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El adolescente Fedor Dostoiewski Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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El adolescente

Fedor Dostoiewski

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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PRIMERA PARTECAPITULO PRIMERO

Sin resistir más, empiezo a escribir esta histo-ria de mis primeros pasos en la carrera de lavida. Y sin embargo, muy bien podría pasarmesin esto. Una cosa es segura: que ya nunca másescribiré mi autobiografía, aunque tenga quevivir cien años. Hay que estar prendado muybajamente de uno mismo para hablar así sinavergonzarse. La sola excusa que me doy, esque no escribo por el mismo motivo que todo elmundo, es decir, para obtener las alabanzas dellector. Si de repente se me ha ocurrido anotarpalabra por palabra todo to que me ha pasadodesde ei año anterior, es por una necesidadíntima: ¡tan impresionado me he quedado porlos hechos acaecídos! Me limito a registrar losacontecimientos, evitando con todas mis fuer-zas lo que les es ajeno, y sobre todo los artificios

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literarios; un literato se lleva escribiendo treintaaños, y al final ignora por qué ha escrito tantotiempo. No soy literato ni quiero serlo. Arras-trar la intimidad de mi alma y una bonita des-cripción de mis sentimientos por el mercadoliterario sería a mis ojos una inconveniencia yuna bajeza. Preveo no obstante, no sin disgusto,que será probablemente imposible evitar deltodo las descripciones de sentimientos y lasreflexiones (quizás incluso vulgares): ¡tantodesmoraliza al hombre todo trabajo literario,hasta el emprendido únicamente para sí! Y es-tas reflexiones pueden aún ser muy vulgares,porque to que uno estima puede muy bien notener valor alguno para un extraño. Pero quedediçho todo esto entre paréntesis. He aquí hechomi prefacio: no habrá nada más por el estilo.¡Manos a la obra! Aunque no haya nada másembarazoso que emprender una obra, y quizásel poner manos a la obra en general.

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IIComienzo; es decir, querría comenzar mis

memorias en la fecha del 19 de septiembre delaño pasado, o sea precisamente el día en quepor primera vez me encontré con...

Pero explicar con quién me encontré, así co-mo así, de buenas a primeras, cuando nadiesabe nada, será una vulgaridad; este tono mis-mo, a mi parecer, es ya vulgar: después de ha-berme jurado evitar los adornos literarios, heaquí que caigo en ellos desde la primera línea.Además, para escribir de manera sensata, nobasta con quererlo. Haré notar también que nohay, estoy convencido, una sola lengua europeaque sea tan difícil para escribir como el ruso.Acabo de releer lo que he escrito hace un ins-tante, y veo que soy mucho más inteligente quelo que ha quedado escrito. ¿Cómo puede suce-der esto de que las cosas enunciadas por unhombre inteligente sean infínitamente másestúpidas que lo que se queda en su cerebro?Lo he notado más de una vez en mí y en mis

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relaciones orales con los demás hombres duran-te todo este último año fatal, y me he sentidobien atormentado por eso.

Aunque comience en la fecha del 19 de sep-tiembre, diré sin embargo en dos palabrasquién soy, dónde he estado antes de esa fecha ypor añadidura lo que yo podía tener en la cabe-za, a lo menos parcialmente, en aquella mañanadel 19 de septiembre, para que todo sea másinteligible al lector, y quizás a mí mismo tam-bién.

IIISoy un antiguo bachiller, y heme aquí ahora

con veintiún años cumplidos. Me llamo Dolgo-ruki, y mi padre legal es Makar Ivanov Dolgo-ruki, ex siervo criado de los señores Versilov.Así pues, soy hijo legítimo, aunque ilegítimo enel más alto grado, no cabiendo la menor dudasobre mi origen. He aquí cómo fue la cosa: haceveintidós años, el propietario Versilov (mi pa-

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dre), que entonces tenía veinticinco años, visitósus propiedades de la provincia de Tula. Su-pongo que en aquella época era todavía un serde escasa personalidad. Es curioso cómo estehombre que me ha impresionado tanto desdemi infancia, que ha tenido una influencia tancapital en la formación de mi alma y que, pormucho tiem.po quizá, ha contaminado todo miporvenir, siga siendo para mí, incluso hoy y enuna infinidad de puntos, un verdadero enigma.Pero volveremos sobre eso más tarde. No es tanfácil de referir. Pero, de todas formas, mi cua-derno entero estará lleno de este hombre.

En aquella época, a los veinticinco años, aca-baba de perder a su mujer. Era una muchachadel gran mundo, pero no muy rica, una Fana-riotova, y él tenía de ella un hijo y una hija. Misnoticias sobre esa esposa desaparecida tanpronto son bastante incompletas y se pierdenen el conjunto de mis materiales; por lo demás,muchas circunstancias de la vida de Versilov seme han escapado, hasta tal punto se ha mostra-

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do siempre conmigo orgulloso, altivo, reserva-do y negligente, a pesar de una especie dehumildad, pasmosa a veces, hacia mí. Mencio-no sin embargo, a título de indicación, que hagastado en el curso de su existencia tres fortu-nas a incluso bastante grandes, por un total demás de cuatrocientos mil rublos y quizá mequedo corto. Ahora, naturalmente, no tiene yaun copec. . .

Pues sucedió que fue a sus propiedades «Diossabe por qué»; por lo menos así es como.se ex-plicó él más tarde conmigo. Sus hijitos no esta-ban con él, sino en casa de parientes, según sucostumbre; así es como se comportó toda lavida con su prole, legítima o ilegítima. Había enaquella hacienda una gran cantidad de criados:entre ellos, el jardinero Makar Ivanov Dolgoru-ki. Agregaré aquí, para no tener que volver so-bre lo mismo, lo siguiente: pocas personas hanpodido maldecir su apellido tanto como yo lohe hecho a lo largo de toda mi vida. Era unacosa estúpida, pero era así. Cada vez que yo

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entraba en una escuela o me encontraba congente a la que mi edad me obligaba a rendircuentas, en una palabra, cada maestro de escue-la, preceptor, censor, cura, no importa quién,después de haberme preguntado el nombre yde haberse enterado de que yo era Dolgoruki,experimentaba la necesidad de añadir:

-¿El príncipe Dolgoruki?Y cada una de las veces me veía obligado a

explicarles a todos aquellos holgazanes:-No, Dolgoruki tout court.Aquel tout court terminó por volverme loco.

Anotaré como una especic de fenómeno que nome acuerdo de una sola excepción: todos mehacían la pregunta. Algunos, indudablemente,la hacían sin el menor interés; por lo demás, nosé qué podía interesar aquello a quienquieraque fuese. Pero todos lo hacían, todos, hasta elúltimo. Al enterarse de que yo era simplementeDolgoruki, el interrogador me examinaba deordinario con una mirada obtusa y estúpida-

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mente indiferente, poniendo de manifiesto queél mismo no sabía por qué me había interroga-do, y se iba. Pero los más ofensivos eran loscamaradas de la escuela. ¿Cómo pregunta unescolar a un novato? El novato, aturdido y con-fuso, el primer día de su entrada en la escuela(en no importa qué escuela) es la víctima propi-ciatoria en general: se le ordena, se le irrita, se letrata como a un criado. Un mocetón lleno desalud se planta de repente delante del infeliz,bien cara a cara, y lo observa algunos instantescon ojos severos a insolentes. El nuevo se man-tiene delante de él en silencio, le mira a hurtadi-llas, si no es un cobarde, y aguarda los aconte-cimientos.

-¿Cómo te llamas?-Dolgoruki..¿Príncipe Dolgoruki?-No, Dolgoruki a secas.-¡Ah!... ¡a secas! ¡Idiota!

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Y tienen razón: nada más estúpido que lla-marse Dolgoruki cuando no se es príncipe. Esaestupidez la arrastro conmigo sin que haya cul-pa por mi parte. Más tarde, cuando empecé aenfadarme seriamente, ante la pregunta «¿Erespríncipe?», respondía siempre:

-No, soy hijo de un criado, antiguo siervo.Más tarde todavía, cuando llegué por fin a

encolerizarme, a la pregunta «¿Es usted prínci-pe?», respondî firmemente un día:

-No, Dolgoruki a secas, hijo natural de mi an-tiguo señor, el caballero Versilov.

Fue en clase de retórica donde hice ese descu-brimiento y, aunque me convencí pronto de queera una tontería, no renuncié en seguida. Meacuerdo de que uno de los profesores - por lodemás, el único - descubrió que yo estaba «lle-no de ideas de venganza y de civismo». De unamanera general, se acogió aquella salida conuna seriedad un poco ofensiva para mí. Por finuno de mis camaradas, un bajito muy mordaz

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con el cual yo apenas hablaba más de una vezal año, me dijo con aire profundo, pero mirán-dome ligeramente de costado:

-Esos sentimientos le honran a usted, desdeluego, y, sin duda alguna, tiene motivos paraestar orgulloso. Sin embargo, en su lugar, yo nome jactaría tanto de ser hijo natural... ¡Se diríaen realidad que está usted en una situación en-vidiable!

Desde entonces cesé de jactarme de mi ilegiti-midad.

Lo repito, es difícil escribir en ruso: he enne-grecido ya tres hojas de papel para explicarcómo he abominado toda mi vida de mi apelli-do, y el lector ha sacado seguramente la con-clusión de que lo único que me pasa es que es-toy rabioso por no ser príncipe, sino sencilla-mente Dolgoruki a secas. No me rebajaré a ex-plicarme ni a justificarme una vez más.

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IVAsí pues, entre aquella servidumbre que era

legión, además de Makar Ivanov se hallaba unamuchacha que tenía ya los díeciocho añoscuando Makar Dolgoruki, a los cincuenta, ma-nifestó de repente la intención de casarse conella. En el régimen de servidumbre, los casa-mientos entre siervos domésticos se realizaban,como se sábe, con autorización de los señores, aveces incluso por orden de los mismos. En lapropiedad habitaba entonces una tía; a decirverdad, no era tía mía, sino la señora del casti-llo; solamente que, no sé por qué, todo el mun-do la llamaba tía, tía en general, y lo mismoocurría entre los Versilov, con los cuales, por lodemás, puede que estuviera emparentada. EraTatiana Pavlovna Prutkova. Poseía aún enaquella época, en la misma provincia y en elmismo distrito, treinta y cinco «almas» de supropiedad exclusiva. Adrninistraba, o vigilabamás bien, a título de vecina, la hacienda de Ver-silov (quinientas almas), y aquella vigilancia,

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por lo que he oído decir, era tan eficaz como lade no importa qué intendente especialmenteinstruido. Por lo demás sus conocimientos nome interesan en absoluto; quiero agregar sola-mente, rechazando todo pensamiento de ala-banza y de adulación, que esta Tatiana Pavlov-na es una criatura noble y hasta original.

Fue, pues, ella quien, lejos de contrariar lasinclinaciones matrimoniales del sombrío MakarDolgoruki (parece que era muy sombrío), lasanimó en el más alto grado. Sofía Andreievna(aquella sierva de dieciocho años, mi madre)era huérfana desde hacía varios años; su padre,que sentía por Makar Dolgoruki un respetoextraordinario y le estaba, no sé por qué, muyagradecido, siervo él también, al morir seis añosantes, en su lecho de muerte, y se pretende in-cluso que un cuarto de hora antes de entregar elúltimo suspiro, tanto que se podría haber vistoen aquello, en caso de necesidad, un efecto deldelirio si no hubiese sido ya incapaz como talsiervo, había llamado a Makar Dolgoruki y,

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delante de todo el personal y en presencia delsacerdote, le había expresado en voz alta yapremiante aquella última voluntad, señalán-dole a su hija:

-¡Edúcala y tómala por esposa!Aquellas palabras fueron oídas por todo el

mundo. En lo que concierne a Makar Ivanov,ignoro con qué sentimientos se casó seguida-mente, si con gran placer o solamente paracumplir un deber. Lo más probable es que pre-sentara el aire exterior de una perfecta indife-rencia. Era un hombre que, ya entonces, sabíaadoptar una pose. Sin estar versado en las Es-crituras ni ser un letrado (se sabía de memoriatodos los oficios y sobre todo algunas vidas desantos, pero principalmente de oídas), sin seruna especie de razonador de profesión, teníasencillamente un carácter resuelto, a veces in-cluso aventurero; hablaba con aplomo, teníajuicios categóricos y, en una palabra, « vivíarespetablemente», según su pasmosa expresión.He ahí la clase de hombre que era entonces.

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Naturalmente, disfrutaba del respeto universal,pero, se dice, se hacía insoportable a todo elmundo. Todo cambió cuando salió de la casa:no se habló ya de él más que como de un santoy un mártir. Todo esto lo sé de buena fuente.

Por lo que se refiere al carácter de mi madre,Tatiana Pavlovna la guardó a su vera hasta quecumplió los dieciocho años, a pesar del inten-dente, que quería ponerla como aprendiza enMoscú, y le dio alguna educación, es decir, leenseñó la costura, el corte, las buenas maneras aincluso le hizo aprender un poco a leer. En loque se refiere a escribir, mi madre no llegó ahacerlo nunca pasablemente. A sus ojos, aquelmatrimonio con Makar Ivanov era desde hacíamucho tiempo una cosa resuelta y todo lo quele sucedió entonces le pareció excelente y per-fecto; se dejó conducir al altar con la fisonomíamás tranquila que se pueda tener en caso seme-jante, tanto que la misma Tatiana Pavlovna latrató entonces de «pava». Por esta misma Ta-tiana Pavlovna me he enterado de lo que conc-

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íerne al carácter de mi madre en aquella época.Versilov llegó a sus tierras exactamente seismeses después de aquel matrimonio.

VQuiero indicar solamente que jamás he podi-

do saber ni adivinar de manera satisfactoriacómo comenzaron las cosas entre él y mi ma-dre. Estoy totalmente dispuesto a creer, como élmismo me lo aseguró el año pasado, con ruboren las mejillas, aunque me hiciera todo el relatocon el aire más desenvuelto y más «espiritual»,que no hubo allí ni la novela más mínima, y quetodo pasó «como pasan esas cosas». Creo que esverdad, y el «como pasan esas cosas» es unaexpresión encantadora. A pesar de todo, siem-pre he tenido deseos de saber cómo pudo ini-ciarse aquello. Esas porquerías siempre me haninspirado horror y me lo siguen inspirando. No,desde luego no es porque haya curiosidad mal-sana por mi parte. Haré notar que hasta el año

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pasado no he conocido a mi madre, por así de-cirlo; desde la infancia he estado confiado aextraños, para mayor comodidad de Versilov(más tarde se tratará de eso), y por consiguientesoy incapaz de figurarme la fisonomía que ellapudiera tener entonces. Si no era hermosa, ¿quéhabía en ella que pudiese seducir a un hombrecomo Versilov? Esta cuestión es importantepara mí, porque este hombre se dibuja aquí enun aspecto extremadamente curioso. He ahí porqué me planteo la pregunta, y no por per-versión. Él mismo, este hombre sombrío y re-servado, me decía, con esa amable ingenuidadque se sacaba Dios sabe de dónde (como se sacaun pañuelo del bolsillo) cuando le era necesa-rio, que, por aquel entonces, no era más que«un cachorrillo estúpido» y, sin ser sentimental,acababa de leer, « como quien no quiere la co-sa», Antonio el Desgraciado y Paulina Saxe, dosproducciones literarias que han tenido un in-apreciable influjo civilizador sobre la genera-ción de aquellos tiempos. Agregaba que había

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sido quizás a causa del personaje de Antoniopor lo que había vuelto al campo, y decía esomuy seriamente. ¿En qué forma aquel «cacho-rrillo estúpido» pudo entrar en relaciones conmi madre? Acabo de pensar que, si yo tuviesesolamente un lector, éste no dejaría de pro-rrumpir en carcajadas a mis expensas: ridículoadolescente que, conservando su tonta inocen-cia, pretende razonar sobre cosas de las que noentiende ni jota. Sí, desde luego, todavía noentiendo nada de eso, y lo confieso sin el menororgullo, porque sé hasta qué punto esta inexpe-riencia es algo estúpido en un chicarrón deveinte años; solamente que diré a ese señor quetampoco él entiende nada y se lo probaré. Escierto que en cuestión de mujeres no sé nada, ynada quiero saber, porque me burlaré de ellastoda mi vida, me lo he jurado decididamente. Ysé sin embargo que una mujer puede encantarlea uno con su belleza, o sabe Dios con qué, en unabrir y cerrar de ojos; a otra, hace falta estarlatrabajando seis meses antes de comprender lo

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que lleva en la mollera; a la de más allá, paraverla del todo y quererla, no basta con mirarla,no basta con estar dispuesto a todo. Hace faltaademás ser un superdotado. Estoy convencidode ello, aunque no entienda nada; de no ser así,se necesitaría de golpe y porrazo rebajar a todaslas mujeres a la categoría de simples animalesdomésticos y no mantenerlas cerca de uno másque en esta forma. Eso es lo que querría quizámuchísima gente.

Lo sé positivamente por varios conductos, mimadre no era una belleza, aunque yo no hayavisto jamás su retrato de aquellos tiempos, re-trato que existe en alguna parte. Prendarse deella a la primera mirada era pues imposible.Para una simple «distracción», Versilov podíaelegir a otra cualquiera, y había una, en efecto,una jovencita, Anfisa Constantinovna Sapojko-va, una criadita. Por lo demás, para un hombreque llegaba allí con el desgraciado Antonio,atentar, en virtud del derecho señorial, contra lafelicidad conyugal de su siervo, habría resulta-

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do muy vergonzoso a sus propios ojos, puestoque, lo repito, apenas hace unos meses, es decir,después de transcurridos veinte años, hablabaaún de aquel infeliz Antonio con una seriedadextraordinaria. Ahora bien, a Antonio no lehabían quitado más que el caballo, y no la mu-jer. Sucedió, pues, alguna cosa rara, en detri-mento de la señorita Sapojkova (a mi entender,para ventaja de ella)j Una o dos veces, el añopasado, en los momentos en que se podíahablar con él, cosa que no ocurría todos losdías, le hice estas preguntas y noté que, a pesarde toda su cortesía y a veinte años de distancia,se hacía rogar largo rato antes de decidirse ahablar. Pero yo lograba mi propósito. Por lomenos, con aquella desenvoltura mundana quese permitía conmigo muchas veces, esbozó undía cosas muy extrañas: mi madre era una deesas personas sin defensa a las que no se puedequerer, ¡desde luego que no!, pero que de re-pente, sin que se sepa por qué, suscitan un sen-timiento de lástima, a causa de su dulzura. ¿A

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causa de qué en realidad? Nunca se sabe conseguridad. Pero la lástima perdura; a fuerza delástima, se siente uno ligado... «En una palabra,pequeño, sucede incluso que no es posible yazafarse.» Eso es to que él me dijo. Y si las cosasocurrieron realmente de aquella manera, meveo obligado a ver en él algo muy distinto alcachorrillo estúpido de que él mismo habla,refiriéndose a cómo era en aquella época. Estoes todo lo que yo quería hacer constar.

Por lo demás, se puso en seguida a asegurar-me que mi madre lo había querido por «humil-dad»; un poco más, y ya iba a inventar que «porobediencia servil». Mentía por dárselas de ele-gante, mentía contra su propia conciencia, con-tra toda norma de honor y de generosidad.

Todo esto, desde luego, lo he escrito, pudieradecirse, en alabanza de mi madre, y sin embar-go, como ya lo he declarado, ignoro en absolutoto que ella fuese entonces. Es más, conozco muybien la impermeabilidad del ambiente y de lasnociones lastimosas entre las cual.es ella se ha

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enranciado desde su infancia y entre las cualesha pasado a continuación toda su existencia. Apesar de todo, la desgracia terminó por con-sumarse. A propósito, una rectificación: me heperdido entre las nubes y he olvidado un hechoque, por el contrario, era preciso hacer resaltar:todo se inició entre ellos precisamente por ladesgracia. (Espero que el lector no se pondrá afingir ahora que no comprende todo aquello delo que inmediatamente quiero hablar.) En unapalabra, aquellos comienzos fueron señoriales,aunque la señorita Sapojkova hubiese sido de-jada a un lado. Pero aquí intervengo yo y decla-ro anticipadamente que no me contradigo en lomás mínimo. ¿De qué, gran Dios, de qué podíaen aquella época hablarle un hombre como Ver-silov a una persona como mi madre, ni siquieraen el caso de un amor irresistible? Les he oídodecir a personas libertinas que muy frecuente-mente el hombre, al abordar a la mujer, empie-za sin pronunciar una palabra, lo que es eviden-temente el colmo de la monstruosidad y del

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cinismo; Versilov, aunque lo hubiese querido,no habría podido, creo yo, empezar de otramanera con mi madre. ¿Podría empezar ex-plicándole el argumento de Paulina Saxe? Sincontar con que la literatura rusa era la menorpreocupación de ambos; según sus propias pa-labras (un día que se franqueó conmigo), seociltaban en los rincones, se acechaban el uno alotro en las escaleras, rebotaban lejos, como glo-bos, con las mejillas rojas, si alguien pasaba, y el«tirano» temblaba delante de la última de laslavanderas, a pesar de todos sus derechos feu-dales. Si las cosas empezaron a la manera seño-rial, continuaron del mismo modo, pero nocompletamente, y en el fondo no hay que bus-car explicaciones. No servirían más que paraespesar las tinieblas. Las proporciones quetomó el amor de la pareja son ya un enigma,puesto que la primera cualidad de individuoscomo Versilov es la de dejarlo todo plantadouna vez conseguido su objetivo. Pero aquí ocu-rrió de otra forma. Pecar con una bonita sierva

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pazguata (y no es que mi madre fuera tonta),para un « cachorrillo» libertino (todos eran li-bertinos, todos, hasta el último, progresistas yretrógrados) es cosa no solamente posible, sinoincluso inevitable, sobre todo si se piensa en susituación novelesca de viudo joven y a sus an-chas. Pero quererla toda la vida, es demasiado.No garantizo que él la haya querido; pero quela ha arrastrado detrás de él toda su vida, es unhecho.

He hecho muchas preguntas, pero hay una, lamás ímportante, que no me he atrevido a hacer-le a mi madre de una manera formal, aunqueme haya compenetrado mucho con ella el añopasado y, aunque hijo grosero a ingrato quejuzga que se es culpable ante él, no me hayaenfadado con ella en absoluto. En cuanto a lapregunta, hela aquí: ¿cómo pudo ella, casada nohacía más que seis meses y aplastada bajo todaslas ideas sobre la santidad del matrimonio,aplastada como una mosca sin defensa, ella querespetaba a su Makar Ivanovitch como una es-

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pecie de Dios, cómo pudo, en quince días esca-sos, caer en semejante pecado? No se trataba sinembargo de una mujer descarriada. Al contra-rio, to diré ahora anticipadamente, sería difícilrepresentarse un alma más pura, como lo hasido durante toda su vida. La sola explicaciónes que obró sin darse cuenta de lo que hacía, sintener conciencia de ello, no en el sentido en quelos abogados de hoy en día lo dicen de sus ase-sinos o de sus ladrones, sino bajo una de esasimpresiones fuertes que, en una víctima un po-co simplota, la arrastran fatal y trágicamente.¿Quién sabe? Tal vez ella le amó hasta la locura,amó el porte de sus trajes, la raya a la parisiensede sus cabel.los, su pronunciación francesa, sí,francesa, de la cual ella no comprendía ni jota,la romanza que él cantó al piano. Amó algo queella no había visto ni oído jamás (él era unhombre muy guapo) y de golpe y porrazo loamó de cuerpo entero, hasta el desfallecimiento,lo amó con sus trajes y sus romanzas. He oídodecir que esto les sucedía a veces a siervas

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jóvenes en la época de la servidumbre, a inclusoa las más honradas. Lo comprendo. Vergüenzapara quien lo explique únicamente por la servi-dumbre y «la humildad». Así pues, aquel jovenpudo tener bastante fuerza y seducción paraatraer a una criatura hasta entonces tan pura, ysobre todo a una criatura tan perfectamenteextraña a su naturaleza, procediendo de unmundo muy distinto y de una tierra muy dife-rente, pudo atraerla a un abismo tan manifiesto.Que aquello era un abismo, espero que lo com-prendió mi madre en todo momento; solamenteque mientras caminaba hacía él no pensaba eneso; estos seres «sin defensa» son siempre losmismos: saben que el abismo está ahí y correnhacia él.

Cometido el pecado, se arrepintieron inme-diatamente. Él me ha contado con bastante in-geniosidad cómo sollozó sobre el hombro deMakar Ivanovitch, llamado expresamente paraeso a su despacho, mientras que ella, durante

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aquel tiempo... Ella estaba acostada en algúnsitio sin conocimiento, en su cuartito de sierva...

VIPero ya he hablado bastante de estas cuestio-

nes y de estos detalles escandalosos. Versilovrescató a mi madre, comprándosela a MakarIvanov, se marchó precipitadamente y desdeentonces, como ya he escrito más arriba, laarrastró tras él casi por todas partes, salvocuando se ausentaba por mucho tiempo: enton-ces la dejaba casi siempre encomendada a losbuenos cuidados de la tía, es decir, de TatíanaPavlovna Prutkova, que en aquellas ocasionesse encontraba siempre presente. Pasaban tem-poradas en Moscú, las pasaban en toda clase deotros dominios o villas, a incluso en el extranje-ro, y por fin en Petersburgo. Hablaré de esomás tarde o bien no hablaré en absoluto. Dirésolamente que un año después de la separaciónde Makar Ivanovitch vine yo al mundo; un año

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después de mí nacimiento, vino mi hermana;luego, diez a once años más tarde, mi hermanomenor, un niño enfermizo que murió al cabo depocos meses. Aquellos partos dolorosos pusie-ron fin a la belleza de mi madre. Por ro menoseso es lo que se me ha dicho: empezó a enveje-cer y a debilitarse rápidamente.

Pero con Makar Ivanovitch las relaciones nocesaron jamás. O bien estuviesen pasando tem-poradas los de Versilov, o bien viviesen variosaños seguidos en el mismo sitio o viajasen, Ma-kar Ivanovitch no dejaba de enviar noticias su-yas «a la familia». Se constituyeron así relacio-nes singulares, un poco solemnes y casi serias.Entre señores, fatalmente se habría mezclado enaquello algo de cómico, lo sé muy bien; pero eneste caso, ni hablar de eso. Las cartas llegabandos veces al año, ni más ni menos, asombrosa-mente parecidas las unas a las otras. Las he vis-to; no contienen casi nada de índole personal;por el contrario, en todo lo posible, únicamenteinformaciones ceremoniosas sobre los aconte-

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cimientos más genetales y los sentimientos másgenerales también, si es lícito expresarse así apropósito de sentimientos: noticias de su salud,luego preguntas sobre la salud del destinatario,luego votos de felicidad, saludos y bendicionesceremoniosas, y pare usted de contar. Esta ge-neralización y esta impersonalidad constituyen,a mi entender, el buen tono y el savoir vivre deaquel ambiente. «A nuestra amable y respetadaesposa Sofía Andreievna dirijo nuestro máshumilde saludo...» «A nuestros queridos hijosenvío nuestra bendición paternal inalterablepor siempre.» Seguían todos los nombres de loshijos, en el orden en que se habían ido acumu-lando, yo incluido. Anotaré aquí que MakarIvanovitch tenía la suficiente inteligencia parano calificar a «Su nobleza el muy respetadoseñor Andrés Petrovitch» como «bienhechor»suyo, pero en cada carta le dirigía invariable-mente sus más humildes saludos, pidiéndole subendición a impetrando para él la gracia deDios. Las respuestas a Makar Ivanovitch eran

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remitidas prontamente por mi madre, redacta-das siempre en el mismo estilo. Versilov noparticipaba en la correspondencia. Makar Iva-novitch escribía desde todos los rincones deRusia, desde las ciudades y desde los monaste-rios donde residía, a veces durante muchotiempo. Llegó a convertirse en un «errabundo».No pedía nunca nada; pot el contrario, tres ve-ces al año venía sin falta a casa y se detenía enlas habitaciones de mi madre, que siempre re-sultaba tener entonces un apartamiento exclu-sivo para ella, distinto del ocupado pot Versi-lov. Tendré que volver más tarde sobre esteparticular, pero anotaré aquí solamente queMakar Ivanovitch no se tendía a pierna sueltaen los divanes del salón, sino que se instalabamodestamente en algún sitio detrás de unbiombo. No se quedaba mucho tiempo: cincodías, una semana.

Se me ha olvidado decir que él amaba y res-petaba mucho el apellido de Dolgoruki. Natu-ralmente, es una estupidez ridícula. Lo más

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ridículo es que aquel nombre le agradaba pre-cisamente porque hay príncipes Dolgoruki.¡Extraña idea, lo más contrario al sentidocomún!

He dicho que la familia estaba siempre com-pleta: ni que decir tiene que sin mí. Yo habíasido, por decirlo así, como arrojado pot la borday colocado, casi inmediatamente después de minacimiento, en casa de extraños. No hubo eneso la menor intención; fue una cosa que seprodujo con la mayor naturalidad. Cuando metrajo al mundo, mi madre era todavía joven yhermosa: a él le servía por tanto para algo, y unniño de pecho resultaba muy molesto, sobretodo en los viajes. He ahí cómo se explica que,hasta no cumplir los veinte años, no vi, por de-cirlo así, a mi madre fuera de dos o tres ocasio-nes pasajeras. La falta no podía achacársele alos sentimientos de mi madre, sino a la actitudaltiva de Versilov hacia la gente.

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VIIPasemos ahora a otra cosa.Hace un mes, es decir, un mes antes del die-

cinueve de septiembre en Moscú, resolví re-nunciar a todos ellos y retirarme definitivamen-te dentro de mi idea. Escribo a propósito «reti-rarme dentro de mi idea», porque esta expre-sión puede significar todo mi pensamientoesencial, por lo que sigo estando vivo. En cuan-to a lo que sea « mi idea», no haré más quehablar con mucha extensión en lo que sigue. Enla soledad soñadora de mis largos años deMoscú se ha formado en mí desde los primerosaños de estudio y desde entonces no me haabandonado un instante. Ha devorado toda miexistencia. También antes de concebirla, yo viv-ía en el sueño, he vivido desde mi infancia enun reino encantado de un cierto matiz, pero,con la aparición de esa idea esencial y devora-dora, mis sueños se han consolidado y han re-vestido de golpe y porrazo una forma determi-nada: absurdos que eran, se han hecho sensatos.

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El Instituto no impedía los sueños; tampocoimpidió la llegada de la idea. Añadiré sin em-bargo que mi último curso fue malo, mientrasque en todas las clases hasta entonces yo habíaestado en los primeros puestos: aquello se de-bió a esa misma idea, a la consecuencia tal vezfalsa que extraje de ella. Así pues el Instituto nomolestó a la idea, pero la idea molestó al Insti-tuto. Molestó también a la Universidad. Salidodel Instituto, tuv a inmediatamente la intenciónde romper de una manera radical no sólo contodos los míos, sino, si era preciso, con el mun-do entero, aunque no tuviese aún más que vein-te años. Escribí sin ambages, a Petersburgo, quese me dejase definitivamente tranquilo, que nose enviase más dinero para mi sostenimiento, y,que si era posible, se me olvidase del todo (en elcaso, claro es, en que se acordasen un poco demí), y, en fin, que «por nada de este mundo»entraría yo en la Universidad. El dilema que seme planteaba era ineluctable: o bien la Univer-sidad y la continuación de mis estudios, o bien

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retrasar cuatro años todavía la puesta en prácti-ca de mi «idea». Tomé sin vacilar el partido demi idea, porque yo estaba convencido matemá-ticamente. Versilov, mi padre, al que yo sola-mente había visto una vez en mi vida, por espa-cio de un instante, cuando yo tenía diez años (yque con aquel instante había tenido tiempo pa-ra dejarme estupefacto), Versilov, en respuestaa mi carta, que por lo demás no había estadodirigida a él, me llamó a Petersburgo con unbillete escrito de su puño y letra, prometiéndo-me un empleo en casa de un señor particular.Aquella invitación de un hombre seco y orgu-lloso, lleno de altivez y de negligencia respectoa mí y que hasta entonces, después de habermeengendrado y abandonado en manos de desco-nocidos, no solamente no me había tratado,sino que ni siquiera se había arrepentido jamás(¿quién sabe?, quizá de mi propia existencia notenía más que una noción vaga a imprecisa,puesto que, como se reveló más tarde, no era élel que entregaba el dinero necesario para mi

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estancia en Moscú, sino otras personas); la invi-tación de aquel hombre, digo, acordándose demí de repente y honrándome con una cartaautógrafa, esta invitación, al halagarme, decidiómi suerte. Cosa singular, lo que me agradó en-tre otros detalles en su billete (una paginita deformato pequeño) era que no decía una palabrade la Universidad, no me pedía que cambiasede intención, no me censuraba por no quererproseguir mis estudios, en una palabra, no usa-ba ninguno de los sermones paternales que sonobligados en semejantes casos: y sin embargoera aquello precisamente lo que estaba mal desu parte, al testimoniar aún más su indiferenciahacia mí. Resolví partir por otro motivoademás, el que aquello no dificultaba en nadami sueño principal: « Ya veremos qué pasará:en todo caso, me ligaré con ellos únicamentedurante algún tiempo, y quizá muy breve. Encuanto que me dé cuenta de que este viaje, porcondicional a insignificante que sea, me alejasin embargo de lo esencial, romperé inmedia-

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tamente, lo abandonaré todo y volveré a entraren mi concha.» ¡En mi concha, qué bien estáeso! «Me acurrucaré en ella como la tortuga»; lacomparación me agradaba enormemente. «Noestaré solo», continuaba yo haciendo mis cálcu-los mientras corría de un extremo a otro deMoscú durante aquellos días como una ardilla;«ya nunca estaré solo, como lo he estado hastaaquí durante tantos años espantosos: tendréconmigo mi idea, a la que no traicionaré jamás,aunque me agradasen todos los de por allá,aunque me diesen la felicidad más completa yaunque viviera con ellos diez años». He ahí laimpresión, lo digo anticipadamente, he ahí ladualidad de planes y de objetivos que, esboza-da ya en Moscú, no me abandonó ni un soloinstante en Petersburgo (no sé si ha habido unsolo día en Petersburgo que no me lo haya fija-do de antemano como el plazo definitivo pararuptura con ellos y para mi partida); esta duali-dad, digo, ha sido, creo yo, una de las causasprincipales de muchas de mis imprudencias en

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el curso de este año, de muchas de mis infa-mias, de mis bajezas incluso, sin hablar, na-turalmente, de mis estupideces.

De repente hacía irrupción en mi vida un pa-dre que antes no existía. Esa idea me embriaga-ba durante mis preparativos en Moscú, duranteel viaje en el tren. Un padre no era todavía na-da, a mí no me gustaban los mimos: pero aquelhombre no habia querido conocerme y me hab-ía humillado, mientras que, durante todosaquellos años, yo no soñaba más que con élhasta la saciedad (si esta expresión puede apli-carse a un sueño). Cada uno de mis sueños,desde mi infancia, se refería a él, flotaba en tor-no a él, terminaba por volver a él una y otravez. No sé si lo odiaba o si lo quería, pero élllenaba todo mi porvenir, todas mis previsionessobre la vida, y aquello había ido formándosepor su cuenta, a medida que yo crecía.

Lo que influyó en mi partida de Moscú fuetambién una circunstancia poderosa, una tenta-ción que, tres meses antes de mi partida (en un

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momento en que, por consiguiente, ni siquierahabía surgido la más remota posibilidad de lode Petersburgo), hacía ya latir y encogerse micorazón. Lo que me atraía en aquel océano des-conocido, era que yo podía entrar en él comodueño y señor de la suerte de otra persona, ¡yde quién! Pero en mí borboteaban sentimientosmagnánimos, y no despóticos. lo prevengo conanticipación para que mis palabras no induzcana error. Versilov podía pensar (si es que en ge-neral se dignaba pensar en mí) que iba a recibira un jovencito recién salido del Instituto, unadolescente, entornando los ojos a la luz. Ahorabien, yo sabía, yo en persona, todo lo que él setraía entre manos y yo tenía en mi poder undocumento de suma importancia, a cambio delcual (hoy lo sé con toda seguridad) él habríadado varios años de su vida, si yo le hubiesedescubierto entonces el secreto. Pero me doycuenta de que estoy hablando con enigmas.Imposible describir sentimientos sin hechos.Por lo demás, de todo esto se hablará suficien-

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temente en el lugar que le corresponde, y poreso precisamente he cogido la pluma. Escribirde esta manera es casi estar sumergido en undelirio o ir andando por las nubes.

VIIIEn fin, para llegar definitivamente a la fecha

del 19, diré en pocas palabras, y, por decirlo así,de paso, que los encontré a todos, a Versilov, ami madre y a mi hermana (veía a ésta por pri-mera vez en mi vida) en un estado lamentable,casi en la miseria o al borde de la miseria. Yame había enterado de eso en Moscú, pero esta-ba lejos de suponer que la cosa llegase a tal ex-tremo. Desde mi infancia, me había acostum-brado a representarme a aquel hombre, «mifuturo padre, con una especie de aureola; yo nopodía figurármelo de otra manera que ocupan-do en todas partes el primer puesto. Versilovjamás había habitado con mi madre, le alquila-ba siempre un apartamiento particular: obraba

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así, desde luego, a causa de innobles «conve-niencias». Ahora, por el contrario, vivían todosjuntos, en un pabellón de madera de una calle-juela del Semenovski Polk. Todo el mobiliarioestaba ya en el Monte de Piedad, de forma quetuve incluso que entregar a mi madre, a espal-das de Versilov, mis misteriosos sesenta rublos.Misteriosos, porque se habían ido acumulando,con el dinero para mis gastos menudos que seme daba a razón de cinco rublos por mes, du-rante dos años; la acumuiación había comenza-do desde el primer día de mi «idea», y por esoprecisamente Versilov no debía saber nada deaquel dinero. Era algo que me daba pánico.

Aquella ayuda no fue más que una gota deagua en el océano. Mi madre trabajaba, mihermana hacía también labores de costura; Ver-silov vivía en la ociosidad, se mostraba capri-choso y conservaba una multitud de viejas cos-tumbres pasablemente dispendiosas. Era terri-blemente difícil de contentar, sobre todo en lamesa, y sus aires eran siempre los de un ver-

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dadero déspota. Pero mi madre, mi hermana,Tatiana Pavlovna y toda la familia del difuntoAndronikov (un jefe de oficina muerto tres me-ses antes y que llevaba también los asuntos deVersilov), comprendiendo una infinidad demujeres, estaban de rodillas delante de él comodelante de un fetiche. Yo no podía figurarmeespectáculo semejante. Debo decir que nueveaños antes él era infinitamente más seductor.He dicho ya que se me aparecía en mis sueñoscon una especie de aureola, y además me costa-ba trabajo creer que hubiese podido envejecer yestropearse hasta aquel punto en nueve añosescasos; experimenté por ello inmediatamentepena, lástima y vergüenza. Entre mis primerasimpresiones de llegada, la de verle a él fue unade las más penosas. Distaba mucho de ser unanciano, apenas tenía cuarenta y cinco años.Examinándolo más de cerca, descubrí en subelleza algo más impresionante aún que lo quese me había quedado en la memoria. Menosbrillo, menos apariencia, menos rebuscamiento,

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pero la vida había marcado aquel rostro con unno sé qué mucho más curioso que antaño.

Sin embargo, la miseria no era más que ladécima o vigésima parte de sus desgracias; esoyo lo sabía muy bien. Además de la miseria,había algo infinitamente más grave, sin hablarde la esperanza que él conservaba aún de ganarun proceso entablado desde hacía un año con-tra los príncipes Sokolski a propósito de unaherencia, y que podía reportarle en breve plazouna hacienda de setenta mil rublos y quizá más.Ya he dicho más arriba que este Versilov sehabía tragado en su vida tres herencias: ¡unavez más iba a sér salvado por otra! El asuntodebía decidirse muy en breve. Yo había llegadocon aquella esperanza. Únicamente que nadieprestaba dinero contando con una simple espe-ranza, no había nadie a quien pedirle prestado;mientras se aguardaba, había que sufrir.

Por lo demás, Versilov no iba a pedirle nada anadie, aunque a veces estuviese todo el día fue-ra de casa. Hacía más de un año que lo habían

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expulsado de la buena sociedad. Aquella histo-ria, a pesar de todos sus esfuerzos, seguía es-tando para mí inexplicada, no obstante llevarya más de un mes en Petersburgo. ¿Versilov eraculpable o no? ¡Aquello era lo que me importa-ba y por lo que yo estaba allí! Todo el mundo lehabía vuelto la espalda, entre otros todos lospersonajes influyentes con los que siempre hab-ía sabido mantener relaciones. La causa eranciertos rumores relativos a la conducta extrema-damente baja y, lo que es peor a los ojos delmundo, extremadamente escandalosa, de la quese habría hecho culpable poco más de un añoantes en Alemania, habiendo recibido entoncesde forma muy ostentosa una bofetada justa-mente de un príncípe Sokolski, al cual no habríarespondido con un desafío. Incluso su prole(legítima), su hijo y su hija, le habían vuelto laespalda y vivían separados de él. Cierto queeste hijo y esta hija frecuentaban los mediosmás elevados de la buena sociedad, por su pa-rentesco con los Fanariotov y el viejo príncipe

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Sokolski (ex amigo de Versilov). En realidad, alexaminarlo en el curso de aquel mes, vi a unhombre orgulloso al que la sociedad no habíaexcluido de su seno, sino que más bien era élquien había rechazado de su vera a la sociedad,¡tan índependiente era el aire que tenía! Pero¿tenía derecho a adoptar aquel aire? Eso era loque me turbaba. Yo tenía que saber forzosa-mente toda la verdad en el plazo más breveposible, porque yo había venido a juzgar aaquel hombre. Yo le ocultaba todavía mis fuer-zas, pero me era preciso o bien adoptarlo, obien rechazarlo enteramente. La segunda solu-ción me habría resultado demasiado penosa, yde esta forma me atormentaba a mí mismo.Haré, en fin, una confesión: ¡quería a aquelhombre!

De momento vivía con ellos, en su mismo alo-jamiento, trabajaba y a duras penas refrenabamis groserías. No es que me abstuviese de ellasenteramente. Después de transcurrido un mes,estaba cada día más convencido de que la ex-

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plicación definitiva no tenía que pedírsela a él.Aquel hombre orgulloso se erguía delante demí como un enigma, profundamente ofensivo.Conmigo se mostraba incluso amable y com-placiente, pero yo habría preferido las disputasa las bromas. Todas mis conversaciones con éltenían siempre no sé qué ambigüedad, o senci-llamente no sé qué ironía singular por su parte.Desde el principio, a mi llegada de Moscu, nome había tomado en serio. Yo no llegaba acomprender por qué obraba él así. Sin duda,había conseguido aquel resultado consistenteen permanecer impenetrable ante mí; pero, pormi parte, yo no me habría rebajado jamás pi-diéndole que me tratase más en serio. Además,él tenía procedimientos sorprendentes a impe-riosos ante los cuales yo no sabía qué hacer. Enuna palabra, me trataba como al último de losmocosos, cosa que me costaba trabajo soportar,aun sabiendo que aquello debía ser así. Con-siguientemente, dejé incluso de hablar- casi enabsoluto. Yo esperaba a una persona cuya lle-

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gada a Petersburgo podría descubrirme defini-tivamente la verdad: en eso estribaba mi últimaesperanza. De todos modos, me preparaba aromper definitivamente y tomé todas las medi-das necesarias para eso. Mi madre me dabalástima, pero... «o él, o yo»: he ahí lo que, queríaproponerle, a ella y a mi hermana. El día inclu-so estaba fijado; mientras tanto, yo iba a mi ofi-cina.

CAPÍTULO II

IAquel día diecinueve, yo debía también per-

cibir mi primer mes de sueldo en casa del«partícular» en cuestión. No sé me había pedi-do mi opinión sobre aquella colocación, se mehabía entregado simplemente, por las buenas, ami patrón, creo, el primer día de mi llegada. Erademasiado grosero, y casi me vi obligado a pro-testar. El sitio estába en casa del viejo príncipe

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Sokolski. Pero protestar inmediatamente habríasido romper de golpe con ellos, lo que no measustaba en lo más mínimo, pero era contrario amis objetivos esenciales. Así, pues, acepté lacolocación, esperando, sin decir palabra; defen-der mi dignidad con mi silencio. Diré ahoramismo que este príncipe Sokolski, rico y conse-jero privado, no era en forma alguna parientede los príncipes Sokolski de Moscú (miserablesdesde hacía varias generaciones) con los queVersilov estaba enfrentado en aquel proceso. Loúnico que tenían de semejante era el apellido.Sin embargo, el viejo príncipe se interesaba mu-cho por ellos y quería de uná manera muy es-pecial a uno de ellos, el jefe por así decirlo de lafamilia, un oficial joven. Versilov, hasta hacíapoco, había tenido una influencia inmensa enlos asuntos de aquel viejo y era su amigo, unamigo muy singular, puesto que aquel pobrepríncipe, según he podido darme cuenta, letenía un miedo terrible, no solamente en la épo-ca que entré a su servicio, sino también, creo, en

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todo el tiempo que duró aquella amistad. Por lodemás, desde hacía tiempo, ya no se veían; elacto deshonroso del que se acusaba a Versilovafectaba directamente a la familia del príncipe;pero Tatiana Pavlovna se encontró alií muy apropósito y por intermedio de ella fui colocadoen casa del viejo, que quería tener a su vera « aun hombre joven», en su despacho. Sucediótambién que él tenía un gran deseo de mostrar-se agradable con Versilov, de dar en suma unprimer paso hacia el otro, y que Versilov loapreciara. El viejo príncipe había decidido deesta forma en ausencia de su hija, viuda de ungeneral, que desde luego no le habría permitidohacer aquel avance. De eso se tratará más tarde,pero anotaré en seguida que esta rareza en susrelaciones con Versilov me impresionó en favorde éste. Yo pensaba que, si el jefe de una familiaofendida continuaba así teniendo respeto haciaVersilov, los rumores extendidos sobre la inmo-ralidad de éste debían ser falsos o por lo menosestar expuestos a interpretación. Aquello fue to

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que en parte me impidió protestar: yo esperaba,al entrar en casa del príncipe, poder comprobartodo aquello.

Esta Tatiana Pavlovna desempeñaba un raropapel en la época en que me la encontré en Pe-tersburgo. Casi me había olvidado de su exis-tencia y no esperaba en absoluto que tuvieseque atribuirle semejante importancia. Me lahabía encoritrado tres o cuatro veces en Moscú;ella surgía, no se sabía de dónde ni por ordende quién, cada vez que hacía falta instalarme enalguna parte, hacerme entrar en la triste pen-sión Tuchard o bien, dos años y medio mástarde, trasladarme al Instituto o bien alojarmeen casa del inoividable Nicolás Semenovitch.Una vez aparecida, se quedaba conmigo todo eldía, pasaba revista a mi ropa blanca, a mis tra-jes, iba conmigo al Kuznetski, me comprabatodos los objetos necesarios, me constituía, enuna palabra, todo mi equipo, hasta el últimomaletín y el último portaplumas; y, mientrashacía aquello, no cesaba de gruñirme, de rega-

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ñarme, de abrumarme de reproches, de hacer-me sufrir exámenes, de proponerme comoejemplo a yo no sé qué otros muchachos imagi-narios de sus conocidos o de su parentela, todosmejores que yo, según ella, a incluso, a fe mía,me pellizcaba, me daba verdaderos golpes, envarias tandas y dolorosos. Después de habermeinstalado y colocado, desaparecía durante va-rios años sin dejar rastro. Pues bien, fue ella laque, inmediatamente después de mi llegada, sepresentó de nuevo para colocarme. Era unapersonilla bajita y seca, con una naricilla pun-tiaguda de pájaro y ojillos penetrantes, de pája-ro también. Para Versilov, era una verdaderaesclava. Estaba en adoración delante de él comodelante de un Papa, pero por convicción. Sinembargo, note bien pronto con asombro quetodo el mundo sin excepción y en todas partesla respetaba y sobre todo que todo el mundo sinexcepción y en todas partes la conocía. El viejopríncipe Sokolski tenía para ella una veneraciónextraordinaria; en su familia, pasaba lo mismo;

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los orgullosos hijos de Versilov, también; encasa de los Fanariotov, también. Sin embargo,ella vivía de la costura, del lavado de yo no séqué encajes, y trabajaba para un almacén. Nospeleamos desde la primera palabra, porquepretendió regañarme como seis años antes; acontinuación seguimos disputando cada día;pero eso no nos impedía conversar juntos aveces y confieso que al terminar el mes ya ellacomenzaba a agradarme; esto era, pienso, acausa de la independencia de su carácter. Por todemás, me guardé muy mucho de decírselo.

Comprendí en seguida que se me había colo-cado junto a aquel enfermo únicamente para«ocuparlo» y que en eso consistía mi servicio.Naturalmente, aquello me humilló y tomé alpunto mis medidas; pero bien pronto el viejooriginal me causó una impresión inesperada,como una especie de lástima, y, hacia fin demes, sentía ya por él un raro afecto: en todocaso, abandoné mi intención de dejarlo planta-do. Por lo demás no tenía mucho más de sesen-

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ta años. Había tenido toda una historia. Diecio-cho meses antes había sufrido un ataque: enviaje para no sé dónde, perdió la cabeza por elcamino, lo que dio lugar a una especie deescándalo del que se habló en Petersburgo.Como es conveniente en tales casos, se le con-dujo instantáneamente al extranjero, pero cincomeses después hizo su reaparición en perfectoestado de salud, únicamente que retirado. Ver-silov aseguraba seriamente (y con visible calor)que lo que le había pasado no era en modo al-guno locura, sino un simple ataque de nervios.Aquel calor de Versilov, lo noté inmediatamen-te. Diré por lo demás que yo casi compartía suopinión. El viejo parecía únicamente a veces deuna excesiva ligereza que no convenía en nadaa su edad, lo que, según se dice, no le pasabaantes en ningún momento. Se decía que enotros tiempos daba yo no sé qué consejos nidónde y que había ejecutado con mucha distin-ción una misión que le había sido confiada. Co-nociéndole desde hacía un mes, yo no le habría

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supuesto jamás capacidades especiales para serconsejero. Se había notado (aunque yo, por miparte, no haya observado nada) que después desu ataque había quedado afectado por la singu-lar manía de querer casarse lo antes posible yque, más de una vez en el curso de aquellosdieciocho meses, había pensado realizar aquellaidea. En el mundo, al parecer, se sabía aquello yse estaba interesado en el asunto. Pero comoaquella inclinación no respondía apenas a losintereses de ciertas personas que le rodeaban,por todas partes se montaba la guardia en tornoal anciano. Su familia no era numerosa; hacía yaveinte años que.él estaba viudo y no tenía másque una hija única, aquella viuda de generalque se esperaba que llegase de Moscú de un díaa otro, una persona joven cuyo carácter él temíavisiblemente. Pero tenía una masa de parienteslejanos, sobre todo por parte de su difunta es-posa, y todos los cuales estaban, por así decirlo,en la miseria; además de eso, existía la multitudde sus pupilos varones y hembras, objetos de

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sus beneficencias, y todos los cuales aguarda-ban una pequeña parte en el testamento y porconsiguiente ayudaban a la generala a vigilar alanciano. Tenía éste además, desde su juventud,una singularidad de la que no sabría decir si eraridícula o no: la de casar a muchachas pobres.Las casaba desde hacía veinticinco años: parien-tes lejanos, nietas de primos hermanos de sumujer, ahijadas, y hasta la hija de su portero.Empezaba trayéndolas a su lado, muy niñastodavía, las hacía educar por institutrices ycriadas francesas, luego las enviaba a los mejo-res establecimientos de instrucción, y por fin lasdotaba. Todo aquel mundo giraba perpetua-mente en torno a él. Naturalmente, las pupilas,una vez casadas, tenían a su vez hijas, todasestas hijas aspiraban también a su protección,en todas partes era padrino, todo aquel mundovenía a felicitarle en su fiesta y todo aquello leresultaba extremadamente agradable.

Una vez en su casa, noté en seguida que en elcerebro del anciano se albergaba una convic-

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ción - era imposible no notarlo -, a saber que lagente le consideraba ahora con un aire extraño,que no se le trataba ya como antes, cuando elestado de su salud era perfecto; esa impresiónno le abandonaba jamás, ni siquiera en las reu-niones mundanas más alegres. El anciano sehizo susceptible; notaba algo en todos los ojos.La idea de que se le tuviese aún por loco leatormentaba visiblemente; incluso a mí mismome miró a veces con desconfianza. Y si algunavez se hubiese enterado de que alguien propa-gaba o confirmaba aquel rumor respecto a él,creo que ese hombre absolutamente sin rencoralguno se habría convertido en su enemigomortal. Esto es lo que os ruego que tengáis encuenta. Añadiré que esto fue también lo que medecidió desde el primer día a no tratarlo bru-talmente; incluso me sentía feliz cuando porcasualidad se me presentaba la ocasión de ale-grarlo o de distraerlo; no creo que esta confe-sión pueda echar ninguna sombra sobre midignidad.

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Tenía invertida en negocios una gran parte desu fortuna. Después de su enfermedad habíaadquirido una participación en una gran socie-dad anónima. Por lo demás muy sólida. Y aun-que la empresa fuera gobernada por otros, él seinteresaba también, frecuentaba las reunionesde los accionistas, se hizo elegir miembro fun-dador, asistía a los consejos, pronunciaba largosdiscursos, refutaba, hacía ruido, con una satis-facción manifiesta. Le encantaba pronunciardiscursos: por lo menos todo el mundo podiaasí ver su ingenio. Y de una manera general,incluso en su vida privada más íntima, le en-cantaba enormemente colocar en su conversa-ción algunas sentencias profundas o algunasfrases brillantes; y yo lo comprendo. Había ensu palacio, en el piso inferior, una especie demostrador doméstico en el que un empleado seocupaba de los negocios, hacía las cuentas yllevaba los libros, sin dejar de gobernar la casa.Este empleado, que tenía además un puestooficial, era completamente suficiente, pero, por

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deseos del príncipe, se me colocó junto a él, conel pretexto de ayudarle.

Ünicamente que fui trasladado en seguida algabinete del príncipe, y con mucha frecuenciano tenía delante de mí, ni siquiera para cubrirlas apariencias, ni trabajo ni papeles ni libro.

Escribo hoy como un hombre que se ha sere-nado hace mucho tiempo y está de vuelta demuchas cosas; pero ¿cómo representaría yo lapena (de la que me acuerdo aún tan vivamente)que invadía entonces mi corazón y sobre todomi turbación de aquella época, que me condujoa un estado tal de inquietud y de acaloramien-to, que ya no dormía por las noches, a causa demi misma impaciencia y de los enigmas que meproponía a mí mismo?

IIPedir dinero es una cosa muy sucia; incluso

un salario, si en alguna parte de los replieguesde la conciencia se siente que ese salario no está

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bien ganado. Ahora bien, la víspera, mi madre,cuchicheando con mi hermana a propósito deVersilov («para no causarle pena a Andrés Pe-trovitch»). había manifestado su intención dellevar al Monte de Piedad un icono al que ellaestimaba mucho. Yo tenía un salario de cin-cuenta rublos por mes, pero ignoraba en abso-luto cómo lo percibiría; al colocarme, no se hab-ía precisado nada. Tres días después, al encon-trarme abajo con el empleado, le preguntédónde podría hacer que me pagaran. El otro memiró con una sonrisa de hombre asombrado (nome tenía la menor simpatía):

-¿Es que tiene usted que cobrar algo?Yo esperaba que él agregase, inmediatamente

después de mi respuesta:-¿Y por qué?Pero se limitó a responder secamente:-No sé nada -sumergiéndose luego en su libro

rayado al que iba volcando cuentas escritas entiras de papel.

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Por lo demás, él bien sabía que yo realizabaalgún trabajo, a pesar de todo. Quince días an-tes, me había llevado exactamente cuatro díasocupado en un trabajo que él mismo me en-cargó: copiar en limpio un borrador. Había sidopreciso redactarlo casi todo de nuevo. Era unamasijo de « ideas» del príncipe, ideas que sedisponía a presentar al comité de los ac-cionistas. De todo aquello había que componerun todo, y arreglar el estilo. A continuación elpríncipe y yo nos pasamos todo un día hablan-do de aquel documento, y discutió muy vi-vamente conmigo; pero se quedó satisfecho.Solamente ignoro si el escrito fue remitido o no.No mencionaré dos o tres cartas de negociosque escribí también a petición suya.

Si me fastidiaba lo de pedir mi salario, eraporque había resuelto dejar la colocación, pre-sintiendo que me vería obligado a irme tambiénde allí, a causa de ciertas circunstancias inevita-bles. Aquella mañana, una vez despierto y dis-puesto a vestirme en el piso alto, en mi habita-

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cioncita, sentí que el corazón me latía con fuer-za y tuve que imponerme a mí mismo para fin-gir indiferencia, pero al entrar en las habitacio-nes del príncipe, volví a sentir todavía la mismaturbación: aquella mañana debería llegar lapersona, la mujer de la que yo aguardaba laexplicación de todo lo que me atormentaba. Erala hija del príncipe, la generala Akhmakova,aquella viuda joven de la que ya he hablado yque estaba en guerra abierta con Versilov. ¡Heescrito ese nombre por fin! Naturalmente yo nola había visto nunca y no podía figurarme cómole hablaría ni si le hablaría; pero me parecía(quizá con razones suficientes) que con su ve-nida se disiparían las tinieblas que, a mis ojos,rodeaban a Versilov. No podía estar tranquilo:era un terrible fracaso encontrarse desde elprimer momento tan cobarde y tan torpe; eraterriblemente curioso y sobre todo odioso: tresimpresiones a la vez. Aquel día lo recuerdo contodo detalle.

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Mi príncipe no sabía nada aún de la llegadaprobable de su hija. No la aguardaba antes deuna semana. Yo me había enterado la víspera ytotalmente por azar: Tatiana Pavlovna, que hab-ía recibido una carta de la generala, había deja-do escapar su secreto delante de mí, hablandocon mi madre. En vano se habían esforzado enhablar en voz baja y con términos vagos; yo lohabía adivinado todo. No es que estuviese es-cuchando, eso es evidente; pero no pude menosque poner el oído alerta cuando vi de repentehasta qué punto mi madre se turbaba al ente-rarse de la llegada próxima de aquella mujer.Versilov no estaba en casa.

Yo no quería avisar al anciano, porque habíapodido notar durante todo aquel tiempo cómotemía él aquella llegada. E incluso, tres díasantes, se había dejado decir, tímida y vaga-mente, que aquella llegada la temía por mí, omás bien que por mi causa habría una discu-sión. Debo añadir sin embargo que, con respec-to a su familia, conservaba su independencia y

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su superioridad, sobre todo en asuntos de dine-ro. Mi primera conclusión respecto a él fue queno era más que una mujercilla; pero en seguidatuve que enmendar aquel juicio en el sentido deque, si era una mujercilla, le quedaba sin em-bargo a veces una cierta terquedad, a falta devirilidad verdadera.

Había instantes en los que, con su carácter enapariencia cobarde y maleable, se ponía casiinsufrible. Versilov me explicó la cosa en segui-da más detalladamente. Anoto ahora con curio-sidad que casi nunca hablábamos de la genera-la, por así decirlo evitábamos hablar de ella: erayo sobre todo quien lo evitaba, y él a su vezevitaba hablar de Versilov, y yo adivinaba queno me respondería en caso de hacerle una deesas preguntas delicadas sobre cosas que meintrigaban tanto.

Si se quiere saber de qué hablamos durantetodo aquel mes, responderé: en resumen, detodo, pero siempre de cosas raras. Lo que meagradaba mucho era la extrema bonachonería

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con la que me trataba. A veces yo consideraba aaquel hombre con un asombro extremado y mepreguntaba: « ¿Dónde ha podido encajar bien?En el Instituto, en el cuarto curso por ejemplo,habría sido un camarada encantador.» Yo esta-ba también impresionado por su rostro: parecíaextraordinariamente serio (y casi guapo), seco;cabellos rizados, blancos, espesos, ojos abiertos;en toda su persona era enjuto, de buena estatu-ra; pero su rostro tenía la particularidad másbien desagradable, casi inconveniente, de pasarde pronto de una seriedad extrema a una alegr-ía excesiva, que el que le veía por primera vezno habría podido prever jamás. Se lo dije a Ver-silov, que me escuchó con curiosidad; sin dudano me creía capaz de hacer tales observaciones;pero indicó como de paso que eso le acontecíaal príncipe desde su enfermedad y en la épocamás reciente.

Con frecuencia hablábamos de dos temas abs-tractos: Dios y su existencia - ¿existe o no? - yde las mujeres. El príncïpe era muy religioso y

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muy sensible. Tenía en su despacho un inmen-so armario de iconos con una lámpara. Pero enciertos rnomentos le asaltaba la murria y seponía de golpe y porrazo a dudar de la existen-cia de Dios, y decía cosas sorprendentes, paraprovocar mi réplica. Yo era bastante indiferen-te, de una manera general, a aquella idea, peroesto no impedía que nos enzarzásemos los dosy siempre sinceramente. Por lo demás, todasaquellas conversaciones me han dejado, hastahoy día, un recuerdo agradable. Sin embargo, lomás agradable para él era charlar sobre las mu-jeres, y como, no gustándome apenas ese temade conversación, yo no podía ser un buen inter-locutor, a veces se mostraba dolido por eso.

Se puso justamente a hablar de ese tema des-de el momento en que llegué a su casa aquellamañana. Me lo encontré de muy buen humor,siendo así que la víspera lo había dejado extre-madamente cariacontecido. Ahora bien, mehacía una falta enorme resolver aquel mismodía la cuestión de mi salario, antes de la llegada

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de ciertas personas. Yo preveía que aquel díaseríamos seguramente interrumpidos (no en va-no me latía tan fuertemente el corazón); y en-tonces no tendría quizá valor para hablar dedinero. Pero como la conversación no recaíasobre el dinero, me enfurecí naturalmente con-tra mi estupidez y, me acuerdo muy bien deello, por reacción contra alguna pregunta suyaverdaderamente demasiado alegre, le expusemis ideas sobre las mujeres de un solo tirón ycon una vivacidad extraordinaria. Resultó asíque .se desbocó todavía más y siempre a micosta.

III... No me gustan las mujeres, porque son gro-

seras, porque son torpes, porque no tienen ini-ciativa y porque llevan un vestido absurdo.

Tal fue la conclusión desordenada de mi largaparrafada.

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-¡Piedad para ellas, querido mío! - exclamó él,terriblemente divertido, lo que me enfurecióaún más.

Soy conciliador y minucioso solamente en lascosas pequeñas; en las grandes no cedo jamás.En las cosas pequeñas, en vagas actitudes mun-danas, se puede hacer de mí todo lo que sequiera, y maldigo siempre ese rasgo de micarácter. Por no sé qué infecta bonachonería, heestado a veces dispuesto a aprobar incluso a unfatuo mundano, únicamente porque me sentíaencantado por su cortesía, o a emprender unadiscusión con un imbécil, cosa que es de lo másimperdonable. Todo eso a causa de no sabermecontener y porque he crecido en mi rincón. Unose va furioso y jura no volver a empezar, pero aldía siguiente es la misma historia. He ahí porqué se me ha tratado a veces como a un chiqui-llo de dieciséis años. Pero en lugar de adquirirel dominio de mí mismo, prefiero, aun hoy día,encerrarme más y más en mi rincón, aunque seaen la forma más misántropa: « ¡Torpe si queréis,

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pero os digo adiós! » Y lo digo en serio y parasiempre. Por lo demás, no escribo esto en abso-luto a propósito del príncipe, ni a propósito dela conversación de marras.

No estoy hablando para divertirle a usted -casi le grité -. Expreso sencillamente mi opi-nión.

-Pero ¿en qué son groseras las mujeres y porqué están vestidas de una manera absurda? Esoes lo que me parece nuevo.

-Son groseras. Vaya usted al teatro, vaya alpaseo. Todos los hombres saben caminar por laderecha, se llega a un cruce y se cede el paso, yocojo por la derecha y el otro también. La mujer,quiero decir la señora, porque estoy hablandode las señoras, arremete contra uno sin mirarlosiquiera, como sí estuviésemos obligados a des-viarnos para cederles el sitio. Yo estoy dispues-to a ceder ante una criatura más débil, peroaquí no es cuestión de derecho. ¿Por qué estáella tan segura de que estoy obligado a hacerlo?

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¡He ahí lo indignante! En esos encuentros escu-po siempre de disgusto. Después de lo cual,ellas gritan que se las humilla, reclaman laigualdad. ¡La igualdad! ¡Cuando me empujan ome llenan la boca de polvo!

-¡De polvo!-Sí. Porque van vestidas de una manera in-

conveniente. Hay que ser tan depravado parano notarlo. En los tribunales se hacen los juiciosa puerta cerrada cuando se va a tratar de cosasinconvenientes: ¿por qué se permiten esas cosasen la calle, donde el público es aún más nume-roso?

»Se cuélgan ostensiblemente polisones en eltrasero, para demostrar que son mujeres gua-pas. ¡Ostensiblemente! Yo no puedo dejar denotarlo, los muchachos lo notan también, elniño, el jovencito que empieza, también lo nota.Es una infamia. ¡Que los viejos libertinos lasadmiren y corran detrás con la lengua afuera,¡sea!, pero hay una juventud pura, a la que es

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preciso preservar. No queda más que escupirde disgusto. Va andando por el bulevar ydetrás de ella una cola de un metro barre elpolvo. Usted, que va detrás, tiene que salir co-rriendo para rebasarla o bien dar un salto decostadillo, de lo contrario ella le meterá en laboca y en la nariz dos kilos de polvo. A más deeso, esa seda, la pasea ella sobre los guijarrosdurante tres kilómetros, simplemente para obe-decer a la moda, y su marido gana quinientosrublos por año en el Senado: ¡he ahí de dondevienen todos los tiestos! Yo escupo encima, es-cupo ruidosamente y suelto un juramento.

Anoto esta conversación de manera un pocohumorística y con mi vivacidad de entonces;pero las ideas siguen siendo aún las mías.

-¿Y no te ha pasado nada? - se interesa elpríncipe.

-Escupo y paso. Naturalmente, ella compren-de, pero no lo deja entrever, avanza majestuo-samente sin volver la cabeza. Una solo vez he

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disputado muy en serio con dos mujeres, lasdos con cola, en el bulevar, sin palabras feas,desde luego, solamente he hecho la observaciónen voz alto de que aquellas colas me ofendían.

-¿Así lo dijiste?-Desde luego. Ante todo, ese tipo de mujer

traspasa las reglas de la buena sociedad.Además levanta polvo, y el bulevar es para to-do el mundo: yo me paseo por él, otro se pasea,un tercero... Fedor, Iván, poco importa. Eso eslo que dije. Y por lo general no me gusta el an-dar de las mujeres, vistas de espalda; lo he di-cho también, pero por alusión.

-Pero, amigo mío, puedes buscarte un lío des-agradable. Podrían llevarte ante el juez de paz.

-¡Imposible! ¿De qué podían ellas quejarse?Un hombre pasa a su lado y va hablando solo.Cada cual tiene derecho a expresar sus opinio-nes en voz alto. Yo hablaba en abstracto, sindirigirma a ellas. Son ellas las que me han ata-cado: ellas se han puesto a decir palabras grue-

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sas mucho más feas que las mías; que yo era unvago, que debían dejarme sin postre, que era unnihilista, que se me debía llevar al calabozomunicipal, que las había insultado porque eransolas y débiles y que, si hubiesen tenido unhombre con ellas, me habría escapado aprisa ycorriendo. Declaré fríamente que sería mejorque me dejasen tranquilo y yo pasaría por elotro lado. Pero, para demostrarles que no teníamiedo de sus maridos y que estaba dispuesto aaceptar el desafío, las seguiría a veinte pasoshasta sus casas, luego me apostaría delante desu puerta y aguardaría allí a sus maridos. Esoes lo que hice.

-¿Es posible?-Desde luego. Era una tontería, pero yo estaba

rabioso. Ellas me arrastraron así más de treskilómetros, con un color tórrido, hasta los Insti-tutos de señoritas. En seguída entraron en unacasa de madera sin pisos, muy decorosa, tengoque reconocerlo, en las ventanas de la cual seveían muchas flores, dos canarios, tres perritos

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y grabados puestos en sus marcos. Me quedéuna media hora delante de la casa, en plenacalle. Ellas miraron tres veces a hurtadillas, lue-go bajaron todas las persianas. Por fin, por unapuertecita salió un funcionario de edad madu-ra. A juzgar por su aspecto, debía de estar dur-miendo y lo habían despertado a propio inten-to; estaba con ropa de dormir o, por lo menos,vestido muy sumariamente; se apostó ante lapuertecilla, con las manos detrás de la espalda,y se dedicó a mirarme; yo le miraba. Luego élapartó la vista, me miró después una vez más, yde pronto me sonrió. Volví la espalda y me fui.

-¡Pero, amigo mío, eso es Schiller!. Una cosame ha asombrado siempre: tienes las mejillasrojas, la cara te brilla de salud, y... semejante...,sí, se le puede llamar así, ¡semejante repugnan-cia hacia las mujeres! ¿Es posible que la mujerno te produzca, a tu edad, una cierta impre-sión? Yo. mon cher yo no tenía más que onceaños cuando mi preceptor me hacía observar

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que miraba demasiado de cerca las estatuas delJardín de Verano.

-Está usted empeñado en que haga una visitaa cualquier Josefina de esos parajes y le traigaluego noticias. ¡Es inútil! A los trece años hevisto la desnudez femenina, toda por entero.Desde aquel momento no tengo más quercpugnancia por ella.

-¿En serio? Pero, cher enfant, una mujer her-mosa y joven es como una manzana. ¿Qué hayen eso de repugnante?

-En mi antigua pensión, en casa de Tuchard,antes del Instituto, yo tenía un camarada lla-mado Lambert. Me pegaba siempre, porduetenía tres años más que yo, y yo le servía y lesacaba las botas. El día de su confirmación, elabate Rigaud vino a visitarlo con motivo de suprimera comunión; los dos se lanzaron al cuelloel uno del otro con grandes llantos y el sacerdo-te to estrechó contra su pecho con toda clase degestos. Yo lloraba también, y sentía muchos

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celos. Cuando su padre murió, salió de la pen-sión, estuve sin verle más de dos años, y luegome lo encontré en la calle. Dijo que me vendríaa ver. Yo estaba entonces en el Instituto y vivíaen casa de Nicolás Semenovitch. Vino una ma-ñana, me enseñó quinientos rublos y me invitóa seguirle. Por más que dos años antes me pe-gara, siempre había tenido necesidad de mí, yno solamente para quitarse las botas; me conta-ba todos sus asuntos. Me dijo que aquel mismodía había robado el dinero a su madre, hacien-do un duplicado de la llave de su cofrecito,porque el dinero del padre le pertenecía legal-mente y ella no tenía derecho a negárselo; queel abate Rigaud había venido la víspera por lanoche a sermonearlo: había entrado, se habíacolocado delante de él y se había puesto a gi-motear, fingiendo horror y levantando los bra-zos al cielo: «yo saqué mi navaja y dije que iba adegollarlo» (pronunciaba degoyallo). Nos fuimosjuntos al Kuznetski. Me contó por el caminoque su madre tenía relaciones con el abate Ri-

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gaud, que él se había dado cuenta, que se cisca-ba en todo, que todo lo que decían de la comu-nión eran tonterías. Habló todavía muchísimomás, y a mí me daba miedo. En el Kuznetskicompró una escopeta de dos tiempos, un mo-rral, cartuchos, una fusta y una libra de bombo-nes. Nos fuimos a cazar por los alrededores ypor el camino nos encontramos a un pajarerocon jaulas. Lambert le compró un canario. Enun bosquecillo, soltó el canario, que no podíavolar bien, al salir de la jaula, y le tiró, pero sindarle. Era la primera vez en su vida que tiraba,pero, desde hacía mucho tiempo ya, queríacomprar una escopeta; en casa de Tuchardaquello había sido por mucho tiempo el sueñode nosotros dos. Estaba como ahogado por laemoción. Sus cabellos eran de un negro espan-toso, la cara blanca y roja, como una máscara, lanariz larga y corva como la tienen los franceses,los dientes blancos, los ojos negros. Ató al cana-rio con un hilo a una rama y, con los dos caño-nes, a boca de jarro, a cuatro centímetros de

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distancia, soltó dos disparos que lo destrozaronen mil plumitas. En seguida deshicimos el ca-mino, entramos en un hotel, tomamos una habi-tación, comimos, y bebimos champaña. Llegóuna señora... me acuerdo que me quedé muyimpresionado por el lujo de su indumentaria,su vestido de seda verde. Allí fue donde vi to-do... eso de lo que le he hablado a usted... Enseguida nos pusimos otra vez a beber y a enfa-darla y a injuriarla. Estaba desnuda. Él escondióla ropa y, cuando ella se enfadó y reclamó laropa para vestirse, le dio con toda su fuerza unfustazo en las espaldas desnudas. Me levanté, lecogí por los cabellos y le golpeé tan diestramen-te que, al primer golpe, cayó en tierra. Se apo-deró de un tenedor y me lo clavó en el muslo. Amis gritos, la gente acudió, y pude huir. Desdeentonces la desnudez me causa horror. Y, créalousted, era una belleza.

A medida que yo hablaba veía como la fiso-nomía del príncipe pasaba del regocijo a la tris-teza.

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-Mon pauvre enfant! Siempre he estado con-vencido de que tu infancia ha conocido muchosdías desgraciados.

-No se inquiete usted por rní, se to ruego.-Pero estabas solo, tú mismo me lo has dicho.

En cuanto a ese Ambert, me has hecho un retra-to de él...: ese canario, esa confirmación conllanto sobre el pecho, y seguidamente, un añodespués, esa historia de su madre con el abate...O mon cher! Esta cuestión de la infancia es senci-llamente terrible en nuestra época: mientrasesas cabecitas doradas, con sus bucles y su ino-cencia, en su primera infancia, evolucionan de-lante de uno, mirándolo, con sus risas claras ysus ojos luminosos, se creería estar viendoángeles del buen Dios o pajarillos encantadores;pero más tarde... ¡más tarde sucede que mejorhabrían hecho no creciendo!

-¡Oh, príncipe, he aquí que se desanima us-ted! Se diría en realidad que tiene usted hijos.Sin embargo, no los tiene ni los tendrá nunca.

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-Tiens! - y todo su rostro cambió de pronto -.justamente Alexandra Petrovna, anteayer, ¡ja,ja! Alexandra Petrovna Sinitskaia, tú debes dehaberla encontrado aquí hace tres semanas,figúrate que anteayer, a mi observación burlonade que, si yo me casaba ahora, podría estar se-guro por lo menos de no tener hijos, me replicósúbitamente, casi con una especie de rabia: «Alcontrario, usted los tendrá, la gente como ustedes la que los tiene oblígatoriamente, y vendrándentro del primer año, ya lo verá.» ¡Ja, ja! Todoel mundo se figura, no sé por qué, que voy acasarme. En fin, aunque esto se diga con malig-nidad, confiesa que es ingenioso.

-Ingenioso, pero ofensivo.-Oh, cher enfant, hay gente con la que no se

puede uno ofender. Lo que aprecio más en lagente es el ingenio, que por lo visto está en víasde desaparecer. Pero, ¿es que hay que echarcuenta de lo que pueda decir Alexandra Pe-trovna?

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-¿Cómo, que ha dicho usted? Hay gente conla que no se puede... ¡Está muy bien eso! Notodo hombre merece que se le preste atención.¡Regla admirable! Justamente es una regla así laque yo necesito. Voy a anotarla. Príncipe, devez en cuando dice usted cosas maravillosas.

Todo su rostro se iluminó.-Nest-ce pas? Cher enfant, el verdadero ingenio

desaparece, y cada día más. Eh mais... C'est moiqui connais les femmes. Créeme, la vida de todamujer, cualesquiera que sean sus palabras, noes más que la búsqueda eterna de un amo...Una sed de obediencia, por decirlo así. Y, nótalobien, sin la menor excepción.

-¡Absolutamente justo, admirable!-exclamé yo, entusiasmado.

En otro momento cualquiera, nos habríamoslanzado inmediatamente a consideraciones fi-losóficas sobre este tema, a lo menos duranteuna hora larga, pero de repente me sentí comomordido y me ruboricé hasta la raíz de los cabe-

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llos. Me pareció que, alabando sus frases bri-llantes, yo lo halagaba por su dinero y que, detodos modos, se quedaría persuadido de aque-llo cuando le formulase mi petición. Por esomenciono el hecho aquí.

-Príncipe, le quedaría muy reconocido si mehiciera entregar hoy mismo los cincuenta rublosque me debe de este mes - dije de una tirada ycon una irritación que rozaba la grosería.

Me acuerdo (porque se me ha quedado im-presa er la memoria toda aquella mañana hastaen sus menores detalles) que entonces se pro-dujo entre nosotros una escena odiosa, por surealismo. Al principio, no me comprendió, memiró largo rato, sin llegar a entender de quédinero quería yo hablarle. Era evidente que nisiquiera tenía la más mínima idea de que yopercibiese un salario. ¿Y por qué, por otra par-te? Es cierto que en seguida me aseguró que sehabía olvidado y que, inmediatamente despuésde haber comprendido, sacó instantáneamentecincuenta rublos, apresurándose a incluso po-

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niéndose colorado. Viendo aquello, me levantéy declaré categóricametite que ahora ya no pod-ía yo aceptar dinero alguno, que si se me habíahablado de un sueldo, era sin duda error o en-gaño, para que yo no me negase a aceptar elpuesto, y que yo comprendía ahora demasiadobien que no tenía nada que percibir, puesto quenada tenía que hacer. El príncipe se asustó y seesforzó en persuadirme de que yo le prestabaservicios inmensos, que se los prestaría todavíamás y que cincuenta rublos eran una suma tanínfima, que, por el contrario, me la aumentaría,porque era deber suyo, y que él mismo se habíapuesto de acuerdo con Tatiana Pavlovna, peroque había cometido «un olvido imperdonable».Estallé y declaré definitivamente que me des-honraría percibiendo dinero por relatos escan-dalosos sobre la manera como había acompa-ñado a dos suripantas hasta los Institutos, queyo no estaba a su servicio para divertirle, sinopara trabajar en serio, que, si él no tenía trabajo,era preciso poner punto final, etc., etc. Yo no

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tenía la menor idea de que uno pudiese asus-tarse tanto como él se asustó después de aque-llas palabras. Evidentemente, el asunto terminóde esta forma: dejé de protestar, y él me metióentre las manos, a pesar de todo, aquellos cin-cuenta rublos. ¡Todavía me acuerdo con la fren-te llena de vergüenza habérselos aceptado! Eneste mundo todo termina con alguna bajeza. Y,lo que es peor, casi llegó a demostrarme que yohabía ganado indiscutiblemente aquel dinero, ycometí la estupidez de creerlo. Me parecía abso-lutamente imposible no tomarlos.

-Cher, cher enfant! - exclamaba abrazándome ycubriéndome de besos (lo confieso, yo estaba apunto de llorar, el diablo sabe por qué, pero mecontuve a incluso hoy día, al escribir, el ruborme sube a la cara) -. Querido amigo, tú erespara mí casi un hijo, tú te has convertido duran-te este mes en un pedazo de mi corazón. En el«gran mundo» no hay más que el «gran mun-do» y nada más. Catalina Nicolaievna – su hija -es una mujer brillante y estoy orgulloso de ella,

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pero con mucha frecuencia, querido mío, ellame hiere... En cuanto a esas muchachas (ellessont charmantes) y a sus madres, que vienen afelicitarme en mai onomástica, se traen consigosus labores y son incapaces de decir una pala-bra. Tengo ya, hechos por ellas, docenas de co-jines, siempre con perros y ciervos. Las quieromucho, pero contigo me siento casi como conun hijo, o, mejor, con un hermano y me gustasobre todo cuando me replicas... Tú tienes le-tras, tú has leído, tú eres capaz de entusiasmo...

-No he leído nada y no tengo letras en ab-soluto. He leído todo lo que me ha caído enlas manos, y estos dos últimos años no heleído nada de nada y nunca leeré ya.

-¿Y por qué eso?-Mis propósitos son otros.--Cher..., será una lástima si, al fin de tu vida,

te dices como yo: Je sais tout, mais je ne sais riende bon. ¡No sé verdaderamente para qué he vi-vido! Pero... te debo tanto... quería incluso...

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Se interrumpió de repente, se ensombreció, yse quedó pensativo. Después de cualquier arre-bato (y esos arrebatos podían ocurrirle en cual-quier instante, Dios sabe por qué motivo), solíaperder durante cierto tiempo la facultad de ra-zonar y de comportarse; por lo demás, se recu-peraba tan rápidamente y de una manera tantotal, que todo aquello no le causaba demasiadodaño. Nos quedamos así por espacio de un mi-nuto. Su labio inferior, muy ancho, le colgabacompletamente... Lo que más me asombraba,era que hubiese nombrado a su hija, y sobretodo con tanta franqueza. Se lo atribuía al des-arreglo de su espíritu.

-Cher enfant, no me tomarás a mal, ¿verdad?,que te hable de tú - soltó de improviso.

En lo más mínimo. Al principio, las primerasveces, lo confieso, la cosa me chocó un poco yquería hablarle a usted también de tú. Perodespués he visto que era una tontería, puestoque usted no me tuteaba para humillarme.

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Ya no me escuchaba y había olvidado su pre-gunta.

-Bueno, ¿y tu padre?Bruscamente alzó hacia mí su mirada pensa-

tiva.Me estremecí. Por lo pronto, llamaba a Versi-

lov mi padre, cosa que no se permitía hacerjamás conmigo; además, era él el primero quehabía hablado de, Versilov, lo que no ocurríanunca.

-¡Está sin dinero y se lo llevan los diablos!-respondí secamente, pero ardiendo de curiosi-dad.

-Sí, sin dinero. Hoy precisamente va su asun-to al tribunal de apelación, y estoy esperando elpríncipe Sergio para ver qué me dice. Me haprometido que vendrá directamente desde eltribunal aquí. Hoy se decide el destino de todosellos: se trata de sesenta mil o de ochenta mil.Evidentemente, yo siempre le he tenido simpat-ía a Andrés Petrovitch (es decir, a Versilov), y

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creo qua será él quien ganará, pero los prínci-pes se quedarán sin nada. ¡Es la ley!

-¿Hoy? -exclamé estupefacto.La idea de que Versilov ni siquiera se había

dignado comunicarme esta noticia me llenabade estupor. «Entonces no ha dicho nada a mimadre, ni a nadie quizá - pensé yo al punto -.¡Vaya un carácter! »

-¿Y el príncipe Sokolski está en Petersburgo?-De golpe y porrazo se me había ocurrido unaidea muy distinta.

-Desde ayer. Ha venido directamente deBerlín, especialmente para este día.

Otra noticia de extrema importancia para mí.«Y vendrá hoy, el mismo individuo que le dio aél una bofetada»

-Bueno - la fisonomía del príncipe cambiósúbitamente -, continuará predicando, y sinduda... cortejará a las jóvenes, a las muchachitassin experiencia. ¡Ja, ja! A propósito de esto, ten-go una anécdota muy divertida... ¡Ja, ja!

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-¿Quién predica? ¿Quién corteja a las mucha-chas?

-¡Andrés Petrovitch! ¿Podrás creerlo? Enton-ces estaba pendiente de todos nosotros: ¿quécomemos?, ¿en qué pensamos? O cosas por elestilo. Nos llegaba a dar miedo: «Si sois religio-sos, ¿por qué no entráis en el convento?» ¡Nimás ni menos! Mais quelle idée! Quizá teníarazón, pero ¿no era algo demasiado riguroso? Amí sobre todo, a mí era cosa que le encantabaasustarme con el juicio final.

-Yo no he notado nada de esa índole, y, sinembargo, hace ya un mes que estamos viviendojuntos - respondí con impaciencia.

Estaba muy molesto al ver que no se recupe-raba del todo y que balbuceaba sin orden niconcierto.

-Entonces es que ahora ya no lo dice, pero,créelo, es completamente cierto. Es un hombreespiritual, indudablemente, y de una cienciaprofunda; pero ¿tiene la cabeza en su sitio? To-

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do eso le ha pasado después de sus tres años deestancia en el extranjero. Y to confieso, me sentítrastornado... como todo el mundo, por otraparte... Cher enfant, j'aime le bon Dieu... yo creo,creo todo lo que me es posible creer, pero enaquellos momentos... me hizo salir de mis casi-llas. Admitamos que empleé un procedimientopoco caballeresco, pero lo hice adrede, por des-pecho, y por lo demás, en el fondo, mi objeciónera tan seria como lo ha sido siempre desde elprincipio del mundo: «Si existe un Ser Supre-mo, le decía yo, y si existe personalmente, y nobajo la forma de un espíritu repartido a travésde la creación, bajo la forma de un líquido porejemplo (porque entonces es todavía más difícilde comprender), ¿dónde reside, pues? Amigomío, c'était béte, sin duda alguna, pero ¿es quetodas las objeciones no vienen a desembocarahí? Un domicile, es una cosa grave. Se enfadóterriblemente. Era que allá abajo se había con-vertido al catolicismo.

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-También yo to he oído decir. Seguramente esuna mentira.

-Te lo garantizo, por lo que haya de más sa-grado. Obsérvalo bien... Por lo demás, tú mis-mo dices que ha cambiado. Pues bien, en elmomento que nos atormentaba tanto, ¿podráscreerlo?, se daba aires de santo, ¡no le faltabanmás que los milagros; Nos pedía cuentas denuestra conducta, ¡te lo juro! ¡Milagros! En voilàune autre! Todo lo monje o ermitaño que quie-ras, pero el caso es que se paseaba con traje depaisano y todo lo demás... ¡y después de eso,milagros! Extraño deseo para un hombre demundo y, lo confieso, un gusto raro. No digo...desde luego, son cosas sagradas, y todo puedesuceder... Además, todo eso, es de l'inconnu,pero para un hombre de mundo es incluso unainconveniencia. Si la cosa me sucediera a mí, osi se me ofreciera, yo rehusaría, lo juro. Supon-gamos por ejemplo que ceno hoy en el círculo,que en seguida, de golpe y porrazo, he aquí que

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me pongo a hacer milagros. ¡Se reirían de mí! Es loque le dije entonces... Llevaba cadenas.

Enrojecí de cólera.-¿Las vio usted esas cadenas?-No es que las viera, pero...-Entonces, se lo digo a usted, son mentiras, no

es más que un amasijo de viles comadreos, unacalumnia de enemigos, o más bien de un ene-migo, principal a inhumano, puesto que él. notiene más que un enemigo, ¡y es su hija de us-ted!

El príncipe estalló a su vez.-Mon cher, te to ruego, a insisto en ello, te en-

carezco que, a partir de hoy, el nombre de mihija no se pronuncie jamás delante de mí apropósito de esa historia infame.

Hice ademán de levantarme. Él estaba fuerade sí; le temblaba la barbilla.

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-Cette histoire infâme!... Yo no me la creía, nohe querido jamás creer en eso... Pero... me lohan dicho: créeme, créeme, yo...

En aquel momento entró un criado y anuncióuna visita. Me volví a sentar.

IVEntraron dos señoras, o más bien dos mucha-

chas. Una era la nieta de un primo hermano dela difunta mujer del príncipe, o algo por el esti-lo, protegida suya, a la cual le había otorgadoya una dote y que (lo anoto para el porvenir)tenía ya fortuna; la segunda era Ana Andreiev-na Versilova, hija de Versilov, tres años mayorque yo y que vivía con su hermano en casa delos Fanariotova, no habiéndola yo visto hastaahora más que una sola vez, de paso, en la ca-lle, aunque, por otra parte, tuve unas palabras,también de paso, en Moscú, con su hermano (esmuy posible que más ádelante mencione estaescaramuza, si tengo ocasión, porque en el fon-

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do no vale la pena). Esta Ana Andreievna habíasido desde su infancia la gran favorita delpríncipe (las relaciones de Versilov con elpríncipe se habían iniciado hacía muchísimotiempo). Yo estaba tan turbado por lo que aca-baba de suceder, que, a su entrada, ni siquierame levanté, aunque el príncipe se hubiese le-vantado para acogerlas; después pensé que yasería vergonzoso levantarse, y me quedé en misitio. Sobre todo estaba desorientado por elhecho de que el príncipe me hubiese gritadotres minutos antes, y seguía sin saber si debíairme o no. Pero mi buen viejo lo había olvidadoya todo, como era su costumbre, y se animó deltodo, muy agradablemente, al ver a las jóvenes.Incluso se las arregló, con una fisonomía cam-biada rápidamente y un guiño de ojos misterio-so, para susurrarme a toda prisa, justo un se-gundo antes de que entraran:

-Observa-bien a Olimpia, mírala atentamente,muy atentamente... ya te contaré luego...

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La mire con bastante atención y no le en-contré nada de particular: una muchacha deuna estatura media, fuerte, con mejillas extra-ordinariamente rojas. Un rostro por lo demásbastante agradable, de los que agradan a losmaterialistas. Quizás una expresión de bondad,pero con sus reservas. No sería precisamentepor su inteligencia por lo que podría brillar, porlo menos en el sentido superior de la palabra,puesto que en sus ojos se leía la astucia. No másde diecinueve años. En una palabra, nada dignode atención. En el Instituto habríamos dicho:una pavita. (Si la describo de manera tan deta-llada, es únicamente porque esto me servirámás tarde.)

Por lo demás, todo lo que he descrito hastaaquí, con tantos detalles en apariencia inútiles,todo eso prepara la continuación y será necesa-rio más adelante. Todo se volverá a encontraren su debido momento; no he encontrado me-dio de evitarlo; si resulto aburrido, no me leáis.

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La hija de Versilov era una persona comple-tamente distinta. Alta, incluso un poco delgada;un rostro ovalado y notablemente pálido, aerocabellos negros y abundantes; ojos sombríos ygrandes, la mirada profunda; labios pequeños ybermejos, una boca fresca. La primera mujercuyos andares no me inspiraban repugnancia;por lo demás era fina y un poco seca. Una ex-presión que no era del todo bondadosa, peroseria; veintidós años. Casi ningún parecido ex-terior con Versilov, y sin embargo, no sé porqué milagro, un parecido extraordinario en laexpresión, en la fisonomía. No sé si era bonita;eso es cuestión de gusto. Las dos iban vestidasmuy modestamente: nada que describir. Yocontaba ser ofendido inmediatamente por al-guna mirada o algún gesto de Versilova, y esta-ba preparado; desde luego había sido bienofendido por su hermano, en Moscú, en el pri-mer encuentro que tuvimos en la vida. Ella nopodía conocerme de vista, pero desde luegohabía oído decir que estaba en casa del prínci-

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pe. Todo lo que proyectaba o hacía el príncipesuscitaba inmediato interés y parecía un acon-tecimiento en toda aquella banda de parientes yde «postulantes»: con mucha más razón el apa-sionamiento súbito que había concebido por mí.En compensación, yo sabía que el príncipe seinteresaba muchísimo por la suerte de Ana An-dreievna y le buscaba un novio. Pero encontrarese novio era más difícil para Versilova quepara las que se dedicaban a hacer labores.

Ahora bien, contra toda previsión, Versilova,después de haber estrechado la mano delpríncipe y cambiado con él algunos festivoscumplidos mundanos, me miró con una curio-sidad extrema, y, viendo que yo la miraba tam-bién, se inclinó bruscamente con una sonrisa.En suma, acababa de entrar y se inclinaba comola que ha llegado la última, pero aquella sonrisaera tan bondadosa, que, indudablemente, eraalgo querido a propio intento. Me acuerdo deeso; experimenté una sensación asombrosamen-te agradable.

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-Y aquí---. aquí, es mi joven y querido amigoArcadio-Andreievitch Dol... - balbuceó elpríncipe notando que ella no había saludado, yque yo seguía sentado.

De repente se interrumpió: quizá se sintióconfuso al presentarme a ella (es decir, al pre-serítar el hermano a la hermana). La pavita mesaludó también; pero súbitamente y de unamanera muy estúpida estallé y salté de miasiento: un arrebato de orgullo ficticio, absolu-tamente insensato; ¡siempre mi amor propio!

-Dispense, príncipe, no soy Arcadio An-dreievitch, sino Arcadio Makarovitch -- cortéviolentamente, olvidando por completo queera preciso responder a la señora con un sa-ludo.

¡Al diablo aquella minucia incongruente!-Mais. .. tiens! - exclamaba ya el príncipe,

dándose con la mano en la frente.-¿Dónde ha hecho usted sus estudios? - re-

sonó en mis oídos la pregunta un poco tonta y

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lánguida de la pavita que se había acercadomuchísimo.

-En Moscú, en el Instituto.-Ah, ya me lo habían dicho. Bueno, ¿y ense-

ñan bien allí?Muy bien.Yo seguía estando de pie, y respondía como

un soldado a su jefe.Las preguntas de aquella muchacha no deno-

taban ciertamente mucha imaginación, pero nopor eso había dejado de encontrar algo con loque hacer olvidar mi absurda salida de tono ycalmar la turbación del príncipe, que escuchabaya con una sonrisa gozosa las cosas alegres quele cuchicheaba al oído Versilova; se veía que noestaban hablando de mí. Pero ¿por qué aquellamuchacha, que me era absolutamente descono-cida, había juzgado necesario hacer olvidar miabsurda salida de tono y todo lo demás? Sinembargo, era imposible admitir que se conduje-ra así -conmigo sin razón: ella tenía una inten-

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ción determinada. Me examinaba con demasia-da curiosidad; se hubiera dicho que deseabaque yo también por mi parte la observase lomás posible. Todo aquello me lo dije a mí mis-mo inmediatamente... y no me equivoqué.

-¿Cómo, hoy? - exclamó de repente el prínci-pe, saltando de su asiento.

-¿No lo sabía usted entonces? - se asombróVersilova -. Olympe!, el príncipe no sabía queCatalina Nicolaievna llega hoy. Hemos ido acasa de ella, pensábamos que había cogido eltren de la mañana y que estaba en casa desdehacía mucho tiempo. Pero acabamos de en-contrárnosla en el zaguán; llegaba directamentede la estación y nos ha dicho que entremos averle a usted; ella también va a venir de un mo-mento a otro... ¡por lo demás, hela aquí!

La puerta lateral se abrió y ¡apareció aquellamujer!

Yo la conocía ya de cara, por un retrato sor-prendente colgado en el despacho del principe;

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me había estudiado aquel retrato a lo largo detodo el mes. Frente a ella pasé en aquel despa-cho tres minutos, sm apartar los ojos de su ros-tro ni un solo segundo. Pues bien, sí yo nohubiese conocido el retrato y si me hubiesenpreguntado después de aquellos tres minutos: «¿Cómo la encuentra usted? », no habría res-pondido nada, porque veía turbio.

Me ha quedado de esos tres minutos el re-cuerdo de una mujer verdaderamente hermosa,a la que el príncipe abrazaba y bendecía con lamano y que de repente dirigió una miradarápida - completamente de improviso, entradaapenas - hacia mí. Distinguí claramente que elpríncipe, sin duda señalándome, musitaba algo,con una risita, a propósito de su nuevo secreta-rio y pronunciaba mi nombre. Ella hizo unamueca, me lanzó una mirada desagradable ysonrió tan insolentemente, que di un paso, meaproximé al príncipe y balbuceé, temblandolocamente, sin acabar una sola palabra, y, a loque creo, rechinando los dientes:

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-Así pues, yo... yo tengo ahora que hacer... mevoy.

Volví la espalda y salí. Nadie me dijo una pa-labra, ni siquiera el príncipe; todos se limitabana mirar. El príncipe me contó luego que yo es-taba tan pálido, que él «había tenido miedo».

¡No había por qué!

CAPÍTULO III

INo había por qué tener miedo: una conside-

ración superior absorbía todos los detalles, unsentimiento potente compensaba para mí todoel resto. Salí sumido en una especie de entu-siasmo. Al poner el pie en la calle, estaba dis-puesto a echarme a cantar. Como hecha adrede,la mañana era espléndida: sol, transeúntes, rui-do, movimiento, alegría, muchedumbre.¿Cómo, es que esa mujer no me ha ofendido?¿De quién habría yo tolerado aquella mirada y

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aquella sonrisa insolente sin una protesta in-mediata, por tonta que fuera, poco importa, demi parte? Y notadlo, había llegado justamentecon la idea de ofenderme lo antes posible, antesde haberme visto: yo era a sus ojos «el comisio-nado de Versilov», y estaba persuadida ya enaquel momento, y lo ha seguido estando muchotiempo después, de que Versilov tenía entre susmanos todo el destino de ella y tenía el mediode perderla en el momento mismo, si quisiera,gracias a un determinado documento; por lomenos ella lo sospechaba. Era un duelo a muer-te. Pues bien, sin embargo yo no estaba ofendi-do. Había ofensa, pero yo no la sentía. ¿Quédigo?, estaba incluso contento; venido paraodiar, sentía incluso que empezaba a amarla.«Me pregunto si la araña puede odiar a la mos-ca a la que acecha y a la que atrapa. ¡Queridamosca! Me parece que uno quiere a su víctima;por lo menos se la puede amar. De esta manerayo, por lo que a mí se refiere, amo a mi enemi-ga: estoy terriblemente contento de que sea tan

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bella. Estoy terriblemente contento, señora, deque sea usted tan arrogante y tan altiva: si fuesemás modesta, tendría yo menos placer. Ha es-cupido usted sobre mí y yo triunfo;. si mehubiese usted escupido efectivamente al rostro,quizá no me habría enfadado, porque usted esmi víctima, la mía, y no la suya. ¡Qué seductoraes esta idea! No, la conciencia secreta que setiene de su poder es infinitamente más agrada-ble que una dominación manifiesta. Si yo fueserico hasta el punto de tener muchos millones,creo que encontraría un gran placer llevandovestidos raídos y haciéndome pasar por el másmiserable de los hombres, casi por un mendigo,haciéndome despreciar y dar de empellones: laconvicción de mi riqueza me bastaría. »

He aquí cómo podría traducir mis pensamien-tos de entonces y mi alegría y mucho de lo quesentía. Agregaré solamente que lo que acabo deescribir es más superficial: en realidad, yo eramás profundo y más pudibundo. Todavía aho-

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ra, soy más pudibundo en mí mismo que enmis palabras y en mis actos. A Dios gracias.

Quizá he hecho mal en ponerme a escribir:quedan dentro de mí infinitamente más cosasque lo que se trasluce en las palabras. El pen-samiento de uno, por mezquino que sea, entanto que está en uno, es siempre más profun-do; una vez expresado, es siempre más ridículoy más desleal. Versilov me ha dicho que lo con-trario no sucede más que en la gente malvada.Éstos no hacen más que mentir, eso les resultafácil; en cuanto a mí, me esfuerzo en escribirtoda la verdad: ¡es terriblemente difícil!

IIAquel 19 hice aún otra gestión.Por primera vez desde mi llegada, me veía

teniendo dinero en el bolsillo, puesto que lossesenta rublos reunidos en dos años se los habíadado a mi madre, como ya he dicho más arriba;desde hacía algunos días, había decidido reali-

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zar, el día en que percibiese mi sueldo, una«experiencia» en la que pensaba desde hacíamucho tiempo. La víspera, había recortado deun periódico un anuncio de «el secretario mi-nisterial en el consejo de los jueces de paz deSan Petersburgo», etc., diciendo qu.e « este die-cinueve de septiembre, a mediodía, en el barrióde Kazán, comisaría N.°- x, etc., etc., en la casaN.° x, serán vendidos los bienes muebles de laseñora Lebrecht», y que «el inventario, las tasa-ciones de precio y los objetos que han de ven-derse podían ser vistos el día de la venta», etc.,etc.

No eran mucho más de las dos. Me dirigí apie a la dirección indicada Era el tercer año queno cogía nunca un coche: me había hecho eljuramento a mí mismo (de otra forma no habríaahorrado jamás sesenta rublos). No iba nunca alas subastas públicas, todavía no me lo permitíaa mí mismo, y mi aproximación ahora no iba aser más que experimental. Había decidido noemprender nada de aquello más qúe cuando

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hubiese salido del Instituto, después de haberroto con todo el mundo, cuando hubiera vueltoa entrar en mi concha y estuviese completamen-te libre. En realidad, estaba muy lejos de estarallí, en mi concha, y lejos de estar libre; peroesta gestión había decidido hacerla únicamentea título de experiencia, para ver, casí para soñarun poco, y no volver a ello en mucho tiempoquizá, mientras no llegase el día en que meocuparía de eso seriamente. Para los demás, noera más que una pequeña venta sin importan-cia; para mí, era la primera cuaderna del barcosobre el que Cristóbal Colón partió para descu-brir América. He ahí cuáles eran entonces missentimientos.

Una vez llegado, penetré en un hueco del pa-tio del inmueble designado en el anuncio yentré en el apartamiento de la señora Lebrecht.Se componía de un recibidor y de cuatro habi-taciones pequeñas y bajas. En la primera a par-tir de la entrada se apretujaba una multitud deuna treíntena de personas: la mitad eran pasto-

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res; los otros, a primera vista, o curiosos o afi-cionados, o gente que operaba a favor de losLebrecht; había comerciantes, judíos que ace-chaban los objetos dorados, y algunas personasde «buen porte». Las fisonomías de algunos deestos señores se han quedado grabadas en mimemoria. En la puerta grande y abierta de lahabitación de la derecha, justamente entre l.osdos batientes, se había colocado una mesa, deforma que era imposible entrar en dicha habita-cióm allí se encontraban los objetos inventaria-dos y destinados a ser vendidos. A la izquierdahabía otra habitación, pero su puerta estabacerrada, aunque se entreabriese de vez encuando dejando una pequeña hendidura por laque se veía mirar a alguien: sin duda un miem-bro de la numerosa familia de la señora Le-brecht, presa naturalmente de una gran ver-güenza. Detrás de la mesa, de cara al público, sesentaba el señor secretario ministerial, revestidocon sus insignias y que procedía a la subasta.Cuando llegué iban ya casi por la mitad; inme-

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diatamente me abrí paso hasta la mesa. Estabanvendiendo candelabros de bronce. Miré.

Miré y me dije en seguida: ¿qué puedo com-prar aquí? ¿Y dónde depositar estos candela-bros de bronce, una vez adquiridos? ¿Es asícomo se hacen los negocios? ¿Pueden realizarsemis cálculos? ¿No era un cálculo infantil? Yoagitaba aquellos pensamientos y aguardaba.Era poco más o menos el sentimiento que seexperimenta delante de una mesa de juego en elmomento en que uno no ha coloeado aún supostura, pero en que se acerca ya con su carta:«Puedo poner, puedo marcharme, todo depen-de de mí.» El corazón no os late aún, pero co-mienza a fallaros, palpita ligeramente, sensa-ción que no carece de un cierto agrado. Pero laindecision os pesa pronto, y estáis como ciego:tendéis la mano, cogéis una carta, pero maqui-nalmente, casi contra vuestra voluntad. Comosi vuestra mano estuviese regida por otro; porfin, heos aquí decididos, apostáis, y la sensaciónes completamente distinta, inmensa. No hablo

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de la venta, hablo de mí: ¿qué otra persona sen-tiría latir su corazón en una venta en públicasubasta?

Había gente que se acaloraba. Había otros quese callaban y acechaban. Había algunos quecompraban y se arrepentían. En cuanto a mí, nosentí la menor lástima de un señor que porerror, por haber oído mal, había comprado unalecherita de imitación de plata, creyéndola deplata, por cinco rublos, en lugar de dos; inclusoyo mismo me divertí mucho. El comisa-rio-subastador variaba los objetos: después delos candelabros vinieron unos zarcillos, un cojínde cuero bordado, luego un cofrecito, sin dudapor conseguir mayor variedad, o bien para res-ponder a las exigencias del público. No pudecontenerme más de diez minutos, me aproximéprimeramente al cojín, luego al cofrecito, perocada una de las veces me detuve en seco en elinstance decisivo: aquellos objetos me parecíanverdaderamente imposibles. Por fin entre lasmanos del comisario apareció un álbum.

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-Un álbum, encuadernado en cuero rojo, usa-do, con dibujos en acuarela y en tinta china, enun estuche de marfil esculpido, con broches deplata: ¡dos rublos!

Me adelanté: el objeto parecía exquisito, perohabía un defecto en el trabajado del marfil. Fuiel único que me acerqué a mirar; todo el mundose callaba, ningún competidor. Podía deshacerlos atados y sacar el álbum de su estuche paraexaminarlo, pero no hice use de mi derecho ahice la señal, con una mano que temblaba: «¡Po-co importa!»

-¡Dos rublos, cinco copeques! - dije rechinan-do los dientes, creo.

El álbum fue para mí. Saqué en seguida el di-nero, pagué, cogí el álbum y me fui a un rincónde la estancia. Allí, lo saqué de su escuche y,febrilmente, con apresuramiento, me puse aexaminarlo: con excepción del estuche, era lacosa más miserable del mundo, un álbum pe-queñito, no más grande que una hoja de papel

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de cartas de formato pequeño, delgado, con loscantos desdorados ya, como aquellos álbumesque tenían antiguamente las jovencitas que sal-ían de los colegios. En colores y con tinta chinaestaban dibujados templos sobre montañas,amorcillos, un estanque donde nadaban cisnes.Había también versos:

Me voy para una larga ausencia,Abandono Moscú para siempre,A mi amor digo adiós con tristeza,A Crimea me marcho sin verte.(¡Se me han quedado en la memoria!) Deduje

que había cometido una pifia; si podía existirun objeto inútil para todo el mundo, aquél des-de luego lo era.

«Es igual - me dije -; la primera postura sepierde siempre. Incluso eso es una señal exce-lente.»

Estaba decididamente satisfecho.

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--¡Ah, llego demasiado tarde! ¿Es usted quienlo tiene? ¿Lo ha comprado usted? - resonócompletamente de improviso y cerca de mí lavoz de un caballero de abrigo azul, de buenporte y bien parecido.

Llegaba retrasado.-¡Demasiado tarde! ¡Ah, qué desgracia! ¿Y por

cuánto?-Dos rublos cinco copeques.-¡Ah! ¡Qué lástima! ¿Y no me lo cedería usted?-Salgamos - le musité al oído, latiéndome el

corazón.Salimos al rellano.-Se lo cederé por diez rublos - dije, corrién-

dome un escalofrío por la espalda.-¡Diez rublos! Perdone, ¿qué está usted di-

ciendo?-Como usted quiera.

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Me miró con los ojos abiertos de par en par;yo iba bien vestido, no me parecía en lo másmínimo a un judío o a un revendedor.

-Pero, permítame, es un viejo álbum sin valor.¿De qué puede servirle a usted? Ni siquiera elestuche vale nada. No encontrará a quienvendérselo.

-Sin embargo, usted quiere comprarlo.-Pero es que yo tengo mis motivos particula-

res. Solamente me enteré ayer. Soy el únicocomprador posible.

-Debería pedirle veinticinco rublos; pero co-mo, a pesar de todo, hay el riesgo de que re-nuncie usted a él, le he pedido solamente diez,para mayor seguridad. No rebajaré ni un solocopes.

Volví la espalda y me fui.--¡Acepte usted cuatro rublos! - dijo alcanzán-

dome, ya en el patio. ¡Vamos, cinco!Continué andando sin responder.

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-¡Vamos, tome! - sacó diez rublos, y le entre-gué el álbum -. Confiese que no es una acciónmuy honrada. ¡De dos rublos a diez!

-¿Y por qué no ha de ser honrada? ¡Es el mer-cado!

-¿Qué mercado? - Empezaba ya a enfadarse.-Donde hay demanda, hay mercado. Si usted

no lo hubiese pedido, yo no lo habría podidovender ni siquiera en cuarenta copeques.

Tenía que hacer grandes esfuerzos para noecharme a reír a carcajadas y conservar mi se-riedad; reía interiormente, reía no de entusias-mo, sino sin saber por qué. Me ahogaba un po-co.

-Escúcheme -- rezongué yo completamente ami pesar, pero amistosamente y con un granafecto hacia él -, escuche. Cuando el difuntoJames Rothschüd de París, el que ha dejado milsetecientos millones de francos (él agachó lacabeza), en su juventud, se enteró por casuali-dad, unas horas antes que los demás, del asesi-

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nato del duque de Berry, se apresuró a visitar aquien le correspondía, y por eso, en un abrir ycerrar de ojos, ganó varios millones. He ahícómo se hacen las cosas.

-Entonces, ¿usted es Rothschild, usted? - megritó indignado, como si estuviera dirígiéndosea un imbécil.

Salí vivamente de la casa. ¡Una sola gestión, ysiete rublos noventa y cinco copeques de ga-nancias! La maniobra había sido insensata, eraun juego de niños, convengo en ello, pero locierto era que coincidía con mi idea y no podíamenos que conmoverme profundamente. Por lodemás, no hay en esto sentimientos que descri-bir. El billete de diez rublos estaba en el bolsillode mi chaleco, hundí allí dos dedos para pal-parlo y caminé así sin retirar la mano. A cienpasos de la casa, cogí el billete para mirarlo, loexaminé y tuve ganas de besarlo. De repente uncoche se detuvo delante de una casa; el porteroabrió la puerta y una señora subió al carruaje,lujosa, joven, bella, rica, envuelta en sedas y

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terciopelos, con una cola de metro y medio. Depronto, un bonito portamonedas se le escapó delas manos y cayó al suelo; ella se acomodó; elcriado se bajó para recoger el objeto, pero yo diun brinco, lo cogí y se lo alargué a la señoraalzándome el sombrero (un bombín; iba vestidocomo un joven elegante, no mal del todo). Laseñora me dijo con discreción, pero con unasonrisa muy agradable:

-Merci, caballero.El coche partió. Besé el billete de diez rublos.Aquel mísmo día tenía yo que ver a Efim

Zvierev, uno de mis antiguos camaradas delInstituto, que lo había abandonado para entraren una escuela especial de Petersburgo. No valela pena de una descripción y, en suma, yo notenía con él ningún lazo de amistad; pero mehabía puesto en su búsqueda; él podía (en vir-tud de ciertas circunstancias que tampoco me-recen ser mencionadas) proporcionarme la di-rección de un tal Kraft, del que yo tenía una

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necesidad extrema, en el momento en que eseKraft volviese de Vilna. Zvierev lo aguardabajustamente aquel mismo día o al otro, y me tohabía hecho saber la antevíspera. Era preciso ita Petersburgskaia storona, pero yo no sentíaningún cansancio.

Encontré a Zvierev (él también tenía los die-cinueve años cumplidos) en el patio de la casade su tía, con la que vivía provisionalmente.Acababa de comer y se paseaba por el patio enzancos; me anunció de sopetón que Kraft había-llegado la víspera y que había bajado a su anti-guo apartamiento, también en Petersburgskaiastorona, y que deseaba, él también, verme lomás pronto posible, para comunicarme inme-diatamente una noticia urgente.

-Se vuelve a marchar no sé dónde - agregóZvierev.

Como para mí era de una importancia capital,dadas las circunstancias, ver a Kraft, le rogué aEfim que me condujera inmediatamente a su

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casa, puesto que resultaba que vivía en unacallejuela vecina, a dos pasos de allí. Pero Zvie-rev me declaró que se lo había encontrado unahora antes, cuando se dirigía a casa de Dergat-chev.

-¡Pero vamos allí! - me invitó -. ¿Por qué hasde negarte siempre? ¿Es que tienes miedo?

Efectivamente, Kraft podía demorarse en casade Dergatchev, y entonces, ¿dónde iba a poderencontrarlo? Yo no le tenía miedo a Dergatchev,pero no tenía ganas de ir a su casa, aunqueaquella fuese por lo menos la tercera vez queEfim quería arrastrarme hasta allí. Pronunciabasiempre aquel «¿tienes miedo?» con una sonrisamuy desagradable para mí. Sin embargo, no eracuestión de miedo, lo digo de antemano, y sitemía algo, era una cosa muy distinta. Aquellavez resolví ir; la casa estaba también a dos pa-sos. Por el camino le pregunté a Efim si seguíateniendo intenciones de marcharse a América.

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-Quizás espere todavía - respondió con unarisita.

Yo no lo apreciaba mucho, en realidad no loapreciaba en absoluto. Tenía los cabellos casiblancos, una cara redonda, demasiado blanca,blanca hasta la inconveniencia, casi infantil; eramás alto que yo, pero era imposible calcularlemás de diecisiete años. Con él no era posiblesostener ninguna conversación.

-¿Y qué pasa por allá? ¿Siempre hay tantagente? - pregunté por decir algo.

-Pero, ¿por qué has de tener siempre miedo? -dijo una vez más, echándose a reír.

-¡Vete al diablo! - respondí furioso.-No hay gente en lo más mínimo. No vienen

más que conocidos, ningún extraño, estátetranquilo.

-Extraños o no, ¿qué quieres tú que eso meimporte? ¿Y yo, es que no soy yo un extraño enesa casa? ¿Por qué quieres que tengan confian-za en mí?

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-Soy yo quien te lleva y eso basta. Han oídohablar de ti. Kraft también puede decir lo quepiensa de ti.

-Oye, ¿estará Vassine?-No sé.-Si está, empújame con el codo cuando en-

tremos y señálamelo; en el mismo momentoque entremos, ¿comprendes?

Yo había oído hablar tan bien de Vassine, quehacía mucho tiempo que me interesaba por él.

Dergatchev vivía en un pequeño pabellón enel patio de la casa de madera de una mujer decomerciante, pero él solo ocupaba todo aquelpabellón. Tenía tres hermosas habitaciones. Lascuatro ventanas tenían las persianas echadas.Era casi ingeniero y ocupaba un puesto en Pe-tersburgo; incidentalmente the había enteradode que le proponían una colocación muy venta-josa en provincias y que iba a marcharse allí.

Acabábamos de entrar en un minúsculo reci-bidor, cuando resonaron voces. Se habría dicho

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que era una discusión animada y alguien grita-ba: «Quae medicamenta non sanat, ferrum sanat;quae ferrum non sanat, ignis sanat!».

Yo estaba realmente inquieto. Sin duda no es-taba acostumbrado a la sociedad, cualquieraque fuese. En el Instituto nos tuteábamos todos,pero, por así decirlo, yo no tenía ni un solo ca-marada; me había hecho mi rinconcito para míy allí me quedaba. Pero no era eso lo que metenía preocupado. Me había hecho a mí mismola promesa de no participar en ninguna discu-sión y no pronunciar más que las palabras in-dispensables, para que nadie pudiese formularconclusión alguna sobre mí; sobre todo, no dis-cutir.

En la habitación, muy exigua, había siete per-sonas, y diez con las señoras. Dergatchev teníaveinticinco años y estaba casado. Su mujer teníauna hermana y otra parienta; vivían tambiéncon él. La habitación estaba amueblada de cual-quier manera, suficientemente, a incluso conpulcritud. En la pared se veía un retrato litogra-

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fiado, pero sin valor, y en el ángulo un icono sinadornos de metal, pero con una lámpara encen-dida. Dergatchev avanzó a mi encuentro, meestrechó la mano y me ofreció una silla.

-Siéntese usted; está aquí en su casa.-Háganos el favor - agregó inmediatamente

una mujer joven de figura bastante agradable,vestida muy modestamente, y a continuación,después de haberme dirigido un ligero saludo,salió. Era su mujer y parecía haber tomado par-te en la discusión; ahora iba a darle de mamar asu niño. Pero quedaban todavía dos señoras,una de estatura muy baja, de unos veinte años,vestida de negro y tampoco fea; la otra, de unostreinta años, seca y de ojos penetrantes. Estabansentadas, escuchaban mucho, pero no interven-ían en la conversación.

En cuanto a los hombres, todos estaban depie, excepto Kraft, Vassine y yo. Efim me losseñaló en seguida, puesto que yo veía a Krafttambién por primera vez. Me levanté y me

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aproximé a ellos para entablar conocimiento.No olvidaré jamás el rostro de Kraft: ningunabelleza particular, pero algo de delicado y dedesprovisto de malicia, con una dignidad per-sonal que se marcaba en todo. Veintiséis años,una cierta delgadez, una estatura superior a laestatura media, rubio, la fisonomía seria, perodulce; una especie de tranquilidad en toda supersona. Y sin embargo, si queréis saberlo, nocambiaría jamás mi rostro tan vulgar por el su-yo, que me parecía tan seductor. Había en sufisonomía un no sé qué que no me habría gus-tado en la mía, una especie de tranquilidad ex-cesiva en el sentido moral de la palabra, unaespecie de orgullo secreto, ignorándose a símismo. Sin embargo, yo no podía juzgar exac-tamente de esta manera en aquel tiempo; esahora cuando me parece haber juzgado así,después de consumado el hecho.

-Encantado de verle - dijo Kraft --. Tengo unacarta que le interesará. Nos quedaremos aquíun momento y en seguida iremos a casa.

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Dergutehev era de estatura mediana, un mo-reno robusto, de hombros anchos, con una granbarba. Se veía en su mirada la inteligenciapráctica y la reserva en todas sus cosas, unacierta prudencia jamás desmentida; en vano seesforzaba en callarse la mayor parte del tiempo;era él quien evidentemente dirigía la conversa-ción. La fisonomía de Vassine no me impre-sionó apenas, aunque yo hubiese oído alabar surara inteligencia: rubio, de grandes ojos de ungris claro, el rostro muy abierto, pero al mismotiempo algo de un exceso de firmeza. Se le pre-sentía poco sociable, pero la mirada era real-mente inteligente, más que la de Dergatchev,más profunda, más inteligente que las de todoslos presentes. Por lo demás, puede ser que yoesté exagerando ahora. De los restantes, no meacuerdo más que de dos personas entre todaaquella juventud: un hombre alto, bronceado,con patillas negras, hablando mucho, de edadde unos veintisiete años, profesor o algo por elestilo, y un muchacho de mi edad, con cazadora

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de campesino, el rostro corroído, taciturno, ytodo oídos. Resultó ser en efecto de origen al-deano.

-¡No, no es así como hay que plantear la cues-tión! - comenzó, reanudando por lo visto la dis-cusión del momento, el profesor de las patillasnegras, más acalorado que todos los demás -.Por lo que se refiere a las pruebas matemáticas,no tengo nada que decir, pero esta idea, queestoy dispuesto a aceptar incluso sin pruebasmatemáticas...

-Espere un momento, Tikhomirov –interrum-pió ruidosamente Dergatchev -, los recién lle-gados no comprenden. Miren ustedes, se trata -y se volvió bruscamente hacia mí sólo (confiesoque, si tenía intención de hacer sufrir un exa-men al «nuevo» a obligarrne a hablar, el proce-dimiento era muy hábil por su parte; lo percibíinmediatamente y me preparé) -, miren ustedes,se trata de que el señor Kraft, por ejemplo, delque todos conocemos su fuerza de carácter y lafirmeza de sus convicciones, ha sido conducido

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por un hecho muy ordinario a una conclusióntotalmente extraordinaria y que a todos nos haasombrado. Ha llegado a la conclusión de queel pueblo ruso es un pueblo de segunda cate-goría...

-¡De tercera categoría! - le gritó alguien.-... De segunda categoría, destinado a servir

de materia prima a una raza más noble, sin te-ner jamás un papel independiente en los desti-nos de la humanidad. Basándose en esta con-clusión, quizá justa, el señor Kraft ha llegado adecir que toda la actividad de los rusos, cual-quiera que sea, debe quedar en lo sucesivo pa-ralizada por esta idea, que, por así decirlo, losbrazos se nos deben caer a todos y...

-¡Permite, Dergatchev! ¡No es así como hayque plantear la cuestión! - intervino Tikhomirovcon impaciencia. (Dergatchev le cedió la pala-bra en seguida) -. Siendo asi que Kraft ha reali-zado estudios serios, ha extraído de la fisiologíadeducciones que él estima matemáticas y ha

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consagrado quizá dos años a su idea (que estoydispuesto a adoptar con toda tranquilidad apriori), siendo así esto, quiero decir, la alarma yla seriedad de Kraft, la cosa se me aparece comoun fenómeno. Todo nos conduce a la cuestiónque Kraft no puede comprender, y de eso es delo que debemos ocuparnos, quiero decir, de laincomprensión de Kraft, porque se trata de unfenómeno. Hay que decidir si este fenómenocorresponde a la clínica como caso aislado, obien si es una propiedad que puede reproducir-se normalmente en otros casos; es interesantepara la causa común. Por lo que se refiere aRusia, yo creo lo mismo que Kraft, y diría inclu-so que me alegro de ello; si esta idea fuese acep-tada por todos, nos dejaría las manos libres ydesembarazaría a mucha gente del prejuiciopatriótico...

-No es por patriotismo - dijo Kraft con unaespecie de esfuerzo.

Todos aquellos debates parecían resultarledesagradables.

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-¡Patriotismo o no, dejemos eso a un lado! -declaró Vassine, silencioso desde hacía muchotiempo.

-Pero ¿de qué forma, decidme, la conclusiónde Kraft podría debilitar las aspiraciones hacíala obra común de la humanidad? - gritó el pro-fesor (él solo gritaba, todos los demás hablá-ban.en voz baja)-. Yo bien quiero que Rusia seacolocada en un segundo rango; pero se puedetrabajar para otros que no sean Rusia. Además,¿cómo puede ser Kraft patriota si ha dejado decreer en Rusia?

-¡Por otra parte, él es alemán! - lanzó de nue-vo una voz.

-¡Soy ruso! -dijo Kraft,-Ésa es una cuestión que no afecta al fondo de

las cosas - le hizo observar Dergatchev al inter-ruptor.

--Salid, pues, de la estrechez de vuestra idea -continuó Tikhomirov, que no quería oír nada -.Si Rusia no es más que una materia para razas

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más nobles, ¿por qué no había ella de aceptarese papel de materia? Es todavía un papel bas-tante brillante. ¿Por qué no descansar sobre esaidea para extender a continuación los puntos devista? La humanidad está en vísperas de suregeneración, que ha comenzado ya. Hace faltaestar ciego para negar las tareas que van a pre-sentarse. Dejen ustedes a Rusia, si no tienen yafe en ella, y trabajen por el porvenir, por el por-venir de un pueblo todavía desconocido, peroque se compondrá de toda la humanidad, sindistinción de razas. De todos modos, Rusia es-tará muerta un día; los pueblos, incluso los me-jor dotados, viven mil quinientos años, dos milaños como máximo; dos mil años o doscientosaños, ¿no es eso casi lo mismo? Los romanos,¿no han triunfado durante mil quinientos años,y se han cambiado también en materia? Hacemucho tiempo que no existen, pero han dejadouna idea, y esta idea ha sido un elemento deprogreso en la evolución de la humanidad.¿Cómo se le puede decir a un hombre que no

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tiene nada que hacer? Trabajad por la huma-nidad y no os preocupéis del resto. Hay tantascosas que hacer, que la vida no bastará, sí seconsidera bien.

-¡Hay que vivir según la ley de la naturaleza yde la verdad! - dijo desde detrás de la puerta laseñora Dergatcheva.

La puerta estaba entreabierta, y se la veía depie, con el niño en el seno, el pecho semicubier-to, escuchando ardientemente.

Kraft escuchaba sonriendo ligeramente. Al findijo, con aire un poco cansado, y además conuna sinceridad enérgica:

-No comprendo cómo se puede, si se está bajola influencia de alguna idea dominante a la cualse subordina enteramente vuestro espíritu yvuestro corazón, tener una razón cualquierapara vivir fuera de esa idea.

-Pero si se os ha dicho lógicamente, matemá-ticamente, que vuestra conclusión es errónea,que toda vuestra idea es falsa, que no tenéis el

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menor derecho a apartaros de la actividad útilcomún por la sola razón de que Rusia seríairrevocablemente un valor de segundo orden; sise os ha mostrado en lugar de un horizonteestrecho un infinito que se nos ofrece, en lugarde vuestra idea estrecha de patriotismo...

-¡Ah! - dijo Kraft haciendo un gesto con lamano --, os he dicho va que no se trata de pa-triotismo.

-Aquí hay una equivocación evidente - inter-vino de golpe Vassine -. El error consiste en queno tenemos en Kraft una simple deducciónlógica, sino, por decirlo así, una deducción quedegenera en sentimiento. Todas las naturalezasno son idénticas; hay muchos en quienes la de-ducción lógica se transforma a veces en un sen-timiento violento que se apodera de todo el sery que es muy difícil de expulsar o de modificar.Para curar al hombre así alcanzado, es precisocambiar ese sentimiento, y la cosa no es posiblemás que reemplazándola por otra fuerza igual.

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Es siempre penoso, y en muchos casos imposi-ble.

-¡Eso es un error! - clamó el disputador -. Laconclusión lógica disuelve por si misma losprejuicios. La convicción razonable engendraun sentimiento apropiado. ¡El pensamientoemana del sentimiento y a su vez, al instalarseen nosotros, formula uno nuevo!

-Los hombres son muy diferentes. Unos cam-bian fácilmente de sentirnientos; otros, con do-lor - respondió Vassine con aire de no quererprolongar la discusión.

Por mí, yo estaba encantado con su idea.-¡Es exactamente como usted dice! - exclamé

bruscamente, rompiendo el hielo y comenzan-do de pronto a hablar -. En efecto, en el lugar deun sentimiento es necesario poner otro capaz desubstituirlo. En Moscú, hace cuatro años deesto, un general... es que, fíjense, yo no lo co-nocía, pero... Puede ser que, en el fondo, por símismo no fuese digno de inspirar respeto...

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Además el hecho mismo podía parecer irra-cional, pero... En fin, vean lo que pasó, perdióun hijo, o más bien dos hijas, una después de laotra, de la escarlatina... ¡Y bien!, se quedó súbi-tamente tan abrumado, que no olvidó jamás sudolor; daba lástima verle, y finalmente se murióapenas seis meses más tarde. Que murió de esedolor, es un hecho. ¡Y bien!, ¿cómo se le habríapodido resucitar? Respuesta: ¡por un sentimien-to de una fuerza equivalente! Se necesitaba sa-car de la tumba a esas dos hijitas y dárselas, esoes todo, quiero decir... alguna cosa de ese géne-ro. Él está muerto. Y sin embargo se le habrianpodido ofrecer deducciones admirables: que lavida es corta, que todos nosotros somos morta-les; se habría podido tomar del almanaque laestadística de los niños muertos por la escarla-tina... estaba retirado...

Me interrumpí, oprimido, y miré a mi alrede-dor.

-¡Eso no es por completo lo mismo! - dijo al-guien.

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-El hecho que usted alega, sin ser de la mismanaturaleza que el caso presente, es sin embargoanálogo y lo aclara - dijo Vassine, volviéndosehacia mí.

IVDebo confesar aquí por qué he estado entu-

siasmado por el argumento de Vassine sobre«la idea-sentimiento», y al mismo tiempo deboconfesar una vergüenza infernal. Sí, yo teníamiedo de ir a casa de Dergatchev, pero por unarazón distinta a la que suponía Efim. Yo teníamiedo porque los creía ya en Moscú. Sabía queesas gentes (ellos, a otros de la misma clase,poco importa) son dialécticos y que muy proba-blemente destrozarían «mi idea». Yo estabamuy seguro de que esta idea no se la comuni-caría a ellos jamás, no se la diría nunca; peropodían (una vez más, ellos o la gente de la mis-ma clase) decirme cosas que me harían perderconfianza en mi idea, incluso sin que hiciesen

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alusión a la misma. Había en mí «idea» pro-blemas no resueltos, pero yo no quería que otrolos resolviese por mí. En estos dos últimos añosyo había dejado incluso de leer, temiendo tro-pezar con cualquier pasaje que no estuviese afavor de mi «idea», y que habría podido tur-barme. Y he aquí que Vassine del primer golperesuelve el problema y me calma extraordina-riamente. En efecto: ¿de qué, por tanto, tenía yomiedo y qué podían hacerme con toda sudialéctica? He sido tal vez el único en com-prender lo que Vassine quería decir con su«idea-sentimiento». No basta con refutar unahermosa idea, es preciso reemplazarla por otrano menos bella; de otra forma, no queriendosepararme a ningún precio de mis sentimientos,yo refutaría en mi corazón la refutación, inclusohaciéndome violencia, sea lo que fuere lo queellos pudiesen decir. Y ellos, ¿qué podían dar-me a cambio? También yo habría debido sermás osado; tenía el deber de ser más valiente. Yal entusiasmarme por Vassine, experimentaba

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cierta vergüenza, ¡me encontraba como un hijoindigno!

Todavía otro motivo de vergüenza. No es eldespreciable sentimiento de hacer valer mi ta-lento lo que me ha impulsado a romper el hieloy a hablar, sino que es también un deseo de«saltar al cuello» de la gente. Este deseo de sal-tar al cuello, para que se me encuentre bueno,para que se pongan a abrázarme o yo no sé quéde ese tipo (una porquería, en una palabra),estimo que es el más infame de todos mis moti-vos de vergüenza. Desde hace mucho tiempo,sospechaba la existencia de eso en mí, y preci-samente en aquel rincón donde me he manteni-do durante tantos años, aunque no tenga porqué arrepentirme de ello. Yo sabía que debíamostrarme más sombrío en el mundo. La únicacosa que me consolaba, después de cada una deaquellas vergüenzas, era que, a pesar de todo,me quedaba todavía mi «idea» , siempre en suescondite, y que yo no la había entregado. Conun encogimiento de corazón, me imaginaba a

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veces que, el día mismo en que hubiera comu-nicado mi idea a alguien, de pronto no me que-daría ya nada, de forma que yo sería semejantea todo el mundo y que quizás hasta abandonar-ía mi idea; por eso la guardaba, la conservaba ytemía los cotilleos. Y he aquí que en casa deDergatchev, casi desde el primer encuentro, nohabía sabido contenerme: cierto que no habíaentregado nada, pero había charloteado de ma-nera imperdonable; me había cubierto de ver-güenza. ¡Triste recuerdo! No, no puedo vivircon los hombres; incluso hoy día estoy conven-cido de ello; y hablo con cuarenta años de anti-cipación. Mi idea es mi rincón.

Apenas me hubo aprobado Vassine, me sentípresa de unas ganas incontenibles de hablar.

-En mi opinión, cada cual tiene derecho a te-ner sus sentimientos propios... con tal de queeso se haga por convicción... Y nadie tiene dere-cho a reprochárselo - dije dirigiéndome a Vas-sine.

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La frase había sido pronunciada contuaden-temente, pero me parecía que yo no tenía nadaque ver con aquello, como si fuese la lengua deotra persona la que se hubiese movido en miboca.

-¿Que-no-es-po-si-ble? - preguntó con ironía yrecalcando las sílabas la misma voz que habíainterrumpido a Dergatchev y que le había gri-tado a Kraft que era, alemán.

Juzgándolo una completa nulidad, me volvíhacia el profesor, como si fuera él el que hubie-se gritado.

-Mi convicción es que no tengo ningún dere-cho para juzgar a nadie.

Yo estaba ya temblando, sabiendo de ante-mano que no podría contenerme.

-¿Y por qué hacer tanto misterio de eso? - re-sonó de nuevo la voz de la nulidad.

-¡Que cada cual tenga su idea! - dije yo mi-rando fijamente al profesor, que, por el contra-rio, se callaba y me examinaba con una sontisa.

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-¿Y cuál es la suya? - gritó la nulidad.-Es demasiado larga para contarla... En parte

consiste en esto: ¡que los demás me dejen enpaz! Mientras que tenga dos rublos, quiero vi-vir solo, no depender de nadie (tranquilícense,me sé las objeciones) y no hacer nada, ni siquie-ra para la gran humanidad por venir, al serviciode la cual se quería hacer trabajar al señor Kraft.La libertad individual, es decir, mi libertad paramí, ante todo; no quiero saber nada fuera deeso.

Mi error fue que me irrité.-¿Eso es decir que usted predica la tranquili-

dad de la vaca satisfecha?-Lo reconozco. La vaca no tiene nada de ofen-

sivo. Yo no debo nada a nadie, pago mi tributoa la sociedad en forma de impuestos para queno me roben, no me den la lata y no me maten),y nadie tiene derecho a reclamarme más. Talvez yo tenga personalmente otras ideas, tal vezquerría servir a la humanidad y la serviré,

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quizás incluso diez veces más que todos lospredicadores. Únicamente que no quiero quenadie exija de mí ese servicio, que nadie meobligue a ello, como se quiere obligar al señorKraft. Quiero que mi libertad permanezca com-pleta, aunque yo no mueva ni el dedo meñique.En cuanto a eso de salir corriendo para ir a col-garse del cuello de todo el mundo por amor a lahumanidad y derramar lágrimas de enterneci-miento, no es más que una moda. ¿Y para quétendría yo que amar al prójimo o a vuestrahumanidad futura, que no veré nunca, que nome conocerá, y que a su vez desaparecerá sindejar rastro ni recuerdo (el tiempo nada tieneque ver con esto), cuando la tierra se cambiará asu vez en un bloque de hielo y volará por elespacio sin aire como una multitud infinita deotros bloques semejantes, lo que es con muchola más absurda de las cosas que se pueda ima-ginar? ¡He ahí vuestra doctrina! Díganme, ¿porqué tendría yo que ser totalmente generoso?

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Especialmente si todo no dura más que un ins-tante.

-¡Vamos! ¡Vamos! -- gritó una voz.Yo había soltado aquella parrafada nerviosa y

malévolamente, quemando todas mis naves.Sabía que me lanzaba al abismo, pero me apre-suraba, temiendo las objeciones. Me daba per-fecta cuenta de que rodaba al azar, sin orden,sin concierto, pero me daba prisa en convencer-los y en aplastarlos. ¡Era para mí tan importan-te! ¡Llevaba tres años preparándome! Lo cu-rioso es que se callaron repentinamente, comosi nunca hubiesen dicho nada, limitíndose aescuchar. Continué dirigiéndome al profesor:

-Perfectamente. Un hombre en extremo inteli-gente ha dicho entre otros que no hay nada másdifícil que responder a la pregunta: « ¿Por quéhace falta en forma alguna ser virtuoso?» Exis-ten aquí abajo, vean ustedes, tres especies depillos: los pillos ingenuos, convencidos de quesu pillería es la virtud suprema; los pillos ver-

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gonzantes, los que se ruborizan de su propiapillería, aun teniendo la firme intención depracticarla hasta el colmo, y, por fin, los pillossin más ni más, los pillos pura-sangre. Permí-tanme: he tenido como camarada a un ciertoLambert que me decía ya a los dieciséis añosque, cuando fuera rico, su mayor placer consis-tiría en alimentar a perros con pan y carnecuando los hijos de los pobres estuvieran mu-riéndose de hambre y que, cuando no tuvierancon qué calentarse, él compraría todo un peda-zo de bosque, lo transportaría al campo abiertoy caldearía el aire, sin dar a los pobres ni unasola ramita. ¡He ahí los sentimientos que él ten-ía! Pues bien, díganme ustedes qué podré res-ponder a ese canalla pura-sangre si me pregun-ta: «¿Por qué hace falta en forma alguna ser vir-tuoso?» Y sobre todo en nuestra época, que us-tedes han hecho de esta manera. ¡Puesto que lascosas nunca han ido peor que hoy, señores! Lasituación no está del todo clara en nuestra so-ciedad. Ustedes niegan a Dios, niegan la santi-

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dad; ¿cuál es entonces la rutina, sorda, ciega yobtusa, que puede obligarme a obrar de unadeterminada manera, si me resulta más venta-joso obrar de otra? Ustedes dicen: «Obrar razo-nablemente hacia la humanidad es tambiénobrar en mi propio interés.» Pero ¿qué pasa siyo encuentro irrazonables todas esas cosas ra-zonables, todos esos cuarteles, esas falanges?¿Qué tengo yo que hacer con todo eso, qué ten-go yo que ver con eso y con el porvenir de us-tedes, si no tengo más que una vida que vivir?Que me dejen saber a mí mismo cuál es mi pro-pio interés: extraeré más placer de eso. ¿Cómovoy a interesarme por lo que sucederá en vues-tra humanidad de dentro de mil años, si vues-tro código no me concede a cambio ni amor, nivida futura, ni patente de virtud? No, caballe-ros, si la cosa es así, viviré, con la mayor inso-lencia del mundo, para mí mismo. ¡Al diablolos demás!

-¡Bonito deseo!-Estoy dispuesto a seguirlo.

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-¡Mejor todavía! - Seguía siendo la misma voz.Todos los demás continuaban callados,

mirándome y observándome; pero poco a poco,desde varios rincones de la habitación, empeza-ron a elevarse unas risitas, al principio dis-cretas. Luego todos se me echaron a reír en lacara. Únicamente Vassine y Kraft no reían. El.hombre de las patillas negras sonreía también;me miraba fijamente y escuchaba.

-Señores - yo temblaba con todo mi cuerpo -,no les diré mi idea, por nada del mundo. Lespreguntaré, por el contrario, según el punto devista que ustedes tienen, no según el punto devista mío, puesto que quizá yo amo a la huma-nidad mil veces más que todos ustedes juntos.Díganme, y están ustedes obligados a respon-derme inmediatamente, están ustedes obliga-dos a ello - precisamente porque se están rien-do, díganme entonces: ¿Qué tienen ustedes queofrecerme para que yo les siga? Díganme cómome van a probar que todo irá mejor con el sis-tema de ustedes. ¿Qué harán de la protesta de

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mi individuo en el cuartel de ustedes, en losalojamientos comunes, en el strict nécessaire, enel ateísmo, en las mujeres comunes y sinhijos...? Porque ésa es la conclusión final, lo sémuy bien. ¡Y por todo eso, por esa porciónínfima de interés medio que me asegurará laracionalidad de ustedes, por un trozo de pan yun poco de calor, toman ustedes a cambio todami persona! ¡Aguarden un poco! Se me quita ala mujer; ¿aplastarán ustedes lo bastante miindividualidad como para impedirme matar ami rival? Me dirán ustedes que en ese momentohabré llegado a ser más razonable; pero mi mu-jer, ¿qué pensará de un marido tan rarzonable,si ella se respeta por poco que sea? Confiesenque es algo contra naturaleza. ¿No les da a us-tedes vergüenza? (25).

-¿Es usted especialista... en temas femeninos?- se burló la voz de la nulidad.

Por un instante tuve ganas de lanzarme con-tra él y molerlo a golpes. Era un hombrecillo

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pelirrojo y cubierto de pecas ... . En realidad, alcuerno su aspecto.

-Tranquilícese, todavía no he conocido a lamujer - solté yo, volviéndome por primera vezhacia su lado.

-Preciosa comunicación, que podría haber si-do hecha en forma más educada, dada la pre-sencia de las señoras.

Pero todo el mundo empezó a agitarse; cadacual cogía su sombrero y hacía ademán de mar-charse, no por causa mía, sino porque ya erahora. Únicamente que aquella manera de tra-tarme con el silencio me cubrió de vergüenza.Me levanté también.

-¿Quiere usted decirme, a pesar de todo,cómo se llama? No ha hecho usted más quemirarme - dijo el profesor, dando un paso haciamí, con una innoble sonrisa.

-Dolgoruki.-¿Príncipe Dolgoruki?

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-No, Dolgoruki a secas, hijo del ex siervo Ma-kar Dolgoruki a hijo natural de mi ex amo señorVersilov. Cálmense, señores: no digo eso paraque se me lancen ustedes al cuello y se pongana llorar de enternecimiento como vacas.

Hubo un estallido de risas sonoras y sin acri-tud, de forma que el niño que estaba durmien-do en la otra parte se despertó y se echó a llo-rar. Yo temblaba de furor. Todos estrechaban lamano a Dergatchev y se iban sin prestarme lamenor atención.

-¡Vámonos!Era Kraft, que me empujaba con el codo. Me

dirigí hacia Dergatchev, y le estreché la manocon todas mis fuerzas y se la sacudí varias ve-ces, con todas mis fuerzas también.

-Discúlpeme - me dijo - si Kudriumov - el tipopelirrojo - no ha hecho más que ofenderle.

Seguí a Kraft. No me avergonzaba de nada.

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VIEvidentemente, entre mi yo de hoy y mi yo de

entonces hay una distancia infinita.Persistiendo en mi empeño de «no avergon-

zaxme de nada», alcancé a Vassine en la escale-ra, abandonando para eso a Kraft, personaje desegunda categoría, y, con el aire más natural delmundo, como si nada hubiese pasado le pre-gunté:

-Creo que conoce usted a mi padre, quierodecir a Versilov, ¿no es así?

-No lo conozco muy a fondo - respondió in-mediatamente (sin el más mínimo matiz de esacortesía refinada, pero ofensiva, de la que usanlas personas delicadas respecto a quienes aca-ban de cubrirse de oprobio) -, pero lo conozcoun poco. He coincidido con él y lo he oídohablar.

-Si lo ha oído usted, entonces lo conoce, por-que usted es usted. Pues bien, ¿qué piensa deél? Perdóneme esta pregunta a quemarropa,

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pero necesito su respuesta. Necesito saber quépiensa usted de él, qué opinión tiene.

-Es mucho pedir. Me parece que es un hom-bre capaz de formularse a sí mismo exigenciasenormes y cumplirlas quizá, pero sin dar cuen-tas a nadie.

-¡Exacto, completamente justo, es muy orgu-lloso! Pero, ¿es sincero? Escuche usted un poco.¿Qué piensa usted de su catolicismo? Pero heolvidado que quizás usted no está al corriente. .

Si yo no hubiese estado tan turbado, induda-blemente no le habría hecho a quemarropa pre-guntas semejantes a un hombre con el que nun-ca había hablado y al que no conocía más quede oídas. Me asombraba que Vassine no pare-ciera notar mi locura.

-He oído decir algo de eso, pero ignoro hastaqué punto puede ser verdad - respondió con untono siempre igual y tranquilo.

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-¡No hay nada de verdad en todo esto! ¡Nóson más que mentiras! ¿Se imagina usted que élpueda creer en Dios?

-Es un hombre muy orgulloso, como ustedmismo ha dicho, y a muchos hombres muy or-gullosos les gusta creer en Dios sobre todo losque desprecian un poco a los hombres. Muchoshombres fuertes experimentan una especie denecesidad material de encontrar a alguien oalgo que adorar. Al hombre fuerte le cuesta aveces mucho trabajo soportar su propia fuerza.

-¡Escuche, eso debe de ser terriblemente cier-to! - exclamé yo -. Solamente que me gustaríacomprender...

-Oh, el motivo de eso es bastante claro: eligena Dios para no tener que adorar a los hombres,naturalmente sin darse cuenta de lo que ocurreen ellos mismos. Adorar a Dios no tiene nadade humillante, he ahí cómo se reclutan los cre-yentes más apasionados, o con más exactitud,los que apasionadamente desean creer; pero

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toman su deseo por una fe verdadera. Y esosson también los que, al final, pierden con másfrecuencia sus ilusiones. En cuanto al señorVersilov, creo que tiene rasgos de carácter ex-tremadamente sinceros. De una manera gene-ral, me interesa.

-Vassine - exclamé yo -, usted me agrada. Noes su inteligencia lo que me asombra, sino quepueda usted, un hombre tan puro y tan incon-mensurablemente superior a mí, caminar a milado y hablar con tanta sencillez y cortesía co-mo si nada hubiese pasado.

Vassine sonrió:-Me adula usted. Lo único que ha pasado allí

es únicamente que a usted le gustan demasiadolas conversaciones abstractas. Sin duda ustedha permanecido hasta ahora silencioso durantemucho tiempo.

-He estado tres años callado; durante tresaños me he estado preparando para hablar... Esnatural; no le he parecido a usted un tonto,

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porque usted mismo es extraordinariamenteinteligente; aunque me haya sido imposibleconducirme de una manera más estúpida. Peroestoy seguro de que le he parecido una personavil.

-¿Una persona vil?-¡Sí, sin duda alguna! Dígame, ¿no me des-

precia usted en secreto por haber dicho que soyhíjo natural de Versilov... por haberme jactadode ser hijo de un siervo?

-Se atormenta usted demasiado. Si le pareceque ha hablado mal, no tiene más sino nohablar la próxima vez; aún le quedan cincuentaaños por delante.

-¡Oh! Ya sé que es preciso mantenerse en si-lencio frente a los demás. La más innoble detodas las perversiones es la de colgarse del cue-llo de la gente. A ellos acabo de decírselo. ¡Y heaquí que ahora me cuelgo del cuello de usted!Pero hay una diferencia, ¿no es verdad? Si ha

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comprendido usted esta diferencia, si ha sidocapaz de comprenderla, bendigo este minuto.

Vassine sonrió de nuevo:-Véngame a ver, si gusta. Ahora tengo trabajo

y estoy ocupado, pero será un placer para mí.-Acabo de deducir por su cara de usted, que

es usted muy tenaz y poco comunicativo.-Quizá sea bastante cierto. El año pasado co-

nocí en Luga a su hermana de usted. Isabel Ma-karovna... Kraft se ha parado y le está aguar-dando. Ahora tendrá usted que retroceder.

Estreché fuertemente la mano de Vassine yalcancé a Kraft, que había seguido andandomientras yo hablaba con Vassine. Caminamosen silencio hasta su alojamiento; yo todavía niquería ni podía hablarle. Uno de los rasgos, másacusados del carácter de Kraft era la delicadeza.

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CAPÍTULO IVKraft había tenido en tiempos un cargo ofi-

cial, y además ayudaba al difunto Andronikov(mediante una remuneración) a tratar ciertosasuntos privados de los que el último se ocu-paba constantemente fuera de las horas de ser-vicio. Lo que a mí me importaba era que Kraft,dada su intimidad con Andronikov, podía estarenterado de ciertas cosas que por su índole meinteresaban. Pero yo sabía por María Ivanovna,mujer de Nicolás Semenovitch, en cuya casa yohabía vivido tantos años mientras estaba en elInstituto - y que era la propia sobrina, la pupilay la favorita de Andronikov -, que Kraft habíaincluso recibido el «encargo» de entregarmealgo. Yo lo estaba aguardando desde hacía unmes largo.

Vivía en un pequeño apartamiento de doshabitaciones completamente aislado, y, de mo-mento, recién llegado, de vuelta de Vilna, esta-ba incluso sin servidumbre. Tenía abierta lamaleta, pero los objetos no colocados estaban

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aún esparcidos sobre las sillas. Una mesa, de-lante del diván, sostenía un maletín, un cofreci-llo, un revólver, etc... Cuando entramos, Kraftiba sumergido en sus pensamientos, como si mehubiese olvidado completamente, quizá ni si-quiera había notado que yo no le había dirigidoni una sola palabra por el camino. Se puso enseguida a buscar algo, pero viendo de prontoun espejo, se detuvo y se miró fijamente unminuto largo. Noté aquella singularidad (no hehecho más que acordarme demasiado de todoaquello, más tarde), pero me sentía triste y muyturbado. No tenía fuerzas para concentrarme.Por un instante, experimenté el deseo súbito demarcharme y de abandonarlo todo allí parasiempre. ¿De qué se trataba en el fondo? ¿Noera una preocupación ficticia la que yo me esta-ba proporcionando? Me desesperaba al vercómo desperdiciaba mi energía en futilidadesindignas, por pura sensibilidad, siendo así quetenía frente a mí toda una meta enérgica. Ahorabien, mi ineptitud para toda acción seria era

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evidente, en vista de to que había pasado encasa de Dergatchev.

-Kraft, ¿seguirá usted yendo a casa de ellos?-pregunté completamente de improviso.

Se volvió despacio hacia mí, como si me com-prendiese mal. Yo me senté.

-Perdónelos usted - me dijo de pronto Kraft.Naturalmente me pareció que se burlaba; pe-

ro, al mirarle, vi en su rostro una bonachoneríatan extraña a incluso tan asombrosa, que yomismo me asombré de la seriedad con que merogaba que los «perdonase». Cogió una silla yse sentó a mi lado.

-Yo sé muy bien que soy quizás un amasijo detodas las clases que haya de amor propio y na-da más --- empecé a decir -, pero no pidoningún perdón.

-¿Y a quién iba usted a pedírselo? -preguntó,dulcemente y con seriedad.

Siempre hablaba dulcemente y muy despacio.

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-Admitamos que soy culpable ante mí mis-mo... Me gusta ser culpable ante mí mismo...Kraft, perdóneme si en este momento digo ton-terías. Dígame, ¿es que también usted formaparte de ese círculo? Eso era lo que le queríapreguntar.

-No son ni más tontos ni más sensatos que losdemás; están chalados, como todo el mundo.

-¿Es que todo el mundo está chalado?Me volví hacia él con una curiosidad involun-

taria.-Entre la gente bien, todo el mundo está hoy

chalado. Sólo los mediocres y los incapaces sedivierten... Pero ¿de qué sirve todo eso?

Mientras hablaba, miraba al vacío, empezabafrases y las interrumpía. Me chocó sobre todoobservar un cierto aburrimiento en su voz.

-¿Y también Vassine está con ellos? Vassinetiene por su parte una inteligencia, una ideamoral - exclamé yo.

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-Hoy día no hay ideas morales. Han desapa-recido súbitamente, todas, hasta la última. Sepodría creer que nunca las ha habido.

-¿No las había en otros tiempos?-Dejemos ese tema - dijo con un cansancio

evidente.Me sentí conmovido por su amarga seriedad.

Ruborizándome por mi egoísmo, me puse atono con él.

-La época presente - dijo él de una manera es-pontánea después de unos minutos de silencio,y mirando siempre al vacío - es la época deljusto medio y de la insensibilidad. Pasión de laignorancia, pereza, incapacidad de obrar, nece-sidad de que todo esté hecho. Nadie reflexionaya; muy pocos podrían forjarse una idea.

Se volvió a interrumpir y se calló un instante.Yo escuchaba.

-Ahora se está desboscando a Rusia, se agotasu suelo, se le transforma en estepa y se le pre-para con vistas a los calmucos. Si un hombre

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llega esperanzado y planta un árbol, todo elmundo se echará a reír: «¿Es que piensas que loverás crecer? » Por otra parte, los que desean elbien discuten lo que pasará dentro de mil años.La idea estabilizadora ha desaparecido. Todosestamos como en una posada, dispuestos a salirmañana mismo de Rusia. Cada cual vive comopara desembarazarse...

-Permita usted, Kraft. Usted ha dicho: «seocupan de lo que pasará dentro de mil años».Pero, esa desesperación suya... en cuanto aldestino de Rusia ... .¿no es una inquietud delmismo tipo?

-¡Es... es la cuestión más esencial que puedaexistir! -. declaró con irritación levantándoserapidamente -. ¡Ah, sí! ¡Ya se me olvidaba! - dijocompletamente de improviso, con una voz muydistinta, mirándome con embarazo -. Le he he-cho venir a usted por cuestión de negocios, y...¡Perdóneme, por el amor a Dios!

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Se hubiera dicho que acababa de salír de unsueño. Estaba casi confuso. Cogió una carte queestaba dentro de un vade colgado sobre la mesay me la alargó.

-He aquí lo que tenía que entregarle a usted.Es un documento de alguna importancia - em-pezó a decir con precaución y con aire de hom-bre de negocios.

Mucho tiempo después, al reflexionar enaquello, me asombré por aquella facultad que éltenía (en horas tan graves pare él) de tratar contanta cordialidad los asuntos de otros, de refe-rirlos con tanta calma y firmeza.

-Es una carte de ese mismo Stolbieiev cuyotestamento ha dado lugar, después de su muer-te, al proceso de Versilov contra los príncipesSokolski. Ese proceso se está juzgando actual-mente y terminará sin dude a favor de Versilov.La ley está de su lado. Ahora bien, en esta cartaparticular, escrita hace dos años, el testadoranuncia él mismo su voluntad auténtica, o más

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bien su deseo, y la anuncia más bien en favorde los príncipes que de Versilov. Por lo menos,los puntos sobre los que se apoyan los príncipesSokolski para impugnar el testamento encuen-tran en esta carta una poderosa confirmación.Los adversarios de Versilov darían cualquiercosa por este documento, que, por lo demás notiene un valor jurídico absoluto. Alexis Nikano-rovitch (Andronikov), que se ocupaba del asun-to de Versilov, conservaba esta carta en su casa.Poco antes de su muerte me la confió con elencargo de «guardarla preciosamente»; quizátemía por sus papeles, viendo venir la muerte.Yo no tengo por qué juzgar sobre las intenció-nes que pudiera tener Alexis Nikanorovitch enaquellos momentos y confieso que, muerto él,me hallé en una penosa indecisión: ¿qué hacercon aquel documento? ¿Qué hacer, sobre todo,en presencia de la vista en cierne? Pero MaríaIvanovna, en la que Alexis Nikanorovitch pa-recía tener mucha confianza, me sacó del apuro:me escribió categóricamente, hace tres semanas,

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encargándome que le entregara a usted el do-cumento, lo que, ella cree (es su expresión) res-ponde a la intención de Andronikov. Helo,pues, aquí, y me siento muy dichoso al podér-selo entregar a usted por fin.

-Escuche - dije yo, intrïgado con una noti-cia tan inesperada -. ¿Qué voy a hacer ahoracon esta carta? ¿Qué conducta debo seguir?

-Eso depende enteramente de usted.-Es imposible. No soy libre en absoluto, con-

venga usted mismo en ello. Versilov confiabahasta tal punto en esta herencia... Usted sabeque, sin ella, está perdido. ¡Y de golpe y portazoaparece un documento semejante!

-No existe más que aquí, en esta habitación.-¿Es seguro eso? - dije mirándole atentamente.-Si no encuentra usted por sí mismo la con-

ducta que debe seguir, ¿qué consejo puedo yodarle?

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-Sin embargo, yo no puedo entregárselo alpríncipe Sokolski: mataría todas las esperanzasde Versilov y además ¿qué papel iba a repre-sentar yo a sus ojos? El de un traidor... Por otrapane, entregándoselo a Versilov, arrojo a unosinocentes en brazos de la miseria, y Versilov nodejaría de encontrarse en una situación sin sali-da: renunciar a la herencia, o convertirse en unladrón.

-Exagera usted la importancia de la cosa.--Dígame otra cosa: ¿este documento tiene un

carácter terminante, decisivo?-No. Apenas soy jurísta. El abogado de la par-

te contraria encontraría naturalmente el mediode utilizer el documen. lo y de extraerle todo elprovecho que pudiera. Pero Alexis Nikanoro-vitch estimaba realmente que esta carta, si lle-gaba a ser mostrada, no tendría un gran valorjurídico, y Versilov podría de todos modos ga-nar su pleito. Es más bien, por así decirlo, unasunto de conciencia...

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-Pero es que eso es lo que importa sobre todo- le interrumpí yo -; ¡por eso justamente se veráVersilov en una situación sin salida.

-Pero él puede destruir el documento, y en-tonces, por el contrario, estará prevenido contratodo peligro.

-¿Tiene usted motivos especiales para juzgar-lo así, Kraft? Esto es lo que yo quería saber; poresto he venido a su casa.

-Creo que cualquier hombre en su lugarobraría de esa manera.

-¿Y usted también, y usted también obraríaasí?

-Yo no tengo que recibir ninguna herencia, ypor eso no sé lo que haría.

--Bueno - dije guardándome la carta en el bol-sillo -. Ya esto es una cosa decidida. Escúcheme,Kraft. María Ivanovna, que, se lo aseguro a us-ted, me ha descubierto muchas cosas, me hadicho que usted, y solamente usted, podría de-cirme la verdad sobre lo que ocurrió en Ems

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hace dieciocho meses entre Versilov y losAkhmakov. Lo he estado esperando a ustedcomo al sol que me daría luz. Usted no conocemi situación Kraft. Le suplico que me diga todala verdad. Quiero saber qué clase de hombre es,y ahora ¡ahora, es más necesario que nunca!

-Me extraña que no se lo hay a contado todola misma María Ivanovna. Ella ha podido estarinformada de todo por el difunto Andronikov,y seguramente se ha enterado y sabe muchomás que yo.

-El mismo Andronikov se ha visto embrolladoen este asunto: eso es to que dice María Ivanov-na. Es un asunto que, a mi entender, nadie lle-gará a poner en claro. El mismo diablo se rom-pería aquí la crisma, Pero yo sé que usted esta-ba entonces en Ems...

-Yo no estuve presence en todo, pero quierocontarle lo que sé. Aunque ¿podré satisfacerleasí?

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IINo recogeré textualmente su relato, sino que

me limitaré a dar brevemente la substancia delmistno.

Dieciocho meses antes, Versilov, que, por in-termedio del viejo príncipe Sokolski, había lle-gado a ser amigo de la casa Akhmakov (estabantodos entonces en el extranjero), había causadouna fuerte impresión primeramente en el mis-mo Akhmakov en persona, el general, no muyviejo aún, pero que había perdido en el juego larica dote de su mujer, Catalina Nicolaievna, entres años de matrimonio, y a quien sus excesosle habían producido ya un ataque. Se había re-cuperado y había partído para el extranjero:vivía en Ems a causa de su hïja, fruto de unprimer matrimonio. Era una jovencita enferrni-za de unos diecisiete años, delicada del pecho,muy bella, según se dice, y también extraordi-nariamente caprichosa. No tenía dote; se conta-ba, como de costumbre, con el viejo príncipe.Catalina .Nicolaíevna era, al parecer, una buena

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madrastra. Pero la joven se prendó de una ma-nera muy particular de Versilov. Éste predicabaentonces «no sé qué cosa apasionada», paraemplear la expresión de Kraft, no sé qué vidanueva, «estaba presa de una exaltación religiosadel más alto grado», según la expresión extraña,y quizá bu.rlona, de Andronikov, que me hasido transmitida. Llamando la atención, bienpronto fue detestado por todo el mundo. Elgeneral mismo le temía; Kraft no desmiente enmanera alguna el rumor según el cual Versilovhabría conseguido implantar en el cerebro de sumarido enfermo la idea de que Catalina Nico-laievna no era indiferente al joven príncipe So-kolski (que pot aquel entonces había salido deEms para París). Lo hizo no directamente, sino,«según su costumbre», por alusiones, insinua-ciones y con toda clase de rodeos, «en to que hallegado a ser maestro», declaró Kraft. En gene-ral, debo decir que Kraft lo juzgaba, y queríajuzgarlo, más bien coma un bribón y un íntri-gante, nato que como un hombre realmente

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poseído por una idea superior o sencillamenteoriginal. Yo sabía por otra parte, por fuera deKraft, que Versilov, que había ejercido al prin-cipio una inmensa influencia sobre CatalinaNicolaievna, había llegado poco a poco a rom-per con ella. En qué consistía todo aquel juego,no he podido jamás hacérmelo explicar porKraft, pero el odio mutuo sobrevenido entreellos dos, después de su enemistad, me habíasido confirmado por todos los conductos. Seprodujo a continuación un hecho singular: laenfermiza hijastra de Catalina Nicolaievna seenamoró sin duda de Versilov, o bien se quedóimpresionada por algún rasgo de su persona, obien fue influida por sus discursos, en resumenno sé nada de eso; pero es cosa sabida que, du-rante algún tiempo, Versilov pasaba, casi todoslos días, horas y horas junto a aquella mucha-cha. Finalmente, ella declaró con toda brus-quedad a su padre que quería a Versilov pormarido. El hecho es real, está confirmado portodos, y Kraft, y Andronikov, y María Ivanovna

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a incluso Tatiana Pavlovna han hecho alusión aél un día en mi presencia. Se aseguraba tambiénque Versilov no sólo deseaba aquel matrimonio,sino que incluso insistía, y que el acuerdo deaquellas dos criaturas heterogéneas, de unhombre viejo y de una niña, fue mutuo. Peroaquella idea espantaba al padre; a medida queiba aborreciendo a Catalina Nicolaievna, a laque había amado mucho en otros tiempos, sehabía puesto a adorar a su hija, sobre todo des-pués de sufrir su ataque. Pero el adversario másencarnizado de semejante casamiento fue Cata-lina Nicolaievna. Hubo una cantidad extraordi-naria de conflictos domésticos, secretos y extre-madamente desagradables, de disputas, de en-fados; en una palabra, suciedades de toda índo-le. El padre por fin comenzó a ceder, al ver latestarudez de su hija, enamorada de Versilov y«fanatizada» por él (la expresión es de Kraft).Pero Catalina Nicolaievna continuaba rebelán-dose, con un odio implacable. Y aquí es dondecomienza el embrollo del que nadie comprende

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una palabra. He aquí sin embargo la hipótesisconstruida por Kraft según ciertos datos, perono es más que una hipótesis.

Versilov habría conseguido sugerir, a su ma-nera, delicada e irresistible, a la jovencita que, siCatalina Nicolaievna se negaba a dar su con-sentimiento, era porque ella misma estabaenamorada de él y desde hacía largo tiempo sehallaba atormentada por los celos: lo perseguía,intrigaba, le había hecho ya una declaración, yestaba dispuesta ahora a quemarlo vivo porqueél amaba a otra. En resumen, algo por ese estilo.Lo peor era que habría «deslizado» una palabri-ta al padre, al marido de la mujer «infiel», ex-plicando que lo del príncipe no había sido másque una distracción. Según otras variantes, Ca-talina Nicolaievna quería con locura a su hijas-tra y ahora, calumniada ante ella, estaba entre-gada a la desesperación, sin hablar de sus rela-ciones con su marido enfermo. En fin, existeaún otra variante en la cual, con gran pena pormi parte, creía rotundamente Kraft, y en la cual

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creía yo mismo (porque ya de eso había tenidoindicios). Se aseguraba (según se dice, Andro-nikov lo había sabido por boca de la mismaCatalina Nicolaievna) que Versilov, por el con-trario, ya antes, es decir, antes de que la jovenci-ta hubiese conocido aquellos sentimientos, hab-ía ofrecido su amor a Catalina Nicolaievna; queésta, que era su amiga a incluso había sido exal-tada por él durante algún tiempo, pero que nolo creía nunca y lo contradecía siempre, habíaacogido aquella declaración con un odio extra-ordinario y lo había abrumado de burlas vene-nosas. Lo había puesto formalmente de patitasen la calle, porque el otro le proponía lisa y lla-namente hacerla su mujer, previendo un se-gundo ataque, inminente, del marido. Así pues,Catalina Nicolaievna debió de experimentaruna aversión particular contra Versilov cuandole vio seguidamente buscar de una manera tanostensible la mano de su hijastra. María Iva-novna, al contarme todo aquello en Moscú, cre-ía en la verdad de una y otra variante, es decir,

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todo a la vez: ella aseguraba que todo aquellopodía conciliarse, que era la haine dans l'amour,una especie de orgullo amoroso herido, de unay de otra parte, etcétera; en una palabra, unaespecie de embrollo novelesco, indigno de unhombre serio y en posesión de sus cinco senti-dos, y con una mezcla además de infamia. PeroMaría Ivanovna estaba repleta de novelas desdesu infancia, las leía noche y día, a pesar de tenerun carácter excelente. Lo que se desprendía deaquello, era la evidente ignominia de Versilov,la mentira y la intriga, algo negro y repugnante,tanto más cuanto que el final fue trágico: la po-bre jovencita, inflamada de amor, se envenenó,se dice, con cerillas de fósforos; por lo demás,aún no sé hoy día si este último rumor es exac-to; de todas maneras, se trató de ahogarlo portodos los medios. La joven no estuvo enfermamás de quince días y murió. De ese modo lahistoria de las cerillas quedó dudosa, pero Kraftcreía en ella firmemente. A continuación, muyrápidamente, murió el padre de la joven, se dice

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que de pena, pena que le produjo un segundoataque, pero, sin embargo, no antes de tres me-ses. Pero, después del entierro de la muchacha,el joven príncipe Sokolski, vuelto de París aEms, abofeteó públicamente a Versilov en plenojardín, y el otro no respondió con un desafío; alcontrario, al día siguiente se mostró en el paseocomo si nada hubiera pasado. Fue entoncescuando todo el mundo le volvió la espalda,también en Petersburgo; Versilov conservabano obstante algunos conocimientos, pero en unambiente completamente distinto. Sus amigosdel gran mundo se hicieron todos sus acusado-res, aunque muy pocos conociesen todos losdetalles; no se sabía más que la historia de lamuerte novelesca de la jovencita y lo de la bofe-tada. Únicamente dos o tres individuos poseíandatos tan completos como era posible tener; elque más sabía de aquello fue el difunto Andro-nikov, que desde hacía mucho tiempo estaba yaen relaciones de negocios con los Akhmakov yen particular con Catalina Nicolaievna a causa

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de un determinado asunto. Pero guardó el se-creto incluso en el seno de su propia familia; nose había franqueado un poco más que a Kraft ya María Ivanovna, y eso por necesidad.

-Lo esencial - concluyó Kraft - es que existe undocumento al que la señora Akhmakova temeespantosamente.

Y he aquí lo que él me comunicó a este res-pecto.

Catalina Nicolaievna había cometido la im-prudencia, en el momento en que el viejopríncipe su padre se reponía en el extranjero desu ataque, de escribir a Andronikov, con gransecreto (Catalina Nicolaievna tenía en él unacompleta confianza), una carta extremadamentecomprometedora. En aquellos momentos, elpríncipe convaleciente había manifestado,según se dice, una cierta inclinación a derrocharsu dinero, casi a tirarlo por la ventana: se habíapuesto a comprar en el extranjero objetos per-fectamente inútiles, pero costosos, cuadros,

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jarrones; a hacer regalos y donativos, en gran-des cantidades, incluso a diversos estableci-mientos del país; había estado a punto de com-prarle a un noble ruso arruinado, a muy altoprecio y sin hacer ninguna visita, una haciendadevastada y cargada de pleitos, y, en fin, pen-saba realmente en el matrimonio. Pues bien,por todas aquellas razones, Catalina Nicolaiev-na, que no se habia apartado un paso de su pa-dre durante su enfermedad, le plánteó a An-dronikov, en su calidad de jurista y de «viejoamigo», esta pregunta: «¿Sería posible, con-forme a la ley, poner al príncipe bajo tutela osometerlo a consejo judicial; o sea, cuál es elmejor medio para conseguir eso sin escándalo,para que nadie encuentre motivos para hacercomentarios, para no herir tampoco los senti-mientos del padre?», etc., etc. Se dice que An-dronikov la llamó al orden y la disuadió desemejante empeño; más tarde, cuando el prín-cipe estuvo completamente curado, no hubo yaocasión de volver sobre lo mismo; pero la carta

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se quedó en casa de Andronikov. Ahora bien,Andronikov muere; Catalina Nicolaievna seacuerda en seguida de su carta: si algún día ladescubrieran entre los papeles del difunto ycayese en manos del viejo príncipe, seguramen-te éste la expulsaría para siempre, la deshere-daría y no le daría ya un solo copec en vida. Laidea de que su propia hija no creía en su razóna incluso quería hacerlo declarar loco haría deaquel cordero una verdadera fiera. Ahora bien,en su viudedad, ella se había quedado, graciasal jugador de su marido, sin la menor fortuna yno contaba más que con su padre; tenía la firmeesperanza de obtener de él una nueva dote, tangenerosa como la primera.

De la suerte que hubiese corrido aquella carta,Kraft sabía muy poco. Había notado sin embar-go que Andronikov «no rompía nunca los pa-peles que podían servir» y que además tenía elespíritu amplio, pero la conciencia muy «ampl-ïa» también. (Me asombré entonces de aquellaextraordinaria independencia de Kraft, que

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quería y respetaba mucho a Andronikov.) PeroKraft tenía sin embargo la convicción de que eldocumento comprometedor había debido decaer entre las manos de Versilov, dada su inti-midad con la viuda y con las hijas de Androni-kov: se sabía ya que ellas habían puesto a sudisposición a inmediatamente todos los papelesdel difunto. Kraft sabía además que CatalinaNicolaievna no ignoraba que la carta estaba enpoder de Versílov y que esto era lo que ellatemía, pensando que aquél iría inmediatamentea mostrársela al viejo príncipe; sabía tambiénque cuando ella regresó del extranjero, habíabuscado la carta en Petersburgo, había estadoen casa de los Andronikov, y continuaba aúnbuscándola, puesto que conservaba, a pesar detodo, la esperanza de que no estuviese en poderde Versilov; en fin, que había hecho el viajedesde Moscú únicamente con esta intención y lehabía suplicado a María Ivanóvna que hicieseuna rebusca entre los papeles que se habíanquedado en casa de esta última. En cuanto a la

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existencia de María Ivanovna y sus relacionescon el difunto Andronikov, ella se había ente-rado a última hora, una vez de vuelta en Pe-tersburgo.

-¿Y cree usted que ella no ha encontrado nadaen casa de María Ivanovna? - pregunté yo, te-niendo mi idea.

-Si María Ivanovna no le ha revelado nada austed, ni siquiera a usted, es quizá porque notiene nada.

-Entonces, ¿cree usted que el documento estáen poder de Versilov?

-Es lo más verosímil. Por lo demás, no estoyenterado de nada, todo es posible - declaró éicon un cansancio evidente.

Dejé de interrogarle. ¿Para qué seguir? Todolo esencial estaba aclarado, a pesar de aquelabominable embrollo. Todo lo que yo temía seconfirmaba.

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-Todo esto me hace el efecto de un sueño o deun delirio - dije con una pena profunda, aga-rrando mi sombrero.

-¿Quiere usted mucho a ese hombre? - pre-guntó Kraft, con una simpatía grande y mani-fiesta, que leí en aquel momento en su rostro.

-Ha pasado lo que me imaginaba -- dije -: queno me enteraría de todo en casa de usted. Mequeda una esperanza, con Akhmakova. Conta-ba con ella. Tal vez vaya a verla. Tal vez no.

Kraft me miró, un poco perplejo.-¡Adiós, Kraft! ¿Para qué aferrarse a la gente

que no quiere saber nada de uno? ¿No vale másromper de una vez?

-¿Y después? - preguntó con aire sombrío ymirando al suelo.

-¡Entrar dentro de uno, dentro de uno! ¡Rom-per con todo y entrar dentro de sí mismo!

-¿Irse a América?

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-¡A América! ¡Dentro de sí, sólo dentro de símismo! ¡He ahí en lo que consiste toda «miidea», Kraft! - dije con excitación.

Me miró con curiosidad.-¿Y tiene usted un sitio de ésos: un «dentro de

sí»?-Sí. Hasta la vista, Kraft. Le doy las gracias y

lamento haberle importunado. En su lugar, conuna Rusia semejante a la cabeza, yo enviaría atodo el mundo al diablo; marchaos, intrigad,comeos los unos a los otros; ¿qué me importa amí eso?

-Quédese todavía un momento - dijo él depronto, después de haberme acompañado ya ala puerta.

Ligeramente asombrado, volví y me senté denuevo. Kraft se sentó enfrente. Cambiamos al-gunas sonrisas: vuelvo a ver todo aquello comosi estuviese allí. Recuerdo que me sentía unpoco sorprendido.

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-Lo que me agrada de usted, Kraft, es su cor-tesía -dije de repente.

-¿Es posible?-Es que yo raramente consign ser cortés, por

más que me esfuerce... Por otra parte, quizá seapreferible ofender a la gente: por lo menos selibra uno así de la desgracia de amarla.

-¿Qué hora del día es la que prefiere ustedmás? - preguntó él, evidentemente ya sin escu-charme.

-¿Qué hora? No sé. No me gusta la puesta desol.

-¿De verdad? - preguntó con una curiosidadextraña.

E inmediatamente volvió a caer en su ensi-mismamiento.

-¿Vuelve usted a marcharse a alguna parte?-Sí... me voy...-¿Pronto?-Pronto.

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-¿Es que, para ir hasta Vilna, hay necesidadde tener un revólver? - pregunté yo sin el me-nor mal pensamiento, incluso sin pensamientoalguno.

La pregunta se me había ocurrido porquehabía visto un revólver y no sabía qué decir.

Se volvió y miró fijamente el revólver.No, no tiene importancia, es una mera cos-

tumbre.--Si yo tuviese un revólver, lo guardaría bajo

llave en algún sitio. Mire usted, es algo terri-blemente tentador. No creo en las epidemias desuicidios; pero cuando se tiene siempre un obje-to así al alcance de la vista, hay instantes en queestá uno tentado.

--¡No diga usted eso! - exclamó él, levantán-dose bruscamente.

-No me refiero a mí - añadí yo, levantándometambién -. Yo nunca haría uso de una cosa deésas. Que me den tres vidas, si quieren. Ni aunasí tendría bastante.

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-¡Que viva usted mucho tiempo!Aquellas palabras parecieron escapársele.Sonrió con aire distraído y de una manera ra-

ra se dirigió derechamente hacía el recibidor,como para guiarme hasta la salida, sin darsecuenta a punto fijo de lo que hacía.

-Le deseo toda clase de felicidades, Kraft - dijeponiendo el pie en el rellano.

-Eso está por ver - respondió con firmeza,.-Hasta la vista.-También eso está por ver.Me acuerdo de la última mirada que lanzó.

IIIAsí, pues, he aquí el hombre por el que mi co-

razón ha latido tantos años. ¿Y qué esperaba yode Kraft, qué revelaciones?

Al salir de casa de Kraft, sentí un hambre te-rrible. Caía la tarde, y yo no había comido. Des-emboqué en seguida en la Gran Perspectiva de

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Petersburgskaia storona y entré en un pequeñotraktir con intención de gastar veinte copeques,y en ningún caso más de veinticinco; por nadadel mundo me habría permitido un gasto ma-yor en aquellos momentos. Pedí una sopa y, meacuerdo muy bien, después de habérmela tra-gado, miré por la ventana. En el interior habíamucha gente; un olor de grasa quemada, deservilletas de posada y de tabaco. Era algo in-fecto. Por encima de mi cabeza, un ruiseñormudo, sombrío y pensativo, golpeaba con elpico en el fondo de su jaula. En la sala de billarhacían un gran ruido, pero yo me quedé en misilla reflexionando. La puesta de sol (¿por quéKraft se había sorprendido tanto al enterarse deque no me gustaban las puestas de sol?) meprocuró sensaciones nuevas a inesperadas,completamente fuera de lugar. Yo entreveíasiempre la dulce mirada de mi madre, sus her-mosos ojos, que, desde hacía un mes, se posa-ban en mi tan tímidamente. En aquellos últimostiempos yo me portaba en casa muy gro-

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seramente, sobre todo con ella; a quien le guar-daba rencor era a Versilov, pero no atrevién-dome a decirle groserías, según mi costumbreinnoble, era a ella a la que me dedicaba a ator-mentar. Hasta me tenía miedo: a menudo memiraba con ojos suplicantes cuando entrabaAndrés Petrovitch temiendo alguna intempe-rancia por mi parte... Cosa rara, fue entonces,en el traktir, cuando me di cuenta por primeravez de que Versilov me hablaba de tú, y ella deusted. Ya me había asombrado antes de eso, yno precisamente a favor de ella, pero aquí medabá cuenta de una manera especial, a ideasraras, unas tras otras, atravesaban mi cerebro.Me quedé mucho tiempo inmóvil, hasta que elcrepusculo imperó por completo. Pensaba tam-bién en mi hermana...

¡Instante fatal! Hace falta decidirse a toda cos-ta. ¿Es que soy incapaz de tomar una decisión?¿Qué hay de difícil en una ruptura, sobre todocuando los demás no quieren saber nada de mí?

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¿Mi madre y mi hermana? Pero a ellas yo no lasabandonaré en ningún caso, pase lo que pase.

Es verdad, la aparición de aquel hombre enmi existencia, por espacio de un relámpago, enmi primera infancia, ha sido el choque fatal queha hecho tambalear mi conciencia. Si no me lohubiese encontrado entonces, mi espíritu, mimanera de pensar, mi destino habrían sido se-guramente distintos, a pesar del carácter queme estaba reservado por la suerte y que yo nohabría podido evitar.

Ahora bien, resulta que este hombre no esmás que un sueño, un sueño de mis años deinfancia. Soy yo quien me lo he imaginado deesta manera: en realidad él es muy diferente,está muy por debajo de mi fantasía. A quien yohe venido a buscar es a un hombre honrado, yno a éste. Pero ¿por qué me he prendado de él,de una vez para siempre, en aquel corto instan-te en que le vi en tiempos, siendo todavía unniño? Este «para siempre» debe desaparecer.Un día, si se presenta la ocasión, referiré cómo

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fue aquel primer encuentro: es una mera anéc-dota de la que no se puede extraer consecuenciaalguna. Pero en mí toda una pirámide ha salidode aquel momento. He empezado esa pirámidebajo mi manta de niño, en el momento en que,antes de dormirme, podía llorar y pensar. ¿Enqué? Yo mismo lo ignoro. ¿En el abandono enque se me tenía?, ¿en los tormentos que se mehacía sufrir? Pero no se me había atormentadoapenas: escasamente dos años, en la pensiónTuchard, donde él me había metido antes demarcharse para siempre. A continuación, nadieme atormentó ya; al contrario, era yo quien mi-raba de arriba abajo a mis camaradas. Por lodemás, no puedo aguantar a esos huérfanosque gimotean sobre su suerte. No hay espectá-culo más repulsivo que el de esos huérfanós,esos bastardos, todos esos desechos de la socie-dad y, en general, toda esa canalla por la que nosiento la menor lástima, que, de golpe y porra-zo, se yergue solemnemente delante del públicoy se pone a clamar lastimeramente, pero tam-

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bién para recitar su lección: «¡Mirad cómo noshan tratado! » ¡Ya les daría yo de latigazos asemejantes huérfanos! No hay ni siquiera unoen esa turba vil, que comprenda que es diezveces más noble callarse, en lugar de gimotear yjuzgarse digno de lástima. Si tú mismo lo juzgasdigno de lástima, hijo del amor, no tienes másque lo que mereces. Eso es lo que pienso por miparte.

Pero lo que resulta curioso, no son los sueñosque yo acariciaba en otros tiempos, «bajo mimanta», sino el hecho de que he venido aquípor él, siempre por este hombre imaginario,olvidando casi mis objetivos esenciales. He ve-nido a ayudarle a vencer la calumnia, a aplastara sus enemigos. El documento del que hablabaKraft, la carta de aquella mujer a Andronikov,carta que ella teme tanto, que puede destrozarsu felicidad y sumirla en la miseria, y que ellacree que se encuentra entre las manos de Versi-lov, esa carta no estaba en poder de Versilov,sino en el mío, cosida en mi bolsillo lateral. Yo

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mismo la había cosido allí. Sí; no lo sabía nadieen el mundo. Si la novelesca María Ivanovna,que tuvo el documento «en custodia», habíajuzgado necesario entregármelo a mí, y no aotra persona, eso era un efecto de sus ideas y desu voluntad, y yo no tengo por qué explicarlo;quizás un día tendré ocasión de referirlo; pero,armado así de improviso, yo no podía menosde experimentar el deseo de venir a Petersbur-go. Naturalmente, contaba con ayudar a estehombre en secreto, sin ponerme en evidencia ysin apasionarme, sin esperar de su parte ni ala-banzas ni abrazos. ¡Y jamás, jamás, me habríajuxgado digno de dirigirle un reproche! ¿Eraculpa suya que yo me hubiese prendado de él yque me hubiese forjado con él un ideal fantásti-co? ¡Quizá ni siquiera le quería! Su espíritu ori-ginal, su carácter curioso, sus intrigas y susaventuras, la presencia cerca de él de mi madre,todo eso, al parecer, no podía ya detenerme;bastante era que mi muñeca fantástica se hubie-se roto y que yo fuese tal vez incapaz de querer-

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le en lo sucesivo. Entonces, ¿qué era lo que medetenia aún, qué era lo que me sujetaba? He ahíla cuestión. Al fin y a la postre, el tonto lo erayo y nadie más.

Pero, porque exijo la franqueza de los demás,seré franco conmigo mismo: debo confesarlo, eldocumento cosido en mi bolsillo no despertabaen mí solamente un deseo apasionado de correren socorro de Versilov. Ahora está demasiadoclaro para mí, aunque entonces me ruborizaseante aquella idea. Yo entreveía a una mujer, auna orgullosa criatura del gran mundo, con laque me encontraría cara a cara; ella me despre-ciaría, se reiría de mí como de un ratón, sin sos-pechar siquiera que soy el dueño de su destino.Esa idea me embriagaba ya en Moscú, y másaún en el tren, en el momento en que me dirigíaaquí; ya lo he confesado más arriba. Sí, yo de-testaba a esa mujer, pero la quería ya comovíctima que iba a ser mía, y todo aquello eraverdad, todo aquello era real. Pero era una pue-rilidad como nunca hubiese creído ni siquiera

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de una criatura como yo. Describo mis senti-mientos de entonces, es decir, lo que me pasabapor la cabeza en el momento en que estaba sen-tado en el traktir debajo del ruiseñor, en el mo-mento en que decidí romper con ellos, aquellamisma noche, irrevocablemente. La idea de mireciente encuentro con aquella mujer hizo subirde pronto a mi rostro el arrebol de la vergüen-za. ¡Vergonzoso encuentro! ¡Vergonzosa yestúpida impresión, y que sobre todo demos-traba, de la mejor manera posible, mi ineptitudpara la acción! Demostraba solamente, pensabayo entonces, que yo era incapaz de resistir ni si-quiera a los cebos más estúpidos, siendo así queacababa de declararle a Kraft que yo tenía, enalgún lugar al sol, mi obra propia, y que, si mediesen tres vidas, sería aún demasiado pocopara mí. Yo había dicho aquello orgullosamen-te. Que hubiese abandonado mi idea para in-miscuirme en los asuntos de Versilov, era to-davía perdonable; pero lanzarme a un lado y aotro, como una liebre deslumbrada, y mezclar-

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me en toda clase de estupideces. era evidente-mente una pura imbecilidad de mi parte. ¿Quénecesidad tenía yo de haber ido a casa de Der-gatchev a exponer mis tonterías, cuando estabaconvencido desde hacía mucho tiempo de queyo era incapaz de contar nada con ilación ybuen sentido y que mi mayor interés estaba encallarme? Y un Vassine me daba una leccióncon el pretexto de que yo tenía aún « cincuentaaños de vida por delante, y que por consiguien-te no tenía por qué inquietarme». Magníficaobjeción, lo reconozco, objeción que hace honora su inteligencia indiscutible; magnífica, porquees la más sencilla, y las cosas sencillas no secomprenden nunca más que al final, cuando sehan tanteado todas las complicaciones y todaslas tonterías; pero esa objeción ya la sabía yo sinnecesidad de Vassine; esa idea ya la había expe-rimentado hacía más de tres años; hay más, enparte era «mi idea». He aquí lo que me decíaentonces a mí mismo en el traktir.

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Me sentía muy a disgusto cuando, cansado deandar y de pensar, llegué por la noche, despuésde las siete, al Semenovski polk. La oscuridadera completa; el tiempo había cambiado; estabaahora seco, pero se había levantado un vientodesagradable, el viento de Petersburgo, cruel ypenetrante; lo tenía a la espalda, y hacía giraralrededor la arena y el polvo. ¡Cuántas carasrudas, entre la gente humilde que se apresura-ba a entrar en su rincón, de vuelta del trabajo ode la oficina! Cada cual llevaba grabado en surostro su duro cuidado, ¡y ni siquiera una solaidea común que uniese a toda aquella muche-dumbre! Kraft tiene razón: cada uno tira por susitio. Me encontré con un niño, tan pequeño,que se asombraba uno de verlo solo en la calle asemejante hora; debía de haberse perdido; unabuena mujer se detuvo un momento para inter-rogarlo, pero, no comprendiendo nada, hizoademán de que ella nada podía hacer y conti-nuó su camino abandonándolo solo en la oscu-ridad. Me acerqué, pero tuvo miedo de mí y

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huyó. Al llegar a casa, decidí no ir a visitarnunca a Vassine. Mientras subía la escalera, mesentí invadido pot unas ganas locas de encon-trar a mi familia sola en casa, sin Versilov, paratener tiempo de decir antes de su llegada algu-nas palabras amables a mi madre o a mi queri-da hermana, a la cual, por así decirlo, no le hab-ía dirigido en todo aquel mes una sola palabraafectuosa. Eso pasó: él no estaba en casa...

IVA propósito de esto: al introducir en mis

«memorias» a este «nuevo personaje» (quierodecir a Versilov), debo dar brevemente algunosdatos sobre la carrera de su vida, datos que porlo demás, no significan nada. Lo hago para queel lector me comprenda mejor, y porque no veoen qué sitio podría situar lógicarriente estosdatos en el curso de la narración.

Había estado en la Universidad, pero habíaentrado en seguida en la guardia, en un regi-

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miento de caballería. Se casó con una Fanario-tova y pidió el retiro. Hizo varios viajes al ex-tranjero. En los intervalos, vivía en Moscú, en-tregado a los placeres mundanos. Después de lamuerte de su mujer, se retiró al campo; allí esdonde se sitúa el episodio de mi madre. Segui-damente, residió largo tiempo en alguna partedel Mediodía. Cuando estalló la guerra conEuropa, volvió a entrar en servicio, pero no fueenviado a Crimea y no participó en ningúncombate. Acabada la guerra, cogió su retiro,viajó por el extranjero, a incluso con mi madre,a la cual abandonó en Koenigsberg. La infelizme ha contado varias veces, con una especie deespanto y agachando la cabeza, cómo tuvo quepasar seis meses absolutamente sola, con suhijita, sin saber el idioma del país, como en ple-no bosque, y, al final, sin dinero. Entonces vinoa buscarla Tatiana Pavlovna y se la llevó consi-go a algún lugar en la provincia de Nijni. Acontinuación Versilov formó parte de la prime-ra hornada de los «mediadores de paz» (28) y,

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según se dice, desempeñó sus funciones a ma-ravilla. Pero las abandonó pronto y se ocupó, enPetersburgo, de distintos asuntos civiles priva-dos. Andronikov estimó siempre en mucho sucompetencia. Lo respetaba enormemente, agre-gando tan sólo que no comprendía su carácter.Luego Versilov abandonó también aquella ocu-pación y volvió a marcharse al extranjero, estavez por mucho tiempo, por varios años. Tras delo cual se iniciaron sus relaciones muy estrechascon el viejo príncipe Sokolski. Durante todoaquel tiempo, la situación de su fortuna cambióradicalmente dos o tres veces: ora caía en lamiseria, ora se enriquecía de nuevo y volvía asalir a flote.

Por lo demás, hoy, al llegar a esta parte demis memorias, me resuelvo a hablar de «miidea». Por primera vez, voy a describirla, co-menzando por su nacimiento. Me decido, porasí decirlo, a descubrírsela al lector, y tambiénpara dar más claridad a la continuación de mirelato. No es el lector solamente, sino que tam-

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bién yo mismo, el autor, empiezo a meterme endificultades al tratar de explicar mi conductasin explicar antes lo que me ha guiado y lo queme ha impulsado. Con esta «figura de preteri-ción», heme aquí caído de nuevo, por mi torpe-za, en los «artificios» de novelista de los que mehe burlado más arriba. Al entrar en mi novelade Petersburgo, con todas sus aventuras ver-gonzosas para mí, encuentro este prefacio in-dispensable. No son los «artificios» los que mehan hecho guardar silencio hasta aquí, sino lanaturaleza de las cosas, es decir, la dificultaddel relato. Incluso hoy día, después de todo loque ha pasado, experimento una dificultad in-superable en referir esta «idea». Además, evi-dentemente debo exponerla en la forma que lamisma tenía entonces, tal como estaba formaday concebida por mí en aquella época, y no talcomo es ahora, to que implica una nueva difi-cultad. Hay ciertas cosas que resultan casi im-posibles de contar. Precisamente las ideas mássimples y más claras son las menos a propósito

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para ser comprendidas. Si, antes de descubrirAmérica, Colón hubiese querido contar su ideaa otros, estoy convencido de que se habría esta-do mucho tiempo sin comprenderle. En reali-dad, no se le comprendía. Hablando así, nopretendo en manera alguna equipararme conColón, y si alguien extrae esta consecuencia, éles, ni más ni menos, quien debe avergonzarse.

CAPÍTULO VMi idea es ser Rothschild. Invito al lector a

que tenga calma y seriedad.Lo repito: mi idea es ser Rothschild, ser tan ri-

co como Rothschild; no simplemente rico, sinoprecisamente como Rothschild. Con qué inten-ción, por qué motivo, qué fines voy persiguien-do, son cosas de las que se tratará más tarde. Demomento, demostraré solamente que la conse-cución de mi objetivo está garantizada matemá-ticamente.

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La cosa es de una sencillez infinita; todo el se-creto consiste en dos palabras: terquedad y conti-nuidad.

-Ya sabemos eso - se me dirá -; no es novedadninguna. En Alemania, cada «Vater» se lo repitea sus hijos. Y sin embargo su Rothschild de us-ted (el difunto James Rothschild, de París, alque me refiero) ha sido siempre único, mientrasque hay millones de «Vater».

Responderé:-Ustedes aseguran que ya lo saben. Pues bien,

no saben absolutamente nada. Existe un puntosin embargo en el que ustedes tienen razón: sihe dicho que es una cosa «infinitamente sim-ple», me he olvidado de añadir que es tambiénla más difícil. Todas las religiones y todas lasmorales del mundo se reducen a esto: «Hay queamar la virtud y huir del vicio.» ¿Cómo, pareceque haya nada más sencillo? ¡Pues bien, hacedalgo virtuoso, huid de uno solo cualquiera de

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vuestros vicios, ensayadlo un poco! Todo con-siste en eso.

He aquí por qué vuestros innumerables «Va-ter», durante una infinidad de siglos, puedenrepetir esas dos palabras asombrosas en las queestriba todo el secreto, mientras que sin embar-go Rothschild sigue siendo único. Por tanto, nose trata de éso en absoluto, y los «Vater» norepiten en modo alguno el pensamiento quesería necesario.

En cuanto a la terquedad y a la continuidad,sin duda alguna, también ellos han oído hablarde eso; pero, para llegar a mi objetivo, no es laterquedad de los «Vater» ni la continuidad delos « Vater» la que hace falta.

Esta sola palabra de «Vater» - y no hablo so-lamente de los alemanes -, el hecho de que setenga familia, de que se viva como todo elmundo, de que se tengan los mismos gastosque los demás, las mismas obligaciones, todoeso os impide llegar a ser Rothschild y os obliga

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a seguir siendo un hombre moderado. Por miparte, comprendo demasiado bien que una vezllegado a ser Rothschild o incluso solamente de-seando llegar a serlo, no a la manera de los «Va-ter», sino seriamente, en el mismo momentosalgo fuera de la sociedad.

Hace algunos años leí en los periódicos quehabía muerto en un vapor del Volga un mendi-go vestido de harapos, que pedía limosna y queera conocido por todo el mundo en la comarcaentera. Después de su muerte, se le encontraroncosidos en sus andrajos tres mil rublos en bille-tes de Banco. Estos días he leído una nuevahistoria de mendigos: un noble, ya anciano, queiba de posada en posada tendiendo la mano. Lohan detenido y le han encontrado encima cincomil rublos. De ahí se extraen dos conclusiones:la primera, que la terquedad en la acumulación,aunque se trate de céntimos, da a la larga resul-tados inmensos (el tiempo no tiene nada quever con el asunto); la segunda, que la formamás fácil de enriquecimiento, con tal que sea

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continua, tiene el éxito asegurado matemática-mente.

Existen quizá numerosos hombres honora-bles, inteligentes y modestos que no tienen (pormás que se empeñen) ni tres mil, ni cinco milrublos, y que sin embargo desearían terrible-mente tenerlos. ¿Por qué pasa eso? La respuestaes clara: porque ni siquiera uno solo entre todosellos, a pesar de todo su deseo, quiere hasta elpunto, si no hay otro medio, de hacerse inclusomendigo; ninguno es lo bastante terco comopara, una vez hecho mendigo, no gastar lasprimeras monedas recibïdas en procurarse unpedazo más para él mismo o para su familia.Ahora bien, con este procedimiento de acumu-lación, quiero decir, con la mendicidad, hacefalta alimentarse, para acumular sumas seme-jantes, con pan y con sal y nada más; por lomenos así es como yo comprendo la cosa. Des-de luego, eso es to que hacían los dos mendigosmencionados más arriba; comían pan seco ydormïan al aire libre. Es muy cierto que no ten-

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ían la intención de llegar a ser Rothschild: noeran más que tipos a to Harpagon o Pliuchkineen el estado puro, y nada más; pero la acumula-ción consciente, bajo una forma completamentedistinta, con la intención de llegar a ser Roths-child, no exigirá menos deseo y fuerza de vo-luntad que los que han tenido estos dos mendi-gos. Ningún «Vater» tendrá esa fuerza. En estemundo, las fuerzas son muy variadas, las fuer-zas de voluntad y de deseo sobre todo. Hay latemperatura de ebullición del agua y hay latemperatura en la que el fuego se pone al rojo.

Es un verdadero monasterio, son verdaderashazañas de santos. Es un sentimiento, y no unaidea. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Es moral, no es unamonstruosidad llevar harapos y comer pan ne-gro toda la vida, cuando se lleva consigo unafortuna semejante? Estas cuestiones llegaránmás tarde; de momento se trata solamente de laposibiiidad de alcanzar la meta.

Cuando concebí «mi idea» (precisamente noconsiste más que en el caldeamiento al rojo),

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quise ponerme a prueba: ¿estaba yo hecho parael monasterio y para la santidad? A este efecto,durante todo el primer mes no comí más quepan y agua. No me hacían falta más que doslibras y media de pan negro por día. Para con-seguir aquello, tuve que engañar al astuto Ni-colás Semenovitch y a María Ivanovna, que mequería mucho. Insistí, con gran pena de ella yno sin intrigar al muy delicado Nicolás Seme-novitch, para que se me trajese la comida a lahabitación. Allí, la destruía pura y simplemen-te. Tiraba la sopa por la ventana, sobre las orti-gas o en cualquier otra parte; la carne, o bien sela arrojaba al perro por la ventana, o bien, en-vuelta en papel, me la metía en el bolsillo y mela llevaba afuera, y con el resto por el estilo.

Como me daban mucho menos de dos librasy media de pan, yo me lo compraba en secreto.Resistí muy bien aquel mes, quizá solamenteme estropeé un poco el estómago; pero duranteel mes siguiente añadí al pan un poco de sopa,y por la mañana y por la noche un vaso de té. Y

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puedo aseguraros que pasé así un año con per-fecta salud y resistencia, y moralmente sumidoen un estado de encantamiento y en una per-petua exaltación secreta. Lejos de echar de me-nos mis platos, nadaba en entusiasmo. Termi-nado el año, convencido de que me hallaba encondiciones de soportar cualquier clase de ayu-no, volví a comer como todo el mundo, a hicemis comidas con ellos. No contento con estaprueba, hice una segunda: para mis gastillosmenudos tenía derecho, además de la pensionpagada a Nicolás Semenovitch, a cinco rublospor mes. Resolví no gastar más de la mitad. Fueuna prueba muy difícil, pero al cabo de pocomás de dos años, al llegar a Petersburgo, lle-vaba en el bolsillo, aparte de otro dinero, seten-ta rublos producidos únicamente pot esas eco-nomías. El resultado de esas dos experienciasfue para mí colosal: comprobé positivamenteque era capaz de querer lo bastante para llegar ami objetivo, y es en esto, lo repito, en lo que

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constste «mi idea»; el resto no es más que futi-lidad.

IISin embargo, veamos también esas futilida-

des.He descrito mis dos experiencias. En Peters-

burgo, como ya se sabe, hice una tercera: medirigí a una subasta pública y, de un solo golpe,obtuve una ganancia de siete rublos noventa ycinco copeques. Naturalmente no era una ver-dadera experiencia, sino una especie de juego,de recreo: había tenido la fantasia de robarle alporvenir un minutito y ver cómo me compor-taría y obraría. De una manera general, desde elprincipio, en Moscú, había aplazado la verda-dera puesta en marcha hasta el momento enque me viese enteramente fibre; comprendíademasiado bien que me hacía falta primera-mente, por ejemplo, terminar con el Instituto(como se sabe, a la Universidad ya la había sa-

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crificado). Indudablemente, yo partía para Pe-tersburgo presa de una cólera secreta: reciénsalido del Instituto y fibre por primera vez, hab-ía visto de pronto que los asuntos de Versiloviban a distraerme nuevamente de mi empresshasta una fecha desconocida. Aunque con cóle-ra, yo partía absolutamente tranquilo hacia mimeta.

Sin duda yo ignoraba la práctica; pero habíareflexionado sobre esos tres años seguidos y nopodia albergar duda alguna. Me había figuradomil veces la manera como procedería: me en-cuentro de golpe y porrazo, como caído de lasnubes, en una de nuestras dos capitales (habíaelegido para el estreno las capitales, y, en parti-cular, a Petersburgo, a la cual le daba la prefe-rencia con motivo de un determinado cálculo)y, así bajado de mis nubes, pero enteramentelibre, no dependo de nadie, tengo salud y cienrublos escondidos en el bolsillo como primerfondo de inversion. Con menos de cien rublos,imposible empezar, porque eso habría sido re-

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trasar durante demasiado tiempo incluso elprimerísimo período de éxito. Además de estoscien rublos, tengo, como se sabe, el valor, laterquedad, la continuidad, el aislamiento per-fecto y el secreto. El aislamiento sobre todo: hedetestado terriblemente hasta el último instantelas relaciones y las asociaciones con la gente; deuna manera general, estaba decidido a empren-der «mi idea» absolutamente solo, conditionsine qua non. La gente es para mí una carga; yohabría tenido el espíritu turbado, y esa turba-ción habría perjudicado el objetivo. Por otraparte, hasta el día de hoy, durante toda mi vida,en todos mis sueños sobre mis relaciones futu-ras, con los hombres, siempre he salido del pasomuy inteligentemente; apenas metido en faena,siempre muy estúpidamente. Lo reconozco conindignation y sinceridad, me he traicionadosiempre por mis discursos, siempre demasiadoapresurado, y por eso he resuelto suprimir a loshombres. Beneficio: independencia, tranquili-dad de espíritu, claridad de la meta.

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A pesar de los precios espantosos de Peters-burgo, decidí de una vez para siempre que nogastaría más de quince copeques en mi alimen-tation, y sabía que cumpliría esta palabra. Hab-ía examinado largamente y con detalles esteproblems de la alimentation; resolví por ejem-plo comer a veces dos días seguidos pan consal, gastando en el tercero las economías asírealizadas; me parecía que esto sería más venta-joso para mi salud que un desayuno igual yperpetuo con un mínimo de quince copeques.Seguidamente, para alojarme, me hacía falta unrincón, literalmente un rincón, únicamentedonde pasar la noche o abrigarme en los días demuy mal tiempo. Resolví vivir en la calle y es-taba dispuesto, en caso de necesidad, a dormiren los asilos nocturnos en los que se da, ademásdel techo, un trozo de pan y un vaso de té. ¡Oh!,ya sabré yo esconder mi dinero para que no meroben, en mi rincón o en el asilo; nadie adivi-nará siquiera que lo tengo, os to garantizo.

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«¿Robarme a mí, cuando me guardo de robara los demás?»: he oído una vez esta frase burlo-na en la calle, en boca de un compadre astuta.Naturalmente, lo único que retengo de la frasees la prudencia y la astucia; no tengo la menorintención de robar. Hay más, ya en Moscú, yquizá desde el primer día de mi «idea», decidíque no sería ni prestamista, ni usurero: para esoestán los judíos y aquellos rusos que no tienenni inteligencia ni carácter. El préstamo y la usu-ra son creaciones de la mediocridad.

En cuanto a la ropa, resolví tener dos trajes:uno para todos los días y otro presentable. Unavez adquiridos, yo estaba seguro de llevarlosmucho tiempo; me había pasado dos años ymedio aprendiendo a llevar mis trajes a inclusohabía descubierto este secreto: para que un trajeesté siempre nuevo y no se estropee, hay quecepillarlo lo más frecuentemente posible, cincoy seis veces por día. La tela no tiene nada quetemer del cepillo, lo digo a ciencia cierta; susenemigos son el polvo y la suciedad. El polvo,

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sí se mira al microscopio, es un conjunto depequeños guijarros, mientras que el cepillo, porduro que sea, no se diferencia mucho de la lana.Aprendí igualmente cuál era la forma mejor dellevar las botas; he aquí el secreto: hay que po-sar el pie con precaución, toda la suela a la vez,apoyándose en los lados lo más raramente po-sible. Es una ciencia que puede adquirirse enquince días, luego ya todo funcionará por símismo. Con este procedimiento, las botas du-ran por término medio un tercio más que antes.Es mi experiencia de dos años.

A continuación venía la acción en sí. Yo partíade esta consideración: poseo cien rublos. Hayen Petersburgo tantas ventas en pública subas-ta, tantas liquidaciones, tantas tiendecillas aindigentes, que es imposible, después de habercomprado un objeto a un cierto precio, no re-venderlo un poco más caro. Por un álbum, yohabía obtenido siete rublos noventa y cincocopeques de ganancia por dos rublos cinco co-peques de capital desembolsado. Aquel benefi-

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cio colosal fue logrado sin ningún riesgo: en losojos del comprador yo notaba que éste no seecharía atrás. Comprendo muy bien que fueuna casualidad; pero esas casualidades son lasque yo busco, y por eso he resuelto vivir en lacalle. Estas casualidades pueden ser raras; miregla esencial no será tampoco la de no correrningún riesgo, y mi segunda regla, la de ganarcada día algo por encima del mínimo gastadoen mi manutención, a fin de que la acumulaciónno se interrumpa un solo día.

Se me dirá: ésos son sueños, usted no sabe loque es la calle, se hará aplastar al primer paso.Pero yo tengo voluntad y carácter, y la cienciade la calle es una ciencia como las demás, seaprende con terquedad, atención a inteligencia.En el Instituto siempre estuve entre los prime-ros, hasta en filosofía, y estaba muy fuerte enmatemáticas. ¿Es que está permitido erigir laexperiencia y el conocimiento de la calle en feti-che, para predecirme obligatoriamente el fraca-so? La gente que habla así es siempre la que no

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ha tenido ninguna experiencia, los que nuncahan hecho nada, no han comenzado vida algu-na y han vegetado en lo todo hecho. «Aquél seha roto la crisma, por tanto este otro se la rom-perá fatalmente.» De ninguna manera; no me laromperé. Tengo carácter, y con un poco deatención aprenderé no importa qué. ¿Es posiblefigurarse que con una terquedad incesante, unapenetración incesante, reflexiones y cálculosincesantes, una actividad y unas gestiones ince-santes, no pueda uno llegar a adquirir la cienciade ganar cada día veinte copeques de más? Ysobre todo yo estaba decidido a no buscar nun-ca el máximum de ganancia, sino a conservarsiempre mi sangre fría. Más tarde, cuando po-seyese mil o dos mil rublos, abandonaría contoda naturalidad la compra y la pequeña reven-ta. Todavía conocía muy mal lo relativo a laBolsa, a las acciones, la Banca y el resto. Peropor el contrario sabía, lo mismo que dos y dosson cuatro, que a todas aquellas Bolsas y aaquellos Bancos los conocería y los estudiaría

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en su momento tan bien como no importa quéotra cosa y que esa ciencia me llegaría con todanaturalidad, únicamente porque sería el instan-te adecuado. ¿Hacía falta para eso mucha inte-ligencia? ¿Hacía falta ser un Salomón? Bastabacon tener carácter; el saber, la habilidad, la cien-cia llegarían por sí mismas. Solamente hacíafalta no dejar nunca de «querer».

Y sobre todo, no correr riesgos, lo que no esposible más que teniendo carácter. Hace aúnpoquísimo tiempo, después de mi llegada, huboen Petersburgo una suscripción para accionesde ferrocarril; los que pudieron suscribirse hab-ían ganado mucho dinero. Durante cierto tiem-po las acciones estuvieron subiendo. De prontouno que se había retrasado o un avaro, viendoacciones entre mis manos, me propondría quese las vendiese, con un cierto porcentaje de be-neficios. Pues bien, yo se las vendería, a inme-diatamente. Como es lógico, la gente se burlaríade mí: con sólo que hubiese esperado, habríaganado diez veces más. Sí, pero mi ganancia es

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más segura, porque la tengo en el bolsillo, y lavuestra está aún en el aire. Se me dirá que no eséste el medio de ganar mucho; perdón, ése esvuestro error, el error de todos nuestros Koko-rev, Poliakov, Gubonine. Aprended esta ver-dad: la continuidad y la terquedad en la ganan-cia, y sobre todo en la acumulación, son másfuertes que beneficios instantáneos, incluso delciento por ciento.

Poco antes de la Revolución Francesa hubo enParís un tal Law que forjó un proyecto, verda-deramente genial en principio (y que a conti-nuación, en la realidad, fue un chasco espanto-so). Todo París se conmovió; todo el mundo sedisputaba las acciones de Law. La gente seapretujaba. El palacio en el que se recibían lassuscripciones se tragaba el dinero de todo París;finalmente aquel palacio no bastó: el público seagolpaba en la calle; todas las profesiones, to-das las condiciones sociales, todas las edades,burgueses, nobles y sus hijos, condesas, mar-quesas, prostitutas; todo aquello no formaba

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más que una masa furiosa, medio loca, comomordida por un perro rabioso; los títulos, losprejuicios de la sangre y de la vanidad, inclusoel honor y el buen nombre, todo era pisoteado;todo se sacrificaba (incluso las mujeres) paraobtener algunas acciones. La suscripción setrasladó por fin a la calle, pero no había sitiodonde escribir. Fue entonces cuando se le pro-puso a un jorobado que cediese por un momen-to su joroba para servir de mesa. El jorobadoconsintió, fácil es de imaginar a qué precio. Po-co después (muy poco después) vino la banca-rrota: todo reventó, toda la idea se fue al diabloy las acciones perdieron todo su valor. ¿Quiénganó, pues, en aquel negocio? El jorobado, ysólo el jorobado, porque se hacía pagar no conacciones, sino con verdaderos luises de oro.Pues bien, ¡yo soy ese jorobado! He tenido lafuerza de no comer y de economizar a base decopeques setenta y dos rublos; tendré tambiénla fuerza necesaria para mantenerme tranquiloen medio de la fiebre que se ha apoderado de

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todos los demás; preferiré una suma segura auna más considerable. No soy mezquino másque en las cosas pequeñas; no en las grandes. Amenudo he carecido de carácter, incluso des-pués del nacimiento de mi «idea», por una difi-cultad insignificante; para una gran dificultad,siempre tendré carácter de sobra. Cuando mimadre me servía por las mañanas, antes de ir altrabajo, un café frío, me enfadaba, le decía gro-serías, y sin embargo yo era el mismo hombreque había vivido todo un mes a pan y agua.

En una palabra, no ganar, no llegar a saberganar sería contra naturaleza. Tampoco seríanatural, con una acumulación igual a ininte-rrumpida, con una atención y una sangre fríaincesantes, con reserva y economía, con unaenergía siempre creciente, no sería natural, di-go, no llegar a ser millonario. ¿Cómo ha ganadoel mendigo su fortuna, sino por un carácter yun encarnizamiento fanáticos? ¿Es que no valgoyo tanto como él? «En fin, podría ser que noobtuviese nada, podría ser que mi cálculo no

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fuera justo, podría ser que quebrase y me hun-diera; poco importa, yo camino hacia delante.Camino porque así lo quiero.» He aquí lo queme decía ya en Moscú.

Se me objetará que no hay en esto ni sombrade «idea», ni nada nuevo. Diré por mi parte, ypor última vez, que hay en esto una infinidadde ideas y una infinidad de novedades.

¡Oh! Ya presentía la trivialidad de todas lasobjeciones, y hasta qué punto sería trivial yomismo al exponer mi «idea»: pues bien, ¿qué hedicho? No he dicho ni la centésima parte; com-prendo que todo esto es mezquino, grosero,superficial e incluso quizá por debajo de miedad.

IIIQuedan las respuestas para los « ¿de qué sir-

ve eso?», « ¿para qué? », « ¿es moral o no? »,etc., etc., preguntas a las que he prometido res-ponder.

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Siento muchísimo tener que desilusionar allector desde el principio, lo siento y estoy almismo tiempo encantado. Que se sepa bienesto: en los objetivos de mi «idea» no hay nin-gún sentimiento de «venganza», nada de byro-niano, ni maldiciones, ni quejas de huérfano, nilágrimas de bastardo, nada, nada. En una pala-bra, una señora romántica, si mis memoriasfuesen a parar a sus manos, torcería inmedia-tamente el gesto. Todo el objetivo de mi «idea»es el aislamiento.

-Pero ese aislamiento se puede conseguir sinempeñarse en llegar a ser un Rothschild. ¿Quétiene que ver Rothschild con todo esto?

-Es que, además del aislamiento, quiero tam-bién el poder.

Aquí un preámbulo: el lector se asustará talvez de la franqueza de mi confesión y se pre-guntará ingenuamente: ¿cómo es posible que elautor no se haya avergonzado? Responderédiciendo que no escribo para ser publicado;

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tendré un lector tal vez dentro de diez años,cuando todo esté tan bien determinado, proba-do y cumplido, que no habrá ya necesidad deavergonzarse de nada. Por tanto, si en estasmemorias me dirijo a veces al lector, no es másque un artificio. Mi lector es un personaje defantasía.

No, no es mi nacimiento ilegítimo, por el quetanto me hacían sufrir en casa de Tuchard, noson mis tristes años de la niñez, no es la ven-ganza ni una justa protesta lo que ha constitui-do el punto de partida de mi «idea»: la causa detodo está en mi carácter. A los doce años, creo,es decir, casi al principio de mi vida consciente,comencé a no querer a los hombres. No quererno es la palabra, pero me resultaban cargantes.A veces me era penoso, en mis momentos depereza, no poder decírselo todo ni siquiera aquienes estaban más cerca de mí, o, mejor di-cho, habría podido, pero yo no quería, habíaalgo que me retenía: yo era desconfiado, moro-so a insociable. Por lo demás, he observado en

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mí desde hace mucho tiempo, casi desde miinfancia, ese rasgo del que muy a menudo acu-so o me siento inclinado a acusar a los demás;pero después de eso llegaba con mucha fre-cuencia a inmediatamente otro pensamiento,muy penoso; y éste, para mí: «¿No soy yo quienestoy equivocado, en lugar de ellos?» ¡Cuántasveces me he acusado sin razón! Para no tenerque resolver cuestiones de esta índole, yo bus-caba naturalmente la soledad. Por lo demás, noencontraba nada en la sociedad de los hombres,a pesar de todos mis esfuerzos, ¡y los hacía! Porlo menos, todos los de mi edad, todos mis ca-maradas, todos sin excepción, erán menos inte-ligentes que yo; no recuerdo una sola excep-ción.

Sí, soy sombrío, sin cesar me encierro en mímismo. Con frecuencia siento ganas de retirar-me de la sociedad. Quizás hiciese bien a loshombres, pero a menudo no veo el menor mo-tivo para hacerles bien. Los hombres no son enrealidad tan hermosos como para que haya que

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ocuparse tanto de ellos. ¿Por qué no le abordana uno limpia y francamente, por qué he de seryo siempre el que me dirija a ellos primero?Ésas eran las preguntas que yo me hacía. Soyuna criatura agradecida, y lo he demostradocon un centenar de locuras. Yo corresponderíainstantáneamente a la franqueza con la fran-queza y les querría en seguida. Es lo que hago;pero todos inmediatamente me han engañado yse han cerrado respecto a mí, burlándose. Elmás abierto de todos era Lambert, que me pe-gaba tan fuertemente en mi infancia; pero tam-bién él no es más que un pillo de siete suelas yun bribón; y su franqueza no proviene más quede su bestialidad. He ahí cuáles eran mis pen-samientos al llegar a Petersburgo.

Al salir de casa de Dergatchev (¿qué demoniome había empujado allí?) me acerqué a Vassiney, en un arrebato de entusiasmo, me puse aprodigarle alabanzas. ¿Qué más? La mismanoche sentí que le quería ya muchísimo menos.¿Por qué? justamente porque, al cubrirlo de

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alabanzas, me había de camino rebajado delan-te de él. Parece que debería ser al contrario: unhombre lo bastante equitativo y generoso paraadmirar a otro incluso en propio detrimentosuyo, ¿no es, por su propia dignidad, superior acualquier otro? Sin duda yo lo comprendía, y, apesar de todo, quería menos a Vassine, a inclu-so muchísimo menos: elijo intencionadamenteun ejemplo ya conocido del lector. Lo mismome pasaba con Kraft; me acordaba de él concierto sentimiento de amargura y acritud por-que me había mostrado el camino en su re-cibidor, y aquello duró hasta el día siguiente, enque se aclaró todo y en que ya no hubo mediode guardarle rencor. Desde las clases más infe-riores del Instituto, cuando un camarada mesobrepasaba en conocimientos, o en la rapidezde sus respuestas, o en su fuerza física, yo deja-ba inmediatamente de tratarlo y de hablar conél. No era que lo detestase o que le desearaalgún mal; me apartaba sencillamente de él,porque tal es mi carácter.

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Sí, toda mi vida he tenido sed de poder, depoder y de aislamiento. Soñaba con eso inclusoen la edad en que cualquiera se me habría reídoen la cara si hubiese podido ver lo que yo teníaen el cráneo; he ahí por qué me gusta tanto elmisterio. Sí, soñaba con todas mis fuerzas, yhasta tal punto, que no tenía ya ni siquieratiempo para hablar; se deducía de aquello queyo era un salvaje, y, de mi distracción, se saca-ban conclusiones aún más desfavorables sobremí, pero mis mejillas rosas demostraban lo con-trario.

Yo era sobre todo feliz cuando, en la cama ycubriéndome con mi manta, emprendía solo,.en el aislamiento más perfecto, sin nadie a mialrededor y sin un solo sonido de voz humana,la tarea de reconstruir el mundo a mi modo.Aquel estado de ensoñación exasperada meacompañó hasta el descubrimiento de mi«idea»: entonces todos los sueños, de absurdosque eran, se convirtieron de pronto en sensatos

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y, de la forma imaginativa de la novela, pasa-ron a la forma razonable de la realidad.

Todo se fundió en un solo objetivo. En el fon-do, incluso antes, no eran tan idiotas, aunquefuesen legión y legión. Pero los había más ymenos preferidos... Por lo demás, es inútil citar-los aquí.

¡El poder! Estoy persuadido de que muchosse reirían enormemente si se enterasen de queuna «nulidad» semejante apetece el poder. Peroyo les asombraría todavía más: desde mis pri-meras ensoñaciones quizás, es decir, desde miinfancia o poco menos, no he podido vermejamás de otra forma que en primera fila, en to-das partes y en todas las circunstancias. Aña-diré una confesión singular: quizás eso duratodavía. Y anotaré además que no pido perdón.

Ahí es donde justamente radica mi «idea», ahíestá su fuerza, la de qut el dinero es la única víacapaz de conducir a una nulidad a la primerafila. Yo no soy quizás una nulidad, pero sé por

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ejemplo, por los espejos, que mi aspecto exte-rior me perjudica, porque tengo una cara vul-gar. Pero, si yo fuese rico como Rothschild,¿quién iba a preocuparse de mi cara? No tendr-ía más que dar un silbido, y millares de mujerescorrerían a mí con sus «bellezas». Estoy inclusoconvencido de que, muy sinceramente, ellasacabarían por creerme guapo. Soy quizás hastainteligente. Pero aunque tuviera una frente desiete pulgadas, pronto aparecería uno de ocho,y me vería perdido. Mientras que, si yo fueseRothschild, ¿es que ese sabio de ocho pulgadasiba a tener el menor valor a mi lado? No se ledejaría ni siquiera abrir la boca. Soy quizás in-genioso, espiritual; sí, pero a mi lado podríanestar Talleyrand o Piron, y heme ya eclipsado,mientras que si yo fuese Rothschild, ¿dóndeiban a estar los Piron y quizás incluso los Ta-lleyrand? El dinero, sin duda, es una potenciadespótica, pero es al mismo tiempo la supremaigualdad, y ahí radica su gran fuerza. El dinero

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niv ela todas las desigualdades. Ésa era la con-clusión a la que yo había llegado, ya en Moscú.

Vosotros no veréis, estoy seguro, en este pen-samiento más que insolencia, violencia, triunfode la nulidad sobre el talento. De acuerdo, estepensamiento es audaz (y por consiguiente vo-luptuoso). ¡Sea! Pero ¿creéis que yo quería en-tonces el poder forzosamente para oprimir?¿Para vengarme? Así es como obraría fatalmen-te la mediocridad. Aún más, estoy convencidode que hay millares de esos talentos y de esasinteligencias muy orgullosos de sí mismos, que,si se les cargase de repente con todos los millo-nes de Rothschild, no sabrían resistirlo y secomportarían como viles mediocridades y ser-ían los peores opresores. Mi «idea» es comple-tamente distinta. El dinero no me da miedo; nome oprimirá y no me hará oprimir a los demás.

No tengo necesidad del dinero, o más bien noes del dinero de lo que tengo necesidad; no esni siquiera del poder; tengo necesidad solamen-te de lo que se adquiere por el poder y no pue-

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de adquirirse sin él: ¡la conciencia, tranquila ysolitaria, de su fuerza! He ahí la más perfectadefinición de la libertad, sobre la cual discutetanto el mundo. ¡La libertad! Por fin he escritoesta palabra grandiosa... Sí, la conciencia solita-ria de su fuerza es cosa hermosa y embriagado-ra. Tengo fuerza, y estoy tranquilo. Los rayosestán entre las manos de Júpiter, y él está tran-quilo; ¿es que lo oís tronar con frecuencia? Losimbéciles pueden creer que dormita. Ponedahora en lugar de Júpiter a un literato vulgar oa una buena mujer del campo, ¡ya veréis si en-tonces oís truenos!

Si tuviese solamente el poder, razonaba yo, yano tendría necesidad ni de eso siquiera; estoyseguro de que, por mí parte, con mi mejor vo-luntad, yo ocuparía en todas partes el últimopuesto. Si yo fuera Rothschild, rne pasearía conun abrigo raído y con un paraguas en la mano.¿Qué me importaría ser empujado en la calle otener que correr por el fango para no ser aplas-tado por los coches? La conciencia existente en

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mí de que soy Rothschild bastaría para consti-tuir mi gozo en ese momento. Sé que puedotener un festín como nadie lo tiene, y el primercocinero del mundo: me basta con saberlo. Mecomeré una rebanada de pan y jamón y que-daré saciado con mi conocimiento. Incluso hoydía sigo pensando así.

No seré yo quien me impondré a la aristocra-cia; será ella la que acudirá a mí. No seré yoquien correré detrás de las mujeres, serán ellaslas que acudirán como moscas ofreciéndometodo to que puede ofrecerme una mujer. Lasmás «vulgares» vendrán atraídas por el dinero,las más sensatas por la curiosidad hacia unacriatura extraña, orgullosa, cerrada e indiferen-te a todo. Me mostraré acariciador tanto con lasunas como con las otras. Quizá les daré dinero,pero no aceptaré nada de ellas. La curiosidadengendra la pasión: quizá también yo inspirarépasión. Ellas se volverán a marchar sin nada, oslo aseguro, a no ser algún que otro regalo. Re-sultaré para ellas doblemente curioso.

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... Me basta con este conocimiento.Lo que es raro es que este cuadro (por lo de-

más exacto) me ha seducido desde mis diecisie-te años.

No tengo intención de oprimir ni de atormen-tar a nadie; pero sé que, si quisiese perder a talhombre, enemigo mío, nadie podría impedír-melo, y todo el mundo se dedicaría a ello; ytambién en esto, ya con eso tengo bastante. Nisiquiera me vengaría de nadie. Siempre me hasorprendido el hecho de que James Rothschildpudiera consentir en ser barón. ¿Para qué sirveeso, para qué, si sin el título era ya superior atodos los de aquí abajo? « ¡Oh, que Dios libre aese insolente general de ofenderme en el para-dor donde los dos aguardamos a que lleguenlos caballos; si él supiera quién soy, correría aenjaezarlos en persona y me ayudaría a sentar-me en mi modesto coche! Se ha contado que unconde o un barón extranjero, en un ferrocarril

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de Viena, había puesto en público unas zapati-llas en los pies de un banquero de aquella ciu-dad, y que éste había sido lo bastante ordinariocomo para tolerarlo. ¡Oh, libra a esa hermosatemible (temible, porque las hay temibles), esahija de una aristocracia suntuosa y encopetada,al encontrarme por casualidad en un barco o enotra parte, líbrala de que me mire de arriba aba-jo y, alzando la nariz, se asombre con despreciode que ese hombrecillo modesto, enclenque,con un libro o un periódico en la mano, hayaosado sentarse en primera clase, al lado de ella!¡Pero si supiera cerca de quién está sentada! Losabrá, ella lo sabrá y vendrá por sí misma a sen-tarse cerca de mí, sumisa, tímida, acariciadora,implorando una mirada mía, gozosa de arran-carme una sonrisa...» Inserto adrede estas pe-queñas escenas prematuras, para explicar mejormi pensamiento; pero son pálidos y tal vez vul-gares. Sólo la realidad lo justifica todo.

Se me dirá que es absurdo vivir así: ¿por quéno tener un palacio, una casa abierta para todo

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el mundo, por qué no reunir a numerosas amis-tades, por qué no tener influencias, por qué nocasarse? ¿A qué se reducirá entonces Roths-child? Será como todo el mundo. Todo el encan-to de la «idea» desaparecerá, con toda su fuerzamoral. En mi infancia me aprendí de memoriael monólogo de El Caballero Avaro de Puchkin.Puchkin no ha producido nada más superior encuanto a la idea. Incluso hoy me aferro a esasideas.

-Pero ese ideal de usted es muy bajo - se medirá con desprecio -: ¡el dinero!, ¡la riqueza! ¿Yel interés social, y las empresas humanitarias?

Pero ¿sabéis vosotros en qué emplearé yo miriqueza? ¿Qué inmoralidad y qué bajeza hay enel hecho de que de una multitud de garras jud-ías sucias y malhechoras, esos millones caiganentre las manos de un solitario firme y razona-ble que dirige sobre el mundo una mirada pe-netrante? De una manera general, todos estossueños de porvenir, todas estas previsiones, noson aún más que una especie de novela y he

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hecho más quizás en anotarlos; habría sido pre-ferible dejarlos en mi cerebro; sé también quetal vez nadie leerá estas líneas; pero, si alguienlas leyera, ¿creería que yo no podría resistirquizá los millones de Rothschild? No que mepuedan aplastar, sino en un sentido diferente,completamente opuesto. Más de una vez, enmis sueños, he abrazado el momento futuro enel que mi conciencia quedará enteramente satis-fecha y en el que el poder me parecerá insufi-ciente. Entonces, no por fastidio ni por un tediosin objeto, sino porque querré infinitamentemás, entregaré todos rnis millones a los hom-bres: que la sociedad reparta a su gusto toda miriqueza, y yo, yo volveré a caer en la nada.Quizás incluso me metamorfosearé en esemendigo que murió en el barco, con la diferen-cia de que no se encontrará nada cosido en misharapos. La sola conciencia de que he tenidoentre las manos millones y los he tirado al fan-go me alimentará en mi desierto. Aún hoy estoydispuesto a pensar así. Sí, mi «idea» es la forta-

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leza en la que, en todo tiempo y en toda oca-sión, puedo huir de todos los hombres, aunquefuese como el mendigo muerto en el barco. ¡Heahí mi poema! Y sabedlo, tengo necesidad demi voluntad viciosa toda enters únicamentepara probarme a mí mismo que tengo la fuerzade renunciar a ella.

Se objetará sin duda alguna que esto es poesíay que no soltaré jamás mis millones si algunavez llego a poseerlos, y no me cambiaré nuncaen mendigo de Saratov. Quizás en efecto no lossoltaré; no he hecho más que bosquejar el idealde mi pensamiento. Pero añadiré ahora en se-rio: si llegase, en mi acumulación de riqueza, ala misma cifra que Rothschild, podría efectiva-mente acabar por tirarlos a la cara de la socie-dad. (Antes de llegar a la cifra de Rothschild,eso sería difícil de ejecutar.) Y no sería la mitadlo que yo daría, porque entonces eso no seríamás que vulgaridad: yo sería dos veces máspobre nada más; sino el todo, hasta el últimocopec, porque, al convertirme en pobre, me

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encontraría de golpe y porrazo dos veces másrico que Rothschild. Si no se comprende esto,no es culpa mía; no entraré en explicaciones.

« ¡Es faquirismo, es la poesía de la nulidad yde la impotencia, decidirá la gente, es el triunfode la incapacidad y de la mediocridad.» Sí, con-fieso, es en parte el triunfo de la incapacidad yde la mediocridad, pero no el de la impotencia.He experimentado una alegría loca repre-sentándome a una criatura, precisamente inca-paz y mediocre, plantada frente al mundo ydiciéndole con una sonrisa: vosotros sois losGalileos y los Copérnicos, los Carlomagnos ylos Napoleones, los Puchkins y los Shakéspea-res, los mariscales de campo y de corte, mien-tras que heme a mí aquí, sin talento y sin linaje,y sin embargo por encima de vosotros; puestoque vosotros os habéis sometido voluntaria-mente a esto. Lo confieso, he estirado esta fan-tasía hasta el extremo, hasta el punto de borrarincluso la instrucción. Me ha parecido que seríamás hermoso que este hombre fuera incluso

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suciamente inculto. Este sueño exasperado ejer-ció su influjo sobre mí desde la última clase delliceo; dejé de estudiar por fanatismo: sin ins-trucción, el ideal aumentaba en belleza. Ahorahe cambiado de opinión en este punto; la ins-trucción no perjudicará en absoluto.

Señores, ¿es posible que la independencia delpensamiento, aun la más reducida, os sea tanpenosa? ¡Dichoso el que posea un ideal de be-lleza incluso erróneo! Pero yo creo en el mío.Sólo que lo he expuesto torpemente, elemen-talmente. Dentro de diez años, estoy seguro, loexpondré mejor. Mientras tanto, guardaré estoen lo sucesivo.

IVHe terminado con mi «idea». Si la he descrito

en forma vulgar y superficial es culpa mía, node ella. He advertido ya que las ideas más sen-cillas son las más difíciles de comprender; aho-ra añado que son también las más difíciles de

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exponer; tanto más cuanto que he contado mi«idea» en su forma primera.

La inversa es también justa; las ideas lisas yrápidas son comprendidas extraordinariamentepronto y precisamente por la multitud, por lacalle; mucho más, son consideradas las másgrandes y las más geniales, pero solamente eldía de su aparición. Lo barato dura poco. Lacomprensión rápida es el índice de la vulgari-dad de la cosa que hay que comprender. Laidea de Bismarck se ha hecho instantáneamentegenial, y Bismarck mismo es un genio, pero esuna rapidez que resulta sospechosa: aguardo aBismarck dentro de diez años, y veremos en-tonces lo que quedará de su idea, y quizá delmismo señor Canciller en persona. Ésta es unaobservación totalmente incidental y que nadatiene que ver con el tema: la inserto eviden-temente no a título de comparación, sino tam-bién para hacer memoria. (Explicacíón destina-da al lector verdaderamente demasiado grose-ro. )

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Voy ahora a contar dos anécdotas, para aca-bar con la « idea» como quiera que sea y paraque no nos embarace más en el porvenir.

Un verano, en julio, dos meses antes de mipartida para Petersburgo y como yo estaba yaenteramente libre, María Ivanovna me pidióque fuese a Troitski-Possad para darle un reca-do a una anciana señorita que habitaba por allí,y que carece de interés para mencionarla aquícon detalle. Al volver el mismo día observé enel vagón a un joven raquítico, no mal vestido,pero sucio, barrilludo, uno de esos morenos concutis de un color bronceado sucio. Se caracteri-zaba porque en cada estación o apeadero des-cendía obligatoriamente para beber vodka. Alfinal del trayecto, se formó alrededor de él unaalegre compañía, por lo demás muy vulgar. Elmás entusiasta era un comerciante, también élligeramente beodo, que admiraba la capacidadque tenía el joven para beber incesantemente ysin embriagarse. No menos satisfecho estaba unmuchachillo espantosamente estúpido y ha-

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blando por los codos, vestido a la europea yoliendo espantosamente mal: un lacayo, comosupe más tarde; aquél incluso llegó a entáblaramistad con el joven aficionado al vodka y encada parada era él quien le invitaba a bajar:«¡Ha llegado el momento, vamos a beber! », trasde lo cual descendían los dos juntos muy abra-zados. Después de haber bebido, el joven nodecía casi una sola palabra, pero un númerocada vez mayor de interlocutores se iba insta-lando alrededor de él. Él se limitaba a escuchar-los, sin dejar de soltar risitas y de babear, y decuando en cuando, pero de improviso, hacía oíralgunos sonidos de este tipo: « ¡Tur-lur-lu! »,llevándose un dedo en dirección a la nariz conun gesto caricaturesco. Eso era lo que regocijabatanto al comerciante, al lacayo y a todo el mun-do, y se reían con una risa extraordinariamentesonora y francota. A veces resulta imposiblecomprender por qué se ríe la gente. Me acerquéyo también; y no comprendo por qué aqueljoven me agradó; quizás era por aquella viola-

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ción manifiesta de las conveniencias oficiales yadmitidas; en una palabra, no me di cuenta desu estupidez; inmediatamente empezamos atutearnos, y al salir del tren me enteré de queiría por la noche, después de las ocho, al bule-var Tverskoi. Era un ex estudiante. Acudí a lacita, y he aquí el ejercicio que me enseñó,: nospaseábamos juntos por los bulevares y, un pocomás tarde, en cuanto que observábamos a unamujer de buena facha; no habiendo nadie alre-dedor de ella, nos pegábamos inmediatamentea su lado. Sin decir una palabra, nos colocába-mos, él a un lado, yo al otro, y con el aire mástranquilo del mundo, como si ni siquiera la vié-semos, sosteníamos entre él y yo la conversa-ción más escabrosa. Nombrábamos los objetospor sus nombres, con una seriedad imperturba-ble y como si fuera la cosa más natural delmundo, y para explicar todas aquellas clases deporquerías y de infamias, entrábamos en deta-lles que la imaginación más sucia del más suciodesvergonzado no habría imaginado jamás.

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(Naturalmente, yo había adquirido todos aque-llos conocimientos en las escuelas, incluso antesque en el Instituto, pero sólo en palabras, no enacción.) La mujer cogía miedo, apresuraba elpaso, pero nosotros haciamos otro tanto y con-tinuábamos todavía peor. Nuestra víctima nopodía evidentemente hacer nada, no podía po-nerse a dar gritos: ningún testigo, y ademáshabría sido raro presentar una queja. Emplea-mos unos ocho días en aquella diversión; nocomprendo cómo pude complacerme en aque-llo; por otra parte, no me agradaba, pero el casoes que... era así. Aquello me parecía al principiooriginal, saliéndose de lo ordinario, de las con-venciones admitidas; además, yo no podia tra-gar a las mujeres. Le confié una vez al estudian-te que Jean-Jacques Rousseau, en sus confesio-nes, reconoce haberse complacido, siendo jo-ven, en exhibir secretamente, completamentedesnudas, las partes del cuerpo que ordinaria-mente se llevan ocultas y esperar en esta postu-ra a las mujeres que pasaban. El estudiante me

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respondió con su tur-lur-lu. Noté que era terri-blemente ignorante y que no se interesaba pornada. En su cabeza, ni una sola de aquellas ide-as que yo esperaba encontrar en él. En lugar deoriginalidad, no descubrí más que una abru-madora monotonía. Yo le apreciaba cada vezmenos. Todo acabó de una manera inesperada:un día, en plenas tinieblas, nos pegamos a unamuchacha muy jovencita que pasaba rápida ytímidamente por él bulevar; quizá dieciséisaños o menos aún, vestida muy limpia y muymodestamente, viviendo tal vez de su trabajo yvolviendo a casa junto a una madre vieja, unapobre viuda cargada de hijos; pero es inútilmeterse en sentimentalismos. La muchachaescuchó algún tiempo, luego apresuró el paso,agachó la cabeza y se cubrió con su velo, asus-tada y temblorosa. De repente se detuvo, des-cubrió un rostro que nada tenía de feo, por lomenos que yo me acuerde, pero macilento, ynos gritó con ojos relampagueantes:

-¡Ustedes no son más que unos miserables!

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Tal vez estaba a punto de echarse a llorar, pe-ro fue otra cosa lo que sucedió: tomó impulso y,con su manecita flaca, le soltó al estudiante labofetada más hábil que tal vez se haya dadonunca. ¡Se oyó el restallido! El otro lanzó unjuramento e hizo ademán de arrojarse sobreella, pero yo le sujeté, y la muchacha tuvo tiem-po de escapar. Una vez solos, nos peleamos: ledije todos los reproches que se habían acumu-lado en mí durante aquel tiempo: le dije que élno era más que un incapaz, que era una nuli-dad, que nunca había tenido el menor asomo deidea. Me respondió con injurias... (yo le habíahablado una vez de mi nacimiento ilegítimo),luego nos separamos con escupitajos de despre-cio y no le he vuelto a ver en mi vida. Aquellanoche experimenté un inmenso despecho; al díasiguiente un poco menos, al otro día ya me hab-ía olvidado de todo. A continuación aquellajoven me ha vuelto a la memoria de cuando encuando, pero solamente por casualidad y depaso. Solamente cuando llegué a Petersburgo,

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al cabo de unos quince días, me acordé de pron-to de la escena. Me acordé y me sentí invadidoal punto por una vergüenza tal, que las lágri-mas me corrieron literalmente por las mejillas.Estuve atormentado por aquello toda la tarde,toda la noche, y aún to estoy un poco ahora. Alprincipio me resultaba imposible comprendercómo había podido yo caer tan bajo, y sobretodo cómo había podido olvidar aquel inciden-te, no estar avergonzado, no estar corroído porel arrepentimiento. Solamente ahora he com-prendido a qué se debía aquello: la culpa era dela «idea». En una palabra, llego a esta conclu-sión: que, cuando se tiene en el espíritu unacosa fija, perpetua, poderosa, por la que se estáenteramente ocupado, uno se aleja al mismotiempo del mundo, se interna en la soledad, ytodo to que acaece no hace más que deslizarse,sin rozar lo esencial. Incluso las impresionesson percibidas de una manera inexacta.Además y sobre todo, siempre se tiene una ex-cusa. ¡Cuánto he podido atormentar a mi madre

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en esa época!, ¡cómo abandonaba vergonzosa-mente a mi hermana! «¡Bah!, tengo mi "idea",todo el resto no cuenta.» He aquí lo que medecía a mí mismo. Me podían ofender, inclusocruelmente: yo me iba sin más ni más y me de-cía seguidamente: «¡Bah!, soy un asqueroso,pero tengo mi "idea", y ellos no saben nada deeso.» La «idea» me consolaba en la vergüenza yen la nulidad; pero todas mis infamias parecíanrefugiarse bajo la «idea»; ella lo hacía todo másfácil, pero lo velaba todo delante de mí; sin em-bargo, una aprehensión tan confusa de las cir-cunstancias y de las cosas no puede menos queperjudicar a la «idea» misma, sin hablar de todolo demás.

Ahora, la segunda anécdota.María Ivanovna, el primero de abril del año

pasado, celebraba su fiesta. Por la tarde huboalgunos invitados, muy poco numerosos. Depronto he aquí a Agrafena que entra desatenta-da, y declara que en el vestíbulo, frente a la co-cina, hay un recién nacido abandonado que

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llora... y que ella no sabe qué hacer. La noticiaemociona a todo el mundo. Se corre hacia allá yse ve una cestilla de mimbre y dentro una niñitade unas tres o cuatro semanas, lanzando gritos.Cogí la cestilla y la trasladé a la cocina. En-contré entonces un billete plegado en dos:«Queridos bienhechores, otorgad vuestra be-névola asistencia a esta niña, bautizada Arina.Ella y nosotros elevaremos eternamente nues-tras lágrimas al cielo por vuestra felicidad. Osdeseamos una fiesta agradable. Personas a lasque no conocéis.» Fue entonces cuando NicolásSemenovitch, al que yo tanto respetaba, meprodujo una gran pena: puso una cara muyseria y decidió enviar inmediatamente la niña ala Beneficencia Pública. Me quedé muy triste.Ellos vivían muy apretadamente, pero no ten-ían hijos, y Nicolás Semenovitch se felicitabasiempre de eso. Saqué con precaución a la pe-queña Arina de su cestilla y la levanté por loshombros; se desprendió un olor agrio y fuertecomo el que esparcen los recién nacidos des-

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cuidados durante mucho tiempo. Después dehaber discutido un momento con Nicolás Se-menovitch, le declare bruscamente que tomabaa la niña a mi cargo. Se puso a presentar obje-ciones, con alguna severidad a pesar de la dul-zura de su carácter, y terminó con una broma,pero su intención respecto a la BeneficenciaPública continuaba en pleno vigor. Sin embar-go, todo pasó como yo quería. Había en elmismo inmueble, pero en otro pabellón, un car-pintero muy pobre, ya entrado en edad y afi-cionado a la bebida; su mujer, aún joven y muysana, acababa de perder una niña de pecho, y,sobre todo, hija única, nacida después de ochoaños de matrimonio infecundo, niña que, poruna extraña felicidad, se llamaba también Ari-na. Digo: por felicidad, porque en el momentoen que discutíamos en la cocina, aquella mujer,enterada del incidente, vino a mirar y, al saberque era una pequeña Arina, se sintió conmovi-da. Ella tenía leche todavía: se descubrió el senoy se lo tendió a la niña. Caí a sus pies y le supli-

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qué que se la llevase a su casa; yó le pagaría lapensión todos los meses. Ella dudaba sobre sisu marido se to permitiría o no; sin embargo, sela llevó por lo pronto para pasar la noche. Porla mañana, el marido dio su permiso, medianteel pago de ocho rublos por mes, y yo le entre-gué inmediatamente el primer mes adelantado;él se fue a continuación a beberse el dinero.Nicolás Semenovitch, sin dejar de sonreír ex-trañamente, consintió en hacerse fiador mío porla suma de ocho rublos mensuales, garantizan-do que sería entregado regularmente. Le ofrecía Nicolás Semenovitch entregarle en prendamis sesenta rublos, pero él no los aceptó; porotra parte, él sabía que yo tenía dinero y teníaconfianza en mí. Esa delicadeza borró nuestrodisentimiento de un instante. María Ivanovnano dijo nada, pero se asombró de verme aceptarsemejante preocupación. Yo aprecié mucho ladelicadeza de que los dos habían hecho gala alno permitirse la menor burla a expensas mías yal considerar, por el contrario, la cosa con toda

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la seriedad que convenía. Tres veces cada día,yo daba una escapada a casa de Daria Rodivo-novna, y al cabo de una semana le entreguépersonalmente, en propia mano, a espaldas desu marido, tres rublos de más. Mediante otrostres rublos, me procuré una mantita y una to-quilla. Pero al cabo de diez días la pequeñaArina cayó enferma. Llamé inmediatamente almédico, prescribió no sé qué remedio y nospasamos la noche atormentando a la criaturitacon la repugnante droga. Al día siguiente, de-claró que era demasiado tarde v, en respuesta amis ruegos - y también, creo, a mis reproches --,declaró con una noble discreción: «No soy elBuen Dios.» La lengüecita, los labiecitos y todala boca estaban cubiertos por una erupciónblanca y menuda, y por la tarde murió, clavan-do en mí sus grandes ojos negros, como si ellacomprendiese ya. No sé por qué no se me ocu-rrió la idea de sacar una fotografía de la muer-tecita. Pues bien, se crea o no, no lloré aquellanoche, pero maldije, cosa que no me había

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permitido jamás hasta entonces, y María Iva-novna se vio obligada a consolarme, y eso, unavez más, sin burlas de ninguna clase por partede ella ni por parte de él. El carpintero confec-cionó él mismo el pequeño ataúd; María Iva-novna lo decoró con encajes y colocó en él unaalmohadita muy graciosa; yo compré flores ylas arrojé sobre la niña: de esa manera se lleva-ron a mi pobre florecilla de los campos, que nollego a olvidar todavía, se crea o no. Pero unpoco más tarde este acontecimiento casi súbitome hizo reflexionar, a incluso muy seriamente.Sin duda Arina no me había costado cara: con elféretro, el entierro, el doctor, las flores y el sala-rio de Daria Rodivonovna, no más de treintarublos. Cuando partí para Petersburgo, recu-peré aquel dinero con los cuarenta rublos en-viados por Versilov para el viaje y con la ventade algunos objetos menudos, de forma que todomi « capital» quedó intacto. «Pero - me dije -, sihago muchos dispendios de esta clase, no irémuy lejos.» La historia del estudiante demues-

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tra que la «idea» puede introducir una partur-bación en las impresiones y distraer de la acti-vidad real. Con la historia de Arina, pasa todolo contrario: ninguna «idea» es capaz de seducir(por lo menos en lo que a mí se refiere) hasta elpunto de impedir que uno se detenga de súbitoante un hecho abrumador y que se le sacrifiqueinmediatamente todo lo que se ha realizadodurante años de esfuerzos en pro de la «idea».Las dos conclusiones eran igualmente justas.

CAPÍTULO VII

Mis esperanzas no se realizaron del todo: nolas encontré solas. Versilov no estaba allí, peroTatiana Pavlovna se había instalado en casa demi madre, y era a pesar de todo una desconoci-da. La mitad de mis disposiciones generosas sedesvanecieron de golpe. Es asombroso lo rápi-do y cambiante que soy en tales ocasiones: bas-

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ta una mota de polvo o un cabello para disiparmi buen humor y reemplazarlo por el malo. Ypor desgracia mis malas impresiones son me-nos rápidas en dispersarse, aunque yo no searencoroso. Cuando entré, me di cuenta de quemi madre acababa de interrumpir en aquel ins-tante y a toda prisa el hilo de su conversación,por lo visto muy animada, con Tatiana Pavlov-na. Mi hermana había vuelto del trabajo apenasun minuto antes que yo y aún no había salidode su habitación.

Aquel partido se componía de tres habitacio-nes: aquella en la que todo el mundo se reuníasegún la costumbre, la habitación del medio osalón, era bastante espaciosa y hasta convenien-te. Se veían allí divanes rojos y blandos, por lodemás pasablemente usados (Versilov no so-portaba las fundas), algunos tapices, varias me-sas veladores inútiles. Seguidamente, a la dere-cha, se abría el cuarto de Versilov, estrecho yexiguo, con una sola ventana; había allí unamiserable mesa de escritorio sobre la que se

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arrastraban varios libros abandonados y pape-les olvidados, y delante de la mesa un no me-nos lastimoso sillón blando, cuyos muelles ro-tos apuntaban al aire, lo que con frecuenciahacía gemir y jurar a Versilov. En aquel mismogabinete era donde se le preparaba la cama enun diván blando a igualmente usado; él detes-taba aquel gabinete y, según creo, no se servíajamás de él, prefiriendo quedarse sin hacer na-da en el salón durante horas enteras. A la iz-quierda del salón se encontraba un cuartitoexactamente idéntico, donde dormían mi madrey mi hermana. Se tenía acceso al salón por unpasillo que terminaba en la cocina, donde sealojaba la cocinera Lukeria. Cuando ella estabaen funciones, un olor a grasa quemada se es-parcía sin piedad por todo el apartamiento.Había instantes en que Versilov maldecía enalta voz de su suerte y de toda su existencia acausa de aquellos aromas cocineriles, y en esopor lo menos yo estaba de perfecto acuerdo conél; también yo detesto esos olores, aunque en-

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tonces no llegasen hasta mí: yo vivía arriba, enla buhardilla bajo el techo, adonde subía poruna escalera chirriante y terriblemente gastada.Las curiosidades del lugar eran una claraboyaovalada, un techo horriblemente bajo, un diváncubierto de tela encerada, sobre el cual Lukeríaextendía por las noches una sábana y ponía unaalmohada; el resto del mobiliario se componíade dos espejos, una mesa de simples tablas vuna silla de enea.

En realidad, todavía subsistían sin embargoen nuestra casa restos de un cierto confort hoydesaparecido: había por ejemplo en el salón unalámpara de porcelana bastante buena y, colga-do de la pared, un grabado admirable de laMadona de Dresde, y justamente enfrente, en laotra pared, una preciosa fotografía de granformato representando las puertas de bronce dela catedral de Florencia. En aquella misma es-tancia se hallaba en un rincón una gran vitrinade viejos iconos de familia: uno de ellos (el ico-no de Todos los Santos) estaba revestido de

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plata dorada -era el que se quería empeñar-, yel otro (el icono de la Santísima Virgen), de ter-ciopelo bordado de perlas. Delante de aquellasimágenes había una lámpara que se encendíalas vísperas de las fiestas. Versilov se mostrabaclaramente indiferente a tales iconos, en lo queatañía a la significación de los mismos: se limi-taba a fruncir las cejas, en un visible esfuerzopor contenerse, ante la luz de la lámpara refle-jada por los adornos dorados, quejándose condulzura de que aquello le perjudicaba la vista,pero no le prohibía a mi madre que la encendie-ra.

De ordinario yo entraba en silencio y con airesombrío, clavando la mirada en uno de los rin-cones; a veces incluso sin decir buenos días.Entraba siempre más temprano que esta vez, yme llevaban la comida allá arriba. Esta vez, alentrar, dije de repente: « ¡Buenos días, mamá! »,lo que no me sucedía nunca antes, aunque, poruna especie de falsa vergüenza, no pudiesetampoco esta vez atreverme a mirarla, y me

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senté en el ángulo opuesto de la habitación.Estaba muy fatigado, pero no pensaba en eso.

-Este mal educado continúa entrandó envuestra casa tan insolentemente como antes -susurró Tatiana Pavlovna.

También en otros tiempos ésta se permitía pa-labras malsonantes, y había ya, entre ella y yo,una especie de costumbre.

-¡Buenos días!... -respondió mi madre, comoestupefacta por el hecho de que yo le hubieradicho buenos días -. La comida está lista desdehace mucho tiempo - agregó, casi confusa -.Cori tal que la sopa no se haya enfriado... Laschuletas, voy ahora mismo a dar la orden...

Hizo ademán de levantarse precipitadamentepara ir a la cocina, y, por primera vez quizádespués de un mes largo, sentí vergüenza derepente al verla apresurarse tanto para servir-me, siendo así que hasta aquel día era yo mis-mo quien se lo exigía.

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-Gracias, mamá, ya he comido. Si no le moles-to, descansaré aquí un poco.

-¡Ah!... ¿cómo no?... Desde luego, descanse...-No se inquiete usted, mamá, no diré más

groserías a Andrés Petrovitch - declaré brusca-mente.

-¡Señor, qué grandeza de alma! - gritó TatianaPavlovna -. Mi querida Sonia, ¿es posible quecontinúes hablándole de usted? ¿Quién es élpara merecer semejante honor, y encima departe de su madre? ¡Mira, pero si estás todanerviosa delante de él! ¡Es vergonzoso!

-A mí mismo me sería muy agradable que mehablase usted de tú, mamá.

--¡Ah! ... Bueno, está convenido - se apresuróa decir mi madre -. Lo que pasa es que... notodas las veces... A partir de hoy, es cosa hecha.

Enrojeció vivamente. Su rostro resultaba a ve-ces extremadamente seductor... Era un rostrobondadoso, pero de ninguna manera ingenuo,un poco pálido, anémico. Sus mejillas eran muy

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flacas, incluso huecas, y en su frente las arrugasempezaban a acumularse con gravedad, perono las había aún en torno a los ojos, y esos ojos,bastante grandes y bastante abiertos, brillabansiempre con un resplandor dulce y tranquilo,que me había atraído desde el primer día. Loque me gustaba también era que su rostro notenía nada de afligido o de humillado; al con-trario, su expresión habría sido incluso alegre,si no estuviese alarmada con tanta frecuencia, aveces absolutamente sin motivo alguno, es-pantándose, sobresaltándose en ocasiones poruna completa nadería o escuchando con espan-to alguna nueva conversación, hasta el momen-to en que se convencía definitivamente de quetodo continuaba transcurriendo bien como decostumbre. «Todo va bien», era para ella sinó-nimo de « Todo continúa como de costumbre».¡Con tal solamente que no haya ningún cambio,con tal que no sobrevenga nada nuevo, ni si-quiera dichoso!... Se hubiera creído que en suinfancia le habían producido algún miedo

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horrible. Además de los ojos, me gustaba en ellael óvalo de su rostro y creo que, si hubiese teni-do los pómulos un poco menos salientes, se lahabría podido juzgar, no solamente en su ju-ventud, sino incluso ahora, bonita. Entonces notenía más de treinta y nueve años, pero sus ca-bellos castaños estaban ya fuertemente mezcla-dos de blanco.

Tatiana Pavlovna me miró con una indigna-ción declarada.

-¡Un mocoso como éste! ¡Temblar así delantede él! Eres ridícula, Sofía, harás que me enfade.

-Ay, Tatiana Pavlovna, ¿por qué lo trata ustedasí? Pero quizás está bromeando, ¿verdad? -agregó mi madre, notando en la fisonomía deTatiana Pavlovna una especie de sonrisa.

La verdad era que los regaños de Tatiana Pav-lovna apenas podían tomarse en serio, pero ellase sonreía aquella vez (si sonrisa era aquello)únicamente de mi madre, porque ella amabahasta la locura su bondad y había notado desde

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luego la felicidad que mi sumisión le estabaprocurando en aquel instante.

-Desde luego, no puede pasárseme por alto lamanera que tiene usted de echarse sobre la gen-te, Tatiana Pavlovna, y esto justamente en elmomento en que he dicho al entrar: « ¡Buenosdías, mamá! », lo que nunca he hecho antes -juzgué por fin necesario hacerle notar.

-¿Ven ustedes eso? - estalló ella inmediata-mente -. ¡Él ve en eso una hazaña! ¿Hará faltaentonces arrodillarse delante de ti porque hastenido educación una vez en tu vida? ¿Y es queeso es educación? ¿Por qué miras al rincóncuando entras? ¿Crees que no sé lo mucho quete agitas frente a ella? También a mí podríashaberme dicho buenos días. He sido yo la quete ha envuelto en los pañales, soy tu madrina.

Naturalmente, desdeñé contestar. En aquelinstante entró mi hermana, y me dirigí a ellainmediatamente:

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-Lisa, hoy he visto a Vassine, y me ha pregun-tado cómo estabas. ¿Lo conoces?

-Sí, desde Luga, el año pasado - respondióella con mucha sencillez sentándose junto a míy lanzándome una mirada amable.

No sé por qué, pero me parecía que ella iba aestallar en el momento en que le hablase deVassine. Mi hermana era rubia, una rubia dematiz claro; no tenía los cabellos de mi padre nilos de mi madre, pero los ojos y el óvalo delrostro eran casi los de mi madre. La nariz muyderecha, pequeña y regular; una particularidadaún: pequeñas pecas en el rostro, lo que mimadre no tenía en absoluto. De Versilov, notenía gran cosa, a no ser, si acaso, la finura deltalle, una buena estatura y no sé qué de encan-tador en el andar. Conmígo, ni el menor pare-cido: los dos polos opuestos.

-Le conozco desde hace tres meses - agregóLisa.

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-¿Hablando de Vassine dices le? Hace faltadecir to y no lo. Perdona que te corrija, pero meresulta penoso ver que tu educación ha sidodescuidada hasta ese punto.

-Es una indignidad de tu parte hacer semejan-te observación en presencia de tu madre - es-talló Tatiana Pavlovna -. Por lo demás, eso noes verdad. Ella no ha sido descuidada en formaalguna.

-No hablo aquí de mi madre - intervine re-sueltamente -. Sepa usted, mamá, que consideroa Lisa como a una segunda madre; usted hahecho de ella una tal delicia de bondad y decarácter, que ella recuerda desde luego lo queusted era, lo que es usted aún, y lo que seráeternamente... Quería hablar únicamente de eselustre exterior, de todas esas tonterías munda-nas, que son sin embargo indispensables. Meindigno de que Versilov, al escucharte deciruno de esos errores gramaticales, no te hayacorregido jamás, tan altanero e indiferente escon nosotros. ¡Eso es lo que me da rabia!

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-¡Miren ustedes a este osezno metiéndose aenseñar buenas maneras! Le prohíbo, caballero,que digan en lo sucesivo «Versilov» en presen-cia de su madre de usted, así como en presenciamía. ¡No lo toleraré! - Tatiana Pavlovna lanzóun relámpago.

-Mamá, he cobrado hoy mi salario, cincuentarublos. Tómelos usted, se lo ruego. Aquí están.

Me acerqué y le alargué el dinero; inmedia-tamente ella se alarmó.

-Pero, no sé... cómo coger este dinero - dijo,como si incluso temiese alargar la mano.

Yo no comprendía.-Pero, mamá, si ustedes me consideran las dos

un hijo y un hermano, entonces...-¡Ah!, soy culpable ante ti, Arcadio. Tengo va-

rias cosas que confesarte, pero me das dema-siado miedo...

Dijo eso con una sonrisa tímida y suplicante;nuevamente me quedé sin comprender y lainterrumpí:

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-A propósito, ¿sabe usted, madre, que hoy erala vista del pleito entre Andrés Petrovitch y losSokolskis?

-¡Qué me dices! - dijo ella, lanzando una ex-clamación de espanto, cruzándose las manossobre el pecho - era su gesto.

-¿Hoy? -Tatiana Pavlovna se estremeció depies a cabeza -. ¡Pero es imposible, él me lohabría dicho! ¿Te lo ha dicho a ti? - añadió, vol-viéndose hacia mi madre.

-No, no me ha dicho que fuera hoy. Pero ten-go tanto miedo desde hace una semana... Quepierda, para que nos veamos libres de eso ytodo vaya como de costumbre.

-¡Entonces tampoco a ustedes se lo ha dicho! -exclamé yo -. ¡Qué hombre! He ahí una pruebamás de su indiferencia y de su altanería. ¿Quéles estaba diciendo hace un momento?

-¿Y cuál ha sido el resultado? ¿Y quién te loha dicho? - atacaba Tatiana Pavlovna -. ¡Dilo deuna vez!

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-¡Aquí está él en persona! Quizá quiera decír-noslo -anuncié yo, al oír sus pasos en el pasillo,y me senté muy aprisa cerca de Lisa.

-Hermano, por el amor de Dios, ten mira-mientos con mamá, sé paciente con Andrés Pe-trovitch - me susurró ella.

-Tendré paciencia, con esa intención he vuel-to.

Le estreché la mano.Lisa me lanzó una mirada llena de descon-

fianza, y tenía razón.

IIHizo su entrada, muy contento consigo mis-

mo, tan contento que ni siquiera estimó necesa-rio ocultar su estado de ánimo. Por lo demás,había adquirido la costumbre, en aquellos últi-mos tiempos, de desahogarse delante de noso-tros sin la más mínima ceremonia, no solamenteen sus momentos malos, sino aun en sus acce-sos de alegría, lo que todo hombre teme más

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que nada; y sin embargo él sabía muy bien quenosotros lo comprenderíamos todo hasta elúltimo detalle. Se abandonaba enormemente ensu presentación desde el año pasado, como lohabía notado Tatiana Pavlovna: iba vestidosiempre convenientemente, pero con trajes vie-jos y sin elegancia. Estaba dispuesto a llevar lamisma camisa dos días seguidos, lo que apena-ba a mi madre; en casa eso pasaba por ser unsacrificio, y todo aquel grupo de mujeres abne-gadas veía en eso incluso una proeza. Llevabasiempre sombreros blandos, negros, de alasanchas; cuando se quitaba el sombrero al entrar,todo un mechón de sus cabellos, muy espesos,pero con muchas hebras blancas, le caía por lafrente. Me gustaba mirar sus cabellos cuando sequitaba el sombrero.

-Buenos días. Hoy tenemos aquí el completo.Incluso éste - señalándome -forma parte delnúmero. He oído su voz en el recibidor. Estabahablando mal de mí, ¿verdad?

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Cuando hacía chistes a costa mía, aquello erasigno de buen humor. Naturalmente, no repli-qué. Entró Lukeria con todo un montón de co-sas que puso sobre la mesa.

-¡Victoria, Tatiana Pavlovna! He ganado mipleito, y los príncipes no se atreverán segura-mente a apelar. ¡El gato está en la talega! Ahoramismo acabo de encontrar quien me preste milrublos. Sofía, deja ahí tu labor, no te canses losojos. Lisa, ¿vuelves del trabajo?

-Sí, papá - respondió ella con ternura,Le llamaba padre; por mi parte, yo nunca

había querido conformarme a eso.-¿Cansada?-Sí.-Deja ese trabajo, no vayas mañana, y

abandónalo completamente.-Pero, papá, eso me sentará mal.-Te lo ruego... Detesto a las mujeres que traba-

jan, Tatiana Pavlovna.

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-¿Y cómo vivir sin trabajar? ¿Qué haría unamujer que no trabajase?

-Ya lo sé, ya lo sé... todo eso está muy bien yes muy bonito, y doy mi aprobación de ante-mano; pero de lo que estoy hablando sobre to-do es del trabajo de la señora. Porque, mirad, esuna de las impresiones más penosas de mi in-fancia o, por decirlo mejor, de las más falsas. Enmis vagos recuerdos de la época en que yo teníacinco o seis años, veo con la mayor frecuencia,con desagrado naturalmente, alrededor de unamesa redonda un conclave de mujeres inteli-gentes, severas y gruñonas, tijeras, telas, patro-nes y figurines de moda. Toda esa gente discutey razona, agachando la cabeza grave y lenta-mente, sin dejar de medir y calcular y pre-parándose a cortar. Todos esos rostros cariño-sos, que me quieren tanto, se han hecho de re-pente inabordables; que yo cometa la menortravesura, y me echarán fuera inmediatamente.Incluso mi pobre niñera, que me sostiene de lamano y ha dejado de responder a mis gritos y a

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mis tirones, es todo ojos y todo oídos como siestuviese frente a un ave del paraíso. Pues bien,esa severidad en rostros inteligentes, ese airegrave antes de comenzar el corte, lo experimen-to como un sufrimiento, incluso hoy día, cuan-do pienso en ello. Tatiana Pavlovna, a usted legusta apasionadamente cortar. Por aristocráticoque eso sea, yo prefiero una mujer que no haganada en absoluto. No creas, que esto va por ti,Sofía... Pero, ¿de qué sirve? La mujer no tienenecesidad de eso para ser una gran potencia.Por lo demás, tú también lo sabes muy bien,Sonia. ¿Qué piensa usted de esto, Arcadio Ma-karovitch? Seguramente opinará lo contrario.

-No, de ninguna manera - respondí -. Es unaexpresión excelente: la mujer como gran poten-cia, aunque no comprendo todavía por qué re-laciona usted eso con las labores de las señoras.Y que sea imposible no trabajar cuando no setiene dinero, eso lo sabe usted mismo.

-¡Pues ahora se acabó! - Se volvió hacia mimadre, que estaba toda radiante (se había echa-

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do a temblar cuando él se dirigió a mí) -. ¡Por lomenos en los primeros tiempos, que yo no veamás trabajo por aquí! Lo pido por consideracióna mí. Tú, Arcadio, como verdadero joven denuestro tiempo, debes de ser un poco socialista;pues bien, lo creas o no, amigo mío, quienesmás gustan de la ociosidad, son las gentes delpueblo, ese pueblo dedicado eternamente altrabajo.

-Quizá lo que quieren es reposo, y no ociosi-dad.

-¡No, es desde luego la ociosidad, la holgaza-nería absoluta; ése es su ideal! He conocido auno de esos trabajadores eternos, que por lodemás no era del pueblo; era un hombre bas-tante cultivado, capaz de razonar. Toda su vida,cada día quizá, soñaba con gozo y delectaciónen la ociosidad perfecta. Por así decirlo, llevabaese ideal hasta lo absoluto, hasta la indepen-dencia ilimitada, la libertad perpetua del sueñoy de la contemplación ociosa. Aquello duróhasta el día en que se agotó completamente a

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fuerza de trabajo: imposible volverlo a poner enpie; murió en el hospital. Yo estaba entoncesseriamente dispuesto a extraer la conclusión deque los gozos del trabajo habían sido inventa-dos por hombres desocupados, naturalmentehombres virtuosos. Ésa es una de las «ideasginebrinas» de finales del pasado siglo. Ah, Ta-tiana Pavlovna, recorté anteayer un anuncioque traía el periódico. Helo aquí (se sacó untrozo de papel del bolsillo de arriba del pan-talón): es uno de esos «estudiantes» perpetuosque saben lenguas antiguas y matemáticas yestán dispuestos a marcharse a cualquier pro-vincia, a un granero o no importa dónde. Escu-chad esto: «Profesora prepara ingreso en todoslos establecimientos de enseñanza (¡fijaos, entodos! ), y da clases de aritmética.» ¡Una líneasolamente, pero del todo clásica! Prepara parael ingreso en los establecimientos de enseñanza:parecería que la aritmética debiera estar com-prendida. ¡Pues no! Ella pone la aritméticaaparte. Eso, eso es la verdadera hambre, el

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último grado de la miseria. Esa torpeza es pre-cisamente la que me conmueve: con toda segu-ridad, ella no ha sido jamás profesora, es inca-paz de enseñar lo que quiera que sea. Pero nohay nada que hacer, es preciso llevar el últimorublo al periódico y anunciar que se preparapara el ingreso en todos los establecimientos deinstrucción y por añadidura que se dan leccio-nes de aritmética. Per tutto mundo e in altri siti.

-Pues bien, Andrés Petrovitch, será necesarioir a ayudarla. ¿Dónde vive? - exclamó TatianaPavlovna.

-¡Bah! ¡Hay tantas así! - y se guardó la direc-ción en el bolsillo -. En este paquete hay regalospara ti, Lisa, y para usted, Tatiana Pavlovna. ASofía y a mí no nos gustan las golosinas. ¡Tam-bién hay para ti, jovencito! Lo he elegido todoyo mismo en casa de Elissieev y de Ballet.Hemos estado demasiado tiempo «muriéndo-nos de hambre», como dice Lukeria (nota bene:nunca se había muerto nadie de hambre en estacasa). Hay ahí uvas, bombones, peras escar-

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chadas y una tarta de fresas. Hasta he compra-do un licor maravilloso. Y cacahuetes. Es curio-so cómo desde mi infancia siguen gustándomelos cacahuetes, Tatiana Pavlovna, y, usted losabe, los más sencillos de todos. Lisa es comoyo; también a ella le encanta cascar cacahuetes,como una ardillita. Nada más encantador, Ta-tiana Pavlovna, que figurarse alguna vez, porcasualidad, niño en el bosque, dispuesto a cogercacahuetes... Es casi el otoño, pero los días sonclaros, a veces hace fresco, uno se acurruca enlos sitios perdidos, se interna en el bosque, lashojas huelen muy bien... ¡Veo que me mira us-ted con simpatía, Arcadio Makarovitch!

-Es que también yo he pasado en el campo losprimeros años de mi infancia.

-¿Cómo es eso? Me parece que por el contra-rio tú has vivido siempre en Moscú... a menosque me equivoque.

-En casa de los Andronikov, él vivía enMoscú, en el momento en que usted llegó allí.

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Pero hasta entonces, estuvo en casa de la difun-ta tía de usted, Varvara Stepanovna, en el cam-po - confirmó Tatiana Pavlovna.

-¡Toma, Sofía, mira, dinero, apriétalo! Parauno de estos días me han prometido cinco bille-tes de mil.

-Entonces, ¿los príncipes no tienen ya ningu-na esperanza?

-Absolutamente ninguna, Tatiana Pavlovna.-Siempre he tenido verdadera simpatía por

usted, Andrés Petrovitch, y por todos los suyos,siempre he sido amiga de la casa. Pero por másque los príncipes me sean desconocidos, lestengo lástima, se lo juro a usted. Sobre todo nose enfade, Andrés Petrovitch.

-No tengo intención de repartir, Tatiana Pav-lovna.

-Usted ya sabe cómo pienso, Andrés Petro-vitch. Ellos habrían abandonado el asunto siusted les hubiese ofrecido la partición desde elprimer momento; hoy, naturalmente, es ya de-

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masiado tarde. Por lo demás, no es asuntomío... Lo que digo lo digo porque el difuntodesde luego no los habría olvidado en su tes-tamento.

-No solamente no los habría olvidado, sinoque desde luego se lo habría dejado todo aellos, No me habría olvidado más que a mí, si élhubiese hecho las cosas en regla y redactado sutestamento como Dios manda. Pero ahora tengola ley en mi favor. Se acabó. Ni puedo ni quierorepartir, Tatiana Pavlovna; es cosa hecha.

Pronunció estas palabras con irritación, cosaque se permitía raramente. Tatiana Pavlovna secalló. Mi madre bajó los ojos un tanto tristemen-te: Versilov sabía que ella aprobaba a TatianaPavlovna.

«He aquí la bofetada de Ems», pensé en aquelinstante. El documento que me había entregadoKraft y que yo tenía en el bolsillo, habría sufri-do una triste suerte si hubiese caído en manosde Versilov. Pensé de pronto que todavía pe-

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saba sobre mis espaldas todo aquel asunto;aquel pensamiento, juntamente con todo lodemás, contribuyó a irritarme.

-Arcadio, me gustaría que te vistieses mejor,amigo mío. No estás mal vestido, pero, en losucesivo, podré recomendarte a un francés,muy concienzudo y que tiene gusto.

-Le pediré a usted que no me haga jamás unaproposición semejante - espeté bruscamente.

-¿Cómo es eso?-¡Oh! No veo en eso nada de humillante, pero

usted y yo no estamos tan de acuerdo a inclusomás bien estamos en desacuerdo, puesto queestos días, desde mañana, déjo de ir a casa delpríncipe, ya que no veo que haya la menor ne-cesidad de hacerlo.

-Pero ir allí, estar a su lado, ¿no es eso una ta-rea?

-Tales pensamientos son humillantes.-No comprendo. Y además, si eres tan punti-

lloso, no tienes más que no tomar su dinero,

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aunque hagas acto de presencia. Vas a apenarloenormemente; él ya te tiene mucho afecto,créeme... En fin, haz lo que quieras...

Se le notaba que estaba descontento.-Dice usted que no le coja su dinero. Y justa-

mente, por causa de usted, he cometido hoyuna infamia: usted no me había advertido denada y hoy le he reclamado al príncipe mi suel-do del mes.

-Pero eso es porque tú has querido. Confiesoque yo no creía que fueses a reclamar. ¡Sin em-bargo, qué hábiles sois todos hoy en día! Ya nohay juventud, Tatiana Pavlovna.

Estaba terriblemente amargado. Yo también,-Me hacía falta sin embargo arreglar mis

cuentas con usted... Es usted quien me ha obli-gado, y ahora no sé qué hacer.

-A propósito, Sofía, devuélvele inmediata-mente a Arcadio sus sesenta rublos. Y tú, amigomío, no te enfades por este arreglo de cuentasprecipitado. Te adivino en la cara que estás ma-

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quinando alguna empresa y que tienes necesi-dad... de fondos para gastos o para alguna cosade ese estilo.

-Ignoro lo que expresa mi cara, pero no espe-raba que mamá le hablase a usted de ese dine-ro, siendo así que yo le había rogado a ella queno dijese nada,

Miraba a mí madre, y mis ojos lanzabanrelámpagos. No sabría decir hasta qué puntome sentía vejado.

-Arkacha, hijo mío, perdóname, por el amorde Dios, no he podido evitar decírselo...

-Amigo mío, no le guardes rencor porque mehaya descubierto tus secretos - dijo él dirigién-dose a mí -. Y además, la intención era buena: lamadre ha querido sencillamente ufanarse de lossentimientos de su hijo. Pero, créelo, yo habríaadivinado, sin necesidad de eso, que eras uncapitalista. Todos tus secretos están escritos entu rostro leal. Él tiene su «idea», Tatiana Pav-lovna, ya se lo dije a usted.

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-Dejemos mi rostro leal - continué yo, rabioso-. Sé que con frecuencia usted lee los pensa-mientos de la gente, aunque en otros casos novea usted más allá de la punta de la nariz.Siempre me ha asombrado su perspicacia. Puesbien, sea. Tengo mi « idea». Evidentemente haempleado usted esa expresión por casualidad,pero no temo confesarlo; tengo mi «idea». Y nitengo miedo ni me da vergüenza de ella.

-Sobre todo no tengas vergüenza de ella.-Y sin embargo no se la revelaré a usted.-Es decir, que no me juzgarás digno de seme-

jante cosa. Es inútil, ámigo mío, conozco yo lassustancias de tu idea. En todo caso, es:

Me retiro al desierto.Tatiana Pavlovna, mi opinión es que quiere

convertirse en Rothschild o en alguna cosa porel estilo, y retirarse dentro de su grandeza. Na-turalmente, nos concederá magnánimamente, austed y a mí, una modesta pensíón; a mí quizáno, pero lo que sí es seguro, es que pasará entre

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nosotros como un meteoro. Como la luna nue-va; salida y, en el mismo momento, desapareci-da.

Me sobresalté. Desde luego, no era más queuna coincidencia: él no sabía nada, hablaba deuna cosa muy distinta, aunque hubiese nom-brado a Rothschild, pero ¿cómo podía definircon tanta exactitud mis sentimientos: rompercon ellos y retirarme? Lo había adivinado todo.Y quería con anticipación sazonar con su cinis-mo lo trágico de la cosa. Estaba furioso; no sepodía dudar de eso.

-Mamá, perdóname mi exclamación, tantomás cuanto que, de todas maneras, era imposi-ble ocultarme de Andrés Petrovitch.

Fingí echarme a reír y me esforcé, al menospor un instante, en convertirlo todo en unabroma.

-Lo mejor que ha habido en esto, querido mío,es que te has reído. Es difícil imaginarse hastaqué punto se gana con eso, incluso exteriormen-

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te. Lo digo muy en serio. Tatiana Pavlovna, laverdad es que el muchacho tiene siempre elaspecto de estar incubando en su cabeza algotan grave, que él mismo se avergüenza.

-Le ruego seriamente que tenga un poco másde compostura, Andrés Petrovitch.

-Tienes razón, amigo mío; pero sin embargohacía falta decirlo una vez, para no volver mássobre esto. No has venido de Moscú más quepara rebelarte. He ahí lo único que sabemoshasta ahora del motivo de tu llegada. Natural-mente, no hablaré de que hayas venido paraasombrarnos. Seguidamente, desde hace unmes que estás aquí, no haces más que burlartede nosotros; sin embargo, tú eres un hombreinteligente, por lo que parece, y con esa cuali-dad podrías dejar esas risitas para la gente queno tiene más medio que ése para vengarse desu nulidad. Te cierras siempre, siendo así quetu aspecto leal y tus mejillas rojas manifiestanque podrías mirar cara a cara a todo el mundocon una perfecta inocencia. Es hipocondríaco,

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Tatiana Pavlovna; no llego a comprender porqué hoy en día todos son hipocondríacos.

-Si no sabe usted ni siquiera dónde me hecriado, ¿cómo va a saber que soy hipocondría-co?

-He ahí todo el misterio: estás dolido de queyo haya podido olvidar dónde te has criado.

-En lo más mínimo, no me atribuya usted se-mejante tontería. Mamá, Andrés Petrovitch meha felicitado hace un momento por habermereído; riámonos, pues; ¿por qué hemos de estarhechos unos mustios? ¿Quieren ustedes que lescuente historias divertidas sobre mi persona?Sobre todo teniendo en cuenta que Andrés Pe-trovitch no sabe nada de mis aventuras.

Yo estaba en ebullición. Sabía que nunca másvolveríamos a encontrarnos juntos como hoy yque una vez salido de aquella casa no volveríanunca. Por eso, en la víspera de todo aquello,no pude contenerme más. Fue él mismo quienprovocó aquel desenlace.

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-Eso es muy agradable, con tal que sea verda-deramente divertido - observó él mirándomecon ojos penetrantes -. Te has vuelto un pocosalvaje, amigo mío, allí donde te has criado. Porlo demás, a pesar de todo, estás aún bastantepresentable. Está encantador hoy, Tatiana Pav-lovna, y ha hecho usted muy bien en abrir porfin ese paquete.

Pero Tatiana Pavlovna frunció las cejas; ni si-quiera se volvió y continuó abriendo el paquetey colocando los regalos sobre los platos. Mimadre también se quedó perpleja, com-prendiendo y presintiendo que las cosas toma-ban un mal camino. Mi hermana, una vez más,me empujó con el codo.

-Quiero contarles sencillamente - comencé adecir con el aire más desenvuelto - cómo unpadre se encontró por primera vez con su hijoquerido. Eso sucedió justamente «allí donde tehas criado».

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-Pero, amigo mío, ¿no resultará eso... aburri-do? Ya sabes: touts les genres...

-No frunza usted las cejas, Andrés Petrovitch,no es en absoluto lo que usted cree. Quierohacerles reír a todos.

-¡Que Dios te oiga, querido mío! Ya sé quenos quieres a todos y que... no te interesará tur-bar nuestra velada - susurró él con aspecto fal-samente desenvuelto.

---Será seguramente por mi rostro por lo quehabrá adivinado usted que le quiero, ¿no?

-Sí, en parte por tu rostro.-Pues bien, por rni parte, yo he adivinado

desde hace mucho tiempo en el rostro de Tatia-na Pavlovna que está enamorada de mí. No melance usted miradas tan feroces, Tatiana Pav-lovna, es preferible reír. ¡Es preferible reír!

Ella se volvió bruscamente hacia mí y durantemedio minuto me estuvo mirando con ojos pe-netrantes:

-¡Ten cuidado!

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Y me amenazaba con el dedo, tan seriamente,que aquello no podía relacionarse apenas conmi broma estúpida, sino que se parecía másbien a una advertencia: «¿Es que te empeñas enempezar? »

-Andrés Petrovitch, ¿no se acuerda usted en-tonces de cómo nos encontramos en la vida porprimera vez?

-Lo he olvidado, te lo juro, y te pido por esosinceramente perdón. Me acuerdo solamente deque fue hace mucho tiempo... y ya no sédónde...

-Y usted, mamá, ¿no se acuerda usted decuando estaba en el campo, en el pueblo dondefui criado hasta los seis o siete años, creo? ¿Havivido usted verdaderamente en ese pueblo, obien es en sueños como me parece haberla vistopor primera vez? Hace mucho tiempo quequería hacerle a usted esta pregunta, y retro-cedía siempre; ahora ha llegado el momento.

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-¡Cómo, mi pequeño Arcadio! Naturalmente,fui tres veces de visita a casa de Varvara Stepa-novna; la primera vez cuando tú tenías apenasun año, la segunda cuando habías cumplido yalos cuatro, y luego cuando tenías más de diezaños.

-Eso es. Todo este mes he estado queriendohacerle la pregunta.

Mi madre enrojeció intensamente ante labrusca afluencia de recuerdos y me preguntóconmovida:

-¿Es posible, mi pequeño Arcadio, que teacuerdes de mí?

-No me acuerdo de nada y no sé nada; sola-mente ha quedado algo del rostro de usted en elfondo de mi corazón y para toda mi vida, yademás, me ha quedado el saber que es ustedmi madre. Todo ese pueblo lo veo hoy como enun sueño. Incluso me he olvidado de mi ama.Esa Varvara Stepanovna... Me acuerdo de ellaun poco, solamente porque tenía siempre ven-

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das en las mejillas. Aún veo de nuevo, al-rededor de la casa, árboles inmensos, creo quetilos; luego, algunos días, un sol fuerte entrandopor las ventanas abiertas, platabandas de flores,una alameda, y a usted, mamá, no vuelvo averla claramente más que un solo instante:cuando me dieron la comunión en la iglesia delpueblo y usted me cogió en brazos para hacer-me recibir la hostia y besar el cáliz; era en vera-no, una paloma atravesó la cúpula, de una ven-tana a otra....

-¡Señor! Eso es completamente verdad - mimadre cruzó las manos -; me acuerdo de esapaloma. En el momento mismo de comulgar, tepusiste muy agitado y gritabas: « ¡La paloma, lapaloma! »

-El rostro de usted, o por lo menos parte, unaexpresión, se quedó tan grabado en mí memo-ria, que hace cinco años, en Moscú, la reconocíinmediatamente como mi madre, aunque nadieme lo dijese. Luego, después de mi primer en-cuentro con Andrés Petrovitch, se me sacó de

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casa de los Andronikov; yo había pasado conellos, dulce y alegremente, cinco años seguidos.Me acuerdo con sus menores detalles de cómoera su casa en un edificio del Estado y de todasaquellas señoras y señoritas que hoy han enve-jecido tanto, y de la casa llena, y el mismo An-dronikov, que traía en persona de la ciudad lasprovisiones, la volatería, los corderos y los le-choncíllos y nos servía él mismo la sopa en lamesa, en lugar de su mujer, que se las dabasiempre de orgullosa; nosotros nos burlábamosde eso y él era el primero en hacerlo. Fue allídonde las jovencitas me enseñaron el francés,pero lo que más me gustaba eran las fábulas deKrylov; me aprendí de memoria muchísimas ycada día le declamaba una a Andronikov: yoentraba sin vacilar en su pequeño despacho,estuviese ocupado o no. Pues bien, a causa deuna de esas fábulas trabé conocimiento conusted, Andrés Petrovitch... Veo que empieza us-ted a acordarse.

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-En efecto, estoy recordando un poco, queridomío... ¿Qué es lo que me contaste entorces... unafábula, o bien un pasaje de Aflicción de espíri-tu?. De todos modos, ¡qué memoria tienes!

-¡Memoria! ¡Eso es lo de menos! Es el únicorecuerdo que he conservado toda mi vida.

-¡Magnífico, magnífico, amigo mío! Me inter-esas.

Incluso sonrió, y después de él sonrieron mimadre y mi hermana. La confianza retornaba;únicamente Tatiana Pavlovna, que se habíasentado en un rincón después de haber coloca-do los regalos sobre la mesa, continuaba atra-vesándome con una mirada desagradable.

-He aquí la historia - proseguí yo -. Un buendía mi amiga de la infancia, Tatiana Pavlovna,que siempre ha surgido de improviso en miexistencia, como pasa en el teatro, vino a bus-carme, se me llevó a un coche y se me depositóen un palacio señorial, en un lujoso apartamien-to. Usted se había alojado entonces, Andrés

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Petrovitch, en la mansión de los Fanariotova, enla casa desocupada en aquellos momentos -yque ella le había comprado a usted antaño; ellaestaba en el extranjero. Yo llevaba siempre blu-sas; para aquello me pusieron de repente unbonito traje azul y ropa de la más fina. TatianaPavlovna pasó todo el día junto a mí y mecompró toda clase de cosas; yo recorría las habi-taciones vacías y me miraba en todos los espe-jos. Pues bien, no sé cómo fue, pero el caso esque, a la mañana siguiente, a eso de las diez,barzoneando por el apartamiento, entré de re-pente, por casualidad, en el despacho de usted.Ya la víspera le había visto en el momento enque se me acababa de conducir, pero solamentede paso, en la escalera. Usted bajaba para subiral coche e ir a no sé dónde: se encontraba ustedentonces solo en Moscú, por muy poco tiempoy después de una larga ausencia, de forma quele reclamaban de todas partes y no estaba ustedcasi nunca en casa. Al encontrarnos a Tatiana

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Pavlovna y a mí, usted solamente exclamó: «¡Ah! », pero sin ni siquiera detenerse.

Describe con verdadero amor - observó Versi-lov, dirigiéndose a Tatiana Pavlovna.

Ella se alejó sin responder.-Le veo como si todavía me encontrase allí, tal

como usted era entonces, florido y guapo. Esasombroso cómo ha podido usted envejecer yafearse tantísimo en estos nueve años, perdó-neme la franqueza. Por lo demás, ya en aquellosmomentos tenía usted los treinta y siete añoscumplidos, pero yo no podía cansarme de mi-rarlo. ¡Qué cabellos más asoinbrosos!, casi ente-ramente negros, brillantes, sin un pelo blanco,bigotes y patillas de un acabado de joyero, noencuentro otra expresión; un rostro pálido ymate, pero no de una palidez enfermiza comola de hoy, pero, espere... Un rostro como el desu hija de usted, Ana Andreievna, a la que hetenido el honor de ver hace un rato; ojos ardien-tes y sombríos, dientes deslumbrantes, sobre

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todo cuando usted se reía. Precisamente se echóusted a reír al mirarme, cuando entré en sudespacho; yo no sabía entonces distinguir lascosas, y su sonrisa me alegró el corazón. Lleva-ba usted aquella mañana una chaqueta de ter-ciopelo azul marino, una bufanda de tonalidadSolferino, una maravillosa camisa guarnecidade encajes de Alençon; estaba usted delante delespejo, con un cuaderno en la mano, en plan deestudiar y de declamar el último monólogo deTchatski y en particular su último grito: « ¡Micoche, mi coche!».

-¡Oh, Dios mío - exclamó Versilov -, lo que éldice es verdad! Yo había aceptado entonces, apesar del poco tiempo de que disponía enMoscú, el desempeñar el papel de Tchatski encasa de Alejandra Petrovna Vipovtova, en suteatrito privado, a causa de la enfermedad deJileiko.

-¿Y lo había usted olvidado? - preguntó Ta-tiana Pavlovna echándose a reír.

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-¡Me lo ha recordado él! Y lo confieso, ¡aque-llos pocos días en Moscú fueron quizá los mejo-res de mi vida! Éramos entonces todos tanjóvenes... esperábamos todas las cosas con unardor tal... Me encontré entonces en Moscúcontantas... Pero continúa, hijo mío, has hecho muybien esta vez al entrar en detalles...

-Yo estaba allí plantado, mirándole. De repen-te grité: « ¡Oh, qué bien está, ése es el verdaderoTchatski! » Usted se volvió innediatamente parapreguntarme: « ¿Es que tú conoces ya a Tchats-ki? » Luego se sentó usted en el diván y con elmejor humor del mundo se puso a tomar elcafé. Yo le habría abrazado. Entonces le confiéque en casa de Andronikov todo el mundo leíamucho, que las señoritas sabían muchos versosde memoria, que representaban entre ellas es-cenas de Griboiedov y que, toda la semana pa-sada, se había leído en reunión y en. alta voz losRelatos de un cazador (54), en fin, que me gusta-ban sobre todo las fábulas de Krylov y que melas sabía de memoria. Usted me invitó a recitar

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algo, y yo dije La novia difícil: «Una novia soña-ba con su novio...».

-_.¡Eso es, eso es, ahora me acuerdo de todo! -exclamó de nuevo Versilov .... Pero, amigo mío,me acuerdo también de ti. Tú eras entonces unmuchachito lindísimo, un muchachito delicioso,y, te lo juro, has perdido mucho durante estosnueve años.

En aquel momento, la misma Tatiana Pavlov-na se echó a reír. Estaba claro que Ardrés Pe-trovitch se burlaba y me pagaba con mi mismamoneda. Todo el mundo se alegró, y estuvomuy bien dicho.

-A medida que yo recitaba, usted se sonreía,peró no había llegado todavía a la mitad cuan-do me detuvo, tocó la campanilla y dio orden alcriado que entró en aquel momento de que lla-mase a Tatíana Pavlovna, que acudió en segui-da con un aspecto tan gozoso, que, después dehaberla visto la víspera, casi no la reconocí. Enpresencia de Tatiana Pavlovna, volví a empezar

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La novia difícil y terminé brillantemente; TatianaPavlovna me sonrió, y usted, Andrés Petro-vitch, usted incluso llegó a gritarme: « ¡Bravo! »,y se puso a observar con ardor que, si se hubie-se tratado de La cigarra y la hormiga no habríahabido nada de particular en que un niño inte-ligente, a mi edad, la recitase con gusto, peroque... aquella fábula:

Una novia soñaba con su amado.

En eso no hay pecado...»Escuche cómo dice eso de: «En eso no hay

pecado». En una palabra, estaba usted entu-siasmado. Entonces se puso usted a hablar enfrancés con Tatiana Pavlovna. Inmediatamenteella frunció las cejas y empezó a poner objecio-nes, incluso muy acaloradamente; pero, comoes imposible contradecir a Andrés Petrovitch sitiene ganas de algo, Tatiana Pavlovna me llevóen seguida a su casa: allí me lavaron una vezmás la cara y las manos, me cambiaron la ropainterior, me dieron pomada y hasta me rizaron.

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Luego, por la noche, la misma Tatiana Pavlov-na se vistió suntuosamente, mucho más de loque yo hubiera creído, y me llevó en coche. Porprimera vez en mi vida, iba yo al teatro, a unafunción de aficionados en casa de Vitovtova:candelabros, bustos, señoras, militares, genera-les, señoritas el telón, las filas de sillas... yo to-davía no había visto nada parecido. TatianaPavlovna escogió un sitio modesto en una delas últimas filas y me hizo sentar junto a ella.Naturalmente, también había niños como yo,pero yo no miraba ya nada, aguardaba, latién-dome violentamente el corazón, que la funciónempezara. Cuando usted entró en escena,Andrés Petrovitch, me quedé entusiasmado,entusiasmado hasta las lágrimas; el porqué, loignoro. ¿Por qué esas lágrimas de entusiasmo?He aquí algo que siempre me ha parecido raro,me he acordado de eso durante estos nueveaños. Yo seguía la comedia, y el corazón se meparaba; todo lo que yo comprendía, evidente-mente, era que ella le había traicionado, y que

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gentes imbéciles a indignas de tocarle un dedodel pie se burlaban de él. Mientras que él de-clamaba en el baile, yo comprendía que estabahumillado, pero que él era grande, muy gran-de. Sin duda, mi preparación en casa de An-dronikov me ayudó a comprender, pero tam-bién la manera como usted representó su papel,Andrés Petrovitch. Por primera vez, yo veíateatro. En el momento de la partida, cuandoTchatski grita: « ¡Mi coche, mi coche! » (usteddaba un gríto asombroso), boté de mi silla ycon toda la sala, en una tempestad de aplausos,me puse a dar palmadas y a gritar con todasmis fuerzas: ¡Bravo!

»Me acuerdo también de que en aquel mismoinstante sentí un alfiler que se me clavabadetrás «un poco por debajo de la cintura»; eraTatiana Pavlovna que me pinchaba furio-samente, pero yo no le echaba cuenta. Como esnatural, inmediatamente después de la función,Tatiana Pavlovna me llevó a casa: «No te irás aquedar a bailar, y por causa tuya no me quedo

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yo», y estuvo usted gruñendo contra mí, en elcoche, Tatiana Pavlovna, durante todo el cami-no de regreso. Me pasé la noche en un delirio, yal día siguiente a las diez ya estaba otra vezdelante del despacho, pero la puerta estabacerrada: tenía usted visita, estaba tratando denegocios; en seguida usted desapareció de re-pente durante todo el día hasta la noche, y yano le vi más. ¿Qué quería decirle? Lo he olvida-do, ni siquiera entonces lo sabía, pero queriaapasionadamente verle de nuevo lo antes posi-ble. A la mañana síguiente, a las ocho, ustedpartió para Serpukhov; acababa usted de ven-der su hacienda de Tula para calmar a losacreedores, pero todavía le quedaba un buenpedazo, y por eso era por lo que había venidousted a Moscú, donde hasta aquel día no habíapodido mostrarse públicamente por miedo a losacreedores; y entre todos ellos, únicamenteaquel grosero personaje de Serpukhov se nega-ba a aceptar la mitad en lugar del total de ladeuda. Tatiana Pavlovna ni siquiera respondía

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a mis preguntas: «Estáte tranquilo, pasado ma-ñana te llevaré a la pensión, prepárate, coge tuscuadernos, arregla tus libros y aprende a hacertú mismo la maleta. No está usted destinado avivir como un príncipe, caballero», etc., etc.;muletilla con la que me estuvo usted martillan-do los oídos durante aquellos tres días, TatianaPavlovna. Y en efecto, me llevó usted a la pen-sión Tuchard, a mí, inocente y enamorado comoestaba de usted, Andrés Petrovitch. Comprendoque aquel encuentro no fue más que una casua-lidad absurda, pero, créalo o no, sé que mesesmás tarde todavía quería escaparme de casa deTuchard para ir en su busca.

-Lo has contado admirablemente, has desper-tado todos mis recuerdos - recalcó Versilov-Pero lo que más me choca en tu historia es lariqueza de ciertos detalles particulares, apropósito de mis deudas, por ejemplo. Sinhablar de una cierta inconveniencia propia detales detalles, no veo dónde has podido adqui-rirlos.

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-¿Esos detalles? ¿Que dónde los he adquirido?Se lo repito, durante estos nueve años, no hetenido otra ocupación que la de recoger detallessobre usted.

-¡Singular confesión, ocupación singular!Me volvió la espalda, medio tendido en su

sillón, y esbozó un ligero bostezo, voluntario ono, lo ignoro.

-¿Debo continuar contándole cómo quise es-caparme de casa de aquel Tuchard?

-¡Prohíbaselo, Andrés Petrovitch!- ¡Reprénda-lo, expúlselo de aquí! - profirió Tatiana Pavlov-na.

-No, Tatiana Pavlovna - respondió Versilovexpresivamente -. Arcadio tiene sin duda algúnproyecto. Es completamente indispensable de-jarlo terminar. ¡Que continúe!

¡Que haga su relato y que se libre de él! Por lodemás, eso es todo lo que él quiere, librarse deese peso para siempre. Vamos, querido mío,empieza tu nueva historia. Nueva, es una ma-

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nera de hablar, porque, estáte tranquilo, conoz-co el final.

IV-Quería escaparme, huir junto a usted, es muy

sencillo. Tatiana Pavlovna, ¿se acuerda ustedde que, quince días después de mi entrada en lapensión Tuchard, le envió a usted una carta?¿No se acuerda? María Ivanovna me enseñó esacarta mucho más tarde; estaba también en lospapeles de Andronikov. Tuchard se había dadocuenta de pronto de que había pedido dema-siado poco, y le comunicaba a usted «dig-namente» que educaba en su establecimiento apríncipes y a hijos de senadores, y que juzgabaindigno de ese establecimiento tener a un pen-sionista cuyo origen era como el mío, a menosque se le pagase un suplemento.

-Mon cher, bien podrías...-¡No es nada, no es nada! - interrumpí yo -; no

tengo más que una palabra que decir de Tu-

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chard. Usted le respondió desde el campo, Ta-tiana Pavlovna, quince días más tarde, con unanegativa categórica. Lo veo, todavía todo en-carnado, entrar en nuestra clase. Era un francésbajito, rechoncho y gordo, de unos cuarenta ycinco años y llegado realmente de París; anti-guo zapatero remendón, como es lógico, perose había instalado en Moscú, desde tiempo in-memorial, como profesor de francés con título,y poseía incluso diplomas de los que estabaextremadamente orgulloso; un hombre pro-fundamente inculto. En su casa sólo estábamosseis internos; había efectivamente entre ellos elsobrino de un senador moscovita. Vivíamostodos en su casa absolutamente en familia, casisiempre bajo la vigilancia de su esposa, unaseñora muy amanerada, hija de un oscuro fun-cionario ruso. Durante aquellos quince días mejacté terriblemente delante de mis camaradas,me ufanaba de mi chaquetilla azul y de mi papáAndrés Petrovitch y, cuando me preguntabapor qué me llamaba Dolgoruki y no Versilov, la

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pregunta no me turbaba lo más mínimo, porqueyo mismo ignoraba el porqué.

--¡Andrés Petrovitch! - gritó Tatiana Pavlovnacon un tono casi amenazador.

Por el contrario, mi madre me escuchaba sinperder una sola palabra y deseaba evidente-mente verme continuar.

-Ce Tuchard..., to recuerdo en efecto, aquelhombrecillo bullidor - dijo Versilov entre dien-tes -; me habían dado de él los mejores infor-mes...

-Ce Tuchard entró pues con la carta en la ma-no, se acercó a nuestra gran mesa de roble, antela cual empollábamos los seis no sé ya qué lec-ción, me agarró fuertemente por el hombro, mehizo levantar y me ordenó que cogiese mis cua-dernos. «Tu sitio no está aquí, sino allí.» Y memostró un cuartito minúsculo a la izquierda delrecibidor, donde había una mesa vulgar, unasilla de enea y un diván recubierto de hule,exactamente como hoy en una buhardilla. Me

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dirigí allí con asombro y poniéndome muy co-lorado; todavía nunca se me había tratado congrosería semejante. Media hora después, cuan-do Tuchard hubo salido de la clase, fui a cam-biar guíños y a reírme con los camaradas; natu-ralmente, se burlaban de mí, pero yo no sospe-chaba nada y creía que nos reíamos juntos por-que estábamos contentos. En aquel momentoapareció Tuchard. Me cogió por un mechón depelos y me arrastró. «No te atrevas a ir más conhijos de buena familia. Tú eres de extracción vil,no eres más que una especie de lacayo.» Y megolpeó muy dolorosamente la mejilla llenita ycolorada. La cosa le agradó, empezó una se-gunda vez, luego una tercera. Me deshice enlágrimas. Estaba terriblemente sorprendido. Mequedé una hora larga con la cabeza oculta entrelas manos, llorando a todo llorar. Sucedía algoque yo no llegaba a comprender. No comprend-ía cómo un hombre sin maldad como Tuchard,un extranjero, el mismo que se había alegradotanto con la liberación de los campesinos rusos,

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podía pegarle a un niño ingenuo como yo. En elfondo yo estaba solamente asombrado, nadaofendido; todavía no sabía sentir las ofensas.Me parecía que yo había cometido alguna tra-vesura, que una vez castigado se me perdonaríay que de nuevo estaríamos todos contentos,iríamos a jugar al patio y reanudaríamos labuena vida.

-Amigo mío, si yo hubiese sabido. .. - dijoVersilov con la sonrisa negligente de un hom-bre un poco cansado - qué loco era aquel Tu-chard... En fin, no pierdo aún la esperanza deque reunirás tu valor a manos llenas, que nosperdonarás por fin todo esto y que reanudare-mos la buena vida.

Se siguió un bostezo enérgico.-Pero si yo no acuso a nadie, absolutamente a

nadie, no me quejo ni siquiera de Tuchard,créame - grité yo, un poco desorbitado -. Por lodemás, no me pegó más que por espacio de dosmeses. Me acuerdo de que yo siempre quería

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desarmarlo, me lanzaba hacia él para besarle lasmanos, y se las besaba, llorando con todas laslágrimas de mi cuerpo. Los camaradas se bur-laban de mí y me despreciaban, porque Tu-chard me utilizaba a veces como criado suyo,me ordenaba que le trajera su ropa cuando él sevestía. En esto mi servilismo encontró instinti-vamente en qué emplearse: yo trataba con todasmis fuerzas de agradarle, sin mostrarme ofen-dido en lo más mínimo, porque aún yo nocomprendía nada, y hasta hoy mismo measombro de haber sido tan idiota como para nocomprender cuán por debajó estaba de todosellos. Sin duda mis camaradas me explicabanya muchas cosas; yo estaba en una buena escue-la. Tuchard acabó por preferir los puntapiés enel trasero a los golpes en la cara; seis mesesdespués comenzó incluso a acariciarme decuando en cuando; solamente que yo estabaseguro de que me pegaría por lo menos una vezal mes, para hacerme recordar cuál era mi pues-to. Bien pronto se me volvió a poner con los

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demás niños, se me dejó jugar con ellos, pero niuna sola vez en el curso de aquellos dos años ymedio olvidó Tuchard la diferencia de nuestrascondiciones sociales y, aunque sin exagerar, nodejaba de emplearme constantemente para suservicio, y creo que eso era también a título derecordatorio.

»Me fugué, es decir, pensé fugarme, cincomeses después de aquellos dos meses primeros.En general siempre he sido lento en decidirme.Cuando me acostaba y me tapaba con la manta,me ponía inmediatamente a soñar con usted,Andrés Petrovitch, únicamente con usted; igno-ro en absoluto por qué era así. Le veía a ustedincluso en sueños. Y sobre todo soñaba una yotra vez, siempre apasionadamente, que ustedvenía de pronto y se me aparecía, que yo meecharía en sus brazos, que me sacaría usted deaquel sitio y me llevaría a su casa, a su despa-cho, que iríamos juntos al teatro, y así suce-sivamente. Sobre todo, que ya no nos separar-íamos nunca más: aquello era lo principal.

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Cuando me despertaba por las mañanas, trope-zaba en seguida con las burlas y el desdén delos chiquillos; a uno de ellos se le antojó pegar-me y obligarme a que le limpiase los zapatos;me trataba dándome toda clase de nombresinsultantes, empeñándose sobre todo en hacer-me comprender mi origen, para la mayor alegr-ía de todos los oyentes. Cuando por fin llegabaTuchard, había siempre en mi interior algo queresultaba intolerable. Yo comprendía que no seme perdonaría nunca. Empezaba ya a com-prender poco a poco qué era lo que no se meperdonaría y cuál era mi crimen. Por eso resolvíhuir. Llevaba ya soñando dos meses con aque-llo; por fin la decisión quedó tomada; era enseptiembre. Aguardé a que llegase un sábado,cuando todos mis camaradas se hubiesen dis-persado para pasar el domingo; y me hice cui-dadosamente un paquete con los objetos másindispensables; por todo dinero tenía dos ru-blos. Quería aguardar a que llegase el crepúscu-lo:.«entonces bajaré por la escalera», me decía

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yo, «saldré y luego ire adelante». ¿Adónde? Yosabía que Andronikov había partido para Pe-tersburgo, y resolví descubrir la casa de Fana-riotova junto al Arbat. «Pasaré la noche no im-porta dónde, paseándome o sentado en un ban-co; por la mañana le preguntaré a alguien en elpatio: ¿dónde está ahora Andrés Petrovitch, y,si no está en Moscú, en qué ciudad o en quépaís? No dejarán de decirmelo. Me iré, y a con-tinuación preguntaré en otra parte y a otra per-sona: ¿por qué sitio salir para dirigirse a tal ocuál ciudad? Saldré e iré, iré por la carreterageneral. Caminaré siempre; pasaré la noche noimporta dónde o bajo los matorrales, no comerémás que pan, con dos rublos tendré para mu-cho tiempo.» Pero el sábado fue imposible es-caparme; hubo que esperar hasta el día siguien-te, domingo; como hecho adrede, Tuchard y sumujer se ausentaron. No quedamos en toda lacasa más que Ágata y yo. Aguardé la noche conuna emoción terrible. Estaba sentado, meacuerdo muy bien, delante de la ventana de

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nuestra clase, mirando por ella la polvorientacaile con sus casitas de madera y sus escasostranséúntes. Tudhard vivía en el fin del mundoy desde nuestras ventanas se veía la puerta delas murallas de la ciudad: ¡si fuese la buena!, medecia yo. El sol se ponía espléndidamente rojo,el cielo estaba helado, un viento áspero, exac-tamente como el de hoy, levantaba el polvo. Porfin la oscuridad cayó íntegramente; me plantédelante del icono y recé, pero aprisa, aprisa,porque estaba muy apurado de tiempo; cogí mihatillo y bajé de puntillas nuestra escalera chi-rriante, con un miedo terrible de que Ágata meoyese desde la cocina. La llave estaba en lapuerta. Abrí y de repente la noche negra merodeó, como un desconocido peligroso y sinlímites, y el viento se me llevó la gorra. Yo esta-ba ya fuera. En la acera opuesta resonó el gritoronco de un borracho que maldecía; me detuve,miré, y volví a entrar muy silenciosamente.Muy silenciosamente subí la escalera, muy si-lenciosamente me desnudé, solté el hatillo y me

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acosté boca abajo, sin lágrimas y sin pensamien-tos. Pues bien, desde aquel instante es cuandome puse a pensar, Andrés Petrovitch. Sí, desdeel momento en que me di cuenta de que no erasólo un criado, sino también un cobarde. En-tonces fue cuando empezó mi desarrollo ver-dadero y regular.

-¡Y en aquel momento fue cuando yo tambiénempecé a comprender lo que tú eres en reali-dad! - Era Tatiana Pavlovna que brincaba depronto, y de manera tan inesperada, que mecogió completámente desprevenido -. ¡No fuesolamente en aquel momento cuando fuiste uncriado, lo eres siempre, tienes alma de criado!¿Qué habría podido impedirle a Andrés Petro-vitch que hiciera de ti un aprendiz de zapatero?¡Incluso te habría hecho un favor enseñándoteun oficío! ¿Quién habría podido exigir más deél, quién exigía algo? Tu padre, Makar Ivano-vitch, no rogaba solamente, sino que casi exigíaque no te sacasen de tu condición. No, tú noaprecias bastante lo que él ha hecho por ti al

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conducirte hasta la Universidad. Gracias a élgozas de los derechos de las clases superiores.Los niños le hacían burla, miren ustedes, y en-tonces ha jurado vengarse de la humanidad...¡No eres más que un canalla!

Lo confieso, me quedé aplastado por aquellasalida. Me levanté y miré un momento sin en-contrar nada que responder.

--Lo que Tatiana Pavlovna acaba de decirmeme resulta nuevo en efecto - dije, volviéndomepor fin deliberadamente hacïa Versilov -. Soy enefecto lo bastante criado para no contentarmecon que Versilov no haya hecho de mí un zapa-tero. Ni siquiera los derechos de las clases supe-riores me han enternecido, reclamo a todo Ver-silov, réclamo un padre... eso es lo que me hacefalta. ¿No quiere decir eso que yo sea un cria-do? Mamá, tengo siempre sobre mi conciencia,desde hace ya ocho años, el momento en queusted vino sola a verme a casa de Tuchard y lamanera como la recibí a usted entonces. Pero noes éste el momento de hablar de eso, Tatiana

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Pavlovna no lo permitirá. Hasta mañana,mamá, quizá volvamos a vernos todavía. Tatia-na Pavlovna, ¿qué diría usted si soy aún lo bas-tante criado para no poder admitir que unapersona se vuelva a casar viviendo su mujer?Sin embargo, eso es lo que estuvo a punto depasarle a Andrés Petrovitch en Ems. Mamá, sino quiere usted quedarse con un marido que secasará mañana con otra, acuérdese de que tieneun hijo, que promete ser un hijo eternamenterespetuoso, acuérdese y vayámonos de aquí.Solamente con una condición: o él o yo. ¿Quiereusted? No pido una respuesta inmediata: sé queéstas son preguntas a las que no se puede res-ponder en el acto...

No pude acabar, primero porque me habíaacalorado y perdía la cabeza. Mi madre se pusolívida, la voz le faltó: no podía decir ya unapalabra. Tatiana Pavlovna habló mucho y rui-dosamente, aunque yo no pude ni siquiera dis-tinguir lo que ella decía, y por dos veces mehundió el puño en la espalda. Me acuerdo so-

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lamente de que ella gritaba que mis palabrasestaban «calculadas, largamente acariciadas porun alma mezquina, retorcidas». Versilov seguíasentado, inmóvil y muy serio, sin sonreír. Subía mi habitación. La última mirada que meacompañó fue la mirada reprobadora de mihermana; balanceaba la cabeza con aire severo.

CAPITULO VIII

Describo todas estas escenas sin perdonarmenada, a fin de que todo quede en claro, recuer-dos a impresiones. Al entrar en mi habitaciónignoraba en absoluto si debía avergonzarme oenorgullecerme por haber cumplido mi deber.Si yo hubiese sido un poco más experimentado,habría debido adivinar que la menor duda ensemejante asunto hay que interpretarla en elsentido malo. Pero estaba desorientado porotras circunstancias: no comprendía por quétenía que alegrarme, pero el caso era que me

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hallaba presa de un regocijo loco, a pesar demis dudas y del claro convencimiento que teníade haber sufrido allá abajo un rotundo fracaso.Incluso las injurias rabiosas de Tatiana Pavlov-na me parecían divertidas y graciosas, y no meenfadaban lo más mínimo. Aquello era sin du-da porque, a pesar de todo, yo había roto miscadenas y por primera vez me sentía en liber-tad.

Sentía también que había estropeado misasuntos: ¿cómo obrar ahora con respecto a lacarta sobre la herencia? La cuestión se tornabaaún más tenebrosa. Seguramente iban a creerque yo quería vengarme de Versilov. Peromientras estábamos en el salón, durante todosaquellos debates, yo había resuelto someter lacuestión a un arbitraje y elegir como árbitro aVassine o, si no era posible, a algún otro, y yasabía a quién. Un día, exclusivamente para esoy por única vez, iría yo a casa de Vassine, pen-saba; seguidamente desapareceré para todo elmundo y por mucho tiempo, para varios meses,

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desapareceré incluso y sobre todo para Vassine;veré si acaso solamente, de cuando en cuando,a mi madre y a mi hermana. Todo aquello eraalgo muy desordenado; yo me daba cuenta deque alguna cosa estaba ya hecha, pero no comohabría sido preciso, y... estaba contento; lo repi-to, a pesar de todo, me sentía dichoso.

Entonces decidí acostarme más temprano,previendo una larga caminata para el día si-guiente. Además de buscar un alojamiento ytrasladar mis cosas, tendría que tomar ciertasdecisiones que resolví ejecutar de una forma aotra. Pero la jornada no debía acabarse sin im-previstos y Versilov consiguió sorprendermede una manera asombrosa. Él no venía nunca,absolutamente nunca, a mi buhardilla. Ahorabien, todavía no llevaba yo una hora en micuarto cuando oí sus pasos en la escalera: mellamó, para que le alumbrara. Cogí una vela y,tendiendo hacia abajo una mano que él agarró,le ayudé a trepar arriba.

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-Merci, amigo mío, no he subido aquí ni unasola vez, ni siquiera cuando alquilé la casa. Ten-ía mis temores sobre lo que esto pudiera ser,pero no preveía semejante perrera. - Se detuvoen medio de mi buhardilla, mirando en tornocon curiosidad -: ¡Es un ataúd, un verdaderoataúd!

Había en efecto un cierto parecido con el in-terior de un ataúd, y admiré incluso la exacti-tud de su definición. El cuartito era estrecho ylargo; al nivel de mi hombro, no más alto, co-menzaba el ángulo de la pared y del techo, quepodía tocar con la palma de la mano. Versilov,en el primer instante, se mantuvo instintiva-mente encorvado, por miedo a chocar con lacabeza en el techo, pero no chocó, y acabó porsentarse con bastante tranquilidad en mi diván,donde ya estaba hecha mi cama. Por mi parte,no me senté y me quedé mirándole con el másprofundo asombro.

-Tu madre me ha contado que no sabía si to-mar el dinero que le has entregado por lo pen-

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sión de este mes. Teniendo en cuenta semejanteataúd, no solamente no tienes nada que pagar,sino que, por el contrario, somos nosotros losque estamos en deuda contigo. No he estadonunca aquí y... me cuesta trabajo imaginar quese pueda vivir en sitios semejantes.

-Ya estoy acostumbrado. Pero a lo que no meacostumbro es a verle a usted en mi habitacióndespués de lo que ha pasado abajo.

-¡Ah, sí!, te has mostrado bastante groseroabajo. Pero... también yo tengo mis motivosparticulares, que lo explicaré, aunque en el fon-do mi presencia no tenga nada de extraordi-nario; incluso lo que ha pasado abajo entratambién en el orden natural de las cosas; peroexplícame un detalle, te lo ruego: lo que nos hascontado allá abajo y para lo cual nos preparastetan solemnemente, ¿era todo lo que tenías laintención de revelarnos o de confiarnos? ¿Nohabía otra cosa que tuvieras que decirnos?

-Es todo. O más bien admitamos que sea todo.

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-Entonces es poco, amigo mío. A juzgar por tuexordio y por la manera como nos invitaste areír, en una palabra, viendo las ganas que teníasde hablar, yo esperaba muchísimo más.

-Pero, ¿qué le va a usted en esto?-Creo que en cuanto a mí es porque tengo el

sentimiento de la medida... ¿Para qué tanto al-boroto? Ahí no se ve la medida por ningunaparte. ¡Un mes de silencio y de preparativos,para dar a luz una nadería!

--Mis intenciones eran hacer un largo relato,pero me avergüenzo por lo que ya he dicho.Todo no puede contarse en palabras, hay cosasde las que vale más no acordarse. Ya he dichobastante, y de todos modos usted me ha com-prendido.

-¡Ah!, ¿y sufres a veces por el hecho de que tupensamiento no se pliegue al molde de las pa-labras? Ese noble sentimiento, amigo mío, no seda más que a los elegidos; el imbécil siempreestá satisfecho con lo que ha dicho y además

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siempre dice más de lo que hace falta; gente asígusta de lo excesivo.

-¿Como por ejemplo yo, hace poco, abajo?También yo he dicho más de lo que era preciso.He reclamado a «todo Versilov»; es infinita-mente más: no tengo necesidad alguna de Ver-silov.

-Ya veo, amigo mío, quieres recuperar eltiempo perdido. Te arrepientes, y como arre-pentirse significa entre nosotros lanzarse inme-diatamente sobre alguien, estás bien decidido ano fallarme otra vez. He venido demasiadopronto, tu fuego no está todavía apagado yademás soportas mal las críticas. Pero siéntate,te lo ruego, tengo algo que comunicarte. Gra-cias, así está mejor. Por lo que has dicho a tumadre al salir, se desprende claramente queconviene más, de todas maneras, que nos sepa-remos. He venido a aconsejarte que lo hagas lomás dulcemente posible y sin alboroto, para noapenar y asustar todavía más a tu madre. Sim-plemente el verme subir aquí le ha hecho ya

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bien: está convencida de que todavía podemoshacer la paz y que todo continuará como en elpasado. Creo que si pudiésemos los dos reírruidosamente una o dos veces, sembraríamos laalegría en sus corazones tímidos. Estos corazo-nes son sencillos, pero amantes, sinceros a inge-nuos. ¿Por qué no mecerlos un poco, si se pue-de? Bueno, ése es el primer punto. He aquí elsegundo: ¿por qué tendríamos que separarnosforzosamente con sed de venganza, rechinar dedientes, maldiciones y todo lo demás? Sin du-da, no vamos a colgarnos el uno del cuello delotro, pero hay medios de separarse respetándo-se, por decirlo así, mutuamente. ¿No te parece?

-¡Todo eso son tonterías! Le prometo irme sinescándalo alguno, y ya eso es bastante. ¿Seatormenta usted por mi madre? Me parece sinembargo que la tranquilidad de mi madre leimporta a usted muy poco. Eso no son más quepalabras.

-¿No me crees?

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-Me habla usted verdaderamente como a unniño.

-Amigo mío, estoy dispuesto a pedirte milperdones, tanto por todas las cosas que me im-putas, como por todos tus años de infancia y asísucesivamente. Pero, cher enfant, ¿qué resultaríade eso? Eres lo bastante inteligente para no de-sear colocarte en una postura tan tonta. Sinhablar de que ni siquiera conozco muy bien elcarácter de tus reproches: ¿de qué me acusas enel fondo? ¿De no haber nacido Versilov? ¿No eseso? Te ríes con aire despreciativo y lo defien-des con la mano. Entonces, ¿no es eso?

-No, créalo usted. Crea que no encuentroningún honor en llamarme Versilov.

--Dejemos el honor a un lado. Y además, ¿nosería preciso queto respuesta fuese democráti-ca? Pero entonces, ¿de qué me acusas?

-Tatiana Pavlovna acaba de decirme todo loque yo quería saber y que hasta entonces no hepodido comprender: que usted no ha hecho de

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mí un zapatero, y por consiguiente que le deboagradecimiento. No llego a comprender en quésoy ingrato, ni siquiera ahora que se me ha da-do la lección. ¿No será la altiva sangre de ustedla que está hablando?

-No lo creo. Debes admitir además que todastus salidas de tono de hace un momento, enlugar de caer sobre mí, a quien tú las destina-bas, no han hecho más que acongojarla y ator-mentarla a ella. Me parece sin embargo que túno eres quién para juzgarla. Porque ¿en qué esella culpable delante de ti? A propósito, explí-came además esto, amigo mío: ¿por qué motivoy con qué intención has propalado, en la escue-la y en el Instituto y durante toda to vida, yhasta en los oídos del primer recién llegado,porque me lo han dicho, que tú eras un hijonatural? Me he enterado de que lo hacías conun cierto placer. Ahora bien, eso no es más queuna estupidez y una innoble calumnia: tu eyesDolgontki, hijo legítimo de Makar IvanytchDolgoruki, persona respetable, notable por su

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inteligencia y por su carácter. Si has recibidouna instrucción superior, es en efecto gracias atu ex señor Versilov, pero ¿qué se desprende deahí? Primeramente, al proclamar tu ilegitimi-dad, cosa que es una calumnia, has revelado almismo tiempo el secreto de tu madre; por yo nosé qué falso orgullo has arrastrado a tu madrepor el fango, exponiéndola al juício del primerrecién llegado. Pues bien, amigo mío, he ahí loque no tiene nada de nobleza, tanto más cuantoque tu madre no es personalmente culpable denada: es un carácter de una pureza perfecta, y sino es Versilova, es únicamente porque tienetodavía a su marido.

-¡Basta! Estoy enteramente de acuerdo con us-ted y creo hasta tal punto en su inteligencia,que espero que cesará en esas reprimendas queno han hecho más que durar demasiado. Ustedque gusta tanto de la medida... Hay una medi-da en todo, incluso en ese amor súbito por mimadre; pues bien, prefiero que me díga otracosa: si ha decidido usted venir a buscarme

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para pasar conmigo un cuarto de hora o unamedia hora (sigo sin saber por qué, pero admi-tamos que sea por la tranquilidad de mi madre)y si por añadidura encuentra usted tanto placeren charlar conmigo a pesar de lo que ha suce-dido abajo, entonces, hábleme más bien de mipadre, de ese Makar Ivanov, el errante; quisieraque fuera usted el que me hablase de él; desdehacía mucho tíempo tenía la intención de pedir-le a usted esto. Al separarnos, tal vez por mu-cho tiempo, me gustaría mucho también obte-ner de usted una respuesta a esta otra pregunta:¿es posible que en estos veinte años no hayausted podido actuar sobre los prejuicios de mimadre, y ahora también sobre los de mi herma-na, con la suficiente fuerza para disipar con lainfluencia civilizadora que usted tiene las tinie-blas primitivas del ambiente en que ellas hanvivido? ¡Oh. no es que yo quiera hablarle de lapureza de ella! Ella siempre le ha sido a ustedinfinitamente superior desde un punto de vistamoral, le ruego que me perdone, pero... no es

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más que un cadáver infinitamente superior. Nohay vida más que para Versilov; todo el restoen torno a él, todo lo que con él tiene relaciónvegeta con la condición absoluta de tener elhonor de nutrirlo con sus energías, con sus ju-gos vitales. Y sin embargo ella ha estado viva,ella también, en otros tiempos, ¿no es así? Us-ted encontró en ella algo que amar, ¿verdad?Ella ha sido mujer, ¿no?

-Amigo mío, si quieres saberlo, ella no lo hasido jamás - me respondió él haciendo unamueca a su manera de otras veces, mueca de laque yo había guardado tan bien el recuerdo yque me irritaba tanto; es decir, que se creía estartratando con la bonachonería más sincera, sien-do así que no había en él más que una burlaprofunda, hasta el punto de que a veces yo nopodía comprender nada por su fisonomía -. No,ella no lo ha sido nunca. Una mujer rusa nuncaes mujer.

-¿Y la polaca, la francesa, lo son? ¿O bien laitaliana, una italiana apasionada, capaz de cau-

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tivar a un ruso civilizado de la alta sociedadcomo Versilov?

-¡Conque ésas tenemos! ¿Quién iba a esperarencontrarse con un eslavófilo?

Y Versilov se echó a reír.Me acuerdo de su relato palabra por palabra;

hablaba incluso muy a gusto y con evidenteplacer. Para mí estaba demasiado claro quehabía venido a buscarme no para charlar nipara calmar a mi madre, sino con intencionescompletamente distintas.

II-Tu madre y yo hemos vivido todos estos

veinte años en el silencio - así fue como co-menzó él su charla (extremadamente ficticia ypoco natural) - y todo lo que hubo entre noso-tros transcurrió también en silencio. El rasgoprincipal de este vínculo de veinte años ha sidoel silencio. Creo que ni siquiera una sola vezhemos disputado. Sin duda, yo me he ausenta-

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do con frecuencia, dejándola sola, pero siemprehe acabado por volver. Nous revenons toujours,ése es el gran carácter de los hombres; eso pro-viene de la magnanimidad que nos es propia..Si el matrimonio fuese una cosa que dependieraúnicamente de las mujeres, ni siquiera un ma-trimonio se sostendría; humildad, sumisión,rebajamiento, y al mismo tiempo firmeza, fuer-za, fuerza verdadera, he ahí el carácter de tumadre. Y fíjate, es la mejor de todas las mujeresque yo haya encontrado jamás. Tiene fuerza, deeso soy yo testigo: he visto cuanto sostenía esafuerza. Desde el momento en que se trate, nodiré de convicciones (convicciones verdaderasno vendrían al caso), sino de lo que en ellas sellama convicciones y de lo que, por consiguien-te, es para ellas sagrado, están dispuestas aafrontar todos los tormentos... Pues bien, túpuedes sacar tus conclusiones por ti mismo. ¿Esque yo me parezco a un verdugo? He ahí porqué he preferido callarme casi siempre, y nosolamente porque eso sea más fácil, y no me

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arrepiento, lo confieso. De esta manera todo seha arreglado por sí mismo, humanamente yampliamente, tanto que no me atribuyo por esoel menor mérito. Diré a este respecto, entreparéntesis, que sospecho de ella un poco que nohaya creído nunca en mi humanitarismo y quepor tanto siempre haya estado temblando. Pero,temblando y todo, nunca se ha prestado a nin-guna clase de cultivo. Esta gente así sabe arre-glárselas, y nosotros no vemos más que fuego.En general saben mucho mejor que nosotrosarreglar sus pequeños asuntos. Pueden conti-nuar viviendo a su manera en las situacionesmás contrarias a su naturaleza y seguir siendoellas mismas en tales situaciones; nosotros, encambio, no somos tan hábiles.

-¿A qué gente se refiere usted? No le com-prendo bien.

-Al pueblo, amigo mío, estoy hablando delpueblo. Ha demostrado su gran fuerza tan vi-vaz y su amplitud histórica, y eso a la vez mo-ralmente y políticamente. Pero, volviendo a

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nosotros, diré de tu madre que no siempre haestado silenciosa; ella habla a veces, y habla conla suficiente claridad como para demostrarle auno de manera contundente que se ha estadoperdiendo el tiempo soltándole discursos, aun-que uno se haya llevado cinco años preparán-dola poco a poco con anticipación. Y además,las objeciones más inesperadas. Obsérvalo unavez más y fíjate bien: no digo de ninguna mane-ra que sea tonta; al contrario, hay una especiede inteligencia e incluso muy notable; pero talvez tú no creerás en esa inteligencia...

-¿Por qué no? En lo que no creía es en que us-ted crea realmente en su inteligencia en lugarde aparentarlo.

-¿Sí? ¿Me tomas por un camaleón? Amigomío, te consiento quizá demasiado... como a miniño mimado... Pero dejemos esto por ahora.

-Hábleme usted de mi padre; dígame la ver-dad, si es que puede.

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-¿Makar Ivanovitch? Pues bien, Makar Ivano-vitch, como tú sabes, es un siervo domésticoque ha tenido deseos, como se dice, de una cier-ta fama...

-Me apuesto algo a que en estos momentosusted tiene celos de él.

-Al contrario, amigo mío, al contrario. Y, siquieres saberlo, me alegro mucho de verte conhumor tan complicado. Te juro que en estosmomentos estoy en disposiciones muy propen-sas al arrepentimiento y que, precisamente hoy,en este instante, por milésima vez quizá, lamen-to inútilmente todo lo que sucedió hace veinteaños. Dios me es testigo de que todo aquellopasó completamente por casualidad... yademás, en lo que de mí ha dependido, de unamanera humana; al menos según la idea que yome hacía por aquel entonces de la virtud delhumanitarismo. ¡Oh!, es que entonces todosnosotros ardíamos en el deseo de hacer el bien,de servir a la sociedad y a la idea, condenába-mos los títulos, nuestros derechos hereditarios,

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las fincas a incluso, al menos algunos de noso-tros, el Monte de Piedad... Te lo juro. Éramospocos, pero nos hablábamos mucho, y te lo ase-guro, a veces incluso obrábamos bien.

-Por ejemplo cuando se puso usted a sollozarencima de su hombro, ¿no?

-Amigo mío, de antemano estoy de acuerdocontigo en todo; a propósito, la historia delhombro la sabes por mí, y por consiguienteabusas en este momento de mi sinceridad y demi confianza; concédeme que aquel hombro noera tan malo para esa primera visita, sobre todopara aquella época; entonces yo lo ignoraba. Tú,por ejemplo, ¿es que nunca has cometido cursi-lerías en la vida práctica?

-Hace un momento abajo, he caído en el sen-timentalismo, y me he avergonzado mucho,una vez vuelto aquí, ante la idea de que ustedpensaría que lo había hecho adrede. Es bienverdad; en ciertos casos se esfuerza uno inútil-mente en ser sincero, se hace teatro de uno

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mismo; pero en lo de hoy, abajo, lo juro, todoera completamente.natural.

-Está bien eso. Lo has definido con una buenafrase: «Se esfuerza uno inútilmente en ser since-ro, se hace teatro de uno mismo.» Pues bien, esoes exactamente lo que pasó conmigo: en vanohacía teatro conmigo mismo; la verdad era quesollozaba con toda sinceridad. No niego queMakar Ivanovitch habría podido tomar aquelhombro por un colmo de irrisión, si él hubiesetenido un poco más de inteligencia; pero sulealtad perjudicó entonces a su perspicacia. Loque ignoro es si me tuvo entonces lástima o no;me acuerdo de que yo tenía un gran deseo deque se me compadeciera.

-Usted lo sabe -interrumpí yo-, y ahora, al de-cir estas palabras, se está usted burlando. Deuná manera general, todas las veces que ustedme ha hablado, durante este mes, lo ha hechousted burlándose. ¿Por qué ha obrado así cadavez que me ha hablado?

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-¿Tú crees? -respondió él dulcemente-. Eresmuy susceptible.. Si me río, no me río de ti, opor lo menos no me río de ti únicamente, tran-quilízate. Pero en este momento no me estoyriendo, y entonces... en una palabra, hice todolo que pude y, créeme, no en provecho mío.Nosotros, quiero decir la gente bien, por oposi-ción al pueblo, nosotros éramos entonces inca-paces de obrar en provecho nuestro. Al contra-rio, nos hacíamos el mayor daño posible, y sos-pecho que en eso era justamente en lo que con-sistía, entre nosotros, «el interés superior que estambién el nuestro», en un sentido más ele-vado, se entiende. La generación avanzada dehoy día es infinitamente más interesada quenosotros. Por tanto se lo expliqué todo a MakarIvanovitch, con una extraordinaria franqueza,incluso antes de que ocurriera el pecado. Admi-to hoy que muchas de aquellas cosas no teníanpor qué ser explicadas, sobre todo con semejan-te franqueza; sin hablar de humanitarismo,aquello habría sido más cortés; pero, ¡váyase

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usted a contener, cuando, ebrio de bailes, setienen ganas de hacer un paso bonito! Quizásaquéllas eran las deficiencias de lo bello y delbien: todavía no he podido resolver la cuestión.En fin, es un tema demasiado profundo parauna conversación superficial como la nuestra.En todo caso lo juro que ahora me muero algu-nas veces de vergüenza ante tal recuerdo. Leofrecí tres mil rublos. Él se callaba, era yo sóloel que hablaba. Me figuraba que tenía miedo demí, es decir, de mi derecho señorial, y me em-peñé con todas mis fuerzas en animarlo, meacuerdo muy bien. Le exhorté a que me expre-sara todos sus deseos sin temer nada, a inclusocon todas las críticas posibles. A título de ga-rantía, le di mi palabra de que, si rehusaba miscondiciones, es decir, los tres mil rublos, la libe-ración (para él y para su mujer, naturalmente),y un viaje a donde Cristo dio las tres voces (sinsu mujer, naturalmente), él no tenía más quedecírmelo francamente y yo lo liberaría actoseguido, le devolvería la mujer y les regalaría a

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los dos aquellos mismos tres mil rublos, y en-tonces no serían ya ellos los que se irían alcuerno, sino yo, que me iría a pasar tres años enItalia, solo y arrepentido. Mon ami, no me habr-ía llevado a Italia a mademoiselle Sapojkova,puedes estar seguro; yo estaba demasiado llenode pureza en aquel instante. ¿Y qué? AquelMakar comprendía demasiado bien que yoobraría como yo le había dicho; pero continuóguardando silencio, y solamente cuando quisepor tercera vez echarme a sus pies, retrocedió,hizo un gesto de desinterés y salió, incluso conun cierto descaro que no dejó de asombrarme,te lo aseguro. Me vi entonces por casualidad enun espejo, y jamás olvidaré el espectáculo. Engeneral, cuando ellos no dicen nada, es cuandola cosa resulta más temible. Y aquél era de uncarácter sombrío y, lo confieso, no solamente nome inspiraba confianza cuando entraba en micasa, sino que yo le tenía un miedo horrible: enaquel ambiente hay caracteres, y en abundan-cia, que encierran en sí mismos, por así decirlo,

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la personificación de la inconveniencia, y eso esde temer más que los golpes. Sic ¡y cuántoarriesgué en aquellos momentos, cuantísimolPor ejemplo, se hubiera puesto a gritar como unloco, a lanzar aullidos, aquel Urías de pueblo.¿Qué habría sido de mí, pobre David, y quéhabría podido yo hacer? He ahí por qué puse enprimer lugar, antes que nada, los tres mil ru-blos; era algo instintivo, pero, por fortuna, meequivoqué: aquel Makar Ivanovitch era algomuy diferente...

-Dígame, ¿hubo pecado? Acaba usted de de-cirme que llamó usted al marido incluso antesdel pecado.

-Es que, mira, eso depende...-Entonces, hubo pecado. Acaba usted de decir

que se equivocó en cuanto a él, que era unapersona muy diferente... ¿Qué era entonces?

-¿Que qué era? ¡Ah!, todavía lo ignoro. Perodesde luego algo muy diferente, y mira, muycomedido; llego a esta conclusión porque con

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posterioridad me sentí tres veces más culpabledelante de él. Al día siguiente, él consintió en elviaje, sin palabras, se entiende, y sin olvidaruna sola de las compensaciones ofrecidas.

-¿Tomó el dinero?-¡Y cómo! Has de saber, amigo mío, que en

ese punto hasta llegó a asombrarme. Natural-mente, yo no llevaba encima los tres mil rublos.Saqué de mi bolsillo setecientos rublos y se losentregué, para empezar. ¿Qué crees? Me exigiólos dos mil trescientos rublos restantes en formade pagaré y, para más seguridad, a la orden deun comerciante. Seguidamente, dos años mástarde, armado de aquel documento, reclamó sudinero por medio de los tribunales y con losintereses, de forma que me asombró una vezmás, tanto más cuanto que el buen hombre es-taba de vuelta de una jira para la construcciónde una iglesia para el buen Dios; hace ya veinteaños que vagabundea de esa manera. No com-prendo para qué un errabundo tiene necesidadde llevar tanto dinero consigo... el dinero es una

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cosa tan mundana... Naturalmente, en aquellosmomentos se los ofrecí con toda sinceridad, y,por así decirlo, arrastrado por el primer ardor,pero más tarde, después de haber pasado tantashoras, yo podía naturalmente cambiar de opi-nión... pensaba que por lo menos me perdonar-ía... o más bien nos perdonaría, a ella y a mí,que esperaría por lo menos un poco. Pues bien,ni siquiera esperó. ..

(Haré aquí una observación indispensable: sise diera el caso de que mi madre sobre vivieseal señor Versilov, se quedaría literalmente bajolos pies de los caballos hasta el fin de sus días, ano ser por aquellos tres mil rublos de MakarIvanovitch, duplicado desde hace mucho tiem-po por los intereses y que él le ha dejado ínte-gramente hasta el último rublo por testamento,el año pasado. Ya él había calado a Versilov enaquella época.)

-Me dijo usted un día que Makar Ivanovitchse había alojado varias veces en casa de ustedes

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y que se quedaba siempre en las habitacionesde mi madre, ¿no es así?

-Sí, amigo mío, y, lo confieso, al principio measustaban terriblemente aquellas visitas. Du-rante todo este tiempo, estos veinte años, él havenido en total seis o siete veces; las primerasveces, si yo estaba en casa, me escondía. Inclu-so, al principio, yo no comprendía nada: ¿quéquiere decir esto? ¿Por qué viene aquí? Peromás tarde, por ciertas señales, me pareció queeso no era tan estúpido por su parte. Seguida-mente, por casualidad, tuve la curiosidad de ira mirarle y, te aseguro, saqué de él una impre-sión muy original. Era ya su tercera o cuartavisita; en la época en que acababan de nom-brarme mediador de paz y en la que, como deencargo, creía mi deber estudiar cómo era Ru-sia. Aprendí de él infinidad de cosas. Además,encontré en su persona algo qua yo no esperabade ninguna manera encontrar: bondad de alma,igualdad de carácter y, lo que es todavía másasombroso, casi alegría. Ni la menor alusión a la

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chose (tu comprends?), una habilidad espléndidapara hablar concretamente y en términos admi-rables, es decir, sin esos aires profundos de lossiervos domésticos, que, te lo confieso, a pesarde todas mis ideas democráticas, no puedoaguantar, y sin todos esos rusismos sacados porlos pelos que emplean en las novelas y en el es-cenario los «verdaderos rusos». Además de eso,muy pocos discursos sobre la religión, a menosque fuese uno el que hablase de eso, a inclusorelatos muy agradables en su estilo sobre losmonasterios y la vida monacal, si uno se inte-resaba por aquello. Y sobre todo respeto, eserespeto modesto, ese respeto que es indispen-sable para la igualdad suprema, sin el cúal, a mijuicio, es imposible llegar ni siquiera a la pri-macía. Precisamente así, por esta carencia detoda susceptibilidad, es como se obtiene el su-premo buen tono y como se manifiesta el hom-bre que se respeta verdaderamente y que estádentro de su condición, cualquiera que ella seay cualquiera que pueda ser su destino. Esta

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facultad de respetarse en su condición es ex-tremadamente rara en este mundo, por lo me-nos tan rara como la verdadera dignidad per-sonal... Ya lo verás tú mismo, cuando hayasvivido un poco. Pero lo que más me impresionóa continuación, precisamente a la larga y no alprincipio (agregó Versilov), es que este Makares una persona extremadamente imponente y,te lo aseguro, de una extraordinaria belleza. Sinduda es viejo, pero

Bronceado, alto y derecho,sencillo y grave; in-cluso he llegado a sorprenderme de que mi po-bre Sofía hubiese podido preferirme entonces; yeso que estaba ya en la cincuentena, pero no eramenos gallardo, y delante de él yo tenía el as-pecto de un pisaverde. Por lo demás, me acuer-do de que estaba ya cano como la nieve y loestaba también cuando se casó con ella... Quizáfue eso lo que actuó.

Aquel Versilov tenía las maneras más repug-nantes del gran mundo: después de haber pro-nunciado (cuando no había medio de hacerlo

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de otra manera) algunas palabras muy inteli-gentes y muy bellas, acababa de pronto y adre-de con una estupidez por el estilo de aquellasobre los cabellos blancos de Makar Ivanovitchy su influencia sobre mi madre. Lo hacía apostay sin duda, sin que él mismo supiera por qué,por una estúpida costumbre mundana. Al oírlo,se hubiera dicho que hablaba muy seriamente,siendo así que él mismo hacía muecas o se reía.

IIINo comprendo por qué, pero de pronto me

sentí presa de una terrible irritación. En gene-ral, me acuerdo con gran disgusto de algunasde mis salidas de tono en aquellos momentos;de repente me levanté de la silla.

-¿Sabe usted lo que pasa? - dije -. Usted pre-tende haber venido sobre todo para que mimadre crea que hemos hecho las paces. Ya hapasado bastante tiempo para que se lo crea; ¿nole importaría a usted dejarme solo?

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Enrojeció ligeramente y se puso en pie:-Querido mío, te comportas conmigo sin ce-

remonia alguna. En fin, hasta la vista. La amis-tad no es cosa que pueda imponerse. Me permi-tiré solamente hacerte una pregunta: ¿de ver-dad quieres abandonar al príncipe?

-¡Ah!, ¡ah!, ya sabía yo que usted venía conotras intenciones...

-Es decir, que sospechas que he venido a em-pujarte para que te quedes en casa del príncipeporque yo tendría algún interés en ello. Pero,amigo mío, ¿no crees tú también que te hehecho venir de Moscú porque yo tenga en esoalgún provecho? ¡Oh, qué susceptible eres! Alcontrario, todo eso es por tu bien. Y hoy que mifortuna está restablecida, querría que nos per-mitieses de vez en cuando, a tu madre y a mí,acudir en tu ayuda...

-Yo no le quiero a usted, Versilov.-¡Hasta «Versilov»! A propósito, lamento mu-

cho no haberte podido dejar este nombre, por-

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que en resumen en eso es lo que consiste todami falta, si es que hay falta. ¿No es así? Pero,insisto una vez más, yo no podía casarme conuna mujer ya casada, compréndelo tú mismo.

-He ahí sin duda por qué quiso usted casarsecon una mujer sin marido, ¿no es así?

Una ligera convúlsión sacudió su rostro.-Te refieres a Ems. Escucha, Arcadio, hace un

momento te has permitido una salida de esegénero, señalándome con el dedo en presenciade tu madre. Pues bien, es preciso que lo sepas,tu mayor error estriba en eso. De esa historiacon la difunta Lidia Akhmakova tú no sabes niuna palabra; tampoco sabes hasta qué punto tumadre participó en todo eso. Si, aunque ella noestuviese allí conmigo. Y si alguna vez he vistoa una mujer virtuosa, fue, desde luego, enton-ces, al mirar a tu madre; pero basta, todo estopermanece aún en el secreto, y tú, tú hablas delo que no sabes y a base exclusivamente demurmuraciones.

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-Precisamente hoy mismo decía el príncipeque es usted muy aficionado a las jovencitas sinexperiencia.

--¿El príncipe ha dicho eso?-Sí, mire, ¿quiere que le diga exactamente por

qué ha venido usted a verme? No he hecho másque preguntarme todo el tiempo cuál era elsecreto de esta visita, y creo haberlo descubiertopor fin.

Hacía ademán de marcharse, pero le detuve yvolvió la cabeza hacia mí, esperando.

-Hace poco dije, como quien no quería la cosa,que la carta de Tuchard a Tatiana Pavlovna,caída entre los papeles de Andronikov, se habíaencontrado después de la muerte de éste, encasa de María Ivanovna en Moscú. He visto nosé qué crisparse de repente en el rostro de us-ted, y solamente en este instante, al notar, unavez más, esa misma crispación en su rostro, headivinado: allá abajo se le ocurrió a usted unaidea en aquel momento; si una carta de Andro-

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nikov se ha descubierto ya en casa de MaríaIvanovna, ¿por qué la otra no había de estar allítambién? Andronikov ha podido dejar cartasextremadamente graves y necesarias, ¿no esasí?

-Y tú crees que he venido para hacerte hablar,¿no?

-Es usted quien lo dice.Palideció intensamente.-Esa idea no se te puede haber ocurrido a ti

solo. Percibo ahí a la mujer; ¡y cuánto odio hayen tus palabras, en esa suposición grosera!

-¿La mujer? ¡Pero si a esa mujer la acabo dever justamente hoy! ¿Es quizá precisamentepara espiarla por lo que quiere usted que mequede en casa del príncipe?

-Veo que irás extremadamente lejos por tunuevo camino. ¿No será ésa tu «idea»? Contin-úa, amigo mío, tienes un talento indudable paradetective. Cuando uno está dotado de un de-terminado talento, es preciso cultivarlo.

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Se interrumpió para tomar aliento.-¡Cuidado, Versilov! ¡No haga usted de mí un

enemigo suyo!-Amigo mio, en casos semejantes nadie expre-

sa sus últimos pensamientos. Uno los guardapara sí. Y ahora, alúmbrame, to to ruego. Pormás que to esfuerces en ser enemigo mío, no toserás hasta el punto de querer que me rompa lacrisma. Tiens, mon ami!, figúrate - continuó sindejar de bajar -que durante todo este mes to heestado tomando por un buen muchacho. Tienesuna voluntad tal de vivir, una sed tal de vivir,que, si se to diesen tres vidas, creo que aún notendrías bastante. Está escrito en to rostro. Puesbien, la mayoría de las veces, la gente así sonbuenos muchachos. ¡Me he equivocado de me-dio a medio!

IVNo sabría decir hasta qué punto se me enco-

gió el corazón cuando volví a encontrarme solo:

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era como si me hubiese cortado, lleno de vida,un trozo de mi propia carne. Sería incapaz dedecir ahora, naturalmente, y también era inca-paz entonces, por qué de repente me habíaarrebatado, por qué lo había ofendido hasta talpunto, tan fuertemente y con tanta intención.¡Cómo había palidecido! Aquella palidez, ¿noera la expresión del sentimiento más puro ymás sincero, de la pena más profunda, más bienque la de la cólera y la del resentimiento? Siem-pre me pareció que había instantes en que mequería muchísimo. ¿Por qué, por qué no habríade creerlo hoy? Tanto más cuanto que muchí-simas cosas se han explicado completamentedesde aquel entonces.

Pero yo me había indignado de repente y lohabía plantado en la puerta quizá como conse-cuencia de aquella suposición súbita de que élhabía venido a buscarme con la esperanza desaber si no quedaban en casa de María Ivanov-na otras cartas de Andronikov. Que él estuvieseobligado a buscar aquellas cartas y que las bus-

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case, yo lo sabía; pero quizás en aquel mismominuto había cometido yo un error espantoso.Y quién sabe si quizá soy yo el que, por eseerror, le he hecho pensar más tarde en MaríaIvanovna y le he inspirado la idea de que podíaser ella quien tuviera las cartas.

Finalmente, otra cosa extraña: una vez más,había él repetido palabra por palabra mi pen-samiento (sobre las tres vidas), el que yo le hab-ía expresado hacía poco a Kraft y en los mismostérminos. Una coincidencia de palabras no esmás que una casualidad, pero, a pesar de todo,¡cómo conoce él el fondo de mi naturaleza!,¡qué clarividencia!, ¡qué adivinación! Pero, si élcomprende tan bien una cosa, ¿por qué nocomprende en absoluto la otra? ¿Es posible cre-er que él no estaba fingiendo, sino que era re-almente incapaz de adivinar que no era de lanobleza de Versilov de lo que yo tenía nece-sidad, que no era mi nacimiento lo que yo nopodía perdonarle, sino que me hacía falta Versi-lov en persona, toda mi vida me había hecho

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falta, el hombre todo entero, el padre, y queaquel pensamiento se me había entrado en lasangre? ¿Un hombre tan fino puede ser tan ob-tuso y tan grosero? Y si no lo era, ¿para quéentonces hacerme rabiar, para qué fingir?

CAPÍTULO VIIII

A la mañana siguiente traté de levantarme loantes posible. Por lo general en mi casa nos le-vantábamos a las ocho, quiero decir, mi madre,mi hermana y yo; Versilov solía quedarse acos-tado, durmiendo la mañanita hasta las nueve ymedia. A las ocho y media en punto, mi madreme traía el café. Pero aquella vez, sin aguardaral café, me escabullí de la casa exactamente a lasocho. Desde la víspera por la noche tenía hechoun plan de acción para todo aquel día. Notabaya en aquel plan, a despecho de una voluntadapasionada de ponerlo inmediatamente en eje-cución, una multitud de vacilaciones a incerti-

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dumbres en los puntos más importantes; poreso me había pasado casi toda la noche en unestado de duermevela, casi de delirio, habíatenido muchísimos sueños y, por así decirlo, niuna sola vez había dormido como Dios manda.A pesar de eso, me levanté pimpante y dispues-to como nunca. Sobre todo no quería encon-trarme con mi madre. Con ella no podía hablarmás que de un solo tema y temía dejarme apar-tar de mis propósitos por alguna impresiónnueva a imprevista.

La mañana era fría, y sobre toda la naturalezaflotaba una bruma húmeda y lechosa. No sé porqué, pero las mañanitas atareadas de Peters-burgo, a pesar de su feo aspecto, me agradansiempre y toda esa multitud egoísta y perpe-tuamente preocupada apresurándose a ir a susasuntos tiene para mí, a las siete de la rnañana,algo muy seductor. Me gusta sobre todo, yendode camino, a toda prisa, pedir un dato, o mejortodavía si alguien me pregunta! pregunta yrespuesta son siempre breves, claras, netas,

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pronunciadas sin detenerse y casi siempreamistosas. Es el momento del día en que se estámás dispuesto a responder. El petersburgués,por el mediodía o por la tarde, se hace menoscomunicativo. Con el menor pretexto se pone agruñir o a burlarse. Es muy diferente por lamañana temprano antes del trabajo, en el mo-mento más sobrio y más serio. Lo tengo obser-vado.

Me dirigí de nuevo hacia Petersbourgskaiastorona. Como tenía que estar por fuerza deregreso a la Fontanka para el mediodía en casade Vassine (al que casi siempre se le solía en-contrar en casa a mediodía), apresuré el paso,sin detenerme en ninguna parte, a pesar de lasganas extraordinarias que tenía de tomarme uncafé aquí o allá. Y luego estaba también EfimZveriev, al que era preciso sin remedio sor-prender en casa; yo iba una vez más a visitarlo.Estuve a punto de llegar demasiado tarde; esta-ba acabando su café y se disponía a salir.

-¿Qué lo trae por aquí con tanta frecuencia?

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Así fue como me recibió, sin moverse del si-tio.

-Voy a explicártelo.Todos los principios de la mañana, los de Pe-

tersburgo entre otros, ejercen sobre la naturale-za del hombre una acción desentumecedora.Hay sueños nocturnos inflamados que, con laluz y el frescor, se evaporan enteramente, y amí mismo me ha sucedido a veces acordarmepor la mañana de algunos de mis sueños de lanoche, apenas acabados, y a veces de algunosactos, con reproche y disgusto. Pero notaré sinembargo de pasada que las mañanas de Peters-burgo, las más prosaicas, podría pensarse, detodo el globo terrestre, son para mí las másfantásticas del mundo. Es la idea que yo tengoo, por mejor decir, es mi impresión, pero meaferro a ella. En una de esas mañanas de Pe-tersburgo, una mañana pegajosa, húmeda yllena de bruma, el sueño salvaje de un Her-mann de La Reina de Pica (personaje colosal,nada ordinario, un verdadero tipo de Peters-

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burgo y del período petersburgués) debe, en miopinión, fortificarse muchísimo más. A travésde aquella bruma tuve cien veces esta visiónextraña, pero tenaz: «Cuando se disipe y se le-vante esta niebla, ¿no se llevará consigo a todaesta ciudad podrida y viscosa, no se alzará laciudad con la niebla para desaparecer comohumo, dejando en su lugar el viejo pantanofinlandés y en el medio, si se quiere, para quehaga bonito, al caballero de bronce sobre sucorcel de patas inflamadas y de aliento que-mante?» (68). En una palabra, no sabría expre-sar mis impresiones, porque todo esto es fantas-ía, poesía al fin, y por consiguente tonterías. Sinembargo me he planteado con frecuencia y meplanteo aún una pregunta absolutamente insen-sata: «Helos aquí que todos corren y se precipi-tan. ¿Y quién sabe? Todo esto quizá no es másque un sueño. Quizá no hay aquí un solo hom-bre verdadero, auténtico, un solo acto real. Al-guien va a despertarse de repente, el que tiene

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este sueño, y todo se desvanecerá.» Pero me heapartado del tema.

Lo diré de antemano: hay en cada existenciadeseos y sueños tan excéntricos, al parecer, quea primera vista y sin riesgo de error se podríatomarlos por fruto de la locura. Una de aquellasfantasías era la que yo llevaba aquella mañana acasa de Zveriev, porque yo no tenía a nadie enPetersburgo a quien poder dirigirme aquellavez. Ahora bien, Efim era ciertamente la últimapersona a quien, si me hubiese sido posibleelegir, habría debido yo enunciarle semejanteproposición. Cuando me senté frente a él, mepareció que yo estaba allí, yo, el delirio y la fie-bre encarnados, sentado frente al justo medio ya la prosa encarnados en un ser humano. Peropor mi parte había la idea y el sentimiento jus-to; por la suya, esta única conclusión práctica:eso no se hace. En una palabra, le expliqué claray sumariamente que fuera de él no tenía a nadieen Petersburgo a quien pudiese tomar comotestigo en un asunto de honor extremadamente

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grave; que él era un viejo camarada y que notenía derecho a negarse; que yo quería provocara un teniente de la guardia, príncipe Sokolski,porque hacía más de un año, en Ems, habíaabofeteado a mi padre Versilov. Haré notar queEfim conocía al detalle todos mis asuntos defamilia, mis relaciones con Versilov, y, aproxi-madamente, todo lo que yo mismo sabía de lahistoria de éste; eran cosas que yo le había con-fiado en diversas ocasiones, excepto, natural-mente, algunos secretos. Escuchaba sentado,como de costumbre, erizado como un gorriónen una jaula, silencioso y grave, inflado, con susrubios cabellos hirsutos. Una sonrisa estereoti-pada y burlona no se apartaba de sus labios.Esa sonrisa era tanto más desagradable cuantoque de ninguna manera era algo premeditado,sino completamente involuntario; se veía que élse juzgaba en aquellos momentos real y verda-deramente muy superior a mí tanto en inteli-gencia como en carácter. Yo sospechaba tam-bién que me despreciaba por la escena de la

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víspera en casa de Dergatchev; así tenía que set,porque Efim es la muchedumbre, Efim es lacalle, y la calle no se inclina nunca más que anteel éxito.

-¿Y Versilov no lo sabe? - preguntó él.--Claro que no.-Entonces ¿qué derecho tienes tú a inmiscuir-

te en sus asuntos? Además, ¿qué quieres probarcon eso?

Yo me imaginaba sus objeciones y le expliquéinmediatamente que la cosa no era tan tontacomo a él le parecía. En primer lugar, yo leprobaría a aquel principillo insolente que haytodavía hombres que comprenden lo que es elhonor, incluso en nuestra clase social; en se-gundo lugar, yo conseguiría así avergonzar aVersilov y darle una lección. En tercer lugar, yera lo esencial, incluso si Versilov había tenidosus motivos, en virtud de yo no sé qué convic-ciones, para no provocar al príncipe y encajar labofetada, vería por lo menos que existe uns

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criatura capaz de sentirse tan dolido por elhecho de que le ofendan a él, que toma esaofensa por su cuenta, y se lanza a sacrificar suvida para defender sus intereses... aunque se-parándose de él para siempre.

-Espera un poco, no grites, a mi tía no le gus-ta. Dime, ¿Versilov no anda metido en pleitoscon ese mismo príncipe Sokolski por una cues-tión de herencia? En tal caso, será un mediocompletamente nuevo y original para ganar elpleito: matar en duelo al adversario.

Le expliqué en toutes lettres que él no era másque un imbécil y un insolente y que, si su sonri-sa burlona se alargaba más y más, aquello so-lamente era un signo de orgullo y de mediocri-dad, que él no podía sin embargo suponer quetales consideraciones sobre el proceso no se mehubiesen ocurrido, e incluso desde el principiomismo, y que no podían honrar con su presen-cia más que a su profundo cerebro. Le expliquéa continuación que el proceso estaba ya ganado,que no afectaba al príncipe Sokolski, sino a los

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príncipes Sokolskis, de grande suerte que, siuno de ellos resultaba muerto, quedaban losdemás. Pero que sin duda habría que aplazar eldesafío hasta que transcurriera el término legalpara la apelación (aunque los príncipes no pen-sasen apelar), únicamente por el qué dirán.Vencido el plazo, el duelo se celebraría; yo hab-ía venido sabiendo muy bien que el duelo noiba a ser cosa de hoy, pero tenía necesidad detomar mis precauciones porque no tenía testigoy no conocía a nadie, para tener por la menostiempo de descubrir a alguien si él, Efim, senegaba. Por eso era por lo que había venido.

-Entonces, vuelve a hablarme cuando llegueese momento. Siempre habría sido mejor queandar diez verstas sin motivo.

Se levantó y cogió su gorra.-¿Vendrás entonces?-No, desde luego que no.-¿Por qué?

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-Primeramente por esta razón: que, si consin-tiese hoy para más tarde, vendrías a darme lalata aquí todas los días durante el plazo quequeda para la apelación. Y luego, porque todoesto no son más que tonterías, ni más ni menos.¿Te figuras que yo voy a destrozar mi carrerapor ti? ¿Y si el príncipe me pregunta «Quién leha enviado a usted»? «Dalgoruki.» «¿Y qué re-lación hay entre Dolgoruki y Versilov?» En-tonces, ¿me voy a poner quizás a explicarle tugenealogía? ¡Se moriría de risa!

-Entonces tú le das en la boca.-Eso no es serío.-¿Es que tines miedo? Tú, tan grandote; tú

que eras el más fuerte de todos nosotros en elInstituto.

-Tengo miedo, naturalmente que tengo mie-do. Y además el príncipe se negará a batirse:uno se bate con su igual.

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-También yo soy un caballero por mi educa-ción, tengo derechos privilegiados, soy suigual... Él sí que no es igual mío.

-No, tú eres demasiado pequeño.-¿Cómo pequeño?-Como suena; nosotros dos somos pequeños y

él es grande-¡Imbécil! Hace ya más de un año que puedo

casarme, conforme a la ley.-Pues bien, cásate. Al fin y al cabo, no eres

más que un mocoso: no has terminado de cre-cer.

Comprendí que quería burlarse de mí. Evi-dentemente podría haberme ahorrado de contareste estúplido episodio, y hasta habría validomás que desapareciese en lo desconocido. Paracolmo, es repelente por su mezquindad y suinutilidad, aunque haya tenido consecuenciasbastante serias.

Pero, para castigarme más todavía, diré el fi-nal. Después de haber notado que Efim se bur-

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laba de mí, me permití golpearle en el omóplatocon la mano derecha o, mejor dicho, con el pu-ño derecho. Entonces me cogió por los hom-bros, me volvió de cara a la calle y me mostróefectivamente que él era el más fuerte de todosnosotros en el Instituto.

IIEl lector se figurará seguramente que yo esta-

ba de humor execrable al dejar a Efim, y sinembargo se equivocará. Comprendía demasia-do bien que era un incidente entre escolares,entre bachilleres, y que lo serio de la cosa segu-ía intacto. Me tomé un café una vez que estuveen la isla Vassili, evitando adrede mi taberna dela víspera, en Petersburgskaia storona: aquelfigón y su ruiseñor me resultaban ahora doble-mente odiosos. Cualidad singular: soy capaz dedetestar los lugares y las cosas tan exactamentecomo a las personas. Conozco por el contrarioen Petersburgo ciertos sitios dichosos, es decir,

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donde he sido dichoso un día. Pues bien, a esossitios los mimo, permanezco el mayor tiempoposible sin ir a ellos, expresamente, para ír mástarde, cuando me vea completamente solo ydesgraciado, a desesperarme y a acordarme.Mientras me bebía el café, le hice plenamentejusticia a Efim y a su buen sentido. Sí, él eramás práctico que yo, pero ¿era más real? El rea-lismo que no ve más allá de la punta de su na-riz es más peligroso que la más alocada de lasfantasías, porque es ciego. Pero, aun haciendojusticia a Efim (que, en aquel momento, estabapersuadido sin duda de que yo me deshacía eninjurias mientras iba zancajeando por las ca-lles), no abandoné ninguna de mis conviccio-nes, como no las he abandonado en nada hastahoy. He visto a gente que, al primer cubo deagua fría, reniegan no solamente de sus actos,sino incluso de su idea, y se ponen a reírse de loque una hora antes consideraban sagrado. ¡Oh,qué fácil les resulta eso! Efim, incluso en lacuestión de fondo, tenía quizá más razón que

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yo, yo era tal vez el último de los imbéciles, yoera tal vez insincero, pero había en el fondo dela cuestión un punto en el que yo tenía razón,había también en mí algo justo y que, sobretodo, la gente no ha podido nunca comprender.

Llegué a casa de Vassine, en la esquina de laFontanka y del puente de San Simeón, casi so-nando las campanas del mediodía, pero no es-taba en su casa. Trabajaba en la isla Vassili y novolvía más que a ciertas horas fijas, entre otrascasi siempre al mediodía. Como además era nosé qué fiesta, estaba seguro de que iba a encon-trarlo; no siendo así, me dispuse a aguardarlo,aunque estuviese en su casa por primera vez.

He aquí cómo razonaba yo: la cuestión de lacarta a propósito de la herencia es un asunto deconciencia. Al tomar a Vassine por árbitro, lehago ver con eso toda la profundidad de mirespeto, lo que necesariamente debe halagarlo.Yo estaba realmente preocupado por aquellacarta y firmemente convencido de la necesidadde un arbitraje; sospecho sin embargo que habr-

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ía podido, ya en aquel momento, salir de aque-lla dificultad sin ninguna ayuda extraña. Y so-bre todo lo sabía yo mismo: bastaba con entre-garle a Versilov la carta en mano; que hicieracon ella lo que quisiera. He ahí la solución. Co-locarse como juez supremo en un asunto deaquella índole era perfectamente inoportuno.Al entregarle la carta en mano, sin decir nada, ycolocándome así fuera del asunto, todas lasperspectivas de triunfo estaban a mi favor, mecolocaba de golpe y porrazo por encima de Ver-silov, puesto que, por el hecho de renunciar, enlo que a mí se refería, a todos los beneficios dela herencia (como hijo de Versilov, una parte deaquel dinero me habría venido a los bolsillos, sino inmediatamente, por lo menos más tarde) yome reservaba para siempre un derecho moralde vigilante sobre la conducta futura de Versi-lov. Nadie podía reprocharme haber arruinadoa los príncipes, puesto que el documento notenía ningún valor jurídico decisivo. Pensé entodo aquello y me lo dije a mí mismo claramen-

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te en la habitación vacía de Vassine, e incluso seme ocurrió de repente la idea de que había ve-nido a buscar a Vassine, con semejante deseo desaber por él la conducta que adoptar; única-mente para hacerle ver con esa ocasión que yoera el más noble y el más desinteresado de loshombres, y por consiguiente para vengarme demi humillación de la víspera.

Comprobado que hube todo aquello, experi-menté un gran despecho; sin embargo no mefui, sino que me quedé, aunque sabía muy bienque mi despecho no haría más que crecer pormomentos.

Ante todo, la habitación de Vassine me des-agradó enormemente. «Muéstrame tu habita-ción y te diré quién eres», podría decirse contoda razón. Vassine tenía alquilada una habita-ción amueblada a arrendatarios evidentementepobres y que hacían de aquello su oficio, te-niendo a otros inquilinos además de él. Yo co-nozco muy bien esas habitacioncitas estrechas,apenas amuebladas y que sin embargo preten-

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den dar una sensación de comodidad; hay obli-gatoriamente un diván relleno de crin y com-prado en alguna tienda de viejo y al que se te-me mover, un lavabo y una cama de hierrodetrás de un biombo. Vassine debía de ser elmejor inquilino y el más seguro: cada patronatiene necesariamente su mejor inquilino, al quese profesa un reconocimiento especial; se arre-gla y se barre más cuidadosamente su habita-ción, se cuelga encima de su diván alguna lito-grafía, se tiende sobre su mesa un tapete mez-quino. Las gentes que gustan de esta limpiezaque huele a moho y sobre todo de esta solicitudrespetuosa de los patronos son ellas mismassospechosas. Yo estaba convencido de que eltítulo de inquilino perfecto halagaba a Vassine.No sé por qué, pero al ver aquellas dos mesasllenas de libros me fui enfureciendo poco a po-co. Libros, papeles, tintero, todo estaba en elorden más repelente, ese orden cuyo ideal coin-cide con la filosofía de una patrona alemana yde su criada. Los libros eran numerosos, verda-

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deros libros, no periódicos o revistas, y él debíade leerlos. Sin duda adoptaba, para leer o paraescribir, un aire extremadamente grave y pre-ocupado. No sé por qué, pero prefiero que loslibros estén en desorden: por lo menos eso esseñal de que se trabaja sin pontificar. Segura-mente este Vassine es extremadamente cortéscon los visitantes, pero cada uno de sus gestosdebe de decir: «Me interesa desde luego pasaruna horita contigo, pero en cuanto te marches,volveré a ocuparme de cosas serias.» Sin dudase puede mantener con él una conversaciónmuy interesante y aprender cosas nuevas, pero«vamos a charlar un rato y yo te interesaré mu-cho, y luego, cuando te hayas marchado, mepondré a hacer lo que es verdaderamente inte-resante... » Y sin embargo no me decidía a irme,seguía allí. Que no tenía necesidad de sus con-sejos era algo de lo que estaba ahora perfecta-mente persuadido.

Llevaba allí una hora larga o más, sentado de-lante de la ventana, sobre una de las dos sillas

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de enea que se encontraban allí. Lo que másrabia me daba era que el tiempo pasaba y queme era preciso encontrar un alojamiento antesde que se hiciera de noche. Tuve ganas de cogeralgún libro para disipar el aburrimiento, perono hice nada de eso: la sola idea de distraermeredoblaba mi disgusto. Hacía ya más de unahora que reinaba un silencio extraordinario,cuando de pronto, muy cerca, detrás de la puer-ta condenada por el diván, distinguí, a pesarmío y progresivamente, un cuchicheo cada vezmás fuerte. Había allí dos voces, voces de mu-jer, se las oía bien, pero resultaba imposibledistinguir las palabras; sin embargo, movidopor el aburrimiento, me esforcé en ello. Estabaclaro que se hablaba con animación, y que no setrataba de cosas corrientes. La cuestión parecíaser ponerse de acuerdo o bien se discutía, o bienuna voz se hacía convincente y suplicante mien-tras que la otra negaba y objetaba. Eran sin du-da otros inquilinos. Bien pronto la cosa me abu-rrió y mi oído llegó a acostumbrarse; yo conti-

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nuaba escuchando, pero maquinalmente y aveces incluso olvidándome por completo deque estaba a la escucha, cuando de pronto seprodujo un acontecimiento extraordinario: sehubiera dicho que alguien había saltado de susilla con las dos piernas hacia delante o se habíalanzado bruscamente y golpeaba con el pie; enseguida se oyó un gemido, luego un grito o másbien un aullido de animal, furioso y nada in-quieto por la preocupación de saber si personasextrañas estaban escuchando o no. Me dirigí ala puerta de un salto y la abrí, al mismo tiempose abrió otra puerta, al extremo de un corredor(me enteré más tarde de que era la de la patro-na), de donde surgieron dos cabezas curiosas.Los gritos cesaron inmediatamente, pero deimproviso se abrió la puerta vecina a la mía yuna joven, por lo que me pareció, se escapóvivamente y bajó corriendo la escalera. Otramujer, ya de edad, quería sujetarla, pero no loconsiguió y se limitó a gemir tras la otra:

-¡Olía! ¡Olía!. ¿Adónde vas? ¡Oh!

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Pero, viendo abiertas nuestras dos puertas,ella empujó rápidamente la suya, dejando unarendija para oír lo que pasaba en la escalera,hasta el momento en que los pasos de Olia enfuga dejaron de oírse en absoluto. Volví a miventana. El silencio se había restablecido. Inci-dente sin importancia, hasta ridículo quizá, ydejé de pensar en eso.

Aproximadamente un cuarto de hora despuésresonó en el corredor, ante la puerta de Vassine,una voz de hombre sonora y francota. Una ma-no empuñó el tirador de la puerta y la entre-abrió lo suficiente para que se pudiera distin-guir en el pasillo a un hombre de alta estatura,quien, sin duda, me había visto también a in-cluso se me quedó mirando fijamente, pero nollegaba a entrar aún y continuaba hablando conla patrona de un extremo al otro del corredor, lamano en el picaporte. La patrona hacía eco, conuna vocecilla aflautada y alegre, y solamentepor su voz se podía comprender que el visitanteera un conocido suyo, respetado y apreciado, lo

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mismo como huésped de confianza que comopersonaje divertido. El divertido personaje gri-taba y bromeaba, pero todo se reducía a queVassine no estaba en casa, que no lograba en-contrarlo nunca, que eran cosas que no le pasa-ban más que a él, que aguardaría como la vezprecedente, y todo aquello, sin duda alguna, leparecía a la patrona el colmo del ingenio. Porfin el visitante entró abriendo ampliamente lapuerta.

Era un caballero muy bien puesto, vestido encasa de buen sastre, «noblemente», como sedice, y sin embargo no tenía nada de noble, apesar de su deseo manifiesto. Era un sinver-güenza, o más bien uno naturalmente desver-gonzado, lo que sin embargo es menos odiosoque un desvergonzado que se ha estudiadodelante del espejo. Sus cabellos, castaños conalgunas hebras blancas, sus cejas negras, sugran barba y sus ojos grandes, lejos de infundir-le carácter, le comunicaban por el contrario nosé qué de común, de semejante a todo el mun-

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do. Gentes así ríen y están dispuestas a reír,pero uno jamás se siente alegre en su compañía.De lo placentero pasan rápidamente a lo grave,de lo grave a lo juguetón o a los guiños de ojosinsinuantes, pero todo eso con un orden perfec-to y sin motivo... Por lo demás, es inútil descri-birlo con anticipación. Más tarde conocí bastan-te bien a aquel señor y bastante de cerca, poreso lo he presentado aquí, a pesar mío, con ras-gos mucho más precisos que los que pude ob-tener en el momento en que abrió la puerta yentró en la habitación. Sin embargo, incluso hoydía me costaría trabajo decir de él algo que seadeterminado y preciso, porque el principalcarácter de esta gente es precisamente su inaca-bamiento, su dispersión y su indeterminación.

No se había sentado todavía cuando se meocurrió de repente la idea de que aquél debía deser el padrastro de Vassine, un cierto señor Ste-belkov del que yo ya había oído contar algunacosa, pero tan incidentalmente, que me habríaresultado imposible decir qué: me acordaba

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solamente de que no era una cosa buena. Yosabía que Vassine había estado mucho tiempobajo su férula en calidad de huérfano, pero quehabía escapado a su influencia desde hacía mu-chos años, que sus objetivos y sus intereses erandivergentes y que vivían separados en todos losaspectos. Me acordé también de que aquel Ste-belkov poseía un cierto capital, que era inclusoun especulador y un ventajista; en una palabra,quizá yo ya sabía algo más detallado respecto aél, pero se me había olvidado. Me atravesó conla mirada, sin saludarme. Colocó su chisterasobre la mesa situada delante del diván, apartóimperiosamente la mesa con el pie y se sentó, omás bien se dejó caer sobre el diván, donde yono me había atrevido a sentarme, tan pesada-mente, que se oyó un crujido; dejó colgar laspiernas y, levantando la punta de su pie dere-cho, calzado con un zapato de charol, se puso acontemplarlo. Por lo demás, se volvió en segui-da hacia mí, y me midió con sus grandes ojosun poco inmóviles.

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-¡No voy a encontrarlo nunca entonces! - dijocon una ligera inclinación de cabeza hacia mí.

Yo no respondí palabra.-¡No es puntual! Quiere tener ideas propias

sobre todo, ¡Venir de Petersburgskaia storona!-¿Viene usted de Petersburgskaia storona? - le

pregunté yo.-No, soy yo quien le hace a usted la pregunta.-Yo... en efecto, pero ¿cómo lo sabe usted?-¿Cómo? Hum...Guiñó un ojo, pero no se dignó dar ninguna

explicacíón.-Es decir, no vivo en Petersburgskaia storona,

pero vengo de allí y de allí he venido aquí.Continuó sonriendo en silencio, con una son-

risa importante que me desagradó horriblemen-te: tenía algo de idiota.

-¿En casa del señor Dergatchev? - pronuncióél por fin.

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-¿Cómo en casa de Dergatchev? - y abrí losojos asombrado.

Me miró con aire victorioso.-Ni siquiera lo conozco - añadí.-Hum...-Como usted quiera - respondí.Ahora me era odioso.-Hum... Sí... no..., permítame. Compra usted

un objeto en una tienda, en otra tienda de allado otro comprador compra otro objeto, ¿cuálcree usted? Dinero, en casa de un comercianteque se llama usurero... Porque el dinero tam-bién es un objeto, y el usurero también es uncomerciante... ¿Me comprende usted?

-Creo que sí.-Pasa un tercer comprador que dice, señalan-

do a una de las tiendas: «Eso es serio», y seña-lando la otra: «Eso no es serio.» ¿Qué puedodeducir de ese comprador?

-¿Y yo qué sé?

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-No, permítame. Era un ejemplo. El hombrevive de buenos ejemplos. Me paseo por elNevsky y observo que, al otro lado de la calle,por la acera, se pasea un caballero cuyo carácterme interesaría comprobar. Llegamos, cada unopor nuestro lado, hasta la Morskaia, allí dondeestá el Almacén Inglés, y observamos a un ter-cer transeúnte que acaba de ser aplastado porun coche. Ahora, ponga usted mucha atención:pasa un cuarto señor, que quiere comprobar elcarácter de nosotros tres, incluido el del aplas-tado, en cuanto se refiere a espíritu práctico y aseriedad... ¿Usted me comprende?

-Perdone, con mucho trabajo.-Bueno, eso era lo que yo pensaba. Voy a

cambiar de tema. Estoy tomando las aguas enAlemania, las aguas minerales, como lo hehecho muchas veces, poco importa el sitio. Mepaseo y veo a unos ingleses. Como usted sabe,es difícil trabar conocimiento con un inglés;pero, al cabo de dos meses, acabada la estación,henos a todos en las montañas, hacemos juntos

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ascensiones, con bastones de contera puntiagu-da, ya por una montaña, ya por otra. En el re-codo, es decir, en la etapa, allí donde los monjesfabrican el Chartreuse, nótelo usted bien, meencuentro con un indígena, plantado allí, solita-rio y mirando silenciosamente. Quiero formar-me idea de su seriedad: ¿qué cree usted?,¿podría yo dirigirme para eso al grupo de in-gleses con los que camino, únicamente porquehe sido incapaz de trabar conversación con ellosen las aguas?

-¿Y yo qué sé? Perdone usted, pero me cuestamucho trabajo comprenderle.

-¿Mucho?-Sí, me marea usted.-Hum...Guiñó el ojo a hizo con la mano un gesto que

sin duda debía de significar algo muy victorio-so y muy triunfal; en seguida, muy gravementey con mucha calma, sacó de su bolsillo un pe-riódico que seguramente acababa de comprar,

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lo desplegó y se puso a leer la última página,como para dejarme completamente tranquilo.Durante cinco minutos no posó los ojos en mí.

-¿No han caído las Brest-Graev? No, van bien,siguen subiendo. Conozco a muchos que se handerrumbado.

Me miró con toda su alma.-Todavía no comprendo gran cosa de la Bolsa

- respondí yo.-¿Lo condena usted?-¿El qué?-¡El dinero, caramba!-No condeno el dinero, pero... me parece que

la idea viene primero, el dinero después,-Es decir, permítame... he aquí un hombre

que tiene, como se dice, buena suerte...-Primero la idea, después el dinero. Sin idea

superior, la sociedad, a pesar de todo su dinero,se hundirá.

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No sé verdaderamente por qué me acaloré.Me miró un poco tontamente, como hombreque no sabe ya cómo salir de su embarazo; lue-go, de repente, su rostro floreció en una sonrisagozosa y astuta:

-¿Y Versilov, eh? ¡Se ha llevado la tajada! Ledieron la razón ayer, ¿verdad?

Vi de pronto y con asombro que él sabía des-de hacía tiempo quién era yo y que quizá sabíamuchas cosas más. Solamente no comprendopor qué me ruboricé de pronto y le miré de lamanera más estúpida sin quitarle los ojos deencima. Por lo visto gozaba con su triunfo, memiraba gozosamente, como si me hubiese sor-prendido con alguna fina astucia y me hubiesecogido en la trampa.

-¡No! - alzó las dos cejas -. ¡Pregúnteme lo quesé del señor Versilov! ¿Qué le decía yo a ustedhace un momento a propósito de la seriedad?Hace dieciocho meses, a causa de aquel niño, élhabría podido realizar un negociejo estupendo,

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sí, querido, y en lugar de eso se partió la crisma.¡Perfectamente!

-¿Qué niño?-Pues el niño de pecho que él hace criar en se-

creto; solamente que no ganará nada con eso...porque...

-¿Qué niño de pecho? ¿De qué se trata?-El suyo, claro está, su propio hijo, que ha te-

nido de mademoiselle Lidia Akhmakova...«Una chica muy linda, me traía loco.. . » Ceri-llas de fósforo, ¿eh?

-¿Qué significan esas tonterías? Él no ha teni-do nunca ningún niño de Akhmakova.

-¡Eso es! ¿Y yo, dónde estaba yo entonces? Meparece sin embargo que soy doctor y comadrón.Me llamo Stebelkov. ¿No me conoce usted?Cierto que en aquella época yo ya no ejercíadesde hacía mucho tiempo, pero podía dar unconsejo práctico en un caso práctico.

-Usted es médico... ¿Usted ha estado en elparto de Akhmakova?

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No, yo no he estado en parto ninguno. Habíapor allá, en las afueras, un doctor Granz, carga-do de familia, se le pagó medio tálero, lo que seda allí a los doctores, y además la verdad eraque nadie lo había llamado. En fin, él estabaallí, en mi puesto... Fui yo quien lo recomendé,para espesar las tinieblas. ¿Me comprende us-ted? Por mi parte, no hice más que dar un con-sejo práctico respecto a la pregunta de Versilov,de Andrés Petrovitch, una pregunta completa-mente secreta, de oído a oído. Pero Andrés Pe-trovitch prefirió seguir dos liebres.

Yo le escuchaba con el asombro más profun-do.

-Quien persigue a dos liebres no caza a nin-guna, se dice entre nosotros, o más bien en elpueblo. Por mi parte, yo digo: las excepcionesconstantemente repetidas llegan a ser la reglageneral. Él cazó una segunda liebre, es decir, unbuen ruso, una segunda señora, y de resultadonulo. Un pájaro en mano vale más que cientovolando. Cuando hace falta obrar aprisa, se

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pone a holgazanear. La verdad es que Versiloves «un profeta para buenas mujeres», como eljoven príncipe Sokolski lo calificó tan bien de-lante de mí. No, usted me agrada. Si quiere sa-ber muchas cosas sobre Versilov, venga a ver-me.

Por lo visto, admiraba mi boca, toda redondapor efecto del asombro. Jamás en mi vida habíaoído yo hablar del niño de pecho. En aquel ins-tante se oyó abrirse la puerta de las vecinas yalguien entró rápidamente en la habitación delas mismas.

-Versilov vive en Semenovski Polk, calle Mo-jaisk, casa Litvinova, número 17. Vengo de laOficina de Direcciones - gritó una voz irritadade mujer.

Se oían todas las palabras. Stebelkov frunciólas cejas y levantó el dedo más alto que su ca-beza.

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-Hablábamos de él, y helo aquí... ¡Helos aquía los dos, las excepciones completamente repe-tidas! Quand on parle d'une corde...

Rápidamente, de un salto, se sentó sobre eldiván, y pegó la oreja a la puerta contra la queestaba adosado aquel mueble.

Me sentí terriblemente sorprendido. Com-prendí que aquel grito debía proceder de lajoven que se había escapado hacía un momentocon una agitación tan grande. Pero ¿por quémisterio se hablaba allí de Versilov? Brusca-mente resonó de nuevo el grito de hacía unmomento, un grito histérico, grito de un serloco de cólera a quien se le niega algo o a quiense le impide que haga alguna cosa. La únicadiferencia fue que los gritos y los aullidos dura-ron todavía más tiempo. Era una lucha, pala-bras precipitadas, rápidas: «No quiero, no quie-ro», «Devuélvemelo, devuélvemelo inmedia-tamente», o bien algo por el estilo, no llego arecordarlo con exactitud. Seguidamente, comohacía un momento, alguien saltó bruscamente

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hacia la puerta y la abrió. Las dos vecinas selanzaron por el pasillo, la una, como poco ante-s, sujetando por lo visto a la otra. Stebelkov,que desde hacía largo rato se había bajado deldiván y prestaba oído con complacencia, no diomás que un respingo hacia la puerta y con todafrescura corrió derechamente hacia las vecinas.Pero su aparición en el corredor causó el efectode un cubo de agua helada: las vecinas se eclip-saron vivamente cerrando con estrépito. Ste-belkov hizo ademán de correr tras ellas, pero sedetuvo, levantando el dedo, sonriendo y re-flexionando; aquella vez distinguí en su sonrisaalgo extremadamente maligno, sombrío y si-niestro. Viendo a la patrona plantada de nuevodelante de su puerta, corrió cerca de ella an-dando de puntillas; después de haber cuchi-cheado dos minutos con la mujer y obtenidoindudablemente algunos datos, volvió a lahabitación con un paso majestuoso y decidido,cogió de la mesa su chistera y se encaminóhacia el cuarto de las vecinas. Por un instante se

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quedó escuchando a la puerta, pegando la orejaa la cerradura y dirigiendó al otro extremo delcorredor un guiño victorioso a la patrona, quele amenazaba con el dedo y balanceaba la cabe-za como si dijera: « ¡Curiosón, curiosón! » Enfin, con aire decidido, pero infinitamente deli-cado, casi tronchándose de delicadeza, golpeócon los nudillos en la habitación de las vecinas.Se oyó una voz:

-¿Quién está ahí?-¿No me concederán ustedes permiso para en-

trar? Se trata de un asunto de la mayor impor-tancia - declaró Stebelkov con voz alta y digna.

No se apresuraron mucho, pero de todas ma-neras la puerta se abrió, al. principio un poco, lamitad; pero Stebelkov había empuñado ya fuer-temente la manija y no habría dejado que secerrara. La conversación se inició: Stebelkovhablaba en voz alta, insistiendo en penetrar enla habitación; no me acuerdo de las palabras,pero se trataba de Versilov; él podía dar noti-

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cias, explicaciones. «No, pregúntenme a mí, amí. Vénganme a ver», y así sucesivamente. Lehicieron entrar a toda prisa. Me volví junto aldiván y me puse a escuchar, pero no llegué aentenderlo todo: oía solamente que se nombra-ba con frecuencia a Versilov. Por la entonaciónde la voz adivinaba que Stebelkov dirigía ya laconversación y no hablaba ya insidiosamente,sino con imperio y con un tono desenvuelto,como hacía un momento conmigo: «¿Ustedesme comprenden? Déjenme ahora avanzar unpoco más», etc., etc. Por lo demás, debía mos-trarse extraordinariamente amable con las mu-jeres. Por dos veces había resonado su risa so-nora, y desde luego inoportuna, porque, junto asu voz y a veces dominándola, se oían las vocesde dos mujeres, que estaban muy lejos de ex-presar alegría; sobre todo la de la más joven,aquella que había lanzado los gritos; hablabamucho, nerviosamente, aprisa, sin duda paraacusar y quejarse, y reclamar justicia. Pero Ste-belkov no se quedaba atrás; elevaba el tono más

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y más, y se reía con mayor frecuencia; la gentede esta clase no sabe escuchar a los demás. Meaparté bien pronto del diván, porque me pare-ció vergonzoso estar allí escuchando, y volví aocupar mi antiguo sitio ante la ventana, sobre lasilla de enea. Estaba persuadido de qua Vassineno sentía ningún aprecio por aquel individuo,pero también me figuraba que, si le manifestabayo mi opinión, inmediatamente tomaría su de-fensa con una dignidad grave y me daría unalección: «Es un hombre práctico, uno de esoshombres modernos de negocios a los que es im-posible juzgar desde nuestro punto de vistageneral y abstracto.» En aquel instante, por lodemás, me acuerdo muy bien, yo estaba mo-ralmente destrozado, el corazón me latía confuerza y esperaba que ocurriese algo. Transcu-rrieron así unos diez minutos, y de pronto, enpleno arranque de una carcajada estrepitosa,alguien, exactamente como hacía un momento,saltó de su silla, luego se oyeron los gritos delas dos mujeres, se percibió que Stebelkov se

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había puesto también en pie de un salto, quehablaba con otro tono, como para justificarse,para suplicar que tuvieran la bondad de escu-charlo hasta el final... Pero no le escucharon.Resonaron gritos furiosos: « ¡Fuera de aquí!¡Usted no es más que un canalla, un sinver-güenza! » Era evidente que lo ponían de patitasen la calle. Abrí la puerta en el instante precisoen que salía del cuarto de las vecinas al pasillo,literalmente expulsado por las manos de aqué-llas. Al verme, se puso a gritar, al mismo tiem-po que se acercaba a mí, señalándome con eldedo:

-¡He aquí el hijo de Versilov! Si no me creenustedes, pues bien, he aquí a su hijo, su propiohijo. - Y me cogió imperiosamente por la mano-. ¡Es su hijo, su verdadero hijo! - repetía condu-ciéndome cerca de las señoras y sin agregar otraexplicación.

La joven estaba en el pasillo; la de más edad,a un paso de ella, en el marco de la puerta. Meacuerdo solamente de que aquella pobre mu-

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chacha no era fea: podía tener unos veinte años,pero era delgada y de aspecto enfermizo, rubi-cunda y pareciéndose un poco a mi hermana enla cara; aquel detalle me atravesó el espíritu yse me ha quedado en la memoria. Únicamenteque Lisa no se había encontrado jamás, y natu-ralmente jamás había podido encontrarse, en unacceso de cólera comparable a aquel en que sehallaba aquella joven frente a mí; tenía los la-bios blancos, sus ojos de un gris claro echabanchispas, temblaba de indignación. Y me acuer-do también de que yo me sentía en una posturaextremadamente estúpida y vergonzosa, por-que no encontraba en absoluto nada que decir,todo aquello por culpa de aquel grosero perso-naje.

-¿Su hijo? ¿Y qué? Si está con usted, es otrosinvergüenza. - Se volvió de repente hacia mí -:Si es usted el hijo de Versilov, pues bien, dígalede mi parte a su padre que es un bribón, uncanalla desvergonzado, y que no tengo nece-

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sidad de su dinero... Tome, tome, devuélvaleinmediatamente todo este dinero.

Se sacó bruscamente del bolsillo algunos bille-tes de Banco. Pero la mujer de más edad, sumadre, como supe en seguida, la cogió por elbrazo:

-Olia, pero tal vez no es verdad, tal vez no essu hijo.

Olia lanzó una rápida mirada, comprendió,me examinó con desprecio y volvió a entrar enla habitación, pero antes de cerrar la puerta, enel umbral, le dijo una vez más a Stebelkov:

-¡Fuera de aquí!E incluso llegó a dar una patadita. Seguida-

mente la puerta se encajó de golpe y la cerraroncon llave. Stebelkov, que seguía sujetándomepor el hombro, levantó el dedo y, con la bocadilatada en una sonrisa larga y pensativa, fijósobre mí una mirada interrogadora.

-Encuentro su conducta de usted con respectoa mí ridícula a indigna - rezongué indignado.

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Pero él no me escuchaba, aunque no apartasede mí sus ojos.

-Eso es lo que habría que examinar - dijo conaire pensativo.

-Pero ¿cómo se ha atrevido usted a mezclar-me en todo esto? ¿Qué significa? ¿Quién es esamujer? Me ha cogido usted por el hombro y meha arrastrado. ¿Qué quiere decir esto?

-¡Ah, diablo! Una mujer que ha perdido suinocencia... «la excepción frecuentemente repe-tida». ¿Me comprende usted?

Y me clavó el dedo en el pecho.-¡Váyase al diablo! - exclamé, rechazándole el

dedo.Pero de repente, de la manera más inespera-

da, se puso a reír con suavidad, largamente,muy contento. Por último se puso el sombreroy, con una fisonomía ya cambiada y adusta,observó frunciendo las cejas:

--Habría que dar una lección a la patrona...Habría que echarlas del apartamiento. Y lo an-

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tes posible además... Ya verá usted. Recuerde loque le digo, usted lo verá. Diablo - se interrum-pió de pronto -, ¿va usted a esperar a Gricha?

-No, no le esperaré - respondí muy decidido.-Vámonos, es igual...Sin añadir una sílaba, volvió la espalda, salió

y tomó escaleras abajo, sin honrar ni siquieracon la mirada a la patrona que parecía esperarexplicaciones y noticias. Yo también cogí misombrero y, después de haberle rogado a lapatrona que le dijese a Vassine que Dolgorukihabía venido, bajé corriendo.

IIIHabía perdido el tiempo. En cuanto que me vi

fuera, me dediqué a la búsqueda de un aloja-miento; estaba distraído; estuve andando variashoras por las calles, entré en cinco o seis casascon habitaciones amuebladas, pero estoy segu-ro de que dejé pasar más de veinte sin mirarlas.Con gran despecho por mi parte, la verdad era

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que nunca hubiese creído tan difícil encontrarun alojamiento: por todas partes habitacionescomo la de Vassine, y muchísimo peores aún, yprecios imposibles, a lo menos para mi presu-puesto. Yo pedía simplemente un rincón, nadamás que para poder tenderme, y me respondíancon desprecio que en aquel caso debía dirigirmea los «arrendadores de rincones». Además, portodas partes, una masa de inquilinos rarísimoscon los cuales, a juzgar por su aspecto, yo nohabría podido vivir jamás; incluso habría paga-do para no vivir junto a ellos. Señores sin cha-queta, en chaleco, con la barba hirsuta, curiososy desverzongados. En una habitación mi-croscópica había diez jugando a las cartas ybebiendo cerveza: me ofrecieron una habitacióncontigua. Por otra parte, era yo quien respondíatan estúpidanàente a las preguntas de losarrendadores, que se me quedaban mirandocon asombro; en un sitio, incluso llegué a enfa-darme. Por lo demás, es inútil describir todosestos detalles ínfimos; quería decir únicamente

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que, hallándome terriblemente cansado, comíalgo en una posada cuando ya se hacía casi denoche. Llegué a la resolución definitiva de queiría inmedi.atamente, solo y en persona, a en-tregarle a Versilov la carta a propósito de laherencia, sin darle la menor explicación, queresolvería mis asuntos por todo lo alto, llenaríala maleta y un maletín y me iría a pasar la no-che al hotel. Sabía que al final de la PerspectivaObukhov, cerca del Arco de Triunfo, había al-bergues en los que se podía conseguir una habi-tación individual por treinta copeques; decidípor una noche hacer ese sacrificio, a fin de nopermanecer por más tiempo en casa de Versi-lov. Ahora bien, al pasar por delante del Institu-to Tecnológico me dieron ganas de pronto deentrar en casa de Tatiana Pavlovna, que vivíaenfrente. Como pretexto, tenía el de aquellamisma carta a propósito de la herencia, pero mideseo invencible obedecía naturalmente a otrascausas, que por lo demás soy incapaz de expli-car hoy: reinaba en mi espíritu una terrible con-

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fusión entre «el niño de pecho», «las excepcio-nes que se convierten en regla general» y todolo demás. Ignoro si lo que quería hacer era con-tar cosas, o darme importancia, o pelearme, oincluso llorar, pero el caso es que subí la escale-ra de Tatiana Pavlovna. No había estado en sucasa más que una vez, al principio de mi estan-cia en Petersburgo, a darle no sé qué recado departe de mi madre, y me acuerdo de que entré,di el recado, y me fui un minuto después, sinsentarme y sin que ella hiciera nada por rete-nerme.

Llamé. La cocinera me abrió inmediatamentey me hizo entrar en silencio. Todos estos deta-lles son necesarios para hacer eomprendercómo pudo producirse un acontecimiento tanloco, que ha tenido una importancia tan colosalsobre todo lo demás. Primeramente la cocinera.Era una finlandesa colérica y chata que, segúncreo, detestaba a su ama, Tatiana Pavlovna, lacual, por el contrario, no podía separarse deella, por una de esas pasiones que sienten las

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viejas por los perros muy viejos ya y de narizhúmeda o por los gatos perpatuamente dormi-dos. La finlandesa, o bien rezongaba y gruñía, obien, después de alguna disputa, no abría laboca durante semanas enteras, para castigar asu ama. Sin duda yo había caído en uno deaquellos días de silencio, porque, a mi pregun-ta: « ¿Está la señora en casa? », que recuerdopositivamente haberle hecho, no respondió, yse volvió a la cocina sin decir esta boca es mía.Después de eso, naturalmente, persuadido deque la señora estaba en casa, entré, y, no encon-trando a nadie, aguardé, pensando que TatianaPavlovna iba a salir de su habitación; no siendoasí, ¿por qué la cocinera me habría hecho pasar?Me quedé de pie dos o tres minutos; caía la no-che y el apartamiento de Tatiana Pavlovna, yasombrío de por sí, se tornaba aún menos aco-gedor debido a las oleadas de cretona que col-gaban por todas partes. Dos palabras sobre estefeo apartamiento, para hacer comprender elsitio donde sucedió la cosa. Tatiana Pavlovna,

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visto su carácter autoritario y terco y sus viejasfantasías señoriales, no podía acomodarse a unahabitación amueblada: había alquilado aquellaparodia de apartamiento únicamente para vivirpor su cuenta y ser dueña en su casa. Aquellasdos habitaciones eran literalmente dos jaulas decanarios, pegadas la una a la otra, una más pe-queña que la contigua, en el segundo piso y convistas al patio. Al entrar se encontraba unoprimeramente con un pequeño pasillo angosto,de una longitud de un metro poco más o me-nos; a la izquierda, las dos jaulas de canarios yamencionadas; y todo derecho, al fondo del co-rredor, la entrada de una cocina minúscula. Loscatorce metros cúbicos de aire, indispensablesal hombre para una duración de doce horas,quizá existían allí, pero seguramente poco más.Las habitaciones eran espantosamente bajas y,para colmo de estupidez, las ventanas, las puer-tas, los muebles, todo, todo estaba tapizado ocubierto de cretona, de hermosa cretona france-sa, con festones; pero la habitación parecía así

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dos veces más sombría y semejaba el interior deuna diligencia. En la habitación donde yoaguardaba se podía, con cierto trabajo, darse lavuelta, aunque todo estuviese lleno de muebles,por lo demás no feos del todo: había allí todaclase de mesitas de marquetería con adornos debronce, cajitas y un tocador exquisito a inclusorico. Pero el cuartito siguiente de donde yo es-peraba verla salir, su alcoba, separada de estaotra habitación por una cortina, no conteníaliteralmente, como lo supe en seguida, más queuna cama. Todos estos detalles son indispensa-bles para comprender la estupidez que cometí.

Así, pues, aguardaba sin experimentar la me-nor duda, cuando sonó la campanilla. Oí comola cocinera recorría el pasillo sin apresurarse ydejaba entrar en silencio, exactamente comohabía hecho conmigo hacía un momento, a va-rias visitas. Eran dos señoras y las dos hablabanen voz alta, pero ¡cuál no fue mi asombro cuan-do, por la voz, reconocí en una a Tatiana Pav-lovna y en la otra a la mujer con la que menos

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preparado estaba a encontrarme en aquellosmomentos, sobre todo en aquel ambiente! Nohabía error posible; el día anterior yo había es-cuchado aquella voz sonora, fuerte y metálica,tres minutos solamente, es verdad, pero era unavoz que se había quedado en mi corazón. Sí, eradesde luego «la mujer de ayer». ¿Qué hacer?No dirijo en modo alguno esta pregunta al lec-tor. Trato de representarme solamente para mímismo aquel minuto y todavía hoy me resultaabsolutamente imposible explicarme cómo pu-do suceder que me lanzase de repente detrás dela cortina y me encontrase en el dormitorio deTatiana Pavlovna. En una palabra, me escondí yapenas tuve tiempo de dar aquel bote cuandoellas entraban. El por qué no les salí al encuen-tro en lugar de ocultarme, lo ignoro; todo aque-llo pasó por casualidad, sin que yo me dieracuenta.

En la habitación, tropecé con la cama y ob-servé inmediatamente que había una puertaque se abría a la cocina, por tanto una salida

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posible en caso de necesidad y por la cual sepodía escapar perfectamente. Pero, ¡horror!, lapuerta estaba cerrada con llave y la llave noestaba en la cerradura. Llevado por la desespe-ración, me dejé caer en la cama; para mí estabaclaro que ahora iba a escuchar la conversacióny, desde las primeras frases, desde los primerossonidos, adiviné que su entrevista era secreta ymuy delicada. ¡Oh!, desde luego, un hombrenoble y leal habría debido levantarse, incluso enaquel momento, salir y decir en alta voz:. « ¡Es-toy aquí, esperen! » y, a pesar del ridículo de susituación, pasar adelante; pero no me levanté yno salí; de la manera más innoble, me dio mie-do.

-Catalina Nicolaievna, querida mía, me apenausted profundamente - suplicaba Tatiana Pav-lovna -, cálmese de una vez, eso no va bien consu carácter. Dondequiera que usted está reina ladicha, y he aquí que de pronto... Pero, por loque a mí respecta, al menos, espero que contin-úe usted creyéndome, sabe hasta qué punto la

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estimo. Por lo menos tanto como a Andrés Pe-trovitch, a quien sin embargo no oculto mieterna fidelidad... Pues bien, créame, se lo juropor mi honor, él no tiene ese documento, yquizá no lo tiene nadie; por otra parte, él esincapaz de semejantes intrigas y hace usted malen sospechar de él. Son ustedes dos los que sehan imaginado esta hostilidad...

-El documento existe, y él es capaz de todo.Ayer, no hago más que llegar, y mi primer en-cuentro es con ese petit espion que él se ha en-cargado de imponerle al príncipe.

-Vamos, ce petit espion? Ante todo, no es espionen absoluto. Soy yo quien he insistido para quelo coloquen en casa del príncipe, de lo contrariohabría perdido la cabeza en Moscú o se habríamuerto de hambre. Por lo menos tales son losinformes que he recibido de allí; y sobre todoese muchacho grosero no es más que un imbé-cil, ¿cómo iba a hacer de espía?

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--Sí, un imbécil, lo que no le impide por otraparte que sea un sinvergüenza. Si yo no hubiesetenido tanta rabia, me habría muerto de risaayer: se puso pálido, se aturulló, se dio impor-tancia, se puso a hablar en francés. ¡Y decir queen Moscú María Ivanovna me hablaba de élcomo de un genio! Esa maldita carta está intactay se encuentra en alguna parte, en el sitio máspeligroso, lo he deducido por la cara que poníaesa María Ivanovna.

-¡Querida! Pero si usted misma dice que nohay nada en casa de ella.

Al contrario, hay algo, ella miente. Y puededecirse, tiene sus miras al mentir. Antes de ir aMoscú, yo tenía todavía la esperanza de que noquedase rastro del papel, pero ahora, ahora...

-Pero, querida, se dice por el contrario que esuna criatura excelente y muy razonable. Su di-funto tío la apreciaba más que a todas sus so-brinas. Cierto que yo no la conozco bien, perousted debería hacerle un poco la corte, querida.

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No le costaría ningún trabajo obtener la victo-ria: yo misma, que soy ya una vieja, pues bien,estoy enamorada de usted, dispuesta a abrazar-la. ¿Qué le costaría a usted seducirla a ella?

-Le he hecho la corte, Tatiana Pavlovna, lo heensayado todo, incluso se ha mostrado encan-tada, solamente que es astuta, ella también esastuta... No, es un carácter entero y original, uncarácter moscovita... Figúrese usted que me haaconsejado que me dirija aquí a un tal Kraft,que fue pasante de Andronikov; quizá él supie-se algo. Yo ya tenía alguna idea de este Kraft aincluso creo recordarlo un poco. Pero en elmomento en que me habló de ese Kraft tuve derepente la convicción de que, lejos de ignorar elasunto, ella miente, ella lo sabe todo.

-Pero ¿para qué, para qué todo eso? En todocaso es posible informarse en casa de ese Kraft.Es un alemán, muy poco hablador y muy hon-rado, me acuerdo de él. Desde luego, haría faltapreguntarle. Sólo que creo que no está ya en Pe-tersburgo...

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-Volvió ayer, vengo ahora de su casa... Poreso precisamente me ve usted tan alarmada, metiemblan los brazos y las piernas. Quería pre-guntarle, ángel mío, Tatiana Pavlovna, puestoque usted conoce a todo el mundo, ¿no habríamedio de buscar entre sus papeles? Seguramen-te ha dejado papeles. ¿A quién irán a parar?¿Caerán también éstos en manos peligrosas? Hevenido a pedirle a usted consejo.

-Pero ¿de qué papeles habla usted? - preguntóTatiana Pavlovna, que no comprendía nada deaquello -. Acaba de decirme usted misma queviene de casa de Kraft.

-Sí, de allí vengo, pero él se ha matado. Ayerpor la noche.

Salté abajo de la cama. Había podido que-darme quieto oyéndome tratar de espía y deidiota; cuanto más avanzaban ellas en su con-versación, menos posible me parecía presentar-me. ¡Era inconcebible! Resolví esperar, con elcorazón latiéndome apenas, hasta el momento

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en que Tatiana acompañaría hasta la puerta a lavisitante (si, para suerte mía, no tenía necesidadde entrar antes en su aicoba), y en seguída, unavez que se fuera Akhmakova, estaba dispuestoa entendérmelas con Tatiana Pavlovna... Perocuando, al enterarme de la muerte de Kraft,salté de la cama, me vi dominado por una espe-cie de convulsión. Sin pensar ya en nada, sinrazonar, sin darme cuenta, di un paso, levantéla cortina y me encontré frente a ellas. Habíaaún bastante claridad para que se me pudiesever pálido y tembloroso... Lanzaron un grito.¿Cómo no gritar?

-¿Kraft? - balbucí, volviéndome hacia Akh-makova -. ¿Se ha matado? ¿Ayer? ¿A la puestade sol?

-¿Dónde estabas?~ ¿De dónde sales? - chillóTatiana Pavlovna, que me clavó literalmente lasuñas en el hombro -. ¿Nos espiabas? ¿Nos esta-bas escuchando?

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-¿Qué le decía yo a usted? - preguntó CatalinaNicolaievna, levantándose del diván y señalán-dome con el dedo.

Salí de mis casillas.-¡Eso no son más que mentiras y estupideces!

- interrumpí furioso -. ¡Hace un momento meha tratado listed de espía! ¡Señor! ¿Vale la pena,no digo yo espiar, sino solamente vivir aquí eneste mundo, al lado de gente como usted? Loshombres generosos acaban en el suicidio. Kraftse ha matado por la idea, por Hécuba... pero,¿cómo va usted a conocer a Hécuba?... Aquí seestá condenado a vivir en medio de vuestrasintrigas, a chapotear entre vuestras mentiras,vuestros engaños, vuestros manejos subterrá-neos... ¡Basta ya!

-¡Déle una bofetada! ¡Déle una bofetada! -gritó Tatiana Pavlovna.

Y como Catalina Nicolaievna continuabamirándome (me acuerdo de todo, -hasta delmás mínimo detalle) sin desviar los ojos, pero

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sin moverse del sitio, Tatiana Pavlovna iba en elmismo instante a ejecutar en persona su conse-jo... tanto que a pesar mío levanté la mano paraprotegerme el rostro. A causa de aquel gesto, lepareció que la amenazaba.

-¡Vamos, pega, pega pues! Demuestra quesiempre has sido un bestia... Eres el más fuerte,¿por qué preocuparte de unas pobres mujeres?

-¡Basta ya de calumnias, basta! - grité -. ¡Nun-ca levantaré la mano contra una mujer! Es usteduna desvergonzada, Tatiana Pavlovna, me hadespreciado siempre. ¿Para qué respetar a lagente? ¿Se ríe usted, Catalina Nicolaievna? Sinduda será de mi cara: sí, Dios no me ha dado unsemblante como el de sus ayudantes de campo.Y sin embargo frente a usted no me sientohumillado, sino, al contrario, superior... En fin,poco importan las palabras, pero no soy culpa-ble. He venido aquí por casualidad, TatianaPavlovna. La única culpable es esa cocinerafinlandesa que usted tiene, o, por decirlo mejor,la pasión que usted tiene por ella: ¿por qué no

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me ha contestado cuando le he preguntado siusted estaba y por qué me ha conducido aquísin decir palabra? Luego, usted comprenderá,me ha parecido tan monstruoso salir del dormi-torio de una mujer, que he decidido soportar ensilencio todos sus insultos antes que mostrar-me... ¿Se sigue usted riendo, Catalina Nicolai-evna?

-¡Vete, vete, fuera de aquí! - gritó Tatiana Pav-lovna, casi empujándome -. No le tome usted encuenta sus mentiras, Catalina Nicolaievna, ya ledije antes que desde Moscú me lo han descritosiempre como un chiflado.

-¿Un chiflado? ¿Desde Moscú? ¿Quién ycómo? Pero poco importa, basta ya. CatalinaNicolaievna, se lo juro por lo que hay para míde más sagrado: esta conversación y todo loque he oído quedará entre nosotros... ¿Es culpamía si he descubierto sus secretos? Ademásdesde mañana dejo de ir a casa de su padre. Asíes que puede usted estar tranquila sobre lasuerte del documento que está buscando.

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-¿Cómo...? ¿De qué documento habla usted?Catalina Nicolaievna se turbó tanto, que se

puso muy pálida. Quizá sólo me lo pareció.Comprendí que había dicho demasiado.

Salí rápidamente. Me acompañaron sus mira-das silenciosas en las que se leía un extraordi-nario asombro. En una palabra. yo les habíaplanteado un enigma...

CAPÍTULO IXMe apresuré a volver a casa y, ¡oh maravilla!,

estaba muy contento de mí mismo. Sin duda,no se habla así a mujeres, y sobre todo a talesmujeres, o más exactamente a tal mujer, porqueyo no tomaba en cuenta a Tatiana Pavlovna.Quizá no está permitido decirle a la cara a unamujer de semejante categoría: « ¡Me cisco en susintrigas!» , pero yo lo había dicho y por eso es-taba contento. Sin hablar de lo demás, estabaseguro al menos de que, por haber adoptadoaquel tono, yo había borrado todo lo que había

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de ridículo en mi posición. Pero no tuve tiempode pensar largamente en todo aquello: mi cere-bro estaba ocupado por Kraft. No es que meatormentase mucho, pero a pesar de todo yoestaba conmovido hasta el fondo del alma; yhasta el punto de que el sentimiento ordinariode placer que experimentan los hombres enpresencia de la desgracia del prójimo, porejemplo cuando alguien se rompe una pierna,pierde el honor, se ve privado de un ser queri-do, etc., aquel mismo sentimiento ordinario deinnoble satisfacción cedía en mí enteramente aotro sentimiento, a una sensación extremada-mente imperiosa, a la pena, al dolor... si es queaquello era el dolor, lo ignoro... en todo caso aun sentimiento extremadamente poderoso ybueno. Y por aquello también estaba yo conten-to. Es asombrosa la multitud de ideas extrañasque pueden atravesarle a uno el espíritu preci-samente cuando se está sacudido por algunanoticia colosal que debería, parece, ahogar losdemás sentimientos y dispersar todas las ideas

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extrañas, sobre todo las ideas sin importancia;ahora bien, son éstas, por el contrario, las que sepresentan. Me acuerdo de eso todavía; me vicogido poco a poco por un temblor nerviosobastante sensible, que duró aigunos minutos aincluso todo el tiempo que permanecí en casapara explicarme con Versilov.

Aquella explicación tuvo lugar en circunstan-cias singulares e insólitas. He dicho ya que viv-íamos en un pabellón que había en el patio;aquel alojamiénto llevaba el número 3. Inclusoantes de meterme debajo de la puerta cochera,oí una voz de mujer, que preguntaba en vozalta, con impaciencia a irritación: «¿Dónde estáel partido número trece?» Era una señora queacababa de abrir la puerta de una tiendecillacontigua. Pero sin duda no le contestaron nadao hasta la mandaron a paseo, puesto que bajólos escalones con cólera y desesperación.

-¿Pero dónde está el dvornik? - gritó dando pa-taditas.

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Hacía mucho tiempo que yo había reconocidoaquella voz.

-Voy al partido número trece - dije acercán-dome a ella -. ¿Por quién pregunta usted?

-Hace una hora que estoy buscando al dvornik,le he preguntado a todo el mundo, he subidotodas las escaleras.

-Es en el patio. ¿No me reconoce usted?

Pero ya me había reconocido.-¿Quiere usted ver a Versilov? Tiene usted

algún asunto con él; yo también - continué -. Hevenido a decirle adiós para siempre. ¡Vamosallá!

-¿Es usted hijo suyo?--Eso no significa nada. Admitamos, si usted

quiere, que sea su hijo. Aunque me llamo Dol-goruki. Soy ilegítimo. Este señor tiene una mul-titud de hijos ilegítimos. Cuando la conciencia yel honor lo exigen, incluso un hijo legítimoabandona la casa. Eso está ya en la Biblia.

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Además, ha recibido una herencia que no quie-ro compartir. Me contento con el trabajo de mismanos. Cuando es preciso, un corazón genero-so sacrifica hasta su propia vida. Kraft se hamatado por la idea, figúrese usted, Kraft, unjoven que hacía concebir tantas esperanzas...¡Por aquí, por aquí! Vivimos en un pabellón ais-lado. Ya en la Biblia se lee que los hijos abando-nan a sus padres y fundan su nido,... Cuando laidea le arrastra a uno... cuando la idea está ahí...La idea lo es todo, todo está en la idea...

Continué algún tiempo aquel parloteo, hastael momento en que llegamos a nuestra casa. Ellector ha notado sin duda que no me ahorronada y que me trato como es debido. Quieroaprender a decir la verdad. Versilov estaba encasa. Entré sin quitarme el abrigo; ella, lo mis-mo. Iba vestida muy ligeramente; sobre un ves-tido oscuro se agitaba en alto un trozo de no séqué, destinado a figurar como cuello o mante-llina; llevaba a la cabeza un viejo gorro raídoque estaba lejos de embellecerla. Cuando en-

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tramos en la sala, mi madre ocupaba su sitioacostumbrado delante de su labor, mi hermanasalió de su habitación para mirar y se detuvo enel umbral. Versilov, como de costumbre, nohacía nada y se levantó para recibirnos... Clavóen mí una mirada severa a inquisitiva.

-Yo no tengo nada que ver con esto - me apre-suré a asegurarle al mismo tiempo que meapartaba -, he encontrado a esta señorita delan-te de la puerta; le buscaba a usted y nadie ledaba razón. Pero también yo tengo mi asunto,que tendré el placer de explicarle inmediata-mente...

Versilov no dejó de examinarme de una ma-nera curiosa.

-¡Permítame! - comenzó a decir la muchachacon impaciencia.

Versilov se volvió hacia ella.-He reflexionado largamente sobre el motivo

que le impulsó a usted ayer a dejarme este di-nero... Yo... en una palabra, ¡he aquí su dinero! -

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Casi lanzó un grito como horas antes, y arrojósobre la mesa un puñado de billetes -. He te-nido que it a la Oficina de Direcciones para sa-ber dónde vivía usted, de lo contrario habríavenido antes. Escuche usted - dijo volviéndosede repente hacia mi madre, que palideció deuna manera terrible -.No quiero ofenderla, tieneusted aspecto de ser una persona honrada yquizá ésa es hija de usted. Ignoro si es usted sumujer, pero sepa que este caballero recorta delos periódicos los anuncios que publican consus últimos copeques las institutrices y profeso-ras y se dedica a visitar a esas desgraciadas,buscando ventajas deshonestas, apabullándolascon su dinero. No comprendo cómo pude acep-tar ayer su dinero. ¡Tenía un aire tan leal!¡Cállese, no diga una palabra! ¡Es usted un sin-vergüenza, caballero! Incluso aunque tuvieseusted intenciones honradas, no quiero limosnassuyas. ¡Ni una palabra, ni una palabra! ¡Oh,qué contenta estoy de avergonzarle delante desus mujeres! ¡Que Dios le maldiga!

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Se escapó rápidamente, pero en el umbral sevolvió un instante para gritar tan sólo:

-¡Se dice que ha recibido usted una herencia!En seguida desapareció como una sombra. In-

sisto una vez más: era una furia. Versilov estabaprofundamente impresionado. Se quedó in-móvil, con sire soñador, como meditando enalgo; por último, se dirigió a mí bruscamente:

-¿Tú no la conoces de nada?-La he visto esta mañana por casualidad en

casa de Vassine. Se agitaba por el corredor, lan-zaba gritos y soltaba rmaldiciones contra usted.Pero no hemos hablado y no sé nada de ella.Ahora acabo de encontrármela ante la puerta.Será sin duda la profesora del anuncio de ayer,la que «da lecciones de aritmética».

-Ella es. Una vez en mi vida que hago unabuena acción y... Y a ti, ¿qué te trae por aquí?

-¡He aquí una carta! - respondí -. No hace faltadarle explicaciones: procede de Kraft, y él larecibió del difunto Andronikov. El contenido se

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lo explicará a usted todo. Debo añadir que na-die en el mundo conoce ahora la existencia deesta carta, excepto yo, puesto que Kraft, que mela entregó ayer, se mató inmediatamente des-pués de mi visita...

Mientras que yo hablaba, jadeante y apre-surándome, cogió la carta y, teniéndola en sus-penso en su mano izquierda, continuó exa-minándome atentamente. Cuando le anuncié elsuicidio de Kraft, le miré a la cara para ver elefecto producido. Pues bien, ¿qué creerán uste-des? La noticia no le produjo la menor impre-sión. Ni siquiera levantó las cejas. Al contrario,viendo que me había detenido, agarró sus len-tes, de los que no se desprendía nunca y llevabacolgados de una cinta negra, aproximó la cartaa una bujía y, después de un vistazo a la firma,empezó a descifrarla. No sabría decir lo muchoque me hirió aquella orgullosa insensibilidad.Él debía de conocer muy bien a Kraft. ¡Una no-ticia, a pesar de todo, tan extraordinaria!Además, naturalmente, me habría gustado cau-

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sar cierto efecto. Después de medio minuto deespera, sabiendo que la carta era larga, volví laespalda y me fui. Tenía preparada la maleta

desde hacía mucho tiempo, no me quedabamás que hacer un paquete con algunos objetos.Pensé en mi madre: no me había acercado aella. Diez minutos más tarde, cuando ya estabacasi listo y me disponía a it a buscar un cochede caballos, mi hermana entró en mi buhardilla.

-Toma, mamá te devuelve tus sesenta rublosy te ruega una vez más que la excuses porhaber hablado de ellos a Andrés Petrovitch. Yademás, ten estos veinte rublos. Ayer diste paratu pensión cincuenta rublos: mamá dice que notiene derecho a pedirte más de treinta, porqueella no ha gastado más en ti, y te devuelve losveinte rublos que sobran.

-Gracias, si es que dice la verdad. Adiós, her-mana, me voy.

-¿Adónde vas?

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-Por lo pronto al albergue, con tal de no pasaruna noche más en esta casa. Dile a mamá que laquiero.

-Ella lo sabe. Sabe que quieres también aAndrés Petrovitch. ¿Cómo no te da vergüenzade haber traído aquí a esa desgraciada?

-No la he traído yo, te lo juro. Me la encontrédelante de la puerta.

-No, eres tú quien la has traído.-Te aseguro...-Reflexiona, interrógate, y verás que también

tienes tú la culpa...-La verdad es que estoy muy contento de

haber avergonzado a Versilov. Figúrate quetiene de Lidia Akhmakova un niño de pecho...Pero no vale la pena que te hable de esto...

-¿Él? ¿Un niño de pecho? ¡Pero no es suyo!¿Dónde has oído contar semejante mentira?

-¿Qué sabes tú de eso?

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-¿Cómo no voy a saberlo? Soy yo quien hacriado ese niño en Luga. Escucha, hermano, veodesde hace tiempo que, sin saber nada, ofendesa Andrés Petrovitch y a mamá al mismo tiem-po.

-Pues bien, si él tiene razón, seré yo el que es-taré equivocado, eso es todo. Pero no por eso osquiero menos. ¿Por qué te pones colorada,hermana? Bueno, ahora te pones más coloradatodavía. A pesar de todo, provocaré en duelo aese principillo por la bofetada que le dio a Ver-silov en Ems. Si Versilov se portó bien conAkhmakova, con mucha más razón aún.

-¿Qué estás diciendo, hermano? Piensa unpoco.

-Es una suerte que el pleito se haya acabado...Vamos, ahora se te ocurre ponerte pálida.

-Pero el príncipe no se batirá contigo - sonrióLisa con una pálida sonrisa a través de su es-panto.

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-Entonces lo insultaré públicamente. ¿Quétienes, Lisa?

Había palidecido hasta el punto de no poder-se tener de pie y se había dejado caer sobre eldiván.

-¡Lisa!Era su madre, que la llamaba desde abajo.Se repuso y se levantó; me dirigió una tierna

sonrisa.-Hermano, déjate de esas tonterías o espera a

estar más enterado. Lo que sabes es muy poco.-Me acordaré, Lisa, de que has palidecido al

saber que voy a batirme en duelo.-Sí, sí, acuérdate.Sonrió una vez más en señal de despedida y

bajó.Llamé a un cochero y con su ayuda trasladé

mis cosas. Nadie en la casa me puso obstáculoni me detuvo. No fui a despedirme de mi ma-dre para no tenerme que encontrar con Versi-

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lov. Cuando ya estaba montado en el coche, seme ocurrió una idea:

-Fontanka, Puente de San Simeón - ordené in-opinadamente.

Y volví a casa de Vassine.

IIHabía pensado de pronto que Vassine ya sab-

ía la noticia, y quizá sabía de aquello cien vecesmás que yo. Eso es lo que sucedió. Vassine mecomunicó inmediatamente y con amabilidadtodos los detalles, por lo demás sin gran calor.Deduje que estaba fatigado, y era verdad. Hab-ía estado por la mañana en casa de Kraft. Kraftse había pegado un tiro de revólver (¡aquelmismo revólver!) la víspera, una vez que sehizo completamente de noche, como se des-prendía de su diario. La última anotación esta-ba hecha justamente antes del suicidio: escribiaque estaba casi en tinieblas, y que distinguíaapenas las letras; pero que no quería encender

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la bujía, por miedo a dejar tras él un incendio.«En cuanto a encenderla para apagarla, antesde acabar con mi vida, no quiero», agregabaextrañamente en la última línea. Aquel diario lohabía empezado la antevíspera, recién llegado aPetersburgo, antes de la visita a casa de Dergat-chev. Después de mi salida, había anotacionestodos los cuartos de hora; las tres o cuatro últi-mas habían sido hechas cada cinco minutos. Measombré mucho de que Vassine, habiendo teni-do tanto tiempo aquel diario bajo su mirada (selo habían dado a leer), no hubiese sacado copia,tanto más cuanto que no tenía mucho más deuna hoja y todas las anotaciones eran cortas: «¡por lo menos la última página! » Vassine mehizo notar con una sonrisa que se acordaba detodo, que las anotaciones no tenían sistemaninguno y que estaban hechas a propósito detodo lo que había pasado por la cabeza del sui-cida. Yo iba a responderle que eso era justamen-te to que le daba más valor, pero renuncié ainsistí para que se acordase de alguna frase. Se

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acordó en efecto de algunas líneas, trazadasaproximadamente una hora antes del disparo yen las que se decía que «tenía escalofríos»;«que, para calentarse, le daban ganas de beberun trago, pero que la idea de que el derrama-miento de sangre podría ser así más abundante,lo había detenido».

-Y poco más o menos, todo es por este estilo -concluyó Vassine.

-¡Y a eso lo llama usted tonterías! - exclaméyo.

-¿Cuándo he hablado de tonterías? Me he li-mitado a no sacar copias. Pero, si no tonterías,ese diario es verdaderamente muy vulgar, omás bien natural, es decir, precisamente lo quedebía ser en semejante caso...

-¡Pero los últimos pensamientos, los últimospensamientos!

-Los últimos pensamientos son a veces asom-brosamente nulos. Conozco a un suicida que sequeja en su diario por no ser asaltado, en una

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hora tan grave, por ningún «pensamiento supe-rior»: nada más que pensamientos vacíos y fúti-les.

-¿Y el escalofrío, es también un pensamientovacío?

-¿Quiere usted hablar del escalofrío o másbien del derramamiento de sangre? Es un hechosabido que muchos de los que tienen vigor parapensar en su muerte inminente, voluntaria o no,con mucha frecuencia se llegan a preocupar porel estado en que se encontrarán sus cuerpos. Eneste sentido era como Kraft temía un derrama-miento de sangre demasiado intenso.

-Ignoro si es un hecho sabido... y si es exacto -refunfuñé -, pero me asombra que juzgue ustedtodo esto una cosa tan natural. Sin embargo, nohace tanto tiempo que Kraft conversaba, seconmovía, estaba sentado entre nosotros. ¿Esposible que no tenga usted lástima de él?

-Oh, desde luego, tengo lástima de él, peroésa es otra cuestión. De todos modos, el mismo

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Kraft ha presentado su muerte bajo el aspectode una deducción lógica. Parece que todo loque se dijo ayer de él en casa de Dergatchev esexacto; ha dejado un gran cuaderno lleno deconclusiones científicas, según las cuales losrusos son una raza de segundo orden, todo esobasado en la frenología a incluso en las ma-temáticas, y consiguientemente, no vale la penavivir cuando se es ruso. Si usted quiere, lo quehay en esto de más característico es que unopuede deducir todas las conclusiones lógicasque quiera, pero volarse los sesos a causa deesas conclusiones es cosa que no ocurre todoslos días.

-Por lo menos hace falta rendir homenaje a sucarácter.

-Y quizá también a otra cosa - observó Vassi-ne evasivamente.

Pero estaba claro que pensaba en la estupidezo en la debilidad de mollera. Todo aquello meirritaba.

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-Fue usted mismo quien habló ayer de lossentimientos, Vassine.

-Y tampoco -los niego hoy. Pero, en presenciadel hecho consumado, encuentro en él algo tangroseramente erróneo, que mi juicio severo medespoja, a pesar mío, hasta de la lástima.

-Mire, yo había ya adivinado al verle quehablaría usted mal de Kraft y, para no oírselodecir, había resuelto no preguntarle su opinión;pero me la ha expresado usted mismo y a mipesar me veo obligado a estar de acuerdo; y sinembargo, me siento descontento de usted. Kraftme da lástima.

-Nos estamos apartando, usted sabe..-Sí, sí... - interrumpí yo -. Pero lo que es tran-

quilizador al menos es que siempre en talescasos los supervivientes, jueces del difunto,pueden decirse: «Es inútil que el suicida sea unhombre digno de lástima y de indulgencia; no-sotros permanecemos, y por consiguiente nohay por qué afligirse demasiado.»

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-Sí, es exacto, si se adopta ese punto de vista.Ah, pero creo que usted bromea. Es muy inge-nioso. Tengo la costumbre de tomar té a estahora. Voy a encargarlo. Seguramente me haráusted compañía.

Y salió, midiendo con los ojos mi maleta y mipaquete.

Me habría gustado soltar alguna frase malig-na para vengar a Kraft. La dije como mejor pu-de, pero lo más curioso era que en un principioél había tomado en serio. mi expresión de «no-sotros permanecemos». Sin embargo, comoquiera que fuese, él tenía más razón que yo,incluso en cuestión de sentimientos. Yó lo reco-nocía así en mi fuero interno sin el menor dis-gusto, pero comprendía claramente que no loestimaba.

Cuando trajeron el té, le expliqué que le pedíahospitalidad por una noche solamente y que, siera imposible, no tenía más que decirlo: iría alalbergue. A continuación le expuse brevemente

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mis razones, aduciendo con toda franqueza queme había peleado para siempre con Versilov,sin entrar en detalles. Vassine me escuchó aten-tamente, pero sin ninguna emoción. Por lo ge-neral, se limitaba a responder a las preguntas,por lo demás amablemente y de manera bastan-te completa. De la carta a propósito de la cualhabía venido por la mañana a pedirle consejo,no dije ni palabra; le expliqué mi visita anteriorcomo una simple visita. Después de la palabradada a Versilov de que aquella carta no era co-nocida por nadie excepto yo, no me considera-ba ya con derecho a hablar de ella a quienquie-ra que fuese. Por otra parte, me resultaba parti-cularmente desagradable hablar de ciertas cosascon Vassine. De ciertas, pero no de otras: con-seguí interesarle contándole las escenas ocurri-das en el corredor y en casa de las vecinas y quehabían tenido su epílogo en casa de Versilov.Me escuchó con extraordinaria atención, sobretodo en lo referente a Stebelkov. Cuando lehablé de las preguntas que Stebelkov hizo a

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propósito de Dergatchev, me instó a que se lasrepitiera dos veces a incluso se puso pensativo;pero al final estalló en una carcajada. De re-pente me pareció en aquel instante que nada ninadie podría nunca turbar a Vassine; esa idea sepresentó en mí, si recuerdo bien, en forma muyhalagadora para él.

--No he podido sacar gran cosa de lo que meha dicho el señor Stebelkov - concluí a este res-pecto -, habla evasivamente... hay siempre en élun no sé qué demasiado ligero...

Inmediatamente Vassine puso un semblantegrave.

-Cierto que no posee el don de la palabra, pe-ro es solamente a primera vista; le ha sucedidoel hacer observaciones de una extraordinariajusteza; por lo demás, esta gente abunda enhombres prácticos, hombres de negocio másbien que de pensamiento; es preciso tomarlostal como son...

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Era exactamente lo que yo había adivinadomucho antes.

-Sin embargo, la verdad es que ha causado encasa de sus vecinas un gran escándalo y ¿quiénsabe cómo habrá terminado todo eso?

A propósito de esas vecinas, Vassine mecontó que estaban allí desde hacía unas tressemanas y que habían venido de provincias;que tenían una habitación muy pequeña y que,según todas las apariencias, eran muy pobres;que estaban allí aguardando algo. No sabía quela joven hubiese puesto un anuncio en los pe-riódicos como profesora, pero se había enteradode que Versílov les había hecho una visita; hab-ía sido estando él ausente, pero la patrona se lohabía dicho. Las vecinas, por el contrario, nohablaban con nadie, ni siquiera con la patrona.Había notado en los últimos días que, en efecto,algo no marchaba bien en aquella casa, peronunca había habido escenas como las de hoy.Recuerdo nuestra conversación a propósito delas vecinas a causa de las consecuencias; en el

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partido de ellas reinaba en aquel momento unsilencio de muerte. Vassine se enteró con mu-cho interés de que Stebelkov había juzgado ne-cesario hablar de las vecinas a la patrona y quehabía repetido por dos veces: «¡Ya verán!, ¡yaverán!»

-Y ya verá usted - agregó Vassine - que estaidea no se le ha ocurrido sin motivo; en esteaspecto, tiene una vista muy penetrante.

-Entonces, según usted, ¿sería preciso aconse-jarle a la patrona que las pusiera en la calle?

-No, no es cuestión de ponerlas en la calle, pe-ro me temo que haya jaleo... Por lo demás, to-das esas historias, de una manera o de otra,acaban siempre... Dejemos esto.

Sobre la visita de Versilov a las vecinas, senegó categóricamente a dar su opinión.

-Todo es posible. El buen hombre se ha senti-do con dinero en el bolsillo... Por otra parte, esposible también que haya querido sencillamen-te dar una limosna; eso entra dentro de sus tra-

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diciones y tal vez también dentro de sus incli-naciones.

Le conté los comentarios de Stebelkov sobre«el niño de pecho».

-En eso, Stebelkov está en un completo error -declaró Vassine con una seriedad y un acentomuy especiales (todavía me parece estar oyén-dole) -. Stebelkov se fía a veces exageradamentede su sentido práctico, y se apresura a extraerconclusiones conforme a su lógica, a menudomuy penetrante. Y sin embargo el aconteci-miento puede adoptar un color infinitamentemás fantástico y totalmente inesperado, si setiene en cuenta a las personas en juego. Esto esto que ha pasado aquí: conociendo una partedel asunto, él ha llegado a la conclusión de queel niño pertenece a Versilov; y sin embargo noes así.

Insistí, y he aquí de lo que me enteré, congran asombro por mi parte: el niño (mejor di-cho, la niña) era del príncipe Sergio Sokolski.

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Lidia Akhmakova, a causa de una enfermedado sencillamente de su carácter caprichoso,obraba a veces como una verdadera loca. Sehabía enamorado del príncipe antes de la llega-da de Versilov, y el príncipe «no se había reca-tado en aceptar su amor», según la expresión deVassine. Aquellas relaciones duraron un instan-te. Se pelearon, como ya se sabe, y Lidia puso alpríncipe en la calle, «cosa de la que, parece ser,éste se alegró».

-Era una muchacha muy extraña - añadióVassine -; es muy posible que jamás haya dis-frutado del uso completo de la razón. Pero almarcharse a París, el príncipe ignoraba total-mente el estado en que dejaba a la víctima, loignoró hasta el final, hasta su regreso. Versilov,convertido en amigo de la joven, le ofreció elmatrimonio, precisamente a causa de su estadoya visible y que, por lo que parece, los padresno sospecharon casi hasta el final. La joven sesintió muy conmovida, y en la propuesta deVersilov vio algo más que un sacrificio, aun

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apreciando también este último. Por lo demás,también él supo adaptarse. La niña nació unmes o seis semanas antes de tiempo, fue dada acriar en algún sitio de Alemania y luego recogi-da por Versilov y se encuentra ahora en Rusia,en Petersburgo quizá.

-¿Y las cerillas de fósforo?-De eso no sé absolutamente nada - dijo Vas-

sine -. Lidia Akhmakova murió quince díasdespués del parto; lo que haya pasado, lo igno-ro. El príncipe se enteró, recién llegado de París,de la existencia de la niña, y, por lo que parece,no creyó al principio que fuera suya... En fin,por todas partes, hasta ahora, se ha mantenidoesta historia en secreto.

-Pero ¿qué tipo es entonces ese príncipe? - ex-clamé yo, indignado -. ¿Es ésa una manera decomportarse con una muchacha que está en-ferma?

-Entonces no estaba tan enferma---. y ademásfue ella misma quien lo echó... Cierto que tal

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vez él se precipitó demasiado en aprovecharsede la despedida.

-¿Justifica usted a un canalla semejante?-No, únicamente que no lo llamo canalla. Hay

en esto una cosa distinta de la canallada. Por lodemás, es un asunto bastante vulgar.

-Dígame, Vassine, ¿lo ha conocido usted decerca? Me gustaría mucho conocer su opinión, acausa de una circunstancia que me interesaenormemente.

Pero entonces Vassine se puso a contestar conextremada reserva. Conocía al príncipe, pero,sobre las circunstancias en que hubiese hechoaquel conocimiento, guardaba un silencio pre-meditado. Me dijo a continuación que su carác-ter le daba derecho a alguna indulgencia.

-Está lleno de buenas inclinaciones, se deja in-fluir, pero no tiene ni bastante razón ni la vo-luntad suficiente para dominar sus deseos. Esun hombre sin cultura; un conjunto de ideas yde cosas que están por encima de él; y, a pesar

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de eso, se lanza más allá. Por ejemplo, le marti-llea a uno los oídos con declaraciones de estaíndole: «Soy príncípe y desciendo de Rurik.Pero, ¿por qué no habría de ser ayudante dezapatero, si tengo necesidad de ganarme la viday si soy incapaz de hacer otra cosa? Llevaríacomo insignia: príncipe fulano de tal, zapatero.¿Qué cosa podía haber más noble?» Lo dice y escapaz de hacerlo, y eso es lo grave. Ahora bien,lo cierto es que no es en absoluto por convic-ción, sino simplemente por ligereza de espíritua impresionabilidad. En seguida llega fatalmen-te el arrepentimiento, y entonces está siempredispuesto a algún extremismo absolutamentecontrario. Y ésa es toda su vida. En nuestraépoca, hay muchos hombres que se ven arras-trados así a un callejón sin salida, únicamenteporque han nacido en nuestra época.

Aquello me dejó pensativo.-¿Es verdad que en cierta ocasión fue expul-

sado del regimiento? - pregunté.

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-Ignoro si fue expulsado, pero el caso es quedejó su regimiento después de algunas desave-nencias. Usted no ignora que, en el otoño pasa-do, estando ya retirado, pasó dos o tres mesesen Luga.

-¿Yo? Lo único que sé es que por aquel enton-ces estaba usted en Luga.

-Sí, residí allí algún tiempo. El príncipe co-nocíá también a Isabel Makarovna.

-¿Sí? No sabía nada. Bien es verdad que hehablado muy poco con mi hermana... Pero ¿lehan llegado a recibir en casa de mi madre?-exclamé.

-¡Oh, no! Fue un conocimiento muy superfi-cial, por medio de una tercera persona.

-Sí, eso encaja con lo que me ha dicho mihermana sobre la criatura. Porque la niña tam-bién estuvo en Luga, ¿no?

Durante algún tiempo.-¿Y dónde está ahora?

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-Seguramente en Petersburgo.-No creeré jamás - exclamé muy turbado - que

mi madre haya tenido algo que ver con estahistoria, con esa Lidia.

-En esa historia, aparte de todas esas intrigas,que yo no trato de analizar, el papel de Versilovno tuvo en el fondo nada de execrable - observóVassine con una sonrisa indulgente -. Creo quetenía ganas de hablar conmigo de eso, pero élno quería darlo a entender.

-Nunca, nunca creeré que una mujer - ex-clamó de nuevo - haya podido ceder su maridoa otra mujer. No, es una cosa que no creerénunca... ¡Lo repito, mi madre no ha intervenidoen una historia así!

-Me parece sin embargo que ella no mostróoposición alguna.

-En su lugar, por simple orgullo, yo habríahecho otro tanto.

-Por mi parte, me niego completamente a juz-gar - concluyó Vassine.

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En efecto. Vassine, con toda su inteligencia,no comprendía nada de las mujeres, tanto quetodo un ciclo de idea y de fenómenos le queda-ba completamente desconocido. Me callé. Vas-sine trabajaba provisionalmente en una socie-dad anónima y yo sabía que se llevaba trabajo acasa. En respuesta a mis preguntas apremian-tes, confesó que tenía en efecto algunas cuentasque hacer, y le rogué calurosamente que no sepreocupase por mí. Aquello creo que le agradó;pero, antes de sentarse a su mesa escritorio,quiso hacerme la cama en el diván. Al principiopretendió cederme la suya, pero como me ne-gué, creo que también eso le agradó. Buscó encasa de la patrona una almohada y una manta;se mostró extremadamente amable y cortés,pero a mí me desagradaba un poco verle mo-lestarse por mí. Me había encontrado más a misanchas, tres semanas antes, cuando pasé la no-che por casualidad en casa de Efim, en Peters-burgskaia storona. También él me había hechola cama en el divan ocultándose de su tía, su-

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poniendo, no sé por qué, que a ella le disgustar-ía enterarse de que los camaradas venían adormir a su casa. Nos habíamos reído mucho,habíamos tendido una camisa a modo de sába-na y enrollado un abrigo por almohada. Meacuerdo de que Zvieriev, una vez todo termi-nado, dio en el divan una palmadita afectuosay dijo:

-Vous dormirez comme un petit roi.Y aquella alegría estúpida, y aquella frase

francesa, que tan incongruente resultaba en suslabios, tuvieron por resultado que pasase encasa de aquel bufón una noche excelente. Encuanto a Vassine, me sentí encantado cuando,por fin, se sentó a la mesa y me volvió la espal-da. Me tendí en el divan y, mirando a su espal-da, reflexioné largamente en muchas cosas.

IIIHabía en qué reflexionar. Mi alma estaba tur-

bada, no había nada compacto; pero algunas

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sensaciones sobresalían, aunque ninguna con-siguiese arrastrarme completamente tras ella,en vista de su abundancia. Todo espejeaba, porasí decirlo, sin vínculo ni sucesión, y yo mismono quería detenerme en nada ni establecerningún orden. Incluso el recuerdo de Kraft re-trocedió insensiblemente al segundo plano. Loque me turbaba más era mi propia situación, elhecho de que ahora yo había «roto», que teníaallí mi maleta, que no estaba en casa, que co-menzaba una vida completamente nueva. Eracomo si, hasta aquel día, todas mis intencionesy mis preparativos hubiesen sido cosa de bro-ma y como si «ahora, de improviso, y sobretodo súbitamente, todo empezase de verdad» .Aquella idea me animaba y, a pesar de la turba-ción que sentía por muchas razones, me alegra-ba. Pero... pero había otras sensaciones; una deellas en particular tenía gran deseo de ponerseal frente y de conquistar mi alma y, cosa extra-ña, aquella sensación me animaba también; meimpulsaba, por lo visto, a algo alocadamente

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gozoso. Sin embargo, aquello había comenzadopor el miedo; yo tenía miedo desde hacía tiem-po, desde hacía mucho tiempo, de haber dichodemasiado a Akhmakova, en mi indignación yen mi sorpresa, a propósito del documento. «Sí,he dicho demasiado - pensaba yo -; seguramen-te ellas habrán adivinado algo... ¡Qué desgracia!Desde luego no me dejarán en paz, si se les ocu-rre la menor sospecha. En fin, tal vez no meencuentren. Me ocultaré. Pero ¿y si se ponen abuscarme?...» Entonces me volví a ver, hasta enlos menores detalles y con un placer creciente,frente a Catalina Nicolaievna, volví a ver susojos audaces, pero terriblemente asombrados,mirándome con fijeza cara a cara. Al partir lahabía dejado en aquel asombro; «sin embargosus ojos no son absolutamente negros... sólo laspestañas son muy negras, y eso es to que hacelos ojos tan sombríos.. . »

Y de repente, me acuerdo muy bien, aquel re-cuerdo me inspiró un terrible disgusto... despe-cho, náusea por ella y por mí. Me hacía a mí

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mismo no sabía qué reproches, trataba de pen-sar en otra cosa. «¿Por qué no siento la menorindignación contra Versilov en cuanto a la his-toria esa con la vecina?», pensé de pronto. Pormi parte estaba firmemente persuadido de quese había puesto en plan de conquistador, y deque había venido únicamente para divertirse,pero en el fondo aquello no me indignaba. Meparecía incluso que era imposible figurárselo deotra manera y en vano the alegraba de que lohubieran avergonzado; yo no lo acusaba. Noera eso to que me importaba; era que me habíamirado con tanto odio cuando había entrado yocon la vecina; jamás había tenido él una miradaasí. «¡Por fin, también él me ha tomado en se-rio!», pensé latiéndome fuertemente el corazón.¡Oh, si yo no lo quisiese, no me alegraría tantopor su odio!

Al final me cogió el sueño y me dormí com-pletamente. Como a través de un sueño, vuelvoa ver a Vassine que, acabado su trabajo, ponecuidadosamente todo en orden y, después de

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haber mirado fijamente mi diván, se desnuda yapaga la bujía. Era más de medianoche.

IVDos horas más tarde, algo más, exactamente,

me desperté sobresaltado y me senté en midiván. Detrás de la puerta, en casa de los veci-nos, había gritos horribles, llantos y aullidos.Nuestra puerta estaba abierta de par en par y,en el pasillo, ya iluminado, la gente gritaba ycorría. Quise llamar a Vassine, pero adiviné.bien pronto que no estaba ya en su lecho. Nosabiendo dónde encontrar las cerillas, cogí atientas mis vestidos y me vestí a prisa en la os-curidad. La patrona, y todos los inquilinosquizá, parecían haberse dado cita en casa de losvecinos. Los aullidos provenían en suma de unasola voz, la de la vecina de edad, y la joven deayer, de la que me acordaba muy bien, estabacompletamente silenciosa. Ésa fue la primeraobservación que me atravesó el espíritu. No

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estaba vestido del todo cuando entró Vassineprecipitadamente. En un instante, con manohabituada a hacerlo, encontró las cerillas yalumbró la habitación. Estaba recién levantado,en camisón de dormir y en babuchas y comenzóen seguida a vestirse.

-¿Qué ha pasado? - le grité.-¡Una historia muy desagradable y muy eno-

josa! - respondió casi encolerizado -. Esa joven-cita de la que usted me ha hablado se ha ahor-cado en su habitación.

Lancé un grito. ¡No sabría decir hasta quépunto mi alma fue herida por el dolor! Corri-mos al pasillo. No me atrevía, lo confieso, aentrar en casa de los vecinos. Entoces vi a ladesgraciada, ya descolgada, a cierta distancia.Estaba cubierta por un paño, por abajo apunta-ban las dos estrechas suelas de sus zapatos. Nomiré su rostro. La madre estaba en un estadoespantoso; estaba con ella nuestra patrona, muypoco espantada por cierto. Todos los inquilinos

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estaban apiñados. No eran numerosos; sola-mente un viejo marino, siempre gruñón y exi-gente y que sin embargo hoy se mantenía per-fectamente tranquilo, algunos nuevos llegadosde la provincia de Tver, un anciano y una an-ciana, marido y mujer, personas bastante vene-rables y que eran funcionarios. No describiré elresto de aquella noche, las idas y venidas, lasvisitas oficiales; hasta romper el día, estuveagitado literalmente por un pequeño temblorrápido y consideré deber mío no acostarme,aunque no tenía nada que hacer. Todo el mun-do por cierto tenía una cara extremadamentedespierta, incluso alegre. Vassine fue a dar unrecado, no sé adónde. La patrona se mostró mu-jer bastante estimable, más de lo que yo pensa-ba. La convencí (y me honro de ello) de que nose debía dejar a la madre tan sola con el cadáverde su hija, y de que debía, al menos hasta el díasiguiente, llevársela a su habitación. Consintió yla madre, aunque se resistió, debatiéndose yllorando y negándose a abandonar el cadáver,

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se trasladó sin embargo a casa de la patrona,que en seguida se puso a encender el samovar.Tras de lo cual los inquilinos se dispersaron porsus habitaciones y se cerraron con llave. Pero yono quise a ningún precio volverme a acostar ypermanecí mucho tiempo en casa de la patrona,que se alegraba de tener allí a un extraño capazademás de contarle cosas a propósito del asun-to. El samovar fue bien venido, ya que gene-ralmente el samovar es la cosa más indispensa-ble en Rusia en todas las catástrofes y todas lasdesgracias, sobre todo las más espantosas, lasmás súbitas y más excéntricas; la misma madrebebió dos tazas de té, naturalmente después detoda clase de súplicas y casi a la fuerza. Y sinembargo, hablando sinceramente, no he vistojamás desesperación más cruel y más franca.Después de los primeros sollozos y de los gritoshistéricos, comenzó a hablar incluso muy a gus-to, y escuché ávidamente su relato. Hay desgra-ciados, sobre todo entre las mujeres, que necesi-tan en casos análogos hablar to más posible.

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Hay además caracteres tan trabajados, por asídecirlo, por la desgracia, tan probados a todo lolargo de sus vidas, tan abrumados por las penasde todas clases, grandes y pequeñas, que nadales asombra ya, ni las catástrofes súbitas, e, in-cluso enfrente del cadáver del ser más querido,no olvidarán jamás una sola de las reglas, tandolorosamente aprendidas, del arte de conci-liarse la benevolencia. No condeno; no es niegoísmo vulgar ni educación grosera; se encon-trará tal vez en esos corazones más oro que enlas heroínas de muy noble apariencia, pero lalarga costumbre de la humillación, el instintode la conservación, aprensiones perpetuas yuna larga opresión, las rebajan al fin. En eso, lapobre suicida no se parecía a su madre. Pero derostro eran muy parecidas, aunque la muertafuera positivamente bella. La madre no era aúnvieja, en los alrededores de la cincuentena;también era rubia, pero con los ojos hundidos ylas mejillas huecas y grandes dientes amarillosy desiguales. Todo en ella era un poco amari-

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llento: la piel de la cara y de las manos recorda-ban el pergamino; la bata, de co!or oscuro, hab-ía también amarilleado por la vejez y la uña delíndice de su mano derecha, no sé por qué, esta-ba cuidadosamente recubierto de cera amarilla.

El relato de la pobre mujer carecía a veces deilación. Contaré lo que he comprendido y aque-llo de lo que me acuerdo.

VEllas habían venido de Moscú. Ella era viuda

desde hacía mucho tiempo, «pero viuda deconsejero áulico». Su marido había sido funcio-nario y no le había dejado casi nada, «salvodoscientos rublos de pensión, pero, ¿qué sondoscientos rublos?» Ella había sin embargoeducado a Olia, la había mandado al instituto...« ¡Y qué bien aprendía, qué bien aprendía! Hab-ía recibido a su salida la medalla de plata...»(Aquí, naturalmente, largos llantos.) Su maridohabía perdido en casa de un comerciante de

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Petersburgo un capitalito de cerca de cuatro milrublos. Súbitamente ese comerciante había re-hecho su fortuna.

-Tengo papeles, he visto a abogados, me handicho: «Reclame, y seguramente cobrará toda lasuma...» Es lo que hice, el comerciante semostró tratable: « Vaya usted misma», me dije-ron. Hemos hecho nuestras maletas, Olia y yo,y henos aquí desde hace ya un mes. Tenemosalgunos recursos; hemos alquilado esta habita-ción porque es la más pequeña de todas, peroen una casa bien, nosotras mismas lo vemos, ypara nosotras eso es lo que cuenta sobre todo:mujeres como nosotras, sin experiencia, todo elmundo podría hacernos daño. Mire, se le hapagado a usted el mes, bien que mal, y es quePetersburgo cuesta mucho. Y nuestro comer-ciante que se niega a pagar: «No la conozco yno quiero conocerla», y mis papeles que noestán en orden, bien lo veo yo misma. Me acon-sejan ir a ver a un abogado célebre; ha sido pro-fesor, no es un simple abogado, sino un jurista,

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de forma que debe decir seguramente to quehay que hacer. He ido a llevarle nuestros últi-mos quince rublos; ¡y bien!, se ha mostrado talcomo es, y no me ha escuchado ni tres minutos:«Veo de qué se trata -ha dicho -, lo sé. Si quiere,pagará; si no quiere, no pagará. Si intenta ustedun proceso, puede tener que pagar los gastos.Lo mejor es obrar amistosamente.» Incluso habromeado con el Evangelio: «Haz la paz mien-tras estás en camino, antes de pagar lo últimoas.» Me ha acompañado a la puerta riendo.¡Quince rublos perdidos! Encuentro de nuevo aOlia, nos quedamos la una frente a la otra, ylloro... Ella no llora, se queda igual, orgullosa,indignada. Y así ha sido siempre toda su vida,incluso de pequeñita, nada de ¡oh! ni de ¡ah!,nada de lágrimas, se quedaba con los ojos seve-ros, yo sentía hasta frío en la espalda al mirarla.Lo creerán ustedes si quieren; yo tenía miedode ella, miedo de verdad desde hace muchotiempo; a veces tenía ganas de quejarme, perono me atrevía delante de ella. Volví a casa del

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comerciante una última vez, prorrumpí enlágrimas: «Bueno», dijo sin escuchar más. Debodecirles que, como no contábamos quedarnostanto tiempo, estamos sin dinero. He vendidoalguna ropa. La llevamos al Monte de Piedad yvivimos de ella. Todo se había ido ya. Entoncesella me ha dado su última camisa y yo he verti-do una lágrima amarga. Ha golpeado con elpie, ha corrido ella misma a casa del comercian-te. Es una viuda; le ha hablado así: «Venga ma-ñana a las cinco, quizá tenga algo que decirle.»Ella ha vuelto contenta: «He aquí que ha dichoque tendrá algo que decirme.» Yo también esta-ba contenta, sólo que algo me oprimía el co-razón: ¡va a pasar algo!, me decía, pero no teníavalor para hacerla hablar. A los dos días, vuelvede casa del comerciante, pálida, toda tembloro-sa, y se tira al lecho: yo había comprendido to-do, no me atrevía ni a preguntarle. Bueno, ¿quées lo que creen ustedes?: ha sacado quince ru-blos, el bandido: «Y si te encuentro virgen - leha dicho -, añadiré todavía cuarenta más.» Le

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ha dicho eso cara a cara, sin ruborizarse: Ento-ces ella se ha lanzado contra él, según me contó,pero él la ha rechazado con el pie y se ha ence-rrado con llave en otra habitación. Sin embargo,se lo confieso a ustedes, sobre mi conciencia, noteníamos casi nada que comer. Hemos cogidoun bolero forrado de liebre y lo hemos vendido.En seguida ella ha ido al periódico y ha puestoun anuncio: Preparo para todas las ciencias ypara la aritmética. «Me pagarán bien treintacopeques», me decía. Y al verla, yo, su madre,hasta rne espantaba. Ella no me decía nada, sequedaba sentada horas enteras a la ventana,para mirar el tejado de la casa de enfrente, lue-go lanzaba un grito:

»-Iré a lavar la ropa, iré a cavar si hace falta.»Una palabra así y después golpeaba con el

pie en el suelo. Y es que no tenemos amigosaquí, nadie a quien se pueda ir a buscar. ¿Enqué vamos a parar? Y yo tengo siempre miedode hablar con ella. Duerme en pléno día, depronto se despierta, abre los ojos y me mira. Yo

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estoy sentada sobre el cofre y la miro también.Se levanta sin decir nada, se acerca a mí, mebesa fuerte, fuerte, y las dos no aguantamosmás, lloramos así y nos acobardamos la una porla otra. Era la primera vez que le sucedía eso ensu vida. Estábamos así una y otra, cuando heaquí a vuestro Nastassia que entra y dice:

»-Hay una señora que pregunta por usted.»Era hace cuatro días. Ella entra, la señora

esa: muy bien vestida, hablando ruso, pero conuna especie de acento alemán.

»-¿Ha insertado usted, un anuncio en elperiódico? ¿Da usted lecciones?

»La hemos festejado, hemos hecho que se sen-tara, reía amablemente:

»-No es para mí, es para mi sobrina, que tienehijos pequeños; venga a vernos, si quiere, y nospondremos. de acuerdo.

»Ha dado su dirección: Voznessenski,número tal, partido tal. Y luego se ha mar-chado. Mi peqtieña Olio Ira ido allí, ha corri-

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do allí el mismo día. ¡Y bien!, ha vuelto doshoras después en plena histeria. Me ha con-tado en seguida:

-Le pregunto al dvornik: "¿Dónde está el apar-tamiento número tal?" El dvornik me mira: "¿Yqué es lo que necesita en ese apartamiento?"Dijo eso en forma extraña, tanto que se podía yadudar algo.

Pero ella era tan orgullosa, tan impaciente,que no sufría las preguntas ni las groserías.

-Bueno, vaya -dijo el otro indicándole con eldedo la escalera.

»Le volvió la espalda y se metió en su cuarti-to. ¿Qué creen ustedes que pasó? Entra, pre-gunta y pronto acuden mujeres de todas partes.

»-¡Entre! ¡Entre! .»Todas se precipitan riendo, cubiertas de jo-

yas falsas, se toca el piano, la arrastran.»-Yo quería huir, pero ellas no me dejaban.

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» Ha cogido miedo, sus piernas no la sostie-nen; las otras no la soltaban, sino que le habla-ban suavemente, tiernamente, la animaban; sedescorchó una botella de Oporto, querían com-placerla. Entonces ella se revolvió, lanzó inju-rias, toda temblorosa:

»-¡Dejadme! ¡Dejadme!»Se arrojó contra la puerta, la sujetaron, ella

gritaba. Entonces saltó la otra, la que había ve-nido a casa, le dio a Olia dos bofetadas y la echófuera.

» -No vales la pena, basura, no mereces habi-tar en una casa decente.

»Y otra le gritó en la escalera:»-¡Eres tú misma quien ha venido a ofrecerse,

porque no tienes nada que comer en tu casa; deotra forma, con esa jeta, no te habríamos ni mi-rado.

»Toda esa noche la pasó con fiebre y delirio.Por la mañana sus ojos brillaban. Se levanta:

»-Voy a querellarme.

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»Yo no digo nada, pero pienso para mí:¿cómo querellarse? No hay pruebas. Se paseade arriba abajo, se retuerce las manos, laslágrimas le corren por las mejillas; pero aprietalos labios, inmóvil. Desde ese momento, todo elrostro se le ha ennegrecido, hasta el último ins-tante. Dos días después se encontraba mejor, sela habría creído calmada. Entonces es cuandoha venido, a las cuatro de la tarde, el señor Ver-silov.

»Pues bien, lo diré francamente: no puedo to-davía comprender cómo Olia, tan desconfiada,ha podido escucharlo ni siquiera la primerapalabra. Lo que nos atraía a las dos era su aireserio, hasta severo, su forma de hablar dulce,tan educada, hasta respetuosa, y sin embargono se veía en él halago alguno: se veía que esoprocedía de su buen corazón:

»--He leído su anuncio en el periódico. No loha redactado exactamente como es precisohacerlo, y eso podría hasta perjudicarla.

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»Luego le ha explicado algo, no he compren-dido bien, a propósito de la aritmética. Sólo hevisto que Olia enrojecía (¡debe de ser un hom-bre muy inteligente! ). Oí incluso que ella ledaba las gracias. Él le ha hecho preguntas, seveía que habitaba en Moscú desde hacía muchotiempo, conocía personalmente a una directorade instituto.

»-La encontraré lecciones - dijo -, porque co-nozco a mucha gente aquí, puedo hasta pregun-tar a personas muy influyentes, a incluso si us-ted quiere una plaza permanente, se puede es-tar a la vista... Mientras tanto, perdóneme unapregunta directa: ¿En qué puedo ahora serleútil? No será usted quien tendrá que estarmeagradecida, es usted, al contrario, quien mecausará un placer si me permite hacerle un pe-queño servicio. Me lo devolverá, si quiere, encuanto haya usted obtenido una plaza. Para mí,créame bajo mí palabra de honor, si yo cayeraun día en el estado en que está usted, y usted,por lo contrario, se hubiera hecho rica, ¡bien!,

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no tendría vergüenza de pedirle ayuda, le en-viaría a mi mujer y a mi hija...

»No les diré todas sus palabras, desde luego,sólo que derramé una lágrima al ver los labiosde Olia temblar de reconocimiento. Ella le res-pondió así:

»--Si acepto es porque tengo confianza en unhombre leal y humano que podría ser mi padre.

»Lo ha dicho así de bien, tan brevemente, tannoblemente: « ¡un hombre humano! » Él se le-vanta en seguida:

»-Nada de eso, nada de eso; le encontraré lec-ciones y una plaza, me ocuparé hoy mismo,tanto más cuanto que tiene usted títulos porcompleto suficientes...

»Pero yo había olvidado decirles que, en se-guida, al entrar, él había examinado los diplo-mas de ella del instituto, y la interrogó sobretoda clase de temas.

»-¡Cómo me ha preguntado! - me ha dicho enseguida Olia-. ¡Qué inteligente es!, ¡qué agrada-

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ble resulta hablar con un hombre tan culto, taninstruido... !

»Estaba toda resplandeciente de alegría. Hab-ía sesenta rublos sobre la mesa:

»-Recójalos - me dijo ella -; tendremos unaplaza, los devolveremos lo antes posible, proba-remos que somos personas honradas, puestoque, en cuanto a ser delicadas, él ha visto yaque lo somos. - En seguida se ha callado, yoveía que respiraba profundamente -. Si fuéra-mos gentes groseras, no habríamos tal vez acep-tado, por orgullo, pero al aceptar, hemos mos-trado así nuestra delicadeza, hemos demostra-do que tenemos confianza en él, un hombrerespetable de cabellos blancos, ¿no es verdad?

»Al principio no he comprendido y he dicho:»-¿Y por qué, Olia, no aceptar un favor de un

hombre noble y rico, si además tiene buen co-razón?

»Ella frunció las cejas.

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»-No, mamá, no es eso, no es de favor de loque se trata, sino de humanidad. En cuanto a lodel dinero, habría quizá valido más no tomarlo:puesto que ha prometido encontrarme una pla-za, eso bastaba... aunque tengamos mucha ne-cesidad de él.

»Y yo:»-Vamos, Olia, estamos en una situación co-

mo para no rehusar - y hasta me he reído aldecir eso.

»Yo estaba contenta por mi parte, sólo que,una hora despues, ella vuelve al tema:

»-Espere un poco, mamá, antes de gastar esedinero -dijo en tono categórico.

»-¿Cómo? - dije.»-¡Sí, aguarde! - y no dijo nada más.»Toda la tarde ha permanecido silenciosa;

sólo a la noche, a las dos de la madrugada, medespierto y oigo a Olia revolverse en la cama:

»-Mamá, ¿no duerme?

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»-No.»-¿Sabe usted?, ha querido ofenderme.»-¿Qué estás diciendo?»-Seguramente, seguramente, y sobre todo no

gaste un solo copec de su dinero.»Yo iba a responderle, comenzaba incluso a

llorar en mi cama, pero ella se volvió de cara ala pared diciendo:

»-¡No me responda, déjeme dormir!»Por la mañana la miro y no la reconozco; lo

creerán ustedes o no lo creerán, pero les jurodelante de Dios, ¡ella había perdido ya la razón!Desde que se la había tratado así en aquellacasa infame, su corazón no estaba en su sitio, ysu razón tampoco... La miro, esa mañana, y nosé qué pensar; tengo miedo; me digo: no hayque contradecirla. Me pregunta:

»--Mamá, ¿no ha dejado su dirección?

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»-Estás equivocada, Olia; le oíste hablar ayer,has hecho su elogio, en seguida has estado dis-puesta a llorar lágrimas de reconocimiento.

»No le he dicho nada más, pero ella lanza gri-tos, patea:

»-Usted no tiene más que sentimientos bajos,se ve bien ahí, ¡la vieja educación de la esclavi-tud...!

»-¿Qué es lo que no me ha dicho...? Coge susombrero, se escapa, y le grito en la escalera.Me digo: « ¿qué es lo que tiene?, ¿a dóndehuye?» Había ido a la oficina de direcciones,para saber dónde habitaba el señor Versilov. Alvolver, me dijo:

»-Hoy mismo voy a devolverle su dinero, selo tiraré a la cara; ha querido ofenderme, lomismo que Safronov (era nuestro comerciante),sólo que Safronov lo ha hecho como rudo mu-jik, y éste como astuto hipócrita.

»Exactamente en ese mismo momento, llamaa la puerta ese señor de ayer:

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»-Oigo. que se habla de Versilov; puedo darosnoticias de Versilov.

»Al oír ese nombre de Versilov, ella se lanzasobre él, completamente furiosa: se pone ahablar. Yo la miraba y no creía en mis ojos: ¡ella,tan silenciosa! Jamás había hablado de aquellaforma, y muchísimo menos a un desconocido.Sus mejillas estaban rojas, sus ojos brillantes... yél:

»-Tiene usted toda la razón. Versilov es exac-tamente como esos generales que se describenen los periódicos; el general se coloca todas suscondecoraciones y recorre todas las amas dellave que insertan anuncios en los periódicos,acude y encuentra lo que le hace falta; si no loencuentra, se queda a charlar, promete monta-ñas y maravillas y se vuelve, y es por lo menosuna distracción que se ha procurado.

»Hasta Olia estalla en risotadas, pero es unaespecie de risa malvada. Ese señor la coge porla mano y se lleva esa mano a su corazón:

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»-Yo mismo tengo cierto capital que podríasiempre ofrecer a una bella, pero comienzo porbesar esta gentil manecita...

»Y veo que la atrae para besarla. Ella salta, yyo con ella esta vez, y entre las dos lo ponemosen la puerta. Por la tarde Olia recoge el dinero,se va corriendo y vuelve diciendo:

»-¡Mamá, me he vengado de ese grosero!»-¡Ah, mi pequeña Olia, tal vez es a nuestra

fortuna a lo que hemos expulsado, has ofendidoquizás a un hombre noble y bienhechor!

»Lloro de despecho; no podía aguantar más.Entonces ella me grita:

»-¡No quiero, no quiero! ¡Aunque fuera elhombre más honrado del mundo, no quiero suslimosnas! ¡No quiero que se tenga piedad demí!

»Me acuesto sin una idea en el cerebro.¡Cuántas veces lo he mirado, he mirado eseclavo que tiene usted en la pared, que ha que-dado de algún espejo!; ¡pues bien!, no sospeché

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nada, ni ayer, ni antes, no adivinaba nada, ysobre todo no me esperaba eso de mi Olia.Duermo como de costumbre, a puños cerrados,ronco, es la sangre que se me sube a la cabeza.Otras veces me baja al corazón, y grito en elsueño; entonces Olia me despierta en la noche:

»-¿Qué significa eso, mamá? Duerme tan pro-fundamente que no se consigue despertarlacuando hace falta.

»-¡Ah, sí!, mi pequeña Olia, duermo muy pro-fundamente, muy profundamente.

»Por lo que hay que creer que yo roncaba asíayer. Es lo que ella esperaba: entonces se halevantado sin temor. Había allí una correa demaleta, una larga correa que se arrastraba todosestos meses, bien a la vista. Todavía ayer ma-ñana, yo me decía:

»-Habrá que arreglarla, que no se arrastre deesa forma.

»En seguida, sin duda, ha empujado la cajacon el pie; para que no hiciese ruido, había

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puesto su camisa por debajo. Y, sin duda, medesperté mucho tiempo después, una hora lar-ga o más. Llamo:

»-¡Olía, Olia!»Tuve de pronto una especie de visión para

llamarla así. O bien era que no oía su respira-ción en la cama o bien distinguía en la oscuri-dad que su lecho parecía estar vacío. El caso esque me levanté de repente y alargo el brazo:¡nadie en la cama, la almohada está fría! Enton-ces mi corazón se agita, estoy como sin conoci-miento, mi razón se turba. «Ha debido salir» ,me digo. Doy un paso y luego, cerca de la cama,en el rincón, delante de la puerta, me pareceverla de pie. La miro sin decir nada y ella tam-bién, en la oscuridad, me mira sin hacer un mo-vimiento... Pero, ¿por qué está de pie encima dela silla? Digo muy bajito:

»-Olia, tengo miedo. Olia, ¿me oyes?Entonces de pronto todo se aclara, doy un pa-

so, me lanzo con los brazos por delante sobre

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ella, la abrazo, y ella, ella se balancea entre mismanos, la agarro y continúa balanceándose.Entonces lo comprendo todo, y no quiero com-prender... Quiero gritar, el grito no viene... ¡Ah!,¡cuánto pienso! Caigo al suelo y entonces gri-to....

-Vassine - dije al llegar la mañana, entre cincoy seis -, sin su Stebelkov, todo esto no habría talvez sucedido.

-¿Quién sabe? Seguramente habría sucedido.No está permitido juzgar así; todo estaba yapreparado... Es cierto que a veces este Stebel-kov...

No terminó y frunció desagradablemente lascejas. A eso de las seis se marchó; siempre esta-ba marchándose. Al fin, me quedé solo. Era dedía. La cabeza me daba vueltas ligeramente. Laimagen de Versilov me vino a la memoria: elrelato de aquella señora lo mostraba bajo otraluz. Para reflexionar más cómodamente meestiré en la cama de Vassine, tal como estaba,

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vestido y calzado, sin la menor intención dedormir, y de pronto me quedé dormido, norecuerdo ni cómo pasó, Dormí cerca de cuatrohoras; nadie me despertó.

CAPÍTULO XI

Me desperté a las diez y media y durante mu-cho tiempo no creí en mis ojos: sobre el divándonde había dormido la víspera, estaba sentadami madre, y al lado de ella la infortunada veci-na, la madre de la suicida. Las dos estaban co-gidas de la mano y conversaban en voz baja, sinduda para no despertarme, y las dos lloraban.Me levanté y me precipité a abrazar a mi ma-dre. Toda radiante, me besó y me hizo tres ve-ces la señal de la cruz con la mano derecha. Nohabíamos pronunciado ni una palabra, cuandola puerta se abrió: Versilov y Vassine entraron.Mi madre inmediatamente se levantó, lleván-dose a la vecina. Vassine me tendió la mano;

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Versilov no me dijo una palabra y se dejó caeren la butaca. Mi madre y él estaban allí segu-ramente desde hacía algún tiempo. Su rostroestaba tenso y preocupado.

-Lo que más lamento - le explicaba lentamen-te a Vassine, continuando sin duda la conversa-ción comenzada - es no haber podido arreglartodo eso ayer tarde. ¡Esta terrible historia nohabría sucedido sin duda! Apenas ella se es-capó de mi casa, decidí por mi parte seguirlahasta aquí y sacarla de su error, pero ese asuntoimprevisto y urgente, que además habría podi-do muy bien aplazar hasta hoy... a incluso du-rante una semana, ese lamentable asunto haimpedido todo y todo lo ha estropeado. ¡Lascosas que pasan!

-Tal vez no hubiera usted conseguido con-vencerla. Aparte de usted, había ya mucho ren-cor acumulado - observó incidentalmente ~Vassine.

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-No, yo habría triunfado. Seguramente habríatriunfado. Tenía incluso una idea en la cabeza,enviar en mi lugar a Sofía Andreievna. La ideame atravesó el espíritu, pero no hizo más queatravesarlo. Sofía Andreievna habría triunfadoy la desgraciada estaría todavía viva. No, jamásme meteré... en «buenas acciones...» ¡Para unavez que me he metido! ¡Y yo que pensaba queera aún de mi tiempo, y que comprendía a lajuventud moderna! Sí, vuestros viejos cerebroshan envejecido ya antes de madurar. A propósi-to, hay una cantidad espantosa de hombresque, por costumbre, continúan considerándosede la joven generación porque todavía ayer loeran, y no se dan cuenta de que están ya para elarrastre.

-Aquí ha habido un equívoco, una confusióndemasiado evidente - observó Vassine atina-damente -. Su madre dice que después de laterrible ofensa de la casa pública ella había algoasí como perdido la razón. Añada a eso las de-más circunstancias, la primera ofensa del co-

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merciante... todo habría podido producirse enotros tiempos exactamente de la misma forma yno caracteriza en absoluto, según yo, a la ju-ventud de hoy.

-Es más bien impaciente la juventud de hoy,sin hablar, claro es, de esa mediocre compren-sión de la realidad que es propia sin duda de lajuventud de todos los tiempos, pero más aún dela juventud de hoy... Dígame, ¿y qué ha pintadoen esto el señor Stebelkov?

-El señor Stebelkov es la causa de todo. - Erayo el que intervenía en la conversación -. Sin él,no habría sucedido nada; ha echado aceite alfuego.

Versilov escuchó, pero no me miró. Vassinehizo una mueca de desagrado.

-Me reprocho también una circunstancia ridí-cula - continuó Versilov sin apresurarse y arras-trando las palabras -. Me parece que, de acuer-do con mi mala costumbre, me he permitidocon ella una especie de alegría, una risita ligera,

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en una palabra, no he sido bastante cortante,seco y sombrío, tres cualidades que, según creo,son también muy apreciadas por nuestra jovengeneración... En una palabra, le he dado motivopara tomarme por un Céladon ambulante.

-Todo lo contrario -interrumpí de nuevo vio-lentamente -, la madre asegura que usted haproducido una excelente impresión precisa-mente por su seriedad, incluso su severidad, susinceridad. Éstas son sus mismas palabras. Ladifunta, poco después de marcharse usted, hahecho su elogio precisamente en ese sentido.

-¿Si...í?-balbució Versilov, lanzándome al finuna mirada furtiva -. Tome, pues, ese papel, esindispensable para el caso -..- dijo, tendiendoun trocito minúsculo de papel a Vassine.

Vassine lo cogió, y, viendo que yo miraba concuriosidad, me lo dio a leer. Era una nota, doslíneas irregulares garrapateadas con lápiz yprobablemente en la oscuridad:

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«Mamá, mi querida mamá, perdóneme porhaber fracasado en el comienzo de mi vida. SuOlia que le ha causado dolor.»

-Se ha encontrado esta mañana - explicó Vas-sine.

-¡Qué billete tan singular! - exclamé, asom-brado.

-¿En qué es singular? - preguntó Vassine.-¿Es que se puede, en un instante como ése,

escribir en ese estilo humorístico?Vassine me miró con aire inquisitivo.-Este humor es singular - continué -, es jerga

escolar... Y bien, ¿quién, pues, en un momentoasí y en una nota a su infortunada madre, a sumadre a quien ella amaba, se ve bien claro,puede escribir: «por haber fracasado en el co-mienzo de mi vida»?

-¿Y por qué no? - Vassine continuaba sincomprender.

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-Aquí no hay el más mínimo humor - observóal fin Versilov -. La expresión sin duda es im-propia, chirría, ha podido nacer en efecto dealguna jerga escolar o de cualquier germanía,como tú has dicho, o bien hasta puede provenirde cualquier novela de folletín, pero la difunta,al emplearla, no ha observado seguramente queno encajaba en el tono y, créame, la ha emplea-do en esa terrible nota con completa inocencia yseriedad.

-Eso es imposible; ella terminó sus estudios ysalió con la medalla de plata.

-La medalla de plata no tiene nada que ver.En nuestros tiempos, hay muchos que terminansus estudios de esa forma.

-¿Incluso la juventud? -- sonrió Vassine.-De ninguna manera - le respondió Versilov

levantándose y cogiendo su sombrero -. Si lageneración actual es menos literaria, posee sinninguna duda... otros méritos - añadíó con unaseriedad desacostumbrada -. Además, «mucho»

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no es «todo». Usted, por ejemplo, yo no le acu-saré de poseer un acervo literario insuficiente, ysin embargo usted es un hombre joven todavía.

--¡Pero Vassine no ha encontrado nada de ma-lo en ese «fracasado en el comienzo»! - hice no-tar sin poder contenerme.

Versilov le tendió silenciosamente la mano aVassine. Éste cogió también su gorra para salircon él y me gritó:

-¡Hasta la vista!Versilov salió sin prestarme atención. Yo

tampoco tenía tiempo que perder: ¡era preciso atodo precio correr en busca de un alojamiento,ahora más que nunca! Mi madre no estaba yaallí, había salido, llevándose a la vecina. Meencontré en la calle de un humor excelente...Una sensación nueva e inmensa nacía en mialma. Además, como por azar, todo me salióbien: encontré extraordinariamente pronto unalojamiento perfectamente conveniente; volveré

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a hablar después de él, por ahora terminemoscon lo esencial.

Era poco más de la una cuando volví a casade Vassine para recoger mi maleta. Lo encontréprecisamente en casa. Al verme gritó con airegozoso y sincero:

-¡Cuánto me alegra que me haya encontrado!¡Iba a salir! Tengo que comunicarle una cosaque, estoy seguro, le interesará mucho.

-¡Estoy seguro de ello de antemano! - ex-clamé.

-¡Ah, qué aspecto tan alegre tiene! Dígame,¿no sabe usted nada de cierta carta que estabaen casa de Kraft y que cayó ayer en manos deVersilov, a propósito de la herencia que le hasido adjudicada? El testador explica en ella suvoluntad en un sentido opuesto a la decisióndel tribunal. Esta carta está escrita hace muchotiempo. En una palabra, no sé exactamente loque hay dentro, pero, ¿no sabe usted nada deella?

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-¡Claro que sí! Kraft me llevó anteayer a sucasa... desde la casa de esos señores, para entre-garme esa carta, y fui yo quien se la entregóayer a Versilov.

-¿Sí? Es justo lo que pensaba. Figúrese que elasunto de que hablaba ahora mismo aquí Versi-lov, y que le impidió venir ayer tarde a sacar desu error a esa muchacha, ¡bien!, ese asunto hasido suscitado por esa carta. Versilov se dirigióayer tarde a casa del abogado del príncipe So-kolski, le ha remitido esa carta y ha renunciadoa toda la herencia. A estas horas esta renunciaha revestido ya forma legal. Versilov no haceun donativo, reconoce en este acto el justo dere-cho de los príncipes.

Yo estaba aturdido, pero encantado. A decirverdad, estaba absolutamente convencido deque Versilov destruiría la carta. Más aún: yo lehabía dicho a Kraft que eso sería deshonroso yme lo había repetido incluso en el restaurante,me había dicho que «contaba con tener que tra-tar con un hombre puro y no con ése», pero

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aparte de mí, es decir, en lo más profundo demi corazón, consideraba que era imposibleobrar de otra forma más que suprimiendo radi-calmente el documento. Es decir, que yo veía eneso la cosa más normal del mundo. Si, luego, yohubiera acusado a Versilov habría sido apropósito, en apariencia solamente, es decir,para conservar sobre él mi superioridad. Peroahora, al saber la hazaña de Versilov, sentía unentusiasmo sincero y completo; lamentaba ycondenaba mi cinismo y mi indiferencia encuanto a la virtud y alcé instantáneamente aVersilov a una altura infinita sobre mí. Estuve apunto de abrazar a Vassine.

-¡Qué hombre! ¡Qué hombre! ¿Quién habríahecho otro tanto? - exclamaba yo en mi exalta-ción.

-Reconozco con usted que muchos hombresno lo habrían hecho... y que este paso es sindiscusión altamente desinteresado...

-¿«Pero»?... Acabe, Vassine, ¿hay un «pero»?

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-Claro que sí, hay un «pero». El paso de Versi-lov, a mi juicio, es un poco rápido, y un pocomenos franco - dijo Vassine sonriendo.

-¿Menos franco?-Sí. Él quiere concederse, como si se dijera, un

«pedestal». Pues, en todo caso, se habría podidohacer igual sin perjudicarse a sí mismo. Si no lamitad, al menos una cierta parte de la herenciapodría ahora todavía volver a Versilov, inclusocon la lealtad más puntillosa, tanto más cuantoque el documento no tenía valor decisivo y elproceso estaba ganado. Éste es el parecer delabogado de la parte contraria; acabo de hablarcon él. La decisión no habría sido menos her-mosa, y únicamente por deseo de vanidad haresultado de otra forma. Sobre todo el stñorVersilov se ha excitado y se ha apresurado de-masiado. ¿No dijo él mismo ahora que habríapodido aplazarla una semana...?

-¡Ya sabe usted, Vassine! No tengo más reme-dio que estar de acuerdo con usted, pero... ¡pre-

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fiero ver las cosas a mi manera! ¡Esto me gustamás!

-Es cuestión de gusto. Es usted quien me haprovocado, yo no pedía nada mejor que callar-me.

-E incluso aunque haya un «pedestal», ¡de to-das formas es mejor así! - continué -. El pedestaltiene a gala ser un pedestal, no por eso es me-nos una cola muy estimable. Es a pesar de todoun «ideal» y, si ciertas almas de hoy no lo tie-nen, eso no es un progreso; con una pequeñadeformación, si usted quiere, ¡pero prefiero queexista! ¡Y seguramente usted piensa otro tanto,Vassine, amigo mío, Vassine, mi quetido Vassi-ne! En una palabra, yo me he entusiasmado,naturalmente, pero usted me comprende bien.De otra forma, usted no sería Vassine. ¡De todasformas, le cojo a usted y lo abrazo, Vassine!

-¿De alegría?-¡De alegría inmensa! ¡Pues este hombre «es-

taba muerto y ha resucitado, estaba perdido y

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ha sido encontrado»! Vassine, soy un mal mu-chacho y no lo merezco a usted. Es desde luegoeso lo que me hace darme cuenta en ciertosmomentos de ser otro completamente distinto,más educado y más profundo. Por haberle lan-zado anteayer su elogio en pleno rostro (lo hïceúnicamente porque usted me había humillado yabrumado), ¡lo he detestado durante dos largosdías! Mé prometí, esta misma troche, no venirjamás a verle y, si vine ayer por la mañana, fueúnicamente por rabia, ¿comprende usted bien?,por rabia. Sentado en esta silla, solo, criticabasu habitación y a usted mismo y a todos suslibros y a su patrona; me esforzaba en rebajarloy burlarme de usted...

-No era muy útil el contármelo...-Ayer por la tarde, habiendo deducido de una

de sus frases que usted no comprende a las mu-jeres, yo estaba encantado de poder cogerle porahí. Al momento, a propósito del «fracaso delcomienzo», estuve otra vez encantado locamen-

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te al cogerle en falta, y todo eso porque yo hab-ía hecho su elogio el otro día...

-¡Pero no puede ser de otra forma! - exclamóal fin Vassine (continuaba sonriendo, sin asom-brarse lo más mínimo) -. Pero es lo que pasasiempre, a casi todo el mundo, y hasta es elprimer móvimiento. Sólo que nadie lo confiesa,y además no hace falta confesarlo, porque esopasa y no entraña ninguna consecuencia.

-¿A todo el mundo? ¿Es posible? ¿Todos loshombres son así? ¿Y usted, al decir eso, estátranquilo? Pero, ¡con semejantes ideas, la vidaes imposible!

-Entonces, según usted:

Más querida me es la ilusión que nos alzaque mil bajas verdades.-¡Eso sí que es verdad! - exclamé -. ¡Esos dos

versos encierran un axioma sagrado!-No sé nada: no pretendo de ninguna forma

decidir si esos versos son verdaderos o no. La

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verdad, como siempre, debe de estar en algunaparte en el medio: es decir, en un caso una santaverdad, y en otro una mentira. No hay más queuna cola que sé bien: que durante mucho tiem-po aún esta idea seguirá siendo uno de losgrandes puntos de litigio entre los hombres.Hago observar, en todo caso, qué usted tieneahora deseos de bailar. ¡Pues bien, baile! El ejer-cicio es bueno, y yo estoy precisamente estamañana abrumado de trabajo... ¡Además yaestamos retrasados!

-¡Me voy, me voy! Una palabra solamente -grité, cogiendo ya mi maleta -. Si alguna vez mehe «lanzado al cuello de alguien», es únicamen-te porque usted me ha comunicado la noticia,desde mi llegada, con una alegría tan sincera yporque usted se ha sentido «dichoso» al yoencontrarle en casa, y eso después de la historiadel «fracaso en los comienzos». Esa sínceraalegría ha vuelto por completo mi «joven co-razón» a favor de usted. ¡Pues bien!, adiós, tra-taré de no venir más durante el mayor tiempo

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posible, y sé que eso le será extremadamenteagradable. Lo leo en sus ojos. Y además eso seráuna cosa excelente para los dos...

Parloteando así y asfixiándome casi con esedivertido coterreo, levanté mi maleta y salí conella para mi nuevo alojamiento. Lo que mecomplacía sobre todo era que Versilov se hubie-se enfadado tan pronto conmigo y se negara ahablarme y a mirarme. Una vez depositada mimaleta, volé a casa de mi viejo príncipe. Esosdos días sin él me habían sido, lo confieso, unpoco penosos. Además ya él debía estar ente-rado de la conducta de Versilov.

IIYo sabía muy bien que se alegraría al verme

y, lo juro, incluso sin Versilov, habría ido a bus-carle hoy mismo. Yo estaba solamente asustado,ayer y ahora mismo, por la idea de que me en-contraría con Catalina Nicolaievna. Pero ahorano tenía ya miedo de nada.

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Me abrazó con alegría.-¡Ese Versílov! ¡Ha visto usted! - comencé en

seguida abordando lo esencial.-¡Cher enfant, mi querido amigo, es tan noble,

tan educado! ¡Hasta Kilian (el funcionario deabajo) ha quedado impresionado! Es una locurapor su parte, ¡pero es magnífico, es una hazaña!¡Hay que saber apreciar el ideal!

-¿No es eso? ¿No es eso? Siempre hemos es-tado de acuerdo en este punto.

-Querido, siempre estamos de acuerdo.¿Dónde estabas? Quería decididamente ir averte, pero no sabía dónde encontrarte... Sinembargo no podía ir a casa de Versilov... aun-que hoy, después de todo... Fíjate, amigo mío:he aquí lo que le ha permitido triunfar de lasmujeres, rasgos de este género, estoy seguro...

-A propósito, antes de olvidarlo... Se lo teníareservado precisamente para usted. Ayer, unindigno golfillo, injuriando a Versilov en mipresencia, lo trató de «profeta para buenas mu-

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jeres». ¡Qué expresión tan rara! ¿La expresiónmisma? Se la reservaba para usted...

-« ¡Profeta para buenas mujeres! » Mais... c'estcharmant! ¡Ah, ah, ah! ¡Pero eso le va tan bien! ...¡o más bien eso no le va en absoluto! ¡Puf!, peroestá bien dicho... o más bien no está dicho nada,pero...

-Eso no importa, eso no importa, no se pre-ocupe; ¡no considere más la frase!

-La frase es admirable y, ya sabes, tiene unsentido muy profundo... ¡La idea es completa-mente justa! Quiero decir que tú lo creeras talvez... En resumen, te cunfiaré un secretito. ¿Tehas fijado el otro día en esa Olimpia? ¿Creerásque siente una debilidad por Andrés Petro-vitch, hasta el punto, creo, de alimentar algo...?

-De alimentar... ¡que tenga cuidado! - grité,adoptando una postura amenazadora, en miindignación.

-Mon cher, no grites. Siempre es lo mismo,además tú tienes razón desde tu punto de vista.

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A propósito, amigo mío, ¿qué es lo que te suce-dió la otra vez, delante de Catalina Ni-colaievna? Vacilaste... creí que ibas a caerte, aiba a lanzarme para sostenerte.

-No es el momento de hablar de eso. Bueno,en una palabra, me sentí confuso por completo,por cierta razón...

-Y ahora mismo acabas de ruborizarte...-Y usted tiene necesidad de insistir aún. Usted

sabe que ella no es amiga de Versilov:.. luego,todos esos asuntos, ¡bueno!, me he turbado.Vamos, ¡dejemos eso para después!

-Dejemos, dejemos, ya me gustaría a mí... Enresumen, soy muy culpable ante ti, y hasta, túte acuerdas de eso, gruñí algo entonces... ¡Perohe aquí al príncipe Serioja!

Vi entrar a un oficial joven y hermoso. Loexaminé con ojo ávido porque no le había vistojamás hasta entonces. Digo hermoso, porqueera lo que todo el mundo decía de él, pero habíaen ese joven y bello rostro un no sé qué muy

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poco seductor. Lo anoto aquí como la primeraimpresión recibida en la primera ojeada quelancé sobre él y que siempre he conservado. Eradelgado, de buena estatura, castaño. Su tez erabrillante, pero tirando un poco a amarilla, y lamirada decidida. Sus hermosos ojos oscurosparecían ligeramente severos, incluso cuandoestaba perfectamente tranquilo. Pero su miradadecidida era precisamente desagradable porquese olía que esta decisión le costaba demasiadobarata. En fin, no sé cómo expresarme... Sinduda su fisonomía era capaz de pasar brus-camente de la severidad a la amabilidad o a unaexpresión asombrosamente dulce y acariciado-ra, y eso con una indiscutible sinceridad. Estasinceridad atraía. Un rasgo más: a pesar de suamabilidad y de su sinceridad, esa fisonomía noestaba jamás alegre; incluso cuando el príncipereía de buena gana se sentía a pesar de todoque no debía de tener en su casa una verdaderaalegría, ligera y luminosa... Pero es extremada-mente difícil describir un rostro. Por lo que a mí

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toca soy absolutamente incapaz de hacerlo. Elviejo príncipe se precipitó en hacernos trabarconocimiento, según su tonta costumbre.

-Mi joven amigo, Arcadio Andreievitch (¡otravez Andreievitch!) Dolgoruki.

El joven príncipe se volvió hacia mí con unaexpresión doblemente respetuosa, pero se veíaque mi nombre le era totalmente desconocido.

-Es el... pariente de Andrés Petrovitch - mur-muró mi insoportable príncipe. (¡Cuán insopor-tables son a veces estos viejecitos, con sus cos-tumbres! )

El joven príncipe adivinó en seguida.-¡Ah! He oído hablar hace mucho tiempo... -

dijo rápidamente -. He tenido el gran placer deconocer, el año pasado, en Luga, a su hermana,Isabel Makarovna... Ella me habló también deusted---.

Yo mismo me quedé sorprendido: una alegríasincera brillaba en su rostro.

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-Permítame, príncipe - balbuceé, llevándomea la espalda los brazos -, debo decirle sincera-mente, y me alegra que sea en presencia denuestro querido príncipe, que deseaba muchoencontrarle a usted, y muy recientemente, ayeraún, yo tenía ese deseo, pero con una intenciónmuy distinta. Lo digo francamente, usted segu-ramente se asombrará. En resumen, yo queríaprovocarle por la injuria que le hizo usted hacedieciocho meses, en Ems, a Versilov. Y aunqueusted tuviera que rechazar mi desafío porqueno soy más que un escolar y un adolescentetodavía menor de edad, se lo lanzaría de todasformas, cualesquiera que fuese su respuesta y loque usted pudiera hacer... Y todavía hoy, loconfieso, tengo la misma intención. ..

El viejo príncipe me dijo más tarde que yohabía pronunciado esta frase muy noblemente.

Un disgusto sincero se marcó en el rostro delpríncipe.

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-No me ha dejado usted terminar - respondiócon aire importante -. Si le he dirigido esas po-cas palabras con toda mi buena voluntad, larazón está en los verdaderos sentimientos queexperimento ahora hacia Andrés Petrovitch.Lamento no poder comunicarle en este mismomomento todas las circunstancias, pero, se loaseguro por rni honor, desde hace mucho tiem-po considero mi desgraciado acto de Ems con elmás profundo pesar. Al volver a Petersburgo heresuelto conceder todas las satisfacciones posi-bles a Andrés Petrovitch, es decir, pedirleperdón con toda franqueza, literalmente en laforma que fije él mismo. Influencias muy altas ymuy poderosas han sido la causa de este cam-bio de opinión. El que hayamos tenido un pro-ceso no ha influido en nada en mi decisión. Suforma de obrar ayer conmigo me ha emociona-do, por decirlo así, y en este mismo momento,créame, no me he. repuesto todavía. ¡Bueno!,debo prevenirle que he venido a casa delpríncipe para comunicarle un hecho de extre-

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mada importancia: hace tres horas, es decir,exactamente en el momento en que se redactabaese acta con el abogado, el hombre de confianzade Andrés Petrovitch ha venido a buscarme yme ha transmitido de su parte un desafío... undesafío en regla por la historia de Ems...

-¡Él le ha desafiado! - exclamé, y sentí que seme saltaban las lágrimas y me subía la sangre ala cara.

-Sí, me ha desafiado; he aceptado en seguidael desafío, pero he resuelto, antes del encuentro,dirigirle una carta exponiéndole el juicio queme merece mi acción y mi pesar por aquel te-rrible error... ¡pues no fue más que un error,desgraciado, fatal error! Le haré notar que miposición en el regimiento me hace correr ungran riesgo: una carta como esa en la víspera deun duelo me hace víctima de la opinión pú-blica... ¿comprende? Pero a pesar de eso yo es-taba decidido. Sólo que me ha faltado tiempopara remitirle la carta, pues, una hora despuésdel reto, he recibido una nueva carta de él en la

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que me rogaba que le excuse por haberme im-portunado, que olvide el reto, y añadiendo quelamentaba «ese acceso pasajero de cobardía yde egóísmo», éstas son sus propias palabras. Mefacilita así considerablemente el paso... la carta.No la he enviado aún, pero he venido justamen-te para decir una palabra al príncipe. Y créame,he sufrido personalmente reproches de mi pro-pia conciencia infinitamente más que cualquierotro... ¿Le satisface esta explicación, ArcadioMakarovitch, al menos por el momento? ¿Mehará usted el honor de creer en mi perfecta sin-ceridad?

Yo estaba vencido por completo. Veía unafranqueza indiscuíible que no me esperaba deninguna forma. No aguardaba por cierto nadasemejante. Balbucí no sé qué en respuesta y letendía mis manos; él las estrechó alegrementeentre las suyas. Luego se llevó al príncipe apar-te y habló cinco minutos con él en su habita-ción.

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-Si quiere usted proporcionarme un gran pla-cer - me dijo en voz alta y franca al salir de casadel príncipe -, vamos a ir juntos y le enseñaré lacarta que le envío a Andrés Petrovitch y, almismo tiempo, la que he recibido de él.

Consentí con gran placer. Mi príncipe se em-peñó ardorosamente en acompañarme hasta lapuerta y me llamó también, un momento, a suhabitación.

-Mon ami, ¡qué dichoso soy, qué dichoso soy!... Hablaremos de todo esto después. A propósi-to, tengo aquí en mi cartera de mano dos cartas,una que hay que llevar en mano y explicar per-sonalmente, otra para el Banco, y aquí tam-bién...

Y me dio dos recados que pretendía que eranurgentes y exigían, según él, mucho trabajo yatención. Se trataba de ir allí, de remitir unacarta, de firmar, etc.

-¡Ah, qué astuto es usted! - exclamé, cogiendolas cartas -. Le juro que todo eso no es más que

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una falsa propuesta y que no hay absolutamen-te nada que hacer. ¡Estos dos recados los hainventado usted a propósito para hacerme creerque le soy útil y que no robo mi sueldo!

-Mon enfant, te juro que te engañas. Son dosrecados de verdad urgentes... Cher enfant! - ex-clamó de pronto enterneciéndose infinitamente-, ¡mi querido jovencito! - Me puso las manossobre la cabeza -. Te bendigo lo mismo que a tudestino... Sé siempre tan puro de corazón comohoy... Sé bueno y bello cuanto te sea posible...Amemos todo lo que es bello... bajo los aspectosmás variados... ¡Vamos, enfin, enfin, rendonsgrâce... et je to bénis!

No acabó y sollozó sobre mi cabeza. Lo con-fieso, estuve a punto de llorar yo también; almenos abracé sinceramente y con placer a mioriginal anciano. Cambiamos miles de besos.

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IIIEl príncipe Serioja (quiero decir Sergio Petro-

vitch, así lo nombraré de ahora en adelante) mellevó a su casa en un elegante coche y comencépor admirar la magnificencia de su apar-tamiento. O más bien, sin hablar de magnifi-cencia, era un apartamiento como el que posee«la gente bien»: habitaciones altas y vastas, lu-minosas (vi dos, las otras estaban cerradas);muebles que, sin recordar de ninguna forma aVersailles o a la Renaissance, eran blandos, con-fortables, suntuosos, muy elegantes; alfombras,maderas esculpidas y estatuillas. Sin embargo,todo el mundo decía de ellos que eran misera-bles, que no tenían nada. Yo había permitidoque me dijeran no obstante que ese príncipelanzaba la pólvora a los ojos en todo sitio dondepodía: aquí, en Moscú, en su antiguo regimien-to, en París, que era jugador y que tenía deudas.En cuanto a mí, yo llevaba un redingote desco-lorido y además cubierto de plumas, porquehabía dormido completamente vestido, y una

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camisa de cuatro días. Por cierto que este re-dingote casi no estaba ya presentable, pero, unavez en casa del príncipe, me acordé de la reco-mendación de Versílov de que me encargara untraje nuevo.

-Figúrese- que me he pasado la noche sindesnudarme, con motivo de un suicidio - dijecon aire distraído.

Pero como manifestó pronto atención, leconté brevemente la historia. Lo que más lepreocupaba sin embargo era su carta. Yo encon-traba raro que él no hubiese ni siquiera son-reído, ni esbozado el menor gesto en ese senti-do cuando le anuncié hacía un momento, desopetón, que quería provocarlo a un duelo. Sinduda yo había sabido obligarle a no reírse, peroeso no era menos extraño por parte de un hom-bre semejante. Nos sentamos uno enfrente delotro en medio de la habitación, delante de unainmensa mesa de escritorio, y me enseñó sucarta a Versilov, ya lista y puesta en limpio. Esedocumento se parecía mucho a todo lo que aca-

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baba de expresarme en casa de mi príncipe;estaba escrito hasta con calor. Yo no sabía aún,es verdad, qué pensar definitivamente de estafranqueza aparente y de estas disposicioneshacia el bien, pero comenzaba ya a dejarmeseducir, pues, en suma, ¿que razón tenía parano creer en eso? Quienquiera que fuese el hom-bre, y cualesquiera los rumores que corriesensobre él, no podia menos de tener buenas incli-naciones. Miré también la última nota de Versi-lov, siete líneas, para renunciar a su reto. Élhabía en efecto hablado claramente y con todassus letras de su «cobardía» y de su «egoísmo»,pero esa nota se distinguía en su conjunto porcierta altura... o más bien se sentía en todo estepaso no sé qué desdén. Me guardé bien de de-cirlo.

-Pero usted, ¿qué piensa de esta renuncia? -pregunté -. ¿No cree que él tenga miedo?

-¡Seguro que no! - sonrió el príncipe, pero conuna sonrisa muy seria.

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Estaba por cierto cada vez más preocupado.Yo conocía demasiado bien el valor de estehombre. Naturalmente es una idea mía... unadisposición de espíritu que me es particular...

-Sin duda alguna - le interrumpí calurosa-mente -. Un tal Vassine dice que en esta historiade carta y de renuncia a la herencia hay un«pedestal»... deseado. Según yo, estas cosas nose hacen por exhibición, sino que correspondena un sentimiento profundo, íntimo.

-Conozco muy bien al señor Vassine - dijo elpríncipe.

-¡Ah!, sí, usted ha debido de verlo en Luga.Nos miramos de pronto y recuerdo haber en-

rojecido un poco. En todo caso, él interrumpióla conversación. Yo estaba completamente de-cidido a hablar. La idea de, un encuentro queyo había tenido la víspera me incitaba a formu-larle algunas preguntas, sólo que no sabía cómoexpresarlas. Y en general no me sentía muy ami gusto. Lo que me chocaba también era su

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buena educación, su urbanidad, la naturalidadde sus modales, en una palabra, todo el lustreque esa gente adquiere casi al salir de la cuna.Yo había notado en su carta dos faltas gramati-cales groseras. En general, en encuentros pare-cidos, no me rebajo jamás, al contrario, me hagocortante, lo que a veces puede ser malo. Pero enel caso presente yo estaba impulsado ademáspor la idea de que estaba cubierto de plumas, sibien exageré un poco y caí en la familiaridad.,.Había observado muy poco a poco que el prín-cipe me examinaba a veces muy fijamente.

-Diga, príncipe - lancé de repente -, ¿no en-cuentra ridículo, en su fuero interno, que un«mocoso» como yo haya querido provocarle aun duelo, y sobre todo por una ofensa hecha aun tercero?

-Cuando se trata de un padre, está permitidoofenderse. No, no veo en eso nada de ridículo.

-Y a mí me parece que es espantosamenteridículo... desde el punto de vista de otro... es

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decir, naturalmente no del mío. Tanto máscuanto que yo soy Dolgoruki, y no Versilov. Ysi usted no dice la verdad, si le quita importan-cia a las cosas por conveniencias mundanas,entonces, ¿me engaña también en todo lo de-más?

-No, no veo en eso nada de ridiculo - repitiócon gran seriedad -. ¡Usted no puede dejar desentir en sí mismo la sangre de su padre! ... Sinduda, es usted aún joven y... no sé... pero meparece que un menor no tiene derecho a batirse,y no se tiene derecho a aceptar su desafío...según los reglamentos... Pero, si usted quiere,no puede haber en esto más que una objeciónseria: si usted lanza su desafío sin que lo sepa elofendido cuya injuria quiere usted vengar, ma-nifiesta por eso mismo, en cuanto a él, una cier-ta falta de respeto. ¿No es verdad?

Nuestra entrevista fue bruscamente inte-rrumpida por un criado que entró a anunciar aalguien. Al verle, el príncipe, que sin duda loesperaba, se levantó sin acabar su discurso y

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avanzó rápidamente a su encuentro, de tal for-ma, que el otro habló a media voz y yo no oínada.

-Excúseme - me dijo el príncipe -, vuelvo enun minuto.

Y salió. Me quedé solo. Recorrí a grandeszancadas la habitación de arriba abajo, reflexio-nando. Cosa extraña, me gustaba y no me gus-taba del todo. Había un no sé qué que no habríasabido decir, pero que me chocaba. «Si no semofa de ninguna forma de mí, entonces, sinduda alguna, es terriblemente franco; pero, si semofase de mí, entonces... me parecería más in-teligente. . . » Esta idea extraña me atravesó elespíritu. Me aproximé a la mesa y releí la cartaa Versilov. Distraído así, no sentí pasar el tiem-po y cuando volví en mí advertí súbitamenteque el minuto del príncipe duraba ya un buencuarto de hora. Me sentí ligeramente turbado;me puse de nuevo a andar arriba y abajo, al fincogí mi sombrero y, lo recuerdo, decidí mar-charme: si veía a alguien, mandaría a buscar al

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príncipe y, cuando viniera, me despediría de élasegurándole que tenía un asunto urgente y nopodía esperar más. Me pareció que sería lo másdigno, pues yo estaba un poco atormentado porla idea de que, al abandonarme así tanto tiem-po, me mostraba cierto desdén.

Las dos puertas cerradas de esta habitación seencontraban en las dos extremidades de unamisma pared. Como yo había olvidado por cuálhabíamos entrado, o más bien por distracción,abrí una de ellas y de pronto vi, en una habita-ción larga y estrecha, sentada en un diván, a mihermana Lisa. No había nadie más y ella debíade esperar a alguien. Pero apenas tuve tiempode asombrarme cuando oí la voz del príncipeque hablaba en voz alta y volvía a su despacho.Volví a cerrar rápidamente la puerta, y elpríncipe, que entraba por la otra, no advirtiónada. Recuerdo que se deshizo en excusas,habló de no sé qué Ana Fedorovna... Pero yoestaba tan sorprendido y turbado que no com-prendí casi nada y balbucí que debía obli-

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gatoriamente volver a mi casa, después de locual salí a pasos precipitados. Este príncipe tanbien educado debió evidentemente considerarmi conducta con curiosidad. Me acompañó has-ta la antesala hablando siempre, mientras yo norespondía nada y no lo miraba.

IVUna vez en la calle, torcí a la izquierda y an-

duve al azar. Todo se confundía en mi cabeza.Caminaba lentamente y creo que había andadono poco trecho, unos quinientos pasos, cuandosentí de pronto que me daban un golpecitosuave en el hombro. Me volví y vi a Lisa: mehabía alcanzado y me había dado suavementecon la sombrilla. Había en su mirada radianteuna alegría loca, y un asomo de malicia.

-¡Qué contenta estoy porque hayas cogido poreste lado! ¡De otra forma no lo habría encontra-do en todo el día!

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Ella jadeaba un poco por la marcha tan rápi-da.

-¡Cómo jadeas!-¡He corrido tanto para alcanzarte!-Lisa, ¿eres de verdad tú a quien he visto hace

un momento?-¿Dónde?-En casa del príncipe... el príncipe Sokolski...No, no era yo, no has podido verme...Me callé, y anduvimos una decena de pasos.

Lisa estalló en risas.-¡Era yo, seguro que era yo! ¡Escucha un poco!

Pero tú me has visto, me has mirado a los ojos yyo te he mirado también. ¿Por qué me pregun-tas si era yo? ¡Qué carácter tan extraño! Has desaber que sentí unas ganas terribles de reírcuando me miraste a los ojos; tenías un aspectodemasiado raro.

Ella no podía contener la risa. Sentía que todomi enojo me abandonaba.

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-Pero, ¿cómo diablos te encontrabas allí?-En casa de Ana Fedorovna.-¿Qué Ana Fedorovna?-Stolbieieva. Cuando vivíamos en Luga pasé

en casa de ella días enteros. Ella nos recibía, amamá y a mí, y venía también a nuestra casa.Ella no iba, por decirlo así, a casa de nadie más.Es una pariente lejana de Andrés Petrovitch, ytambién de los príncipes Sokolski. Debe de serpoco más o menos abuela del príncipe.

-Entonces, ¿ella vive en casa del príncipe?-No, es el príncipe quien vive con ella.-Entonces, ¿de quién es el apartamiento?-De ella. Hace ya un año que todo el aparta-

miento es de ella. Ella misma no está en Peters-burgo más que desde hace cuatro días.

-Bueno... ¿sabes una cosa, Lisa? Al diablo elapartamiento y la mujer también...

-No, ella es buena...

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-Quiero creerlo; además tiene los medios.¡Nosotros también somos buenos! Mira un po-co: ¡qué día!, ¡qué buen tiempo!, ¡qué hermosaestás hoy, Lisa! Pero en el fondo no eres másque una niña terrible.

-Díme, Arcadio, esa muchachita de ayer...-¡Ay!, ¡qué lástima, Lisa! ¡Qué lástima!-¡Ah, qué lástima! ¡Qué destino! ¿Tú sabes? Es

malo por nuestra parte estar tan alegres mien-tras que su alma vuela ahora en las tinieblas enuna oscuridad sin fondo, con su pecado y suresentimiento... Arcadio, ¿quién tiene la culpade su pecado? ¡Ah, qué terrible! ¿Piensas algu-na vez en esas tinieblas? ¡Ah, qué miedo tengode la muerte!, ¡y qué mala es! No me gusta laoscuridad; ¡ah, este sol, cuánto mejor es! Mamádice que es malo tener miedo... Arcadio, ¿tú laconoces bien a mamá?

-Todavía bastante poco, Lisa, la conozco bas-tante poco.

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-¡Ah, qué criatura es! ¡Tú debes, tú debes co-nocerla! Hace falta sobre todo comprenderla...

-Pero a ti misma, yo no te conocía, y ahora teconozco por completo. En un minuto he pen-trado en ti por completo. Lisa, te esfuerzas envano en tener miedo de la muerte, debes serorgullosa, audaz, valiente. ¡Vales más que yo,infinitamente más que yo! Te quiero locamente,Lisa. ¡Ah, Lisa! ¡La muerte puede venir cuandoquiera; por el momento, vivamos, vivamos!Lamentemos la pérdida de esa desgraciada,pero bendigamos la vida. ¿No tengó razón?Tengo mi «idea», Lisa. Lisa, ¿sabes que Versilovha renunciado a la herencia?

-¿Cómo no iba a saberlo? Nos hemos abraza-do mamá y yo.

-Tú no conoces mi alma, Lisa, tú no sabes loque era para mí ese hombre...

-¡Vamos, lo sé todo!-¿Tú lo sabes todo? ¡Seguro! Tienes alma; in-

cluso más que Vassine. Mamá y tú tenéis ojos

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penetrantes, quiero decir la mirada, no los ojos,me confundo... Muy a menudo soy un imbécil,Lisa:..

-¡Hay que llevarte de la mano, eso es todo!-¡Pues bien!, llévame, Lisa. ¡Qué bueno es mi-

rarte hoy! Pero, ¿sabes que eres adorable? Nohabía visto nunca tus ojos... Acabo de verlospor primera vez... ¿Dónde los has cogido hoy,Lisa? ¿Dónde los has comprado? ¿Cuánto haspagado por ellos? Lisa, yo no tenía amigos, yluego considero esta «idea» como una tontería;pero contigo no es una tontería... ¿Quieres queseamos amigos? ¿Comprendes bien lo quequiero decir?

-Lo comprendo muy bien.-Y, ¿sabes?, sin contrato, sin condiciones, se-

remos amigos por las buenas.-Sí, completamente por las buenas. Sólo hay

una condición: si un día nos acusamos el uno alotro, si estamos descontentos de algo, si esta-mos de mal humor, si incluso nos olvidamos de

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todo, ¡bien no nos olvidaremos jamás de estedía ni de esta hora! Démonos palabra. Prome-tamos acordarnos eternamente de este día enque nos hemos paseado juntos, cogidos de lamano, y en que tanto nos hemos reído, y hemostenido tanta felicidad... ¿Sí? ¿Dices sí?

-Sí, Lisa, sí, te lo juro. Pero, Lisa, me pareceque te oigo por primera vez... Lisa, ¿tú has leídomucho?

-¡No me habías hecho todavía esta pregunta!Fue ayer, cuando me equivoqué en una palabra,la primera vez que te dignaste prestarle a esaatención, querido señor, señor Filósofo.

-¿Por qué no hablabas tú, tú misma, si yo hesido tan bestia?

-Esperaba siempre que te hicieras más inteli-gente. He visto a través de usted desde el prin-cipio, Arcadio Makarovitch. Y pronto me dije:él vendrá, terminará seguramente por venir. Yhe preferido concederle el honor de dar el pri-

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mer paso: «No - me decía yo -, te toca a ti ahoracorrer detrás de mí. »

-¡Ah!, así ha sido la cosa, ¡pequeña coqueta!¡Bueno!, Lisa, confiésalo francamente, ¿te hasreído mucho de mí este mes?

-¡Caramba!, es que eres muy ridículo, ¡abomi-nablemente ridículo, Arcadio! Y, ¿sabes?, talvez te he amado este mes sobre todo por eso,porque eres tan original. Pero con frecuenciaeres un mal original, digo eso para que no teenorgullezcas. Pero, ¿sabes quién se ríe todavíade ti? Mamá se ha reído, nos hemos reído jun-tas: « ¡Qué original! », nos cuchicheábamos, «¡qué original de todas formas! » Y tú, tú te fi-gurabas durante todo ese tiempo que estába-mos allí temblando ante ti.

-Lisa, ¿qué piensas de Versilov?-Muchas cosas. Pero, ¿sabes?, no vamos a

hablar de él ahora. No es el día, ¿verdad?-Tienes razón. No, ¡eres terriblemente inteli-

gente, Lisa! Eres seguramente más inteligente

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que yo. ¡Bueno! Espera un poco, terminaré contodo esto y luego te diré quizás una cosa...

-¿Por qué has fruncido las cejas?-No he fruncido nada por completo, Lisa, no

es nada... Mira, Lisa, vale más decirlo franca-mente: no me gusta que se me toque con el de-do ciertos lugares cosquillosos de mi alma... omás bien que se haga exhibición de ciertos sen-timientos para que todo el mundo los admire.Es vergonzoso, ¿no es verdad? Por eso prefieroalgunas veces fruncir las cejas y no decir nada.Tú eres inteligente, debes comprender.

-Pero yo también soy así. Te comprendo per-fectamente y, ¿sabes?, mamá también es así.

-¡Ah, Lisa! ¡Sólo con que pudiésemos vivirmucho tiempo aquí! ¡Cómo! ¿Qué es lo que hasdicho?

-Pero si no he dicho nada.-¿No me estás mirando?-Pero tú también me estás mirando. Te miro y

te quiero.

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La acompañé de vuelta casi hasta la casa y ledi mi dirección. Al dejarla, la besé por primeravez en mi vida...

VY todo esto habría estado bien; no había más

que una sombra: una idea triste se agitaba enmí desde la noche y no me salía del alma. Eraque, cuando la víspera por la tarde había en-contrado delante de nuestra puerta a esa des-graciada, yo le había dicho que también yo meiba de la casa, del nido, que se abandonaba alos malvados para fundar su propio nido parasí mismo, y que Versilov tenía muchos bastar-dos. Estas palabras de un hijo sobre su padrehabían seguramente confírmado sus sospechasa propósito de Versilov y su impresión de queél había querido ofenderla. Yo acusaba a Ste-belkov, y era tal vez yo quien había arrojadoaceite al fuego. Terrible idea, terrible aún hoy...Pero entonces, esa mañana, yo había intentado

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en vano comenzar a atormentarme, me parecíaque no era más que una tontería: «Vamos, hab-ía ya sin mí mucho rencor acumulado», merepetía de tiempo en tiempo. « ¡Bah, eso pasará!¡Me tranquilizará! Compensaré eso de una ma-nera a otra... con cualquier buena acción...¡Tengo todavía cincuenta años delante de mí! »

Pero la idea continuaba agitándose

SEGUNDA PARTE

CAPÍTULO PRIMEROI

Salto un intervalo de cerca de dos meses; queel lector no se inquiete: todo se aclarará a conti-nuación. Anoto el día 15 de noviembre, día de-masiado memorable para mí por muchas ra-zones. Ante todo, nadie habría podido recono-cerme, de los que me habían visto dos mesesantes; al menos exteriormente, es decir, que mehabrían reconocido desde luego, pero no habr-

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ían comprendido nada. Estoy vestido como undandy; esto es un primer punto. El «francésconsciente y lleno de gusto» que me recomen-daba un día Versilov me ha hecho todo un traje,e incluso ha sido ya superado: tengo ahoraotros sastres, de rango superior, de primerísimaclase, y hasta tengo cuenta en casa de ellos.Tengo también una cuenta en un restauranteselecto, pero allí me da todavía un poco demiedo y, en cuanto tengo dinero, en seguidapago, aunque sepa que eso es de mal gusto yque así me comprometo. Junto al Nevski, estoyen las mejores relaciones con un peluquerofrancés, y cuando me hago cortar el pelo en sucasa, él me cuenta anécdotas. Y, lo confieso, meejercito con él en hablar francés. Conozco lalengua, y hasta bastante decentemente, pero enla buena sociedad siento siempre alguna timi-dez al arriesgarme; además mi acento debe deestar bastante alejado del acento parisiense.Tengo también a Matvei, el cochero, el buenservidor, que está a mis órdenes cuando lo lla-

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mo. Hay un potro bayo claro (no me gustan loscaballos grises). Hay sin embargo ciertas cosasque no marchan bien... Es el 15 de noviembre.El invierno está instalado desde hace tres días,y tengo todavía mi vieja pelliza, de tejón, unregalo de Versilov: de venderlo me darían bienveinticinco rublos. Tengo que encargarme unanueva, y mis bolsillos están vacíos. Además espreciso desde ahora mismo reunir el dineropara esta tarde, y esto a toda costa; de lo contra-rio, «soy un desgraciado, estoy perdido»; éstasson mis propias expresiones de entonces. ¡Oh,qué miseria! ¿Y de dónde han venido de prontoesos billetes de mil,, esos trotones, y los Borel?¿Cómo he podido olvidar así todo, cambiarhasta este punto? ¡Qué vergüenza! Lector, em-prendo ahora el relato de mi vergüenza y de mideshonor, y para mí no puede haber nada másinfamante que estos recuerdos.

Hablo como juez, pero me reconozco culpa-ble. En el torbellino que me arrastraba entonces,me esforzaba en vano en estar solo, sin guía ni

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consejero; me daba ya cuenta de mi caída, lojuro, y por tanto no puedo excusarme. Y, sinembargo, durante esos dos meses fui casi di-choso. ¿Por qué casi? ¡Fui demasiado dichoso! Yhasta un punto tal, que la conciencia de mi des-honor, que se me aparecía en algunos instantes(¡instantes frecuentes!) y que hacía que mi almase estremeciera, esa conciencia, ¿será posiblecreerlo?, me embriagaba todavía más: «Puestoque hay que caer, caigamos completamente. Porlo demás, no caeré, saldré de esto. Mi estrellame guía.» Avanzaba sobre una pasarela de vi-rutas, sin barandillas, por encima del precipicio,y me alegraba de avanzar así; me gustaba mirarel precipicio. El peligro estaba allí, y eso mealegraba. ¿Y la «idea»? La «idea» vendría des-pués, la idea podía esperar; todo aquello « noera más que un rodeo»...: « ¿por qué no conce-derse un poco de diversión?» He ahí en lo quemi «idea» es mala, lo repito una vez más: esmala por lo que tiene de tolerar absolutamente

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todos los rodeos. Si fuese menos firme y menosradical, tal vez yo temería apartarme de ella.

De momento, conservaba mi pequeña habita-ción; la conservaba, pero sin vivir en ella: teníaallí mi maleta, mi saco de viaje y otros objetos;mi principal residencia estaba en casa delpríncipe Sergio Sokolski. Vivía en su casa,dormía en su casa y pasaba allí semanas ente-ras. La forma en que aquello había sucedido severá inmediatamente; por ahora hablemos demi pequeño alojamiento. Me resultaba muyquerido: allí era adonde había venido a bus-carme Versilov en persona, la primera vez des-pués de nuestra disputa. Y después había ve-nido otras muchas veces. Lo repito, aquel per-íodo no fue más que una vergüenza terrible,pero también una inmensa felicidad. Entoncestodo me salía bien, todo me sonreía. «¿Para quéesas caras tristes de antes -- me decía yo enaquellos instantes de embriaguez -, para quéaquellos esfuerzos- dolorosos, mi infancia ais-lada y amarga, mis sueños absurdos bajo las

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mantas, mis juramentos, mis cálculos a inclusomi "idea"?» Todo aquello me lo había figuradoyo, me lo había imaginado, y sucedía que elmundo era de una manera muy distinta; todome resultaba tan diveitido y tan fácil...; yo teníaaún... pero dejemos esto. ¡Ay!, todo se hacía ennombre del amor, de la grandeza de alma, delhonor, y todo se convirtió en seguida en algomonstruoso, insolente, deshonroso.

¡Basta!

IIVino a mi casa por primera vez al día siguien-

te de nuestra ruptura. Yo había salido. Me es-peró. Cuando entré en mi minúscula habita-cioncita, donde le había aguardado en vanodurante todos aquellos tres días, mis ojos sevelaron y mi corazón latió tan fuerte, que medetuve en el umbral. Afortunádamente él esta-ba con mi casero, quien, para que el visitante nose aburriera, había juzgado útil trabar inmedia-

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tamente conocimiento con él y estaba a puntode hacerle un relato inflamado. Era un conseje-ro titular, de unos cuarenta años, muy marcadopor la viruela, muy pobre, con la carga de unamujer tísica y de un hijo enfermo; de carácterextremadamente comunicativo y pacífico, porlo demás bastante delicado. Me alegré de supresencia; a incluso así me vi salvado, porque,de lo contrario, ¿qué habría podido yo decirle aVersilov? Yo sabía, había sabido con seguridadaquellos tres días, que Versilov vendría por suspasos, él primero, exactamente como yo desea-ba, porque por nada en el mundo habría sidoyo el primero en ir a su casa, no por obstina-ción, sino precisamente por afecto a él, por nosé qué celos amorosos, no llego a expresar estesentimiento. Por lo demás, en general, el lectorno encontrará en mí elocuencia alguna. Pero envano lo había yo aguardado aquellos tres díasimaginándomelo constantemente en el momen-to de hacer su entrada; era incapaz de calcularcon anticipación, a pesar de todos mis esfuer-

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zos, de qué íbamos a hablar, de golpe y porra-zo, después de todo to que había pasado.

-¡Ah, ya estás aquí! - y me tendió amistosa-mente la mano, sin levantarse -. Siéntate aquí,junto a nosotros. Pedro Hippolitovich estaba apunto de contar una historia muy interesantesobre esa piedra que hay cerca de los cuartelesde Pablo... o en uno de esos parajes...

-Sí, ya sé la piedra que es - respondí apresu-radamente, sentándome en una silla junto aellos.

Estaban delante de la mesa. La habitaciónformaba un cuadrado exacto de cuatro metrosde lado. Yo respiraba penosamente.

Un relámpago de satisfacción brilló en losojos de Versilov: sin duda no estaba tranquilo,sin duda pensaba que yo querría hacer una es-cena. Ahora se había tranquilizado.

-Empiece usted desde el principio, PedroHippolitovitch.

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Ya se llamaban por sus nombres de pila y suspatronímicos.

-Pues bien, la cosa ocurrió en el reinado deldifunto emperador - dijo Pedro Hippolitovitchvolviéndose hacia mí.

Hablaba nerviosamente y con una especie desufrimiento, como si se atormentara de ante-mano por el éxito de su relato.

-Sabe usted cuál es la piedra a que me refiero,una estúpida piedra en mitad de la calle y queno hace más que molestar: El emperador pasópor allí muchísimas veces, y aquella piedraestaba siempre en el mismo sitio. Aquello ter-minó por irritarlo, puesto que, efectivamente,era una verdadera montaña, una montaña enplena calle, que estropeaba la perspectiva. «¡Que desaparezca esa piedra! » Había dicho: «¡Que desaparezca! », y ya comprenderán uste-des lo que eso significaba: « ¡Que desaparezca!» ¿Se acuerdan ustedes de cómo era el difuntoemperador? ¿Qué hacer con aquella piedra?

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Todo el mundo andaba de cabeza. Estaba elConsejo municipal, y había alguien, no meacuerdo exactamente quién, pero uno de losmás altos personajes de aquel tiempo, que esta-ba encargado de aquella misión. Pues ese per-sonaje se entera de lo siguiente: le dicen queaquello costará quince mil rublos, ni uno más niuno menos, y además rublos de plata (puestoque, en el reinado del difunto emperador, seacababan de cambiar los billetes por plata).«¡Quince mil rublos! ¿Es posible?» Primera-mente los ingleses querían colocar carriles, po-nerla encima y llevársela luego en una máquinade vapor; pero ¿cuánto no habría costado aque-llo? Todavía no existían los ferrocarriles; la úni-ca línea que funcionaba era la de Tsarskoie Se-lo...

-Bueno, ¿es que no la podían aserrar?Yo empezaba a fruncir las cejas; me sentía lle-

no de despecho y vergüenza delante de Versi-lov; pero éste escuchaba con un visible placer.Comprendí que el casero era para él una perso-

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na grata por el simple hecho de que también éltenía vergüenza de estar delante de mí; era unacosa que se le notaba a las claras y que inclusoresultaba conmovedora.

-¿Aserrarla? Justamente ésa fue la idea quesurgió entonces, la de Monferrand, ya ustedsabe, el que en aquellos momentos estaba cons-truyendo San Isaac. La aserraremos, decía, yluego se la llevarán. Sí, pero ¿a qué precio?

-No veo que tuviera que resultar tan costoso;simplemente aserrarla y llevársela.

-No, no, permítame, hacía falta instalar unamáquina, una máquina de vapor, y, además,¿llevársela adónde? ¡Una montaña de semejantetamaño! Se decía que la cosa no costaría menosde diez mil rublos, diez mil o doce mil.

-Mire usted, Pedro Hippolitovitch, eso es unatontería, la cosa no sucedió así... - pero en aquelmomento Versilov me hizo un guiño impercep-tible y entreví en el gesto una compasión tandelicada hacia mi casero, incluso un tal sufri-

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miento por él, que aquello me agradó enorme-mente y me eché a reír.

-Bueno, vamos a ver, vamos a ver - dijo elotro, alegre, que no se había dado cuenta denada y que temía terriblementa, como todos losnarradores, ser interrumpido con preguntas -.Entonces viene un burgués, todavía joven, yaustedes me comprenden, un verdadero ruso,con una puntiaguda perilla, con el caftáncavéndole hasta los tobillos, quizás un pocoembriagado... bueno, no precisamente embria-gado. He aquí que se acerca precisamente en elmomento en que están conferenciando los in-gleses y Monferrand. Y el personaje encargadodel asunto, que acaba de llegar en su coche,escucha y se enfada: ¿cómo es posible que lle-ven tanto tiempo discutiendo y que no hayanllegado a ninguna conclusión? De pronto se dacuenta de que a cierta distancia está plantadoaquel burgués y que sonríe con un aire falso,bueno, no es que sea falso, no es eso, sino...

-Irónico - propuso prudentemente Versilov.

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-Irónico, es decir, un poco irónico, esa sonrisarusa tan especial, ustedes me comprenden. Puesbien, el gran personaje, enfadado como estaba,como ustedes se hacen cargo, le grita:

-Y tú, el barbudo, ¿qué esperas ahí? ¿Quiéneres?

»-No hago más que mirar la piedra -dice -, Al-teza.

»Porque en realidad era Alteza, tal vez inclu-so era el príncipe Suvorov, el italiano, el des-cendiente del general... No, no era Suvorov; eslástima, me he olvidado de quién era, pero des-de luego lo mismo daba que fuera Alteza queno, era un ruso auténtico, un verdadero tiporuso, un patriota, un gran corazón ruso; así esque lo adivinó todo.

»-¿Por qué te ríes? ¿Es que podrías llevarte túla piedra?

»-Me río de los ingleses, Alteza. Desde luegopiden tan caro porque la bolsa rusa está bienhinchada y en su país no tienen qué comer. Que

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me dé su Alteza cien rublos y mañana por latarde la piedra ya estará quitada.

»Ya pueden ustedes figurarse la escena. Losingleses, naturalmente, querían comérselo cru-do; Monferrand se echó a reír; solamente aquelpríncipe, aquel buen corazón ruso, dijo:

»-¡Que le den cien rublos! ¿Seguro que la qui-tarás?

»-Mañana por la tarde estará quitada, Alteza.»-¿Y cómo vas a arreglártelas?»-Eso, sea dicho sin ofender a Su Alteza, es

secreto nuestro - respondió, y, ustedes me com-prenden, en buen idioma ruso. Aquello leagradó:

»-¡Bueno, que le den lo que pida!»Y lo dejaron allí. Pues bien, ¿qué creen uste-

des? ¿Lo hizo tal como lo había dicho o no?El narrador se detuvo y paseó sobre nosotros

una mirada enternecida.

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-No sé - sonrió Versilov. (Por mi parte, yo es-taba sombrío. )

-Pues bien, lo hizo, ¡y cómo! - exclamó el otrotan triunfante como si lo hubiera hecho él mis-mo -. Contrató a mujiks con palas, algunosbuenos rusos sencillamente, y excavó un fosoalrededor de la piedra; toda la noche estuvieronexcavando, se hizo un enorme agujero, exacta-mente del tamaño de la piedra y quizás un de-do más profundo, y cuando todo estuvo acaba-do, ordenó ahondar poco a poco y prudente-mente por debajo de la piedra. Como es natural,al poco tiempo la piedra no tenía ya tierra quela sostuviera, y empezó a perder el equilibrio;una vez que se tambaleaba, la empujaron por elotro lado a fuerza de brazos, a la rusa, y, ¡pum!,¡he aquí a la piedra dentro del agujero! Se re-llenó lo demás con la pala, se apisonó la tierracon un pilón y por encima se rehízo la calzada.¡La piedra había desaparecido! ¡Todo estabadespejado!

-¡Vaya un caso! - dijo Versilov.

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-Vino una multitud de gente, el pueblo ente-ro. Aquellos ingleses, que lo habían adivinadotodo desde hacía tiempo, se enfurecen. Monfe-rrand llega: «Es un trabajo a lo mujik -dice -,demasiado sencillo. Pero todo consistía en eso,que era tan sencillo como los buenos días y quea ustedes no se les podía ocurrir, ¡partida deimbéciles!» Y todavía hay más: el gran jefe, elpersonaje del Gobierno, lo cogió y lo abrazó:«Pero, ¿de dónde eres tú?» «Yo, de la provinciade Iaroslavl, Alteza. Somos sastres de profesión,y en el verano venimos a la capital a venderfruta.» Pues bien, la cosa llegó hasta las autori-dades; las autoridades ordenaron que le colga-sen al cuello una medalla; él se paseaba portodas partes con la medalla al cuello, luego sededicó a beber. Ustedes saben que nosotros, losrusos, no tenemos arreglo. Por eso todavía nosdejamos comer por los extranjeros, ¿no es así?

-Desde luego, el espíritu ruso... - empezó adecir Versilov.

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Pero en aquel momento el narrador tuvo lasuerte de que lo llamara su esposa enferma, ycorrió a atenderla. De lo contrario yo no habríapodido contenerme. Versilov se reía.

-Pero, muchacho, me ha entretenido duranteuna hora larga antes de que llegases. Esa piedraes de lo más innoblemente patriótico que hayentre todos los relatos de ese género. Pero,¿cómo interrumpirlo? Tú mismo has visto cómose hinchaba de placer. En realidad, creo que esapiedra está todavía en su sitio, si no me equivo-co, y de ninguna forma en el agujero...

-¡Oh Dios mío! - exclamé ---. ¡Claro que estáallí! ¿Cómo se ha atrevido... ?

-¿Qué dices? Por lo que veo, estás verdade-ramente indignado. Ha debido confundirse: enmi infancia también escuché una historia así apropósito de una piedra, pero desde luego nose trataba de ésa. «La cosa llegó hasta las autori-dades.» Es que toda su alma cantaba en aquelmomento: «llegó hasta las autoridades». .En ese

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ambiente lastimoso, esas anécdotas son necesa-rias. Cuentan con un gran número, sobre todo acausa de su intemperancia. No han aprendidonada, no saben nada, no saben nada exactamen-te. Pues bien, fuera de los naipes y de su oficio,sienten deseos de hablar de algo humano, poé-tico... ¿Quién es, en el fondo, este Pedro Hippo-litovitch?

-La más pobre de las criaturas, un desgracia-do.

-Bueno, ya ves, es posible que ni siquiera jue-gue a las cartas. Te lo repito, al contar esas pa-parruchas, satisface su amor hacia el prójimo;ha querido agradarnos. Su sentimiento patrióti-co también queda satisfecho; por ejemplo, tie-nen también la anécdota esa de que Zavialov(86) recibió de los ingleses la oferta de unmillón, con la condición única de no poner sumarca en sus artículos...

-¡Oh Dios mío! Conozco esa anécdota.

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-¿Y quién no la conoce? También él, al hacertesu relato, sabe que seguramente tú to has oídoya, pero te lo cuenta a pesar de todo, figurándo-se voluntariamente que no lo sabes. La visióndel rey de Suecia parece haber pasado de moda;pero en mi juventud la repetían con delicia ycon murmullos misteriosos, de la misma mane-ra que aquella otra historia según la cual, aprincipios de siglo, cierto personaje se habríapuesto de rodillas en pleno Senado delante delos senadores. Había también muchas anécdo-tas a propósito del comandante Bachutski y delrobo de un monumento. Les encantan las anéc-dotas sobre la corte: por ejemplo las historiasacerca de Tchernychev, un ministro del últimoreinado, quien, a la edad de setenta años, habríatransformado tan perfectamente su fisonomíaque no se le calculaban más de treinta, y el di-funto emperador no creía to que sus ojos esta-ban viendo en los desfiles...

-También conozco esa historia.

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-¿Y quién no la conoce? Todas estas anécdotasson el colmo del mal gusto. Pero has de saberque esta categoría del mal gusto está extendidamucho más amplia y profundamente de lo quecreemos. El deseo de mentir para agradar alprójimo, lo encontrarás incluso en la mejor so-ciedad, puesto que todos nosotros sufrimos deesta intemperancia del corazón. Únicamenteque entre nosotros son historia de otro género:¿qué no se cuenta de nosotros, por ejemplo, enAmérica? ¡Es espantoso, a incluso entre hom-bres de Estado! Yo mismo, lo confieso, perte-nezco a esta categoría de personas y toda mivida he sufrido por eso.

-También yo he contado varias veces la histo-ria de Tchernychev.

-¿Tú también, ya?-Vive conmigo otro inquilino, un funcionario

también marcado por la viruela, ya viejo, peroterriblemente realista, y en cuanto que PedroHippolitovitch abre la boca, se pone a inte-

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rrumpirlo y a contradecirlo. Tan bien lo hace,que el otro lo adula como un esclavo y no tratamás que de hacérsele agradable, únicamentepara conseguir que lo escuche.

-Ése es otro tipo de mal gusto, a incluso másdesagradable quizá que el primero. ¡El primeroes todo entusiasmo! «Déjame exagerar; ya veráslo bonito que es.» El segundo no es más queprosa y melancolía: «No me cuente historias:¿dónde fue eso?, ¿cuándo?, ¿qué año?» Unhombre sin corazón, en una palabra. Amigomío, permite siempre a los hombres mentir unpoco, es de lo más inocente. Incluso déjalosmentir mucho. Primeramente así demostrarástu delicadeza; por otra parte, en cambio, te de-jarán mentir a ti: dos enornes ventajas que ad-quieres a la vez. Que diable! Es necesario amar alprójimo. Pero tengo prisa. Estás instalado ma-ravillosamente - agregó, levantándose de susilla -. Le contaré a Sofía Andreievna y a tuhermana que te he hecho una visita y que te he

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encontrado bien de salud. Hasta la vista, queri-do mío.

Cómo, ¿eso es todo? Pero yo no tenía la me-nor necesidad de esto; yo esperaba otra cosa, loesencial, aunque comprendiera perfectamenteque no podía ser de otra manera. Lo acompañé,con una vela en la mano, hasta la escalera; elcasero hizo intención de salir de su casa, pero,muy dulcemente, sin que Versilov se dieracuenta, lo agarré del brazo, y tiré de él con bru-talidad. Me lanzó una mirada de asombro, perose eclipsó instantáneamente.

-Estas escaleras... - refunfuñaba Versilovarrastrando sus palabras por decir algo y te-miendo sin duda que yo dijera alguna cosa -.No estoy acostumbrado a estas escaleras, yestás en un segundo piso. Bueno, ya podréorientarme yo solo. No te molestes más, mu-chacho, vas a enfriarte.

Pero yo no lo dejaba. Descendimos juntoshasta el primero.

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-Llevo aguardándolo estos tres días.La frase se me escapó a pesar mío. Me atra-

ganté.-Gracias, querido.-Sabía con toda seguridad que usted vendría.-Y yo sabía que tú sabías que yo vendría. Gra-

cias, muchacho.Se calló. Estábamos delante de la puerta y yo

lo seguía aún. Abrió; el viento, que se colóbruscamente, me apagó la vela. Entonces loagarré del brazo; había una completa oscu-ridad. Se estremeció, pero no dijo ni una pala-bra. Me lancé sobre su mano y me puse a besár-sela ávidamente, varias veces, una multitud deveces.

-Mi querido niño, ¿por qué me quieres tanto?- dijo, pero con uua voz completamente distin-ta.

Esa voz temblaba y producía un sonido to-talmente nuevo; se habría dicho que no era élquien hablaba.

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Yo quería responder, pero no pude, y volví asubir corriendo. Él seguía aguardando en elmismo sitio, y solamente cuando llegué a mipiso oí abrirse y cerrarse con ruido la puerta deafuera. Escapando al casero, que una vez másse hallaba en el corredor, me deslicé dentro demi habitación, corrí el cerrojo y, sin encender lavela, me arrojé encima de la cama, el rostro con-tra la almohada, y lloré, lloré. Era la primeravez que lloraba desde la época de Tuchard.Aquellos sollozos se me escapaban con tantafuerza, y yo era tan feliz... Pero, ¿cómo descri-birlo?

Acabo de trazar estas palabras sin enrojecer,porque tal vez todo aquello estaba bien, a pesarde toda su absurdidad.

Pero, ¡cómo tuvo que arrepentirse! Me mostréun déspota terrible. Como de costumbre, entrenosotros no se volvió a hablar de aquella esce-na. Al contrario, nos encontramos al día si-guiente como si nada hubiera sucedido. Es más,aquella segunda noche me mostré casi grosero,

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y también él me pareció seco. Me pasaba algoraro; no sé por qué, no había ido todavía a sucasa, a pesar de mi deseo de ver a mi madre.

Durante todo aquel tiempo, es decir, duranteaquellos dos meses, no hablamos más que delas materias más abstractas. Y eso es to que measombra: no hacíamos más que tratar de cues-tiones abstractas, las más humanas y las másindispensables sin duda, pero sin rozar lo másmínimo lo esencial. Ahora bien, en lo esencialmuchísimas cosas necesitaban ser decididas yaclaradas, a incluso lo necesitaban con urgen-cia, pero aquello era precisamente de lo que nohablábamos. Yo no decía nada ni de mi madre,ni de Lisa... ni, en fin, de mí mismo, de toda mihistoria. ¿Era vergüenza o bien algún caprichode juventud? Lo ignoro. Supongo que era porpuerilidad, puesto que la vergüenza podia, apesar de todo, ser superada. Yo lo tiranizabaterriblemente a incluso varias veces llegué arozar la insolencia, hasta contra mi corazón:aquello se hacía por sí mismo, irresistiblemente,

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sin que yo pudiera evitarlo. En cuanto a él, ensu tono había, como antiguamente, una ligeraironía, aunque siempre extremadamente acari-ciadora, a pesar de todo. Lo que me chocabatambién era que él prefiriese venir a mi casa,tanto que acabé yendo muy raramente a casade mi madre, una vez por semana, no más, so-bre todo en la época más reciente, cuando mesentía completamente aturdido. Él venía siem-pre por las noches y se quedaba para charlar; legustaba también charlar con mi casero; me pon-ía furioso que un hombre como él hiciera eso.Se me ocurrió una idea: ¿sería tal vez que nodisponía de otras personas a las que visitar?Pero yo sabía con toda certeza que tenía amis-tades; en aquellos últimos tiempos había inclu-so reanudado muchas antiguas relacionesmundanas descuidadas el año anterior; pero noparecía que lo sedujeran desmesuradamente ymuchas de ellas no las había renovado más quede una forma oficial; prefería venir a mi casa. Aveces me conmovía mucho el hecho de que, al

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presentarse por las noches, casi todas las vecestenía una especie de timidez en el momento deabrir la puerta y, en el primer instante, me mi-raba siempre con una singular inquietud en losojos: a¿No te molesto? Dímelo francamente yme iré.» Incluso algunas veces llegaba a decirlo.Una vez, por ejemplo, justamente en estosúltimos tiempos, a entró en el instante en queyo estaba ya completamente vestido con untraje que acababa de salir de casa del sastre, yme preparaba a ir a recoger al «príncipe Serio-ja» para dirigirme con él a un sitio donde teníaalgo que hacer (más tarde explicaré a qué sitio).Entró y se sentó, probablemente sin darse cuen-ta de que yo me disponía a salir; algunos mo-mentos tenía distracciones extraordinarias.Como al azar, dejó caer la conversación sobre elcasero; yo me puse furioso.

-¡Al diablo el casero!-¡Ah, querido! - y de pronto se levantó -, pero

veo que te dispones a salir y que te estoy moles-tando... Perdóname, te lo ruego.

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Y se apresuró humildemente a marcharse. Eraaquélla su humildad ante mí por parte de unhombre tan mundano y tan independiente, ydotado de tanta originalidad, la que resucitabade golpe en mi corazón toda mi ternura haciaél, toda mi confianza en él. Pero, si me queríahasta tal punto, ¿por qué entonces no me habíadetenido en el momento de mi infamia? Notenía más que haber dicho una palabra y tal vezyo me habría contenido. Tal vez no. Pero él veíasin embargo ese dandismo, esas fanfarronadas,ese Matvei (incluso una vez había querido lle-varlo en mi trineo, pero él se había negadosiempre, a incluso aquello se había reproducidovarias veces y siempre se había negado). Veíasin embargo que yo gastaba sumas locas, y niuna palabra, ni una sola palabra, ni la másmínima curiosidad. Eso me asombra todavía,incluso hoy. Y yo, como de costumbre, no mecortaba delante de él; lo mostraba todo con os-tentación, naturalmente, sin darle la explicación

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más mínima. Él no me hacía preguntas y yotampoco hablaba.

Sin embargo, dos o tres veces estuvimos apunto de hablar de lo esencial. Una vez, al prin-cipio, después de la renuncia a la herencia, lepregunté de qué iba a vivir ahora.

-Ya me las arreglaré, amigo mío - declaró conuna calma extraordinaria.

Hoy sé que hasta el capitalito de Tatiana Pav-lovna, cinco mil rublos, ha sido gastado a me-dias por Versilov en estos dos últimos años.

Otra vez nos pusimos a hablar de mi madre:-Amigo mío - dijo él de pronto y con mucha

tristeza -, frecuentemente le advertí a Sofía An-dreievna, en los comíenzos de nuestra unión, omejor dicho, en los comienzos, a mediados y alfinal: «Querida mía, te atormento y te atormen-taré siempre, y no me arrepiento mientras estásfrente a mí; pero, si murieses, sé que me dejaríamorir a modo de castigo.»

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Por lo demás, me acuerdo de que aquella no-che se mostró especialmente franco:

-¡Si por lo menos yo fuera una nulidad sincarácter y sufriese por darme cuenta de eso!Pero no, sé muy bien que soy infinitamentefuerte. ¿Fuerte en qué, según tú? Pues bien,precisamente con esa fuerza inmediata de po-der adaptarme a lo que quiera que sea, que estan característica de los rusos inteligentes denuestra generación. Nada puede derribarme,nada puede destruirme, y nada me asombra.Soy vivaz como un perro pastor. Puedo expe-rimentar con la mayor comodidad del mundodos sentimientos opuestos en el mismo instantey eso sin que mi voluntad participe en ello. Peroyo sé sin embargo que es desleal, sobre todoporque es demasiado razonable. He vivido cer-ca de cincuenta años, y hasta hoy ignoro si esun bien o un mal haber llegado a esta edad. Sinduda me gusta la vida, y eso se desprende di-rectamente de los hechos; pero para un hombrecomo yo, amar la vida es una cobardía. Hay

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cosas nuevas en estos últimos tiempos: losKrafts no se adaptan, y se saltan la tapa de lossesos. Es evidente que los Krafts son imbéciles;por tanto nosotros somos los inteligentes, perono se puede trazar ningún paralelo y la pregun-ta queda sin contestar. ¿Es posible que la tierrano exista más que para gente como nosotros? Esprobable que sí. Pero esta idea es de por sí bas-tante desoladora. En fin, el caso es que la pre-gunta queda sin contestar.

Hablaba tristemente y, sin embargo, yo nosabía si era sincero o no. Había siempre en él nosé qué repliegue del que no quería deshacerse aningún precio.

IVLo abrumé entonces a fuerza de preguntas.

Me lancé sobre él como un hambriento sobre untrozo de pan. Me respondía siempre con amabi-lidad y sencillez, pero al final terminaba siem-pre recurriendo a aforismos generales, tanto

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que era imposible deducir en resumen algo.Ahora bien, todas aquellas preguntas me hab-ían turbado durante toda mi vida y, lo reco-nozco francamente, ya en Moscú, yo aplazabasu solución a nuestra entrevista de Petersburgo.Se lo declaré incluso, y no se burló de mí: alcontrario, me acuerdo de eso, me estrechó lamano. Sobre la política general y los problemassociales, no pude sacarle casi nada, y sin em-bargo aquellas cuestiones, en vista de mi«idea», eran las que más me turbaban. Sobrepersonas como Dergatchev, le arranqué una vezesta observación: «Están por debajo de todacrítica», pero agregó de una manera muy extra-ña que se reservaba el derecho de no conceder asu propia opinión «ninguna importancia».¿Cómo acabarán los estados contemporáneos yel universo? ¿Cómo se restablecerá la paz so-cial? A todo eso se hizo el sordo durante muchotiempo; por fin obtuve penosamente de él estaspocas palabras:

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-Pienso que todo eso sucederá de la maneramás ordinaria. Completamente por las buenas,todos los estados, a pesar del equilibrio de lospresupuestos y «la ausencia de déficit», un beaumatin se verán cogidos definitivamente en suspropias mentiras y todos, desde el primero alúltimo, se negarán a pagar, para renovarse enseguida, desde el primero al último, en unabancarrota universal. Sin embargo, todos loselementos conservadores del mundo entero seopondrán a eso, puesto que ellos serán los ac-cionistas y los acreedores y no querrán admitirla quiebra. Entonces se producirá naturalmenteuna especie de oxidación general; en seguidatodos los que nunca han tenido acciones y queen general nunca han tenido nada, es decir,todos los mendigos, se negarán naturalmente aparticipar en la oxidación... Vendrá la batalla, ydespués de setenta y siete derrotas, los mendi-gos aniquilarán a los accionistas, les quitaránsus acciones y se instalarán en lugar de ellos,como accionistas también, se entiende. Quizá

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dirán algo nuevo; quizá no. Lo más probable esque también ellos lleguen a la bancarrota. Acontinuación, amigo mío, soy incapaz de leermás lejos en los destinos que transformarán lafaz de este mundo. Por lo demás, estudia elApocalipsis...

-Pero, ¿es que las cosas van a ser tan materia-les? ¿Es que únicamente por cuestiones econó-micas va a acabar el mundo actual?

-¡Oh!, claro está que yo no me he fijado másque en un ángulo del cuadro, pero ese ángulose relaciona con todo el resto por vínculos indi-solubles.

-Y entonces, ¿qué se debe hacer?-¡Ah!, Dios mío, no tengas prisa: todo esto no

va a suceder ahora mismo. Hablando de unamanera general, lo mejor es no hacer nada enabsoluto. Uno tiene por lo menos la concienciatranquila, puesto que no ha participado en na-da.

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-Déjese de eso, hablemos en serio. Quiero sa-ber lo que tengo que hacer y cómo debo vivir.

-¿Lo que tienes que hacer, querido? Sé honra-do, no mientas nunca, no desees la casa de tuprójimo, en una palabra, relee los Diez Man-damientos: todo eso está escrito en ellos paratoda la eternidad.

-Basta, basta, todo eso es demasiado viejo, yademás no son más que palabras, siendo asíque hace falta obrar.

-Pues bien, si te ves presa de un aburrimientodemasiado grande, trata de amar a alguien oalgo, o incluso sencillamente de aficionarte aalgo.

-Usted todo lo toma a broma. Además, ¿quéharía yo solo con sus Diez Mandamientos?

-Pues los pondrás en práctica, a pesar de tuspreguntas y de tus dudas, y serás un granhombre.

-Ignorado de todos.-Nada hay oculto que no se descubra un día.

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-¡Usted siempre está bromeando!-Pues bien, si lo tomas todo tan en serio, lo

mejor sera que trates de especializarte lo antesposible. Hazte arquitecto o abogado. Tendrásentonces una ocupación verdadera y seria, tecalmarás y olvidarás todas esas chiquilladas.

Me callé. ¿Qué más podía sacar? Y sin embar-go, después de cada una de aquellas conversa-ciones, me sentía aún más turbado que antes.Además, veía claramente que en él seguíahabiendo una especie de misterio; eso era loque me atraía hacia él más y más.

-Escuche -le interrumpí un día-, siempre hesospechado que usted hablaba así únicamentepor despecho y por súfrimiento, mientras queen el fondo de usted mismo está adherido a nosé qué idea superior que usted oculta o que seavergüenza de confesar.

-Te doy las gracias, querido mío.-¡Escuche! No hay nada más sublime que

hacerse útil. Dígame en qué, en el momento

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dado, puedo ser más útil. Sé que no va a resol-verme usted la pregunta. Pero sólo necesito suopinión, dígamela y haré lo que usted diga, ¡lojuro! Pues bien, ¿en qué consiste ese gran pen-samiento?

-Cambiar las piedras en panes, he ahí el granpensamiento.

-¿Es el más grande? No, en verdad, usted haindicado toda una vía a seguir. Usted me lo dirásin embargo: ¿es la más grande?

-Es muy grande, amigo mío, muy grande. Pe-ro no es la más grande; es grande, pero de se-gunda categoría, y grande solamente en el mo-mento actual: el hombre, una vez saciado, per-derá el recuerdo de esto; por el contrario, diráen séguida: «Bueno, heme aquí saciado. Y aho-ra, ¿qué voy a hacer?» La pregunta queda eter-namente sin contestar.

-Ha hablado usted de las «ideas ginebrinas».No he comprendido qué quiere decir eso de «ideas ginebrinas».

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-Las ideas ginebrinas, amigo mío, es la virtudsin el Cristo, son las ideas de hoy día, o, pordecirlo mejor, es la idea de toda la civilizaciónmoderna; en una palabra, es una de esas largashistorias que son muy fastidiosas de empezar yharíamos mejor callándonos.

-¡Usted siempre querría callarse!-Acuérdate, amigo mío, de que el silencio es

cosa sin peligro, buena y bella.-¿Bella?-Desde luego. El silencio es siempre hermoso,

y el silencioso es siempre más bello que el char-latán.

-Pero hablar como nosotros hacemos, usted yyo, equivale de todas maneras a callarse. ¡Aldiablo esa belleza, al diablo una ventaja así!

-Querido mío - me dijo de pronto, cambiandoligeramente de tono, incluso con sentimiento ycon una cierta insistencia particular-, queridomío, no quiero en forma alguna seducirte conalguna buena virtud burguesa a cambio de tus

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ideales. Yo no te digo que «la felicidad vale másque el heroísmo». Al contrario, el heroísmo essuperior a no importa qué felicidad, y la solapredisposición al heroísmo constituye la felici-dad. Así, pues, eso es una cosa que queda bienresuelta entre nosotros. Si siento respeto por ti,es porque tú has sabido, en nuestra época po-drida, crearte en tu corazón una «idea» para ti(tranquilízate, me acuerdo de eso muy bien).Sin embargo, es imposible no pensar tambiénen la mesura, puesto que tienes deseos ahora deuna vida resonante, de incendiar no sé qué, dehacer añicos no sé qué, de elevarte por encimade toda Rusia, de pasar como una nube fulgu-rante, de sumir a todo el mundo en el espanto yen la admiración y de desvanecerte en los Esta-dos Unidos. Seguramente hay algo como estoen tu corazón, y por eso creo útil prevenirte,puesto que he concebido por ti un afecto since-ro.

¿Qué podía yo sacar tampoco de aquello? Allíno había más que inquietud respecto a mí, a

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propósito de mi suerte material. Era el padrecon sus sentimientos prosaicos, aunque buenos,pero ¿era eso lo que me hacía falta, en presenciade ideas por las cuales todo padre leal deberíaenviar a su hijo a la muerte, como el viejo Hora-cio a los suyos por la idea romana?

Frecuentemente le hice preguntas sobre la re-ligión, pero en aquel terreno la bruma era aúnmás densa. Si yo preguntaba: ¿qué debo haceren este sentido?, me respondía de la maneramás tonta, como a un niñito: hace falta creer enDios, querido mío.

-Pero ¡si yo no creo en todo eso! - exclamé unavez, lleno de irritación.

-Entonces, está muy bien, querido.-¿Cómo que está muy bien?-Es un signo excelente, amigo mío; es incluso

el más seguro de todos, puesto que nuestro ateoruso, si solamente es ateo de verdad y tiene unpoquito de espíritu, es el mejor hombre delmundo, siempre dispuesto a acariciar a Dios,

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porque es bueno, y es bueno porque está in-mensamente satisfecho de ser ateo. Nuestrosateos son gente respetable y dignos de todaconfianza; son; por así decirlo, el sostén de lapatria...

Ya aquello era evidentemente algo, pero noera lo que yo quería. Solamente una vez enun-ció sus pensamientos, pero de una manera tanrara, que me quedé todavía más asombrado,sobre todo teniendo en cuenta todas aquellasveleidades católicas y todas aquellas cadenas delas que yo había oído hablar:

-Querido mío - me dijo un día, no en casa, si-no en la calle, después de una larga conversa-ción, mientras lo acompañaba -. Amigo mío,amar a los hombres tal como son es imposible.Y sin embargo es preciso. Por eso hay quehacerles el bien refrenando los propios senti-mientos, tapándose la nariz y cerrando los ojos(esta última condición es indispensable). Debessoportar el mal que te hacen, sin tomarles odio,si eso es posible, «acordándote de que también

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tú eres hombre». Naturalmente, tienes derechoa mostrarte severo con ellos si te ha sido conce-dido el ser un poco más inteligente que eltérmino medio. Los hombres son bajos por na-turaleza y les gusta amar por miedo; no te dejescoger en este amor y no ceses nunca de despre-ciarlos. En alguna parte del Corán, Alá ordena asu profeta que mire a los «recalcitrantes» comosi fueran ratones, que les haga el bien y siga sucamino. Es una conducta un poco altanera, peroes justa. Has de saber despreciarlos, inclusocuando son buenos, porque entonces es preci-samente cuando son más infectos. ¡Oh, amigomío, hablo así porque me conozco muy bien!Quien no es demasiado bestia no puede vivirsin despreciarse, honrado o pillo, poco importa.Amar a su prójimo y no despreciarlo, es impo-sible. A mi entender, el hombre ha sido creadofísicamente con la incapacidad de amar a suprójimo. Hay en eso un error de lenguaje, desdeel principio mismo, y «el amor a la humanidad»debe comprenderse únicamente en el sentido

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de la humanidad que tú te creas a ti mismo entu corazón (en otras palabras, me creo a mímismo así como al amor hacia mí), y que porconsiguiente no existirá nunca en realidad.

-¿No existirá nunca?-Reconozco, amigo mío, que eso sería un poco

idiota, pero no tengo yo la culpa. Y como no seme ha pedido mi opinión en el momento de lacreación del mundo, me reservo el derecho apensar lo que me parezca.

-¿Cómo, después de eso, le pueden llamar austed - exclamé - cristiano, monje cargado decadenas, predicador? ¡No lo comprendo!

-¿Y quién me llama así?Se lo conté. Me escuchó muy atentamente, pe-

ro dejó que la conversación decayera...No consigo acordarme a propósito de qué tu-

vimos aquella charla memorable. Pero inclusose enfadó, lo que no le sucedía casi nunca.Hablaba con pasión y sin ironía, como si estu-viera dirigiéndose a otra persona. Pero todavía

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yo no lo escuchaba con confianza: no era posi-ble que se pusiese a tratar con un chiquillo co-mo yo de temas tan serios.

CAPÍTULO III

Aquella mañana, 15 de noviembre, me lo en-contré en casa del «príncipe Serioja». Era yoquien se lo había presentado al príncipe, pero,aun sin mi intervención, tenían bastantes pun-tos de contacto (me refiero a aquellas viejashistorias de lo ocurrido en el extranjero, etc.).Además, el príncipe le había dado su palabrade asignarle por lo menos un tercio de la heren-cia, lo que vendría a representar unos veintemil rublos. Me acuerdo de que me pareció muyraro que no le asignase más que un tercio y nola mitad; pero no dije nada. Aquella promesa lahabía dado el príncipe por su propia iniciativa;Versilov no había pronunciado la menor pala-

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bra ni aventurado la más mínima alusión; elpríncipe mismo fue quien dio los primeros pa-sos, y Versilov admitió la cosa en silencio y novolvió a mencionarla nunca; jamás mostróacordarse en forma alguna de la promesa. Diréde paso quc el príncipe, al principio, se mostrótotalmente encantado con él, en particular consus discursos; llegó incluso a entusiasmarse yme lo dijo en varias ocasiones. Exclamaba aveces, a solas conmigo y casi con desesperación,que era «tan inculto, que llevaba un camino tanequivocado...». La verdad es que ¡éramos en-tonces tan amigos... ! Por mi parte me esforzabaen hacer que Versilov adquiriera una buenaopinión del príncipe, defendía sus defectos,aunque los veía muy bien; pero Versilov sequedaba silencioso o sonreía.

-¡Si tiene defectos, para mí por lo menos tienetantas cualidades como defectos! - exclamé undía, plantándole cara a Versilov.

-¡Cómo lo adulas, gran Dios! - se burló.

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-¿En qué? - pregunté sin comprender.-¡Tantas cualidades! ¡Pues hará milagros, si

tiene tantas cualidades como defectos!Por lo visto, no se trataba solamente de una

opinión. En una palabra, evitaba entonceshablar del príncipe, como en general evitabahablar de todos los problemas esenciales; perodel príncipe todavía más. Yo sospechaba ya queiba a ver al príncipe cuando yo no estaba y quesostenía con él relaciones particulares, peroaquello no me molestaba. Tampoco me sentíaceloso porque le hablase más seriamente que amí, de manera más positiva, por así decirlo, conmenos ironía; pero yo era entonces tan feliz,que incluso aquello me agradaba. Hasta lo ex-cusaba con el hecho de que el príncipe era unpoco torpe y, además, le gustaba la precisión enlos términos y era incluso incapaz de compren-der algunas bromas. Pues bien, en los últimostiempos, empezaba a emanciparse. Hasta sussentimientos hacia Versilov parecían cambiar.Versilov, siempre sensible, no dejó de notarlo.

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Advertiré también que el príncipe cambió almismo tiempo respecto a mí, incluso de unamanera demasiado visible; de nuestra amistadprimitiva, casi calurosa, no quedaban sino al-gunas fórmulas muertas. Sin embargo yo conti-nuaba yendo a su casa; por lo demás, ¿ cómohabría podido obrar de otra manera, una vezembarcado en todo aquello? ¡Oh, qué novatoera yo entonces! ¿Es posible que la sencillez decorazón pueda conducir a un hombre a un gra-do semejante de torpeza y de humillación?Aceptaba dinero de él y creía que aquello notenía importancia. O, mejor dicho, no es eso: yosabía ya que era algo que no se debía hacer,pero apenas pensaba en eso. No era por el dine-ro por lo que yo iba allí, aunque me hiciese unafalta terrible. Yo sabía que no iba allí por el di-nero, pero comprendía que iba cada día a cogerdinero. Pero yo estaba ya metido en el torbelli-no y además mi alma se ocupaba entonces deotra cosa completamente distinta: ¡en mi almahabía un cántico!

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Al entrar, a eso de las once de la mañana, meencontré a Versilov terminando una larga pa-rrafada; el príncipe escuchaba dando zancadaspor la habitación y Versilov estaba sentado. Elpríncipe parecía estar un poco turbado. Versi-lov tenía casi siempre el don de turbarlo. Elpríncipe era un ser extremadamente receptivo,hasta la ingenuidad, lo que muchas veces meimpulsaba a mirarlo por encima del hombro.Pero, lo repito, en aquellos últimos días habíaaparecido en él una especie de malignidad de-clarada. Se interrumpió al verme y el rostropareció contraérsele. Por mi parte yo sabíacómo explicarme aquella mañana su airesombrío, pero no esperaba un cambio tal defisonomía. Sabía que se le habían acumuladotoda clase de dificultades, pero la lástima eraque yo no conocía más que la décima parte; poraquel entonces el resto era para mí un secretoabsoluto. Era algo estúpido y desagradable,porque yo me permitía a menudo consolarlo ydarle consejos, me burlaba olímpicamente de su

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debilidad, reprochándole que se desanimara«por semejantes tonterías». Él guardaba silen-cio; pero era imposible que no me odiase terri-blemente en aquellos momentos: yo estaba enuna situación demasiado falsa, sin ni siquierasospecharlo. ¡Oh, Dios es testigo, yo no sos-pechaba lo esencial!

Sin embargo, me tendió cortésmente la manoy Versilov inclinó la cabeza sin interrumpir sudiscurso. Me senté en el diván. ¡Qué aires medaba yo entonces, qué ademanes! Me hacía elimportante, trataba a sus amigos como si fueranlos míos... ¡Oh, si hubiese algún medio paravolver atrás, de qué manera más distinta mecomportaría!

Dos palabras, para no olvidarme: el príncipevivía entonces en el mismo apartamiento, peroahora lo ocupaba casi del todo; la propietaria,Stolbieieva, no había pasado allí más que unmes y había vuelto a marcharse.

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IIHablában de la nobleza. Haré constar que esta

idea atormentaba mucho al príncipe, a pesar desus aires de progresista, y hasta sospecho quemuchos aspectos malos de su vida provienende ahí, han tenido ese comienzo: herido por sutítulo de príncipe y privado de fortuna, se pasótoda la existencia derrochando dinero por falsoorgullo y se cubrió de deudas. Versilov le insi-nuó muchas veces que no era en eso en lo queconsistía la nobleza y se esforzó en hacer pene-trar en su corazón un concepto más elevado;pero el príncipe acabó por ofenderse de que sele quisiera dar lecciones. Evidentemente erauna escena de este tipo la que se estaba repre-sentando aquella mañana, pero yo no habíaasistido al comienzo. Las palabras de Versilovme parecieron al principio reaccionarias, perose corrigió en seguida.

-La palabra honor significa deber - decía él(reproduzco tan sólo el sentido, por lo que re-cuerdo aún) -. Cuando en un estado domina

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una clase privilegiada, el país es fuerte. La clasedominante tiene siempre su honor y su religióndel honor, que puede por lo demás ser falsa,pero que sirve de cimiento y consolida la na-ción; es útil moralmente y todavía más en polí-tica. Pero los esclavos sufren, quiero decir, to-dos los que no pertenecen a esa casta. Para queno sufran, se les concede la igualdad de dere-chos. Es lo que se ha hecho entre nosotros, yestá muy bien. Pero todas las experiencias quehan tenido lugar hasta ahora y en todas partes(es decir, en Europa) muestran que la igualdadde derechos arrastra consigo una mengua delsentimiento del honor, y por consiguiente deldeber. El egoísmo ha reemplazado la antiguaidea que servía de cimiento al país, y todo se hadisuelto en libertad de los individuos. Loshombres, liberados, al quedarse sin idea que lessirva de cimiento, han perdido por fin tan to-talmente toda idea superior, que incluso hancesado de defender su libertad. Pero la noblezarusa no se ha parecido nunca a la de Occidente.

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Aun hoy, después de haber perdido sus dere-chos, nuestra nobleza podría seguir siendo unorden superior, conservador del honor, de lasluces, de la ciencia y de las ideas superiores,sobre todo al cesar de ser una casta cerrada, loque entrañaría la muerte de la idea. Al contra-rio, las puertas de la nobleza se han entreabieitoen nosotros desde hace mucho tiempo; hoy hallegado el instante de abrirlas definitivamente.Que cada proeza del honor, de la ciencia y de lavalentía confiera a cada uno de nosotros el de-recho de adherirse a esa categoría superior. Deesa forma la clase degenera por sí misma enuna reunión de las mejores, en el sentido literaly verdadero, y no en el sentido antiguo de castaprivilegiada. Bajo esta forma nueva o, por mejordecir, renovada, esta clase podría mantenerse.

El príncipe enseñó los dientes:-¿Qué quedará entonces de la nobleza? Lo

que usted proyecta es una especie de logiamasónica, no es nobleza ya.

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Lo repito, el príncipe era espantosamente in-culto. Llegué a darme una vuelta en el diván,lleno de despecho, aunque tampoco estuvieracompletamente de acuerdo con Versilov. Versi-lov comprendió que el príncipe estaba irritado.

-Ignoro en qué sentido habla usted de maso-nería - respondió -, pero si incluso un prínciperuso rechaza una idea semejante, ¡pues bien!, esque el momento no ha llegado todavía. La ideadel honor y de la instrucción como regla deconducta de cualquiera que desee adherirse auna corporación no cerrada y renovada sin ce-sar es evidentemente una utopía, pero ¿por quéhabía de ser imposible? Si esta idea está viva,aunque no sea más que en algunos cerebros, noestá perdida, brilla como un punto luminoso enmedio de profundas tinieblas.

-A usted le gusta emplear las palabras «ideasuperior», «gran idea», « idea que cimenta» yasí sucesivamente. Me gustaría saber qué es loque entiende usted precisamente por «granidea».

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-No sé muy bien qué responderle, queridopríncipe - dijo Versilov con fina burla -; si leconfieso que soy totalmente incapaz de respon-derle, seré más exacto. Una gran idea es por logeneral un sentimiento que durante muchotiempo permanece sin definición. Sé solamenteque eso ha sido siempre lo que ha dado naci-miento a la vida viviente, es decir, no libresca yficticia, sino, al contrario, alegre y sin fastidio.Por eso la idea superior, de la que emana, esabsolutamente indispensable, en desacuerdocon todos, naturalmente.

-¿Por qué en desacuerdo con todos?-Porque es fastidioso vivir con ideas. Sin ide-

as, siempre se está alegre.El príncipe se tragó la píldora.-¿Y qué es entonces, según usted, esa vida vi-

viente? -Era claro que estaba muy furioso.-Tampoco yo lo sé, príncipe; sé simplemente

que debe de ser algo infinitamente simple, to-talmente ordinario, que salta a los ojos cada día

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y a cada minuto; tan simple, que nos cuestatrabajo creer que sea una cosa tan sencilla de-lante de la cual pasamos con toda naturalidaddesde muchos millares de años, sin observarlani reconocerla.

-Quería decir únicamente que la idea que us-ted tiene de nobleza es al mismo tiempo la ne-gación de la nobleza - dijo el príncipe.

-Pues bien, puesto que usted insiste, diré quela nobleza tal vez no ha existido nunca entrenosotros.

-Todo eso es terriblemente sombrío y oscuro.¿De qué sirve hablar tanto? En mi opinión, loque habría que hacer es desarrollar...

La frente del príncipe se arrugó. Inquieto,lanzó una mirada al reloj. Versilov se levantó ycogió su sombrero:

-¿Desarrollar? - dijo -. No, vale más no des-arrollar nada, y además mi debilidad es la dehablar sin nada de desarrollos. Sí, es la verdad.Otra cosa rara: si alguna vez me pongo a des-

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arrollar una idea en la que creí, casi siempre, alfinal de mi alegato, yo mismo dejo de creer enella. Me temo que hoy pasaría igual. Hasta lavista, mi querido príncipe. La verdad es que encasa de usted me dejo arrastrar por la charla; notengo perdón.

Salió. El príncipe lo acompañó cortésmente,pero yo estaba ofendido.

-¿Por qué se amohína usted? - preguntó deimproviso, sin mirarme y pasando a mi lado sindetenerse.

-Me amohíno - empecé a decir con un tembloren la voz - porque encuentro en usted un cam-bio tan extraño respecto a mi e incluso respectoa Versilov, que... Sin duda, Versilov ha empe-zado quizá de una manera un poco reaccio-naria, pero en seguida ha rectificado y... tal vezhabía en sus palabras un pensamiento profun-do, pero usted no ló ha comprendido y...

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-¡No quiero que se me den lecciones y que seme trate como a un colegial! - interrumpió, casienfadado.

-Príncipe, ésas son palabras que...-¡Hágame el favor de no recurrir a gestos

dramáticos! ¡Se lo ruego! Lo sé, lo que hago esindigno, soy un pródigo, un jugador, un ladrónquizá... Sí, un ladrón, puesto que pierdo el di-nero de mi familia, pero no quiero jueces porencima de mí. No quiero, no lo toleraré. Yo soymi propio juez. Y, ¿a qué vienen esas ambigüe-dades? Si tiene algo que decirme, que lo digafrancamente, en lugar de perderse en profecíasnebulosas. Pero, para decírmelo, hace falta te-ner derecho para ello, hace falta que uno mismosea honrado...

-Ante todo no he estado presente en el co-mienzo a ignoro de qué está usted hablando;además, ¿en qué no es honrado Versilov?Permítame que le haga la pregunta.

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-¡Basta, se lo ruego, basta! Ayer me pidió us-ted tresciento rublos: ¡helos aquí!

Depositó el dinero sobre la mesa, se sentó enun sillón, se dejó caer nerviosamente sobre elrespaldo y cruzó las piernas. Me detuve, turba-do:

-No sé... - balbuceé -. Es verdad que se los hepedido... y ese dinero me es muy necesario,pero, en vista de ese tono...

-Déjese de tonos. Si he pronunciado algunapalabra ofensiva, excúseme. Le aseguro quetengo otras preocupaciones. Escuche una cosaimportante: he recibido una carta de Moscú.Usted sabe que mi hermano Sacha, niño todav-ía, ha muerto hace tres días. Mi padre, comousted sabe también, hace dos años que está pa-ralítico y me escriben que ha empeorado, queya no puede articular una palabra y que no re-conoce a nadie. Allá abajo se regocijan de ante-mano, a causa de la herencia, y quieren llevár-selo al extranjero; pero el médico me escribe

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que no le quedan más de quince días de vida.Por tanto nosotros nos quedamos, mi madre, mihermana y yo, y de esta forma me encuentropoco más o menos solo... En una palabra, hemeaqui solo... Esa herencia... esa herencia, ¡oh,quizás habría sido mejor que no hubiese llega-do nunca! Pero he aquí lo que tenía que comu-nicarle a usted: de esa herencia le he prometidoa Andrés Petrovitch un mínimo de veinte milrublos. Ahora bien, hágase cargo de que lasdiversas formalidades me han impedido hacernada hasta ahora. E incluso yo... es decir, noso-tros... bueno, mi padre, todavía no ha tomadoposesión de esos bienes. Sin embargo he perdi-do tanto dinero estas tres últimas semanas, yese sinvergüenza de Stebelkov cobra unos in-tereses tales... Acabo de darle a usted poco máso menos mis últimos...

-¡Oh, príncipe, si es así.. . !-No lo digo por eso. ¡En absoluto! Stebelkov

me traerá hoy seguramente dinero, y habrábastante de momento, pero, ¡qué mal bicho es

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ese Stebelkov! Le he suplicado que me busquediez mil rublos, para poderle dar al menos esacantidad a Andrés Petrovitch. Mi promesa decederle ese tercio de la herencia me atormenta,me martiriza. He empeñado mi palabra y debocumplirla. Y, se lo juro a usted, ardo en deseosde librarme de mis compromisos, por lo menosen lo que a eso se refiere. ¡Son compromisospesados, muy pesados, insoportables! Es unaobligación que me pesa... No puedo ver aAndrés Petrovitch, porque no puedo mirarlo ala cara... ¿Por qué abusa él entonces?

-¿En qué abusa, príncipe? - me detuve asom-brado ante él -. ¿Es que alguna vez le ha hechoa usted alusiones?

-¡Oh, no, y se lo agradezco! Pero me odio a mímismo. En fin, me torturo más y más... Ese Ste-belkov...

-Escuche, príncipe, cálmese, se lo ruego. Veoque cuanto más insiste usted, tanto más tras-tornado se siente. Y sin embargo todo eso no es

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quizá tal vez más que un espejismo. ¡Oh!, yotambién me he torturado, imperdonablemente,bajamente; pero sé que eso es pasajero... Mebastaría con ganar una pequeña suma y luego...dígame, con estos trescientos, serán dos milquinientos los que le debo, ¿no es así?

-Me parece que no se los estoy reclamando -dijo el príncipe, mostrando de pronto los dien-tes.

-Usted ha dicho: diez mil a Versilov. Si yoacepto ahora el dinero de usted, será porqueentra a cuenta de los veinte mil de Versilov. Nolo aceptaría de otra forma. Pero... pero se lodevolveré yo mismo con toda seguridad...¿Cree quizá que Versilov viene a su casa a cau-sa de su dinero?

-Me encontraría mejor, si viniera a causa desu dinero --- dijo el príncipe enigmáticamente.

-Habla usted de una «obligación que le pe-sa»... Si se trata de Versilov y de mí, es ofensivo.En fin; usted dice: ¿por qué no es él mismo lo

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que quiere que sean los demás? ¡He ahí su lógi-ca! Ante todo, eso no es lógica, permítame quese lo diga; aunque él no fuera lo que exige ser,eso no le impediría predicar la verdad...Además, ¿por qué esa palabra, «predica»?También dice usted: «profeta». Dígame, ¿fueusted quien lo trató de «profeta para buenasmujeres» en Alemania?

-No, no fui yo.-Stebelkov me ha dicho que sí.--Ha mentido. No soy capaz de poner motes

tan divertidos. Pero si alguien se dedica a pre-dicar la virtud, que sea él mismo virtuoso: heahí mi lógica, y si es falsa, poco me importa.Quiero que él sea así, y así lo será. ¡Y que nadiese atreva a venir a mi casa a juzgarme y a tra-tarme como a un crío! Ya está bien - me gritóhaciendo un ademán con la mano para que nocontinuara -. ¡Ah, al fin!

La puerta se abrió y Stebelkov entró.

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Estaba igual que siempre, elegantemente ves-tido, con el pecho echado hacia delante, miran-do tontamente a los ojos de los demás, creyén-dose más listo que los otros, y muy satisfechode sí mismo. Pero en esta ocasión, al entrar,lanzó una curiosa ojeada circular; había en sumirada no sé qué particularmente prudente ypenetrante; se habría dicho que trataba de adi-vinar algo por nuestras fisonomías. Por lo de-más, se calmó instantáneamente y una sonrisaplena de presunción se abrió en sus labios, esasonrisa de «solicitante insolente» que me eratan inmensamente desagradable.

Yo sabía desde hacía tiempo que él atormen-taba mucho al príncipe. Había ya venido una odos veces en mi presencia. Yo... también yohabía tenido que ver con él por cuestión de ne-gocios en el pasado mes, pero esta vez, por cier-ta razón, me quedé un poco sorprendido por suvisita.

-Inmediatamente - le dijo el príncipe, sin de-cirle siquiera buenos días, y, volviéndonos la

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espalda, sacó de su mesa escritorio papeles ycuentas.

Yo estaba personalmente ofendido en seriopor las últimas palabras del príncipe; la alusióna la falta de honestidad de Versilov era tan clara(¡y tan sorprendente! ), que era imposible dejar-la pasar sin una explicación radical. Pero delan-te de Stebelkov no se podía soñar en eso. Metumbé de nuevo sobre el diván y abrí un libroque estaba ante mí.

-¡Bielinski, segunda parte! Es una novedad.¿Quiere usted intruirse? - le pregunté al prínci-pe, con tono probáblemente muy falso.

Él estaba muy ocupado y se daba prisa, peroal oír aquellas palabras se volvió bruscámente:

-Se lo ruego, deje ese libro tranquilo - exclamócon tono tajante.

Aquello pasaba ya de los límites. Sobre todoen presencia de Stebelkov. Como si lo hicieraadrede. Stebelkov esbozó un visaje innoble y

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astuto y con un guiño de ojos me hizo señal pordetrás del príncipe. Me aparté de aquel imbécil.

-No se enfade usted, príncipe. Se lo cedo alhombre más esencial y me eclipso...

Había decidido no enfadarme.-¿Soy yo el hombre más esencial? - preguntó

Stebelkov, señalándose gozosamente con eldedo.

-Sí, usted lo es. Usted es el hombre más esen-cial, y además lo sabe muy bien.

-No, no, permita. Aquí abajo hay en todaspartes un segundo. Yo soy ese segundo. Hay elprimero, y hay el segundo. El primero hace, y elsegundo toma. De esa forma el segundo llega aser primero, y el primero, segundo. ¿Es verdado no?

-Es posible, solamente que no le comprendo austed, como de costumbre.

-Permítame. En Francia hubo la Revolución, yse guillotinó a todo el mundo. Vino Napoleón,y se apoderó de todo. La Revolución es lo pri-

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mero, y Napoleón es lo segundo. Pues bien,Napoleón llegó a ser lo primero y la Revoluciónlo segundo. ¿Es verdad o no?

Diré de paso que cuando se puso a hablar dela Revolución Francesa, volví a encontrar en esosu malicia de la otra vez, que me divertía tanto:seguía viendo en mí a un revolucionario y, to-das las veces que me encontraba, juzgaba opor-tuno algunas frases por aquel estilo.

-¡Vamos! - dijo el príncipe, y los dos se retira-ron a otra habitación.

Una vez que me quedé solo, decidí definiti-vamente devolverle sus trescientos rubos encuanto Stèbelkov se hubiese marchado. Me hac-ía muchísima falta aquel dinero, pero habíatomado mi decisión.

Se quedaron unos diez minutos sin que seoyese nada, y de pronto empezaron otra vez ahablar en voz alta. Hablaban los dos a la vez,pero el príncipe se puso en seguida a gritar: sediría que era víctima de una violenta irritación

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que casi llegaba a la rabia. Algunas veces eramuy violento, y por eso le pasaban muchas co-sas. Pero en aquel mismo instante entró uncriado; le indiqué la habitación donde se encon-traba el príncipe y todo se calmó allí dentroinstantáneamente. En seguida, el príncipe vol-vió a salir, con el rostro preocupado, pero conuna sonrisa. El criado se marchó corriendo y,medio minuto después, entraba un visitante.

Era un personaje de aspecto majestuoso quellevaba cordones y emblema imperial, un señorde unos treinta años como máximo, miembrodel gran mundo y de severa apariencia. Deboadvertirle al lector que el príncipe Sergio Pe-trovítch no pertenecía en realidad al gran mun-do petersburgués, a pesar del deseo apasionadoque tenía de lograrlo (yo estaba enterado de esedeseo), y por consiguiente debía apreciarmuchísimo una visita semejante. Eran unasrelaciones que, como yo sabía, acababan de tra-barse después de grandes esfuerzos del prínci-pe; el visitante devolvía ahora la visita, pero,

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por desgracia, cogía desprevenido al dueño dela casa. Vi con qué sufrimiento y con qué mira-da de angustia el príncipe se volvió un instantehacia Stebelkov; pero el otro sostuvo aquellamirada como si no pasase nada y, sin pensar lomás mínimo en retirarse, se sentó con aire des-envuelto en el diván y se puso a frotarse loscabellos con la mano, sin duda en señal de in-dependencia. Incluso adoptó un aspecto grave.En una palabra, era imposible. En cuanto a mí,en aquella época, sabía ya comportarme y nohabría hecho que nadie tuviera que ruborizarse,pero, ¿cuál no sería mi asombro cuando sor-prendí también sobre mi persona aquella mira-da angustiosa, lastimera y llena de odio delpríncipe? ¡Por tanto, se avergonzaba de noso-tros dos, me colocaba al mismo nivel que a Ste-belkov! Esa idea me puso furioso; me senté to-davía más cómodamente y hojeé el libro conaire de quien no se siente afectado por nada.Stebelkov, por el contrario, abrió ojos tamaños,se inclinó hacia delante y puso oído atento a la

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conversación, juzgando sin duda que eso era locortés y lo amable. El visitante le lanzó una odos miradas, y también me las lanzó a mí.

Se comunicaron noticias de familia; aquel se-ñor había conocido a la madre del príncipe, queprocedía de una familia renombrada. Por lo quepude deducir, el visitante, a pesar de su amabi-lidad y de la aparente sencillez de su tono, erapersona muy engreída y se juzgaba tan supe-rior, que una visita suya debía ser, en su opi-nión, un honor extremo para quien quiera quefuese. Si el príncipe hubiese estado solo, es de-cir, sin nosotros, estoy convencido de que sehabría mostrado más digno y más ingenioso;pero un no sé qué de tembloroso en su sonrisa,quizás afable en exceso, y una distracción extra-ña lo traicionaban.

No llevaban sentados cinco minutos, cuandofue anunciado otro visitante más, y, como de-signado por la suerte, también era comprome-tedor. Yo lo conocía muy bien y había oído ha-blar mucho de él, aunque él no me conociera en

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absoluto. Era un hómbre muy joven, de unosveintitrés años aproximadamente, vestido ad-mirablemente, de buena familia y muy bienparecido, pero que no pertenecía desde luego ala buena sociedad. El año anterior todavía serv-ía en uno de los más célebres regimientos deCaballería de la Guardia, pero se había vistoobligado a pedir el retiro, y todo el mundo sab-ía por qué. Sus padres hasta habían llegado aanunciar en los periódicos que no respondíande sus deudas, pero no por eso él cesaba en susfrancachelas, encontrando dinero al diez porciento, jugando de una manera terrible en loscasinos y arruinándose por una francesa famo-sa. Aproximadamente una semana antes habíaganado en una velada unos doce mil rublos, yse sentía triunfador. Se llevaba muy bien con elpríncipe; con frecuencia jugaban juntos y a me-dias; el príncipe incluso se estremeció al verlo,lo noté desde mi sitio; aqued muchacho se sent-ía en todas partes como si estuviera en su casa,hablaba ruidosamente sin cortarse delante de

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nadie y decía con la mayor desenvoltura todo loque le pasaba por las mientes, y, desde luego,no se le podía ocurrir que nuestro anfitrióntemblase hasta tal punto por su compañía, es-tando allí su empingorotado visitante.

No había hecho más que entrar, interrumpióla conversación de los dos y se puso en seguidaa contar la partida de juego del día anterior,incluso antes de sentarse.

-También estaba usted allí, creo- dijo en sutercera frase, volviéndose hacia el visitante em-pingorotado, a quien tomaba por uno de lossuyos.

Pero, después de considerarlo con más aten-ción, exclamó:

-¡Ah, perdone!, le había tomado a usted poruno de los de ayer.

-Alexis Vladimirovitch Darzan, HipólitoAlexandrovítch Nachtchokine- dijo el príncipe,apresurándose a presentar el uno al otro.

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A pesar de todo, aquel muchacho era presen-table: el nombre era bueno y conocido; pero, encuanto a nosotros, no nos había presentado ynos quedamos en nuestros rincones. Yo me ne-gaba en absoluto a volver la cabeza hacia dondeestaban. Pero Stebelkov, al ver al joven, esbozóuna mueca gozosa y hasta pareció dispuesto aabrir la boca. Todo aquello empezaba a diver-tirme.

-Lo he encontrado a usted con frecuencia elaño pasado en casa de la princesa Veriguina -dijo Darzan.

-Me acuerdo, pero entonces usted llevaba eluniforme, creo - respondió afablemente Nacht-chokine.

-Sí, estaba entonces de uniforme, pero graciasa... ¡pero si es Stebelkov! ¿Cómo diablos estáaquí? Precisamente a causa de estos caballeretesno llevo ya el uniforme.

Señaló francamente a Stebelkov y se echó areír. Stebelkov se rió también gozosamente,

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tomando sin duda aquella frase por una amabi-lidad. El príncipe se sonrojó y se apresuró ahacerle alguna pregunta a Nachtchokine, mien-tras que Darsan, después de acercarse a Stebel-kov, se enzarzaba con él en una conversaciónmuy animada, pero a media voz.

-Usted debió de conocer muy bien en el ex-tranjero a Catalina Nicolaievna Akhmakova,¿no es así? - le preguntó el visitante al príncipe.

-¡Oh, sí!, muy bien...--Creo que pronto tendremos noticias. Se dice

que va a casarse con el barón Bioring..¡Es verdad! - exclamó Darzan.-¿Lo sabe usted... de una manera cierta? - le

preguntó el príncipe a Nachtchokine con unaturbación visible a imprimiendo a su preguntaun acento particular.

-Es lo que me han dicho. Y creo desde luegoque ya se habla de eso. Pero no lo sé de formasegura.

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¡Oh, es seguro!-dijo Darzan, aproximándose aellos-. Dubassov me lo dijo ayer: es siempre elprimero en enterarse de esas cosas. Sin embar-go, el príncipe debería saber...

Nachtchokine aguardó a que Darzan hubieraacabado y se volvió de nuevo hacia el príncipe:

-Ahora se la ve raramente en sociedad.-Su padre estaba enfermo el mes pasado - ob-

servó secamente el príncipe.-Me parece que es una señorita que ha tenido

aventuras - soltó de pronto Darzan.Levanté la cabeza y me enderecé.-Tengo el gusto de conocer personalmente a

Catalina Nicolaievna y creo que es mi deberasegurarle a usted que todos esos rumores es-candalosos no son más que mentitas e infa-mias... han sido inventados por los... que ron-daban en torno de ella, pero que han fracasado.

Después de aquella tonta interrupción mecallé y seguí mirando a los asistentes, con elrostro inflamado y el busto erguido. Todo el

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mundo se volvió hacia el lado donde yo estaba,pero de repente Stebelkov se echó a reír; Dar-zan, sorprendido, sonrió también.

-Arcadio Makarovitch Dolgoruki - le dijo elpríncipe a Darzan, señalándome.

-¡Ah!, créame, príncipe-dijo Darzan volviéndo-se hacia mí con un aire franco y benévolo -. Nosoy yo quien habla; si hay rumores, no he sidoyo quien los ha propalado.

-¡Oh, no le acuso a usted! -- respondí rápi-damente.

Pero ya Stebelkov estallaba en una risotadaindecente, motivada, según se aclaró más tarde,por el hecho de que Darzan me hubiese llama-do príncipe. ¡Otra mala pasada que me jugabaaquel nombrecito infernal! Todavía hoy mesonrojo al pensar que no supe, naturalmentepor una vergüenza mal entendida, deshacerinmediatamente aquella tontería y declarar bienalto que yo era Dolgoruki a secas. Era la prime-

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ra vez que me pasaba aquello. Darzan nos miróperplejo a Stebelkov, todo risueño, y a mí.

-¡Ah, sí!, ¿quién es esa muchacha tan lindaque acabo de encontrarme, pimpante y fresca,en la escalera? - le preguntó súbitamente alpríncipe.

-No sé nada - respondió el otro rápidamente,ruborizándose.

-¿Quién podrá saberlo entonces? - preguntóDarzan sonriente.

-En realidad... puede que sea.. . - y el príncipese interrumpió.

-Es... pues es su hermanita... Isabel Makarov-na - soltó Stebelkov, señalándome -. Yo tambiénacabo de encontrarme con ella...

- -¡Ah, desde luego! - dijo el príncipe, esta vezcon rostro extremadamente grave y serio -. De-be de ser Isabel Makarovna, una buena amigade Ana Fedorovna Stolbieieva, cuya casa ocupoahora. Seguramente habrá venido a ver a Daria

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Onissimovna, otra buena amiga de Ana Fedo-rovna, que le ha confiado su casa al partir...

Conque era aquello. Aquella Daria Onissi-movna era la madre de la pobre Olia, de la queya he hablado, y a la que Tatiana Pavlovna hab-ía colocado por fin en casa de la Stolbieieva. Yosabía perfectamente que Lisa iba a casa de Stol-bieieva y que a veces veía allí a la pobre DariaOnissimovna, hacia la cual todo el mundo ennuestra casa había concebido un gran cariño;pero en aquel momento, después de aquelladeclaración tan precisa del príncipe y sobretodo después de la absurda salida de Stebelkov,y quizá también porque se me acababa de lla-mar príncipe, sentí que me sonrojaba de la ca-beza a los pies. Por fortuna, en aquel mismoinstante, Nachtchokine se levantó para despe-dirse; le tendió la mano también a Darzan. Du-rante el instante que nos quedamos solos conStebelkov, éste me señaló a Darzan que nosvolvía la espalda en el umbral; amenacé a Ste-belkov con el puño.

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Un minuto después, Darzan se fue también,después de haber convenido con el príncipeuna cita para el día siguiente, ni que decir tieneque en una casa de juego. Al salir, le gritó algoa Stebelkov y se inclinó ligeramente delante demí. Apenas se había marchado, Stebelkov saltóde su sitio y se plantó en mitad de la habita-ción, alzando un dedo en el aire:

-Ese señorito ha hecho la semana pasada lafaena siguiente: ha firmado un pagaré con unfalso endoso a nombre de Averianov. Ese deli-cioso pagaré existe todavía. ¡Es inadmisible! Esuna cuestión de derecho. ¡Ocho mil rublos!

-¿Y es usted quien tiene ese pagaré? - le pre-gunté, lanzándole una mirada feroz.

-Lo que yo tengo es una banca, unmont-de-piété, y no un pagaré. Ustedes saben loque es el mont-de-piété en París. Es pan y felici-dad para los pobres. Pues bien, yo tengo unmont-de-piété mío particular...

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El príncipe lo interrumpió maligna y brutal-mente:

-¿Y qué hacía usted ahí? ¿Por qué se ha que-dado?

-¿Cómo? - dijo Stebelkov, parpadeando -. ¿Yla cosa?

-¡No, no y no! - exclamó el príncipe, patalean-do -. ¡Ya lo he dicho!

-Bueno, si es así... está bien. Solamente queeso no es todo...

Dio media vuelta y salió bruscamente bajandola cabeza y encorvando la espalda. El príncipele gritó cuando ya estaba en el umbral:

-¡Y sepa usted bien, caballero, que no le tengomiedo!

Estaba muy irritado. Tenía ganas de sentarse,pero al verme no lo hizo. Su mirada parecíadecirme también: «¿Y tú, qué haces tú ahí?»

-Príncipe - empecé.

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-No tengo tiempo, de verdad, Arcadio Maka-rovitch, tengo que salir.

-Un momentito, príncipe, es muy importante.Y ante todo, tenga usted sus trescientos rublos.

-¿Qué quiere decir eso ahora?Se iba, pero se detuvo.-Es que después de lo que ha pasado... y de lo

que usted ha dicho de Versilov, que no es de-cente, y, en fin, el tono que ha adoptado ustedtodo este tiempo... En una palabra, no puedoaceptar.

-Sin embargo ha estado usted aceptando durantetodo un mes.

Se sentó bruscamente. Yo estaba en pie delan-te de la mesa; con una mano me entreteníaatormentando el libro de Bielinski, con la otratenía agarrado el sombrero.

-Los sentimientos eran distintos, príncipe... Y,además, yo nunca habría sobrepasado de unadeterminada cifra... Este juego... En una pala-bra, no puedo.

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-No se ha distinguido usted de ninguna ma-nera, y por eso está furioso. Le ruego que dejeen paz ese libro.

-¿Qué quiere usted decir con eso de «distin-guido de ninguna manera»? Además, en pre-sencia de sus invitados, me ha puesto ustedpoco más o menos al mismo nivel que Stebel-kov.

-¡He ahí la clave del enigma! - dijo con unasonrisa mordaz -. Además, le ha molestado quele digan príncipe.

Soltó una risita maligna. Yo estallé:-Ni siquiera comprendo... Príncipe, he ahí un

título que no querría ni siquiera de balde.-Conozco su carácter. ¡Cómo se ha revuelto

para defender a Ahkmakova! ¡Suelte usted eselibro!

-¿Qué significa eso? - grité yo también.-¡Suel-te-e-se libro! - aulló, enderezándose fu-

riosamente en su sillón, como dispuesto aechárseme encima.

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-¡Esto ya sobrepasa todos los límites! - dije,dirigiéndome rápidamente hacia la puerta.

Pero todavía no había llegado cuando megritó:

-¡Vuelva, Arcadio Makarovitch! ¡Vuelva!¡Vuelva inmediatamente!

Yo ya no lo escuchaba y me iba. Me alcanzó apasos rápidos, me cogió por el brazo y mearrastró a su despacho, tendiéndome los tres-cientos rublos que yo había abandonado -.¡Tómelos, lo exijo... de lo contrario... Se lo orde-no!

-Pero, príncipe, ¿cómo voy a cogerlos?-Pues bien, le pido perdón, si quiere. Venga,

perdóneme.-Príncipe, yo siempre lo he querido a usted, y

si, por su parte también...-Yo también. Tenga...Tomé los billetes. Sus labios temblaban.

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-Le comprendo, príncipe, está usted enfadadocon ese sinvergüenza... pero a pesar de todo noaceptaré más que si nos besamos, como des-pués de nuestros enfados anteriores...

Diciendo aquellas palabras, también yo tem-blaba.

-Ahora, mimos... - rezongó el príncipe, son-riendo tímidamente.

Pero se inclinó y me besó. Me estremecí: en elmomento de aquel beso, leí en su rostro unaclara repugnancia.

-¿Le ha traído a usted el dinero al menos?-Bueno, poco importa. -Entonces es que...-Lo ha traído, lo ha traído...-Príncipe, éramos amigos... y, además, Versi-

lov...-Sí, sí, ¡está bien!-En fin, no sé realmente si estos trescientos

rublos...Los tenía entre las manos.

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-¡Tómelos, tómelos!Y se echó a reír de nuevo, pero había en su

sonrisa algo malvado.Los tomé.

CAPÍTULO IIII

Los tomé, porque le tenía cariño. Al que nome crea, le responderé que, por lo menos en elmomento en que yo tomaba aquel dinero, esta-ba firmemente convencido de que podría, siquisiera, procurármelo en otra parte. Así, pues,lo tomaba no por necesidad, sino por delicade-za, para no herirlo. ¡Ay, he ahí cómo yo razona-ba entonces! Pero de todas formas me sentíademasiado confuso al separarme de él aquellamañana. Con respecto a mí, observaba en él uncambio enorme. Él nunca había empleado untono parecido; y, contra Versilov, era una rebe-lión declarada. Sin duda Stebelkov lo habiapuesto de mal humor; pero aquello había co-

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menzado antes de la llegada de Stebelkov. Lorepito: el cambio podia notarse ya los días pre-cedentes, pero no de esta manera, no hasta talpunto, y eso era lo importante.

Lo que había podido causar aquel efecto erala estúpida noticia relativa a aquel ayudante decampo de Su Majestad, el barón Bioring... Tam-bién yo había salido turbado, pero... El hecho esque yo tenía entonces otra luz delante de losojos y dejaba pasar muchas cosas sin prestarlesninguna atención: me apresuraba a dejarlaspasar, rechazaba todo lo que era sombrío y medirigía hacia lo que brillaba...

No era todavía la una de la tarde. Desde la ca-sa del príncipe me dirigí con mi Matvei, se creao no, directamente a casa de Stebelkov. Acaba-ba de sorprenderme menos por su visita alpríncipe (le había prometido venir) que por losguiños de ojos que me había dirigido según suestúpida costumbre, pero sobre un tema com-pletamente diferente del que yo me imaginaba.Yo había recibido de él, el día anterior por la

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noche y por correo, un billete bastante enigmá-tico en el cual me suplicaba que fuera a verlohoy entre la una y las dos: tenía que comuni-carme «ciertas cosas inesperadas». Y de aquellacarta, no había dicho ni una sola palabra hacíaun momento, en casa del príncipe. ¿Qué secre-tos podía haber entre Stebelkov y yo? La solaidea era ridícula; pero, después de todo lo quehabía pasado, yo no dejaba de sentir un tem-blorcillo al dirigirme a su casa. Claro que yahabía ido a buscarlo una vez, hacía unos quincedías, para una cuestión de dinero, y él me lohabía ofrecido, pero no nos habíamos puesto deacuerdo y yo no había aceptado; en aquella oca-sión rezongó alguna cosa oscura, según su cos-tumbre, y me pareció que quería hacerme unaproposición, ofrecerme condiciones especiales...Y, como yo lo había tratado altivamente todaslas veces que me lo encontré en casa del prínci-pe, rechacé con orgullo toda idea de condicio-nes especiales y salí, aunque él saliera corriendo

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detrás de mí hasta la puerta. Y entonces fuecuando le pedí prestado al príncipe.

Stebelkov vivía completamente independien-te y con gran lujo: un apartamiento de cuatrohermosas habitaciones, un bonito mobiliario,dos sirvientes, hombre y mujer, más una amade llaves, por to demás de edad madura. Memostré muy colérico.

-Escuche usted, señor mío - empecé desde lapuerta -; ante todo, ¿qué significa esa cartita?No admito correspondencia entre usted y yo.¿Y por qué no me ha dicho todo lo que tengaque decirme hace un momento, en casa delpríncipe? Me tenía usted a su disposición.

-Y usted, ¿por qué no habló usted hace unmomento? ¿Por qué no me preguntó nada?

Y abrió la boca en una sonrisa de perfecta sa-tisfacción.

-Sencillamente porque no soy yo quien tienenecesidad de usted, sino usted quien la tiene demí - exclamé enfurecido.

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-Y entonces, ¿por qué viene usted a verme, sila cosa es como me dice?

Casi se puso a saltar de alegría. Inmediata-mente di media vuelta para marcharme, perome agarró por el hombro.

-No, no era broma. El asunto es serio, usted loverá.

Me senté. Lo confieso, me arrastraba la curio-sidad. Nos instalamos al extremo de un ampliodespacho, el uno frente al otro. Sonrió finamen-te y levantó el dedo.

-¡Si le parece, sin finuras y sin rodeos! Y sobretodo sin alegorías. Derecho al grano, o me voy -le grité, enfadado nuevamente.

-¡Es usted orgulloso! - dijo con un reprocheidiota, balanceándose en su sillón y marcandotodas las arrugas de la frente.

-Así es como hay que obrar con usted.-Hoy... ha recibido usted dinero en casa del

príncipe. Trescientos rublos. También yo tengodinero. El mío vale más.

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-¿Cómo sabe usted que lo he aceptado? -me sentía terriblemente sorprendido -. ¿Esque se lo ha dicho él?

-Me lo ha dicho. Cálmese usted, ha sido deuna manera incidental, de pasada, no a propósi-to. Me lo ha dicho. Pero usted no podía recha-zar. ¿Es así o no?

No sé por qué me propone eso; he oído decirque desuella usted a la gente con los intereses.

-Tengo mi mont-de-piété, no desuello a nadie.Fácilito dinero únicamente a los amigos, no alos demás. Para los demás hay el mont-de-piété...

Ese mont-de-piété era sencillamente préstamossobre objetos dejados en prenda, manipulacíónque se llevaba a cabo en un local distinto, sien-do, por lo demás, una empresa floreciente.

-A los amigos les doy grandes sumas.-¿Y el príncipe es uno de sus amigos?-Lo es. Pero... quiere contarnos paparruchas.

¡Que tenga cuidado!

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-¿Hasta ese punto lo tiene usted entre las ma-nos? Le debe mucho, ¿no?

-¿Él. .. ? Muchísimo.-No dejará de pagarle. Tiene una herencia...-Esa herencia no es suya. Me debe dinero, y

otra cosa además. No basta con la herencia. Austed le prestaré sin intereses.

-¿También a título de amigo? ¿Por qué me lohe merecido? - pregunté, echándome luego areír.

-Se lo merecerá usted.Avanzó hacia mí con todo su cuerpo y se dis-

puso a elevar el dedo.-¡Stebelkov, nada de dedos!, o me voy.-¡Escuche... él puede casarse con Ana Andrei-

evna! - y me hizo un guiño infernal.-Mire, Stebelkov, la conversación está toman-

do un aspecto demasiado escandaloso... ¿Cómose atreve usted a mencionar el nombre de AnaAndreievna?

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-No se enfade usted.-Estoy conteniéndome para poder escucharle,

porque en todo esto veo no sé qué maquinacióny querría saber... Pero ya no puedo resistir más,Stebelkov.

-No se enfade usted, no se haga el orgulloso.Deje de hacerse el orgulloso un momentito.¿Conoce usted la historia de Ana Andreievna?¿Sabe usted que el príncipe puede casarse?

-Naturalmente, he oído hablar de ese proyec-to, estoy enterado de todo. Pero jamás he co-mentado eso con el príncipe Sokolski, que sigueenfermo hoy día. Y yo nunca he dicho nada nihe participado en eso. Se lo digo a usted úni-camente a título de explicación, y me permitopreguntarle ante todo: ¿por qué ha sacado arelucir este tema? Y además, ¿cómo es posibleque el príncipe hable de estas cosas con usted?

-No es él quien habla de eso conmigo; noquiere hablarme; soy yo quien le hablo y él no

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quiere escucharme. Hace un momento se pusoa gritar.

-¡Y con mucha razón; yo lo apruebo!-El viejo, el príncipe Sokolski, dotará esplén-

didamente a Ana Andreievna. Ella le agrada.Entonces, el novio, el príncipe Sokolski, medevolverá mi dinero. Y me devolverá tambiénla otra deuda. Seguro que me la devolverá.Mientras que ahora no puede hacerlo.

-Pero yo, ¿en qué puedo serle yo útil?-Puede usted serme útil para una cuestión

esencial: usted los conoce. A usted lo conocenen todas partes. Puede enterarse de todo.

-¡Demonios!, ¿de qué?-Si el príncipe consiente, si consiente Ana

Andreievna, si consiente el príncipe anciano.Usted puede saber la verdad.

-¡Y usted me propone que me convierta en suespía, y además por dinero! - salté, indignado.

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-No se muestre orgulloso, no se muestre or-gulloso. Resista todavía un ratito, no más decinco minutos.

Hizo que volvieran a sentarse. Se notaba queno le temía ni a mis gestos ni a mis exclamacio-nes; decidí escucharlo hasta el fin.

-Solamente me hace falta saber, enterarmepronto, porque... porque bien pronto quizá seademasiado tarde. ¿Ha visto usted hace un mo-mento cómo se tragó la píldora cuando el oficialle habló del barón y de Akhmakova?

Decididamente me rebajé al quedarme mástiempo escuchándolo, pero mi curiosidad esta-ba interesada de manera irresistible.

-Mire, usted es... usted es un sinvergüen-za-dije con tono categórico -. Si me quedo aquía escucharle y si le permito que hable de esaspersonas... a incluso si me decido a responderle,no es en absoluto porque le reconozca a ustedese derecho. Solamente es que veo en todo esono sé qué maquinación. Y ante todo, ¿qué espe-

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ranzas puede fundar el príncipe sobre CatalinaNicolaievna?

-Ninguna, pero está rabioso.-Es falso.-Está rabioso. Pero dejemos entonces lo que se

refiere a Akhmakova. Bueno, en eso he perdidola partida. Queda todavía lo de Ana Andreiev-na. Le daré a usted dos mil... sin intereses nipagarés.

Dicho esto, se reclinó, decidido y grave, sobreel respaldo de su sillón y me asaeteó con losojos. Yo lo miraba también con toda fijeza.

-Lleva usted puesto un traje que procede de laGran Millionnaia. Hace falta dinero, hace falta.Mi dinero vale más que el suyo. Yo daré más dedos mil...

-Pero, ¿por qué? ¿Por qué?, ¡qué diablos!Pataleé un poco. Se inclinó hacia mí y dijo en

forma expresiva:-Para que usted no me moleste.

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-Para eso no necesita darme dinero, yo no memezclo en nada - exclamé.

-Ya sé que usted no dice nada. Eso está bien.-No tengo necesidad ninguna de que usted

me dé su aprobación. Es verdad que es unacosa que yo deseo muchísimo por mi parte,pero pienso que no es asunto mío y que seríaincluso inconveniente.

-¡Ya lo ve usted, ya lo ve usted, inconvenien-te! - repitió, levantando el dedo.

-¿Qué quiere usted decir?-Inconveniente... ¡ja, ja! - se echó a reír -.

Comprendo, comprendo que sería inconvenien-te para usted, pero... ¿de verdad que no meestorbará?

Hizo un guiño, pero en aquel guiño había al-go horriblemente descarado, burlón, bajo. Su-ponía en mí no sé qué bajeza, una bajeza con laque él contaba. Aquello estaba claro, pero yoseguía sin comprender adónde quería ir a pa-rar.

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-Ana Andreievna es también hermana de us-ted - dijo con intención.

-Le prohíbo que hable de ella. No tiene ustedderecho a hablar de Ana Andreieana.

Deje de mostrarse orgulloso por lo menos unminutito más. Escúcheme: él recibirá dinero yse lo facilitará a todo el mundo - dijo Stebeikov,recalcando la frase -, a todo el mundo, ¿mecomprende usted?

-Entonces, ¿usted cree que yo voy a aceptar sudinero?

-Por lo menos lo está aceptando ahora.-Es un dinero que es mío.-¿Suyo?-Es dinero de Versilov: él le debe veinte mil

rublos a Versilov.-¡Poco importa! ¡También yo he podido razo-

nar así! Yo sabía que eso importaba muchísimo:no era tan imbécil. Pero repito que razonaba asípor «delicadeza».

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-¡Basta! - exclamé -. No comprendo nada denada. ¿Cómo se ha atrevido usted a hacermevenir para decirme semejantes tonterías?

-¿Es posible que realmente no comprenda us-ted? ¿Lo hace adrede? - pronunció lentamenteStebelkov, lanzándome una mirada penetranteacompañada de una sonrisa de desconfianza.

-Se lo juro, no comprendo una palabra.-Digo que él puede proveer a todo el mundo,

a todo el mundo, solamente que no hay queestorbarlo, no hay que disuadirlo...

-¡Usted ha perdido la cabeza! ¿Qué quiere de-cir con eso de «todo el mundo»? ¿Es que va aproveer a Versilov?

-No está usted solo, ni Versilov tampoco...Hay otras personas. Ana Andreievna es tanhermana de usted como Isabel Makarovna.

Lo miré, abriendo los ojos de par en par. Súbi-tamente hubo en su innoble mirada una especiede lástima hacia mí:

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-Entonces es que usted no comprende, ¡tantomejor! Está muy bien, está muy bien esto deque no comprenda. Es algo admirable... si esverdad que no comprende.

Me enfurecí del todo:-¡Váyase al diablo con sus estupideces! ¡Está

usted loco! - grité, recogiendo mi sombrero.No son estupideces. ¿Lo cree? Mire, usted

volverá.-¡No! - dije en forma tajante, ya en el umbral.-Usted volverá y entonces... entonces habla-

remos de otra manera. Hablaremos de cosasserias. Acuérdese de que son dos mil rublos.

IIHabía producido en mí una impresión tan

turbia y tan sucia, que, al salir, me esforcé en nopensar más en aquello y me limité a escupirasqueado. La idea de que el príncipe hubierapodido hablarle de mí y de aquel dinero me

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hacía el efecto de un pinchazo de aguja. «Losrecuperaré y se los devolveré hoy mismo»,pensé con decisión.

Por bestia y retorcido que fuese Stebelkov, yoveía ahora al tunante en todo su esplendor, y,sobre todo, que no podía dejar de haber allíalguna intriga. Únicamente que yo no teníatiempo entonces para ocuparme en descifrarintrigas, y ésa era la causa principal de mi ce-guera momentánea. Miré mi reloj con inquie-tud, pero todavía no eran ni siquiera las dos;por tanto aún podía hacer una visita, de lo con-trario estaría hasta las tres muerto de emoción.Me dirigí a casa de Ana Andreievna Versilova,mi hermana. Me había encontrado con ella hac-ía mucho tiempo, en casa de mi anciano prínci-pe, durante su enfermedad. El pensamiento deque no la veía desde hacía tres o cuatro díasatormentaba mi conciencia. Pero fue Ana An-dreievna quien me sacó del apuro: el príncipesentía por ella una verdadera pasión y delantede mí la había llamado su ángel de la guarda. A

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propósito, la idea de casarla con el príncipeSergio Petrovitch había arraigado efectivamenteen la cabeza de mi buen viejo y me lo habíaincluso manifestado más de una vez, en secreto,naturalmente. De aquello yo le había hablado aVersilov, porque ya antes había notado que, sibien se mostraba indiferente para todas las co-sas esenciales, sin embargo siempre se interesa-ba por las noticias que yo le daba de mis en-cuentros con Ana Andreievna. Versilov habíarefunfuñado entonces que Ana Andreievna erabastante inteligente y podía arreglárselas, en unasunto tan delicado, sin consejos de nadie. Ste-belkov estaba evidentemente en lo cierto al su-poner que el viejo le daría una dote, pero ¿cómopodía él haber contado con una cosa segura? Elpríncipe acababa de gritarle que no le teníamiedo, pero, al fin y al cabo, ¿no era de AnaAndreievna de quien Stebelkov le había habla-do en su despacho? Me imagino hasta qué pun-to yo me habría sentido furioso en su lugar.

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En los últimos tiempos yo iba bastante a me-nudo a casa de Ana Andreievna. Pero siemprepasaba una cosa rara: era ella siempre la que meconcedía la cita y me esperaba con toda puntua-lidad, pero, apenas llegado, me daba la impre-sión de que me había presentado allí de unamanera completamente inopinada; había ob-servado en ella ese detalle, pero no por eso letenía menos cariño. Ella vivía en casa de Fana-riotova, su abuela. naturalmente a título de pu-pila (Versilov no daba nada para su manuten-ción), pero con un papel muy distinto del quese atribuye de ordinario a las pupilas de lasdamas nobles, como por ejemplo en Puchkin,en La dama de Pica, la de la vieja condesa. AnaAndreievna era por sí misma una especie decondesa. Tenía en la casa su departamento par-ticular, completamente independiente, aunqueen el mismo piso y en el mismo apartamientoque Fanariotova, pero formado por dos habita-ciones aisladas, de modo que ni al entrar ni alsalir me encontraba yo nunca con ninguno de

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los Fanariotov. Tenía derecho a recibir a quienquisiera y emplear su tiempo como le parecierabien. Cierto es que ya había cumplido los vein-titrés años. El año pasado había dejado de ircasi en absoluto a las fiestas de sociedad, aun-que Fanariotova no ahorrase gastos en su nieta,a la que quería muchísimo, por lo que he oídodecir. Por el contrario, lo que más me agradabaen Ana Andreievna era que me la encontrabasiempre con un vestido muy modesto, siempreocupada, con alguna labor o un libro entre lasmanos. Había en su porte no sé qué de monás-tico, de casi monjil, que también me agradaba.No era locuaz, pero hablaba siempre con pon-deración y le gustaba mucho escuchar, cosa dela que siempre he sido incapaz. Cuando yo ledecía que, sin tener ningún rasgo común con él,ella me recordaba enormemente a Versilov, nodejaba de ruborizarse un poco. Se ruborizabacon frecuencia, y siempre rápidamente, perosiempre de una manera muy tenue, y esa parti-cularidad de su rostro me agradaba mucho. En

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su casa yo nunca designaba a Versilov por sunombre: lo llamaba siempre Andrés Petrovitch,y eso parecía estar convenido tácitamente. In-cluso había notado que, en casa de los Fanario-tov en general, se debía de tener un poco devergüenza de Versilov; por mi parte sólo lohabía notado en Ana Andreievna, aunque to-davia no sepa si «vergüenza» es aquí el términomás apropiado; pero había algo de aquello. Yohablaba también con ella del príncipe SergioPetrovitch, y ella escuchaba mucho, parecíainteresarse por aquellos informes; pero sucedíasiempre que era yo quien se los comunicaba sinque ella me preguntase jamás. Yo nunca mehabía atrevido a hablarle de la posibilidad deun casamiento entre ellos, aunque muchas ve-ces me asaltase el deseo de hacerlo, porque laidea me agradaba muchísimo. Pero había unamultitud de temas que yo no me atrevía aabordar en su habitación, y sin embargo mesentía allí infinitamente bien. Lo que tambiénme gustaba mucho era que se trataba de una

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muchacha muy cultivada que leía enormemen-te, incluso libros serios; leía mucho más que yo.

La primera vez fue ella quien me hizo ir a sucasa. Comprendí entonces que pensaba sacarmealguna noticia. ¡Oh, en aquella época, muchagente podía sonsacarme con la mayor facilidad!«Pero, ¿qué importa? - me decía yo -; no me re-cibe solamente por eso.» En una palabra, yo mesentía dichoso por poderle ser útil y... y cuandoestaba sentado cerca de ella, me parecía siem-pre que era mi hermana quien estaba a mi lado,aunque nunca hubiésemos hablado de nuestroparentesco, ni con palabras claras ni siquieracon alusiones; se habría dicho que ese parentes-co no había existido jamás. Al visitarla en sucasa, me parecía completamente imposibleabordar aquel tema y, al mirarla, una idea ab-surda me atravesaba a veces el espíritu: ¡quequizás ella ignoraba aquel parentesco, en vistade la forma que tenía de comportarse conmigo!

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IIIAl entrar, me encontré con que estaba allí Li-

sa. Me quedé casi aturdido. Yo sabía muy bienque ellas se habían conocido ya; el encuentro sehabía producido en casa del «niño de pecho».Tal vez hablaré más tarde, si se presenta la oca-sión, del capricho que tuvo la orgullosa y púdi-ca Ana Andreievna de ver aquel niño, así comode su encuentro allí con Lisa; pero no me espe-raba en forma alguna que Ana Andreievnaïnvitara a Lisa a su casa. Me sentí por tantoagradablemente sorprendido. Sin demostrarlo,como es natural, le di los buenos días a AnaAndreievna, estreché calurosamente la mano deLisa y me senté a su lado. Las dos estaban ocu-padas con asuntos serios: sobre la mesa y sobresus rodillas estaba extendido un vestido de no-che de Ana Andreíevna, suntuoso pero anti-cuado, es decir, que se lo había puesto ya tresveces, y que quería transformarlo. Lisa era unagran «artista» en el asunto y tenía buen gusto:se celebraba pues un consejo de guerra entre

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aquellas «sabihondas». Me acordé de Versilov yme eché a reír; por lo demás, estaba de unhumor radiante.

-Está usted hoy muy alegre. Eso es muy agra-dable - dijo Ana Andreievna, destacando gra-vemente cada palabra.

Tenía una voz de contralto cálida y vibrante,pero pronunciaba siempre calmosa, tranquila-mente, bajando un poco sus largas cejas, conuna sonrisa fugitiva sobre su pálido rostro.

-Lisa sabe lo desagradable que soy cuando noestoy alegre - respondí jovialmente.

-También es posible que lo sepa Ana Andrei-evna.

Era un alfilerazo que me dirigía la desvergon-zada de Lisa. ¡Pobrecilla, si yo hubiese sabidoentonces el peso que había en su corazón!

-¿Qué hace usted ahora? - preguntó Ana An-dreievna. (Nótese que era ella quien me habíarogado que viniese a verla aquel día. )

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-Ahora estoy aquí y me pregunto por qué megusta más encontrarla delante de un libro quedelante de una labor. No, verdaderamente, laslabores de señoras no van con usted. En eseaspecto, soy de la opinión de Andrés Petro-vitch.

--¿Todavía sigue usted sin decidirse a ingre-sar en la Universidad?

-Le agradezco infinito que no haya olvidadonuestras conversaciones anteriores. Eso es señalde que piensa en mí algunas veces. Pero, en loque se refiere a la Universidad, todavía no estoydecidido, y además tengo ciertos proyectos.

-Lo cual quiere decir que tiene su secreto - ob-servó Lisa.

-Déjate de bromas, Lisa. Un hombre inteligen-te ha dicho estos días que todo nuestro movi-miento progresista de estos últimos veinte añosha probado en primer lugar que todos somosunos groseros incultos. Y, como era justo, no haolvidado nuestras universidades.

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-Vamos, papá ha estado en lo cierto; con mu-cha frecuencia tú repites sus mismas ideas -observó Lisa.

-Lisa, se diría que, en opinión suya, carezcode cerebro.

-En nuestra época es útil escuchar los discur-sos de las personas inteligentes y retenerlos -replicó Ana Andreievna, intercediendo ligera-mente a mi favor.

-Exactamente, Ana Andreievna - repliqué conardor -. Quien no piensa en estos momentos enRusia, no es ciudadano. Considero a Rusia des-de un punto de vista tal vez extraño: hemossufrido la invasión tártara, luego dos siglos deesclavitud, sin duda porque lo uno y lo otrofueron de nuestro gusto. Ahora se nos ha dadola libertad y se trata de soportarla: ¿podremoshacerlo? ¿Nos gustará realmente la libertad? Heahí el problema.

Lisa envió una mirada rápida a Ana Andrei-evna; ésta bajó inmediatamente la cabeza y fin-

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gió estar buscando alguna cosa; vi que Lisa hac-ía los mayores esfuerzos por contenerse, perode repente nuestras miradas se encontraron porcasualidad y ella estalló en una carcajada; yoprorrumpí:

-¡Lisa, eres imposible!-¡Perdón! - dijo bruscamente, cesando de reír

y casi con pena -. No sé lo que tengó en la cabe-za...

De pronto unas lágrimas temblaron en suvoz; me dio una vergüenza espantosa: le cogí lamano y se la besé con fuerza.

-Es usted muy bueno - me dijo dulcementeAna Andreievna, viéndome besar la mano deLisa.

-Lo que me siento es muy dichoso, Lisa, porencontrarte una vez con ganas de reír. ¿Lo cre-erá usted, Ana Andreievna?: todos estos últi-mos días me ha estado recibiendo con una mi-rada especial y en su mirada una especie depregunta: «Y bien, ¿te has enterado de algo?

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¿Va todo bien?»- Verdaderamente, hay algo enella de ese tipo.

Ana Andreievna la miró lenta y fijamente; Li-sa bajó los ojos. Por lo demás, yo notaba muybien que había entre ellas muchísima más inti-midad de la que yo hubiera supuesto al entrar;aquella idea me resultó agradable.

-Acaba usted de decir que soy bueno; nopodría usted creer hasta qué punto me sientomejorado al estar aquí y lo bien que me encuen-tro en su casa, Ana Andreievna -.- dije emocio-nado.

-Y a mí me encanta oírle hablar así en estemomento - me respondió ella con gravedad.

Debo decir que ella no me hablaba nunca demi vida desordenada ni del torbellino en el queyo estaba sumergido, aunque, yo lo sabía, estu-viese informada de todo a incluso preguntase alos demás por mí. Por tanto aquélla era la pri-mera alusión, y mi corazón no hizo más quesentirse todavía más atraído hacia ella.

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-¿Y nuestro enfermo? - pregunté.-¡Oh! Va mucho mejor: sale, ayer y hoy ha ido

a dar un paseo. Pero, ¿es que no ha ido usted averlo hoy? Lo está esperando.

-Estoy en deuda con él, pero ahora es ustedquien lo visita y me ha reemplazado perfecta-mente. Es un gran infiel, me ha cambiado porusted.

Se puso muy seria, porque mi broma podíapasar muy bien por una vulgaridad.

-Salgo de casa del príncipe Sergio Petrovitch,y... A propósito, Lisa, ¿has estado en casa deDaria Onissimovna?

-Sí - respondió ella brevemente, sin levantarla cabeza -. Pero me parece que vas todos losdías a casa del príncipe enfermo, ¿no es asi? -preguntó de pronto, quizá para decir algo.

-Sí, voy, solamente que no llego hasta el final -respondí riendo -. Entro y hago un giro a laizquierda.

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-Incluso el príncipe ha notado que va ustedcon mucha frecuencia a casa de Catalina Níco-laievna. Ayer hablaba de eso y se rió mucho -dijo Ana Andreievna.

-¿Y de qué se reía?-Bromeaba, ya usted me comprende. Decía

que, al contrario de lo que se piensa, una mujerjoven y bella produce siempre en un joven de laedad de usted una impresión de furia y de cóle-ra. .. - dijo Ana Andreievna, echándose luego areír.

-Oiga... ¿Sabe usted que eso está muy bien di-cho? -exclamé -. Seguramente no es cosa de él;será usted quien se lo habrá apuntado, ¿no esasí?

-¿Y por qué? No; es cosa suya.-Y si esa hermosa le presta atençión, aunque

él sea tan poquita cosa, que se mantiene en unrincón y le da rabia ser «su pequeño», y si depronto ella lo prefiere a la multitud de adora-dores que la rodean, ¿qué pasará entonces? -

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pregunté bruscamente con semblante atrevidoy provocador mientras el corazón me latía confuerza.

-Pues que estás perdido frente a ella - respon-dió Lisa, y estalló en una carcajada.

-¿Perdido? - exclamé -. No, ne estoy perdido.Creo firmemente que nunca estaré perdido. Siuna mujer se atraviesa en mi camino, está obli-gada a seguirme. No se me cierra el caminoimpunemente...

Lisa me dijo un día, incidentalmente, muchotiempo después, que yo había pronunciado esafrase de una manera extraña, con una terribleseriedad y como sumido de pronto en mis re-flexiones; pero en aquel momento «resultabatan cómico, que no había manera de contener-se». Efectivamente, Ana Andreievna se echó areír una vez más.

-¡Ríase, búrlese de mí! - exclamé en una espe-cie de embriaguez, porque toda aquella conver-sación y su tono me agradaban enormemente -.

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Que lo haga usted, es para mí un placer. Meencanta oír su risa, Ana Andreievna. Es su ca-racterística más acusada: se queda usted silen-ciosa y luego se echa de pronto a reír, en uninstante, sin que en el segundo anterior hubiesenada en su rostro que presagiara esa risa. EnMoscú conocí de lejos a una señora, puesto queyo la miraba desde mi rinconcito: era casi tanguapa como usted, pero no sabía reír y su ros-tro, tan seductor como el de usted, perdía coneso toda su seducción; lo que me atrae en ustedtanto, es esa facultad... He aquí algo que hacemucho tiempo quería decírselo.

Cuando pronuncié la frase sobre la dama «tanguapa como usted», estaba mintiendo; fingí queaquella frase se me había escapado sin querer,incluso sin darme cuenta; sabía que aquel elo-gio «escapado» sería más apreciado que no im-porta qué cumplido alambicado. Y Ana An-dreievna se sonrojó inútilmente: yo estaba se-guro de que se sentía contenta. Incluso la damaen cuestión era imaginaria: nunca había cono-

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cido en Moscú a semejante señora; era úníca-mente para halagar a Ana Andreievna y produ-cirle una alegría.

-Se podría creer verdaderamente - me dijocon una sonrisa encantadora -- que estos díasúltimos ha estado usted sometido a la influen-cia de alguna beldad.

Tenía la impresión de estar volando... Inclusome daban ganas de hacerle una confidencia...pero me contuve.

-A propósito, hace un momento se le ha esca-pado a usted a cuenta de Catalina Nicolaievnauna expresión completamente hostil.

-Si me he expresado mal - repuse mientrasmis ojos relampagueaban -, la causa es esamonstruosa columnia que afirma que es enemi-ga de Andrés Petrovitch; a él se le calumniatambién, diciendo que ha estado enamorado deella, que le ha hecho proposiciones y no sécuántas tonterías más. Esa idea no es menosmonstruosa que la otra calumnia que pretende

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que ella le haya ofrecido al príncipe Sergio Pe-trovitch casarse con él sin que después hayacumplido su palabra. Sé de buena tinta quetodo eso es falso y que no consistió más que enbroma. Estoy muy bien enterado. En cierta oca-sión, en el extranjero, en un momento de alegr-ía, ella le dijo efectivamente al príncipe:«Quizá», refiriéndose al porvenir; pero, ¿eraaquello otra cosa que una palabra lanzada alaire? Sé muy bien que el príncipe, por su parte,no puede conceder el menor valor a una pro-mesa de esa clase, ni ésa es tampoco su inten-ción - añadí, conteniéndome -. Tiene ideas muydiferentes - insinué con astucia -. Hace un mo-mento Nachtchokine decía en su casa que Cata-lina Nicolaíevna se va a casar con el barón Bio-ring. Pues bien, créanme ustedes, ha escuchadoesa noticia con la mayor tranquilidad del mun-do, pueden estar convencidas.

-¿Que Nachtchokine estaba en su casa?-preguntó Ana Andreievna con gravedad ycomo asombrada.

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-Pues claro; creo que es de esa clase de genteque...

-¿Y Nachtchokine le ha hablado de ese casa-miento~ con Bioring? - continuó Ana Andrei-evna, súbitamente interesada.

-Del casamiento, no; sino de su posibilidad,de un rumor. Dice que ese rumor corre por elgran mundo. Por mi parte, estoy convencido deque se trata de una estupidez.

Ana Andreievna reflexionó y se inclinó sobresu labor

-Yo le tengo simpatía al príncipe Sergio Pe-trovitch -añadí de pronto ardorosamente -. Tie-ne sus defectos, es indudable, ya otras veces hehablado de eso, una cierta estrechez de ideas...pero esos mismos defectos manifiestan la no-bleza de su alma, ¿no es verdad? Por ejemplo,hoy mismo, hemos estado a punto de enfadar-nos por una idea: está convencido de que, parahablar de la nobleza, es preciso que sea noble elque habla; de lo contrario, todo lo que dice es

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una mentira. Pues bien, ¿es eso lógico? Induda-blemente, no; pero eso mismo revela sus altasexigencias en cuestión de honor, de deber, dejusticia... ¿No tengo razón? ¡Ah, Dios mío!, ¿quéhora es? - exclamé, habiéndose fijado mi miradapor casualidad en la esfera del reloj colocadosobre la chimenea.

-Las tres menos diez - declaró ella tranquila-mente, después de haber mirado el reloj.

Todo el tiempo que yo había estado hablandodel príncipe me había escuchado con los ojosbajos, con una cierta ironía marrullera, perosuave: sabía por qué me preocupaba de ala-barlo tanto. Lisa escuchaba con la cabeza incli-nada sobre su labor, y desde hacía largo rato notomaba parte en la conversación.

Me puse en pie de un brinco como si acabarade sufrir una quemadura.

-¿Tiene usted prisa?-Sí... no... Tengo prisa, es verdad. Pero permí-

tame un momento... Una palabra solamente,

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Ana Andreievna - empecé a decir todo conmo-vido -, ya hoy no puedo callarlo más. Quieroconfesarle que muchísimas veces he bendecidoya su bondad y la delicadeza con que me hainvitado a visitarla... Nuestras relaciones hanproducido en mí la más fuerte impresión... Encasa de usted, me purifico; salgo de su casa me-jor de lo que era. Es verdad. Cuando estoy a sulado, no solamente no puedo decir nada malo:ni siquiera puedo tener malos pensamientos;desaparecen en presencia de usted. Si un malrecuerdo me pasa por la cabeza, estando junto austed, en seguida me ruborizo y me da ver-güenza. Y mire, me ha resultado particularmen-te agradable encontrar hoy a mi hermana encasa de usted... Eso demuestra tanta noblezapor su parte... un sentimiento tan bello... En unapalabra, me ha dicho usted algo tan fraternal, sime permite que rompa por fin el hielo, que yo...

Mientras yo hablaba, ella se había levantado yse sonrojaba más y más. De pronto se asustó,

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como si hubiera un límite que no se debía so-brepasar, y me interrumpió rápidamente:

-Créame, sabré apreciar con todo mi corazónsus sentimientos... Sin palabras, ya había com-prendido... desde hace mucho tiempo...

Se interrumpió, turbada, estrechándome lamano.

De pronto, Lisa me arrastró a la otra habita-ción.

IV-Lisa, ¿por qué me has tirado de la manga? -

le pregunté.-Es mala, es astuta, no merece... Te mima para

hacerte hablar - me confió en un susurro rápidoy lleno de odio.

Jamás le había yo visto semejante fisonomía.-¿Qué estás diciendo, Lisa? ¡Una muchacha

tan encantadora!-Entonces, es que soy yo la mala.

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-¿Qué te pasa?-Soy muy mala. Quizás ella es la más delicio-

sa de las muchachas y la mala soy únicamenteyo. Bueno, déjame. Escucha: mamá te pide «loque ella misma no se atreve a decir». Son suspropias palabras. ¡Mi querido Arcadio! Deja dejugar, cariño, te lo suplico... mamá también...

-Lisa, yo también lo sé, pero... Sé que es unacobardía, pero... son idioceces y nada más. Mi-ra, he contraído deudas con un imbécil, y quie-ro recuperarme para verme libre. Hay manerasde ganar, porque hasta ahora he jugado sincálculo, al azar, como un imbécil, mientras queahora temblaré por cada rublo... ¡Dejaré de seryo, si no gano! En mí no es una pasión; no es lacosa esencial, es algo pasajero, te lo aseguro.Soy demasiado fuerte para no apartarme encuanto quiera... Devolveré el dinero, y entoncesestaré con vosotras sin ninguna reserva, y dile amamá que no os abandonaré..,

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-Esos trescientos rublos de hace un momentote han costado muchísimo.

-¿Cómo lo sabes? -- pregunté estremeciéndo-me.

-Daría Onissímovna lo oyó todo...Pero en aquel instante Lisa me empujó detrás

de la cortina y los dos nos vimos en el «mira-dor», una habitacioncita redonda toda de ven-tanas. No había vuelto en mí de mi sorpresacuando oí una voz conocida y un ruido de es-puelas, y adiviné unos pasos que me resultabanfamiliares.

-¿El príncipe Serioja? - susurré.-El mismo - murmuró ella.-¿Por qué tienes tanto miedo?-Porque sí; no quiero que me vea aquí por

nada del mundo...-Tiens, ¿estará por casualidad cortejándo-

te?-pregunté, y me eché a reír -. Ya le daré unabuena lección. ¿Adónde vas?

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-Salgamos. Me voy contigo.-¿Ya te has despedido?-Sí. Tengo el abrigo en la antecámara...Salimos; en la escalera se me ocurrió una idea:-Mira, tal vez ha venido a declarársete.-No... No se declarará... - afirmó lentamente y

con firmeza, en voz baja.-Fijate, Lisa, aunque acabo de enfadarme con

él, puesto que ya te lo han contado... te lo juro,lo aprecio sinceramente y deseo que tenga éxi-to. Hemos hecho la paz. Somos todos tan bue-nos cuando nos sentimos dichosos... Mira, haymuchas cosas buenas... y cosas humanas... porlo menos la semilla... y, entre las manos de unamuchacha firme e inteligente como Versilova, élse pondría completamente en orden y llegaría aser feliz. Es una lástima que en algunos mo-mentos... Pero vamos a ir juntos un buen trecho,me gustaría contarte...

-No, vete tú solo, yo voy por otro lado.¿Vendrás a casa?

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-Iré, iré, te lo prometo. Escucha, Lisa; hay unindividuo innoble, en una palabra, la criaturamás infame de todas, Stebelkov, si sabes aquién me refiero... Ese tiene sobre sus asuntosun poder terrible... Tiene unos pagarés... en unapalabra, lo tiene entre las garras y bien sujetopor cierto, y el otro ha caído ya tan bajo, que losdos no ven más salida que ofreciéndose a AnaAndreievna. Haría falta prevenirla en serio; porlo demás, son tonterías, ella misma arreglarátodo eso más tarde. ¿Y qué crees tú, lo recha-zará?

-Adiós. No tengo tiempo - interrumpió Lisa, yvi de repente en su mirada furtiva tanto odio,que exclamé, espantado:

-Lisa, cariño, ¿por qué...?-No es contra ti. Únicamente, no juegues

más...-¡Ah!, ¿es por el juego? No jugaré más, se

acabó.

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-Has dicho hace un momento: «cuando nossentimos dichosos». Pues bien, ¿te sientes túmuy dichoso?

-¡Terriblemente dichoso! ¡Lisa, terriblemente!¡Dios mío, pero son ya las tres, incluso más!Adiós, mi pequeña Lisa; dime, cariñito, ¿sepuede hacer esperar a una mujer? ¿Está esopermitido?

-¿En una cita?Lisa sonrió apenas, con una sonrisa que le

nacía ya muerta, temblorosa.-Dame la mano para darme suerte.-¿Darte suerte? ¿Mi mano? ¡Por nada en el

mundo!Y se alejó rápidamente. ¡Había lanzado aquel

grito con tanta seriedad! Me lancé sobre mi tri-neo.

¡Sí, sí, era aquella « dicha» lo que constituía lacausa principal de mi ceguera, de que, como untopo ciego, no comprendiese ni viese nada fue-ra de mí mismo!

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CAPÍTULO IVI

Incluso hoy mismo me da miedo de contarlo.Todo esto es ya viejo. Pero todo esto, ahora aún,es para mí como un espejismo. ¿Cómo una mu-jer así había podido darle una cita a un mucha-cho tan mezquino como lo era yo en aquellaépoca? Eso era lo que sucedía a primera vista.Cuando, después de haber dejado a Lisa, mealejé rápidamente, el corazón me latía y mepareció haber perdido la razón: la idea de unacita se me antojó de pronto de un absurdo cho-cante, que no había manera de creer en ello. Ysin embargo no sentía la menor duda; es más,cuanto más escandalosa me parecía aquella ab-surdidad, más creía en ella.

Habían dado ya las tres, eso era lo que me in-quietaba: « ¡Teniendo una cita, llegar tarde! »También se presentaban a mi espíritu cuestio-nes estúpidas de esta índole: « ¿Qué es ahora

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más conveniente: la audacia o la timidez?» Perotodo aquello no hacía más que pasar, porque enmi corazón estaba lo esencial, un algo esencialque yo no podía precisar. Era algo que habíasido dicho la víspera: «Estaré mañana a las tresen casa de Tatiana Pavlovna.» Era todo. Pero,primeramente, en su casa, en su habitación, yoera recibido de una forma completamente par-ticular, y ella podía decirme todo lo que quisie-ra sin trasladarse a casa de Tatiana Pavlovna.Entonces, ¿qué objeto tenía fijar otro lugar, de-cir que en casa de Tatiana Pavlovna? Otra pre-gunta más: ¿Tatiana Pavlovna estará en su casao no? Si se trata de una cita, Tatiana Pavlovnano estará. ¿Y cómo hacer que no esté sin ex-plicárselo todo previamente? ¿Está entoncesTatiana Pavlovna en el secreto? Esa idea meparecía horrible, inconveniente, casi grosera.

En fin, sencillamente, ella había podido tenerla intención de hacerle una visita a Tatiana Pav-lovna: me lo había comunicado el día anteriorsin otro propósito, y yo me había formado unas

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ideas raras. Aquello había sido dicho inciden-talmente, con todo abandono, con entera tran-quilidad, y después de una sesión bien aburri-da, porque todo el tiempo que permanecí en sucasa había estado como desorientado: clavadoen mi sitio, farfullando y no sabiendo qué decir,rabioso y tímido, mientras que ella se disponíaa salir, como se descubrió en seguida, y lealegró ver que me marchaba. Todas estas re-flexiones se arremolinaban en mi cerebro. Re-solví finalmente: «Iré, llamaré, la cocineraabrirá, y preguntaré: ¿Está Tatiana Pavlovna encasa? Si no está, será desde luego una cita.»Pero yo no tenía la menor duda, ¡en absoluto!

Subí corriendo y, una vez en el rellano, delan-te de la puerta, todo mi terror desapareció: «Vamos- me dije-, lo principal es hacerlo pron-to.»La cocinera abrió y gangoseó con su flemarepugnante que Tatiana Pavlovna no estaba encasa. «¿Y no hay nadie más? ¿No hay nadie queespere a Tatiana Pavlovna?» Quise hacer aque-lla pregunta, pero no la hice: «Yo mismo veré.»

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Farfullándole a la cocinera que me quedaría aesperar, me quité la pelliza y abrí la puerta...

Catalina Nicolaievna estaba sentada delantede la ventana y « aguardaba a Tatiana Pavlov-na».

-¿No está ella ahí? - me preguntó con preocu-pación e inquietud, en cuanto me vio.

Su voz y su rostro respondían tan poco a misesperanzas, que me quedé clavado en el um-bral.

-¿A quién se refiere? - balbuceé.-¡A Tatiana Pavlovna! Ayer le rogué a usted

que le dijese que estaría en su casa a las tres.-Yo... pero yo no la he visto.-Se ha olvidado, ¿verdad?Me dejé caer como muerto en una silla. ¡He

aquí de lo que se trataba: estaba claro como eldía! Y yo, yo que me empeñaba todavía en cre-er...

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No me acuerdo de que usted me rogase quese lo dijera. Usted no me pidió nada: me dijosolamente que estaría aquí a las tres - inte-rrumpí con impaciencia y sin mirarla.

-¡Ah! - exclamó ella de improviso -. Entonces,si a usted se le ha olvidado decírselo y si sabía.por otra parte, que yo estaría aquí, ¿por qué havenido?

Levanté la cabeza: ni burla ni cólera en su ros-tro, sino una sonrisa luminosa y alegre, unatravesura muy marcada en su expresión, suexpresión de siempre por lo demás, una trave-sura casi infantil: «Pues bien, como ves, te hecogido en la trampa. ¿Qué vas a decir ahora?»,parecía expresar todo su rostro.

No quise responder, y bajé los ojos. Aquel si-lencio duró medio minuto.

-¿Viene usted de casa de papa? - preguntóella bruscamente.

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-Vengo de casa de Ana Andreievna, no he es-tado en casa del príncipe Nicolás Ivanovitch... yusted lo sabe muy bien - añadí.

-¿No le ha pasado a usted nada en casa deAna Andreievna?

--¿Se refiere a que tengo aires de loco? No, yatenía este aire antes de ver a Ana Andreievna.

-¿Y no se ha vuelto usted más cuerdo en sucasa?

-No. Allí me he enterado de que va usted acasarse con el barón Bioring.

-¿Es ella quien se lo ha dicho? - preguntó,súbitamente interesada.

-No, soy yo quien se lo ha anunciado, porhabérselo oído decir a Nachtchokine, que se locomunicó al príncipe Sergio Pétrovitch.

Seguía sin levantar los ojos sobre ella; mirarlaera lo mismo que bañarse en luz, en alegría y enfelicidad, y yo quería ser dichoso. El aguijón dela cólera estaba clavado en mi corazón, y en uninstante tomé una decisión colosal. En seguida

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me puse a hablar, no sé ya bien de qué. Meahogaba y balbuceaba, pero ahora la rnirabaatrevidamente. El corazón me latía con fuerza.Dije no sé qué frase que no tenía nada que vercon aquello, por lo demás bastante bien cons-truida. Al principio me escuchó con su sonrisaigual y paciente, que no abandonaba jamás surostro; pero, poco a poco, el asombro, el espan-to luego, atravesaron su mirada inmóvil. Sinembargo su sonrisa no la abandonaba, pero esamisma sonrisa suya temblaba a veces.

-¿Qué tiene usted? - pregunté de pronto, alobservar que ella había temblado de la cabeza alos pies.

-Tengo miedo de usted - me respondió, casialarmada.

-¿Por qué no se marcha? Ahora que TatianaPavlovna no está y que usted sabe muy bienque no vendrá, su obligación es levantarse airse.

Yo quería aguardar, pero ahora... en efecto...

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Se había levantado a medias.-¡No, no, quédese sentada! - dije, deteniéndola

-. Acaba usted de temblar de nuevo, pero, in-cluso con su miedo, sigue sonriendo... Ustedsiempre tiene su sonrisa... Mire, ahora se sonríecompletamente...

-¿Está usted delirando?-Estoy delirando.-Tengo miedo... - murmuró ella otra vez.-¿De qué?-Tengo miedo de que usted... de que usted se

ponga a dar puñetazos en las paredes--- . ---sonrió ella nuevamente, pero con verdaderomiedo.

-¡No puedo resistir su sonrisa...!Y otra vez me puse a hablar. Casi volaba.

Había algo que me empujaba. Nunca, nuncajamás le había hablado de aquella manera:siempre con timidez. Y ahora también, pero sin

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embargo hablaba; me acuerdo de que pronun-cié un verdadero discurso sobre su rostro:

-¡No puedo resistir más su sonrisa! - exclaméde improviso -. ¡Y yo que la veía a usted, ya enMoscú, temible, magnífica, dejando caer pérfi-das palabras mundanas! Sí, en Moscú; ya allíhablábamos de usted con María Ivanovna, tra-tábamos de verla tal como debía de ser... ¿Seacuerda usted de María Ivanovna? Estuvo us-ted en su casa. Durante el viaje la vi en sueñostoda la noche en mi vagón. Aquí, antes de sullegada, he estado mirando todo un mes su re-trato en el despacho de su padre, y no he adivi-nado nada. Porque la expresión que usted tieneen el rostro es de una malicia infantil y de unasencillez infinita, eso es todo. Es una expresiónque he admirado en usted siempre que la veo.¡Oh! Claro que también sabe usted tener unsemblante altivo y aplastar con la mirada: meacuerdo cómo me miró en casa de su padre,cuando estaba recién llegado de Moscú... La vientonces, y sin embargo, si me hubieran pre-

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guntado en seguida cómo era usted, no habríapodido decir nada. ¡Ni. siquiera cómo era sutalle! No hice más que verla y me quedé ciego.Su retrato no se le parece lo más mínimo: notiene usted los ojos oscuros, sino claros; son laslargas pestañas las que los hacen parecersombríos. Es usted gruesa, de estatura regular,pero de un grosor carnoso, ligero, un grosor dealdeana joven y sana. También su rostro escompletamente rústico, un rostro de bellezapueblerina. No se ofenda usted, no hay cosamás excelente que un rostro redondo, sonrosa-do, claro, atrevido, risueño y... tímido. Sí, tími-do. ¡Tímido, Catalina Nicolaievna Akhmakova!¡Tímido y casto, lo juro! ¡Más que casto, lo juro!¡Más que casto, infantil: eso es su rostro! Es unacosa que siempre me ha tenidó asombrado yque me ha hecho preguntarme una y otra vez:¿es de verdad la misma mujer? Ahora ya lo sé,es usted muy inteligente, pero al principio lacreía un poco simplona. Tiene usted el espíritualegre, pero sin bellezas ficticias... Lo que más

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me gusta de todo es su eterna sonrisa: esó es miparaíso. Me gusta también su calma, su dulzu-ra, su manera de hablar, reposada, tranquila ycasi perezosa. Ésa es la pereza que amo. Creoque, si un puente se hundiese bajo sus pies,usted continuaría hablando con ese tono medi-do y reposado... Yo creía que era usted el colmodel orgullo y de las pasiones, y he aquí quehace dos meses que habla usted conmigo comouna estudiante con un estudiante... Yo no mefiguraba nunca una frente como ésa: un pocobaja, como una estatua, pero tierna y blancacorno el mármol, bajo una cabellera suntuosa.Tiene usted el pecho alto; el andar, ligero; unabelleza extraordinaria y ni el más mínimo orgu-llo. ¡Sólo ahora lo creo, siempre me había nega-do a creerlo!

Ella escuchó con grandes ojos abiertos de paren par aquella tirada bárbara. Se daba cuenta deque yo temblaba. En varias ocasiones levantócon un gesto gracioso y prudente su manecitaenguantada, para detenerme, pero cada vez la

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retiraba perpleja y temerosa. Incluso en ocasio-nes, se echaba haciá atrás rápidamente con todoel cuerpo. Dos o tres veces, una sonrisa alumbróde nuevo su rostro; hubo un momento en quese sonrojó muchísimo, pero al final tuvo verda-deramente miedo y palideció. Apenas me hubeparado, tendió su mano y pronunció con vozsuplicante, pero siempre mesurada:

-No se debe decir eso... No está permitidohablar así...

Y de repente se levantó, cogió sin prisa sumanteleta y su manguito de cebellina.

-¿Se va usted? - exclamé.-Indudablemente, le tengo miedo... Usted

desvaría... - dijo ella, como con pena y reproche.-Escúcheme, no voy a hundir las paredes, se

lo juro.-¡Pero es que ya ha empezado! - No se contu-

vo y sonrió -. Ni siquiera estoy segura de queme deje pasar.

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Y creo que temía verdaderamente que le ce-rrase el paso.

-Yo mismo le abriré la puerta, puede irse, pe-ro sépalo bien, he tomado una decisión impor-tantísima; y si quiere usted darle luz a mi alma,vuelva, siéntese y escuche solamente dos pala-bras. Si no quiere, váyase y yo mismo le abriréla puerta.

Me miró y se volvió a sentar.-¡Con qué indignación habría salido otra

.nujer cualquiera, y usted ha vuelto a sentarse! -dejé escapar en mi embriaguez.

-Nunca se había permitido usted hablar así.-Entonces yo era tímido. Ahora también; no

sabía lo que iba a decir cuando he llegado. ¿Sefigura usted que no soy tímido ya? Lo soysiempre. Pero he tomado de golpe una decisiónimportantísima y he comprendido que voy aponerla en práctica. Habiéndola tomado, heperdido la cabeza y me he puesto a hablar...Escúcheme, he aquí mis dos palabras: ¿soy yo

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su espía, sí o no? Respóndame. ¡Ésa es la pre-gunta!

El sonrojo le subió bruscamente al rostro.-No responda todavía, Catalina Nicolaievna,

continúe escuchando y en seguida dígame todala verdad.

Yo había derribado de un manotazo todas lasbarreras y volaba por el espacio.

II-Hace dos meses, yo estaba aquí detrás de la

cortina... ya usted sabe... y usted con TatianaPavlovna hablaba de la carta. Me lancé, fuerade mí, y hablé más de la cuenta. Usted com-prendió en seguida que yo estaba enterado dealgo... no tenía usted más remedio que com-prenderlo... usted buscaba un documento im-portante y temía el destino que se le pudieradar... Espere, Catalina Nicolaievna, no habletodavía. Le confieso que sus sospechas estabanbien fundadas: ese documento existe... es decir,

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existía... yo lo he visto; se trata de la carta queusted le escribió a Andronikov, ¿no es así?

-¿Usted ha visto esa carta? - preguntó ellarápidamente, llena de turbación y de temor -.¿Dónde la ha visto?

-La vi... la vi en casa de Kraft... el que semató...

-¿De verdad? ¿La vio usted con sus propiosojos? ¿Y qué ha sido de ella?

-Kraft la hizo trizas.-¿Delante de usted, viéndolo usted?-Delante de mí. La rompió, pensando ya en su

muerte, sin duda... Yo no sabía que iba a pegar-se un tiro...

-Así, pues, está destruida. ¡Alabado sea Dios!- dijo lentamente, después de lanzar un suspiro,y se santiguó.

Yo no le había mentido. O más bien yo habíamentido sin proponérmelo, puesto que el do-cumento estaba en mi casa y nunca había esta-

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do en casa de Kraft, pero aquello no era másque un detalle. En lo esencial yo no había men-tido, porque, en el mismo instante en que esta-ba mintiendo, me prometía quemar aquellacarta esa misma noche. Y lo juro, si la hubiesetenido en el bolsillo en aquel instante, la habríasacado y se la habría entregado; pero no la lle-vaba conmigo, estaba en casa. Por lo demás,quizá no se la habría dado, porque me habríaresultado muy difícil confesarle que era yoquien tenía la carta y que la había conservadotanto tiempo sin dársela. Es igual: yo la habríaquemado en casa de todas maneras y no hementido. Yo era puro en aquel instante, puedojurarlo.

-Si es así -- continué, casi fuera de mí -, díga-me una cosa: ¿por qué me ha atraído usted, meha halagado y me ha recibido en su casa, sinoporque sospechaba que yo conocía la existenciadel documento? Espere - continué -, CatalinaNicolaievna, todavía un minutito, no hable ydéjeme acabar: todas las veces que yo venía a

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verla, todo este tiempo he estado sospechandoque usted me animaba únicamente para hacer-me hablar de esa carta, para obligarme a confe-sar... Espere todavía un momento; yo sospecha-ba, pero sufría. La doblez de usted me resultabainsoportable porque... porque yo había descu-bierto en usted a la más noble de las criaturas.Se lo digo francamente, sí, se to digo a ustedfrancamente: yo era su enemigo, pero habíadescubierto en usted a la más noble de las cria-turas. Todo fue vencido de repente. Pero la du-plicidad me tenía abrumado... Ahora debe de-cidirse todo, explicarse, ha llegado el momento;pero aguarde todavía un poco, no hable, enté-rese de la manera que considero ahora todoesto, en el momento actual; se lo digo franca-mente: si todo ha ocurrido como yo digo, no meenfadaré... quería decir más bien: no me sentiréofendido, porque es lo más natural del mundo,lo comprendo. ¿Qué puede haber en eso decosa mala y contra naturaleza? Usted estáatormentada por ese documento, sospecha que

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hay alguien que lo sabe todo, y claro, ustedpodía desear perfectamente que ese individuohablase... No hay en eso nada de malo, absolu-tamente nada. Hablo sinceramente. Pero sinembargo es preciso que usted me diga ahoramismo una cosa... que usted confiese (perdoneesta expresión). Tengo necesidad de saber laverdad. ¡Tengo una necesidad tan grande! Así,pues, dígame: ¿era para hacerme hablar deldocumento por lo que me engatusaba?..., ¿erapor eso, Catalina Nicolaievna?

Yo hablalba sin poder detenerme y tenía lafrente ardiendo. Ella me escuchaba ahora sininquietud; al contrario, su fisonomía revelabaemoción; pero tenía un aire un poco tímido, talvez por vergüenza.

--Era por eso -- declaró lentamente y a mediavoz-. Perdóneme, he hecho mal - agregó depronto, levantando las manos ligeramente haciamí.

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Yo no esperaba aquello. Lo esperaba todo, pe-ro no aquellas tres palabras; ni siquiera vinien-do de ella, a la que yo conocía ya tan bien.

-¡Y usted me dice: «He hecho mal» con esatranquilidad: « He hecho mal» - exclamé.

-¡Oh!, hace ya mucho tiempo que comprendoque me estoy portando muy mal con usted... Yme alegro de que hoy se ponga todo en claro...

-¿Desde hace mucho tiempo? ¿Y por qué no lodijo usted antes?

-Es que no sabía cómo decirlo - sonrió -. O,mejor dicho, si habría sabido - volvió a sonreír--, pero tenía remordimientos... porque es muycierto que al principio lo «atraje», como usteddice, únicamente para eso, pero en seguida yomisma me sentí asqueada... y toda esta falsedadme ha desagradado muchísimo, ¡se to aseguro!- agregó con amargura - ¡y además todas a estaspreocupaciones!

-¿Y por qué, por qué no hacer la preguntafrancamente? Usted podría haberme dicho:

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«Puesto que conoce la carta, ¿a qué fingir esaignorancia?» E inmediatamente yo se lo habríacontado todo, se to habría confesado todo en uninstante.

-Es que... le tenía un poco de miedo. Lo con-fieso, no me inspiraba usted la suficiente con-fianza. Y, además, a decir verdad, si yo heobrado con doblez, también usted ha hecho lomismo - añadió, echándose luego a reír.

-¡Sí, sí, me he portado indignamente! - ex-clamé abatidísimo -. ¡Oh, no sabe usted todaviatodo lo bajo que he caído, en qué abismo...!

-Bueno, ya estamos con los abismos. Reco-nozco en eso su estilo.-Sonrió dulcemente -. Esacarta - agregó con tristeza - ha sido el acto mástriste y más insensato de mi vida. Mi concienciame lo ha reprochado siempre. Influida por lascircunstancias y por mis temores, llegué a du-dar de mi querido y magnánimo padre. Sabien-do que esa carta podía caer... en manos de gentemalvada... pudiendo pensarlo todo - dijo eso

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con fuego -, temblaba con la idea de que pudie-ran servirse de ella para enseñársela a papa... Yeso habría podido producir en él una impresiónfortísima... en su estado... en su salud... y mehabría detestado... Sí - agregó, mirándome a losojos y después de haber sorprendido sin dudaalgún fulgor en mis miradas -, sí, temía tambiénpor mí misma: temía que... bajo la influencia desu enfermedad... fuera a privarme de sus bon-dades... La verdad es que ese sentimiento tam-bién estaba presente en mí, pero en eso estoysegura de que también he pensado mal de él: éles tan bueno y tan generoso, que seguramenteme habría perdonado. Y eso es todo lo que hasucedido. En cuanto a mi conducta respecto austed, pues bien, reconozco que no deberíahaber obrado así - acabó, súbitamente avergon-zada -. Me hace usted avergonzarme de mímisma.

-¡No, no tiene usted por qué avergonzarse! -exclamé.

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-La verdad es que yo contaba con su impulsi-vidad... y lo confieso - dijo, bajando los ojos.

-¡Catalina Nicolaievna! ¿Qué, qué la obliga,dígamelo, qué la obliga a hacerme confesionessemejantes? - exclamé como embriagado -.¿Qué le costaba a usted levantarse y, con expre-siones escogidas, de la manera más delicada,probarme, como dos y dos son cuatro, que todoesto ha sucedido, pero que a pesar de todo noha sucedido: usted me comprende, lo mismoque de ordinario se sabe tratar entre ustedes, enel gran mundo, las verdades más incuestiona-bles? ¡Yo soy un bruto y un grosero, la habríacreído inmediatamente, habría creído de suboca todo lo que usted me hubiese querido con-tar! ¿Qué trabajo le costaba a usted obrar de esamanera? ¿No tendría miedo de mí? ¿Cómo hapodido humillarse voluntariamente delante.deun pequeño chismoso, de un muchacho mise-rable?

-En cuanto a eso, no creo haberme humilladodelante de usted - declaró con una infinita dig-

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nidad, sin duda no habiendo comprendido miexclamación.

-¡Al contrario, al contrario! ¡Lo que me con-sume es tratarle de explicar eso!

-Mire, ¡es que era una cosa tan mala y tandesconsiderada por mi parte! - exclamó ella,llevándose la mano a la cara, como para escon-derse detrás -. Ya ayer tenía vergüenza, y poreso no me sentía a mis anchas cuando vino us-ted a verme... La verdad es - añadió - que hoylas circunstancias son tales, que me es absolu-tamente necesario saber por fin toda la verdadsobre la suerte de esa malhadada carta que, porotra parte, empezaba ya a olvidarla... porque noera exclusivamente por la carta por lo que lerecibí a usted en casa - añadió bruscamente.

Me tembló el corazón.-Desde luego que no - y sonrió finamente -,

desde luego que no. Yo... Usted lo ha notadomuy bien hace un momento, Arcadio Makaro-vitch, usted ha dicho que hablábamos como un

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estudiante con una condiscípula. Se lo aseguro,con mucha frecuencia me aburro en el granmundo; sobre todo después de mi estancia en elextranjero y después de todas esas desgraciasde familia... Ya ni siquiera salgo mucho, y no esúnicamente por pereza. A menudo me entranganas de retirarme al campo. Releería allí mislibros favoritos, abandonados desde hace mu-cho tiempo y que nunca llego a releer. Pero yale he dicho a usted todo eso. ¿Se acuerda de lomucho que se rió cuando le dije que leía dosperiódicos rusos por día?

-Yo no me reí...-Sería sin duda porque también usted estaba

emocionado. Se lo confesé hace mucho tiempo:soy rusa y amo a Rusia. Usted se acuerda, leía-mos juntos los «hechos», como usted los llama-ba - se sonrió -. En vano trataba usted de mos-trarse con demasiada frecuencia un poco... raro,usted se animaba a veces hasta el punto de en-contrar una palabra bien sentida, y se interesa-ba justamente por las cosas - que me interesa-

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ban a mí. Cuando usted es « estudiante», semuestra verdaderamente agradable y original.Los otros papeles no le encajan tan bien - aña-dió con una sonrisa astuta y deliciosa -. Acuér-dese de que nos hemos pasado a veces horasenteras ocupándonos nada más que de cifras,contábamos y calculábamos, buscábamos cuán-tas escuelas hay en nuestro país, adónde lleva lainstrucción. Contábamos los asesinatos y losasuntos criminales, los comparábamos con lasbuenas noticias... Queríamos saber hacia dóndetendía todo aquello y lo que sucederá finalmen-te con nosotros. En usted he encontrado since-ridad. En el mundo, no es así como se nos hablaa nosotras, las mujeres. La semana pasada, lehablé al príncipe ...ov de Bismarck, porque meinteresaba mucho por él y no sabía qué pensaren definitiva. Figúrese que se sentó a mi lado yse puso a contarme historias, con muchos deta-lles, pero siempre con una especie de ironía ycon esa condescendencia, insoportable para mí,de la que hacen use por lo general los «grandes

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hombres» para con nosotras las mujeres, si senos ocurre mezclarnos «en lo que no nos con-cierne»... ¿Se acuerda usted de cómo estuvimosa punto de pelearnos a propósito de Bismarck?Quería usted demostrarme que tenía una idea«infinitamente superior» a la de Bismarck. - Derepente se echó a reír -. No he encontrado entoda mi vida más que a dos personas que mehayan hablado verdaderamente en serio: midifunto marido, un hombre muy, muy inteli-gente y... lleno de nobleza - pronuncíó esa pala-bra con tono conmovido -, y luego... pero ustedsabe muy bien quién...

-¿Versilov? - exclamé, todo anhelante.-Sí. Me gustaba mucho oírlo, terminé por ser

con él completamente... quizá incluso demasia-do franca, pero en aquel momento no me creyó.

-¡No la creyó!-Por lo demás, nadie me ha creído nunca.-¡Pero Versilov, Versilov!

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-No sólo no se contentó con no creerme - dija,bajando los ojos y sonriendo extrañamente -,sino que juzgó que yo tenía «todos los vicios».

-¡No tiene usted ni siquiera uno!-No, eso tampoco; algunos tengo.-Versilov no la quería a usted, por eso no ha

podido comprenderla-exclamé, con los ojosbrillantes.

Algo cambió en su rostro.-Deje usted eso y no me hable nunca de... ese

hombre - agregó calurosamente y con una fuer-te insistencia -. Pero basta. Ya es hora. - Se le-vantó para irse -. Bueno, ¿me perdona usted, sío no? - dijo, mirándome limpiamente.

-¡Yo... perdonarla yo a usted! Mire, CatalinaNicolaievna, no se enfade, ¿es verdad que va acasarse?

-No es una cosa que está totalmente decidida- dijo como asustada, turbada.

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-¿Es una buena persona? Perdón, perdónemeesta pregunta.

-Sí, muy buena...-¡No me responda ya, no me conceda ni una

sola respuesta! ¡Yo sé muy bien que estas pre-guntas son imposibles, siendo yo quien lashago! Quería solamente saber si se trata de unhombre digno o no, pero yo mismo me procu-raré los informes.

-¡Oh, mire! - exclamó espantada.-No, no quiero, no quiero. Iré más allá... Pero

he aquí lo que tengo que decirle a usted: ¡QueDios le conceda toda clase de felicidades, todaslas que usted desee... a cambio de toda la felïci-dad que acaba usted de otorgarme en menos deuna hora! En lo sucesivo, usted permanecerágrabada siempre en mi memoria. He consegui-do un tesoro: el pensamiento de su perfección.Me imaginaba una cosa de perfidia, una coque-tería grosera, y me sentía desgraciado... porqueno podia compaginar esa idea con usted... Estos

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días últimos, pensaba en eso día y noche; y aho-ra todo está claro como el amanecer. Al veniraquí, pensaba que recogería hipocresía, astucia,preguntas de serpiente, y he encontrado honor,gloria, franqueza de estudiante... ¿Se ríe usted?Bueno, bueno. Lo que pasa es que es usted unaSanta y no puede reírse de lo que es sagrado...

-¡Oh!, no, me río solamente porque empleausted palabras tan aterradoras... ¿Qué significapor ejemplo eso de «preguntas de serpiente»?

Se echó a reír.-Hoy se le ha escapado a usted una palabra

preciosa - continué entusiasmado -. ¿Cómo hapodido decir delante de mí «que contaba conmi impulsividad»? Lo creo a pies juntillas, us-ted es una Santa, y usted misma lo reconoce,puesto que se imagina culpable de no sé quéfalta y quiere castigarse por eso... aunque enrealidad nó hay falta en absoluto, puesto que,aunque hubiera algo, todo lo que proviene deusted es santo. Pero, sin embargo, usted podría

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no haber pronunciado esa palabra, esa expre-sión... Una franqueza tan poco natural pruebasolarnente su suprema castidad, su respetohacia mí, su fe en mí - exclamé sin transición -.¡Oh!, no se ruborice usted, no se ruborice... ¿Yquién, quién ha podido calumniarla y decir quees usted una mujer apasionada? Oh, perdóne-me: veo una expresión de dolor en su rostro,perdone a un muchacho exaltado sus frases tantorpes. Pero, ¿cómo va a tratarse hoy de frases,de expresiones? ¿No está usted por encima detodas las expresiones? Vetsilov dijo un día quesi Otelo mató a Desdémona y se mató en segui-da él no fue por celos, sino porque le habíanarrebatado su ideal... ¡Lo comprendo muy bien,porque hoy me ha sido devuelto mi ideal!

-Usted me alaba demasiado; no lo merezco -dijo ella, emocionada -. ¿Se acuerda de lo que ledije de sus ojos? - agregó jovialmente.

-Que no son ojos, sino microscopios, y queconvierto a una mosca en un camello. No, nohay camello que valga... ¿Cómo, se va usted?

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Estaba en medio de la habitación, con el man-guito y el chal en la mano.

-No, esperaré que usted se marche, me iré acontinuación. Tengo que escribírle a TatianaPavlovna don palabritas.

-Me voy, me voy, pero una vez más: ¡que seausted muy dichosa, sola o con el que usted elija!Por mi parte, no necesito más que mi ideal.

-Mi querido, mi buen Arcadio Makarovitch,créame, pensaré en usted... Mi padre siempredice al hablar de usted: «El buen muchacho, elagradable joven.» Créame, me acordaré siem-pre de sun historian sobre el pobre muchachitoabandonado en casa de desconocidos, sobre sussueños solítarios... Comprendo muy bien cómose ha ido formando el alma de usted... Peroahora no podemos volver a ser estudíantes pormás que hagamos - agregó, con una sonrisasuplicante y púdica, estrechándome la mano-,no tenemos ya derecho a vernos como otrasveces y... pero usted me comprende, ¿verdad?

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-¿Que no tenemos derecho?-No, y por mucho tiempo... Y es culpa mía...

Veo que ahora es completamente imposible...Nos encontraremos algunas veces en casa depapa.

« ¿Teme uested "la impulsividad" de mis sen-timientos? ¿No tiene confianza en mí?», quiseexclamar, pero ella sintió de repente tanta ver-güenza delante de mí, que las palabras no lle-garon a salirme de los labios.

-Dígame - me detuvo de pronto, cuando mehallaba a un paso de la puerta -, ¿vio usted consus propios ojos que... aquella carta... fue hechapedazos? ¿Se acuerda usted -bien? ¿Y cómosupo que era la carta escrita a Andronikov?

-Kraft me habló del contenido, incluso me laenseñó... ¡Adiós! Cuando estaba en casa de us-ted, me mostraba enormemente tímido, pero,cuando usted salía, siempre me hallaba dis-puesto a lanzarme y a besar la parte del entari-mado donde se habían posado sus pies... - dije

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de repente, sin saber cómo ni por qué, y, sinmirarla, salí rápidamente.

Me preecipité hacia mi casa, mi alma presadel entusiasmo. Todo daba vueltas en mi mentecomo un torbellino, y mi corazón estaba rebo-sante. Al acercarme a la casa de mi madre, meacordé de improviso de la ingratitud de Lisahacia Ana Andreievna, de sus palabras cruelesy monstruosas de hacía un momento, y al pun-to me dolió el corazón por ellas dos. « ¡Qué co-razón más duro tienen todas! Pero Lisa, ¿quétendrá?», pensé al poner el pie en la escalinata.

Despedí a Matvei y le ordené que viniese arecogerme a mi casa a las nueve.

CAPÍTULO VI

Llegué tarde para la comida, pero todavía nose habían sentado a la mesa: me esperaban. Tal,vez porque yo comía raramente en casa deellos, se habían hecho algunos extraordinarios,

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como entremeses, sardinas, etc. Pero, con granasombro por mi parte y gran pena, encontré atodo el mundo preocupado, enfurruñado: Lisaapenas sonrió al verme, y mamá estaba visi-blemente inquieta; Versilov sonreía, pero conesfuerzo. «¿No habrán disputado?», pensé. Alprincipio, todo fue bien. Versilov solamentetorció el gesto delante de la sopa de fideos, po-niendo una cara larguísima cuando trajeron lasalbóndigas.

-Basta que diga que mi estómago no soportaun determinado plato para que, al día siguiente,haga su aparicién - se dejó decir, lleno de des-pecho.

-Pero, Andrés Petrovitch, ¿qué quiere ustedque haga? Todos los días no se puede inventarun plato nuevo - respondió tímidamente mimadre.

-Tu madre es todo lo contrario de algunos denuestros periódicos para los que todo lo que esnuevo es bueno.

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Versilov quería bromear, decir alguna cosajovial y amable, pero no lo consiguió; no hizomás que asustar mayormente a mi madre que,como es natural, no comprendió nada de aque-lla comparación con los periódicos y lanzó mi-radas angustiadas. En aquel instante entró Ta-tiana Pavlovna, que declaró haber comido ya yque se sentó sobre el diván al lado de mi madre.

Yo no había conseguido aún ganarme lassimpatías de aquella persona; al contrario, meatacaba más y más, a propósito de todo y denada. Su descontento había incluso aumentadoen los últimos tiempos: no podía ver mi traje dedandy, y Lisa me había confiado que estuvo apunto de sufrir un ataque al enterarse de quetenía un cochero a mis órdenes. Yo había aca-bado por rehuirla lo más que podía. Hacía dosmeses, después de la restitución de la herencia,había corrido a su casa para contarle la conduc-ta de Versilov, pero no me encontré con la me-nor simpatía; al contrario, se había mostradoterriblemente disgustada: le desagradaba mu-

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cho que se hubiese devuelto todo, en lugar de lamitad; en cuanto a mí, me hizo esta observaciónvirulenta:

-Me apuesto algo a que estás seguro de queha devuelto el dinero y ha provocado al otro enduelo únicamente para subir un poco más en laestimación de Arcadio Makarovitch.

¡Casi lo había adivinado! Por aquel entoncesyo tenía sentimientos de ese tipo.

Desde que entró, comprendí en seguida quefatalmente se me iba a echar encima; estabaincluso bastante convencido de que ella hábíavenido exclusivamente para eso. Por tal motivoadopté al punto un tono extremadamente des-preocupado, cosa que en realidad no me costa-ba ningún trabajo, puesto que continuaba sin-tiéndome radiante de alegría. Advertiré de unavez para siempre que ese tono de despreocupa-ción no encajaba conmigo en absoluto, no con-venía a mi fisonomía y, por el contrario, mecubría siempre de vergüenza. Eso fue lo que

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sucedió: bien pronto fui atrapado en flagrantedelito de mentíra. Sin ninguna mala intención,por pura ligereza, habiendo notado que Lisaestaba espantosamente triste, solté de repente,sin reflexionar en lo que decía:

-Hace un siglo que no como aquí, y da la ca-sualidad de que te veo toda enfurruñada, Lisa.

-Me duele la cabeza - respondió ella.-¡Oh, Dios mío! - atacó Tatiana Pavlovna -,

está enferma, ¿y qué importa eso? Arcadio Ma-karovitch se ha dignado venir a comer: es preci-so bailar y alegrarse.

-Decididamente es usted el azote de mi exis-tencia, Tatiana Pavlovna. No vendré nunca máscuando esté usted aqui.

Y con un despecho sincero, di un golpe en lamesa. Mi madre se sobresaltó y Versilov memiró con expresión extraña. Me eché a reír ypedí perdón.

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-Tatiana Pavlovna, retiro lo de azote- dije,volviéndome hacia ella, con tono siempre des-preocupado.

-No, no - dijo secamente -, me halaga muchí-simo más ser tu azote que lo contrario, puedesestar convencido.

-Muchacho, es preciso saber soportar los pe-queños azotes de la existencia - susurró Versi-lov sonriendo -. Sin azotes, la vida carece deencanto.

-Mire, algunas veces es usted un terrible reac-cionario -prorrumpí, y me eché a reír nerviosa-mente.

-Amigo mío, eso me es completamente igual.-No, ¿cómo va a ser igual.? ¿Por qué no decir-

le francamente a un asno que es un asno?-¿Quieres hablar de ti? Ante todo ni quiero ni

puedo juzgar a nadie.¿Por qué no quiere usted, por qué no puede?

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-Pereza y repugnancia. Una mujer inteligenteme dijo un día que no tengo derecho a juzgar alos demás porque «yo no se sufrír», siendo asíque para erigirse en juez, hace falta ganarse conlos sufrimientos el derecho a juzgar. Es un pocograndilocuente, pero, aplicado a mí, tal vez escierto, y me he sometido gustosamente a esejuicio.

-¿No será Tatiana Pavlovna la que le haya di-cho a usted eso? -- pregunté.

-¿Cómo lo has adivinado? -- dijo Versilovlanzándome una mirada ligeramente asombra-da.

-Se lo he notado a ella en la cara: ha tenidouna contracción.

Yo había adivinado por casualidad. Aquellafrase, como supe más tarde, le había sido dichala víspeta a Versilov por Tatiana Pavlovna, enel curso de una conversación animada. (En ge-neral, lo repito, con mi alegría y mi expansivi-dad, había caído allí muy inoportunamente:

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cada uno de ellos tenía su preocupación, y bienpenosa por cierto. )

-No comprendo nada de eso; es todo dema-siado abstracto. use es un rasgo de su carácter:es espantoso lo mucho que le gusta a ustedhablar en tono abstracto, Andrés Petrovitch; essigno de egoísmo: únicamente a los egoístas lesgusta hablar en tono abstracto.

-No está mal dicho eso, pero no insistas.-¡No, permítame! - insisti con mi natural ex-

pansivo -. ¿Qué significa «ganar con los sufri-mientos el derecho a juzgar»? Todo hombrehonrado puede ser juez, eso es lo que yo pienso.

-Entonces apenas encontrará jueces.-Conozco a uno.-¿A quién?-Está aquí a punto de discutir conmigo.Versilov tuvo una risa extraña, se inclinó del

todo sobre mi oreja y, agarrándome por elhombro, me susurró:

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-Te está mintiendo.No he comprendido todavía cuál era entonces

su pensamiento, pero sin duda él se encontrabaen aquel instante presa de una extrema turba-ción (como consecuencia de cierta noticia, comolo he conjeturado más tarde). Pero aquella frase:« Te está mintiendo» era tan inesperada, habíasido dicha tan en serio y con una expresión tansingular, de ningún modo agradable, que meestremecí nerviosamente, me sentí casi espan-tado y le lance una mirada salvaje; pero Versi-lov se apresuró a reírse.

-¡Bueno, Dios sea alabado! - dijo mi madre,que se había asustado al verlo cuchichearme aloído, no fuese yo a creer... -. Tú, mi queridoArcadio, no debes enfadarte con nosotros; per-sonas inteligentes las encontrarás a montones,pero, ¿quién te querrá si no estamos nosotros?

-Precisamente por eso el cariño de los padreses inmoral, mamá: es una cosa inmerecida. Y elcariño debe ser merecido.

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-Ya te lo merecerás más tarde; mientras tanto,se te quiere gratis.

Todo el mundo se echó a reír.-Pues bien, mamá, tal vez no lo has dicho

adrede, pero lo cierto es que has dado en elblanco - exclamé, y me eché también a reír.

-¿Y te figuras tú quizá que hay motivos paraquererte? - era de nuevo Tatiana Pavlovna, queotra vez se lanzaba sobre mí-. O te quieren gra-tis, o más bien te quieten venciendo su repug-nancia.

-¡Ah, no! - exclamé alegremente -. ¿Sabe ustedquién me ha dicho hoy que me quiere?

-¡Si lo ha dicho, es para burlarse de ti! - re-plicó repentinamente Tatiana Pavlovna con unamalicia poco natural, como si hubiera estadoaguardando de mí precisamente aquella frase -.Sí, un hombre delicado, y más todavía una mu-jer, tiene que sentirse repelido por la negrura detu alma. Te peinas a raya, tienes ropa blanca delo más fino, trajes hechos en casa del mejor sas-

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tre francés, y todo eso no es más que fango.¿Quién te viste, quién te alimenta, quién te dadinero para jugar a la ruleta? Acuérdate de esapersona a la que no te da vergüenza de pedirleese dinero.

Mi madre se puso roja como una amapola.Nunca había visto yo en su rostro tanta ver-güenza. Me invadió la rabia:

-Si gasto, lo hago con mi dinero y no tengoque rendirle cuentas a nadie - declare, todoarrebolado.

-¿Tu dinero? ¿Qué es eso de tu dinero?-Si no es mi dinero, es el de Andrés Petro-

vitch. Él no me lo negará... Se lo he pedido pres-tado al príncipe, de lo que éste le debe a AndrésPetrovitch...

-Amigo mío - declaró firmemente Versilov -,él no tiene un solo copec que sea mío.

La frase era terrible. Me quedé clavado en elsitio. Sin duda, al recordar mi estado de ánimoentonces, paradójico y desordenado, habría

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debido dejarme arrastrar por algún «noble»impulso, por alguna palabra detonante o algu-na otra cosa de ese tipo; pero de repente ob-servé en el rostro sombrío de Lisa una expre-sión malvada, acusadora, una expresión injusta,casi una burla sarcástica, y un demonio me em-pujó:

-Me parece, señorita - me volví de prontohacia ella -, que va usted a visitar muchísimo aDaria Onissimovna, en casa del príncipe. ¿Pue-do pedirle que entregue al príncipe estos tres-cientos rublos, por los cuales ya me ha atormen-tado usted hoy bastante?

Saqué el dinero y se lo tendí. Pues bien,¿podrá creerse?, esas palabras villanas fuerondichas sin ningún propósito, es decir, sin lamenor alusión a lo que quiera que fuese. Porotra parte, no podía haber alusión alguna, por-que en aquel momento yo no estaba enteradoabsolutamente de nada. Quizá tuve solamenteel deseo de lanzarle un puntazo, relativamentemuy inocente, poco más o menos de este tenor:

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usted, señorita, que se mete en lo que no le im-porta, usted consentirá tal vez, puesto que tantole interesa meter la nariz en todas partes, en ir aver a ese príncipe, a ese joven, a ese oficial pe-tersburgués, y entregarle ese recado, «puestoque tanto disfruta usted entrometiéndose en losasuntos de la gente joven». Pero cuál no seríami estupefacción cuando mi madre se levantóbruscamente y, levantando el dedo para amena-zarme, lanzó este grito:

-¡Cállate! ¡Cállate!Yo no podía esperar nada parecido por parte

de ella y me sobresalté, no de temor, sino conuna especie de sufrimiento, con una herida tor-turante en el corazón, al adivinar de pronto queacababa de producirse algo terrible. Pero mamáno resistió mucho tiempo: ocultándose el rostroentre las manos, salió rápidamente de la habita-ción. Lisa la siguió, sin mirar hacia el sitio don-de yo estaba. Tatíana Pavlovna me examinómedio minuto en silencio:

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-¿Es posible que hayas querido decir una por-quería? -exclamó enigmáticamente, mirándomecon profundo asombro.

Pero, sin aguardar mi respuesta, se marchótambién. Versilov se levantó de la mesa con airehostil, casi maligno, y cogió el sombrero quetenía en un rincón.

-Me parece que no eres tan estúpido... no eresmás que un inocente - gruñó con tono burlón -.Si las mujeres vuelven, díles que no me esperenpara el postre: voy a dar una vuelta.

Me quedé solo. Al principio encontré aquelloextraño, luego ofensivo, por fin vi claramenteque no sabía a qué atenerme. Por lo demás, nosabía por qué, presentía algo. Me senté ante laventana y aguardé. Al cabo de unos diez minu-tos, también yo cogí mi sombrero y subí a miantigua buhardilla. Sabía que ellas estaban allí,es decir, mamá y Lisa, y que Tatiana Pavlovnase había marchado ya. En efecto, me las en-contré a las dos juntas sobre mi diván, cuchi-

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cheando. Cuando aparecí, aquel cuchicheo cesóen absoluto. Con gran asombro por mi parte, nose mostraron enfadadas; por lo menos mamáme sonrió.

-Perdón, mamá - comencé.-Vamos, vamos, no es nada - interrumpió ella

-; lo que tenéis que hacer es quereros el uno alotro y no pelearos nunca. Dios os dará la felici-dad.

-Él, mamá, no me hará nunca ningún daño,de eso estoy segura - dijo Lisa con convicción ysentimiento.

-Sin esa Tatiana Pavlovna, nada de esto habr-ía sucedido - exclamé -. Es un ser odioso.

-¿Ve usted, mamá? ¿Lo oye? - dijo Lisa se-ñalándome.

-Y he aquí lo que voy a deciros a las dos -proclamé -. Si hay alguien malo aquí, soy yosólo; el resto es encantador.

-Mi pequeño Arcadio, no te enfades, queridomío, pero si pudieras dejar...

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-¿De jugar? ¿De jugar? Dejaré, mamá. Iré hoypor última vez. sobre todo después de lo queAndrés Petrovitch acaba de declarar a todopulmón, que no tiene allí ni un solo copec suyo.No podéis figuraros hasta qué punto me diovergüenza... Pero tengo que explicaros... Miquerida mamá, la última vez que estuve aquípronuncié... unas palabras torpes... Mamá, hementido: quiero creer sinceramente, me las hedado de fanfarrón, pero amo mucho al Cristo...

En efecto, la véz precedente habíamos tenidouna conversación de ese tipo. Mi madre se hab-ía mostrado muy apenada y muy alarmada.Ahora, después de oírme, me sonrió como a unniño:

-El Cristo, mi pequeño Arcadio, lo perdonarátodo, tanto tus blasfemias como cosas todavíapeores. El Cristo es un padre, el Cristo no tienenecesidad de nada y resplandecerá hasta en lastinieblas más profundas...

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Me despedí de ellas y salí pensando en lasposibilidades que tenía de ver aquel mismo díaa Versilov; tenía que hablar mucho con él, yhacía un momento había sido imposible. Teníagrandes sospechas de que me aguardaba encasa. Me dirigí allí a pie; estaba empezando ahelar ligeramente y el paseo resultaba muyagradable.

IIYo vivía cerca del puente Voznessenski en un

gran edificio, por la parte del patio. Al entrar enel portal tropecé con Versilov que salía de micasa.

-Siguiendo mi costumbre, he venido, dandoun paseo, hasta tu casa a incluso te he aguarda-do en la habitación de Pedro Hippolitovitch,pero he acabado por aburrirme. Están siemprecon ganas de disputa y hoy la mujer se ha me-tido en la cama y se ha puesto a llorar. Heechado una ojeada y me he marchado.

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Experimenté una especie de descontento.-Creo que soy la única persona a cuya casa va

usted y que, aparte de mí y de Pedro Hippoli-tovitch, no tiene usted a nadie en todo Peters-burgo, ¿no es así?

-Amigo mío... ¿qué más te da eso?-Y ahora, ¿adónde va usted?-No, no volveré a subir a tu casa. Si quieres,

podemos pasearnos, la noche es espléndida.-Si, en lugar de consideraciones abstractas, me

hubiese usted hablado humanamente, si porejemplo me hubiese hecho una alusión, unasimple alusión a ese juego maldito, quizá no mehabría yo dejado embarcar como un imbécil -dije de pronto.

-¿Te arrepientes? Está bien - respondió pe-sando sus palabras -. Siempre he sospechadoque el juego en ti no era lo esencial, sino unasimple desviación pasajera... Tienes razón, ami-go mío, el juego es una porquería, y además sepuede perder.

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-Y perder también el dinero de los demás.-¿Has perdido tú el dinero de los demás?-El de usted. Yo le pedía prestado al príncipe

contando con la deuda de éste. Sin duda era uncomportamiento absurdo y estúpido por miparte esto de considerar el dinero de usted co-mo mío, pero yo siempre quería jugar para des-quitarme.

-Te prevengo una vez más, muchacho, que elpríncipe no tiene ningún dinero mío. Sé que esejoven está por su parte en una situación muyapurada, y estimo que no me debe nada, a pe-sar de sus promesas.

--En ese caso, mi situación es dos veces peor...¡Es cómica! ¿Y a título de qué me dará él y acep-taré yo, después de esto?

-Eso es asunto tuyo... ¿De verdad no tienesjustificación ninguna para admitir su dinero,eh?

-Fuera de la camaradería...

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-¿Ninguna justificación fuera de la camara-dería? ¿No algún otro niotivo que te permitapedirle prestado? Vamos, en virtud de ciertasconsideraciones... ¿eh?

-¿Qué consideraciones? No comprendo.-Tanto mejor si no comprendes. Te confieso,

amigo mío, que estaba persuadido de ello. Bri-sons là, mon cher. Y por lo menos trata de nojugar más.

-¡Si me lo hubiese usted dicho antes! E inclusoahora, no me lo dice usted, me lo susurra.

-Si te lo hubiese dicho antes, no habríamosconseguido más que enfadarnos y tú no tendr-ías tanta alegría al recibirme en tu casa por lasnoches. Ha de saber, amigo mío, que todos esosconsejos saludables y dados por anticipado noson más que intrusiones en la conciencia delprójimo. Yo estoy ya bastante escarmentado deesas incursiones y, al fin y a la postre, eso noproporciona nada más que quebraderos de ca-beza y burlas. De los papirotazos y las burlas,

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me importa un comino, pero lo importante esque esas maniobras no acaban en nada: por másque uno se entrometa, nadie escucha... y todo elmundo llega a detestarnos.

-Me alegro de que empiece usted a hablarmede una manera que no tenga nada que ver conlas abstracciones. Hace mucho tiempo quequiero preguntarle una cosa, pero no he podidohasta ahora. Es conveniente que estemos en lacalle. ¿Se acuerda usted de aquella noche, en sucasa, la última noche, hace dos meses, cuandousted estaba sentado en mi habitación, en mi«ataúd», y yo le hacía preguntas sobre mamá ysobre Makar Ivanovitch? ¿Se acuerda usted delo descarado que era yo entonces? ¿Se le podíapermitir a un hijo mocoso hablar en esos térmi-nos de su madre? Pues bien, usted no pronun-ció una sola palabra; al contrario, se franqueócompletamente y con eso me sumió en mayoresconfusiones.

-Amigo mío, me alegro de oírte expresar...sentimientos semejantes... Sí, me acuerdo muy

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bien; yo aguardaba en efecto, en aquellos mo-mentos, la aparición de un rubor en tu rostro y,si te dejaba seguir, era quizá para empujartehasta el límite...

-¡Y lo único que hizo usted entonces fue en-gañarme y enturbiar todavía más la fuente puraque había en mi alma. Sí, soy un muchacho mi-serable a ignoro a veces lo que está bien y loque está mal. Si usted me hubiese mostrado elcamino aunque sólo fuera un poquito, yo habr-ía comprendido, y me habría puesto inmedia-tamente en el camino recto. Pero usted no hizomás que irritarme.

-Cher enfant, siempre he presentido que, deuna manera o de otra, llegaríamos a ponernosde acuerdo: ese «rubor» en tu rostro, te ha ve-nido ahora con toda naturalidad, sin indicaciónde mi parte, y, te lo juro, eso vale más para ti...Observo, querido mío, que has ganado muchoen estos últimos tiempos... ¿No se deberá eso ala compañía de ese joven príncipe?

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-No me alabe usted; eso no me gusta. No dejeen mi corazón la penosa sospecha de que mealaba por hipocresía, en perjuicio de la verdad,para no dejar de agradarme. En estos últimostiempos... mire usted... he hecho amistad conseñoras. Por ejemplo soy muy bien recibido encasa de Ana Andreievna, ¿sabe usted?

-Lo sé por ella misma, amigo mío. Sí, es en-cantadora e inteligente. Mais brisons là, mon cher.Es curioso, me siento mal hoy, ¿será quizás elspleen? Lo atribuyo a las hemorroides. ¿Quépasó en casa? ¿Nada? Hiciste la paz, hubo besosy abrazos, naturalmente, ¿no es así? Cela va sansdire. Es triste algunas veces verse obligado a ir abuscarlas, incluso después del paseo más des-agradable. Te aseguro que hay ocasiones en quedoy rodeos bajo la lluvia para retardar el mo-mento de volver a entrar en casa... ¡Qué fasti-dio, Dios mío, qué fastidio!

-Mamá...

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-Tu madre es la más perfecta y la más delicio-sa de las criaturas, mais... En una palabra, lomás probable será que yo no valga lo que ella.A propósito, ¿qué es lo que tienen hoy? Todosestos últimos días tienen todas ellas, diríamos...Es que, tú sabes, trato siempre de no enterarme,pero me parece que hoy se ha cerrado algo en-tre ellas... ¿No has notado nada?

-No sé absolutamente nada y ni siquiera habr-ía notado lo más mínimo sin esa maldita Tatia-na Pavlovna, que no puede dejar de morder.Tiene usted razón: hay algo. Encontré a Lisa encasa de Ana Andreievna; estaba un poco... in-cluso me ha dejado asombrado. Usted sabe sinduda que la reciben en casa de Ana Andreiev-na, ¿no?

-Lo sé, amigo mío. Y tú... ¿Cuándo has estadoen casa de Ana Andreievna... a qué hora exac-tamente? Tengo necesidad de saberlo a causade un cierto detalle.

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-Entre las dos y las tres. Y figúrese que en elmomento en que yo salía, llegaba el príncipe...

Le conté toda mi visita hasta en sus menoresdetalles. Escuchó sin decir una palabra; sobre elposible matrimonio del príncipe y de Ana An-dreievna no hizo el menor comentario; a miselogios entusiastas de Ana Andreievna susurróde nuevo que era «encantadora».

-Hoy la he asombrado enormemente al co-municarle la noticia recentísima de que CatalinaNicolaievna Akhmakova se casa con el barónBioring - dije bruscamente como si la frase seme hubiera escapado.

-¿Sí? Pues bien, figúrate que ella me ha co-municado esa misma «noticia» esta mañana,antes del mediodía, es decir, mucho antes deque tú hubieras podido asombrarla.

-¿Qué me dice usted? - me quedé clavado enel sitio -. ¿Y cómo ha podido saberla? Pero, ¿quédigo? Desde luego que ha podido enterarseantes que yo, pero figúrese usted que me la ha

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escuchado decir como si se tratase de una noti-cia portentosa. En fin, ¿qué se le va a hacer?Tiene que haber gente de todas clases, ¿no eseso? Yo, por ejemplo, habría propalado la noti-cia inmediatamente, mientras que ella se laguarda en el buche... De acuerdo, está bien... ¡Ysin embargo es la más encantadora de las cria-turas y el más admirable de los caracteres!

-Sin duda, cada cual está hecho de una mane-ra distinta. Pero lo más original es que estoscaracteres admirables se superan a veces pro-poniendo extraños enigmas. Figúrate que AnaAndreievna, hoy mismo, me lanza a quemarro-pa esta pregunta: «¿Quiere usted a CatalinaNicolaievna Akhmakova, sí o no?»

-¡Qué pregunta más absurda y más ridícula! -exclamé, nuevamente aturdido.

Por un momento lo vi todo turbio. Yo nuncahabía tratado con él de aquel tema, y ahora eraél mismo quien...

-Pero, ¿cómo ha formulado esa pregunta?

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-Pues de ninguna manera, amigo mío. El bu-che, como tú dices, se volvió a cerrar, másherméticamente que antes. Y fíjate bien, yo nohabía admitido jamás la posibilidad de seme-jantes conversaciones entre nosotros, y ellatampoco por su parte... Pero tú mismo dicesque la conoces; puedes por tanto figurarte hastaqué punto le cuadra una pregunta así... ¿Nosabías tú algo?

-Tan enigma resulta para mí como para usted.¿Quizás una curiosidad frívola, una broma?

-Al contrario, la pregunta era muy seria. Noera una pregunta, sino casi un interrogatorio, ypor lo visto por motivos extraordinarios y ca-tegóricos. ¿La verás tú? ¿Puedes enterarte dealguna cosa? Incluso te pediría que lo hicieras,porque, como comprendes...

-¡Pero la posibilidad, el suponer simplementeque usted pueda querer a Catalina Nicolaiev-na... ! Perdóneme, no llego a salir de mi asom-bro. Nunca, nunca me he permitido hablarle a

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usted de este tema ni de nada que se le parez-ca...

-Y has obrado cuerdamente, querido mío.-Las antiguas intrigas de usted, sus antiguas

relaciones, serían naturalmente entre nosotrosun tema inconveniente. Incluso habría sidoestúpido por mi parte. Pero da la casualidad deque en estos últimos tiempos, estos últimosdías, me he preguntado varias veces a mí mis-mo: bueno, si un día quiso a esta mujer, ¿no fuemás que un instante? ¡Oh, usted no habría co-metido jamás por su parte un error tan terriblecomo el que se produjo a continuación! Lo quesucedió, lo sé: estoy enterado de la hostilidad yde la repugnancia mutuas, por así decirlo, quesiente cada uno de ustedes por el otro, he oídohablar do eso, incluso demasiado, ya en Moscú,y, precisamente, lo que destaca aquí, ante todo,es ese hecho de una repugnancia a ultranza, deuna hostilidad encarnizada, exactamente tocontrario del amor. ¡Y he aquí que Ana Andrei-evna le pregunta a usted de repente si la quiere!

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¿Es posible que esté tan mal informada? Es muyextraño. Quería reírse, se lo aseguro a usted,quería reírse.

-Pero observo, querido mío - percibí en su vozno sé qué de nervioso y de íntimo, penetrantehasta el corazón, lo que le sucedía muy rarasveces -,observo que tú mismo hablas de estocon mucho calor. Acabas de decir que tienesamistades femeninas... Naturalmente, me des-agrada hacerte preguntas... sobre un tema se-mejante, como tú acabas de decir... Pero « estamujer», ¿no está en la lista de tus nuevos ami-gos?

-Esta mujer... - mi voz tembló de repente -, es-cuche. Andrés Petrovitch, escuche: esta mujeres lo que usted dijo hace poco en casa delpríncipe sobre la «vida viviente», ¿se acuerdausted? Usted dijo que esta vida verdadera esalgo tan claro y tan sencillo, que le mira a unotan de frente, que precisamente por esa mismarectitud y esa límpieza es imposible creer quesea lo que hemos buscado toda nuestra vida

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con tanto esfuerzo... ¡Pues bien, he ahí con quéojos ha acogido usted a la mujer ideal y recono-cido en la perfección, en el ideal, «todos los vi-cios»! ¡Eso es lo que hay!

El lector puede juzgar hasta qué punto yo es-taba fuera de mí.

-¡«Todos los vicios»! ¡Oh, oh, he ahí una fraseque conozco muy bien! - exclamó Versilov -. Sihemos llegado hasta el extremo de que estafrase te haya sido comunicada, tal vez con-vendría felicitarte, ¿no es así? Eso supone entrevosotros una intimidad tal, que quizá fuerapreciso alabarte por una modestia y una discre-ción de las que pocos jóvenes son capaces...

En su voz sonaba una risa amable, amistosa,acariciadora... Había algo provocativo y gentilen sus palabras, en su rostro luminoso, en lamedida en que podía darme cuenta de ello enmedio de la oscuridad. Se mostraba presa deuna extraña excitación. Me iluminé a pesar mío.

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-¡Modestia, díscreción! ¡Oh, no, no! - exclamé,ruborizándome y estrechando al mismo tiemposu mano, que ya le había agarrado y que, sindarme cuenta, no se la había soltado-. ¡No, pornada en el mundo...! ¡No hay motivo para felici-tarme y nada semejante podrá producirsejamás!, ¡jamás! - Yo me ahogaba y volaba, ¡teníatantas ganas de volar!, ¡encontraba tantos en-cantos en aquel momento! -. Usted sabe..., ¡oh,si eso llegase algún día, un momentito nadamás!, usted ve, mi querido, mi simpático papá,¿me permite usted que le llame papá?, no essolamente un padre a su hijo, pero quienquieraque sea debe prohibirse hablar a una tercerapersona de sus relaciones con una mujer, porpuras que esas relaciones sean. E incluso cuantomás puras sean, más secretas deben permane-cer. Es repugnante, es grosero, en una palabra,aquí no hay confidente posible. Pero si no existenada, absolutamente nada, se puede hablarentonces, está permitido, ¿verdad?

-Si el corazón te lo aconseja...

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-Una pregunta indiscreta, muy indiscreta: us-ted, en su vida, usted ha conocido mujeres, us-ted ha tenido amoríos, ¿no? Se lo pregunto engeneral, no en particular.

Me sonrojaba, me ahogaba de entusiasmo.-Pues bien, admitamos que sí.-Entonces, he aquí un caso que usted va a ex-

plicarme, puesto que tiene más experiencia: unamujer le dice a usted de repente al despedirle,esto es, completamente de pronto, mirando aotro lado: « Mañana estaré a las tres en tal si-tio»... en casa de Tatiana Pavlovna, por ejemplo.

Estaba lanzado y fui hasta el fin. El corazónme latía irregularmente, incluso cesó de latir.Quería pararme y no seguir hablando: ¡imposi-ble! Él era todo oídos.

-Pues bien, el día siguiente a las tres, estoy encasa de Tatiana Pavlovna. Entro y me hago es-tos razonamientos; « Va a abrirme la cocinera,¿conoce usted a su cocinera?, y le preguntaré degolpe y porrazo: ¿Está Tatiana Pavlovna en

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casa? Y si me dice que Tatiana Pavlovna no estáen casa y que hay una mujer que la espera»,entonces, ¿qué debo deducir?, dígamelo, si us-ted... En una palabra, si usted...

-Sencillamente que te han dado una cita. Pero,¿ha sido así la cosa? ¿Y era hoy? ¿Sí?

-¡Oh, no, no, no! ¡En absoluto, de ningunamanera! ¡La cosa ha sucedido, pero no de estaforma! Una cita, pero no para eso, lo declaroantes que nada, para no ser un bellaco, la cosaha sucedido, pero...

-Amigo mío, todo esto empieza a ponerse taninteresante, que te propongo...

-Yo mismo, yo he dado diez y veinticinco co-peques ¡se acabó! Solamente algunos copeques,es un teniente quien lo pide, un antiguo tenien-te.

La alta silueta de un mendigo, tal vez, en ver-dad, un teniente retirado, nos cerraba de prontoel paso. Lo más curioso era que estaba muy

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bien vestido para ejercer aquella profesión; loque no le impedía tender la mano.

IIIAquel miserable episodio del miserable te-

niente lo menciono aposta, porque Versilov sepresenta siempre en mi memoria acompañadopor todos los detalles, incluso los más menu-dos, de aquella circunstancia que para mí fuefatal. ¡Fatal, pero yo no lo sabía!

-¡Déjenos en paz, o llamo inmediatamente a lapolicía!

Versilov había elevado la voz súbitamente yde manera poco natural, parándose delante delteniente. Yo no me habría figurado nunca quefuera posible una cólera semejante por parte detal filósofo y por un motivo tan insignificante.Y, fíjense ustedes, interrumpíamos nuestra con-versación en el pasaje más interesante para él,según él mismo acababa de manifestarlo.

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-Entonces, ¿es que no tienen ustedes ni unasimple moneda de cobre? - gritó groseramenteel teniente con un ademán - ¿Qué canalla es éstaque no tiene hoy ni siquiera una moneda? ¡Ro-ñoso! ¡Pillo! ¡Lleva un cuello de castor y formaun escándalo por una moneda!

-¡Agente! .-- gritó Versilov.Pero no había necesidad de gritar: el agente

estaba a dos pasos, en la esquina, y habia oídolas injurias del teniente.

-Le ruego que sea testigo del insulto. ¡Encuanto a usted, sírvase seguirnos al cuartelillo!

-Ja ,ja! Ésa es una cosa que me tiene comple-tamente sin y cuidado, usted no podrá probarnada. Sobre todo no demostrará ser inteligente.

-Agente, usted no lo suelte y guíenos - decidióimperiosamente Versilov.

-¿Al cuartelillo? ¿Para qué? - le susurré yo.

-Es preciso, querido mío. Este desorden ennuestras calles comienza a fastidiarme, y, si

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cada cual cumpliera su deber, todo el mundo seencontraría mejor. Ç'est comique, mais ç'est ce quenous ferons.

Durante un centenar de pasos, el teniente semostró muy acalorado; se las daba de valiente yde orgulloso; aseguraba que «era imposible»que... «por una moneda de cobre», etc. Por fin,empezó a cuchichear al oído del agente. Elagente, hombre reflexivo y visiblemente hostil alos nerviosismos de la calle, parecía estar a sufavor, pero solamente en cierto sentido. Le co-municaba a media voz que «ahora ya la cosa notenía remedio», que «el asunto estaba ya enmarcha», y que «si, por ejemplo, se excusaba, yel señor consentía en aceptar su excusas, enton-ces tal vez... »

-Bueno, escuche, mi buen señor, ¿adónde va-mos? Se lo pregunto: ¿adónde corremos así?,¿qué hay de gracioso en todo esto? - gritó elteniente -. Si un desgraciado que está en lasúltimas consiente en ofrecer sus excusas... si esque usted tiene necesidad de humillarlo... No

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estamos en un salón, ¡qué diablos! ¡Estamos enla calle! Para la calle, esto basta y sobra comoexcusas...

Versilov se detuvo y se echó a reír. Yo estabaa punto de pensar que había liado toda aquellahistoria para divertirse; pero no se trataba deeso.

-Le disculpo enteramente, señor official, y leaseguro que no está usted desprovisto de talen-to. Obre así incluso en un salón; bien pronto,para .los salones también, sobrará con eso;mientras tanto, tome aquí dos monedas. Querr-ía darle las gracias por su trabajo, pero se hacolocado usted en una postura tan noble... Que-rido mío - se dirigió a mí -, hay por aquí cercauna tabernilla que en el fondo no es más queuna espantosa cloaca, pero se puede tomar allíté, y yo lo invito... Estamos a dos pasos, vamospues.

Lo repito, yo nunca lo había visto con una ex-citación tal. Sin embargo su rostro estaba alegre

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y radiante de luz. Pero noté que; cuando sacóde su portamonedas dos piezas de cobre paradárselas al oficial, las manos le temblaban y losdedos no le obedecían, tanto que acabó por ro-garme que cogiera las monedas y se las diese alteniente; es un detalle. que no puedo olvidar.

Me guió a un pequeño traktir al otro lado dela calle. No había mucha gente. Estaba tocandoun organillo ronco y desafinado; aquello olía amanteles sucios; nos instalamos en un rincón.

-Quizá no lo sabes. El caso es que a veces, poraburrimiento... por un terrible aburrimiento delcorazón... me gusta descender hasta estas cloa-cas. Este ambiente, ese aria trémula de Lucía,estos camareros en traje ruso hasta la inconve-niencia, esta humareda de tabaco, esos gritos delos jugadores de billar, todo es tan vulgar y tanprosaico, que casi roza con lo fantástíco. Bueno,querido mío, ¿dónde estábamos? Ese hijo deMarte nos ha interrumpido en el momento másinteresante, creo... Pero he aquí el té; me encan-ta el té, aquí... Figúrate que Pedro Hippolito-

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vitch aseguraba hace un momento a ese otroinquilino marcado por la viruela que el Parla-mento inglés había constituido en el siglo pasa-do una comisión de juristas para examinar todoel proceso de Cristo delante del Sumo Sacerdotey de Pílatos, únicamente para saber cómo suce-dería hoy la cosa según nuestras leyes, y quetoda esa historia se montó con toda la solemni-dad deseada, con abogados, procuradores ytodo lo demás... y que los jurados se vieronobligados a dictar un veredicto de culpabili-dad... ¡Es asombroso!, ese imbécil de inquilinose ha puesto a discutir, se ha enfadado y hadicho que se marchará mañana mismo... Lacasera se ha deshecho en lágrimas, porque pier-de unos ingresos... Mais passons! Algunas vecesen estos traktirs hay ruiseñores. ¿Sabes esa viejaanécdota moscovita à la Pedro Hippolitovítch?Un ruiseñor canta en un traktir de Moscú; entrauno de esos comerciantes cascarrabias de losque se enfadan en seguida: « ¿Cuánto el ruise-ñor? --- ¡Cien rublos! -.-- ¡Que lo asen y que me

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lo sirvan!» Así se hizo. « ¡Córteme una lonja dedos centavos!» Se la conté un día a Pedro Hip-politovitch, pero no quiso creérsela, incluso seindignó. ..

Habló mucho todavía. Cito estos fragmentosa título de muestra. Me interrumpía sin cesar enel momento mismo en que yo abría la boca paracontar una historia por mi cuenta, y soltabaalguna tontería completamente original y queno tenía la menor relación con lo que se estabahablando; hablaba exaltadamente, con alegría;se reía de todo a incluso soltaba una risita porlo bajo, cosa que yo no le había visto hacer nun-ca. Se bebió de un trago un vaso de té y se sir-vió un segundo. Ahora lo comprendo: se parec-ía a un hombre que ha recibido una carta que-rida, curiosa y que esperaba desde hacía muchotiempo, que la ha colocado delante de sí y que,adrede, se retrasa en abrirla. Por el contrario, leda vueltas largo rato entre sus dedos, examinael sobre, el sello de lacre, va de una habitación aotra para dar órdenes, retrasa, en una palabra,

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el minuto más interesante, sabiendo muy bienque no se le escapará; y todo eso para aumentarsu contento.

Naturalmente, se lo conté todo, desde el prin-cipio, y mi relato duró una hora tal vez. ¿Cómopodía ser de otra forma? Desde el primer mo-mento yo había tenido deseos de hablar. Co-mencé por nuestro primer encuentro en casadel príneipe, después de su llegada; luego contécómo había sucedido todo, poco a poco. No mesalté nada, y no podía saltarme nada: él mismome ponía sobre el carril, adivinaba, me soplabalas palabras. Me parecía a veces que yo estabaviviendo un cuento fantástico, que él había es-tado siempre allí, sentado o de pie en cualquierparte detrás de la puerta, en todo momentodurante esos dos meses: sabía de antemanocada uno de mis gestos, cada uno de mis senti-mientos. Yo experimentaba un gozo infinitohaciéndole aquella confesión, porque veía en éltanta dulzura cordial, tanta finura psicológica,una capacidad tan asombrosa para adivinarlo

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todo con la más pequeña palabra... Me escu-chaba tiernamente, como una mujer. Sobre todose comportó tan bien, que no llegué a experi-mentar ninguna vergüenza; a veces me deteníabruscamente para preguntar. me algún detalle;a menudo me interrumpía y repetía con nervio-sismo:

-No olvides los detalles, sobre todo no olvideslos detalles; cuanto más minúsculo es un rasgo,más importante es a veces.

Volvió a decirlo en varias ocasiones. ¡Oh!,desde luego, al empezar yo había tomado lacosa desde muy alto, con respecto a ella, peromuy pronto recaí en la verdad. Conté sincera-mente que estaba dispuesto a besar el sitio delentarimado donde se hubiera posado su pie. Lomás bello, lo más espléndido, era que él com-prendía perfectamente que se pudiera «sentirmiedo por el documento» y al mismo tiemposeguir siendo una criatura noble y sin reproche,tal como hoy se había descubierto ante mis ojos.Comprendió perfectamente lo de la palabra.

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«estudiante». Pero, cuando estaba ya por el fi-nal, noté que su bondadosa sonrisa era atrave-sada de vez en cuando por una impacienciademasiado visible, algo brusco y distraído.Cuando llegué a lo del «documento», pensépara mí: «¿Decirle toda la verdad o no?» Y no sela dije, a pesar de todo mi entusiasmo. Lo hagoconstar aquí para acordarme de eso toda mivida. Le expliqué la cosa de la misma maneraque a ella, es decir, sacando a colación a Kraft.Sus ojos se encendieron. Un pliegue singular setrazó en su frente, un pliegue muy sombrío.

-¿Y te acuerdas con toda seguridad de que esacarta la quemó Kraft en la vela? ¿No te equivo-cas?

--No, no me equivoco - confirmé.-Es que ese billete es de una extrema impor-

tancia para ella, y, si lo tuvieses hoy día en tusmanos, podrías desde hoy mismo... - Pero nollegó a decir lo que «yo podría» -. Entonces, ¿es

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totalmente cierto que no lo tienes ya en tu po-der?

Me estremecí en mi interior, pero no exte-riormente. Exteriormente, no me traicionó deninguna manera: ni siquiera un parpadeo; nisiquiera quise creer en la pregunta.

-¿Cómo en mi poder? ¿Que lo tengo ahora enmi poder? ¡Pero si le digo que Kraft lo ha que-mado!

-¿Sí?Fijó sobre mí una mirada de fuego, inmóvil,

de la que me acuerdo todavía. Por lo demás,estaba sonriente, pero toda su bonachonería,toda la feminidad de su expresión habían des-aparecido de pronto. Adoptó un aire indeciso ydesorientado; se mostraba cada vez más dis-traído. Si hubiese sido más dueño de sí, tandueño como lo había sido hasta entonces, nome habría hecho aquella pregunta sobre el do-cumento; si la había hecho, era seguramenteporque estaba fuera de sí. Pero es hoy cuando

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hablo así; en aquella época no aprecié tan rá-pidamente el cambio sobrevenido en su perso-na: yo continuaba transportado y mi alma esta-ba llena de la misma música. Pero, habiendoterminado mi relato, lo miré.

-¡Asombroso! - dijo él de repente, cuando lehube entregado hasta la última coma -. Asom-broso, amigo mío; tú dices que has estado allíde tres a cuatro y Tatiana Pavlovna no estabaen casa, ¿no es así?

-Para ser más exacto, de tres a cuatro y media.-Pues bien, figúrate que yo fui a casa de Ta-

tiana Pavlovna a las tres y media justas, y ellame recibió en la cocina; casi siempre entro porla escalera de servicio.

-¿Cómo, que lo recibió a usted en la cocina? -exclamé, retrocediendo de asombro.

-Sí, y me declaró que no podía recibirme; mequedé sólo dos minutos, y por lo demás sólo ibapara invitarla a comer.

-Tal vez acababa de volver a casa, ¿no?

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-No sé. Seguramente no. Estaba en bata. Eranexactamente las tres y media.

-Pero... ¿no le dijo a usted Tatiana Pavlovnaque yo estaba allí?

-No, no me dijo que estuvieras... De lo contra-rio, yo lo habría sabido y no lo habría sabido yno te habría preguntado nada.

-Escuche, eso es muy importante...-Sí... eso depende del punto de vista; te estás

poniendo pálido, muchacho. Pero, ¿qué impor-tancia tiene eso?

-¡Me han engañado como a un crío!-Sencillamente «a ella le ha dado miedo de

tu impulsividad», como ella misma te ha di-cho. Y se ha refugiado detrás de Tatiana Pav-lovna.

-¡Dios mío, qué historia! Escuche, ella me hadejado decir todo aquello en presencia de unatercera persona, delante de Tatiana Pavlovna.

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¡Por tanto, la otra ha oído todo lo que yo decía!¡Es..., es terrible sólo el pensarlo!

-C'est selon, mon cher! Además, tú mismo hashablado hace un momento de que tiene quehaber gente de todas clases y te ha parecidomuy bien que así sea.

-Si yo fuese Otelo y usted Yago, no podría us-ted decir nada mejor... Pero estoy bromeando.Aquí no puede haber Otelo, puesto que no exis-ten relaciones de ese tipo. ¿Y cómo no echarse areír? ¡Sea! ¡A pesar de todo sigo creyendo en loque está infinitamente por encima de mí y nopierdo mi ideal... ! Si es una broma por parte deella, se la perdono. Admito lo de burlarse de unmiserable muchachillo. Yo nunca me he disfra-zado, y el estudiante... el estudiante estaba allí,a pesar de todo, sigue allí frente a todo y contratodo, estaba en su alma, estaba en su corazón,existe y existirá. ¡Basta! Escuche, ¿qué cree us-ted: debo o no debo ir inmediatamente a su casapara saber toda la verdad?

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Yo decía: « río», y tenía las lágrimas en losojos.

-Pues bien, ve, amigo mío, si sientes deseos dehacerlo.

-Me siento como manchado por haberle con-tado a usted todo esto. No se enfade, pero noestá permitido, se lo repito, no está permitidohablar de una mujer a una tercera persona. Elconfidente no comprenderá nunca. Ni siquieraun ángel comprendería. Cuando se respeta auna mujer no se toma confidente; cuando serespeta uno a sí mismo, no se toma confidentetampoco. En este momento yo no me respeto.Hasta la vista; no me perdonaré nunca...

-Vamos, amigo mío, exageras. Tú mismo lodices: no ha pasado nada.

Salimos y nos dijimos adiós.-Pero, ¿no me vas a abrazar nunca con todo tu

corazón, como un hijo abraza a su padre? - medijo con un temblor singular en la voz.

Lo abracé calurosamente.

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-Querido mío... sé siempre tan puro como loeres en este momento.

Todavía yo no lo había abrazado nunca, ynunca habría podido figurarme que iba a ser élquien lo reclamara.

CAPÍTULO VII

« ¡Está claro, hace falta ir allí! », decidí mien-tras me apreuraba a volver a casa. Hace falta irallí inmediatamente. Lo más probable será queme la encuentre sola; sola o con alguien, pocoimporta: se la puede llamar. Me recibirá; sequedará asombrada, pero me recibirá. Si no merecibe, insistiré para que lo haga, le mandarédecir que es absolutamente necesario. Creeráque se trata del documento, y me recibirá. Y meenteraré de todo con respecto a Tatiana. A con-tinuación... pues bien, a continuación, ¿qué? Sisoy yo el que estoy equivocado, presentaré misexcusas; si tengo razón y es ella la que se ha

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portado mal, entonces será el fin de todo. ¿Quées lo que voy a perder? Nada. ¡Vamos allá, va-mos allá! »

Ahora bien, no lo olvidaré nunca, y me acor-daré de eso con orgullo, ¡no fui de ningunarnanera! Nadie lo sabrá, esto quedará ignorado,pero me basta con saberlo yo, con saber que enaquel momento he sido capaz de una reacciónde infinita nobleza. «Es una tentación, y la ven-ceré», decidí al fin, después de haber reflexio-nado. «Se me ha querido asustar, pero yo no hecreído, no he perdido mi fe en su pureza. ¿Quénecesidad hay de ir allí? ¿Para informarme dequé?, ¿Por qué tendría ella que creer en mí de lamisma manera absoluta que yo creo en ella,creer en mi «pureza», no temer mí «impulsi-vidad» y no ocultarse detrás de Tatiana? Yo nohe merecido todavía nada de eso a sus ojos.Que ella ignore, pues, que lo merezco, que nome dejo seducir por las «tentaciones», que nocreo en las malas lenguas. Por el contrario, yo losé, y así me respetaré más. Respetaré mi senti-

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miento. ¡Oh!, sí, ella me ha dejado hablar delan-te de Tatiana, ha admitido a Tatiana, sabía queTatiana estaba allí y escuchaba (puesto que nopodía menos que escuchar), sabía que Tatianase burla de mí, ¡es espantoso, espantoso...! Pe-ro... ¿y si era imposible evitarlo? ¿Qué podíaella hacer en su situación, y cómo acusarla deeso?

¿No le he mentido yo respecto a Kraft? ¿No lahe: engañado yo también, porque también eraimposible evitarlo? También yo he mentidoinvoluntariamente, inocentemente. « ¡Ah, Diosmío! - exclamé de pronto sonrojándome doloro-samente -, yo mismo, yo mismo, ¿qué es lo queacabo de hacer?, ¿no he sido yo quien la heatraído delante de esa misma Tatiana, no hesido yo quien acabo de contárselo todo a Versi-lov? Pero, ¿para qué hablar de mí? Hay unagran diferencia. Se trataba solamente del do-cumento; en el fondo, yo no le he hablado aVersilov más que del documento, porque nohabía otra cosa que contarle ni podía haberla.

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¿No he sido yo el primero en prevenirle, y elprimero que le he asegurado que no podía ha-ber otra cosa? Es un hombre que comprende lavida. ¡Hum...., ¡pero sin embargo ese odio en sucorazón, todavía a estas alturas, hacia esa mu-jer! ¿Qué drama ha debido producirse en otrostiempos entre ellos y por qué? ¡Naturalmentepor amor propio! Versilov no es capaz de ningúnsentimiento fuera de un amor propio ilimitado.»

Sí, este último pensamiento se me escapó, y nisiquiera lo noté. He aquí, pues, las ideas que,sucesivamente, una tras otra, atravesaron en-tonces mi cerebro, y yo era en ese momento sin-cero conmigo mismo: no disimulaba, no meengañaba a mí mismo; y si hay alguna cosa queyo no haya comprendido en aquel instante, esúnicamente porque me ha faltado la com-prensión, y no por hipocresía ante mí mismo.

Volví a entrar en la casa, presa de una excita-ción espantosa, y, no sé por qué, de un humormuy alegre, aunque muy turbio. Pero temíaanalizarme y me esforzaba con todas mis fuer-

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zas en distraerme. Inmediatamente fui a buscara la casera: habia habido en efecto una terribledisputa entre su marido y ella. Era una mujerde funcionaiio, completamente tuberculosa ybuena, pero, como todas las enfermas del pe-cho, extremadamente caprichosa. Me dediquéinmediatamente a reconciliarlos. Vi al inquilino,un imbécil muy grosero, marcado por la virue-la, excesivamente vanidoso, que trabajaba en unBanco, un cierto Tcherviakov, por el que nosentía la menor simpatía, pero con quien man-tenía sin embargo relaciones pacíficas porquetenía la debilidad de aliarme con él para tomar-le el pelo a Pedro Hippolitovitch. Lo convencíen seguida para que no se marchara; por lo de-más, no estaba decidido en forma alguna ahacerlo. Por fin calmé definitivamente a la case-ra y, además, supe arreglarle muy bien su al-mohada.

-¡He ahí una cosa que Pedro Hippolitovitchnunca sabrá hacer! - dijo ella maliciosamente.

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En seguida me ocupé en la cocina de prepa-rarle sus cataplasmas, y con mis propias manosle fabriqué dos totalmente notables. El pobrePedro Hippolitovitch me miraba con envidia,pero no le permití que las tocase siquiera y fuirecompensado, literalmente, con lágrimas deagradecimiento. Luego, me acuerdo muy bien,todo aquello me aburrió de golpe y adivinébruscamente que no era en modo alguno porbondad de alma por lo que cuidaba a la enfer-ma, sino por hacer algo, no sabía por qué, o poralguna razón totalmente distinta.

Aguardaba nerviosamente a Matvei: aquellanoche estaba decidido a probar la suerte porúltima vez y... y, además de la suerte, sentíauna necesidad terrible de jugar; de lo contrarioaquello rne habría resultado insoportable. Si nohubiese ido a ninguna parte, no habría podidocontenerme y me habría dirigido a casa de ella.Matvei debía llegar pronto, pero de repente lapuerta se abrió y vi entrar a una visitante ines-perada: Daria Onissimovna. Fruncí las cejas y

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dejé revelar mi asombro. Ella sabía dónde vivíayo porque una vez había venido a darme unrecado de mi madre. La invité a que se sentaray la miré con aire interrogador. Ella no dijo na-da, limitándose a mirarme a los ojos y a sonreírhumildemente.

-¿Viene usted quizá de parte de Lisa? - pre-gunté de repente.

-No, he venido porque sí.Le advertí que iba a salir; respondió de nuevo

que había venido « porque sí», y que tambiénella se iba a marchar. De pronto sentí no sé quémovimiento de lástima. Debo hacer constarque, de todos nosotros, de mi madre y en parti-cular de Tatiana Pavlovna, había recibido mu-chas muestras de simpatía, pero que, despuésde haberla colocado en casa de Stolbieieva, to-dos los nuestros la habían olvidado poco más omenos, salvo tal vez Lisa, que la visitaba confrecuencia. El motivo, estoy convencido, pro-cedía de ella misma, puesto que tenía la parti-

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cularidad de alejarse y desvanecerse, a pesar detoda su humildad y de sus sonrisas humildes. Amí esas sonrisas no me agradaban lo másmínimo: la veía siempre adoptar un aire falso yllegué a pensar un día que no había lloradomucho tiempo a su Olia. Pero esta vez, no sépor qué, sentí lástima de ella.

Ahora bien, sin decir una palabra, se agachóde pronto, bajó los ojos y, lanzando los brazoshacia delante, me cogió por la cintura mientrasque su rostro se inclinaba hacia mis rodillas. Mecogió la mano y ya me figuraba que era parabesármela, pero se la llevó a los ojos y me lamojó con lágrimas ardientes. Estaba toda sacu-dida por los sollozos, pero lloraba sin ruido. Seme encogió el corazón, aunque al mismo tiem-po empecé a sentirme un poco irritado. Peroella me besaba con una completa confianza, sintemor a molestarme, siendo así que hacía unmomento me dedicaba sonrisas tan tímidas ytan serviles. Le rogué que se calmase.

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-Mi buen señor, yo ya no sé qué hacer de mí.En cuanto se pone oscuro, no puedo soportarlo;cuando cáe la noche, ya no puedo resistir allí, espreciso que salga a la calle, a las tinieblas. Loque sobre todo me atrae es un sueño. Un sueñoque ha nacido en mi cerebro y que me dice quecuando salga me la encontraré en la calle. Mepongo a andar y me parece verla. Es decir, queson los otros los que andan, y yo ando detrásadrede y me digo: ¿no es ella? ¡Sí, sí, he ahí queésa es mi Olia! Y pienso, pienso. Al final heterminado por volverme loca, a fuerza de correrentre la multitud; siento mareos. Empujo a lagente como si estuviera borracha; hay quienesme cubren de injurias. Pero yo guardo todo esopara mí y no voy ya a casa de nadie. Además,vaya adonde vaya, todavía me siento peor.Hace un momento pasé por delante de la casade usted y me dije: «¿Y si entrara? Él es mejorque los demás, y además ha presenciado la co-sa.» Mi buen señor, perdóneme usted; me voyen seguida e iré...

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Se levantó bruscamente y se dispuso a mar-charse. En aquel momento llegó Matvei; la hicesentarse a mi lado en el trineo y, al pasar, ladejé en su domicilio, en casa de Stolbieieva.

IIEn los tiempos más recientes yo freeuentaba

la ruleta de Zerchtchikov. Hasta entonces habíaido a tres casas, siempre con el príncipe, que me«introducía» en esos lugares. En una de esastres casas se dedicaban sobre todo al bacará y sejugaba fuerte. Pero yo allí no me encontrababien: vela que habría hecho falta mucho dineroy además acudían muchos desvergonzados ymuchos jóvenes de la alta sociedad con los bol-sillos bien provistos. Eso era precisamente loque le gustaba al príncipe; le gustaba jugar,pero le gustaba también rozarse con aquellosinsensatos. Noté que, si entraba a veces lleván-dome a su lado, en el curso de la noche se apar-taba de mí y no me presentaba a ninguno «de

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los suyos». Yo tenía el aspecto de un verdaderosalvaje, hasta el punto de llamar a veces la aten-ción. En la mesa de juego me sucedía en oca-siones ponerme a charlar con uno o con otro;pero una vez intenté al día siguiente, en lamisma sala, saludar a un señor bajito con el queen la víspera no solamente había hablado, sinoreído, estando sentado a su lado (e incluso lehabía adivinado las cartas): pues bien, no mereconoció. O más bien fue peor aún: me mirócon un asombro fingido y pasó con una sonrisa.Por consiguiente, abandoné pronto aquella casay me puse a frecuentar una cloaca; no sabríallamarla de otra manera. Era una ruleta bastan-te miserable, minúscula, regentada por unaprostituta, que sin embargo no se dejaba vernunca en la sala.

Allí se estaba en completa confianza y, aun-que viniesen oficiales y comerciantes ricos, todotranscurría en familia, lo que no dejaba de atra-er a mucha gente. Además allí la suerte me son-reía con frecuencia. Pero dejé de ir después de

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una sucia historia acaecida un buen día en ple-no juego y que acabó con una riña entre dosjugadores. Entonces empecé a acudir a casa deZerchtchikov, adonde también me había lleva-do el príncipe. Era un capitán de Caballeríaretirado, y el tono de sus veladas era muy so-portable, un poco militar, muy puntilloso encuanto a las formas, rápido y práctico. Porejemplo, no venían nunca ni bromistas ni agua-fiestas. Además, el juego estaba muy lejos deser una broma. Se jugaba al bacará y a la ruleta.Hasta aquella noche, 15 de noviembre, yo habíaestado allí en total dos veces, y creo que Zercht-chikov me conocía de vista; pero yo no habíatrabado conocimiento con nadie más. Como silo hubiera hecho adrede, el príncipe vino aque-lla noche a eso de las doce con Darzan, de vuel-ta del bacará de aquellos insensatos del granmundo donde yo había dejado de ir, así es queaquella noche yo estaba como un desconocidoen medio de una muchedumbre desconocida.

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Si yo tuviese un lector y éste hubiera leído to-do lo que he escrito ya sobre mis aventuras, notendría necesidad, desde luego, de explicarleque verdaderamente no he nacido para la vidade sociedad, cualquiera que ésta sea. Primera-mente, no sé cómo comportarme en el mundo.Cuando voy a un sitio donde hay mucha gente,me parece siempre que todas las miradas meelectrizan. Me siento nervioso, me encuentrofísicamente a disgusto, incluso en sitios comoun teatro, sin hablar de las casas particulares.En todas esas ruletas y esas reuniones, yo eraabsolutamente incapaz de seguir una conductanormal: tan pronto, sentado, me reprochaba miexceso de dulzura y de educación, tan prontome levantaba y cometía alguna grosería. Y, sinembargo, cualquier tunante vulgar, en compa-ración conmigo, sabía comportarse con unadesenvoltura asombrosa y, eso era lo que medaba más rabia: se comportaba tan bien, que yollegaba a perder más y más mi sangre fría. Lodiré francamente, no sólo hoy, sino incluso en-

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tonces, toda aquella sociedad y hasta las ganan-cias en el juego, si es preciso decirlo todo, aca-baron por parecerme repugnantes y dolorosas.Exactamente: dolorosas. Sin duda yo experi-mentaba un gozo extremado, pero ese gozo loconseguía mediante el sufrimiento; todo aque-llo, quiero decir la gente, el juego, y yo, sobretodo, con ellos, me parecía algo espantosamentesucio. «¡Que tenga la suerte de ganar, y lo man-do todo al diablo! », me decía una y otra vez amí mismo, al despertarme por la mañana des-pués del juego de la noche. La ganancia porejemplo: el. dinero no me gustaba lo más míni-mo. No voy a repetir la frase trivial, corrienteen semejantes casos, de que jugaba por jugar,por las sensaciones, por el placer del riesgo, delazar y todo lo demás, y de ninguna manera porla ganancia. Tenía una necesidad terrible dedinero, y sin duda no era aquél mi camino, niera mi idea, pero, de una forma u otra, no esta-ba menos decidido entonces a probar también,a título de experiencia, aquel camino. Había

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una idea poderosa que me turbaba siempre:«Has llegado a la conclusión de que puedesllegar a ser millonario con toda seguridad, acondición de tener un carácter suficientementefuerte; ya has hecho la prueba de tu carácter;pues bien, muestra, aquí también, lo que vales:¿iría a exigir la ruleta más carácter que tuidea?» He aquí lo que yo me repetía. Y comotodavía hoy estoy convencido de que, en losjuegos de azar, con una calma perfecta, quepermita conservar toda la finura de la razón, esimposible no superar la grosería del azar ciegoy no ganar, yo debía fatalmente, en esta época,irritarme más y más al ver que a veces perdíami sangre fría y me embalaba como un mu-chachillo. « ¡Yo, que he podido resistir el ham-bre!, ¿no podré dominarme a mí mismo en unatontería semejante?» Eso era lo que me ponía demal humor. Además, la convicción que yo pose-ía, por ridículo y humillado que pareciera, detener un tesoro de fuerza que los obligaría atodos a cambiar de opinión un día sobre mí, esa

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convicción, desde mis años de infancia humi-llada, era entonces la única fuente de mi vida,mi luz y mi patrimonio, mi arma y mi consola-ción, de lo contrario tal vez me habría matadosiendo todavía niño. Así, pues, ¿cómo no iba aenfadarme contra mí mismo, viendo la criaturalamentable en que me convertía ante una mesade juego? He aquí por qué no podía ya abando-nar el juego: hoy lo veo claramente. Además deesta razón principal, el mezquino amor propiosufría también: la pérdida en el juego me reba-jaba a los ojos del príncipe, a los ojos de Versi-lov, aunque éste no se dignase decir nada; a losojos de todos, a incluso de Tatiana; por lo me-nos eso era lo que me parecía, lo que sentía. Enfin, haré además una confesión: estaba ya co-rrompido; me era ya difícil renunciar a mi co-mida de siete platos en el restaurante, a Matvei,al almacén inglés, a la opinión de mi perfumis-ta, a todo eso en fin. Ya entonces tenía concien-cia de todo aquello, pero cerraba los ojos; eshoy, al escribirlo, cuando me ruborizo.

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IIIHabiendo entrado solo y encontrándome en

medio de una muchedumbre desconocida, meinstalé primeramente en un rincón de la mesa yempecé jugando cantidades pequeñas. Perma-necí así dos horas sin moverme. Fueron doshoras de un terrible marasmo: ni buena ni malasuerte. Dejaba pasar oportunidades asombro-sas, tratando de no enfadarme, de dominarlotodo con mi sangre fría y mi seguridad. Al finalresultó que, en aquellas dos horas, no había niganado ni perdido: de trescientos rublos, habíaperdido de diez a quince. Aquel resultado mi-serable me enfureció. Además, sucedió un inci-dente de lo más desagradable. Yo sé que a vecesse encuentra alrededor de esta ruleta a ladro-nes, no venidos de la calle, sino que son jugado-res conocidos. Por ejemplo, estoy persuadidode que el famoso jugador Aferdov es un ladrón;se pavonea hoy por la ciudad; lo he encontradohace muy poco con sus dos jacas, pero no por

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eso deja de ser un ladrón, y me ha robado. Peroesta historia es para más tarde; aquella nochefue solamente el preludio: yo había estado sen-tado aquellas dos horas en el rincón de la mesay a mi izquierda se encontraba un petimetremuy elegante, un pequeño judío, creo; formabaparte de no sé qué, a incluso escribía y se cos-teaba sus obras. En el último minuto, gané degolpe veinte rublos. Dos billetes rojos estabanallí delante de mí, cuando bruscamente vi queel pequeño judío tendía la mano y recogía conla mayor tranquilidad del mundo uno de misbilletes. Iba a detenerlo, pero con el aire másinsolente y sin elevar la voz, ¿no tiene la frescu-ra de decir que es su ganancia, que acaba dehacer la puesta y que ha ganado? No quiso nisiquiera proseguir la conversación y me volvióla espalda. Como hecho adrede, yo estaba enaquel segundo en un estado de ánimo muyestúpido: se me había ocurrido una gran idea.Escupí, me levanté rápidamente y me fui, sinquerer discutir, regalándole el billete rojo. Por

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lo demás, habría sido una torpeza querer sol-ventar el asunto con semejante pillastre, porquehabía pasado el tiempo; el juego había conti-nuado. Pues bien, aquello fue por mi parte unafalta inmensa, que debía tener sus consecuen-cias: tres o cuatro jugadores en torno a nosotroshabían observado nuestra discusión, y, al ver-me retroceder tan fácilmente, habían debido depensar de mí: ¡es uno de ésos! Era exactamentemedianoche; me fui a la sala vecina, reflexioné,elaboré un nuevo plan, volví y cambié en labanca mis billetes por monedas de oro. Me viasí en posesión de más de cuarenta monedas.Hice diez partes y resolví apostar diez vecesseguidas al zéro, cuatro semiimperiales cadavez, una tras otra: «Si gano, será mi oportuni-dad; si pierdo, tanto mejor: no jugaré más,»Haré notar que en aquellas dos horas el zéro nohabía salido ni una sola vez, tanto que, al final,nadie apostaba al zéro.

Yo jugaba de pie, silencioso, frunciendo lascejas y apretando los dientes. A la tercera vez,

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Zerchtchikov anunció en alta voz el zéro, queno había salido en toda la noche. Me pagaronciento cuarenta seiimperiales de oro. Me que-daban rodavía siete puestas. Continué, pero yatodo alrededor de mí se agitaba y bailaba.

-¡Pásese usted aquí! - le grité a un jugador queestaba al otro lado de la mesa y cerca del cualyo había estado sentado un momento antes, unhombre bigotudo. muy cano, con el rostro es-carlata y en traje de etiqueta, que, desde hacíaya varias horas, arriesgaba con indecible pa-ciencia sumas muy pequeñas y perdía todas lasveces-. ¡Pásese usted aquí! ¡Aquí es donde estála suerte!

-¿Se refiere usted a mí? - gritó el bigotudo delextremo de la mesa, con un asombro amenaza-dor.

-¡Sí, a usted! ¡En ese sitio va a perderlo todo!-Eso no es asunto suyo. Le ruego que me deje

en paz.

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Pero yo ya no podía contenerme. Frente amí, al otro lado de la mesa, estaba sentadoun militar de cierta edad. Al verme hacer laapuesta, le farfulló a su vecino:

-Es raro: el zéro. No, no me decidiré nunca porel zéro.

-¡Atrévase usted, coronel! - grité, apostan-do de nuevo.

-Le ruego que me deje en paz a mí también.No necesito para nada sus consejos - me dijoviolentamente -. Hace usted mucho ruido aquí.

-Le estoy dando un buen consejo. ¿Quiere us-ted apostarse que el zéro va a salir una vezmás?: diez monedas de oro, quiere usted?

Y empujé diez semiimperiales.-¿Diez monedas? ¿Una apuesta? Acepto -

pronunció, seco y severo -. Apuesto contra us-ted a que no saldrá el zéro.

-Diez luises de oro, coronel.-¿Qué es eso de diez luises de oro?

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-Diez semiimperiales, coronel. En estilo noble:diez luises de oro

-Diga entoncas diez semiimperiales, y nobromee conmigo.

Naturalmente yo no tenía la menor esperanzade ganar mi apuesta: había treinta y seis proba-bilidades contra una de que el zéro no saldría;pero yo había apostado primeramente para«epatar» y además porque quería atraerme a mifavor a todo el mundo. Me daba demasiadacuenta de que nadie me tenía simpatía allí y esose me hacía notar con una malignidad especial.La ruleta se puso a girar, y, ¿cuál no sería laestupefacción general cuando el zéro salió unavez más? Hubo incluso una exclamación uná-nime. Entonces la gloria del triunfo me nubló elcerebro. Inmediatamente me contaron cientocuarenta semiimperiales. Zerchtchikov me pre-guntó si no quería recibir una parte en billetes,pero le respondí con un gruñido, porque lite-ralmente era incapaz de explicarme con calma ycon claridad. La cabeza me daba vueltas, me

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flaqueaban las piernas. Comprendí de repenteque ahora iba a correr un riesgo terrible;además, tenía ganas de emprender algo, de pro-poner todavía alguna apuesta, de entregarle ano importa quién algunos millares de rublos.Recogí maquinalmente mi montón de billetes yde monedas de oro y no pude decidirme a con-tarlos. En aquel momento noté inmediatamentedetrás de mí al príncipe y a Darzan; llegabanentonces de su bacará, donde, como me enteréen seguida, lo habían perdido todo.

-¡Mire, Darzan! - le grité -, ¡aquí es donde estála suerte! ¡Apueste al zéro!

-Lo he perdido todo, no me queda dinero -respondió secamente.

El príncipe, por su parte, tenía el aspecto deno observar nada y de no reconocerme.

-¿Dinero? ¡Helo aquí! - grité, mostrándole mimontón de oro -. ¿Cuánto quiere usted?

-¡Demonios! - exclamó Darzan, muy colorado-. Me parece que no le he pedido a usted nada.

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-Le llaman a usted - me dijo Zerchtchikov,tirándome de la manga.

El coronel me había llamado ya varias veces ycasi con injurias, después de haber perdido suapuesta de diez semiimperiales.

-¡Tome! - me gritó, todo rojo de cólera -. Noestoy obligado a aguardarle. Después se iríausted diciendo que no ha recibido nada. ¡Cuen-te!

-Le creo, le creo, coronel, le creo sin contar.Solamente le ruego que no me grite y que no seenfade.

Y le recogí de la mano su montón de oro.-Señor mío, le ruego que dirija sus entusias-

mos a otra persona, no a mí - gritó violentamen-te el coronel -. ¡No hemos comido nunca en elmismo plato!

-¡Es curioso que se admita a personas comoéstas! ¿Quién es? ¿Un mozalbete? - se decía portodas partes a media voz.

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Pero yo no escuchaba, apostaba al azar y yano al zéro. Coloqué todo un paquete de billetesarco iris sobre los dieciocho primeros.

-¡Vámonos, Darzan! .- dijo el principe detrásde mí.

---¿A casa? - me volví hacia ellos -. Espéren-me, nos iremos juntos. He acabado.

Mi número ganó; era una ganancia enorme.-¡Basta! -grité, y, con manos temblorosas, re-

cogí el oro y me lo fui echando en los bolsillossin contarlo; arrugando torpemente entre misdedos los fajos de billetes, que quería metertodos a la vez en un bolsillo lateral.

De repente, una mano regordeta y con un ani-llo, la de Aferdov, que estaba ahora a mi dere-cha y había apostado también grandes sumas,se plantó sobre tres de mis billetes arco iris y loscubrió con su palma.

-¡Permítame, éstos no son de usted! - dijo se-veramente y recalcando las sílabas, por lo de-más con una voz bastante dulce.

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Aquél era el preludio de lo que, pocos díasdespués, debía tener tales consecuencias. Hoylo juro por mi honor, aquellos tres billetes decien rublos eran desde luego míos, pero, parami desgracia, en vano estaba entonces persua-dido; me quedaba todavía una milésima deduda y, para un hombre honrado, todo estribaen eso; ahora bien, yo soy un hombre honrado.Sobre todo no sabía entonces con seguridad queAferdov era un ladrón; ignoraba entonces hastasu nombre, de forma que pude creer verdade-ramente que me había engañado y que aquellostres billetes no eran de los que se me acababande alargar. Durante toda la velada no habíacontado jamás mi montón de dinero y me con-tentaba con recogerlo con las manos, mientrasque Aferdov tenía delante de él su dinero, allado del mío, pero en buen orden, y bien conta-do. En fin, Aferdov era conocido en la casa, sele consideraba como a un ricachón, lo tratabancon respeto: todo aquello me imponía, y unavez más no protesté. ¡Terrible error! Lo peor de

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todo, era que me encontraba en pleno arrebatode entusiasmo.

-Es una lástima que no me acuerde exacta-mente; pero me parece que esos billetes sonmíos - dije con los labios temblándome de in-dignación.

Aquellas palabras suscitaron inmediatamenteun murmullo.

-Para decir una cosa así, hace falta estar segu-ro, y usted mismo acaba de proclamar que nose acuerda exactamente - dijo Aferdov con tonode insoportable superioridad.

-Pero, ¿qué es eso? ¿Cómo pueden permitirsetales cosas? - fueron algunas de las exclamacio-nes que se oyeron.

-No es la primera vez. Hace un momento tu-vo la misma historia con Rechberg por un bille-te de diez rublos - dijo cerca de mí una voz en-canallada.

-¡Bueno, está bien, basta! - exclamé -. No pro-testo. ¡Lléveselos! Príncipe... Pero, ¿dónde están

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el príncipe y Darzan? ¿Se han marchado? Seño-res, ¿no han vista ustedes por qué parte se hanido el príncipe y Darzan?

Recogí por fin todo mi dinero y, sin tomarmetiempo para guardarme en un bolsillo algunosimperiales que llevaba todavía en la mano, melancé en seguimiento del príncipe y de Darzan.El lector ve que no silencio nada y que meacuerdo con todo detalle de cómo estaba yo enaquellos minutos, hasta la idiotez más insignifi-cante, para que se comprenda del todo lo quepasó a continuación.

El príncipe y Darzan estaban ya en los bajosde la escalera; no habían prestado la menoratención a mi llamada y a mis gritos. Los al-cancé, pero me detuve un segundo delante delportero y le metí en la mano tres semümperia-les, el diablo sabe por qué; me miró intrigadosin ni siquiera darme las gracias. Pero aquellome importaba poco, y, si Matvei se hubiese en-contrado por allí, le habría soltado desde luegoun buen puñado de monedas de oro, por lo

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menos ésa era la intención que llevaba al ponerel pie en la escalinata, pero entonces me acordéde pronto de que ya lo había despachado. Enaquel momento, se hizo avanzar al trineo delpríncipe y éste se montó.

-¡Voy con usted, príncipe, voy a su casa! - ex-clamé, agarrando la cortina del trineo y le-vantándola para sentarme; pero bruscamente,pasando delante de mí, Darzan se montó de unsalto, y el cochero, arrancándome la cortina,cubrió con ella a sus amos.

-¡Diablos! - grité, fuera de mí.Todo había sucedido como si yo hubiese le-

vantado la cortina para que entrara Darzan,como podría haber hecho un criado.

-¡A casa! - gritó el príncipe.-¡Deténgase! - aullé, agarrándome al trineo.Pero el caballo arrancó y rodé por la nieve.

Creo incluso que oí como se reían. Me levanté,salté instantáneamente al primer coche de pun-

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to que se presentó y volé a casa del príncipe,hostigando en todo momento al pobre jamelgo.

IVComo par casualidad, el jamelgo avanzaba

con una lentitud que no parecía natural; sinembargo yo había prometido un rublo. El co-chero no cesaba de dar latigazos al pobre caba-llo y, como es natural, lo azotaba por un rublo.El corazón se me salía par la boca: me puse ahablarle al cochero, pero no me salían las pala-bras, balbucí no sé qué estupidez. En ese estadoacudí a casa del príncipe. A Darzan lo habíadejado en la suya, y estaba solo. Pálido y de malhumor, paseaba par su despacho. Lo repito unavez más: él había perdido mucho. Me miró conuna perplejidad distraída.

-¡Todavía usted! - exclamó, frunciendo las ce-jas.

-¡Es para acabar con usted, caballero! - dijeahogándome -. ¿Cómo se ha atrevido a tratarme

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de esa manera? -Me lanzó una mirada interro-gadora -. Si se llevaba usted a Darzan, no teníamás que decírmelo, en lugar de hacer quearrancara el caballo y que yo...

-¡Ah!, sí, se ha caído en la nieve, creo.Y se me echó a reír en la cara.-A estas cosas se responde con un desafío, y

por eso primeramente vamos a arreglar nues-tras cuentas...

Con mano temblorosa, saqué mí dinero; fuicolocándolo sobre el diván, sobre el velador demármol a incluso sobre un libro abierto, porpaquetes, a puñados, por montones. Variasmonedas rodaron por la alfombra.

-¡Ah!, sí, ha ganado usted, creo... Se le nota enel tono.

Nunca me había hablado tan insólentemente.Yo estaba muy pálido.

-Hay aquí... no sé cuánto. Habría que contar...Le debo a usted unos tres mil... o bien, ¿cuán-to...? ¿Más o menos?

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-Me parece que no le exijo a usted que me pa-gue.

-No, soy yo quien desea hacerlo, y usted debede saber por qué. Sé que en este fajo de arco irishay mil rublos. ¡Tenga! - Me puse a contar conmanos temblorosas, pero desistí al poco rato -.Es igual, sé que hay mil rublos. Pues bien, cojoestos mil rublos para mí, y todo el resto, todosesos montones, tómelos en pago de mi deuda,de una parte de mi deuda: creo que debe dehaber dos mil rublos o quizá más.

-¿Y esos mil se los queda usted? - dijo elpríncipe, sonriendo.

-¿Los necesita? En ese caso... se los... penséque usted no querría... pero, si le hacen falta...ahí están.

-No, no los quiero. - Se apartó de mí con des-precio y se puso a pasear por la habitación -. ¿Ypor qué diablos se le ocurre esta idea de pagarsus deudas? - me preguntó, volviéndose derepente hacia mí con aire provocador.

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-Le devuelvo ese dinero para poderle exigircuentas -grité por mi parte.

-¡Váyase al diablo con sus grándes palabras ysus gestos sempiternos! - pataleó, como fuerade sí -. Hace mucho tiempo que quería ponerlesen la calle a los dos, a usted y a su Versilov.

-¡Está usted loco! - exclamé.Y era como si lo estuviese.-Me han puesto ustedes dos en el suplicio con

sus frases grandilocuentes. ¡Siempre frases,frases, frases! ¡Por ejemplo, sobre el honor!¡Puaf! Hace mucho tiempo que quería romper...Estoy contento, muy contento de que haya lle-gado el momento. Me creía atado y me aver-gonzaba de verme obligado a recibirles... ¡A losdos! Pues bien, ahora no me considero atadopor nada, por nada, ¡sépalo bien! Y ese Versilovsuyo que me incitaba a atacar a Akhmakova y adeshonrarla... Después de eso, no se arriesgueusted a hablar de honor en mí casa. Son ustedes

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mala gente... los dos, los dos. Y a usted, ¿es queno le daba vergüenza de coger mi dinero?

Yo veía turbio.-Le he tomado dinero prestado en plan de

camarada -empecé a decir muy dulcemente -.Fue usted quien me lo propuso y yo creí queme lo decía de corazón...

-¡No soy camarada de usted! Le he dado dine-ro, pero no por eso. Usted sabe muy bien porqué.

-Era a cuenta del dinero de Versilov. Desdeluego estaba mal, pero...

-Usted no podía tomar nada a cuenta del di-nero de Versilov sin que él lo autorizase, y yono podía darle a usted nada sin permiso de él...Yo le daba a usted ese dinero por mi cuenta, yusted lo sabía; lo sabía y lo aceptaba; y yo heaguantado en mi casa esta comedia odiosa.

-¿Qué es to que yo sabía? ¿Qué comedia esésa? ¿Y por qué me to daba usted entonces?

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-Pour vos beaux yeux, mon cousin! - se me rió enplena cara.

-¡Váyase al diablo! - grité -. ¡Tómelo todo!¡Tenga, ahí tiene también esos mil! Ahora esta-mos en paz, y mañana...

Le lancé el fajo de billetes con que me habíaquedado, le dio en el chaleco y cayó al suelo.Dio tres pasos rápidos, inmensos, y me declaróa quemarropa:

-¿Se atreverá usted a decir - hablaba. feroz-mente y sílaba a sílaba - que, al aceptar mi dine-ro durante todo este mes, no sabía que su her-mana está embarazada y que soy yo el culpa-ble?

-¿Qué? ¡Cómo! - exclamé.Mis piernas se negaron a sostenerme y me

dejé caer sin fuerzas sobre el diván.Él mismo me dijo después que yo me había

quedado literalmente blanco como un pañuelo.Se me turbó la conciencia. Me acuerdo que nosmiramos en silencio a los ojos. Una especie de

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espanto recorría su rostro; se inclinó brusca-mente, me cogió por los hombros y me sostuvo.Me acuerdo muy bien de su sonrisa fija; se leíaen ella la desconfianza y el asombro. ¡Sí! Él noesperaba un efecto semejante de sus palabras,porque estaba convencido de mi culpabilidad.

Aquello acabó con un temblor nervioso, peroque no duró más de un minuto; recuperé misfuerzas, me puse en pie, lo miré y comprendí.¡La verdad se descubrió de repente a mi espíri-tu, tanto tiempo dormido! Si me lo hubiesendicho antes y me hubiesen preguntado: « ¿Quéharía usted de él en ese momento?», habría res-pondido, desde luego, que lo haría pedazos.Pero lo que sucedió fue completamente distin-to, y no por cierto porque yo me lo propusiera:de repente escondí la cara entre las manos y mepuse a derramar amargas lágrimas. ¡Eso es loque sucedió! El niñito volvía a encontrarse en eljoven. El niñito estaba todavía vivo en mi alma,en una gran mitad. Caí sobre el diván y sollocé:

-¡Lisa! ¡Lisa! ¡La desgraciada!

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El príncipe entonces me creyó completamen-te.

-¡Dios mío, qué gran culpable soy con usted! -exclamó con una pena profunda -. ¡Oh!, yo quepensaba cosas tan sucias de usted, con mis sos-pechas... ¡Perdóneme, Arcadio Makarovitch!

Me puse en pie de un brinco, quise decirle al-go, me planté delante de él, pero, sin decir na-da, salí huyendo de la habitación y del piso.Volví a mi casa a pie y apenas me acuerdo decómo lo hice. Me lancé sobre mi cama, el rostroen la almohada, en la oscuridad, y pensé, pensé.En esos minutos, los pensamientos no se siguennunca armoniosamente. El espíritu y la imagi-nación estaban como suspendidos de un hilo, yme acuerdo que me puse a soñar con cosas ab-solutamente extrañas y hasta Dios sabe con qué.Pero mi dolor y mi desgracia se me hicieronnotar súbitamente con espanto y sufrimiento, yvolví a retorcerme las manos, exclamando: ¡Li-sa! ¡Lisa! Después de lo cual me eché de nuevo

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a llorar. No sé cómo me quedé dormido. Perome dormí con un sueño intenso y delicioso.

CAPÍTULO VIII

Me desperté a eso de las ocho de la mañana, ainmediatamente cerré mi puerta con llave, mesenté delante de la ventana y otra vez empecé apensar. Me quedé así hasta las diez. La criadallamó dos veces, pero la despedí con cajas des-templadas. Por fin, después de las diez, llama-ron de nuevo. Me disponía a lanzar otro grito,pero era Lisa. La criada entró con ella, me trajomi café y se dispuso a encender la estufa. Impo-sible echarla. Todo el tiempo que Fecla tardó enponer la leña y encender el fuego, paseé por mihabitacioncita a grandes zancadas, sin iniciar laconversación y hasta evitando mirar a Lisa. Lacriada maniobraba con una lentitud indecible,adrede, como hacen todas las criadas en seme-jantes casos, cuando notan que a los amos les

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molesta hablar delante de ellas. Lisa estaba sen-tada sobre la mesa delante de la ventana y meseguía con la mirada.

-El café se te va a enfriar - dijo de repente.La miré: ni la más mínima turbación, una

calma perfecta, e incluso una sonrisa en los la-bios.

«He aquí cómo son las mujeres», pensé, enco-giéndome de hombros. Por fin la criada terminóde encender la estufa y empezó a arreglar lahabitación. Pero la despedí enérgicamente ycerré la puerta con llave.

-¿Quieres hacer el favor de decirme por quéhas cerrado la puerta? - preguntó Lisa.

Me planté delante de ella.-¡Lisa!, ¿cómo has podido creer que ibas a

engáñarme de semejante manera? - exclamé deimproviso, sin haber pensado lo más mínimoque empezaría así.

Esta vez no fueron las lágrimas, sino un sen-timiento casi malvado lo que me atravesó súbi-

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tamente el corazón, tanto que ni siquiera yo melo esperaba. Lisa se sonrojó, pero no respondió,continuando solamente mirándome a los ojos.

-Un momento, Lisa, un momento, ¡oh, quéimbécil soy! ¿Pero soy imbécil? Hasta ayer no sehan cerrado en un haz todas las alusiones, perohasta entonces, ¿cómo podía yo adivinar? ¿Porel hecho de que ibas a casa de Stolbieieva y acasa de esa... Daria Onissimovna? Pero yo loconsideraba como un sol, Lisa, ¿cómo podríahabérseme ocurrido...? ¿Te acuerdas cómo terecibí, hace dos, meses, en su casa, y cómo sa-limos a pasearnos juntos al sol y cómo nos ale-gramos...? ¿Ya estaba todo en marcha entonces?¿Sí?

Ella respondió inclínando afirmativamente lacabeza.

-¡Entonces ya me engañabas en aquel momen-to! No, Lisa, no era estupidez, era más bienegoísmo por mi parte. No es la estupidez lacausa, es el egoísmo de mi corazón y... y quizá

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mi fe en tu santidad. ¡Oh, siempre he estadoconvencido de que vosotras estabais infinita-mente por encima de mí... y he aquí... ! Ayer,finalmente, en un solo día, no pude compren-der a pesar de todas las alusiones... Y ademásayer estaba muy ocupado con otra cosa.

Entonces me acordé de repente de CatalinaNicolaievna. Y sentí de nuevo un dolor en elcorazón como una picadura de aguja, y me son-rojé violentamente. Como es natural, en aquelinstante, yo no podía ser bueno.

-Pero, ¿de qué te justificas? Me parece, Arca-dio, que tienes prisa en justificarte, pero, ¿dequé? - preguntó dulcemente Lisa, pero con unavoz firme y convencida.

-¿Cómo que de qué? ¿Pero qué debo hacerahora? ¡Aunque no hubiese más que esa cues-tión! Y tú dices: «¿de qué?» ¡Ya no sé cómocomportarme! No sé cómo se comportan loshermanos en casos como éstos... Ya sé que hayveces en que se obliga al hombre a casarse po-

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niéndole la pistola en el pecho... obraré comodebe hacerlo un hombre honrado. Pero preci-samente ignoro de qué manera debe obrar unhombre honrado. ¿Por qué? Porque nosotros nosomos nobles; él, él es príncipe y sigue su carre-ra; no querrá ni siquiera escucharnos a noso-tros, a la gente honrada. Ni siquiera somoshermano y hermana, sino bastardos sin nom-bre, hijos de siervos; ¿es que los príncipes secasan con las siervas? ¡Oh, qué infamia! ¡Y túque te quedas ahí parada, mirándome y asom-brándote!

-Creo que te atormentas mucho - dijo Lisa en-rojeciendo de nuevo -, pero te apresuras dema-siado y te atormentas a ti mismo.

-«¿Te apresuras?» Pero, ¿es que según tú, nohe esperado todavía bastante? ¿Es propio delcaso que seas tú, Lisa, la que hable así? - Por finme dejaba llevar por mi indignación -. ¡Cuántaignominia he acumulado y cuánto ha debidodespreciarme ese príncipe! ¡Oh!, ahora todoestá claro, todo el cuadro está ahí delante dé mí:

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se ha figurado que desde hacía mucho tiempoyo había adivinado sus relaciones contigo, peroque me callaba o incluso que me hacía el tontoy me alababa del «sentimiento del honor»... ¡esoes lo que ha podido pensar de mí! ¡Y que erapor mi hermana, por el precio de la deshonrade mi hermana por lo que yo cogía su dinero!Eso era lo que le resultaba odioso ver, y locomprendo. Lo comprendo totalmente: ver undía y otro a un individuo infame, simplementeporque. es el hermano, y encima oírle hablar dehonor... ¡He ahí una cosa capaz de secar un co-razón, incluso un corazón como el suyo! ¡Y túhas tolerado todo eso, no me has advertido! Élme despreciaba tanto, que le hablaba de mí aStebelkov, y ayer mismo me dijo que queríaponernos en la calle a los dos, a Versilov y a mí.Y Stebelkov diciéndome: «Ana Andreievna noes menos hermana de usted que Isabel Maka-rovna.» Y me gritaba a mis espaldas: «Mi dine-ro vale más.» ¡Y yo; yo que me tendía insolen-temente en su casa, sobre sus divanes, que me

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pegaba como un igual a sus amigos, el diablolos lleve! ¡Y tú, tú has permitido todo eso! Segu-ramente el mismo Darzan está advertido ahora,a juzgar por el tono que adoptó anoche... ¡Todoel mundo, todo el mundo lo sabe, excepto yo!

-Nadie sabe nada. No ha hablado de esto conninguno de sus amigos y no ha podido hablar-les - interrumpió Lisa -. En cuanto a ese Stebel-kov, lo único que sé es que ese tipo lo atormen-ta y todo lo más puede haber concebido algunasospecha... En cuanto a ti, le he hablado variasveces de ti, y ha creído enteramente lo que ledecía: que tú lo ignorabas todo, sólo que no sépor qué ni cómo ha sucedido ayer eso entrevosotros.

-¡Ah!; por lo menos ayer le pagué mi deuda.¡Al menos eso es una carga que me he quitadodel corazón! Lisa, ¿lo sabe mamá? Pero, ¿cómono va saberlo? ¡Hay que ver cómo se levantóayer contra mí! ¡Ah! ¡Lisa! Pero, ¿es que tú tecrees verdaderamente justificada, no te acusasde nada? Ignoro cómo se consideran estas cosas

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hoy día y cuáles son tus ideas, quiero decir so-bre mí mismo, sobre mamá, sobre tu hermano,sobre tu padre... ¿Lo sabe Versilov?

-Mamá no le ha dicho nada; él no preguntanada; seguramente no quiere preguntar.

-Él lo sabe, pero no quiere saberlo. Es eso.¡Eso le va muy bien! Pues bien, tú puedes bur-larte de tu hermano, del idiota de tu hermano,cuando habla de pistolas, pero, ¿de tu madre,de tu madre? ¿No te has dicho jamás, Lisa, quees un reproche para mamá? Esta idea me haatormentado toda la noche; el primer pensa-miento de mamá hoy, helo aquí: « ¡Esto es por-que yo también he sido culpable; a tal madre,tal hija! »

-¡Oh! ¡Qué malvado y cruel eso que acabas dedecir! - exclamó Lisa, escapándosele las lágri-mas de los ojos.

Se levantó y anduvo rápidamente hacia lapuerta.

-¡Espérate! ¡Espérate!

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La agarré, hice que se volviera a sentar y mecoloqué junto a ella sin retirar mi mano.

-Yo me imaginaba muy bien, al venir aquí,que pasaría todo esto y que tú tendrías una ab-soluta necesidad de que yo me acusara. Tran-quilízate, me acuso. Sólo por orgullo me he ca-llado hace un momento y no he dicho nada,pero me da mucha más lástima de vosotros yde mamá que de mí misma...

No acabó la frase y se deshizo en lágrimas.-¡Basta, Lisa!, no, no tengo necesidad de nada.

No soy tu juez, Lisa; ¿y mamá? Dime, ¿hacemucho tiempo que ella lo sabe?

-Creo que sí, pero no hace mucho tiempo quese lo dije... cuando esto llegó - dijo dulcemente,bajando los ojos.

-¿Y entonces?-Me dijo: « ¡Cuídalo! » - dijo aún más dulce-

mente Lisa.-¡Ah!, Lisa, sí, « ¡cuídalo! » ¡No hagas nada

por impedirlo, no lo permita Dios!

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-No haré nada - respondió firmemente, y le-vantó los ojos de nuevo hacia mí -. Estáte tran-quilo - añadió -; no se trata de eso en absoluto.

-Lisa, querida mía, veo solamente que no sénada de nada; por el contrario, acabo de com-probar lo mucho que te quiero. Sólo hay unacosa que no puedo comprender, Lisa: todo estáclaro ahora, lo único que no comprenderé jamáses por qué te has enamorado de él. ¿Cómo haspodido querer a un hombre semejante? Ésa esla pregunta.

-¿Y seguramente esa idea to habrá estadoatormentando también esta noche? - dijo Lisasonriendo dulcemente.

-Espera, Lisa, es una pregunta idiota, y veoque te burlas de mí. Búrlate, pero, a pesar detodo, es imposible no asombrarse: tú y él, ¡losdos polos opuestos! A él lo tengo bien estudia-do: sombrío, suspicaz, tal vez muy bueno, lo re-conozco, pero en compensación muy inclinadoa ver el mal en todas partes (en eso, por lo me-

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nos, es exactamente igual que yo). Respeta apa-sionadamente la nobleza, lo reconozco también,lo veo, pero estoy convencido de que solamenteen el plano ideal. Le gusta estarse arrepintiendotoda la vida, sin descanso, se maldice y se arre-piente, pero jamás se corrige, por lo demásquizá también en eso es como yo. ¡Mil prejui-cios, mil ideas falsas y ni siquiera una sola ideaverdadera! Busca las grandes hazañas y acumu-la las pequeñas pillerías. Perdóname, Lisa. Enrealidad, soy un imbécil: al hablar así, te ofendoy lo sé, lo comprendo...

-El retrato sería verdadero - sonrió Lisa - si túno le tuvieras tanta antipatía por mi causa; portanto, no hay nada de verdadero. Desde el prin-cipio, él desconfió de ti y tú no has podido verloen su integridad, mientras que conmigo, ya enLuga... Desde Luga no ha visto más que por misojos... Sí, es suspicaz y descontentadizo, y sinmí habría perdido la cabeza; y, si me abandona,la perderá o se pegará un tiro; creo que él locomprende y lo sabe - añadió Lisa como

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hablando consigo misma, pensativa -. Sí, él essiempre débil, pero esos débiles son a vecescapaces de cosas extremadamente fuertes...¡Qué tontamente has hablado de la pistola, Ar-cadio!; no hace falta nada parecido y yo sé bienlo que pasará. No soy yo quien le persigue; es élquien corre tras de mí. Mamá llora, dice: «Si tecasas con él, serás desgraciada, dejará de amar-te.» No creo nada de esto; desgraciada tal vez losea, mas él no dejará de amarme. Pero no re-trasaba por eso siempre mi consentimiento,sino por otra razón. Hace ya dos meses lo esta-ba dejando pasar, pero hoy le he dicho: Es sí,me casaré contigo. ¿Sabes, Arcadio?, ayer - susojos brillaban y ella me echó de pronto sus bra-zos al cuello -, ayer fue a casa de Ana An-dreievna y le ha dicho con toda franqueza queno puede amarla... Sí, se ha explicado claramen-te, ¡y esa idea ha quedado descartada ahorapara siempre! Además él no ha participadonunca de ella, no era más que un sueño delpríncipe Nicolás Ivanovitch, y esos verdugos lo

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presionaban, Stebelkov y otro más... En recom-pensa, le he dicho hoy: Es sí. Mi querido Arca-dio, te ruega insistentemente que vayas a verlo,que no te sientas molesto por la historia deayer: hoy no se encuentra muy bien, estará todoel día en su casa. Verdaderamente no está bien,Arcadio; no creas que eso es un pxetexto. Me haenviado exclusivamente para esto y me ha ro-gado que te diga que tiene «necesidad» de ti,que tiene muchas cosas que decirte y que aquí,en tu casa, en este apartamiento, eso estaríafuera de lugar. ¡Vamos! ¡Ah! Arcadio, da ver-güenza decirlo, pero, al venir aquí, yo tenía unmiedo terrible de que tú no me quisieras ya; hevenido santiguándome todo el camino. ¡Y tú,eres tan bueno, tan noble! ¡No lo olvidaréjamás! Voy a casa de mamá. Y tú, quiérelo unpoco al menos, ¿eh?

La abracé calurosamente y le dije:-Creo, Lisa, que eres un carácter fuerte. Sí, lo

creo, no eres tú quien corre tras él, sino más

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bien él quien corre detrás de ti, sólo que, a pesarde todo...

-Sólo que, a pesar de todo, « ¿por qué te hasenamorado de él?, ¡he aquí la pregunta! » - re-plicó Lisa, con una risa astuta, como otras ve-ces, y pronunció exactamente igual que yo: «¡He aquí la pregunta! »

Y, exactamente como yo hacía al pronunciaresta frase, ella elevó el índice hasta la altura desus ojos. Nos abrazamos, pero, cuando ella semarchó, mi corazón se sintió de nuevo acongo-jado.

IILo anotaré aquí para mí: hubo por ejemplo

instantes, después de la partida de Lisa, en quelos pensamientos más inesperados me atravesa-ron tumultuosamente el cerebro, y yo me sentíaincluso muy satisfecho. «Vamos, ¿por qué memezclo en esto? - me decía -, ¿qué me importaesto? Estas cosas le suceden a todo el mundo o

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a casi todo el mundo. Le ha pasado a Lisa, ¿yqué? ¿Y qué, es que yo debería saltar por el«honor de la familia»? Anoto todas estas indig-nidades para mostrar hasta qué punto yo estabaaún vacilando en la comprensión del bien y delmal. Únicamente el sentimiento me salvaba: yosabía que Lisa era desgraciada, que mamá eradesgraciada; lo sabía por el sufrimiento quesentía cuando pensaba en ellas, y sentía tam-bién que todo lo que había sucedido no debíaestar bien.

Prevengo ahora que a partir de ese día hastala catástrofe de mi enfermedad, los aconteci-mientos se sucedieron con tal rapidez, que measombro yo mismo, al pensar en eso hoy, dehaber podido resistir, de no haber sido aplasta-do por el destino. Excitaron mi inteligencia aincluso mis sentimientos y si, finalmente, nopudiendo resistir más, yo hubiera cometido uncrimen (crimen que estuvo a punto de cometer-se), los jurados habrían podido absolverme contoda facilidad. Pero trataré de contarlo todo en

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un orden estricto, aunque, lo aviso de antema-no, haya habido muy poco orden entonces enmis pensamientos. Los sucesos me asaltaroncomo una tempestad, y las ideas se arremolina-ron en mi cabeza como las hojas secas de otoño.Como yo estaba totalmente nutrido por las ide-as de los demás, ¿de dónde habría podido en-contrar en mí ideas nuevas, en el momento enque las necesitaba para tomar una decisión in-dependiente? Como guía, absolutamente a na-die.

Decidí ir por la noche a casa del príncipe, pa-ra hablar de todo con entera libertad, y hastapor la noche me quedé en casa. Pero con elcrepúsculo recibí por correo una nueva cartitade Stebelkov, tres líneas, pidiéndome con ur-gencia y de la manera «más convincente» quefuera a visitarlo al día síguiente a las once de lamañana «para asuntos de la mayor impor-tancia, usted mismo verá cuáles». Después dereflexionar, decidí obrar según las circunstan-

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cias, en vista de que el día siguiente todavíaestaba lejos.

Eran ya las ocho; por mi gusto me habríamarchado hacía tiempo, pero seguía esperandoa Versilov; tenía muchísimas cosas que decirle yel corazón me ardía. Pero Versilbv no venía, yno vino en absoluto. Yo no podía ya, de mo-mento, presentarme en casa de mamá y de Lisa,y por lo demás presentía que Versilov no habíaestado allí en todo el día. Me fui a pie, y por elcamino se me ocurrió la idea de echar un vista-zo en el traktir de la víspera, en los sótanos.Versilov estaba allí, en el mismo sitio que el díaanterior.

-Pensaba que vendrías --. dijo con una extrañasonrisa y una extraña mirada.

Su sonrisa no tenía bondad alguna; hacía mu-cho tiempo que no le había visto una expresiónsemejante en el rostro.

Me senté a su mesa y le conté desde el princi-pio los hechos relativos al príncipe y a Lisa y mi

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escena de la noche anterior en la casa delpríncipe, después de la ruleta; tampoco me ol-vidé de mi buena suerte en el juego. Me es-cuchó con mucha atención y me interrogó sobrela decisión tomada por el príncipe, de casarsecon Lisa.

-Pauvre enfant! Quizás ella no salga ganandonada con eso. Pero sin duda, no llegará a reali-zarse... aunque él sea muy capaz...

-Dígame, como a un amigo: ¿usted lo sabía, lopresentía?

-Amigo mío, ¿qué podía yo hacer? Todo estoes cuestión de sentimiento y de conciencia,aunque no fuese más que a favor de esa des-graciada hija. Te lo repito: bastante me he en-trometido en otros tiempos en la conciencia delos demás, lo que constituye la más torpe de laspretensiones. No me negaré nunca a ayudar acualquiera que esté en la desgracia, en la medi-da de mis fuerzas y si me entero de algo. Pero

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tú, querido mío, ¿no has sospechado nada entodo este tiempo?

-Pero, ¿cómo ha podido usted - exclamé todoinflamado -, cómo ha podido usted, sospechan-do por poco que fuera las relaciones del prínci-pe con Lisa y viendo que al mismo tiempo yoaceptaba dinero de él, cómo ha podido ustedhablar conmigo, seguir sentado a mi lado, ten-derme una mano, a mí, a quien, sin embargo,tenía usted que considerar como un perfectomiserable? Porque, me atrevería a hacer laapuesta, usted sospechaba seguramente que yoestaba enterado de todo y que cogía el dinerodel príncipe a cambio de mi hermana, con per-fecto conocimiento de causa.

-Te digo una vez más que es una cuestión deconciencia - sonrió -. ¿Y sabes tú - agregó cla-ramente, con no sé qué sentimiento enigmático-, sabes tú si yo no temía, como tú ayer, en unaocasión completamente distinta, perder mi«ideal» y encontrarme, en lugar de mi mucha-cho leal y arrebatado, a un pillastre? Temiéndo-

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lo, yo retrocedía de momento. ¿Por qué no su-poner en mí, en lugar de pereza o de perfidia,algo más inocente, más idiota si quieres, peroun poco más noble? Que diabde! Sin embargo,con bastante frecuencia soy un idiota sin noble-za. ¿De qué me habría servido todo si tú teníasinclinaciones de ese tipo? Aconsejar y corregiren semejantes casos es una bajeza; tú habríasperdido todo valor a mis ojos, incluso una vezcorregido...

-¿Y de Lisa, tiene usted lástima de ella? ¿Le dalástima?

-Me da muchísima lástima, querido mío. ¿Ypor qué supones que yo sea tan insensible... ?Por el contrario, trato por todos los medios...Bueno, ¿y tú?, ¿cómo van tus asuntos?

-Dejemos mis asuntos; ahora no hay asuntosmíos que valgan. Escúcheme, ¿por qué dudausted de que él pueda casarse con ella? Ayerestuvo en casa de Ana Andreievna y se-guramente ha renunciado... quiero decir, a esa

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idea estúpida... que ha nacido en el espíritu delpríncipe Nicolás Ivanovitch sobre to de casar-los. Ha renunciado seguramente.

-¿Sí? ¿Y cuándo ha ocurrido eso? ¿Y cómo tehas enterado? - preguntó con curiosidad.

Le conté todo lo que sabía.-Hum... - murmuró, pensativo y como re-

flexionando para sí -. Entonces todo eso ha pa-sado exactamente una hora... antes de otra ex-plicación. Hum... sí, sin duda, semejante expli-cación ha podido tener lugar entre ellos... aun-que, lo sé muy bien, nada se haya dicho nihecho allí hasta hoy de una parte o de otra... Sí,indudablemente, bastan dos palabras para ex-plicarse. Pero he aquí - de repente tuvo una risaextraña - que voy a comunicarte una noticiaextraordinaria que seguramente te interesará: situ príncipe se hubiese declarado ayer a AnaAndreievna, lo que, teniendo sospechas sobreLisa, yo me habría empeñado con todas misfuerzas en no tolerar, entre nous soit dit, Ana

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Andreievna lo habría rechazado inmediatamen-te y de una manera total. Yo creo que tú quieresmucho a Ana Andreievna, que la respetas, quela aprecias. Es mucha amabilidad por tu parte,y, por consiguiente, te alegrarás por ella: puesbien, querido mío, se casa y, a juzgar por sucarácter, se casará sin titubeos, y yo, natural-mente, le doy mi bendición.

-¿Que se casa? ¿Con quién? - pregunté, terri-blemente asombrado.

-Adivínalo. Bueno, no quiero atormentarte;con el príncipe Nicolás Ivanovitch, tu queridoanciano. - Abrí los ojos de par en par -. Es decreer que desde hace mucho tiempo ella ali-mentaba esa idea, y seguramente la ha trabaja-do con un arte exquisito en todas sus facetas -continuó él perezosamente y con entera clari-dad -. Calculo que eso debió de pasar exacta-mente una hora después de la visita del «prínci-pe Serioja». (¡He ahí un bonito ejemplo de susincursiones intempestivas!) Con la mayor natu-

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ralidad ella se trasladó a casa del príncipe Ni-colás Ivanovitch y se le declaró.

-¿Cómo que se le declaró? Querrá usted decirque él se le declaró.

-¡Él, vamos! ¡Ha sido ella, ella misma! El casoes que está lleno de entusiasmo. Por lo vistoahora parece que se asombra de que la idea nose le hubiese ocurrido a él. He oído decir queestá incluso enfermo... de entusiasmo también,sin duda.

-Escuche un momento, habla usted tan iróni-camente... Me cuesta trabajo creerlo. ¿Cómo hapodido ella hacer una propuesta semejante?¿Qué es lo que le ha dicho?

-Puedes estar seguro, amigo mío, de que mealegro sinceramente - respondió de pronto conaire muy serio -. Sin duda, es viejo ya, peropuede casarse, con arreglo a todas las leyes y atodas las costumbres. En cuanto a ella, una vezmás nos tropezamos con el campo de la con-ciencia del prójimo, como ya te lo he repetido,

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amigo mío. Por otra parte, es lo bastante listapara tener su propia opinión y adoptar sus de-cisiones. En cuanto a los detalles, las palabrasde que se haya servido, no puedo decírtelo,amigo mío. Como quiera que sea, ha sabidosalir del paso, y quizá como no habríamos po-dido nosotros, ni tú ni yo. Lo mejor del caso esque en todo esto no hay el menor escándalo,todo es très comme il faut a los ojos del mundo.Es evidente que ella ha querido crearse una si-tuación, pero es que se la merece. Todo esto,amigo mío, son cosas completamente munda-nas. Su proposición ha debido de hacerse entérminos admirables y exquisitos. Es un carác-ter severo, amigo mío, una monja, como tú ladefiniste un día; «una muchacha de sangrefría», como yo la llamo desde hace tiempo. Elcaso es que ella es casi su pupila, tú lo sabes, ymás de una vez ha experimentado sus bonda-des. Hace ya muchísinno tiempo, ella me ase-guraba que sentía por él « ¡tanto respeto y tantaestima, tanta lástima y tan simpatía! », y todo lo

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demás, que yo estaba ya poco más o menospreparado. Todo esto me ha sido comunicadoesta mañana, en su nombre y a ruego suyo, pormi hijo y su hermano Andrés Andreievitch, alque creo que no conoces y al que veo exacta-mente una vez cada seis meses. Él aprueba res-petuosamente el paso dado por su hermana.

-¿Entonces es ya una cosa del dominio públi-co? ¡Dios mío, que asombrado estoy!

-No, todavía no es completamente del domi-nio público; tardará aún algún tiempo, no sécuánto. En general, es una cosa en la que nientro ni salgo. Pero todo esto es verdad.

-Pero ahora, Catalina Nicolaievna... ¿Qué creeusted? Este preludio no creo que sea del gustode Bioring.

-Ésa es una cosa que ignoro... En el fondo,¿qué es lo que no le hará gracia? Pero créeme,Ana Andreievna, también en ese aspecto, esuna persona de gran tacto. ¡Esta Ana An-dreievna! Precisamente ayer mañana me pre-

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guntaba si quiero a la señora viuda Akhmako-va. Te acuerdas, te lo dije ayer con asombro:¿no podría ella casarse con el padre, si yo mecasaba con la hija? ¿Comprendes ahora?

-¡Ah, en efecto! - exclamó -. Pero, ¿Ana An-dreievna podia suponer verdaderamente queusted... pudiera querer casarse con CatalinaNicolaievna?

-Así es, amigo mío. En fin... en fin, creo que estiempo de que vayas al sitio adonde tengas queir. Ya ves, a mí me sigue doliendo la cabeza.Voy a decir que pongan Lucía. Me gusta la so-lemnidad del aburrimiento, creo habértelo di-cho ya... Me repito imperdonablemente... Quizátambién yo me marche dentro de poco. Te quie-ro muchísimo, muchacho, pero adiós. Cuandome duele la cabeza o las muelas, siempre tengosed de soledad.

Un pliegue doloroso apareció en su rostro;creo ahora que le dolía la cabeza, sobre todola cabeza...

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-¡Hasta mañana! - dije.¿Qué quiere decir hasta mañana? ¿Y qué pa-

sará mañana - y tuvo una sonrisa torva.-Yo iré a casa de usted o usted vendrá a la

mía.-No, yo no iré a tu casa; serás tú quien vendrá

a buscarme...Había en su rostro algo maligno, pero no puse

mucha atención en ello: ¡era una noticia tanasombrosa!

IIIEl príncipe estaba efectivamente enfermo: se

había quedado en casa, con la cabeza envueltaen un frapo mojado. Me esperaba impaciente-mente; pero no era solamente la cabeza lo quetenía enferma, era toda su persona la que sufríamoralmente. Una advertencia más: en todosestos últimos tiempos y hasta la catástrofe, noencontré más que gente sobreexcitada hasta lalocura, tanto que, a pesar de mi resistencia, tuve

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que sufrir el contagio. Llegué, lo confieso, conmalos sentimientos, y además me daba muchavergüenza de haber llorado en su casa la víspe-ra. Me habían engañado tan astutamente, Lisa yél, que no podía menos que parecerme a mímismo imbécil. En resumen, en el momento enque entraba en su casa, mi corazón latía irregu-larmente. Pero todo eso era superficial, y estosfalsos latidos pronto desaparecieron. Debo ren-dirle justicia: desde que su susceptibilidad caíao se rompía, él se entregaba completamente; sedescubrían en él rasgos casi infantiles de ternu-ra, de confianza y de amor. Me abrazó conlágrimas en los ojos y comenzó en seguida ahablar del asunto... Sí, tenía verdaderamentegran necesidad de mí: había un gran desordenen sus palabras y en la ilación de sus ideas.

Me declaró muy firmemente su intención decasarse con Lisa lo antes posible.

-El que ella no sea noble, créame, no me haturbado un solo instante - me dijo -. Mi abuelose casó con una sierva que cantaba en el escena-

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rio privado de un propietario vecino. Sin dudami familia acariciaba en cuanto a mí esperanzassui generis, pero se verán obligados ahora aceder sin lucha. ¡Quiero romper, romper defini-tivamente con todo este mundo de ahora!¡Quiero una cosa distinta, nueva! No com-prendo por qué su hermana se ha enamoradode mí; pero muy bien puede ser que, sin ella, yono estuviera ya en este mundo. Se lo juro contodo mi corazón,. veo ahora en mi encuentrocon ella en Luga el dedo de la Providencia.Creo que ella me amó por «la inmensidad de micaída»... Pero, ¿comprende usted esto, ArcadioMakarovitch?

-¡Perfectamente! --dije con voz completamen-te convencida.

Yo estaba sentado en la butaca frente a la me-sa y él paseaba de un lado a otro.

-Tengo que contarle toda esa historia de nues-tro encuentro sin disimular nada. Todo co-menzó por un secreto íntimo que sólo ella sabía,

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porque yo no se lo había confiado a nadie másque a ella. Y nadie más hasta ahora lo sabe. Lle-gué a Luga con la desesperación en mi alma, yfui a vivir a casa de Stolbieieva no sé por qué,tal vez porque yo buscaba el aislamiento máscompleto. Acababa entonces de dejar el ejército.Había entrado en mi regimiento a mi regresodel extranjero, después de aquel encuentro conAndrés Petrovitch. Yo tenía entonces una for-tuna considerable, echaba la casa por la ven-tana, vivía completamente al día; pero miscompañeros oficiales no me apreciaban, y sinembargo yo me esforzaba en no ofenderlos. Esuna cosa que tengo que confesarle a usted: na-die me ha querido nunca. Había allí un corneta,un tal Stepanov, es preciso que se lo diga, ex-tremadamente vacío, nulo, a incluso poco me-nos que embrutecido, en una palabra, sin nadade particular. Por lo demás, intachablementehonrado. Se pegó a mí. Yo no me enfadaba conél, se pasaba en mi casa, sentado en un rincón,días enteros, sin despegar la boca, pero con

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dignidad, y no me molestaba en lo más míni-mo. Un día le conté una anécdota de ocasión,sobre la cual improvisé muchas tonterías: la hijadel coronel no me miraba con indiferencia; elcoronel, confiándose en mí, haría todo lo que yoquisiera---. En una palabra, desdeñando losdetalles, más tarde salieron de aquello comen-tarios muy complicados y terriblemente sucios.No procedían de Stepanov, sino de mi asistente,que lo había oído y se había quedado con todo,porque había allí una historia rara que com-prometía a una persona joven. Pues bien, aquelasistente, interrogado por los oficiales en elmomento en que la historia hizo explosión,nombró a Stepanov, o más bien dijo que era yoel que le había contado la cosa a Stepanov. Ste-panov se vio en la impusibilidad de negar quelo había oído. Lo peor era que se trataba de unacuestión de honor. Y como, a aquella historia yole había añadido dos terceras partes de mi in-vención, los oficiales se indignaron y el coroneltuvo que reunirnos en su casa y pedir explica-

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ciones. Entonces fue cuando se le hizo a Stepa-nov, en presencia de todo el mundo, la pregun-ta esencial: ¿Lo oyó usted, sí o no? El otro dijotoda la verdad. Pues bien, ¿cómo me he com-portado yo, yo, príncipe desde hace mil años?Negué y dije frente a Stepanov que él habíamentido, claro que lo dije suavemente, es decir,que él no había «comprendido bien», etc. Unavez más me salto los detalles, pero la ventaja demi posición consistía en que, como Stepanov sequedaba todo el tiempo en mi casa, yo podía,no sin cierta verosimilitud, presentar la cosacomo si él se hubiera puesto de acuerdó con miasistente para conseguir determinados benefi-cios. Stepanov se limitó a mirarmé sin decirpalabra y a encogerse de hombros. Me acuerdode su mirada; no la olvidaré jamás. Inmediata-mente presentó su dimisión. Pero usted no adi-vinará nunca lo que ocurrió. Los oficiales, des-de el primero al último, fueron a visitarlo y lepidieron que no se marchase. Quince días des-pués era yo el que abandonaba el regimiento:

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nadie me daba con la puerta en las narices, na-die me invitaba a marcharme; pretexté un asun-to de familia para presentar mi dimisión. He ahícómo acabó el asunto. Al principio me quedéindiferente, incluso estaba enfadado contraellos; vivía en Luga, conocí allí a Isabel Ma-karovna, pero a continuación, un mes más tar-de, empecé a mirar mi revólver y a pensar en lamuerte. Yo siempre veo las cosas negras, Arca-dio Makarovitch. Preparé una carta para el co-ronel y los camaradas del regimiento, para con-fesarles mi mentira y rehabilitar a Stepanov.Escrita la carta, me planteé este problema:«¿Enviarla y vivir, o bien enviarla y morir?»Habría sido incapaz de encontrar la soluciónpor mí mismo. El azar, un azar ciego, despuésde una conversación rápida y extraña con IsabelMakarovna, me aproximó bruscamente a ella.Hasta entonces se la veía con. frecuencia encasa de Stolbieieva; nos encontrábamos allí,cambiábamos unos saludos y hablábamos ra-

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ramente. De pronto se lo descubrí todo. Y en-tonces ella me tendió su mano.

-¿Y cómo resolvió ei problema?-No envié la carta. Fue ella quien lo decidió.

Ella lo razonaba de la siguiente manera: si yoenviaba la carta, sin duda obraría noblemente,lo bastante noblemente para lavar mi honra concreces, pero ¿soportaría yo mismo aquel paso?Su opinión era que nadie podría soportarlo,porque entonces todo porvenir quedaba perdi-do y toda resurrección a una nueva vida resul-taba imposible. Y además, aquello estaría muybien si Stepanov hubiese sufrido alguna conse-cuencia desagradable; pero ¿no estaba ya re-habilitado por la oficialidad? En una palabra,una verdadera paradoja; pero el caso es que ellame contuvo y yo me entregué completamenteen sus manos.

-¡Ella decidió de una manera jesuítica, perocomo mujer! - exclamé -. ¡Ya lo quería a usted!

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-Y eso fue lo que hizo que yo renaciera a unavida nueva. juré transformarme, cambiar devida, adquirir méritos a mis propios ojos y a losojos de ella. Y he aquí en lo que ha terminadotodo. Hemos recorrido, usted y yo, los garitos,hemos jugado al bacará; no me he contenidodelante de la herencia, no he visto más que laalegría en mi camino, toda esa gente, ese faus-to... He atormentado a Lisa. ¡Oh, qué vergüen-za! - se pasó la mano por la frente y anduvo porla habitación -. Lo que nos sucede a nosotros, austed y a mí, Arcadio Makarovitch, es el desti-no corriente de los rusos: usted no sabe quéhacer y yo no sé qué hacer. Desde que un rusose sale, por poco que sea, del carril trazado ofi-cialmente para él por la costumbre, he aquí queya no sabe qué hacer. Dentro del carril, todo esclaro: la renta, el rango, la situación en el mun-do, el tren de vida, las visitas, el cargo, la mujer.A la menor desviación, ¿qué queda de mí? Unahoja llevada por el viento. Ya no sé qué hacer.Estos dos últimos meses he tratado de mante-

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nerme dentro del carril, he querido amar micarril, me he hundido dentro de mi carril. Ustedno sabe todavía la profundidad de mi nuevacaída: ¡quería a Lisa, la quería sinceramente y almismo tiempo soñaba con Akhmakova!

-¿Es posible? - exclamé con dolor -. A propósi-to, príncipe, ¿qué es lo que usted me decía ayerde Versilov, sobre que lo estaba incitando a nosé qué infamia contra Caralina Nicolaievna?

-Quizás he exagerado. Quizá soy tan culpablehacia él, como hacia usted mismo, por culpa demi susceptibilidad. Dejemos eso. Pues bien,¿quiere usted figurarse que durante todo estetiempo, tal vez desde Luga, no he acariciadoningún ideal elevado de vida? Se lo juro, eseideal no me ha abandonado jamás, estaba de-lante de mí constantemente, sin perder en mialma nada de su belleza. Me acordaba del ju-ramento prestado ante Isabel Makarovna deque me regeneraría. Andrés Petrovitch, alhablarme aquí de nobleza, ayer mismo, no medijo nada nuevo, puede usted estar seguro. Mí

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ideal está sólidamente asentado: varias decenasde hectáreas ¡solamente varias decenas, puestoque, por decirlo así, no me queda más de miherencia); luego una ruptura completa, absolu-tamente completa, con el mundo y con la carre-ra; una vivienda rústica, mi familia, yo mismolabrador o algo por el estilo. ¡Oh!, en nuestrafamilia eso no es ninguna novedad: el hermanode mi padre empujaba el arado, mi abuelo tam-bién. Somos príncipes desde hace mil años ynobles como los Rohan, pero somos pobres. Yhe aquí to que enseñaré a mis hijos: «Acuérdatetoda tu vida de que eres noble, de que la sangresagrada de los príncipes rusos corre por tusvenas, pero no te avergüences de que tu padrehaya empujado el arado: o ha hecho como talpríncipe.» No les dejaré otra fortuna que esetrozo de tierra, pero en compensación les daréuna instrucción superior, eso será para mí undeber. Lisa me ayudará a eso. Lisa, hijos, el tra-bajo, ¡oh!, cómo hemos soñado con todo eso,ella y yo, aquí mismo, en este apartamienío.

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Pues bien, al mismo tiempo yo pensaba enAkhmakova; sin querer lo más mínimo a dichapersona, pensaba en la posibilidad de un casa-miento mundano y rico. Y solamente despuésde la noticia, traída ayer por Nachtchokine, deese Bioring, resolví dirigirme a casa de AnaAndreievna.

-¡Pero usted fue allí para renunciar! Ése es unpaso leal, creo.

-¿Cree usted? - se plantó delante de mí -. No,usted no conoce todavía mi manera de ser. Obien... o bien hay algo que ni siquiera yo mismoconozco: porque no debe tratarse sólo exclusi-vamente de una cosa de la naturaleza. Yo lequiero a usted sinceramente, Arcadio Makaro-vitch, y además soy un gran culpable porhaberle mirado con desconfianza durante estosdos meses y por eso deseo que usted, como her-mano de Lisa, lo sepa todo: fui a casa de AnaAndreievna para pedirle la mano y no pararenunciar.

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-¿Es posible? Pero Lisa decía...-Engañé a Lisa.-Permítame: ¿hizo usted una petición en regla

y Ana Andreievna lo rechazó? ¿Sí? ¿Es eso? Losdetalles son muy importantes para mí, príncipe.

-No, no hice petición en absoluto, pero úni-camente porque no tuve tiempo para eso. Fueella la que me previno, no con las palabras ade-cuadas, evidentemente, pero, en términos clarosy bastante comprensibles, me dio a entender«delicadamente» que esa idea era ya imposible.

-Entonces, es como si no hubiera usted hechopetición alguna, y su orgullo no ha recibidoninguna ofensa.

-¿Es posible que razone usted así? ¿Y el juiciode mi propia conciencia, y Lisa, a la que he en-gañado, a la que, por consiguiente, he queridoabandonar? ¿Y la palabra que me había dado amí mismo y a todo el linaje de mis antepasados,de regenerarme, de borrar mis infamias pasa-das? Se lo suplico, no hable usted de eso. Es

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quizá la única cosa que no podré perdonarmenunca. Desde ayer estoy enfermo por eso. Y so-bre todo, me parece que ahora todo se ha aca-bado y que el último de los príncipes Sokolskiva a marcharse a prisión. ¡Pobre Lisa! Le espe-raba a usted con impaciencia, Arcadio Maka-rovitch, para descubrirle, en calidad de herma-no de Lisa, lo que ella no sabe todavía. Soy uncriminal de derecho común y participo en lafabricación de falsas acciones de una compañíade ferrocarriles.

-¡Qué me dice! ¿Cómo, a prisión?Me levanté de un salto y me quedé mirándolo

con espanto. Su rostro expresaba una profundaamargura, sombrío y sin brillo.

-Siéntese usted - dijo, y él mismo se sentó enun sillón frente a mí -. Por lo pronto sepa esto:hace ya más de un año, aquel mismo verano deEms, de Lidia y de Catalina Nicolaievna y, acontinuación, de París, precisamente en el mo-mento en que iba a pasar dos meses en París,

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como es natural, me quedé sin dinero. Entoncesse presentó Stebelkov, al que yo ya conocía. Medio dinero y me prometió darme más, pero mepidió por su parte que lo ayudara: tenía necesi-dad de alguien, artista dibujante, grabador,litógrafo y todo lo demás... químico y técnico,todo eso para ciertos fines. Esos fines me losdejó adivinar desde el primer momento conbastante claridad. Pues bien, él sabía cómo erami carácter; todo aquello me divirtió, sin darlemás importancia. El caso era que yo había co-nocido, en los bancos de la escuela, a un indivi-duo que es actualmente un emigrante ruso, porlo demás no ruso de nacimiento, y que habitaen algún sitio de Hamburgo. En Rusia habíaestado ya metido en un lío de papeles falsos.Stebelkov contaba con aquel individuo, perotenía necesidad de una recomendación para él yse dirigió a mí. Yo le di dos líneas escritas de mipuño y letra y no pensé más en aquello. Mástarde me vio todavía algunas veces, y recibí deel en total unos tres mil rublos aproximadamen-

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te. Literalmente llegué. a olvidarme de todoaquel asunto. Aquí. en Petersburgo, yo le pedíaprestado dándole prendas o pagarés y él se in-clinaba ante mí como un esclavo. Pero de pron-to me entero por él, ayer, por primera vez, deque soy un criminal de derecho común.

-¿Cuándo fue eso, ayer?-Ayer, en el momento en que gritábamos él y

yo en mi despacho, poco antes de la llegada deNachtchokine. Por primera vez y en términosmuy claros, se atrevió a hablarme de Ana An-dreievna. Levanté la mano para pegarle, perode repente se puso en pie y me manifestó queyo era solidario de él y que debía acordarme deque era su cómplice, que era un canalla comoél. En una palabra, si no fueron éstas sus expre-siones, por lo menos sí el sentido.

-¡Pero eso es una estupidez! ¿Se trata de unsueño?

-No; no es un sueño. Hoy ha venido nueva-mente a mi casa y se ha explicado con más deta-

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lle. Esas acciones están en circulación desdehace mucho tiempo y otras se pondrán en circu-lación en seguida. Parece que aquí y allá estáempezando a revelarse el engaño. Naturalmen-te, yo no tengo nada que ver con eso, pero Ste-belkov me dijo que en otros tiempos bien medigné darle aquella cartita.

-Pero usted no sabía para qué. ¿O quizá losabía?

-Lo sabia - respondió el principe en voz baja,bajando los ojos también -. O más bien, mire, yosabía sin saber. Reía, la cosa me parecía diverti-da. De momento no pensé en nada, tanto máscuanto que no tenía necesidad ninguna de ac-ciones falsas y no estaba dispuesto en lo másmínimo a fabricarlas. A pesar de todo, esos tresmil rublos que me dio entonces, no los apuntóen mi cuenta, y se lo toleré: Y además, quiénsabe, quizá yo también haya sido un falsifica-dor. No era posible no saberlo; yo no era unniño; yo lo sabía, únicamente que aquello mehacía gracia, y he ayudado a unos criminales,

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los he ayudado por dinero. Por tanto, tambiényo soy un falsificador.

-¡Oh, usted exagera! Es usted culpable, peroexagera.

-Lo más grave es que en todo esto está metidoun tal Jibelski, un hombre joven todavía, quepertenece a la carrera judicial y es algo así comosecretario de un abogado fullero. También él haparticipado en este asunto de las acciones yademás ha venido varias veces a buscarme departe de ese señor de Hamburgo, para tonter-ías, naturalmente, ni yo mismo sabía para qué,y no se trataba nunca de las acciones... Sólo queha conservado consigo dos documentos escritosde mi puño y letra, siempre cartitas de dos líne-as, y también esos papeles pueden servir detestimonio; hoy lo he comprendido muy bien.Stebelkov dice que este Jibelski es un tipo engo-rroso: ha robado no sé qué, el dinero de no sédónde, de Hacienda, creo, y tiene la intenciónde robar más y de emigrar en seguida. Puesbien, le hacen falta, por lo menos, ocho mil ru-

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blos, para gastos de viaje. Mi parte de herenciaes suficiente para satisfacer a Stebelkov, peroStebelkov dice que hay que contentar también aJibelski... En una palabra, que renuncie a miparte de la herencia y que además les entreguediez mil rublos; ésa es la última palabra. Conesa condición me devolverán mis cartas. Estánen convivencia, eso es evidente.

-¡Qué absurdo! Pero, si le denuncian a usted,éllos mismos se entregarán. Seguro que noharán nada.

-Ya lo comprendo. Por lo demás, no es queamenacen con denunciarme; únicamente dicen:«No vamos a denunciarle, pero si el asunto sedescubre... » Eso es lo que dicen; es todo, y meparece que es bastante. Mas no es de eso de loque se trata: pase lo que pase, a incluso si yotuviese ya esas cartas en mi bolsillo... ¡pero sersolidario de esos sinvergüenzas, ser su camara-da eternamentte, eternamente! ¡Mentirle a Ru-sia, mentir a los niños, mentir a Lisa, a mi pro-pia conciencia. . . !

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-¿Lo sabe Lisa?-No, ella no lo sabe todo. En su posición, no

sobreviviría al disgusto. Yo llevo ahora el uni-forme de mi regimiento, y cada vez que mecruzo con un soldado del mismo, cada se-gundo, tengo la sensación de que soy indignode llevarlo.

-Escuche - exclamé de repente -. No hace faltapronunciar largos discursos. No tiene ustedmás que un único camino de salvación. Vaya abuscar al príncipe Nicolás Ivanovitch, pídalediez mil rublos, sin contarle nada, y llame en se-guida a esos dos bribones y arregle definitiva-mente sus cuentas y rescate sus cartas. Y todose acabó. Todo se acabó, y a trabajar. Se acaba-ron las fantasías, ¡confíe usted en la vida!

-Había pensado en eso - dijo firmemente -.Todo el día de hoy he reflexionado y por fin mehe decidido. No esperaba más que a usted. Iré.Mire, nunca en la vida le he pedido un solocopec al príncipe Nicolás Ivanovitch. Es bueno

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para nuestra familia a incluso nos ha testimo-niado un interés afectuoso, pero personaimentenunca le he pedido dinero. Ahora estoy decidi-do. Fíjese bien que nuestra rama es más antiguaque la del príncipe Nicolás Ivanovitch: la deellos es la rama menor, incluso colateral, casidiscutida... Nuestros antepasados eran enemi-gos. Al principio de la reforma de Pedro elGrande, mi tatarabuelo, Pedro él también, era ysiguió siendo Raskolnik y anduvo errante porlos bosques de Kostroma. Ese príncipe Pedro secasó en segunda nupcias, él también, con unamujer que no era noble; entonces fue cuando sepasarón por delante estos otros Sokolski; pero...¿de qué estaba yo hablando?

Se le veía abatido y como cansado de hablar.-Cálmese - dije levantándome y cogiendo mi

sombrero -; ante todo, váyase a acostar. Encuanto al príncipe Nicolás Ivanovitch, desdeluego no se negará, sobre todo ahora que estátan contento. ¿Se ha enterado usted de la noti-cia? ¿No? ¡No es posible! Me he enterado de

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una cosa absurda: se casa. Es un secreto, perono para usted, naturalmente.

Y se lo conté todo, ya de pie, con el sombreroen la mano. Él no sabía nada. Rápidamentepreguntó detalles, sobre todo en cuanto a lafecha, al lugar y al grado de verosimilitud. Na-turalmente no le oculté que aquello había suce-dido, por lo que se decía, inmediatamente des-pués de su visita de la víspera a Ana Andreiev-na. Yo no sabría reflejar la impresión penosaque le produjo esa noticia; su rosotro se de-formó, apareció como surcado de arrugas, unasonrisa torva tendió convulsivamente sus la-bios; acabó por palidecer y hundirse en unameditación profunda, bajando los ojos. Yo veíacon demasiada claridad que su amor propiohabía quedado espantosamente herido por lanegativa de Ana Andreievna. Quizás, en suestado enfermizo, se representaba demasiadovivamente en aquellos instantes el papel ridícu-lo y grotesco que había desempeñado la vísperadelante de aquella muchacha cuyo consenti-

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miento esperaba con tanta seguridad, comoahora se veía bien claro. En fin, tal vez era elpensamiento de la infamia que había cometidorespecto a Lisa, una infamia sin consecuencias.Es curioso ver lo que los hombres de mundopiensan los unos de los otros y a título de quépueden respetarse mutuamente; aquel príncipepodía sin embargo suponer que Ana Andreiev-na estaba ya enterada de sus relaciones conLisa, con su propia hermana al fin y al cabo, yque, si no estaba enterada, se enteraría segura-mente algún día; pues bien, a pesar de eso, él«no tenía dudas sobre su decisión».

-¿Cómo ha podido usted creer entonces - dijoclavando bruscamente en mí unos ojos fieros ainsolentes - que yo sería capaz, yo, de ir ahora,después de semejante noticia, a pedirle dineroal príncipe Nicolás Ivanovitch? ¡Él, el novio dela mujer que acaba de negarme su mano! ¡Peroeso sería un acto de mendicidad, de servilismo!¡No, ahora todo está perdido y, si la ayuda de

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ese viejo era mi última esperanza, dejemos queesa esperanza muera también!

En el fondo de mí mismo yo estaba de acuer-do con él; pero sin embargo era preciso consi-derar las cosas con mayor amplitud de miras:«¿era el anciano príncipe un hombre, un no-vio?» Varias ideas se agitaban en mi cerebro. Yohabía resuelto ya que iría al día siguiente ahacerle una visita. Mientras tanto, me esforcé ensuavizar la impresión producida y en enviar alpobre príncipe a la cama.

-Pasará usted una buena noche, y cuando selevante tendrá las ideas más claras, ya verá.

Me estrechó calurosamente la mano, pero sinbesarme. Le di palabra de que vendría a verlo aldía siguiente por la noche,

-Hablaremos, hablaremos: habrá muchas co-sas de que hablar.

Al oír esas palabras, sonrió con una sonrisafatal.

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CAPÍTULO VIIII

Toda aquella noche me la pasé soñando con laruleta, con el juego, con el oro, con los arreglosde cuentas. Calculaba, como frente a una mesade juego, las posturas y las oportunidades, ydurante toda la noche aquello fue como unaespecie de pesadilla abrumadora. Diré la ver-dad: en todo el día anterior, a pesar de mis im-presiones extraordinarias, no podía menos queacordarme una y otra vez de mis ganancias encasa de Zerchtchikov. Expulsaba la idea, perono podía rechazar la impresión, y me estremec-ía a cada recuerdo. Aquella ganancia me habíamordido en el corazón. ¿Habría -nacido yo ju-gador? Por lo menos, sí era probable que tuvie-se las cualidades ser jugador. Incluso hoy día, alescribir estas líneas, me gusta a veces pensar enel juego. Me sucede en ocasiones pasarme horasenteras, en silencio, haciendo cálculos de juegoy viéndome en sueños apostando y ganando. Sí,

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tengo «cualidades» muy diversas, y mi alma noestá tranquila.

Tenía el proyecto de ir a las diez a casa deStebelkov, a pie. Despedí a Matvei en cuanto sepresentó. Mientras me bebía mi café, trataba deexaminar las cosas. Estaba contento; al entrarpor un instante en mí mismo, adiviné que es-taba contento sobre todo porque «hoy estaría encasa del príncipe Nicolás lvanovitch». Peroaquella jornada de mi vida fue fatal a inespera-da y principió con una sorpresa.

A las diez en punto, mi puerta se abrió de paren par y vi entrar toda sofocada a Tatiana Pav-lovna. Yo podía esperarlo todo, excepto su visi-ta, y me puse en pie de un salto, muerto demiedo. Traía un rostro feroz y sus gestos erandesordena. dos. Si yo le hubiese hecho algunapregunta, quizá no habría podido contestarmepara qué había entrado en mi casa. Debo adver-tirlo con anticipación: acababa de recibir unanoticia extraordinaria, abrumadora, y se hallabatodavía bajo el efecto de la primera impresión.

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Ahora bien, la noticia también me afectaba a mí.Por lo demás, no pasó en mi casa más que me-dio minuto, un minuto si ustedes quieren, perono más con seguridad. Y se me echó encima:

-¡Vaya, estás aquí! - se plantó delante de mí,toda inclinada hacia delante -. ¡Estás aquí, sin-vergüenza! ¿Qué es lo que has hecho? ¿Cómo,no sabes? ¡Bebe su café! ¡Ah!, pequeño char-latán, molinillo de palabras, amante de papelmascado...! ¡Pero habría que darte con el látigo,con el látigo, con el látigo!

-Tatiana Pavlóvna, ¿qué ha pasado? ¿Qué hasucedido? ¿Mamá... ?

-¡Ya lo sabrás! - amenazó ella, quitándose deen medio.

Desapareció. Naturalmente me lancé en supersecución, pero una idea me detuvo, o másbien no una idea, sino una vaga inquietud: per-cibía que en sus gritos «el amante de papel»había sido la frase esencial. Sin duda yo nohabria podido adivinar nada por mí mismo,

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pero salí rápidamente, para acabar cuanto antescon Stebelkov a ir en seguida a casa del prínci-pe Nicolás Ivanovirch. « ¡Allí es donde está laclave de todo! », pensaba yo instintivamente.

Cosa asombrosa: Stebelkov sabía ya toda lahistoria de Ana Andreievna a incluso con susmenores detalles; no refiero su conversación ysus gestos, pero estaba encantado, loco de entu-siasmo, delante del «valor artístico de estahazaña».

-¡He ahí una verdadera personalidad! ¡Ella síque es grande! - exclamaba -. No, no es comonosotros; nosotros nos quedamos aquí tranqui-los, pero ella ha tenido ganas de beber el aguaen su verdadera fuente, y la ha bebido. ¡Es... esuna estatua antigua de Minerva, pero que anday que lleva vestidos modernos!

Le rogué que se atuviese a los hechos; loshechos, como yo había adivinado perfectamen-te, consistían en que yo debía persuadir y con-vencer al príncipe para que fuera a pedir un

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socorro definitivo al príncipe Nicolás Ivano-vitch.

-De lo contrario, la cosa puede ponerse muymal, pero que muy mal para él, y no por miculpa. ¿Es verdad o no?

Me miraba a los ojos, pero sin duda no supon-ía ni remotamente que yo supiese algo más quela víspera. No tenía por qué suponerlo y, natu-ralmente, yo no dejé adivinar ni con palabras nicon alusiones lo que sabía de la falsificación.Nuestra explicación no fue larga; casi inmedia-tamente me prometió dinero:

-Una buena suma, sépalo usted; lo único quetiene que hacer es que el príncipe vayá allí. Esurgente, muy urgente; todo consiste en eso: enque es terriblemente urgente.

No quise entrar en discusiones con él como enel día anterior, a hice intención de marcharme,diciéndole vagamente que lo intentaría. Pero depronto me asombró de una manera indecible:me dirigía ya hacia la puerta cuando de impro-

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viso me rodeó tiernamente la cintura y empezóa decirme... las cosas más incomprensibles.

Desdeño los detalles y no recogeré todo elhilo de la conversación, para no cansar. Pero elsentido, helo aquí: me propuso que lo pusieraen relación con el señor Dergatchev, «puestoque usted frecuenta esa casa».

Inmediatamente agucé el oído, tratando contodas mis fuerzas de no traicionarme con gestoalguno. Respondí en seguida que yo no conocíaallí a nadie y que, si había estado, había sidoexclusivamente una vez y por casualidad.

-Pero, si lo han admitido a usted una vez,puede ir una segunda vez, ¿no es verdad?

Le pregunté francamente, pero con muchafrialdad, que qué interés tenía. Y hasta hoy noconsigo comprender cómo puede encontrarsetanta ingenuidad en ciertas personas que, por loque se ve, no tienen pelo de tonto y son incluso« prácticas», como las definía Vassine. Me ex-plicó con entera franqueza que, según sus sos-

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pechas, en casa de Dergatchev pasaba «segu-ramente algo que estaba prohibido, severamen-te prohibido, que me bastaría estudiarlo parapoder sacar de eso alguna ventaja». Y, sin dejarde sonreír, me hizo un guiño con el ojo izquier-do.

No respondí nada afirmativo, pero fingí re-flexionar y prometí «pensar en aquello», des-pués de lo cual me apresuré a irme. Las cosas secomplicaban: vole a casa de Vassine y tuve lasuerte de encontrármelo allí.

-¡Ah, usted también!Desde el mismo momento en que me vio, me

acogió con esta frase enigmática. Sin prestarleatención, fui directamente al grano y le conté elasunto. Estaba visiblemente turbado, pero sinperder de ninguna forma su sangre fría. Mepidió que le contara todos los detalles.

-Es muy posible que usted no haya compren-dido bien.

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-No, he comprendido bien, el sentido estabaabsolutamente claro.

-De todas formas, le estoy infinitamente agra-decido -añadió él con sinceridad -. Sí, verdade-ramente, si todo ha sucedido así, es que él su-ponía que usted no podría resistir ante ciertasuma.

-Y además conocía bien mi situación; yo nohacía más que jugar, me portaba mal, Vassine.

-Lo he oído decir.-Lo más extraño para mí es que él sabe que

usted también frecuenta esa casa - me arriesguéa decir.

-Él sabe perfectamente - respondió Vassinecon toda sencillez- que no tengo nada que vercon eso. Todos esos jóvenes son sobre todocharlatanes, nada más; usted se acordará porcierto mejor que nadie.

Me pareció que tenía en cuanto a mí algo dedesconfianza.

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-De todas formas, le estoy infinitamente agra-decido.

-He oído decir que los asuntos del señor Ste-belkov no iban muy bien ahora - dije intentan-do sonsacarle -, al menos he oído hablar de cier-tas acciones.

-¿Y de que acciones ha oído usted hablar?Yo había mencionado a propósito las «accio-

nes», pero de ninguna forma para contarle elsecreto del príncipe. Quería solamente haceruna alusión y juzgar por su rostro, por sus ojos,si él sabía alguna cosa. Alcancé mi objetivo: enun movimiento inapreciable a instantáneo de surostro, adiviné que tal vez sabía alguna cosa.No respondí a su pregunta de «¿qué acciones?»y me callé; en cuanto a él, cosa extraña, no insis-tió.

-¿Cómo está Isabel Makarovna? - preguntócon ínterés.

-Está bien. Mi hermana siempre ha sentidorespeto por usted...

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La alegría brilló en sus ojos: yo había adivi-nado desde hacía mucho tiempo que él no mi-raba a Lisa con indiferencia.

-He recibido estos últimos días la visita delpríncipe Sergio Petrovitch - me confió brusca-mente.

-¿Cuándo? - exclamé.-Hace exactamente cuatro días.-¿Ayer, no?-No, no ayer - me lanzó una mirada interro-

gadora -. Después le hablaré quizá con másdetalle de esta visita, pero de momento creonecesario prevenirle -- dijo Vassine miste-riosamente - que me ha parecido encontrarse enun estado anormal, de alma... y hasta de espíri-tu. Y además, he tenido también otra visita -sonrió de pronto - ahora mismo, un poco antesque la de usted, y me he visto obligado a dedu-cir también un estado de ninguna forma normaldel visitante.

-El príncipe estaba aquí ahora mismo.

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-No, no el príncipe, no hablo del príncipeahora. He tenido aquí hace un rato a AndrésPretrovitch Versilov y... ¿no sabe usted nada?¿No le ha pasado a él nada?

-Puede ser que le haya sucedido alguna cosatal vez, pero, ¿qué le ha pasado aquí, en casa deusted? - pregunté precipitadamente.

-Yo debía evidentemente guardar el secreto...he aquí una extraña conversación entre noso-tros: siempre secretos -sonrió de nuevo -. Porcierto que Andrés Petrovitch no me ha exigidoguardar el secreto. Además usted es su hijo y,sabiendo cuáles son sus sentimientos hacia él,me parece que yo haría bien previniéndole enesta ocasión. Figúrese que ha venido a plante-arme la siguiente pregunta: « Si por casualidaduno de estos días, muy próximamente, me vieraobligado a batirme en duelo, ¿consentiría usteden ser mi testigo?» Naturalmente, me he nega-do en redondo.

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Yo estaba infinitamente asombrado; esta noti-cia era la más inquietante de todas; había suce-dido algo, se había producido necesariamentecualquier acontecimiento que yo no sabía aún.Me acordé de pronto de que Versilov me habíadicho la víspera: «No soy yo quien irá a tu casa,eres tú quien correrá a la mía.» Volé a casa delpríncipe Nicolás Ivanovitch, presintiendo otravez anticipadamente que allí estaba la clave delenigma. Vassine, al despedirme, me dio las gra-cias una vez más.

IIEl anciano príncipe estaba sentado delante de

su chimenea, las piernas envueltas en una man-ta. Me acogió con una mirada ligeramentc in-terrogadora, como sorprendido por mi visita; ysin embargo, casi a diario, me invitaba a visitar-lo. Además me saludó amablemente, pero res-pondió a mis primeras preguntas con una espe-cie de desdén y con aire horriblemente distraí-

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do. A cada instante parecía reflexionar y meexaminaba fijamente, como si hubiera olvidadoalguna cosa de la que se acordara ahora y quedebía seguramente relacíonarse conmigo. Dijecon franqueza que ya lo sabía todo y que estabacontento. Una afable sonrisa se mostró en se-guida en sus labios. Se animó. Su prudencia ysu desconfianza habían desaparecido; parecíahaberlas olvidado. Y seguramente las habíaolvidado.

-Mi querido amigo, yo sabía muy bien que túserías el primero en venir y, ¿sabes?, ayer mis-mo me dije: «¿Quién va a alegrarse? Él», nadiemás, seguro. Pero eso no importa. La gente tie-ne mala lengua... pero poco importa... Cher en-jant, todo eso es tan elevado y tan delicioso...Pero tú la conoces muy bien, por tu parte. Porlo demás, Ana Andreievna tiene de ti la mejoropinión. El suyo es un rostro severo y en-cantador, un rostro de keepsake inglés. Es el másdelicioso de los grabados ingleses... Hace dosaños, yo tenía toda una colección de esos gra-

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bados... Siempre tuve esta intención, siempre; loúnico que me asombra es que nunca se me hayaocurrido.

-Pero, por lo que recuerdo, usted siempre haquerido y distinguido a Ana Andreíevna.

-Amigo mío, nosotros no queremos perjudicara nadie. Vivir con amigos, con parientes, conpersonas queridas, es el paraíso. Nosotros so-mos todos poetas... En una palabra, esto se sabedesde los tiempos prehistóricos. Mira, pasare-mos el verano primeramente en Soden, despuésen Bad-Gastein. Pero ¡cuánto tiempo llevabassin venir! ¿Dónde has estado? Te aguardaba.¡Cuántos, cuantísimos acontecimientos desdeentonces!, ¿no es verdad? Solamente que es unalástima que yo no esté tranquilo: en cuanto mequedo solo, me pongo inquieto. He aquí porqué no debo quedarme solo, ¿no es verdad?Está claro como el día. La comprendí desde susprimeras palabras, y... era como la más maravi-llosa de las poesías. Pero es que tú eres su her-mano, casi su hermano, ¿no es así? ¡Querido

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mío, por algo yo te apreciaba tanto! Yo present-ía todo esto, te lo juro. Le besé la mano y meeché a llorar.

Sacó su pañuelo, como si otra vez fuera aecharse a llorar. Estaba muy conmovido y creoque en uno de los «estados» más tristes en queyo hubiese podido verlo durante todo el tiempoque lo conocía. Por lo general, a incluso casisiempre, se le veía muchísimo más fresco y másvaliente.

-Yo los perdonaré a todos, amigo mío - balbu-ció a continuación -. Tengo ganas de perdonar atodo el mundo y hace ya muchísimo tiempoque no le tengo antipatía a nadie. El arte, la poé-sie dans la vie, el socorro a los desgraciados yella, ¡la belleza bíblica! Quelle charmante per-sonne, ¿eh? Les chants de Salomon... non, ce n'estpas Salomon... c'est David qui mettait une bellejeune dans son lit pour se chauffer dans se vieillesse.Enfin, David, Salomon, todo eso me da vueltas enla cabeza, un verdadero torbellino. Toda cosa,cher enfant, puede ser a la vez majestuosa y ridí-

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cula. Cette jeune belle de la vieillesse de David, c'esttout un poème, mientras que Paul de Kock notiene ni gusto ni mesura, aunque tenga talen-to.... Catalina Nicolaievna sonrió... Le he dichoque no la molestaríamos. Nosotros hemos em-pezado nuestra novela, que se nos permita ter-minarla. Es un sueño, si ustedes quieren, peroque no se nos quite nuestro sueño.

-¿Qué es eso de un sueño, príncipe?-¿Un sueño? ¿Que qué es eso de un sueño?

Todo lo que se quiera de sueño, pero que se nosdeje morir con eso.

-¡Oh, príncipe!, ¿por qué morir? ¡Lo que hacefalta ahora es vivir!

-¿Y qué era lo que yo decía entonces? Creoque no estoy diciendo otra cosa. No sé verdade-ramente por qué la vida es tan corta. Segura-mente para que no se aburra uno, porque lavida también es una obra de arte del Creador,bajo la forma definitiva a impecable de unapoesía de Pushkin. La brevedad es la primera

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condición del arte. Pero a los que no se aburren,se les debía permitir que viviesen más tiempo.

-Dígame, prínc¡pe, ¿se ha hecho ya pública lanoticia?

-No, querido mío, en absoluto. Sólo noshemos puesto de acuerdo entre nosotros. Enfamilia, en familia, nada más que en familia. Demomento. No me he confiado abiertamente másque a Catalina Nicolaievna, porque me conside-ro culpable delante de ella. Y es que CatalinaNicolaievna es un angel, un verdadero ángel.

-¡Sí, sí!-¿Sí? ¿Tú también dices sí? ¡Y yo que te creía

su enemigo! ¡Ah!, a propósito, ella me ha pedi-do que no te reciba más. Figúrate que, cuandohas entrado, se me ha olvidado de pronto.

-¿Qué dice usted? - exclamé, poniéndome enpie de un salto -. ¿Y por qué?, ¿cuándo?

(Mi presentimiento no me había engañado:era algo por ese estilo lo que yo me esperabadespués de la visita de Tatiana. )

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-Ayer, amigo mío, ayer. No comprendo si-quiera cómo has podido entrar, porque se hantomado todas las medidas necesarias. ¿Cómohas logrado entrar?

-De la manera más simple.-Es lo más probable. Si hubieses intentado en-

trar astutamente, te habrían detenido con todaseguridad, pero como has entrado con todasencillez, te han dejado pasar. La simplicidad,mon cher, es en definitiva la mejor de las astu-cias.

-No comprendo nada. Entonces, ¿usted hadecidido, usted también, no recibirme más?

-No, amigo mío, he dicho que eso no eraasunto mío... Es decir, he dado mi pleno con-sentimiento. Y, puedes estar bien convencido,mi querido niño, te quiero enormemente. PeroCatalina Nicolaievna lo ha exigido con dema-siada insistencia... ¡Ah!, ¡hela aquí!

En aquel instante apareció en el umbral Cata-lina Nicolaievna. Estaba vestida como para salir

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y, como siempre, antes venía a darle un beso asu padre. Al verme, se detuvo, se turbó, volvióla espalda y salió.

-Voilà! - exclamó el príncipe, estupefacto y te-rriblemente impresionádo.

-¡Es una equivocación! - exclamé -. ¡Un mo-mento solamente... yo... vuelvo en seguida,príncipe!

Y me eché a correr detrás de Catalina Nicolai-evna.

Todo lo que sucedió a continuación pasó contanta rapidez, que, lejos de poder reflexionar, nisiquiera pude preparar lo más mínimo mi con-ducta. ¡Si yo hubiese podido prepararme, desdeluego me habría comportado de una maneramuy distinta! Pero estaba trastornado como unniño. Me precipité hacia sus habitaciones, peroun criado me dijo que Catalina Nicolaievnahabía salido hacía un instante y que se dirigía asu coche. Me lancé, con la cabeza gacha, por lagran escalera. Catalina Nicolaievna bajaba, em-

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butida en una pelliza, y a su lado caminaba, o,por decir mejor, la conducía, un oficial alto ybien formado, en uniforme, sin capote, con elsable a un costado; un criado llevaba su capotedetrás. Era el barón, coronel, de treinta y cincoaños, el tipo de oficial elegante, seco, de rostroun poco demasiado ovalado, los bigotes rojizos,a incluso las pestañas. Su rostro no tenía nadade belleza, pero poseía una expresión descaraday provocativa. Lo describo a toda prisa, tal co-mo lo vi en aquel momento. Hasta entonces,nunca me había encontrado con él. Corrí enseguimiento de la pareja, sin sombrero y sinpelliza. Catalina Nicolaievna fue la primera quese dio cuenta de mi presencia y le susurró algoal oído a su acompañante. Él volvió la cabeza, einmediatamente les hizo una señal al criado y alportero. El criado dio un paso hacia mí, delantede la puerta, pero lo rechacé con la mano y,siguiéndolos, llegué hasta la escalinata. Bioringayudaba a Catalina Nicolaievna a sentarse en elcoche.

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-¡Catalina Nicolaievna! ¡Catalina Nicolaievna!- exclamé estúpidamente (¡como un imbécil!,¡como un imbécil! ¡Oh!, me acuerdo de tedo.¡Estaba sin sombrero! ).

Bioring, furioso, se volvió una vez más y legritó en voz alta al criado una o dos palabrasque no comprendí. Sentí que me agarraban porel codo. En aquel instante el coche arrancó;lancé un grito y corrí detrás. Catalina Nícolai-evna, yo lo veía, miraba por la ventanilla delcoche y parecía hallarse en un estado de graninquietud. Pero en mi gesto rápido, en el mo-mento en que me lanzaba, choqué fuertemente,sin proponérmelo en lo más mínimo, con Bio-ring, y creo que le pisé un pie. Lanzó una ex-clamación, rechinó los dientes y, cogiéndomepor el hombro con una mano vigorosa, me re-chazó con tanta rabia, que retrocedí tres pasoslargos. En aquel momento le alargaron su capo-te, se lo echó por encima, subió a su trineo ydesde allí lanzó todavía un grito de amenazaseñalándome a los criados y al portero. Me aga-

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rraron y me tuvieron sujeto: un criado me tirómi pelliza, otro me alargó mi sombrero, y nome acuerdo ya de lo que me dijeron: hablaban yyo estaba allí escuchándolos sin comprendernada. Pero de repente los dejé plantados y meescapé.

Sin distinguir nada, tropezando con los tran-seúntes, corriendo siempre, llegué por fin a casade Tatiana Pavlovna, sin que ni siquiera se mehubiese ocurrido coger un coche de punto porel camino. ¡Bioring me había empujado delantede ella! Sin duda, yo le había dado un pisotón yél me había rechazado instintivamente, comohombre al que le han aplastado un callo(quizás, en realidad, yo le había aplastado uncallo). Péro e!la lo había presenciado, y habíavisto que los criados me agarraban, ¡todo esodelante de ella, en su presencia! Cuandoirrumpí en casa de Tatiana Pavlovna, al prín-cipio no pude decir una sola palabra, mimandíbula inferior estaba como sacudida por la

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fiebre. En realidad tenía fiebre, y además llora-ba... ¡Me sentía tan terriblemente ofendido!

-¡Vaya! ¿Qué pasa ahora? ¿Te han puesto depatitas en la calle? ¡Muy bien hecho! ¡Muy bienhecho! - dijo Tatiana Pavlovna.

Sin decir nada me dejé caer sobre el diván yme quedé mirándola.

-Pero, ¿qué le pasará a este tonto? - dijo ella,mirándome fijamente -. ¡Toma, coge este vaso,traga un poco de agua, bebe! Y cuéntame quénueva tontería has hecho.

Balbucí que me habían dado con la puerta enlas narices y que Bioring me había pegado unempujón en la calle.

-¿Eres capaz de comprender algo, sí o no?¡Pues bien, lee, deléitate!

Y, depués de tomar de encima de la mesa unacarta, mé la tendió, y se plantó delante de mí.Reconocí inmediatamente la letra de Versilov;no había más que unas cuantas líneas: era unacartita a Catalina Nicolaievna. Me estremecí;

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instantáneamente la capacidad de comprenderme volvió con todo su vigor. He aquí el conte-nido de ese billete terrible, escandaloso, absur-do, criminal, palabra por palabra:

A la señora Catalina Nicolaievna.Señora:Por perversa que usted sea por naturalexa y por

estudio, pensaba sin embargo que sería dueña de suspasiones y que, por to menos, no intentaría nadacontra niños. Pero ni siquiera eso la ha espantado. Leinformo que el documento que usted sabe no ha sidodesde luego quemado sobre una bujía y nunca estuvoen poder de Kraft, por lo que, en ese aspecto, nadatiene usted que ganar. Por tanto no corrompa inútil-mente a un muchacho. Déjelo tranquilo, es todavíamenor de edad, casi un niño, y no ha alcanzado sucompleto desarrollo intelectual y físico: ¿de qué pue-de servirle a usted? Me intereso por él, y por eso mearriesgo a escribirle esta carta, aunque no esperoningún resultado satisfactorio. Tengo el honor deadvertirle que envío copia de esta carta al barón Bio-ring.

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A. VERSILOV

Mientras leía me puce palidísimo, luego es-tallé de pronto y mis labios temblaron de in-dignación.

-¡Se trata de mí! ¡Es a propósito de lo que leconté anteayer! - exclamé furioso.

-¡Precisamente lo que le contaste!Y Tatiana me arrancó la carta.-Pero... no es, no es de ninguna manera lo que

yo le dije. ¡Oh, Dios mío!, ¿qué pensará de míella ahora? ¡Pero está loco! Es un loco... Lo viayer. ¿Cuándo ha sido enviada la carta?

-En el día de ayer; llegó por la noche, y hoymismo me la ha traído ella en persona.

-¡Pero yo lo vi ayer, está loco! ¡Versilov no hapodido escribir eso, es la obra de un loco!¿Quién puede escribirle así a una mujer?

-Precisamente los locos furiosos de su estilo,cuando los celos y la cólera los ponen sordos y

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ciegos y la sangre se les cambia en sus venas envitriolo... ¡Y tú no sabías todavía la clase de per-sonaje que es! Ahora, que lo van a arreglar poresto. Lo van a dejar hecho papilla. Él mismopope la cabeza en el tajo. Mejor habría hechoyéndose una noche a la línea férrea de Nicolás yponiendo la cabeza sobre los raíles. Se la habr-ían cortado con más limpieza si tan pesada laencuentra de llevar. ¿Y qué lo impulsó a hablar-le? ¿Qué necesidad tenías de darle rabia? ¿Esque quisiste pavonearte?

-¡Pero qué odio! ¡Qué odio! - me golpeaba lacabeza con la mano -. ¿Y por qué, por qué?¡Contra una mujer! ¿Qué le ha hecho ella? ¿Quérelaciones ha habido entre ellos, para escribircartas semejantes?

-¡El odio! - repitió Tatiana Pavlovna, re-medándome con una ironía furiosa.

La sangre me subió de nuevo al rostro: mepareció súbitamente comprender alguna cosa

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por completo nueva; la miré con aire interroga-dor, con todas mis fuerzas.

-¡Vete de aquí! ! - gritó ella con voz agria, vol-viéndome la espalda después de amenazarmecon la mano -. ¡Bastante jaleo he tenido ya contodos vosotros! ¡Ahora se acabó! Por mi panepodéis reventar todos... La única que me da lás-tima es tu madre...

Naturalmente corrí a casa de Versilov. Pero,¡qué perfidia, qué perfidia!

IVVersilov no estaba solo. Lo diré con anticipa-

ción: después de haber enviado la víspera esacarta a Catalina Nicolaievna y remitido en efec-to una copia (Dios sabe para qué) al barón Bio-ring, debía naturalmente aguardar en el cursode la jornada ciertas «consecuencias» del pasoque había dado, y por consiguiente había tor-nado ciertas medidas: desde por la mañanahabía hecho que se trasladaran a la parte de

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arriba, al «ataúd», mamá y Lisa (quien, comosupe en seguida, al volver por la mañana, habíacaído enferma y estaba en cama), mientras quelas habitaciones, y sobre todo nuestro «salón»,habían sido cuidadosamente barridos y arre-glados. Y en efecto, a las dos de la tarde se pre-sentó un barón R., militar, coronel, un señor deunos cuarenta años, de origen alemán, alto,seco y con el aspecto de ser muy fuerte física-mente, pelirrojo él también, como Bioring, so-lamente que un poco calvo. Era uno de esosbarones R. que abundan tanto en el ejército ru-so, todos muy puntillosos en cuestiones dehonor, sin fortuna de ninguna clase, viviendode su sueldo, grandes militares y grandes bata-lladores. Yo no había asistido al comienzo de laconversación; los dos estaban muy animados, y,¿cómo iba a ser de otra manera? Versilov estabasobre el diván delante de la mesa, el barón enuna butaca allí al lado. Versilov estaba pálido,pero hablaba con mesura y pesando sus pala-bras; el barón elevaba la voz y parecía inclinar-

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se a los gestos bruscos, pero se contenía; teníauna mirada severa, altiva a incluso desdeñosa,aunque no sin cierto asombro. Al verme, frun-ció las cejas, pero Versilov casi se alegró al dar-se cuenta de mi presencia:

-Buenos días, querido mío. Barón, he aquí jus-tamente al jovencito del que se habla en la carta.Créame, lejos de molestarnos, puede hasta ser-nos útil. - El barón me miró con desprecio -.Querido mío - agregó Versilov -, me alegro deque hayas venido. Quédate en un rincón, te loruego, y espera que hayamos acabado. Estéusted tranquilo, barón, se quedará en surincón...

Aquello me resultaba indiferente, puesto queme sentía decidido a todo, y además estabaasombrado; me senté sin decir palabra y lo an-tes posible en el rincón y permanecí allí sin mo-verme y sin parpadear hasta el fin de la explica-ción.

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-Se lo repito una vez más, barón - dijo Versi-lov, recalcando fuertemente todas las palabras-, considero a Catalina Nicolaievna Akhmako-va, a quien le he escrito esa carta indigna y re-pugnante, no solamente como la más noble delas criaturas, sino también como el colmo detodas las perfecciones.

-Semejante refutación de sus propias pala-bras, ya se lo he dicho, se parece demasiado auna confirmación de las mismas - rugió elbarón -. Las expresiones que usted emplea sonpositivamente irrespetuosas.

-Y sin embargo lo más conveniente será queusted las tome en su sentido literal. Es que, mi-re usted, sufro ataques... y diversos desórdenes,incluso me veo obligado a cuidarme, y en unode esos momentos me ha sucedido...

-Esas explicaciones no pueden admitirse. Lorepito una vez más que continúa usted obs-tinándose en su error. Tal vez desea equivocar-se aposta. Ya le he advertido desde el principio

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que la cuestión referente a esa dama, es decir,su carta de usted a la generala Akhmakova,debe ser dejada a un ládo en la explicación ac-tual; y usted no hace más que volver a la carga.El barón Bioring me ha rogado y encargado queponga en claro únicamente lo que a él le con-cierne, es decir, el insolente envío de esa copia yademás el post-scriptum donde usted dice estar«dispuesto a responder a no importa quién y noimporta cómo».

-Pero me parece que ese último punto estábien claro sin más amplias explicaciones.

-Lo comprendo, lo sé. Usted ni siquiera se ex-cusa, usted continúa afirmando que está «dis-puesto a responder a no importa quién y noimporta cómo». Pero eso sería para usted salirmuy bien librado. Por eso estimo que es mi de-recho, visto el giro que usted quiere dar forzo-samente a la explicación, expresarle mi parecersin molestarme: he llegado a la conclusión deque el barón Bioring no debe de ninguna mane-

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ra tener con usted un asunto... en un pie deigualdad.

-Esa solución es naturalmente de las más ven-tajosas para su amigo el barón Bioring y, lo con-fieso, no me asombra usted lo más mínimo: erauna cosa que me esperaba.

Lo haré notar entre paréntesis: yo había com-prendido desde las primeras palabras, en laprimera ojeada, que Versilov buscaba un cho-que, provocaba y azuzaba a aquel barón irrita-ble y tal vez sometía su paciencia a una pruebademasiado ruda. El barón estaba sobre ascuas.

-Sabía que podía usted ser ingenioso, pero elingenio no es lo mismo que la inteligencia.

-¡Observación extraordinariamente profunda,coronel!

-No tengo necesidad de sus elogios - gritó elbarón -, y no he venido aquí para hablar en eldesierto. Haga el favor de escucharme: el barónBioring, al recibir su carta, se ha visto en unaextrema perplejidad porque aquello olía a le-

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guas a manicomio. Y sin duda se habría podidoencontrar inmediatamente medios para... cal-marle a usted. Pero, por ciertas razones particu-lares, se le han guardado miramientos y se hantomado informes: se ha sabido que usted perte-neció en tiempos a la buena sociedad y que sir-vió en la Guardia, pero también se ha sabidoque fue usted excluido de esa sociedad y que sureputación es más que dudosa. Sin embargo, apesar de eso, me he trasladado aquí parahacerme cargo personalmente, y resulta que,por si fuera poco, se permite usted jugar con laspalabras a incluso llega a confesar que está suje-to a ataques... ¡Basta! La situación del barónBioring y su reputación no pueden comprome-terse en este asunto. En una palabra, caballero,estoy encargado de manifestarle que si este actoo cualquier otro por el estilo se repite, sehallarán inmediatamente los medios para tran-quilizarle, medios muy seguros y muy rápidos,se lo garantizo. ¡No vivimos en los bosques,sino en un Estado organizado!

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-¿Está usted muy seguro, mi buen barón R.?-¡Pardiez! - el barón se levantó repentinamen-

te -, me tienta usted a probarle inmediatamenteque no soy «su buen barón».

-Le prevengo una vez más - Versilov se le-vantó también - que mi mujer y mi hija no estánlejos, por lo que le ruego que no hable tan alto,ya que sus gritos llegan hasta ellas.

-Su mujer... ¡Diablos...! Si me he quedado aquípara hablar con usted, ha sido únicamente conla intención de poner en claro este sucio asunto- continuó el barón, siempre enfadado y sinbajar la voz lo más mínimo -. ¡Basta! - gritó en-furecido -, no sólo está usted excluido de la so-ciedad de la gente digna, sino que además es unloco, un verdadero loco, un chiflado, y así escomo me lo habían descrito. No merece ustedindulgencia alguna y le declaro que hoy mismose tomarán medidas y que se le llamará a unlugar donde sabrán hacerle entrar en razón... ¡yse le hará salir de la ciudad!

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Abandonó la habitación rápidamente y agrandes zancadas. Versilov no lo acompañó.Seguía de pie, mirándome distraídamente ycomo sin darse cuenta de mi presencia; de re-pente, sonrió, agitó su cabellerá y, después decoger su sombrero, se dirigió también hacia lapuerta. Lo agarré por la mano.

-¡Ah!, es verdad, estabas ahí. ¿Has... escucha-do?

Se detuvo delante de mí.-¿Cómo ha podido usted obrar así? ¿Cómo ha

podido deformar así las cosas, deshonrar... contanta perfidia? - Me miraba fijamente, pero susonrisa se alargaba más y más y se transforma-ba verdaderamente en risa -. ¡Pero es a mí aquien se ha deshonrado... delante de ella!, ¡de-lante de ella! He sido ultrajado ante sus ojos; yél... me ha dado un empellón - exclamé, fuerade mí.

-¿Es posible? ¡Ah! Mi pobre niño, qué lástimate tengo... ¡Te han... ul-tra-ja-do!

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-¡Usted se ríe, usted se ríe de mí! ¡A usted leparece esto gracioso!

Liberó rápidamente su mano de la mía, cogiósu sombrero, que había soltado para hablarconmigo, y riéndose, riéndose ahora con unarisa verdadera, salió de la habitación. ¿Alcan-zarlo? ¿Para qué? ¡Yo lo había comprendidotodo, y todo lo había perdido en un instante! Derepente, vi a mamá; había bajado y lanzaba unamirada tímida.

-¿Se ha ido?La besé silenciosamente, y ella me besó con

fuerza, con mucha fuerza, pegándose a mí.-Querida mamá, ¿puede usted quedarse aquí?

Vámonos todos inmediatamente, yo las prote-geré, yo trabajaré para ustedes como un conde-nado, para usted y para Lisa... Abandonémosletodos, todos, y vayámonos. Estaremos solos.Mamá, ¿se acuerda usted de cuando vino averme a casa de Touchard y yo me negué a re-conocerla?

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-Me acuerdo, hijo mío. Toda mi vida he sidoculpable contigo; te traje al mundo y no te co-nocí.

-El culpable es él, mamá; él, que es la causa detodo. No nos ha querido nunca.

-Sí, nos ha querido.-Vámonos, mamá.-¿Cómo podría yo abandonarlo? ¿Es que él es

dichoso?-¿Dónde está Lisa?-En cama. Apenas volvió, cayó enferma. Ten-

go miedo, ¿por qué están tan furiosos contra él?¿Qué van a hacerle? ¿Adónde ha ido? ¿Por quélo amenazaba ese oficial?

-No le pasará nada, mamá, nunca le pasa na-da. Jamás le pasará nada. Y nada puede pasarle.¡Es un hombre que está hecho así! Pero he aquía Tatiana Pavlovna, pregúnteselo, si no me creea mí. - Tatiana Pavlovna acababa de entrar -.Hasta la vista, mamá. Volveré en seguida y unavez más volveré a pedirle lo mismo...

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Me marché. No podía ver a nadie. Sin hablarde Tatiana Pavlovna, ella, mamá, me ponía enel tormento. Quería estar solo, solo.

Pero no había llegado a la calle siguientecuando ya me sentía incapaz de andar; chocabaabsurdamente con aquellas rersonas indiferen-tes o extrañas; pero, ¿dónde refugiarme? ¿Aquién era yo útil y qué me hacía falta a mí aho-ra? Me arrastré maquinalmente hasta la casa delpríncipe Sergio Petrovitch, sin pensar en él deninguna manera. No estaba en casa. Le dije aPedro (su criado) que me quedaría a esperarloen su despacho (como lo había hecho tantísimasveces). Era una gran habitación de techo muyalto, abarrotada de muebles. Me hundí en elrincón más sombrío, me senté en un diván y,con los codos sobre la mesa, me cogí la cabezaentre las manos. Sí, la cuestión era: «¿qué mehacía a mí falta ahora?» Sí bien era capaz de.formular la pregunta, era absolutamente inca-paz de responderla.

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Pero yo no podía ni razonar ni preguntar. Yahe advertido más arriba que, al final de esteperïodo, estaba «aplastado por los aconteci-mientos». Ahora, sentado, era como un caosque se arremolinaba en mi cerebro. «Sí, no hevisto nada, no he comprendido nada de estehombre», tal era la idea que por momentos meatravesaba el espíritu. « Hace un instante se meha reído en la cara: no, no se reía de mí; erasiempre de Bioring, y no de mí. Anteayer en lacomida, lo sabía ya todo y estaba sombrío. Sor-prendió mi estúpida confesión en el traktir y loha deformado todo a expensas de la verdad.¿Qué necesidad tenía él de la verdad? No creeni una sola palabra de todo to que le ha escrito.Le hacía falta únicamente herir, herir sin moti-vo, sin saber siquiera por qué, agarrándose acualquier pretexto, y el pretexto he sido yoquien se lo ha proporcionado... ¿Impulso deperro rabioso? ¿Va a matar ahora a Bioring? ¿Ypor qué? Su corazón lo sabe, sabe el porqué.Pero yo ignoro lo que tiene en el corazón... No,

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no, todavía ahora lo ignoro, ¿y lo sabe él mis-mo? ¿Por qué le he dicho a mamá que a él nopuede pasarle nada? ¿Qué quería decir con eso?¿La he perdido o no la he perdido?»

... «Ella ha visto cómo me empujaban... Ella seha reído también, ¿o no se ha reído? ¡Por miparte, yo me habría reído! ¡Era el espía al queestaban vapuleando, el espía...!»

«¿Y qué significa (esa idea se me ocurrió derepente), qué significa eso que él ha escrito enesa carta infame de que el documento no estabaquemado, sino que existía aún. .. ? »

« No matará a Bioring, seguramente en estosmomentos está en el traktir y se dispone a escu-char Lucía. Pero quizá después de Lucía se irá amatar a Bioring. Bioring me ha empujado, casime ha pegado. ¿Me ha pegado? Bioring desde-ña batirse incluso con Versilov: ¿irá a batirseconmigo? » « ¿Debería yo quizá matarlo maña-na de un tiro de revólver, acechándolo en lacalle...?» Esa idea la concebí de forma entera-

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mente maquinal, sin detenerme en ella to másmínimo.

En algunos instantes soñaba que la puerta ibaa abrirse, dando paso a Catalina Nicolaievna:entraría y me tendería la mano y nos echaría-mos a reír los dos... ¡Ah, el estudiante, queridomío! Esa idea se presentó, o más bien, ese de-seo, cuando ya en la habitación reinaba la oscu-ridad. «¿Pero tanto tiempo hace que yo estabadelante de ella y le decía hasta la vista mientrasella me tendía la mano y se reía? ¿Cómo es po-sible que en tan poco tiempo se haya interpues-to una distancia tan espantosa? ¡Ir a buscarlasencillamente y explicarme con ella, ahoramismo, sencillamente, sencillamente! ¡Señor,pero es un mundo completamente nuevo el queacaba de empezar! Sí, un mundo nuevo, com-pletamente, completamente nuevo... Lisa, elpríncipe, eso es todavía cosa del tiempo anti-guo... Ahora, estoy en casa del príncipe. ¿Ymaná, cómo ha podido vivir con él, si es cierto?Yo, yo habría podido, yo puedo cualquier cosa,

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¿pero ella? ¿Qué va a pasar ahora?» Y, como enun torbellino, las siluetas de Lisa, Ana Andrei-evna, Stebelkov, el príncipe, Aferdov, las silue-tas de todos, desfilaron sin dejar huellas por micerebro enfermo. Las ideas se hacían por mo-mentos más informes a inasibles; me contenta-ba cuando podía comprender una y recogerla.

«Tengo mi “idea” - pensé de pronto -, pero,¿es verdad? ¿No es una frase aprendida dememoria? Mi idea es la oscuridad y la soledad,pero ahora, ¿puedo hundirme en la oscuridadde antes? ¡Ah, Dios mío, pero es que no hequemado el documento! Se me olvidó quemarloanteayer. Volveré a casa y lo quemaré sobre labujía, sí, sobre la bujía; únicamente que no sé siestá bien lo que pienso ahora... »

Hacía ya tiempo que reinaba la oscuridad:Pedro trajo velas. Se detuvo delante de mí y mepreguntó sí había comido. Me limité a hacerleun signo con la mano. Sin embargo, una horadespués, me trajo té y me bebí ávidamente unagran taza. En seguida le pregunté la hora. Eran

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las ocho y media y ni siquiera me asombré deestar allí desde las cinco.

-He venido tres veces - dijo Pedro -, pero creíaque estaba durmiendo.

Yo no me acordaba de que él hubiese entrado.No sé por qué, pero de repente, muy asustadopor haberme «dormido», me levanté y me pusea caminar de arriba abajo para no «dormirme»más. Por fin, la cabeza empezó a dolerme. A lasdiez en punto, el príncipe entró y me asombréde haberlo esperado. Lo había olvidado com-pletamente, de una manera total.

-¡Estaba usted aquí, y yo, en cambio, he ido abuscarlo a su casa! - me dijo.

Su semblante estaba sombrío y severo, sin lamenor sonrisa. En sus ojos, una idea fija.

-He estado moviéndome todo el día y he em-pleado todos los medios - continuó, con aireconcentrado -; todo ha fracasado y ahora eshorrible... - Nota bene: no había estado en casadel príncipe Nicolás Ivanovitch -. He visto a

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Jibelski, es un hombre imposible. Mire, lo pri-mero es tener el dinero, después veremos. Si esimposible con dinero, entonces... Pero he deci-dido no pensar hoy en eso. Hoy solamente en-contrar el dinero, mañana veremos. Lo que us-ted ganó anteayer está todavía intacto, hasta elúltimo copec. Hay ahí tres mil rublos, menostres rublos. Deduciendo lo que usted me debía,le quedan trescientos rublos. Tómelos y añadasetecientos para hacer el millar, y yo cogeré losotros dos mil. En seguida nos iremos a casa deZerchtchikov, nos instalaremos en dos extremosopuestos y trataremos de ganar diez mil rublos,quizás así consigamos algo, si no... Es la únicasalida que me queda.

Me miró con aire fatal.-Sí, sí - exclamé de repente, como si resucitara

-. ¡Vamos allí! No esperaba más que a usted...Nótese que, en todas aquellas horas, ni un so-

lo instante se me había ocurrido pensar en laruleta.

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-¿Y la infamia? ¿La bajeza del acto? - preguntóde repente el príncipe.

-¿El qué? ¿El hecho de que vayamos a la rule-ta? ¡Pero todo está allí! - exclamé -. ¡El dinero loes todo! Nosotros sí que somos santos, usted yyo, mientras que Bioring se ha vendido, AnaAndreievna se ha vendido, y Versilov, ¿sabeusted que Versilov es un loco? ¡Un loco! ¡Unloco!

-¿Se siente usted bien, Arcadio Makarovitch?Tiene una mirada muy rara.

-¿Dice usted eso para ir sin mí? Ahora, ya nole abandono. No en vano me he pasado toda lanoche soñando con el juego. ¡Vamos allá!, ¡va-mos allá! -grité, como si de pronto hubiese en-contrado la solución del enigma.

-Pues bien, vamos, aunque usted tenga fiebre,y allí...

No acabó. En su rostro había una cosa doloro-sa, impresionante. Salíamos ya.

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-¿Sabe usted - me dijo de pronto, parándoseen el umbral - que hay todavía una salidaademás del juego?

-¿Cuál?-¡Una salida principesca!-Pero, ¿cuál? ¿Cuál?-Ya lo sabrá usted más tarde. Sepa solamente

que ahora soy indigno de ella, de esa salida,porque es demasiado tarde. Vamos, y acuérde-se usted de mis palabras. Probemos la salidavulgar... ¿Es que por ventura no iba yo a darmecuenta de que conscientemente, con mi plenavoluntad, voy a comportarme como un lacayo?

VIVolé hacia la ruleta como si allí estuviesen

concentradas la salud y la salvación, y sin em-bargo, como ya he dicho, antes de la llegada delpríncipe no había pensado lo más mínimo en

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eso. Por lo demás, iba a jugar no para mí, sinocon dinero del príncipe y para el príncipe. Nollego a comprender lo que me atraía, pero mesentía atraído irresistiblemente. No, jamasaquella gentuza, aquellos rostros, aquellos ayu-dantes de banqueros, aquellos gritos de jugado-res, toda aquella sala innoble de Zerchtchikovme parecieron tan repugnantes, tan sombríos,tan groseros ni tan tristes como aquella vez. Meacuerdo muy bien del dolor y la pena que pormomentos se iban apoderando de mi corazóndurante todas aquellas horas pasadas allí, de-lante de la mesa. Pero, ¿por qué no me iba? ¿Porqué resistía, como si me hubiese impuesto untrabajo, un sacrificio, una proeza? Diré sola-mente esto: no sabría afirmar en verdad quetuviese entonces toda mi razón. Y sin embargonunca he jugado tan razonablemente comoaquella noche. Estaba silencioso y concentrado,atento y calculador hasta inspirar pánico; memostraba paciente y avaro, y al mismo tiemporesuelto, en los momentos decisivos. Me colo-

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qué nuevamente delante del zéro, es decir, unavez más entre Zerchtchikov y Aferdov, que sesentaba siempre a la derecha de Zerchtchikov;aquel sitio me desagradaba, pero yo quería irre-sistiblemente apostar al zéro, y todos los demássitios alrededor del zéro estaban ocupados.Llevábamos jugando ya más de una hora; porfin, vi desde mi sitio que el príncipe acababa delevantarse y, pálido, avanzaba hacia nuestroextremo y se detenía frente a mí, al otro lado dela mesa: había perdido todo y examinaba mijuego en silencio, probablemente sin compren-der nada de él y sin ni siquiera pensar en eljuego. Precisamente yo empezaba a ganar yZerchtchikov me había pagado una determina-da cantidad. De pronto Aferdov, sin decir unapalabra, ante mis propios ojos, con la mayorinsolencia, cogió uno de mis billetes de cienrublos y lo unió a un montón que tenía delantede él. Lancé un grito y lo agarré por la mano.Entonces me sucedió algo inesperado inclusopara mí: estaba como disparado; todos los

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horrores y todas las ofensas del día se veíanbruscamente concentradas en aquel solo instan-te, en aquella desaparición del billete. Se habríadicho que todo lo que estaba acumulado ycomprimido en mí no aguardaba más que aquelinstante para hacer explosión.

-¡Es un ladrón! ¡Acaba de robarme un billetede cien! - exclamé, fuera de mí, mirando alre-dedor.

No describo todo el tumulto que suscitaronestas palabras. Un escándalo así era una cosacompletamente nueva en aquel lugar. En elsalón de Zerchtchikov la gente se comportabade una manera decorosa, y su casa tenía famapor eso. Pero yo no podía dominarme. En me-dio del ruido y de los gritos, se oyó de repentela voz de Zerchtchikov:

-Han desaparecido, no hay más qué decir.¡Estaban aquí! ¡Cuatrocientos rublos!

Era otra cuestión: un fajo de cuatrocientos ru-blos había desaparecido de la banca, bajo las

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propias narices de Zerchtchikov. Zerchtchikovseñalaba el sitio donde había estado el fajo, «es-taba ahí hace un momento», y aquel sitio seencontraba muy cerca de mí, me rozaba, rozabael sitio donde estaba mi dinero, en una palabra,estaba infinitamente más cerca de mí que de.Aferdov.

-¡El ladrón está aquí! ¡Es él quien ha robadotambién eso, regístrenlo! - exclamé, señalando aAferdov.

-Todo esto proviene - empezó a decir una vozimponente y atronadora en medio de los gritos- de que se permite entrar aquí a toda clase degente. ¡Gente sin recomendación! ¿Quién lo hatraído? ¿Quién es?

-Un cierto Dolgoruki.-¿El príncipe Dolgoruki?-Ha sido el príncipe Sokolski quien lo ha traí-

do - gritó alguien.-¡Escuche, príncipe! - le grité fuera de mí, a

través de la mesa -, creen que soy yo el ladrón;

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cuando se me acaba de robar hace un momento.¡Dígales, dígales quién soy!

Entonces se produjo la cosa más espantosa detodas las que habían sucedido aquel día... aincluso de las que me habían sucedido en todami vida: el príncipe renegó de mí. Vi cómo seencogía de hombros y, en respuesta a las pre-guntas que llovían sobre él, declaró con vozlimpia y cortante:

-Yo no respondo de nadie. Les ruego que medejen en paz.

Sin embargo, Aferdov se erguía en medio dela multitud, reclamando en voz alta que lo re-gistraran. Ya se sacaba los forros de los bolsi-llos. Pero a sus reclamaciones se respondía congritos:

-¡No! ¡No!, ¡el ladrón, ya sabemos quién es!Dos criados, llamados con anterioridad, me

agarraron por detrás, cogiéndome por los bra-zos.

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-¡No me dejaré registrar, no lo permitiré! -grité, tratando de soltarme.

Pero me arrastraron a una habitación conti-gua y allí, en medio de la multitud, se me re-gistró completamente, hasta el último pliegue.Yo gritaba y me debatía.

-Sin duda ha tirado el dinero al suelo, seráconveniente buscar - propuso alguien.

-Pero, ¿buscar dónde, en el suelo?-Debajo de la mesa. Sin duda ha tenido tiem-

po de echar los billetes allí.-Lo más seguro será que no quede ya ni ras-

tro.Se me condujo a la fuerza, pero Sin embargo

pude pararme en el umbral y gritar, poseído deuna rabia loca:

-¡La ruleta está prohibida por la policía! ¡Hoymismo les denunciaré a todos!

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Se me hizo bajar la escalera, me echaron en-cima el abrigo y... abrieron delante de mí lapuerta de la calle.

CAPÍTULO IXI

El día había terminado con una catástrofe, pe-ro quedaba el resto de la noche. He aquí lo querecuerdo de aquellas horas.

Creo que era poco más de medianoche cuan-do me vi en la calle. La noche era clara, tranqui-la y fría. Yo casi corría, con una prisa febril,pero no hacia mi casa. «¿Para qué volver a en-trar en casa? ¿Es que puede tratarse ahora de iro no ir a una casa? En una casa se vive, mañaname despertaré para vivir: ¿es posible, ahora? Lavida se ha acabado, imposible vivir, ahora.»Erré pues por las calles, sin distinguir adóndeiba a ignoro por lo demás si quería ir a algunaparte. Tenía mucho calor y de vez en cuandome abría mi pesada pelliza de tejón. «En lo su-

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cesivo ninguna acción, me parecía en aquelmomento, puede tener objeto alguno.» Cosaextraña: me parecía sin cesar que todo, alrede-dor de mí, incluso el aire que respiraba, perte-necía a otro planeta, como si de pronto mehubiese trasladado a la Luna. Todo, la ciudad,los transeúntes, la acera sobre la que corría,todo aquello no tenía nada que ver conmigo.«Esto es la plaza de los Palacios; esto es SanIsaac - me decía yo -, pero ahora no tengo nadaque ver con ellos.» Todo se había hecho desco-nocido, todo había cesado bruscamente de serpara mí. «Yo tenía a mamá, a Lisa; pues bien,¿qué me importan ahora Lisa y mamá? Todo seha acabado, todo ha llegado de repente al fin,excepto una cosa: que soy un ladrón para todala eternidad.»

«¿Cómo demostrar que no soy un ladrón? ¿Esposible, ahora? ¿Marcharme a América? Y bien,¿qué demostraré con eso? Versilov será el pri-mero en creer que he robado. ¿"La idea"? ¿Qué"idea"? ¿Qué es ahora "la idea"? Dentro de cin-

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cuenta años, de cien años, cuando yo pase,siempre habrá alguien para decir, señalándomecon el dedo: Ése es un ladrón. Estrenó "su idea"robando dinero en la ruleta...»

¿Tenía yo rencor? No sé nada de eso. Tal vezsí. Es raro, pero siempre he tenido, quizá desdemi más temprana infancia, este rasgo caracterís-tico: si se me hace daño, si. ese daño se llevahasta el colmo, si se me ofende hasta el límitemáximo, siento siempre un deseo insaciable desometerme pasivamente al ultraje a incluso deit más allá de los deseos del ofensor: «Bueno,usted me ha humillado. Pues bien, yo mismome humillaré todavía más. ¡Mire, asómbrese! »Tuchard me azotaba y quería demostrar que yoera un criado y no un hijo de senador. Puesbien, yo me acomodaba inmediatamente a mipapel de criado, no me limitaba a alargarle suropa, sino que yo mismo cogía el cepillo y meimponía el deber de quitarle hasta la últimamota de polvo, sin que él me to hubiese pedidoa ordenado; to perseguía a veces, con el cepillo

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en la mano, en el ardor de mi celo de criado,para quitarle hasta la rnás pequeña suciedadque llevara en el traje, hasta el punto de que, aveces, era él mismo quien me frenaba: « ¡Basta,hasta ya, Arcadio, es suficiente! » Cuando volv-ía a casa y se quitaba el abrigo, yo se lo cepilla-ba, lo doblaba cuidadosamente y lo cubría conun trapo de seda con un dibujo de cuadraditos.Yo sabía que los camaradas se burlaban de mí yme despreciaban, lo sabía muy bien, pero esoera lo que me agradaba: « Habéis querido quesea criado, ¡pues lo soy! ¡Si hay que ser un tipolacayuno, serlo hasta el final!». Aquel odio pa-sivo y aquel rencor secreto, he podido conser-varlos durante años. En casa de Zerchtchikov,había gritado, completamente fuera de mí, atoda la sala: «Los denunciaré, la ruleta estáprohibida por la policía»; pues bien, lo juro,había en eso un sentimiento de la misma clase:se me habia humillado, registrado, tratadopúblicamente como ladrón, matado, en unapalabra. « ¡Pues bien!, sépanlo todos, ustedes lo

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han adivinado, no soy solamente un ladrón, soytambién un denunciante.» Al acordarme hoy,así es como lo explico y resumo todo esto; peroentonces no se trataba de analizar; lancé esegrito sin intención; un segundo antes no sabíaque iba a lanzarlo; salió de mí mismo, peroporque aquel rasgo estaba ya en mí.

En el momento en que corría, el delirio habíaempezado desde luego, pero me acuerdo muybien de que obraba conscientemente. Sólo que,lo digo con toda seguridad, un ciclo entero deideas y de conclusiones me estaba ya cerrado:incluso en aquel momento yo sentía aparte demí mismo que «podía tener ciertos pensamien-tos, y no podía en absoluto tener otros determi-nados». De la misma manera, algunas de misdecisiones, aunque tomadas con una conçiencialúcida, podían entonces no tener la menor lógi-ca interna. Aún más,, me acuerdo muy bien deque en ciertos momentos podía tener perfectaconciencia de la absurdidad de una decisión y,al mismo tiempo, emprender inmediatamente y

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de una manera concienzuda su puesta enpráctica. Sí, el crimen me acechaba aquella no-che y sólo por una casualidad no llegó a reali-zarse.

Súbitamente me vino al recuerdo la frase deTatiana Pavlovna sobre Versilov: «Que vaya ala línea de ferrocarril Nicolás y que ponga lacabeza sobre los raíles; se la cortarán limpía-mente.» Aquel pensamiento dominó por uninstante todo mi ánimo, pero lo rechacé en se-guida y con dolor: «¿Poner la cabeza sobre losraíles y morir? Pero mañana se dirá: si lo hahecho, es que ha robado, se ha avergonzado.¡No, nunca! »Pues bien, en aquel instante, meacuerdo con toda claridad, hubo de repente enmí la chispa de un odio terrible. « ¿Pues qué,me decía, será imposible ahora justificarse, im-posible comenzar una nueva vida? Será precisopues someterse, hacer de criado, de perro, demosca, de denunciante, el verdadero denun-ciante ahora, y durante ese tiempo prepararmemuy dulcemente y, un buen día, hacerlo saltar

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todo, aniquilarlo todo, a todo el mundo, culpa-bles a inocentes. Entonces todo el mundo sabráde pronto que es aquel a quien se ha tratado deladrón... Y solamente entonces matarme.»

No sé cómo llegué a una calleja próxima albulevar de los Caballeros-Guardias. Estababordeada a los dos lados, en más de un cente-nar de pasos, por altas murallas que servían devallado a patios traseros. Detrás de una de ellas,a la izquierda, vi un inmenso montón de made-ra, un verdadero montículo que sobrepasaba almuro más de dos metros. Me detuve repenti-namente y me puse a reflexionar. Llevaba en elbolsillo cerillas-velas en una cajita de plata. Lorepito, tenía entonces una conciencia clara de toque meditaba y quería hacer, y por eso meacuerdo aún hoy día de aquello, pero ignoro enabsoluto la razón por la que quería hacerlo. Meacuerdo solamente de que de pronto se apoderóde mí este deseo. «Trepar a lo alto del muro esperfectamente posible», razoné; había precisa-mente, a dos pasos de allí, una puerta de coche-

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ra cerrada sin duda desde hacía largos meses.«Poniendo el pie en el reborde de abajo - conti-nué reflexionando -, se puede, agarrándose a loalto de la puerta, trepar sobre el muro, y nadieverá nada; ¡nadie!, ¡silencio completo! Arribasobre el muro me instalaré cómodamente yprenderé fuego a la madera. Es fácil, incluso sinvolver a bajar, puesto que la madera casi rozacon el muro. Con el frío seco, el fuego no pue-de. menos que prender muy bien; no hay másque alcanzar con la mano una rama de abedul...¿y por qué precisamente un rama?, se puededirectamente, sentado sobre el muro, arrancarcon la mano un poco de corteza y prenderlefuego con la cerilla, prenderle fuego y lanzarlainmediatamente en medio de la madera, y es elincendio. Por mi parte, saltaré abajo del muro yme iré; no vale la pena ni siquiera de echarse acorrer, porque tardarán mucho tiempo en darsecuenta...». Razoné todo aquello y bruscamenteme decidí de una manera definitiva. Experi-menté un placer extremado, un profundo gozo,

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y trepé. Sabía trepar muy bien: ya en el Institu-to, la gimnasia era mi fuerte; pero los zapatostenían suelas de goma y eso fue una dificultad.Logré sin embargo llegar con una mano a unreborde apenas perceptible y empecé a izarme;iba a lanzar la otra mano para sujetarme al filodel muro, cuando de repente perdí pie y me caíde espalda, Supongo que di con la nuca en elsuelo y me quedé sin duda uno o dos minutossin conocimiento. Al volver en mí cerré maqui-nalmente mi pelliza, porque sentía un frío in-soportable, y, todavía sabiendo apenas to queestaba haciendo, me arrastré hacia un rincón dela puerta cochera y me encogí allí, acurrucado,vuelto sobre mí mismo, en un hueco entre elportal y la salida del muro. Mis ideas estabanen completo desorden, y, sin duda, me amo-dorré muy pronto. Me acuerdo ahora como enun sueño de que de golpe resonó en mis oídosun tañido de campanas profundo y pesado, yque escuché con delicia...

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IILa campana tañía precisamente una vez cada

dos o cada tres segundos; sin embargo, no era eldoble de difuntos, sino un sonido agradable yamplio, y lo reconocí inmediatamente: ¡pero sies un toque de campanas muy conocido, es elde San Nicolás, la iglesia bermeja frente a lacasa de Tuchard! : una antigua iglesia moscovi-ta, de la que me acuerdo tan bien, construidabajo Alexis Mikhailovitch, con sus encajes, susmúltiples cúpulas, sus columnas. La semana dePascuas acaba de terminar, sobre los raquíticosabedules del jardín de los Tuchards tiemblan yalas hojas verdes recién nacidas. El sol vivo delfinal de la tarde vierte sus rayos oblicuos ennuestra clase y yo, en mi cuartito de la izquier-da, donde Tuchard me ha relegado hace ya unaño, lejos de los «hijos de condes y senadores»,tengo una invitada. Sí, niño sin nacimiento,tengo una invitada, por primera vez desde queestoy en casa de Tuchard. Y la he reconocidodesde que entró: era mamá; aunque, desde la

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época en que me hacía comulgar en la iglesiadel pueblo y en que la paloma atravesaba la cú-pula, no la haya visto ni una sola vez. Estába-mos allí los dos, y yo la examinaba de una ma-nera curiosa. Más tarde, muchos años después,he sabido que en aquel momento, habiéndosequedado sola, sin Versilov, que había salidosúbitamente para el extranjero, ella había veni-do a Moscú por su propia autoridad, con supoquísimo dinero, casi ocultándose de los quedebían cuidarse de ella, y eso únicamente paraverme. Era desde luego una cosa rara: al entrar,había hablado con Tuchard, pero a mí no mehabía dicho que era mi madre. Estaba allí cercade mí, y, me acuerdo, me asombré de oírlahablar tan poco. Traía un paquete, que abrió:había dentro seis naranjas, algunos pasteles depasta de especias y dos panecitos blancos. Meenfadé al ver aquellos panes, y respondí conaire ofendido que nos daban muy bien de co-mer y que cada día nos entregaban con el té unpan entero.

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-Es igual, hijo mío, yo me había dicho inge-nuamente: «Quizá les dan mal de comer en esaescuela.» No te enfades por eso conmigo, que-rido mío.

-Y Antonina Vassilievna (la mujer de Tu-chard) se enfadará. Los camaradas también vana burlarse de mí...

-Entonces, ¿no los quieres? Sin embargo, pue-de ser que te los comas, ¿no?

-Déjelos usted, si quiere...Ni siquiera toqué aquellos regalos; las naran-

jas y los panes de especias estaban sobre la me-sa delante de mí, y yo seguía allí sentado conlos ojos bajos, pero con un gran aire de digni-dad. Quién sabe, quizá yo tenía también ganasde no ocultarle que su visita me avergonzabaante los camaradas; de demostrárselo un poqui-to, para que ella comprendiera: «Ya ves, me dasvergüenza, y por tu parte tú no lo compren-des.» ¡Yo, que ya. en aquellos momentos corríadetrás de Tuchard con el cepillo en la mano

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para quitarle la más pequeña mota de polvo!Me imaginaba también las burlas que tendríaque sufrir por parte de los otros niños desdeque ella se marchara, y quizá también por partede Tuchard en persona, y no había en mi co-razón ni un solo buen sentimiento para ella.Miraba de reojo su vestido oscuro y viejo, susmanos bastante groseras, casi de trabajadora,sus zapatos completamente bastos y su rostromuy enflaquecido; la frente la tenía ya surcadapor pequeñas arrugas, aunque Antonina Vassi-lievna me dijese aquella misma noche, despuésde su marcha:

-Su maman no ha debido estar mal en otrostiempos.

Estábamos, pues, así, cuando Ágata entró conuna bandeja sobre la cual había una taza decafé. Era por la tarde, y los Tuchard, a aquellahora, tomaban siempre el café en casa, en elsalón. Pero mamá dio las gracias y no aceptó lataza: supe después que no tomaba nunca café,porque le producía palpitaciones. Los Tuchard,

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en su intimidad, consideraban su visita y laautorización que se le había concedido paraverme como una extrema condescendencia porsu parte, de forma que la taza de café enviada ami madre era por así decirlo el colmo de lahumanidad, una hazaña que, siendo todas lascosas relativas, hacía un honor extremado a sussentimientos de personas civilizadas y a susconceptos europeos. Pero, como si lo hubiesehecho aposta, mi madre la rehusó.

Se me llamó a casa de los Tuchard. Él me dijoque cogiese todos mis cuadernos y todos mislibros y se los enseñase a mi madre.

-Para que vea lo mucho que usted ha progre-sado ya en mi colegio.

Entonces Antonina Vassilievna, con los labiosfruncidos, me susurró por su parte, en tonoburlón:

-Creo que nuestro café no le ha agradado a sumaman.

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Recogí mis cuadernos y se los llevé a mi ma-dre, que estaba esperando. Pasé delante de «loshijos de condes y de senadores», apiñados en laclase y que nos espiaban á los dos. Incluso halléun placer especial ejecutando la orden de Tu-chard con una exactitud rigurosa. Abría metó-dicamente mis cuadernos y explicaba:

-Éstas son las lecciones de Gramática France-sa. Aquí están los dictados. Aquí, la conjuga-ción de los verbos auxiliares avoir y étre. Aquí,la Geografía, la descripción de las principalesciudades de Europa y de todas las partes delmundo, etc.

Durante una media hora larga o más, expli-qué todo aquello con una vocecita cadenciosa,bajando los ojos como un niño bien educado.Yo sabía que mama no entendía nada de cien-cias, que quizá no sabía escribir, pero por esome agradaba tanto más mi papel. No llegué sinembargo a fatigarla. Escuchaba todo sin inte-rrumpirme, con una extremada atención y casicon lástima, tanto, que al final me cansé y ter-

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miné por mi cuenta. Por lo demás, su miradaestaba triste y no sé qué cosa lastimera se leíaen su rostro.

Se levantó por fin, para irse. De repente entróTuchard en persona. Con una gravedad imbé-cil, le preguntó si estaba contenta de los progre-sos de su hijo. Mamá balbuceó infinitas gracias.Entonces llegó Antonina Vassilievna. Mi madreles rogó a los dos que no abandonasen al huér-fano, «puesto que ahora casi es un huérfano,continúen ustedes con él su obra de caridad...».Y, con lágrimas en los ojos, saludaba a los dos, acada uno por separado, a cada uno con un pro-fundo saludo, como hacen las gentes del «pue-blo» cuando vienen a pedir algo a señores im-portantes. Los Tuchard no esperaban tanto, yAntonina Vassilievtia se ablandó visiblemente;sin duda cambió en seguida de conclusión encuanto a la taza de café. Tuchard, redoblandosu gravedad, respondió, muy humanitario, queél no hacía «distinción entre los niños, que to-dos aquí eran sus hijos y él el padre de todos,

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que yo estaba casi al mismo nivel que los hijosde los senadores y de los condes, y que eso eratanto más de apreciar... », etc., etc. Mi madre sedeshacía en saludos, pero al fin, confusa, sevolvió hacia mí y dijo, brillándole las lágrimasen los ojos:

-Adiós, hijo mío.Me besó, o más bien le permití que me besara.

Se le notaba que habría querido besarme más,estrecharme contra ella, pero, bien porque lediera vergüenza de hacerlo delante de la gente,bien porque estuviese poseída por la pena, obien porque adivinase que yo me avergonzabade ella, el caso es que después de un últimosaludo a los Tuchard, se apresuró a dirigirsehacia la salida. Yo me quedé allí plantado.

-Mais suivez donc votre mère - dijo AntoninaVassilievna-. Il n'a pas de coeur, cet enfant!

Tuchard, en respuesta, se encogió de hom-bros, lo que quería decir: «Para que veas que no

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es por capricho por lo que te trato como a uncriado.»

Dócilmente, bajé detrás de mi madre; salimosa la escalinata. Yo sabía que los demás me mi-raban ahora por la ventana. Mi madre se volvióhacia la iglesia a hizo la señal de la cruz tresveces, con ademanes profundos; sus labiostemblaban; una campana grave tañía, regular ysonora, en lo alto del campanario. Se volvióhacia mí y no resistió más: me puso las dos ma-nos en la cabeza y se deshizo en lágrimas.

-Basta, mamá... me da vergüenza... nos estánviendo por la ventana...

Retrocedió y se turbó:--Bueno, que el Señor... que el Señor sea con-

tigo... Que los ángeles del cielo te guarden y laSantísima Virgen y San Nicolás... ¡Señor! ¡Señor!- repetía ella con palabras precipitadas signán-dome una y otra vez, tratando de depositar enmí más y más cruces y más y más aprisa -, ¡que-rido mío, querido mío! Pero espera un poco...

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Rápidamente se metió la mano en el bolsillo yse sacó un pañuelo, un pañuelo azul a cuadros,con un pico fuertemente anudado y el cual nu-do se puso a deshacer... Pero no lo conseguía. . .

-Bueno, es igual, quédate con el pañuelo, estácompletamente limpio, quizá pueda servirte.Hay ahí cuatro moneditas, creo que podránservirte para algo. No te enfades conmigo, hijomío, no tengo más... no te enfades, querido mío.

Cogí el pañuelo; quise hacerle notar que «senos trataba muy bien por parte del señor Tu-chard y de Antonina Vassilievna y que no ca-recíamos de nada», pero me contuve y acepté elpañuelo.

Volvió a trazarme la señal de la cruz, farfullóaún no sé qué oración y de pronto, completa-mente de improviso, me hizo, exactamenteigual que allá arriba les había hecho a los Tu-chard, un saludo profundo, lento y largo; ¡no loolvidaré jamás! Me estremecí desde la cabezahasta los pies, sin saber yo mismo por qué.

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¿Qué quería ella decir con aquel saludo? Ignorosi era «su falta que reconocía delante de mí»como me to imaginé muchísimo después. Peroentonces, una vez más me dio vergüenza, por-que «ellos estaban allá arriba mirando, y quizáLambert iba a pegarme».

Por fin, ella se fue. Las naranjas y los panes deespecias habían sido ya comidos mucho antesde mi regreso por los hijos de los condes y delos senadores, y las cuatro moneditas me lasquitó en seguida Lambert. Con ese dinero com-praron en la confitería un montón de cocholatey de pasteles y ni siquiera me los dieron a pro-bar.

Han pasado seis meses. Estamos ahora en oc-tubre; viento y temporales. He olvidado com-pletamente a mi madre; el odio, un odio sordocontra todo, ha penetrado ya en mi corazón, loha impregnado completamente; en vano cepillocomo antes los trajes de Tuchard, lo detestoahora con todas mis fuerzas y cada día más.Ahora bien, un día, a la hora triste del crepús-

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culo, estando rebuscando en mi maleta, vi depronto en un rincón su pañuelo de batista azul;estaba allí desde el día en que lo guardé. Losaqué y lo miré incluso con una cierta curiosi-dad; el pico conservaba aún las señales bienvisibles del nudo y hasta la marca redonda deuna moneda; por lo demás, volví a poner elpañuelo en su sitio y cerré la maleta. Era víspe-ra de fiesta y las campanas empezaron a sonarpara los oficios de la noche. Después de la co-mida, los alumnos se habían ido con sus fami-lias, pero esta vez Lambert se había quedado,porque no lo habían mandado a buscar. Conti-nuaba pegándome como antes, pero ahora meconfiaba muchas cosas y tenía necesidad de mí.Hablamos toda la tarde de las pistolas de Lepa-ge, que no habíamos visto ninguno de los dos;de los sables quirguices y de los golpes que sepueden dar con ellos; del buen negocio quesería organizar una banda de ladrones, y por finLambert vino a parar a su conversación favori-ta, sobre un tema asqueroso, y era en vano que

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yo me asombrara, me gustaba muchísimo escu-charlo. Pero aquella vez me resultó de repenteinsoportable y le dije que me dolía la cabeza. Alas diez nos fuimos a acostar; escondí la cabezadebajo de la manta y saqué de debajo de la al-mohada el pañuelo azul: yo había vuelto unahora antes para sacarlo de mi maleta y, en cuan-to nuestras camas quedaron hechas, lo habíametido debajo de la almohada. Lo apreté contrami rostro y me puse a besarlo.

-Mamá, mamá - le susurraba yo a aquel re-cuerdo, y tenía todo el pecho apretado comodentro de un tubo.

Al cerrar los ojos volvía a ver su rostro de la-bios temblorosos en el momento en que se per-signaba delante de la iglesia y trazaba en segui-da sobre mí el signo de la cruz, mientras que yole decía: «Me da vergüenza, nos están miran-do.»

«Mamá, mi mamaíta, por lo menos una vezen mi vida te he tenido conmigo... ¿Dónde estás

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ahora, mi visitante lejana? ¿Te acuerdas tú aho-ra de tu pobre niñito que viniste a ver...? Mués-trate ahora una sola vez más, ven a verme porlo menos en sueños, que yo te diga cuánto tequiero, que pueda abrazarte y besar tus azulesojos, decirte que ahora ya no me da vergüenzade ti, que también te quería entonces y que micorazón sufría, mientras que me quedaba allíinmóvil como un criado. ¡Tú no sabrás nunca,mamá, cuánto te quería entonces! Mi mamaíta,¿dónde estás ahora, me oyes? Mamá, mamá, : teacuerdas de la paloma, en el pueblo... ? »

-¡Demonios!, ¿qué le pasa a éste? -gruñe Lam-bert desde su cama -. ¡Espera un poco! No dejadormir a la gente.

Helo ahí que salta por fin de su cama, corre ala mía y trata de arrancarme la manta, pero meagarro a ella sólidamente, a esa manta bajo laque está escondida mi cabeza.

-Estás llorando, ¿por qué tienes que ponerte agemir ahora, idiota? ¡Encaja esto! ¡Toma! - y me

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golpea, me da puñetazos en la espalda, en lascostillas, me hace más y más daño y... de prontoabro los ojos.

Es ya completamente de día, la helada brillasobre la nieve, sobre el muro... Estoy sentado,acurrucado, medio muerto, entumecido dentrode mi pelliza, y alguien se yergue delante demí, me despierta, con fuertes injurias y gol-peándome las costillas con la punta de su piederecho. Me enderezo y miro: un hombre enuna rica pelliza de piel de oso, gorro de cebelli-na, ojos negros, dientes blancos brillando sobremí, blanco, bermejo, un rostro como una másca-ra... Se ha inclinado sobre mí, y a cada soplo desu boca se escapa un vapor helado:

-¡Estás helado, rnaldito borracho, idiota! ¡Vasa quedarte ahí helado como un perro! ¡En pie,en pie!

-¡Lambert! - exclamé.-¿Quién eres tú?-Dolgoruki.

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-¿Qué Dolgoruki?-¡Dolgoruki a secas! ... Tuchard... El mismo a

quien le clavaste un tenedor en el muslo en lataberna...

-¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! - exclamé, sonriéndose conuna sonrisa de hombre que se acuerda. (¿Seríaposible que me hubiese olvidado?)--. ¡Ahl ¡En-tonces eres tú!

Me endereza, me pone en pie; me cuesta tra-bajo sostenerme, moverme; me conduceaguantándome con la mano. Me mira a los ojos,como pará acordarse y comprender, y me escu-cha con toda atención; por mi parte balbuceotambién con todas mis fuerzas sin pausa y sindescanso, y estoy contento, contento de hablary contento de que sea Lambert. ¿Es porque seme ha aparecido como «la salvación», o bien mehe echado en sus brazos en ese momento por-que te he tomado por un hombre de otro mun-do? Lo ignoro, yo no razonaba entonces, perome he echado en sus brazos sin razonar. No me

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acuerdo en absoluto de lo que dije entonces, ysin duda no debía de ser nada coherente; nisiquiera debía de pronunciar con claridad; peroél me escuchaba con mucha atención. Detuvo alprimer coche de alquiler que se presentó ~yunos cuantos minutos después estaba ya calen-tito, en su habitación.

IIITodo hombre, quienquiera que sea, conserva

desde luego el recuerdo de algún incidente per-sonal que considera o se siente inclinado a con-siderar como algo fantástico, insólito, fuera deto ordinario, casi maravilloso: sueño, encuentro,predicción, presentimiento o cualquier otra cosapor el estilo. Hasta ahora me siento inclinado aver en aquel encuentro con Lambert algo inclu-so profético... Por lo menos a juzgar por suscircunstancias y sus consecuencias. Todo aque-llo sucedió, por lo menos en cierta manera, dela forma más natural del mundo: él volvió sen-

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cillamente de una de sus ocupaciones nocturnas(la cual se pondrá en claro más adelante), me-dio borracho, y, al detenerse un momento de-lante de una puerta cochera, me vio. Estaba enPetersburgo desde hacía algunos días solamen-te.

La habitación a la que me vi transportado eraun cuartito amueblado con mucha sencillez, deun vulgar estilo petersburgués de segunda ca-tegoría. Por lo demás, Lambert estaba vestidolujosamente y de una manera admirable. En elsuelo estaban tiradas dos maletas, vaciadasúnicamente a medias. Un rincón del cuarto es-taba aislado por un biombo, que ocultaba lacama.

-Alphonsine! - gritó Lambert.-Présente! - respondió desde detrás del biom-

bo una temblorosa voz femenina de acento pa-risiense y, dos minutos después, todo lo más,apareció mademoiselle Alphonsine vestida a laligera, en peinador, en salto de cama.

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Una criatura singular, grande y seca comouna viruta, joven, morena, de talle alto, ros-tro alargado, ojos saltones y mejillas hundi-das, una criatura terriblemente estropeada.

-¡Aprisa! - Traduzco, porque él le hablaba enfrancés-. En casa de ellos debe de haber un sa-movar que puedan prestarnos. Pronto, aguahirviendo, vino tinto y azúcar, un vaso a todaprisa; está helado. Es amigo mío... Ha pasado lanoche en la nieve.

-Malheureux! - exclamó ella, torciéndose lasmanos en un gesto teatral.

-¡Vamos! ¡Andando! - gritó Lambert como sise dirigiera a un perro y amenazándola con eldedo; ella dejó en seguida de hacer gestos ycorrió a ejecutar la orden.

Él me examinó y me palpó, me tomó el pulso,me tocó la frente, las sienes.

-Es extraño - rezongaba - que no estés com-pletamente helado... Cierto que estabas comple-tamente embutido en tu pelliza, incluyendo la

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cabeza, como si te hubieses metido en una ma-driguera.

El vaso de agua caliente hizo su aparición, melo tragué con avidez y me reanimó en seguida;nuevamente me puse a balbucear; estaba mediorecostado en el rincón, sobre el diván, y no de-jaba de hablar, me aturdía a fuerza de palabras,pero no me acuerdo apenas de lo que contabade aquella manera; hay momentos, incluso epi-sodios enteros, que he olvidado completamen-te. Lo repito: ignoro si él comprendió algo demis relatos; pero en seguida adiviné desde lue-go una cosa: que me había comprendido lo bas-tante para extraer la conclusión de que aquelencuentro conmigo no había que pasarlo poralto... Explicaré en seguida, cuando qué podíanconsistir sus cálculos.

Yo no estaba solamente muy animado, estabaihcluso, según creo, más y más alegre por mo-mentos. Me acuerdo del sol que de prontoalumbró la habitación cuando se levantaron lascortinas, y de la estufa que empezó a crepitar

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cuando la encendieron, aunque no me acuerdode quién la encendió ni cómo. Me acuerdo tam-bién del minúsculo perrito negro que mademoi-selle Alphonsine tenía entre las manos, apre-tándolo coquetamente sobre su corazón. Aquelperrito me distraía muchísimo, tanto que inclu-so dejé de hablar y tendí las manos hacia él endos ocasiones, pero Lambert hizo una señal, yAlphonsine con -su perro desaparecieron ins-tantáneamente al otro lado del biomho.

El mismo estaba muy silencioso, sentado fren-te a mí, y me escuchaba muy inclinado haciadelante, sin separarse; a veces sonreía con unasonrisa larga y lenta, enseñaba los dientes yguiñaba los ojos, como en un esfuerzo porcomprender y adivinar. He conservado el re-cuerdo claro de que cuando le conté la historiadel «documento», no me era posible explicarmeclaramente y ofrecer un relato que tuviese cier-ta coherencia: veía demasiado bien eü su rostroque no llegaba a comprenderme; incluso searriesgó a hacerme una pregunta, cosa que era

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peligrosa, puesto que, en cuanto se me inte-rrumpía, yo cambiaba de tema y me olvidabade lo que estaba hablando. Ignoro el tiempoque estuvimos charlando así y casi me es impo-sible hacer el menor cálculo. Él se levantó depronto y llamó a Alphonsine.

-Hay que dejarlo tranquilo. Quizás haga faltallamar al doctor. Que se haga todo lo que pida,es decir... vous comprenez, ma fille. Vous avex del'argent? ¿No? ¡Helo aquí!

Y sacó un billete de diez rublos; luego lesusurró algo:

-Vous comprenez!, vous comprenez! - decía élamenazándola con el dedo y frunciendo seve-ramente las cejas.

Vi que ella temblaba mucho delante de él.

-Volveré. Tú - me dijo sonriendo -, duerme; eslo mejor que puedes hacer.

Cogió su sombrero.

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-Mais vous n’avex pas dormi du tout, Maurice! -gritó Alphonsine, toda patética.

-Taisez-vous, je dormirai après - y salió.-Sauvée! - murmuró ella patéticamente,

mostrándome el dorso de su mano.-Monsieur, monsieur! - Se puso en seguida a

declamar, colocándose en medio de la habita-ción --: Jamais homme ne fut si cruel, si Bismarck,que cet être, qui regarde une femme comme une sale-té de hasard. Une femme, quest-ce que ça dans notreépoque? "Tue la!", voilà le dernier mot de l'Acadé-mie f rançaise. ..! (* ).

Abrí los ojos de par en par, veía doble, percib-ïa ahora a dos Alphonsines... Noté de repenteque la mujer estaba llorando, me estremecí yme di cuenta de que me hablaba desde hacíamuchísimo tiempo y que, por consiguiente,todo aquel rato yo había estado dormido o mehabía quedado sin conocimiento,

-...Hélas! de quoi m'aurait servi de le découvrirplus tôt - exclamó - et n'aurais-je pas autant gagné à

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tenir ma honte cachée toute ma vie? Peut-être nest-ilpas honnête à une demoiselle de s'expliquer si libre-ment devant monsieur, mais enfin je vous avoueque, s'il m'était permis de vouloir quelque chose, oh!ce serait de lui plonger au coeur mon couteau, maisen détournant les yeux, de peur que son regard exé-crable ne f ît trembler mon bras et ne glaçât moncourage! Il a assassiné ce pope russe, monsieur, il luiarracha sa barbe rousse, pour la vendre à un artisteen cheveux au pont des Maréchaux, tout près de lamaison de monsieur Andrieux: hautes nouveautés,articles de Paris, linge, chemises, vous savez, nest-cepas... Oh!, monsieur, quand l'amitié rassemble àtable épouse, enfants, soeurs, amis, quand une viveallé gresse en f lamme mon coeur, je vous le de-mande, monsieur: est-il bonheur preférable à celuidont tout jouit? Mais il rit, monsieur, ce monstreexécrable et inconcevable, et si ce n'était pas parl'entremise de monsieur Andriéux, jamais, oh!, ja-mais je ne serais... Mais quoi, monsieur,qu'avez-vous, monsieur? (* * ).

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(*) Jamás ha habido hombre tan cruel, tanBismarck, como este individuo, que considera auna mujer una porquería del azar. Una mujer,¿qué es eso en nuestra época? « ¡Mátala! », heahí la última palabra de la Academia francesa.

(**) ¡Ay! ¿De qué me habría servido descubrir-lo antes y no habría ganado lo mismo mante-niendo oculta mi vergüenza toda mi vida?Quizá no sea decente para una señorita expli-carse tan libremente delante del caballero, pero,en fin, le confieso a usted que, si me estuviesepermitido desear algo, ¡oh!, sería clavarle en elcorazón un cuchillo, pero apartando los ojos,por miedo a que su mirada execrable hiciesetemblar mi brazo y helara mi valor. Ha asesina-do a ese pope ruso, señor, le arrancó su barbaroja, para vendérsela a un peluquero en elpuente de los Mariscales, muy cerca de la casade monsieur Andrieux, altas novedades, artícu-los de París, ropa interior, camisas, usted sabe,¿verdad...? ¡Oh!, caballero, cuando la amistadreúne en la mesa esposa, hijos, hermanas, ami-

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gos cuando una viva alegría inflama mi co-razón, le pregunto caballero: ¿hay felicidad pre-ferible a esa én la que todo goza? Pero él río,caballero, ese monstruo execrable a inconcebi-ble, y ei no fuera por la mediacián de monsiemsAndrieux, jamás, ¡oh!, jamás estaría yo... Pero,¿qué, caballero, qué tiene usted, caballero?

Se lanzó hacia mí: yo tenía escalofríos; creo,quizá incluso me desmayé. No sabría explicarla impresión lasti.mera y dolorrosa que me cau-saba aquella criatura medio loca. Quizá se figu-raba que era su deber distraerme, en todo casono me abandonaba un instante. Quizá habíasido actriz en sus tiempos; declamaba, gesticu-laba, hablaba sin interrupción, mientras que yoestaba callado ya hacía mucho tiempo. Todo loque pude comprender de sus discursos fue quehabía tenido relaciones íntimas con "la maisonde monsieur Andrieux, hautes nouveautés, articlesde Paris", etc., a incluso que ella salía quizá de"la maison de monsieur Andrieux", pero que lehabía sido arrancada para siempre a monsieur

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Andrieux, par ce monstre furieux et inconcevable, yen aquello era en lo que consistía su tragedia.:.Sollozaba, pero me parecía que era solamentepara guardar las formas y que no lloraba enabsoluto; yo tenía a veces la impresión de queiba a caerse toda ella convertida en polvo, comoun esqueleto; hablaba con voz ahogada, tem-blorosa; la palabra préférable, por ejemplo, lapronunciaba préféa-ble y sobre la sílaba a hacíaoír un balido de oveja. Cuando hube recobradoel conocimiento, la vi que hacía piruetas en me-dio de la habitación, pero sin bailar, porqueaquella pirueta estaba relacionada con su relato,que ella animaba de esa forma. Repentinamentese lanzó y abrió un pequeño piano, viejo y des-afinado, que había en la habitación, aporreó lasteclas y cantó... Creo que, durante unos diez mi-nutos o más, perdí el conocimiento y me dormí,pero el perrito ladró y abrí los ojos: me habíavuelto la conciencia, por un instante y repenti-namente, alumbrándome con toda su luz; asus-tado, me puse en pie de un salto.

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« ¡Lambert, estoy en casa de Lambert!», medij.e y, tomando mi sombrero, me lancé so-bre mi pelliza.

-Où allez-vous, monsieur? - me gritó la vigilan-te : -Alphonsine.

-¡Quiero irme, quiero salir! Déjeme, no meretenga...

-Oui, monsieur! - confirmó con todas sus fuer-zas Alphonsine, que se lanzó para abrirme lapuerta del corredor -. Mais c'est ne pas loin, mon-sieur, c'est pas loin du tout, ça ne vau pas la peinede mettre votre chouba, c'est ici près, monsieur! -exclamó ella para que la oyese todo el pasillo.

Una vez salido de la habitación, giré a laderecha.

-Par ici, monsieur, c'est par ici! - gritaba ella contodas sus fuerzas, agarrándose a mi pelliza consus largos y huesudos dedos, mientras que conla otra mano me enseñaba a la izquierda, en el

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pasillo, un sitio adonde yo no tenía ningunanecesidad de ir.

Me escapé y corrí a la puerta de salida en laescalera.

-Il s'en va, il s'en va! - gritaba Alphonsine consu voz cascada corriendo detrás da mí -. Mais ilme tuera, monsieur, il me tuera!

Pero yo estaba ya en la escalera, y aunque ellasiguió corriendo detrás de mí hasta el rellanoinferior, conseguí abrir la puerta de abajo, saltara la calle y meterme en el primer coche de pun-to. Di la dirección de mi madre...

IVPero la conciencia, después de haber brillado

un instante, se apagó rápidamente. Apenas re-cuerdo cómo se me trasladó y se me condujo acasa de mamá, pero allí caí casi inmediatamentesin conocimiento. Al día siguiente, como me lohan contado más tarde (y por lo demás yomismo me acordaba), mi razón se aclaró una

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vez más por algunos instantes. Me vuelvo a veren la habitación de Versilov, sobre su diván; meacuerdo de que están alrededor de mí los ros-tros de Versilov, de mamá, de Lisa, recuerdomuy bien cómo Versdov me habló de Zercht-chikov y del príncipe, me mostró una ciertacarta, trató de calmarme. Contaban que toda mimanía era hacer preguntas aterradas sobre uncierto Lambert y quejarme de que oía siemprelos ladridos de un perrito. Pero aquella débilluce cita de conciencia se ensombreció en se-guida: en la tarde de aquel segundo día estabaya en plena fiebre. Pero anticiparé los aconte-cimientos para explicar lo que sigue.

Cuando aquella noche me vi fuera de la casade Zerchtchikov y todo se hubo calmado unpoco en la sala, Zerchtchikov, al reanudar eljuego, declaró de repente con voz atronadoraque se había producido un deplorable error: eldinero perdido, los cuatrocientos rublos, sehabía encontrado en un montón de otro dinero,y las cuentas de la banca estaban perfectamente

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justas. Entonces el príncipe, que se había que-dado en la sala, abordó a Zerchtchikov a insis-tió para que proclamara públicamente mi ino-cencia y, además, me expresase por escrito susexcusas. Zerchtchikov juzgó legítima esa exi-gencia y dio su pálabra delante de todo elmundo de que al día siguiente me dirigiría unacarta de explicación y de excusas. El príncipe lecomunicó la dirección de Versilov, y en efecto,al día siguiente Versilov recibió de Zerchtchi-kov una carta dirigida a mí, con más de miltrescientos rublos que me pertenecían y que yohabía dejado olvidados en la ruleta. De estaforma el asunto de la casa de Zerchtchikov es-taba terminado; aquella alegre noticia contri-buyó muchísimo a mi restablecimiento cuandorecobré el use de mis facultades.

El príncipe, al volver del juego, escribió por lanoche dos cartas, una a mí, otra a su antiguoregimiento, en el que había tenido aquella his-toria lamentable con el corneta Stepanov. Lasenvió las dos al día siguiente por la mañana.

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Después de lo cual escribió un informe para susjefes y muy temprano se presentó él mismo, conaquel informe entre las manos, al coronel y ledeclaró que «siendo criminal de derechocomún, cómplice en un asunto de fabricaciónde acciones falsas, se entregaba a la justicia ypedía ser juzgado». Al mismo tiempo, le hizoentrega del informe en el que todo estaba ex-puesto por escrito. Lo detuvieron.

He aquí la carta, palabra por palabra, que meescribió aquella noche:

Inestimable Arcadio Makarovitch:Después de haber intentado "la salida vulgar",

he perdido por el mismo golpe el derecho aconsolarme por poco que sea por haber sabidoal fin decidirme a un acto valeroso y gusto. Soyculpable delante de la patria y delante de miraza por este crimen, y yo, el último de mi lina-je, me castigo a mí mismo. No comprendo cómohe podido aferrarme a un bajo instinto de con-servación y pensar un solo momento en resca-

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tarme a fuerza de dinero. A pesar de todo, de-lante de mi conciencia seguiría siendo siempreun criminal. Esas gentes, incluso si me hubieranrestituido las cartas que me comprometen, nome habrían dejado en paz en toda mi vida.¿Qué había que hacer? ¡Vivir con ellos, estarcon ellos todo el resto de mi existencia: he ahí lasuerte que me aguardaba! Yo no podía aceptar-la, y he hallado por fin en mí mismo bastantefirmeza o quizá bastante desesperación paraobrar como lo hago ahora.

He escrito a mi antiguo regimiento, a mis an-tiguos camaradas, para justificar a Stepanov.No hay y no podría haber en este acto ningunahazaña redentora: no es más que el testamentode un hombre que mañana será un muerto. Heahí cómo hay que comprenderlo.

Perdóneme por haberme apartado de usteden la sala de juego; es que en aquel momento noestaba seguro de usted. Ahora que ya soy unhombre muerto, puedo hacer con f esiones se-mejantes... desde el otro mundo.

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¡Pobre Lisa! Ella no sabía nada de esta deci-sión; que no me maldiga, sino que rezone. Yono puedo justificarme, no encuentro ni siquierapalabras para explicarle lo que quiera que sea.Sepa bien, Arcadio Makarovitch, que ayer ma-ñana, cuando ella vinó a verme por última vez,le descubrí mi éngaño, le confesé que había idoa casa de Ana Andreievna con la intención depedirle su mano. No podía tener aquello sobremi conciencia ante mi última decisión, ya to-mada, en vista de su amor, y se lo descubrí. Ellaha perdonado, ha perdonado todo, pero yo nola he creído; no es un perdón; en su lugar, yo nohubiera podido perdonar.

Acuérdese usted de mí.Su desgraciado y último príncipe, SOKOLSKI

Estuve en la cama sin conocimiento exacta-mente nueve días.

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TERCERA PARTE

CAPÍTULO PRIMEROI

Ahora, hablemos de otra cosa.Proclamo siempre: «de otra cosa, hablemos de

otra cosa», y siernpre vuelvo a hablar de mímisrno. Sin embargo he declarado mil vecesque no tenia la menor intención de narrarme, yque estaba firmemente decidido a ello al co-menzar estas notas: comprendo demasiado bienque no presento ningún interés pare el lector.Describo y quiero describir a los otros, y no arní, y si es siempre mi individualidad la quevuelve bajo mi pluma, no es más que por efectode un deplorable error, al que me resulta impo-sible escapar, a pesar de todos mis deseos. Loque, sobre todo, me apena es que, al contar contanto fuego mis propias aventuras, de rechazodoy motivos para creer que sigo siendo lo queera entonces. El lector se acuerda por otra parte

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de que he exclamado más de una vez: «Ah, si sepudiera cambiar el pasado y volver a empezartodo de nuevo! » Yo no habría podído lanzaresta exclamación si no estuviese ahora radical-mente cambiado, si no me hubiese convertidoen un hombre completamente distinto. Es de-masiado obvio; ¡si solamente fuera posible ha-cerse una idea de hasta qué punto rne fastidiantodas estas excusas y estos prefacios que meveo obligado a insertar en todo instante, en mi-tad mismo de mis notas!

¡Al grano!Después de nueve días de inconsciencia, volví

en mi, resucitado, pero no corregido; mi rena-cimiento era por lo demás estúpido, si se le to-ma en un sentido amplio, y quizá, si eso suce-diera hoy, ocurriría de una manera muy distin-ta. La idea, es decir, el sentimiento, consistíauna vez más únicamente (como millares deveces antes) en abandonarlos de verdad, peroen absoluto, y no como antes, cuando me habíapropuesto mil veces esa resolución sin llegar

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nunca a ejecutarla. Yo no quería vengarme denadie, doy mi palabra de honor, aunque tuviesemotivos para quejarme de todos. Me preparabaa marchar sin disgusto, sin maldiciones, peroquería mi fuerza para mí, fuerza verdadera estavez, independiente de todos ellos y del mundoentero; ¡yo, que había estado a punto de po-nerme en paz con el mundo! Anoto mi sueño deentonces no como una idea, sino como mi sen-sación irresistible del momento. No quería for-mularla aún, mientras estuviese en cama. En-fermo y sin fuerzas, acostado en la habitaciónde Versilov, que ellos me habían dejado, sentíadolorosamente hasta qué grado de impotenciahabía caído; un maniquí de paja que se arras-traba en una cama, y no un hombre, y no era laenfermedad el único motivo, ¡y cómo sufría yopor aquello! Así, de lo más profundo de mi ser,con todas mis fuerzas, empezó a elevarse unaprotesta, y yo me ahogaba con no sé qué senti-miento de insolencia infinitamente exagerada yde desafío. No me acuerdo de ninguna época

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de toda mi vida en que haya estado más llenode sensaciones altivas que en aquellos primerosdías de mi convalecencia, es decir, cuando labrizna de paja se arrastraba sobre el lecho.

Pero, mientras estaba aguardando, callaba eincluso había resuelto no reflexionar en nada.Estudiaba los rostros de ellos, para tratar dedescubrir todo lo que yo necesitaba. Se veía quetampoco ellos tenían deseos de interrogarme nide mostrarse curiosos, sino que hablaban con-migo de cosas indiferentes. Aquello me agrada-ba y al mismo tiempo me daba pena; no expli-caré esa contradicción. Veía a Lisa más rara-mente que a mi madre, aunque viniera cada díaa incluso dos veces por día. Por ciertos frag-mentos de conversaciones y por el rostro deellas deduje que Lisa tenía un montón de pre-ocupaciones y que con mucha frecuencia noestaba en casa, a causa de sus asuntos: esta solaidea de que pudiera tener «sus asuntos» priva-tivos de ella encerraba algo de ofensivo paramí; por lo demás no había allí más que sensa-

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ciones enfermizas, puramente fisiológicas, quees inútil describir. Tatiana Pavlovna tambiénvenía a verme casi todos los días y, sin mostrar-se precisamente tierna, no me injuriaba comoantiguamente, cosa que me molestó mucho,como se lo declaré con toda ingenuidad:

-Usted, Tatiana Pavlovna, cuando no está di-ciendo injurias, resulta de lo más aburrido.

-Pues bien, ya no vendré más a verte - dijo entono cortante, y se marchó.

Yo me alegré de haber espantado por lo me-nos a una.

Pero atormentaba sobre todo a mamá; era ellaquien más me irritaba. Me había entrado unapetito feroz y a cada momento estaba refunfu-ñando, diciendo que se retrasaban siempre conla comida (cosa que no sucedía nunca). Mamáno sabía qué imaginar para agradarme. Unavez, me trajo sopa y, según su costumbre, me lahizo comer ella misma: por mi parte, gruñía sindejar de tragar. De repente me avergoncé de

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mis gruñidos: « ¡Ella es quizá la única a la quequiero, y es a ella a la que atormento! » Pero mimaldad no se alejaba y de repente aquella mal-dad me hizo derretirme en lágrimas. Ella, lapobrecilla, se figuró que yo lloraba de enterne-cimiento; se inclinó sobre mí y me besó larga-mente. Me enrigidecí, dejé pasar la tormenta,pero en realidad, en aquel minuto, la detestaba.Sin embargo yo siempre he querido a mamá,también entonces la quería, no era verdad quela detestase, únicamente pasaba lo que siempreocurre: el más amado es el primer ofendido.

A quien yo odiaba realmente aquellos prime-ros días, era a un doctor. Ese doctor era un jo-ven de aire orgulloso, que hablaba brutalmentea incluso con indecencia. Se diría siempre queesa gentecilla ha hecho en la ciencia, no mástarde de ayer mismo, un descubrimiento extra-ordinario y repentino, siendo así que ayer nosucedió nada de particular; pero así son siem-pre la «mediocridad» y el « arroyo». Aguantécon paciencia mucho tiempo, pero por fin es-

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tallé bruscamente y le declaré delante de todoslos nuestros que hacía mal en molestarse, queyo me curaría muy bien sin él, que con su airede realista estaba lleno de prejuicios y no com-prendía aún que la medicina no había curadojamás a nadie; que, en fin, según parecía lo másverosímil, él debía de ser groseramente inculto,«como todos nuestros técnicos y especialistasde hoy, que en estos últimos tiempos se dantantos humos». El doctor se ofendió muchísimo(con lo que demostró lo que era), pero continuósus visitas. Le declaré en fin a Versilov que, si eldoctor no dejaba de venir, le diría cosas diezveces aún más desagradables. Versilov me hizoobservar solamente que cosas dos veces másdesagradables que las que yo había dicho ya eraperfectamente imposible, cuanto más diez ve-ces. Me contentó su observación.

¡Qué hombre, sin embargo! Es de Versilov dequien hablo. Era él, él sólo quien tenía la culpade todo; pues bien, únicamente a él no lo detes-taba. No era solamente su manera de obrar

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conmigo lo que me había seducido. Creo quehabíamos sentido entonces los dos que nos de-biamos mutuamente muchas explicaciones... yque por esta razón lo mejor era no explicarnosjamás nada. Es infinitamente agradable, en talescircunstancias, tener que tratar con un hombreinteligente. Ya he dicho, en la segunda parte demi relato, anticipadamente, que él me habíahablado de una manera muy breve y muy clarade la carta que el príncipe detenido me habíadirigido, de Zerchtchikov, de su explicación ami favor, etc. Como yo había resuelto callarme,le hice lo más brevemente posible dos o trespreguntas concretas; respondió a ellas de mane-ra clara y concreta, pero sin palabras superfluasy, lo que es mejor aún, sin sentimientos super-fluos. Los sentimientos superfluos, eso era loque yo tenía entonces.

De Lambert no digo nada, pero el lector haadivinado desde luego que pensaba mucho enél. En el delirio, yo había hablado varias vecesde Lambert; pero, una vez vuelto en mí, al lan-

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zar algunas ojeadas alrededor, me di cuenta enseguida de que toda la historia de Lambert se-guía siendo un misterio y que ellos no sabíannada, ni siquiera Versilov. Entonces me alegré ymi miedo pasó. Pero yo me engañaba, comosupe más tarde, con gran asombro mío: él habíavenido durante mi enfermedad, pero Versilovno me había dicho nada y deduje que, paraLambert, yo estaba ya en el otro mundo. Sinembargo yo pensaba frecuentemente en él; esmás, pensaba en él no solamente sin repugnan-cia, no solamente con curiosidad, sino inclusocon simpatía, como si yo hubiera presentido allíalgo nuevo, algo que respondía a los nuevossentimientos y a los nuevos planes que estabana punto de nacer en mí. En una palabra, decidípensar en Lambert antes que en ninguna otracosa, cuando me resolviera a empezar a pensar.Una cosa extraña: había olvidado completa-mente dónde vivía él y en qué calle había pasa-do todo aquello. La habitación, Alphonsine, elperrito, el pasillo, me acordaba de todo; habría

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podido dibujarlo inmediatamente; pero dóndehabía ocurrido todo aquello, en qué calle y enqué casa, lo había olvidado completamente. Y,lo que es más singular aún, me di cuenta de esosolamente al tercero o cuarto día de mi plenoconocimiento, cuando hacía ya mucho tiempoque había empezado a inquietarme por Lam-bert.

Así, pues, he aquí cuáles fueron mis primerassensaciones después de mi resurrección. Nonoté más que lo más superficial y es probableque no supiese notar lo esencial. En efecto, loesencial fue quizá justamente en aquel momen-to cuando se resolvió y se formuló en mi co-razón; a pesar de todo, no perdía el tiempo en-teramente enfadándome y enfureciéndomeporque no se me traía mi caldo. ¡Oh, me acuer-do de lo triste que estaba, de cómo me aburría aveces, sobre todo cuando me quedaba muchotiempo solo! En cuanto a ellos, como si lo hicie-ran a própósito, habían comprendido muypronto que me sentía violento con ellos y que

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su compasión me irritaba, y me dejaban solocada vez con mayor frecuencia: ¡exceso de deli-cadeza!

IIEl cuarto día de mi pleno conocimiento, esta-

ba en la cama, a eso de las dos de la tarde, y nohabía nadie conmigo. El tiempo era claro y yosabía que después de las tres, cuando declinaseel sol, un rayo rojo oblicuo daría en el ángulo demi pared y alumbraría aquel sitio con una man-cha brillante. Lo sabía por los días precedentes,sabía también que aquello ocurriría obligato-riamente dentro de una hora, y ese hecho desaberlo con anticipación como dos y dos soncuatro me irritó hasta la exasperación. Me volvíconvulsivamente con todo mi cuerpo, y depronto; en el silencio profundo, oí claramenteestas palabras: «Señor Jesucristo, Dios nuestro,ten piedad de nosotros,». Habían sido pronun-ciadas en un semimurmullo, luego llegó un

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profundo suspiró de todo el pecho, luego nue-vamente volvió a caer todo en silencio. Levantérápidamente la cabeza.

Ya antes, es decir, la víspera, a incluso la an-tevíspera, yo había notado algo de particular ennuestras tres habitaciones de la planta baja. Enel cuartito donde se alojaban antiguamentemamá y Lisa, al otro lado de la sala grande,debía de haber ahora otra persona. Yo habíaoído ya varias veces algunos ruidos, y de día yde noche, pero siempre durante muy cortosintervalos, en seguida se restablecía el silencio,absoluto, durante varias horas, de manera queyo no había prestado mucha atención. La víspe-ra se me había ocurrido la idea de que fueraVersilov, tanto más cuanto que un momentodespués había venido a verme; sin embargo yosabía de manera segura, por sus conversacio-nes, que Versilov se había trasladado durantemi enfermedad a otro apartamiento donde pa-saba la noche. En cuanto a mamá y a Lisa, yosabía desde hacía mucho tiempo que se habían

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mudado las dos (para mi tranquilidad, pensabayo) al piso superior, a mi antiguo «ataúd», aincluso cierto día me dije: «¿Cómo pueden ellascaber allí las dos?», y de pronto resultaba ahoraque su antigua habitación estaba habitada poralgún otro y ese otro no era en modo algunoVersilov. Con una ligereza que yo no me habíasupuesto (ya que hasta entonces me figurabaque estaba absolutamente sin fuerzas), saquélas piernas del lecho, me calcé unas babuchas,eché sobre mis hombros una bata gris de piel decordero que estaba por allí cerca (ofrecida porVersilov), y me puse en marcha, a través denuestro salón, hacia la antigua habitación de mimadre. Lo que vi allí me trastornó; no me su-ponía nada parecido y me detuve, como clava-do en el sitio, en el umbral.

Estaba allí un viejo completamente cano, conuna gran barba terriblemente blanca, y era evi-dente que estaba allí desde hacía ya muchotiempo. Estaba sentado no sobre la cama, sinoen el escabel de mamá, sólo la espalda apoyada

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en el lecho. Por cierto que se mantenía tan dere-cho, que parecía no tener necesidad de sosténalguno, aunque estuviese claramente enfermo.Llevaba, encima de su camisa, un chaquetónforrado de cordero, sus rodillas estaban cubier-tas con la manta de viaje de mamá, y los piesestaban calzados con babuchas. Debía de seralto, con los hombros anchos y el rostro saluda-ble, a pesar de la enfermedad, a pesar de ciertapalidez y de un poco de delgadez, el rostro ova-lado, con cabellos muy espesos, pero no muylargos, y parecía tener más de setenta años. Jun-to a él, sobre una mesita al alcance de su mano,se encontraban tres o cuatro libros y unas gafascon montura de plata. Yo, que estaba seguro deno tener la menor idea de haberlo visto antes,adiviné instantáneamente quién era, sólo queno llegué a comprender de qué forma habíapasado él tanto tiempo, casi pegado a mí, tansilenciosamente que yo no había sospechadonada hasta ahora.

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No se movió al verme, sino que me miró fija-mente y en silencio, y yo lo miré lo mismo, conla diferencia de que yo mostraba un inmensoasombro y él ni el más mínimo. Al contrario,después de haberme examinado por completo,hasta el último rasgo, durante esos cinco o diezsegundos de silencio, sonrió de pronto y tuvoincluso una pequeña risita apenas perceptibleque pasó rápidamente, pero cuya estela lumi-nosa y alegre quedó sobre su rostro y sobretodo en sus ojos, muy azules, radiantes, gran-des, pero de párpados hinchados y caídos porla vejez y rodeados de una infinidad de peque-ñas arrugas. Fue sobre todo su risa lo que meimpresionó.

Yo tengo la idea de que cuando un hombreríe, la mayoría de las veces es una cosa que re-pugna contemplar. La risa manifiesta de ordi-nario en las personas un no sé qué de vulgar yde envilecedor, aunque el que ríe casi nuncasepa nada de la impresión que está producien-do. Lo ignora, lo mismo que se ignora por lo

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general la cara que se tiene durmiendo. Haydurmientes cuyo rostro sigue pareciendo inteli-gente, y otros, inteligentes por demás, que, aldormirse, adquieren un rostro estúpido y hastaridículo. Ignoro a qué se debe eso: quiero decirsolamente que el reidor, como el durmiente, lomás ordinario es que no sepa nada de su rostro.Hay una multitud extraordinaria de hombresque no saben reír en absoluto. En realidad, nose trata de saber: es un don que no se adquiere.O bien, para adquirirlo, es preciso rehacer lapropia educación, hacerse mejor y triunfar desus malos instintos: entonces la risa de un hom-bre así podría muy probablemente mejorarse.

Hay gente a la que su risa traiciona: uno se dacuenta en seguida de lo que llevan en las entra-ñas. Incluso una risa índiscutiblemente inteli-gente es a veces repulsiva. La risa exige antetodo franqueza, pero ¿dónde encontrar fran-queza entre los hombres? La risa exige bondad,y la gente ríe la mayoría de las veces maligna-mente. La risa franca y sin maldad, es la alegría:

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¿dónde encontrar la alegría en nuestra época ydónde encontrar a la gente que sepa estar ale-gre? (Por lo que se refiere a la alegría de nuestraépoca, ésta es una observación que le escuché aVersilov y que he conservado.) La alegría delhombre es su rasgo más revelador, juntamentecon los pies y las manos. Hay caracteres queuno no llega a penetrar, pero un día ese hombreestalla en una risa bien franca, y he aquí de gol-pe todo su carácter desplegado delante de uno.Tan sólo las personas que gozan del desarrollomás elevado y más feliz pueden tener unaalegría comunicativa, es decir, irresistible ybuena. No quiero hablar del desarrollo intelec-tual, sino del carácter, del conjunto del hombre.Por eso si quieren ustedes estudiar a un hombrey conocer su alma, no presten atención a laforma que tenga de callarse, de hablar, de llo-rar, o a la forma en que se conmueva por lasmás nobles ideas. Miradlo más bien cuando ríe.Si ríe bien, es que es bueno. Y observad conatención todos los matices: hace falta por ejem-

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plo que su risa no os parezca idiota en ningúncaso, por alegre a ingenua que sea. En cuantonotéis el menor rasgo de estupidez en su risa,seguramente es que ese hombre es de espíritulimitado, aunque esté hormigueando de ideas.Si su risa no es idiota, pero el hombre, al reír, osha parecido de pronto ridículo, aunque no seamás que un poquitín, sabed que ese hombre noposee el verdadero respeto de sí mismo o por lomenos no lo posee perfectamente. En fin, si esarisa, por comunicativa que sea, os parece sinembargo vulgar, sabed que ese hombre tieneuna naturaleza vulgar, que todo lo que hayáisobservado en él de noble y de elevado era ocontrahecho y ficticio o tomado a préstamo in-conscientemente, y de manera fatal tomará unmal camino más tarde, se ocupará de cosasaprovechosas» y rechazará sin piedad sus ideasgenerosas como errores y tonterías de la juven-tud.

No inserto sin intención aquí esta larga parra-fada sobre la risa, sacrificándole la coherencia

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del relato; la considero como una de las másserias conclusiones que yo haya extraído de lavida. Y se la recomiendo muy especialmente alas novias jóvenes que están en vísperas de ca-sarse con el hombre elegido pero que lo mirantodavía con desconfianza y perplejidad y no sehan decidido aún definitivamente. No hay queburlarse de un pobre adolescente que se pone adar lecciones en asuntos matrimoniales de losque no comprende una palabra. No comprendomás que una cosa: que la risa es la prueba mássegura de un alma. Mirad a un niño; ciertosniños saben reír a la perfección, y por eso sonirresistibles. Un niño que llora me resulta odio-so, pero el que ríe y se alegra es un rayo delparaíso, una revelación del porvenir en el que elhombre llegará a ser, por fin, tan puro a inge-nuo como un niño. Pues bien, no sé qué cosainfantil a increíblemente seductora pasó por larisa efímera de aquel anciano. Inmediatamenteme acerqué a él.

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III-Siéntate, siéntate un momento, tus piernas no

están todavía lo bastante fuertes - me dijo ama-blemente, indicándome un sitio a su lado y con-tinuando mirándome a la cara, con la mismamirada radiante.

Me senté junto a él y dije:-Yo le conozco a usted. Usted es Makar

Ivanovitch.

-Sí, querido mío. Me alegro de que estés yalevantado. Tú eres joven y eso es lo que te con-viene. Al viejo la tumba, al joven la vida.

-¿Está usted enfermo?-Sí, amigo mío, las piernas sobre todo; las po-

bres me han podido traer todavía hasta aquí,pero, en cuanto me he sentado, se han hincha-do. Esto ha comenzado el jueves pasado, cuan-do el termómetro se paró. (Nota bene: es decir,que ha helado.) Antes, me las ablandaba conuna pomada, ya ves; fue el doctor Lichten Ed-mundo Karlovitch quien me la recomendó en

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Moscú, hace tres años, y me hacía mucho bienesa pomada; muchísimo bien. Y luego, desdeayer, también la espalda; se diría que hay pe-rros que me están comiendo... Ya no duermopor las noches.

-¿Y cómo es que yo no le oigo a usted lo másmínimo? - lo interrumpí.

Me miró y pareció reflexionar:--.-Lo que tienes que hacer es no despertar a

tu madre -añadió, como ante un brusco recuer-do -. Se ha estado agitando toda la noche, en lahabitación de al lado, pero sin ruidos; se habríadicho que era una mosca; ahora descansa, lo sé.¡Oh!, es triste ser un pobre viejo - suspiró -. Unose pregunta a qué está aferrada el alma, y sinembargo se agarra muy bien, se alegra de ver eldía; incluso si fuera necesario volver a empezartoda la vida, creo que mi alma no tendría miedode eso; pero quizá es un pecado pensar así.

-¿Y por qué un pecado?

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-Esa idea es un sueño, y un viejo debe mar-charse suavemente. Sí, acoger la muerte conmurmullos o descontento, es un gran pecado.Al fin y al cabo, si es por alegría espiritual porlo que se ama a la vida, creo que Dios lo perdo-nará, incluso a un viejo. Al hombre le resultadifícil saber lo que es pecado y lo que no lo es;es un misterio que sobrepasa al entendimientohumano. Un viejo debe estar siempre contento,debe morir en la plena luz de su espíritu, dicho-samente y con belleza, saturado de días, suspi-rando por su última hora y alegre de irse comouna espiga a la parva, cumplido su misterio.

-Usted habla siempre de «misterio»; ¿quéquiere decir «cumplir su misterio»? - pregunté,lanzando una ojeada hacia la puerta.

Yo estaba contento de que estuviésemos solosy de que nos rodease un silencio imperturbable.El sol brillaba vivamente en la ventana antes desu ocaso. Él hablaba con un poco de énfasis ysin precisión, pero muy sinceramente y con unafuerte excitación, como si estuviera verdadera-

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mente contento con mi presencia. Pero observéen él un estado febril indudable a incluso bas-tante acusado. Yo también estaba enfermo,también yo tenía fiebre, desde el instante en quehabía entrado allí.

-¿Qué es un misterio? Todo es misterio, amigomío, el misterio de Dios está en todas partes. Encada árbol, en cada brizna de hierba, está ence-rrado ese misterio. Que un pajarito cante, quelas estrellas como un gran espectáculo brillenpor la noche, todo eso es misterio, el mismomisterio. Pero el mayor de todos los misterioses lo que espera al alma del hombre en el otromundo. ¡Helo ahí, amigo mío!

-No sé en qué sentido usted... Desde luego, noes por irritarlo, y esté seguro de que creo enDios; pero todos esos misterios han sido descu-biertos desde hace mucho tiempo por la razón,y lo que no ha sido descubierto aún, lo será, esoes absolutamente cierto, y quizá dentro de unplazo brevísimo. La botánica sabe perfectamen-te cómo nace el árbol, el fisiólogo y el anatomis-

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ta saben incluso por qué canta el pájaro, o losabrán bien pronto, y en cuanto a las estrellas,no solamente han sido contadas, sino que cadauno de sus movimientos ha sido calculado conuna exactitud de minutos, tanto que se puedepredecir, con mil años de anticipación, el minu-to exacto en que aparecerá no importa qué co-meta... Y ahora estamos conociendo incluso lacomposición de las constelaciones más alejadas.Coja usted un microscopio, es un cristal de au-mento que agranda los objetos un millón deveces, y mire dentro de una gota de agua; veráallí todo un mundo nuevo, toda una vida decriaturas vivas, y sin embargo eso era tambiénun misterio; pues bien, nosotros lo hemos des-cubierto.

-Ya he oído hablar de eso, hijo mío, y muchasveces, a muchas gentes. No lo niego: es unacosa grande y prodigiosa; todo le ha sido entre-gado al hombre por la voluntad de Dios; no enbalde Dios le dio el soplo de vida: «vive y cono-ce».

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-Vamos, eso son lugares comunes. ¿No es us-ted un enemigo de la ciencia, un clerical? Esdecir, que no sé si usted comprende...

-No, hijo mío, desde mi juventud he respeta-do las ciencias y, sin dármelas de entendido, nomurmuro contra ellas; lo que no me ha sidodado a mí le ha sido dado a otros. Y quizá estámejor así: a cada uno su don. Lo que pasa, miquerido amigo, es que la ciencia no sirve paratodos. Las gentes son intemperantes, cada cualquiere asombrar al universo, y yo también talvez, y más aún que los demás, si me compren-diese a mí mismo. Mientras que, ignorante co-mo soy ahora, ¿cómo puedo glorificarme,cuando no sé nada? Tú, tú eres joven y fino, estu destino, estudia pues. Trata de conocerlotodo a fin de que cuando lo encuentres con unimpío o con un libertino, tengas con qué res-ponderle y que no pueda inundarte con vanaspalabras y turbar tu cerebro sin madurez. Encuanto a ese cristal de aumento, no hace muchotiempo que lo vi.

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Tomó aliento y suspiró. Decididamente, millegada le procuraba un placer extremado. Ten-ía una sed enfermiza de desahogarse. Además,no me engañaré desde luego al afirmar que meconsideraba, por instantes, con un afecto extra-ordinario: apoyaba tiernamente su mano en lamía, acariciaba mi hombro... pero también, porinstantes, preciso es confesarlo, parecía haber-me olvidado por completo. Se habría dicho queestaba solo y, si continuaba hablando con ardor,era, al parecer, en el vacío.

Hay, amigo mío - continuó -, en la ermita deSan Gennade, un hombre de gran sentido. Es deraza noble y teniente coronel, y posee una granfortuna. Cuando estaba en el siglo, no quisodejarse atrapar por el matrimonio; hace ya diezaños que se ha separado del mundo, por amoral silencio y a la soledad, y ha apartado sus sen-tidos de las vanidades mundanas. Observa todala regla monástica, pero no quiere profesar. Y,amigo mío, hay tantos libros en su casa que yono he visto jamás una cosa igual en ninguna

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otra parte; por lo menos tiene por valor de ochomil rublos, es él quien me lo ha dicho. Se llamaPedro Valerianitch. En diferentes épocas me haenseñado muchas cosas, y a mí siempre me hagustado mucho escucharlo. Una vez le dije:«¿Cómo es posible que, con un espíritu tan cul-tivado como el suyo y llevando desde hace diezaños una existencia de monje que ha hecho re-nuncia por completo de su voluntad, cómo esposible que no desee recibir el hábito para sertodavía más perfecto?» Y él me contestó:«¿Cómo te atreves, anciano, a hablar de miespíritu? Tal vez justamente soy prisionero demi espíritu, en lugar de dominarlo. Y, en cuantoa mi obediencia, quizás es que desde hace mu-cho tiempo he perdido ya la justa estimación demi persona. ¿Y hablas también del abandono demi voluntad? Pues bien, abandonaría inmedia-tamente mi dinero, entregaría mis grados, sol-taría encima de este mesa todas las condecora-ciones, pero mi pipa... he aquí que han pasadoya diez años y me temo que no podré renunciar

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jamás a ella. ¿Qué monje sería yo después deeso, de qué abandono de mi voluntad puedestú alabarme? » Y yo me asombré entonces deaquella humildad. Pues bien, el verano pasado,allá por el día de San Pedro, volví a aquellaermita, fue Dios quien lo quiso, y ¿qué es lo queveo en su celda? Precisamente, ese objeto: unmicroscopio que él había hecho venir con gran-des gastos del extranjero. «Espera un poco, medice, voy a enseñarte una cosa sorprendente yque nunca has podido ver hasta ahora. Tú vesesta gota de agua, limpia como una lágrima;pues bien, mira lo que hay dentro, y encon-trarás que la mecánica descubrirá en seguidatodos los secretos del buen Dios... no nos de-jarán ni uno siquiera.» He aquí lo que me dijo yque yo he conservado en mi memoria. Por miparte, yo había ya mirado en aquel microscopiotreinta y cinco años antes, en casa de AlejandroVIadimirovitch Malgassov, nuestro dueño, eltío de Andrés Petrovitch por parte de su madrey cuyos bienes pasaron en seguida, después de

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su muerte, a Andrés Petrovitch. Era un señorimportante, un gran general, tenía una jauríanumerosa, y yo he vivido muchos años junto aél como montero. Él también había instaladoaquel microscopio, que se había traído consigo,a hizo que viniera toda su gente, unos detrás deotros, hombres y mujeres, para mirar, y se mos-traba allí una pulga y un piojo, una punta deaguja, un cabello y una gota de agua. ¡Cómo sedivirtieron! Tenían miedo de acercarse, perotambién se le tenía miedo al amo; no era unacosa cómoda. Unos no sabían mirar, cerrabanlos ojos y no veían nada; otros gritaban de es-panto, y el alcalde Savine Makarov se tapó losojos con las dos manos gritando: « ¡Haced con-migo lo que queráis, no me acercaré!» ¡Menu-das carcajadas que hubo! Sin embargo, no leconfesé a Pedro Valerianovitch que, hacía yamuchísimo tiempo, más de treinta y cinco años,yo había visto aquella misma maravilla; él dis-frutaba muchísimo enseñándola. Al contrario,hice como si me asombrara mucho y me espan-

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tara. Me deja un momento y luego me pregun-ta: «Pues bien, anciano, ¿qué me dices de eso?»Yo me incorporo y le digo: «El Señor ha dicho:"Que se haga la luz", y la luz se hizo.» Y él meinterrumpe bruscamente: «¿No serían las tinie-blas las que se hicieron?» Dijo aquello de unamanera extraña, sin reírse. En aquel momentome quedé sorprendido y el casi se enfadó y nodijo nada más.

-Es muy sencillo, ese Pedro Valerianovitchestá en el monasterio para comer kutia y hacerinclinaciones, pero él no cree en Dios, y ustedapareció por allí en uno de esos momentos, esoes todo - le dije-. Por lo demás, es un hombrebastante raro: seguramente había mirado por eltelescopio su buena decena de veces; ¿pr qué hacaído en la cuenta a la undécima? Es una im-presionabilidad un poco nerviosa... Efecto delmonasterio, sin duda.

-Es un hombre puro y de espíritu elevado -declaró el viejo con tono convencido -, no es unimpío. Tiene espíritu para dar y vender, pero su

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corazón está inquieto. Gentes de esta clase nosllegan ahora a manadas de casa de los señoressabios. Y he aquí además lo que voy a decirte: elhombre se castiga a sí mismo. Elúdelos, no losatormentes, y antes de dormirte nómbralos entus oraciones, porque esos hombres buscan aDios. ¿Rezas tus oraciones antes de dormirte?

-No. Opino que es un rito inútil. Pero deboconfesarle que su Pedro Valerianovitch meagrada; él por lo menos no es un fantoche, sinoun hombre, y por cierto se parece un poco aotro que está muy cerca de nosotros y que losdos conocemos.

El anciano no prestó atención más que a laprimera frase de mi respuesta:

-Haces mal, amigo mío, al no rezar tus ora-ciones. Es una cosa buena, que alegra el co-razón, tanto al acostarse como al levantarse, ycuando se despierta uno por la noche. Soy yoquien te lo dice. Un verano, en el mes de julio,nos apresurábamos a llegar al monasterio de la

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Virgen para una fiesta. Cuanto más nos acercá-bamos, más gentes se nos iban reuniendo, y nosencontramos por fin cerca de dos centenares,ansiosos todos por besar las santas y venerablesreliquias de los dos grandes taumaturgos Anicey Gregorio. Pasamos la noche en un campo, yabrí los ojos muy de mañana, cuando todo elmundo dormía aún y ni siquiera el sol habíasalido todavía del bosque. Pues bien, hijo mío,levanté la cabeza, abracé con una mirada elhorizonte y suspiré: ¡por todas partes una belle-za inefable! Todo está tranquilo; el aire, ligero;la hierba brota, ¡brota, hierbecita del buen Dios!;el pajarito canta, ¡canta, pues, pajarito del buenDios!; el niñito lloriquea sobre los brazos de sumadre, ¡Dios te guarde, hombrecito, crece y sédichoso!. Y, quizá por primers vez en toda mivida, encerré todo aquello en mí mismo... Mevolví a acostar de nuevo, ¡y me dormí con unsueño tan ligero! ¡Se está bien aqui abajo, que-rido mío! Yo, si estuviese mejor, me pondria encamino desde que empieza la primavera. Tanto

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mejor que haya misterios. Es terrible para elcorazón y es maravilloso, pero este miedo ale-gra el corazón: « ¡Todo está en Ti, Señor, yomismo estoy en Ti, recíbeme! » No murmures,joven: lo más bello es ser misterio - agregó conenternecimiento.

-«Lo más bello es ser misterio...» Me acordaréde esas palabras. Es terrible ver lo inexactamen-te que usted se expresa, pero yo comprendo...Lo que rne choca es que usted sabe y compren-de muchas más cosas que las que puede expre-sar; únicamente que se diría que habla usteddelirando...

Esta frase se me escapó al ver sus ojos febrilesy su rostro empalidecido. Pero él, creo, no meoyó.

-¿Sabes, mí querido pequeño - dijo, como pro-siguiendo su discurso interrumpido -, sabes quehay un límite para la memoria del hombre so-bre esta tierra? Este límite a la memoria delhombre ha sido fijado en cien años solamente.

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Cien años después de su muerte, su recuerdopuede subsistir aún en sus hijos o en sus nietosque han llegado a ver su rostro; más tarde, si surecuerdo dura aún, no es más que un recuerdooral, mental, porque todos los que han visto sufigura viva habrán pasado. Y su tumba en elcementerio estará tapada por la hierba, su lápi-da se romperá, todos los hombres lo olvidarán eincluso su posterioridad, en cuanto se olvidetambién su nombre, porque son muy pocos losque permanecen en la memoria de los hombres;¡pues bien, sea! ¡Que se me olvide, amigos míos,pero yo os quiero desde el fondo de la tumba!Oigo, niñitos, vuestras voces alegres, oigo vues-tros pasos sobre las tumbas de vuestros padresel día de los Difuntos. Mientras tanto, vivid alsol, alegraos, y yo rezaré a Dios por vosotros,descenderé hasta vosotros en vuestros sueños...¡El amor subsiste después de la muerte!

Yo estaba poseído de la misma fiebre que él;en lugar de irme o de exhortarlo a que se cal-mara, o quizá tenderlo en su cama, porque pa-

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recía hallarse en pleno delirio, lo agarré depronto por la mano e, inclinándome sobre él yapretándole la mano, dije en un susurro con-movido y con lágrimas en el corazón:

-Soy feliz pudiendo verle. Le esperaba a ustedquizá desde hace largo tiempo. Entre ellos, noquiero a nadie: no tienen belleza... No los se-guiré, no sé adónde ir, iré con usted...

Pero, por fortuna, mi madre entró en aquelmomento; de lo contrario, no sé cómo habríapodido acabar aquello. Entró con el aire de unapersona que acaba de despertarse y que sealarma. Tenía en la mano un frasco y una cu-chara sopera; al vernos, exclamó:

--¡Ya lo sabía yo! ¡No le he dado la quinina atiempo, y ahora está todo febril! ¡He dormidódemasiado, Makar Ivanovitch, querido mío!

Me levanté y salí. Ella le dio de todas formassu poción y lo acostó. También yo me acurru-qué en mi cama, pero con una turbación extre-ma. Había vuelto con una gran curiosidad, y re-

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flexionaba con todas mis fuerzas sobre aquelencuentro. Ignoro qué era lo que yo esperabaentonces de aquello. Sin duda, yo razonaba sincesar y to que se sucedía en mi espíritu no eranideas, sino muñones de ideas. Yo estaba acosta-do con la cara vuelta hacia la pared: de repentevi en el rincón la mancha brillante y luminosadel sol poniente, aquella misma mancha que yoaguardaba hacía poco con tantas maldiciones, yme acuerdo de que toda mi alma se exaltó, co-mo si una luz nueva penetrase en mi corazón.Me acuerdo de aquel minuto delicioso, no quie-ro olvidarlo. No fue más que un instante deesperanza nueva y de nueva fuerza... Yo estabaya convaleciente, y por lo tanto aquellos accesospodían ser la consecuencia inevitable del estadode mis nervios, pero por lo que se refiere a esaesperanza luminosa, todavía hoy día creo enella: eso es lo que he querido hoy anotar y con-servar aquí. Evidentemente, yo sabía ya muybien que no me iría de peregrino con MakarIvanovitch y sabía también que ignoraba por mi

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parte en qué consistía la aspiración nueva quese había apoderado de mí, pero yo había yapronunciado aquella frase, aunque lo hubiesehecho en el delirio: « ¡Ellos no tienen belleza! »«Se acabó - pensaba yo en mi deslumbramiento-, a partir de este instante yo busco la belleza,ellos no la tienen, y por eso es por lo que losabandono.» Hubo a mi espalda como un ligeroroce; me volví; era mamá que se inclinaba sobremí y me rniraba a los ojos con una curiosidadtímida. La agarré de pronto por la mano:

-¿Por qué, mamá, no se me ha dicho nuncanada de nuestro querido huésped? - le preguntébruscamente, sin esperar a lo que ella me fueraa decir.

Toda su inquietud desapareció inmediata-mente, y la alegría alumbró su rostro, pero nome respondió, excepto estas pocas palabras:

-No te olvides tampoco de Lisa, de Lisa; tehas olvidado de Lisa.

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Dijo aquello rápidamente, ruborizándose, ahizo un ademán como para marcharse en se-guida, porque también ella tenía horror a des-plegar sus sentimientos; en ese aspecto se meparecía, es decir, que era reservada y casta;además, naturalmente, ella no habría queridodiscutir conmigo aquel tema: Makar Ivanovitch;lo que habíamos podido decirnos con aquelcambio de miradas bastaba. Pero fui yo, quedetesto todo despliegue de sentimientos, quienla retuvo a la fuerza por la mano: la miré dul-cemente a los ojos, reí dulce y tiernamente, ycon la otra mano acaricié su rostro querido, susmejillas hundidas. Ella se inclinó y apoyó sufrente contra la mía:

-¡Bueno, que Cristo sea contigo! - dijo repen-tinamente, irguiéndose y toda radiante -, cúrate.Te quedaré muy agradecida por ello. Él estáenfermo, muy enfermo... Nuestra vida está enmanos de Dios... ¡Ah!, ¿qué he dicho? ¡Pero esimposible!

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Ella se fue. Ella había honrado siempre, du-rante toda su vida, en el temor y el temblor y enel respeto, a su legítimo esposo, al peregrinoMakar Ivanovitch, que la había perdonadomagnánimamente y de una vez para siempre.

CAPÍTULO III

A Lisa, yo no la había «olvidado»; mamá seengañaba. Aquella madre sensible veía quereinaba una especie de frialdad entre el herma-no y la hermana, pero no era cuestión de faltade cáriño, antes bien de celos. Voy a explicar-me, puesto que viene a cuento, en dos palabras.

La pobre Lisa, después del arresto del prínci-pe, estaba como poseída de yo no sé qué orgu-llo arrogante, qué altivez inaccesible, casi inso-portable; pero todo el mundo en la casa adivinóla verdad, a saber, que ella sufría, y, en cuanto amí, si al principio me irritaba y fruncía las cejas

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ante aquellos modales, fue únicamente a causade mi susceptibilidad mezquina, decuplicadaaún por la enfermedad; por lo menos eso es loque pienso hoy de ello. Pero jamás dejé de que-rer a Lisa. Muy al contrario, la quería todavíamás. Solamente que no quería ser yo quien di-era el primer paso, aun comprendiendo quetampoco sería ella quien to daría, a ningún pre-cio.

Desde que se conoció la historia del príncipe,inmediatamente después de su arresto, Lisa notuvo más preocupación que la de tomar respec-to a nosotros y respecto a todo el mundo la acti-tud de una persona que no sabría ni siquieraadmitir la idea de que se la pudiese compade-cer o consolar, al justificar al príncipe. Al con-trario, siempre tratando de no explicarse y deno discutir jamás, tenía en todo momento el airede gloriarse con la conducta de su desgraciadonovio, como si se tratara de un heroísmo su-premo. Ella parecía decirnos a todos y en cual-quier instante (sin pronunciar una palabra, lo

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repito): «Ninguno de vosotros hará jamás otrotanto. No seríais capaces de ir a entregaros pormotivos de honor y de deber. Es que ningunode vosotros tiene la conciencia tan delicada ytan pura. En cuanto a sus actos, ¿quién es el queno tiene alguna mala acción sobre su concien-cia? Solamente que los demás se ocultan, mien-tras que él ha preferido perderse antes que se-guir siendo indigno a sus propios ojos.» Heaquí lo que significaba a ojos vistas cada uno desus gestos. Yo no sé, pero me parece que yohabría obrado exactamente igual en la posiciónde ella. No sé tampoco si son éstas ciertamentelas ideas que ella tenía en el fondo de su co-razón, dentro de ella misma; sospecho que no.Con la otra mitad de su razón, la mitad clara,debía fatalmente mirar con entera claridad lanulidad de su «héroe»; porque, ¿quién se ne-gará hoy a reconocer que aquel hombre infor-tunado a incluso magnánimo en su género eraal mismo tiempo una perfecta nulidad? Aquellasusceptibilidad misma, aquella disposición a

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lanzarse sobre todos nosotros, esas eternas sos-pechas de que pudiésemos pensar de él otracosa, todo eso dejaba adivinar que se habíaformado en los arcanos del corazón de ella unaopinion completamente diferente en cuanto asu desgraciado amigo. Me apresuro sin em-bargo a añadir que, a mi entender, ella teníarazón por lo menos en la mitad; se le podíaperdonar mejor que a nosotros todos que vaci-lase sobre la conclusión definitiva. Yo mismo, loconfieso de todo corazón, ahora que todo eso hapasado ya, no sé en absoluto cómo juzgar, cómoestimar definitivamente a ese desgraciado quenos ha planteado a todos semejante enigma.

Sin embargo, por culpa de ella, la casa setransformó en un pequeño infierno. Lisa, quehabía querido tantísimo, debía de sufrir mucho.Con su carácter, prefirió sufrir en silencio. Sucarácter era parecido al mío, es decir, autorita-rio y orgulloso, y siempre he creído, y lo sigocreyendo hoy, que ella había querido al prínci-pe por autoritarismo, porque él no tenía ca-

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rácter y desde la primera palabra y la primerahora se había subordinado enteramente a ella.Todo éso ocurre por su cuenta en el corazón,sin ningún cálculo previo; pero ese amor delmás fuerte hacia el débil es a veces infinitamen-te más violento y más torturante que el amorentre caracteres iguales, porque, a pesar de unomismo, se asume la responsabilidad del amigodébil. Por lo menos, eso es lo que yo creo. To-dos los nuestros, desde el principio mismo, larodearon con la más tierna solicitud, sobre todomamá; pero ella no se enterneció, no respondióa esa simpatía y pareció rechazar toda ayuda.Con mamá hablaba aún, al principio, pero dedía en día se hacía rnás avara de palabras, másseca a incluso más cruel. Al principio consulta-ba con Versilov, pero bien pronto tomó comoconsejero y ayudante a Vassine, cosa de la queme enteré más tarde con asombro... Iba cada díaa casa de Vassine, recorría también los tribuna-les, veía a los jefes del príncipe, a los abogados,al procurador; al final, pasaban días enteros sin

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que casi se la viese en casa. Naturalmente, dosveces al día iba a visitar al príncipe, que estabaen la cárcel, en el departamento de los nobles,pero esas entrevistas, como terminé por darmecuenta a la larga, eran muy penosas para Lisa.Evidentemente, ¿cuál es la tercera persona quepuede conocer de una manera perfecta losasuntos de dos enamorados? Sin embargo, yosé que el príncipe la ofendía profundamente,más y más por momentos, ¿y cómo? Cosa cu-riosa: con unos celos incesantes. Pero más tardevolveremos sobre esto. Añadiré solamente unaidea: es difícil decidir cuál de los dos atormen-taba más al otro. Lisa, que, entre nosotros, sejactaba de su héroe, tal vez se comportaba deuna manera completamente distinta frente a él,como he tenido ocasión de sospecharlo, segúnciertos datos que también saldrán a relucir pos-teriormente.

Por tanto, en lo que concierne a mis senti-mientos y a mis relaciones con Lisa, todo lo quese veía no era más que una mentira querida y

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celosa de una parte y de otra, pero jamás nosquisimos más intensamente que en aquel tiem-po. Añadiré aún que, desde la aparición ennuestra casa de Makar Ivanovitch, después delprimer movimiento de asombro y de curio-sidad, Lisa se comportó con él con una especiede desdén, incluso de altivez. Parecía hacerloadrede y no le concedía la más mínima aten-ción.

Habiéndome jurado a mí mismo guardar si-lencio, como he explicado en el capítulo prece-dente, yo pensaba, como es natural en teoría, esdecir, en mis sueños, en mantener mi palabra.¡Oh! Con Versilov, por ejemplo, antes habríahablado de zoología o de los emperadores ro-manos que de ella o por ejemplo de aquellalínea esencial de su carta en que él la informabade que el «documento» no había sido quemado,sino que existía y aparecería públicamente;aquella línea sobre la que yo me había puesto apensar inmediatamente, desde que recobré elconocimiento y me volvió la razón después de

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la fiebre. Pero, ¡ay!, desde los primeros pasosprácticos, y casi antes de darlos, adiviné hastaqué punto era difícil a imposible persistir ensemejantes decisiones preconcebidas. Al díasiguiente de mi primer encuentro con MakarIvanovitch, me vi terriblemente conmovido poruna circunstancia inesperada.

IIAquella emoción fue causada por la visita

imprevista de Daria Onissimovna, la madre dela pobre Olia. Yo había sabido ya por mi madreque Daria había venido dos veces durante mienfermedad, y que se interesaba mucho por mísalud. No me preocupé en averiguar si verda-deramente era por mí por quien había venidoaquella «excelente mujer», como la nombrabasiempre mi madre, o bien sencillamente venía aver a ésta, según la costumbre establecida. Mimadre me contaba siempre los acontecimientosde la casa, de ordinario en el momento en que

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venía a hacerme comer mi sopa (en la época enque yo no podía aún comer por mí mismo),para distraerme; yo me empeñaba en demostrartodas las veces que me interesaba muy pocopor aquellos informes, así es que no le preguntémucho sobre Daria Onissimovna. No llegué adecir absolutamente nada.

Eran poco más o menos las once; iba a levan-tarme para trasladarme al sillón cerca de la me-sa, cuando ella entró. Me quedé a propósito enla cama. Mamá estaba muy ocupada en lashabitaciones de arriba y no bajó a verla, por loque nos encontramos solos. Se instaló frente amí, sobre una silla cerca de la pared, sonriendoy sin pronunciar una palabra. Yo presentía unlargo silencio; por lo demás generalmente sullegada producía en mí una impresión de lomás irritante. Ni siquiera le hice un signo con lacabeza, y la miré fijamente a los ojos; pero ellatambién me miró cara a cara.

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-¿Se aburre ahora usted mucho allá sola en sucasa, sin el príncipe? - le pregunté de pronto,perdiendo la paciencia.

-Pero si ya no me alojo allí. Gracias a AnaAndreievna, me ocupo de vigilar ahora a suniñito.

-¿Qué niñito?-El de Andrés Petrovitch - declaró ella en un

susurro confidencial, mirando hacia la puerta.-Pero está allí Tatiana Pavlovna...-Tatíana Pavlovna y Ana Andreievna, las dos,

y también Isabel Makarovna, y la mamá de us-ted... todas. Todas toman parte. Tatiana Pav-lovna y Ana Andreievna son ahora muy ami-gas.

Aquello era una novedad. Ella se animabamucho hablando. La miré con odio.

-La veo muy excitada en comparación con laúltima vez que vino.

-¡Ah, desde luego!

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-Ha engordado usted, creo.Tuvo una mirada extraña.-Ahora la quiero mucho, muchísimo.-¿A quién?-Pues a Ana Andreievna. ¡Muchísimo! Una

persona tan noble y tan razonable...-¡Vaya! ¿Y cómo está ella ahora?-Está muy tranquila, muy tranquila.-Siempre ha sido tranquila.-Desde luego, siempre.-Si ha venido usted a contarme comadreos -

exclamé de repente, no aguantando más -, sepaque no me mezclo en nada y que he decididodejar todo eso... todo y a todos... todo me esigual: ¡voy a marcharme!

Me callé, porque me volvió la razón. No quer-ía rebajarme explicándole mis nuevos propósi-tos. Ella me escuchó sin asombro y sin turba-ción, pero se produjo en seguida un nuevo si-lencio. De repente se levantó, se dirigió hacia la

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puerta y echó una ojeada a la habitación conti-gua. Después de haberse asegurado de que nohabía nadie allí y de que estábamos solos, vol-vió con la mayor tranquilidad del mundo y sesentó nuevamente en el mismo sitio.

-¡Hombre, eso está muy bien! - dije, y estalléen una carcajada.

-¿Y su alojamiento en casa de los funciona-rios, lo conservará usted? - preguntó ella derepente, inclinándose un poco hacia mí y ba-jando la voz, corno si fuera ésa la cuestion esen-cial por la que había venido.

-¿Mi alojamiento? No sé. Tal vez lo deje... ¿Esque lo sé yo mismo?

-Es que los caseros lo esperan a usted con an-sia. El funcionario está muy impaciente; su es-posa, también. Andrés Petrovitch les ha asegu-rado que seguramente usted volverá.

-Pero, ¿qué tiene usted que ver con eso?-Ana Andreievna quería también saberlo; le

ha alegrado mucho saber que usted continuará.

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-¿Y por qué está tan segura de que continuaréen ese alojamiento?

Yo quería añadir: «¿Y qué le importa a ella?»,pero me abstuve de hacer la pregunta, por or-gullo.

-Es que se lo ha confirmado el señor Lambert.-¿Co-ó-mo?-El señor Lambent. Él también se lo ha con-

firmado con toda energía a Andrés Petrovitchque usted se quedaba, y se lo ha aseguradoasimismo a Ana Andreievna.

Me quedé trastornado. Otra historia más. ¡Asies que Lambent conoce ya a Versilov, Lambertse ha introducido hasta Versilov! ¡Lambent yAna Andreievna: ha llegado también hasta ella!Se apoderó de mí un acceso de fiebre, pero mecallé. Un terrible aflujo de orgullo inundó mialma, de orgullo o de otra cosa. Pero fue comosi me dijese en aquel momento: «Si pido unasola palabra de explicación, me mezclaré denuevo con ese mundo y no lo abandonaré

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jamás.» El odio se inflamó en mi corazón. Re-solví con todas mis fuerzas callarme, y mequedé inmóvil en la cama. Ella también perma-neció silenciosa un minuto largo.

-¿Y el príncipe Nicolás Ivanovitch? - preguntéde pronto, como perdiendo la cabeza.

Había hecho la pregunta en tono decidido,para cambiar de tema; y una vez más, a pesarde mis esfuerzos, planteaba la pregunta capital,volvía a entrar por mis propios pasos, como unloco, en el mismo mundo del que tan convulsi-vamente había resuelto huir.

-Está en Tsarskoie-Selo. Se encuentra un pocoenfermo; la ciudad está llena ahora de estasfiebres. Todo el mundo le ha aconsejado que seretire a Tsarskoie, al palacio que tiene allí, acausa del buen aire.

No respondí.-Ana Andreievna y la generala van a verlo

cada tres días. Hacen el viaje juntas.

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¡Ana Andreievna y la generala (es decir, ella),amigas! ¡Hacen el viaje juntas! No dije nada.

-Es que las dos se han hecho muy amigas, yAna Andreievna dice tantas cosas buenas deCatalina Nicolaievna...

Yo seguía silencioso.-Catalina Nicolaievna se ha prendado nue-

vamente del mundo, no hay más que fiestas,está resplandeciente; se dice que toda la corteestá enamorada de ella... En cuanto a lo del se-ñor Bioring, todo ha quedado abandonado, nose hará el matrimonio; es lo que todo el mundoasegura... desde que...

Quería decir: desde la carta de Versilov. Tuveun temblor, pero no dije palabra.

-¡Cómo compadece Ana Andteievna alpríncipe Sergio Petrovltch! ¡Y Catalina Nicolai-evna también! No hacen más que hablar de él;ellas dicen que será absuelto y que condenaránal otro, a Stebelkov...

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Yo la miraba con odio. Ella se levantó y depronto se inclinó hacia mí.

-Ana Andreievna me ha recomendado muchoque me informe de la salud de usted - declarósusurrando apenas -, y me ha ordenado que leruegue que vaya a verla en cuanto pueda salir ala calle. Hasta la vista. Cúrese usted, y yo diréque. . .

Salió. Me senté en la cama. Un sudor frío meresbalaba por la frente, pero lo que yo sentía noera espanto: la noticia, incomprensible para míy monstruosa, concerniente a Lambert y a susintrigas, no me había espantado lo más mínimo,en comparación con el miedo tal vez irreflexivocon que me había llenado durante mi enferme-dad y en los primeros días de mi convalecenciael recuerdo de mi encuentro con él, aquella no-che de marras. Al contrario, en aquel primerinstante de turbación, sobre mi cama, inmedia-tamente después de la partida de Daria Onis-simovna, ni siquiera me detuve a pensar enLambert, sino... lo que, me sobrecogió más fue

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la noticia de la ruptura entre ella y Bioring, sufelicidad en el gran mundo, sus fiestas, sustriunfos, su esplendor. «Ella brilla», había dichoDaria Onissimovna. Y sentí de repente que notenía fuerzas para arrancarme a aquel torbelli-no, aunque las hubiese tenido para enrigide-cerme, para callarme y para no interrogar aDaria Onissimovna después de sus relatospasmosos. Una sed desmesurada de aquellavida, de la vida de ellos, se apoderó de mí y...también yo no sé qué otra sed deliciosa, queexperimentaba hasta la felicidad y hasta unsufrimiento torturador. Mis pensamientos gira-ban en remolino, pero yo los dejaba correr. «¿De qué sirve razonar? - me decía yo -. Sin em-bargo, incluso mamá me ha ocultado que Lam-bert había venido», pensé, por fragmentos, sinilación. «Es que Versilov seguramente le hadicho que se calle... Me moriré, pero no le haréninguna pregunta a Versilov sobre Lambert.»Volvía sobre lo mismo: «Versilov, Versilov yLambert, ¡oh, cuántas cosas nuevas en ellos!

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¡Qué pillo este Versilov! Le ha metido el miedoen el cuerpo al alemán, a Bioring, con esa carta;la ha calumniado; la calomnie... il en reste toujoursquelque chose, y ese cortesano de alemán ha te-nido miedo del escándalo, ¡ja, ja! ¡Buena lecciónpara ella! » «Lambert..: ¿pero Lambert no habrállegado también hasta ella? ¿Cómo que no? ¡Se-guro! ¿Y por qué iba a negarse ella a aliarse conél?»

Al llegar a ese punto, cesé de repente de agi-tar aquellos pensamientos sin coherencia y,desesperado, dejé caer la cabeza sobre la almo-hada.

-¡Ah, de ningún modo! - exclamé en una deci-sión súbita.

Salté de la cama, me puse las zapatillas y mibatín y me dirigí directamente a la habitaciónde Makar Ivanovitch, como si allí estuviese elremedio para las obsesiones, la salvación, elancla a la que me aferraría.

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En efecto, podía ser que yo sintiese entoncesaquella idea con todas las fuerzas de mi alma;porque, de lo contrario, ¿cómo habría dado yoaquel bote irresistible y súbito y me habría pre-cipitado, en semejante estado de ánimo, en lahabitación de Makar Ivanovitch?

IIIPero en la habitación de Makar Ivanovitch

encontré a visitantes con los que no contaba:mamá y el doctor. Como me había figurado, alir allí, que me encontraría al viejo solo, como lavíspera, me detuve en el umbral en una estúpi-da perplejidad. Pero no había tenido todavíatiempo de fruncir las cejas cuando llegó ademásVersilov y detrás de él, inmediatamente, Lisa...Todos se habían reunido pues en la habitaciónde Makar Ivanovitch, y «precisamente cuandomenos falta hacía».

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-He venido a informarme de su salud - dije,avanzando directamente hacia Makar Ivani-vitch.

-Gracias, hijo mío, sabía que vendrías. Estamisma noche he estado pensando en ti.

Me miraba tiernamente a los ojos y yo veíaque me quería quizá más que a todos los de-más. Pero noté instantáneamente y a pesar demi turbación que, si su rostro estaba alegre, nopor eso la enfermedad había dejado de hacergrandes progresos durante la noche. El doctoracababa de examinarlo muy en serio. Más tardehe sabido que ese doctor (el joven con el que yohabía disputado y que cuidaba a Makar Ivano-vitch desde la llegada de éste) trataba a su pa-ciente con mucha atención y - no soy capaz dedecirlo en la lengua médica que ellos emplean -suponía en él toda una complicación de enfer-medades diversas. Makar Ivanovitch, como medi cuenta a la primera ojeada, tenía ya con él lasrelaciones más amistosas; de momento aquello

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no me agradó; por otra parte, yo estaba de muymal humor en aquellos instantes.

-Bueno, Alejandro Semenovitch, ¿cómo se en-cuentra hoy nuestro querido enfermo? - pre-guntó Versilov.

Si yo no hubiese estado tan trastornado, miprimera ocupación habría sido la de estudiarcon curiosidad las relaciones de Versilov conaquel viejo, y yo había pensado ya en eso lavíspera. Lo que ahora me chocó sobre todo fuela expresión extremadamente dulce y concilia-dora de su rostro; había allí algo absolutamentesincero. Creo que ya he registrado la obser-vación de que la fisonomía de Versilov se tor-naba de una belleza asombrosa en cuanto queera un poco sencilla.

-Pero si no hacemos más que disputar - res-pondió el doctor.

-¿Con Makar Ivanovitch? No lo creo; con élno se puede disputar.

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-Pero no quiere escucharme: no duerme entoda la noche...

-¡Vamos, ya está bien, Alejandro Semeno-vitch, ya está bien de bromas! - dijo, riendo,Makar Ivanovitch -. Entonces, mi queridoAndrés Petrovitch, ¿qué ha hecho usted connuestra señorita? Se ha pasado toda la mañanaagitada, inquieta - añadió señalando a mi ma-dre.

-¡Ah, Andrés Petrovitch! - exclamó mi madrecon una inquietud extrema en efecto -. Cuénte-nos todo rápidamente, no nos haga impacien-tarnos: ¿qué le han hecho a nuestra pobrecita?

-¡La han condenado, a nuestra pobrecita!-¡Oh! - exclamó mi madre.-Cálmate, ella no irá a Siberia: quince rublos

de multa. ¡Es una comedia!Se sentó y también lo hizo el doctor. Habla-

ban de Tatiana Pavlovna, y yo no sabía aúnnada de esa historia. Yo estaba a la izquierda deMakar Ivanovitch, y Lisa estaba sentada frente

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a mí, a la derecha; visiblemente traía una pena,su pena de cada día, que había venido a contár-sela a mamá; la expresión de su rostro eraatormentada y despreciativa. En este momento,cambiamos una mirada y me dije de repente:«Los dos estamos deshonrados, y me corres-ponde a mí dar el primer paso haciá ella.» Micorazón se había enternecido de pronto a suvista. Mientras tanto Versilov comenzaba a con-tar la aventura de la mañana.

Tatiana Pavlovna había comparecido por lamañana con su cocinera ante el juez de paz. Elasunto era perfectamente ridículo; ya he dichoque la finesa intratable, cuando estaba furiosa,se quedaba callada a veces semanas enteras sinresponder una sola palabra a las preguntas desu ama; he mencionado también la debilidadque sentía hacia ella Tatiana Pavlovna, que leaguantaba todo y no la habría despedido defi-nitivamente por nada del mundo. Todos esoscaprichos de las viejas criadas y de las amas sona mi juicio completamente dignos de desprecio,

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y de ninguna forma merecen atención, y, si medecido a mencionar aquí esta historia, es úni-camente porque esta cocinera desempeñaráposteriormente en mi relato cierto papel deningún modo despreciable, y sí fatal. Así, pues,al perder por fin la paciencia ante la testarudafinlandesa que no le respondía nada desde ha-cía varios días, Tatiana Pavlovna le había pega-do de pronto, cosa que no había sucedidojamás. La finlandesa, en esta ocasión, no profi-rió tampoco el menor sonido, pero se puso encontacto el mismo día con un inquilino quehabitaba en la misma escalera de servicio, poralgún rincón de allá abajo, el abanderado yaretirado Osetrov, quien hacía de solicitante entoda clase de asuntos y, naturalmente, presen-taba quejas de ese género ante los tribunales, envirtud de la lucha por la existencia. El resultadofue que se citó a Tatiana Pavlovna ante el juezde paz y que Versilov fue llamado para prestardeclaración.

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Versilov relató toda esta historia con muchaalegría y en tono divertido, tanto, que hastamamá se rió; él imitó a los personajes: TatianaPavlovna, el abanderado y la cocinera. La coci-nera había comenzado por declarar al juez queella solicitaba una indemnización en metálico,«de otra forma, si meten a la señora en la cárcel,¿a quién voy a prepararle la comida?» A laspreguntas del juez, Tatiana Pavlovna respondíacon mucho orgullo, sin dignarse siquiera justifi-carse; por el contrario, concluyó con estas pala-bras: «Le he pegado y le pegaré otro vez», loque hizo que fuera inmediatamente condenadaa tres rublos de multa por insulto al juez. Elabanderado, un joven como descoyuntado yflaco., se lanzó a pronunciar un largo discursoen favor de su cliente, pero se despistó vergon-zosamente e hizo reír a toda la sala. Los debatesquedaron pronto terminados y Tatiana Pavlov-na condenada a pagar a María, su víctima,quince rublos. Sin esperar sacó inmediatamentesu portamonedas y contó la suma. Al punto, el

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abanderado surgió y tendió la mano, pero Ta-tiana Pavlovna apartó aquella mano, casi gol-peándola, y se volvió hacia María: «Está bien,no se inquiete usted, señora, las añadirá usted ami cuenta. A ése, ya me encargaré yo de arre-glarlo. Ya ves, María, qué gran mocoso has es-cogido», dijo Tatiana Pavlovna, designando alabanderado y muy contenta de que Maríahubiera abierto por fin la boca. «Desde luegoque ser mocoso, lo es, señora», respondió Maríacon una mirada maligna. «¿Eran chuletas conguisantes lo que usted había pedido hoy? Haceun momento no la entendí bien; tenía prisa porvenir aquí.» «No, no, con coliflores, María, ysobre todo -que no se te quemen, como ayer.»«Pondré toda mi atención, sobre todo hoy, se-ñora. Déme usted la mano», y, en señal de re-conciliación, besó la mano de su dueña. En unapalabra, hizo que toda la sala se regocijara.

-¡Qué muchacha más rara! - dijo mi madre,meneando la cabeza, por lo demás muy satisfe-cha con el informe así como con el relato de

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Andrés Petrovitch, pero mirando a hurtadillasy con inquietud a Lisa.

-La señorita siempre ha tenido carácter, desdesu infancia - dijo Makar Ivanovitch, riéndose.

-¡La bilis y la ociosidad! - respondió el doctor.-¿Soy yo quien tiene carácter, soy yo la bilis y

la ociosidad? - Era Tatiana Pavlovna que hacíairrupción, por lo visto muy contenta de sí mis-ma-. Harías mejor, tú, Alejandro Semenovitch,no diciendo tonterías; me has conocido cuandotodavía no tenías diez años; tú sabes si soy o noháragana, y, en cuanto a la bilis, hace todo unaño que me estás cuidando, y no llegas a cu-rarme. ¡Deberías avergonzarte de eso! Vamos,ya os habéis burlado bastante de mí; gracias,Andrés Petrovitch, por haber venido a declarar.Pues bien, mi querido Makar, sólo he venido averte a ti, no a éste - me señaló, pero inmedia-tamente me dio una palmadita amistosa en elhombro; no la había visto nunca de un humortan alegre.

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-Bueno, ¿qué pasa? - concluyó, volviéndosede pronto hacia el doctor y frunciendo las cejascon aire preocupado.

-Pues que no quiere quedarse acostado, y,sentado, no hace más que agotarse.

-Pero no me quedaré más que un momento,con nuestros amigos - farfulló Makar Ivano-vitch con una expresión suplicante, como unniño.

-Claro, a todos nos gusta eso, nos gustar char-lar en público, cuando se hace corro alrededorde nosotros. Conozco a nuestro Makar - dijoTatiana Pavlovna.

-¡Y mira que es ágil, cuantísimo! - sonrió to-davía el anciano, volviéndose hacia el doctor-.Espera un poco, déjame que lo diga: me meteréen la cama. Lo sé, pero entre nosotros se dice:«Quien se mete en la cama es muy posible queya no se levante.» Y eso es lo que me tiene es-camado, amigo mío.

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-¡Ah, ya lo sabía, siempre los prejuicios popu-lares: «Si me meto en la cama, no me volveré alevantar», eso es lo que se teme con demasiadafrecuencia en el pueblo, y se prefiere pasar laenfermedad en pie que ir al hospital. Pero lo deusted, Makar Ivanovitch, es sencillamente elaburrimiento, la nostalgia de la libertad y de lacarretera. Ésa es toda su enfermedad: usted haperdido la costumbre de quedarse en un sitio.¿No es usted eso que se llama un vagabundo?Sí, el vagabundeo es una especie de pasión ennuestro pueblo. Lo he notado más de una vez.Nuestro pueblo es el vagabundo por excelencia.

-Entonces, ¿según tú, Makar es un vagabun-do? - preguntó Tatiana Pavlovna.

-¡Oh!, no en ese sentido. Empleaba la palabraen su sentido general. El vagabundo religioso,piadoso, pero vagabundo al fin y al cabo. En elbuen sentido, en el sentido honorable, pero unvagabundo... Desde el punto de vista médico...

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Me volví completamente de improviso haciael doctor:

-Le aseguro a usted que los vagabundos so-mos más bien usted y yo y todas las personasaquí presentes, y no este viejo, que todavíapodría darnos tantas lecciones, porque tiene unprincipio firme en su vida, mientras que noso-tros dos, tal como estamos aquí, no tenemosnada sólido... En realidad, usted no puedecomprender.

Yo había hablado brutalmente; pero para esoera para lo que había venido. En el fondo no sépor qué seguía quedándome allí, y estaba su-mido en una especie de locura.

-¿Cómo? - Tatiana Pavlovna me miró con airesuspicaz -. Y bien, ¿cómo lo has encontrado,Makar Ivanovitch? - dijo ella, señalándome conel dedo.

-Que Dios lo bendiga, tiene el espíritu vivo -dijo el anciano seriamente, pero a la palabra«vivo» casi todo el mundo se echó a reír.

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Me puse rígido; el que más reía era el doctor.Lo molesto era que entonces yo no sabía el con-venio que tenían hecho previamente. Versilov,el doctor y Tatiana Pavlovna se habían puestode acuerdo, desde hacía ya tres días, para hacertodo lo posible con tal de apartar de mamá susmalos presentimientos y sus temores en cuantoa Makar Ivanovitch, que estaba infinitamentemás enfermo y más incurable de lo que yo pen-saba entonces. He ahí por qué todo el mundobromeaba y se esforzaba en reír. Solamente queel doctor era un idiota y, por temperamento, nosabía bromear; ésa fue la causa de todo lo quepasó. Si yo hubiese estado enterado de su con-venio, habría obrado de otra manera. Lisa tam-poco sabía nada.

Me quedé escuchando nada más que a me-dias; ellos hablaban y reían mientras que yotenía en la cabeza a Daria Onissimovna con susnoticias, y no podía desprenderme de aquello;me parecía verla allí, sentada y mirando,levántándose prudentemente y lanzando una

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ojeada a la otra habitación. En fin, de repente,todos se echaron a reír: Tatiana Pavlovna, no séa propósito de qué, había calificado de prontoal doctor de ateo:

-Pero ya se sabe, todos vosotros, doctores demala muerte, no sois más que ateos.

-Makar Ivanovitch - exclamó el doctor, fin-giendo, de la manera más estúpida del mundo,estar ofendido y reclamar justicia-, ¿soy yo ateo,sí o no?

-¿Tú, ateo? No, tú no eres ateo - respondiógravemente el anciano, mirándolo con fijeza -noa Dios gracias -- meneo la cabeza -, eres dema-siado alegre.

-Entonces, ¿si se es alegre, no se puede serateo? - preguntó irónicamente el doctor.

-¡Es todo un pensamiento! -- dijo Versilov, pe-ro sin reírse.

-¡Es un, gran pensamiento! - exclamé yo, sinpoder contenerme, impresionado por aquellaidea.

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El doctor miraba alrededor de él con aire in-terrogador.

-Esa gente instruida, esos profesores - empezóMakar Ivanovitch, bajando ligeramente los ojos(sin duda se había dicho antes alguna cosa so-bre los profesores) -, al principio, me inspirabanun miedo atroz: me mostraba tímido frente aellos, porque no había cosa que temiera másque a los ateos. Yo me decía: «No tengo másque un alma; si la pierdo, no volveré a encon-trar otra.» Pero más tarde adquirí valor: «Va-mos allá, al fin y al cabo no son dioses, sonhombres como nosotros, a incluso más bajosque nosotros.» Y además, la curiosidad aguijo-neaba: «Quiero saber por fin qué es eso delateísmo.» Únicamente, amigo mío, que tambiénesa curiosidad pasó en seguida.

Se calló un momento, pero muy decidido acontinuar, con la misma sonrisa digna y grave.Existe una ingenuidad que se fía de todo elmundo, sin sospechar que pueda existir la bur-la. Ese tipo de hombres se distingue porque son

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individuos limitados, dispuestos a desplegardelante del primero que llegue lo que de másprecioso tiene en el corazón. Pero me parecíaque en Makar Ivanovitch había una cosa distin-ta y que no era únicamente la inocencia de susimplicidad lo que lo empujaba a hablar: seadivinaba en él a un propagandista. Yo habíacaptado con satisfacción cierta ironía, inclusoun poco maligna, dedicada al doctor y quizátambién a Versilov. Esta conversación era por lovisto la continuación de discusiones anterioresque habían tenido en el curso de la semana.Pero, por desgracia, se había dejado escaparuna vez más la misma palabra fatal que tantome había electrizado la víspera y que me im-pulsó a una salida que todavía lamento.

-El ateo-hombre - continuó el anciano, con ai-re concentrado - es posible que me inspire mástemor aún. Lo que pasa únicamente, mi queridoAlejandro Semenovitch, es que a ese ateo no lohe encontrado jamás, ni siquiera una sola vez, yen su lugar he encontrado al ateo embrollón,

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que es como hay que llamarlo. Son individuosde muy distintas clases; ni siquiera se puededistinguir sus especies; grandes y pequeños,tontos y sabios, a incluso gente del pueblo, ytodos unos embrolladores. Se pasan toda lavida leyendo y razonando, están saturados porel encanto de los libros, péro por su parte per-manecen siempre en la duda, sin poder decidirnada. Los hay que están totalmente dispersos,que ni siquiera se observan ya a sí mismos;otros están más endurecidos que la piedra, y sucorazón está recorrido por sueños; otros soninsensibles y ligeros con tal de poder soltar susbromas. Otros no han cogido de sus libros másque la flor, y encima según la idea que ellostienen; pero siempre son embrolladores y sindecisión; he aquí lo que os diré aún: hay en esomucho de aburrimiento. El hombre sencillovive en la necesidad, no tiene pan, no tiene na-da que dar a los niños, duerme sobre la picantepaja, pero tiene siempre el corazón alegre yligero; comete pecados y dice groserías, pero el

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corazón sigue estando entero. El grande hom-bre se atraca de bebida y de alimento, está sen-tado sobre su montón de oro, pero el corazón lotiene siempre lleno de fastidio. Los hay que hanatravesado todas las ciencias, y el fastidio sigueestando allí. Yo creo ciertamente que, cuantomás espíritu se tiene, tanto mayor es el tedio.Tomen en cuenta solamente una cosa: se estáenseñando desde que el mundo es mundo, puesbien, ¿qué es lo que se ha áprendido de bueno,qué es lo que se ha aprendido para que el mun-do sea una morada bella y alegre dentro de loposible y desbordante de todos los gozos? Y osdiré aún otra cosa: ellos no tienen belleza, nisiquiera la quieren; están todos muertos, úni-camente que cada uno alaba su muerte y nopiensa en volverse hacia la única Verdad; vivirsin Dios no es más que tormento. Sucede asíque maldecimos a lo que nos alumbra, y eso sinsiquiera saberlo. ¿Y qué sentido común hay eneso? El hombre no puede vivir sin arrodillarse;no se soportaría, ningún hombre sería capaz de

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ello. Si rechaza a Dios, se arrodilla delante deun ídolo, de madera, o de oro, o imaginario.Todos son idólatras, y no ateos, así es como hayque llamarlos. ¿Y cómo no ser ateo? Los hayque son verdaderamente ateos, sólo que ésosson mucho más terribles que los otros, porquese presentan con el nombre de Dios en la boca.He oído hablar de ellos muchas veces, peronunca me he encontrado con ninguno. Peroellos existen, amigo mío, y creo que deben exis-tir.

-Los hay, Makar Ivanovitch - confirmó de re-pente Versilov -, los hay y «deben existir».

-¡Desde luego que los hay y «deben existir»! -esta frase se me escapó irresistiblemente y confuego, no sé por qué; pero el tono de Versilovme había arrastrado y una idea me seducía enla expresión: «deben existir».

Esta conversación me resultaba totalmente in-esperada. Pero en aquel momento se produjo

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súbitamente algo completamente inesperadotambién.

IVEl día era de una luminosidad notable. Por lo

general, en la habitación de Makar Ivanovitchno se levantaba la persiana en todo el día, pororden del doctor; solamente que lo que había enla ventana no era una persiana, sino una corti-na, de forma que la parte alta de la ventana nollegaba a estar cubierta; en efecto, el viejo seencontraba mal cuando no vela en absoluto elsol, con la antigua persiana. Ahora bien, nosquedamos charlando justamente hasta el mo-mento en que un rayo de sol le dio a MákarIvanovitch en pleno rostro. Ocupado en la con-versación, al principio no se dio cuenta de eso,pero varias veces volvió la cabeza maquinal-mente, sin dejar de hablar, porque aquel rayobrillante lo molestaba a irritaba sus ojos enfer-mos. Mamá, en pie al lado de él, había mirado

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ya varias veces la ventana con inquietud; habríahecho falta sencillamehte cegarla del todo, pero,para no estorbar la conversación, imaginó elprocedimiento de intentar arrastrar hacia laderecha el taburete sobre el que estaba sentadoMakar Ivanovitch: bastaba empujarlo quincecentímetros, veinte como máximo. Ya ella sehabía inclinado varias veces para ponerle lamano encima, pero no había podido moverlo; eltaburete, con Makar Ivanovitch sentado, no semovía lo más mínimo. Sintiendo sus esfuerzos,pero de manera completamente inconsciente,en el ardor de la conversación, Makar Ivano-vitch había intentado varias feces levantarse,pero sus piernas no le obedecían. Sin embargo,mamá continuaba haciendo todos sus esfuerzosy tirando, y por fin todo aquello impacientó aLisa. Me acuerdo de ciertas miradas brillantes,irritadas; únicamente que en el primer momen-to yo no sabía a qué atribuirlas, y además esta-ba distraído por la conversación. De repente,

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resonó esta invitación violenta, casi un grito,dirigida a Makar Ivanovitch:

-¡Pero, levántese usted un poco, ya ve las mo-lestias que está pasando mamá!

El anciano la miró rápidamente, comprendióen seguida y trató inmediatamente de obedecer,pero sin éxito: apenas se había levantado diezcentímetrqs, volvió a caer sobre el taburete.

-¡No puedo, hija mía! - respondió quejumbro-samente a Lisa, mirándola con humildad.

-Contar historias como para llenar un libro sípuede usted, pero para hacer un sencillo mo-vimiento no tiene fuerzas, ¿verdad?

-¡Lisa! - gritó Tatiana Pavlovna.Makar Ivanovitch hizo de nuevo un esfuérzo

extraordinario.-¡Coja usted su muleta, está caída en el suelo,

y ayúdese con ella! - lanzó Lisa de nuevo.-¡Es verdad! - dijo el anciano, que se apresuró

a coger su muleta.

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-Sencillamente, no hay más que levantarlo -dijo Versilov, poniéndose en pie.

El doctor se puso en movimiento, TatianaPavlovna se lanzó a su vez, pero no llegaron atiempo: Makar Ivanovítch, apoyándose contodas sus fuerzas en la muleta, se había levan-tado de repente y se mantenía en pie mirandoen torno a él, gozoso y triunfante.

-¡Lo he conseguido, yo solo! - exclamó casicon orgullo, riendo alegremente -. Gracias, hijamía, tú me has hecho más sabio, y yo que creíaque mis piernas no servían ya para nada...

Pero no se quedó de pie mucho tiempo. Nohabía terminado su frase, cuando la muletasobre la que se apoyaba con todo su peso sedeslizó de repente por la alfombra, y, como laspiernas no lo sostenían casi en absoluto, se de-rrumbó cuan largo era sobre el entarimado.Resultó un espectáculo casi espantoso, meacuerdo muy bien. Hubo un « ¡Oh! » general,nos lanzamos todos a recogerlo, pero, a Dios

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gracias, no se había fracturado nada; sus rodi-llas habían chocado pesadamente con el enta-rimado, formando un gran ruido, pero él habíatenido tiempo de avanzar la mano derecha y deaguantarse sobre ella. Lo levantaron y se le ten-dió en la cama. Estaba muy pálido, no de mie-do, sino a causa del golpe. (El doctor le habíaencontrado, entre otras cosas, una enfermedaddel corazón.) Mamá estaba fuera de sí, de te-rror. Súbitamente, Makar Ivanovitch, todavíapálido, sacudido el cuerpo y pareciendo apenashaber vuelto en sí, se volvió hacia Lisa y, conuna voz dulce, casi tierna, le dijo:

-¡No, hija mía, ya lo ves, rnis piernas ya no mesoportan!

Yo no sabría explicar la impresión que se hab-ía apoderado de mí. Las palabras del pobreviejo no tenían el menor acento de queja o dereproche; por el contrario, era evidente que élno había notado, desde el principio, la menormalignidad en las palabras de Lisa y que habíaconsiderado los gritos que ella le había dirigido

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como una cosa merecida, es decir, como unareprimenda a la que él se había hecho acreedorpor su falta. Todo aquello obró también terri-blemente sobre Lisa. En el momento de la caída,ella había dado un salto como todo el mundo yestaba allí como muerta, sufriendo naturalmen-te porque ella era la causa de todo. Pero, al oíraquellas palabras, casi instantáneamente, enro-jeció toda ella de vergüenza y de arrepenti-miento.

-¡Basta! - ordenó de pronto Tatiana Pavlovna-. Todo esto proviene de esas conversacionestan tontas. Que cada uno se vaya a su habita-ción. Pero, ¿qué hacer cuando es el mismomédico el que empieza la cháchara?

-Desde luego - contestó Alejandro Semeno-vitch, afanándose en torno al enfermo -. Perdón,Tatiana Pavlovna, él necesita reposo.

Pero Tatiana Pavlovna no escuchaba: desdehacía medio minuto observaba a Lisa silencio-samente y sin perderla de vista.

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-Ven aquí, Lisa, y bésame, ¡vieja tonta quesoy!; si quieres, claro está - invitó súbitamente.

Y la abrazó, ignoro por qué, pero desde luegoeso era lo que había que hacer; hasta el puntoque a mí mismo me faltó poco para lanzarme aabrazar a Tatiana Pavlovna; en efecto, era preci-so no aplastar a Lisa bajo los reproches, sinoacoger con alegría y felicitaciones el nuevo ybuen sentimiento que seguramente iba a naceren ella. Sin embargo, en lugar de todos esossentimientos, me levanté de pronto y, marti-llando las palabras, empecé:

-Makar Ivanovitch, usted ha vuelto a emplearesa palabra: «la belleza», y justamente ayer ytodos estos días esa palabra me viene atormen-tando... En realidad toda mi vida me ha ator-mentado, solamente que otras veces yo no sabíalo que era. Considero esta coincidencia comofatal, casi maravillosa...Lo declaro en su presen-cia...

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Pero se me interrumpió. Lo repito: yo ignora-ba lo que ellos habían acordado en cuanto amamá y Makar Ivanovitch; y, por mis actospasados, ellos naturalmente me creían capaz deun escándalo de esa clase.

-¡Calmadlo, calmadlo!Tatiana Pavlovna estaba completamente en-

fadada. Mamá se puso a temblar. Makar Ivano-vitch, al ver el espanto general, se asustó tam-bién.

---¡Arcadio, cállate! - gritó con severidad Ver-silov.

-El verlos a todos ustedes alrededor de ese re-cién nacido - elevé la voz todavía más y señalé aMakar - es para mí una monstruosidad. Aquíno hay más que una santa, y es mamá, y todav-ía...

-¡Va usted a asustarlo! - insistió el doctor.-Sé que soy el enemigo de todo el mundo -

balbucí (o alguna cosa de esa clase), pero, des-

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pués de una nueva ojeada circular, lancé unamirada provocativa a Versilov.

-¡Arcadio! - gritó de nuevo -. Ya ha sucedidoaquí entre nosotros una escena análoga. Te losuplico, ¡reprímete ahora!

Yo no sabría expresar el potente sentimientocon el cual pronunció estas palabras. Había ensus rasgos una pena extraordinaria, sincera,completa. Lo más asombroso era que él teníauna expresión de culpabilidad: era yo el juez, yél, el criminal. Todo esto me sacó de quicio.

-¡Sí! - grité en respuesta -, esta escena se pro-dujo ya el día en que enterré a Versilov, cuandolo arranqué de mi corazón... Luego ha habido laresurrección de los muertos, pero ahora... ahora¡está terminado del todo! Pero... pero van a vertodos ustedes de lo que yo soy capaz. ¡No seesperan ustedes lo que yo soy capaz de probar!

Dicho esto, me lancé hacia mi habitación. Ver-silov corrió tras de mí.

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Tuve una recaída: un acceso muy fuerte defiebre, y, al atardecer, delirio. Pero no todo eradelirio: había sueños innumerables, en proce-sión interminable, de entre los cuales he re-tenido durante toda mi vida uno, o un fragmen-to de uno. Lo registro aquí sin ninguna explica-ción; ese sueño era profético y no puedo omitir-lo.

Me encontré de pronto, lleno el corazón conun propósito grande y orgulloso, en una salavasta y alta; sólo que no en casa de Tatiana Pav-lovna: me acuerdo muy bien de esta sala; hagoesta observación por anticipado. Pero me es-fuerzo en vano por estar solo; siento siempre,con inquietud y sufrimiento, que no estoy solodel todo, que se me espera y que se espera demí alguna cosa. En alguna parte por detrás dela puerta hay personas que esperan to que voya hacer. Una sensación insoportable: « ¡Ah, siyo estuviera solo! » Y de repente ella entra. Tie-ne un aspecto tímido y está terriblemente asus-tada; busca mis ojos. Tengo en mis manos el

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documento. Sonríe para seducirme, se pega amí; me da lástima, pero comienzo a experimen-tar malestar. De pronto esconde su rostro entrelas manos. Arrojo el «documento» sobre la me-sa con un desprecio inexpresable: « ¡No mepida nada, tome, no le reclamo nada! ¡Me ven-go con el desprecio de todas las injurias que hesufxido! »

Salgo de la habitación, lleno de un inmensoorgullo. Pero en el umbral, en la oscuridad,Lambert me detiene: « ¡Imbécil! Idiota! - musitacon toda su fuerza, agarrándome por el brazo -:Ella va a abrir en Vassili Ostrov una pensiónpara niñas de la nobleza.» (Nota bene: es decir,para ganarse la vida si su padre, informado pormí de la existencia del documento, la deshereday la pone de patitas en la calle. Anoto literal-mente las expresiones de Lambert, tal como lasoí en el sueño.)

-Arcadio Makarovitch busca «la belleza» - esla vocecita de Ana Andreievna la que oigo muycerca, en la escalera; pero no era alabanza, era,

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por el contrario, una burla insoportable lo quevibraba en aquellas palabras.

Vuelvo a la habitación con Lambert. Pero, alverle, ella se echa inmediatamente a reír. Miprimera impresión es un terrible espanto, unespanto tal, que me detengo y me niego a se-guir avanzando. La miro y no creo en mis ojos;es como si de repente se hubiese quitado unamáscara del rostro: los rasgos son los mismos,pero cada uno de ellos está defermado por unadesvergüenza desmedida. « ¡El rescate, señora,el rescate! », grita Lambert, y los dos se echan areír cada vez con más fuerza, y mi corazón dejade latir: « ¿Es posible que esta mujer desver-gonzada sea la misma que aquella que con unasola mirada hacía hervir mi corazón de virtud?»

-¡He aquí de to que son capaces por dinero,estos orgullosos, en su gran mundo! - exclamaLambert.

Pero la desvergonzada no se turba por tanpoca cosa; se echa a reír precisamente al verme

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tan espantado. ¡Ah!, está dispuesta a pagar elrescate, lo veo, y... ¿qué es lo que pasa en mí?Ya no experimento ni lástima ni repugnancia.Tiemblo como nunca... Un nuevo sentimientose apodera de mí, un sentimiento inexpresable,que no he conocido nunca, y poderoso coniotodo el universo... ¡No tengo ya fuerzas parairme de allí, por nada en el mundo! ¡Oh, quédichoso soy al verla tan desvergonzada! La aga-rro por las manos, el contacto de sus manos mesacude dolorosamente, y aproximo mis labios asus labios desvergonzados, bermejos, tembloro-sos de risa y que me llaman.

¡Lejos de mí ese recuerdo humillante! ¡Maldi-to sueño! ¡Lo juro, antes de ese sueño infame nohabía habido nada en mi espíritu que se pare-ciese en to más mínimo a aquel pensamientovergonzoso! No, ni siquiera un sueño involun-tario de aquella índole (sin embargo, yo guar-daba el documento cosido dentro de mi bolsilloy a veces me llevaba las manes al bolsillo conuna sonrisa extraña). ¿De dónde había venido

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todo aquello de golpe? ¡Es que yo tenía un almade araña! Qtliero ¿ecir que todo estaba desdehacía mucho tiempo en germen y reposaba enmi corazón perverso, en mi deseo, pero que elcorazón estaba todavía retenido por la ver-güenza, en el estado de vigilia, y el espiritu noosaba todavía representarse conscientementenada parecido. En el sueño, por el contrario, elalma había presentado y desplegado delante deella misma todo to que había en el corazón, conuna precisión perfecta y en un cuadro muycompleto, y bajo forma profética. ¿Era pre-cisamente aquello to que yo quería probarles, alescaparme por la mañana de la habitación deMakar Ivanovitch? ¡Pero basta, ni una palabramás de eso antes de que llegue el momento!Aquel sueño que tuve es una de las aventurasmás extrañas de mi vida.

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CAPÍTULO IIII

Tres días más tarde, me levanté por la maña-na y comprendí de repente, una vez en pie, queno volvería a meterme en la cama. Experimen-taba en todo mi ser la cercanía de la curación.Todos estos menudos detalles no valdríanquizá la pena de ser anotados, pero entoncessobrevino una serie de días en los cuales no seprodujo nada de particular, y que, no obstante,han permanecido todos en mi memoria comoalgo tranquilo y gozoso: es una rareza en misrecuerdos. De momento, no hablaré de mi esta-do mental; si el lector supiese en qué consistía,no querría creerlo. Conviene más que esto resal-te más tarde por los hechos. Mientras tanto,diré solamente esto: que el lector se acuerde deun alma de araña. Y de esto, de la habitacióndesde la que quería abandonarlos y, con ellos,al mundo entero, en nombre de «la belleza». Elanhelo de belleza estaba en su colmo, eso erauna gran verdad, pero la forma en que pudo

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aliarse con otros anhelos, ¡y cuáles!, es para míun misterio. Eso siempre ha sido un misterio, ymil veces me he asombrado de esta facultadque tiene el hombre (y, creo, por excelencia elhombre ruso) de mecer su corazón a una alturasublime y junto a la peor bajeza, y siempre conuna absoluta sinceridad. Sobre si esta famosaamplitud de espíritu del ruso, que lo conducirálejos, es eso, amplitud de espíritu, o si es senci-llamente bajeza, la cuestión queda sin dilucidar.

Pero dejemos esto. De una manera o de otra,se produjo una calma. Yo había comprendidoque era preciso a toda costa volver a estar sanoy lo más pronto posible, para comenzar lo máspronto posible a obrar, y por eso decidí vivirhigiénicamente, y escuchar al doctor (cualquie-ra que fuese), aplazando las intenciones belico-sas, con una sabiduría extrema (fruto de la am-plitud de espíritu) hasta el día de mi salida, esdecir, hasta la curación. La forma en que todaslas impresiones pacíficas y los disfrutes deaquella calmá pudieran conciliarse con los lati-

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dus alarmados y agradablemente dolorosos demi corazón, ante el presentimiento de las tem-pestuosas decisiones próximas, to ignoro, perolo sigo atribuyendo a la «amplitud de espíritu».Sin embargo yo no esperaba la inquietud deotras veces; lo había aplazado todo hasta eltérmino fijado, sin temblar ante el porvenir co-mo antes temblaba, sino en plan de hombrerico, seguro de sus recursos y de sus fuerzas. Laarrogancia y el desafío ante el destino que meaguardaba iba creciendo, un poco, creo, a causade mi curación ya efectiva y del retorno rápidode las energías vitales. Aquellos pocos días decuración definitiva a incluso verdadera, los re-cuerdo todavía con gran satisfacción.

Me habían perdonado todo, quiero decir misalida, ellos, esas mismas personas a las que yohabía tratado como monstruos. Eso es to queme gusta en la gente, eso es lo que yo llamo lainteligencia del corazón; por lo menos, eso mesedujo inmediatamente, hasta un cierto puntosin duda. Versilov y yo, por ejemplo, continuá-

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bamos charlando como buenos y viejos amigos,pero hasta cierto punto: en cuanto se manifes-taba demasiada expansión (cosa que no dejabade suceder de vez en cuando), los dos nos con-teníamos inmediatamente, con un asomo devergüenza. Hay casos en que el vencedor notiene más remedio que avergonzarse ante suvencido, precisamente por haberlo derribado.El vencedor, evidentemente, era yo; y me son-rojaba por eso.

Aquella mañana, es decir, el día en que melevanté del lecho después de mi recaída, vino averme y fue entonces cuando me enteré por él,por primera vez, del convenio que habían for-mado todos respecto a mamá y a Makar Ivano-vitch. Añadió que el anciano estaba mejor, peroque, a pesar de todo, el doctor no respondía deél. Le hice de todo corazón la promesa de sermás prudente en el porvenir. En el momento enque Versilov me contaba todo aquello, noté derepente, por primera vez, que él mismo estabamuy sinceramente preocupado por aquel an-

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ciano, es decir, infinitamente más de lo que yohabría podido esperar de un hombre como él, yque lo consideraba como a una criatura particu-larmente querida, querida por él mismo y notan sólo por causa de mamá. La cosa me inte-resó, casi me asombró, y, lo reconozco, sin Ver-silov hay muchas cosas que se me habrían es-capado y que yo no habría apreciado suficien-temente en aquel anciano, que me ha dejadouno de los recuerdos más sólidos y más origina-les de mi corazón.

Versilov parecía temer en cuanto a mis rela-ciones con Makar Ivanovitch, o más bien no sefiaba ni de mi inteligencia ni de mi tacto, y poreso se mostró extremadamente satisfecho mástarde, cuando se dio cuenta de que yo tambiénera capaz a veces de comprender cómo habíaque comportarse con un hombre de ideas y deconcepciones totalmente distintas; en una pala-bra, que yo sabía ser, cuando se presentaba elcaso, conciliador y tolerante. Reconozco tam-bién (creo que sin humillarme) que encontré en

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aquella criatura venido del pueblo algo absolu-tamente nuevo para mí en cuanto a los senti-mientos y a las ideas, algo que yo desconocía,infinitamente más limpio y consolador que lamanera que yo tenía de comprender antesaquellas cosas. A pesar de todo, no había mediode no sulfurarse algunas veces, ante ciertos pre-juicios categóricos en los cuales él creía con unacalma y una seguridad imperturbables. Pero deeso, naturalmente, la única causa estaba en sufalta de instrucción, y su alma se hallaba bas-tante bien organizada, incluso tan bien, que nohe conocido nunca a nadie que le sea superioren ese aspecto.

IIAnte todo, lo que me atraía en él, como ya he

dicho anteriormente, era su extremo candor yuna ausencia total de amor propio; se presentíaallí un corazón casi sin pecados. Poseía «laalegría» del corazón, y por consiguiente tam-

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bién «la belleza». Esta palabrita de «alegria», élla amaba mucho y la empleaba frecuentemente.Sin duda, a veces estaba poseído por una espe-cie de excitación enfermiza, por una enferme-dad de enternecimiento, un poco exagerada,supongo, porque la fiebre, a decir verdad, no loabandonó en todo aquel tiempo; pero aquellono era obstáculo para la belleza. Había tambiéncontrastes: junto a una asombrosa ingenuidad,que a veces no se daba cuenta en absoluto de laironía (a menudo con gran despecho por miparte), había también no sé qué fina astucia,sobre todo en las escaramuzas polémicas. Lapolémica era cosa que lo entusiasmaba, perosolamente de vez en cuando y a su manera. Seveía que había errado mucho a través de Rusia,oído mucho, pero lo repito, le gustaba más quenada el enternecimiento y por consiguiente to-do lo que terminaba en ternura, y era muy afi-cionado a contar cosas enternecedoras. En ge-neral, le gustaba muchísimo relatar. De su bocahe oído multitud de relatos sobre sus propios

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viajes, toda clase de leyendas sobre la vida se-creta de los más antiguos ascetas. Tales temasno me son apenas conocidos, pero creo que élañadía a esas leyendas no pocas mentiras, pro-cedentes en su mayor parte de la tradición oralde nuestro pueblo. Había cosas verdaderamen-te imposibles de admitir. Pero, junto a deforma-ciones evidentes o puras mentiras, resplandecíasiempre no sé qué asombrosamente sólido, lle-no de sentimiento popular y siempre enter-necedor... He retenido, por ejemplo, de todosesos relatos, la larga historia denominada «Vidade Santa María Egipcíaca». De esa vida y decasi todas las otras análogas, yo no tenía hastaentonces la más mínima idea. Lo digo franca-mente: era imposible oírlo sin echarse a llorar,no de enternecimiento, sino por una especie deextraño entusiasmo: se sentía allí algo extraor-dinario y ardiente, como la arena calcinada has-ta el blanco vivo del desierto, habitado por leo-nes, a través del cual erraba la santa. Pero no es

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de eso de lo que quiero hablar, y además no soycompetente.

Además del enternecimiento, lo que me agra-daba en él eran ciertos puntos de vista extre-madamente originales sobre ciertas cuestionesextremadamente discutidas aun en nuestraépoca. Un día, por ejemplo, contaba la historiareciente de un soldado licenciado; él había sidocasi testigo presencial del suceso. Aquel solda-do había vuelto a sus Tares, y, al hallarse denuevo entre los campesinos, no se había sentidoya allí a gusto ni les había agradado a ellostampoco. Nuestro hombre se descarrió, se pusoa beber y cometió no sé qué acto de latrocinio;no había pruebas ciertas; sin embargo, lo detu-vieron y lo juzgaron. El abogado había conse-guido ya casi que lo absolvieran: ¡no habíapruebas!, cuando de pronto el otro, que estabaescuchando, se levantó bruscamente a inte-rrumpió a su defensor: « No, espera un poco.»Y lo contó todo «hasta el último entresijo»; sereconoció culpable de todo, con llantos y arre-

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pentimiento. Los jurados se retiraron, se ence-rraron en su sala, y helos aquí que vuelven asalir: «No, no es culpable.» No hubo más quegritos de alegría. Pero el soldado se quedó cla-vado en el sitio, como si lo hubiesen transfor-mado en una columna, sin comprender nada;no comprendió tampoco lo que le dijo el presi-dente para su gobierno, al ponerlo en libertad.Se marchó, no creyendo lo que veían sus ojos.Fue poseído por el fastidio: helo aquí sumergi-do en sus reflexiones, ni come ni bebe, y nohabla ya con la gente. Cinco días después seahorcó. «¡He ahí lo que significa vivir con unpecado sobre la conciencia! », concluyó MakarIvanovitch. Este relato carece evidentemente devalor, y de esas historias hay ahora multitudesen todos .los periódicos, pero lo que me agradófue el tono, y más aún ciertas palabras que ex-presaban verdaderamente una idea nueva. Alcontar por ejemplo cómo el soldado, de vueltaal pueblo, no agradaba ya a los aldeanos, MakarIvanovitch se expresó así: «Un soldado, ya se

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sabe lo que es: un soldado es un campesinoechado a perder.» Hablando en seguida delabogado que había estado a punto de ganar eljuicio, dijo también: «Ya se sabe lo que es unabogado: un abogado es una conciencia de al-quiler.» Estas dos expresiones las encontró sinla menor dificultad y sin prestar la menor aten-ción él irismo, y sin embargo contienen todo unconcepto justo de esos dos seres, concepto que,si bien no es el de todo el pueblo, es el de Ma-kar Ivanovitch, suyo propio y no tomado apréstamo. Esos juicios completamente acabadosque tiene el pueblo sobre tal o cual tema son aveces verdaderamente maravillosos por su ori-ginalidad.

-Makar Ivanovitch, ¿y qué piensa usted sobreel pecado del suicidio? - le pregunté a propósitode aquel relato.

--El suicidio es el pecado mayor del hombre –respondió con un suspiro -, pero el Señor es elúnico juez de éste, porque Él solo lo sabe todo,las medidas y los límites. El deber por nuestra

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parte, es el de rezar por pecadores tan grandes.Cada vez que oyes hablar de un pecado comoése, antes de dormirte reza por ese pecador unatierna plegaria; a lo menos suspira por él cercade Dios; incluso si no lo has conocido en abso-luto, tu oración por eso será todavía más eficaz.

-Pero, ¿de qué le servirá mi oración, si está yacondenado?

-¿Y qué sabes tú? Muchos, ¡oh!, muchos nocreen y aturden por eso a las personas mal in-formadas; no los escuches, porque no sabenadónde van. La oración de un hombre todavíavivo por un condenado llega verdaderamente aDios. Pero, ¿qué será de aquel que no tiene anadie para rezar por él? Por eso, cuando reces,antes de acostarte, añade al terminar: «Señorjesús, ten piedad también de todos aquellos queno tienen a nadie que rece por ellos.» Esta ora-ción es muy eficaz y muy agradable. Lo mismopor todos los pecadores aún vivos: «¡Señor, porlos medios que Tu sabes, salva a todos los im-penitentes! » Esta oración también es buena:

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Le prometí rezar esas oraciones, compren-diendo que esa promesa le proporcionaría unplacer extremo. Y en efecto, la alegría brilló ensu rostro; pero me apresuro a añadir que encasos semejantes él no me miraba nunca dearriba abajo, como una especie de ermitañopodría tratar a un vulgar adolescente; al contra-rio, muy a menudo le gustaba escucharme dis-currir, y no se cansaba, sobre diferentes temas,estimando sin duda que tenía que vérselas conun joven, pero también que ese joven era infini-tamente más instruido que él. Le gustaba porejemplo hablar muy a menudo de los ermitañosy colocaba «el desierto» inmensamente por en-cima de «la vida errante». Le hice ardientesobjeciones, insistiendo sobre el egoísmo de esaspersonas que abandonan al mundo y desdeñanel bien que podían hacer a la humanidad, úni-camente en vista de una idea egoísta de su sal-vación. Al principio, él no comprendía e inclusosospecho que no me comprendió jamás; perodefendía mucho al desierto: «Primeramente se

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tiene lástima de sí mismo, como es natural (esdecir, en el momento de instalarse en el desier-to), en seguida empieza a alegrarse más y máscada día y después, por fin, se ve a Dios.» Desa-rrollé entonces delante de él un cuadro comple-to de la actividad útil del sabio, del médico, engeneral del amigo de la humanidad en el mun-do, y le causé un verdadero entusiasmo, puestoque él mismo hablaba de eso calurosamente; acada momento me aprobaba: «Sí, hijo mío, sí,Dios te bendiga, estás en lo cierto.» Pero cuandohube terminado, no se mostró sin embargocompletamente de acuerdo: «Está bien eso -suspiró profundamente -, pero ¿hay muchosque resistan bien y que no se dejen distraer? Eldinero no es Dios, pero es un semidiós, es unagran tentación; y después hay también la mujer,y después la duda y después la envidia. Se ol-vida el gran negocio y se pone uno a ocuparsedel pequeño. En el desierto pasa de una maneramuy distinta. En el desierto, el hombre se forti-fica para todas las hazañas. ¡Amigo mío! Pero

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¿qué pasa en el mundo? - Y exclamó con unsentimiento extraordinario -. ¿No es solamenteun sueño? Coge arena y siémbrala sobre losguijarros; cuando esa arena amarilla empiece abrotar sobre tus guijarros, entonces se realizaráto sueño en el mundo, así es como se habla en-tre nosotros. Pero en Cristo se habla de otramanera: "Ve y distribuye to riqueza y hazte elservidor de todos." Y serás más rico que antes,una infinidad de veces; porque no es solamenteel alimento ni los vestidos preciosos, ni el orgu-llo y la ambición los que dan la felicidad, sino elamor infinitamente multiplicado. ¡No es unapequeña riqueza, ni cien mil, ni un millón, sinoel universo entero lo que ganarás! Ahora, ama-samos sin hartarnos y disipamos locamente;pero entonces no habrá ni huérfanos ni pobres,porque todos son míos, todos son mis parientes,a todos los he adquirido, a todos los he com-prado desde el primero hasta el último. Hoy, noes raro que incluso el rico y el grande se mues-tren indiferentes al número de sus días, y no

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sepan ellos mismos qué distracción inventar;pero entonces tus días y tus horas se mul-tiplicarán por mil, porque tú no querrás ya per-der ni un solo minutito y de cada uno to daráscuenta en la alegría de tu corazón. Entoncesadquirirás la sabiduría no solamente por loslibros, porque estarás con Dios mismo cara acara; y la tierra resplandecerá más que el sol, yno habrá allí ni penas ni suspiros, sino única-mente un paraíso único, sin precio... »

He ahí los accesos de entusiasmo que a Versi-lov le gustaban, creo, enormemente. Aquellavez se encontraba precisamente en la habita-ción.

-¡Makar Ivanovitch! -lo interrumpí yo de re-pente, caldeado yo mismo sobremanera (meacuerdo muy bien de aquella velada) -. ¡Pero esel comunismo, un verdadero comunismo lo queestá usted predicando!

Y como él no sabía absolutamente nada de ladoctrina comunista, a incluso era aquélla la

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primera vez que oía esa palabra, me puse enseguida a explicarle todo lo que yo sabía deaquello. Confieso que sabía pocas cosas y lassabía mal, a inclúso ahora no soy nada compe-tente en la materia, pero lo que sabía, lo expusea pesar de todo con mucho ardor. Me acuerdoaún con complacencia de la impresión extraor-dinaria que produje en el anciano. No era sólouna impresióri, sino más bien una sacudida. Seinteresaba enormemente por los detalles his-tóricos: «¿Dónde? ¿Cómo? ¿Quién lo hizo?¿Quién lo dijo?» He observado por lo demásque eso es en general una particularidad delpueblo: no se contenta con la idea general; des-de el momento en que algo le interesa mucho,reclama con avidez detalles firmes y precisos.Por mi parte, yo me extraviaba entre los deta-lles, y como Versilov estaba presente, yo teníaun poco de vergüenza delante de él y me acalo-raba cada vez más. Finalmente, Makar Ivano-vitch, todo enternecido, no hacía más que repe-tir después de cada palabra: « ¡Sí, sí! », pero

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visiblemente sin comprender nada y sin seguirel hilo. Yo estaba irritado por aquello, pero derepente Versilov interrumpió la conversación,se levantó y declaró que era la hora de irse aacostar. Estábamos todos reunidos y era ya tar-de. Cuando, algunos minutos después, lanzóun vistazo por mi habitación, le pregunté in-mediatamente qué concepto tenía sobre MakarIvanovitch en general y qué pensaba de él. Soltóuna risa gozosa (no era ni muchísimo menospor mis errores sobre el comunismo; al contra-rio, no habló de aquello). Lo repito una vezmás: él estaba literalmente chiflado por MakarIvanovitch, y yo sorprendía con frecuencia ensu rostro una sonrisa extraordinariamente se-ductora cuando escuchaba al anciano. Esa son-risa, por lo demás, no impedía la crítica.

-Has de tener en cuenta, ante todo, que MakarIvanovitch no es un mujik, sino un siervodoméstico - declaró recalcándolo mucho -, unantiguo siervo doméstico y un antiguo servidor,nacido servidor y de un servidor. Esos siervos y

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esos domésticos compartían muchos aspectosde la vida privada, intelectual y espiritual desus amos, en los viejos tiempos. Fíjate bien enque Makar Ivanovitch, incluso hoy día, se inter-esa sobre todo por los acontecimientos de lavida señorial y aristocrática. Tú no sabes hastaqué punto siente curiosidad por ciertos sucesosque han ocurrido en nuestro país estos últimostiempos. .¿Sabías tú que es un gran político? Heahí a uno a quien no se le puede llevar por unaoreja; hace falta contárselo todo, quién hace laguerra y dónde, y si nosotros la haremos tam-bién... En otros tiempos, con conversaciones deeste tipo, le he proporcionado un auténticobienestar. Respeta mucho las ciencias, y entretodas las ciencias prefiere la astronomía. Contodo, se ha creado en sí mismo algo tan inde-pendiente, que es imposible cambiarlo. Hay enél convicciones, firmes y bastante claras... y sin-ceras. A pesar de su enorme ignorancia, es ca-paz de asombrarlo o uno de repente con el co-nocimiento inesperado de ciertas nociones que

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jamás se habrían supuesto en él. Alaba el de-sierto con entusiasmo, pero él no irá por nadadel mundo ni al desierto ni al convento, porquees sobre todo « un vagabundo», como lo hallamado suavemente Alejandro Semenovitch, aquien, dicho sea de paso, detestas sin motivoalguno. ¿Qué más? Es un poco artista, tiene unacantidad de frases que son suyas propias, yotras también que no le pertenecen. Su lógicaflaquea un poco. Algunas veces es muy abstrac-to, con accesos de sentimentalismo, pero desentimentalismo puramente popular o, paradecirlo mejor, accesos de ese enternecimientonacional que nuestro pueblo introduce tan am-pliamente en su sentimiento religioso. Dejoaparte la cuestión de la pureza de su corazón yde su bondad: no es cosa nuestra ocuparnos deese tema...

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IIIPara terminar el retrato de Makar Ivanovitch,

reproduciré uno de sus relatos, tomado apréstamo de su vida privada. El carácter deestos relatos era singular, o más bien no teníanningún carácter común; era imposible sacar deellos ninguna moraleja ni ninguna tendencïageneral, salvo la de que todos eran poco más omenos enternecedores. Pero los había tanmbiénque no lo eran, los había incluso muy alegres yhasta con burlas contra ciertos monjes desca-rriados, tanto que al contarlos perjudicaba a suidea, cosa que le hice observar; pero él no com-prendió lo que yo quería decir. Algunas vecesresultaba difícil adivinar qué era lo que lo em-pujaba a relatar de aquella forma, de modo queyo llegaba incluso a asombrarme de semejantelocuacidad, que atribuía en parte a la senilidady a un estado enfermizo.

-Ya no es lo que era - me cuchicheó un díaVersilov - antes no era así, ni pensarlo. Morirá

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bien pronto, mucho antes de lo que pensamos,y hay que estar preparados.

Me he olvidado de decir que se había estable-cido entre nosotros algo así como «veladas»regulares. Además de mama, que no abando-naba casi nunca a Makar Ivanovitch, estábamostodos los días en su habitación Versilov y yo,que por lo demás no tenía otro sitio adonde ir;los últimos días Lisa solía entrar también, aun-que más tarde que los otros, y casi siempre sequedaba silenciosa. Estaba también TatianaPavlovna y, aunque raras veces, el doctor. Yono sé cómo se hizo aquello, pero bruscamenteme había aproximado al doctor; no de una ma-nera enorme, pero, en todo caso, nada de sofio-nes como antes. Lo que me agradaba en él erauna cierta simplicidad que le había notado porfin y una cierta adhesión a nuestra familia, tan-to que decidí por fin perdonarle su orgullomédico y además le enseñé a lavarse las manosy a cuidarse las uñas, puesto que decididamen-te le era imposible llevar la ropa limpia. Le hice

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comprender que no se trataba de la elegancia nide las «bellas artes», sino que la limpieza entra-ba naturalmente en las funciones de un doctor,y se lo demostré. Finalmente, Lukeria venía amenudo desde su cocina hasta la puerta y escu-chaba por detrás lo que contaba Makar Ivano-vitch. Un día, Versilov la invitó a entrar y a sen-tarse con nosotros. Aquello me agradó; sin em-bargo, ya no volvió. Tenía su carácter.

Inserto aquí uno de esos relatos, al azar, úni-camente porque es el que he retenido mejor. Esuna historia de comerciantes, y creo que histo-rias de esa clase, en nuestras ciudades grandesy pequeñas, las hay a millares, por poco que sesepa observar: El lector es libre de saltarse elrelato, tanto más cuanto que lo cuento en elestilo del pueblo.

IVAquello sucedió en nuestro país, en la ciudad

de Afinievo. Voy a contaros ahora esta maravi-

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lla. Había una vez un comerciante que se lla-maba Rotoboinikov Máximo Ivanovitch. Era elhombre más rico de toda la comarca. Habíaconstruido una fábrica de indiana y les dabatrabajo a varios centenares de obreros. Acabópor endiosarse un poco. Y, preciso es decirlo,todo el mundo estaba a sus órdenes. Las auto-ridades no le presentaban ninguna dificultad, elarchimandrita le daba las gracias por su celo;daba mucho para el convento, y, cuando elhumor se lo decía, suspiraba grandemente porsu alma y se preocupaba muchísimo por la vidafutura. Era viudo y sin hijos; sobre su esposacorría el rumor de que él la había mimadomuchísimo el primer año y que en su juventudhabía sido su esclavo; sólo que de aquello hacíaya muchísimo tiempo; en cuanto a volver a ca-sarse, no quería ni oír hablar de eso. Tenía tam-bién una cierta debilidad por la bebida, y cuan-do le daba por ahí, se le veía correr borracho através de la ciudad, desnudo y lanzando gritos;la ciudad no es nada grande, y todo se sabe.

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Pasado el momento, volvía a ponerse serio ytodo lo que él juzgaba estaba bien juzgado, todolo que ordenaba estaba bien ordenado. Con lagente arreglaba las cuentas según su fantasía.Helo aquí que coge su ábaco y se coloca las ga-fas: «¿Y contigo, Foma, cómo están las cuen-tas?» «No he recibido nada desde Navidad,Máximo Ivanovitch; se me deben treinta y nue-ve rublos.» «¡Huy, cuantísimo dinero! Es dema-siado para ti; tú no los vales; eso no te convieneen absoluto; vamos, digamos diez rublos demenos, y quedan veintinueve, toma.» El otro nodice nada; nadie dice una palabra, silencio ge-neral.

-Yo sé muy bien cuánto hay que darles. Conesta gente es imposible obrar de otra manera.La gente de aquí está podrida. Sin mí, hace yamuchísimo tiempo que estarían todos muertosde hambre, desde el primero al último. Os lorepito, son todos ladrones: llenan antes el ojoque la barriga y no ponen corazón en el trabajo.Añadid a esto que son unos borrachos: les dais

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su paga, se la llevan a la taberna y salen de allísin camisa, desnudos como gusanos. Y luego,son unos bribones: van a sentarse sobre unapiedra enfrente de la taberna y hay que oírloslamentarse: «Mamá querida, ¿por qué me haspuesto en el mundo, pobre borracho que soy?¡Mejor hubiera sido que a semejante borracho lohubieses estrangulado al nacer! » ¿Es que puedellamarse a eso un hombre? Una bestia es, y noun hombre. Hace falta primero educarlo, y lue-go darle dinero. Yo sé muy bien cuándo hayque dárselo.

Pues bien, he ahí cómo Máximo Ivanovitchhablaba de la gente de Afinievo. Era una cosaque estaba mal por su parte, pero era verdad:nuestras gentes eran débiles, sin firmeza.

Habia en aquella misma ciudad otro comer-ciante, pero se murió; era un hombre joven yligero, había quebrado y perdido todo su capi-tal. El último año se debatía como un pez en laarena, pero su hora había llegado. Él y MáximoIvanovitch se llevaban todo el tiempo dispu-

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tando; el quebrado le debía montones de dine-ro. Todavía en su último suspiro maldecia aMáximo Ivanovitch. Dejó viuda todavía joven ycon cinco hijos. Una viuda es como una golon-drina sin refugio; es una dura prueba, y sobretodo con cinco niñitos, cuando no se tiene nadaque darles de comer: su última propiedad, unacasa de madera, Máximo Ivanovitch se la arre-bató para cobrarse. Entonces ella puso a todoslos hijos delante de la puerta de la iglesia comouna fila de cebollas: el mayor tenía ocho añoscumplidos, un varoncito; las otras eran todashembras; la de más edad tenía cuatro años y lamás joven mamaba aún. Acabada la misa, heaquí a Máximo Ivanovitch que sale, y todos loshermanos se arrodillan en cola delante de él (lamadre les había enseñado bien la lección) ycruzan delante de él sus manecitas todos juntos,mientras que detrás de ellos, con la quinta niñaen los brazos, la viuda le hace una inclinaciónhasta rozar con la tierra, delante de todo elmundo: «Mi buen señor, Máximo Ivanovitch,

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ten piedad de los pobres huérfanos, no les arre-bates su último pedazo de pan, no los eches delnido paterno.» Todos los que estaban allí de-rramaron lágrimas: ¡ella les había enseñadomuy bien la lección! Ella se decía: delante de lagente, le dará vergüenza y perdonará: «Tú,viuda joven, lo que quieres es un marido, y noes por los huérfanos por lo que lloras. Tu difun-to me maldijo desde su lecho de muerte.» Ypasó sin devolver la casa. «¿Cómo voy a ceder asus tqnterías? Se da el pie y se toman la mano.Todo eso no conduce a nada y no causa másque quebraderos de cabeza.» Ya corría el rumorde que, cuando aquella viuda era todavía joven,diet años atrás, él le había ofrecido una gransuma (ella era muy guapa), olvidando que esepecado es lo mismo que destruir una iglesia delbuen Dios; pero él no había conseguido nada.Porquerías de aquella clase, él no había dejadode hacerlas en la ciudad a incluso en toda laprovincia. Pero en aquel caso se había pasadode la raya.

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La madre lanzó alaridos con sus pequeñuelos.Él expulsó a los huérfanos de la casa, no solopor maldad, sino porque hay veces en que unono sabe por qué motivo se empeña en su idea.Así es que al principio se la ayudó y luego ellaempezó a trabajar. Solamente que ¿qué se pue-de ganar entre nosotros, si no es trabajando enla fábrica? Lavar un suelo aquí, escardar unjardín allá, calentar un baño, y encima con unacriaturita en brazos, que no hace más que llorar,y las otras cuatro que están en la calle corriendoen camisa. Cuando ella había puesto a las cria-turas de rodiilas delante de la iglesia, todas ten-ían todavía sus zapatitos y sus abriguitos, comohijas que eran del comerciante, al fin y al cabo;mientras que ahora corrían descalzas: ya se sa-be que a los niños no les duran mucho lasprendas. En el fondo, los pequeños no tienennecesidad de nada: están contentos desde quehay sol, no se dan cuenta de la desgracia, soncomo pajarillos, repiquetean como campanillas.La viuda se decía: « El invierno va a llegar, ¿qué

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haré de vosotros? ¡Si el buen Dios quisiera lla-maros para entonces!» Pero no tuvo que esperarhasta el invierno. Hay en nuestra comarca unatos infantil, la tos ferina, que se pasa de un niñoa otro. Primeramente murió la niña de pecho,en seguida las otras cayeron enfermas, y lascuatro hijas, el mismo otoño, fueron llevadasuna detrás de otra. Verdad es que una de ellasfue aplastada en la calle. Pues bien, ¿qué creesque pasó?: las enterró a todas y lanzó gritos;antes, las maldecía, y cuando Dios las hubollamado, las lloró muchísimo. ¡Ése es el corazónmaternal!

Le quedaba vivo el mayor, el varoncito, ytemblaba por él, no se atrevía ni siquiera a res-pirar. Era delgadíto y frágil, una figurita suavecomo una niña. Ella lo condujo a la fábrica, acasa de su padrino, que era capataz, y luego ellase quedó como criada en casa de un funciona-rio. Un día que el níño corría por el patio, llegaMáximo Ivanovitch en su coche y da la casuali-dad de que viene borracho. El niño, desde la

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parte baja de la escalera, cae directamente sobreél, se resbala y choca con él en el momento enue bajaba de su coche. Le pone las dos manosen el vientre. El lo coge por los cabellos gritan-do: «¿De quién es? ¡Los látigos! ¡Que lo azoteninmediatamente, delante de mí! » El niño estámuerto de miedo, lo azotan y él grita. «¿Encimavas a gritar? ¡Azótalo hasta que deje de gritar!»Lo siguieron azotando, no dejó de gritar hastael momento en que se quedó ya totalmente in-animado. Entonces se pararon, se asustaron: elniño no respira ya, está tendido sin conocimien-to. Se dijo en seguida que no lo habían azotadomucho, pero que era muy miedoso. MáximoIvanovitch se asustó también. « ¿De quién es? »,pregunta. Se lo dicen. « ¡Encargaos de eso! ¡Lle-vadlo a casa de su madre! ¿Qué tenía él quehacer en la fábrica?» Dos días más tarde, pre-gunta: «¿Y el niño?» Las noticias eran malas:estaba enfermo, acostado en un rincón en casade su madre, porque con aquel motivo ella hab-ía abandonado su puesto en casa de los funcio-

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narios, y él tenía una congestión pulmonar. «¡Qué tontería! ¿Y por qué, en definitiva? Si lohubiesen azotado seriamente, se explica, pero loúnico que se hizo fue meterle miedo. He pega-do a todos los demás exactamente de la mismamanera y nunca ha habido ninguna complica-ción. » Él esperaba que la madre fuera a quejar-se, y se hacía el orgulloso. Solamente que ¿cómoquejarse? Ella no se atrevió. Entonces él lemandó quince rublos y un médico de su parte.No porque tuviera miedo, sino así como así,después de reflexionar. En seguida le vino lapicada y no dejó de estar borracho en tres se-manas.

Pasó el invierno. El día de Pascua, en plenafiesta, Máximo Ivanovitch pregunta de nuevo:«A propósito, ¿y aquel niño?» Todo el inviernohabía estado callado, no había preguntado na-da. Le dicen: « Está curado, está en casa de sumadre, y ella, ella hace faenas.» El mismo día,Máximo Ivanovitch fue a buscar a la viuda, sinentrar en la casa, pero la hizo llamar desde la

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entrada, y él estaba en su coche: «Mira, dignaviuda, quiero el bien para tu hijo, quiero ser suverdadero bienhechor y testimoniarle bondadessin cuento: lo llevo a mi casa a partir de hoy, ami hogar. Y por poco que simpatice con el, ledejaré un capital suficiente; y si me gusta deltodo, puedo dejarlo después de mi muerteheredero de toda nuestra fortuna, como si fuerami hijo, a condición solamente de que tú novengas jamás a mi casa, excepto en las grandesfiestas. Si eso te va bien, entonces, mañana porla mañana llévame al muchacho; no puede estarsiempre jugando a los huesos.» Dicho esto, sevolvió, y la madre se quedó como loca. La gentehabía escuchado, y le decía: «Cuando el niñosea grande, te reprochará haberlo privado deuna suerte así.» Toda la noche, ella lloró encimade él, y luego, por la mañana, se lo llevó. Elpequeño estaba más muerto que vivo.

Máximo Ivanovitch lo vistió como a un seño-rito y contrató a un preceptor, y desde ese mo-mento lo puso delante de los libros. No le qui-

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taba la vista de encima, siempre estaba a sulado. En cuanto el niño bostezaba, gritaba él: «¡Coge tu libro! Estudia: quiero hacer de ti unhombre.» Pero el niño estaba delicado desde laotra vez, cuando lo del látigo. Tosía. «Entonces,¡la vida no es buena en mi casa! » , se asombra-ba Máximo Ivanovitch. En casa de su madrecorría descalzo, roía cortezas, y he aquí queahora está más débil que antes.» Entonces elpreceptor le dijo: «Los niños necesitan correr,no pueden estudiar todo el tiempo, necesitanmoverse. . . » Y le explicó todo esto con razones.Máximo Ivanovitch pensó: «Tiene razón.» Estepreceptor era Pedro Stepanovitch - que Dios lotenga en su seno -, una especie de inocente.Bebía, y tal vez un poco demasiado; también lohabían expulsado de todas partes y vivía, ensuma, de limosnas, y sin embargo era un grancerebro, y estaba fuerte en ciencias. «Éste no esmi sitio - se decía a sí mismo -, yo debería serprofesor de universidad, mientras que por elcontrario estoy aquí en el fango y "hasta mis

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costumbres me disgustan".» He aquí queMáximo Ivanovitch le grita al niño: « ¡Vete acorrer! », y el otro respira apenas ante él. Llegaincluso a no poder sufrir su voz: se había pues-to a temblar. Máximo Ivanovitch se asombradel todo: «No se sabe nunca lo que tiene en labarriga. Lo he sacado del fango, lo he vestidocon finas ropas, tiene botas de buen cuero, unucamisa bordada, lo trato como a un hijo de ge-neral, ¿y todavía no me quiere? ¿Por qué tieneque mirarme como un lobezno?» Desde hacíatiempo, nada asombraba ya que viniera deMáximo Ivanovitch, pero en aquel momentoempezaron nuevamente a asombratse: él nosabía ya qué imaginar, estaba todo pendientede aquel pequeño, no podía abandonarlo. «Que me ahorquen, pero le cambiaré el carácter.Su padre me maldijo desde su lecho de muerte,después de haber recibido la Santa Comunión.Es su padre clavado.» Ni siquiera una sola vezle hizo dar de latigazos (tenía ya demasiado

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miedo, desde la otra vez). El niño vivía en me-dio del terror, No había necesidad de latigazos.

Entonces se produjo la cosa. Un día que aca-baba de salir de la habitación, el niño soltó sulibro para subirse a una silla: su pelota habíacaído en lo alto de una vitrina. Él quería co-gerla, únicamente que la manga se le enganchóen una lámpara de porcelana que estaba arriba;la lámpara cae al suelo v se rornpe en mil peda-zos. Toda la casa tiembla con el ruido, y era unobjeto precioso, una porcelana de Sajonia. Heaquí a Maximo Ivanovitch que lo oye desde latercera habitación y que aúlla. El niño, de mie-do, pone pies en polvorosa, se salva por la te-rraza, atraviesa el jardín y, por la puerta deatrás, desemboca derechamente en el muelle.Hay allí un bulevar, con viejos cítisos, en unapalabra un sitio alegre. Corrió hasta el agua, lasgentes lo vieron, estiró los brazos, justamenteen el sitio donde atraca el transbordador, y lue-go quizá tuvo miedo delante del agua, y sequedó clavado en el sitio. Aquella parte es an-

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cha, el río rápido, las gabarras pasan , al otrolado, tiendas, una plaza, una iglesia, con cúpu-las doradas que brillan. Justamente la coronelaFerzing bajaba del transbordador con su hija:teníamos en la ciudad un regimiento de infan-tería. La niña, ella también de ocho años, con suvestidito blanco, mira al muchachito y se ríe;ella llevaba en la mano una jaulita de madera ydentro un erizo. « ¡Mira, niamá, cómo ese niñomira mi erizo! » «No - dice la coronela -, sola-mente es que ha tenido miedo de alguna cosa.»«¿Por qué has tenido tanto miedo, lindo mu-chachito? - Así es como han contado la cosadespués -. « ¿Y quién es este pequeño tan lindo?¡Qué bien vestido va! ¿Quién eres tú, hijo mío?»Y él no había visto nunca erizos: se aproxima ymira. Ya ha olvidado; ¡los niños! «¿Qué es loque llevas ahí?» «Esto-dice la señorita - es unerizo. Lo hemos comprado hace un momento aun campesino, y él lo ha encontrado en el bos-que.» «¿Y qué es un erizo?» Él ríe, quiere tocar-lo con el dedo, el erizo se eriza y la niñita se

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divierte. « Nos lo llevamos a casa y vamos adomesticarlo.» « ¡Oh! ¡Dame tu erizo! » Se lopedía así como así, con esa sencillez. Apenashabía acabado cuando he aquí que Máximogrita desde lo alto: « ¡-Ah, estás ahí! ¡Detenedlo!»(Estaba tan furioso, que había corrido detrásde él sin ponerse siquiera el sombrero.) El niñose acuerda de todo, lanza un grito, avanza haciael agua, apretando sus puñitos sobre el pecho,mira al cielo (¡se lo ha visto, se lo ha visto!) y,¡puf, al agua! Entonces fueron los gritos, genteque se lanzó desde el transbordador; se creyóagarrarlo, pero el agua lo había arrastrado, elrío es rápido, y cuando lo retiraron, ya estabamuerto. Estaba débil del pecho y no había so-portado el agua. No le hacía falta mucho, ¿no esverdad? Y, por lo que pueda recordar el hom-bre., en nuestras tierras, nunca se había oídodecir que un niño tan. pequeño hubiese atenta-do contra su vida. ¡Un pecado tan grande! ¡Yqué es lo que podrá decir esa almita allá arribaal buen Dios!

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Desde aquel día Máximo Ivanovitch empezóa reflexionar sobre lo sucedido. Y se transformóhasta hacerse irreconocible. Se puso muy triste.Se dedicó a beber, bebió muchísimo, luego cejó:nada lo aliviaba. Dejó también de ir a la fábrica,ya no escuchaba a nadie. Cuando se le hablaba,no respondía, o bien hacía una señal indicandoque lo aburrían. De esta forma se pasaron dosmeses y en seguida se puso a hablar solo. Sepaseaba hablándose. Cerca de la ciudad ardió elpueblecito de Vaskova, novecientas casas ar-diendo. -Máximo Ivanovitch se acercó a ver.Los damnificados lo rodearon, lanzaron gritos:él prometió ayudarlos y dio órdenes, pero des-pués llamó al administrador y anuló todo: «Nohay que darles nada», sin decir por qué: «ElSeñor me ha puesto como azote de todos loshombres, como una especie de monstruo. ¡Puesbien, sea! Mi fama se ha propagado como elviento.» El archimandrita en persona vino abuscarlo: era un viejo monje severo, y que habíaintroducido la vida común en el monasterio.

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«¿Cómo te estás conduciendo?», le dice seve-ramente. «¡He aquí! » Y Máximo Ivanovitch leabrió un libro y le indicó el pasaje:

«Pero a quien escandalizare a uno de estospequeños que creen en Mí, más le valiera que lecolgasen al cuello una piedra de molino y lolanzasen al fondo del mar.» (San Mateo, 18, f6)

--Sí -- dijo el archiniandrita -, eso no ha sidodicho en este sentido, pero hay sin embargouna relación. Es una desgracia cuando el hom-bre pierde su mesura: ese hombre está acabado.Tú, tú lo has elevado demasiado.

Máximo Ivanovitch está rigido: se creería quelo ha atacado el tétanos. El archimandrita lomira:

Escucha - l.e dice -, y recuérdalo bien. Se hadicho: «Las palabras del desesperado son lleva-das por el viento.» Y acuérdate también de esto,que los ángeles del buen Dios son ellos mismosimperfectos, y que el único perfecto y sin peca-do es Dios, Jesucristo, al que sirven los ángeles.

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Por lo demás, tú no has querido la muerte deeste niño, tú solamente has sido imprudente.Sólo que he aquí lo que yo encuentro inclusoadmirable: tú has cometido muchísimos otrosdesórdenes más graves, tú has reducido a tantí-sima gente a la mendicidad, tú has corrompidoa tantas personas, a tantas las has empujadohacia la muerte, que es como si las hubiesesmatado. ¿Y sus hermanas, no han muerto antesque él, las cuatro de corta edad, casi ante tusojos? ¿Por qué ha de ser éste el único en turbar-te? ¿Es que por casualidad lo habrías olvidadode todos los precedentes, aparte de que no loshayas lamentado? ¿Por qué lo has asustado tanfuertemente por ese niño, de la muerte del cualno eres del todo culpable?

-Es que lo veo en sueños - declaró MáximoIvanovitch.

-¿Y qué más?

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Pero él no le descubrió nada más y permane-ció silencioso. El archimandrita se asombró y sefue: ¡no había nada que responsable. hacer!

Entonces Máximo Ivanovitch envió a buscaral preceptor, Pedro Stepanovitch; no se habíanvisto desde el accidente.

-¿Tú te acuerdas? - le dijo.-Me acuerdo.-Se dice que tú has pintado cuadros al óleo

para el traktir y que has hecho una copia delretrato del obispo. ¿Es que puedes hacerme uncuadro en colores?

-Sí, puedo hacerlo; domino todas las artes ypuedo hacerlo todo.

-Entonces, hazme un cuadro, lo más grandeposible, que ocupe toda la pared, y que todaslas gentes que estaban entonces allí estén tam-bién ahora, Y que estén la coronela y su niñita,y el erizo. Y ponme la otra orilla toda entera,que se la vea tal como es, la iglesia, la plaza, lastiendas, y aquí y allá los coches parados, todo

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como en la realidad. Y delante el transborda-dor, el niño, justamente al borde del río, enaquel sitio, y que tenga completamente sus dospuñitos apretados así sobre el pecho, sobre lastetillas. ¡Completamente! Y luego, delante de él,al otro lado, por encima de la iglesia, tú abrirásel cielo; y que todos los ángeles en la claridadceleste vuelen a su encuentro. ¿Tú puedes pacereso, sí o no?

-Yo puedo todo.-Es que yo podría, en lugar de un pintor de

brocha gorda como tú, hacer venir al primerpintor de Mosrú o incluso de Londres, solamen-te que tú, tú te acuerdas de su carita. Si él no separece o bien no se parece bastante, te daré cin-cuenta rublos, pero si lo haces completamenteparecido, te daré doscientos. Acuérdate, losojitos azules... Y que el cuadro sea lo más gran-de, lo más grande posible.

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Tomaron sus disposiciones; Pedro Stepano-vitch puso manos a la obra, pero helo aquí queva a buscar al comerciante:

-No, no hay medio de hacerlo de esa manera.-¿Por qué?-Es que ese pecado, él suicidio, es el más

grande de todos los pecados. ¿Cómo puedenacogerlo los ángeles, después de un pecadosemejante?

-Pero es un niño; no es responsable.-No, no era ya un niño, tenía ya la edad de la

razón. Tenía ocho años cuando sucedió la cosa.Es, a pesar de todo, un poco respozable.

Máximo Ivanovitch se asustó muchísimo más.-Entonces - dijo Pedro Stepanovitch -, he aquí

lo que he imaginado: inútil abrir el cielo y pin-tar ángeles. Solamente yo haré caer del cielo, asu encuentro, un rayo; un simple rayo de luz:eso será por lo menos algo.

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Se hizo caer el rayo. Y yo mismo he visto, mástarde, ese cuadro y ese rayo, y el río, todo azul,alargándose por toda la pared; estaba allí elniño, sus dos manecitas apretadas contra elpecho, y la niñita y el erizo; todo estaba allí.Solamente que Máximo Ivanovitch no le enseñóel cuadro a nadie: lo encerró bajo llave en sudespacho. Y sin embargo todo el mundo en laciudad se precipitó para verlo: a todos les diocon la puerta en las narices. Se habló mucho deaquello. Pero Pedro Stepanovitch parecía no serya el mismo hombre: «Ahora ya lo puedo todo.Mi verdadero puesto está en Petersburgo, en lacorte.» Era el más amable de los hombres, úni-camente que le gustaba sobremanera endiosar-se. Y su destino lo alcanzó bien pronto: habien-do recibido sus doscientos rublos, se puso enseguida a beber y a mostrar su dinero a todo elmundo, para pavonearse; fue asesinado unanoche, en estado de embriaguez, por uno denuestros paisanos con el que había estado be-

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biendo y que le quitó su dinero; todo se descu-brió por la mañana.

Y el final de toda la historia fue tan raro, quetodavía hoy lo recuerda todo el mundo, alláabajo. Un buen día, Máximo Ivanovitch llega encoche a casa de la viuda: estaba alojada en unapequeña isba en las afueras de la ciudad. Estavez, él entró en el patio; se plantó delante deella y le hizo un saludo inclinándose hasta elsuelo. La otra, después de todas aquellas aven-turas, estaba enferma, se arrastraba apenas. «Miquerida, mi digna viuda, ven, cásate conmigo,monstruo como soy, devuélveme la fuerza devivir.» La otra lo mira, ni viva ni muerta.«Quiero - le dice él - que tengamos todavía unniñito, y si lo tenemos, eso será señal de que elotro nos ha perdonado a los dos, a ti y a mí. Esél quien me lo ha ordenado.» Ella ve que él noestá en sus cabales, que está como fuera de sí, ysin embargo no se amedrenta:

-Todo eso son tonterías - le responde ella -, ycobardía. A causa de esa cobardía, he perdido a

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todas mis criaturas; no puedo ni siquiera verle austed frente a mí, sin hablar de lo que seríacondenarme para siempre a semejante martirio.

Máximo Ivanovitch se fue, pero no se calmó.Toda la ciudad se hizo lenguas de semejantemilagro. Máximo Ivanovitch envió a comadres.Hizo venir de provincias a dos de sus tías, queeran burguesas. Tías o no tías, en todo caso pa-rientes, pues a todo bien todo honor; ellas sepusieron a exhortarla, a halagarla y no la deja-ban ni a sol ni a sombra. Envió también a gentede la ciudad, comerciantes, la mujer del arci-preste, mujeres de funcionarios; toda la ciudadle hizo la corte, pero ella los desdeñaba: «Si re-sucitaran mis huérfanos, tal vez; pero ahora,¿para qué? ¡Sería un pecado delante de mishuerfanitos! » Él hizo ceder incluso al archi-mandrita, y éste fue también a soplarle a la ore-ja: «Puedes hacer nacer en él a un hombre nue-vo.» Ella se asustó. La gente se asombraba dc suconducta: «¡Cómo se puede rehusar semejantefelicidad?» Y he aquí de qué manera él la con-

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quistó finalmente: «A pesar de todo, él se sui-cidó; no era ya un niñito, estaba ya en la edadde la razón, su edad le impedía ya comulgar sinconfesar, por consiguiente era ya un poco res-ponsable. Si tú te casas conmigo, yo hago unagran promesa: haré construir una iglesia nuevaúnicamente para el reposo eterno de su alma.»A este argumento, ella se rindió, consintió. Y secelebró el matrimonio.

El resultado asombró a todo el mundo; vivie-ron, desde el primer día en acuerdo perfecto ysincero, guardándose una inviolable fidelidad,como una sola alma en dos cuerpos. Ella conci-bió aquel mismo invierno, y se dedicaron a visi-tar iglesias y a temer la cólera del Señor. Estu-vieron en tres monasterios y escucharon lasprofecías. Por su parte él hizo edificar el temploprometido y construyó en la ciudad un hospitaly un asilo. Dio una parte de su capital para lasviudas y los huérfanos. Se acordó de todosaquellos a los que había perjudicado, y deseohacer restituciones; pero se puso a repartir el

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dinero sin mesura, de forma que su esposa y elarchimandrita le sujetaron la mano: «¡Ya basta!Ya es suficiente así.» Máximo Ivanovitch obe-dece. «Una vez, engañé a Foma.» Se devuelvepues a Foma lo que se le debía. Foma derramólágrimas por aquello: «No valía la pena... Ya seha recibido bastante de usted, todos les estamoseternamente agradecidos.» Todo el mundo,pues, estaba conmovido, y es que es verdadcuando se dice que el hombre vive de buenosejemplos. Nuestra gente tiene buen corazón.

Fue la misma esposa la que gobernó la fábri-ca, y de tal manera, que todavía hoy se recuer-da. Por su parte, él no dejó de beber, pero ella lovigilaba esos días y trató de curarlo. Las pala-bras de él se hicieron graves a incluso su vozcambió. Se hizo infinitamente compasivo, in-cluso con las bestias: un día que había vistodesde su ventana a un hombre dándole latiga-zos a un caballo ert la cabeza, mandó a compraraquel caballo a un precio dos veces mayor delque valía. Y recibió el don de lágrimas: cuando

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hablaba con alguien, se le veía súbitamenteinundado en llanto. Cuando llegó la hora, elSeñor escuchó por fin las oraciones de la parejay les envió un hijo. Y, por primera vez desde sudesgracia, Máximo Ivanovitch pareció radiante;distribuyó muchas limosnas, perdonó muchasdeudas a invitó a toda la ciudad al bautizo. In-vitó, pero al día siguiente, en cuanto se hizo denoche, salió. Su esposa vio que había algo queno iba bien, y le trajo al recién nacido: «Nuestrohijo nos ha perdonado, ha escuchado nuestrollanto y nuestras oraciones.» Es preciso decirque ellos no habían tocado aquel tema en todoel año: lo guardaban los dos para sí. Y MáximoIvanovitch la miró, sombrío como la noche:«Pues fíjate, él no había venido en todo el año ysin embargo esta noche he vuelto a verlo ensueños.» «Fue entonces cuando el horror pe-netró también en mi corazón, después de aque-llas palabras singulares», se recordaba ella mástarde.

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Y no era que el niño hubiese vuelto por capri-cho. Apenas Máximo Ivanovitch había pronun-ciado aquellas palabras cuando en el mismoinstante le pasó algo al recién nacido: cayóbruscamente enfermo. Ocho días estuvo enfer-mo, se rezaba sin cesar y se llamaba a los docto-res. Se hizo venir de Moscú al primero de todoslos doctores, en ferrocarril. Llegó y se enfadó:«Soy el primero de todos los doctores, todoMoscú me aguarda.» Ordenó gotas y se apre-suró a marcharse. Se llevaba ochocientos ru-blos, y por la noche el niño murió.

¿Qué pasó a continuación? Máximo Ivano-vitch le dejó toda su fortuna a su querida espo-sa, le entregó todos sus capitales y todos suspapeles, ejecutó todo aquello con las reglas y lasfórmulas legales, en seguida se plantó delantede ella y la saludó inclinándose hasta el suelo: «Deja, esposa mía inestimable, que vaya a salvarmi alma mientras tengo medios para eso. Sipaso este tiempo sin resultado para mi alma, novolveré ya. He sido duro y cruel, he hecho su-

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frir a los demás, pero pienso que mis doloresfuturos y mi vida errante me valdrán la miseri-cordia de Dios, puesto que abandonar todo estono es una pequeña cruz ni un pequeño dolor.»Su esposa se esforzó en calmarlo con fuerteslágrimas: « No tengo a nadie más que a ti sobrela tierra, ¿quién se cuidará de mí? En este año,mi corazón se ha abierto a la ternura.» Y toda laciudad lo estuvo exhortando durante un mes,se le suplicó, se decidió retenerlo por la fuerza.Pero él no escuchó a nadie, se fue secretamenteuna noche y ya no volvió. Se dice que todavíaestá peregrinando y sufriendo, y que cada añova a hacer una visita a su querida esposa.

CAPÍTULO IVI

Llego ahora a la catástrofe definitiva que ponefin a estas notas. Pero, antes de continuar, meveo obligado a anticipar los acontecimientos y a

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explicar una cosa de la que yo no sabía nadapor aquella época, pero que he conocido y queme he explicado perfectamente muchísimodespués, cuando todo estaba ya acabado. De locontrario, no podría ser claro, tendría que expli-carme por enigmas. Así, pues, daré esta expli-cación franca y sencilla, sacrificando el preten-dido lado artístico, y lo haré como si no fueseyo quien escribiera, sin que mi corazón estéinteresado en ello, bajo la forma de una especied'entre-filet de periódico.

Lambert, mi camarada de infancia, habría po-dido muy bien y casi literalmente estar afiliadoa esas innobles bandas de pequeños intrigantesque se asocian con objeto de lo que hoy se llama«chantage» y que caen ahora bajo el peso deciertas definiciones y penas del código. La ban-da en la que participaba Lambert se había for-mado en Moscú y había cometido ya allí nopocas fechorías (posteriormente fueron descu-biertas en parte). Supe después que en Moscúhabían tenido, durante algún tiempo, a un diri-

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gente extraordinariamente experimentado y notonto del todo, un hombre ya maduro. Ejecuta-ban sus empresas, bien toda la banda junta,bien por grupos. Al lado de cosas extremada-mente sucias a indecibles (de las que por otraparte se ha hablado en los periódicos), se entre-gaban también a empresas bastante complica-das a incluso muy sabias, bajo la dirección desu jefe. Me he enterado de algunas de ellas lue-go, pero no entraré en detalles. Mencionarésolamente que el rasgo más caracteristico de suactividad consistía en descubrir los secretos dehombres a veces muy honrados y colocados enalta posición; tras de lo cual, iban a visitar aesos personajes y los amenazaban con publicarciertos documentos (que a veces no poseian enabsoluto), reclamando dinero para seguir ca-llando. Hay cosas que no son reprensibles y quede ninguna manera son criminales, pero cuyapublicación teme el hombre más honrado y másfirme. La mayoría de las veces explotaban se-cretos de familia. Para mostrar con qué habili-

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dad operaba a veces su jefe, contaré, sin ningúndetalle, y, en tres líneas, uno de sus desaguisa-dos. En una casa muy honorable se había pro-ducido un acto realmente lastimoso a inclusocriminal: la mujer de un hombre conocido yrespetado tenía relaciones secretas con un joveny rico oficial. Los de la banda husmearon lacosa y he aquí lo que hicieron: informaron aljoven de que advertirían al marido. Ellos notenían la menor prueba, y el joven lo sabía per-fectamente, sin que ellos, por su parte, lo ocul-tasen; pero toda la destreza del procedimiento ytoda la hábilidad de su cálculo consistían, da-das las circunstancias, en la consideración deque el marido, una vez enterado, obraría, inclu-so sin pruebas, exactamente de la misma mane-ra y daría exactamente los mismos pasos que sihubiese recibido las pruebas más matemáticas.Especulaban aquí con el conocimiento delcarácter de aquel hombre y con la situación desu familia. Había en la banda un joven de lamejor sociedad y que había conseguido procu-

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rarse previamente las informacioneg necesarias.Le extorsionaron al enamorado una suma muyimportante, y sin el menor peligro para ellos,puesto que la víctima misma no deseaba másque el silencio.

Lambert, a pesar de participar en aquello, nopertenecía del todo a esa banda moscovita. Pe-ro, una vez le tomó gusto a la cosa, comenzópoco a poco y a título de ensayo a operar por sucuenta. Lo diré de corrido: no era del todo ca-paz. No es que fuese imbécil del todo; calcula-dor, pero demasiado ardiente y además dema-siado simplote o, para decirlo mejor, demasiadoingenuo: no conocía ni a los hombres ni a lasociedad. Creo, por ejemplo, que no comprend-ía del todo el papel de aquel jefe de Moscú yque dirigir y organizar semejantes empresas leparecía muy fácil. En fin, creía que casi todo elmundo era tan pillo como él. O bien, por ejem-plo, habiéndose figurado una vez que tal o cualpersona tenía miedo o debía de tenerlo por tal ocuál razón, no dudaba ya de que esa persona

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tuviese miedo realmente: era un axioma. No meexplico bien; luego, todo esto será aclarado porlos hechos, pero, a mi entender, él era de educa-ción bastante grosera y había ciertos sentimien-tos nobles y buenos en los cuales no solamenteno creía, sino de los que ni siquiera tenía quizála menor idea.

Se dirigió a Petersburgo porque, desde hacíamucho tiempo ya, pensaba en aquella capitalcomo en un campo de acción más vasto que elde Moscú, y también porque ya había tenido untropiezo en Moscú y era buscado por cierta per-sona que estaba animada para con él de las másaviesas intenciones. Una vez en Petersburgo, sepuso en seguida en relacíón con un antiguocamarada. Pero halló el campo reducido; losasuntos, mezquinos. Esos conocimientos se ex-tendieron luego, pero sin llegar a nada: «Lasgentes de aquí son unos desgraciados, mucha-chitos y nada más», me dijo posteriormente.Ahora bien, una buena mañana, al despuntar eldía, he aquí que me encuentra helado al pie de

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un muro y cae así sobre la pista de un «negociomuy rico». Por lo menos tal era su opinión. To-do aquel negocio consistía en los comentariosque hice en su casa mientras entraba en calor.Sin duda, yo estaba, por decirlo así, presa deldelirio. Pero no por eso dejaba de comprender-se por mis discursos que, de todas las ofensasque se me habían hecho en aquella jornada fa-tal, lo que más me venía a la memori.a y mepesaba solamente en el corazón, era la injuriarecibida de Bioring y de ella, aunque ella no fueel único tema de mi delirio en casa de Lambert:deliré también por ejemplo a propósito deZerchtchikov; ahora bien, él no se fijó más queen lo primero, como supe más tarde por bocadel mismo Lambert. Además, yo estaba poseídode entusiasmo y consideraba, aquella mañanaterrible, a Lambert y a Alphonsine como a unaespecie de liberadores y salvadores. Cuando, acontinuación, durante mi convalecencia, mepreguntaba a mí mismo, todavía en la cama:«¿Qué es lo que Lambert ha podido colegir de

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mis comentarios y hasta qué punto me he en-tregado a él?», nunca me asaltaba la menor sos-pecha de que hubiera podido decirle tantascosas. Claro es que, a juzgar por mis remordi-mientos, yo sospechaba ya entonces que habíadebido de hablar demasiado, pero, lo repito, nohabría supuesto nunca que había hablado hastatal punto. Esperaba también, y contaba con eso,no haber tenido fuerzas en aquellos momentospara pronunciar palabras articuladas; me habíaquedado de eso el recuerdo bastante claro: y sinembargo sucedió en realidad que yo pronun-ciaba entonces mucho más claramente de lo quesuponía y esperaba. Pero lo importante es quetodo aquello no se descubrió hasta mucho mástarde y largo tiempo después: en eso consistíami desgracia.

Por mi delirio, mis comentarios, balbuceos,arranques entusiásticos y todo to demás, seenteró primeramente: poco más o menos detodos los nombres con exactitud, a incluso dealgunas direcciones. En segundo lugar, se

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formó una idea bastante aproximada del papelde aquellos personajes (el viejo príncipe, ella,Bioring, Ana Andreievna, a incluso Versilov);en tercer lugar, se enteró de que yo estabaofendido y que amenazaba con vengarme; porfin, en último lugar y más importante, se enteróde que existía un cierto documento misterioso yescondido, una carta que bastaría enseñar a unviejo príncipe medio loco para que, al leerla yver que su propia hija lo juzgaba loco y «con-sultaba a juristas» para hacerlo internar, o biense volvería definitivamente loco, o bien laecharía de casa y la desheredaría, o bíen se ca-saría con una demoiselle Versilov con la quequería ya contraer un matrimonio que no se lopermitían. En una palabra, Lambert se enteróde muchas cosas. Sin duda, muchas otras que-daban oscuras, pero el chantajista no dejaba deestar ya sobre la pista. Cuando, posteriormente,me escapé de casa de Alphonsine, descubrióinmediatamente mi dirección (de la maneramás sencilla del mundo: en la Oficina de Direc-

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ciones); en seguida recogió inmediatamente losinformes necesarios, que le confirmaron quetodas las personas mencionadas por mí existíanrealmente. Entonces dio el primer paso.

Lo esencial era que existía un documento y queera yo quien lo tenía. Ese documento tenía ungran.valor: Lambert no dudaba de eso lo másmínimo. Silencio aquí una circunstancia queserá preferible mencionarla después en el lugarque corresponde; diré solamente que esa cir-cunstancia robusteció de forma poderosa enLambert su convicción en cuanto a la existenciareal y sobre todo en cuanto al valor del docu-mento. (Circunstancia fatal, prevengo con anti-cipación, y que yo no podia de ninguna manerafigurarme en aquella época, ni siquiera hasta elfinal de toda la historia, hasta el momento enque todo se hundió de golpe y se aclaró por símisma.) Así, bien convencido de aquel puntoesencial, se fue a buscar, ante todo, a Ana An-dreievna.

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Es todavía para mí un enigma: ¿cómo pudoél, este Lambert, insinuarse y penetrar cerca deuna persona tan inabordable y sublime comoAna Andreievna? Él había tomado sus infor-mes, sin duda, pero ¿qué importancia tenía eso?Estaba bien vestido, desde luego, tenía acentoparisiense y llevaba un apellido francés; pero¿cómo Ana Andreievna no distinguió inmedia-tamente al bribón? ¿O bien habría que suponerque era aquel bribón de quien tenía ella necesi-dad precisaménte en tales momentos? ¿Es posi-ble?

No he podido saber nunca los pormenores desu entrevista, pero muchísimas veces me heimaginado la escena. Lo más probable es queLambert, desde las primeras palabras y losprimeros gestos, desempeñase ante ella el papelde amigo de la infancia, temblando por un ca-marada amado y querido. En todo caso, desdeaquella primera entrevista, supo soltar una alu-sión muy clara al «documento» que yo poseía,darle a entender que era un secreto que única-

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mente él, Lambert, compartía, y que yo contabacon aquel documento para vengarme de la ge-nerala Akhmakova, y así sucesivamente. Y,sobre todo, pudo explicarle, con toda la preci-sión que era de desear, la importancia y el valorde aquel papel. En cuanto a Ana Andreievna, seencontraba en una situación tal, que no podíamenos de aferrarse a una noticia de aquellacategoría, escucharla con una extremada aten-ción y dejarse coger en el anzuelo... a causa de«la lucha por la existencia».

Se acababa, justamente en aquellos momen-tos, de birlarle al novio y de conducirlo en tute-la a Tsarskoie, y a ella misma se la había puestobajo tutela también. Ahóra se presenta unaverdadera ganga: no son cuchicheos de coma-dres, ni quejas lacrimosas, ni comentarios omurmuraciones; hay ahora una carta, un ma-nuscrito, es decir, una prueba matemática delas intenciones pérfidas de la hija del príncipe yde todos los que se lo arrebatan; la prueba, porconsiguiente, de que él necesita salvarse, aun-

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que sea por la fuga, salvarse colocándose juntoa ella, junto a Ana Andreievna, casándose conella en el plazo de veinticuatro horas; de lo con-trario, van a internarlo en un manicomio.

También es posible que Lambert no usara as-tucia alguna. ni un solo minuto, con aquellaseñorita, sino que, desde el primer momento, laintimara brutalmente: «Mademoiselle, o bien sequeda usted solterona, o bien se convierte enprincesa y millonaria; he aquí que existe el do-cumento, yo se lo sustraeré a ese joven y se loentregaré a usted... a cambio de un billete detreinta mil.» Creo incluso que fue esto lo quepasó. Sí, juzgaba a todo el mundo tan pillo co-mo él; lo repito, tenía la ingenuidad del pillo, lainocencia del pillo... De una manera o de otra,es muy posible que Ana Andreievna también,frente a un ataque así, no se haya turbado unsolo instante, haya sabido contenerse perfecta-mente y escuchar al chantajista que le hablabaen el estilo de él; todo eso por «largueza deespíritu». Sin duda, al principio, se sonrojó un

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poco, pero luego se atiesó y escuchó hasta el fin.Puedo imaginarme muy bien a esta mujer in-abordable, orgullosa, verdaderamente digna yde tanto espíritu, su mano en la mano de Lam-bert. ¡Sí... precisamente de tal espíritu! ¡Un espí-ritu ruso, de semejante envergadura, enamora-do de la «largueza»; y, además, un espíritu demujer y en semejantes circunstancias!

Ahora, voy a resumir: en el día y en la hora demi salida, Lambert ocupaba las dos posicionessiguientes (ahora es cuando lo sé de manerasegura): primeramente, exigir de Ana An-dreievna, a cambio del documento, un billete depor lo menos treinta mil; seguidamente, ayu-darla a hacer concebir temor al príncipe, a rap-tarlo y a celebrar el matrimonio bruscamente;en una palabra, algo por ese estilo. Hubo inclu-so todo un plan establecido; se aguardaba úni-camente mi cooperación, es decir, el documen-to.

Segundo proyecto: traicionar a Ana Andrei-evna, abandonarla y venderle el documento a la

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generala Akhmakova si había en eso más venta-ja. En ese caso, se contaba también con Bioring.Pero Lambert no había visto todavía a la gene-rala, únicamente la tenía sometida a su acecho.Para esta combinación, me aguardaba también.

¡Oh!, yo le era muy necesario, no yo, sino eldocumento. Con respecto a mí, él tenía tambiéndos planes. El primero consistía, si no habíaotro medio, en obrar de consuno conmigo, e ir amedias, después de haberse apoderado de mípreviamente tanto en el aspecto moral como enel físico. Pero el segundo plan le sonreía muchomás: consistía en engañarme como a un niñito yen hurtarme el documento o incluso arrebatár-melo por la fuerza. Éste era el plan que él acari-ciaba y mimaba en sus sueños. Lo repito: existíauna determinada circunstancia a causa de lacual no dudaba, por así decirlo, del éxito de susegundo plan, pero ya he dicho que lo explicarémás tarde. En todo caso, me aguardaba con unaimpaciencia convulsiva: todo dependía de mi,todos los pasos y la elección del plan.

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Es preciso hacerle justicia en esto: se dominóhasta el momento deseado, a pesar de su fiebre.No vino a verme durante mi enfermedad, unavez solamente pasó por mi casa y habló conVersilov; no me atormentó, no me metió miedo,mantuvo respecto a mi, hasta el día y la hora demi salida, una actitud de completa indiferencia.En cuanto al hecho de que yo pudiera dar aconocer o entregar o destruir el documento, élestaba completamente tranquilo. Había podidodeducir de mis palabras en su casa el aprecio enque yo tenía aquel secreto y lo mucho que temíaque el documento llegara a ser conocido. Nodudaba to más mínimo de que iría a su casa yno a casa de otra persona, el primer día mismode mi curación; eso era cosa de la que no duda-ba: Daria Onissimovna había venido a verme enparte obedeciendo órdenes suyas, y él sabía quemi curiosidad y mi temor estaban ya despiertos,que no podría resistir... Además había tomadotodas sus medidas, había podido saber hasta eldía de mi salida, tanto que yo no podría esqui-

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varlo de ninguna manera aunque hubïese que-rido.

Pero, si Lambert me aguardaba, Ana Andrei-evna, a su vez, me aguardaba todavía más. Lodiré francamente: Lambert podía tener razón aldisponerse a traicionarla, y ella era la que teníatoda la culpa. A pesar de su convenio cierto(ignoro la forma, pero no me cabe duda en,cuanto al hecho), Ana Andreievna, hasta elúltimo minuto, no fue enteramente franca conél. Ella no se le había confiado. Le había hechoalusión a toda clase de consentimientos por suparte y a toda clase de promesas, pero solamen-te alusión; había escuchado, quizá, todo el plande él en los detalles, pero lo había aprobadoúnicamente con su silencio. Tengo sólidas razo-nes para creerlo, y la causa de eso es que ellame aguardaba. Ella prefería ponerse de acuerdoconmigo que no con un bribón como Lambert:¡para mí ése es un hecho evidente! Y la com-prendo; pero el error estaba en que Lamberttambién lo comprendió al fin. Para él habría

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resultado demasiado desventajoso el que ellame hubiese sacado el documento a espaldas deél, que se pusiese de acuerdo conmigo a espal-das de él. Además, en aquel momento, él estabaya convencido de lo serio que era «el negocio».Otro cualquiera en su lugar habría temblado,habría continuado teniendo dudas; pero Lam-bert era joven, audaz, sediento de ganancia in-mediata, conocía poco a los hombres y los su-ponía a todos unos pillos; un hombre como élno podía tener dudas, tanto más cuanto que yahabía obtenido de Ana Andreievna todas lasconfirmaciones esenciales.

Una palabra aún, y la más importante: ¿sabíaVersilov aquel día algo? ¿Participaba él ya enciertos planes, por lo menos remotos, en conni-vencia con Lambert? No, no y no; en aquel mo-mento, ni participaba todavía, aunque quizá unapalabra fatal hubiese sido ya arriesgada... Perobasta, basta: verdaderamente estoy anticipandodemasiado.

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Ahora bien, ¿y yo? ¿Sabía yo algo? ¿Qué sabíayo, el día de mi salida? Al empezar ese entrefilet,he advertido que yo no sabía nada el día de misalida, que me he enterado de todo muchísimomás tarde, a incluso cuando ya todo estabaconsúmado. Es verdad, pero, ¿lo es totalmente?No, no totalmente. Yo sabía ya algo, es cierto,yo sabía incluso mucho, pero, ¿cómo? ¡Que ellector se acuerde del sueño! Si semejante sueñopudo existir, si pudo atrancarme de mi corazóny formularse como lo hizo, es que yo ignorabatodavía este montón de cosas, pero las presentíasegún lo que acabo de explicar aquí, y de lasque no me enteré en efecto más que en el mo-mento en que «todo estaba ya terminado»: Co-nocimiento, lo que se dice conocimiento, yo notenía, pero mi corazón latía de presentimientos,y los malos. espíritus se habían apoderado yade mis sueños. ¡He ahí, pues, el hombre a cuyacasa yo me dirigía, sabiendo perfectamente loque él era y presintiendo incluso los detalles! ¿Ypor qué me lanzaba tan impetuosamente? Figú-

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rense ustedes una cosa: ahora, en este instantemismo en el que escribo, me parece que yo sab-ía ya en aquel momento, hasta en los menoresdetalles, por qué me lanzaba hacia él, siendo asíque en realidad, entonces, repito una vez más,yo no sabía nada. Tal vez el lector podrá com-prender. Ahora, al grano, y todos los hechosunos detrás de otros.

IITodo comenzó de esta manera: dos días antes

de mi primera salida, Lisa entró por la tardetoda agitada. Su trastorno era terrible; en efecto,le había sucedido algo intolerable.

Ya he mencionado sus relaciones con Vassine.Ella había ido a buscarlo no solamente parademostrarnos que no tenía necesidad de noso-tros, sino también porque lo apreciaba de ver-dad. Se habían conocido en Luga, y a mí siem-pre me había parecido que Vassine no miraba aLisa con indiferencia. En la desgracia que la

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abrumaba, ella podía naturalmente desear loscónsejos de un espíritu firme, tranquilo, siem-pre elevado, como to suponía en Vassine.Además, las mujeres no son nada expertas en laapreciación de los espíritus masculinos, desdeel momento que un hombre les agrada. Gusto-samente, toman paradojas por conclusionesestrictas en cuanto esas paradojas coinciden consus deseos. A Lisa le gustaba en Vassine el in-terés que éste se tomaba por su situación actualy le gustaba su simpatía por el príncipe, comole había parecido desde la primera vez. Sospe-chando por otra parte los sentimientos de élhacia ella, no podía menos que apreciar aquellasimpatía hacia su rival. El príncipe, a quien ellamisma le había confiado que iba a veces a con-sultar a Vassine, acogió esa noticia, desde elprimer momento, con una extremada inquie-tud; se mostró celoso. Lisa se ofendió por eso ycontinuó, ahora completamente aposta, viendoa Vassine. El príncipe se calló, pero permaneciósombrío. Lisa me confesó posteriormente

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(muchísimo tiempo después) que Vassine dejóbien pronto de agradarle; era tranquilo, y esatranquilidad perpetua y regular que tanto lehabía agradado a ella en un principio, le pare-ció en seguida antipática. Desde luego, él era unhombre práctico y le había dado sin duda va-rios consejos excelentes en apariencia, pero to-dos esos consejos, como por casualidad, resul-taban ser impracticables. Él juzgaba algunasveces desde muy arriba, y sin la más mínimatimidez delante de ella; cada vez con menortimidez: lo que ella atribuyó a una falta de in-terés involuntario y creciente por su situación.Una vez, ella le dio las gracias por el hecho deque él continuará portándose benévolamenteconmigo, siendo así que me era tan superiorintelectualmente, y que hablase conmigo comocon un igual (es.decir, que ella le transmitió mispropias palabras). Él le respondió:

-No es eso y no es por eso. Es que entre él ylos demás yo no veo la menor diferencia. Yo nolo juzgo ni más tonto que la gente inteligente ni

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más malvado que los buenos. Yo soy el mismopara todos, porque a mis ojos todos son idénti-cos.

--¿Cómo? ¿Usted no ve diferencias?-iOh! Claro, unas personas difieren de otras

por tal o cual punto, pero a mis ojos esas dife-rencias no existen porque no me afectan; paramí, todos son iguales y todo me da lo mismo, ypor eso soy igualmente bueno con todo elmundo.

-¿Y no se aburre usted?-No; siempre estoy satisfecho de mí mismo.-¿Y no tiene usted deseos?-Sí. Únicamente que no tengo muchos. No

tengo necesidad de nada, o casi de nada, ni si-quiera de un rublo de más. Yo, vestido de oro otal como estoy, soy siempre el mismo; los vesti-dos de oro nada añadirían a Vassine. Los bue-nos bocados no me seducen: ¿existen puestos ahonores que valgan más que lo que yo valgo?

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Lisa me aseguró por su honor que un día él ledijo todo aquello textualmente. En realidad,antes de juzgar, haría falta saber en qué circuns-tancias fueron pronunciadas aquellas palabras.

Lisa llegó poco a poco a la conclusión de que,también en lo referente al príncipe, él mostrabaindulgencia tal vez solamente porque todo elmundo era igual a sus ojos, y las diferencias noexistían, y de ninguna manera por simpatíahacia. ella; pero, al final, perdió visiblementeaquella indiferencia y consideró al príncipe nosolamente con desaprobación, sino incluso conuna ironía despreciativa. Aquello irritó a Lisa,pero no por eso Vassine dejó de continuar. So-bre todo, usaba siempre expresiones delicadas,incluso al condenar se mostraba sin indig-nación, limitándose a extraer las conclusioneslógicas de la nulidad del héroe de Lisa; en esalógica consistía la ironía. En fin, dedujo abier-tamente todo «lo irracional» de su amor, toda lanaturaleza forzada de aquel amor. «Usted se haequivocado en cuanto a sus propios sentimien-

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tos, y los errores, una vez reconocidos, debennecesariamente ser reparados.»

Aquello había sucedido justamento aquel día;Lisa, indignada, se levantó para marcharse,pero, ¿qué es lo que hizo y a qué conclusiónllegó aquel hombre razonable? Con el aire másnoble a incluso con sentimiento, le ofreció sumano. Lisa lo trató inmediatamente y bien caraa cara de idiota y de necio, y salió.

Proponerle traicionar a un desgraciado por-que este desgraciado «no se la merece», y sobretodo hacerle esa proposición a una mujer queestaba encinta por causa de aquel mismo des-graciado, ¡he ahí la inteligencia de esa gente! Yollamo a eso un espantoso confinamiento en lasteorías y una ignorancia absoluta de la vida,procedente todo de un inmenso orgullo. Paracolmo, Lisa se dio cuenta muy claramente deque él estaba orgulloso de su propia conducta,aunque no fuese más que porque sabía que ellaestaba embarazada. Con lágrimas de indigna-ción, ella corrió a ver al príncipe, y éste, éste

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incluso se portó peor que Vassine; lo lógicohabría sido que se convenciera, después delrelato de ella, de que no tenía por qué estar ce-loso; en lugar de eso, perdió la cabeza. Por lodemás, todos los celosos son así. Le hizo unaescena terrible y la ofendió tanto, que ella estu-vo a dos dedos de romper inmediatamente to-das las relaciones.

Pero ella volvió a casa conteniéndose todavía,pero no pudo menos que confiarse a mi madre.Aquella tarde volvieron a compenetrarse comoantes: el hielo se había roto; las dos, na-turalmente, lloraron a sus anchas, muy abraza-das, según su costumbre, y Lisa pareció calmar-se, aunque quedándose muy sombría. Al ano-checer, se quedó sentada en la habitación deMakar Ivanovitch sin pronunciar una palabra,pero sin salir de la habitación. Escuchó granparte de lo que aquél decía. Desde el día deltaburete, tenía hacia él un respeto extraordi-nario y un poco tímido, aunque permaneciendopoco locuaz.

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Pero aquella vez, Makar Ivanovitch, de formaun poco inopinada y sorprendente, cambió eltema de conversación; haré constar que Versi-lov y el doctor habían hablado por la mañanasobre su salud con aire muy preocupado. Harénotar también que, desde hacía ya varios días,se estaban haciendo preparativos en nuestracasa para celebrar el cumpleaños de mamá, quecaía exactamente dentro de cinco días, hablán-dose con frecuencia de aquello. A propósito deesto, Makar Ivanovitch se lanzó de repente aescarbar en sus recuerdos y rememoró la infan-cia de mamá, en la época en que «ella no podíasostenerse aún sobre sus piernecitas». «Yo no laabandonaba nunca - recordaba el anciano -. Laenseñaba a andar, la ponía de pie en un rincóna tres pasos de mí, y luego la llamaba, y ellaatravesaba el.cuarto toda bamboleante, sinmiedo, riéndose, y corría hasta mí, se echaba enmis brazos y se me abrazaba al cuello. En se-guida, yo te contaba cuentos, Sofía Andreievna,tú eras muy aficionada a los cuentos; ella se

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quedaba dos horas seguidas sobre mis rodillas,escuchando. Todo el mundo se asombraba en laisba: "Mirad lo mucho que se ha encariñado conMakar." O bien yo te llevaba al bosque, descu-bría un frambueso, te sentaba allí y te hacía unsilbato de madera. Después de habernos pasea-do mucho, volvíamos a entrar en casa: la niña,dormida en mis brazos. Un día, ella tuvo miedodel lobo, se lanzó sobre mí toda temblorosa, yno había lobo por ninguna parte.»

-De eso me acuerdo - dijo mama.--¿Te acuerdas? ¡No es posible!Me acuerdo de muchas cosas. Por mucho que

me remonte en mis recuerdos, siempre encuen-tro el amor y la ternura que usted ha tenidopara conmigo - dijo ella con una voz palpitante,poniéndose roja como una amapola.

Makar Ivanovitch aguardó un instante:-Adiós, hijos míos, me voy. Ahora ha llegado

el final de mi vida. En mi vejez, he encontrado

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el consuelo de todas mis penas; gracias, amigosmíos.

-No diga eso, Makar Ivanovitch, querido mío- exclamó Versilov, un poco conmovido -; eldoctor me decía hace un momento que estáusted incomparablemente mejor...

Mamá prestaba oídos toda espantada.-¿Qué sabe de eso tu Alejandro Semenovitch?

- sonrió Makar Ivanovitch -. Él es muy bonda-doso, pero eso es todo. Dejaos de eso, amigosmíos, o ¿es que os figuráis que tengo miedo demorir? Esta mañana, después de mi rezo, mevino al corazón una especie de presentimientode que no saldré ya de aquí; alguien me lo hadicho. ¡Pues bien, vamos, bendito sea el nombredel Señor! Solamente que me gustaría contem-plaros a todos todavía otra vez. El paciente Job,al mirar a sus nuevos nietos se consolaba, pero¿olvidaba a los anteriores y podia olvidarlos?¡No, eso es imposible! Solamente con los años,la pena se mezcla con la alegría, se transforma

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en un suspiro dichoso. Así pasa en el mundo:cada alma es probada y consolada a la vez. Hedecidido, hijos míos, deciros una palabrita nomás - continuó con una dulce y bella sonrisa,que no olvidaré jamás; luego, volviéndose derepente hacia mí -. Tú, querido mío, muéstrateceloso de la santa Iglesia y, si te llega la hora,muere por ella; pero aguarda, no te asustes, noes una cosa que vaya a pasar en seguida - aña-dió riendo -. Ahora, tú no piensas en eso; mástarde, tal vez se te ocurrirá. Solamente una cosatodavía: si proyectas hacer algún bien, hazlopor Dios, y no por envidia. Aférrate firmementea tu propósito, y no cedas por ninguna clase decobardía; pero obra poco a poco, sin precipitar-te ni lanzarte; eso es todo lo que necesitas. To-davía esto: acostúmbrate a rezar sin falta todoslos días tus oraciones. Te lo digo así, quizá teacordarás algún día. A usted también, AndrésPetrovitch, querido mío, querría decirle algunaspalabras, pero Dios sabrá encontrar su corazónsin que yo tenga que decir nada. Hace mucho

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tiempo que hemos dejado de hablar de aquello,desde que esta flecha atravesó mi corazón. Peroahora, al irme, recordaré sólo... la promesa queme hizo usted entonces...

Pronunció estas últimas palabras en un susu-rro, la cabeza gacha.

-¡Makar Ivanovitch! - dijo Versilov con emo-ción y levantándose.

Bueno, bueno, no se turbe usted, querido mío,no es más que un simple recuerdo... El más cul-pable hacia Dios en este asunto soy yo; por mu-cho que usted fuera mi señor, yo no debía cedera aquella debilidad. Así, tú también, Sofía, noturbes tu alma con exceso, puesto que todo tupecado es el mío y yo estoy convencido de queen aquellos momentos tú no eras dueña de turazón, y usted no lo era, querido mío, muchomás que ella - sonrió, temblándole los labioscon algún dolor -. Yo habría podido darte unalección, esposa mía, ihcluso bastonazos, y habr-ía debido hacerlo, pero me dio lástima cuando

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caíste delante de mí bañada en lágrimas y medescubriste... Tú besabas mis pies... No es unreproche, mi bienamada, es solamente pararecordarle a Andrés Petrovitch... puesto queusted mismo, querido mío, usted se acuerda desu promesa de caballero, y que el rnatrimoniotodo lo tapa... Hablo delante de mis nietecitos...

Estaba extremadamente conmovido y mirabaa Versilov como si aguardase una palabra deconfirmación. Lo repito, todo aquello era taninesperado, que me quedé en la silla sin hacer elmenor movimiento. Versilov estaba por lo me-nos tan conmovido como él: se acercó en silen-cio a mamá y la abrazó fuertemente; en seguidamamá avanzó, sin decir nada tampoco, haciaMakar Ivanovitch y le hizo un profundo saludo.

En una palabra, la escena era turbadora; estavez no había ninguna persona extraña en lahabitación, ni siquiera Tatiana Pavlovna. Lisa sehabía enderezado toda ella sobre su silla y es-cuchaba en silencio; de repente se levantó y ledijo con firmeza a Makar Ivanovitch:

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-Bendígame también a mí, Makar Ivanovitch,para la gran prueba que me espera. Mañana sedecide todo mi destino... Rece hoy por mí.

Y ella salió. Yo sé que Makar Ivanovitch esta-ba ya informado de su asunto por mamá. Peroera la primera vez aquella noche en que yo veíaa Versilov y a mamá juntos; hasta entonces, yono había visto junto a él más que a una esclava.Había una enormidad de cosas que yo no sabíaaún y que no había notado en aquel hombre alque ya había condenado; por eso volví a entraren mi habitación. muy turbado. Es preciso decirque justamente en aquel momento todas misdudas respecto a él se habían espesado; nuncame había parecido tan misterioso, tan enigmáti-co; pero eso es precisamente toda la historiaque estoy escribiendo: todo llegará a su tiempo.

«Sin embargo - pensaba yo al meterme en lacama -, él le dio a Makar Ivanovitch su "palabrade caballero" de casarse con mi madre en elmomento en que ella se quedara viuda. Él nohabía dicho nada de eso cuando me habló en

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otro tiempo de Makar Ivanovitch.» Al día si-guiente, Lisa no estuvo en casa en todo el día, ycuando entró, era ya bastante tarde y se fuederechamente a la habitación de Makar Ivano-vitch. Yo no quería entrar para no molestarlo,pero habiendo observado que estaban ya allímamá y Versilov, terminé por entrar. Lisa esta-ba sentada al lado del anciano, y lloraba sobresu hombro; el otro, con rostro triste, le acaricia-ba la cabeza en silencio.

Versilov me explicó (en mi habitación, segui-damente) que el príncipe se portaba bien y queestaba decidido a casarse con Lisa a la primeraoportunidad, incluso antes de que el tribunaldictara su fallo. A Lisa le costaba trabajo deci-dirse, aunque casi no tuviera ya derecho paranegarse. Makar Ivanovitch le «ordenaba» tam-bién que se casara. Naturalmente, todo aquellose habría arreglado a la larga por sí solo, y des-de luego ella se habría casado con él por símisma, sin orden ni vacilación, pero de mo-mento había sido ofendida tan cruelmente por

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aquel al que amaba y se veía tan humillada poraquel amor, incluso a sus propios ojos, que leera difícil resolverse a ello. Además de la ofen-sa, se mezclaba en aquello una nueva circuns-tancia que yo no podía sospechar.

-¿Has oído hablar de todos esos jóvenes dePetersburgskaia Storona detenidos ayer? - aña-dió de pronto Versilov.

-¿Cómo? ¿Dergatchev? - exclamé.-Sí. Y Vassine también.Yo estaba estupefacto, sobre todo por to de

Vassine.-¿Es que se ha mezclado en algo? ¿Qué van a

hacer con ellos, Dios mío? ¡Y precisamente en elmomento en que Lisa lo ha acusado tanto...!¿Qué les puede pasar, según usted? ¡En estotiene que estar metido Stebelkov! ¡Se lo juro austed, Stebelkov está metido en esto!

-Dejemos eso - dijo Versilov lanzándome unamirada rara (como se mira a un hombre que nocomprende nada y no adivina nada) -, ¿quién

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sabe lo que hay en ese asunto? ¿Quién puedesaber lo que harán ellos? No es eso lo que quer-ía decirte: me he enterado de que quieres salirmañana. ¿No irás a ver al príncipe Sergio Pe-trovitch?

-Claro que iré. Aunque, lo confieso, esa visitava a resultarme muy penosa. ¿Quiere usted quele diga alguna cosa?

-No, nada. Yo mismo iré a verlo también. Meda lástima de Lisa. ¿Qué consejo podrá darleMakar Ivanovitch? Él no sabe nada ni de loshombres ni de la vida. Otra cosa, querido mío(hacía mucho tiempo que no me llamaba ya«querido mío»), hay... algunos jóvenes... uno delos cuales es tu antiguo camarada, Lambert...Tengo la impresión de que son todos unos pi-llos redomados... Solamente quería advertirte...Pero todo eso es cuestión tuya, y comprendoque no tengo derecho...

-Andrés Petrovitch - lo agarré de la mano sinpensarlo y casi arrastrado por el entusiasmo,

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como me sucede con frecuencia (aquello suced-ía en una oscuridad casi completa) -, AndrésPetrovitch, no he dicho nada, usted ha podidoverlo, no he dicho nada hasta ahora, ¿y sabe porqué? Para eludir los secretos que usted puedatener. Estoy firmemente decidido a no conocer-los jamás. Soy cobarde, tengo miedo de que sussecretos puedan arrancarlo a usted de mi co-razón, y esta vez por completo, y no quiero eso.Entonces, ¿para qué iba usted a conocer losmíos? ¡Manténgase indiferente en cuanto a misidas y venidas! ¿Es verdad?

-Tienes razón, pero ni una palabra más, te losuplico -- declaró al abandonarme.

De esta forma, por casualidad, tuvimos unabrizna de explicación. Pero él no había hechomás que aumentar mi turbación antes del nue-vo paso que yo debería dar al día siguiente, deforma que me pasé toda la noche en un desveloconstante. Pero me encontraba bien.

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IIIAl día siguiente, cuando sali de casa, eran ya

las diez; pero hice todo lo posible para irmefurtivamente, sin decir adiós, sin una palabra;para decirlo más claramente, me escabullí ¿Porqué obraba así? Lo ignoro, pero, incluso simamá me hubiese visto salir y hubiese queridoiniciar una conversación, yo le habría respondi-do cualquier cosa maligna. Una vez en la calle,cuando respiré el aire fresco, me estremecí conuna sensación muy fuerte, casí animal, y que yollamaría carnicera. ¿Por qué y adónde iba yo?Era algo completamente indeterminado y almismo tiempo carnicero. Tenía miedo y alegríaa la vez.

-¿Me mancharé o no me mancharé hoy? -pensaba alegremente, aunque sabiendo muybien que el paso que iba a dar aquel día, unavez dado, sería definitivo a irreparable patatoda mi vida. Pero ¿qué objeto tiene hablar enenigmas?

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Me encaminé derechamente a la prisión delpríncipe. Desde caso, es que hacía ya tres días,yo tenía una carta de Tatiana Pavlovna para eldirector, que me recíbió muy bien. No sé si eraun hombre bueno, y creo que es una cuestiónsuperflua; pero autorizó mi entrevistacon elpríncipe y la dispuso en su propia habitación,que nos cedió amablemente. La habitación eracomo todas: una habitación vulgar de funciona-rio mediano alojado por el Estado: es superfluopor tanto, creo, describirla. Así, pues, nos que-damos solos el príncipe y yo.

Me acogió vestido con un traje de casa semi-militar, pero con ropa blanca muy limpia, unacorbata elegante, lavado y peinado, y, sin em-bargo, terriblemente enflaquecido y amarillen-to. Noté aquella amarillez hasta en sus ojos. Enuna palabra, estaba tan cambiado, que me de-tuve estupefacto.

-¡Cómo ha cambiado usted! - exclamé.

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-¡No es nada! Siéntese usted, querido mío.-Con aire un poco lánguido, me indicó una bu-taca, y él se sentó frente a mí -. Abordemos elpunto esencial: mire usted, mi querido AlejoMakarovitch...

-¡Arcadio! - rectifiqué yo.-¡Cómo! ¡Ah, sí!; bueno, bueno, poco importa.

¡Ah, sí! - acababa de comprender -. Perdón,querido mío, vayamos al punto esencial...

En síntesis, tenía una prisa furiosa por llegar asu objetivo. Estaba todo traspasado, de la cabe-za a los pies, por yo no sé qué idea esencial, quedeseaba formular y exponer. Hablaba mucho yde prisa, explicándose con esfuerzo y súfri-miento y gesticulando, pero al principio nocomprendí absolutamente nada.

-En una palabra (había empleado ya aquellaexpresión una docena larga de veces), en unapalabra - concluyó -, si le he molestado a usted,Arcadio Makarovitch, si ayer insistí tanto, porintermedio de Lisa, para hacerle venir, es que es

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urgente, pero, como la decisión debe ser excep-cional y definitiva, nosotros...

-Permítame un momento, príncipe - lo inte-rrumpí -, ¿me llamó usted ayer? Lisa no me hadicho absolutamente nada.

El príncipe se sobresaltó y se puso en pie.-¿Dice usted la verdad, Arcadio Makaroviteh?

En ese caso, es que...-Pero ¿qué hay en eso que pueda... ? ¿Por qué

está usted tan inquieto? Ella se ha olvidadosimplemente, o bien alguna cosa...

Se sentó, pero estaba como entontecido. Se di-ría que la notícia de que Lisa no me habíatransmitido su mensaje lo había aplastado. Vol-vió a hablar muy de prisa y agitó los brazos,pero seguía siendo terriblemente difícil decomprender.

-Espere - declaró de pronto, callándose luegoy levantando el dedo en el aire -. Espere: son...si no me equivoco... son todas esas historias... -

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farfulló con una sonrisa de loco -, y por consi-guiente. . .

-Eso no tiene la menor importancia - le inte-rrumpí -. Y no comprendo por qué una circuns-tancia tan insignificante lo atormenta a ustedtanto... ¡Ah!, príncipe, desde aquel momento,desde aquella noche, usted se acuerda...

-¿Qué noche y qué? - gritó con tono de niñocaprichoso, visiblemente descontento de que lohubiera interrumpido.

-En casa de Zerchtchikov, donde nos vimospor última véz, ya usted sabe, antes de su carta.También usted estaba entonces en un apuroespantoso. Pero entre entonces y ahora hay unadiferencia tal, que me asusto al mirarlo... ¿O esque usted no se acuerda?

-¡Ah, sí! - declaró con voz de hombre demundo y como acordándose de repente-, ¡ah, sí!Aquella noche... He oído decir... Bueno, ¿cómose encuentra usted?, ¿qué ha sido de usted des-pués de todas estas historias, Arcadio Makaro-

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vitch? Pero vayamos al punto esencial. Es que,mire usted, yo persigo tres fines; tengo ante mítres objetivos y yo...

Volvió a hablar de su «punto esencial». Com-prendí por fin que tenía que vérmelas con unhombre al que haría falta por lo menos aplicarleinmediatamente sobre la cabeza un trapo em-papado en vinagre, o bien hacerle una sangría.Toda su conversación deshilvanada giraba, co-mo en un remolino, en torno al proceso, en tor-no al posible resultado, en torno a la visita quele había hecho el comandante del regimiento enpersona, quien durante mucho tiempo habíatratado de apartarlo de una cierta gestión peroal cual no había escuchado; en torno a una cartaque acababa de enviar a alguna parte; en tornode un procurador; en torno a la idea de que lodesterrarían ciertamente a alguna parte, despo-jado de sus derechos, al norte de Rusia; en tor-no a la posibilidad de hacerse colono y de reha-bilitarse en Tachkent; en torno a las leccionesque le daría a su hijo (por nacer, de Lisa) y de lo

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que le enviaría «al desierto, a Arcángel, a Kol-mogory».

-Si he querido escuchar la opinión de usted,Arcadio Makarovitch, crea que es porque apre-cio tanto... Y si usted supiera, si usted supiera,Arcadio Makarovitch, mi querido amigo, miquerido hermano, lo que es para mí Lisa, lo queella ha sido para mi aqui, ahora, todo este tiem-po ... .-- exclamó de repente, cogiéndose la ca-beza entre las manos.

-Sergio Petrovitch, ¿es posible que usted des-ee su muerte y que se la lleve consigo? ¡A Kol-mogory! - esa frase se me escapó en contra demi voluntad...

La suerte de Lisa, ligada para toda su vidacon aquel loco, se me aparecía bruscamente entoda su claridad y como por primera vez. Memiró, se levantó de nuevo, dio un paso, volvióla espalda y se sentó otra vez, teniendo siemprela cabeza entre las manos.

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-¡No hago más que soñar con arañas! - dijo derepente.

-Está usted en una situación espantosa. Yo leaconsejaría, príncipe, que se metiese en la camay llamase inmediatamente al médico.

-No, permita, más tarde. Sobre todo, le hehecho a usted venir para explicarle... a propósi-to del casamiento. El casamiento, como ustedsabe, se celebrará aquí mismo, ya lo he dicho.La autorización está concedida, a incluso se meanima... Por lo que se refiere a Lisa...

-Príncipe, tenga usted piedad de Lisa, queridoamigo -exclamé -, no la atormente usted, por lomenos ahora, no se muestre celoso.

-¿Cómo? - exclamó, mirándome fijamente conlos ojos abiertos de par en par y alargando todosu rostro en una amplia sonrisa absurdamenteinterrogativa.

Se veía que la palabra «celoso» lo había im-presionado terriblemente.

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-Perdón, príncipe, es una cosa que se me haescapado. Es que en estos últimos tiempos heconocido a un anciano, mi padre legal... ¡Oh!, siusted lo viese, se tranquilizaría... Lisa lo apreciamucho también.

-¡Ah, sí, Lisa...! ¡Ah, sí, el padre de ustedes!Sí... pardon, mon cher, hay algo... Me acuerdo...ella me lo ha contado... un viejecito... Estoy se-guro de eso, estoy seguro de eso. He conocidotambién a un viejecito... Mais passons, lo esenciales llevar la luz al fondo de la cosa, es preciso...

Me levanté para irme. Me daba pena mirarlo.-¡No comprendo! -- declaró él, severo y grave,

al ver que me iba.-Me hace daño verlo - dije.-¡Arcadio Makarovitch, una palabra todavía,

una sola palabra! - y me cogió por los hombros,con una expresión y un ademán completamentediferentes, y me hizo sentar en la butaca -. Us-ted ha oído hablar de esa gente, ¿comprende?

Y se inclinó hacia mí.

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-¡Ah, sí, Dergatchev! Seguramente está meti-do en eso Stebelkov - exclamé sin poderme con-tener.

-Sí, Stebelkov y... ¿no lo sabe usted?Se calló y nuevamente me miró muy fijo, con

los mismos ojos abiertos de par en par y lamisma sonrisa larga, convulsiva, estúpidamen-te interrogativa, cada vez más ancha. Su rostropalidecía poco a poco. De repente fui asaltadopor un temblor: me acordé de la mirada de Ver-silov cuando, la víspera, me había anunciado ladetención de Vassine.

-¡Oh!, ¿es posible? - exclamé, espantado.-Ya ve usted, Arcadio Makarovitch, le he

hecho venir justamente para explicarle... Yoquería... - cuchicheó rápidamente.

-¡Es usted quien ha denunciado a Vassine! -exclamé.

-No, es que, mire usted, había un manuscrito.Vassine se lo había entregado a Lisa antes delúltimo día... para que se lo guardara. Y ella me

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lo dejó aquí para que yo le echase una ojeada,después de lo cual sucedió que al día siguientese enfadaron...

-¿Y usted ha enviado el manuscrito a las auto-ridades?

-¡Arcadio Makarovitch! ¡Arcadio Makaro-vitch!

-Y de esa forma - exclamé, poniéndome en piede un salto y martillando mis palabras -, sinotro motivo, sin otro objeto, únicamente porqueel desgraciado Vassine es su rival, únicamentepor celos, ha remitido usted el manuscrito confia-do a Lisa... ¿a quién se lo ha remitido usted? ¿Aquién? ¿Al fiscal?

Pero él no tuvo tiempo de responder. ¿Y quéhabría podido responder? Estaba clavado de-lante de mí como una estatua, siempre con lamisma sonrisa morbosa y la misma miradaquieta; pero de improviso la puerta se abrió yentró Lisa. Se cayó casi sin conocimiento, alvernos allí juntos.

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-¿Tú aquí? ¿Cómo estás tú aquí? - gritaba ellacon un rostro bruscamente cambiado yagarrándome por las manos -. Entonces, ¿tú...sabes?

Ella había leído ya en mi rostro que yo «sab-ía». La abracé rápidamente, sin que ella pudieraoponerse, fuerte, fuerte. Y por primera vezcomprendí, en aquel instante, en toda su energ-ía, qué pena sin consuelo, sin límites y sin hori-zonte pesaba para siempre sobre todo el destinode aquella... buscadora benévola de tormentos.

-Pero ¿se le puede hablar ahora? - dijo ellaarrancándose de mí de improviso -. ¿Se puedeestar con él? ¿Por qué estás tú aquí? ¡Míralo,míralo! Pero, ¿se le puede juzgar?

En el rostro de ella había un sufrimiento yuna compasión infinita en el momento en que,lanzando aquellas exclamaciones, me mostrabaal desgraciado. Él estaba en el sillón, con el ros-tro oculto entre las manos. Y ella tenía razón:era un hombre presa de una fiebre furiosa,

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irresponsable; tal véz desde hacía tres días eraya irresponsable. Aquella misma mañana lollevaron a la enfermería y por la tarde se le hab-ía declarado una congestión cerebral.

IVDespués de ver al príncipe, al que dejé con Li-

sa, a eso de la una de la tarde, me dirigí a miantiguo alojamiento. Se me ha olvidado decirque el tiempo estaba húmedo, cubierto, con uncomienzo de deshielo y un viento tibio capaz deatacar los nervios de un elefante. El casero meacogió con alegría, afanándose y agitándose,cosa que detesto en momentos semejantes. Memostré seco y fui directamente a mi habitación,pero él me siguió: no se atrevía a hacerme pre-guntas, pero la curiosidad brillaba en sus ojos, ytenía el aspecto de uno que tiene ya cierto dere-cho . a ser curioso. Yo debería haberme mostra-do cortés por mi propia conveniencia; pero pormás que tenía la mayor necesidad de saber algo

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(y sabía que terminaría por saberlo), me resul-taba odioso lanzarme a un interrogatorio. Meinformé sobre la salud de su mujer y fuimos averla a su cuarto. Ella me acogió con atenciónpero con aíre extremadamente serio y poco lo-cuaz; eso me calmó un poco. En una palabra,me enteré aquella vez de cosas muy sorpren-dentes.

Naturalmente, Lambert había venido, y des-pués había venido otras dos veces más y había«visitado todas las habitaciones», diciendo quetal vez alquilaría una. Daria Onissimovna habíavenido varias veces y era cosa de preguntarsepor qué: «También ella se ha mostrado muycuriosa», añadió el casero, pero no le di el gustode preguntarle en qué consistía su curiosidad.En general, yo no interrogaba, él era el único enhablar y yo fingía estar rebuscando en mi male-ta (donde no quedaba ya casi nada). Pero lomás portentoso fue que también él tuvo la ocu-rrencia de jugar a los misterios y, notando queme abstenía de hacer preguntas, juzgó necesa-

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rio, él también, hacerse más fragmentario, casienigmático.

-Ha venido también una señorita - añadiómirándome de una manera extraña.

-¿Qué señorita?-Ana Andreievna. Ha venido dos veces. Ha

hecho amistad con mi mujer. Una persona muyfina, muy agradable. Un conocimiento así esmuy de apreciar, Arcadio Makarovitch...

Al decir esas palabras, incluso avanzó un pa-so hacia mí: quería literalmente darme a com-prender algo.

-¿Dos veces? ¡No es posible! - me asombré yo.-La segunda vez estaba con su hermano.«Sería Lambert», pensé involuntariamente.-No, no venía con el señor Lambert - dijo el

casero de improviso como si sus ojos hubieranpenetrado hasta el fondo de mi alma -, sino consu hermano, un joven señor Versilov. Creo quees chambelán.

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Yo estaba muy turbado. Él me miraba conuna sonrisa horriblemente acariciadora.

-¡Ah!, todavía otra persona ha venido a bus-carlo, aquella señorita; la francesa, la señoritaAlphonsine, de Verdún. ¡Oh, qué bien canta!¡Qué bien declama los versos! Se fue a es-condidas a Tsarkoie a ver al príncipe NicolásIvanovitch para venderle un perrito muy raro,todo negro, no mayor que el puño...

Le rogué que me dejase solo, pretextando queme dolía la cabeza. Me obedeció instantánean-tente, incluso sin acabar su frase, no solamentesin el menor despecho, sino casi con placer,haciendo con la mano un signo misterioso quequería decir: «Comprendo, comprendo.» Nodijo nada de aquello, pero salió de puntillas,concediéndose ese gusto. Hay gente muy des-concertante en este mundo.

Me quedé solo, reflexionando, una hora ymedia. Por lo demás, no reflexionaba en nada,me contentaba con soñar. Estaba turbado, pero

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de ninguna manera sorprendido. Incluso es-peraba más, maravillas más grandes. « ¡Ya hantenido que trabajar, ya! », pensé. Estaba con-vencido desde hacía mucho tiempo, ya en micasa, de que le habían dado cuerda a su máqui-na y ésta se encontraba en plena marcha. «Úni-camente soy yo lo que les falta, eso es todo», medije una vez más, con una satisfacción nerviosay agradable. Me aguardaban con todas susfuerzas, querían tramar algo en mi alojamiento,estaba claro como el día. « ¿Y si fuera el matri-monio del viejo príncipe? Todo el mundo se leecha encima. Lo que hay que ver, señores, es siyo lo permitiré, ésa es la cuestión», decidí unavez más con una altivez satisfecha.

-Si me meto en esto, me veré cogido inmedia-tamente en el torbellino, como una brizna depaja. ¿Soy libre ahora, en este momento, o no losoy ya? ¿Puedo aún, al volver a entrar esta no-che en casa de mamá, decirme como todos losdías: «Soy yo mismo»?

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He aquí la sustancia de mis preguntas o, pormejor decir, de los latidos de mi corazón duran-te aquella hora y media que pasé en el filo de lacama, los codos sobre las rodillas, y la cabezaentre las manos. Yo sabía muy bien, lo sabía ya,que todas aquellas preguntas no eran más quefutilidades y que lo que me atraía, era ella, ynada más que ella. En fin, lo digo con toda cla-ridad, y lo escribo con todas sus letras sobre elpapel, porque incluso hoy día, en el momentoen que escribo, transcurrido ya más de un año,no sé todavía el nombre que habría que darle alsentimiento que yo experimentaba entonces.

Cierto que me daba lástima de Lisa y que micorazón se veía presa del menos hipócrita delos dolores. Aquel solo sentimiento de dolorhacia ella habría podido, al parecer, calmar oborrar en mí, aunque no fuese más que por cier-to tiempo, el sentimiento carnicero (vuelvo autilizar esta palabra). Pero yo éstaba arrastradopor una curiosidad sin limites y una especie demiedo, a incluso por un sentimiento, no sé cuál;

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sé solamente, y lo sabía ya en aquellos momen-tos, que no era un sentimiento bueno. Quizá yoaspiraba a caer a sus pies, quizá también habríaquerido entregarla a todos los tormentos y pro-barle algo «aprisa, aprísa». Ningún dolor, nin-guna compasión para Lisa podían detenerme.Vamos, ¿podía yo levantarme y volver a casa...cerca de Makar Ivanovitch?

«Pero es realmente una cosa imposible: ir acasa de ellos, enterarme por ellos de todo loque hay y abandonarlos bruscamente parasiempre, pasando indemne ante las maravi-llas y los monstruo. »

A las tres de la tarde, después de salir de miestupor y de darme cuenta de que estaba casiretrasado, salí rápidamente, tomé un coche depunto y volé a casa de Ana Andreievna.

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CAPÍTULO VI

En cuanto me anunciaron, Ana Andreievnaabandonó su labor y se apresuró a venir a reci-birme a su primera habitación, cosa que nuncahabía sucedido hasta entonces. Me tendió lasmanos y se ruborizó rápidamente. En silencio,me condujo a su cuarto, volvió a coger su labora hizo que me sentara a su lado; pero ya no cos-ía, continuaba mirándome con un interés calu-roso, sin decir palabra.

-Me mandó usted a Daria Onissimovna - em-pecé a quemarropa, un poco molesto ademáspor aquel interés demasiado manifiesto que,por otra parte, resultaba agradable.

Ella tomó de pronto la palabra, sin contestar ami pregunta:

-Me lo han contado, lo sé todo. Aquella nocheterrible... ¡Cuánto debió usted de sufrir! ¿Esverdad, puede ser verdad que lo encontraron austed sin conocimiento, expuesto a la helada?

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-¿Es que a usted... Lambert...? - farfullé rubo-rizándome.

--Me lo contó todo en aquellos momentos; pe-ro yo lo aguardaba a usted: Vino a mi casa es-pantado. En casa de usted... donde estaba usteden la cama, enfermo, no quisieron dejarlo pa-sar... lo recibieron de una manera extraña... Nosé verdaderamente cómo sucedió aquello, peroél me ha hablado mucho de esa noche; me dijoque al abrir usted los ojos me nombró en segui-da... que habló del afecto que me tiene. Meconmoví hasta las lágrimas, Arcadio Makaro-vitch, e ignoro incluso por qué he merecidotanta simpatía de su parte, sobre todo en el es-tado en que usted se hallaba. Dígame, ¿el señorLambert es sú camarada de infancia?

-Sí, solamente que en este caso... confieso quehe sido imprudente, tal vez le he dicho dema-siado.

-¡Oh! ¡Aun sin él, yo habría sabido ver esa ne-gra y terrible intriga! Yo siempre presentí que lo

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acorralarían a usted hasta ese extremo. Dígame,¿es verdad que Bioring se atrevió a levantarle austed la mano?

Hablaba como si fuera únicamen.te a causa deBioring y a causa de ella por lo que yo me habíaencontrado al pie del muro. Y en realidad teníarazón, me dije. Sin embargo, estallé:

-Si a mí me hubiese puesto la mano encima,no se habría quedado impune, y yo no estaríaaquí, delante de usted, sin haberme vengadosuficientemente - respondí con calor.

Sobre todo me daba cuenta de que ella parec-ía querer hostigarme, excitarme contra alguien(yo sabía bien contra quién); y sin embargo medejaba manejar.

-Si dice usted que había previsto que se meacorralaría hasta ese extremo, lo cierto es quepor parte de Catalina Nicolaievna sólo ha habi-do una equivocación... aunque, verdad es queella cambió demasiado pronto sus buenos sen-

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timientos hacia mí a causa de esa equivoca-ción...

-¡Está gracioso eso de que ella cambió bienpronto! -dijo Ana Andreievna con una especiede arrebato de simpatía -. ¡Oh, si supiese ustedqué intriga se está tramando ahora! Desde lue-go, Arcadio Makarovitch, le costará a ustedahora mucho trabajo comprender lo delicadode mi posición - declaró ella enrojeciendo ybajando los párpados -. Desde entonces, desdela misma mañana en que nos vimos por últimavez, he dado un paso que todo el mundo no escapaz de comprender y de apreciar como locomprendería un hombre que tenga como us-ted la inteligencia todavía intacta; el corazón,amante, fresco y no corrompido. Esté ustedseguro, amigo mío, soy capaz de apreciar suadhesión y de pagarla con un eterno agradeci-miento. En el mundo, sin duda, me lanzarán lapiedra, me la han lanzado ya. Pero incluso situvieran razón desde su innoble punto de vista,¿quién podría, quién se atrevería entre ellos a

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condenarme? Desde mi infancia estuve aban-donada por mi padre; nosotros, los Versilov,una antigua y noble familia rusa, somos aven-tureros, y estoy comiendo el pan que otros medan por caridad. ¿No era natural que me diri-giese al que, desde mi infancia, tenía para con-migo el papel de padre y del que no he recibidomás que bondades durante tantos años? Diossólo ve y juzga mis sentimientos respecto a él,no admito el juicio de los hombres en el pasoque he dado. Y cuando, además, se trama lamás pérfida y más negra de las intrigas, cuandoun padre magnánimo y confiado va a ser vícti-ma de su propia hija, ¿se puede soportar eso?¡No, perderé en ello mi reputación, pero lo sal-varé! ¡Estoy dispuesta a hacer en su casa el ofi-cio de criada, de guardiana, de enfermera, perono dejaré triunfar un cálculo frío, mundano,odioso!

Hablaba con una animación extraordinaria,quizá afectada a medias, pero sincera a pesarde todo, porque se veía hasta qué punto estaba

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interesada en aquel asunto. Yo comprendía queestaba mintiendo (por lo demás, sinceramente,porque se puede mentir sinceramente) y queera falsa; pero es asombroso lo que pasa con lasmujeres: esa especie de buen tono, esas formassuperiores, esa altivez mundana y esa orgullosacastidad, todo aquello me desorientaba y estu-ve de acuerdo con ella en todos los puntos, esdecir, mientras permanecí en su casa; a lo me-nos, no me atreví a contradecirla. ¡Oh, decidi-damente el hombre es el esclavo moral de lamujer, sobre todo si es magnánimo! Una mujersemejante puede convencer de no importa quéa un hombre generoso. « ¡Ella y Lambert, Diosmío! », pensaba yo mirándola, perplejo. Por lodemás, lo diré todo: incluso hoy día me halloincapaz de juzgarla. Bien es verdad que sóloDios podía ver sus sentimientos, y además elhombre es una máquina tan complicada, que aveces no se comprende nada de él, sobre todo siese hombre es una mujer,

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--Ana Andreievna, ¿qué espera usted enton-ces de mí? -- pregunté con aire bastante decidi-do.

-¿Cómo? ¿Qué significa su pregunta, ArcadioMakarovitch?

-Me parece, después de todo esto... y despuésde otras determinadas consideraciones... - ex-pliqué, embrollándome -, que me había ustedmandado llamar porque esperaba de mí algunacosa. Pero, ¿qué, precisamente?

Sin responder a la pregunta, ella se puso ahablar inmediatamente, tan de prisa y con idén-tica animación:

-Pero yo no puedo, soy demasiado orgullosapara entrar en explicaciones y regateos con des-conocidos como el señor Lambert. Era a usted aquien esperaba, y no al señor Lambert. ¡Mi si-tuación es crítica, espantosa, Arcadio Makaro-vitch! Estoy obligada a usar de la astucia, ro-deada como me veo por las intrigas de estamujer, y es algo insoportable. Me rebajo casi

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hasta la intriga y lo aguardaba a usted como aun salvador. No se me debe acusar porque mireávidamente alrededor de mí tratando de des-cubrir al menos un amigo, y por eso no he po-dido menos que acoger con alegría a ese amigo;el que pudo, incluso aquella noche, casi helán-dose, acordarse de mí y repetir solamente minombre, ése desde luego me es fiel. Es lo queme ha dicho todo este tiempo, y por eso conta-ba con usted.

Me miraba a los ojos con una interrogaciónimpaciente. Y he aquí que de nuevo me faltó elvalor para desilusionarla y explicarle franca-mente que Lambert la había engañado y que yono le había dicho ni muchísimo menos que yofuera tan devoto de ella y que de ningún modohabía «repetido solamente su nombre». Así, conmi silencio, yo confirmaba la mentira de Lam-bert. Sé muy bien que ella misma comprendíaperfectamente que Lambert había exagerado oincluso le había mentido, únicamente para te-ner un pretexto honorable para presentarse en

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su casa y entrar en contacto con ella; si me mi-raba a los ojos, como convencida de la sinceri-dad de mis palabras y de mi adhesión, era na-turalmente porque ella sabía muy bien que yono me atrevería a desmentirla, por delicadeza y,por así decirlo, por juventud. Por lo demás,ignoro si esta hipótesis es justa o no. Tal vez memuestro espantosamente perverso,

-Mi hermano tomará mi defensa - declaró ellarepentinamente con fuego, al ver que yo noquería contestar.

-Me han dicho que fue usted a verme acom-pañada por él - balbucí, turbado.

-Pero ese desgraciado príncipe Nicolás Iva-novitch no tiene ya casi ningún refugio contratoda esta intriga o, por mejor decir, contra supropia hija, si no es la ayuda de usted, es decir,la ayuda de un amigo; ¿no tiene derecho, enrealidad, a considerarle a usted, por lo menos austed, como un amigo? Por tanto, si usted deseahacer algo por él, hágalo, si es que puede hacer-

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lo, si tiene el corazón noble y atrevido... y enfin, si verdaderamente puede usted hacer algo.¡Oh!, no es por mí, no es por mí, no, es por undesgraciado anciano que, él sólo, le ha queridoa usted sinceramente, que le ha tomado cariñocomo si de su propio hijo se tratara, y que hastaahora siempre se ha preocupado de usted. Paramí, yo no espero nada, puesto que mi mismopadre ha desempeñado conmigo una comediatan pérfida y tan malvada.

-Me parece que Andrés Petrovitch - empecéyo. -

-Andrés Petrovitch - me interrumpió ella conuna sonrisa amarga -, Andrés Petrovitch res-pondió a mi pregunta franca dándome su pala-bra de honor de que nunca ha tenido la menorintención respecto a Catalina Nicolaievna, loque yo creí totalmente cuando di el paso que di;y sin embargo se ha descubierto que sólo estu-vo tranquilo hasta la primera noticia sobre uncierto señor Bioring.

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-¡No es eso! - exclamé yo -. Hubo un instanteen que, yo también, creí en su amor hacia esamujer, pero no es eso... Sí, incluso si fuera, meparece que ahora podría estar absolutamentetranquilo... después de la retirada de ese señor.

-¿Qué señor?-Bioring.-¿Y quién le ha hablado a usted de su retira-

da? Ese señor quizá no haya tenido nunca tantafuerza como ahora - dijo ella riéndose malig-namente; me pareció incluso que me miraba, amí también, con ironía.

-Me lo ha dicho Daria Onissimovna - balbu-ceé con una turbación que no supe disimular yque ella observó muy bien.

-Daria Onissimovna es una persona encanta-dora y desde luego yo no puedo prohibirle queme quiera, pero ella no tiene ningún medio pa-ra enterarse de lo que no le incumbe. Mi co-razón sufrió un choque; y, como ella contabajustamente con despertar mi indignación, la

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indignación hirvió en mí, no contra la otra mu-jer, sino, mientras tanto, contra la misma AnaAndreievna. Me levanté.

Como hombre leal debo advertirle, Ana An-dreievna, que sus esperanzas... en cuanto a mí...podrían resultar vanas...

-Yo espero que usted tome mi defensa - memiró firmemente -, la defensa de una persona.abandonada por todos... ¡de la hermana de us-ted, puesto que usted lo quiere; Arcadio Maka-rovitch!

Un instante después, se deshacía en lágrimas.-Entonces vale más que no espere usted nada,

porque «quizá» nada sucederá - balbucí con unsentimiento infinitamente penoso.

-¿Cómo debo interpretar esas palabras? - pre-guntó ella con muchas precauciones.

-Pues así: ¡los abandonaré a todos y se acabó!- exclamé bruscamente, casi furioso -. En cuantoal documento, lo haré trizas. ¡Adiós!

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La saludé y salí en silencio, sin atreverme casia mirarla. Pero no había llegado todavía a losescalones más bajos de la escalera, cuando Da-ria Onissimovna me alcanzaba con una hoja depapel de cartas plegada en dos dobleces. Dedónde venía Daria Onissimovna, dónde habíaestado instalada mientras yo le hablaba a AnaAndreievna, es cosa que no llego a comprender.Sin decir palabra, me entregó el papel y se es-cabulló. Desplegué la hoja: contenía, en letraslimpias y claras, la dirección de Lambert, y porlo visto todo estaba preparado desde hacía al-gunos días. Me acordé de repente de que el díaen. que Daria Onissimovna había venido a micasa, yo había dejado escapar que no sabíadónde vivía Lambert, pero lo había dicho en elsentido de que «no lo sabía y no quería saber-lo». La dirección de Lambert, la sabía ahora porLisa, a la que le había rogado que se informaseen la Oficina de Direcciones. La ocurrencia deAna Andreievna me.. pareció demasiado deci-dida, incluso cínica: a pesar de mi negativa a

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colaborar, ella me enviaba derechamente a casade Lambert, forma ésta de darme a entenderque no creía en mí lo más mínimo. Estaba de-masiado claro que ella sabía ya toda la historiadel documento: ¿y por quién, sino por Lambert,a cuya casa me enviaba ella justamente paraque nos pusiéramos de acuerdo?

«Decididamente, me toman todos, desde elprimero hasta el último, por un niñito sin vo-luntad y sin carácter y del que es posible hacerlo que se quiera», pensaba yo con indignación.

IIA pesar de todo, fui a casa de Lambert.

¿Dónde, si no, habría podido satisfacer mi cu-riosidad? Lambert vivía muy lejos, en el KossoiPereulok, cerca del jardín de Verano, en elmismo departamento amueblado que antes;pero cuando yo me había escabullido de sucasa, me había fijado tan poco en el camino y enla distancia, que, al recibir, cuatro días antes, su

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dirección por mediación de Lisa, me habíaasombrado y casi me había negado a creer queviviese allí. Ante la puerta de su vivienda, en eltercer piso, conforme yo subía la escalera, viados jóvenes y pensé que habían llamado antesque yo y que esperaban que se les abriera.Mientras yo subía, los dos, de espaldas a lapuerta, me miraban fijamente. «Es un pisoamueblado. Sin duda, irán a ver a otros inquili-nos», me dije al llegar junto a ellos. Me habríaresultado muy desagradable encontrar a al-guien en casa de Lambert. Procurando no mi-rarlos, tendí la mano hacia la campanilla.

-¡Espere! - me gritó uno de ellos.-¡Espere, haga el favor, antes de tocar! - dijo el

otro, con una vocecita sonora y tierna, ligera-mente arrastrada -. Vamos a terminar, y luegollamaremos todos juntos, si le parece bien.

Me detuve. Eran muchachos muy jóvenes to-davía, de veinte a veintidós años. Estabanhaciendo allí, delante de la puerta, no sé qué

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cosa rara, y me esforzaba en comprender, asom-brándome. El que había gritado « ¡Espere! » erade estatura muy alta, un metro ochenta por lomenos, delgado y alcohólico, pero muy muscu-loso, con una cabeza muy pequeña para su esta-tura y una exprcsión singular, cómicamentesombría, en un rostro ligeramente picado deviruelas, pero bastante inteligente a inclusoagradable. Sus ojos miraban con fijeza y conuna energía inútil a incluso superflua. Iba muymal vestido con un viejo capote enguatado, conun pequeño cuello de tejón muy pelado, dema-siado corto para su estatura, visiblemente pedi-do a préstamo, feas botas de aldeano, y, en lacabeza, una chistera de reflejos rojizos y espan-tosamente deteriorada. En conjunto, un descui-dado: las manos, sin guantes, estaban sucias, ylas uñas, largas y con luto. Por el contrario, sucamarada estaba de veinticinco alfileres: unaligera pelliza de veso, un sombrero elegante,guantes nuevos y claros sobre dedos finos; tenía

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mi estatura, pero con una expresión extremada-mente agradable en su rostro fresco y juvenil.

El muchacho alto se quitaba la corbata, unacinta completamente usada y grasienta, reduci-da casi al estado de cuerda, mientras que suelegante camarada, sacándose del bolsillo otranegra completamente nueva, recién salida de latienda, se la ponía a continuación en el cuello.El otro tendía dócilmente y con una terribleseriedad su cuello, muy largo, echándose haciaatrás el capote.

-No, es imposible, con una camisa tan sucia;no solamente no producirá ningún efecto, sinoque parecerás todavía mucho más sucio. Ya lodije que te pusieras un cuello postizo. No sé.. .¿Y usted, no sabría usted? - dijo, volviéndosehacia mí.

-¿El qué? - pregunté.-Ponerle la corbata. Mire usted, hace falta

ponérsela de forma que no se le vea la camisasucia, de lo contrario se perderá todo el efecto.

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Acabo de comprarle expresamente una corbataen casa de Felipe, el peluquero, por un rublo.

-¿Era tuyo ese rublo? - balbució el alto.-Sí. Ahora no me queda más que un copes.

Entonces, ¿no sabe usted? Habrá que pedír-selo a Alphonsine.

-¿Va usted a casa de Lambert? - me preguntóbruscamente el alto.

-Sí, a casa de Lambert - respondí no menosdecidido, mirándole a los ojos.

-.¿Dolgorowky? - repitió él con el mismo tono yla misma voz.

-No, no es Korovkine - respondí con lamisma brutalidad, porque había entendido mal.

-¿Dolgorowky? - gritó casi el alto repitiéndosey avanzando hacia mí, casi amenazador.

Su camarada se echó a reír.

-Él dice Dolgorowky, y no Korovkine - meexplicó -Ya usted sabe, los franceses del Journal

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des Débats estropean a menudo los apellidosrusos...

-De L'Indépendance - gruñó el alto .... Poco importa, de L'Indépendance también.

Dolgorukov, por ejemplo, lo escriben Dolgo-rowky, yo mismo lo he leído, y a V-ov to lla-man siempre comte Wallonieff.

-¡Doboyny! - gritó el alto.-Sí, hay también un tal Doboyny; lo he leído yo

mismo, y los dos nos hemos reído: una ciertamadame Doboyny, rusa, en el extranjero... Sola-mente, compréndelo, ¿de qué sirve recordarlosa todos? - dijo volviéndose hacia el alto.

-Perdón, ¿es usted el señor Dolgoruki?-Sí, Dolgoruki. Pero, ¿cómo lo sabe usted?

El alto cuchicheó algo al oído del elegante,éste frunció las cejas a hizo un gesto de nega-ción; pero el alto se volvió de repente hacia mí:

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-Monsieur le prince, vous n'avez pas de roubled'argent pour nous, pas deux, mais un seul, voulezvous?

-¡Qué mala persona eres! - exclamó el peque-ño.

-Nous vous rendons - concluyó el alto, pronun-ciando groseramente y con torpeza las palabrasfrancesas.

-Es que, mire usted, es un cínico - el pequeñose echó a reír - y ¿querrá usted creer que nosabe hablar francés? Pues se equivoca usted: lohabla como un parisiense, solamente que re-meda a los rusos, que siempre tienen unas ga-nas locas en el gran mundo de hablar francésentre ellos cuando en realidad no lo saben...

-Dans les wagons - explicó el alto.-Está bien, también en los vagones. ¡Qué fas-

tidiioso eres! ¿Qué necesidad hay de explicarse?¡Qué gana más tonta de hacerse pasar por unimbécil!

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Sin embargo, yo había sacado un rublo y se lotendí al alto.

-Nous vous rendons --- dijo, guardándose el ru-blo.

Luego, volviéndose de repente hacïa la puer-ta, con un rostro absolutamente serio a inmóvil,se puso a golpearla con la punta de su enormebota, por lo demás sin la menor irritación.

-¡Ah! ¡Otra vez vas a pelearte con Lambert! -observó el pequeño con inquietud -. Será mejorque llame usted con la campanilla.

Llamé, pero el alto no por eso dejó de darpuntapiés.

-¡Ah! sacré...Era la voz de Lambert que se hacía oír detrás

de la puerta. Abrió rápidamente.-Dites doncs, voulez-vous que je vous casse la tete,

mon ami? - le gritó al alto.

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-Mon ami, voilà Dolgorowky, l'autre mon ami -declaró el alto seria y gravemente mirando a lacara de Lambert, rojo de cólera.

Pero, al divisarme, cambió radicalmente.-¡Eres tú, Arcadio! ¡Por fin! ¡Y bien!, ¿cómo

estás? ¿Estás curado por fin?Me agarró las manos y me las estrechó con

fuerza. En una palabra, demostró un entusias-mo tan sincero, que inmediatamente me sentíencantado y casi prendado de él.

-¡Es la primera visita que hago!-¡Alphonsine! - gritó Lambert.Ella saltó inmediatamente desde detrás del

biombo.-Le voilà!-C'est lui! - exclamó Alphonsine, juntando las

manos.Luego, abriéndolas nuevamente, se lanzaba

para abrazarme, pero Lambert me defendió.

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-¡Vamos, vamos, ya está bien! - le gritaba co-mo a un perrito -. Ya ves, Arcadio; hoy noshemos puesto de acuerdo unos cuantos paracomer en casa de los Tatars; no te suelto,vendrás con nosotros. Comeremos. Me desem-barazaré inmediatamente de todos éstos, y lue-go charlaremos. ¡Pero entra! Vamos a salir de-ntro de un momento. Un minuto solamente.

Entré y me coloqué en el centro de la habita-ción, mirando en torno y reuniendo mis re-cuerdos. Lambert se vestía a toda prisa detrásdel biombo. El alto y su camarada entrarontambién detrás de nosotros, a pesar de lo quehabía dicho Lambert. Todos estábamos de pie.

-Mademoiselle Alphonsine, voulez-vous me bai-ser? --- canturreó el alto.

-Mademoiselle Alphonsine - dijo el pequeño,avanzando y mostrando la corbata.

Pero ella se lanzó furiosamente contra los dos:

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-Ah, le petit vilain! - era al pequeño a quien in-sultaba -, ne m'approchez pas, ne me salissez pas.Et vous, le grand dadais, je vous flanque à la portetous les deux, savez vous cela?

El jovencito, aunque ella se apartase de él condesdén y desprecio, como si realmente tuviesemiedo de mancharse (cosa que yo no com-prendía, porque él estaba muy limpio y apare-ció muy bien vestido, una vez despojado de supelliza), el jovencito le rogó encarecidamenteque hiciera el favor de hacerle el nudo de lacorbata al zangolotino y además prestarle antesuno de los dos cuellos postizos limpios deLambert. Ella estuvo a punto de golpearlos deindignación al escuchar era propuesta, peroLambert, que había oído, le gritó desde detrásdel biombo que no los entretuviera y que hicie-se lo que le pedían, «de lo contrario, no nosdejarán nunca en paz», y Alphonsine cogió enseguida un cuello postizo y se puso a atender allargo, sin la menor repugnancia. Éste, exacta-

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mente igual que en la escalera, tendió el cuellomientras ella le hacía el nudo de la corbata.

-Mademoiselle Alphonsine, avez vous vendu votrebologne? -preguntó él.

-Quest-ce que ça, ma bologne?El pequeño explicó que «ma bologne» signifi-

caba un perrito.-Tiens, quel est ce baragouin?-Je parle comme une dame russe sun les eaux mi-

nérales - observó le grand dadais, que seguía conel cuello tendido.

-Quest-ce que ça qu'une dame russe sun les eauxminérales..., et où est donc votre jolie montre queLambent vous a donnée? - dijo ella, volviéndosebruscamente hacia el más joven.

-¿Cómo?, ¿otra vez sin reloj? -se oyó la vozfuriosa de Lambert, detrás del biombo.

-r¡Se lo han comido! -- gruñó le grand dadais.-Lo he vendido en ocho rublos: era de plata

sobredorada, y usted decía que era de oro. Eros

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relojes valen ahora dieciséis rublos en la tienda-- le respondió el joven a Lambert, justi-ficándose sin ardor.

-¡Es preciso acabar de una vez! - continuóLambert, todavía más furioso -. Amiguito, si lecompro a usted trajes y si le doy objetos boni-tos, no es para que se los gaste en su zangoloti-no amigo... ¿Qué significa esa corbata que ustedle ha comprado?

-¿Eso?, eso no cuesta más que un rublo, yademás no de los de usted. Ël no tenía ningunacorbata. Ahora hace falta comprarle un sombre-ro.

-¡Idioteces! - dijo Lambert, totalmente rabiosoesta vez -. Ya le he dado bastante para com-prarse también un sombrero, pero él se lo gastatodo en seguida en ostras y en champaña; apes-ta. Es un cerdo. No se le puede llevar a ningunaparte. ¿Cómo lo voy a llevar a comer?

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-¡En coche! - gruñó le dadais -. Nous avons unrouble d'argent que nous avons preté chez notrenouvel ami.

-¡No les des nada, Arcadio, nada! - volvió agritar Lambent.

-Permita usted, Lambert. Le exijo inmediata-mente dies rublos - dijo de pronto el pequeño,tan furioso, que se puso todo colorado y pareciócasi dos veces más guapo -. Y no diga nuncaestupideces como las que acaba de decir a Dol-goruki. Reclamo diez rublos para devolverleinmediatamente su rublo a Dolgoruki, y con elresto le compraré un sombrero a Andreiev, vausted a ver.

Lambert salió de detrás del biombo:-He aquí tres billetes amarillos, tres rublos, y

nada más hasta el mantes, y no vuelvan a apa-recer por aquí... de lo contrario...

Le grand dadais le arrancó el dinero de las ma-nos.

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-Dolgorowky, he aquí un rublo, nous vous ren-dons avec beaucoup de grace. ¡Pierrot, nor vamos!-- le gritó a su camarada.

Luego, de improviso, levantándolos en el airey blandiendo los dos billetes, mientras mirabacara a cara a Lambert, gritó con todas sus fuer-zas:

.-Ohé, Lambert!, où est Lambent?,as-tu-vu-Lambent?

-¡Cállese, cállese! - aulló Lambert con unacólera espantosa.

Vi que en todo aquello había alguna vieja his-toria que yo ignoraba completamente, y mequedé mirando con asombro. Pero el alto no seasustó lo más mínimo por el enfado de Lam-bert. Al contrario, aulló todavía con más fuerza:Ohé, Lambert!, y la continuación. Salieron y lle-garon a la escalera. Lambert corrió tras ellos,pero se volvió en seguida.

-¡Les daré con la puerta en las narices! ¡Mecuestan más de lo que me producen! ¡Vamos,

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Arcadio! Estoy retrasado. Hay alguien que meespera, una... una persona útil... Un pillo, tam-bién... ¡Todos son unos pillos! ¡Los muy cana-llas! ¡Canallas! - exclamó una vez más, casi re-chinando los dientes.

Pero de pronto se contuvo de una manera de-finitiva.

-Me alegro de que por fin hayas venido. ¡Alp-honsine, que no se te vaya a ocurrir salir! ¡Va-mos!

Delante de la puerta lo esperaba un coche delujo. Nos acomodamos allí, pero durante todoel camino no llegó a recobrarse del todo de nosé qué extraño furor contra aquellos jóvenes. Yome asombraba de ver que tomaba la cosa tan enserio y también de que ellos se hubiesen mos-trado tan poco respetuosos con Lambert y queLambert casi hubiera temblado ante ellos. Meseguía pareciendo, según una vieja impresiónde la infancia, que todo el mundo debía de te-nerle miedo a Lambert, tanto más cuanto que, a

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pesar de toda mi independencia, seguramenteyo le tenía miedo en aquellos instantes.

-Te digo que son unos canallas espantosos -continuaba él desahogando su cólera -. Créeme:ese alto me hizo sufrir un verdadero martiriohace tres días, en la buena sociedad. Se poníadelante de mí a gritar: Ohé, Lambert! ¡En la bue-na sociedad! Todo el mundo se reía. Se sabíaque era para que yo le diese dinero. Ya puedesfigurarte la escena. Se lo di. ¡Oh, son unos sin-vergüenzas! Ha sido cadete y lo expulsaron dela Academia, ya puedes formarte una idea; esinstruido; se ha criado en una buena casa, ¡enuna buena casa, puedes creerme! Tiene ideas,habría podido... ¡Diablos, y es fuerte como unhércules! Hace servicios, pero no muchos. Y, túmismo puedes comprobarlo, no se lava nuncalas manos. Se lo recomendé a una señora, unavieja aristócrata, como arrepentido que queríamatarse de remordimiento; fue a verla, se sentó;¡y se puso a silbar! El otro es un buen mucha-cho, hijo de un general; su familia se avergüen-

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za de él; lo he salvado del tribunal, le he tendi-do una mano, y he aquí cómo me paga. ¡No haynadie decente! Pero, ¡les daré con la puerta enlas narices, tan cierto como me llamo Lambert!

-Ellos saben cómo me llamo. ¿Eres tú quienles ha hablado de mí?

-He cometido esa tontería. En la comida, te loruego, domínate, quédate en tu sitio... Acudiráotro canalla espantoso. Es un canalla horrible ytérriblemente astuto. Por lo demás, aquí no haymás que gentuza; ¡ni un solo hombre honrado!Pero acabaremos, y luego... ¿qué es lo que máste gusta? Bueno, es igual, las comidas son bue-nas. Soy yo quien paga, no te preocupes. Es unasuerte que estés bien vestido. Puedo darte dine-ro. No tienes más que venir. Figúrate que les heechado de comer y de beber; cada día pasteli-llos; ese reloj que ha vendido, es ya la segundavez. Ese pequeño, Trichatov, tú has visto cómoa Alphonsine le da horror incluso de mirarlo ycómo le prohi'be que se acerque a ella, puesbien, ese mismo, en pleno restaurante, delante

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de unos oficiales, se pone a gritar: « ¡Quierochochas!» ¡Y ha tenido sus chochas! Sólo que yame vengaré.

-¿Te acuerdas, Lambert, del día en que fuimoscontigo al traktir, en Moscú; y me diste un pin-chazo con el tenedor? Aquel día llevabas enci-ma más de quinientos rublos.

-Sí, me acuerdo. ¡Diablo, tanto que me acuer-do! Te aprecio... Créeme. Nadie te quiere, peroyo te quiero. Yo únicamente, recuérdalo bien...Habrá uno en la comida, todo marcado de vi-ruelas, que es el más astuto de los bribones; nole respondas si te habla, y, si se pone a hacertepreguntas, respóndele tonterías, no digas na-da...

Por lo menos, su turbación le impidió hacer-me preguntas durante el trayecto. Incluso mesentí ofendido al verlo tan seguro de mí, sinsospechar en mí la menor desconfianza. Mepareció que se figuraba tontamente podermedar todavía órdenes como en otros tiempos. «Y

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para colmo es terriblemente inculto», pensé alentrar en.el restaurante.

IIIAquel restaurante, en la Morskaia, ya lo habia

yo frecuentado en la época de mi vergonzosacaída y de mi libertinaje, y por consiguiente lavista de aquellos salones, de aquellos camarerosque me miraban y descubrían en mí a un visi-tante conocido, en fin, la impresión producidapor aquellos misteriosos amigos de Lambert,por esta reunión en medio de la cual me encon-traba de repente y a la cual parecía yo perte-necer, y sobre todo un vago presentimiento deque iba voluntariamènte al encuentro de ciertasporquerías y que acabaría sin duda por haceruna mala acción, todo aquello me atravesó derepente. Hubo un instante en que estuve a pun-to de marcharme, pero ese instante pasó y mequedé.

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El «marcado por la viruela» a quien tantotemía Lambert estaba ya esperándonos. Era unode esos individuos de apariencia estúpidamen-te afanosa y práctica que tanto detesto desde miinfancia; de unos cuarenta y cinco años, estatu-ra mediana, algunos pelos blancos, una caraimberbe hasta la obscenidad y pequeñas pati-llas grisáceas cortadas al ras, como dos salchi-chas, sobre las dos mejillas de un rostro extra-ordinariamente aplastado y desagradable. Co-mo le correspondía, era aburrido, serio, pocolocuaz a incluso, según la costumbre de todosestos individuos, altanero. Me estuvo mirandocon mucha atención, pero no dijo palabra, yLambert cometió la torpeza de, a pesar de sen-tarnos en la misma mesa, no creer necesariohacer las presentaciones. Así, el otro pudo to-marme por uno de aquellos chantajistas queacompañaban a Lambert. A tales jóvenes (lle-gados casi al mismo tiempo que nosotros) tam-poco les dijo nada en toda la comida, pero seveía sin embargo que los conocía íntimamente.

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No le hablaba más que a Lambert, y para esocasi cuchicheando, y por otra parte Lambert erapoco más o menos el único que hablaba, con-tentándose el marcado por la viruela con res-ponder de tarde en tarde, con palabras molestasy provocativas. Tenía una actitud altanera, eramordaz y burlón, y parecía dedicarse todo eltiempo a meterle prisa, sin duda para que parti-cipara en determinada empresa. Una vez, tendíla mano hacia una botella de vino tinto; el mar-cado por la viruela cogió una botella de jerez yme la tendió; todavía no me había dirigido lapalabra.

-Pruebe usted de éste - invitó, tendiéndome labotella.

Entonces adiviné que él también debía de sa-ber todo lo que humanamente se podía saber demí, y mi historia, y mi nombre, y quizá paraqué contaba Lambert conmigo. La idea de queme tomaba por un empleado de Lambert meenfureció una vez más y leí en el rostro delúltimo una inquietud muy fuerte y muy estú-

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pida en cuanto el otro me dirigió la palabra. Elpicado de viruelas lo notó y se echó a reír. «De-cididamente, Lambert depende de todos ellos»,me dije, detestándolo en aquel momento contodo mi corazón. Así, pues, aunque sentados ala misma mesa, estábamos divididos en dosgrupos: el marcado por la viruela con Lambert,cerca de la ventana, el uno frente al otro; yo allado del grasiento Andreiev y, frente a mí, Tri-chatov. Lambert tenía prisa por acabar conti-nuamente estaba azuzando al camarero. Encuanto se sirvió el champaña, tendió de prontosu copa hacia mí:

-¡A tu salud, brindemos! - dijo, interrumpien-do su conversación con el picado de viruelas.

-Permítame a mí también brindar con usted -dijo el elegante Trichatov tendiéndome su copapor encima de la mesa.

Hasta llegar al champaña, él había estadopensativo y silencioso. El dadais no decía abso-

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lutamente nada, pero comía en silencio y mu-cho.

-¡Con mucho gusto! --le respondí a Trichatov.Brindamos y bebimos.

-Pues lo que es yo, yo no beberé a su salud -dijo de repente el dadais volviéndose hacia mí -.No es que le desee la muerte, es para que nobeba usted más hoy.

Pronunció estas palabras sombría y senten-ciosamente. Continuó:

-Para usted, ya está bien con tres copas. Veoque está usted mirando mí puño sucio, ¿eh? -continuó, exponiendo su puño sobre la mesa -.No me lo lavo y se lo alquilo tal como está, sinlavar, a Lambert, para romper las cabezas de losdemás en los asuntos que se le ponen de malamanera.

Dicho esto, dio sobre la mesa un puñetazo tanviolento, que saltaron los platos y los vasos.Además de nosotros, había en aquella sala otrascuatro mesas de comensales: oficiales y señores

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distinguidos. Era un restaurante a la moda;instantáneamente, todas las conversaciones seinterrumpieron y todas las miradas se dirigie-ron a nuestro rincón. Por lo demás, desde hacíaya largo rato, despertábamos una cierta curio-sidad. Lambert se sonrojó violentamente.

-¡Ah!, ¡he aquí que empieza otra vez! ¡Me pa-rece, Nicolás Semenovitch, que le rogué bienclaramente que se reprimiera! - declaró, en uncuchicheo furioso, dirigiéndose a Andreiev.

El otro le clavó una mirada larga y lenta.-No quiero que mi nuevo amigo Dolgorowky

beba hoy demasiado vino.Lambert enrojeció todavía más. El picado de

viruela prestaba oído atentamente y en silencio,pero con visible satisfacción. La ocurrencia deAndreiev le agradaba. Yo era el único que nocomprendía por qué no debía beber más.

-¡Es sencillamente para que le dé más dinero!¡Recibirá usted todavía siete rublos, ¿me en-tiende?, después de la comida, pero ahora déje-

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nos terminar y no nos comprometa! - dijo Lam-bert rechinando los dientes.

-¡Ah, ah! .- mugió victoriosamente el dadais.Aquello encantó decididamente al marcado

por la viruela, que soltó una risita.-¡Oye, estás exagerando...! --le dijo Thichatov

a su amigo con inquietud y casi con dolor, que-riendo visiblemente contenerlo.

Andreiev se calló, pero no por mucho tiempo;eso no iba con él. A cinco pasos de nosotros, enla segunda mesa, estaban comiendo dos señoresque sostenían una animada conversación. Eranseñores de edad madura y de aspecto extre-madamente susceptible. Uno, alto y corpulento;el otro, muy gordo también, pero bajito. Habla-ban en polaco sobre los últimos acontecimien-tos de París. Desde hacía ya largo rato, el dadaíslos miraba con curiosidad, atento el oído. Elpolaco bajito le produjo sin duda el mismo efec-to que un personaje cómico, a inmediatamentele tomó odio, como les pasa a todos los indivi-

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duos biliosos y enfermos del hígado, en los queeso se produce siempre bruscamente, inclusosin motivo alguno. De repente, el polaco bajitopronunció el nombre del diputado Madier deMontjau, pero, según la costumbre de muchospolacos, lo pronunció a la polaca, es decir, acen-tuando la penúltima sílaba, lo que sonabaMádier de Móntjau. No le hacía falta más aldadais... Se volvió hacia los polacos, e, irguién-dose gravemente, con voz alta y clara, dijo, co-mo si hiciera uná pregunta:

-¿Mádier de Móntjau?Los polacos se revolvieron furiosos.-¿Qué desea usted? - gritó en ruso el polaco

alto y corpulento, en tono amenazador.El dadais estaba esperando precisamente

aquello.-¿Mádier de Móntjau? - repitió en forma tal

que lo oyera toda la sala, sin dar más explica-ciones, exactamente como hacía un momento;

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ante la puerta, me había repetido estúpi-damente, avanzando hacia mí: ¿Dolgorowky?

Los polacos se sobresaltaron. Lambert se le-vantó y pareció que iba a lanzarse sobre An-dreiev. Pero, abandonándolo, se precipitó cercade los polacos y se confundió en excusas.

-¡Son payasos, demontre, payasos! -- repetía,despreciativo, el polaco bajito, todo colorado deindignación como una cereza -. ¡Bien pronto, nohabrá forma de venir aquí!

Toda la sala se agitaba, por todas partes seoían murmullos, pero, más todavía, risas.

-¡Salga..., se lo ruego..., vámonos! - balbuceabaLambert completamente trastornado, tratandode empujar a Andreiev fuera de la sala.

El otro, después de haberle lanzado a Lam-bert una mirada inquisitiva y adivinado queahora le daría dinero, consintió en seguirlo. Sinduda, más de una vez lo había extorsionadocon aquel procedimiento cínico. Trichatov quer-

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ía también correr detrás de ellos, pero me miróy se detuvo.

-¡Ah, qué cosa más sucia! - dijo, tapándole losojos con sus delicados dedos.

--¡Bien sucia, en efecto! - murmuró el picadode viruelas, esta vez con aire descontento.

Pero Lambert se había puesto casi blanco y,con visajes animados, le cuchicheaba algo alpicado de viruelas. Este había ordenado ya quetrajesen lo antes posible el café. Escuchaba conaire desdeñoso. Se veía que habría querido irse.Y sin embargo toda aquella historia no era másque una chiquillada. Trichatov, con su taza decafé, se vino a mi lado y se sentó cerca de mí.

-Yo quiero mucho a este Andreiev --- me dijocon un aire tan franco como si siempre hubié-semos estado tratando de aquel tema -. Nopodría usted creer lo desgraciado que es. Se hacomido y bebido la dote de su hermana, en.general se les ha comido y bebido todo duranteel año que estuvo haciendo el servicio, y veo

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que ahora se atormenta. Si no se lava, es porpura desesperación. Se le ocurren ideas locas: ledice a uno de repente que ser bribón o ser hom-bre honrado es la misma cosa, que no hay dife-rencia; que no hace falta hacer nada, ni parabien, ni para mal; se puede hacer indistinta-mente el bien o el mal, pero lo mejor es quedar-se acostado sin desnudarse un mes entero, be-ber, comer y dormir, sin preocuparse de nada.Pero, créame, todo eso lo dice solamente pordecirlo. Y mire usted, yo creo incluso que latontería que acaba de hacer, la ha hecho pararomper definitivamente con Lambert. Ayermismo me lo decía. ¿Creerá usted que a veces,por la noche o cuando se queda mucho tiemposolo, se echa a llorar? Y, mire, cuando llora, es asu manera, como no llora ninguna otra persona:aúlla, lanza aullidos espantosos, y es todavíamás digno de compasión... Un hombre tan altoy tan fuerte, que se pone a aullar... ¡Qué desgra-ciado!, ¿verdad? Yo quiero salvarlo, pero yomismo soy un tipo tan asqueroso, un muchacho

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perdido, no puede usted formarse idea. ¿Me de-jará usted entrar en su casa, Dolgoruki, si voyalguna vez a verlo?

-Desde luego, me es usted muy si.mpático.-¿Y por qué eso? En fin, gracias. Escuche, to-

memos otra copa. Pero, ¿qué digo? No bebausted. Él tenía razón: no debe usted beber más-me lanzó una mirada expresiva -, pero yo síbeberé. A mí no me causa efecto, y no puedocontenerme en nada. Dígame que no debo co-mer en los restaurantes, pues bien, estoy dis-puesto a todo con tal de seguir comiendo enellos. ¡Oh!, queremos ser sinceramente honra-dos, se lo aseguro. Sólo que siempre lo aplaza-mos para más tarde,

¡Y los años pasan, los años mejores!, pero tengomucho miedo por él: se ahorcará. Irá a ahorcar-se sin decírle nada a nadie. Está hecho así. Hoytodo el mundo se ahorca. ¿Quién sabe? Tal vezhay rnuchos como nosotros. Yo, por ejemplo,no puedo vivir de ninguna manera si no tengo

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dinero de más. El dinero superfluo me es mu-cho más necesarío que el dinero indispensable.Escuche, ¿le gusta a usted la música? A mí megusta con locura. Le tocaré algo cuando vaya averlo. Toco muy bien el piano, y he estudiadomucho tiempo. He estudiado seriamente. Sicompusiera una ópera, ¿sabe usted?, elegiría untema del Fausto. Me gusta mucho ese tema.Construyo siempre una escena en una catedral,de esa forma, en mi cabeza solamente; me laimagino. Una catedral gótica, el interior, loscoros, los himnos, Margarita entra y, ya com-prende usted, coros medievales, que se percibíaen ellos el siglo XV. Margarita está melancólica:primeramente un recitativo en voz baja, peroterrible, torturante. Y los coros retumban conun canto sombrío, severo, indiferente:

Dies irae, dies illa!y de repente, la voz del diablo, el canto del

diablo. Es invisible, no hay más que su canto, allado de los himnos, con los himnos, casi coinci-diendo con ellos, y sin embargo completamente

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diferente, eso es lo que hay que conseguir. Elcanto es largo, infatigable, es un tenor, un tenorde cuerpo entero. Comienza dulcemente, tier-namente: « ¿Te acuerdas, Margarita, de cuando,todavía inocente, todavía niña, venías con tumamá a esta catedral y balbuceabas plegariasleídas en un viejo libro?» Pero el canto se hacecada vez más fuerte, cada vez más apasionado,más ardiente. Las notas son más altas: se perci-ben allí lágrimas, un tedio inagotable y sin fin,y, por último, la desesperación: « ¡Nada deperdón, Margarita! ¡Nada de perdón aquí parati! » Margarita quiere rezar, pero de su pechono se escapan más que gritos, ya usted sabe,cuando a fuerza de lágrimas se tiene convulsio-nes en el pecho, y el canto de Satanás no se callanunca, penetra cada vez más profundamente enel alma como la punta de una espada, es cadavez más alto, y de pronto se interrumpe coneste grito: « ¡Todo ha terminado, maldita! »Margarita cae de rodillas, junta las manos alfrente, y entonces es cuando llega su oración,

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algo muy corto, un semirrecitativo, pero inge-nuo, sin arte, algo Poderosamente medieval,cuatro versos, cuatro versos solamente, Strade-lla tiene notas por ese estilo, y, con la últimanota, ¡la apoteosis! Un desmayo. La levantan, sela llevam entonces, súbitamente, el trueno delcoro. Un relámpago, un coro .inspirado, triun-fante, abrumador, algo por el estilo de nuestrohimno de los Querubines. Todo se ve sacudidohasta sus cimientos y todo termina en un hosan-na. Se diría que es el grito de todo el universomientras se la llevan. Se la llevan, y el telón cae.Sí, mire usted, si yo fuera capaz, haría algo.Sólo que no sirvo para nada. Me contento consoñar. ¡Siempre estoy soñando! Toda mi vidano es más que un sueño, por las noches sueñotambién. ¡Ah!, Dolgoruki, ¿ha leído usted Al-macén de Antigüedades, de Dickens?

-Sí, sí, ¿por qué?-Recordará usted que... Espere, me tomaré

otra copa. Recordará usted aquel pasaje, haciael final, en que los dos, aquel viejo loco y la en-

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cantadora niñita de trece años, su nieta, encuen-tran ún refugio, después de su fuga fantástica yde sus peregrinaciones en algún sitio remoto deInglaterra cerca de una vieja catedral gótica,donde la niña consigue un empleo: el de ense-ñar la catedral a los visitantes. Un día, el sol seestá poniendo y esa niña, de pie en el pórtico dela catedral, inundada por los últimos rayos,mira el ocaso con una dulce y pensativa con-templación en su alma infantil, en su almaasombrada, como si se encontrara frente a unenigma, porque, ¿no son enigmas el Sol pensa-do por Dios, y la catedral pensada por los hom-bres? ¿No es eso verdad? . ¡Oh!, no conaigoexplicarme bien, pero a Dios le gustan estosprimeros pensamientos de los niños... Y allí,cerca de ella, sobre los escalones, aquel viejoloco, su abuelo, la contempla con una miradafija... Mire usted, no hay en eso nada de extra-ordinario, en esa escena de Dickens, solamenteque uno no la olvidará nunca, y ha permaneci-do en toda Europa. ¿Por qué? ¡He ahí lo que es

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hermoso! ¡Porque está la inocencia! ¡Ah!, tam-poco yo sé lo que hay, lo único que sé es que esbello. En el Instituto, yo siempre estaba leyendonovelas. Mire usted, tengo una hermana en elcampo, sólo me lleva un año... Ahora lo hanvendido todo y ya no tenemos campo. Estába-mos juntos en la terraza, bajo nuestros viejostilos, leyendo esa novela, y el sol también seponía: de repente, dejamos de leer y nos dijimosel uno al otro que también nosotros seríamosbuenos, seríamos bellos... Yo me preparaba en-tonces para entrar en la Universidad. . , Es que,mire usted, Dolgoruki, cada cual tiene sus re-cuerdos...

Y de repente inclinó su bonita cabeza sobremi hombro y se deshizo en lágrimas. Me diolástima, mucha lástima de él. Sin duda habíabebido mucho vino, pero me hablaba tan sin-ceramente, tan fraternalmente, con tanto senti-miento... Y, en aquel instante, se oyó en la calleun grito y grandes golpes en la ventana (lasventanas eran de una sola pieza, grandes y si-

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tuadas en la planta baja, de forma que se laspodía golpear desde la calle).

-Ohé, Lambert! Où est Lambert? As-tu vu Lam-bert?

Ese grito salvaje hizo irrupción desde la calle.-¡Ah! ¡Pero es que todavía está aquí! ¡No se ha

marchado entonces! - exclamó el pequeño, le-vantándose de su sitio.

-¡La cuenta! -le ordenó Lambert al camarero.Sus manos temblaban de cólera cuando pagó

la cuenta, pero el picado de viruelas no le per-mitió que pagase su parte.

-¿Y por qué? Soy yo quien le he invitado, yusted ha aceptado la invitación.

-No, permítame.El picado de viruelas sacó su portamonedas y,

después de haber hecho el cálculo, pagó su par-te.

-Me está usted ofendiendo, Semen Sidorytch.-¡Ya lo sé! - cortó Semen Sidorovitch.

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Cogió su sombrero y, sin decirle hasta la vistaa nadie, salió solo de la sala.

Lambert lanzó su dinero al camarero y seapresuró a correr tras el otro, incluso olvidán-dome en su trastorno. Trichatov y yo salimoslos últimos. Andreiev estaba plantado delantede la puerta como un poste, y aguardaba a Tri-chatov.

-¡Sinvergüenza! - dijo Lambert, que no podíaya contenerse.

-¿Qué es eso? - rugió Andreiev; y, con unrevés de la mano, le hizo caer el bombín, querodó por la acera.

Lambert corrió humildemente a recogerlo.-Vingt-cinq roubles! - dijo Andreiev, mostrán-

dole a Trichatov el billete que acababa de sacar-le a Lambert.

-¡Basta! - le gritó Trichatov -. ¿Por qué has deandar siempre formando escándalo? ¿Y por quéle has pedido veinticinco rublos? No te debíamás que siete.

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-¿Por qué? Me prometió que íbamos a comeren un reservado, con mujeres, y en lugar demujeres nos ha traído a ese picado de viruelas.Además, no he acabado de comer y ha hechoque me hiele aquí en la calle, precisamente pordieciocho rublos. Con los siete rublos que nosdebía, hace un total de veinticinco.

-¡Váyanse los dos al diablo! - aulló Lambert -.Les despido a los dos y ya les mostraré...

-Lambert, soy yo quien le despide, soy yoquien le dará una lección - gritó Andreiev -.Adieu, mon prince! ¡No bebas más vino! ¡Pierrot,adelante, en marcha! Ohé, Lambert! Où est Lam-bert? As-tu vu Lambert? - profirió una vez más,alejándose a pasos de gigante.

-Entonces, yo iré a casa de usted, ¿me permi-te? -- me balbuceó a toda prisa Trichatov, obli-gado a seguir a su amigo.

Nos quedamos solos Lambert y yo.

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-Pues bien... vamos - dijo él como si le costaratrabajo recobrar el aliento a incluso como trans-portado.

-¿Ir adónde? ¡No iré contigo a ninguna parte!- me apresuré a gritar con tono provocativo.

-¿Cómo es eso? - preguntó él temerosamente,de pronto vuelto en sí -. ¡Pero si precisamenteyo esperaba que nos quedásemos solos!

-Pero, ¿adónde, ir?Lo confieso, yo tenía la cabeza también un

poco trastornada, después de tres copas dechampaña y dos vasitos de jerez.

-Aquí, aquí, ¿ves?-Pero ahí hay ostras frescas, ya lo ves, lo pone

el letrero. Eso huele mal.-Siempre pasa lo mismo después de comer,

pero es la tienda de Miliutine. Ostras no come-remos, pero pagaré el champaña.

-¡No quiero! Tú quieres hacerme beber.

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-Son ellos los que te han dicho eso. Se hanburlado de ti. ¿Vas a crees a esos sinvergüen-zas?

-No, Trichatov no es un sinvergüenza. Porotra parte, también yo sabré ser prudente. ¡Esoes!

-¿Entonces, es que tienes carácter?-Sí, tengo carácter, un poco más que tú puesto

que tú eres esclavo del primero que llega. Noshas cubierto de vergüenza, has pedido perdón,como un lacayo, a esos polacos. ¿Es que te hanpegado mucho en las tabernas?

-¡Pero tenemos que hablar, imbécil! - gritó conuna impaciencia despreciativa que parecía de-cir: «¿Tú también?» -. ¿Es que tienes miedo?¿Eres amigo mío o no?

-No soy amigo tuyo, y tú no eres más que unbribón. ¡Pues bien, vamos! Quiero solamentedemostrarte que no te tengo miedo. ¡Ah! ¡Quémal huele esto, esto huele a queso! ¡Qué por-quería!

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CAPITULO VII

Recuérdese una vez más que yo tenía la cabe-za un poco vacilante. De no ser así, yo habríahablado y obrado de otra manera. En aquelestablecimiento, en una sala trasera, se podía enefecto comer ostras, y nos instalamos en unamesa cubierta por un mal mantel sucio. Lam-bert pidió champaña; una copa llena de un vinofrío color de oro apareció delante de mí, mirán-dome con aire atractivo; pero yo estaba descon-tento.

-Mira, Lambert, lo que más me ofende es quete figures que puedes todavía darme órdenescomo en casa de Tuchard, siendo así que aquíeres tú el esclavo de todos.

-¡Imbécil! ¡Vamos, brindemos!-Ni siquiera te molestas en fingir delante de

mí; si, por to menos, disimulases que quiereshacerme beber...

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-Estás diciendo tonterías y estás borracho. Espreciso seguir bebiendo, y te sentirás más ale-gre. Vamos, coge tu cops, cógela.

-¿Cómo es eso de «cógela»? Voy a irme, eso estodo.

Y en efecto, iba a levantarme. Le entró unagran cólera.

-Es Trichatov quien te ha contado historiascontra mí: os he visto, murmurabais juntos.Pues bien, no eres más que un imbécil. A Alp-honsine se le revuelve el estómago cuando él sele acerca... -Es repugnante. Ya te contaré lo quevale.

-Ya me lo has dicho. A cada momento tienesen la boca a Alphonsine. Eres terriblementeestrecho.

-¿Estrecho? - No comprendía -. Ahora se hanpuesto de acuerdo con el picado de viruelas.Por eso los he despedido. Son indecentes. Esepicado de viruelas es un canalla, va a pervertir-

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los. Yo, por el contrario, exigía que se compor-tasen siempre noblemente.

Me senté, cogí maquinalmente la copa y bebíun trago.

-Pero tú, tú tienes miedo de ellos, ¿no es así? -continué enrabiándolo (y ciertamente yo eraentonces todavía más repulsivo que él) -. An-dreiev te ha tirado el sombrero y tú le has dadoveinticinco rublos de recompensa.

-Sí, pero me los pagará. Se rebelan, pero yalos domaré...

-El picado de viruelas te atormenta. Mira, meparece que ahora no te queda nadie más que yo.Todas tus esperanzas descansan ahora única-mente en mí. ¿No?

-Sí, mi pequeño Arcadio, eso es una gran ver-dad: tú sigues siendo mi único amigo. ¡Lo hasdicho muy bien!

Y me dio una palmada en el hombro. ¿Quéhacer con un hombre tan grosero? Era total-

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mente inculto, y tomaba una burla por un elo-gio.

-Podrías evitarme disgustos si fueses un buencamarada, Arcadio - prosiguió mirándome tier-namente.

-¿Cómo es eso?-Tú to sabes muy bien. Sin mí, no eres más

que un imbécil, y lo seguirás siendo siempre,mientras que yo en cambio puedo darte treintabilletes de a mil y, yendo a medias, ¿tú te figu-ras lo que eso produciría? Considera un poco loque eres: no tienes nada, ni nombre, ni familia.Y así, de golpe y porrazo, será la fortuna. Conuna suma semejante, puedes empezar una ca-rrera.

Me quedé estupefacto con el procedimiento.Suponía que él iba a recurrir a la astucia, y heaquí que se metía de lleno en el asunto, en planinfantil. Resolví escucharlo, por largueza deespíritu y... por loca curiosidad.

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-Mira, Lambert, tú no comprenderás quizá es-to, pero consiento en escucharte porque tengoamplitud de espíritu - declaré firmemente, y mebebí otro trago.

Lambert, inmediatamente, volvió a llenar lacopa.

-Pees bien, helo aquí, Arcadio: si un individuocomo Bioring se hubiese permitido decirmeinjurias y golpearme delante de una dama a laque adoro, bueno, no sé lo que yo habría hecho.Tú, en cambio, te has aguantado y me repug-nas: no eres más que un poltrón.

-¿Cómo te atreves a decir que Bioring me hapegado? - exclamé ruborizándome -. Soy másbien yo quien le ha pegado a él, y no él a mí.

-No, es él quien te ha pegado, y no tú.-¡Mientes, incluso le he aplastado un pie!-Pero él te rechazó a empellones y ordenó a

los criados que te despidieran con malos mo-dos... ¡Y ella, que estaba en el coche mirándote y

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riéndose de ti! Ella sabe que no tienes padre yque se te puede hacer tragar todo.

-No sé, Lambert, pero en este momento esta-mos hablando como escolares, y me da ver-güenza por ti. Quieres solamente irritarme, y lohaces de una manera tan grosera, tan des-caradamente, que se diría que te las estás en-tendiendo con un muchachillo de dieciséisaños. ¡Te has puesto de acuerdo con Ana An-dreievna! - exclamé temblando de cólera y sindejar de beber maquinalmente, a sorbitos.

-¡Ana Andreievna es una buena pájara! Nosdará carrete a ti y a mí y al mundo entero. Teesperaba porque a ti te será más fácil ponerte deacuerdo con la otra.

-¿Qué otra?

-La señora Akhmakova. Lo sé todo. Tú mismome has dicho que ella tiene miedo de la cartaque tú conservas...

-¿Qué carta? ... Estás mintiendo... ¿La has vis-to? -balbucí todo conmovido.

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-La he visto. Es guapa. Très belle, y has tenidomuy buen gusto.

-Sé que la has visto. Pero también sé que no tehas permitido hablarle, y no quiero tampocoque te permitas hablar de ella.

-Eres todavía joven y ella se ríe de ti, eso estodo. Había una de esas virtudes allá en Moscú:¡oh, cómo arrugaba la nariz! Y bien, cuando sela amenazó con contar todo se puso a temblar yen seguida se mostró obediente. Y conseguimoslo uno y lo otro; ¿comprendes?: el dinero y lodemás. Ahora ella está de nuevo en el mundo,inabordable, vuela alto, ¡diablo!, ¡y qué tren devida! ¡Y si tú vieras en qué cuchitriles ha pasa-do eso! Tú todavía no has conocido eso. Si su-pieras que esos cuchitriles no las asustan...

-Ya me figuraba algo de eso - balbucí sin po-der aguantarme.

-Están corrompidas hasta la médula de loshuesos. ¡No sabes de lo que son capaces! Alp-

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honsine ha vivido en una de esas casas: puesbien, ¡estaba asqueada!

-Ya me lo suponía - confirmé de nuevo.-Se te pega y tú tienes lástima...-Lambert, eres un miserable, eres un maldito -

exclamé comprendiendo de pronto y echándo-me a temblar -. He visto todo eso en sueños. Túestabas allí con Ana Andreievna... ¡Oh, eres unmaldito miserable! ¿Es que te figurabas que yosoy hasta ese punto miserable? Lo he visto ensueños porque yo sabía ya que me dirías todoeso. ¡Y, en fin, las cosas no pueden ser tan senci-llas, para que me hables tan franca y simple-mente!

-¡Ah, se pone furioso! Ta, ta, ta - dijo Lambertriendo y triunfal -. Y bien, mi pequeño Arcadio,ya sé todo lo que necesitaba. Por eso te espera-ba. Escúchame: la amas y quieres vengarte deBioring. Eso es lo que yo quería saber. Lo sospe-chaba ya mientras te esperaba. Ceci posé, celachange la question! Y eso resulta tanto mejor

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cuanto que ella también te ama. Además, nopuedes hacer otra cosa, has escogido lo másseguro. Y luego has de saber, Arcadio, que tie-nes un amigo: yo, de quien puedes hacer lo quequieras. Este amigo te ayudará y te casará. En-contraré todo lo que haga falta, lo haré salir dedebajo de la tierra, mi pequeño Arcadio. A cam-bio, le darás en seguida a tu antiguo camaradatreinta billetitos para consolar su pena. ¿Eh? Teayudaré, no te preocupes. En esta clase de ne-gocios, conozco todos los trucos. Te darán todala dote, y hete aquí rico, con una bonita carreraen perspectiva. . .

La cabeza me daba vueltas, pero yo no dejabade mirar a Lambert con asombro. Estabahablando en serio o, más bien, yo veía clara-mente que él creía a pies juntillas en la posibili-dad de casarme, que incluso adoptaba aquellaidea con entusiasmo. Naturalmente, yo veíatambién que me ponía la trampa como a unniño (desde luego, ya lo veía por aquel enton-ces); pero la idea de aquel casamiento con ella

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me había traspasado tan enteramente, que, aunasombrándome de que Lambert pudiera creeren semejante ocurrencia, yo mismo le habíaprestado crédito irresistiblemente, sin dejar dedarme cuenta por un solo instante de que lacosa era manifiestamente irrealiznble. No sécómo se conciliaba todo aquello.

-Pero, ¿es posible? - balbucí.-¿Y por qué no? Tú le enseñas el documento,

ella te coge miedo y se casa contigo, para noperder el dinero.

Resolví no frenar a Lambert en sus, pillastrer-ías, porque las desplegaba tan ingenuamenteante mí, que ni siquiera sospechaba que depronto yo pudiese indignarme. Sin embargomurmuré que no querría casarme exclusiva-mente por la fuerza:

-De ninguna manera, no me casaré por la fue-za. ¿Cómo puedes ser tan vil como para creer-me capaz de eso?

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-¡Bueno, ya estamos! Pero si eso es una cosaque saldrá de ella misma; no serás tú, será ella.Ella cogerá miedo y se casará contigo. Y tam-bién se casará contigo porque te ama - añadióLambert, corrigiéndose.

-Estás inventando. Te burlas de mí. ¿Cómosabes tú que ella me quiere?

-Claro que lo sé. También Ana Andreievna losupone. Te hablo en serio y te digo la verdad:Ana Andreievna lo supone. Más tarde te con-taré todavía algo más, cuando vengas a verme,y ya verás que ella te quiere. Alphonsine haestado en Tsarskoie; también ella se ha infor-mado por su parte...

-¿Y qué es lo que ha podido averiguar allí?-Vamos a casa; ella misma te lo contará, será

más agradable para ti. Y además, ¿es que tú novales tanto como otro cualquiera? Eres guapo,estás bien educado...

-Sí, estoy bien educado - susurré, respirandoapenas.

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El corazón me latía como si fuera a romperse,y, naturalmente, el vino no era la única causa.

-Eres guapo, estás bien vestido.-Sí, estoy bien vestido.-Y eres bueno...-Sí, soy bueno.-¿Por qué, entonces, no iba ella a consentir?

Bioring, a pesar de todo, no la tomaría sin dine-ro, y tú, en cambio, puedes privarla de su dine-ro, por tanto ella tendrá miedo. Te casas y, almismo tiempo, te vengas de Bioring. Tú mismome dijiste, aquella noche, cuando estabas hela-do, que ella está enamorada de ti.

---¿Cómo?, ¿te he dicho yo eso? Seguramenteno hablé así.

-Sí, sí, lo dijiste.-Sería delirando. ¿Fue entonces cuando te

hablé también del documento?-Sí, me dijiste que tenías esa famosa carta. Y

entonces yo pensé: ¿Cómo es posible que, te-

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niendo esa carta, pierda el tiempo de esta ma-nera?

-¡Todo eso no son más que figuraciones! Nosoy lo bastante estúpido para creérmelo - bal-bucí -. Primeramente, la diferencia de edad.Además, yo no tengo nombre.

-Te digo que se casará contigo. Es imposibleobrar de otra manera cuando se puede perdertanto dinero. Ya arreglaré yo eso. Además, ellate quiere. Mira, el viejo príncipe está muy biendispuesto hacia ti; tú sabes las relaciones quepuedes conseguir gracias a su protección. En loque al nombre se refiere, hoy no hace falta nin-guna: en cuanto tengas dinero, lo único quenecesitas es avanzar, a irás lejos, y dentro dediez años tendrás tantos millones, que temblarátoda Rusia: ¿qué necesidad tendrás entonces denombre? En Austria se puede comprar un títulode barón. Una vez casado, átala corto. Conellas, es preciso saber manejarlas. Una mujerenamorada prefiere que se la trate con dureza.A la mujer le gusta que el hombre tenga carác-

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ter. Tú le mostrarás el tuyo después de haberlaasustado con la carta. Ella pensará: «¡Tan joveny ya tiene carácter!»

Me quedé en mi asiento como aturdido. Conninguna otra persona me habría dejado arras-trar a una conversación tan estúpida. Pero no-sé qué sed deliciosa me empujaba a prolon-garla. Por lo demás, Lambert era demasiadoestúpido y demasiado vil para que pudiera unoruborizarse delante de él.

-No, mira, Lambert - dije de pronto -, será-todo tu que tú quieras, pero hay en eso muchascosas absurdas. Si te hablo, es porque somoscamaradas y no tenemos por qué avengonzar-nos el uno del otro. Pero con ninguna otra per-sona me habría yo rebajado hasta este punto. Ysobre todo, ¿por qué afirmas con tanta seguri-dad que ella me quiere? Hace un momento hashablado acertadamente en cuanto se refiere a lafortuna. Pero, mira, Lambert, tú no conoces elgran mundo: allí dentro todo transcurre en elplan más patriarcal, es el régímen de los clanes,

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por así decirlo, y ahora que ella no conoce to-davía cuáles son mis capacidades ni a qué pue-do llegar en la vida, a pesar de todo, se aver-gonzará de mí. Pero no lo ocultaré, Lambert,que hay en efecto un punto que puede hacerconcebir esperanzas. Mira: ella podría casarseconmigo por agradecimiento, porque así la li-braría yo del odio de un hombre. Y a ella le damiedo, miedo de ese hombre.

-¡Ah! ¿Te refieres a tu padre? ¿Tanto la quiereél, entonces?

Y Lambert se estremeció de pronto con unaextraordinaria curiosidad.

-¡Oh, no! - exclamé -. ¡Qué terrible y qué idio-ta eres al mismo tiempo, Lambert! ¿Es que ibayo a querer casarme con ella si él la amase? ¡Elhijo y el padre!, sería, de todas formas, una ver-güenza. Él a quien quiere es a mamá; a mamá,lo he visto a punto de abrazarla, ¡y yo que mefiguraba antes que a quien quería era a CatalinaNicolaievna! Ahora comprendo muy bien que

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él pudo quererla antes, pero que desde hacetiempo la detesta... Él quiere vengarse, y ellatiene miedo por eso, porque, mira, Lambert, éles terrible cuando empieza a vengarse. Se vuel-ve medio loco. Cuando odia a alguien, es capazde todo.

»Son odios de antiguas familias, por altas ra-zones de principios. En nuestra época, se escu-pe a todos los principios; en nuestra época, nohay ya principios, sino únicamente casos par-ticulares. ¡Ah!, Lambert, tú no comprendes na-da: eres bruto como un alcornoque; te habloahora de estos principios y desde luego tú nocomprendes lo más mínimo. Eres terriblementeinculto. ¿Te acuerdas cómo me pegabas? Ahorayo soy más fuerte que tú, ¿lo sabes?

-¡Mi pequeño Arcadio, vamos a mi casa! Pasa-remos la tarde juntos, beberemos todavía otrabotellita y Alphonsine cantará acompañándosecon la guitarra.

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-No, no iré. Escucha, Lambert, yo tengo mi«idea». Si eso no cuaja no me caso, me retirarédentro de mi idea; tú en cambio no tienes ideaninguna.

-¡Bueno, bueno, ya me contarás eso después,vamos!

-¡No iré! - y me levanté -. No quiero, y no iré.Iré a tu casa, pero tú no eres más que un bribón.Te daré treinta mil rublos, de acuerdo, pero yosoy más puro que tú y más noble... Veo muybien que quieres engañarme. Pero en cuanto aella, te prohibo incluso pensar: ella está porencima de todos nosotros, y tus planes son unaporquería tal, que incluso me asombro por ti,Lambert. Quiero casarme, eso es un asunto dis-tinto, pero no tengo necesidad de capital, des-precio el capital. No aceptaré, ni siquiera aun-que ella me ofreciese su fortuna poniéndose derodillas... Casarme, casarme, eso es una cosacompletamente distinta. Y mira, lo has dichomuy bien. es preciso atarlas corto. Amar, amarapasionadamente, con toda la grandeza de al-

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ma de que es capaz el hombre y que una mujerno podrá tener jamás, por ser déspota, eso es loque está bien. Porque, mira, Lambert, a la mujerle gusta el despotismo. Tú, Lambert, tú conocesa las mujeres, pero en todo lo demás eres asom-brosamente estúpido. Y, mira, Lambert, no eresen realidad tan repugnante como pareces, eressimplote. Yo te quiero. ¡Ah, Lambert! ¿Por quéeres tan bribón? ¡Sería tan agradablc vivir con-tigo! Mira, Trichatov es muy agradable.

Estas últimas frases sin ilación fueron balbu-ceadas ya en la calle. ¡Oh!, me acuerdo de losmenores detalles: hace falta que el lector veacómo; con todos mis entusiasmos, todos misjuramentos y mis promesas de volver al bien yde buscar la belleza, pude entonces caer tanfácilmente y en semejante cieno. Y, lo juro, si noestuviese perfecta y enteramente convencido deque soy ahora otro hombre y de que he adqui-rido la costumbre de la vida práctica, a ningúnprecio haría semejantes confesiones.

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Habíamos salido del establecimiento, y Lam-bert me sostenía rodeándome ligeramente lacintura. De pronto, volví los ojos hacia él y vi.en su mirada fija, escrutadora, terriblementeatenta y perfectamente sobria, casi la mismaexpresión que la mañana en que estuve a puntode quedarme helado y en que me condujo,ciñéndome con el brazo exactamente de lamisma manera, hasta un coche, escuchando consus ojos y con sus oídos mis balbuceos sin ila-ción. Las personas atrapadas por la bebida, pe-ro que no están completamente ebrias, tienende pronto instantes de entera lucidez.

-¡No iré a tu casa a ningún precio! -dije conilación y con firmeza, mirándolo con aireburlón y rechazando su brazo,

-Vamos, vamos. Le diré a Alphonsine quehaga té.

Él estaba profundamente convencido de queyo no me escaparía. Me rodeaba y me sosteníacon satisfacción, como a su víctima, y bien que

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le era yo necesario precisamente aquella tarde yen aquel estado. Más adelante se verá el por-qué.

-¡No iré! - repetía yo -. ¡Cochero!Justamente pasaba un trineo y salté dentro.-¿Adónde vas? ¿Qué haces ahí? - aulló Lam-

bert con un miedo terrible, sujetándome por lapelliza.

-¡Y no trates de seguirme! - exclamé -. No co-rras detrás de mí.

En aquel instante, el cochero le dio un latiga-zo a su caballo, y mi pelliza se soltó de las ma-nos de Lambert.

-¡Es igual, ya vendrás! - gritó detrás de mí conuna voz malvada.

-Iré, si quiero. ¡Soy libre! - le grité desde el tri-neo, vuelto hacia él.

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IINo me persiguió, sin duda porque no halló

otro vehículo a mano, y pude escaparme de él.Pero me hice llevar únicamente hasta la Sien-naia; allí, me levanté y despedí el trineo. Teníaganas locas de caminar a pie. No sentía ni fati-ga, ni una gran embriaguez. Tenía solamenteuna especie de entusiasmo, un aflujo de fuer-zas, una capacidad extraordinaria para cual-quier empresa, una infinidad de ideas agrada-bles en la mente.

Mi corazón latía con rapidez y con fuerza: oíacada uno de los latidos. ¡Y todo me resultabatan agradable, tan fácil! Al pasar ante el puestode guardia de la Siennaia, tuve unas ganas lo-cas de acerçarme al centinela y abrazarlo. Era eldeshielo, la plaza estaba negra y olía mal, perotodo me agradaba, incluso la plaza.

Ahora voy a seguir por la Perspectiva Obu-khov, me decía yo. En seguida doblaré a la iz-quierda y desembocaré en el Semenovski, cam-

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biaré de pronto de dirección y seguiré cami-nando, porque es delicioso, todo es delicioso.Llevo la pelliza desabrochada, pero nadie me laquita, ¿dónde están entonces los ladrones? Di-cen que hay ladrones en la Siennaia, ¡que seacerquen! Tal vez les daré mi pelliza. ¿Qué faltame hace? Una pelliza es una propiedad. La pro-piété, c'est le vol. Pero es idiota. ¡Qué hermoso estodo! ¡Qué cosa más buena que sea ahora eldeshielo! ¿De qué sirve la helada? No deberíahaber nunca helada. Se siente uno satisfechodiciendo así tonterías. ¡Caramba!, ¿qué le hedicho a Lambert sobre los principios? Le dijeque no hay principios, sino únicamente casosparticulares. ¡He mentido, requetementido!Aposta para deslumbrarlo. Es un poco vergon-zoso, pero es igual, repararé eso. ¡No te aver-güences, no te atormentes, Arcadio Makaro-vitch! Arcadio Makarovitch, usted me agrada.Incluso me agrada mucho, mí joven amigo. Esuna lástima que sea usted un pequefio, un pe-queñito bribonzuelo... y... y... ¡ah!... ¡ah!...

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Me detuve de pronto y todo mi corazón sesintió nuevamente invadido de embriaguez.

-¡Señor! ¿Qué es lo que él ha dicho? Ha dichoque ella me quiere. ¡Oh!, el muy pillo, ha men-tido. Era para que fuese a pasar la noche en casade él. En realidad, puede que no sea eso. Hadicho que Ana Andreievna también lo cree porsu parte... ¡Ja, ja! Es que Daria Onissimovna hapodido enterarse de algo: siempre está metien-do la nariz por todas partes. Y ¿por qué, a pesarde todo, no he ido a casa de él? Me lo habríacontado todo. ¡Hum!, él tiene su plan; yo pre-sentía todo esto hasta en los menores detalles.Un sueño. Está bien concebido, señor Lambert,únicamente que está usted mintiendo, que estono pasará así. Pero ¡quizá sí! ¡Quizá sí! ¿Es queno podría él conseguir que me casara? Es muycapaz. Es ingenuo y tiene fe. Es estúpido y au-daz como todos los hombres de negocios. Laestupidez y la audacia reunidas son una granfuerza. Confiesa que has tenido miedo de Lam-bert, Arcadio Makarovitch. Y ¿qué necesidad

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tiene él de gente honrada? Lo dice con todaseriedad: no hay un solo hombre honrado eneste mundo. Pero, ¿y tú, entonces? ¡Vamos!,¿qué estoy diciendo? ¿Es que los hombres hon-rados no son necesarios para los pillos? En lapillería la gente honrada es más necesaria queen cualquier otra parte. ¡Ja, ja, ja, en tu completainocencia, tú no sabías todavía esto, ArcadioMakarovitch! ¡Señor! ¡Y si verdaderamente con-sigue casa.rme!

Me detuve de nuevo. Debo confesar aquí unatontería (puesto que hace mucho tiempo que hapasado), debo confesar que, desde hacía muchotiempo, yo quería casarme, o más bien no quer-ía y eso no sucedería jamás (y eso no sucederájamás, doy mi palabra), pero más de una vez ymucho tiempo antes, yo había pensado lo agra-dable que sería casarse, un número incalculablede veces, sobre todo al dormirme por las no-ches. Aquello había empezado cuando yo teníadieciséis años. Tenía en el Instituto un camara-da de mi edad, Lavroski, un muchacho muy

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agradable, tranquilo y bonito, que, por lo de-más, sólo tenía eso de particular. Yo - no lehablaba casi nunca. De repente nos encontra-mos un día solos, sentados el uno al lado delotro; él estaba muy pensativo y me dijo depronto:

-¡Ah, Dolgoruki!, ¿qué opina usted, si fuéra-mos ya hombres casados? Porque, ¿qué mejorépoca para casarse que ahora? Y, sin embargo,¡es tan imposible!

Dijo aquello sinceramente. Y de improviso mesentí de acuerdo con toda mi alma, porquetambién yo tenía ya entonces el mismo sueño.A partir de entonces nos encontramos variosdías seguidos y siempre hablábamos de lomismo, a escondidas por decirlo así. Más tarde,no sé cómo pasó, pero nos separamos y deja-mos de hablarnos. Pues bien, fue entoncescuando me puse a soñar. Sin duda era inútilmencionarlo, pero he querido solamente indicarhasta qué punto se remontan a veces las cosasen el pasado...

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No hay más que una objeción seria, pensabayo, continuando mi marcha. ¡Oh!, sin duda unamiserable diferencia de edad no es obstáculo,pero he aquí: ¡ella es tan aristócrata, y yo Dol-goruki a secas! Es un feo asunto. ¡Hum! Versi-lov bien podría, al casarse con mamá, pedirle alGobierno permiso para adoptarme... en recom-pensa de los servicios del. padre... Él ha servi-do, por tanto ha prestado servicios. Él era me-diador de paz... ¡Vamos, que el diablo me lleve!¡Qué ignominia!

Lancé esta exclamación y, bruscamente, portercera vez, me detuve, como aplastado en- elsitio. Un sentimiento doloroso de humillaciónante la idea de que hubiera podido formar undeseo tan vergonzoso como el de cambiar deapellido mediante la adopción, esa traición atoda infancia, todo aquello aniquiló en un ins-tante todas mis disposiciones precedentes, todami alegría se disolvió en humo. No, no se lodiré a nadie, pensé, ruborizándome terrible-mente; si me he rebajado tanto, es que... estóy

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enamorado y soy un idiota. No, si hay un puntosobre el que Lambert tenga razón, es cuandodice que ahora ya no hay necesidad de todasesas tonterías, y que en nuestra época lo esen-cial es el hombre, y después su dinero. O másbien, no el dinero, sino el poder. Con esa fortu-na, me entrego a mi «idea», y dentro de diezaños toda Rusia se estremecerá y yo me ven-garé de todo el mundo. ¿A qué guardarle a ellatantos miramientos? En eso también Lamberttiene razón. Ella tendrá miedo y se casará con-migo con la mayor facilidad. Dará su consenti-miento de la manera más simple y más trivialdel mundo, y se casará conmigo. « ¡No puedesfigurarte lo fácil que es eso!» Era la frase deLambert que me volvía a la memoria. Y es ver-dad, confirmaba yo, Lambert tiene razón entodos los aspectos. Tiene mil veces más razónque yo y que Versilov y que todos esos idealis-tas. Él sí es un realista. Ella verá que tengocarácter y dirá: « ¡Es que tiene carácter! » Lam-bert es un pillo y no piensa más que en sacarme

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los treinta mil, pero, a pesar de todo, es mi úni-co amigo. No hay otra amistad posible; songentes prácticas las que han imaginado todoesto. Y en cuanto a ella, ni siquiera la humillo.¿Es humillarla esto? En to más mínimo. Todaslas mujeres son iguales. ¿Existe una sola mujersin bajeza? Por eso es por lo que tienen necesi-dad del hombre. Han sido creadas para la su-misión. La mujer es vicio y escándalo, el hom-bre nobleza y generosidad. Será así hasta laconsumación de los siglos. Me propongo haceruse del «documento»; pues bien, eso no signifi-ca nada. Eso no será obstáculo ni para la noble-za ni para la generosidad. No existen Schiller enel estado puro; los han inventado. Poco importaque haya un defecto si el fin es magnífico. Enseguida todo será lavado y repasado. De mo-mento es todo sencillamente largueza de espíri-tu, es vida, es la verdad práctica. ¡He aquí cómose llaman las cosas hoy día!

¡Oh!, lo repito una vez más: que se me perdo-ne que transcriba aquí todo este delirio de bo-

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rracho, sin perdonar ni una sola línea. No esmás que la quintaesencia de mis ideas del mo-mento, pero me parece sin embargo que son laspalabras mismas que empleé. Tenía que trans-cribirlas, puesto que escribo para juzgarme.¿Qué habría que juzgar sino esto? ¿Puede haberen la vida nada más serio? El vino no era unajustificación. In vino veritas.

Soñando así, y todo hundido en mis imagina-ciones, no noté que había llegado por fin a casa,quiero decir a la vivienda de mamá. Ni siquierame di cuenta de cómo había entrado; pero aca-baba de poner los pies en nuestra minúsculaantecámara cuando comprendí de golpe quehabía pasado en nuestra casa algo extraordina-rio. Se hablaba alto en las habitaciones, se lan-zaban gritos y se oía a mamá que lloraba. En elumbral, estuve a punto de ser derribado porLukeria, que pasaba en torbellino de la habita-ción de Makar Ivanovitch a la cocina. Me quitéla pelliza y entré en el cuarto de Makar Ivano-vitch, donde todo el mundo se había reunido.

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Estaban allí Versilov y mamá. Mamá estabarecostada en sus brazos; y él la estrechaba fuer-temente contra su corazón. Makar Ivanovitchestaba sentado, según su costumbre, en su ta-burete, pero como sin fuerzas, mientras queLisa le sostenía penosamente el hombro paraimpedirle que cayera; estaba claro que siempretenía tendencia a caer. Vivamente, di un pasohacia él, me sobresalté y adiviné: el ancianoestaba muerto.

Acababa de morir, tal vez un minuto antes demi llegada. Diez minutos antes se sentía todavíacomo siempre. Lisa estaba sola con él; estabasentada a su lado y le contaba sus penas, mien-tras que él, como la víspera, le acariciaba la ca-beza. De repente, fue asaltado por un temblor(contaba Lisa), quiso levantarse, quiso gritar,pero volvió a caer en silencio sobre el lado iz-quierdo.

-¡Es el corazón! - dijo Versilov.

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Lisa profirió un grito que puso en pie a todala casa, acudió todo el mundo, ¡y todo aquelloacababa de pasar tal vez un minuto antes de millegada!

-¡Arcadio! - me gritó Versilov -, ¡corre inme-diatamente a casa de Tatiana Pavlovna! Segu-ramente debe de estar en su casa. Que venga enseguida. Coge un coche. ¡Date prisa, te lo supli-co!

Sus ojos brillaban, me acuerdo muy bien. Ensu rostro no noté nada que se pareciese a unapena auténtica, a lágrimas; sólo lloraban mamá,Lisa, y Lukeria. Por el contrario, lo he retenidoperfectamente, lo que me chocaba en su rostroera una excitación extraordinaria, una especiede entusiasmo. Corrí a cases de Tatiana Pav-lovna.

El trayecto, como se sabe por lo que precede,no es largo. No cogí ningún coche, sino que hicetodo el camino al trote, sin detenerme. Tenía elespíritu turbado, pero, aun así, casi entusiasta.

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Comprendía que acababa de suceder un acon-tecimiento radical. Mi embriaguez había des-aparecido completamente, hasta la última gota,y con ella todas las ideas innobles cuando llaméen casa de Tatiana Pavlovna.

Abrió la finesa:-¡La señora ha salido! - y quiso volver a cerrar

inmediatamente.-¿Cómo que ha salido? - dije yo, colándome a

viva fuerza en la antecámara -. ¡Pero es imposi-ble! ¡Makar Ivanovitch ha muerto!

-¿Cómo? - resonó bruscamente el grito de Ta-tiana Pavlovna a través de la puerta cerrada desu salón.

-¡Muerto! ¡Makar Ivanovitch ha muerto!Andrés Petrovitch le ruega que vaya en segui-da.

-¡Mientes...!El cerrojo rechinó, pero la puerta no se abrió

más que una pulgada.

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-¿Qué hay de eso? ¡Cuenta!-Yo no estoy enterado. Acabo de llegar; él es-

taba ya muerto. Andrés Petrovitch dice que esel corazón.

-¡Pronto! ¡Pronto! Corre, di que ya voy, perovete, date prisa. ¿Qué haces ahí parado?

Yo veía claramente, a través de la puerta en-treabierta, que alguien acababa de salir desdedetrás de la cortina que disimulaba la cama deTatiana Pavlovna y se había colocado en lo pro-fundo de la habitación, detrás de Tatiana Pav-lovna. Maquinalmente, instintivarnente, yohabía puesto la mano sobre el cerrojo y no deja-ba ya que la puerta volviera a cerrarse.

-¡Arcadio Makarovitch! ¿Es verdad que hamuerto?

Era una voz conocida, dulce, regular, metáli-ca, que hizo instantáneamente que todo tembla-ra en mi alma; en su pregunta se notaba unacento emocionado; conmovido.

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-Si es así- dijo Tatiana Pavlovna apartándosede pronto de la puerta -, si es así, arrégleselasusted misma como quiera. ¡Usted es quien lo haquerido!

Se escabulló precipitadamente, atrapando alvuelo un chal y una corta pelliza, y se precipitóhacia la escalera. Nos quedamos solos. Me quitéla pelliza, di un paso y cerré la puerta.

Estaba enfrente de mí como la otra vez, cuan-do el día de la entrevista, el rostro claro, la mi-rada clara y, como la otra vez, me tendió las dosmanos. Fue como si me hubiesen cortado laspiernas en el sitio, y caí literalmente a sus pies.

Yo iba a echarme a llorar, no sé por qué. Nosé ya cómo hizo que me sentara cerca de ella;me acuerdo solamente, en un recuerdo sin pre-cio, que estábamos sentados lado a lado, juntaslas manos, hablándonos precipitadamente: ellame hacía preguntas sobre el viejo y sobre sumuerte y yo le iba dando detalles, de forma quese habría podido creer que yo lloraba por Ma-

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kar Ivanovitch, siendo así que eso habría sido elcolmo de lo absurdo; y sé que ella no habríapodido suponer jamás en mí una vulgaridadtan infantil. En fin, me recobré de repente y medio vergüenza. Supongo ahora que entonceslloraba únicamente de entusiasmo, y creo queella lo comprendió muy bien, por lo que, encuanto a ese recuerdo, estoy muy tranquilo.

De improviso me pareció muy extraño queme interrogase en tal forma sobre Makar Iva-novitch.

-Pero, ¿es que usted lo conocía?-pregunté conasombro.

-Desde hace mucho tiempo. No lo he vistojamás, pero desempeñó un papel en mi vida. Leoí contar muchas cosas suyas en otros tiemposal hombre que ahora temo. Usted sabe a quiénme refiero.

-Sé solamente que ese hombre estuvo muchomás cerca de su corazón de lo que usted me haconfesado - dije, sin saber qué era lo que yo

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quería expresar con eso, pero con acento dereproche y con less cejas fruncidas.

-¿Dice usted que él ha abrazado hace un mo-mento .a su madre de usted? ¿La ha abrazado?¿Lo ha visto usted con sus propios ojos? - conti-nuaba ella interrogándome, sin escucharme,

-Sí, lo he visto, Y puede creer que todo eso eraperfectamente sincero y generoso - me apresuréa confirmar, viendo su alegría.

-¡Alabado sea Dios! - se santiguó -. ¡Ahora yaestá libre! Ese anciano admirable le tenía la exis-tencia encadenada. Con su muerte, se verá re-nacer en él el deber y... la dignidad, como yapasó una vez. Como él es generoso sobre todaslas cosas, cálmará el corazón de su madre deusted, a la que quiere más que a nadie en elmundo, y él mismo se calmará al fin, y, ¡graciasa Dios!, ya era hora.

-¿Tanto le quiere usted?

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-Sí, me es muy querido, aunque no en el sen-tido que a él le gustaría ni en el que usted lotoma.

-Pero ahora, ¿es por él o es por usted mismapor quien teme? - pregunté repentinamente.

-¡Oh!, son cuestiones difíciles, dejémoslas.-Dejémoslas, por supuesto; solamente que yo

no sabía nada de todo eso y quizá de muchasotras cosas. En fin, usted tiene razón: ahora to-do ha cambiado y, si alguien ha resucitado, soyyo el primero de todos. En el pensamiento, es-toy de lo más bajo delante de usted, CatalinaNicolaievna, y quizá no hace ni una hora hecometido una bajeza contra usted, también co-mo acto, pero sepa que, sentado aquí ahora a sulado, no experimento el menor remordimiento.Es que ahora todo ha desaparecido, todo hacambiado; y el hombre que hace una hora me-ditaba contra usted una bajeza, es un hombre alque conozco y al que no quiero conocer.

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-¡Cálmese! - sonrió ella -, se diría que deliraun poco.

-¿Es que es posible juzgarse cerca de usted? -continué yo -. Lo mismo da ser leal que ser bajó:usted es inaccesible como el Sol... Dígame cómoha podido salir a mi encuentro después de todolo que ha pasado. Pero, ¡si supiese usted lo queha habido hace una hora, no más de una hora!¡Qué sueño estaba a punto de realizarse!

-Creo que lo sé todo - dijo ella con una dulcesonrisa -. Hace un momento usted ha queridovengarse de mí, usted juró perderme, y, sinembargo, seguramente habría matado o molidoa golpes al que se hubiese atrevido a pronun-ciar una sola palabra contra mí en su presencia.

Sin duda, ella sonreía y bromeaba; pero eraúnicamente un efecto de su extrema bondad,porque en aquel momento toda su alma estaballena, según me di cuenta después, de una in-mensa preocupación personal y de un senti-miento tan fuerte y tan poderoso, que ella no

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podía hablar conmigo y responder a mis pre-guntas huecas a irritantes más que de la maneracomo se responde a veces a las preguntas pueri-les y tercas de un niñito para verse libre de él.Lo comprendí de repente y me dio vergüenza,pero ya no podía detenerme.

-No - exclamé, sin poderme dominar -, no, nohe matado al que hablaba mal de usted; al con-trarió, incluso le he dado la razón.

-¡Oh!, por el amor de Dios, no me cuente na-da, es inútil, no hace falta -- y tendió la manopara detenerme, incluso con una cierta expre-sión de sufrimiento en el rostro.

Pero yo ya me había levantado de un brinco yestaba en pie delante de ella para declarárselotodo, y, si lo hubiese hecho, lo que pasó a conti-nuación no habría sucedido, porque desde lue-go yo habría terminado por confesárselo todo ypor devolverle el documento. Pero de repenteella se echó a reír:

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-¡Es inútil, no tengo necesidad de nada, nohacen falta detalles! Todos sus crímenes losconozco. Me apuesto cualquier cosa a que haquerido usted casarse conmigo o algo parecidoy que acaba de ponerse de acuerdo allí con unode sus auxiliares, uno de sus antiguos condiscí-pulos... ¡Ah, creo que he adivinado! - exclamómirándome gravemente.

-¿Cómo... cómo ha podido usted adivinar? -balbucí como un imbécil, estupefacto.

-¡Vamos, otra vez! ¡Ya basta, basta! Lo perdo-no, pero no hable más de eso. - Hizo de nuevoun ademán con la mano, con una impacienciamanifiesta-. ¡A mí también me gusta soñar, y sisupiera usted a qué procedimientos recurro enmis sueños, cuando nada me retiene! Ya estábien, no hace usted más que turbarme. Me ale-gra mucho que Tatiana Pavlovna haya salido;yo tenía mucho interés en verlo a usted y, enpresencia de ella, no podríamos hablar como loestamos haciendo. Me parece que soy culpable

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ante usted de lo que ha sucedido ahora. ¿Sí? ¿Eseso?

-¿Usted, culpable? Pero si soy yo quien la haentregado a él. ¿Qué habrá usted pensado demí? He reflexionado todo este tiempo, todosestos días, en cada instante he estado refle-xíonando y he tenido esa sensación. (No lementía.)

-Ha hecho mal atormentándose así; com-prendí demasiado bien al momento cómo sehabía producido todo. Usted le confesó buena-mente en su alegría que estaba enamorado demí y que yo... lo dejaba hablar. Por algo tieneusted veinte años. Es que usted lo quiere másque a nada en el mundo, buscaba en él un ami-go, un ideal, ¿no? Lo comprendí, pero ya erademasiado tarde. Sí, desde luego, yo me heequivocado también: habría debido llamarlo austed en seguida y calmarlo, pero yo estaba demal humor, y dije que no se le recibiera más enla casa; entonces es cuando sucedió la escenadelante de la puerta, y luego aquella noche: Y,

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¿sabe?, durante todo ese tiempo, lo mismo queusted, he acariciado él sueño de verlo a escon-didas, sólo que no sabía cómo llevarlo a lapráctica. Y, en cuanto a usted, ¿qué és lo que yomás temía? Pues bien, era que usted creyese encuentos relativos a mí.

-¡Jamás! - exclamé.-Aprecio nuestros encuentros anteriores. Lo

que más me gusta de usted es su juventud ytambién, tal vez, esa sinceridad... Porque soy uncarácter extremadamente serio. Soy la más seriay la más triste de las mujeres modernas, sépa-lo... ¡Ah, ah, ah! Vamos a charlar juntos de nue-vo, ahora no estoy a mis anchas, estoy dema-siado emocionada y... creo que estoy histérica.¡Pero, al fin, al fin, él me dejará vivir en paz!

Esta exclamación se le escapó de pronto; locomprendí en seguida y no quise recogerla,pero yo estaba temblando.

-¡Sabe que lo he perdonado! - exclamó ella denuevo, como hablándose a sí misma.

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-¿Cómo ha podido usted perdonarle esa car-ta? ¿Y cómo podría él saber que usted lo haperdonado? - exclamé, no reteniéndome ya.

-¿Cómo? ¡Oh, él lo sabe muy bien! - continuórespondiéndome, pero con el aspécto de olvi-darme y hablarse para sí -. Ahora él ha reco-brado el sentido. ¿Y cómo no iba a saber que lohe perdonado, cuando se sabe de memoria todami alma? Sabe muy bien que soy algo parecidaa él:

-¿Usted?-Sí, sí, y él lo sabe. ¡Oh!, no soy apasionada,

soy tranquila: pero, amigo mío, yo quisiera, lomismo que él, que todo el mundo fuese bueno...No se enamoró de mí sin alguna razón.

-Entonces, ¿por qué decia él que usted tienetodos los vicios?

-Sólo lo decía; aparte eso, él tiene un secretomuy diferente. Pero, ¿no es verdad que su cartaes muy rara?

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-¿Rara? - La escuchaba con todas mis fuerzas;supongo que ella tenía en efecto una crisis dehisteria y que quiza no hablaba de ningunaforma para mí; pero no podia evitar el interro-garla.

-Desde luego, rara, y, ¡cuánto me reiría si... sino tuviera tanto miedo! No soy sin embargo tancobarde, no lo crea. Pero esa carta me impidiódormir aquella noche; estaba escrita con sangre,con sangre de enfermo... Después de una cartaasí, ¿qué cabía hacer? Me gusta la vida, temoenormemente por mi vida, en ese punto soyenormemente cobarde... ¡Ah, escuche! - exclamóde repente -, ¡vaya a buscarlo! Está solo, segu-ramente no está ya en casa, sin duda se habráido a alguna parte, descúbralo usted pronto,inmediatamente, corra a su lado, demuéstreleque es usted un hijo cariñoso, pruébele que esusted un muchacho bueno y agradable, mi es-tudiante, al que yo... ¡Oh! ¡Que Dios le otorguea usted toda clase de felicidades! Yo no quiero anadie, y más vale así, pero a todos les deseo

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felicidad, a todos, y a él el primero, que lo se-pa... a incluso que lo sepa inmediatamente; esome resultaría tan agradable...

Se levantó y desapareció repentinamentedetrás de la cortina; en aquel instante habíalágrimas brillando en su rostro (lágrimas histé-ricas, después de la risa). Me quedé solo, con-movido y turbado. Ignoraba verdaderamente aqué atribuir una emoción semejante, que yonunca habría supuesto en ella. Algo se apretóen mi corazón.

Aguardé cinco minutos, luego diez; un pro-fundo silencio me impresionó de pronto y de-cidí mirar por la puerta y llamar. A mi llamadase mostró María, que me declaró con el tonomás tranquilo del mundo que su ama se habíavestido hacía mucho tiempo y había salido porla escalera de servicio.

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CAPÍTULO VIII

No me faltaba más que eso. Cogí mi pelliza y,poniéndomela al vuelo, me escabullí con estaidea: «Ella quiere que vaya junto a él, pero¿dónde lo encontraré?»

Pero, además de todo el resto, yo estaba im-presionado por esta cuestión: «¿Por qué piensaella que ahora los tiempos han cambiado y queél la dejará tranquila? Seguramente porque élva a casarse con mamá, pero ¿qué tiene ella quever? ¿Se alegra ella de que se case con mamá o,por el contrario, se siente desgraciada por eso?¿No será de eso de lo que proviene su histeris-mo? ¡Que no sea yo capaz de resolver este pro-blema! »

Anoto esta segunda idea que me atravesó en-tonces el espiritu, de memoria, literalmente: esimportante. Aquella tarde fue fatal. A pesar deuno mismo se llega a creer en la predestinación:no había dado yo cien pasos en dirección a la

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vivienda de mamá cuando me tropecé conaquel a quien buscaba. Me cogió por el hombroy me detuvo.

-¿Eres tú? - exclamó gozosamente y, al mismotiempo, con el mayor asombro-, figúrate que heido a tu casa - dijo él rápidamente -, te he bus-cado, he preguntado por ti: ¡ahora solamentetengo necesidad de ti en todo el universo! Tuburócrata me ha contado no sé qué historia;pero tú no estabas allí, y me he marchado, in-cluso olvidándome de dejarle el encargo de quecorrieses inmediatamente a mi casa. Pues bien,mientras caminaba, tenía la convicción indes-tructible de que la suerte no podía menos quecolocarte en mi camino en el momento en queme eras tan necesario. ¡Y eres la primera per-sona con que tropiezo! Vamos a mi casa. Tú nohas venido nunca a mi alojamiento...

En una palabra, nos buscábamos el uno alotro y a los dos nos había sucedido una aventu-ra idéntica. Apresuramos el paso.

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Por el camino no me dirigió más que algunascortas frases: había dejado a mamá con TatianaPavlovna, etc., etc. Me conducía llevándome dela mano. Él no vivía lejos de allí y llegamospronto. En efecto, yo no había ido nunca a sucasa. Era un pequeño apartamiento de treshabitaciones, que él tenía en alquiler (o másexactamente, que tenía en alquiler Tatiana Pav-lona) únicamente para «el niño de pecho». Estealojamiento había estado siempre bajo el con-trol de Tatiana Pavlovna y había allí una mu-chacha con el niño (y, ahora, Daría Onissimov-na); pero siempre había habido allí una habita-ción para Versilov, la primera al entrar, bastan-te espaciosa y bastante bien amueblada, unaespecie de sala de lectura y de tra, bajo. Habíaallí en efecto, sóbre la mesa, en un armario ysobre estanterías, una gran cantidad de libros(en el apartamiento de mamá no había casi nin-guno); había papeles cubiertos de escríturas,mazos de cartas: en resumen, todo eso parecíauna vivienda habitada desde hacía mucho

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tiempo, y sé que Versilov, ya otras veces (aun-que bastante raramente), se mudaba de vez encuando a ese apartamiento para vivir allí du-rante semanas enteras. El primer objeto queretuvo mi atención fue un retrato de mamá col-gado encima de la mesa escritorio, en unmagnífico marco de madera tallada; una foto-grafía tomada, evidentemente, en el extranjero,un objeto de gran precio, a juzgar por sus inusi-tadas dimensiones. Yo no conocía ese retrato yno había oído jamás hablar de él hasta entonces,pero lo que me asombró sobre todo fue su ex-traordinario parecido, parecido espiritual, pordecirlo así: se hubiera dicho un verdadero retra-to hecho por la mano de un artista, y no unaprueba mecánica. Tan pronto entré, me quedécontemplándolo a pesar mío.

-¿No es verdad, no es verdad? - repetía Versi-lov.

Quería decir: «¿No es verdad que se parecemuchísimo?» Me volví hacia él y me quedéasombrado por la expresión de su rostro. Esta-

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ba un poco pálido, pero su mirada tensa y cálí-da brillaba de felicidad y de energía: yo no leconocía todavía esta expresión.

-¡No sabía que usted quisiera tanto a mamá! -lancé de repente, entusiasmado.

Tuvo una sonrisa feliz que reflejaba ademástambién algo de sufrimiento, o, para expresarlocon más claridad, un sentimiento humano, su-perior... no sé cómo explicarlo; pero las perso-nas de elevada cultura, me parece, no puedentener la expresión triunfal y victoriosamentefeliz. Sin responder, cogió con las dos manos elretrato, se lo acercó y lo besó. Después lo colgóde nuevo tranquilamente en la pared.

-Fíjate - dijo -, las fotografías se parecen muypocas veces, y eso se comprende; el original, esdecir, cada uno de nosotros, es tan raro que separezcá a sí mismo... No hay más que pocosinstantes en que el rostro refleje el rasgo esen-cial del hombre, su pensamiento más caracterís-tico. El artista estudia el rostro y adivina esta

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idea esencial, incluso si, en el momento en quepinta, ésta no está marcada en el rostro. La foto-grafía, ella sí, sorprende al hombre tal como es,y es muy posible que en ciertos momentos Na-poleón hubiera sido sórprendido con expresiónestúpida, y Bismarck, con expresión tierna. Peroaquí, en esta fotografía, el sol ha. cogido comopor azar a Sonia en un instante esencial, púdico,dulcemente enamorada, con su castidad unpoco salvaje, temerosa. ¡Cuán feliz estaba ellaentonces, una vez se convenció de que yo de-seaba tanto tener su retrato! Esta fotografía noes de hace mucho tiempo, pero, de todas for-mas, ella era entonces más joven y más bonita;y sin embargo tenía ya esas mejillas hundidas,esas arrugas en la frente, esa timidez temerosaen la mirada, cosas que no hacen más que cre-cer con los años, más y más marcadas. ¿Lo cre-erás, mi pequeño? Yo soy casi incapaz ahora derepresentármela con otro rostro. ¡Y sin embargoella ha sido, también ella, joven y encantadora!Las mujeres rusas se afean rápidamente, su

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belleza no hace más que pasar y desde luegoeso no procede solamente de ciertas particula-ridades etnográficas, sino también de que sabenamar sin freno. De golpe, la mujer rusa se en-trega toda, si ama, para el instante y para eldestino, para el presente y para el porvenir: nosaben ahorrar, no hacen reservas, y su bellezapasa rápida a aquellos a quienes aman. Esasmejillas hundidas son también belleza que meha sacrificado para mi corta alegría. Estás con-tento de que yo haya amado a tu madre; ¿quizáno creías que yo la hubiese amado? Sí, amigomío, la he querido mucho, pero no le he hechomás que daño. Allí hay otro retrato. ¡Toma,míralo también!

Lo cogió de encima de la mesa y me lo tendió.Era también una fotografía, de tamaño infini-tamente más reducido, en un pequeño marcode madera, fino y ovalado: un rostro de mucha-chita, flaco y tísico, y a pesar de todo, bonito;pensativo y, al mismo tiempo, extrañamentedesprovisto de pensamientos. Los rasgos, regu-

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lares, de un tipo afinado por las generaciones,pero que dejaban una impresión de debilidad:se habría creído que esta criatura había sidoatrapada bruscamente por alguna idea fija, do-lorosa por estar más allá de sus fuerzas.

-Ésa... ¿es la jovencita con la que quiso ustedcasarse allí y que murió tísica...? ¿Su hijas-tra?'-dije un poco tímidamente.

-Sí, yo quería casarme con ella, murió tísica,era su hijastra. Yo sabía que tú sabías... Sonmurmuraciones. Por lo demás, áparte de lasmurmuraciones, aquí no podrás enterarte denada. Deja ese retrato, amigo mío, es una pobreloca y nada más.

-¿Completamente loca?-O idiota. Pero loca también, creo. Tuvo un

niño del príncipe Sergio Petrovitch (por locuray no por amor; es uno de los actos más innoblesdel príncipe Sergio Petrovitch): ese niño estáahora aquí, en esta habitación, y desde hacemucho tiempo yo quería enseñártelo. El prínci-

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pe Sergio Petrovitch no se ha atrevido a veniraquí a ver a su hijo; es el convenio que había-mos hecho en el extranjero. Yo lo he recogidoen mi casa, con el permiso de tu madre. Con elpermiso de tu madre, yo quería también casar-me con... esa desgraciada...

-¿Es que esos permisos son posibles? - dije yocon ardor.

-¡Pues claro! Ella me lo dio: se puede sentir ce-los de una mujer, pero no era una mujer.

-No sería una mujer para los demás; pero pa-ra mama... ¡No creeré nunca que mama no hayaestado celosa! - exclamé.

-Y tienes razón. Me di cuenta de eso cuandotodo estaba ya acabado, es decir, una vez dadoel permiso. Pero dejemos eso. La cosa no llegó arealizarse a causa de la muerte de Lidia, y quizáno se hubiera llegado a realizar tampoco si hu-biera vivido. Como quiera que sea, ni aun ahoradejo venir a tu madre a ver al niño. No es másque un episodio. Querido mío, hace ya mucho

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tiempo que te esperaba aquí. Desde hace mu-cho tiempo, yo soñaba con un encuentro aquientre nosotros; ¿sabes tú desde hace cuántotiempo? Dos años.

Me miró, con una mirada sincera y verídica,con un caluroso impulso del corazón. Le cogí lamano:

-¿Por qué tardó usted, por qué no me llamó?Si supiese usted lo que ha pasado... y que nohabría pasado si usted me hubiese hecho unsigno cualquiera...

En aquel instante trajeron el samovar, y DariaOnissimovna, repentinamente, trajo al niño,que dormía.

-Míralo - dijo Versilov -. Lo quiero y he dichoque lo traigan, aposta para que lo veas. Ahora,llévatelo, Daria Onissimovna. Siéntate a la veradel samovar. Me imaginaré que siempre hemosvivido así, tú y yo, y que todas las tardes nosreuníamos de esta forma, sin separarnos jamás.Déjame mirarte: ponte así, que yo te vea la cara.

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¡Cómo me gusta tu cara! ¡Cómo me la imagina-ba ya, cuando esperaba que vinieses de Moscú!Me preguntas por qué no he mandado a buscar-te desde hace tanto tiempo. Espera; vas, tal vez,a comprender ahora.

-¿Será solamente la muerte de ese viejo lo quele ha soltado la lengua? Es raro...

Pronuncié esta frase, pero no por eso lo mira-ba con .menos cariño. Charlábamos como dosamigos, en el sentido superior y completo de lapalabra. Me había traído aquí para explicarme,para contarme, para justificarse... Pero, antes depronunciar una palabra, todo estaba ya claro yjustificado. Me dijera de lo que me dijese, elresultado estaba ya conseguido, lo sabíamos losdos con alegría, y nos mirábamos.

No es la muerte de ese anciano - respondió él-, no es solamente su muerte; hay también otracosa que ha obrado en el mismo sentido... ¡Diosbendiga este instante y toda nuestra vida, desdeahora y para siempre! Hablemos, querido mío.

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Yo divago siempre, me distraigo, quiero hablarde una cosa y me pierdo en mil detalles quenada tienen que ver. Es lo que pasa siemprecuando el corazón está rebosando... Pero hable-mos; ha llegado el momento, y hace muchotiempo que te quiero, hijo mío.

Se echó hacia atrás sobre el respaldo de su bu-taca y me examinó una vez más desde los pies ala cabeza.

-¡Qué extraño es esto! ¡Qué raro resulta oírlo!- repetíe yo, ahogado en un transporte de alegr-ía.

Pero he aquí que, de pronto, recuerdo, reapa-reció en su rostro su pliegue ordinario de penay de burla al mismo tiempo, pliegue tan cono-cido por mí. Se enrigideció y empezó con ciertoesfuerzo.

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II-Pues bien, he aquí, Arcadio: si yo te hubiese

llamado antes, ¿qué te habría dicho? Esta pre-gunta es toda mi respuesta.

-¿Quiere usted decir que hoy es el marido demamá y padre mío, mientras que entonces... nohabría usted sabido qué decirme sobre mi si-tuación social? ¿Es eso?

-No solamente eso. Hay muchas cosas que mehabría visto obligado a callarte. Hay muchascosas ridículas, humillantes incluso porque separecen a manejos de prestidigitadores, sí, amovimientos de saltimbanquis. ¿Cómo habría-mos podido comprendernos el uno al otro,cuando yo no me he comprendido a mí mismomás que hoy, a las cinco de la tarde, exactamen-te dos horas antes de la muerte de Makar Iva-novitch? Veo que me miras con un asombropenoso. No te inquietes: to explicaré lo sucedi-do. Pero lo que he dicho es perfectamente justo:toda una vida pasada en peregrinaciones y du-

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das, y de pronto la solución de todo, tal día, alas cinco de la tarde. Es incluso molesto, ¿no teparece? No hace aún mucho tiempo, me habríasentido verdaderamente ofendido por eso.

Yo escuchaba. en efecto con una perplejidaddolorosa; veía, fuertemente marcado, el viejopliegue de Versilov, que no habría querido vol-ver a encontrar aquella noche después de laspalabras ya pronunciadas. De repente exclamé:

-¡Dios mío! ¿Ha recibido usted hoy algo... deella, a las cinco?

Me miró fijamente y, visiblemente extrañadopor mi exclamación y quizá también por miexpresión: «de ella», dijo con una sonrisa pensa-tiva:

-Lo sabrás todo. Y naturalmente no te ocultarénada de lo que haga falta, puesto que para esoes para lo que to he traído aquí. Pero ya volve-remos a eso más tarde. Ya lo ves, amigo mío,desde hace mucho tiempo yo sabía que tene-mos hijos que, desde su infancia, se hacen pre-

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guntas sobre su familia, se sienten heridos porla fealdad de su padre y de su medio ambiente.En la escuela he notado ya la presencia de esosniños inquietos y deduje entonces que eso pro-cedía de que ellos habían conocido la envidiademasiado pronto. Y era porque yo mismoformaba parte del número de esos niños, pero...perdón, querido mío, estoy terriblemente dis-traído. Quería solamente decir lo mucho quetodo este tiempo he estado temiendo aquí cons-tantemente por ti, casi todo este tiempo. Te hevisto siempre como una de esas pequeñas cria-turas, pero convencidas de su talento y refu-giándose en el aislamiento. Yo también, lomismo que tú, no he querido nunca a mis ca-maradas. ¡Desgracia de esas criaturas, abando-nadas a sus solas fuerzas y a sus sueños y dota-das de una sed apasionada, demasiado precoz ycasi vindicativa, de belleza; sí: «vindicativa»!Pero basta, querido mío, una vez más me hedesviado... Incluso antes de empezar a quererte,yo te veía ya con tus sueños de aislado, de sal-

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vaje... Pero basta; he olvidado verdaderamentede qué quería hablarte... Por lo demás, todoesto también había que decirlo. Antes, antes,¿qué te habría podido decir? Ahora veo tu mi-rada fija en mí y sé que es mi hijo quien me mi-ra. Todavía ayer, yo no podía creer que un díame sorprendería, como hoy, de estar hablandocon mi hijo.

En efecto, se mostraba extremadamente dis-traído y al mismo tiempo parecía profunda-mente emocionado.

-Ahora ya no tengo necesidad de soñar ni defantasear, ¡ahora me basta con tenerle a usted!¡Le seguiré! - dije, entregándome a él con todami alma.

-¿Seguirme a mí? Pero precisamente hoy hanacabado mis peregrinaciones: llegas con retraso,querido mío. Hoy es el fin del último acto, caeel telón. Este último acto ha durado largo tiem-po. Comenzó hace mucho tiempo, la última vezque me marché al extranjero. Entonces lo aban-

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doné todo y, sábelo, amigo mío, abandoné en-tonces a to madre y se lo declaré. Debes saberlo.Le expliqué que me iba para siempre, que ellano me volvería a ver jamás. Lo peor es que seme olvidó incluso dejarle dinero. Tampoco en tipensé un solo instante. Me fuí con la intenciónde quedarme en Europa, querido mío, y de novolver nunca a casa. Emigré.

-¿Junto a Herzen? ¿Para hacer propaganda enel extranjero? Seguramente, toda su vida haparticipado usted en algún complot, ¿no? - ex-clamé, incapaz de contenerme.

-No, amigo mío, no he participado en ningúncomplot. He visto brillar tus ojos; me gustan tusexclamaciones, querido mío. No, me marchésimplemente por aburrimiento. Como con-secuencia de un aburrimiento repentino. Era elaburrimiento del aristócrata ruso, no encuentrouna expresión mejor. Un aburrimiento de gen-tilhombre ruso, y nada más.

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-¿La servidumbre... la liberación del pueblo? -musité, anhelante.

-¿La servidumbre? ¿Tú crees que yo echabade menos la servidumbre? ¿Que no podía so-portar la liberación del pueblo? Pues no, amigomío, por lo demás fuimos nosotros quienes loliberamos. Emigré sin el menor resentimiento.Acababa de ser mediador de paz, y había pro-digado mis mejores esfuerzos; había trabajadocon desinterés y, si me fui, tampoco fue porqueme hubieran recompensado mal mi liberalismo.Entonces no se recompensó a ninguno de losnuestros, quiero decir a gente como yo. Memarché más bien por orgullo que por arrepen-timiento, y, créelo, estoy muy lejos de creer quehaya llegado el momento para mí de acabar mivida como modesto zapatero. Je suis gentil-homme avant tout et je mourrai gentilhomme! Perono por eso dejaba de estar menos triste. Hay enRusia tal vez un millar de personas así; no más,pero es suficiente para que la idea no muera.Nosotros somos los portadores de la idea, que-

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rido mío. Amigo mío, te hablo con la extrañaesperanza de que comprenderás este gali-matías. Te he hecho venir no por un caprichode mi corazón: hacía mucho tiempo que soñabacon lo que te diría... a ti, ¡sí, a ti! Por otra parte...por otra parte...

-¡No, no, hable! - exclamé -. Leo en su cara lasinceridad... Y entonces, ¿no llegó a Europa aresucitarlo? ¿En qué consistía su «aburrimientode gentilhombre»? Perdóneme, pero todavía nocomprendo.

-¿Si Europa me ha resucitado? ¡Pero si yo sal-ía para enterrarla!

-¿Enterrarla? - repetí yo, asombrado.Sonrió.-Arcadio, amigo mío, ahora mi alma está en-

ternecida y mi espíritu está turbado. No olvi-daré jamás mis primeros instantes en Europa.Yo había ya vivido en Europa, pero entonces-era en una época especial y nunca jamás habíayo puesto los pies en ella con una pena tan des-

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esperada ni... con tanto amor. Te contaré una demis primeras impresiones de entonces, un sue-ño que tuve, un verdadero sueño.

»Era todavía en Alemania. Yo acababa deabandonar Dresde, había rebasado por distrac-ción una estación en la que me era preciso cam-biar de tren y había ido a parar a otro empalme.Inmediatamente me hicieron bajar; eran pocomás de las dos de la tarde; el tiempo era claro.Se trataba de una pequeña ciudad de Alemania.Me indicaron un hotel. Había que esperar: elpróximo tren pasaba a las once de la noche.Incluso estaba encantado con la aventura, por-que nada me urgía. Yo erraba, amigo mío, eraun errante. El hotel era pequeño y malo, peroestaba anegado en verdor y en arriates floridos,como siempre pasa entre ellos. Me dieron unahabitación estrecha y, como había pasado todala noche viajando, me dormí después del al-muerzo, a eso de las cuatro de la tarde.

» Y tuve un sueño absolutamente inopinado,porque nunca he tenido sueños parecidos. Hay

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en Dresde, en el museo, un cuadro de ClaudeLorrain que el catálogo titula Acis y Galatea; yosiempre lo he llamado «La Edad de Oro», peroignoro por qué. Lo había visto anteriormente yesta vez, tres días antes, lo había vuelto a ver alpasar. Vi pues en sueños aquel cuadro, sola-mente que no en pintura, sino como una reali-dad. Por lo demás no sé exactamente lo que viasí; como en el cuadro, un rincón del Archipié-lago, hace más de tres mil años; olas azules yacariciadoras, islas y rocas, una costa florida, alo lejos un panorama portentoso, una puesta desol seductora... imposible expresar eso en pala-bras. Es la humanidad europea que se acuerdade su cuna: esa idea llenó mi alma de un amorfilial. Estaba allí el paraíso terrestre de lahumanidad: los dioses bajados del cielo y apa-reciéndose ante los hombres... ¡Oh, cuán her-mosos eran aquellos hombres! Se levantaban yse dormían dichosos a inocentes; los prados ylos bosquecillos se llenaban con sus cánticos ycon sus gritos gozosos; una inmensa abundan-

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cia de energías vírgenes se derramaba en amory en ingenua alegría. El sol los inundaba decalor y de luz, admirando a aquellos hijos ma-ravillosos... ¡Sueño maravilloso, sublime abe-rración de la humanidad! La edad de oro es elsueño más inverosímil de todos los que hayanexistido jamás, pero por él ha habido hombresqúe han dado toda su vida y todas sus fuerzas,por él han muerto o han sido sacrificados losprofetas; sin él, los pueblos no quieren vivir yno pueden ni siquiera morir. Y toda esa sensa-ción la viví en aquel sueño; las rocas y el mar,los rayos oblicuos del sol poniente, todo aque-llo, me parecía seguirlo viendo aún cuando medesperté y abrí los ojos literalmente bañados enlágrimas. Yo era dichoso, me acuerdo de eso.Una sensación de felicidad nunca experimenta-da atravesó mi corazón hasta el punto de hacer-se dolorosa; era un amor a toda la humanidad.Caía ya completamente la atardecida; a travésdel follaje de las flores colocadas en la ventana,un haz de rayos oblicuos golpeaba el vidrio de

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mi habitacioncita y me inundaba de luz. Puesbien, amigo mío, pues bien, ese sol poniente delprimer día de la humanidad europea, que yohabía visto en mi sueño, se transformó de pron-to para mí, en cuanto me desperté, en una rea-lidad, en sol poniente del último día de lahumanidad europea. En aquel momento sobretodo se oía redoblar sobre Europa un toque dedifuntos. No quiero hablar solamente de la gue-rra, ni de las Tullerías; yo sabía, sin el sueño,que todo aquello pasaría, toda la faz del viejomundo europeo, tarde o temprano; pero yo,como tal europeo ruso, no podía admitirlo. Sí,acababan entonces de quemar las Tullerías...¡Oh!, estáte tranquilo, ya sé que eso era «lógi-co». Y comprendo muy bien el poder irresistiblede la idea corriente, pero, como representantedel alto pensamiento ruso, yo no podía admitir-lo, porque el alto pensamiento ruso es la con-ciliación universal de las ideas. ¿Y quién habríapodido comprender entonces aquel pensamien-to en el mundo entero?: yo estaba solo y erran-

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te. No hablo de mí personalmente, sino delpensamiento ruso. Allá abajo había combate ylógica; allá abajo el francés no era más quefrancés; el alemán, alemán, y eso con una inten-sidad más fuerte que nunca en el curso de todasu historia; por consiguiente, jamás el francésha hecho tanto daño a Francia, ni el alemán a suAlemania que en aquella época. En toda Europano había entonces un solo europeo. Yo solo,entre todos los íncendiarios, podía decirles a lacara que sus Tullerías eran un error; yo soloentre todos los conservadores-vengadores pod-ía decirles a los vengadores que las Tulleríaseran un crimen sin duda, pero no por eso deja-ban de ser lógicas. Y eso, pequeño mío, porquesólo, en tanto que ruso, era yo entonces en Eu-ropa el único europeo. No hablo de mí, hablode todo el pensamiento ruso. Yo estaba errante,amigo mío, yo estaba errante y sabía muy bienque no me quedaba otra cosa que hacer sinocallarme y vagabundear... Pero a pesar de todo,

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yo estaba triste. Es que, hijo mío, no puedo de-jar de respetar mi nobleza. ¿Te ríes, verdad?

-No, no me río - declaré con voz conmovida -.No me río lo más mínimo: usted ha trastornadomi corazón con su visión de la edad de oro, yesté convencido de que empiezo a comprender-lo. Pero lo que me hace más dichoso es que us-ted se respetara tanto. Me apresuro a declarár-selo. ¡Jamás habría esperado eso de usted!

-Ya lo he dicho que me gustan tus exclama-ciones. querido mío - sonrió de nuevo a mi in-genua observación, y, levantándose de su buta-ca, empezó, sin darse cuenta de ello, a recorrerla habitación de arriba abajo.

Yo me levanté también. Continuó hablandocon su extraño lenguaje, pero con una extrema-da penetración de pensamiento.

III-Sí, pequeño mío, te lo repito, no puedo dejar

de respetar mi nobleza. Se ha creado entre no-

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sotros, en el curso de los siglos, un tipo superiorde civilización desconocido en otras partes, queno se encuentra en todo el universo: el de sufrirpor el mundo. Ése es un tipo ruso, pero, comoestá tomado en la categoría más cultivada delpueblo ruso, tengo por tanto el honor de perte-necer a él. Contiene en sí el porvenir de Rusia.Tal vez no somos más que un millar de indivi-duos, quizá más, quizá menos, pero toda Rusiano ha vivido hasta ahora más que para produ-cir este millar. Se dirá que es poco, se escandali-zarán de que para producir un millar de hom-bres se hayán gastado tantos siglos y tantosmillones de individuos. Según yo, no es poco.

Yo escuchaba con esfuerzo. Veía aparecer laconvicción, la tendencia de toda una. vida.Aquel «millar de hombres» lo traicionaban porentero. Yo me daba cuenta de que ese exceso deexpansión conmigo procedía de una sacudidaexterior. Él me decía todas aquellas palabrascalurosas porque me quería; pero la causa porla que de repente se había puesto a hablar y por

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la que había querido hablarme, precisamente amí, seguía siéndome desconocida.

-Emigré - prosiguió - y no eché de menos na-da de lo que dejaba detrás de mí. Todas lasfuerzas que yo tenía las había puesto al serviciode Rusia mientras había vivido en ella; una vezalejado, continué sirviéndola, solamente queagrandando mi idea. Pero, al servirla así, laservía infinitamente mejor que si hubiese sidosencillamente ruso de pies a cabeza, como elfrancés de entonces no era más que francés, y elalemán, alemán. En Europa seguirán sin com-prender esto. Europa ha creado los nobles tiposdel francés, del inglés, del alemán, pero de suhombre futuro ella no sabe todavía casi nada. Ycreo que todavía no quiere saber nada de esto.Es comprensible: ellos no son libres, mientrasque nosotros somos libres. Yo solo en Europa,con mi aburrimiento ruso, era entonces libre.

»Nuestro bien, amigo mío, constituye una ra-reza: cada francés puede servir, con su Francia,a la humanidad, a condici6n solamente de que

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él siga siendo sobre todo francés; lo mismo lespasa al inglés y al alemán. Sólo el ruso, inclusoen nuestra época, es decir, mucho antes de quese haya trazado el balance general, ha recibidoel don de ser precisamente tanto más rusocuanto es más europeo. Es el distintivo nacionalmás importante que nos separa de todos losdemás, y, en ese aspecto, no somos como nadie.En Francia soy francés, soy alemán con elalemán, griego con el griego de la antigüedad y,por eso mismo, soy siempre ruso al máximo.Por eso mismo soy verdaderamente ruso y pre-sto el máximo de servicios a Rusia, porque hagovaler su pensamiento principal. Soy el pionerode este pensamiento. Emigré, pero ¿abandonéRusia? No, continué sirviéndola. Incluso aun nohabiendo hecho nada en Europa, inclusohabiéndome ido simplemente para vagabunde-ar (y yo sabia que iba únicamente para eso), erabastante para que fuese allí con mi pensamientoy con mi con. ciencia. Transporté allí mi tedioruso. ¡Oh!, no es solamente la sangre que corría

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entonces to que me espantó tanto, no fueron nisiquiera las Tullerías, sino todo to que debía se-guir. Estaban condenados a batirse aún durantemucho tiempo, porque son todavía demasiadoalemanes y demasiado franceses y no han aca-bado de actuar en estos papeles. Hasta en-tonces, a mí me daba pena por las destruccio-nes. Para el ruso, Europa es tan preciosa comoRusia; cada piedra allí es dulce y cara a su co-razón. Europa no era menos nuestra patria queRusia. ¡Incluso más! Es imposible querer a Ru-sia más que la quiero yo, pero jamás me he re-prochado de encontrar a Venecia, a Roma, aParís, sus tesoros de ciencia y de arte, toda suhistoria, más amables que Rusia. ¡Oh!, los rusosacarician esas viejas piedras extranjeras, esasmaravillas del viejo mundo, esos restos de mi-lagros sagrados; a incluso todo eso nos es másquerido que a ellos. Ellos tienen ahora otrasideas y otros sentimientos, han dejado de apre-ciar las viejas piedras... Allá abajo, el conserva-dor no lucha más que por la existencia; el in-

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cendiario no obra más que para reclamar suderecho a un pedazo de pan. Solamente Rusiano vive para ella misma, sino por el pensamien-to, y, reconócelo, amigo mío, es un hecho nota-ble que, desde hace ya cerca de un siglo, Rusiano vive ya decididamente para ella misma, sinoúnicamente para Europa. En cuanto a ellos,están destinados a terribles sufrimientos, antesde alcanzar el Reino de Dios.

Yo lo escuchaba, lo confieso, con una turba-ción extrema; incluso el tono de su discurso meespantaba, aunque no pudiera impedir sentir-me impresionado por sus ideas. Yo tenía unmiedo enfermizo a la mentira. Bruscamente, lehice observar con voz severa:

-Acaba usted de decir: «el Reino de Dios...».Me he enterado de que allá abajo usted hacía depredicador, usted llevaba cadenas.

-En cuanto a lo de mis cadenas, más vale de-jarlo - sonrió -; es un asunto completamentedistinto. En aquella época yo no predicaba to-

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davía nada, pero me aburría cerca de su Dios,es verdad. Acababan de proclamar el ateísmo ...un puñado de entre ellos, pero poco importa;no eran más que los primeros corredores devanguardia, pero era el primer paso en la ejecu-ción, y eso sí que era grave. Siempre la lógica deellos. Pero es el caso que la lógica siempre traeconsigo el aburrimiento. Yo era de .otra civili-zación y mi corazón no admitía aquello. La in-gratitud con que se separaban de una idea,aquellos silbidos, aquellas salpicaduras de fan-go, me resultaban insoportables. Aquellos pro-cedimientos de zapatero me daban miedo. Porotra parte, la realidad deja oler siempre la bota,incluso cuando, de manera deslumbradora, setiende hacia el ideal,. y yo debía saberlo sinduda; sin embargo, yo era otro tipo de hombre:era libre en mi elección, y ellos no to eran. Yolloraba, lloraba por ellos, lloraba sobre la viejaidea y tal vez eran lágrimas verdaderas las queyo lloraba, sin palabras bonitas.

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-¿Tan firmemente creía usted en Dios? - pre-gunté, incrédulamente.

-Amigo mío, he ahí una cuestión tal vez su-perflua. Supongamos incluso que yo no creyesede tal forma; no podía sin embargo abstenermede echar de menos una idea. Había momentosen que no llegaba a imaginarme cómo el hom-bre podría vivir sin Dios, ni si eso sería posiblealguna vez. Mi corazón respondía siempre queera imposible; pero quizá será posible en undeterminado período... Para mí, no cabe dudaalguna de que ese período vendrá; pero enton-ces yo me imaginaba un cuadro completamentedistinto...

-¿Cuál?Sin duda, él me había declarado ya que era

dichoso; había evidentemente en sus palabrasmucho entusiasmo; así es como tomo una bue-na parte de lo que me dijo entonces. Respetan-do a este hombre, no me arriesgaré desde luegoa transcribir sobre el papel todo lo que nos di-

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jimos entonces; pero ciertos rasgos del cuadrosingular que llegué a conseguir de él debenmencionarse aquí. Sobre todo yo había estadosiempre atormentado por aquellas «cadenas» yquería ponerlas en claro: por eso era por lo queyo insistía. Varias ideas fantásticas y extrema-damente singulares expresadas por él aquel día,se han quedado grabadas en mi corazón parasiempre.

-Me imagino, querido mío - empezó él conuna sonrisa pensativa -, el combate ya termina-do y la lucha calmada. Después de las maldi-ciones, las pelladas de fango y los silbidos, vie-ne la calma, y los hombres se quedan solos,como ellos querían: la gran idea de antes los haabandonado; la gran fuente de energía que has-ta aquí los ha alimentado y calentado se ha reti-rado, como el sol majestuoso y seductor delcuadro de Claude Lorrain, pero áhora es elúltimo día de la humanidad. Y de pronto loshombres han comprendido que se han quedadocompletamente solos, han sentido bruscamente

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un gran abandono de huérfanos. Mi queridopequeño, yo nunca he podido figurarme a loshombres ingratos y embrutecidos. Los hombresconvertidos en huérfanos se apretarían inme-diatamente los unos contra los otros, más estre-chamente y más afectuosamente; se cogerían delas manos, comprendiendo que de ahora enadelante son totalmente los unos para los otros.Entornces desaparecería la gran idea de la in-mortalidad, y sería preciso reemplazarla; todoaquel gran exceso de amor para lo que era lainmortalidad se volveria hacia la naturaleza,hacia el mundo, hacia los hombres, hacia lamenor brizna de hierba. Se prendarían de latierra y de la vida irresistiblemente, y en la me-dida misma en que progresivamente iríandándose cuenta de su estado pasajero y finito,considerarían todo aquello con un amor espe-cial, que no sería ya el de antes. Notarían y des-cubrirían en la naturaleza fenómenos y miste-rios hasta entonces insospechados, porque lamirarían con ojos nuevos, con una mirada de

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amantes hacia su bienamada. Se despertarían yse apresurarían a abrazarse los unos a los otros,se darían prisa en amarse, sabiendo que susdías son efímeros y que es todo lo que les que-da. Trabajarían los unos para los otros, y cadacual daría todo a todos y con eso sería dichoso.Cada niño sabría y comprendería que todohombre en la tierra es para él un padre y unamadre. «Que mañana sea mi último día, se diríacada cual mirando al sol poniente; yo moriré,poco importa: ellos permanecerán, todos, y,después de ellos, sus hijos», y ese pensamientode que permanecerán, continuando amándose ytemblando los unos por los otros, reemplazará ala idea del reencuentro de ultratumba. ¡Oh!,cómo se apresurarán a quererse, para ahogar lagran pena de sus corazones. Serán orgullosos yatrevidos para con ellos mismos, pero tímidospara con los demás; cada uno temblará por lavida y la felicidad de cada uno. Serán tiernosunos con otros y no tendrán vergüenza comohoy de acariciarse como niños. Al encontrarse,

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se mirarían con una mirada profunda y llena deinteligencia, y en sus ojos habría amor y pena.

Se interrumpió de repente con una sonrisa.Explicó:

-Querido mío, todo esto no es más que unafantasía, e incluso de las más inverosímiles;pero me la he imaginado muy a menudo por-que nunca he podido vivir sin ella ni evitar pen-sar en ella. No hablo de mi fe: mi fe no es gran-de; soy deísta, deísta filósofo como todo esemillar de hombres, por lo menos lo supongo,pero... pero lo que es curioso, es que siempre heterminado mi cuadro con una visión, como enHeine, «del Cristo sobre el Báltico». Nunca hepodido prescindir de Él. No podía ni siquierano verlo entre los hombres convertidos en huér-fanos. Él venía a ellos, tendía hacia ellos los bra-zos y decía: «¿Cómo habéis podido olvidarme?»Entonces una especie de venda caería de todoslos ojos y resonaría el himno entusiasta de lanueva y última resurrección...

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»Dejemos esto, amigo mío; en cuanto a mis«cadenas», es una tontería: no te inquietes poreso. Otra cosa todavía: tú sabes que soy púdicoy sobrio en mi lenguaje; si me he dejado irhablando, es... a causa de diversos sentimientosy porque estoy contigo; a ninguna otra personayo le diría nunca nada. Añado esto para tran-quilizarte. .

Pero yo estaba incluso conmovido; la mentiraque yo temía no estaba allí y me sentía particu-larmente dichoso al ver con toda claridad que élse hallaba verdaderamente presa del fastidio,que sufría, y que desde luego amaba muchisi-mo, y eso era lo que me emocionaba más. Se lodije con ímpetu.

-Pero, mire usted -- añadí de repente -, me pa-rece que, a pesar de todo su aburrimiento, us-ted debió de sentirse extremadamente feliz enaquella época, ¿no?

Se echó a reír gozosamente.

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-Hoy das siempre en el clavo con tus observa-ciones -dijo -. Sí, era dichoso, pero ¿es que pod-ía ser desgraciado con un aburrimiento así? Nohay nada más libre ni más dichoso que el tro-tamundos ruso y europeo perteneciente a nues-tro millar de individuos. Lo digo sin reírme, yhay en eso mucha seriedad. Sí, mi aburrimien-to, yo no lo habría cambiado por ninguna clasede felicidad. En ese sentido, siempre he sidodichoso, querido mío, toda mi vida. Y fue poresa felicidad por lo que quise entonces a tu ma-dre por primera vez en mi vida.

»Así es. Errando y en mi aburrimiento, depronto la quise como nunca la había queridoantes, a inmediatamente la mandé buscar.

-iOh, cuénteme usted eso, hábleme de mamá!-Pero si para eso es para lo que te he llamado

y, mira -sonrió gozosamente -, ya temía que memantuvieses apartado de mamá a cambio deHerzen o de cualquier conspiracioncita...

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CAPÍTULO VIIII

Como nos pasamos toda la tarde hablando ynos quedamos hasta que se hizo de noche, nocontaré todo lo que se dijo: sino solamente loque por fin me explicaba un punto enigmáticode su vida.

Comenzaré con esto: no hay para mí duda al-guna de que quiso a mamá y que si la aban-donó y se separó de ella al marcharse al extran-jero fue porque estaba demasiado abrumadopor el fastidio o por alguna otra .razón de esaíndole, cosa que por otra parte le sucede aquí atodo el mundo, pero que siempre es difícil deexplicar. Por lo demás, en el extranjero, despuésde haber pasado no mucho tiempo, se sintióinvadido de pronto por su amor a mamá, desdelejos, en pensamiento, y la mandó a buscar.«Una picada», se dirá tal vez, pero yo diría otracosa: a mi entender, había allí todo to que pue-de haber de más serio en la vida de un hombre,

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a pesar de todas las falsedades de las que enparte admito la existencia. Pero, lo juro, su tedioeuropeo está fuera de dudas y no se halla úni-camente al nivel, sino infinitamente por encimade no importa cualesquiera de esas actividadesprácticas de hoy día, la construccion de ferroca-rriles por ejemplo. En su amor por la hu-manidad veo un sentimiento extremadamentesincero y profundo, sin la menor falsedad; y ensu amor a mamá, algo absolutamente indiscuti-ble, aunque tal vez un poco fantástico también.En el extranjero, en «el aburrimiento y la felici-dad», y, añadicé aún, en el aislamiento másestrictamente monacal (este dato particular meha sido suministrado más tarde por TatianaPavlovna), se acordó de pronto de mamá, seacordó precisamente de sus «mejíllas hundi-das» y al punto la mandó llamar.

-Amigo mío - esta frase se le escapó entreotras -, comprendí de pronto que servir a laidea no me liberaba en lo más mínimo, en tantoque ser moral y razonable, del deber de hacer,

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en el curso de mi vida, por lo menos a una per-sona prácticamente feliz.

-Entonces, ¿ha sido un pensamiento tan li-bresco la causa de todo? - pregunté, perplejo.

-No es un pensamiento libresco. En realidad,puede que sí. Todo se mezcla a la vez: yo queríaa tu madre realmente, sinceramente, en absolu-to de una manera libresca. Si yo no la hubiesequerido de esa forma, no la habría mandadollamar, habría «hecho la felicidad» del primeralemán o de la primera alemana que hubieranllegado, desde el momento mismo en que yohabía descubierto aquella idea. En cuanto ahacer obligatoriamente la felicidad de una cria-tura al menos en el curso de su vida, peroprácticamente, es decir, efectivamente, lo eri-giría como mandamiento para todo hombrecultivado, exactamente como podría hacer unaley o imponer una obligación a todo campesinode plantar por lo menos un árbol en su vida, envista de los muchos árboles que se pierden enRusia; aunque un árbol sería poco, se podría

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ordenar plantar uno cada año. Un hombre su-perior y cultivado, persiguiendo un alto pen-samiento, se vuelve a veces de espaldas a lavida cotidiana, se hace ridículo, caprichoso yfrío a incluso, lo diré francamente, estúpido, enla vida práctica se entiende, pero también, alfinal, incluso en sus teorías. Por eso, el deber deocuparse de la práctica y hacer la felicidad realal menos de una criatura real curaría y refres-caría en primer lugar al bienhechor. Como teor-ía, es muy ridículo, pero, si esto se pusiese enpráctica y se transformase en costumbre, nosería tan idiota. Yo lo experimenté en mí mis-mo: desde que empecé a desarrollar esta ideade un nuevo mandamiento - al principio, comoes natural, a modo de broma - empecé a com-prender cuán grande era el amor que había enmí hacia tu madre. Hasta entonces, yo no habíacomprendido del todo que la quería. Mientrasvivía con ella, me contentaba con encontrar allími placer mientras ella era hermosa; más tarde,me las di de caprichoso. Solamente en Alema-

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nia comprendí que la quería. Aquello empezópor sus mejillas hundidas, que yo no lograbarecordar nunca, que a veces incluso veía con undolor en el corazón, literalmente un verdaderodolor, auténtico, físico. Hay recuerdos doloro-sos, querido mío, que causan un daño real; exis-ten en cada uno de nosotros o poco falta, sola-mente que se los olvida; pero sucede que derepente se recuerda algo, a veces un simplerasgo, y ya no es posible desligarse de aquello.Me puse pues a recordar mil detalles de mi vidacon Sonia; al final acudían por sí mismos y measediaban en masa; estuvieron a punto dehacerme morir de tormento mientras la aguar-daba. Pero estaba atormentado sobre todo porel recuerdo de su eterno rebajamiento delantede mí, por la idea de que ella siempre se habíaconsiderado como infinitamente por debajo demí en todos los aspectos, y, ¡figúrate!, inclusofísicamente. Tenía incluso oleadas de vergüen-za y de rubor cuando, a veces, yo miraba susmanos y sus dedos, que no tenían nada de aris-

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tocráticos. No era solamente de sus dedos, sinode toda su persona de lo que ella tenía ver-güenza, aunque yo amase su belleza. Conmigoera siempre púdica hasta el salvajismo. Y lo queestaba mal era que, en ese pudor, se percibíasiempre como una especie de espanto. En unapalabra, se consideraba frente a mí como no séqué cosa inexistente o casi indecente. A veces,sin duda, al principio, yo creía que ella seguíaviendo en mí a su señor y que me temía, perono era aquello en absoluto. Y sin embargo, te lojuro, ella era más capaz que cualquiera de com-prender mis defectos y no he encontrado entoda mi vida un corazón de mujer tan delicadoy tan perspicaz. ¡Qué desgraciada era cuando,al principio, siendo todavía tan bella, yo la obli-gaba a adornarse! Había en eso amor propio, ytambién otro sentimiento pronto a sentirseherido: ella comprendía que no sería nunca unaseñora y que con un vestido extraño estaríasencillamente ridícula. Como mujer, no queríaser ridícula en su atavío y comprendía que cada

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mujer debe tener el vestido que le es propio,cosa que millares y cientos de millares no com-prenderán jamás; ¡con estar a la moda, tienensuficiente! A ella le daba miedo de mi miradaburlona, ésa es la verdad. Pero me resultabapenoso sobre todo acordarme de sus miradasprofundamente asombradas, que a menudo yosorprendía clavadas en mí durante toda nuestraunión: se sentía en ellas un perfecto entendi-miento de su suerte y del porvenir que laaguardaba, hasta un punto tal, que yo mismome sentía molesto por aquello, aunque, lo con-fieso, no entrase en conversación con ella y latratase siempre con altanería. Y, mira, no siem-pre ella ha sido temerosa y huraña como hoy;incluso ahora, le sucede a veces engallarse depronto y embellecerse como una mujer de vein-te años; pero entonces, en su juventud, le en-cantaba a veces charlar y reír, desde luego en suambiente, con las criadas, con nuestras vecinas;¡y cómo se estremecía cuando, de pronto, lasorprendía yo a punto de reírse, con qué rapi-

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dez se ruborizaba y me miraba temerosamente!Un día, no mucho antes de mi salida para el ex-tranjero, o quizá casi la víspera del día en queme separé de ella, entré en su habitación y mela encontré sola, sin labor, puestos los codossobre la mesa y sumida en una profunda me-ditación. Casi nunca le sucedía aquello de estarasí, ociosa. En aquella época, hacía ya muchotiempo que yo había dejado de acariciarla. Pudeacercarme a ella muy suavemente, de puntillas,y agarrarla de pronto y besarla... Se sobresaltó:no olvidaré nunca aquel deslumbramiento,aquella felicidad pintada en su rostro, y de re-pente todo aquello hizo sitio a un rápido rubory sus ojos lanzaron un relámpago. ¿Sabes tú loque yo leí en aquel relámpago? « ¡Me has dadouna limosna, eso es lo que has hecho! » Se pusoa sollozar cómo una histérica, con el pretexto deque la había asustado, a incluso yo me quedépensativo. En general, todos estos recuerdosson algo muy penoso, amigo mío. Pasa como enlos grandes artistas: hay a veces en sus poemas

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escenas tan dolorosas, que te hacen daño a lolargo de toda la vida cuando las recuerdas, porejemplo el último monólogó de Otelo, Eugenioa los pies de Tatiana, o bien el encuentro delcondenado a trabajos forzados, que se ha eva-dido, con la niña, en.la noche fría, cerca de unpozo, en Los miserables, de Víctor Hugo; eso teatraviesa el corazón de una vez para siempre, yla herida no se cierra nunca. ¡Oh, cómo espera-ba yo a Sonia y cómo quería abrazarla lo antesposible! Soñaba con una impaciencia con-vulsiva en todo un programa de vidá nueva;pensaba en destruir poco a poco en su alma,por un esfuerzo metódico, su eterno miedo antemí, hacerle comprender lo que ella valía, cuánpor encima estaba de mí. ¡Oh!, yo sabía muybien, ya en aquel momento, que yo empezabasiempre a querer a tu madre en cuanto nos se-parábamos y que me enfriaba siempre que nosreuníamos de nuevo; pero en aquel momentohabía otra cosa, no era eso.

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Yo estaba asombrado; una pregunta me atra-vesó el espíritu: «¿Y ella?»

-Y entonces, ¿cómo se desarrolló el encuen-tro? - pregunté prudentemente.

-¿Aquella vez? ¡Pero si no llegó a realizarse enabsoluto! Ella llegó a duras penas hasta Koe-nigsberg y se quedó allí, mientras que yo estabajunto al Rin. No fui a buscarla, le dije que sequedase allí y que me esperara. Nos vimos mu-cho después, ¡oh!, mucho más tarde, cuando fuia pedirle permiso para casarme.

IINo registraré aquí más que lo esencial del

asunto, es decir, lo que he podido retener. Y porlo demás, también él se puso a hablar sin ila-ción. Sus parrafadas se hicieron de pronto diezveces más incoherentes y desordenadas al lle-gar a ese pasaje.

Se encontró con Catalina Nicolaievna porcasualidad, precisamente cuando estaba es-

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perando a mamá, en el minuto más impa-ciente de aquella espera. Estaban todos en-tonces junto al Rin, en el balneario, pasandola temporada. El marido de Catalina Nicolai-evna estaba ya casi moribundo o, por lo me-nos, condenado por los médicos. Ella lecausó una gran impresión desde el primerencuentro: se hubiera dicho que lo había em-brujado. Era una fatalidad. Noten ustedesque al registrar y recordar ahora todo esto,no tengo el menor recuerdo de que él hayaempleado jamás en su relato la palabra «amor» ni que haya dicho que hubiese estado«prendado». En cuanto a la palabra «fatali-dad», la he retenido.

Y verdaderamente fue una fatalidad. Él noquiso aquello, «él no quiso amar». No sé si podréexplicarlo claramente; pero toda su alma estabaindignada por el hecho de que le hubiese podi-do suceder aquello. Todo lo que en él había delibre había sido bruscamente aniquilado conaquel encuentro, y el hombre se vio ligado para

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siempre a una mujer que no tenía nada decomún con él. Él no había deseado aquella es-clavitud de la pasión. Lo diré hoy francamente:Catalina Nicolaievna es un tipo raro de mujerde mundo, tipo que, tal vez, no se encuentra enese ambiente. Es un tipo de mujer sencilla yfranca en el más alto grado. He oído decir, omás bien lo sé de buena tinta, que por eso pre-cisamente resultaba irresistible en el gran mun-do cuando se dejaba ver en él (con frecuencia,se alejaba totalmente). Versilov, como es natu-ral, a raíz de aquel primer encuentro, no creyóque ella tuviese esas cualidades, y creyó justa-mente lo contrario, es decir, que era afectada ehipócrita. Registraré aquí, anticipándome a loshechos, el juicio que ella hizo sobre él: asegura-ba que él no había podido formarse de ella otraopinión, «porque un idealista, al chocar con larealidad, está siempre más dispuesto que losotros a suponer toda clase de porquerías». Ig-noro si esto es verdad en general por lo que serefiere a los idealistas, pero era perfectamente

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cierto por lo que se refería a él. Tal vez añadiréaquí mi propio juicio, que se formó en mi espí-ritu mientras lo estaba escuchando: me dije queél amaba a mamá con un amor, por decirlo así,humanitario y universal, más bien que con elamor simple con que se ama en general a lasmujeres, y que, al primer encuentro que tuvocon una mujer a la que amó con ese amor sim-ple, rechazó dicho amor, sin duda por falta decostumbre. Pero es quizá una idea falsa; por lodemás no se la expuse. Habría sido una falta detacto; juro que él se hallaba en un estado en quehabía que tratarlo con miramiento: estaba tras-tornado; en algunos pasajes del relato, se inte-rrumpía a veces y se quedaba silencioso variosminutos, recorriendo a zancadas la habitacióncon semblante hosco...

Ella adivinó bien pronto su secreto o tal vezcoqueteó con él: incluso las mujeres más purasse muestran vulgares en estos casos, es su ins-tinto insuperable. Todo acabó con una rupturaviolenta y creo que él la quiso matar; le inspiró

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miedo, tal vez la habría matado; «pero todoaquello se transformó bruscamente en odio». Acontinuaeión, sobrevino un período singular: sevio cogido de repente por una idea extraña: do-marse por medio de la disciplina, «esa mismadisciplina que emplean los monjes. Medianteuna práctica progresiva y metódica, uno llega asuperar su propia voluntad, empezando por lascosas más ridículas y más menudas, para aca-bar por conseguir un triunfo completo sobre lapropia voluntad y llegar a ser libre». Agregóque en los monjes era una cosa seria, puestoque estaba erigida en ciencia por mil años deexperiencia. Pero lo más notable es que esa ideade «disciplina» se le ocurrió entonces no paradesembarazarse de Catalina Nico-. laievna, sinopor la completa convicción de que, lejos deamarla ahora, la odiaba hasta el último grado.Creyó tanto en su odio a ella, que imaginó deimproviso enamorarse de su hijastra, engañadapor el príncipe, y casarse con ella; se persuadióa sí mismo de su nuevo amor y se atrajo irresis-

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tiblemente el amor de aquella pobre idiota,amor que le procuró a la infeliz en los últimosmeses de su vida la perfecta felicidad. El por-qué, en lugar de ella, no se acordó de mamá,que seguía esperándolo en Koenigsberg, es cosaque queda para mí inexplicada... Por el contra-rio, olvidó a mamá súbita y totalmente, y dejóincluso de mandarle dinero para vivir, tantoque ella debió entonces su salvación a TatianaPavlovna; sin embargo, de repente, fue a bus-carla para «pedirle permiso» para casarse conaquella muchacha, con el pretexto de que «unanovia así no era una mujer». ¡Oh, tal vez todoesto no es más que el retrato de un «hombrelibresco»!, como lo calificó posteriormente Cata-lina Nicolaievna. Pero, ¿por qué estos «hombresde papel» (si son verdaderamente de papel) soncapaces, a pesar de todo, de atormentarse tanverdaderamente y llegar a semejantes trage-dias? Por lo demás, aquella tarde yo pensaba deuna manera un poco diferente, y fui sacudidopor una idea:

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-Toda la cultura de usted, toda su alma, se ladebe al sufrimiento y a los combates de toda suvida, mientras que ella ha recibido la perfeccióngratuitamente. No es lo mismo... En eso es en loque la mujer resulta repelente.

Lo dije no para congraciarme con él, sino confuego a incluso con indignación.

-¿La perfección? ¿Su perfección? ¡Pero si ellano tiene la más mínima perfección! - declaró,casi asombrado de mis palabras -. ¡Es la másordinaria de las mujeres, es hasta una mujer delmontón...! ¡Pero está obligada a tener todas lasperfecciones!

-¿Qué quiere decir eso de obligada?-Pues que, teniendo semejante poder, está

obligada a tener todas las perfecciones -. ex-clamó con cólera.

-Lo más triste es que ahora está usted comple-tamente atormentado.

Esa frase se me escapó involuntariamente.

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-¿Ahora? ¿Atormentado? - repitió parándosedelante de mí en una especie de perplejidad.

De pronto, una sonrisa tranquila, pensativa yprolongada, iluminó su rostro. A continuación,completamente vuelto en sí, cogió de encima dela mesa una carta sacada de su sobre. y la lanzóante mí:

-¡Toma, lee! Debes saberlo todo absolutamen-te... ¿Por qué me has dejado rebuscar durantetanto tiempo en estas viejas tonterías? ¡No hehecho más que ensuciar a irritar mi corazón!

No sabría expresar mi asombro. Aquella cartale había sido dirigida por ella hoy mismo, yhabía llegado a eso de las cinco de la tarde. Laleí, casi temblando de emoción. No era larga,pero estaba escrita con tanta franqueza y since-ridad, que, mientras la leía, me parecía verla aella misma enfrente de mí y oír sus palabras. Demanera perfectamente verídica (y por consi-guiente casi conmovedora), ella le confesaba sutemor y a continuación le suplicaba «que la

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dejase en paz». Al terminar, le informaba queahora iba a casarse definitivainente con Bioring.Hasta entonces, ella nunca le había escrito.

Y he aquí ahora lo que comprendí por las ex-plicaciones de él.

No había hecho más que leer esa carta cuandosintió de pronto en sí mismo un fenómeno to-talmente inesperado: por primera vez en aque-llos dos años fatales no experimentaba el menorodio hacia ella ni la menor emoción, como en elmomento en que, hacía todavía poco, había «perdido la cabeza» al escuchar solamente elnombre de Bioring. «Por el contrario, le he en-viado mi bendición con la mayor cordialidad»,me dijo con un sentimiento profundo. Escuchéaquellas palabrás con admiración. De esa for-ma, todo lo que había en él de pasión, de sufri-miento, había desaparecido de golpe de élmismo, como un sueño, como una obsesión dedos años. Asombrado de sí mismo, se habíaapresurado a ir a casa de mamá y había entradoen el instante preciso en que ella pasaba a ser

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una mujer libre y en que el anciano que se lahabía legado la víspera acababa de morir.Aquellas dos coincidencias lo habían trastorna-do. Un momento después, se lanzó a buscarme,y no olvidaré jamás el hecho de que tan rápi-damente hubiese pensado en mí.

No olvidaré tampoco el fin de aquella velada.Aquel hombre se halló, una vez más y súbita-mente, todo transformado. Nos quedamos jun-tos hasta bien entrada la noche. El efecto quenos produjo aquella «nueva» lo diré más ade-lante, cuando llegue la hora; de momento, melimitaré a algunas palabras de conclusión sobreél. Al reflexionar hoy, comprendo que lo quemás me sedujo entonces fue esa especie dehumildad ante mí, esa sinceridad tan verdaderadelante de un mocoso de mi especie. « ¡Era unaceguera, pero ceguera bendita! - exclamó él -.Sin esta ceguera, tal vez nunca habría podidovolver a encontrar en mi corazón, tan comple-tamente y para siempre, a mi sola reina, a mimártir, a tu madre.» Estas palabras entusiastas

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que se le escaparon irresistiblemente, las anotocon particular empeño, en previsión de lo queseguirá. Pero entonces, él se apoderó de mi al-ma y triunfó completamente.

Me acuerdo de que al final teníamos unaalegría loca. Hizo traer champaña, y bebimos ala salud de mamá y «por el porvenir». Él estabatan lleno de vida, tan dispuesto a vivir... Pero, siestábamos locamente alegres, no era a causa delvino: no habíamos bebido más que dos copascada uno. No sé por qué, pero al final reíamossin poder contenernos. Nos pusimos a hablarde cosas indiferentes; él contó anécdotas; yo,también. Esas risas y esas anécdotas eran per-fectamente inocentes, de ninguna manera bur-lonas, pero nos alegraban. Él no quería soltar-me: « ¡quédate, quédate todavía! », repetía, y yome quedaba. Incluso salió para acompañarme;la noche era espléndida, helaba ligeramente.

-Dígame: ¿le ha contestado usted ya? - pre-gunté de pronto, completamente de improviso,

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apretándole la mano por última vez, en unaencrucijada.

-No, todavía no. Pero es igual. Ven mañana,ven más pronto... ¡Ah!, una cosa todavía: aban-dona completamente a Lambert y rompe el«documento» lo antes posible. ¡Adiós!

Dicho esto, se fue rápidamente; me quedéclavado en el sitio y tan turbado que no meatreví a llamarlo. La palabra «documento» mehabía impresionado sobre todo: ¿por quién sehabría enterado, y en términos tan precisos,sino por Lambert? Volví a casa con una extrematurbación. Una idea me atravesó el cerebro:¿cómo podía ser aquello de que una «obsesiónde dos años» hubiese desaparecido como unsueño, como una humareda, como una visión?

CAPÍTULO IXI

Me desperté por la mañana más fresco y me-jor dispuesto. Me reproché incluso, involuntaria

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y cordialmente, una cierta ligereza y la especiede altivez con las que, me acordaba, había escu-chado la víspera ciertos pasajes de su «confe-sión». A veces había sido desordenada, algunasrevelaciones eran un tanto vagas y hasta inco-herentes; pero ¿se había él preparado para undiscurso de orador cuando me invitó a su casa?Sólo me había hecho un gran honor al dirigirsea mí como a su único amigo en un momentosemejante, y jamás yo podría olvidar aquello.Por el contrario, su confesión era «conmovedo-ra», aunque él tuviera que burlarse de ese califi-cativo, y si a veces contenía elementos cínicos oincluso un poco ridículos, yo era lo bastanteancho de miras para comprender o admitir elrealismo, sin, por otra parte, manchar el ideal.Sobre todo, yo había comprendido por fin aaquel hombre y estaba un poco molesto y des-pechado por el hecho de que hubiera sido unacosa tan sencilla: a aquel hombre yo lo habíainstalado siempre en mi corazón, a una alturaextrema, en las nubes; me era preciso absolu-

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tamente revestir su destino de misterio, y de-seaba, como es natural, que ese misterio no sedescubriese de una manera tan fácil. Por otraparte, en su encuentro con ella y en sus dosaños de sufrimiento, había también bastantescosas complicadas: «él no había querido la fata-lidad; el tenía necesidad de libertad, y no de laservidumbre del destino; era esa servidumbredel destino lo que lo había obligado a ofender amamá, que lo esperaba en Koenigsberg...Además, ese hombre, en todo caso, era para míun predicador: llevaba en su corazón la edad deoro y conocía el porvenir del ateísmo. ¡Puesbien, su encuentro con ella lo había roto todo,todo lo había deformado! ¡Oh!, desde luego, yono la traicioné, pero sin embargo tomé partidopor él. Mamá, por ejemplo, razonaba yo, nohabría turbado nada en su destino, ni siquieracasándose con él. Yo to comprendía; era com-pletamente diferente de su encuentro con laotra. Sin duda, mamá no le habría dado ni si-quiera la calma, pero incluso era mejor así: esos

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hombres deben ser juzgados de otra manera, suvida será siempre así; no hay en eso nada demonstruoso; al contrario, la monstruosidadsería que encontrasen la calma o, en general,que llegasen a ser parecidos a todos los hom-bres mediocres-- Su elogio de la nobleza y sufrase: «Moriré siendo gentilhombre» no me turba-ban to más mínimo: yo comprendía de qué cla-se de gentilhombre se trataba; el que da todo y sehace el anunciador del ciudadano del universoy de la gran idea rusa de la «reunión universalde las ideas». Todo aquello eran tal vez tonter-ías, quiero decir «la reunión universal de lasideas» (que es evidentemente indispensable),pero de todas formas estaba ya bien el que sehubiese dedicado toda su vida a la idea y no alestúpido becerro de oro. ¡Dios mío!, pero yo,desde que concebí mi «idea», ¿es que me heinclinado ante el becerro de oro, es el dinero toque yo necesitaba? ¡Lo juro, yo no tenía necesi-dad más que de la idea! ¡Lo juro, no habría ta-pizado ni una sola silla ni un solo diván de ter-

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ciopelo y habría comido, con cien millones, elmismo plato de sopa que hoy!

Me vestí. y me sentí irresistiblemente impul-sado hacia él. Añadiré: con respecto a su alu-sión de la víspera al «documento», yo estabatambién cinco veces más tranquilo que la nocheanterior. Primeramente, esperaba explicarmecon él; después, si Lambert se había insinuadotambién con él y le había hablado de algo, ¿quemal había en eso? Pero mi principal alegría es-tribaba en una sensación extraordinaria; era laidea de que ahora «él ya no la quería»; yo teníade eso una persuasión absoluta y sentía que eraun peso espantoso del que se había librado micorazón. Me acuerdo incluso de una suposiciónque me atravesó entonces el cerebro: la mons-truosidad y la absurdidad de su última y furio-sa ocurrencia al recibir la noticia de Bioring, yel envío de su carta injuriosa; ese exceso habíapodido ser el anuncio y la anticipación de uncambio radical en sus sentimientos y de unpronto retorno al buen sentido; debía de ser,

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me decía yo, poco más o menos como en unaenfermedad, y tenía que llegar al punto opues-to: ¡un episodio médico y nada más! Esa ideame hacía dichoso.

«Y ahora, que ella disponga de su destinocomo Dios le dé a entender, que se case con suBioring todas las veces que quiera, pero por lomenos que él, mi padre, mi amigo, no la ameya», exclamaba yo para mis adentros. Por lodemás en mis propios sentimientos había uncierto misterio, pero aquí, en estos recuerdos,no tengo ganas de seguir insistiendo sobre eso.

Basta ya de esto. Ahora contaré todos loshorrores que se siguieron y toda la complica-ción de los hechos, esta vez sin reflexiones deninguna clase.

IIA las diez de la mañana, cuando me disponía

a salir (para ir a casa de él, naturalmente) apa-

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reció Daria Onissimovna. Le pregunté alegre-mente si era que venía de parte de él y tuve eldisgusto de enterarme que no venía de ningunamanera de parte de él, sino de parte de AnaAndreievna, y que ella, Daria Onissimovna,«había salido del piso al romper el día».

-¿De qué piso?-¿De cuál va a ser? Del de ayer. Del aparta-

miento de ayer; el del niñito; está alquilado a minombre, pero es Tatiana Pavlovna la que paga...

-¡Eso me tiene sin cuidado! - la interrumpí,molesto -. Pero él, ¿está él en casa? ¿Lo encon-traré allí?

Me asombré al enterarme de que había salidotodavía más ternprano que ella; o sea, que ellahabía salido «con el día», y él todavía antes.

-¿Y ahora, puede haber vuelto?-No, seguramente no ha vuelto, y quizá no

volverá nunca - sentenció, mirándome con susagudos y astutos ojos, que no apartaba de mí

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un solo momento, lo mismo que en la visita yareferida, cuando yo estaba en la cama, enfermo.

Lo que más rabia me daba, sobre todo, eranesos misterios y esas estupideces que reaparec-ían: decididamente, esta gente no podía pasarsesin misterio y astucia.

-¿Por qué dice usted que seguramente no vol-verá? ¿Qué quiere decir con eso? ¡Ha ido a casade mi madre, eso es todo!

-No sé.-Pero usted, ¿para qué ha venido usted?Me declaró que, de momento, venía de casa

de Ana Andreievna y que ésta me invitaba yme esperaba precisamente ahora mismo; si no,«será demasiado tarde». Una vez más, esa fraseenigmática me hizo salir de mis casillas.

-¿Por qué demasiado tarde? ¡No quiero ir allíy no iré! ¡No me dejaré dar órdenes una vezmás! ¡Me importa tres pitos Lambert, dígaselo,y añada que, si me envía a su Lambert, lo

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pondré de patitas en la calle y de mala manera!¡Dígaselo así!

Daria Onissimovna se quedó espantada.-¡Oh, no, no! - dijo, dando un paso hacia mí,

juntando las manos y casi suplicándome -, ¡nose precipite usted! La cosa es grave, inclusomuy grave para usted, para ellos también, paraAndrés Petrovitch, para su mamá, para todo elmundo... Vaya usted a ver inmediatamente aAna Andreievna, porque ella no puede estarloesperando mucho tiempo... Se lo aseguro pormi honor... Luego, usted podrá tomar una de-cisión.

La miré con sorpresa y con repugnancia.-¡Tonterías, no pasará absolutamente nada, no

iré! - exclamé con obstinación -y malignidad -.¡Ahora, ya ha cambiado todo! ¿Puede ustedcomprenderlo? Adiós, Daria Onissimovna, noiré, lo hago aposta, y aposta no quiero hacerleninguna pregunta. Me haría usted perder la

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cabeza. No quiero meter la nariz en sus enig-mas.

Pero, como ella no se iba y se quedaba allíplantada, cogí mi pelliza y mi gorro y salí,dejándola en medio de la habitación. En mihabitación no había ni cartas ni papeles, y yocasi nunca la cerraba con llave al salir. Pero nohabía llegado aún a la puerta de la calle cuandomi casero, Pedro Hippolitovitch, sin sombrero ysin abrigo, echó a correr detrás de mí.

-¡Arcadio Makarovitch! ¡Arcadio Makaro-vitch!

-¿Qué le pasa a usted ahora?-¿No time usted ninguna orden que darme al

marcharse?-NoMe miró con mirada penetrante y llena de in-

quietud.-En cuanto al cuarto, por ejemplo.

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-¿Cómo en cuanto al cuarto? ¡Ya le he entre-gado el dinero del mes!

-Pero no, si no se trata de dinero - dijo él, son-riendo de pronto con una ancha sonrisa y atra-vesándome con la mirada.

-Pero, ¿se puede saber qué les pasa a todosustedes? -grité, casi lleno de rabia -. ¿Qué quie-re usted ahora?

Aguardó algunos segundos, como si siguieraesperando algo de mí.

-Bueno, ya me lo dirá usted más tarde... pues-to que ahora no está de buen humor - refunfuñóél, sonriendo todavía más marcadamente -.Bueno, váyase, también yo tengo que irme a laoficina.

Subió la escalera corriendo. Naturalmente,todo aquello daba que pensar. Me propongo nodescuidar ningún detalle de todas estas peque-ñas cosas absurdas del momento, porque cadauna entró más tarde en el ramillete definitivo yencontró allí su lugar, como el lector podrá per-

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suadirse de ello, es la verdad pura. Si yo estabatan trastornado y tan irritado, era porque aca-baba de encontrar en sus palabras ese tono deintriga y de enigma del que me daba asco y queme recordaba el pasado. Pero prosigo.

Versilov no estaba en su casa: se había mar-chado, en efecto, al romper el día. «Estará segu-ramente en casa de mamá», pensé obstinándo-me. No le pregunté nada a la nodriza, una bue-na mujer bastante tonta; no había nadie más enel piso. Corrí a casa de mamá y, lo confieso, conuna inquietud tal, que a mitad de camino cogíun coche. En casa de mamá, no había aparecidodesde el día anterior por la tarde. Con ella no esta-ban más que Tatiana Pavlovna y Lisa. En elmomento en que yo entraba, Lisa se disponía asalir.

Seguían estando arriba, en mi «ataúd». En elsalón, abajo, Makar Ivanovitch estaba estiradosobre la mesa, y un viejo desconocido leía a sulado el Salterio. Ya no describiré nada de lo queno se refiera directamente al asunto. Solamente

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haré constar que el féretro, que estaba ya hechoy que se encontraba allí, en la habitación, no eravulgar: aunque negro, estaba tapizado de ter-ciopelo, y la tela que recubría el cuerpo era devalor: lujo que apenas cuadraba con el ancianoni con sus convicciones; pero tal había sido eldeseo imperioso de mamá y de Tatiana Pavlov-na.

Naturalmente, yo no esperaba hallarlas ale-gres; pero de golpe me impresionaron la penaabrumadora, la inquietud y la preocupaciónque leí en sus ojos, y deduje al punto que «hab-ía seguramente otra cosa además del muerto».Todo eso, lo repito, es cosa de la que me acuer-do perfectamente.

A pesar de todo, abracé tiernamente a mamáy en seguida le pregunté por él. Instantánea-mente, una curiosidad alarmada se encendió ensus ojos. Añadí apresuradamente que habíamospasado la velada juntos hasta bien entrada lanoche, pero que hoy él no estaba en casa, dedonde había salido al rayar el día, siendo así

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que él mismo me había invitado la víspera, alsepararnos, a que fuera a buscarlo lo antes po-sible. Mamá no respondió nada, pero TatianaPavlovna, aprovechando una ocasión, me ame-nazó con el dedo.

-¡Hasta la vista, hermano! - dijo de improvisoLisa, saliendo rápidamente del tabuco.

Desde luego, la alcancé, pero ya antes ella sehabía detenido en la puerta de la calle.

-Ya pensaba yo que se te ocurriría bajar - dijoen un susurro rápido.

-¿Qué sucede, Lisa?-Tampoco yo sé nada; pero ocurren muchas

cosas. Seguramente es el desenlace de esta«eterna historia». Él no ha venido, pero ellastienen noticias de él. No, te contarán nada, está-te tranquilo, y no les preguntes tú tampoco, sitienes un poco de juicio. Pero mamá está muer-ta. Yo, por mi parte, tampoco he preguntadonada. ¡Hasta la vista!

Abrió la puerta.

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-¡Lisa!, ¿y tú, no sabes tú nada?Y brinqué en seguimiento de ella por el vestí-

bulo. Su semblante terriblemente fatigado, des-esperado, me traspasaba el corazón. Me miróno con cólera, pero casi con encarnizamiento,soltó una risa amarga a hizo un gesto de deses-peración:

--¡Y aunque hubiera muerto, tanto mejor!-melanzó desde la escalinata, al marcharse.

Quería referirse al príncipe Sergio Petrovitch,el cual e5staba entonces acostado con fiebre ysin conocimiento. «¡La eterna historia! ¿Quéeterna historia?», pensé con irritación, e inme-diatamente me entraron ganas de contarles almenos una parte de mis impresiones de lavíspera, después de su confesión nocturna, y laconfesión misma. «Están formándose sobre élsabe Dios qué ideas perversas: ¡pues bien, quelo sepan todo! » He ahí el pensamiento que meatravesó el cerebro.

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Me acuerdo de que empecé mi. relato conmucha destreza. Inmediatamente, una loca cu-riosidad se marcó en sus rostros. Por una vez, lamisma Tatiana Pavlovna bebía mis palabras;mamá estaba más reservada; estaba muy grave,pero una sonrisa ligera, admirable, aunque ab-solutamente desesperada, iluminó su rostro ypermaneció allí casi hasta el final del relato.Naturalmente yo hablaba bien, aun sabiendoque para ellas resultaba poco más o menos inin-teligible. Con gran asombro por mi parte, Ta-tiana Pavlovna no refunfuñó, no pidió preci-siones, no me tendió trampas, como hacíasiempre que yo me ponía a hablar. Se limitaba aapretar los labios de cuando en cuando y a en-tornar los ojos, como para esforzarse en com-prender. Había veces en que incluso me parecíaque lo captaban todo, pero era casi imposible.Por ejemplo, hablé de las convicciones de él,sobre todo de su entusiasmo por mamá, de suamor por mamá, conté cómo había besado suretrato... Al escucharme, ellas cambiaban en

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silencio miradas rápidas; mamá enrojeció de lacabeza a los pies. Por lo demás, las dos conti-nuaron sin decir nada. Luego... luego, natural-mente no pude, delante de mamá, referirme alpunto esencial, es decir, al encuentro de él conla otra y su « resurrección» moral después deaquella carta; ahora bien, aquello era lo esen-cial, de forma que todos los sentimientos de élde la víspera, con los que tanto yo esperabaalegrar a mamá, quedaron, lógicamente, in-comprendidos, y no por culpa mía, porque todolo que era posible contar, lo conté muy bien.Cuando terminé, estaba absolutamente turba-do; su silencio no se había interrumpido, y yome encontraba muy incómodo con ellas.

-Seguramente, ya habrá vuelto. Quizá esté enmi casa esperándome.

-Pues bien, ve, ve - me animó Tatiana Pavlov-na, categórica.

-¿Has estado en la habitación de abajo? .- mepreguntó mamá en un susurro.

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-Si, le he hecho mi reverencia y he rezado porél. ¡Qué rostro tan tranquilo y tan bello tiene,mamá! Gracias por no haber ahorrado nadapara el féretro. Al principio, eso me pareció unpoco raro, pero inmediatamente comprendí queyo habría hecho lo mismo.

-¿Vendrás mañana a la iglesia? - preguntó, ysus labios temblaron.

-¿Qué le pasa a usted, mamá? - me asombré -.También hoy iré al oficio, y volveré a venir: yademás... mañana es el cumpleaños de usted,mamá, mamá querida. A él sólo le han faltadotres días para llegar a esta fiesta.

Me fui, presa de un asombro doloroso: ¡quépregunta tan rara! ¡Decirme si iba a ir o no a laiglesia! Y si se han preocupado tanto por mí,¿qué piensan entonces de él?

Sabía que Tatiana Pavlovna correría detrás demí, y me detuve aposta en el umbral. Ella mealcanzó en efectó, pero me empujó con la mano

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hasta la escalera, salió detrás de mí y cerró lapuerta.

-¡Tatiana Pavlovna!, ¿es que no esperan uste-des a Andrés Petrovitch ni hoy, ni siquiera ma-ñana? Estoy asustado...

-¡Cállate! ¡Asustarte tú, vaya una novedad!Habla: tú no lo has dicho todo al contar esashistorias de lo que ocurrió ayer, ¿verdad?

No juzgué necesario disimular, y, casi moles-to con Versilov, le conté todo el asunto de lacarta de Catalina Nicolaievna y el efecto produ-cido, es decir, su resurrección a una nueva vida.Con gran sorpresa por mi parte, vi que el hechode la carta no le extrañaba lo más mínimo, ycomprendí que ya ella estaba advertida.

-¿Mientes?-No, no miento.-¿Y pretendes - sonrió pérfidamente, como re-

flexionando - que él ha resucitado? ¡No faltabamás que eso! ¿Es verdad que ha besado el retra-to?

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-Es verdad, Tatiana Pavlovna.-¿Lo ha besado con sentimiento, no ha sido

una cosa fingida?-¡Una cosa fingida! ¿Es que él finge alguna

vez? Debería usted avergonzarse, Tatiana Pav-lovna; tiene usted el alma grosera, un alma demujer.

Lo dije con calor, pero ella hizo como si no mehubiese oído: estaba nuevamente sumida en suspensamientos, a pesar del frío que reinaba en laescalera. Por mi parte, llevaba la pelliza, mien-tras que ella no tenía puesto más que su vesti-do.

-Te confiaré una cosa, solamente que es unalástima que seas tan idiota - profirió condésprecio y como fastidiada -. Escucha un mo-mento, ve a casa de Ana Andreievna, y mira loque pasa allí, en las habitaciones de ella... Omás bien, no, no vayas; ¡no dejarás de ser siem-pre un imbécil! Vamos, vete, ¿qué haces ahí,plantado como un poste?

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-¡Oh, no! No iré a casa de Ana Andreievna. Ysin embargo Ana Andreievna me ha mandadollamar.

-¿Ella? ¿Por medio de Daria Onissimovna?Y se volvió bruscamente hacia mí; estaba ya a

punto de irse y de abrir la puerta, pero la volvióa cerrar.

-¡Por nada en el mundo iré a casa de Ana An-dreievna! - repetí con placer -. Y no iré, porquese me acaba de tratar de imbécil, siendo así quenunca he estado tan penetrante como hoy. To-das esas historias de ustedes, las comprendoahora de pe a pa. De todas formas no iré a casade Ana Andeievna.

-¡Ya lo sabía yo! - exclamó ella, pero sin res-ponder a lo que yo le había dicho, prosiguiendosus reflexiones -. Ahora la van a amarrar y ameterla en el saco.

-¿A Ana Andreievna?-¡Idiota!

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-Entonces, ¿de quién habla usted? ¿De Catali-na Nicolaievna? ¿Qué saco?

Yo estaba terriblemente asustado. Una ideavaga, pero espantosa, me atravesaba el alma.Tatiana me lanzó una mirada penetrante:

-Y a ti, ¿qué te importa eso? - preguntó «derepente -¿Qué papel desempeñas tú en todoesto? También he oído hablar de ti. ¡Ten cuida-do!

---Escuche, Tatiana Pavlovna. Le contaré a us-ted un secreto terrible, pero no ahora, no tengotiempo: mañana, a solas. Solamente dígameahora mismo toda la verdad, y de qué saco setrata... porque estoy~ temblando de la cabeza alos pies...

-¡Me importa un comino que tiembles! - ex-clamó ella -. ¿Qué es ahora ese misterio quequieres contarme mañana? Vamos, dilo fran-camente, ¿no sabes nada? -y fijó sobre mí unamirada interrogativa -. ¿Es que no le jurasteentonces que habías quemado la carta de Kraft?

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-Tatiana Pavlovna, se to repito, no me ator-mente - continué a mi vez, sin responder a supregunta porque yo estaba fuera de mí -, pongausted atención, Tatiana Pavlovna: a causa de loque usted me oculta puede suceder todavíaalgo peor... ¡Ayer él estaba en plena resurrec-ción!

-¡Vete al diablo, farsante! Tú estás enamorado,tú también, como un pierrot. ¡El padre y el hijo,enamorados de una misma persona! ¡Uf, quéasquerosos!

Desapareció, haciendo retemblar la puerta deindignación. Furioso por el cinismo desvergon-zado, impúdico, de sus últimas palabras, esecinismo del que sólo puede ser capaz una mu-jer, me marché profundamente ofendido. Perono contaré mis turbadas impresiones: he dadopalabra de eso; no contaré más que los hechos,que, ahora, darán la clave de todo. Na-turalmente, fui otra vez en un salto a casa de ély otra vez me enteré por la nodriza de que nohabía vuelto.

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-¿Y no volverá?-¡Dios lo sabe!

III¡Los hechos, los hechos...! Pero, ¿es que el lec-

tor comprende algo de esto? Me acuerdo dehasta qué punto, yo mismo, estaba entoncesaplastado por aquellos mismos hechos, que nollegaba a comprender, tanto, que al final de lajornada la cabeza me daba vueltas, literalmente.Por eso, en dos o tres palabras, anticiparé losacontecimientos.

He aquí en qué eonsistían todos mis torme-mos: si la víspera él había resucitado y habíadejado de amarla, en ese caso, ¿dónde debía élde estar hoy? Respuesta: ante todo, en mi casa,a verme a mí, a quien había abrazado la víspe-ra, a inmediatamente a continuación en casa demamá, cuyo retrato había besado. Pues bien, enlugar de esas dos visitas lógicas, resultaba quehabía salido de casa «con el día» y había des-

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aparecido no se sabía dónde, y Daria Onissi-movna opinaba que sin duda no volvería. Haymás: Lisa hablaba del desenlace de una «eternahistoria», aseguraba que mamá tenía ciertosinformes sobre él, más recientes todavía;además se sabía lo de la carta de Catalina Nico-laievna (yo lo había notado), y a pesar de todono se creía en su «resurrección a una nuevavida», aunque me hubiesen escuchado atenta-mente. Mamá estaba destrozada, y Tatiana Pav-lovna sonreía pérfidamente ante aquella pala-bra de «resurrección». Pero entonces, ¡entoncesera que durante la noche había tenido otra re-volución, una nueva crisis, y eso después de suentusiasmo de ayer, de su enternecimiento, desu emoción! Así, pues, toda esa « resurrección»había estallado como una pompa de jabón. Y talvez ahora estaba dominado por la misma rabiaque había tenido después de la noticia de Bio-ring. Entonces, ¿qui iba a ser de mamá, de mí,de nosotros todos y... qué iba a ser en fin deella? ¿De qué «saco» hablaba Tatiana al enviar-

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me a casa de Ana Andreievna? ¿Era entoncesallí donde se encontraba ese «saco», en casa deAna Andreievna? ¿Y por qué en casa de AnaAndreievna? Desde luego corrí a casa de AnaAndreievna. Había sido aposta, por despecho,por lo que dije que no iría; ahora corrí allá. Pe-ro, ¿qué es lo que dijo Tatiana del «documen-to»? ¿No fue él quien me dijo ayer: « Quema eldocumento,»?

Tales eran mis pensamientos. He ahí lo queme ahogaba. Pero sobre todo yo tenía necesidadde él. Con él, lo habría resuelto todo en un abriry cerrar de ojos, lo presentía; nos habríamoscomprendido con medias palabras. Yo le habríacogido las manos, se las habría apretado; habríaencontrado en mi corazón palabras calurosas,pensaba yo a pesar de mí mismo. ¡Habría triun-fado de su locura...! Pero, ¿dónde estaba él?¿Dónde estaba? ¡No me faltaba más, en momen-to semejante, que encontrarme con Lambert,hallándome yo tan acalorado! Me faltaban unospasos para llegar a la casa cuando, de repente,

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tropecé con Lambert. Lanzó gritos de alegría alverme y me cogió por la mano.

--Es la tercera vez que he estado en tu casa.:.enfin! Vamos a almorzar.

- -¡Espera! ¿Vienes de mi casa? ¿No está allíAndrés Petrovitch?

-No, no hay nadie. ¡Déjalos a todos! ¡Imbécil,ayer te enfadaste; estabas borracho, y tengo quehablarte seriamente; hoy me he enterado denoticias excelentes relativas a lo que decíamosayer. . . !

-Lambert - lo interrumpi, jadeante y apresu-rado, declamando ligeramente sin proponérme-lo -, si me he parado, es únicamente para acabarcontigo de una vez para siempre. Te lo dijeayer, pero te obstinas en no comprender. Lam-bert, eres un niño y bruto como un francés, Tesigues figurando que estás en casa de Tuchardy que yo soy tan tonto como en casa de Tu-chard... Pero no soy tan tonto como en casa deTuchard... Ayer yo estaba borracho, no de vino,

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sino porque ya estaba excitado; si aprobé lo quetú me decías, lo hice fingiendo, para saber cuá-les eran tus pensamientos. Te engañaba, y tú tealegraste y me creíste y continuaste charlando.Entérate, casarme con ella es una tontería en laque no podría creer ni siquiera un alumno depreparatorio. ¿Cómo es posible figurarse quehaya creído yo? Sin embargo tú te lo has figu-rado. Y es que no se te recibe en la buena socie-dad y no sabes lo que pasa allí. En su ambiente,en el gran mundo, las cosas no ocurren con tan-ta facilidad. No es tan sencillo como tú crees elque ella decida de pronto casarse conmigo...Ahora te diré claramente qué es lo que tú quie-res: quieres atraerme para hacerme beber, paraque entregue el documento y participe contigoen alguna canallada contra Catalina Nicolaiev-na. Pues bien, te equivocas, no iré jamás a tucasa, y convéncete además de que mañanamismo o a lo más tardar pasado mañana, esepapel estará en manos de ella, porque ese do-cumento le pertenece, por. que es ella quien lo

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escribió, y se lo devolveré personalmente, y siquieres saber cómo, pues bien, entérate de quese lo devolveré por conducto y en casa de Ta-tiana Pavlovna y no le reclamaré nada a cam-bio... Y ahora, ¡lárgate! De lo contrario, de locontrario, Lambert, me mostraré menos educa-do.

Terminado eso, me sacudió un gran temblor.La peor cosa, la costumbre más mala, una cos-tumbre que perjudica a cualquier hombre y encualquier circunstancia, es la de conducirse conafectación. ¿Qué diablo me impulsó a acalorar-me ante él hasta el punto de contarle, al acabarmi discurso y recalcando con complacencia laspalabras y elevando la voz más y más, ese deta-lle completamente superfluo de que entregaríael documento a Catalina Nicolajevna por con-ducto de Tatiana Pavlovna y en casa de estamisma? Era un brusco deseo que había tenidode dejarlo abrumado de estupor. Cuando hablétan crudamente del documento y me di cuentaen seguida de su estúpido espanto, me dieron

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ganas de aplastarlo todavía más con la preci-sión de los detalles. Pues bien, esa charla vani-dosa de comadre fue luego causa de desgraciashorribles, porque ese detalle concerniente aTatiana Pavlovna y a su alojamiento se grabóinmediatamente en su espíritu de pillo y dehombre práctico en pequeños negocios; en losgrandes y serios, era nulo y no comprendía na-da, pero para esos detalles tenía siempre buenolfato. Si yo no hubiese mencionado a TatianaPavlovna, muchas desgracias no habrían ocu-rrido. Sin embargo, después de haberme escu-chado, al principio se mostró totalmente atur-dido.

-Escucha - farfulló ---, Alphonsine.. . Alphon-sine cantará... Alphonsine ha estado en casa deella; escucha, tengo una carta, casi una carta, enla que Akhmakova habla de ti; me la há procu-rado el picado de viruelas, tú te acuerdas de él.Ya verás, ya verás, vamos allá.

--Estás mintiendo, enséñame la carta.

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-Está en casa, la tiene Alphonsine, vamos allá.Naturalmente, en su miedo a que me escapa-

se de él, mentía, deliraba; pero lo abandoné derepente en medio de la calle, y, como parecieradispuesto a seguirme, me detuve y lo amenacécon el puño. Tuvo un momento de vacilaciónque me permitió escabullirme: quizá un nuevoplan germinaba ya en su cabeza. Pero para míno habían acabado las sorpresas y los encuen-tros. Cuando me acuerdo de aquel día de des-gracias, me parece siempre que esas sorpresas yesos encuentros imaginados se dieron cita paraderramarse sobre mí desde no sé qué malditocuerno de la abundancia. Apenas había abiertola puerta de mi alojamiento cuando me tropecé,en la antecámara, con un joven de alta estatura,de rostro ovalado y pálido, de aire importante y«distinguido», vestido con una maravillosa pe-lliza. Tenía lentes; pero, en cuanto me divisó, selos quitó (sin duda por cortesía) y, levantandocortésmente con la mano su sombrero de copa,pero sin detenerse, me dijo con una sonrisa de-

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licada: «Ah!, bonsoir!» Luego llegó a la escalera.Nos habíamos reconocido inmediatamente,aunque yo no lo hubiera visto más que una vez,de pasada, en Moscú. Era el hermano de AnaAndreievna, el chambelán, el joven Versilov,hijo de Versilov, y por consiguiente casi herma-no mío. Iba acompañado por la casera (el mari-do de ésta aún no había vuelto de la oficina).Una vez él se hubo marchado, me lancé sobreella:

-¿Qué hacía ése aquí? ¿Estaba en mi habita-ción?

-No, no, en su habitación no. Es a mí a quienha venido a verme - cortó ella rápida y seca-mente, y me volvió la espalda.

-¡No, esto no se quedará así! - exclamé -. Hagael favor de responderme: ¿qué ha venido ahacer aquí?

-¡Ah, Dios mío!, ¿es que va a haber que con-tarle a usted por qué viene aquí gente? Creoque también nosotros podemos tener nuestros

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asuntos. Ese joven quizá ha venido para pedir-me prestado dinero, para pedirme una direc-ción. Quizá yo se lo había prometido la últimavez...

-¿Cómo la última vez?-¡Ah, Dios mío!, ¡pues no es la primera vez

que viene!La mujer se alejó. Yo había cornprendido que

en la casa estaba cambiando el tono: se poníanahora a decirme groserías, ¡Otro secreto más!Los secretos se acumulaban a cada paso, a cadahora. La primera vez, el joven Versilov habíavenido con su hermana, Ana Andreievna,mientras que yo estaba enfermo; me acordabade aquello muy bien, como asi mismo de queAna Andreievna había dejado escapar la víspe-ra una frasecita asombrosa: que tal vez el viejopríncipe se quedaría en mi casa... Pero todoaquello era tan confuso y tan anormal, que yono podía comprender casi nada. Me di unapalmada en la frente y, sin sentarme siquiera

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para descansar, corrí a casa de Ana Andreievna;no estaba en su casa, pero el portero me dijoque había salido para Tsarskoie; no volveríahasta el día siguiente, poco más o menos a lamisma hora,

¡A Tsarskoie! ¡Seguramente a casa del viejopríncipe, y su hermano inspecciona mi aloja-miento! ¡No, es imposible!

Rechiné los dientes: ¡y si en efecto hay en esouna amenaza, defenderé a «la pobre mujer»!

Desde la casa de Ana Andreievna no volví ala mía, porque de repente en mi inflamado ce-rebro surgió el recuerdo de la taberna dondeAndrés Petrovitch tenía la costumbre de re-fugiarse en sus horas de tristeza. Muy contentopor aquella idea, corrí allí inmediatamente; eranya más de las tres de la tarde y el sol declinaba.En el traktir me dijeron que había venido: «Sequedó un momento y luego se marchó. Quizávuelva.» Decidí de pronto, con toda mi energía,

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que lo esperaría, y pedí que me sirvieran decomer; por lo menos había una esperanza.

Comí, comí incluso más de la cuenta, para te-ner derecho a quedarme el mayor tiempo posi-ble, y creo que permanecí más de cuatro horas.No describo mi pena y mi impaciencia febril.Todo en mí estaba sacudido y temblaba. Aquelorganillo, aquellos bebedores, todo aquel fasti-dio se imprimieron en mi alma, quizá para todala vida. No describo tampoco los pensamientosque se elevaban en mi cabeza como una nubede hojas secas, en otoño, después de unhuracán; era verdaderamente algo por ese estiloy, lo confieso, sentía por momentos que larazón me abandonaba.

Pero lo que me atormentaba hasta el sufri-miento (dejando, naturalmente, a un lado elsufrimiento principal) era una impresión tenaz,venenosa, tenaz como una mosca de otoño, enla que no se piensa, pero que gira alrededor deuno, lo molesta y de pronto le pica dolorosa-mente. No era más que un recuerdo, un aconte-

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cimiento del que no he hablado todavía a nadiede este mundo. He aquí de to que se trata, por-que, de todas formas, es preciso que to cuenteen alguna parte.

IVEn el momento en que, en Moscú, había que-

dado decidido que me trasladara a Petersburgo,se me hizo saber por Nicolás Semenovitch quetenía que esperar el dinero que me sería envia-do para el viaje. No me preocupé en saber dequién procedería ese dinero; yo sabía que era deVersilov, y como en aquella época, noche y día,yo soñaba, con fuertes latidos del corazón y conplanes ambiciosos, en mi encuentro con Versi-lov, dejé completamente de hablar de eso enalta voz, incluso con María Ivanovna. Recuerdopor otra parte que yo tenía también mi dineropara el viaje; pero decidí, a pesar de todo, espe-rar: yo suponía que el dinero vendría por co-rreo.

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Ahora bien, un buen día, Nicolás Semeno-vitch, al entrar en casa, me declaró (brevemen-te, según su costumbre, y sin insistir) que debíair al día siguiente a la Miasnitskaia, a las oncede la mañana, a la casa y apartamiento delpríncipe V-ski, y que allí el chambelán Versilov,hijo de Andrés Petrovitch, venido de Peters-burgo y alojado en casa de su camarada de Ins-tituto el príncipe V-ski, me entregaría la sumaenviada para el viaje. La cosa parecía muy sen-cilla: Andrés Petrovitch muy bien había podidohacerle ese encargo a su hijo, en lugar de enviarel dinero por correo; sin embargo, esa noticiame ahogó y me espantó de manera poco natu-ral. No cabía ninguna duda de que Versilovquería hacer que yo entablara conocímiento consu hijo, mi hermano; de esa forma se dibujabanlas intenciones y los sentimientos del hombrecon el que yo soñaba. Pero se planteaba unapregunta colosal: ¿cómo iba yo a comportarmey cómo debería hacerlo, en aquel encuentro

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totalmente inesperado, y cómo mi dignidad ibaa salir parada?

Al día siguiente, a las once en punto, me pre-senté en casa del príncipe V-ski,. un aparta-miento de soltero, pero, por lo que me pareció,lujosamente amueblado, con criados de librea.Me detuve en la antecámara. Del interior llega-ban rumores de conversación animada y risas:además del chambelán, el príncipe debía detener otros invitados. Me hice anunciar, y sinduda en términos bastante orgullosos: por lomenos, al retirarse, el criado me miró de unamanera extraña a incluso, por lo que me pare-ció, menos respetuosamente de lo que habríaconvenido. Con gran asombro por mi parte,permaneció bastante tiempo ausente, cerca decinco minutos, y durante aquel rato se seguíanoyendo siempre las mismas risas y los mismosecos de conversación.

Naturalmente, yo esperaba de pie, sabiendomuy bien que, al ser «un señor como es debi-do», resultaba indecoroso, imposible, sentarme

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en la antecámara, donde se reunían los criados.Por otra parte, yo no quería a ningún precio,por mi propia autoridad y sin invitación parti-cular, poner el pie en el salón, por orgullo; pororgullo refinado, es posible, pero tenía que serasí. Me asombró ver que los criados que queda-ban (dos) se permitieron sentarse en presenciamía. Me volví para no notarlo y sin embargome puse a temblar con todo el cuerpo. De re-pente, dando media vuelta y dirigiendome auno de los criados, le ordené que fuera «inme-diatamente» a anunciarme una vez más. A pe-sar de mi mirada severa y de mi extremadaexcitación, el criado me miró perezosamente sinlevantarse, y fue el otro quien respondió por él:

-Ya han ido, no se preocupe.Resolví seguir esperando un minuto solamen-

te o incluso, si era posible, menos de un minuto,y luego, marcharme. Yo estaba vestido muy co-rrectamente: mi traje y mi abrigo eran nuevos,mi ropa blanca, absolutamente impecable, Mar-ía Ivanovna se había preocupado especialmente

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de todo para aquella ocasión. Pero, en lo que serefiere a los criados, me enteré de buena fuente,mucho después y ya en Petersburgo, que hab-ían sido informados la víspera, por un criadovenido con Versilov, que iba a llegar « un fula-no, hermano natural y estudiante». Ahora lo séa ciencia cierta.

El minuto transcurrió. Esa sensación singularque se experimenta cuando uno quiere decidir-se y no llega a hacerlo: « ¿marcharse o no, irse ono? », yo la sentía a cada segundo casi estreme-ciéndome; de repente apareció el criado quehabía ido a anunciarme. Traía en la mano, entrelos dedos, cuatro billetes rojos, cuarenta rublos.

-Tenga, haga el favor de recoger estos cuaren-ta rublos.

Me puse a hervir. ¡Qué injuria! Toda la nocheprecedente yo había soñado en aquel encuentroorganizado por Versilov entre los dos herma-nos; toda la noche me había preguntado febril-mente cómo iba a comportarme para no dejar-

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me enpequeñecer, no dejar empequeñecer todoel ciclo de ideas que me había forjado en miaislamiento y de las que podia estar orgullosoen no importa qué ambiente. Pensaba hasta quépunto yo me mostraría noble, orgulloso, y tristequizá, incluso en el ambiente del príncipe V-ski,cómo sería de esa manera introducido directa-mente en aquel mundo. ¡Oh! ¡No silencio nada:así es como hay que registrar el hecho, en susmenores detalles! ¡Y bruscamente, esos cuaren-ta rublos, enviados por ün criado, en la ante-cámara, después de diez minutos de espera, ydirectamente de la mano, de los dedos del cria-do, y no sobre una bandeja o en un sobre!

Grité con tanta fuerza tras el criado, que éstetembló y retrocedió; le ordené inmediatamenteque se llevase su dinero:. « ¡Que me lo traiga supropio dueño! » En una palabra, mi exigenciaresultaba, como es lógico, incoherente y desdeluego incomprensible para el criado. Sin em-bargo, grité con tanta fuerza, que él volvió paraallá. Además, mis gritos fueron oídos desde el

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salón, y las conversaciones y las risas cesaroninmediatamente.

Casi al instante oí pasos, importantes, mesu-rados, afelpados, y la alta estatura de un jovenguapo y altivo (me parecíó entonces todavíamás pálido y más esbelto que luego, en el se-gundo encuentro) se mostró en el umbral, omás bien se detuvo algunos centímetros antesde llegar al umbral. Llevaba un maravillosobatín de seda roja y pantuflas y unos lentes. Sindecir palabra, dirigió sus lentes hacia mí y sepuso a examinarme. Como una bestia feroz, diun paso hacia él y me planté en una actitud. dedesafío, mirándolo fijamente. Pero no me exa-minó así más que un instante, no más de diezsegundos; de repente una burla imperceptiblese esbozó en sus labios, y sin embargo infinita-mente ofensiva, ofensiva precisamente porqueera casi imperceptible; dio media vuelta en si-lencio y regresó al salón, sin apresurarse lo másmínimo, tan d:ulce y regularmente como habíavenido. ¡Oh!, estos insolentes aprenden desde

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su infancia, en el seno de su familia, de sus ma-dres, a ofender a los demás. Naturalmente,perdí mi presencia de espíritu... ¡Oh, si no lahubiese perdido!

Casi en el mismo instante, el mismo criadovolvió con los mismos billetes en las manos:

-Haga usted el favor de aceptar. Es un envíode Petersburgo. No se le puede recibir: «En otromomento, quizá, cuando el señor esté más des-ocupado.»

Comprendí que estas últimas palabras lashabía agregado por su cuenta. Pero mi turba-ción era cada vez mayor; cogí el dinero y medirigí hacia la puerta; fue por turbáción por loque lo cogí, puesto que era preciso rechazarlo;pero el criado, deseando naturalmente ofen-derme, se permitió una verdadera salida delacayo: bruscamente, abrió delante de mí lapuerta de par en par y, teniéndola muy abierta,pronunció gravemente y recalcando las pala-bras, cuando pasé delante de él:

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-Si hace usted el favor...-¡Bribón! - grité levantando el brazo, pero sin

dejárselo caer encima -, y tu dueño otro tanto.Díselo inmediatamente - añadí, dirigiéndomerápidamente hacia la escalera.

-¡No tiene usted derecho! Si se lo contase todoinmediatamente al señor, el señor podría hacer-le conducir ahora mismo a la comisaría con unanota suya. En cuanto a amenazarme, no tieneusted derecho...

Bajé la escalera. La escalera era lujósa, al des-cubierto, y desde arriba se me podía ver decuerpo entero mientras bajaba sobre la alfom-bra roja. Los tres criados salieron y se colocaronen lo alto de la rampa. Naturalmente, decidíguardar silencio: ¿cómo disputar con criados?Llegué abajo sin apresurar el paso y, creo, másbien retrasándolo.

¡Oh!, quizás hay filósofos (¡mal rayo los par-ta!) que dirán que éstas son tonterías, irritaciónde mocoso; sea, pero para mí era y es una heri-

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da, una herida que todavía no está cicatrizada,ni siquiera en el momento presente en que es-cribo y cuando todo esté ya concluido a inclusovengado. ¡Oh! ¡Lo juro, lo juro! No soy rencoro-so ni vengativo. Sin duda, siempre tengo dese-os, hasta un grado doloroso, de vengarmecuando se me ofende, pero, lo juro, es solamen-te por generosidad. Devolver la ofensa con ge-nerosidad pero de forma que el otro lo vea, locomprenda, y heme así vengado. A este respec-to, añadiré que no soy vengativo, pero sí renco-roso, aunque generoso: ¿pasa lo mismo en losdemás? El caso es que, en aquella época, yohabía ido allí con sentimientos generosos, quizáridículos, sea, pero vale más ser ridículo ymagnánimo que no ser ridículo siendo bajo,vulgar y mediocre. De aquel ercuentro con mi «hermano» no le hablé a nadie, ni siquiera aMaría Ivanovna, ni siquiera a Lisa en Peters-burgo; ese encuentro equivalía a una bofetadarecibida vergonzosamente. Y he aquí que depronto me tropezaba con aquel caballero en el

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momento en que él menos me esperaba. Mesonríe, se quita el sombrero y me dice de im-proviso amistosamente: «Bonsoir». Natu-ralmente, había motivos para estar pensativo...Pero el caso era que la herida había vuelto aabrirse.

VDespués de más de cuatro horas pasadas en el

traktir, me levanté de pronto aprisa y corriendo,como presa de un ataque, naturalmente para ira casa de Versilov, y naturalmente no lo en-contré allí: no había vuelto en absoluto; la no-driza estaba preocupada y me rogó al puntoque mandase a llamar a Daria Onissimovna;¡bueno estaba yo para pensar en eso! Corrítambién a casa de mamá, pero no entré, y llaméa Lukeria al vestíbulo; ella me dijo que él noestaba allí y que tampoco Lisa había vuelto. Vique Lukeria habría querido también hacermeuna pregunta y quizás igualmente darme un

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encargo; pero, ¡bueno estaba yo para pensar eneso! Quedaba una última esperanza: la de si élhabría ido a mi casa. Pero yo ya no lo creía así.

He advertido ya que poco más o menos habíaperdido la razón. Ahora bien, he aquí que deimproviso me encuentro en mi habitación aAlphonsine y a mi casero. Cierto es que salían,y Pedro Hippolitovitch llevaba una vela en lamano.

-¿Qué significa esto? - le grité casi absurda-mente al casero -. ¿Cómo se ha atrevido usted aintroducir a esa criatura en mi habitación?

-Tiens! - exclamó Alphonsine -. Et les amis?-¡Fuera de aquí! - bramé.-Mais c'est un ours! - y corrió por el pasillo con

aire asustado, luego desapareció en un abrir ycerrar de ojos en la habitación de la casera.

Pedro Hippolitovitch, con la vela todavía enla mano, se aproximó a mí con semblante seve-ro:

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-Permítame hacerle observar, Arcadio Maka-rovitch, que se acalora usted demasiado. Pormucho que lo respetemos, la señorita Alphon-sine no es una criatura, ni muchísimo menos.Está de visita no en casa de usted, sino en casade mi mujer. Se conocen desde hace ya algúntiempo.

-¿Y cómo se ha permitido usted introducirlaen mi habitación? - repetí llevándome las ma-nos a la cabeza, que, casi de pronto, había em-pezado a dolerme de una manera horrible.

-Pues por casualidad. Entré para cerrar laventana, que había abierto para airear el cuarto,y como proseguíamos con Alphonsine Carlov-na nuestra cónversación anterior, ella entróhablando en el cuarto de usted, únicamentepara acompañarme.

-Es falso. Alphonsine es una espía, Lambert esun espía. Tal vez usted también es otro. Y Alp-honsine ha entrado en mi habitación para robaralgo.

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-Como a usted le plazca. Hoy dice usted unacosa, mañana otra. Pero he alquilado mis habi-taciones por algún tiempo, y mi mujer y yo nostrasladaremos al despacho; de forma que Alp-honsine Carlovna es ahora inquilina aquí, almenos con los mismos derechos que usted.

-¿Es a Lambert a quien ha alquilado usted lashabitaciones? - grité espantado.

-No, no a Lambert - sonrió con su larga sonri-sa, en la que se leía por demás una cierta firme-za substituyendo al embarazo de por la mañana-, y supongo que usted mismo sabe a quién.Solámente que finge no saberlo nada más quepara divertirse, y por eso es por to que se mo-lesta usted. ¡Buenas noches!

-¡Sí, sí, déjeme, déjeme tranquilo!E hice un ademán, llorando casi, de forma

que me miró asombrado; sin embargo, salió. Leeché el cerrojo a la puerta y me tendí en la ca-ma, la cabeza en la almohada. He aquí cómotranscurrió para mí esta primera y terrible jor-

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nada, en las tres últimas jornadas fatales queterminan mis memorias.

CAPÍTULO XI

Pero, una vez más, anticiparé los aconteci-mientos: juzgo necesario dar ahora al lectoralgunas aclaraciones, porque se han mezcladoen el curso lógico de esta historia tantos inci-dentes fortuitos, que, sin explicaciones previas,sería imposible saber a qué atenerse. Se tratabade aquel «saco» del que había hablado TatianaPavlovna. Consistía en que Ana Andreievna sehabía arriesgado, por fin, a dar el paso másosado que hubiera sido posible imaginarse ensu situación. ¡He ahí verdaderamente un carác-ter! Aunque el viejo príncipe, bajo pretexto desu delicada salud, hubiese sido confinado enTsarskoie-Selo, de forma que la noticia de suproyectado casamiento con Ana Andreievna nohabía podido propagarse por el gran mundo y

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había sido de momento, por así decirlo, ahoga-da en germen, el débil anciano, del que se pod-ía concebir todo, no habría consentido jamás,por nada en el mundo, en abandonar su idea yen traicionar a Ana Andreievna, que le habíapedido que se casara con ella. En este aspectoera un caballero; tarde o temprano, podría le-vantarse de repente y poner en ejecución suproyecto con una energía indomable, cosa quesucede tan a menudo, precisamente en los ca-racteres débiles, porque hay un límite más alládel cual no conviene empujarlos. Además sedaba cuenta perfectamente de la situación deli-cada de Ana Andreievna, a la que respetabainfinitamente, así como de la posibilidad derumores, burlas y comentarios de mal gusto acuenta de ella. La que lo calmaba y lo deteníade momento, era únicamente que Catalina Ni-colaievna no se había permitido nunca, ni conpalabras, ni por alusiones, emitir en su presen-cia una opinion molesta sobre Ana Andreievna,ni manifestar nada contra su intención de ca-

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sarse con ella. Por el contrario, testimoniabauna alegría extrema, una extremada atenciónhacia la novia de su padre. Ana Andreievna aehallaba por tanto en una situación extremada-mente delicada, comprendiendo muy bien, consu olfato de mujer, que si arriesgaba el menorataque contra Catalina Nicolaievna, ante la cualel príncipe estaba también en adoración, hoyincluso más que nunca, y justamente porqueella le había permitido tan generosa y respetuo-samente pensar en casarse, ofendería sus sen-timientos más delicados y despertaría en él unagran descon. fianza respecto a ella a incluso talvez indignación. Era, pues, en ese campo dondese desarrollaba de momento la batalla: las dosrivales parecían competir entre ellas en delica-deza y paciencia, y el príncipe, en definitiva, nosabía cuál de las dos era más admirable. Segúnla costumbre de todos los hombres débiles, pe-ro de corazón tierno, acabó por sufrir y por acu-sarse a sí mismo de todo. Su melancolía, se di-ce, llegó hasta la enfermedad; sus nervios se

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vinieron abajo, y, en lugar de dirigirse a Tsars-koie, estuvo, se aseguraba, a punto de meterseen cama.

Anotaré aquí entre paréntesis una cosa de laque no me he enterado sino mucho tiempo des-pués: Bioring le había propuesto con enterafranqueza a Catalina Nicolaievna trasladar alanciano al extranjero, preparándolo para esocon cualquier ardid, haciendo correr secreta-mente por el gran mundo el rumor de que hab-ía perdido totalmente la razón; tras de lo cual,en el extranjero, sería fácil obtener un certifica-do de los médicos. Pero eso era lo que CatalinaNicolaievna no habría aceptado por nada en elmundo; por lo menos así se afirmaba más tarde.Habría rechazado, pues, ese proyecto con in-dignación. Todo esto no es más que un rumormuy vago, pero yo creo en él.

Ahora bien, estando el asunto, por decirlo así,parado en un callejón sin salida, he aquí queAna Andreievna se entera por Lambert de queexiste una carta en la que la hija consulta a un

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jurista sobre el medio de hacer declarar loco asu padre. Su espíritu orgulloso y vengativo sevio excitado hasta el último extremo. Recor-dando sus precedentes conversaciones conmigoy relacionando una multitud de circunstanciasínfimas, no pudo dudar de la exactitud de lanoticia. Entonces, en aquel corazón de mujerfirme a inflexible, maduró irresistiblemente unplan de ataque. Consistía en revelar bruscamen-te al príncipe, sin rodeos ni circunloquios deninguna clase, toda la historia, asustarlo, sacu-dirlo, mostrarle que el manicomio lo aguardabafatalmente y, en el momento en que se mostraseterco, se indignara, se negase a creer, enseñarlela carta de su hija: «Esta intención de declararloa usted loco ha existido ya: por tanto, hoy, paraimpedirle que se case, con mucha más razón.»En seguida, coger al anciano asustado, destro-zado, y trasladarlo a Petersburgo, directamente ami casa.

Era un riesgo terrible, pero ella contaba fir-memente con su poder. Diré aquí, apartándome

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un instante de mi tema, y anticipando mucholos acontecimientos, que ella no se equivocabasobre el efecto del golpe; al contrario, sobrepasóen mucho a sus esperanzas. La noticia de aque-lla carta obró sobre el viejo príncipe mucho másfuertemente de lo que Ana Andreievna y todosnosotros suponíamos. Yo no había sabidojamás, hasta entonces, que el príncipe sabía yaalgo de aquella carta; pero, según la costumbrede todos los hombres débiles y tímidos, no hab-ía creído en aquel rumor y se había defendidocontra él con todas sus fuerzas, para conservarsu tranquilidad; aún más, se acusaba a sí mis-mo de ingratitud y de ligereza. Añadiré tam-bién que el hecho de la existencia de la cartaobró igualmente sobre Catalina Nicolaievnacon muchísima más fuerza de lo que yo meimaginaba entonces. En una palabra, aquel pa-pel resultó ser muchísimo más importante de loque suponía yo, yo que lo llevaba en el bolsillo.Pero estoy anticipando demasiado.

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Pero, se preguntará, ¿para qué trasladarlo ami casa? ¿Para qué transportar al príncipe anuestros miserables cuartitos y asustarlo tal vezcon aquel cuadro miserable? Si ir a su casa eraimposible (porque allí se podía impedir de gol-pe toda la empresa), ¿por qué no darle un alo-jamiento «rico», como proponía Lambert? Peroen eso consistía todo el riesgo del paso extraor-dinario dado por Ana Andreievna.

Lo esencial era, inmediatamente después dela llegada del príncipe, presentarle el documen-to; pero yo no quería entregarlo por nada en elmundo. Como no había tiempo que perder,Ana Andreievna, contando siempre con su po-der, se decidió a emprender la cosa sin docu-mento, pero conduciendo al príncipe directa-mente a mi casa, ¿y para qué? Justamente pri-mero para comprometerme y, como dice elrefrán, para matar dos pájaros de un tiro. Ellacalculaba obrar también sobre mí por medio delchoque, la sacudida, la sorpresa. Reflexionabaque, viendo en mi casa al anciano, viendo su

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espanto, su angustia, y escuchando sus comu-nes súplicas, yo me rendiría y presentaría eldocumento. Lo confieso, el cálculo era hábil einteligente, muy psicológico, y casi estuvo apunto de dar resultado. En cuanto al anciano,Ana Andreievna lo arrastró, lo obligó a creerlapor su palabra, declarándole con toda franque-za que lo conducía a mi casa. Todo esto lo hesabido más tarde. La mera noticia de que eldocumento estaba en mi casa destruyó en elcorazón tímido del anciano sus últimas dudassobre la realidad del hecho: ¡tanto me quería yme respetaba él!

Haré constar además que Ana Andreievnapor su parte no dudó un solo instante que eldocumento estuviese todavía en mi poder ynunca temió que lo hubiese soltado. Sobre todo,élla comprendía mal mi carácter, contaba cíni-camente con mi inocencia, con mi simplicidad,a incluso con mi sensibilidad; por otra parte,ella estimaba que, incluso si yo me decidía aentregarle la carta a Catalina Nikolaievna por

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ejemplo, sería necesariamente en ciertas cir-cunstancias especiales: esas círcunstancias ellaquería apresurarse a impedirlas, impedirlas porla sorpresa, por el ataque inopinado, por elchoque.

En fin, estaba informada de todo eso porLambert. Ya he dicho que la situación de Lam-bert era en aquel momento extremadamentecrítica: él, el traidor, quería con todas sus fuer-zas apartarme de Ana Andreievna, para que, deacuerdo con él, yo le vendiese el documento aAkhmakova, cosa que él encontraba más venta-joso. -Pero como por nada en él mundo yo con-sentía en entregar el documento hasta el últimominuto, resolvió, en el peor de los casos, ayudarincluso a Ana Andreievna, para no perder todobeneficio, y por esa razón se empeñaba en ofre-cerle sus servicios, hasta el último momento, ysé que propuso incluso buscarle, si se daba elcaso, un sacerdote... Pero Ana Andreievna lerogó, con una sonrisa despreciativa, que se ca-llara. Lambert le parecía horriblemente grosero

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y no suscitaba en ella más que una profundarepugnancia; por prudencia. aceptó sin embar-go sus servicios, que consistían por ejemplo enespionaje. A propósito de esto, ignoro hasta hoysi habían comprado a Pedro Hippolitovitch, micasero, o no, y si él había recibido algo de ellospor sus servicios, o bien si había entrado senci-llamente en su sociedad por afición a la intriga;lo único que sé es que también él me espiaba, yen cuanto a su mujer, lo sé a ciencia cierta.

El lector comprenderá ahora que, aun estandoadvertido en parte, yo no podía sin embargoadivinar que al día siguiente o al otro me en-contraría al viejo príncipe en mi casa. Yo nohabría podido nunca suponer semejante auda-cia por parte de Ana Andreievna. En palabras,se podía decir todo lo que se quería, hacer alu-sión a no importa qué; pero decidirse, em-prender y realizar... ¡no, lo digo yo, eso es tenercarácter!

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IIContinúo.Me desperté por la mañana bastante tarde.

Había tenido un sueño extraordinariamentepesado y sin pesadillas, me acuerdo de eso conasombro, de forma que, nada más despertar,me sentí de nuevo con una extraordinaria va-lentía moral, como si la jornada de la víspera nohubiera existido. Decidí no ir a casa de mamá yencaminarme directamente a la capilla del ce-menterio. Después de la ceremonia iría a casade mamá para no abandonarla en todo el día.Estaba firmemente convencido de que lo vol-vería a encontrar, en todo caso, en casa demamá, tarde o temprano a lo largo del día, peroque lo encontraría.

Ni Alphonsine ni el casero estaban tampocodesde hacía largo rato. Yo no quería preguntar-le nada a la casera, y había decidido en general

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terminar todas las relaciones con ellos e inclusoabandonar la casa lo antes posible; por eso, encuanto me trajeron el café, volví a encerrarme.Pero inmediatamente llamaron a mi puerta; measombré: era Trichatov.

Le abrí, inmediatamente y, contento, le roguéque entrase. Pero se negó.

-No tengo que decirle más que dos palabras,desde el umbral... O quizá será mejor que entre;creo que aquí habrá que hablarse al oído; sóloque no me sentaré. Está usted mirando mi as-queroso abrigo: Lambert me ha retirado la pe-lliza.

En efecto, tenía un abrigo viejo, en mal estadoy demasiado largo para su estatura. Estaba allí,plantado delante de mí, preocupado y sombrío,con las manos en los bolsillos y sin quitarse elsombrero.

-No me sentaré, no me sentaré. Escuche, Dol-goruki, no sé ningún detalle, pero sé que Lam-bert maquina contra usted alguna traición,

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rápida a inevitable, lo sé a ciencia cierta. Así,pues, manténgase en guardia. Es el picado deviruelas quien se ha ido de la lengua. ¿Seacuerda usted del picado de viruelas? Pero nome ha dicho de qué se trata, de forma que nopuedo decide más. He venido solamente paraavisarle. ¡Hasta la vista!

-¡Pero siéntese usted, mi querido Trichatov!Aunque yo también tengo mucha prisa, mealegro mucho de verle... -exclamé.

-No, no me sentaré. Pero me acordaré de queusted me ha recibido muy bien. Sí, Dolgoruki,¿de qué sirve engañar a los demás?: conscien-temente, con pleno consentimiento, he consen-tido toda clase de porquerías, ignominias talesque a mí mismo me da vergüenza de nombrar-las en casa de usted. Todavía ahora, en casa delpicado de viruelas... ¡Adiós! No merezco sen-tarme en casa de usted.

-Deje usted, Trichatov, querido amigo...

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-No, mire usted, Dolgoruki, me avergüenzodelante de todo el mundo y voy a tomar parteen una juerga. Bien pronto tendré una pellizamucho más bonita y me pasearé en calesa. Perosabré a pesar de todo, para mí, que no me hesentado en casa de usted porque no me he juz-gado digno de eso; porque, delante de usted,soy bajo. De todos modos, me alegrará acor-darme de eso cuando esté en plena orgía. ¡Bue-no, adiós, adiós! Tampoco le doy la mano. Lamisma Alphonsine no acepta darme la mano. Y,se lo ruego, no corra detrás de mí ni venga averme. Tenemos nuestro convenio.

El singular muchacho dio media vuelta y sefue. Yo no tenía tiempo, pero me prometí loca-lizarlo a toda costa, lo antes posible, en cuantose arreglasen nuestros asuntos.

A continuación no describiré toda aquellamañana, y sin embargo tal vez habría muchosrecuerdos que conservar. Versilov no estaba enla iglesia y creo incluso, por la actitud de losdemás, que se podía estar seguro antes del le-

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vantamiento del cadáver, de que no apareceríapor la iglesia. Mamá rezaba con fervor; estabaabsorta en su oración. Cerca del cadáver no es-taban más que Tatiana Pavlovna y Lisa. Pero nodescribo nada, no describo nada. Después delentierro, todo el mundo volvió a casa y se sentóa la mesa. Y una vez más deduje por la ex-presión de sus rostros que tampoco se lo espe-raba a la mesa. Cuando ésta fue quitada, meacerqué a mamá, la besé calurosamente y ledeseé un feliz cumpleaños; Lisa, después de mí,hizo lo mismo,

-Escucha, hermano - me cuchicheó a hurtadi-llas-, lo esperan.

-Lo calculo, Lisa, lo veo.-Seguramente vendrá.Es preciso, me dije, que tengan informes con-

cretos. Pero no pregunté. Aunque no describomis sentimientos, todo aquel enigma, a pesar demi buen humor, me pesaba en el corazón. Nosinstalamos todos en el salón, en la mesa redon-

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da, alrededor de mamá. ¡Oh, cuán feliz me sent-ía por estar con ella y poder mirarla! Mamá mepidió de pronto que le leyese un pasaje delEvangelio. Le leí un capítulo de San Lucas. Ellano lloraba, no estaba ni siquiera demasiadotriste, pero jamás su rostro me había parecidotan espiritual. En su dulce mirada brillaba unaidea, pero yo no llegué a. notar que estuvieseaguardando algo con impaciencia. La conversa-ción no se agotaba; se recordaron muchas cosasdel difunto; Tatiana Pavlovna dio también de élmuchos detalles que hasta entonces yo ignorabáen absoluto. Y en general, si se hubiese queridotomar notas, habría habido material de sobra.Incluso Tatiana Pavlovna parecía haber cam-biado completamente de actitud: estaba muytranquila, muy cariñosa, y, sobre todo, ella tam-bién, poseída de una gran cálma, aunque habla-se mucho, para distraer a mamá. Pero meacuerdo perfectamente de un detalle: mamáestaba en el diván, y a la izquierda, sobre un pe-queño velador, estaba colocada una imagen que

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parecía puesta allí expresamente, un viejo ico-no, sin chapa de metal, con simples aureolassobre las cabezas de los dos santos que allí es-taban representados. Esa imagen perteneció aMakar Ivanovitch: yo lo sabía, y sabía tambiénque el difunto no se separaba de ella jamás y laconsideraba milagrosa. Tatiana Pavlovna lamiró unas cuantas veces.

-Escucha, Sofía - dijo de repente, cambiandode conversación -, ¿no sería mejor colocar eseicono en la mesa, apoyándolo contra la pared, yencender una lamparilla delante?

-No, está mejor como está - dijo mamá.-Es verdad. Además, parecería demasiado so-

lemne...De momento no comprendí nada, pero el caso

era que aquella imagen había sido legada ya,desde hacía mucho tiempo, por Makar Ivano-vitch, de viva voz, a Andrés Petrovitch, mamáse preparaba a entregársela.

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Eran ya las cinco de is tarde; nuestra conver-sación se prolongaba, y de pronto observé en elrostro de mamá una especie de estremecimien-to: se enderezó rápidamente y aguzó el oído,mientras Tatiana Pavlovna, que hablaba enaquel momento, continuaba sin notar nada. Mevolví inmediatamente hacia al puerta y un ins-tante después divisé en el umbral a Andrés Pe-trovitch. No había entrado por la escalinata,sino por la escalera de servicio, la cocina y elcorredor, y sólo mamá de entre todos nosotroshabía escuchado sus pasos. Voy ahora a descri-bir toda la escena insensata que se siguió, gestopor gesto, palabra por palabra; fue breve.

Al principio no noté nada en su rostro, a pri-mera vista al menos, ni el menor cambio. Estabavestido como siempre, es decir, casi elegante-mente. Tenía en la mano un ramillete pequeño,pero precioso, de flores frescas. Se aproximó yse lo tendió a mamá con una sonrisa. Ella lomiró con un asombro temeroso, pero aceptó elramillete, y de pronto un ligeró rubor animó

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sus mejillas pálidas y la alegría brilló en susojos.

-Sabía muy bien que me recibirías así, Sonia -declaró él.

Como todos nor habíamos levantado a su en-trada, él se acercó a la mesa y ocupó el sillón deLisa, que estaba a la izquierda cerca de mamá, yse sentó sin notar que cogía el sitio de otro. Deesta forma se encontró justamente al lado delvelador sobre el que estaba colocada la imagen.

-Buenas tardes a todo el mundo. Sonia, teníaun gran interés en traerte hoy ese ramillete paratu aniversario; si no he ido al entierro ha sidopara no presentarme delante de un muerto conun ramillete; pero tú no me esperabas para elentierro, lo sé. El viejo no me guardará rencorpor estas flores, puesto que él mismo nos pusocomo precepto la alegría, ¿no es así? Creo queestá aquí, en algún sitio de esta habitación.

Mamá lo miró extrañamente; Tatiana Pavlov-na estaba como trastornada.

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-¿Quién está aquí en la habitación? - preguntóella.

-El difunto. Pero dejemos esto. Ya saben uste-des que el hombre que no cree del todo en esosmilagros es el más propenso a toda clase deprejuicios... Pero hablemos más bien del rami-llete: no comprendo cómo he podido traerlohasta aquí. En tres ocasiones he sentido ganasde tirarlo a la nieve y de pisotearlo.

Mama se estreinéció. El continuó:-Tenía unas ganas locas. Ten piedad de mí,

Sonia, y de mi pobre cabeza. Tenía esas ganasporque era demasiado hermoso. ¿Qué hay en elmundo más hermoso que una flor? Lo llevo, ypor todas partes hay nieve y helada. Nuestrahelada y las flores: ¡qué contraste! Pero no eseso lo que me interesa: tenía ganas de pisotearlosimplemente porque era hermoso. Sonia, voy adesaparecer de nuevo, pero volveré muy pron-to, porque me parece que tendré miedo. Tendrémiedo: ¿quién me curará pues del espanto,

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dónde encontrar un ángel como Sonia? Pero,¿qué es esta imagen que tenéis aquí? ¡Ah!, es ladel difunto, ya me acuerdo. Le venía de su fa-milia, de su abuelo; de toda su vida, no se haseparado jamás de ella, lo sé, me acuerdo, me laha legado; me acuerdo muy bien... y creo que esun icono de viejos creyentes... dejadme que lomire.

Tomó el icono en sus manos, lo aproximó a lavela y lo miró con fijeza. Pero, después dehaberlo tenido solamente algunos segundos, losoltó sobre la mesa, esta vez delante de él. Yoestaba asombrado, pero todas aquellas frasesextrañas habían sido pronunciadas tan inopi-nadamente, que yo no podía todavía reunir misideas. Me acuerdo solamente de que un espantoenfermizo me atravesó el corazón. El esppatode mamá se cambiaba en perplejidad y en com-pasión; veía en él ante todo a un desgraciado:era cosa que le había sucedido, ya antes, hablarcasi de la misma extraña manera. Lisa se pusode repente palidísima y me hizo con la cabeza

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una señal designándolo. Pero la más espantadade todas era Tatiana Pavlovna.

-Pero, ¿qué tiene usted, mi querido AndrésPetrovitch? - dijo ella con precaución.

-No sé verdaderamente lo que tengo, mi que-rida Tatiana Pavlovna. Esté usted tranquila, meacuerdo aún de que usted es Tatiana Pavlovnay de que es encantadora. Pero no he venido.más que por un minuto; quisiera decirle a Soniaalguna cosa buena y busco una palabra, aunquemi corazón está lleno de palabras, que no sépronunciar y que, en verdad, son palabras ra-ras. Mirad, me parece que me desdoblo - nosmiró a todos con rostro. terriblemente serio ycon el más sincero deseo de franquearse -. Enverdad, me desdoblo con el pensamiento, y esoes lo que temo tanto. Se diría que uno tiene allado a su doble; uno es sensato y razonable,pero el otro quiere hacer, completamente a lavera de uno, una absurdidad o a veces una cosamuy graciosa, y de repente se nota que es unomismo quien quiere hacer esa cosa graciosa, y

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Dios sabe por qué; uno lo quiere como a pesarsuyo, lo quiere oponiéndose a eso con todas susfuerzas. Conocí una vez a un doctor que, en losfunerales de su padre, en plena iglesia, se pusode pronto a silbar. Verdaderamente, hoy medaba miedo de ir al entierro, porque se me hab-ía metido en la cabeza la completa certidumbrede que de pronto me pondría a silbar o a soltarcarcajadas, como aquel desgraciado doctor, queacabó bastante mal... Y verdaderamente no sépor qué el recuerdo de ese doctor acude hoy ami mente a cada momento; acude tanto, que nollego a librarme de él. Mira, Sonia, ahora que hecogido la imagen (la había cogido y le dabavueltas entre las manos), ¿sabes?, tengo unasganas locas, en este mismo momento, de lanzar-la contra la estufa, sobre aquel rincón. Estoyseguro de que del golpe se rompería en dosmitádes, ni más ni menos.

Decía todo aquello sin la más mínima afec-tacíón, sin el menor deseo de hacer nada origi-nal; hablaba con la más completa sencillez, y

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por eso resultaba tanto más horrible; se hubieradicho que temía efectivamente algo; noté deimproviso que las manos le temblaban ligera-mente.

-¡Andrés Petrovitch! - exclamó mamá, juntan-do las manos.

-¡Deja. deja la imagen, Andrés Petrovitch!¡Déjala, suéltala! - dijo Tatiana Pavlovna con unsobresalto -. Desnúdate y métete en la cama.¡Arcadio, ve a buscar al doctor!

-¡Vaya... vaya, qué agitados estáis todos! - dijodulcemente, abrazándonos a todos con unamirada fija.

En seguida, posó los codos sobre la mesa y secogió la cabeza entre las manos.

-Os produzco miedo, pero me vais a hacer unfavorcito, amigos míos. Sentaos de nuevo ycalmaos todos, por un minuto solamente. Sonia,no es eso en absoluto lo que he venido a decirte;he venido a comunicarte algo, pero completa-mente diferente. Adiós, Sonia, parto de nuevo

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de viaje, como me he ido ya varias veces... Cier-tamente, volveré un día a ti; en este sentido, túeres inevitable. ¿A quién, si no, volvería yocuando todo esté acabado? Créelo, Sonia, hevenido hoy a ti como a un ángel, y no a unenemigo; ¿qué enemigo puedes. tú ser para mí,cómo serías tú mi enemigo? No creas que yoquiera romper esta imagen, porque, mira, So-nia, a pesar de todo tengo ganas de romperla...

Cuando Tatiana Pavlovna exclamó hacía unmomento: « ¡Suelta la imagen! », ella se la habíaarrancado de las manos; ahora la tenía en lassuyas. De pronto, al pronunciar su última pala-bra, él dio un brinco, arrancó instantáneamentela imagen de las manos de Tatiana y, blandién-dola salvajemente, golpeó con todas sus fuerzasen el ángulo de la estufa de azulejos. El icono serompió exactamente en dos pedazos... Se volvióbruscamente hacia nosotros, su rostro palidísi-mo se puso de repente todo rojo, casi bermejo, ycada uno de sus rasgos tembló:

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-No tomes esto por una alegoría, Sonia; no esla herencia de Makar lo que he roto, ha sidosolamente porque sí, por romper... Pero, a pesarde todo, volveré al último ángel. Aunque, al finy al cabo, puedes tomarlo, si quieres, por unaalegoría; porque también lo era...

Y salió de la habitación con pasos precipita-dos, esta vez también por la cocina (donde hab-ía dejado la pelliza y el gorro). No contaré condetalles lo que fue de mamá: mortalmente asus-tada, estaba de pie, los brazos levantados y cru-zados sobre la cabeza, y de repente le gritó:

-¡Andrés Petrovitch!, ¡vuelve por lo menospara decir adiós, querido mío!

-¡Volverá, Sofía, volverá! ¡No te inquietes!-gritó Tatiana, toda temblorosa, en un terribleacceso de rabia, de rabia animal---. ¡Ya lo hasoído, ha prometido volver! Déjalo, deja que elpobre loco se pasee todavía una última vez.Cuando esté viejo y paralítico, ¿quién irá a mi-

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marlo, si no tú, su vieja criada? Él lo proclamabien alto, no le da vergüenza...

Por lo que a nosotros se refiere, Lisa habíaperdido el conocimiento. Yo había queridoecharme a correr detrás de él, pero me lancéhacia mamá. La cogí y la sostuve en mis brazos.Lukeria acudió con un vaso de agua para Lisa.Pero mamá se recobró en seguida; se dejó caersobre el diván, se cubrió el rostro con las manosy lloró.

-¡A pesar de todo, a pesar de todo... alcánzalo!– gritó de repente Tatiana Pavlovna con todassus fuerzas, como volviendo en sí-. ¡Ve... ve...alcánzalo, no lo abandones un momento, vepues! - y hacía toda clase de esfuerzos por se-pararme de mamá --. ¡Si no, voy a ser yo la queme lance detrás!

-¡Mi pequeño Arcadío, vamos, corre aprisatras él! -gritó de pronto también mi madre.

Salí a la carrera, también por la cocina y por elpatio; pero él no estaba ya en ninguna parte. A

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lo lejos, sobre la acera, se divisaban en las tinie-blas las manchas negras de los transeúntes; melancé para alcanzarlos y, a medida que iba lle-gando a la altura de cada uno, los miraba, y losrebasaba luego. Llegué así hasta una encrucija-da.

«Nadie se enfada contra un loco; ahora bien,Tatiana se ha puesto rabiosa de cólera contra él;por tanto, no es que esté loco... » Tal fue la ideaque me atravesó la cabeza. Me parecía que todoaquello era una alegoría, y que él había queridoa rajatabla acabar con algo, como había acabadocon aquel icono, y hacérnoslo comprender, amamá y a nosotros todos, pero su «doble» esta-ba ciertamente también a su lado; de aquello nocabía la menor duda...

IIISin embargo, él no estaba en ninguna parte y

no había por qué correr a su casa: era difícilfigurarse que hubiese vuelto sencillamente a su

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casa. De pronto se me ocurrió una idea, y corría casa de Ana Andreievna.

Ana Andreievna había vuelto ya, y me intro-dujeron inmediatamente. Entré, dominándomelo más que podía. Sin sentarme, le conté de pe apa la escena que acababa de ocurrir, es decir, lahistoria del «doble» . No olvidaré jamás y no leperdonaré nunca la curiosidad ávida, pero im-placablemente tranquila y segura, con que meescuchó, también sin sentarse.

-¿Dónde está él? ¿Lo sabe usted quizá? - con-cluí con insistencia -. Tatiana Pavlovna queríaayer enviarme a casa de usted...

--Es que yo quería verle a usted ayer. Ayer élestuvo en Tsarskoie, estuvo también en mi casa.Mientras que hoy - miró el reloj -, son las siete...Estará seguramente en su propia casa.

-Veo que lo sabe usted todo. Entonces, ¡hable,hable! - exclamé.

-Sé mucho, pero no todo. Naturalmente, nohay nada que tenga que ocultarle a usted... - me

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clavó una mirada singular, sonriendo y pare-ciendo reflexionar -. Ayer por la mañana él ledirigió a Catalina Nicolaievna, en respuesta asu carta, una petición de mano en regla.

-¡No es verdad! - dije abriendo los ojos de paren par.

-La carta pasó por mis manos; fui yo quien sela llevó, sin abrir. Esta vez, él ha obrado «comocaballero» y no me ha escondido nada.

-Ana Andreievna, no comprendo una palabra.-Sin duda, resulta difícil de comprender. Pero

es como cuando un jugador lanza sobre el tape-te su último rublo y tiene en el bolsillo unrevólver completamente preparado. Ese es elsentido de su petición. Hay nueve probabilida-des sobre diez de que ella no lo acepte; pero élcuenta por lo menos con la décima y confiesoque me resulta muy curioso... Por lo demás, talvez estaba fuera de sí...: el «doble» del que us-ted acaba de hablar con tanta justeza.

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-¿Y se ríe usted? ¿Puedo creer que la cartahaya sido transmitida por mediación suya? ¿Noes usted la prometida de su padre? No meatormente, Ana Andreievna.

-Me ha rogado que sacrifique mi destino a sufelicidad. O más bien, no me ha rogado verda-deramente nada:, todo se ha hecho silenciosa-mente, pero lo he leído todo en sus ojos. ¡Ah,Dios mío!, ¿pero qué más hace falta?; ha ido,¿no es cierto?, a Koenigsberg, a casa de la ma-dre de usted, a pedirle permiso para casarsecon la hijastra de madame Arkhmakova, ¿no?He ahí algo que recuerda mucho su conductade ayer, cuando me escogió como delegada yconfidente suya.

Estaba un poco pálida. Pero su calma no eramás que un reforzado sarcasmo. ¡Oh!, yo leperdoné mucho en aquellos momentos porquefui comprendiendo poco a poco las cosas. Du-rante un minuto, reflexioné; ella se callaba yaguardaba.

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-¿Sabe usted una cosa? - dije de pronto,echándome a reír ---. Usted ha llevado la cartaporque no había ningún riesgo para usted, por-que, de todas formas, el casamiento no se ce-lebrará. ¿Pero, y él? ¿Y ella, en fin? Naturalmen-te, ella rechazará su proposición, y entonces...entonces, ¿qué puede pasarle a él? ¿Dónde estáél ahora, Ana Andreievna? - exclamé -. Cadaminuto es precioso, en cualquier instante puedesucederle una desgracia.

-Está en su casa, ya se lo he dicho. En su cartaa Catalina Nicolaievna, que yo llevé ayer, él mepedía, en todo caso, una cita en casa de él, hoy alas siete en punto de la tarde. Y ella ha acepta-do.

-¿Ella, en casa de él? ¿Cómo es posible eso?-¿Y por qué no? El apartamiento pertenece a

Daria Onissimovna: ellos dos han podido muybien encontrarse en casa de ésta como visitan-tes...

-Pero ella le tiene miedo... ¡Puede matarla!

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Ana Andreievna se limitó a sonreír:-Catalina Nicolaievna, a pesar de todo su te-

mor, que yo misma he notado claramente, hasentido siempre, ya hace tiempo, cierta admira-ción o cierto asombro por la nobleza de prin-cipios y la elevación de espíritu de Andrés Pe-trovitch. Por esta vez, ella se ha confiado a él, afin de terminar para siempre jamás. Y él, en sucarta, le ha dado su palabra más solemne, máscaballeresca, de que ella no tiene nada que te-mer... En resumen yo no me acuerdo de las ex-presiones de la carta, pero ella se ha confiado...por última vez, por decirlo así... y, por decirloasí también, ella ha respondido con los senti-mientos más heroicos. Ha podido haber en esoun torneo de caballería por una y otra parte.

-¿Y el doble, el doble? - exclamé -. ¡Es que haperdido el juicio!

-Al dar ayer su palabra de acudir a la cita, sinduda Catalina Nicolaievna no preveía la posibi-lidad de un accidente así.

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De repente di media vuelta y emprendí la fu-ga... ¡En casa de él, en casa de ellos, natural-mente! Pero desde la antecámara volví todavíaun segundo:

-¡Pero tal vez es eso lo que usted quiere: queél la mate!

Lanzado ese grito, salí corriendo de la casa.Aunque estuviese todo tembloroso, como en

un acceso de fiebre, entré en el apartamiento sinformar ruido, por la cocina, y pregunté en vozbaja por Daria Onissimovna; pero apareció ellamisma inmediatamente y me lanzó en silenciouna mirada terriblemente interrogadora.

-¿El señor? No está en casa.Pero yo expuse tercamente y con precisión, en

un cuchicheo rápido, que estaba enterado detodo por Ana Andreievna y que venía de casade ésta.

-Daria Onissimovna, ¿dónde están ellos?-En el salón, donde estuvieron ustedes ante-

ayer, ante la mesa...

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-¡Daria Onissimovna, déjeme ir hasta allí!-¿Cómo iba a poder hacerlo?-No hasta allí, sino hasta la habitación conti-

gua. Daria Onissimovna, quizás Ana Andreiev-na lo desea también. Si ella no lo deseara, no mehabría dicho que ellos estaban aquí. No meoirán... Es ella misma quien lo desea...

-¿Y si no lo desea? -dijo Daria Onissimovna,sin quitarme la mirada de encima.

-Daria Onissimovna, acuérdese de su Olia...Déjeme pasar.

De pronto sus labios y su barbilla se pusierona temblar:

-Querido mío, desde luego es por Olia... portu comportamiento... ¡No abandones a AnaAndreievna, querido mío! ¿No la abandonarás?¿No la abandonarás?

-No, no la abandonaré.

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-Dame tu palabra de honor de que no entrarásen el salón y no gritarás, si te llevo a la habita-ción de al lado.

--Lo juro por mi honor, Daria Onissimovna.Me agarró por mi redingote, me condujo a

una habitación sombría; contigua a aquelladonde ellos estaban instalados, me cóndujo sinruido, por una blanda alfombra, hasta la puerta,me colocó ante la cortina echada y, levantandouna esquinita de aquella cortina, me los mostróa los dos.

Yo me quedé, ella se marchó. Naturalmente,me quedé. Comprendía que escuchaba indebi-damente, que sorprendía los secretos del próji-mo, pero me quedé. ¿Cómo no quedarse: y eldoble? ¿No habíá ya él roto el icono ante mispropios ojos?

IVEstaban sentados el uno frente al otro, ante la

misma mesa donde la víspera habíamos bebido

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juntos por su «resurrección». Yo podía distin-guir perfectamente sus fisonomías. Ellá estabacon un vestido negro, bella y tranquila al pare-cer; como siempre. Él hablaba, y ella lo escu-chaba con una atención extraordinaria y caute-losa. Tal vez se habría podido adivinar en ellauna cierta timidez. Él, por el contrario, estabamuy excitado. Yo había llegado en plena con-versación y por eso tardé unos momentos encomprender. Me acuerdo de que ella preguntóde repente:

-¿Y soy yo quien tiene la culpa?-No, soy yo - respondió él -; usted, usted es

culpable sin serlo. Ya se sabe, éstas son cosasque pasan. Son las faltas más imperdonables, ycasi siempre son castigadas - añadió con unarisa singular -. Y yo, pensé por un instantehaberme olvidado completamente de usted yque llegué a reírme verdaderamente de miestúpida pasión... Pero usted lo sabe. Al fin y alcabo, ¿por qué había yo de preocuparme delhombre con que usted se case? Ayer le dirigí a

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usted una petición de mano; no me tenga ren-cor por eso, es una tontería, pero no tengo nadapara reemplazarla... ¿Qué podía yo hacer queno fuera esa tontería? No sé...

Al decir estas palabras estalló en una risafrenética, levantando bruscamente los ojoshacia ella; hasta entonces había hablado pare-ciendo mirar de soslayo. Si yo hubiese estadoen el lugar de ella, aquella risa me habría dadomiedo, ésa era mi sensación. De repente él selevantó de su silla:

-Dígame cómo es posible que haya consentidoen venir aquí - le preguntó él de pronto, como sise acordara de la cuestión esencial -. Mi invita-ción y toda mi carta no eran más que una ton-tería... Espere, puedo todavía adivinar cómo hasucedido esto de que usted haya consentido envenir, pero, ¿para qué ha venido?, ésa es lacuestión. ¿Habrá sido solamente por miedo?

-He venido a verle a usted - declaró ella,mirándolo con una prudencia temerosa.

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Los dos permanecieron medio minuto en si-lencio. Versilov volvió a sentarse y, con una vozdulce, pero conmovida, casi temblorosa, em-pezó:

-Hace ya muchísimo tiempo que no la habíavisto a usted, Catalina Nicolaievna, tanto tiem-po que ya casi ni juzgaba posible encontrarmeun día, como me encuentro hoy, sentado a sulado, mirando su rostro y oyendo su voz... Hacedos años que no nos hemos visto, dos años queno nos hablamos. No contaba ya con hablarlenunca. ¡Bueno, sea!, ¡lo que ha pasado ha pasa-do y lo que es hoy desaparecerá mañana comouna nubecilla, sea! Consiento en ello, porqueuna vez más no tengo con qué reemplazarlo,pero no se vaya usted ahora sin nada - agregóél de repente, casi suplicante -. Puesto que meha hecho la limosna de venir, ¡no se vaya sinnada: contésteme una pregunta!

-¿Qué pregunta?

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-No nos volveremos a ver nunca más. ¿Quétrabajo le cuesta? Dígame la verdad de una vezpara siempre, responda a una pregunta que nohace nunca la gente sensata: ¿me ha queridousted por lo menos un momento, o bien... mehe equivocado?

Ella se ruborizó de la cabeza a los pies.-Le he querido - dijo ella.Yo esperaba que ella hablase así. ¡Oh, la ve-

raz!, ¡oh, la sincera, ¡oh, la leal!-¿Y ahora? - continuó él.-Ahora, ya no le quieto.-¿Y se ríe usted?-No, si me he reído ahora, ha sido a pesar

mío, porque sabía muy bien que usted iba apreguntar: « ¿Y ahora? » Y he sonreído .... por-que cuando se adivina, se sonríe siempre...

Era extraño; yo no la había visto nunca tanprudente, casi tímida incluso y confusa en

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cuanto a aquel punto. Él la devoraba con losojos.

-Yo sé que usted no me quiere... y en absolu-to.

-Quizá no en absoluto. No le quiero - añadióella firmemente, sin sonreírse y sin ruborizarse-. Sí, le he querido, pero no mucho tiempo. Muypronto dejé de quererle...

-Ya sé, ya sé, usted vio que no era yo quien lehacia falta, pero... ¿qué es lo que le hace a ustedfalta? Explíquemelo una vez más...

-¿Es que se lo he explicado alguna vez? ¿Loque me hace falta? Pero si yo soy la más ordina-ria de las mujeres; soy una mujer tranquila, megusta... me gusta la gente alegre.

-¿Alegre?-Ya ve usted como soy hasta incapaz de

hablar con usted. Me parece que, si ustedhubiese podido quererme menos, yo le habríaquerido entonces - y de nuevo sonrió tímida-mente.

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La más completa sinceridad brillaba en surespuesta. ¿Cómo no comprendía ella que esarespuesta era la fórmula más definitiva de susrelaciones, la que lo explicaba todo y lo decidíatodo? ¡Qué bien debió de comprenderlo él! Perola miró y tuvo una sonrisa especial:

-¿Es alegre Bioring?-Él no debe inquietarle a usted en lo más

mínimo - respondió ella un poco apresura-daménte -. Me caso con él únicamente porquecon él estaré más tranquila que con otro. Todami alma se quedará para mí.

-Se dice que se ha prendado usted nuevamen-te del gran mundo, de la sociedad.

-No de la sociedad. Sé que en nuestro mundoreina el mismo desorden que en todas partes.Pero, vistas desde el exterior, las formas sontodavía bellas, de manera que, si se las ve úni-camente al pasar, se está mejor allí que en otraparte.

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-He oído a menudo esa palabra de «desor-den». Usted ha tenido mucho miedo a mi des-orden... cadenas, ideas, tonterías, ¿no?

-No, no era eso todo...-¿Qué, entonces? ¡Dígalo francamente, por el

amor de Dios!-Bueno, voy a decírselo francamente, porque

le considero un espíritu muy generoso... siem-pre he encontrado en usted algo de ridículo.

Dicho esto, enrojeció de pronto, como si sehubiera dado cuenta de haber cometido unaimprudencia extrema.

-¡Bien!, por esta palabra que usted ha pronun-ciado, soy capaz de perdonarle muchas cosas -dijo él extrañamente.

-No he terminado - se ápresuró ella a añadirtodavía ruborizándose ---. Soy yo quien es ridí-cula al hablarle como una tonta.

-No, usted no es ridícula, ¡usted es solamenteuna mujer de mundo, depravada! - y palidecióterriblemente -. Hasta ahora yo tampoco he

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dicho todo cuando le he preguntado por qué havenido. ¿Quiere que termine? Hay aquí unacarta, un documento, y usted tiene un miedoterrible, porque su padre, al tener esa carta ensus manos, puede maldecirla en vida y des-heredarla legalmente en su testamento. Usted leteme a esa carta y... ha venido a buscarla - dijoél, temblando casi por completo y hastá casicastañeteándole los dientes.

Ella lo escuchó con expresión enojada y dolo-rida.

-Sé que usted puede causarme muchos dis-gustos - dijo ella como justificando sus palabras-, pero he venido menos para persuadirlo deque no me persiga, que para verlo. Hasta teníael mayor deseo de verme con usted desde hacemucho tiempo... Pero lo he encontrado igualque antes - añadió ella de pronto, como impul-sada por una idea particular y decisiva, y hastapor cierto sentimiento extraño y súbito.

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-¿Y esperaba usted verme de otra forma?¿Después de mi carta sobre su perversión?Dígame, ¿ha venido sin el menor temor?

-He venido porque lo he amado en otrostiempos. Pero, se lo ruego, no me amenace.Mientras estemos juntos, no me recuerde mismalos pensamientos, mis sentimientos malos. Sipudiera usted hablarme de otra cosa, me sentir-ía muy feliz. Las amenazas pueden venir des-pués, pero por ahora, si hace el favor, hable deotra cosa... Es verdad, he venido para verle yescucharle un minuto. Si usted no puede resis-tirlo, máteme ahora mismo, pero no me amena-ce ni se atormente delante de mí - concluyó ella,mirándolo en una extraña espera, como si ver-daderamente lo supusiese capaz de matarla.

Él se levantó de nuevo y, examinándola conuna mirada ferviente, declaró con firmeza:

-Saldrá usted de aquí sin haber recibido lamenor ofensa.

--¡Ah!, ¡sí, su palabra de honor! ---sonrió ella.

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-No, no es solamente porque yo haya dado mipalabra de honor en la carta, es porque quieropensar y pensaré en usted toda la noche

---¿Para atormentarse?-Siempre la veo a usted, cuando estoy solo.

No hago más que conversar con usted. Me voypor los bajos fondos y por las covachas, y, comocontraste, inmediatamente usted se aparecedelante de mí. Pero siempre se está usted rien-do de mí, como ahora... - dijo esto como fuerade sí.

-¡Nunca, nunca me he reído de usted! - ex-clamó ella con voz angustiada y con una com-pasión extrema pintada en su rostro -. Si hevenido, es porque he hecho todo lo que está enmi mano para no ofenderle en lo que quieraque sea - añadió ella de pronto -. He venidoaquí para decirle quo casi le quiero... Perdóne-me, tal vez me he expresado mal - se apresuró aañadir.

Él se rió.

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-¿Por qué no sabe usted fingir? ¿Por qué esusted tan simplota, por qué no es como todo elmundo?... Vamos, ¿cómo se le puede decir a unhombre a quien se le da con la puerta en lasnarices: «Casi le quiero a usted»?

-Es que no he sabido expresarme, no lo he di-cho bien. Es que delante de usted, siempre meha dado vergüenza, nunca he sabido hablar,desde nuestro primer encuentro. Y si no me heexpresado bien, al decir que «casi le quiero», esque, también en mi pensamiento, casi era así.Por eso es por lo que lo he dicho, aunque yo loquiera a usted con ese querer... ese querer gene-ral con que se quiere a todo el. mundo y quenunca se avergüenza una de confesar...

En silencio, sin apartar de ella su mirada ar-diente, él prestaba oídos.

-Sin duda la ofendo - continuó, como fuera desí -. Esto debe de ser efectivamente lo que sellama una pasión... Sé una cosa: que con ustedestoy acabado; sin usted, también. Sin usted o

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con usted, todo es lo mismo: dondequiera quese halle, siempre está conmigo. Sé también quepuedo odiarla mucho más de lo que puedoquererla... Por lo demás, hace ya mucho tiempoque no pienso en nada, todo me da lo mismo.Únicamente es una lástima que haya querido auna mujer como usted...

Le faltaba la voz. Continuó, como ahogándo-se:

-¿Qué quiere usted? ¿Le parece bárbaro quehable así? - dijo con una pálida sonrisa -. Creoque, si eso pudiera seducirla, sería capaz dequedarme en cualquier sitio treinta años sobreuna sola pierna... Lo veo: le doy lástima; su caraestá diciendo: «Te querría si pudiera, pero nopuedo... » ¿Es eso? Poco importa, no soy orgu-lloso. Estoy dispuesto, como un mendigo, arecibir de usted no importa qué limosna, ¿com-prende?, no importa cuál... ¿Qué orgullo puedetener un mendigo?

Ella se levantó y se acercó a él:

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-¡Amigo mío! - dijo ella, tocándole el hombrocon la mano y con un sentimiento inexpresableen su rostro -, ¡no puedo oír tales palabras! Pen-saré en usted toda mi vida como en el más pre-cioso de los hombres, en el más noble de loscorazones, en el objeto más sagrado entre todolo que yo pueda respetar y amar. Andrés Petro-vitch, compréndame usted... ¡No es que yo hayavenido por nada, querido amigo, usted quesiempre ha sido y será siempre mi queridoamigo! No olvidaré nunca lo mucho que ustedme conmovió en nuestros primeros encuentros.Pues bien, separémonos como amigos, y ustedserá el pensamiento más serio y más queridoque yo tenga en toda mi vida.

-«Separémonos; y entonces le querré»; lequerré, pero separémonos. Escuche - dijo muypalido -, déme otra limosna: no me quiera, noviva conmigo, no nos veamos jamás; seré suesclavo si usted me llama, desapareceré inme-diatamente si usted no quiere ni verme ni oír-me, pero... pero ¡no se case usted!

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Mi corazón se oprimió hasta el sufrimientocuando oí esas palabras. Aquella súplica inge-nuamente humillada era tanto más lastimera,traspasaba tanto más el corazón cuanto que eramás franca y más imposible. Sí, sin duda, élestaba pidiendo limosna. ¿Podía él creer queella consintiera? Y sin embargo se rebajaba has-ta realizar el intento: trataba de pedírselo. Eseúltimo grado de la derrota era insoportable pre-senciarlo. En cuanto a ella, todos los rasgos desu rostro se deformaron de dolor. Pero, antes deque ella hubiese dicho una palabra, él se repri-mió.

-¡La aniquilaré! - declaró él de pronto con unavoz extraña, cambiada, que no era ya la suya.

Pero ella le respondió también extrañamente,también con una voz inesperada que no era yala suya:

-Si le concedo a usted esa limosna, más tardese vengará todavía más cruelmente de lo queahora me amenaza, porque usted no se olvidará

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nunca de que se puso como mendigo delante demí... ¡No puedo oír esas amenazas de su boca! -concluyó ella casi con indignación, lanzándoleuna mirada de desafío.

-«Amenazas de su boca», es decir, de la bocade semejante mendigo. Bromeaba - dijo él dul-cemente, con una sonrisa -. No le haré a ustednada, no tenga miedo, váyase... y, en cuanto aese documento, haré todo lo posible para en-viárselo, pero ahora váyase, váyase. Le he escri-to a usted una carta absurda, a esa carta absur-da usted ha respondido y ha venido: estamosen paz. ¡Por aquí! - le mostró la puerta (ellaquería pasar por la habitación en la que yo meencontraba oculto por la cortina).

-Perdóneme, si puede... - dijo ella, detenién-dose en el umbral.

-¿Y si nos volviéramos a encontrar un díacompletamente amigos y nos acordáramostambién de esta escena con una buena carcaja-da? - preguntó él de repente.

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Pero todos los rasgos de su rostro temblaban,como en un hombre al borde de un ataque.

-¡Dios lo quiera! - exclamó ella, juntando lasmanos, pero mirando temerosamente su rostro,como adivinando lo que él quería decir.

-¡Váyase usted! Somos demasiado inteligenteslos dos, pero usted... ¡Oh, usted es una personade mi estilo! Le he escrito una carta loca, y haconsentido usted en venir para decirme que«casi me quiere». No, usted y yo tenemos lamisma locura. Somos unos grandes originales.Siga siendo siempre tan loca, no cambie, y vol-veremos a encontrarnos como buenos amigos,soy yo quien se lo predice, se lo juro.

-¡Y entonces yo le querré sin remedio, lo pre-siento desde ahora!

No pudo contenerse más y le lanzó desde elumbral estas últimas palabras.

Salió. Me apresuré a ir sin ruido hacia la coci-na y, casi sin mirar a Daria Onissimovna, queme esperaba, me lancé por la escalera de servi-

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cio y por el patio a la calle. pero apenas tuvetiempo de verla subir a un coche que la espera-ba delante de la puerta. Me puse a correr por lacalle.

CAPITULO XII

Me dirigí a casa de Lambert. ¡Oh!, en vanoquiero dar una apariencia lógica y descubriruna brizna de sentido común en mi conductade aquella tarde y de toda aquella noche; inclu-so hoy, que puedo considerar todo el conjuntode los acontecimientos, me veo incapaz de pre-sentarlos con la ilación y la claridad deseadas.Había allí un sentimiento o, por decirlo mejor,todo un caos de sentimientos entre los cuales yodebía naturalmente extraviarme. Sin duda, hab-ía uno, esencial, que me aplastaba y dominaba atodos los demás, pero... ¿debo confesarlo? Tan-to más cuanto que no estoy seguro...

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Me colé en casa de Lambert, naturalmente,fuera de mí. Incluso me daba miedo de él y deAlphonsine. He observado siempre que losfranceses, incluso los más desatinados, los máslibertinos, se muestran extraordinariamenteapegados, en su interior, a un cierto orden bur-gués, a un cierto plan de vida, terriblementeprosaico, rutinario y ritual, adoptado de unavez para siempre. Por lo demás, Lambert com-prendió muy pronto que había sucedido algo yse mostró encantadó al ver que me tenía por finen su casa. ¡No soñaba más que con eso, día ynoche, todos aquellos días! ¡Qué necesario leera yo! Y ahora que había perdido toda espe-ranza, me presentaba de repente, por mis pro-pios pasos, y además poseído de una locura tanenorme, exactamente en el estado que a él lehacía falta.

-¡Lambert, vino! - grité -. ¡Dame de beber!¡Déjame formar escándalo! ¡Alphonsine!,¿dónde tiene usted su guitarra?

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No describo la escena, es superfluo. Bebimos,y se lo conté todo, todo. Él escuchaba ávida-mente. Fui yo quien le propuso primero unaconspiración, un incendio. Ante todo, debíamosatraer a Catalina Nicolaievna a nuestra casa pormedio de una carta...

-Eso se puede hacer - aprobó Lambert, cap-tando al vuelo cada una de mis palabras.

Además, para más seguridad, era preciso en-viarle en esa carta toda la copia de su «docu-mento», para que ella pudiese ver bien que nose trataba de un engaño.

-¡Eso es, eso es lo que hace falta hacer! - apro-baba Lambert, que no cesaba de cambiar mira-das con Alphonsine.

En tercer lugar, era Lambert quien debía invi-tarla, por su propia cuenta, bajo la apariencia deun desconocido llegado de Moscú, y yo por miparte debía atraer a Versilov...

-Y Versilov también, quizás - aprobaba Lam-bert.

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-¡Nada de quizás, decididamente! - exclamé -.¡Es indispensable! ¡Para él es para quien se hacetodo esto! - expliqué yo, bebiendo trago trastrago. (Bebíamos los tres, pero creo que me bebíyo solo toda la botella de champaña, mientrasellos solamente fingían beber) -. Nos instalare-mos con Versilov en la otra habitación (¡Lam-bert, es preciso procurarse otra habitación!) y,en el mismo momento en que de pronto ellaconsienta en todo, en el rescate con dinero y enel otro rescate, porque todos son repulsivos,entonces Versilov y yo saldremos y la conven-ceremos de toda su ignominia. Versilov, al verlo repugnante que es, se curará de golpe y laechará a puntapiés. ¡Pero nos hace falta todavíaBioring, para que él también la vea! - añadí,entusiasmado.

-No, Bioring es inútil - observó Lambert.-¡Sí, sí! - aullé de nuevo -. ¡No comprendes

nada de esto, Lambert, porque eres idiota! Alcontrario, hace falta que haya un escándalo enel gran mundo: de esa manera nos vengaremos

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del gran mundo y de ella. ¡Que sea castigada!Lambert, ella te dará una letra de cambio... Pormi parte, no tengo necesidad de dinero, escu-piré encima del dinero, pero tú te agacharás y telo meterás en el bolsillo con mis gargajos. Peroyo, ¡yo la habré humillado!

-Sí, sí - seguía aprobando Lambert -. Así es. ..Él no dejaba de cambiar miradas con Alphon-

sine.-¡Lambert! Ella adora a Versilov; acabo de

convencerme de eso - balbucí.--Es una suerte que lo hayas visto todo: ¡no to

habría supuesto jamás semejante talento deespía, ni tanta presencia de ánimo!

Decía aquello para congraciarce conmigo.-¡Tú mientes, francés, no soy espía, pero tengo

mucho espíritu! Y mira, Lambert, ¡es que ella loquiere! - continué, esforzándome penosamenteen reflejar mi pensamiento -. Pero ella no secasará con él, porque Bioring es de la Guardia,mientras que Versilov no es miás que un hom-

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bre generoso y un amigo de la humanidad, portanto, para ellos, un personaje cómico, y nadamás. ¡Oh!, ella comprende esta pasión y disfru-ta con eso, coquetea con él, lo atrae, pero no secasará con él. ¡Es una mujer, es una serpiente!Toda mujer es serpiente y toda serpiente es mu-jer. Hay que curarlo; es preciso hacer caer elvelo de sus ojos: que él la vea tal como es, yquedará curado. Te lo traeré, Lambert.

-Está bien - aprobaba siempre Lambert, lle-nando mi vaso a cada instante.

¡Él temblaba tantísimo con el temor de sermedesagradable, de contradecirme, se empeñabatanto en hacerme beber más! Aquello era tangrosero y tan evidente, que, incluso yo, no pod-ía menos de darme cuenta. Pero por nada en elmundo me habría ido; continuaba bebiendo yhablando y tenía unas ganas locas de decir deuna vez lo que pensaba. Cuando Lambent fue abuscar otra botella, Alphonsine tocó en su gui-tarra un motivo español; estuve a punto dedeshacerme en lágrimas.

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-Lambent, ¿te das cuenta de todo? - exclamécon profundo sentimiento -. Es absolutamentenecesario salvar a este hombre, porque está...embrujado. Si ella se casase con él, por la ma-ñana, después de la primera noche, él la expul-saría a puntapiés... porque eso es lo que pasa.Porque este amor salvaje, exasperado, obra co-mo un ataque, como una enfermedad, como unsalto mortal, y, apenas obtenida la satisfacción,inmediatamente cae el velo y surge el senti-miento opuesto: repugnancia y odio, deseo dedestruir, de aplastar. ¿Conoces tú la historia deAbisag, Lambert? ¿La has leído?

-No, no me acuerdo. ¿Es una novela? - far-fulló Lambent.

-Es que tú no sabes nada, Lambert. Eres terri-ble, terriblemente inculto... Pero me tiene sincuidado. Poco importa. ¡Oh!, él quiere a mamá;besó su retrato; expulsará a la otra al día si-guiente y volverá con mamá; pero será dema-siado tarde, y por eso es preciso salvarlo ahoramismo...

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Finalmente, lloré con amargura; pero conti-nué siempre hablando y bebiendo; es extraor-dinario lo que bebí. El rasgo más característicoera que Lambert, en toda la tarde, no me pidióni una sola vez noticias del «documento», quie-ro decir: de dónde estaba. No me pidió que selo enseñara, que lo desplegase sobre la mesa.¿Qué había sin embargo más natural que haceresa pregunta desde el momento en que había-mos llegado a un acuerdo para empezar aobrar? Otro rasgo más: decíamos solamente queera preciso obrar así, que « lo» haríamos sinfalta, pero dónde, cuándo y cómo, ¡de eso, niuna palabra! ¡No hacía más que darme la razónen todo y cambiar miradas con Alphonsine,absolutamente nada más! Sin duda, yo era en-tonces incapaz de darme cuenta de eso, pero detodos modos, me acuerdo.

Acabé por dormirme sobre su diván, sin des-nudarme. Dormí mucho tiempo y me despertémuy tarde. Me acuerdo de que, una vez des-pierto, me quedé algún tiempo tendido sobre el

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diván, como atontado, tratando de reunir misideas y mis recuerdos, fingiendo dormir todav-ía. Pero Lambert no estaba ya allí: había salido.Eran ya más de las nueve; se oía el crepitar dela estufa, exactamente como la otra vez, cuan-do, después de la famosa noche, yo había abier-to de nuevo los ojos en casa de Lambert. Perodetrás del biombo Alphonsine me acechaba: lonoté inmediatamente, porque en dos ocasionesella miró y me examinó, pero yo tenía siemprecerrados los ojos y fingía dormir. Obraba de esamanera porque estaba deprimido, y tenía nece-sidad de comprender en qué situación mehallaba. Me daba cuenta con horror de toda laabsurdidad y de toda la ignominia de mi confe-sión nocturna a Lambent, de mi convenio con ély de mi error al haber venido a su casa. Pero,gracias a Dios, el documento seguía estandoconmigo, cosido siempre a mi bolsillo del cos-tado; lo palpé con la mano: estaba allí. Por tantono había más que dar un brinco y escabullirme;

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en cuanto a avergonzarme delante de Lambert,era inútil: Lambert no se lo merecía.

Pero me avergonzaba ante mí mismo. Mehacia mi propio juez y... ¡Dios, cuántas cosashabía en mi alma! Pero no describiré ese senti-miento infernal, intolerable, esa sensación defango y de inmundicia. Debo sin embargo con-fesarlo, porque creo llegado el momento. Esalgo que tengo que registrar en mis memorias.Así, pues, que se sepa bien, si quería deshon-rarla, si me preparaba a ser testigo de la escenadurante la cual ella pagaría su rescate a Lam-bert (¡oh, bajeza! ), no era de ningún modo parasalvar a aquel loco de Versilov y devolvérselo amamá, era porque... quizá yo mismo estabaenamorado de ella, ¡enamorado y celoso! ¿Celo-so de quién? ¿De Bioring? ¿De Versilov? ¿Detodos aquellos a quienes ella miraría y conquienes hablaría en los bailes mientras yo mequedaría en mi rincón, avergonzado de mímismo... ? ¡Oh, monstruosidad!

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En una palabra, ignoro de quién estaba yo ce-loso; pero comprendía solamente, y me habíapersuadido de eso la víspera por la noche comodos y dos son cuatro, que ella estaba perdidapara mí, que esa mujer me rechazaría y se bur-laría de mi falsedad y de mi absurdidad. Ella esveraz y leal; yo, en cambio, soy un espía y de-tentador de documentos.

Todo esto lo he guardado para mí hasta estemomento, pero ahora ha llegado la hora, y...hago balance. Pero, todavía una vez, y porúltima vez: es posible que, en una mitad larga oincluso en tres cuartas partes, me haya calum-niado a mí mismo. Aquella noche, yo la odiabacomo un poseído, y más tarde, como un borra-cho desatado. Lo he dicho ya, era un caos desentimientos y de sensaciones en el que era in-capaz de encontrarme. Pero, es igual, hacía faltaexpresarlo, puesto que una parte al menos deesos sentimientos ha existido seguramente.

Con una irresistible repugnancia y una irre-sistible intención de borrarlo todo, salté inme-

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diatamente del diván; pero apenas había dadoel brinco cuando al punto acudió Alphonsine.Cogí mi pelliza y mi gorro y le dije que le co-municase a Lambert que la víspera yo habíaestado delirando, que había calumniado a unamujer, que había bromeado y que él no debíapermitirse nunca más poner los pies en mi ca-sa... Todo aquello lo expresé, bien que mal,apresurándome, en francés y sin duda muyoscuramente, pero, con gran ssombro mío,Alphonsine comprendió perfectamente; cosamás extraña aún, pareció incluso alegrarse deeso.

-Oui, oui - me aprobaba ella -, c',est une honte!Une dame... Oh!, vous êtes généreux, vous! Soyeztranquille, je ferais voir raison à Lambert...

Aunque en aquel instante debí parecer extra-ñado, al ver una revolución tan inesperada ensus sentimientos, y por consiguiente también,sin duda, en los de Lambert, sin embargo salíen silencio; la turbación reinaba en mi alma yyo razonaba mal. ¡Oh!, después lo examiné to-

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do, pero entonces, ¡era ya demasiado tarde!¡Oh, qué infernal maquinación salió de alli!Hago aquí una parada, para explicarlo antici-padamente, porque de otra forma el lector nopodría comprender nada.

El hecho es que, cuando mi primera entrevis-ta con Lambert, mientras me estaba deshelandoen su casa, le había farfullado como un imbécilque el documento estaba cosido en mi bolsillo.En aquel momento me había dormido de pron-to por algún tiempo sobre su diván en el rincón,y Lambert había palpado inmediatamente mibolsillo y se había convencido de que, en efecto,allí estaba cosido un papel. Luego. había podi-do convencerse en varias ocasiones de que elpapel seguía estando allí: por ejemplo, durantenuestra comida en los Tatars, me acuerdo deque varias veces me agarró por la cintura.Comprendiendo por fin de qué importancia eraaquel papel, había forjado todo un plan particu-lar que yo no sospechaba en to más mínimo. Yome figuraba siempre, como un imbécil, que, si

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me invitaba a su casa con tanto empeño, erasencillamente para inducirme a entrar en subanda y actuar con ellos. Pero, ¡ay!, ¡me invita-ba para una cosa completamente distinta! Meinvitaba para dejarme borracho perdido, y, enel momento en que me tendiese, privado deconocimiento, y me pusiera a roncar, cortarmelas puntadas y apoderarse del documento. Esexactamente lo que hicieron aquella noche Alp-honsine y él; fue Alphonsine quien abrió el bol-sillo. Una vez en posesión de la carta, de la cartade ella, de mi documento de Moscú, tomaronuna vulgar hoja de papel de cartas de, la mismadimensión y la colocaron en el mismo sitio; lue-go recosieron todo como si nada hubiese pasa-do, de forma que no me di cuenta de nada,También fue Alphonsine la que recosió. ¡Y yo,yo, casi hasta el fin, durante un día y medioaún, continué creyéndome el detentador delsecreto, creyendo que la suerte de Catalina Ni-colaievna seguía estando en mis manos!

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Una última palabra: aquel robo del documen-to fue la causa de todo, de todas las demás des-gracias.

IIHe aquí ahora los últimos días de mis memo-

rias, y llego al final del fin.Eran, creo, poco más o menos las diez y me-

dia, cuando, muy excitado y, por lo que recuer-do, extrañamente distraído, pero con una deci-sión definitiva en el corazón, llegué a mi alo-jamiento. No me deba prisa, sabía ya lo queharía. Y de repente, no había hecho más queponer el pie en el pasillo, comprendí que unanueva desgracia había caído sobre nosotros yque se había producido una complicación ex-traordinaria: el viejo príncipe, recién traído deTsarkoie-Selo, se encontrába en nuestro apar-tamiento, con Ana Andreievna a su lado.

Lo habían instalado, no en mi habitación, sinoen las dos habitaciones contiguas, las del case-

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ro. La víspera misma se habían efectuado enaquellos dos cuartos algunas modificaciones yembellecimientos, por lo demás muy ligeros. Elcasero se había trasladado con su mujer a lahabitación del inquilino caprichoso y picado deviruelas del que ya he hablado, y este últimohabía sido confinado ya no sé dónde.

Fui acogido por el casero, que se coló inme-diatamente en mi habitación. Mostraba un airemenos decidido que la víspera, pero se le veíaposeído por una excitación insólita, al nivel delos acontecimientos, si se puede decir así. No ledirigí la palabra, pero, retirándome a un rincóny cogiéndome la cabeza entre las manos, per-manecí así un rato. Él pensó al principio que yoadoptaba una «pose», pero por fin no pudocontenerse más y se asustó:

-¿Es que pasa algo? - balbuceó -. Le esperabapara preguntarle - agregó al ver que yo no lerespondía - si no le molestaría a usted abrir estapuerta, para comunicar directamente con las

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habitaciones del príncipe en lugar de hacerlopor el pasillo.

Señalaba a una puerta lateral, siempre cerra-da, y que comunicaba con sus dos habitacionesque ahora servían de alojamiento al príncipe.

-Pedro Hippolitovitch - le declaré con sem-blante grave -, le ruego que haga el favor de irinmediatamente a invitar a Ana Andreievna aque venga aquí a hablar conmigo. ¿Hace muchotiempo que están aquí?

-Pronto hará una hora.-Pues bien, vaya usted.Se fue y me trajo esta extraña respuesta: que

Ana Andreievna y el príncipe Nicolás Ivano-vitch me esperaban con impaciencia en sushabitaciones; por tanto, Ana Andreievna nohabía querido venir. Me abroché y me cepillémi redingote, que se había arrugado durante lanoche, me lavé, me peine, todo ello sin darmeprisa; luego, comprendiendo hasta qué punto

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había de ser prudente, me dirigí a las habitacio-nes del anciano.

El príncipe estaba sentado en un diván delan-te de una mesa redonda, mientras Ana Andrei-evna, en otro rincón, delante de otra mesa cu-bierta por un mantel y sobre la cual hervía elsamovar de la casa, reluciente como nunca, lepreparaba el té. Entré con el mismo semblantesevero, y el viejecito, que lo había notado almomento, se estremeció; rápidamente, su sonri-sa dejó sitio a su verdadero espanto; pero yo noinsistí, me eché a reír y le tendí las manos; elpobre se lanzó a mis brazos.

Sin ninguna clase de dudas, comprendí in-mediatamente con quién tenía que habérmelas.Por lo pronto, estaba claro como la luz del díaque, de un anciano todavía casi gallardo y, apesar de todo, bastante sensato, dotado de uncierto carácter, habían hecho, desde que no nosveíamos, una especie de momia, un verdaderoniño, temeroso y desconfiado. Añadiré: él sabíaperfectamente para qué lo habían traído aquí, y

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todo había pasado exactamente como por anti-cipado he explicado antes. Literalmente, lo hab-ían aterrorizado, destrozado, aplastado con lanoticia de la traición de su hija y del manico-mio. Se había dejado traer, apenas consciente delo que hacía, por el miedo tan grande que expe-rimentaba. Se le había dicho que yo era el de-tentador del secreto y que tenía la clave de lasolución definitiva. Lo diré de corrido: eran esasolución definitiva y esa clave to que él temíamás que nada en el mundo. Esperaba vermeentrar en su habitación llevándole la sentenciaen la frente y el papel en la mano; por eso semostró locamente feliz al verme, en cambio,dispuesto a reír y a charlar de cualquier otracosa. Cuando nos abrazamos, se deshizo enlágrimas. Lo confieso, también yo lloré un poco;pero de repente experimenté hacia él una lásti-ma inmensa... El perrito de Alphonsine dejabaoír un ladrido agudo como una campanilla y selanzó desde el diván sobre mí. Este perro mi-

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niatura no lo abandonaba nunca desde que lohabía adquirido; dormía con él.

-Oh!, je disais qu'il a du ecoeur! - exclamó, diri-giéndose a Ana Andreievna y señalándome.

-¡Qué repuesto está usted, príncipe! ¡Qué caramás fresca y rozagante tiene! - observé.

¡Ay!, era todo lo contrario: era una momia,y yo hablaba así únicamente para animarlo.

-Nest-ce pas? Nest-ce pas? - repetía él gozosa-mente.

-Pero tómese usted su té. Si me ofrece una ta-za a mí también, la- beberé en su compañía.

-¡Maravillosa idea! «Bebamos y gocemos»...¿cómo es eso? Hay unos versos por ese estilo.Ana Andreievna, déle usted té; il prend toujourpar les sentiments... Dénos té, querida.

Ana Andreievna sirvió el té, pero de prontose volvió hacia mí y empezó con extremadasolemnidad:

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-Arcadio Makarovitch, henos aquí a los dos,mi bienhechor el príncipe Nicolás Ivanovitch yyo, refugiados en su casa. Porque hemos veni-do a su casa, precisamente a la casa de usted, ylos dos le pedimos asilo. Recuerde que casi to-do el destino de este hombre santo, noble yafligido, está en sus manos... ¡Confiamos en ladecisión de su corazón justo!

Pero no pudo terminar; el príncipe fue asalta-do por el temor y casi tembló de espanto:

Après, après, nest-ce pas, chère amie? - repetíalevantando las manos hacia ella.

No sabría expresar la penosa impresión queme produjo esta interrupción. No respondí na-da y me contenté con hacer un saludo frío ygrave; en seguida me senté a la mesa y habléintencionadamente de otra cosa, de tonterías,me puse a reír y a bromear... El anciano me es-taba visiblemente agradecido y se alegraba,muy animado. Pero su alegría, aunque exalta-da, era manifiestamente frágil y podía en un

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instante dar paso a un desánimo completo; esoestaba claro a ojos vistas.

--Cher enfant! Me he enterado de que has es-tado enfermo... ¡Ah, pardón!, me han dicho quetodo este tiempo te has ocupado de cosas deespiritismo, ¿es verdad?

-Ni siquiera he pensado en eso -. dije, con unasonrisa.

-¿No? ¿Quién es entonces el que me ha habla-do de es-pi-ri-tis-mo?

-Es el portero de aquí, Pedro Hippolitovitch,quien hablaba de eso hace un momento - ex-plicó Ana Andreievna -. Es un hombre muyjovial y que sabe muchas anécdotas. ¿Quiereque to llame?

-Oui, oui, il est charmant... sabe anécdotas, peroserá mejor llamarlo más tarde. Lo llamaremos,y nos contará todo; mais après. Figúrate quehace un momento estaban poniendo la mesa yhe aquí que dice: «Estén tranquilos, la mesa nose marchará volando, no somos espíritus.» ¿Es

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que, en casa de los espíritus, las mesas desapa-recen volando?

-No sé. Se dice que se levantan sobre las pa-tas.

-Mais ce'st terrible ce que to dis - exclamó elpríncipe, y me lanzó una mirada espantada.

-¡Oh!, no se preocupe, son tonterías.-Eso es lo que yo digo. Natasia Stepanovna

Salonievna... tú la conoces... ¡ah!, es verdad, nola conoces... Bueno, figúrate que ella cree tam-bién en el espiritismo y que yo, chère enfant - sevolvió hacia Ana Andreievna - le dije un día: enlos Ministerios hay también mesas, con ochopares de manos de burócratas puestas encima,que no dejan de escribir, y bien, ¿por qué nobailan esas mesas? ¡Figúrate si se pusieran depronto a bailar! Una insurrección de mesas enel Ministerio de Hacienda o en el de InstrucciónPública, ¡no faltaría más que eso!

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-¡Qué cosas tan divertidas dice usted siempre,príncipe! - exclamé, tratándo de reír sincera-mente.

-Nest-ce pas? Je ne parle pas trop, mais je dis bien.-Voy a buscar a Pedro Hippolitovitch - dijo

Ana Andreievna levantándose.

El contento brillaba en su rostro: al verme tanamable con el anciano, se alegraba. Pero apenashubo salido, la fisonomía del anciano cambió degolpe de una manera fulminante. Miró temero-samente hacia la puerta, lanzó una ojeada entorno e, inclinandose desde su diván hacia mi,me çuchicheó con voz espantada:

--Cher ami? ¡Si pudiese verlas a las dos aquíjuntas! Oh, cher enfant!

-¡Príncipe, cálmese usted...!-Sí, sí, solamente que:.. nosotros las reconci-

liaremos, ¿verdad? Es una peleíta sin importan-cia entre dos mujeres muy dignas, ¿no? No ten-go esperanzas más que en ti... Vamos a arreglartodo esto aquí; pero ¡qué alojamiento tan extra-

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ño éste! - añadió lanzando una mirada casi te-merosa -, y, mira, este casero... tiene una cabezatan rara... Dime, ¿no es peligroso ?

-¿El casero? ¡De ninguna manera! ¿Por quéiba a ser peligroso?

-C'est ça. Tanto mejor. Il semble qu'il est bête, cegentilhomme. Cher enfant, por el amor de Dios,no le digas a Ana Andreievna que aquí me damiedo de todo; a ella le digo que todo está muybien, desde el primer paso que di aquí, a inclu-so alabo al casero. Oye, tú sabes la historia deVon Sohn, ¿te acuerdas?

-Sí; ¿y qué?-Rien, rien du tout... Mais je suis libre ici, nest-ce

pas?¿Qué crees tú, no podrá pasarme aquí algo

por el mismo estilo?-Pero, ¡qué absurdo!, le aseguro a usted, mi

querido amigo... créame...Quería cogerme en brazos; las lágrimas corr-

ían por su rostro; yo no sabría decir hasta qué

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punto se me oprimió el corazón: el pobre viejose parecía a un niño lastimero, débil, espantado,robado de su nido natal por gitanos y traído acasa de desconocidos. Pero no se nos permitióabrazarnos: la puerta se abrió y entró Ana An-dreievna, pero no con el casero, sino con elhermano de ella, el chambelán. Esa novedad medesconcertó; me levanté y me dirigí hacia lapuerta.

-Arcadio Makarovitch, permítame que le pre-sente - declaró en voz alta Ana Andreievna, deforma que, a pesar mío, me vi obligado a dete-nerme.

---Conozco ya demasiado bien a su hermano -dije martillando las palabras y recalcando la dedemasiado.

-¡Ah!, ¡qué terrible error! Y soy tan culpable,mi querido And... Andrés Makarovitch - far-fulló el joven aproximándose a mí con un airemuy desenvuelto y cogiéndome la mano, queno me fue posible retirar -. Mi criado Esteban

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tuvo la culpa de todo; le anunció a usted de unamanera tan estúpida que lo tomé por otro. Esuna cosa que pasó en Moscú - le explicó a suhermana -. Después hice toda clase de esfuerzospara localizarlo y explicarle lo sucedido, perocaí enfermo, pregúnteselo a él... Cher prince,nous devons être amis, même par droit de nais-sance...

Y el desvergonzado joven se atrevió incluso aponerme la mano en el hombro, lo que era elcolmo de la familiaridad. Di un salto de costa-do, pero, confuso, preferí retirarme sin pro-nunciar una palabra. Vuelto a mi habitación,me senté en la cama, pensativo y turbado. Laintriga me ahogaba, pero yo no podía sin em-bargo confundir y aplastar de golpe a Ana An-dreievna. Comprendí de pronto que tambiénella me era querida y que su situación era es-pantosa.

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IIIComo yo esperaba, ella entró en mi habita-

ción, dejando al príncipe con su hermano, quese había puesto a contarle al viejo toda clase derumores mundanos, calentitos y recién sacadosdel horno, cosa que al momento cautivó y divir-tió al anciano, tan susceptible de dejarse influir.En silencio y con aire interrogativo, me levantéde la cama.

-Ya se lo he dicho todo a usted, Arcadio Ma-karovitch - empezó ella abiertamente -; nuestrasuerte está en sus manos.

-Pero también yo le advertí que no podía...Los deberes más sagrados me impiden hacereso con lo que usted cuenta...

-¿De verdad? ¿Es ésa su respuesta? Entonces,yo pereceré, pero ¿y el viejo? Sépalo: esta mis-ma tarde perderá la razón.

-No, perderá la razón si le enseño una cartade su hija, en la que ella consulta a un abogadopara saber qué hay que hacer para declarar loco

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a su padre - exclamé con fuego -. Eso es to queél no soportará. Y sépalo usted: él no cree en esacárta, me lo ha dicho ya.

Yo mentía al afirmar que él me lo había dicho;pero aquello venía a propósito.

-¿Se lo ha dicho ya? ¡Me lo imaginaba! En talcaso, estoy perdida; él ha llorado y ha pedidovolver a casa.

-Dígame en qué consiste precisamente el planque tiene usted formado - le pregunté con insis-tencia.

Ella se ruborizó, por orgullo herido, por decir-lo así, pero se puso rígida:

-Con esa carta de su hija entre mis manos, es-tamos justificados a los ojos del mundo. Inme-diatamente mandaré buscar al príncipe V... y aBoris Mikhailovitch Pelitchev, sus amigos deinfancia; son dos personajes honorables a influ-yentes en el gran mundo, y sé que hace dosaños manifestaron su indignación ante ciertospasos dados por esa hija ávida a implacable.

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Ciertamente lo reconciliarán con, su hija, si yose lo pido, y yo misma insistiré en eso; pero, porotra parte, la situación habrá cambiado comple-tamente. Además, mis parientes, los Fanariotov,estoy segura, se decidirán entonces a sostenermis derechos. Pero lo que para mí importa so-bre todo, es la felicidad de él; que comprendapor fin y que vea quiénes le tienen verdaderocariño. Sin duda, yo cuento principalmente conla influencia de usted, Arcadio Makarovitch:usted lo quiere tanto... Pero ¿quién lo quiere,aparte de usted y yo? Él no ha hecho más quehablar de usted durante estos últimos días. Sepreocupaba por usted, usted es «su joven ami-go»... Ni que decir tiene que, durante toda mivida, mi agradecimiento no conocerá límites...

Ahora ella me prometía una recompensa, ¡di-nero tal vez!

La interrumpí brutalmente:-¡Por mucho que usted diga, no puedo! - de-

claré con un acento de decisión inflexible -. Sólo

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puedo corresponderle a usted con la mismasinceridad y explicarle mis últimas intenciones:dentro de poco le entregaré esa carta fatal a Ca-talina Nicolaievna en propia mano, pero a con-dición de que ella no forme ningún escándalocon todo lo que ha pasado y que dé por antici-pado su palabra de que no impedirá la felicidadde usted. Es todo to que puedo hacer.

--¡Es imposible! - exclamó ella, enrojeciendode pies a cabeaa.

La sola idea de que Catalina Nicolaievna pu-diera compadecerla excitaba su indignación.

--No cambiaré de decisión, Ana Andreievna.-Es posible que cambie.-Diríjase usted a Lambert.-Arcadio Makarovitch, usted no sabe las des-

gracias que pueden nacer de su obstinación -amenazó con severidad y furor.

-Nacerán desgracias, eso desde luego... - Lacabeza me da vueltas -. Pero basta ya: he deci-

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dido y se acabó. Solamente, se lo ruego, por elamor de Dios, no me traiga aquí a su hermano.

-Pero si él desea precisamente borrar...-¡No hay nada que borrar! ¡No tengo necesi-

dad, no quièero, no quiero! - exclamé cogién-dome la cabeza entre las manos (¡oh!, ¡quizá lahe tratado con demasiada altivez!) -. Perodígame dónde va a pasar el príncipe la noche.¿Aquí?

-Pasará la noche aquí, en casa de usted y conusted.

-¡Esta misma tarde me mudo!Pronunciadas esas palabras implacables, cogí

mi gorro y empecé a ponerme la pelliza. AnaAndreievna me observaba en silencio, con airesombrío. ¡Me daba lástima, sí, me daba muchalástima de aquella muchacha altanera! Pero memarché sin darle ni una palabra de esperanza.

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IVTrataré de resumir. Mi decisión estaba toma-

da irrevocablemente, y me dirigí derechamentea casa de Tatiana Pavlovna. ¡Ay!, una gran des-gracia se podría haber evitado, si yo la hubieseencontrado en casa; pero, como por azar, aqueldía me perseguía la mala suerte. Fui también,naturalmente, a casa de mamá, primero paravisitar a mi madre enferma, y luego porquecontaba con encontrarme allí casi con toda se-guridad a Tatiana Pavlovna; pero tampoco es-taba allí; acababa de salir, mamá estaba en ca-ma, y Lisa se había quedado sola con ella. Lisame pidió que no entrara y no despertara amamá:

--No ha dormido en toda la noche, no hahecho más que atormentarse. Es una suerte queahora mismo se haya quedado dormida.

Besé a Lisa y le dije en dos palabras que habíatomado una decisión inmensa y fatal y que ibaa ponerla en práctica. Me escuchó sin gran

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asombro, como si fueran las palabras más co-rrientes. ¡Estaban todos de tal forma acostum-brados a mis interminables «últimas decisio-nes» y, a continuación, al cobarde abandono delas mismas! ¡Pero ahora, ahora era muy dife-rente! A pesar de todo, me pasé por el traktir yestuve allí un momento esperando, para ir abuscar en seguida, a tiro hecho, a Tatiana Pav-lovna. Explicaré por cierto por qué tenía yo depronto tanta necesidad de ver a esta mujer.Quería mandarla inmediatamente a casa deCatalina Nicolaievna para hacerla venir a casade la primera y restituirle el documento en pre-sencia de esta misma Tatiana Pavlovna, des-pués de haberles explicado todo de una vezpara siempre... En resumen, yo quería solamen-te hacer el bien; quería justificarme de una vezpara siempre. Resuelto este punto, decidí abso-luta y resueltamente decir algunas palabras enfavor de Ana Andreievna y, si era posible, to-mar a Catalina Nicolaievna y a Tatiana Pavlov-na (como testigos), llevarlas a mi casa, es decir,

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a casa del príncipe, y allí reconciliar a las muje-res enemigas, resucitar al príncipe y... y... enuna palabra, allí, en ese pequeño grupo, al me-nos ese día, hacer a todo el mundo feliz, des-pués de to cual no faltaría más que Versilov ymamá. Yo no podía dudar del éxito: CatalinaNicolaievna, agradecida por la devolución de lacarta, a cambio de la cual yo no le pediría nada,no podría negarse a mi súplica. ¡Ay!, creía to-davía estar en posesión del documento. ¡Oh, enqué situación tan estúpida e indigna me encon-traba sin saberlo!

La oscuridad había ya sobrevenido y seríanalrededor de las cuatro cuando me presenté denuevo en casa de Tatiana Pavlovna. María res-pondió groseramente que «no había vuelto».Me acuerdo muy bien ahora de su mirada sinlevantar los ojos; pero, en ese momento, yo nopodía sospechar nada, al contrario, fui traspa-sado por esta otra idea: al bajar, irritado y unpoco desanimado, la escalera de Tatiana Pav-lovna, me acordé del pobre príncipe que hacía

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un momento me había tendido los brazos, y depronto me reproché amargamente haberloabandonado, tal vez por despecho personal.Con inquietud, empecé a figurarme lo que pod-ía haberle sucedido durante mi ausencia, tal vezalgo muy malo, y me apresuré a regresar a casa.Ahora bien, en casa se habían producido losacontecimientos siguientes:

Ana Andreievna, al abandonarme toda enfa-dada, no había perdido aún los ánimos. Es pre-ciso decir que, por la mañana, había mandado abuscar a Lambert; luego, una vez más, y comoLambert seguía sin estar en casa, había enviadopor fin a su hermano a buscarlo. La desgracia-da, al ver mi resistencia, ponía en Lambert y enel influjo que éste pudiera ejercer sobre mí suúltima esperanza. Lo aguardaba con impa-ciencia y lo único que la asombraba era que él,que no la abandonaba y había rondado en tornoa ella hasta aquel día, la hubiese abandonadode pronto y hubiese desaparecido. ¡Ay!, nopodía ocurrírsele la idea de que Lambert, en

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posesión ahora del documento, hubiese tomadodecisiones muy distintas y que, por consiguien-te, era lo más natural que se ocultase, y que seocultase, sobre todo, de ella.

Así, pues, con la inquietud lógica del caso yuna alarma creciente en el corazón, Ana An-dreievna casi no tenía ya fuerzas para distraeral anciano; y, para colmo, la inquietud de éstehabía adquirido proporciones temibles. Hacíapreguntas extrañas y temerosas, se ponía a mi-rarla con suspicacia y, en varias ocasiones, sedeshizo en lágrimas. El joven Versilov no sequedó mucho tiempo. Después que su hermanose marchó, Ana Andreievna trajo, por fin, aPedro Hippolitovitch, en el que confiabamuchísimo, pero éste, lejos de agradar, no ins-piró más que repugnancia. De una manera ge-neral, el príncipe consideraba a Pedro Hippoli-tovitch con una desconfianza y una suspicaciacada vez más grandes. El otro, como por casua-lidad, se había puesto de nuevo a charlar sobreel espiritismo y otros fenómenos que él había

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presenciado: un charlatán de paso, que cortabacabezas en público, la sangre corría y todo elmundo to veía, a continuación las volvía a colo-car sobre el cuello respectivo y se pegaban,igualmente a la vista del público, y todo aquellohabría pasado en 1859. El príncipe se espantótanto y a la vez concibió tal indignación, queAna Andreievna se vio obligada a alejar inme-diatamente al narrador. Por fortuna llegó lacomida, especialmente encargada la víspera(por precaución de Lambert y de Alphonsine) aun notable cocinero francés de la vecindad, queno tenía empleo y lo buscaba en una casa aris-tocrática o en un club. Esa comida con champa-ña alegró mucho al anciano; comió y bromeó delo lindo. Después de la comida, se sintió natu-ralmente pesado y tuvo ganas de dormir; comoestaba acostumbrado a hacer la siesta, Ana An-dreievna le había preparado una cama. Mien-tras se dormía, él le besaba las manos y decíaque ella era su paraíso, su esperanza, su hurí,su «flor de oro»; en una palabra, se lanzó de

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lleno a las expresiones más orientales. En fin, sedurmió y fue eñtonces cuando yo volví.

Ana Andreievna se apresuró a entrar en mihabitación, juntó las manos delante de mí y dijoque me suplicaba «no por ella, sino por elpríncipe», no marcharme a ir a verlo cuando sedespertara. « Sin usted, está perdido, tendrá unataque; temo que no resista hasta la noche. .. »Añadió que ella no tenía más remedio que au-sentarse, «tal vez incluso por dos horas, y quepor consiguiente dejaba al príncipe a mi custo-dia». Le di calurosamente palabra de que mequedaría hasta por la noche y que, cuando sedespertara, haría todo lo que estuviese en mimano para distraerlo.

-¡Y yo cumpliré mi deber! - concluyó ellaenérgicamente.

Se fue. Explicaré, anticipadamente: se iba enbusca de Lambert; era su última esperanza;además visitó a su hermano y a sus parientes

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Fanariotov; se comprende en el estado en quedebió de volver.

El príncipe se despertó aproximadamente unahora después de su marcha. A través de la pa-red, lo oí gemir y corrí inmediatamente a suhabitación; me lo encontré sentado en su cama,en camisón de dormir, pero tan asustado por lasoledad, por la luz de la única lámpara y poraquella habitación desconocida, que en el mo-mento en que entré se estremeció, tuvo un so-bresalto y lanzó un grito. Me precipité hacia ély cuando distinguió que era yo, me abrazó conlágrimas de alegría.

-Me habían dicho que lo habías mudado, quehabías cogido miedo y te habías quitado de enmedio.

-¿Quién ha podido decirle eso?-¿Quién? Bueno, quizá he sido yo que lo he

inventado, quizá también ha sido alguien queme lo ha dicho. Figúrate que hace un momentohe tenido un sueño: de repente veo en. trar a un

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viejo barbudo con un icono, un icono partido endos pedazos, que me dice: «¡Así se romperá tuvida!»

-¡Oh Dios mío!, seguramente ha sabido ustedpor alguien que Versilov rompió ayer un icono.

-Nest-ce pas? Sí, sí, lo he sabido. Me he entera-do esta mañana por Daria Onissimovna. Ella hatransportado aquí mi maleta y mi perro.

-¡Vaya un sueño raro!

-¡Poco importa! Y figúrate que ese viejo no de-jaba de amenazarme con el dedo. Pero, ¿dóndeestá Ana Andreievna?

-Va a volver en seguida.-¿De dónde? ¿Adónde ha ido? - exclamó do-

lorosamente.-No, no, estará aquí en seguida. Me pidió que

me quedase con usted un momento.-Oui, ella vendrá. Así, pues, nuestro Andrés

Petrovitch ha perdido el juicio; «y tan repenti-namente, con tanta prontitud». Yo siempre le

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había predicho que acabaría así. Espera, amigomío...

De pronto se aferró a mi redingote y me atrajohacia él.

-El casero - dijo en voz baja - me ha traídohace un momento fotografías, sucias fotografíasde mujeres, nada más que mujeres desnudas endiversas posturas orientales, y se ha puesto aenseñármelas a la luz de la lámpara... Yo,compréndelo, se las he elogiado, a regañadien-tes, pero es lo mismo que cuando le llevabanmujeres malas a aquel desgraciado, para enseguida embriagarlo más fácilmente...

-Usted quiere seguir hablando de Von Sohn.Pero dejemos eso, príncipe. El casero es unimbécil, ni más ni menos.

-Un imbécil, ni más ni menos. C'est mon opi-nion. ¡Amigo mío, si puedes, sácame de aquí!

Y de repente juntó las manos delante de mí.

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-Príncipe, haré todo lo que pueda... Le perte-nezco. Mi querido príncipe, espere un poco ytal vez me será posible arreglarlo todo...

Nest-ce pas? No diremos esta boca es mía, nosescabulliremos, y dejaremos la maleta parahacerle creer que volveremos.

-¿Adónde iríamos? ¿Y Ana Andreievna?

---No, no, con Ana Andreievna. Oh, mon cher!,la cabeza me da vueltas... Espera: hay ahí, en elsaco de la derecha, un retrato de Katia; lo hemetido a escondidas hace un momento paraque Ana Andreievna y, sobre todo, para queesa Daria Onissimovna no lo noten; sácalopronto, por el amor de Dios, y ten cuidado deque no nos sorprendan... ¿no hay manera deecharle el cerrojo a la puerta?

Encontré efectivamente en el saco de viajeuna fotografía de Catalina Nicolaievna, en unmarco ovalado. La cogió, la llevó a la luz ypronto empezaron a correr lágrimas por susmejillas flacas y amarillentas:

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-C'est un angel, c'est un ange du ciel! - exclamó-. Toda mi vida he sido culpable ante ella... ¡Yahora también! Chère enfant, no creo en nada,¡en nada! Amigo mío, dime: ¿es posible que seme quiera encerrar en un manicomio? Je dis deschoses charmantes et tout le monde rit... ¿y éste esel hombre al que van a enviar a un manicomio?

-¡Es imposible! - exclamé -. Es un error, yo co-nozco los sentimientos de ella.

-¿También tú conoces sus sentimientos? ¡Puesbien, tanto mejor! Amigo mío, me has resucita-do. ¿Qué es lo que no me han dicho de ti?¡Llama aquí a Katia, amigo mío, y que las dosse abracen delánte de mí, las llevaré a casa, ypendremos al casero de patitas en la calle!

Se levantó, juntó las manos y de pronto se pu-so de rodillas delante de mí.

-Cher - me susurró, con un miedo insensato,temblando como una hoja -, amigo mío, dimetoda la verdad: ¿dónde me van a encerrar aho-ra?

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-¡Cielo santo! - exclamé, levantándolo ysentándolo en la cama -, ¡tampoco a mí me creeusted! ¿Cree que yo también formo parte de laconfabulación? ¡Pero yo no permitiré a nadieaquí que le toque con un dedo!

-C'est ça, no lo permitas! - balbuceó apretán-dome fuertemente los codos con sus manos ysin dejar de temblar-. ¡No me entregues a nadie!Y tú mismo, no me mientas... porque... ¿es po-sible que me saquen de aquí? Escucha, ese case-ro, Hippolito, o bien... ¿cómo lo llaman?, ¿noes... doctor?

-¿Qué doctor?-¿Y esto... no es un manicomio, esto, esta habi-

tación?Pero en aquel instante, repentindmente, la

puerta se abrió y entró Ana Andreievna. Sinduda había estado escuchando a la puerta y, noresistiendo más, había abierto demasiado brus-camente: el príncipe, que se estremecía al me-nor ruido, lanzó un grito y escondió la cabeza

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en la almohada. Tuvo por fin una especie deataque, que se resolvió en sollozos.

-¡He aquí el fruto de su hermoso trabajo! - ledije señalándole al anciano.

-¡No, es el fruto del trabajo de usted! - dijo ellaelevando la voz -. Por última vez, me dirijo austed, Arcadio Makarovitch: ¿quiere usted re-velar la intriga infernal urdida contra este an-ciano sin defensa y sacrificar «sus sueños deamor insensatos a infantiles» para salvar a supropia hermana?

-Os salvaré a todos, pero solamente como lehe dicho a usted hace un momento. Doy unsalto, y dentro de una hora quizá, Catalina Ni-colaievna en persona estará aquí. Yo recon-ciliaré a todo el mundo y todo el mundo seráfeliz - exclamé, casi inspirado.

-¡Tráela aquí, tráela aquí! - dijo el príncipe,por fin vuelto en sí -. ¡Llevadle junto a ella!¡Quiero estar con Katia, quiero ver a Katia y

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bendecirla! - exclamaba él levantando los bra-zos y echándose abajo de la cama.

-Ya ve usted - dije mostrándoselo a Ana An-dreievna -, ya oye lo que dice: ahora, de todasmaneras, ningún «documento» podrá salvarla austed.

-Ya lo veo, pero todavía podría servir parajustificar mi conducta a los ojos del mundo,mientras que ahora me veo deshonrada. ¡Basta!,mi conciencia está tranquila. Me veo abando-nada por todos, incluso por mi propio herma-no, que ha temido un fracaso... Pero cumplirémi deber y me quedaré junto a este desgracia-do, ¡para servirle de criada, de enfermera!

Pero no había tiempo que perder, y salí de lahabitación:

-¡Volveré dentro de una hora y no volveré so-lo! - grité desde el umbral.

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CAPÍTULO XIII

¡Por fin, encontré a Tatiana Pavlovna! De untirón se lo conté todo, toda la historia del do-cumento y todo lo que pasaba en mi casa, hastael último detalle. Aunque ella comprendió elasunto perfectamente y pudo darse cuenta condos palabras, la exposición nos ocupó, creo, unadocena de minutos. Y o no sabía qué máshablar, decía toda la verdad y no me ruboriza-ba. Silenciosa a inmóvil, derecha como un pos-te, estaba sentada en su silla, apretados los la-bios, sin quítarme los ojos de encima, es-cuchándome con toda atención. Pero cuandoacabé, de pronto dio un salto, tan precipitada-mente, que también yo brinqué.

-¡Ah, bribón.! ¡Entonces, esa carta la llevabasverdaderamenté cosida encima, y fue la imbécilde María Ivanovna quien te la cosió! ¡Ah, cana-lla, sinvergüenza! ¡Entonces, para eso veníasaquí, para domar los corazones, para conquistar

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el gran mundo, para vengarte, no importa con-tra quién, por ser un bastardo!

-¡Tatiana Pavlovna - exclamé -, le prohibo queme injurie! Quizás ha sido usted, con sus inju-rias, desde el principio, la causa del encarniza-miento que he mostrado aquí. Sí, soy bastado yacaso haya querido en efecto vengarme de serun bastardo, y quizás en efecto me he queridovengar en no importa quién, puesto que ni elmismo diablo podría descubrir al culpable; pe-ro acuérdese usted de que he repudiado mialianza con los pillos y he vencido mis pasio-nes. Soltaré sin decir nada el documento delan-te de ella y me iré, sin esperar siquiera a que mediga una palabra; usted será testigo.

-¡Dame esa carta, dámela inmediatamente,ponla aquí en la mesa! ¿Quién sabe si estás min-tiendo?

-La llevo cosida al bolsillo; fue María Ivanov-na en persona quien me la cosió; y aquí, cuandome hicieron un redinjote nuevo, la saqué del

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vicio y la cosí yo mismo en éste; aquí está, mire,palpe, no miento.

-¡Pues bien, dámela, sácala! - se emperrabaTatiana Pavlovna.

-Por nada en el mundo, se lo repito. La depo-sitaré delante de ella en presencia de usted, yme iré sin esperar una sola palabra. Pero es pre-ciso que ella sepa y que vea con sus propiosojos que soy yo, yo mismo, quien se la devuel-ve, voluntariamente, sin coacción y sin recom-pensa.

-Para lucirte otra vez, ¿verdad? ¿Sigues es-tando enamorado?

-Diga usted todas las maldades que quiera.Está bien, me las he merecido y no me ofendo.Ella me tomará tal vez por. un jovencito que laha espiado y que se ha imaginado una conspi-ración, ¡sea!, pero que confiese que me he do-mado a mí mismo, que he puesto su felicidadpor encima de todo en el mundo. Es igual, Ta-tiana Pavlovna, es igual. Me grito a mí mismo:

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¡valor y esperanza! Es tal vez mi primer paso enla carrera, sí, pero ha acabado bien, ha acabadonoblemente. Además, sí la quiero - continué,inspirado y con los ojos brillantes -, no meavergüenzo de eso: mamá es un ángel del cielo,y ella, ¡ella es una reina en la tierra! Versilovvolverá a mamá, y delante de ella yo no tengopor qué avergonzarme; he oído lo que decíanella y Versilov, yo estaba detrás de la cortina...¡Oh, sí!, los tres, los tres somos «gente de lamisma locura». ¿Sabe usted de quién es estafrase: «gente de la misma locura»? ¡Es de él, deAndrés Petrovitch! ¿Y sabe usted que quizásomos aquí más de tres los que tenemos estamisma locura? ¡Sí, me apuesto algo a que ustedes la cuarta! ¿Quiere que se lo diga?: me apues-to algo a que usted ha estado enamorada todala vida de Andrés Petrovitch y que continúa es-tándolo, incluso ahora...

Lo repito, yo estaba como inspirado y dicho-so, pero no tuve tiempo de acabar: de pronto,con un ademán extraordinariamente rápido, me

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agarró por los cabellos y me tiró por dos vecescon toda su fuerza hacia atrás... En seguida mesoltó y se retiró a un rincón, la cara contra lapared y oculta en su pañuelo:

-¡Sinvergüenza' ¡No me digas esas cosas! - ex-clamó llorando.

Era algo tan inesperado, que naturalmente mequedé -estupefacto. Me quedé clavado en elsitio, mirándola, sin saber qué hacer.

-¡Uf, el imbécil! ¡Ven aquí, ven a besar a tuvieja idiota! - dijo de pronto, riendo y llorando-. ¡Y no repitas nunca esas cosas... ! ¡A ti, a ti tequiero, y, toda mi vida te he querido...! ¡Idiota!

La besé. Diré entre paréntesis que, a partir deese momento, Tatiana Pavlovna y yo siemprehemos sido buenos amigos.

-¡Pues sí! Pero, ¿qué es lo que hago aquí? - ex-clamó de pronto, dándose una palmada en lafrente-. ¿Qué me dices, que el viejo príncipeestá en tu casa? ¿Es verdad eso?

--Se lo aseguro.

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-¡Ah, Dios mío! ¡Se me va a parar el corazón! -se puso a dar vueltas y a bullir por la habitación-. ¡Y así es cómo lo tratan! ¡Dos idiotas nuncason castigados! ¿Y desde por la mañana? ¡Vayacon la Ana Andreievna! ¡Miren la monjita! ¡Y laotra, la Militrissa, no sabe nada!

-¿Qué Militrissa?-¡Pues la reina de la tierra, el ideal, qué sé yo!

¿Y qué vamos a hacer ahora?-¡Tatiana Pavlovna! - exclamé recobrando mi

presencia de espíritu -; hemos estado diciendotonterías y nos hemos olvidado de lo principal:he venido a buscar a Catalina Nicolaievna, y meesperan allá.

Y le expliqué que entregaría el documento acondición de que ella me prometiera hacer in-mediatamente la paz con Ana Andreievna yconsentir incluso en su casamiento...

-Eso está muy bien - interrumpió Tatiana Pav-lovna -, yo misma se lo he repetido infinidad deveces. De todas maneras, él se morirá antes del

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casamiento, no se casará con ella y, si le deja aAna dinero en su testamento, de todas formasel mal estaría hecho...

-¿Es que Catalina Nicolaievna lo único quesiente es el dinero?

No, ella siempre temía que el documento es-tuviese en poder de la otra, de Ana, y yo tam-bién temía lo mismo. Era ella a quien vigilába-mos. La hija no tenía ningún deseo de separarsedel viejo, pero era el alemán, Bioring, quien escierto que sólo se preocupa del dinero.

-¿Y después de eso puede ella casarse conBioring?

-¿Y qué quieres tú hacer con una idiota?Cuando se es idiota, se lo es para toda la vida.Mira, él le proporcionará una especie de tran-quilidad: «Hace falta casarse con alguien; puesbien, lo mismo da él que otro.» ¡Vamos!, veré-mos después cómo le sale la cosa. En seguida setirará de los pelos, pero será demasiado tarde.

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-Entonces, ¿por qué lo permite usted? Ustedsin embargo la quiere. Usted le ha dicho en sucara que estaba enamorada de ella.

-Enamorada, sí, y la quiero más que todos us-tedes juntos... Lo cual no impide que ella seauna soberana idiota.

-Entonces, corra a su casa inmediatamente,tomaremos una decisión y la llevaremos junto asu padre.

-¡Pero es imposible, imposible, tontito! ¡Eso eslo que es precisamente imposible! ¡Ay!, ¿quéhacer? ¡Ah!, la cabeza me da vueltas. - Y seagitó de nuevo, pero echando esta vez mano deuna esclavina -. ¡Ah! , si hubieses venido cuatrohoras antes. Ahora son ya más de las siete, haido a cenar a casa de los Pelitchev, para ir enseguida con ellos a la ópera.

-¡Dios mío!, ¿y si corriésemos nosotros a laópera? Pero no, es imposible... Pero, ¿qué va aser del viejo? ¡Tal vez se morirá esta noche!

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-Escúchame, no vayas allí, ve a casa de mamá,pasa allí la noche, y mañana temprano...

-No, por nada en el mundo abandonaré alviejo, pase lo que pase.

-Tienes razón, no lo abandones. Pero yo, mi-ra... a pesar de todo yo correré a su casa y ledejaré una notita... Mira, le escribiré a nuestromodo (ella comprenderá) que el documentoestá aquí y que mañana, a las diez en punto dela mañana, debe estar en mi casa sin falta.Tranquilízate, ella vendrá, me escuchará. Y deun solo golpe to arreglaremos todo. Tú, correallá abajo y arréglatelas con el viejo... acuéstalo,tal vez resista hasta por la mañana. No asustestampoco a Ana; también a ella la quiero; eresinjusto con ella porque no puedes comprender:ella está ofendida, ha estado ofendida desde sumás tierna infancia; ¡ah, la de cosas que mehabéis hecho ver entre todos! Pero no lo olvi-des, dile de mi parte que yo en persona me en-cargo de todo y de todo corazón, que esté tran-quila, que su urgullo no tendrá que sufrir... Y es

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que estos días nos hemos peleado, nos hemosdicho verdaderas injurias. Vamos, vete ya...Espera, enséñame otra vez el bolsillo... ¿es ver-dad, completamente verdad? Bueno, ¿es ver-dad? Entonces, dámela, dame esa carta, por lomenos por esta noche, ¿qué te importa eso?Déjamela, no me la voy a comer. Por manos deldiablo, podrías perderla esta noche... cambiarde opinión.

-¡Por nada en el mundo! - exclamé -. ¡Tenga,palpe, mire! ¡Pero por nada en el mundo se ladejaré!

--¡Bien veo que hay un papel! - palpaba conlos dedos -. Bueno, está bien; vete y quizá yome alargue hasta el teatro, es una buena ideaque has tenido. Pero, ¡corre, vete ya!

-¡Tatiana Pavlovna, un momento! ¿Y mamá?-Está bien.-¿Y Andrés Petrovitch?Ella hizo un gesto evasivo.-Recobrará el juicio.

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Me marché, animado, lleno de esperanza,aunque el resultado hubiese sido muy distintodel que yo esperaba. Pero, ¡ay!, la suerte habíadecidido otra cosa muy diferente, y yo no sabíato que me tenía preparado: verdad es que hayun destino en esta tierra.

IIDesde la escalera oí ruido en mi casa. La

puerta del apartamiento se encontraba abierta.En el pasillo estaba un criado desconocido, ves-tido de librea. Pedro Hippolitovitch y su mujer,aterrados los dos, estaban también en el pasillo,en actitud de espera. La puerta del príncipeestaba abierta: en el interior resonaba una vozatronadora que reconocí inmediatamente comola de Bioring. No había dado yo dos pasos,cuando vi de repente al príncipe, todo deshechoen lágrimas, tembloroso, arrastrado por el pasi-llo por Bioring y su compañero, el barón R., elmismo que había ido a negociar con Versilov.

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El príncipe sollozaba, abrazaba y besaba a Bio-ring. Bioring gritaba contra Ana Andreievnaque había, ella también, salido ai pasillo en se-guimiento del príncipe: Bioring la amenazaba y,creo, pataleaba rabioso: en una palabra, se con-ducía como grosero soldado alemán, a pesar detodo «su gran mundo». Más tarde se supo quese le había ocurrido la idea de que Ana Andrei-evna había cometido un crimen de derechocomún y debía ahora responder de su conductaante la justicia. Por ignorancia del asunto, loexageraba, como les pasa a muchos, y por esose juzgaba con derecho para obrar absoluta-mente sin miramientos. Sobre todo, no habíatenido tiempo de profundizar en el caso: lo hab-ían avisado de todo anónimamente, como sedescubrió luego (y como mencionaré a conti-nuación), y había acudido en ese estado de se-ñor enfurecido en el que, incluso los individuosmás espirituales de esa nacionalidad, sc en-cuentran dispuestos a veces a comportarse co-mo traperos. Ana Andreievna había acogido

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todo aquel asalto con una perfecta dignidad,pero yo no fui testigo. Vi solamente que, des-pués de haber arrastrado al anciano por el pasi-llo, Bioring lo dejó de pronto entre las manosdel barón R. y volviéndose precipitadamentehacia Ana Andreievna, le lanzó, probablementeen respuesta a alguna observación de ella:

-Es usted una intrigante. Lo que usted quierees su dinero. A partir de este momento, estáusted deshonrada en -el mundo y responderáante la justicia...

-Es usted quien explota a un pobre enfermo ylo ha llevado a la locura... Grita usted contra míporque soy una mujer y no tengo a nadie queme defienda...

-¡Ah, sí!, usted es su novia, su novia - se echóa reír malvada y rabiosamente Bioring.

-Barón, barón... Chère enfant, je vous aime - so-llozó el príncipe tendiendo las manos hacia AnaAndreievna.

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-Vamos, príncipe, vamos, hay una conspira-ción contra usted, y tal vez contra su vida - ex-clamó Bioring.

-Oui, oui, je comprends, j'ai compris au commen-cement...

-Príncipe --- dijo Ana Andreievna, alzando lavoz -, me ofende usted y permite que me ofen-dan.

-¡Fuera de aquí! - le gritó de pronto Bioring.No pude sufrirlo.-¡Canalla! - grité -. Ana Andreievna, ¡yo soy

su defensor!No tengo ni la intención, ni la posibilidad, de

anotar todos los detalles. Fue una éscena espan-tosá a innoble. Perdí de repente la razón. Creoque me lancé sobre él y que le golpeé: al menos,lo empujé fuertemente. Él me golpeó tambiéncon toda su fuerza, en la cabeza, tan fuerte, quecaí al suelo. Vuelto en mí, me lancé en su perse-cución por la escalera; recuerdo que la sangreme salía por la nariz. Ante la puerta los espe-

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raba un coche. Mientras se instalaba al príncipe,salté al coche y, a pesar del lacayo que me apar-taba, me arrojé de nuevo sobre Bioring. Ya norecuerdo cómo llegó la policía. Bioring me co-gió por el cuello y ordenó imperiosamente alagente que me condujera a la comisaría. Gritéque él debía ir también, para que se extendieraun proceso verbal, y que no había derecho paraarrestarme casi a la puerta de mi casa. Pero,como esto pasaba en la calle y no en mi aparta-miento, y como yo gritaba, juraba y me debatíacomo un borracho, y Bioring estaba de unifor-me, el agente me llevó conducido. Pero enton-ces me enfurecí por completo y, resistiendo contodas mis fuerzas, golpeé, creo recordar, alagente. Luego, lo recuerdo, llegaron dos que mecondujeron. Me acuerdo apenas de cómo se meintrodujo en una habitación llena de humo,apestada de tabaco, en la que una multitud deindividuos de todas clases, sentados o de pie,esperaban o escribían; allí también continuégritando: reclamé el proceso verbal. El asunto

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se complicó con resistencia y desacato a la auto-ridad. Por otra parte, mis vestidos estaban de-masiado en desorden. De pronto alguien gritóalgo contra mí. El agente mientras tanto meacusaba de pelea y hacía su informe: un coro-nel...

-¿Su nombre? - me gritaron.-Dolgoruki - chillé.-¿Príncipe Dolgoruki?Fuera de mí, respondí con insultos muy bajos,

luego... luego, recuerdo que me llevaron a uncuartito negro, «hasta que me refrescara». ¡Oh!,no protesto. Todo el mundo ha leído reciente-mente en los periódicos la queja de un señorque pasó una noche entera en la comisaría, en-cadenado en la «habitación de los borrachos», yéste, en mi opinión, era completamente inocen-te; yo, por el contrario, era culpable. Me tendíen un dormitorio común, en compañía de dosindividuos que dormían con un sueño de cadá-veres. Me dolía la cabeza, me latían las sienes,

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me galopaba el corazón. Sin duda había perdi-do el conocimiento y deliraba. Me acuerdo úni-camente de que me desperté en plena noche yme senté en el camastro. Bruscamente meacordé de todo, lo comprendí todo y, con loscodos sobre las rodillas y la cabeza entre lasmanos, me sumergí en una profunda medita-ción.

¡Oh!, no voy a describir aquí mis sentimien-tos, no tengo tiempo para eso; anotaré solamen-te esto: quizá no he vivido nunca instantes másgozosos que aquellos minutos de meditación,en la noche profunda, en el camastro, en la co-misaría. Esto puede parecerle raro al lector,como una fanfarronada, un deseo de brillar pormi originalidad, y sin embargo es como digo.Fue uno de esos instantes que llegan tal vez atodos los hombres, pero no más de una vez enla vida. En ese instante se decide su suerte, sefijan sus opiniones, se dice de una vez parasiempre: «He ahí donde está la verdad y adon-de hay que ir para encontrarla.» Sí, ese instante

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iluminó mi alma. Ofendido por aquel desver-gonzado Bioring y contando con ser ofendido eldía siguiente por aquella mujer del gran mun-do, yo sabía muy bien que podía tomarme unaterrible venganza, pero resolví no vengarme.Resolví, a pesar de la tentación, no revelar laexistencia del documento, no hacer que elmundo lo conociera (como la idea se agitaba yaen mi cerebro); me repetía que al día siguientecolocaría aquella carta delante de ella y que, siera preciso, en lugar de agradecimiento, recibir-ía su sonrisa burlona, pero que, a pesar de todo,no diría una sola palabra y la abandonaría parasiempre... Pero es inútil insistir. En cuanto loque sucedería al día siguiente cuando se mehiciera comparecer ante las autoridades y loque harían conmigo, casi se me olvidó pensaren ello. Me santigüé con amor, me acosté en elcamastro y me dormí con un limpio sueño deniño.

Me desperté tarde, cuando ya era de día. Es-taba ahora solo en el cuarto. Me. senté y me

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puse a esperar en silencio, mucho tiempo, cercade una hora; eran sin duda las nueve poco máso menos cuando me llamaron de pronto. Habríapodido entrar en muchos más detalles, pero esono vale la pena, puesto que toda esta historiaestá ya pasada; me bastará con decir lo esencial.Haré constar solamente que, para gran asombromío, se me trató con una cortesía inusitada: mehicieron unas cuantas preguntas, respondí nosé qué y me soltaron inmediatamente. Salí ensilencio y leí con satisfacción en sus ojos uncierto respeto hacia un hombre que, en una si-tuación semejante, había sabido no perder nadade su dignidad. Si yo no lo hubiese notado, nolo haría constar aquí. Delante de la puerta meaguardaba Tatiana Pavlovna. Explicaré en dospalabras por qué había salido tan bien librado.

Muy temprano, quizás a eso de las ocho, Ta-tiana Pavlovna había ido a mi casa, es decir, acasa de Pedro Hippolitovitch, esperando encon-trar todavía allí al príncipe, y de pronto se habíaenterado de todos los horrores de la víspera y

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sobre todo de que yo estaba detenido. En unsantiamén se plantó en casa de Catalina Nico-laievna (que ya, la víspera, al regreso del teatro,había tenido una entrevista con su padre, queacababan de traerle), la despertó, le metió mie-do y exigió mi liberación inmediata. Provistacon una carta que le facilitó, corrió en seguida acasa de Bioring y exigió inmediatamente de élotra nota para la persona competente, con elruego de aponerme en libertad sin demora, yaque había sido detenido por error». Con esanota, llegó al puesto de policía y su ruego fueatendido.

IIIRetorno ahora al punto esencial.Tatiana Pavlovna me agarró por el brazo, me

metió en el coche y me llevó a su casa. Allímandó preparar inmediatamente un samovar,me lavé y me arreglé en su cocina. En esa mis-ma cocina, me dijo en voz alta que a las once y

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media Catalina Nicolaievna vendría a su casa,según habían quedado de acuerdo momentosantes, para verme. Entonces fue cuando Maríaescuchó esas palabras. Un minuto después trajoel samovar, y dos minutos más tarde, cuandoTatiana Pavlovna la llamó de pronto, no res-pondió: había salido. Ruego al lector que lotenga en cuenta; eran entoñces, supongo, lasdiez menos cuarto. Tatiana Pavlovna se enfadópor el hecho de que hubiera desaparecido sinsu permiso; pero se dijo solamente que habríaido a la tienda y no perisó más en aquello. Ten-íamos otra cosa en qué pensar; hablábamos sinparar, porque había de qué, de forma que yo,por ejemplo, no noté, por así decirlo, la desapa-rición de María; le ruego al lector que se acuer-de también de esto.

Ni que decir tiene que yo estaba como aturdi-do; exponía mis sentimientos, y sobre todoaguardábamos a Catalina Nicolaievná, y la ideade que dentro de una hora iba a encontrarmepor fin con ella, y además en un instante tan

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decisivo de mi vida, me daba temblores. En fin,después que me hube tómado dos tazas, Tatia-na Pavlovna se levantó bruscarnente, cogió lastijeras que estaban sobre la mesa y dijo:

-Acerca el bolsillo: hay que sacar la carta. ¡Novamos a andar cortando delante de ella!

-¡Sí! - exclamé, desabrochándome mi redingo-te.

-¡Qué chapucería! ¿Quién ha cosido esto?-He sido yo, Tatiana Pavlovna, yo mismo.-Ya se ve que has sido tú. Vamos...Sacamos la carta; el viejo sobre seguía siendo

el mismo, pero dentro no había más que unpapel blanco.

-¿Qué quiere decir esto? - exclamó TatianaPavlovna dándole vueltas en todos los sentidos-. ¿Qué te pasa?

Yo estaba en pie, con la lengua paralizada,lívido... y de pronto me dejé caer sin fuerzas

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sobre la silla; estuve a punto de perder el cono-cimiento.

-¿Qué quiere decir todo esto? - gritó TatianaPavlovna -. ¿Dónde está la carta?

-¡Lambert! - exclamé de repente, dando unbrinco.

Había adivinado por fin y me daba puñadasen la frente.

A toda prisa, sin aliento, se lo expliqué todo,tanto la noche pasada en casa de Lambert comonuestra conspiración de entonces; por lo demásya le había confesado aquella conspiración lavíspera.

-¡Me la han robado! ¡Me la han robado! -- gri-taba yo pataleando y mesándome los cabellos.

-¡Qué desgracia! - dijo de pronto Tatiana Pav-lovna, comprendiendo de lo que se trataba -.¿Qué hora es?

Eran cerca de las once.-Y María que no está aquí. ¡María, María!

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-¿Qué desea la señora? - respondió de prontoMatía desde el fondo de la cocina.

-¿Estás ahí? Pero ¿qué hacer ahora? Voy a iren un salto a su casa... ¿Y tú, idiota, idiota!

-¡Yo voy a casa de Lambert! - aullé -, ¡y lo es-trangularé si es necesario!

-¡Señora! - dijo de pronto María desde su co-cina -, hay aquí una persona que quiere verla..No había terminado su frase cuando la «perso-na» hizo irrupción por su cuenta, con gritos ylamentos. Era Alphonsine. No describiré la es-cena en todos sus detalles; realmente era unaescena teatral: engaño y mentira, pero hay quehacer notar que Alphonsine la representó a lasmil maravillas.Con llantos de arrepent¡m¡ento ygestos frenéticos, contó (en francés, natural-mente) que la carta había sido ella quien la hab-ía robado, que la tenía ahora Lambert y queLambert, de acuerdo con aquel «bandido», cethomme noir, quería atraer a su casa a madarne lagénérale y matarla, inmediatamente, dentro de

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una hora... que ella se había enterado de todopor boca de los dos y que se había sentido presade un miedo terrible, al ver que tenían en lasmanos una pistola, un pistolet, y que había co-rrido aquí, a nuestra casa, para que fuéramosallí, para que la salváramos, para que la avisá-ramos... Cet homme noir...

En resumen, todo aquello era extremadamen-te verosímil, e incluso la estupidez de ciertasexplicaciones de Alphonsine aumentaba la ve-rosimilitud.

-¿Qué homme noir? - gritó Tatiana Pavlovna.-Tiens, j'ai oublié son nom... Un homme af-

freux... -Tiens,Versiloff .-¡Versilov, es imposible! . - exclamé.-¡Pues no, es muy capaz! - gritó Tatiana Pav-

lovna -. Pero dime, jovencita, sin dar saltos, sinmover los brazos, ¿qué es lo que ellos quierenhacer?

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Explicate razonablemente: no puedo creerque quieran tirar sobre ella...

La «jovencita» explicó lo que sigue (nota: todoesto no era más que mentira, lo advierto unavez más): Versilov se quedará detrás de la puer-ta, y Lambert, en cuanto ella entre, le mostrarácette lettre, y entonces Versilov saltará, y ellos...Oh!, ils feront leur vengance! Y ella, Alphonsine,teme una desgracia, porqué ha sido cómplice ycette dame, la générale, vendrá seguramente, «enseguida, en seguida» , porque ellos le han en-viado copia de la carta y ella verá inmediata-mente que ellos son verdaderamente los deten-tadores del original, por tanto ella vendrá; peroes Lambert sólo quien le ha escrito la carta; ellano sabe nada de Versilov; Lambent se ha pre-sentado como una persona llegada de Moscú departe d’une dame de Moscou (nota: ¡Maria Iva-novna! ).

-¡Ah!, me duele el corazón. ¡Me encuentromal!-exclamó Tatiana Pavlovna.

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-Sauvex-la, suuvex-la! - gritó Alphonsine.Ciertamente, incluso a primera vista, había en

esta noticia insensata algo incoherente, pero nohabía tiempo de reflexionar en eso, porque enefecto todo era horriblemente verosímil. Hastase podia suponer, con mucha verosimilitud,que Catalina Nicolaievna, habiendo recibido lainvitación de Lambert, pasaría primero pornuestra casa, por casa de Tatiana Pavlovna,para aclarar la cosa; pero esto también podiamuy bien no suceder, ¡y ella podia ir directa-mente a casa de ellos, y entonces estaba perdi-da! Era sin embargo difícil creer que se lanzaraasí a casa de un desconocido como Lambert, ala primera llamada de éste; pero de todas for-mas eso también podia suceder, por ejemplodespués de haber visto la copia y haberse con-vencido de que su carta estaba realmente encasa de ellos, y entonces sería una catástrofe. Ysobre todo, no nos quedaba ni un minuto queperder, ni para reflexionar.

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-¡Y Versilov la estrangulará! ¡Si ha llegadohasta a confabularse con Lambert, seguramentela estrangulará! ¡Es el doble! - exclamé yo.

-¡Ah, ese «doble»! - dijo Tatiana Pavlovna re-torciéndose las manos -. Vamos, no hay nadaque hacer - decidió de pronto -; coge tu gorro ytu pelliza y vámonos juntos. Condúcenos, jo-vencita. ¡Ah, qué lejos está! Maria, Maria, siCatalina Nicolaievna viene, dile que vuelvo enseguida, que se siente y que me espere, y, si noquiere esperarme, cierra la puerta con llave yretenla a la fuerza, dile que soy yo quien lomanda. Habrá cien rublos para ti, Maria, si mehaces este servicio.

Nos lanzamos por la escalera. Sin ningunaduda, no había nada mejor que hacer, porqueen todo caso el mal principal residía en casa deLambert y, si Catalina Nicolaievná venía enefecto primero a casa de Tatiana Pavlovna, Ma-ria podría retenerla. Sin embargo, Tatiana Pav-lovna, que ya había llamado a un cochero, cam-bió de pronto de parecer:

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-¡Ve con ella! - me ordenó, dejándome conAlphonsine -. Y muere si es preciso, ¿compren-des? Yo iré a buscarte, pero antes ire en un saltoa casa de ella, quizá la encuentte allí, porque,¡por mucho que digas, tengo sospechas!

Y voló a casa de Catalina Nicolaievna. Alp-honsine y yo corrimos a casa de Lambert. Le diprisa al cochero y al mismo tiempo continuéhaciéndole preguntas a Alphonsine, pero éstano respondía más que con exclamaciones y fi-nalmente con lágrimas. Pero Dios velaba y nosprotegió a todos, en el momento en que todoestaba colgado de un hilo. No habíamos hechoni la cuarta parte del camino, cuando de repen-te oí un grito a mis espaldas: me llamaban pormi nombre. Me volví: era Trichatov, que nosalcanzaba en coche.

--¿Adónde va usted? - gritaba con aire espan-tado -. ¡Y con ella, con Alphonsine!

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-¡Trichatov! - le grité -. ¡Tuvo usted razón: unadesgracia! ¡Voy a casa de ese canalla de Lam-bert! ¡Vayamos juntos, así habrá más gente!

-¡Vuelva, vuelva inmediatamente! --- gritóTrichatov -Lambert miente y Alphonsine mien-te también. Me envía el picado de viruelas.Ellos no están en casa: acabo de encontrarmecon Versilov y Lambert; han ido a casa de Ta-tiana Pavlovna... están ya allí...

Detuve el coche y salté al de Tricnatov. Nocomprendo cómo pude tomar tan de repenteesa decisión, pero de repente lo creí y de repen-te me decidí. Alphonsine lanzó gritos terribles,pero nosotros la dejamos a ignoro si nos siguióo si volvió a su casa; en todo caso no la volví aver.

En el coche, Trichatov me contó, mal que bieny jadeando, que había montada toda una tram-pa, que Lambert se había puesto de acuerdocon el picado de viruelas, pero que éste lo habíatraicionado en el último minuto y acababa de

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enviarlo a él, a Trichatov, a casa de Tatiana Pav-lovna, para advertirla que no creyese a Lambertni a Alphonsine. Añadió que él no sabía nadamás, porque el picado de viruelas no le habíadicho otra cosa; no había tenido tiempo, porquepor su parte tenía prisa y todo aquello era ur-gente. «He visto - continuó Trichatov - comousted salía y he corrido detrás. » Era evidenteque aquel picado de viruelas ebtaba enteradotambién de todo, puesto que había enviado aTrichatov directamente a casa de Tatiana Pav-lovna; pero aquello constituía un nuevo enig-ma.

Para que no haya ccmfusión en las ideas, an-tes de describir la catástrofe, explicaré toda laverdad auténtica y anticiparé una vez más.

IVDespués de haber robado la carta, Lambert se

había puesto en contacto con Versilov. El cómoVersilov había podido ponerse de, acuerdo con

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Lambert, no lo diré todavía; eso llegará mástarde; en todo caso era siempre «el doble». Pe-ro, una vez aliado con Versilov, Lambert teníaque atraer lo más diestramente posible a Cata-lina Nicolaievna. Versilov le decía rotun-damente que ella no acudiría. Pero, despuésque, la antevíspera por la tarde, se había encon-trado conmigo en la calle y, para jactarme, lehabía declarado que restituiría la carta en casade Tatiana Pavlovna y en presencia de TatianaPavlovna, Lambert, desde aquel mismo instantehabía organizado una especie de vigilancia-sobre el apartamiento de Tatiana Pavlovna: ha-bía comprado a María. Le había dado veinterublos; a continuación, al día siguiente, una vezrealizado el robo, le había hecho una segundavisita y entonces se había puesto de acuerdodefinitivamente con ella, prometiéndole por susservicios doscientos rublos.

He ahí por qué María, en cuanto oyó que a lasonce y media Catalina Nicolaievna estaría encasa de Tatiana Pavlovna y que yo estaría tam-

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bién, había salido inmediatamente de la casa ycorrido en coche a llevarle la noticia a Lambert.Eso era precisamente lo que ella tenía que co-municarle a Lambert, en eso consistían sus ser-vicios. Justamente Versilov se encontraba enaquel momento en casa de Lambert. En un abriry cerrar de ojos imaginó aquella infernal com-binación. Se dice que los locos tienen sus mo-mentos de horrible lucidez.

La combinación consistía en atraernos a losdos, a Tatiana y a mí, fuera de la casa de aquéllaa toda costa, aunque se tratase sólo de un cuar-to de hora, pero antes de la llegada de CatalinaNicolaievna. En seguida, esperar en la calle y,en cuanto Tatiana Pavlovna y yo saliéramos,penetrar en el apartamiento que María les abrir-ía, y esperar allí a Catalina Nicolaievna. Duran-te ese tiempo, Alphonsíne debía retenernos contodas sus fuerzas donde quisiera y como quisie-ra. Ahora bien, Catalina Nicolaievna debía lle-gar, como lo había prometido, a las once y me-dia, por consiguiente mucho antes de que nos-

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otros pudiésemos estar de vuelta. (Naturalmen-te, Catalina Nizolaievna no había recibido lamenor invitación de Lambert, y Alphonsinehabía mentido: toda esa historia, era Versilovquien la había inventado en todos sus detalles;Alphonsine representaba solamente el papel deltraidor asustado.) Evidentemente, corrían unriesgo, pero el razonamiento era acertado: «Sieso da resultado, es perfecto; si no, tampoco sepierde nada puesto que tenemos el documen-to.» Pero la cosa dio resultado y no podía dejarde darlo, puesto que nosotros no teníamos másremedio que correr en seguimiento de Alphon-sine, en virtud de esta sola suposición: « ¡Y sifuera verdad! » Lo repito: no teníamos tiempopara razonar.

VHicimos irrupción, Trichatov y yo, en la coci-

na, y encontramos a María presa de terror. Sehabía quedado espantada cuando, al hacer en-

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trar a Lambert y Versilov, vio de pronto en ma-nos del primero un revólver. Desde luego, hab-ía aceptado el dinero, pero lo del revólver noentraba en sus cálculos. Estaba perpleja, y, encuanto me vio, se lanzó a mí:

-¡Ha venido la generala, y ellos tienen unapistola!

-Trichatov, quédese usted aquí en la cocina -ordené -. En cuanto grite, acuda en mi ayudacon toda su fuerza.

María me abrió la puerta del pasillo y me des-licé en la habitación de Tatiana Pavlovna, aquelcuartito donde no había sitio más que para lacama de Tatiana Pavlovna, y donde yo una vezhabía escuchado por casualidad una conversa-ción. Me senté en la cama y descubrí inmedia-tamente una rendija en la cortina.

En la habitación había ya ruido, y se hablabaen voz alta; haré observar que Catalina Nicolai-evna había entrado exactamente un minutodespués que ellos. Aquel ruido y esas con-

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versaciones yo los había oído ya desde la coci-na; los gritos procedían . de Lambert. Ella esta-ba sentada en el diván, y él, plantado delante deella, gritaba como un idiota. Ahora ya sé porqué habia perdido tan estupidamente su sangrefría: tenía prisa, temía que los sorprendieran;más tarde explicaré quién era la persona a laque temía. Tenía la carta en la mano. Pero Ver-silov no estaba en la habitación; yo me prepara-ba a saltar al primer asomo de peligro. Registroúnicamente el sentido de las conversaciones;hay quizá muchas cosas que no recuerdo bien,pero yo estaba entonces demasiado impresio-nado para retenerlo todo con la debida preci-sión.

-¡Esta carta vale treinta mil rublos, y usted seasombra! ¡Vale cien mil y no pido más quetreinta! - dijo Lambert en alta voz y acalorándo-se terriblemente.

Catalina Nicolaievna, aunque visiblementeasustada, lo miraba con una sorpresa desdeño-sa.

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-Veo que es una trampa, y no comprendo na-da de esto - dijo -, pero si es verdad que tieneusted esa carta...

-¡Tenga, hela aquí, mírela, mírela! ¿No esésta? ¡Un billete de treinta mil, ni un copec me-nos! - la interrumpió Lambert.

-No llevo dinero encima.-Escriba usted un pagaré, he aquí papel. En

seguida irá usted a buscar el dinero, y esperaré,pero no más de una semana. Cuando traigausted el dinero le devolveré el pagaré con lacarta.

-Me habla usted con un tono muy raro. Estáequivocado. Hoy mismo le quitarán ese docu-mento, si presento denuncia.

-¿A quién? ¡Ah, ah! ¿Y el escándalo? ¿Y la car-ta que le enseñaremos al príncipe? ¿Dónde mela van a coger? No guardo documentos en micasa. Haré que se la enseñe al príncipe una ter-cera persona. No se obstine, señora, déme lasgracias por pedir tan poco, otro cualquiera en

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mi lugar pediría además determinados servi-cios... usted sabe cuáles... esos que ninguna mu-jer bonita rehúsa en un caso de apuro, esos mis-mos... ¡Ja, ja, ja! Vous êtes belle, vous!

Catalina Nicolaievna no dio más que un salto,enrojeció de la cabeza a los pies... y le escupió ala cara. En seguida, se dirigió rápidamentehacia la puerta. Entonces aquel imbécil deLambert sacó su revólver. Como idiota congéni-to que era, creía ciegamente en el efecto queproduciría el documento, es decir, que no habíaconsiderado con quién tenía que habérselas,justamente porque, como ya he dicho, suponíaen todo el mundo los mismos sentimientos in-nobles que él tenía por su parte.

Desde las primeras palabras la había irritadocon su grosería, siendo así que ella tal vez nohubiese rehusado una transacción financiera.

-¡No se mueva! - aulló él, todo furioso por elsalivazo, cogiéndola por un hombro y enseñán-

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dole el revólver, evidentemente para meterlemiedo.

Ella lanzó un grito y se dejó caer en el diván.Yo me lancé hacia la habitación; pero, en aquelmismo instante, por la puerta del pasillo entróVersilov. (Estaba allí esperando.) Apenas habíatenido yo tiempo de lanzar una ojeada, cuandole arrancó el revólver a Lambert y con todas susfuerzas le dio unos golpes en la cabeza. Lam-bert vaciló y cayó sin conocimiento; la sangresalía a raudales de su cráneo manchando laalfombra.

Ella,. al divisar a Versilov, se puso de prontopálida como una mortaja; lo miró algunos ins-tantes fijamente, con un espanto indecible, y depronto cayó desmayada. Se lanzó sobre ella.Todo eso, me parece verlo aún. Me acuerdo dehaber visto con espanto el rostro rojo, casi car-mesí, de Versilov, y sus ojos encarnizados. Creoque, aun viéndome y todo en la habitación, nome había reconocido. La cogió, inanimada, lalevantó con una fuerza increíble, la tomó en sus

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brazos tan fácilmente como si fuera una pluma,y, con un aire insensato, se puso a pasearla porla habitación como a un niño. La habitación eraminúscula, pero él erraba de un rincón a otro,sin comprender por qué obraba así. En el espa-cio de un instante, había perdido la razón. Lamiraba siempre, miraba su rostro. Yo corríadetrás de él: me daba miedo sobre todo delrevólver, que él se había olvidado en la manoderecha y que tenía pegado a la cabeza de ella.Pero me rechazó una vez con el codo, otra vezcon el pie. Yo quería llamar a Trichatov, perotemía también irritar al loco. Por fin, corrí degolpe la cortina y le supliqué que la depositaraen la cama. Él se acercó y la soltó, pero seplantó delante de ella, la miró a los ojos un mi-nuto, fijamente, y de improviso, agachándose,besó por dos veces sus labios pálidos. Com-prendí por fin que estaba decididamente fuerade sí. De pronto blandió contra ella el revólver,pero, como si una idea se le hubiese ocurridosúbitamente, lo empuñó por la culata y le

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apuntó a la cabeza. Instantáneamente, con to-das mis fuerzas, le cogí el brazo y llamé a Tri-chatov. Me acuerdo de que los dos luchamoscontra él, pero que consiguió zafarse el brazo ytirar sobre sí mismo. Había querido matarla, ymatarse a continuación. Pero, como nosotros lehabíamos impedido que la matara, dirigió elrevólver derechamente contra su propio co-razón. Pero yo tuve tiempo de tirarle del brazopara arriba, y la bala se le alojó en el hombro.En áquel instante, un grito: ¡Tatiana Pavlovnahizo irrupción! Pero él estaba ya tendido sobrela alfombra, sin conocimiento, al lado de Lam-bert.

CAPÍTULO XIIICONCLUSION

IDesde aquella escena, han pasado cerca de

seis meses; mucha agua ha corrido bajo los

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puentes, muchas cosas han cambiado por com-pleto y para mí ha empezado una vida nueva...Pero voy a liberar, también yo, al lector.

Para mí al menos, la primera pregunta, tantoentonces como mucho tiempo después, fue ésta:¿cómo pudo Versilov áliarse con un Lambert yqué meta tenía entonces a la vista? Poco a poco,llegué a una cierta explicación: a mi juicio, Ver-silov, en aquel momento, es decir, durante todaaquella última jornada y la víspera, no podíatener en absoluto ningún propósito firme e in-cluso, lo creo a pies juntillas, no razonaba enabsoluto, sino que se encontraba bajo la in-fluencia de no sé qué torbellino de sentimien-tos. Por lo demás, no admito en él verdaderalocura, tanto más cuanto que tampoco hoy estáloco en lo más mínimo. Pero la existencia del«doble», la admito sin vacilar. ¿Qué es en elfondo el doble? El doble, a lo menos según ellibro de medicina de un experto que, más tarde,he leído expresamente, no es otra cosa sino elprimer grado de un serio desarreglo mental que

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puede conducir a un final bastante lamentable.El mismo Versilov, cuando la escena en casa demamá, nos había explicado, con una espantosasinceridad, aquel «desdoblamiento» de sus sen-timientos y de su voluntad. Pero, lo repito unavez más, aquella escena en casa de mamá, aquelicono roto, todo eso se produjo indiscutible-mente bajo el influjo de un verdadero doble, ysin embargo siempre me pareció desde enton-ces que allí se mezclaba una cierta alegoríamalévola, una especie de odio hacia la esperade las mujeres, una especie de maldad respectoa sus derechos y a su juicio, y fue entoncescuando, de acuerdo con el doble, rompió laimagen. Una manera de decir: « ¡Así quedarárota vuestra esperanza! » En una palabra, habíael doble, había también una simple picada...Pero todo esto no es más que mi conjetura; esdifícil de decidir a ciencia cierta.

A pesar de su culto por Catalina Nicolaievna,él siempre había conservado una desconfianzasincera y profunda con respecto a sus cualida-

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des morales. Creo que lo que él esperaba enton-ces, detrás de la puerta, era que ella se humilla-se delante de Lambert. Pero, aun esperándolo,¿lo deseaba? Lo repito una vez más: creo fir-memente que él no deseaba nada en absoluto yque ni siquiera razonaba. Tenía ganas simple-mente de estar allí, de lanzarse a continuación,de decirle no importa qué... quizá de ultrajarla,quizá también de matarla... En aquel momento,todo era posible; solamente que, al llegar conLambert, él no sabía nada de to que iba a pasar.Añadiré que el revólver pertenecía a Lambert yque él, por su parte, había venido sin armas.Viendo la orgullosa dignidad de ella y, sobretodo, no pudiendo soportar la grosería de Lam-bert que la amenazaba, se lanzó, y fue entoncescuando perdió la razón. ¿Quería él tirar sobreella en aquel momento? A mi entender, él mis-mo no sabía nada de aquello, pero seguramentehabría tirado si nosotros no le hubiésemos suje-tado el brazo.

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Su herida no era mortal. Se curó, pero des-pués de estar mucho tiempo en cama, natural-mente en casa de mamá. Ahora que escriboestas líneas, estamos en primavera. Es a media-dos de mayo, el día es espléndido, y nuestrasventanas están abiertas. Mamá está sentada allado de él, él le acaricia las mejillas y los cabe-llos y la mira a los ojos con enternecimiento. Noes más que una mitad del Versilov de otrostiempos; ahora no deja nunca a mamá y ya nola dejará más. Incluso ha recibido « el don delágrimas», según la expresión del inolvidableMakar Ivanovitch en su historia del comercian-te; por lo demás, me parece que Versilov vivirámucho tiempo. Con nosotros, es ahora total-mente sencillo y sincero como un niño, sin per-der por otra parte la mesura ni la reserva, y sindecir nada de más. Ha conservado toda su inte-ligencia y todo su carácter moral, aunque todolo que había en él de ideal se haya hecho todav-ía más saliente. Diré con franqueza que nuncalo he querido tanto como hoy que lamento no

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tener tiempo ni ocasión para hablar de él másextensamente. Sin embargo contaré una historiareciente (hay muchísimas): Cuando llegó lacuaresma, estaba ya curado y a la sexta semanadijo que comulgaría. No lo hacía desde unostreinta años atrás, creo, o más. Mamá era dicho-sa; no se preparaban más que platos de vigilia,pero bastante caros y delicados. Desde la habi-tación vecina, yo lo oía cantar, el lunes y el mar-tes: «He aquí el novio que viene», y entusias-marse con la tonada y con la letra. Aquellos dosdías habló admirablemente y en varias ocasio-nes de la religión; pero el miércoles todo quedóinterrumpido. Fue asaltado por una brusca irri-tación, «un contraste divertido», como él decíariendo. Algo le había desagradado en la actituddel sacerdote, en el ambiente; en todo caso, alvolver a casa, dijo de repente, con una dulcesonrisa: «Amigos míos, yo amo mucho a Dios,pero no estoy preparado para eso.» El mismodía, en la comida, se sirvió carne asada. Pero yosé que con frecuencia, ahora todavía, mamá se

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sienta a su lado, y con voz dulce, con una dulcesonrisa, aborda con él los temas más abstractos:ahora está poseída de no sé qué audacia frente aél; cómo haya sucedido esto, lo ignoro. Se sientaa su lado y le habla, por lo general en voz baja.Él escucha con una sonrisa, le acaricia los cabe-llos, le besa las manos, y la más perfecta felici-dad brilla en su rostro. Tiene algunas veces cri-sis casi histéricas. Entonces coge su fotografía,la que besaba aquella famosa noche, la mira conlágrimas, la besa, se acuerda y nos llama a to-dos, pero en esos momentos habla poco... Pare-ce haber olvidado completamente a CatalinaNicolaievna, no la ha nombrado ni una solavez. De su casamiento con mamá no se ha tra-tado todavía. Se quería, durante el verano, lle-varlo al extranjero; pero Tatiana Pavlovna insis-tió para que no se hiciera nada de eso, y porotra parte tampoco él ha querido. Pasarán elverano en el campo, en algún sitio del distritode Petersburgo. A propósito, de momento vi-vimos todos a costa de Tatiana Pavlovna. Aña-

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diré una cosa: a lo largo de todas estas memo-rias me he desesperado por haberme permitidocon frecuencia tratar a esta persona con irreve-rencia y altivez. Pero he escrito describiéndomedemasiado exactamente tal como yo era en cadauno de los momentos relatados. Después dehaber terminado, escrita la última línea, he sen-tido de pronto que me había reeducado a mímismo, precisamente por este proceso de re-memoración y registro de mis recuerdos. Re-niego de no pocas de las cosas que he escrito,. ysobre todo del tono de ciertas frases o páginas,pero no quiero borrar ni corregir una sola pala-bra.

He dicho que él no habla ya en absoluto deCatalina Nicolaievna; creo incluso que estácompletamente curado. De Catalina Nicolaiev-na, los únicos que hablamos a veces somos Ta-tiana Psvlovna y yo, y, para eso, en secreto.Catalina Nicolaievna está ahora en el extranje-ro; la vi antes de su marcha y estuve varias ve-ces en su casa. Del extranjero he recibido ya dos

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cartas de ella, las cuales he contestado. Del con-tenido de estas cartas y de los temas que trata-mos al despedirnos antes de su partida, no dirénada: es una historia distinta, completamentenueva y que tal vez está todavía del todo en elporvenir. Incluso con Tatiana Paviovna hayciertos temas que no abordo; pero basta. Aña-diré solamente que Catalina Nicolaievna no seha casado y que viaja con Pelitchev. Su padreha muerto, y ella es la más rica de las viudas. Seencuentra actualmente en París. Su ruptura conBioring se produjo rápidamente y por sí misma,es decir, de la manera más natural del mundo.Por lo demás, contaré esto.

La mañana de la terrible escena, el picado deviruelas, aquel mismo en cuya casa habían es-tado Trichatov y su amigo, había tenido tiempode advertir a Bioring de la trampa que se pre-paraba. He aquí cómo se hizo eso: a pesar detodo, Lambert lo había convencido para quetomara parte y, ya en posesión del documento,le había comunicado todos los detalles y todas

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las circunstancias de la empresa, y por fin losúltimos detalles de su plan, es decir, la combi-nación imaginada por Versilov para engañar aTatiana Pavlovna. Pero, en el momento decisi-vo, el picado de viruelas prefirió traicionar aLambert, porque aquél era el más razonable detodos y preveía en estos otros proyectos la po-sibilidad de un crimen. Y sobre todo, iuzgaba elagradecimiento de Bioring infinitamente másseguro que el plan fantástico de un Lambert,acalorado y torpe, y de un Versilov casi loco depasión. De todo esto me he enterado más tardepor Trichatov. A propósito, ignoro y no com-prendo las relaciones que existían entre Lam-bert y el picado de viruelas y por qué Lambertno podía pasarse sin él. Pero para mí, la pre-gunta más curiosa es ésta: ¿Qué necesidad teníaLambert de Versilov, siendo así que, poseyendoya el documento, podía prescindir perfectamen-te de su concurso? Ahora, la respuesta está cla-ra: tenía necesidad de Versilov primeramenteporque éste conocía las circunstancias, y sobre

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todo tenía necesidad de él en caso de alarma ode desgracia, para echarle encima todas las res-ponsabilidades. Ahora bien, como Versilov notenía necesidad de dinero, Lambert juzgó suconcurso extremadamente útil. Pero Bioring nollegó en el momento deseado. Llegó solamenteuna hora después del disparo, cuando el apar-tamiento de Tatiana Pavlovna presentaba ya unaspecto completamente distinto. En efecto, cin-co minutos después de haber caído Versilovsobre la alfombra todo ensangrentado, Lambertse incorporó y se levantó, cuando todos lo cre-íamos muerto. Con asombro, lanzó una ojeadacircular, lo comprendió todo inmediatamente yse dirigió a la cocina sin decir palabra, se pusola pelliza y desapareció para siempre. El «do-cumento» había quedado sobre la mesa. Heoído decir que ni siquiera estuvo enfermo, ape-nas un poco molesto; el golpe lo había derriba-do y había provocado un derramamiento desangre, sin entrañar ningún daño. Sin embargo,Trichatov había corrido ya a llamar al médico;

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pero antes de la llegada del doctor, Versilovhabía recobrado el sentido, y, todavía antes queél, Tatiana Pavlovna había conseguido volver ala vida a Catalina Nicolaievna y la había lleva-do a su casa. Así, pues, cuando Bioring hizoirrupción allí, en casa de Tatiana Pavlovna noestábamos más que yo, el doctor, Versilov heri-do y mamá enferma, pero llegaba fuera de sí,avisado por el mismo Trichatov. Bioring nosmiró con asombro y en cuanto se enteró de queCatalina Nicolaievna se había ido ya, se dirigióa casa de ella sin haber pronunciado una solapalabra ante nosotros.

Estaba turbado; veía claramente que a conti-nuación el escándalo y la publicidad eran casiinevitables. Sin embargo, no hubo gran escán-dalo, sólo corrieron algunos rumores. Desdeluego fue imposible ocultar lo del disparo; perotoda la historia, en su parte esencial, permane-ció poco más o menos ignorada; la encuestaestableció solamente que un cierto V..., enamo-rado, por lo demás casado y casi cincuentón, en

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un acceso de pasión y en el momento en quedeclaraba esa pasión a una persona digna delmayor respeto, pero que no compartía en formaalguna sus sentimientos, se había disparado untiro en un ataque de locura. No se supo nadamás, y en esa forma la noticia pasó oscuramentepor los periódicos, sin nombres. con sólo lasiniciales. Sé por ejemplo que a Lambert no lomolestaron lo más mínimo. Sin embargo, Bio-ring, que sabía la verdad, concibió gran temor.Como por casualidad, se había enterado depronto de la entrevista que había tenido lugarentre Catalina Nicolaievna y Versilov, enamo-rado de ella, dos días antes de la catástrofe. Seenfureció por eso y se permitió bastante impru-dentemente hacerle la observación a CatalinaNicolaievna de que, después de aquello, no leasombraba que pudiesen ocurrirle historias tanfantásticas. Catalina Nicolaievna lo despidióinmediatamente, sin cólera pero sin vacilación.Todo su prejuicio sobre la conveniencia de unmatrimonio con aquel hombre se desvaneció

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como humo de paja. Quizá, mucho tiempo an-tes, había ya calado quién era el individuo;quizá también, después de la sacudida experi-mentada, algunos de sus puntos de vista y desus sentimientos habían cambiado brusca-mente. Pero, en cuanto a eso, también me callo.Añadiré tan sólo que Lambert desapareció deMoscú y que me he enterado de que lo han co-gido en otro asunto. En cuanto a Trichatov,hace ya muchísimo tiempo, casi desde aquellaépoca, que lo he perdido de vista, a pesar detodos los esfuerzos que continúo haciendo paraencontrar su rastro. Desapareció después de lamuerte de su amigo «el gran tonto»: éste sesaltó la tapa de los sesos.

IIHe mencionado la muerte del viejo príncipe

Nicolás Ivanovitch. Este bondadoso y simpáticoanciano murió poco despues del acontecimien-to, aproximadamente un mes después, de no-

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che, en su cama, de un ataque de apoplejía.Desde el día que había pasado en mi alojamien-to, yo no lo había vuelto a ver. Se contaba de élque en el curso de aquel mes se había hechoinfinitamente más sensato, incluso más serio,que no tenía ya miedo y no lloraba más, y hastaque no había pronunciado en todo ese tiempouna sola palabra sobre Ana Andreievna. Todosu amor se había volcado sobre su hija. CatalinaNicolaievna, justamente una semana antes de lamuerte de él, le había propuesto mandarme abuscar, para distraerlo, pero él había fruncidolas cejas: registro el hecho sin otra explicación.Sus tierras se encontraron en buen estado y,además, había un capital muy importante. Unatercera parte aproximadamente de este capitalse debía, de acuerdo con el testamento del an-ciano, distribuir entre sus innumerables ahi-jadas; pero pareció muy asombroso a todo elmundo que Ana Andreievna no fuera ni siquie-ra mencionada en ese testamento: su nombreestaba ausente. He aquí sin embargo lo que sé,

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como un hecho absolutamente cierto: unos díassólo antes de su muerte, el anciano, que habíahecho llamar a su hija y a sus amigos, Pelitchevy el príncipe V..., ordenó a Catalina Nicolaievnaque, en el caso posible de su muerte próxima,cediera de ese capital a Ana Andreievna unaparte de sesenta mil rublos. Expresó su volun-tad de manera clara, breve y precisa, sin permi-tirse una sola exclamación ni rángún comenta-rio. Después de su muerte, cuando todo fuepuesto en claro, Catalina Nicolaievna informó aAna Andreievna, por mediación de su procura-dor, que podía cobrar esos sesenta mil cuandoquisiera; pero Ana Andreievna, secamente y sinpalabras inútiles, rehusó el ofrecimiento: senegó a cobrar el dinero, a pesar de todas lasaseveraciones de que tal era efectivamente lavoluntad del príncipe. El dinero está siempreesperándola, a incluso ahora Catalina Nicolai-evna confía en que cambiará de parecer; perono habrá nada de esto, y lo sé con toda seguri-dad, pues soy hoy uno de los pocos conocidos y

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amigos más íntimos de Ana Andreievna. Sunegativa ha hecho algún ruido y se ha habladode ella. Su tía Fanariotova, al principio descon-tenta por su escándalo con el viejo príncipe, hacambiado de pronto de opinión y, después desu negativa a aceptar el dinero, le ha manifes-tado solemnemente su respeto. Por el contrario,su hermano se ha enfadado definitivamente conella a causa de esa misma negativa. Pero aun-que yo vaya con frecuencia a casa de Ana An-dreievna, no podría decir que tengamos unagran intimidad. Del pasado no hablamos enabsoluto; me recibe con mucho gusto, pero mehabla un poco abstraída. Entre otras cosas meha declarado con firmeza que se iría con muchogusto a un convento; de esto no hace muchotiempo; pero no la creo y no veo en eso más queuna frase amargada.

Pero la palabra «amargada» debo pronunciar-la sobre todo a propósito de mi hermana Lisa.La suya sí que es desgracia, y ¿qué son todosmis fracasos al lado de su amargo destino?

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Primero, el príncipe Sergio Petrovitch no securó y, antes del juicio, murió en el hospital.Murió antes que el príncipe Nicolás Ivanovitch.Lisa se quedó sola, con su hijo por venir- Nolloraba y parecía incluso tranquila; se hizo dul-ce, sumisa; pero todo el antiguo ardor de sucorazón estaba como enterrado en el fondo deella misma. Ayudaba humildemente a mamá,cuidaba a Andrés Petrovitch enfermo, pero sehizo terriblemente taciturna, no queriendo mi-rar a nada ni a nadie, como si todo le dieseigual, como si pasara indiferente junto a todo.Cuando Versilov estuvo mejor, ella comenzó adormir mucho. Yo le traía libros, pero ella nolos leía; enflaqueció hasta causar miedo. No meatrevía a consolarla, aunque con frecuencia fue-se con aquella intención; pero en su presenciasentía una especie de dificultad en aproximar-me a ella y no me acudían las palabras paratratar de aquel tema. Aquello duró casi hastaque ocurrió un terrible accidente: se cayó por laescalera, no de muy alto, de tres peldaños so-

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lamente, pero abortó y su enfermedad searrastró durante casi todo el invierno. Ahora yaestá levantada, pero su salud tardará mucho enrecuperarse del todo después de semejante gol-pe. Con nosotros, como siempre, se muestrasilenciosa y pensativa, pero con mamá ha em-pezado de nuevo a hablar un poco. Todos estosúltimos días hemos tenido un maravilloso solde primavera, alto y claro; me acordaré siemprede aquella mañana soleada, en el otoño último,en que los dos, Lisa y yo, nos paseábamos jun-tos, los dos gozosos y llenos de esperanza, en-cariñadísimos el uno con el otro. ¡Ay!, ¿qué hapasado después? Yo no me quejo, para mí haempezado una vida nueva, pero ¿y ella? Suporvenir es un enigma, y no puedo mirarla sindolor.

Hace tres semanas conseguí sin embargo ínte-resarla al hablarle de Vassine. Por fin lo hansoltado y lo han puesto definitivamente en li-bertad. Se dice que este hombre lleno de sen-tido común ha proporcionado las explicaciones

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más detalladas y los datos más interesantes,que lo han justificado por entero en la opiniónde la gente de la que dependía su suerte. Por lodemás, su famoso manuscrito no ha resultadoser más que una traducción del francés, mate-riales que él reunía exclusivamente para su uso,contando con sacar de eso más tarde un docu-mentado artículo para una revista. Ahora se hamarchado para la provincia de... En cuanto a susuegro Stebelkov, está todavía en prisión por suasunto, que, por lo que sé, no hace más quecrecer y complicarse. Lisa se ha enterado deesas noticias sobre Vassine con una sonrisa ex-traña, y me ha hecho observar que eso era loque tenía que pasarle. Pero por lo visto estácontenta: sin duda, de que la intervención deldifunto príncipe Sergio Petrovitch no haya per-judicado a Vassine. De Dergatchev y de los de-más, no tengo nada que decir aquí.

He terminado. Algunos lectores querrían talvez saber un poco más:. ¿qué ha pasado con mi«idea», cuál es esta nueva vida que ha empeza-

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do para mí y de la que hablo tan miste-riosamente? Pero esta nueva vida, esta vía nue-va que se abre ante mí, es justamente mi «idea»,la misma que antiguamente, pero bajo una for-ma completamente distinta, hasta el punto deque ya no se la puede reconocer. Todo esto nopuede entrar en estas memorias, porque es unacosa completamente diferente. La vida antiguaha acabado y la nueva no hace más que empe-zar. Añadiré sin embargo lo indispensable. Ta-tiana Pavlovna, mi amiga sincera y querida, meinsta casi todos los días a que ingrese a todacosta y lo antes posible en la Universidad:«Luego, cuando hayas terminado tus estudios,decidirás lo que has de hacer. De momento,termina tus estudios.» Confieso que esta propo-sición me da qué pensar, pero ignoro totalmen-te la decisión que tomaré. Le he objetado sinembargo que ahora ni siquiera tengo derecho aestudiar, porque debo trabajar para mantener amamá y a Lisa; pero ella me ofrece su fortuna yme asegura que eso será suficiente para todo el

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tiempo que duren mis estudios. He resueltofinalmente pedirle consejo a alguien. Despuésde haber mirado atentamente en torno, he esco-gido a ese hombre con cuidado y crítica. Se tra-ta de Nicolás Semenovitch, mi antiguo maestroen Moscú, el marido de María Ivanovna. No esque yo tenga una necesidad tal de consejos;pero he tenido sencillamente unas ganas irre-sistibles de conocer la opinión de ese egoístaabsolutamente fuera de todo a incluso un pocofrío, pero indiscutiblemente inteligentísimo. Lehe enviado todo mi manuscrito, pidiéndole elsecreto, porque todavía no se to había enseñadoa nadie, desde luego en forma alguna a TatianaPavlovna. El manuscrito me ha sido devueltoquince días más tarde, acompañado por unacarta bastante larga. Daré solamente algunosextractos de esa carta, porque encuentro en ellauna cierta opinión general que tiene un valorexplicativo. He aquí esos extractos.

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III«... Mi inolvidable Arcadio Makarovitch, nun-

ca ha podido usted emplear más útilmente susocios pasajeros que como lo ha hecho ahoraescribiendo esas memorias. Por decirlo así, seha equipado de esa forma con un reflexivo ajus-te de cuentas de sus primeros pasos, tormento-sos y arriesgados, en la carrera de la vida. Creofirmemente que esa exposición le ha permitidoen efecto, en muchos puntos, «rehacer su edu-cación», como usted mismo dice. No me permi-tiré la menor crítica verdadera, aunque cadapágina suscite reflexiones... por ejemplo, elhecho de que haya conservado consigo tantotiempo y tan tercamente el «documento» escaracterístico hasta el más alto grado... Pero éstano es más que una observación entre ciento,que me he permitido. Aprecio mucho, igual-mente, que se haya usted decidido a comuni-carme, y sin duda a mí solo, «el misterio de suIdea», según su propia expresión. Pero cuandousted me pide que le haga conocer mi opinión

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sobre esa «idea», me veo obligado a negarmecategóricamente: ante todo, no cabría en unacarta; por otra parte, no estoy dispuesto a res-ponder y todavía tengo necesidad de digerirtodo eso. Observaré solamente que su «idea» sedistingue por su originalidad, mientras que lagente joven de la generación actual se lanza lamayoría de las veces a ideas totalmente hechas,que no proceden de ellos mismos, cuyo númeroes extremadamente reducido y que a menudoson peligrosas. Su « idea» le ha preservado, porejemplo, al menos durante algún tiempo, de lasde los señores Dergatchev y Cía., que son segu-ramente menos originales. En fin, estoy comple-tamente de acuerdo con la opinión de la muyhonorable Tatiana Pavlovna, a la que he cono-cido personalmente, pero que hasta ahora nohabía tenido ocasión de apreciar como ella se lomerece. Su idea de hacerle a usted ingresar enla Universidad le resultará enormemente pro-vechosa. Sin duda alguna, la ciencia y la vidaampliarán aún más, dentro de tres o cuatro

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años, el horizonte de sus pensamientos y de susaspiraciones, y si, después de la Universidad,quiere usted todavía volver a su «idea», nada selo impedirá.

»Permítame ahora, sin que usted me lo hayapedido, exponerle francamente ciertas reflexio-nes o impresiones que me han sido sugeridaspor la lectura de estas memorias tan sinceras.Sí, estoy de acuerdo con Andrés Petrovitch enque verdaderamente había motivo para conce-bir temores por usted y por su juventud aislada.No faltan jóvenes como usted, y su talento se vesiempre amenazado con la posibilidad de des-arrollarse por el mal camino: servilismo a loMoltchaline, o bien deseo oculto de desorden.Este deseo de desorden proviene, a incluso talvez con la mayor frecuencia, de una sed secretade orden y de «belleza» (empleo la palabra deusted). La juventud es pura, sólo por el hechode ser juventud. Quizás esos impulsos tan pre-coces de locura encierran justamente esta sedde orden y esta búsqueda de la verdad. ¿De

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quién es la falta, si ciertos jóvenes de nuestraépoca ven esa verdad y ese orden en cosas tanestúpidas y tan ridículas que ni siquiera secomprende cómo han podido creer en ellas?Diré a este propósito que antiguamente, en unaépoca que no está tan lejana, el espacio sola-mente de una generación, se habría podido sen-tir menos lástima por esos interesantes jóvenes,puesto que entonces acababan casi siempre porsumarse con éxito a la capa superior de nuestrasociedad cultivada y no formar más que unconglomerado con ella. Si, por ejemplo, al ini-ciarse el camino, se daban cuenta del desordeny de la absurdidad, de la ausencia de noblezade su ambiente familiar, de la ausencia de tra-diciones y de bellas formas, pues bien, eramuchísimo mejor, puesto que en seguida aspi-raban conscientemente a todas esas cosas y poreso mismo se acostumbraban a apreciarlas.Ahora, sucede un poco de otra manera, porqueya no se sabe a qué sumarse.

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»Me expiicaré. con la ayuda de una compara-ción o, si se quiere, de una similitud. Si yo fueranovelista y tuviese talento, elegiría siempre mishéroes en la vieja nobleza rusa, porque sola-mente en aquel ambiente de hombres cultiva-dos se puede encontrar el bello orden y la bellaimpresión que son tan necesarios en una novelapara dar al lector el sentimiento de lo exquisito.Al hablar así no bromeo, aunque yo mismo nosea noble; como, por lo demás, usted lo sabe.Pushkin había indicado ya los temas de susfuturas novelas en Las tradiciones de una familiarusa, y, créalo, hay allí realmente todo lo quehasta ahora hemos tenido de hermoso. Hay allí,por lo menos, todo lo que hemos tenido de unpoco acabado. Si hablo así, no es porque yo estéabsolutamente de acuerdo con la exactitud y laverdad de esa belleza; pero había allí, por ejem-plo, formas acabadas de honor y de deber que,fuera de la nobleza, no están en ninguna parteen Rusia no solamente acabadas, sino ni siquie-

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ra esbozadas. Hablo como hombre tranquilo yque busca la tranquilidad.

»Lo de si este honor es bueno y este deber esverdadero, es otra cuestión. Pero to importantepara mí es el carácter acabado de esas formas,es un cierto orden, no prescrito, sino emanandode la vida de esa nobleza. ¡Dios mío, lo que nosimporta más, es tener por fin un orden, cual-quiera que sea, pero realmente nuestro! En esoreside la esperanza y, por así decirlo, el reposo:algo construido en fin, que no sea ya esta eternademolición, estas virutas que vuelan por todaspartes, estos escombros y estas basuras de losque no sale nada desde hace doscientos años.

»No me acuse de eslavofilia; ¡hablo única-mente por misantropía, pues tengo mucha en elcorazón! Desde hace algún tiempo asistimos aun movimiento absólutamente opuesto al queacabo d'e describir. No es ya la basura to quesube hasta la capa superior de la sociedad, sonpor el contrario trozos y bloques que se sepa-ran, con una prisa alegre, del tipo de la belleza

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para no hacer más que un mismo montón conlos hombres del desorden y del odio. No sonaislados los casos en que los padres y los jefesde antiguas familias cultas se burlan ahora decosas en las cuales, tal vez, sus hiios querríancreer aún. Además, se tiene buen cuidado deocultar a sus hijos su ávida alegría por haberadquirido súbitamente el derecho al deshonor,derecho que se han apropiado de pronto, enmasa, y no sé cómo. No quiero hablar de losverdaderos progresistas, mi muy querido Ar-cadio Makacovitch, sino de esa gentuza, innu-merable hoy, a propósito de la cual se ha dicho:Grattez le Russe, et vous verrez le Tartare. Créalo,los verdaderos liberales, los verdaderos y gene-rosos amigos de la humanidad, están lejos deser tan numerosos en nuestra patria como nosha parecido de pronto.

»Pero esto no es más aún que filosofía; vol-vamos a nuestro imaginario novelista. La situa-ción de nuestro novelista, en ese caso, estaríabien determinada: no podría escribir más que

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cosas del género histórico, pues la belleza tipono existe ya en nuestra época, y, si quedan res-tos, según la opinión dominante hoy día, nohan conservado su belleza. ¡Ciertamente, tam-bién en el género histórico se puede representaruna multitud de pormenores todavía extrema-damente agradables y consoladores! Se puedeincluso cautivar tan bien al lector que éste to-mará un cuadro histórico por una realidad po-sible aún hoy. Esa obra, a condición de tener ungran talento, pertenecerá menos a la literaturarusa que a la historia. Será un cuadro, estética-mente acabado, del milagro ruso, el cual haexistido realmente hasta hoy en que se han da-do cuenta de que era un milagro. El nieto de loshéroes del cuadro que representa una familiarusa de mediana cultura durante tres gene-raciones y en relación con la historia rusa, esedescendiente de sus antepasados no podríafigurar, en su tipo contemporáneo, más quecomo un misántropo, un solitario y un melan-cólico. Debéría ser hasta una especie de hombre

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original, de quien el lector podría pensar, aprimera vista, que se ha apartado del caminohollado y que le falta el suelo que pisar. Unpoco más, y este nieto misántropo desapareceráa su vez; vendrán nuevos personajes, todavíadesconocidos, y un nuevo milagro; ¿pero quépersonaje? Si no son bellos, no hay novela rusaposible. Pero ¡ay!, ¿es que entonces solamentesería imposible la novela?

»Sin ir a buscar más lejos, volveré a su ma-nuscrito. Mire por ejemplo a las dos familias delseñor Versilov (permítame, por esta vez, sercompletamente franco). Primeramente, no meextenderé sobre el mismo Andrés Petrovitch; apesar de todo, es siempre un jefe de familia. Esun noble de raza muy vieja y al mismo tiempoun comunero parisiense. Es un verdadero poetay que ama a Rusia, pero por otra parte la niega.No tiene religión, pero casi está dispuesto amorir por yo no sé qué cola indeterminada queél es incapaz de nombrar, pero en la que creeapasionadamente, siguiendo el ejemplo de una

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multitud de nuestros civilizadores europeos delperíodo Petersburgués de la historia de Rusia.Pero ya basta en cuanto a él; tomemos su ver-dadera familia: de su hijo, no hablaré, no me-rece este honor. Los que tienen ojos saben anti-cipadamente cómo acabarán esos insensatos yadónde podrán conducir a los demás. Pero to-memos a su hija, Ana Andreievna; he ahí unamuchacha de carácter, ¿no es así? Es un perso-naje que tiene las dimensiones de la madre Me-trofania, naturalmente sin predecirle nada decriminal, lo que sería verdaderamente injustopor mi parte. Dígame ahora, Arcadio Makaro-vitch, que esa familia es una excepción, y mealegraré de eso. Pero, por el contrario, ¿no serámás justo sentar la conclusión de que hay yauna multitud de estas familias rusas, indiscuti-blemente nobles, que se transforman, en masa,con una fuerza irresistible, en familias del azary que se mezclan con estas últimas en el caos yen el desorden general? En su manuscrito ustedesboza el tipo de una de esas familias del azar.

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Sí, Arcadio Makarovitch, usted es un miembrode una familia del azar, en oposición a los tiposaún recientes de hijos nobles que han tenidouna infancia y una adolescencia tan diferentesde las de usted.

»¡Lo confieso, no quisiera ser el novelista deun héroe de una familia del azar!

»Labor ingrata y sin belleza. Estos tipos, detodas formal, pertenecen aún a la vida corrientey en consecuencia no pueden estar estéticamen-te acabados. Son posibles graves errores, exage-raciones, olvidos. De todas formas, uno se veríaobligado a adivinar demasiado. ¿Qué debehacer, a pesar de todo, el escritor que no quieralimitarse al género histórico, que esté poseídopor el deseo de to actual? Adivinar y... equivo-carse.

»Sin embargo, memorias como las de ustedpodrían, creo, servir de materiales para unafutura obra de arte, para un futuro cuadro, des-ordenado, pero de una época ya pasada.

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Desde luego, cuando la actualidad haya pa-sado y venga el porvenir, el artista futuro des-cubrirá fotmas bellas incluso para hacer figurarel desorden y el caos pasados. Entonces escuando serán necesarias memorias como las deusted; suministrarán materiales, con tal. de quelean sinceras, a pesar de su carácter caótico yfortuito... Subsistirán al menos algunos rasgosverídicos que permitirán adivinar lo que hayapodido ocultarse en el alma de tal o cual ado-lescente del tiempo de los disturbios, investiga-ción que de ninguna forma resulta despreciable,puesto que son los adolescentes los que formanuna generación...»

FIN