroe doblaba la edad y cuya única virtud era la de ser dueño de un motel de mala muerte en las afueras de la ciudad. Después que murió la Americana de un a que le zafó la quijada y le retorció el cuerpo, Teresa tuvo que valerse por sí misma en la casa con el señor Llenas, como ella siempre lo llamó. En lo adión se fue deteriorando. La inexperiencia de Teresa en los asuntos domésticos fue compensada, sin embargo, por el embarazo. Ya el señor Llenas no leue “los plátanos están salados, Teresa, que las camisas están estrujadas, Teresa, ¿cómo diablos voy a salir? Esta casa apesta a ratón muerto, coño, Teresa.el período de tregua terminó cuando le nació el primogénito al señor Llenas. Cuando lo desarropó, sintió una amargura honda y acumulada en el estómlvió en la sábana y lo pasó a su mujer diciéndole:

—Lárgate con él. Ni para eso sirves, mujer de vientre sucio.Teresa se marchó a la casa de su difunta madre y crio al niño escondido en uno de los cuartos, avergonzada de su engendro; en la oscuridad, porqu

timaba verlo. Mañana se marcharía de la casa perdida por la hipoteca, con unos chelitos ahorrados en el baúl viejo que usaba su madre para que la ropa cogdro. Había alquilado una piececita en las afueras para terminar de vivir.

Antes de que llegara el camión, Teresa tenía bañado y cambiado al hombre. En las tinieblas, mientras lo enjabonaba, sintió que sus manos conocíanjos al hijo de su vergüenza. Por medio del tacto, a través de los años, fue viéndole crecer el pelo de la barba, la anchura del pecho, y lo que ella siempre lmita, mi hijo, ven a hacer p ipí antes de acostarte p ara que no orines la colcha”. Y él se quedaba pensativo, mirándola envejecer, amándola en secreto en ero que ella iluminaba con su presencia, haciéndolo más ligero y feliz.

—¿Qué es ese ruido, Teresa?Y ella respondía:—Son los gallos. Ya pronto va a salir el sol.—¿Y qué es el sol, Teresa?—Es una lámpara en el cielo que Dios enciende para ver sus criaturas.—¿Y tú crees que él me podrá ver algún día a mí, Teresa?—Sí, estoy segura.Y entonces callaba aunque él seguía interrogándola acerca de los sonidos que se colaban por las rendijas de la habitación.

Dos hombres cargaron el camión con los trastes de la casa. Bajo la penumbra Teresa contempló lo poco que había tenido toda su vida: los hues

doras, un baúl, unas sillitas de palo, y unos colchones rotos y sucios.—Espérenme un momentico —gritó desde la puerta de enfrente. Corrió por la sala hasta la habitación. Cuando cerró el candado el rost ro se le despo.

—Perdóname, hijo —susurró por la ranura de la puerta— Quédate ahí, y no llores, que Dios te vendrá a buscar esta tarde.Al salir, Teresa miró al cielo y no vio nada, sólo el vacío, la terrible oscuridad del infinito.

El hijo del sargento E 

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1

La Pinta era la más solicitada del cabaret; su fama sin embargo no provenía de lo sexual. Eran su rostro de rasgos infantiles, su vocecita tierna, su cuerpecitouaves contoneos que hacían pensar que se estaba con una menor de edad. Ella aprovechaba al máximo los atributos de su naturaleza e incluso los inteéndose convenientemente de colegiala.

Desp ertó a eso de las doce del mediodía y aunque siempre se levantaba de un salto para espantar la cuaja acumulada, ese día sint ió como si el cueese convertido en piedra. A las dos de la tarde había acordado recibir a un jovencito iniciado, hijo de un militar que era compadre del dueño, y esto le ino suficiente para levantarse. Se retorció bostezando frente al espejo y cuando sus ojos se desanublarondescubrió una carretera de urticaria que le bajaba dbifurcarse hacia los bajos de los senos. “¡Coñoexclamó—, qué desgracia es ésta!” Levantó cuidadosamente uno de los senos aún marcado por la sábana

gente necesidad de rascarse. Una escama sanguinolenta se desprendió agitándole todo el cuerpo con un inquietante escalofrío.Después del baño, la Pinta cubrió como pudo su repentino mal utilizando cremas y polvo talco; después vistió su pecho con un bajaymama que l

de puta callejera. Se tejió dos trenzas y esperó en p anty.Puntualmente llamaron a la puerta. Al pasar, el jovencito recibió dos palmaditas en la nuca. Una voz desde

fuera lo alentó: “Vamos, caballo, hágase hombre”. La puerta al cerrarse devolvió la penumbra.

En la noche la Pinta no pudo salir a departir con los clientes. Su cuerpo se había convertido en una masa acuosa. El herpe le devoraba los labios y eos de cuchillos rajándola por dentro. Intentó levantarse a hacer una necesidad pero el cuerpo no le respondió. La lengua era una bola rugosa y seca como h

a, y la Pinta, con los ojos trizados de lágrimas, pensó en el muchacho como si aún lo tuviera sobre ella, silencioso, resolviendo con desgana su urgencia en ire enrarecido. “Pobre —musitó—, a él también se lo comerá la jodienda”. Al amanecer, en vez de luz, la Pinta vio oscuridad.

2

El sargento Espinosa era un montículo de piedra que empezaba a desmoronarse. La tristeza terminó de ablandarle el rostro que caía, como gelatina, en el

manos temblorosas. Su voz, desgarrada por los dientes, repetía incansable que coño, tuviera valor, que no se dejara joder de esa vaina y haz un esfuerzo, miEl muchacho lo miró por el pequeño flanco abierto de un ojo quemado de fiebre. El hombre lloraba. Lo vio entrar y salir de su campo visual como na cosa. Al fin lo vio tomar un trapo que ondeaba en un clavo debido a la corriente de aire del abanico. El sargento se le desapareció por un momento al ipoder humedecer el trapo con orina, luego apareció y acto seguido le frotó la tibia hediondez sobre el pecho escamoso, del que emanaba un aire pestilente

de la madrugada y llovía.—¿Sabes por qué te llevé donde la Pinta? En realidad no fue para que te estrenaras. Fue, más bien, para comprobar que no eras lo que me contaron

no, me da pena decirlo en un momento así.El sargento Espinosa guardó silencio y observó por un instante el rostro destrozado de su hijo. Nada había cambiado. Los médicos de la base m

s antes lo habían tratado, le habían diagnosticado una extraña enfermedad conocida popularmente como la bacteria come carne, la cual fulminaba mortalmes 48 horas.

—Ayer telegrafié a Olga. Sí, a esa novia secreta que tienes en la capital y que tantas veces me pediste permiso para ir a verla. Sabes —el sargentouando me pedías dinero para ver a Olga, me sentía orgulloso de ti.

El sargento Espinosa exprimió el trap o en el recipiente y lo devolvió al clavo.—Le pedí a Olga que viniera a verte —agregó—. Quizás se aparezca mañana.

Espinosa no había dejado ningún espacio franqueable por donde su hijo hubiese podido manifestar su voluntad. Desde su nacimiento proyeendiente todo el futuro que no pudo lograr para sí. El día de la celebración de su ascenso a sargento, Robert, su hijo, aprovechando la especial alegría del ala valentía de contarle acerca de su vocación por la pintura, y el militar lo detuvo con un puñetazo. Desde ese momento Robert se convirtió en la marion

e, obedeciendo cada una de sus órdenes. Que usted estudiará la carrera de abogado como yo soñé; y ahí estaba Robert estudiando lo que su padre soñó. Quesa mierda de cuadros de pintura que esas son cosas de maricas; y Robert echaba todo a la basura pensando en el día de su liberación. Fue para esa é

ezaron a llegar las cartas de Olga, después de varios viajes de vacaciones a la capital. El sargento, curioso, muchas veces le entregaba las cartas abiemarse más sobre esta distante relación. Robert, al notar que el viejo aflojaba por ese lado, no desaprovechaba ningún espacio de tiempo para visitar a la m, como la llamaba el sargento. Hasta que el antiguo rumor llegó con más detalles a sus oídos y decidió, de forma inaplazable, comprobar por sí mismo la ho

ástago, entregándolo a la Pinta, la mejor puta de la barra de su compadre.

Rayando el amanecer un auto se estacionó frente a la casa del sargento Espinosa. Un hombre salió, abrió la puerta delantera y le tendió la mahacha rubia, pecosa y de ojos brillantes. El militar, excitado, los invitó a pasar a la alcoba del enfermo. Cuando se acercaron ya Robert no tenía fuerzas para La muchacha miraba desde una distancia prudente; el hombre, conmocionado, lo tomó de las manos. El sargento Espinosa, entretanto, había pasado a la

e allí llamó con un gesto a la muchacha, le pasó una taza de café humeante y después de probar la suya, le dijo:

—Bueno, Olga, no sabe cuánto le agradezco el que haya venido.—¡Olga? —exclamó la muchacha—. Perdón pero usted debe de estar confundido, señor. Yo no soy Olga. Olga es el apodo de mi hermano.La taza del sargento Espinosa cayó sobre el piso haciéndose añicos. Tal fue la sorp resa que la lengua se le trabó y no pudo emitir palabra alguna. L

ión del sargento paralizó a la muchacha que hasta ese momento había creído que el padre de Robert conocía todo aquello, porque incluso el telegramido a Olga. Frente a ella vio cómo aquel hombre se descomponía en trémulos y torpes movimientos, en muecas desesperadas, como si le estuvieran clal en la espalda. Y esto era lo que realmente sentía el sargento, que algo filoso, espantosamente helado, le atravesaba la espalda.

Después de unos segundos el sargento Espinosa se dominó y sostuvo penosamente todo su cuerpo sobre su revólver como si en vez de llevarlestuviera sobre algo firme. Lo levantó de pronto provocando los gritos de la mujer. Cuando llegó a la habitación, las imágenes que encontró lo abrumaron, cla de horror y ternura. El rostro del tal Olga brillaba extrañamente y al sargento quizás le vino a la memoria su propio rostro llorando ante la inminente mjo. Bajó el arma y conminó a salir a los visitantes. El sargento Espinosa, al tomar las manos del muchacho comprendió en ese instante que ése, al que él

a tratado como su soldado exclusivo, era su hijo. De repente algo que no era los miasmas del enfermo lo ahogaba, le impedía respirar. Era esa sensaabilidad que ahora le escalaba las rodillas hasta depositarse pesadamente en su garganta. Buscó en su memoria algo que lo liberara, algún gesto hacia su hijbra que volviera a atar eso que de pronto se rompía en mil pedazos. Al no hallar nada no tuvo más remedio que pedirle perdón.

Robert le respondió con el último movimiento de sus dedos.

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Jamás entren en la

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Mientras miraba desde la galería de su casa a los sudorosos albañiles construyendo la casa de enfrente, Marcos sufrió un estremecimiento al recordar due ya habían transcurrido diez largos años, el enigmático mensaje que apareció escrito en las piedras de la calle:  Jamás entren en la casa 51 . Esa aparicinces causó verdadera conmoción e incertidumbre a los pocos habitantes del barrio, no por su sentido, pues en esa época todavía no existía la casa 51, sinnaz insistencia. “Escribir esto en las piedras debió tomarle toda la noche al misterioso mensajero”, le escuchó decir a su padre mientras éste levantaba un gocos días la lluvia se encargó de borrar todo vestigio de aquel misterio.

Años atrás Marcos, junto a otros niños del barrio, utilizaba los solares vacíos para jugar al béisbol. Conforme iban construyendo, los muchachos mpo de juego hasta que una tarde no les quedó otra alternativa que el enmarañado solar 51. Tardaron varias semanas en aplastar la maleza correteando, ju

vaqueros, a las escondidas. La tarde de la inauguración se estrenó una pelota de goma. Con el primer batazo al jardín central, la bola desapareció dplicable. Tras buscarla afanosamente en todo el terreno y en las inmediaciones, tuvieron que fabricar otra valiéndose de una media deportiva. Al primer ovisada pelota de tela corrió igual suerte. Marcos y los niños jamás volvieron a jugar al béisbol en aquel solar, bajo la sospecha de que contenía algible.

En el tiempo de la aparición del mensaje, Marcos tenía diez años, y aunque probablemente todo el barrio, o los pocos habitantes de aquella éan olvidado el raro fenómeno, él jamás lo olvidó e incluso recordaba haber guardado una de las piedras marcadas en la gaveta del armario y, con el correr de eescribiendo la frase sobre la piedra según se iba borrando y llegó, incluso, a escribir de forma semejante.

Una extraña mujer sin edad dirigía la construcción desde un auto negro. Muchas veces su mirada penetrante se cruzaba con la de Marcos mienrvaba desde la galería todo el movimiento de los trabajadores.

De todo el aparataje de aquel levantamiento de cemento, que no rompía con el modelo arquitectónico del lugar, lo que más le llamó la atención a Mta de una p uerta trasera. Esto lo comprobó una noche antes de ser ocupada por la pequeña mujer, t ras saltar la cerca de alambres y bordear el traspatio.

No obst ante, nada había de extraño en la habitante de la casa 51. Una vecina más, un ser un tanto anónimo como cualquier otro, que salía al amba al atardecer. Estacionaba su auto negro, abría el portal de la cerca, la puerta de enfrente y encendía una luz amarillenta, casi cobriza, que apenas se colabas de las persianas permanentemente cerradas.

Muchas conjeturas se tejieron alrededor de la señora: que si era enfermera, que vendedora, que prostituta. Pero la pura verdad nadie, salvo Marcado en ella, ni le importaba su particular laconismo.Una tarde, arrellanado en una mecedora, Marcos vio llegar a la mujer esta vez acompañada de un hombre de mediana edad, de piel exangüe y ve

anticuada. Parecía haberse escapado de otro mundo. Las puertas del auto negro, al cerrarse, retumbaron como un eco. La mujer abrió las vías de acceso segnguido acompañante. Después de literalmente encerrarlo en la vivienda salió a toda prisa en su auto dejando tras de sí un velo de misterio. El viento, en ladía dócilmente las ramas de los árboles; el sol alargaba las sombras tiñendo la calle de abigarrados colores ocres. Marcos, sorprendido, fijó su mirada en la cara de que se encendiera la luz amarilla. Esto no ocurrió. Avanzada la noche el lugar permanecía oscuro como una caverna. Pasada una semana la mujer o asomo alguno de presencia, y el joven se atrevía asegurar que aquel sujeto no había abandonado la casa 51.

¿Qué había ocurrido con la enigmática vecina —se preguntaba Marcos—, y quién era aquel individuo que prefería estar a oscuras dentro de aquel rpuerta? Algo extraño ocurría y Marcos decidió investigar. Franqueó el portal y tocó a la puerta ruidosamente; si alguien contestaba, alguna excusa se le onadie contestó. Pegó el oído a la madera y el silencio era absoluto. Empujó la puerta y le sorp rendió que ésta cediera fácilmente. Al abrirla sintió un

nsión. El recuerdo del mensaje de las piedras lo congeló por un instante: Jamás entren en la casa 51, pensó. Pero la curiosidad fue más poderosa. Contridad que había imaginado una luz amarillenta resplandecía desde el fondo irisando las paredes. Llamó al hombre desde el umbral y comprobó que el sitpletamente vacío. Atravesó una salita pobremente amueblada. Al llegar a la parte trasera descubrió una puerta que lo dejó con la boca abierta. Esta puerento resolvía el enigma de la desaparición del hombre pero ¿cómo él no la había visto desde afuera? La abrió y al pisar el suelo del patio de pronto todo se

o si hubiesen encendido una bombilla. El joven palideció de pavor cuando al volver el rostro la casa se había esfumado. La luz brotaba del sol de la tarde ycontró repentinamente en medio de ese solar vacío, con los yerbajos ap lastados, igual que cuando era un niño. M iró hacia su casa y reconoció a su padre arlo más joven. Un niño salió con un bate. Otros niños se le unieron y todos se dirigieron hacia el solar. Marcos permanecía inmóvil, petrificado, tratando demágenes en su pensamiento mientras éste se negaba y prefería establecerse en el vacío. Cuando reconoció su antiguo rostro en el niño que se le acercó, pse hiciera a un lado pues ellos iban a echar un partido, Marcos, obedeciendo como un autómata, pudo guiar su mente hacia una conclusión confusa, irraciona sucedido en la casa 51, alguna fisura que aún el tiempo no había cerrado. Cruzó hacia su casa pero al ver a su padre se detuvo. Qué podía argumentar, ¿qjo? Nada más descabellado. Volvió sobre sus pasos y escuchó a los niños refunfuñando por la extraña desaparición de una pelota. Uno de ellos se aceitó que le regalara una de sus medias deportivas. Marcos accedió gustosamente. Ahora podrá observar detenidamente el curso de la segunda pelota. Eszo. La sigue. La pelota se esfuma a una altura de un metro en el jardín central.

Cuando la chiquillería lo abandonó, no pudo evitar que una sensación de claustrofobia lo sobrecogiera. Se sintió atrapado, encarcelado en una prisides eran los años, diez años insalvables. Pero de algo estaba convencido, tenía que procurarse un medio para no caer en la trampa de la casa 51. Recorrió plle. Anochecía. Miró los guijarros y reparó en que escribir el mensaje de  Jamás entren en la casa 51, no había dado resultado, y desistió de repetirlo. Se

a el solar. Ya en el jardín central, donde había calculado estaba el misterioso agujero, tanteando en la oscuridad, intentó infructuosamente hallar una puerta. a pelota había desaparecido a cierta altura. Retrocedió y regresó corriendo dando un gran salto en el lugar previsto. Se elevó por los aires, cayó pesadam

earse la cabeza perdió el conocimiento. Al volver en sí se encontró de repente tirado sobre el piso de la galería de su casa. Al ponerse de pie sintió umodidad en su pie derecho, era como si el tenis le quedara más grande. Creyendo que los cordones se habían zafado se inclinó para ajustarlos. Le sorprendordones bien ajustados. Cuando se subió el ruedo del pantalón dio con el problema: extrañamente le faltaba una media y entonces recordó a los niños. Luegterrible había sido aquel sueño y qué real parecía. Fue a su habitación y abrió la gaveta del armario; al no dar con la media, desconcertado, volteó la gavetaentonces escuchó el ruido ronco de una piedra. La levantó extrañado. “Quién la habrá puesto aquí”, pensó. Luego se dirigió hacia la puerta y parado en el

ó hacia la calle.

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Los Tres  

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Tres ocupan mi cuerpo:El que sólo se manifiesta en lo bueno,el que da la cara en mi maldad, y un regidor sórdidoabriendo a tientas las posibilida des de mi destino.

 Mafeto Ma modi se

Los extraños acontecimientos que me han ocurrido en los últimos días han terminado por convencerme de que si me lanzo desde este alto edificio quedaría cSiempre he vivido en esta ciudad y a pesar de haber cometido uno que otro desliz me considero un ciudadano ejemplar, con el récord limpionozco que en una ciudad como ésta, peligrosa y convulsa, eso podría calificarse como una anormalidad.

Todo comenzó cuando frente al edificio donde vivo compartía unas cervezas con unos amigos del Ecuador. Un carro patrulla se detuvo repentie a nosotros sin darnos tiempo a ocultar las botellas (en esta ciudad está prohibido tomar bebidas alcohólicas en la calle). Los dos policías, armados con la as, después de revisar nuestras identificaciones, al leer la mía, se miraron sorprendidos a la cara, luego me llevaron aparte y después de excusarse tantas veotorio nerviosismo se lo permitió, me devolvieron mi documento, la cerveza, y dándome unas palmaditas en la espalda me dijeron, con un dejo de terrnal:

—Váyase a su casa a descansar, señor Segundo Castillo, y discúlpenos por haberlo molestado. La verdad es que no lo conocíamos personalmente.Me despedí de los ecuatorianos que ya empezaban a rezongar, en espera de recibir el mismo trato. De seguro que los policías habían confundido m

el de alguien realmente importante. Yo aproveché estas circunstancias y los disculpé sobriamente, fingiendo un gesto reprobatorio. Jamás podía imaginar o anodino iba a ser el inicio de un misterioso calvario.

Al amanecer, mientras me dirigía a mi puesto de periódicos en la esquina de Grand y la calle 181, perdí los frenos de mi vieja camioneta y me estreM ercedes del año. El estruendo atrajo a varios transeúntes que casi al instante nos rodearon como moscas. El señor del Mercedes salió de su auto y pude ve

nación le crecía en el rostro mientras evaluaba los daños. Y no era para menos. La parte trasera estaba seriamente afectada, las luces rotas, la cajuela hund

a, agrietándose, se hacía granitos.—Supongo que usted tendrá un buen seguro —dijo, mostrando su enorme cara rojiza por la ventanilla—; de lo contrario creo que pasará unos día

caciones a un juez.Le pasé una tarjetit a amarillenta de lo que se sup onía era mi seguro. Al leer mi nombre el rost ro le cambió bruscamente; ahora esbozaba una sonris

se irónica pues mi seguro estaba vencido.—¿De verdad es usted Segundo Castillo?Asentí intrigado.El hombre me miró de arriba abajo, si es que el término cabe pues no me había movido de mi asiento.

 —Yo soy el doctor Gutiérrez —dijo alegremente. Luego agregó cambiando de tono—: Váyase a su casa a descansar, señor Segundo Castillo, y olvto. Total, la cosa no es p ara jalarse los pelos.

Desde ese instante tomé la firme decisión de averiguar quién diablos era yo, o dicho de otra forma, quién era el tal Segundo Cast illo y qué pordinario poseía para que todo le fuera perdonado.

Busqué en la guía telefónica. Hallé varios Cast illo pero ninguno registrado con el nombre de Segundo. Los llamé a todos preguntando, como al desombre, pero todos respondieron negativamente. Opté por contratar los servicios de una institución privada dedicada a encontrar personas desaparecidar si el tal Segundo Castillo residía fuera de esta ciudad. Al cabo de unos días me enviaron todos los datos correspondientes a mi propia persona, incluido mguro social y, además, y esto fue los más desconcertante, un cheque con el monto exacto de lo que había pagado con una notita que rezaba:

“Esperamos que esté en su casa descansando,

 señor Segundo Castillo. Fue un placer servirle

de forma gratuita”.

A estas alturas había llegado a la conclusión de que yo era realmente Segundo Castillo y que algo extraño, realmente misterioso, se tejía alrededoecé a sospechar de toda la gente. Otros acontecimientos de la misma factura me siguieron sucediendo. Cosas casuales, jamás provocadas por mí. Tal vez dí romper ese molde de ciudadano perfecto. Y sólo para descubrir qué ocurriría, decidí asaltar una tienda de zapatos, con toma de rehenes y cámaras telue en el fondo, todo lo que pudiera desencadenar mi actitud de rebeldía, me aterraba. Saqué el arma en medio de un grupo de clientes que se aprestaba a paTodos se tiraron al suelo lanzando gritos angustiosos. “¡No dispare, no nos quite la vida!”, vociferaban desde el piso. Cuando el silencio empezó a e

ndo escuchar el simétrico rumor del acondicionador de aire, se presentó la policía y acordonó el tramo de la calle. Pude ver en el noticiero, detrás de la vid

ia figura apuntando teatralmente a la cabeza del encargado del negocio y la verdad no me reconocí, parecía otro el que materializaba esos instantes de horroo lo analizo ahora desde la cima de este edificio, quizás ese otro era el falso Segundo Castillo con el que todos me habían confundido.El negociador de la policía entró lentamente con los brazos levantados tratando de convencerme de que desist iera y me entregara, puesto que no te

ble. Cuando le pedí que me hiciera preso mientras le arrojaba mi arma a sus p ies, el negociador, sorp rendido e incrédulo, preguntó mi nombre y al notificáo si hubiese pronunciado alguna palabra mágica. Toda la gente se abalanzó sobre mí. Y mientras unos me abrazaban con sincera efusión, otros besaban mios como si hubiesen descubierto al Cristo reencarnado.

A la post re terminé saliendo como un héroe en todos los not icieros y el asunto fue calificado como una ingenua bromita del señor Segundo Cas

zaron varias entrevistas en las cuales les manifestaba que mi intento de asalto a la tienda de zapatos era absolutamente real, que nada había sido fodistas se limitaban a reírse a carcajadas.

Y aquí estoy en el techo de este edificio, decidido a lanzarme al vacío. Sólo me falta comprobar si la muerte también me redimirá.La calle está desierta a esta hora de la noche. El frío del otoño es más intenso a esta altura. Aquí hay alguien a mi lado. Desde hace rato me a

ndo de disuadirme. Es la muerte, ha dicho, aunque a ojos vista más parece el conserje del edificio, lo digo por la vestimenta tan cotidiana. No sé, uno se imarte cubierta con un manto negro y empuñando una rutilante guadaña. Después de escucharme arguyó que lanzarme sería un acto inútil, puesto que no mdo la hora. Mientras bajaba las escaleras junto a mi nada sombrío acompañante, vi subir a dos hombres de aspecto semejante. Pasaron velozmente como so

mos que echarnos a un lado. Sus pasos resonaron lejanamente. Al llegar a la acera dirigí una mirada hacia lo alto y vi a alguien lanzarse desde el mismo sitio un momento me encontraba. Su cabeza, al dar contra el pavimento, emitió un ruido seco, y su cuerpo convulsionó torpemente unos instantes. Cuandoificar al suicida mi acompañante se interpuso, me dio unas palmaditas en el hombro y me conminó a irme a mi casa a descansar.

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—¡A descansar! —exclamé, realmente molesto con la frase.—Sí, a descansar en paz, Segundo Cast illo —alcanzó a decirme mientras lo veía perderse en la oscuridad de la noche.

Todavía no lograba comprender lo que estaba ocurriendo. El cadáver estaba ahí, tirado a mis pies, con el rost ro destrozado, y aprovechando lación en que me había dejado mi acompañante, busqué alguna identificación entre la ropa del suicida y cuál fue mi sorpresa, el hombre se llamaba Primeroí a mirar hacia lo alto y comprobé que alguien, que yo supuse se llamaba Tercero Castillo, del que apenas se apreciaba una figura borrosa, estaba alrándome. Todos eslabones de quién sabe quien, personalidades múltiples de un suicida inconforme; respuestas de un estímulo misterioso; éramos irreductibnsecuencia de un mandato. Yo quizás representaba la esperanza de ese alguien, era su lado bueno del mundo, pero nada podía probar; miraba mi sombra yumano que siempre había sido, o el que creí que era, o simplemente la idea de ser del que era realmente.

Sabía que mi destino me conduciría irremediablemente al techo de ese edificio. No me negué. Tomé las escaleras convencido de que mi turno era el s

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Ser la di 

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Buscaba desesperadamente a Israelita entre los pequeños grupos que se abrazaban en la calle deseándose un feliz Año Nuevo. Después de varias indagaciuntar a varios de mis amigos inventando algunos subterfugios para no desp ertar suspicacias, la hallé en el colmado de don Andrés, departiendo entretenotras chiquillas de su edad; lejos —y esto me favorecía— de la compraventa del viejo Toribio.

La noche del 31 de diciembre podía disponer de todo el tiempo que quisiera sin atormentar a mis padres, siempre y cuando regresara a la casa necer. Por tal motivo estuve todo el año posponiendo mi plan de hacer mía a Israelita en la víspera del año nuevo.

La llamé y aunque nunca nos habíamos hablado —apenas nos cruzábamos por las calles del barrio, porque ella vivía relativamente lejos— accedió amado, movida, quizás, por la festividad del ambiente.

—Feliz Año Nuevo —dijo mientras me abrazaba. Sentí su olor de niña mezclado con un ligero hedor a tabaco de mascar.—Feliz Año Nuevo —respondí circunspecto. Luego la tomé de las manos y le susurré algo al oído que la hizo palidecer. Volvió la mirada

uillas que la esperaban asomadas a la doble puerta del colmado. Después de dar muestras de franca turbación, llamó con un gesto a una de las muchamendó que si su madre venía a buscarla le inventara cualquier cosa. Después se dirigió a mí, ahora con todo su color de niña de trece años en el semblante. S

omo si mi primera embestida sólo le hubiera despertado a la mujer que escondía celosamente en su interior.

—A ver, amiguito, ¿qué es eso de que sabes lo del viejo Toribio? —preguntó, clavándome los dedos en los hombros. En sus ojos refulgían, a intervalos ruces multicolores de los p etardos navideños.

—Bueno —repuse—, tú sabes.—Y qué con eso —desafió.—Bueno —repliqué tembloroso pero decidido a realizar mi chantaje—, que si no me lo das se lo digo a tu madre.Sentí el creciente nerviosismo de su mano al asir la mía en una actitud tácita de aceptación. Caminamos por espacio de veinte minutos . Yo iba en

seria, ostentaba un aire de dueña de la situación que me hizo pensar que quizás, en el fondo, ella se alegraba de probar a un muchachito de catorvesamos la avenida solitaria que separaba a nuestro barrio de una urbanización que construían de casitas iguales. Entramos en una de ellas cuidándon

ridad, de no pisar alguna falsa baldosa o algún lastre de varilla. Ella me guió hasta una habitación sin ventanas ni puertas. Apoyada contra un rincón eoneo de su cuerpo al desvestirse.—Muy bien, amiguito, vamos a ver qué traes.

Llevó mi mano temblorosa hasta su intimidad y sentí que tocaba algo confusamente hermoso, húmedo y caliente, algo que exhalaba un hedante. Algo que me detuvo en esa oscuridad vaporosa y me hizo sentir disminuido, aterrorizado. Todo lo que quería, lo que había soñado, estaba ahí, frentembargo lo sabía lejano, de otro, y ese otro era el viejo Toribio, dueño de la compraventa.

Cuando la vimos entrar nos preguntamos: ¿qué hacía Israelita, todos los domingos, en la compraventa del viejo Toribio? La vimos tomar el callejón, mis lados hasta perderse en la esquina trasera de la casa de madera donde el viejo vivía, entre enseres mugrientos, muebles apiñados y polvorientos, y ume de bultos forrados con papel periódico, ordenados en largos t ramos que ocupaban casi todas las paredes. Desde ese domingo, abandonados los juegos

uestra edad, nos convertimos en recelosos mirones.A un costado del callejón una rendija nos permitía ver gran parte del desorden de cosas, incluyendo la cama del viejo, la cual era lo único que ap

limpio y arreglado. Israelita siempre llegaba con su faldita caqui hasta las rodillas y una blusita rosada. El viejo Toribio, desde la puerta trasera, escupía de tabaco de mascar que se integraba al abigarrado color sucio del patio. Al cerrar la puerta tras de sí, aparecía una tenue oscuridad que al cabo de unos

parecía, cobrando los objetos un aspecto más sombrío. El viejo nunca hablaba, manejaba las manos que se movían ágilmente, recorriendo con avidez todo ea muchacha. Por debajo de la blusa, la falda..., hasta que, enfebrecido, sudoroso, angustiosamente soltaba los botones y bajaba el zíper de la falda. tanto, cerraba los ojos y se contoneaba balbuciendo largos suspiros que a veces terminaban en gemidos. Cuando llegaban al punto más álgido, el viejo ocna bajo una sábana; entonces teníamos que abandonar nuestro estratégico escondite, precipitadamente, porque siempre uno de nosot ros estallaba de risasna ocasión nos caímos sobre las piedras enlodadas del callejón y llegábamos a casa hechos adanes.

Los domingos en la noche no podía conciliar el sueño; pensaba en Israelita, en la forma de tenerla yo también, de hacerla gemir de placer como logrejo.

Ahora la tengo frente a mí. Ya la puedo ver; la claridad de la avenida cercana me la ha devuelto apoyada contra la pared. Pero está desnuda. Yo nestuviese desnuda, deseaba verla en esta penumbra con su faldita caqui y su blusita rosada. A su lado descansan, como sombríos testigos, su pantalón asa a cuadros. Cuando por fin entré en su cuerpo, me deshice demasiado rápido como para conseguir sus gemidos. Intenté retenerla hasta recobrar nuevasella no accedió. Más bien, decepcionada, me alejó con sus manos, se vistió atropelladamente equilibrando su cuerpo con la pared, y salió. Yo esperé que sasos resonaron sobre el pavimento de la avenida. Y ahora me da vergüenza; tengo miedo de encontrármela por las calles.

Por eso, cuando años después todos los muchachos, incluyendo a mis compañeros de aventuras en el callejón, criticaron el hecho de ella haberse ddefinitivamente con el viejo Toribio, yo no la critiqué. Total, yo no pude ser la diferencia.

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Eladia

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A esa hora de la mañana sólo estaba abierta la fonda del cabaret La Fogata. La gorda, secándose las manos húmedas en el ruedo del vestido, le sugirió el myuca al ingeniero Núñez, encargado de la construcción de la carretera que cruzaba frente al viejo caserón de dos pisos, de tablas de palma y grandes venthojas que era el cabaret. Las mujeres, exhaustas, dormían la trasnochada en sus boardillas, a pesar del ruido exorbitante de los camiones y rodillos que tera desde la ciudad.

La gorda, apodada la Chula, sirvió con esmerada pericia el guiso con yuca. Luego trajo el picante y, al golpearlo contra la mesa para llamar la ateniero, le dijo, con una sonrisita de picardía esbozada en su cara redonda:

—Hay carne fresca y de primerísima calidad, ingeniero Núñez . Se llama Eladia, Eladia Malfiní, y es señorita. Yo misma la revisé anoche cieron.

El ingeniero Núñez , que en esa etapa de su vida trataba de sup erar el divorcio después de un matrimonio minado por la desconfianza, al principioho crédito a la mujer, aunque ésta, desde el mostrador, y entre los silencios de los vehículos pesados, siguió contándole la historia de la desdichada qudada en una de las habitaciones de arriba. Pero luego, al salir al patio, el ingeniero levantó la mirada y al ver a la muchacha posada en una de las ventanasachinados de llorar y su ondulada cabellera arrastrada por la brisa, un hueco extraño se abrió en su interior. Y Eladia, al mirarlo, le susurró un “¡sálvevá!”, antes de que unas manos, salidas desde la oscuridad del cuarto, cerraran la ventana de improviso.

El aire caliente reverberaba sobre la carretera. Remolinos de polvo escribían sobre el pavimento. Un perro realengo, tuerto, cojeaba detrás de la cajadores que buscaba, bajo los árboles cercanos, una sombra donde reposar el desayuno.

Desp ués del mediodía el ingeniero Núñez impartió las últimas órdenes apoyando el amplio pliego del mapa top ográfico del lugar sobre el capó deo se sentó bajo una de las casas de campaña improvisadas en un claro cercano del monte. Todos sus pensamientos cruzaban la carretera y se depositaban e

ana donde una jovencita lloraba desesperadamente. Intentó dormir y sólo lograba ver el rostro de la gorda con su bigote de sudor, contándole que “mire innoche la venden aquí, en el cabaret. Es una joyita, no tiene una sola manchita en el cuerpo. Dice ella que es evangélica. Yo no sé por qué ese despiadado lce que su papá le debía un dinero y el pobre se ahorcó. Él era lo único que ella tenía en el mundo. El destino de esa muchachita es ser puta. ¡La pobre!”

A los diez años el ingeniero Núñez construyó un tractor con un tablón de madera y una lata de leche cortada en forma de canoa. Operaba el mecanipalitos clavados en ambos extremos del tablón y, bajando el filo de la lata, raspaba los yerbajos del traspatio e iba abriendo carreteras desde la salida de lel último rincón del fondo del patio. Fue allí, precisamente, donde una vez halló una gata envenenada retorciéndose de dolor y lanzando descomunales m

ido por la compasión, preparó una esp ecie de pócima mezclando bicarbonato de soda con limón, como había visto a su abuela en el campo curar de una gde sus perros. Asistiéndose de una funda plástica para sostener al débil animal, le hizo beber la fórmula hasta que la gata vomitó un zumo verdeamarills días la gata sanó y, quizás, el ver al felino pasearse agradecido por el patio todas las tardes, le despertó al ingeniero Núñez, desde sus diez años, ese sen

rnal hacia los animales desvalidos.Por eso la mascota del ingeniero Núñez era un perro realengo que él rescató desp ués que lo atrop ellaron en la carretera, casi moribundo y co

ntado. Como quedó tuerto lo llamó Pirata. Y fue buscando al perro que un día entró al cabaret La Fogata. Lo encontró en la fonda en el momento que lade comer. Aunque no era dado a eso de entrar a los bares y las prostitutas le provocaban una mezcla de asco y horror, esa mañana, por sugerencia de la gó unos chicharrones de pollo deliciosos. Desde ese día desayunaba allí todas las mañanas aprovechando que las mujeres dormían.

Pero una cosa era salvar animales y otra salvar seres humanos. Y era eso lo que lo atormentaba. Porque recordar a la muchacha en la ventana nucía lástima, sino que también le abría en el alma como pequeños abismos de donde afloraba la esperanza como un surt idor misterioso. Sí, esa luz al finalo motivaba, o mejor dicho, lo empujaba a ir al rescate de la que quizás llenaría con su inocencia las brechas interiores de su hombría, que por desconfianzsu exmujer. Y allí estaba, del otro lado de la carretera que él traía desde la ciudad. Y el hecho de que esta noche sería vendida no se sabe a quién; el im

ndo bajo el sudor de algún desconocido usando su carne virginal, su mirada, su boca, le removía un furor recóndito en su pecho fornido, y su rostrerente, entristecía como aquella vez que descubrió la gata babeando en un rincón de su infancia. Eran las seis de la tarde y la primera bachata llegaba gastao y se deshilachaba entre los matorrales.

La gorda, cuyo nombre era Eulalia García, heredó el cabaret al enviudar. Antes de ella hacerse cargo del negocio, el cabaret La Fogata se llamabpopó” y era su marido quien lo administraba, asistido por un chulo, quien, de manera oscura, trataba con crueldad y sin ningún viso de compasión a lahachas que traían al negocio, desvirgándolas la misma noche y ablandándolas a correazos. El hombre era recio y sólo por fidelidad y por sus habiliaratapleitos, don Bartolo, el marido de la gorda, lo mantenía consigo.

Cuando Eulalia llegó, el chulo hizo lo que con las otras, aunque a la hora de los correazos, la gorda, acostumbrada a picar leña en el campo deron, entrecogió al pobre chulo y le dio una clase de pela que lo mantuvo una semana en cama con accesos de fiebre. Cuando don Bartolo lo cuestionó acerdido, el hombre, a sabiendas de que nunca iba a poder dominarla, le recomendó a don Bartolo que se casara con ella “porque la degraciá e’ má’ estrecho de bebé, don Bartolo, esa e’ la muchacha que uté necesita”.

Cuando don Bartolo accedió a casarse con Eulalia, ya era demasiado tarde. A la gorda le habían transmitido una enfermedad venérea, y el pobreagiarse, no pudo contra los embates de la enfermedad y, al ver su débil anatomía desmoronarse, fue al monte, frente al cabaret, y se dio un tiro en la sien. Lmbargo, se curó ingiriendo zumos amargos de raíces hervidas, que una de las mujeres, apodada la China, le preparó en varias botellas. Desde entonces le of

a, en calidad de promesa, pagarle de alguna forma el favor.La gorda Eulalia asumió su mandato en el bar primero, cambiándole el nombre y después, asestándole dos puñalada en los glúteos al chulo que caslítico. El chulo pasó a ser el muchacho de los mandados. Él era quien abastecía la fonda y el bar, saliendo de mañana en una bicicleta de canasto a los almoblados cercanos, y siempre llegaba en la tarde porque no podía dejar de traer el pasatiempo favorito de “Eulalia la Chula”, como él la llamaba: el p

que la gorda sólo leía las páginas sociales y los chismes de farándula.La historia de la desdichada Eladia Malfiní había sido referida con tales detalles por la gorda, que parecía extraída de una telenovela. El ingenie

uyó esto a su carácter locuaz. La gorda le contó que el hombre que vendió la muchacha tenía los ojos de gente atronada, como de loco, de actitudes neo desencajado, “como sufrido, ingeniero”. Y que cuando ella le pagó los cinco pesos, él compró unos cigarrillos Cremas y una pulgada de ron Bermúdez, y ato pensativo, chequeando el motor 70 que había estacionado frente a una de las puertas del cabaret. Y que luego “pandeó la mirada hacia mí y me echto, ingeniero”.

Según la gorda, el papá de Eladia y el fulano trabajaban juntos recogiendo basura en un camión del ayuntamiento municipal “de la ciudad esa, e la carretera”. Pero al papá de Eladia lo despidieron y como no lo liquidaron le pidió tres p esos p restado al fulano que también lo botaron p orque en unatras trabajaba en uno de los barrios, le cogió a una señora una lata nuevecita de aceite El Manicero que, según, ella recién había comprado para echar su ba señora le voceó dos palabrotas al fulano y éste a su vez le respondió dándole un latazo que le abrió la frente a la pobre. Y no fue hasta ayer en la mañanaano fue a reclamar su dinero. El pobre señor Malfiní, que ya de antemano se lo estaba llevando el diablo, se ahorcó sin dejar ninguna nota que la previniera

ado, “dizque porque no sabía de letra”. La Eladia llegó “y ya usted se debe imaginar, ingeniero, la cantidad de ¡oh Jehová! que habrá gritado la pobre.” Enlano y engañándola con que se montara en su 70 para ir a buscar un dinero para darle santa sepultura a su padre, “la trajo donde mí y me la vendió. Y es

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niero, yo misma la revisé”.

A las doce de la noche el cabaret La Fogata le hacía honor a su nombre: ardía de lugareños que, a coro, y levantando botellas de ron, pedían que trajea. Eulalia la trajo en minifalda, con los senos al aire y el rostro embarrado de colorete, mientras ella gritaba que la sacaran de allí, que ella no era cuero, que rvía a Jesús, que ella era evangélica. Pero el bullicio de los bebedores mezclado con la vellonera, impedía que la voz de la muchacha fuera más allá de la

ma desde donde la exhibían. El bombillo rojo que se derramaba sobre ella, la mostraba turbada y hermosa, y en algún momento parecía, más que un acto de cobra de teatro donde la actriz principal forcejeaba con las sombras procurando ocultar entre sus manos unos senos p equeñísimos.

La gorda Eulalia mandó a callar con una palabrota. La subasta empezó con la elevada suma de diez pesoselevada porque cualquier prost ituta so pesos: uno cincuenta para la cama, y dos cincuenta para ella y el jabón. Los hombres p rotestaron y uno de ellos se atrevió a denunciar:

—¡Pero seis pesos di yo por la China hace tres años! ¿Qué es lo que tú te crees, Chula, que este pedazo de gente va a hacerlo mejor que la China?A lo cual la Chula respondió:

Es que se me olvidaba decirles, caballeros, que ésta es señorita.El silencio que se creó dejó escuchar un bolero que ahora tenía una fuerza extraña al verterse entre los murmullos de los bebedores. Algunos se

s se acercaron a la muchacha, desconcertados.¡Señorita?dijo uno.Sí, señoritasentenció la Chula.

En la penumbra alguien encendió un cigarrillo iluminando por un instante un extremo del salón. Era el ingeniero Núñez . Luego se levantó y camina pasándole una cantidad que la enmudeció. El negocio había dado más frutos de lo esperado. La China la pellizcó dando saltitos de felicidad, y en el mom

Eladia salir del brazo del ingeniero, no pudo resistir las ganas de ir a darle un abrazo y, al desearle la mejor de las suertes, dos lágrimas destilaron por nándole el rimel.

Pirata, el perro del ingeniero Núñez, lo esperaba en el auto con su ojo fosforescente. Al principio Eladia se asustó, pero al reconocer al peuilamente al auto. Una canción de Sandro le daba un aire triste al bullicio que ahora renacía en el cabaret.

A las dos semanas del caso, la gorda Eulalia salió gritando con el periódico en la mano:¡Muchachas! ¡Muchachas!, vengan a escuchar esto.Abrió el periódico sobre el mostrador del bar, y cuando se sup o rodeada de todas las mujeres del cabaret, leyó un recuadro en las páginas sociales

ciaba la boda del ingeniero Núñez con “la fina señorita de sociedad, Eladia Malfiní”.La gorda no paraba de reír y dando golpes sobre el mostrador se dirigió a una de ellas, diciendo:

—Otro más que cae, China. Vete mañana mismo al campo de tu casa y trae a otra de tus hermanas para que la casemos con la sociedad, que ó Persio, el tractorista, el capataz también está divorciado y necesita un amorcito.

L

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Eran las nueve de la mañana y los pasillos del colegio Gregorio Luperón guardaban su silencio característico. Gabriel Méndez escuchaba con especial atesor que en ese momento iniciaba la lección de la letra eme. Pero al éste escribir entre los ejemplos la palabra mesa, el niño Gabriel se levantó de improvisop ulmón:

—¡Mesa!Luego se echó a correr provocando un alboroto. Salió disparado por la puerta del aula seguido por un ejército de niños que creyeron que se tratab

cie de juego. El profesor, atónito y sorprendido, se quedó paralizado contemplando el reguero de cuadernos y loncheras que en la estampida habían dejadonos. El niño Gabriel logró burlar la vigilancia de la escalera hacia la torre y, antes de saltar al vacío, miró a los niños abajo silenciados por el miedo; luegor “¡Mesa!”, y se lanzó sobre ellos. Por obra de algún milagro salió ileso aunque algunos niños, al amortiguar su caída, resultaron con algunos rasguños y torc

Capturado por su profesor, Gabriel Méndez fue llevado a la Dirección. Al entrar dijo “tres”, y luego se sentó. El director mantuvo un portués de escuchar los pormenores de lo sucedido mandó llamar al encargado de orientación del plantel para que examinara al niño. A todas las preguntas del cño respondía con el número tres, creando una atmósfera de desconcierto. Nunca habían tenido un caso similar en el colegio, por lo cual el orientador rearlo a sus p adres para que estos a su vez lo p usieran en manos de un especialista.

Fue, quizás, en la etapa inicial de los recuerdos cuando el niño Gabriel Méndez escuchó por primera vez la palabra mesa, y lejos de serle indifela resbalar por su memoria como todo el lenguaje restante, ella, la palabra, lo taladró tan hondo que ocupó espacios aún inexplorados dentro de su recientor. Tal vez fue en un “ven a la mesa” o “¡bájate de la mesa, niño!”, donde la escuchó. Ahora no había espacio en su memoria para guarecer otro recuer

a silenciosa le fue devorando palmo a palmo todo lo que había acumulado de intelecto. Al principio fue como un suave perfume derramado, un leve chirrresbalando sobre la luna de un espejo: me...sa, meee...saaa. Más tarde, cuando fue llenando el significado de la palabra con los diversos tipos, formas, ma

na mesa, comprendió que dentro de ese solo sustantivo rebullían espacios infinitos donde él caía irremediablemente.

Los padres de Gabriel, impotentes ante aquella extraña enfermedad que de repente les robaba la comunicación con su único hijo, decidieron trata

njero. Gracias al doctor Lee, psiquiatra y practicante secreto de numerología, el niño fue integrándose lentamente al mundo exterior. El doctor Lee descubris consultas, que el niño relacionaba las mesas con los números. Desde el principio le resultaba extraña la manera en que Gabriel entraba al consultorio y mi direcciones decía “dos”, y en una ocasión en que su secretaria había olvidado la mesita del té sobre su escritorio, el niño Gabriel, de improviso, cambió la”, minutos después por “dos”, cuando la secretaria retiró la mesita. El doctor Lee reparó en que, en efecto, su oficina sólo tenía dos mesas: su escritorio

a juego con el sofá. En lo adelante inició unos ejercicios con el niño al descubrir que alguna brecha aún estaba abierta por donde él pudiera transportardo que por alguna razón el niño había dejado fuera. Empezó numerando ordenadamente un sencillo vocabulario: el uno era el color blanco; el dos, el negro; e.. Y de esta manera, después de meses de esfuerzo, logró comunicarse con su paciente. No obstante haber ganado una batalla, el facultativo le hizo sabes que Gabriel necesitaba cuidados especiales durante toda su vida p orque, la fina brecha descubierta, t arde o temprano volvería a cerrarse. Entonceriera, sería imposible conseguir una vía de acceso para comunicarse con él, “sí, señores Méndez, su hijo quedaría como un vegetal”. Por esta razón los pdecidieron establecerse por tiempo indefinido en la ciudad de los rascacielos.

A través de los años el progreso de Gabriel fue sorprendente. Terminó la  High School  y consiguió un modesto trabajo en una agencia de envíos dAlto Manhattan. Todo apuntaba, a sus veinte y tres años, que sería un ser humano normal.

De naturaleza huraña, lacónico, excelente en cálculos matemáticos, Gabriel Méndez no solía tener amigos y sus escasas apt itudes sentimentales siefestaba a través de su madre, quien, hacía varios años, se había retirado a su tierra natal, afectada por la inclemencia de los inviernos y las alergias provocadn de las primaveras. Cuando su padre murió en un accidente automovilístico, Gabriel Méndez abrió el ataúd y sostuvo toda la noche su mano muerta sin o apareciera rastro alguno de tristeza, todo lo contrario, quien lo miraba con detenimiento se llevaba la impresión de estar frente a un ser ordinariamente feliz, como si en vez de haber perdido a su padre lo hubiese ganado, como si se alegrara de verlo fuera de este mundo.

Una mañana se preguntó algo a sí mismo, algo que le dejaba al descubierto la terrible soledad en que vivía. Fue una mañana de verano cuando, dcio de envíos de valores, una multitud le dio alcance a un pobre jovencito negro que llegó hasta allí dando traspiés. ¡Ladrón! ¡Ladrón!, gritaba la masa humaneaba y sacudía con desesperación hasta romperle la cabeza contra el pavimento. Entonces el joven Gabriel se preguntó por su destino: sí, cuál era el deiel Méndez, si en su lenguaje fabricado por el doctor Lee, la palabra destino ocupaba el número 21-44. ¿Acaso era su dest ino un número abrazado forzos

palabra hasta depositarse suavemente, como una hoja seca, sin jugo, sobre el pozo de su memoria? ¿Por qué lo habían sacado de sí mismo a compartir con mundo que a ratos se ensombrecía?

Pero más allá de todo ese mundo que lo rodeaba hasta el asedio y que él engarzaba a través de los números, Gabriel Méndez llevaba a cuestas toble obsesión por la mesa. Y no p or el objeto limitado p or la luz, sino p or la palabra, por esa palabra que como un hoyo negro consumía calladamente y es sus delirios de juventud, develando en su interior un misterioso placer.

La segunda aparición de esta polilla silenciosa ocurrió una tarde, bajo el puente de la calle 174, a la salida del tren D, cuando detuvo su auto a caen el motor. Y de repente ahí estaba, imponente, suplicante, viva, escrita con todo el poder de su magia, con toda la fuerza de atracción de sus imanes: M

un graffiti pintado en uno de los muros que sostenían el puente, un graffiti hermosamente limpio, inmaculado, de bordes bien definidos, sin ningún quebran

nta. Ya no podría vivir sin detener su auto bajo ese puente y durar horas contemplándolo. Algunas veces lo sorprendía el amanecer. Los días festivos loe al graffiti y de vez en cuando salía del auto e iba y lo tocaba para sentirlo más cerca, más suyo.En una ocasión tuvo que hacer un viaje para ver a su madre gravemente enferma. Antes fue y fotografió el muro. Fueron siete días de angustias y

alabra MESA, captada en la foto, al paso de sus caricias se fue borrando hasta desaparecer completamente. Desesperado, tomó el avión de regreso. Al aen el aeropuerto de Nueva York, le ordenó al chofer que lo dejara bajo el puente de la 174, en El Bronx. No podía esperar más. Tan pronto llegó Gabrieló miles de hormigas invadiendo su cuerpo, las manos se le volvieron p uños apretados como piedras. El chofer, por el retrovisor, vio cómo su p asajero se rordía la lengua hasta sangrar. Pensó que se trataba de un ataque de epilepsia y trató de hacerlo reaccionar. La mirada de Gabriel estaba detenida sobre el m

a, su p alabra mesa, había desaparecido: unos trabajadores de la ciudad le daban el último toque de pintura al muro y era como si también, en alguna parte dmismos trabajadores estuvieran terminando de cerrar aquella antigua brecha, aquel pasadizo secreto que comunica al ser humano con el mundo exterior.

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Los bríos formales de un cuentista de buena técnica y lenguaje

or José Rafael Lantigua, exministro de Cultura de la República Dominicana

Un anciano millonario que ha huido del ruido exterior y ahora vive encerrado recibiendo diariamente un ejemplar del The New York Times exclusivamente pél con noticias p ositivas. M uertes, mutaciones y amputaciones en el sorpresivo destino del Garfio M atías. Una mujer obligada a convivir por años co

struoso. Un áspero sargento que descubre al final de la vida de su hijo, que ese vástago suyo es justamente lo que presumía desde el punto de vista sexla fichada con el número 51, donde vive una extraña mujer y donde una fisura del tiempo arma un tinglado surrealista. Los eslabones de personalidades m

convergen para estimular un misterioso suicidio. La frustrada experiencia sexual de un joven que no pudo satisfacer las expectativas de una joven mujer afde un viejo comerciante. Una estrategia de putas que crean engañifas turbias en el burdel donde laboran para sorprender a incautos. Una palabra mágica q

asadizo secreto en la vida de un hombre aferrado a un verdadero enigma lingüístico.

Tales los temas de los formidables cuentos reunidos en el libro "El efecto dominó", del santiaguense José Acost a, que ganara el año pasado el pto de la Universidad Central del Este.Acosta, quien reside en Estados Unidos, se oferta así por primera vez como narrador, después de haber obtenido lauros importantes, dentro y fuera del res primeros libros, todos de poesía.

"El efecto dominó" es un libro de cuentos sin altibajos, que se disfruta de principio a fin, justo por la sencillez de su construcción, la precisuaje y la deslumbradora capacidad creadora del autor, que logra en diez relatos contarnos historias que agarran al lector desde el principio y que se resuees sorprendentes. Acosta demuestra que ha estudiado bien las técnicas del cuento, lo cual le ha permitido forjar un manojo de relatos que les facilita penciales de narrador con sobrada calidad.

Acost a abre con un cuento que conocíamos, "Quizás con las nubes de la tarde", que es una muestra inicial de la capacidad de `suspense' del narranuar con "El periódico de Rockefeller", que también conocíamos (en nuestras andadas como jurado de concursos se nos graban muchos buenos cuentota con asombrosa sencillez estructural la historia del millonario norteamericano que, con un valet al lado todo el tiempo, vive una existencia de noticias feroporciona exclusivamente un diario neoyorquino. El cuento que da título a la obra catapulta a Acosta como un cuentista que sabe a conciencia cuando debeinado un relato y, desde luego, saber cómo finalizarlo. Muchos cuentistas ahogan el cuento con distracciones innecesarias y ampulosas. Lo acogotan, retraax, el momento supremo en que el relato debe dar en la diana al argumento para sellar su magia. Acosta sabe cómo y cuándo dar por concluido el cuento y laonjunto de este libro lo atestiguan.

En "Un adiós a Teresa", Acost a const ruye un cuento que se solaza en su desenvolvimiento rítmico, en su cadencia estructural que guía al lector cela y precisa urdimbre hacia el final justo, cuando el narrador sabe que no es necesario decir más, porque todo se ha relatado con un dominio nítido de latística. Este relato es de auténtica factura boschiana y recuerda por ello las esplendentes maneras técnicas legadas por Bosch a este género.

"El hijo del sargento Espinosa" cuenta la historia oculta de un joven cuyo padre cree afeminado y a quien conduce a un burdel para que se ebre. Una misteriosa relación epistolar con "Olga", que reside en una ciudad lejana, hacia donde se escapa el joven con frecuencia para encontrarse con liasma al padre en la convicción de que este afecto íntimo presagia un futuro de varón al vástago. En el burdel, el joven ha contraído un herpes mortaldo está a punto de morir, el padre reclama la presencia de "Olga" y el narrador lleva al lector a un desenlace brutalmente subyugante.

Un cuento surrealista es "Jamás entren a la casa 51", formidable enredo metafísico que cuenta la rendija abierta por el tiempo y sus arcanos en la hueño quebrado. En "Los tres del uno", hay el mismo enredo difuso que conlleva a una cadena de suicidios metidos dentro de un eslabón que estimula el miablemente, el mejor relato del libro. M ientras que en "La mesa", el narrador aborda la vertiente p sicológica con particular dominio del encadenamiento io sujeta.

"Ser la diferencia" es un cuento que esconde, tras su andadura lúdica, un dist intivo fique argumental, de concepción desconcertante. Y, finalmria de "Eladia Malfini", retoma el tema del burdel, ya asumido en la pieza de "El hijo del sargento Espinosa", aunque ahora con un enfoque más ncioso. Es también una historia divertida y sagazmente manejada, que destella en el conjunto por su manejo secuencial y su final chocante.

En fin, José Acost a manifiesta en este libro laureado su capacidad técnica como cuentist a de bríos formales muy vigorosos y precisos; su vuelo imado de peculiaridades imantables; el uso de un lenguaje que no se detiene en descripciones innecesarias y que maneja con belleza de estilo; y, además, rev de narrador del que debemos esperar todos nuevos hallazgos que terminen definiendo su carrera narrativa.

uplemento Biblioteca, Listín Diario,Domingo, 30 de sept iembre de 2001.

 

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En La multitud  está el conocimiento 

or M anuel Salvador Gautier 

Presentación de  La multitud  de Jos

Feria Internacional del L

EL TEMA DE LA NOVELAEl origen y la destrucción del conocimiento es el tema de la historia, entre fábula y oráculo, que nos presenta el poeta, ensayista y narrador José Acola La multitud (1). Es un tema que, a través del tiempo, de manera impositiva en muchas ocasiones, lo ha manejado la filosofía, la religión, la historia, la sotropología y, últimamente, la genética. José Acosta lo maneja asombrado por la vastedad de su significado y con la certeza de que podrá, de alguna irlo.Emprende su obra construy endo un escenario desolador en una ciudad de Nueva York arrasada por una catástrofe que no se explica, un holocausto que un desbalance ecológico que ya se ha equilibrado, donde hay edificios intactos, ruinas, derrumbes, choques entre máquinas, perros, palomas, un oso,

efactos de animales, pero no hay gente, solo desaparecidos. Tampoco cadáveres. Los busco y no los encuentro. Me choca que no los haya. Serían la constarealidad que no se impuso el autor, ya que una fábula no es real. En la fabulación de esta novela, solo hay recuerdos de personas y de situacionesp ecciones de Santana, el protagonista, único sobreviviente del holocausto, un Adán sin Eva en una t ierra prometida desmantelada, un Robinson Crusoe enitivamente solitario.La desesperación, el desencanto, la insatisfacción de Santana es saber que no hay futuro. Que el futuro que le espera es solo la repetición del presente y te. Santana es un animal intelectual: vendedor de enciclopedias, doctor en letras, conocedor de planteamientos culturales tan disímiles como la teoría cuá

y la historia detallada anterior a Cristo (P. 80). En esa situación de soledad, donde su p erro fiel, Odorot o, y sus recuerdos es lo único que lo acompaña, S

spera. Teme. Sabe que debe “ salvar al hombre que había en él, para mantener a raya al salvaje que, posiblemente, desde algún territorio del olvido, buo de someterlo, de invadirlo, de aniquilarlo” (P. 11). Para evitar a ese salvaje, Santana prepara una enciclopedia personal, “ el menhir que esculpía

rpelo, la atalaya desde donde esperaba la llegada de la multitud ” (P. 21), y se sumerge en sus recuerdos para tener siempre presente a ese “ hombre que

Pero ¿quién es ese “hombre que había en él ”?En Santana hay dos hombres: el hombre de “la línea” y el hombre de “la cosa”. El hombre de la línea es el hombre ordinario, de todos los días, que debe coamar para satisfacerse. El hombre de la cosa es el hombre del conocimiento, el hombre del Paraíso, “el lugar de la primera memoria, la de antes del nacim

Dice Santana: “Un día que estaba sentado frente a la mesa ante un montón de libros abiertos, descubrí con pesar que lo que yo quería saber no estaba als; estaba antes, mucho antes; estaba en un lugar escondido dentro del hombre, y la realidad de su existencia se manifestaba en ese instante supremo en qano hace un descubrimiento” (P. 29). Cada vez que un ser humano hace un descubrimiento (Hertz las ondas de radio, Fahrenheit el termómetro de mercuriopartícula del conocimiento que está latente en el Universo, vuelve a ese punto antes del big bang  donde la vida era solo promesa y todo el conocimienenido en esa promesa.Pero Santana no se conforma con establecer estos principios universales en lo que él llama la “Teoría del conocimiento”. Él también quiere aclarar en qué mvida universal surgió Adán. Y Adán es un terrícola, deberá aparecer en la historia de la tierra, como efectivamente lo hace: la Biblia comenzó a escribirse 9

s de Cristo. El Adán que José Acosta p ropone en su novela, el personaje bíblico, es el hombre que surge cuando se establecen los p rincipios del bien y el ivencia humana. En mi novela La fascinación de la rosa planteo que esto ocurre cuando “el  hombre y la mujer han dominado la naturaleza y la doble

eses, interrumpe la evolución armónica de esta, desarrolla grandes asentamientos urbanos y ocupa enormes áreas para explotar la tierra, cosechando p

os cuales se alimentará. Su supervivencia depende de crear artificios con su inteligencia para sustentar la población que crece y se disemina por el mun

tar el área ocupada, su supervivencia también depende de definir los valores de la convivencia entre los seres humanos” (2). Con los asentamientos agrícades, surge el hombre civilizado.En su soledad, Santana teme volver al hombre primitivo, al nómada que existe solo con sus prioridades animales de subsistencia. Esa es la lucha que ener en el lapso de tiempo que transcurre en la novela  La multitud , por la cual él repetidamente vuelve a sus recuerdos, a existir y morir en sus recuerdoado a ello, porque todos los conocimientos que tiene, que lo hace un hombre civilizado, son inútiles si no hay una sociedad donde aplicarlos, si no exitud con la cual compartirlos; y solo en sus recuerdos existe esa multitud. La multitud permite, entonces, la existencia del conocimiento entre los seres humultitud está el conocimiento. La pregunta que surge entonces es: Si muere el último hombre sobre la tierra, ¿también desaparece todo el conocimient

mulado?José Acosta lo establece claramente. El origen del conocimiento siempre estará latente en el universo para ser descubierto por lo seres humanos o

cies en nuestra galaxia, también en otras galaxias o en otros universos. Esa es la propuesta que nos hace en  La multitud . El Universo es vida. Mientras exisda. Los seres humanos somos una partícula de vida de ese Universo manifiestamente vivo. Somos una de sus infinitas variaciones. Que puede des

enerse en el recuerdo, olvidarse, volver, o estar en otro punto, en otra galaxia. Santana, la personificación de los seres humanos en esta fábula, es solo un inen esa sucesión continua existencial que es el Universo. Él no importa, porque con él o sin él, la vida existe, y con la vida, el conocimiento.

LA NARRATIVA DE JOS É ACOSTA

La situación de Santana, único sobreviviente de una catástrofe planetaria; los personajes y las escenas de las historias que él recuerda, todo contribuye a entación de desasosiego que el autor manipula conscientemente para atrapar al lector y obligarlo a pensar.Hay un derroche de metáforas, a veces pavorosas, a veces líricas.“ Empujó la puerta y al salir la encajó rápidamente en el marco para evitar que el aire v iciado, mezcla de humo y basura en descomposición, aposent

lo como un toro muerto, entrara a su morada” (P.12).“ Buscó con la mirada los ladridos del perro” P. 13.“Filas de autos abrigados de nieve” (P. 13).“… se alegró al escuchar el repiqueteo del agua contra una pequeña claraboya cuadrada, de cristal esmerilado, de donde se derramaba hacia la oscu

ezo de luz semejante a la cabeza de un albino recostada en una almohada negra” (P. 19).“Se llevó la linterna al bolsillo aún encendida como si guardara en la chaqueta un pedazo de luz ” (P. 23).“Chorros de agua corrían por la comisura de su boca y le caían en el pecho… como dos manos amigas” (P36).“ Micrófono en mano, desliza su voz por la melodía con la suavidad de una navaja por un pecho” (P. 72).

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Es de nunca acabar. El lirismo de su narrativa combate continuamente la situación negativa, extrema, sobre la cual escribe, y logra embelesar al lector.José Acosta es un retratista. Como un fotógrafo, encuadra y enfoca tanto a las p ersonas como a los ambientes y las situaciones, diciéndole a sus lectorese hay.Detalla los personajes:“Santana vio salir un hombre alto y fornido, de traje negro, ajustándose una corbata de círculos blancos sobre un fondo azul oscuro y detrás de él, qui

nte, otro hombre que parecía el doble de sus facciones, pero de un caminar más aplomado, que demostraba arrojo y cierto coraje” (P. 37).“ En la comisaría, un agente de anchos pectorales, cabello ralo de bebé y nariz larga y respingada…” (P. 38).Detalla los ambientes:“ En cuanto se vistió, su deseo de indagar el espacio en donde se hallaba lo llevó a la habitación principal, hacia el ala izquierda del pasillo, en la cual, tr

ortinas de las ventanas para matar la penumbra, se ofreció a su vista, encima de una mesita arrinconada entre una cama impecablemente tendida y la p

arañado altar presidido por la imagen de un Corazón de Jesús, de frente ensangrentada y mirada piadosa. Ante la imagen, dos velones consumidos, y en

os y vírgenes y estatuillas de yeso de ángeles y una cazuela diminuta rebosante de centavos de cobre herrumbroso, se destacaba un cuadro que a prim

ncajaba un poco con el conjunto. Santana lo sacó de entre aquella asamblea muda y sin embargo muy elocuente, como si separara con un tamiz el gr

Era el cuadro una oración escrita en un papel amarillento, agrietado en los bordes, enmarcado en madera labrada” (P. 102).Detalla las situaciones:“Y como si recibiese un mazazo en la cabeza, se alzó ante él, enorme, aterradora, s iniestra, pero luminosa como un nuevo sol, la idea del suicidio. ¡La pu

ero de salida!, se dijo, contrariado, y el temblor que corrió por su cuerpo como una descarga eléctrica se transmitió a Odoroto, que, confundido, re

endo, y hallándose lejos, se deshizo en ladridos contra su amo. Santana le dirigió una mirada extraviada. Se puso en pie. El resplandor de la ventana le

lante. Bajó las escaleras con la pesadez de quien da tumbos en un lodazal. El perro, ya silencioso, le seguía. Por la forma en que, al llegar al pie del alta

hó mano a la escopeta, que colgaba de un extremo del púlpito, se diría que aún no había perdido el instinto de conservación, y que en el territorio turbio en

amientos se empozaban, había entrevisto la efigie blanca del oso polar ” (P. 70).Algo muy especial en la novela es el momento en que el autor le hace un guiño al poeta y artista plástico santiaguense Pedro José Gris (P. 111), su

pueblano, cuando trata sobre su “Teoría de los saltos”.Esta novela es difícil de clasificar dentro de los géneros que se manejan en la actualidad. El primer impulso es llamarla novela negra, quizás influenciado de José Acosta, Perdidos en Babilonia, ganadora del Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura del año 2005, donde un asesino perseguid

ace en episodios sangrientos y tenebrosos. Pero aquí no hay asesinos ni persecución. Podríamos llamarla una novela apocalíptica, un subgénero dentro de lón que apareció después que cayeron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki con su amenaza de extinción de la humanidad. Se publicarono Soy leyenda, (I Am Legend), escrita por  Richard Matheson en 1954, sobre el último hombre humano en Los Ángeles, resultado de una epidemia que de

anidad (los ot ros sobrevivientes se habían convertido en vampiros). Pero lo fantástico del escenario apocalíptico y la acción insólita en la novela de José Ayen en las interiorizaciones de Santana. Sorprendentemente, hay un género para esta historia tenebrosa: la novela de tesis. Y digo sorprendentemente, pos que el lector espera al comenzar esta historia desoladora es eso: una novela en un género que, según su definición, “se escribe para demostrar ominada teoría o para suscitar un debate ideológico sobre determinada materia, que puede ser social, política, moral etc.” En este caso, un debate cimiento y sus meandros en la forma de una fábula apocalíptica.Contrario a lo que podría pensarse p or todo lo que he dicho, esta novela no es difícil de leer. Se desliza sin trop iezos en una alternancia continua entre el psado, con un ritmo del cual el lector se apodera instintivamente.Podemos decirlo sin merodeos. En esta novela, José Acosta ha enfrentado un reto literario y lo ha sup erado con creces. Lo felicitamos.

NOTAS:costa, José. Editorial Santuario. Santo Domingo, República Dominicana. 2011.autier, Manuel Salvador. La fascinación de la rosa. Editorial Santuario, República Dominicana. 2010.efinición. Org. Google. http://www.definicion.org/novela-de-tesis.

 

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BIOGRAFÍA

osé Acosta (Santiago, República Dominicana, 1964). Poeta, narrador y comunicador social. Reside en Nueva York desde 1995. Ha ganado en cuatro ocamio Nacional de Literatura de la República Dominicana, el más importante del país. En 1993 su poemario Territorios extraños recibió el Premio Nacional omé Ureña de Henríquez" y en 1998 obtuvo el Premio Internacional de Poesía " Odón Betanzos Palacios" de Nueva York con la obra Destrucciones. Su pogelio según la Muerte obtuvo en 2003 el Premio Internacional de Poesía “Nicolás Guillén”, de México, y ese mismo año otro poemario suyo quedó fina

mio Internacional de Poesía “Miguel de Cervantes”, de Armilla, en España. Entre sus galardones figuran también una mención de honor en el Cuarto Cnacional de Poesía “La Porte des Poètes”, en París (1994), otra en la Bienal Latinoamericana de Literatura “José Rafael Pocaterra” celebrada en Valencia, V8).

Como narrador ha recibido numerosos galardones, entre ellos el Premio Nacional de Cuento Universidad Central del Este (2000), con  El efecto dominó; onal de Novela (2005), con Perdidos en Babilonia y el Premio Nacional de Cuento (2005), con Los derrotados huyen a París.

En 2010, una novela suya estuvo entre las 10 finalistas del XV Premio Fernando Lara de Novela, de la editorial Planeta. En 2011, fue finalista denacional de Cuento Juan Rulfo, de Francia, y ese mismo año volvió a ganar el Premio Nacional de Novela con  La multitud.

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ndice

El Efecto Dominó (Cuentos)Quizás con las nubes de la tarde

5 El Periódico de Rockefeller 3 El efecto dominó3 Un adiós para Teresa9 El hijo del sargento Espinosa7 Jamás entren a la casa 515 Los Tres del Uno3 Ser la diferencia9 Eladia Malfiní9 La Mesa7 Notas sobre la obra de José Acosta9 Biografía

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 _______ Esta segunda edición de El ef ecto domi nó

de José Acostase imprimió en los Estados Unidos

en diciembre de 2014 

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