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Annotation

El alimento de los dioses y

cómo llegó a la Tierra) es unanovela de ciencia ficción, escrita

 por el escritor británico H.G.Wells. En ella se narra la historia

de cómo dos científicos británicoslogran crear un alimento que

 provoca un crecimiento continuo, yasí se obtienen animalesdesproporcionados y hombresgigantes de doce metros. Es una

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sátira del miedo que empezaba aexistir al avance de la tecnología deaquel momento y al crecimiento dela clase media.

 

EL ALIMENTO DE LOS

DIOSESH. G. Wells

El alimento de los dioses

INTRODUCCIÓNLIBRO PRIMERO - LA

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ALBORADA DELALIMENTO

CAPÍTULO UNO - ELDESCUBRIMIENTODEL ALIMENTO

CAPÍTULO DOS - LAGRANJA

EXPERIMENTALCAPÍTULO TRES - LAS

RATAS GIGANTESCAPÍTULO CUATRO -

LOS NIÑOS GIGANTESCAPÍTULO CINCO - LA

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MUNIFICENCIA DELSEÑOR BENSINGTON

LIBRO SEGUNDO - ELALIMENTO LLEGA ALPUEBLO

CAPÍTULO UNO - ELADVENIMIENTO DEL

ALIMENTOCAPÍTULO DOS - EL

CHIQUILLO GIGANTELIBRO TERCERO - LOS

FRUTOS DEL ALIMENTO

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CAPÍTULO UNO - ELMUNDODISTORSIONADOCAPÍTULO DOS - LOSAMANTES GIGANTESCAPÍTULO TRES - EL

JOVEN CADDLES ENLONDRES

CAPÍTULO CUATRO -LOS DOS DÍAS DE

REDWOODCAPÍTULO CINCO - EL

CAMPAMENTO DELOS GIGANTES

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notes

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EL ALIMENTO DELOS DIOSES

El alimento de losdioses y cómo llegó a laTierra) es una novela deciencia ficción, escritapor el escritor británico

H.G. Wells. En ella senarra la historia de

cómo dos científicosbritánicos logran crea

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un alimento que provocaun crecimiento continuo,y así se obtienenanimales

desproporcionados yhombres gigantes de

doce metros. Es unasátira del miedo que

empezaba a existir alavance de la tecnología

de aquel momento y alcrecimiento de la clasemedia.

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©1904, Wells, Herbert G.

ISBN: 9788484610236Generado con: QualityEboo

v0.35

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H. G. Wells

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El alimento de losdioses

Título original inglés:The Food of the Gods

I.S.B.N: 84-8461-023-3

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INTRODUCCIÓN

 No he podido encontrar ningúcomentario específico de C. S.

Lewis sobre esta novela. Mehubiera interesado tenerlo: el libro

es la quintaesencia de lacosmovisión que Lewis detestaba y

tan bien parodió en  Mas allá del laneta silencioso.

«¡Crecer de acuerdo con lavoluntad de Dios! ¡Crecer y

d ll f d i

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desarrollarse fuera de estas grietas  hendiduras, fuera de estas

sombras y tinieblas, en la grandezay la luz!» Así se expresan los Niños

del Alimento. Lewis los hubieraconsiderado más como voceros del

Anti-Cristo que de Dios. Bien, ellector deberá hacer su propia

composición mental sobre elasunto. Quizá se vea tentado de

 pensar que ambos puntos de vistason irrelevantes. Si es así, esperoque resista la tentación. La grandezade Wells reside en que ha

i d i d i d l

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continuado siendo en casi todos losaspectos un contemporáneo nuestro.Escribió esto sobre  El Alimento de

los Dioses: «He aquí la más

completa exposición de la creenciaque afirma que los seres humanos

reaccionan con violencia a loscambios profundos, cuando las

condiciones exigen el más complejoy extenso reajuste del alcance y

escala de sus ideas.» ¿Y de qué otracosa nos ha estado hablando AlviToffler?

Lewis, por supuesto, admiraba

h W ll it

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mucho a Wells como escritor — ideologías aparte— y, sin embargo,no vaciló en plagiar los artilugiosde ciencia-ficción inventados por 

aquél. En lo que ambos escritoresconcuerdan es en su extraordinaria

capacidad para sortear la escala deabstracción y presentarnos aquellos

aspectos de la vida que son almismo tiempo completamente

ordinarios y completamente únicos.Este es el pasaje en el cual Wellsejemplifica el espíritu que seexpresa dentro de él: «...escuchar 

ó i f ti bl li ól

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cómo un infatigable liquenólogocomenta la obra de otro infatigableliquenólogo, son cosas que nosobligan a advertir la invariable

 pequeñez de los hombres. ¡Y cotodo, los escollos de la ciencia que

estos minúsculos 'científicos' haconstruido y están todavía

construyendo es algo maravilloso, portentoso, lleno de misteriosas

 promesas aún informes para el potente futuro del hombre!»Toda la novela es, por 

supuesto, una vasta analogía; el

Ali t táf d l

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Alimento es una metáfora de larevolución de las ideas que en esaépoca resquebrajaban la corteza dela sociedad postvictoriana, y co

las que el escritor tenía mucho quever. Sin embargo, nunca se

equivoca Wells, en medio de estasdesmesuradas grandilocuencias, al

retratar la naturaleza única eindividual de aquellos que lucha

 por estas ideas, y de aquellos queluchan contra ellas. Joven yatolondrado como yo debí haber sido cuando leí por primera vez

esta novela una descripció

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esta novela, una descripció permaneció con gran fuerza en mimente, la de la señora Skinner,desaliñada y obtusa, deteniéndose

empero en su huida de la GranjaExperimental para echar unos cubos

de agua a los que ella consideraba«esos pobres polluelos»... aves del

tamaño de avestruces. Eracontradictorio con su naturaleza:

era real.Y en cuanto al realismo... bien,he dicho que Wells es importante para nosotros porque a pesar de

haber escrito hace setenta y tantos

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haber escrito hace setenta y tantosaños sobre la forma en que secomporta la gente, esta forma siguesiendo hoy tan verdadera como

ayer, es indudable, y lo seguirásiendo en todo el milenio venidero.

Aunque el hombre alcance lasestrellas, sus pies tocarán el

 basamento. Consideren sdescripción del político, de

Caterham:«Ignoraba que hubiese leyesfísicas y económicas, cantidades yreacciones que todos los votos de

la humanidad nemine contradicente

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la humanidad nemine contradicente

no pueden impedir y que si sedesobedecen es a cambio de ladestrucción. Ignoraba que hubiese

leyes morales que no puededoblegarse por la fuerza o por la

moda del momento, so pena de quevuelvan a enderezarse co

vindicativa violencia. Frente a unagranada explosiva o al Día del

Juicio Final, era evidente... queaquel hombre habría ido arefugiarse detrás de algún votocuidadosamente conseguido en la

Cámara de los Comunes »

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Cámara de los Comunes.»Wells podría haberlo escrito

hoy... bien, no quiero ser ofensivo, pero estoy seguro de que usted sabe

a lo que me refiero. Y esto nosconduce a un curioso e interesante

 punto. Si este hombre, escribiendohace tanto tiempo, podía ser ta

mortalmente preciso en sdiagnóstico de los hombres y sus

formas, ¿no es posible —al menos probable— que continuara siendono sólo nuestro contemporáneo,sino que el hombre en cuestión está

de hecho aún delante de nosotros?

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de hecho aún delante de nosotros?o es él quien ha muerto, sino

nosotros mismos y, si pudiéramoshacer el esfuerzo de retornar por 

nuestros propios medios a la vida, podríamos quizá, sólo quizá,

observarlo mientras corre,haciéndonos gestos de impaciencia,

sobre la cima de la montaña que sealza allí adelante.

George Hay, presidente de la H. G.Wells Society

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LIBRO PRIMERO -LA ALBORADA DEL

ALIMENTO

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CAPÍTULO UNO - ELDESCUBRIMIENTO

DEL ALIMENTO

I

Hacia mediados del siglo XIXempezó a abundar en este extraño

mundo nuestro cierta clase dehombres, hombres tendientes en s

mayor parte, a envejecer  prematuramente, a los que se

denominó, y muy adecuadamente

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denominó,  y  muy adecuadamente por cierto, aunque a ellos no lesguste el término, «científicos». Lesdesagrada tanto esa palabra, que e

las columnas de  Nature, que fue yadesde el principio su revista más

distintiva y característica, haquedado cuidadosamente excluida,

como si fuera... aquella otra palabraque constituye la base del mal gusto

en este país. Pero el gran público ysu Prensa lo saben mejor que nadie,y como «científicos» quedan, yaque cuando de algún modo salen a

la luz pública lo menos que se les

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la luz pública lo menos que se lesllama es «distinguidos científicos»,y «científicos eminentes», y«famosos científicos».

Y tal calificación mereciero por cierto tanto el señor Bensingto

como el profesor Redwood, aúmucho antes de dar con el

maravilloso descubrimiento querelata esta historia. El señor 

Bensington era miembro de laRoyal Society y expresidente de laChemical Society.

Redwood era profesor de

Fisiología en el Bond Stree

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Fisiología en el Bond StreeCollege de la Universidad deLondres, y había sido groseramentecalumniado por los

antiviviseccionistas en diversasocasiones. Ambos habían disfrutado

en vida de la distinción académica,ya desde su juventud.

Tenían, como es natural, uaspecto poco distinguido, como es

corriente en los verdaderoscientíficos. Cualquier actor dramático tiene modales másdistinguidos que todos los

miembros de la Royal Society. El

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y yseñor Bensigton era de cortaestatura y calvo, muy calvo, yademás algo encorvado. Llevaba

lentes con montura de oro y botasde lona con numerosos cortes a

causa de sus callos. El profesor Redwood era de aspecto vulgar y

ordinario. Hasta que tuvieron lasuerte de dar con el Alimento de los

Dioses (como debo persistir ellamarlo) llevaron ambos una vidade eminente y estudiosa oscuridadque es difícil poder encontrar algo

que pueda llamar la atención del

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q plector.

El señor Bensington habíaganado las espuelas de caballero

(que se avenían mal con sus botasde lona agujereadas) con sus

espléndidas investigaciones sobre«los alcaloides de mayor 

toxicidad», y el profesor Redwoodhabía alcanzado la eminencia, ¡no

me acuerdo cómo ni por qué! Loque sé es que era muy famoso, y esoes todo. Me parece que en este casodebió su fama a una obra muy

voluminosa sobre los Tiempos de

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pReacción, con numerosas láminasde gráficas esfigmográficas(escribo esto sujeto a ulterior 

corrección), y valorada por unaadmirable y nueva terminología.

El público en general pudo ver en pocas ocasiones, o en ninguna, a

estos dos caballeros. A veces, eciertos lugares, tales como en la

Royal Institution, o en la Society oArts, el público pudo, hasta cierto punto, ver a Bensington, o, almenos, su sonrosada calvicie, y

algunas veces hasta su cuello y s

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g ychaqueta, y pudo oír fragmentos dealguna conferencia suya que él seimaginaba estar leyendo de una

manera comprensible. En unaocasión, me acuerdo —era u

mediodía del pasado yadesvanecido— la Britis

Association estaba aún en Dover,discutiendo sobre la sección C o D

u otra letra parecida, en ciertataberna que había tomado comosede, y yo, siguiendo a dos señorasde aspecto serio y cargadas de

 paquetes, por simple curiosidad me

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metí por una puerta sobre la cual seleía «Billares» y «Truco» y meencontré sumido en una escandalosa

oscuridad, interrumpida sólo por elcírculo de luz de una linterna

mágica, en el que se veían lostrazos de Redwood. Me quedé

contemplando el lento pasar de lasgráficas sobre el círculo luminoso,

y escuché una voz, no recuerdo loque decía, que supuse era la voz del profesor Redwood. Se escuchabaun siseo producido por la linterna,

mezclado con otros ruidos que

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hicieron me quedara allí por simplecuriosidad, hasta queinesperadamente se encendieron las

luces. Y no fue hasta entonces queadvertí que aquellos ruidos era

debidos a la masticación de panecillos, sandwiches y otras

golosinas que los miembros de laBritish Association devoraban allí

al amparo de la oscuridad.Recuerdo que Redwood siguióhablando todo el tiempo que lasluces permanecieron encendidas,

señalando el sitio donde s

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diagrama debió haberse hechovisible en la pantalla... y asícontinuó, tan pronto como se

restableció la oscuridad. Lorecuerdo como un hombre de tipo

ordinario, moreno, algo nervioso,con ese aire de los hombres

 preocupados por algo ajeno alasunto que tratan, y que actúa

siempre por un extraño sentimientodel deber.También oí a Bensington una

vez —en los viejos tiempos— e

una conferencia educativa e

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Bloomsbury. Como la mayoría delos químicos y botánicos eminentes,Bensington era muy autoritario e

las cuestiones de educación —estoyseguro de que se habría horrorizado

de haber asistido a una clase demedia hora en uno cualquiera de los

colegios corrientes— y por lo querecuerdo se proponía mejorar el

método heurístico del profesor Armstrong, de tal modo que, a costade unos cuantos aparatos de uvalor de tres a cuatrocientas libras

esterlinas, con el abandono total de

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todo otro estudio y la atencióconstante de un maestroexcepcionalmente dotado, un niño

corriente, ni muy inteligente nidemasiado tonto, podría llegar a

aprender, en el curso de diez o doceaños, tanta química como se puede

aprender en uno de esosdesprestigiados libros de texto de

un chelín que entonces eran tacorrientes...Por lo que llevo dicho habrá

comprendido que, aparte de s

ciencia, ambos no eran más que

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unas personas vulgares. O, en todocaso, seres corrientes y poco prácticos. Y eso es precisamente lo

que son los «científicos», comoclase en todo el mundo. Lo que hay

de notable en ellos constituye unamolestia para sus compañeros

colegas y un misterio para el público en general, y lo que no lo

es, resulta evidente. No hay ninguna duda referentea lo que no es notable en ellos, yaque no hay raza humana que se

distinga tanto por sus obviasi d

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 pequeñeces. Viven en un mundomezquino de relaciones humanas;sus investigaciones requieren una

atención infinita y una reclusiócasi monástica, y lo que resta no es

gran cosa. Cuando vemos acualquiera de estos pequeños

descubridores de grandesdescubrimientos, de aspecto

estrambótico, aire tímido,desgarbado, de cabeza cana,ridículamente adornado con laancha cinta de alguna orden de

caballería, ofreciendo unaió l l d

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recepción a sus colegas, o leyendolos angustiosos párrafos de Natureante «el menosprecio de la ciencia»

cuando el ángel de los premios1 ha pasado de largo por la Royal

Society, o por último escuchar cómo un infatigable liquenólogo

comenta la obra de otro infatigableliquenólogo, son cosas que nos

obligan a advertir la fuerza de lainvariable pequeñez de loshombres.

¡Y, con todo, los escollos de la

ciencia que estos minúsculosi ífi h id á

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«científicos» han construido y estátodavía construyendo es algomaravilloso, portentoso, lleno de

misteriosas promesas aún informes para el potente futuro del hombre!

¡Parece como si no se dieran cuentade las cosas que están haciendo! No

existe duda de que tiempo atrás,hasta Bensington, cuando sintió

aquella vocación, cuando consagrósu existencia a los alcaloides ycompuestos similares, tuvo udestello de la visión... o algo más

que un destello. Sin semejantei i ió l l

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inspiración para alcanzar las

glorias y posiciones que únicamentecomo «científico» puede

esperarse, ¿qué joven consagraríasu vida a semejante obra, tal como

lo hacen en realidad los jóvenes?o; todos ellos deben haber visto la

gloria, tienen que haber tenido svisión, pero de tan cerca que los ha

cegado. El esplendor los ha cegado, piadosamente, de modo que durantetodo el resto de la vida puedasostener las luces del conocimiento

con tanta facilidad para quet l d

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nosotros las podamos ver.

Tal vez esto explique aquellasombra de preocupación e

Redwood —ahora no puede haber la menor duda de ello—, ya que él

era distinto a todos sus colegas, puesto que conservaba en los ojos

algo de esa visión.II

El nombre de Alimento de losDioses con el que yo califico a esasustancia que fabricaron entre los

dos, Bensington y Redwood no esd t i d t h

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exagerado, teniendo en cuenta ahora

todo lo que ya lleva hecho y todo loque con toda seguridad va a hacer.

Pero a Bensington se le habríaocurrido tanto llamarla así como

salir de su piso de la calle Sloaneataviado con un manto de grana real

y ceñidas las sienes con una coronade laurel.La frase fue un simple grito de

asombro. Fue él, quien en sentusiasmo, y durante una hora omás siguió repitiéndola sin parar.

Después se dio cuenta de que seestaba comportando de un modo

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estaba comportando de un modo

absurdo. Cuando se puso a pensar en lo que se le ofrecía a la vista, u

 panorama, como si dijéramos, deenormes posibilidades — 

literalmente de enormes posibilidades— tuvo que cerrar co

resolución los ojos, después de unamirada de estupefacción, a aquelladeslumbrante perspectiva, comodebe hacer todo «científico»consciente. Después de todo,Alimento de los Dioses sonaba algo

escandaloso, hasta indecente. Seencontró muy sorprendido de haber

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encontró muy sorprendido de haber 

empleado semejante expresión. Y,no obstante, algo de aquel momento

de clara visión caía sobre él eirrumpía de vez en cuando...

 —En realidad, ¿sabe usted? — dijo frotándose las manos y riendo

nerviosamente—, esto tiene uinterés mayor que el teórico. «Por ejemplo —añadió, acercando srostro al del profesor y bajando eltono de voz—, tal vez si el asuntose manejara adecuadamente, se

vendería... precisamente, comoalimento O al menos como

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alimento. O al menos como

ingrediente de la alimentación.«Admitiendo, naturalmente,

que tenga buen sabor. Cosa que no podremos saber hasta que hayamos

hecho el preparado.Se volvió hacia la alfombrilla

de la chimenea, y contempló loscortes estratégicamente dispuestosde sus botas de lona.

 —¿Nombre...? —dijolevantando la vista, como sirespondiera a una pregunta—. Por 

mi parte me inclino a una sugestivaalusión clásica Esto hace hace a

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alusión clásica. Esto hace... hace a

la ciencia más res... Le da unosmatices de dignidad a la antigua. He

 pensado que... No sé si a usted le parecerá eso absurdo...

Seguramente una pequeña fantasía puede permitirse de vez e

cuando... Heracleoforbia. ¿Eh? ¿Lanutrición de un posible Hércules?Ya sabe usted que podría...

«Claro que si usted cree queno...

Redwood reflexionó con los

ojos fijos en el fuego y no hizoobjeciones

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objeciones.

 —¿Le parece a usted bien?Redwood movió la cabeza

gravemente. —Podría llamarse

Titanoforbia, ¿Sabe? Alimento deTitanes... ¿Prefiere usted el

anterior?«¿De veras no le parece austed, tal vez, demasiado...?

 —No. —¡Ah! ¡Cuanto lo celebro!Y por esto le pusieron por 

nombre Heracleoforbia durantetodo el período de sus

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todo el período de sus

investigaciones, y en su informe(informe que no llegó nunca

 publicarse a causa de losinesperados acontecimientos que

trastornaron todos sus propósitos)está escrito invariablemente de este

modo. Habían ya preparado tressustancias similares antes de quedescubrieran la que había sido prevista por sus especulaciones, yestas tres sustancias previas fuero

llamadas Heracleoforbia I,

Heracleoforbia II y HeracleoforbiaIII Es pues la Heracleoforbia I

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III. Es, pues, la Heracleoforbia I

la que yo (insistiendo en el nombreoriginal que le dio Bensington)

denomino aquí el Alimento de losDioses.

III

La idea fue de Bensington.Pero, como que le había sidosugerida por una de lascontribuciones del profesor Redwood a los Anales Filosóficos,

consultó con este otro caballero

antes de llevar las cosas másadelante Aparte el asunto, como

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adelante. Aparte el asunto, como

investigación, tenía tanto defilosófico como de químico.

El profesor Redwood era unode esos hombres de ciencia adictos

en grado sumo a los gráficos y lascurvas. Ya os habréis familiarizado

si pertenecéis a la clase de lector que yo espero— con la clase deartículo científico a que me refiero.Es un artículo sin pies ni cabeza, alfinal del cual aparecen cinco o seis

diagramas plegados que al abrirse

muestran unas peculiarísimasgráficas en zig-zag, elaborados

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gráficas en zig zag, elaborados

relámpagos u otras líneas sinuosase inexplicables llamadas «curvas

alisadas» colocadas según lasordenadas y arraigadas en las

abscisas..., y otras cosas parecidas.Os quedáis perplejos ante todo

aquello durante un buen rato, con lasospecha de que no sólo soisvosotros los que no entendéis nada,sino que ni su mismo autor loentiende. Pero, en realidad, lo

cierto es que muchos de esos

científicos comprendeperfectamente el significado de sus

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 perfectamente el significado de sus

 propios artículos. Es, sencillamentesu forma de expresarlo lo que

levanta el obstáculo entre ellos ynosotros.

Me inclino a creer queRedwood pensaba siempre e

gráficos y curvas. Y después de sobra monumental sobre los Tiemposde Reacción (y aquí he de exhortar al lector no científico que aguanteun poco más, ya que todo le

 parecerá luego tan claro como el

agua), Redwood se puso a trazar curvas alisadas y esfigmograferías

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y g g

sobre el crecimiento, y fue precisamente uno de sus artículos

sobre el crecimiento lo querealmente § sugirió a Bensington s

idea.Hay que decir que Redwood

había estado midiendo toda clasede cosas en pleno conocimiento:gatitos, perritos, girasoles, setas,alubias e (hasta que su esposaterminó con ello) incluso a s

 propio hijo, demostrando que el

crecimiento no progresaba de umodo uniforme, o, tal como él lo

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, ,

expresaba, así,sino a saltos y co

intermitencias de este tipo,y que, al parecer, no había

nada que creciese de un modouniforme y continuo, y por lo que él

 podía entrever, nada podía crecer de un modo uniforme y continuo; lascosas sucedían como si todo ser viviente tuviese que acumular unafuerza de terminada para poder 

crecer, creciendo entonces co

vigor durante cierto tiempo, peroteniendo luego que esperar durante

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g q p

un período antes de que pudiesevolver a emprender el crecimiento.

Y con el lenguaje esotérico yaltamente técnico propio de los

verdaderos «científicos», Redwoodinsinuó que el proceso del

crecimiento requería probablementela presencia en cantidadesconsiderables de alguna sustancianecesaria para la sangre, que seformaba únicamente con extremada

lentitud, y que cuando esta sustancia

se agotaba por el crecimiento, seremplazaba muy lentamente, y

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p y y

entretanto, el organismo tenía queaguardar. Comparó esta sustancia

desconocida al aceite en lamaquinaria. Un animal e

crecimiento, sugirió, era muy parecido a una locomotora que

 puede moverse hasta una distanciadeterminada pero debe ser lubricada si se la quiere hacer andar más allá. («Pero, ¿por qué nose la puede lubricar desde fuera?»,

 preguntó Bensington al leer el

artículo.) Y todo esto, decíaRedwood con la deliciosa

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inconsecuencia nerviosa propia delos de su clase, probablemente

 proyectaría una gran luz sobre elmisterio de ciertas glándulas de

secreción interna. ¡Cómo si estasglándulas tuvieran algo que ver co

todo aquello!En una comunicación ulterior Redwood iba aún más lejos. Trazóun gran número de diagramasiguales que trayectorias de cohetes,

cuya intención venía a significar — 

si intención había— que la sangrede los cachorros de perro y de gato,

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así como la savia de los girasoles yel jugo de las setas durante lo que

él llamaba la «fase decrecimiento», difería, en la

 proporción de ciertos elementos, dela sangre y la savia de los mismos

organismos durante los días en queno estaban creciendo.Y cuando Bensington, después

de mirar los diagramas de lado ydel revés empezó a advertir cuál

era la diferencia, se sintió invadido

de un grandísimo asombro. Porque,¡lo que son las cosas!, la diferencia

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 podía ser debida, con toda probabilidad, a la presencia de la

misma sustancia que él había estadorecientemente intentando aislar e

sus investigaciones sobre aquellosalcaloides que más intensamente

estimulaban el sistema nervioso.Puso el artículo de Redwoodencima del atril patentado que se balanceaba, de un modo muyinconveniente por cierto, surgiendo

del brazo de su sillón, se quitó los

lentes con montura de oro, empañólos cristales y los limpió muy

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cuidadosamente. —¡Por Júpiter! —exclamó el

señor Bensington.Luego se puso otra vez los

lentes, se volvió hacia el atril patentado, que, al chocar con s

codo, dio un coqueto chirrido ydepositó el artículo con todos susdiagramas, arrugados y dispersos,en el suelo.

 —¡Por Júpiter! —repitió el

señor Bensington, doblando el

estómago por encima del brazo delsillón con evidente desprecio para

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las costumbres de dicho mueble. Yviendo que el artículo quedaba

todavía fuera de su alcance, no tuvootro remedio que ir a gatas en s

 búsqueda. Fue al verlo en el suelocuando se le ocurrió la idea de

 bautizarlo el Alimento de losDioses...Porque, vamos a ver, si él

tenía razón y Redwood también,resultaba que inyectando o

administrando la sustancia

descubierta por él con la comida, seeliminaría la «fase de reposo», y e

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lugar de efectuarse el crecimientode esta manera,

se efectuaría (no sé si soyclaro), así:

IV

La noche siguiente de sconversación con Redwood, elseñor Bensington apenas pudo pegar los ojos. En una ocasió pareció que iba a descabezar u

sueñecito, pero fue sólo u

momento, durante el cual soñó quehabía cavado un profundísimo pozo

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en la tierra, en el que vertíatoneladas y más toneladas del

Alimento de los Dioses, y la tierrase iba hinchando, hinchando cada

vez más, y las fronteras de los países estallaban y la Royal

Geographical Society se ponía atrabajar— con gran ahínco, comoun gran gremio de sastres, a fin deaflojar el cinturón del ecuador...

Aquello fue, naturalmente, u

sueño absurdo, pero demuestra el

estado de excitación mental a quellegó el señor Bensington y el valor 

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real que prestaba a su idea, muchomejor de lo que pudiera hacerlo

cualquiera de las cosas que hacía odecía mientras estaba despierto y

alerta. De otro modo, no lo habríamencionado, ya que, por regla

general, no creo nada interesanteque la gente vaya por ahícontándose sus sueños unos a otros.

Por una singular coincidencia,Redwood también tuvo un sueño la

noche aquella, y este sueño fue así:

]

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Era un diagrama trazado elíneas de fuego sobre un largo rollo

abismal. Y él (Redwood) estaba de pie en un planeta, ante una especie

de estrado negro, dando unaconferencia sobre la nueva clase de

crecimiento que se había hecho posible, en la Más que RealInstitución de Fuerzas Primordiales,fuerzas que anteriormente siempre,tanto en el crecimiento de razas

como de imperios o sistemas

 planetarios o mundos, se habíacomportado así:

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Y hasta en algunos casos así:Y él les estaba explicando, de

una manera muy lúcida yconvincente, que estos métodos ta

lentos, hasta incluso taretrógrados, quedarían en muy

 brevísimo plazo reducidos amétodos anticuados gracias a sdescubrimiento.

Por supuesto que era ridículo.Pero también eso demuestra...

Que haya que considerar los

dos sueños como significativos o proféticos, aparte de lo que he

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dicho categóricamente, es cosa queno se me ha ocurrido ni por u

momento sugerir.

CAPÍTULO DOS - LA

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GRANJA

EXPERIMENTAL

I

Bensington propuso en u principio poner a prueba la eficacia

de su sustancia tan pronto como pudiera prepararla, en renacuajos.

Siempre se prueban esta clase deelixires en renacuajos para

empezar; para esto está precisamente los renacuajos. Y se

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 pusieron de acuerdo en que fuera élquien dirigiera los experimentos y

no Redwood, porque el laboratoriode éste estaba ocupado con el

aparato de balística y los animalesnecesarios para realizar una

investigación sobre las VariacionesDiurnas de la Frecuencia de lasEmbestidas del Ternero Joven,investigación que estaba dando unascurvas de un tipo muy anómalo y

sorprendente, y, por otra parte, la

 presencia de peceras corenacuajos era extremadamente

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indeseable mientras estainvestigación en particular 

estuviera en curso.Pero cuando Bensingto

comunicó a su prima Jane algo delo que tenía en mente, la mujer puso

veto de inmediato a la importacióde renacuajos, o cualquier génerosimilar de animaluchosexperimentales, dentro de svivienda. Ella no tenía

inconveniente alguno en que s

 primo utilizase una de lashabitaciones del piso para sus

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experimentos de química noexplosiva, porque aquello, en lo

que a ella se refería, no teníaconsecuencias; y lo autorizó para

que instalara un hornillo de gas y usumidero, y hasta un armario lleno

de polvo, refugio de la tempestadsemanal de limpieza a la que noquiso renunciar. Y como habíaconocido a algunas personasadictas a la bebida, consideraba el

ahínco que él demostraba para

alcanzar distinciones y honores elas sociedades científicas como u

l i i l

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excelente sustitutivo para la otraforma, mucho más grosera, de

depravación. Pero se mostróintransigente en no admitir bichos

de esos que se «menean» cuandoestán vivos y «huelen» cuando está

muertos. Dijo que eso era insalubre,que Bensington se hallaba algodelicado de salud, y... que era unatontería afirmar lo contrario. Ycuando Bensington intentó aclarar 

la enorme importancia de s

 posible descubrimiento, ellarespondió que estaba muy bien,

i i i él

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 pero que si consintiese en que élensuciara e infectara todo en el piso

en que vivían (y eso era lo quesucedería) estaba segura de que él

sería el primero en quejarse.Bensington comenzó a andar 

de un lado para otro de lahabitación sin hacer el menor casode sus callos, y habló con su primacon gran franqueza e indignaciósin obtener el menor resultado. Dijo

que no admitía que se pusiera

obstáculos al Avance de la Ciencia,y ella contestó que el Avance de la

Ci i t

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Ciencia era una cosa, y tener renacuajos en casa era otra; él

arguyó que en Alemania podíadarse por seguro que un hombre co

una idea como la suya podríadisponer inmediatamente de u

laboratorio de más de seiscientosmetros cúbicos de capacidad, a loque ella respondió que estaba muysatisfecha y siempre lo había estadode no ser alemana; él dijo que

aquello lo haría famoso para

siempre, y ella contestó que lo más probable es que se pusiera enfermo

i t í lb l i

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si tenía que albergar en aquel pisoun criadero de renacuajos; él afirmó

que era el amo de casa y ellareplicó que antes de tener que

cuidar renacuajos iría a emplearseen una escuela; y él le pidió que

fuera razonable, y ella le contestóque era él el que tenía que ser razonable y dejar de lado aquelenojoso asunto de los renacuajos. Yél opuso que ella debía respetar sus

ideas, y ella aseguró que si

apestaban, no, y entonces él perdió por completo los estribos y dijo, a

d l lá i b i

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 pesar de las clásicas observacionesde Huxley al respecto, una

 palabrota. No de las peores, pero palabrota al fin.

Entonces ella se sintiógravemente ofendida y él tuvo que pedirle perdón, y el proyecto de poder probar el Alimento de losDioses en los renacuajos y en s propio piso se desvaneció por completo entre las excusas.

Así Bensington tuvo que

considerar otra manera de poner e práctica estos experimentos sobre

l li t ió i

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la alimentación, necesarios parademostrar su descubrimiento, ta

 pronto como hubiese aislado y preparado su sustancia. Meditó

durante algunos días la posibilidadde confiar el cuidado de susrenacuajos a alguna persona dignade toda su confianza, y luego, u buen día, al dar por casualidad couna frase en el periódico, sus ideasse enfocaron sobre la posibilidad

de establecer una Granja

Experimental y experimentar co pollos.

Apenas pensó en el asunto

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Apenas pensó en el asunto,imaginó que sería una granja

avícola. Tuvo la visión de unos pollos creciendo

desmesuradamente. Concibió laimagen de unos gallinerosdescomunales, y aun másdescomunales todavía, creciendofabulosa e ininterrumpidamente.Los pollos son tan accesibles, tafáciles de alimentar y observar,

tanto más secos para manejar y

medir, que los renacuajos le parecían ya, comparándolos con los

pollos unas bestezuelas

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 pollos, unas bestezuelascompletamente salvajes e

incontrolables. Se quedó muy perplejo, sin comprender cómo no

había pensado desde el principio e pollos y en gallinas en vez derenacuajos.

Habría podido evitar elaltercado con la prima Jane.Cuando se lo comunicó a Redwood,éste estuvo de acuerdo con él.

Redwood dijo también que él

estaba convencido de que, altrabajar tanto sobre animaluchos

innecesariamente pequeños los

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innecesariamente pequeños, losfisiólogos experimentales cometía

un gran error. Era como hacer experimentos de química con una

cantidad insuficiente de material, pues los errores de observación ymanipulación se hacedesproporcionadamente grandes.Era de una importancia extrema quelos científicos hicieran valer susderechos a que se les suministrará

grandes cantidades de material

experimental. Era por eso que élestaba efectuando su serie de

experimentos en el Bond Stree

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experimentos en el Bond StreeCollege con los terneros, a pesar de

ciertos inconvenientes para losestudiantes y profesores de otras

asignaturas, a causa de la incidentalveleidad de los terneros a escapar  por los pasillos. Pero las curvasque obtenía eran excepcionalmenteinteresantes, y al ser publicadas,ustificarán ampliamente s

elección. Por su parte, si no fuese

 por el insuficiente equipamiento de

la ciencia en el país, no trabajaríanunca por poco que pudiera, e

animales inferiores a una ballena

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animales inferiores a una ballena.Pero mucho temía que un vivero

 público en escala suficiente parahacer esto posible era actualmente,

en este país al menos, un pedidoutópico. En Alemania quizá...Como los terneros de

Redwood requerían su atenciódiaria, la selección y equipamientode la Granja Experimentalrecayeron principalmente sobre

Bensington. Los gastos fuero

 pagados, tal como se convino deantemano, por Bensington, al menos

hasta que pudieran obtener una

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hasta que pudieran obtener unasubvención. En consecuencia,

Bensington, alternó su trabajo en ellaboratorio de su piso co

expediciones en busca de unagranja, siguiendo las líneas que, partiendo de Londres, se dirigehacia el sur, y sus escrutadorasgafas, su calvicie y sus cortajeadas

 botas de lona hicieron concebir alos numerosos propietarios de

fincas indeseables vanas

esperanzas. Y publicó un anuncio evarios diarios y en  Nature,

pidiendo una pareja (casada)

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 pidiendo una pareja (casada)responsable, puntual, activa y

 práctica en el cuidado de aves quequisiera encargarse de administrar 

una Granja Experimental de tresacres.Encontró el lugar que parecía

necesitar para la granja eHickleybrow, cerca de Urshot, e

Kent. Era un paraje extraño yaislado, situado en una hondonada

rodeada de viejos pinares, que de

noche se volvían negros y temibles.La irregular pendiente de una colina

tapaba la vista del sol poniente y

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tapaba la vista del sol poniente, yun escuálido pozo junto a u

ruinoso cobertizo empequeñecía ala casa. La casucha en cuestió

aparecía pelada y desprovista dehiedra y de toda clase de verdor,algunas ventanas estaban rotas y elcobertizo proyectaba una sombraoscura incluso al mediodía. Estaba

a milla y media de la última casadel pueblo, y su soledad quedaba

muy dudosamente aliviada por una

ambigua familia de ecos.El lugar impresionó a

Bensington quien lo consideró

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Bensington, quien lo consideróeminentemente apto para los

requerimientos de la investigaciócientífica. Anduvo de un lado para

otro, dibujando en el aire un granúmero de gallineros y halló que lacocina era capaz de acomodar unaserie de incubadoras con un mínimode alteraciones. Se quedó co

aquella granja de inmediato, si pensarlo más. Al regresar a

Londres se detuvo en Dunton Gree

y contrató a un matrimonio co buenas referencias que había

contestado a sus anuncios, y esa

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contestado a sus anuncios, y esamisma noche consiguió aislar una

cantidad suficiente deHeracleoforbia I, lo cual justificaba

de sobras todos los compromisoscontraídos.La pareja escogida por el

señor Bensington, que estabadestinados a ser, bajo su dirección,

los primeros dispensadores sobrela tierra del Alimento de los

Dioses, eran personas no solamente

muy ancianas, sino tambiéextremadamente sucias. Este último

punto pasó desapercibido al señor

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 punto pasó desapercibido al señor Bensington, ya que nada destruye

tanto las facultades de observaciócomo toda una vida dedicada a la

ciencia experimental. Se llamabaSkinner, señor y señora Skinner, yel señor Bensington los interrogó eun cuartucho con las ventanasherméticamente cerradas, un espejo

lleno de manchas sobre la repisa dela chimenea y unas celceolarias

enfermizas.

La señora Skinner era unavieja pequeñita, con la cabeza

descubierta, dejando a la vista u

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descub e ta, deja do a a v sta usucio pelo cano aplastado

apretadamente hacia atrás yenmarcando un rostro que había

sido siempre, y ahora lo era todavíamás, gracias a la pérdida de losdientes, al hundimiento del mentóy al encogimiento de todo lo demás,casi exclusivamente... una nariz.

Llevaba un vestido de color de pizarra (si podía decirse que tenía

algún color) remendado en algunos

lados con lanilla roja. La mujer recibió al señor Bensington y le

habló con cierta cautela, mirándoloi l d d d

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, por encima y alrededor de s

 propia nariz, mientras el señor Skinner, según dijo concluía de

arreglarse. Tenía un solo diente y seapretaba nerviosamente las flacas yarrugadas manos. Explicó aBensington que había tratado coaves de corral durante muchos años

y que conocía muy bien lasincubadoras. En realidad, ellos

habían tenido, en otra época, una

granja aviar que fracasó por faltade pupilos.

 —Son los pupilos los qued b fi i dij l

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p p q producen beneficios —dijo la

señora Skinner.Cuando Skinner hizo s

aparición, se vio que era un hombrede rostro alargado, ceceante y bizco, con una mirada que le hacíadesviar los ojos por encima de lacabeza de la gente. Llevaba unas

zapatillas cortajeadas, cosa que lehizo simpático al señor Bensington.

Exhibía una escasez manifiesta de

 botones que le obligaba a asir lachaqueta y camisa con una mano,

mientras con el índice de la otrat b fi b l t l

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trazaba figuras sobre el mantel

negro y dorado. Con el ojo sueltocontemplaba, como si dijéramos, la

espada de Damocles sobre lacabeza del señor Bensington, coexpresión de triste indiferencia.

 —¿Uzted no quiere dirigir ezagranja para zacar provecho? ¿No?

Ez igual, ceñor. ¿Ezperimentoz?¡Bien!

Dijo que podían trasladarse a

la granja en seguida. No estabahaciendo nada de particular e

Dunton Green, aunque trabajaba ud t

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, q j poco de sastre.

 —Ezte pueblo no ez lo que yocreía, y lo que gano ez poco —dijo

, de modo que ci uzted quiere ya podemoz...Al cabo de una semana, el

señor y la señora Skinner ya sehallaban instalados en la granja, y

el carpintero que había ido deHickleybrow alternaba la tarea de

levantar cobertizos y gallineros co

una sistemática discusión acercadel señor Bensington.

 —No lo he vizto muchot d í d í l ñ Ski

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todavía —decía el señor Skinner—,

 pero por lo vizto de él me pareceque ce trata de un eztúpido o de u

imbécil. —Ya me pareció a mí queestaba algo chalado —dijo elcarpintero de Hickleybrow.

 —Ce cree que zabe mucho de

avez —prosiguió Skinner— ¡Ay,Dioz mío! Ce diría que nadie

entiende nada de avez de corral,

fuera de él! —¡Con esas gafas que lleva — 

dijo el carpintero de Hickleybrowparece una gallina!

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 parece una gallina!

Skinner se acercó al carpinterode Hickleybrow y le habló

confidencialmente, un ojo mirando,con tristeza el pueblo lejano y elotro brillante y taimado.

 —Hay que tomar lazmedidaz... todoz loz malditoz diaz,

de todaz laz malditaz gallinaz. Paraver ci crecen bien. ¿Qué tal...? ¿Eh?

Cada una de laz malditaz gallinaz

todoz loz díaz.Y el señor Skinner se tapó la

 boca con la mano para reírse de umodo refinado y contagioso

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modo refinado y contagioso,

sacudiendo los hombrosexageradamente. Sólo su otro ojo

evitó de participar en el regocijo.Luego, por si el carpintero nohubiese visto la intención, repitió,con un penetrante susurro:

 —¡Tomar laz medidaz!

 —Está peor aún que nuestroviejo amo, y que me ahorquen si me

equivoco —dijo el carpintero de

Hickleybrow.II

El trabajo experimental es lo

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El trabajo experimental es lo

más aburrido del mundo siexceptuamos los artículos sobre esa

clase de trabajos en los AnalesFilosóficos, y a Bensington le pareció que había transcurridomucho tiempo desde que su primer ensueño sobre las enormes

 posibilidades implicadas fuereemplazado por una migaja de

realidad. Se había hecho cargo de

la Granja Experimental en octubre,y hasta mayo no consiguió los

 primeros indicios de éxito. Tuvoque probar las Heracleoforbias I II

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que probar las Heracleoforbias, I, II

y III, que fueron rotundos fracasos,hubo dificultades con las ratas de la

Granja Experimental y tambiéhubo dificultades con los Skinner.La única manera de conseguir queSkinner hiciera algo de lo que se lehabía dicho era amenazarlo con el

despido. Entonces se rascaba la barbilla sin afeitar —siempre

estaba sin afeitar del modo más

milagroso, puesto que nunca llegabaa brotarle la barba del todo— co

la palma de la mano, y mirando alseñor Bensington con un ojo y por

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señor Bensington con un ojo y por 

encima de él con el otro, decía: —¡Oh! ¡Claro, ceñor 

Bencington..., ci lo dice en cerio...!Pero por fin surgieron los primeros indicios del éxito. Y sheraldo fue una carta escrita con lacaligrafía alargada y esbelta del

señor Skinner:«La nueva pollada ha roto la

cáscara, y no me gusta nada. Crece

con mucha lozanía, muy diferente decomo era el último lote antes de que

usted nos diera sus instruccionesrecientes El último de ellos antes

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recientes. El último de ellos, antes

de que el gato lo cogiera, era u pollo hermoso y robusto, pero los

de esta última cría crecen comocardos silvestres. Jamás vi nadaigual. Picotean con tanta fuerza que perforan las botas de modo que nohe podido tomar las medidas

exactas, tal como usted me había pedido. Son verdaderos gigantes y

comen como tales. Pronto

necesitaremos más trigo, porquenunca se han visto gallinas que

coman como estos polluelos. Son yamayores que los Bantam A este

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mayores que los Bantam. A este

 paso, serán aves de exposición, colo lozanos que están. Los Plymout

Rock ni se podrán comparar coellos. Anoche me llevé un sustocreyendo que el gato iba a por ellos; cuando miré por la ventanahubiera jurado que vi al gato

metiéndose por debajo delalambrado. Los polluelos estaba

despiertos y picoteando

hambrientos cuando salí a ver, perodel gato, ni rastro. Por lo tanto, les

di un puñado de trigo y cerré cocandado el gallinero Desearía

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candado el gallinero. Desearía

saber si la alimentación tiene quecontinuar según las instrucciones

recibidas. La mezcla que usted hizoya casi se ha terminado y yo noquiero hacer ninguna mezcla acausa del accidente del pudding.Con los mejores deseos por parte

de nosotros dos, y esperando quecontinuemos en su aprecio, co

todos los respetos, su fiel servidor.

ALFRED NEWTON SKINNER.»

El accidente a que Skinner hacía referencia hacia el final de la

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hacía referencia hacia el final de la

carta se relacionaba con un puddinde leche al que accidentalmente se

mezcló cierta cantidad deHeracleoforbia II, con resultadosmuy malos y casi fatales para losSkinner.

Pero Bensington, leyendo entre

líneas, advirtió en aquelcrecimiento tan notable la

consecución del fin buscado. La

mañana siguiente llegaba a laestación de Urshot con un saco en el

que llevaba, herméticamentecerrada en tres latas, una provisió

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cerrada en tres latas, una provisió

del Alimento de los Diosessuficiente para todos los pollos de

Kent.Era una clara y hermosamañana de fines de mayo, y suscallos habían mejorado tanto, queresolvió ir andando a la granja,

atravesando a pie Hickleybrow.Esto representaba, en conjunto, u

 paseo de tres millas y media a

través del parque y del pueblo, yluego por las verdes cañadas de los

vedados de Hickleybrow. Lasramas de los árboles estaba

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salpicadas con los brotes que la primavera, en toda su fuerza hacía

surgir; los setos estaban llenos dealsines y collejas, y los bosques, deacintos azules y orquídeas

 purpúreas; y por todas se oía elgorjeo de los pájaros: zorzales,

mirlos, petirrojos, pinzones, ymuchísimos más; y en un cátido

rincón del parque iban creciendo

los helechos y se oían los brincos ycarreras de los ciervos moteados.

Todo esto hacía evocar aBensington el recuerdo de s

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uventud y el ya olvidado gozo devivir. Ante él, la promesa de s

descubrimiento surgió clara yalegre, y le pareció que erarealmente el día más feliz de svida. Y cuando en el soleadocobertizo de la arenosa colina bajo

la sombra de los pinos, vio los polluelos que se habían alimentado

con la mezcla que el les había

 preparado, gigantescos ydesgarbados, mayores ya que

muchas gallinas adultas y con hijos;y creciendo todavía, aún con s

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y ,

 primer y blando plumón amarillo(apenas mucado de marrón en el

lomo), estuvo completamenteseguro de que el día más feliz de svida había llegado.

Ante la insistencia de Skinner,el señor Bensington entró en el

gallinero, pero después de haber sido picoteado en las rajas de las

 botas dos o tres veces, volvió a

salir, y se quedó observandoaquellos monstruos a través del

alambrado. Los miró embelesado,siguiendo con la vista todos sus

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movimientos como si no hubiesevisto un pollo en toda su vida.

 —Cómo cerán cuando hayacrecido del todo, ez coza que unono puede imaginarce —dijoSkinner.

 —Grandes como caballos — 

aventuró Bensington. —Pocible —admitió Skinner.

 —¡Una sola ala servirá de

comida a varias personas! — exclamó el señor Bensington—. Y

habrá que cortarlos en filetes, comola carne de la vaca:

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 —Pero no ceguirán creciendode ezta forma —objetó Skinner.

 —¿No? —No —afirmó—. Ya conozcoezo. Empiezan primero muylozanoz, pero luego ce eztancan.

Hubo una pausa.

 —Zon loz cuidadoz nueztrozdijo Skinner, modestamente.

Bensington enfocó los lentes

sobre él, de repente. —Teníamoz unoz caci ta

grandez en el otro citio dondeestuvimoz —dijo Skinner con s

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ojo bueno piadosamente elevado ycogiendo algo de confianza— yo ymi ceñora.

Bensington hizo su habitualinspección general del lugar, perovolvió rápidamente al gallinero.Aquello era, en verdad, mucho más

de lo que se había atrevido aesperar. ¡El curso de la ciencia es

tan tortuoso y lento! Después de las

más claras promesas y antes de que pueda llegarse a la realizació

 práctica, transcurren, por reglageneral, años y años de intrincados

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 planes y preparativos... ¡y he aquíque el Alimento de los Diosesllegaba a la práctica después demenos de un año de pruebas!Parecía demasiado..., demasiado bueno. ¡Aquellas EsperanzasAplazadas que constituyen el

alimento cotidiano de laimaginación científica ya no lo

obsesionarían más! Así, al menos,

lo creía. Volvió otra vez algallinero y se quedó de nuevo

 boquiabierto ante aquellosestupendos pollos de su creación.

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 —Vamos a ver —dijo—.Tienen diez días. Y, comparadoscon un polluelo ordinario, meimagino que serán... seis o sieteveces más grandes...

 —Ya ez hora que noz dé uaumento de zalario —dijo Skinner a

su esposa—. Eztá contento comounaz pazcuaz por el modo como

hemoz criado a aquelloz pollueloz

de allá abajo... Eztá contento comounaz pazcuaz.

Se inclinó confidencialmentehacia ella y dijo, tapándose la boca

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con la mano: —Cree que ce debe a ecealimento que lez da.

E hizo un ruido de risareprimida en su cavidad faríngea...

Bensington fueverdaderamente un hombre dichoso

aquel día. Estaba dispuesto a noencontrar faltas en ningún detalle

avícola. El brillo de aquel día

 ponía de relieve más vivamente delo que había podido notar hasta

entonces, la acumulada suciedad ydesidia de los Skinner. Pero sus

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comentarios fueron amabilísimos.Las cercas de varios de losgallineros estaban estropeadas, pero Bensington pareció considerar totalmente satisfactoria laexplicación de Skinner, cuando éstele dijo que era a causa de «una

zorra o un perro o algo ací».Bensington se limitó a indicar que

no se había limpiado la incubadora.

 —Muy cierto, ceñor —repusoSkinner con los brazos cruzados y

sonriendo astutamente por debajode la nariz—. No hemoz tenido

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tiempo de limpiarla dezde quevinimoz aquí...Bensington se dirigió al piso

superior para examinar los boquetes abiertos por las ratas, yque, a juicio de Skinner,reclamaban la colocación de

trampas, ya que ciertamente eraenormes,  y  descubrió entonces que

el cuarto en que el Alimento de los

Dioses se mezclaba con la harina yel salvado estaba en un desorde

lamentable. Los Skinner eran de esaclase de personas que siempre

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encuentran un uso para los platosrajados, las latas viejas, los tarrosde conservas y los botes demostaza; el lugar estaba sembradode todo eso. En un rincón se pudríaun montón de manzanas que Skinner había guardado Dios sabe para qué,

y de un clavo en la parte inclinadadel techo pendían varias pieles de

conejo con las que Skinner 

intentaba poner a prueba sus dotesde curtidor.

(—Poco habrá en cueztión de pielez y otraz cozaz que yo no cepa

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dijo Skinner.)Es muy cierto que Bensingtoresolló desaprobando aqueldesorden, pero no armó ningúescándalo inútil, y hasta cuando

notó una avispa regodeándosedentro de una vasija a medio llenar 

de Heracleoforbia IV, simplementehizo observar con toda amabilidad

que sería mejor cubrir aquella

sustancia para evitar que quedaseexpuesta a la humedad del aire de

aquel modo.Luego, bruscamente, se volvió

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hacia Skinner para decirle lo quehabía estado barruntando desdehacía rato.

 —Me parece, Skinner..., quevoy a matar uno de esos pollos...

como muestra. Creo que podremosmatarlo esta tarde, después de

comer, y me lo llevaré a Londres.Hizo como si mirara dentro de

otra vasija, se quitó los lentes y los

limpió. —Me gustaría —dijo—, me

gustaría muchísimo tener unamuestra... un recuerdo... de esta cría

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tan especial, en este día también taespecial. Y, a propósito no les daráusted carne para comer a estos polluelos ¿verdad?

 —¡Oh! No, ceñor —replicó

Skinner—. Ce lo aceguro, ceñor Bencington. Zabemoz demaciado

 bien cómo hay que criar alas avezde corral de todo género, para

hacer una coza cemejante.

 —¿Está usted seguro de nohaber echado aquí las sobras de s

comida? Me ha parecido ver unoshuesos de conejo esparcidos en u

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rincón del gallinero...Pero cuando fueron a mirar seencontraron con que eran loshuesos, algo mayores, de un gato,limpios y secos.

III

 —Esto no es un pollo —dijoJane, la prima de Bensington—.

Vamos me parece que sé distinguir 

un pollo de lo que no lo es. E primer lugar, es muy grande para

ser un polluelo, y, además,cualquiera puede ver que eso no es

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ningún pollo, vamos. —Se parece más a unaavutarda que a un pollo.

 —Por mi parte —dijoRedwood de mala gana,

 permitiendo por esta vez queBensington le arrastrara a la

discusión—, debo confesar que,considerando toda la evidencia que

tenemos.

 —¡Oh...! Si se pone usted así protestó Jane, la prima de

Bensington—, en lugar de usar susojos como persona sensata...

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 —¡Pero, verdaderamente,señorita Bensington...! —¡Oh! ¡Adelante! —exclamó

la prima Jane—. Todos los hombresson iguales.

 —Considerando toda laevidencia, este ejemplar 

ciertamente cae dentro de loslímites de la definición... Sin duda

alguna es un ejemplar anormal e

hipertrofiado, pero aun así...teniendo en cuenta especialmente

que salió del huevo de una gallinanormal... Sí, creo señorita

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Bensington, que debo aceptar...,que, si hay que dar nombre a esto,se trata, de una especie de pollo.

 —¿Quiere decir que es u pollo? —dijo la prima Jane.

 —Creo que es un pollo —dijoRedwood.

 —¡Qué tontería! —exclamóJane, dirigiéndose a Redwood—.

¡Oh, acabará usted con mi

 paciencia!Dio media vuelta bruscamente

y salió de la habitación dando u portazo.

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 —Y es una gran satisfacció para mí también poder contemplar este ejemplar, Bensington —dijoRedwood cuando el eco del portazose hubo amortiguado—. A pesar de

ser tan enorme.Sin previa invitación por parte

de Bensington, Redwood se sentóen el bajo sillón junto al fuego y

confesó cierto proceder que hasta

en un hombre no científico habríasido indiscreto.

 —Creerá usted que he obradode un modo temerario, Bensington,

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ya lo sé. Pero lo cierto es que puseun poco... —no mucho— pero, efin, algo de eso... en el biberón demi hijo, hará cosa de una semana.

 —Pero, ¿y si...? —exclamó

Bensington. —Lo sé —murmuró Redwood,

echando una ojeada al pollo giganteque estaba en una fuente sobre la

mesa; y prosiguió, hurgándose el

 bolsillo, en busca de cigarrillos—:Todo ha salido bien, gracias a Dios.

En seguida se puso a dar detalles fragmentarios.

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 —El pobrecillo no aumentabade peso... desesperadamenteansioso... Winkles es un solemneimbécil..., fue discípulo mío..., muymalo... la señora Redwood...,

inquebrantable confianza eWinkles... Ya conoce usted el tipo,

un hombre de esos con airesuperior..., altanero y dominante...

inguna confianza en mí, claro

está... Le enseñé a Winkles... Casini podía entrar en el cuarto del

niño... Había que hacer algo... Medeslicé allí mientras la niñera

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estaba desayunando... y cogí el biberón. —Pero crecerá —dijo

Bensington. —Ya crece. Ochocientos diez

gramos la semana pasada. Tendríausted que oír a Winkles. Son sus

cuidados, dice. —¡Mi querido! ¡Eso es lo que

dice Skinner!

Redwood volvió a echar unaojeada al pollo.

 —Lo peor es que no sé cómoseguir adelante —dijo—. No

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quieren dejarme solo en el cuartodel niño porque antes quise trazar la curva del peso de GeorginaPhyllis —usted ya sabe—¿y cómovoy a poder darle una segunda

dosis? —¿Es necesario?

 —Hace dos días que llora si parar... Ahora ya no quiere s

comida ordinaria. Quiere algo más.

 —Dígaselo a Winkles. —¡Que lo ahorquen!

 —Podría usted ir a Winkles ydarle los polvos para que se los

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diera al niño... —Eso será lo que me veréobligado a hacer, si me veoobligado —dijo Redwood,apoyando el mentón en el puño y

mirando fijamente el fuego.Bensington se quedó un rato

alisando el plumón de la pechugadel pollo gigante.

 —Serán unas aves

monstruosas —afirmó. —Lo serán —dijo Redwood

sin apartar los ojos del fuego. —Grandes como caballos — 

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dijo Bensington. —Mayores aún —dijoRedwood—. ¡Eso es lo queocurrirá!

Besington se apartó del

espécimen. —Redwood —dijo—, estas

aves van a causar sensación.Redwood asintió, inclinando

la cabeza hacia el fuego.

 —¡Y por Júpiter! —dijoBensington, volviéndose con u

gran destello en sus lentes—.¡También causará sensación su hijo!

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 —Esto es precisamente lo queestoy pensando —dijo Redwood.Se reclinó, suspiró, arrojó al

fuego su cigarrillo a medioconsumir y metió profundamente las

manos en los bolsillos del pantalón. —Esto es precisamente lo que

estoy pensando —repitió—. EstaHeracleoforbia será una sustancia

muy difícil de manejar. ¡Al ritmo

que este pollo ha crecido...! —Un niño que crezca al

mismo ritmo... —susurró lentamenteBensington, mirando al pollo

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mientras hablaba—. ¡Lo dije! — exclamó—. Será algo grandioso. —Le administraré dosis cada

vez más pequeñas —dijo Redwood. O lo hará Winkles.

 —Sería llevar demasiadolejos el experimento.

 —Bastante lejos. —Y, sin embargo, ¿sabe

usted?, debo confesar que... tarde o

temprano algún niño tenía quesometerse a la prueba.

 —Claro que lo probaremos ealgún niño... ¡Seguro!

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 —Desde luego —aprobóBensington, acercándose al fuego yquitándose los lentes paralimpiarlos con el pañuelo.

 —Hasta que vi a esos pollos

no creo que me haya dado cuentacabal, Redwood, de ninguna de las

 posibilidades que entrañaba lo queestábamos haciendo. Sólo ahora

empiezan a asomar en mi mente

las... posibles consecuencias...E incluso entonces, Mr.

Bensington estaba muy lejos detener idea del revuelo que aquel

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experimento iba a provocar.IV

Aquello sucedió a principiosde junio. Durante unas semanas

Bensington no pudo volver a visitar la Granja Experimental a causa de

un severo catarro imaginario, yRedwood se vio obligado a hacer 

en su lugar una visita relámpago.

Volvió hecho un padre muchísimomás preocupado de lo que estaba al

ir. En conjunto habían transcurridosiete semanas de crecimiento

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 progresivo e ininterrumpido...Y entonces las avispasempezaron a entrar en funciones.

A finales de julio, fue muertala primera de las grandes avispas,

casi una semana antes de que lasgallinas se escapasen de

Hickleybrow. La informacióapareció en diversos periódicos,

 pero no sé si la noticia llegó a

oídos de Bensington, y muchomenos si, en caso de que se

enterase, la relacionó con eldescuido general que prevalecía

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en la Granja Experimental.Pocas dudas caben de que,mientras Skinner administraba a los pollos de Bensington laHeracleoforbia IV, un gran número

de avispas se hallaban trabajandocasi industrialmente —o quizá más

  en el acarreo de grandescantidades de la misma pasta a sus

 primeras crías de verano en los

 bancos de arena, más allá de los pinares adyacentes. Y es

indiscutible que aquellas precocescrías crecieron y se beneficiaro

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tanto de aquella sustancia como lasgallinas de Bensington. Está en lanaturaleza de la avispa que alcancela madurez efectiva antes que el avedel corral, y, en realidad, de todas

las criaturas que compartían,gracias al generoso descuido de los

Skinner, los beneficios queBensington había querido verter 

sobre sus gallinas, las avispas

fueron las destinadas a ser las primeras en hacer ruidoso acto de

 presencia.Fue un guardabosque llamado

df l d l h i d

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Godfrey, empleado en la haciendaque el teniente coronel Rupert Hic poseía cerca de Maidstone, quieencontró y tuvo la suerte de matar al primero de esos monstruos que

registra la historia. Andaba metidoen los helechos hasta las rodillas e

un claro del bosquecillo de hayasque diversifica al parque del

teniente coronel Hick, con s

escopeta al hombro — afortunadamente para él era una

escopeta de dos cañones—, cuandovio por primera vez el insecto. Se

b l d d

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acercaba a contraluz, de modo queno pudo verlo distintamente, y alacercarse zumbaba «como un motor de automóvil». Admite que seasustó. Evidentemente era ta

grande o mayor que una lechuza, y asu ojo ejercitado, el vuelo del

monstruo, y particularmente elnebuloso torbellino de sus alas,

debió de haberle parecido en nada

semejante al vuelo de un pájaro. Elinstinto de conservación, segú

creo, se mezclaría con un antiguohábito, cuando Godfrey dice que

d jó l lí

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«dejó que volara en línea recta».Lo extraño de aquellaexperiencia probablemente afectósu puntería; sea por lo que fuere, locierto es que erró el tiro, y el

monstruo inició un descenso con ucolérico «Fuzzzz» que reveló

inmediatamente su identidad deavispa, y luego volvió a elevarse

con todas sus rayas brillando a la

luz del sol. Godfrey dice que laavispa se revolvió contra él.

Entonces disparó su segundo cañóa menos de veinte metros, arrojó la

t l l di d t

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escopeta al suelo y dio dos o tres pasos, agachándose para evitar alanimal.

Está convencido de que laavispa pasó volando a un metro de

él, dio contra el suelo, volvió aelevarse, volvió a caer, quizás a

unos treinta metros de distancia, yempezó a dar tumbos por el suelo,

contorsionándose y moviendo s

aguijón en su última agonía.Godfrey vació los dos cañones de

su escopeta por segunda vez sobreel animal antes de aventurarse a

á lC d d idió di l

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acercársele.Cuando se decidió a medirlavio que tenía setenta centímetros deuna punta del ala a la otra, y elaguijón ocho. El abdomen había

estallado por la mitad, pero estimóla longitud del animal, de la cabeza

al aguijón, como de unos cuarenta ycinco centímetros... lo que es casi

exacto. Sus ojos compuestos era

del tamaño de monedas de u penique.

Esta es la primera aparicióauténtica de las avispas gigantes. El

dí i i t i li t b j bd l id d l h

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día siguiente, un ciclista que bajabaa toda velocidad la cuesta que hayentre Sevenoaks y Tonbridge, colos pies en el manillar, por poco noaplasta otra de esas avispas

gigantes que se arrastraba por lacarretera. El paso del ciclista

 pareció alarmarla, y emprendió elvuelo con un ruido parecido al de

un aserradero. Con la emoción del

momento la bicicleta saltó por lacuneta, y cuando el ciclista pudo

mirar hacia atrás, la avispa sealejaba, elevándose por encima de

los bosq es hacia WesterhamD é d h t

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los bosques, hacia Westerham.Después de hacer unas cuantaseses, el ciclista echó mano de losfrenos, se apeó —temblaba de umodo tan violento que se cayó de

 bruces encima de la bicicleta alapearse— y se sentó en el borde de

la cuneta para rehacerse un poco.Se había propuesto pedalear hasta

Ashford, pero aquel día no pudo

llegar más allá de Tonbridge...Después de esto, y

curiosamente por cierto, no seregistraba la presencia de lasgrandes avispas durante tres días.C lt d l i f

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Consultando los informesmeteorológicos de aquellos tiemposme encuentro con que fueron co precipitaciones locales, lo cual

 puede tal vez explicar estaintermitencia. Luego, al cuarto día,

el cielo se presentó de nuevo azul ydespejado, con un sol brillante y

una invasión tal de avispas como el

mundo es seguro no había vistonunca.

Es imposible adivinar cuántasavispas salieron a la luz aquel día.Hubo una víctima, un tendero de

tibl d b ió d

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comestibles, que descubrió uno deesos monstruos en un barril deazúcar, y con mucha temeridad por su parte lo atacó con una pala al

emprender el vuelo. La arrojó alsuelo por un momento, pero la

avispa le aguijoneó perforándole la bota, mientras él la golpeaba de

nuevo, partiéndola en dos. De los

dos, el tendero fue el primero esucumbir...

La más dramática de aquellacincuentena de apariciones fue la dela avispa que visitó el MuseoBritánico a eso del mediodía

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Británico a eso del mediodía,descolgándose del sereno y azulfirmamento sobre una de lasinnumerables palomas que picotea

en el patio de dicho edificio yremontándose luego a la cornisa

 para devorar a su víctima con todatranquilidad. Después se arrastró u

rato por el techo del museo, entró

en el interior de la cúpula de la biblioteca por un tragaluz, zumbó u

 buen rato por el interior —  produciendo la consiguiente huidade los lectores— y, por fin,encontrando otra ventana volvió a

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encontrando otra ventana, volvió adesaparecer de la observacióhumana, produciéndose un súbitosilencio.

La mayoría de las demásinformaciones se refieren al paso o

al descenso de uno de estosinsectos.

En Aldington Knoll dispersó

un picnic en el campo. Todos losdulces y la mermelada quedaro

consumidos en un santiamén y ucachorrillo de perro fue muerto ydespedazado, cerca de Whitstable,bajo los mismos ojos de su dueña

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 bajo los mismos ojos de su dueña...Aquella noche las calles

resonaron con la noticia, losanuncios de los periódicos

advirtieron exclusivamente, conumerosos titulares de gran tamaño,

la aparición de las «AvispasGigantes de Kent».

Los directores de periódicos y

los redactores jefes, aguadísimos,se lanzaron arriba y abajo de

tortuosas escaleras, gritando usinfín de cosas sobre las avispas.Y el profesor Redwood, al

salir de su colegio en Bond Street a

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salir de su colegio en Bond Street, alas cinco, con el rostro colorado,después de una acaloradísimadiscusión con la junta acerca del

 precio de los terneros, compró u periódico de la tarde, lo abrió, se le

demudó el rostro, olvidóinmediatamente el asunto de los

terneros y de la junta y cogió u

cabriolé para dirigirse al piso deBensington.

V

El piso estaba ocupado, segúle pareció con exclusión de todo

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le pareció, con exclusión de todootro objeto sensible, por Skinner ysu voz, si es que tanto al uno comoa la otra puede llamárseles objetos

sensibles.La voz era muy aguda y el tono

era angustioso. —Ez impocible quedarnoz u

día máz, ceñor Bencington. Noz

hemoz quedado porque creíamozque laz cozaz ce arreglarían, y lo

que paza ez que han ido de mal e peor, ceñor Bencington... No zozólo laz avizpaz, ceñor Bencington Ahora hay tambié

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Bencington... Ahora hay tambiégrandez tijeretaz y ciempiez, ceñor 

Bencington, aci de grandez. (Yseñalaba todo lo largo de la mano y

cerca de ocho centímetros más deun ancho y sucio antebrazo.) Por 

 poco le da un ataque de nervioz a laceñora Zkinner, ceñor Bencington.

Y, por ci fuera poco, laz ortigaz de

al lado del gallinero, ceñor Bencington, también eztá

creciendo, ci, ceñor, y laenredadera amarilla, aquélla que plantamoz cerca del zumidero,ceñor Bencington Ya ha pazado

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ceñor Bencington... Ya ha pazadozuz zarcilloz a través de la ventana

durante la noche, cí, ceñor Bencington, y caci ce enredó con la

 propia ceñora Zkinner, ceñor Bencington. Y todo ez a cauza del

alimento ece que uzted lez da, ceñor Bencington. Por dondequiera que ce

haya derramado, por poco que cea,

todo lo que hay allí ce pone acrecer de un modo pavorozo, ceñor 

Bencington. Todo crece máz de loque yo nunca zupuce que pudieracrecer. Ez impocible quedarnozotro mez ceñor Bencington Ez máz

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otro mez, ceñor Bencington. Ez mázde lo que valen nuestraz vidaz,

ceñot Bencington. Aun en el cazo deque laz avizpaz no noz picaran,

moriríamoz zofocadoz por laenredadera ceñor Bencington. Uzted

no puede imaginárcelo, ceñor Bencington..., a menoz de que venga

a verlo con zuz propioz ojoz,

usted...Giró su ojo superior hacia la

cornisa, por encima de la cabeza deRedwood, añadiendo: —¿Cómo podremoz zaber ci

laz rataz no han comido el alimento

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laz rataz no han comido el alimentoece, ceñor Bencington? Ezo ez lo

que me preocupa, ceñor Bencington. No he vizto aú

ninguna rata grande, ceñor Bencington, pero ¿cómo voy a zaber 

ci laz hay? Hemoz eztadozobrezaltadoz durante varioz diaz a

cauza de la tijereta que vimoz, o de

laz tijeretaz, mejor dicho, porqueeran doz... Y grandez como

langoztaz, ceñor Bencington, y delmodo pavorozo como ha crecido laenredadera amarilla, y cuando oí lode laz avizpaz... Dezpuez de

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de laz avizpaz... Dezpuez deenterarme, lo comprendo todo,

ceñor Bencington. No he aguardadomáz ciño a que mi mujer me cociera

un botón que ce me había caído, yhe venido enceguida. Aún eztoy

lleno de anciedad, ceñor Bencington. ¿Qué cé yo de lo que le

 puede eztar zucediendo a la ceñora

Zkinner en ezce inztante, ceñor Bencington? La enredadera crece

 por todoz ladoz, como unacerpiente... Aunque parezcaincreíble hay que eztarla vigilandoy huir de zu proccimidad... Y laz

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y ptijeretaz creciendo aún máz y máz

laz avizpaz... ¡Ceñor Bencington!¡Ci le ocurriera algo a ella, ceñor 

Bencington...! —Pero, ¿y las gallinas? — 

 preguntó Bensington—. ¿Cómoestán las gallinas?

 —Laz hemoz eztado

alimentando hazta ayer, ¡Dios me proteja! Pero ezta mañana no noz

atrevimoz, ceñor Bencington. Elruido que producían ha cido algoezpantozo, ceñor Bencington.Venían a docenaz. Grandez como

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gallinaz. Yo le digo a ella, le digo,

cóceme un botón o doz, le digo, porque no puedo ir a Londrez ací

como eztoy, le digo, y voy a ver alceñor Bencington, le digo, a

explicarle lo que ocurre. Y túquédate en ezta habitación hazta que

yo vuelva, le digo, y cierra la

ventana y déjala cerrada que no pueda pazar nada, le digo.

 —Si usted no hubiese sido tasucio y descuidado... —empezó adecir Redwood.

 —¡Oh, no diga ezo, ceñor 

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¡ , g ,Redwood! ¡Y ahora menoz que

nunca, ceñor Redwood, que eztoydecezperado penzando en la ceñora

Zkinner, ceñor Redwood! ¡Oh, nodiga ezaz cozaz, ceñor Redwood!

¡No tengo ánimoz ahora para ponerme a dizcutir con uzted! ¡Que

Dioz me proteja, que no tengo

ánimoz, vaya! Zon laz rataz laz queme preocupan... ¿Cómo puedo zaber 

que no han atacado a la ceñoraZkinner mientras yo eztoy aquí? —¿Y ustet no ha tomado

alguna medida de todas esas

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gmaravillosas curvas de

crecimiento? —preguntó Redwood. —He eztado demaciado

 preocupado, ceñor Redwood — contestó Skinner—. ¡Ci uzted

zupiera por lo que hemoz pazado...yo y mi ceñora! ¡Y todo durante el

último mez! No zabíamos qué

 pensar de todo ello, ceñor Redwood. ¡Con laz gallinaz

haciéndoce tan gordaz, y lastijeretaz, y la enredadera amarilla!o cé ci le he dicho a uzted, ceñor,

que la enredadera amarilla...

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 —Ya nos ha hablado usted de

todo eso —dijo Redwood—. Loque ahora importa, Bensington, es

saber qué vamos a hacer. —¿Qué vamoz a hacer? — 

repitió Skinner. —Tendrá usted que volver 

allí, señor Skinner —dijo Redwood

. No puede usted dejar a sesposa sola toda la noche.

 —No me iré zolo, no, ceñor.Aunque hubiece una docena deceñoras Zkinner. Ez el ceñor Bencington...

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 —¡Tonterías! —dijo Redwood

. Las avispas estarán quietas por la noche. Y las tijeretas se

marcharán... —Pero, ¿y laz rataz?

 —No hay ninguna rata —dijoRedwood.

VI

El señor Skinner podía muy

 bien haber hecho caso omiso de s principal motivo de ansiedad. Laseñora Skinner no terminó el día ecasa.

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A eso de las once la

enredadera amarilla, que habíaestado poco activa toda la mañana,

empezó a trepar por la ventana y aoscurecer la habitación con rapidez

y cuanto más oscuro se hacía, tantomás claramente percibía la señora

Skinner que su situación se tornaría

muy pronto inaguantable. Y tambiéle pareció que habían transcurrido

unos cuantos siglos desde que sefue su marido. Se asomó a laoscurecida ventana, a través de losinquietos zarcillos, permaneció allí

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algún tiempo, y luego se fue, muy

cautelosamente, a abrir la puertadel dormitorio y se puso a

escuchar...Todo parecía estar quieto. Por 

lo tanto, recogiéndose las faldas, pasó al dormitorio, y después de

haber mirado debajo de la cama y

de haberse encerrado, procedió,con la metódica rapidez de una

mujer experta en esos quehaceres, ahacer el equipaje. La cama noestaba hecha y el suelo estabacubierto de trozos de enredadera

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que Skinner había cortado la noche

anterior a fin de poder cerrar laventana, pero a aquel desorden ella

no hizo el menor caso. Hizo ufardo con un lienzo muy decente.

Enfardó toda su ropa más unachaqueta de pana que Skinner solía

llevar en ocasiones especiales, y

además empaquetó también un tarrode pepinillos en conserva que no

había sido abierto aún. Hasta aquíestuvo plenamente justificado s plan de hacer paquetes. Perotambién empaquetó dos latas

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herméticamente cerradas que

contenían Heracleoforbia IV, queBensington había llevado en s

último viaje. (Era una mujer buenay honrada... pero era tambié

abuela, y le había apenado ver cómo se despilfarraba un alimento

que producía un crecimiento ta

fabuloso en un grupo de infectos pollos.)

Y después de haber hecho ugran paquete con todas estas cosasse caló el gorrito, se quitó eldelantal, ató las varillas del

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 paraguas con un cordón de zapato

nuevo, y después de permanecer u buen rato a la escucha en la

ventana, abrió la puerta y salióimpetuosamente a un mundo lleno

de peligros. Llevaba el paraguasdebajo del brazo y asía el fardo co

sus manos nudosas y resueltas.

Llevaba su mejor gorritodominguero, y las dos amapolas que

erguían sus corolas, en medio desus esplendores de cintas y cuentas, parecían impulsadas por el mismotrémulo valor de que ella se hallaba

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 poseída.

Sus facciones arrugaron la raízde la nariz con determinación. ¡Ya

estaba harta de todo aquello!¡Dejarla allí sola! Qué Skinner 

volviera cuando quisiese.Salió por la puerta principal, y

siguió adelante, no porque quisiera

dirigirse a Hickleybrow (su destinoera Cheasing Eyebright, donde

residía su hija casada), sino porquela puerta trasera era infranqueabledebido a la enredadera amarilla quehabía estado creciendof i d d l ñ

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furiosamente desde que la señora

Skinner vertió impensadamente unalata de alimento cerca de sus raíces.

Al salir, volvió a aguzar el oídodurante unos momentos, y luego

cerró la puerta con mucho cuidado.Al llegar a la esquina de la casa se

detuvo a escudriñar...

Un extenso montículo arenosoen la ladera de la colina, más allá

de los pinares, marcaba el lugar delnido de las avispas gigantes, y laseñora Skinner lo estudió con gracuidado. Ya atardecía y ni por 

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casualidad se veía una avispa; a no

ser por un ruidito un poco más perceptible del que hubiese hecho

un aserradero de vapor situado emedio de los pinares, todo estaba

silencioso. En cuanto a las tijeretas,no pudo ver ni una sola. Allá abajo,

en medio de las coles, había algo

que se movía, pero debía ser  probablemente un gato al acecho de

algún pájaro. Permaneciócontemplando todo durante un buerato.

Dio unos pasos, doblando lai d l l f ió

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esquina de la casa, y se le ofreció a

la vista el gallinero con los pollosgigantes. Se detuvo de nuevo.

 —¡Ah! —exclamó, sacudiendola cabeza al verlos.

Ya habían alcanzado la talla deun avestruz, pero, naturalmente,

tenían en cuerpo mucho más

rechoncho... Eran animalesmayores, en conjunto. Todas era

gallinas, cinco en total, pues los dosgallos se habían matadomutuamente. Vaciló un momentoante la actitud decaída de los

ll

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 pollos.

 —¡Pobrecillos! —exclamó,dejando en el suelo su fardo—. No

tienen agua. ¡Y con el apetito quetienen! —Se puso un flaco dedo e

los labios y sostuvo una conferenciaconsigo misma.

Entonces aquella vieja sucia y

desaliñada hizo lo que a mí me parece un acto heroico de caridad.

Dejó su fardo y su paraguas emitad del camino enladrillado, ydirigiéndose al pozo sacó no menosde tres cubos de agua para el vacíoabrevadero de los pollos y

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abrevadero de los pollos, y

mientras éstos se agolpaban en él,descorrió muy suavemente el

cerrojo del gallinero. Después de locual entró en una fase de gra

actividad, volvió a coger sequipaje, franqueó el vallado del

fondo del jardín, atravesó los

fértiles prados (para evitar elavispero) y se dirigió a toda marcha

 por el tortuoso camino queconducía hacia Cheasing Eyebright.Subió jadeando la cuesta,

deteniéndose de vez en cuando paradescansar de su carga recobrar el

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descansar de su carga, recobrar el

aliento y volverse para mirar haciaabajo en dirección a la casa de

campo junto al pinar. Y cuando, por último, al llegar ya cerca de la

cima, vio a lo lejos varias grandesavispas que descendía

 pesadamente hacia occidente, sintió

como si le hubiesen crecido alas elos pies.

Pronto salió del campo abierto para entrar en un camino quetranscurría entre taludes bastanteelevados (que le pareció un sitiomás seguro) y de allí por

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más seguro) y de allí, por 

Hickleybrow Coobe, salió a lallanura. Al comienzo de ésta, donde

un gran árbol daba cierta sensacióde refugio, la señora Skinner 

descansó durante un buen rato elos peldaños de un portillo.

Luego prosiguió adelante co

decisión...Os la podéis figurar como una

especie de hormiga negra erguidallevando a cuestas su blanco hato yapresurándose a lo largo del pequeño y blanco sendero que se vaseparando de la ladera bajo el

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separando de la ladera, bajo el

cálido sol de una tarde de verano.Iba esforzándose hacia delante, tras

su resuelta nariz, infatigable, lasamapolas de su gorrito temblando

constantemente, y sus botas decierre elástico blanqueándose cada

vez más en el polvo de la llanura.

Flip-flap, flip-flap, iban haciendosus pasos a través del inmóvil

 bochorno del día canicular, y de umodo persistente el paraguas buscaba la manera de deslizarse bajo el codo que lo sostenía Laboca aparecía fruncida denotando

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 boca aparecía fruncida, denotando

una resolución extrema, y de vez ecuando ordenaba a su paraguas que

volviera a colocarse en su sitio odaba a su estrechamente agarrado

fardo una vengativa sacudida. Y aveces sus labios mascullaba

fragmentos de alguna prevista

disputa entre ella y Skinner.Y muy lejos, a muchos

kilómetros de distancia, elcampanario de una iglesia empezó adestacarse insensiblementesurgiendo del vago azul del cielo,para marcar más y más

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 para marcar más y más

distintamente el tranquilo rincódonde Cheasing Eyebright se

refugiaba del tumulto mundanal, siacordarse en absoluto de la

existencia de la Heracleoforbiaoculta en aquel blanco hato que se

esforzaba tan persistentemente e

avanzar en dirección a aquelordenadísimo retiro.VII

Tal como he podido deducir,los pollos hicieron su aparición eHickleybrow hacia las tres de la

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Hickleybrow hacia las tres de la

tarde. Su llegada debió de ser algoocoso, aunque no había entonces

nadie en las calles para poder  presenciarla. El violento berrido

del pequeño Skelmersdate pareceque fue el primer aviso de que

ocurría algo insólito. La señorita

Durgan de la Oficina de Correos,estaba asomada a la ventana comode costumbre cuando vio a lagallina que había cogido al infelizniño, corriendo a escape callearriba con su víctima, con otras dosgallinas pisándole los talones ¡Ya

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gallinas pisándole los talones. ¡Ya

conocéis las balanceantes zancadasde los polluelos modernos, atléticos

y emancipados! ¡Podéis imaginarosla viva insistencia de la hambrienta

gallina! Aquellas aves eraPlymouth Rock, según me ha

dicho, una raza que, aun sin la

ayuda de la Heracleoforbia, secaracteriza por sus grandeszancadas.

Probablemente la señoritaDurgan no se sorprendiódemasiado. A pesar de lainsistencia de Bensington e

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insistencia de Bensington e

guardar el secreto, habían circuladorumores en el pueblo, desde hacía

algunas semanas, acerca de losgrandes polluelos que estaba

criando Skinner. —¡Dios mío! —exclamó Miss

Durgan—. ¡Es lo que me temía!

Parece que se comportó couna gran presencia de espíritu.Cogió de un tirón el saco precintado de la correspondenciaque estaba esperando para enviar aUrshot, y se lanzó a la puertainmediatamente. Casi

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inmediatamente. Casi

simultáneamente apareció el señor Skelmersdale al otro extremo del

 pueblo, aferrando una regadera por el pico, y muy pálido. Y, como es

natural, al cabo de un instante, cadauno de los habitantes del pueblo se

había asomado a la puerta o a la

ventana.El espectáculo que ofrecía laseñorita Durgan cruzando la calle,con toda la correspondencia diariade Hickleybrow en las manos, hizodetenerse al pollo que se habíaapoderado del pequeño

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p p q

Skelmersdale. El ave se detuvo eun momento de indecisión, y luego

se dirigió hacia las abiertas puertasdel patio de Fulcher. Aquel instante

fue fatal. El segundo pollo loalcanzó limpiamente, entró e

 posesión del niño gracias a u

 picotazo muy bien dirigido y saltó por encima de la tapia dentro delardín de la vicaria.

 —¡Croe, croe, croe, croe,croe, croe! —chilló la gallina másrezagada al recibir un golpe propinado por el señor 

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p p p

Skelmersdale con mucha habilidad,al lanzarle la regadera. La gallina

aleteó desesperadamente saltando por encima de la cerca del cottage

de la señora Glue y de allí alcampo del médico, mientras

aquellas aves gargantuescas

 perseguían al pollo que tenía elniño por el césped de la vicaría. —¡Cielos —exclamó el cura,

o (alguien afirma) quizás algo másgrave.

Echó a correr, volteando elmazo de croquet y gritando para

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q y g p

interceptar el paso al ave: —¡Detente, maldita! —gritó,

como si las gallinas gigantes fueraanimales corrientes en el mundo.

Y luego, viendo que le eraimposible evitarla, le arrojó el

mazo con todo el vigor y toda la

fuerza de que disponía. Éste fue a parar, después de describir unagraciosa curva, a poco más de u palmo de distancia de la cabeza delniño Skelmersdale, rompiendo de

 paso unos cristales de invernáculo.¡Crash! ¡El nuevo invernáculo! ¡El

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¡ ¡ ¡

nuevo y hermoso invernáculo de laesposa del vicario!

Aquello asustó a la gallina. Yhabría podido asustar a cualquiera.

Soltó a su víctima dentro de ulaurel de Portugal, de donde fue

extraída inmediatamente, algo

descompuesta, pero, salvo en sus poco delicadas ropas, indemne,luego dio un brinco aleteante paraalcanzar el tejado de los establosde Fulcher, pero, apoyándose en u

sitio inseguro entre las tejas,descendió como si dijéramos desde

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el infinito a la quietudcontemplativa del señor Bumps, el

 paralítico, que, como sin duda haquedado probado, en aquella única

ocasión de su vida pudo atravesar el jardín, en todo su diámetro ymeterse en casa, sin requerir 

asistencia alguna, cerrando la puerta con llave, para recaer inmediatamente en su habitualestado de resignación cristiana ydesvalida dependencia de s

esposa...Los demás pollos fuero

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acosados por los otros jugadores decroquet, y pasando por el huerto del

vicario, se metieron en el campodel médico, a cuya cita acudió

también, por fin, el quinto pollocacareando desconsoladamentedespués de un fracasado intento

 pasearse por el pepinar del señor Whiterspoon.Parece que durante un bue

rato se comportaron de un modo bastante gallináceo, escarbando el

suelo y cloqueandomeditativamente, pero después uno

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de los pollos picoteórepentinamente una colmena del

médico. Luego los cinco echaron acorrer de un modo desmañado, a

sacudidas y aleteos, como situvieran ataques de nervios, acampo traviesa, en dirección a

Urshot, y Hickleybrow Street ya nolos vio más. Cerca de Urshollegaron por fin a dar con ualimento apropiado en un campo denabos suecos y se quedaron allí

 picoteando con gran satisfaccióhasta que los alcanzó su propia

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fama.La principal reacció

inmediata ante aquella pasmosairrupción de gigantescas aves de

corral sobre la mente humana setradujo en la aparición de unaextraordinaria afición a gritar,

correr y lanzar objetos, y en seguidatodos los hombres hábiles deHickleybrow y algunas mujeressalieron al exterior con una notablevariedad de artículos contundentes

en las manos para comenzar a dar caza a las gallinas gigantes.

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Consiguieron espantarlas edirección a Urshot, donde se estaba

celebrando una feria rural, y Ursholas acogió como la gloriosa

apoteosis de una jornada feliz.Empezaron a disparar contra ellascerca de Findon Beeches, pero al

 principio solamente con escopetas pequeñas. Naturalmente, unos pajarracos de aquel tamaño podíaabsorber una cantidad ilimitada de perdigones sin grave riesgo. Se

dispersaron algo cerca deSevenoaks, y cerca ya de Tonbridge

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una de ellas emprendió vuelochoqueando un rato, presa de una

agitación excesiva, en cabeza y paralelamente al expreso del barco

correo de la tarde... con graasombro por parte de los que allíviajaban.

A eso de las cinco y media dosde ellas fueron cogidas, muyingeniosamente, por el propietariode un circo en Tunbridge Wells, quelas atrajo dentro de una jaula que se

hallaba vacante por la muerte de udromedario viudo, con la añagaza

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de esparcir por el suelo trozos de pan y de pastel...

VIII

Cuando el infortunado Skinner se apeó aquella tarde del tren de lalínea del Sudeste en Urshot, ya

había anochecido. El tren llegó coretraso, pero no excesivo, y Skinner así se lo hizo notar al jefe de laestación. Tal vez viera algunaintención en la mirada del jefe de

estación. Después de una brevevacilación, y con un ademá

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confidencial, poniéndose la mano allado de la boca, preguntó si había

ocurrido «algo» aquel día. —¿Qué quiere usted decir? — 

 preguntó el jefe de estación, quetenía una voz seca y enfática. —Laz avizpaz ezas y demaz.

 —No hemos tenido tiempo de pensar en avizpaz —dijo con sornael jefe de estación—. Hemos estadodemasiado atareados con susendemoniadas gallinas.

Y comunicó la noticia de los polluelos a Skinner, del mismo

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modo que si se tratara de romper los cristales de la ventana de u

 político enemigo. —¿No ha oído uzted nada de

la ceñora Zkinner? —preguntóSkinner, entre aquella lluvia deexpresivas noticias y comentarios.

 —¡Ni por asomo! —exclamóel jefe de estación, como si hasta éltrazara en algún sitio la líneadivisoria entre lo que se sabe y loque se ignora.

 —Deberé inveztigar zobre ezodijo Skinner, poniéndose fuera

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del alcance de las conclusiones que profería el jefe de estación sobre la

responsabilidad que implicaba unanutrición gallinácea excesiva...

Al pasar por Urshot, un calerollamó a Skinner, desde las minas deHankey, preguntándole si buscaba a

sus gallinas. —¿No zabe uzted nada de laceñora Zkinner? —le preguntó éste.

El calero —sus frases exactasno nos interesan aquí— demostró

un interés superior por lasgallinas...

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Ya estaba todo oscuro —taoscuro, al menos como puede

estarlo una clara noche de junioinglesa cuando Skinner asomó la

cabeza en la taberna de los JollyDrovers preguntando: —¡Hola! ¿No habéiz oído algo

de eza hiztoria de miz gallinaz? —¿Que si hemos oído algo?dijo Fulcher—. ¡Hombre!

Precisamente una parte de lahistoria se ha desarrollado en el

tejado de mis establos, y uno de suscapítulos ha abierto un boquete e

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el huerto de la señora del vicario.¡Ah Perdón...! Quise decir del

invernáculo.Skinner se decidió a entrar.

 —Quiciera algo que fuece u poco reconfortante. Ginebracaliente y agua para mi gaznate.

Y todo el mundo empezó acontarle cosas de los polluelos. —¡Válgame Dioz! —exclamó

Skinner. —Y después de una pausa,añadió—: ¿No zabéis nada de la

ceñora Zkinner? —¡Nada! —contestó

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Witherspoon—. No hemos pensadoen ella. No hemos pensado e

ninguno de los dos. —¿No ha estado usted en casa

hoy? —preguntó Fulcher con uarro de cerveza en la mano. —Si uno de esos

endemoniados pajarracos la ha picoteado... —empezó a decir Witherspoon, dejando el enterohorror de la imagen a las libresimaginaciones de los circundantes.

A los allí reunidos se lesocurrió en aquel momento que sería

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un buen final de un día lleno deacontecimientos, ir todos co

Skinner para ver si le habíasucedido algo a su señora. Nunca se

sabe la suerte que le puede caber auno cuando se presentan accidentesal por mayor. Pero Skinner, ante el

mostrador, bebiéndose su ginebracaliente con agua, con un ojoerrabundo sobre los objetos quehabía en el fondo de la taberna y elotro fijo en el vacío, no comprendió

aquel momento psicológico. —No habrá ocurrido nada co

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ninguna de ezas grandez avizpazhoy, ¿verdad? —preguntó con una

elaborada indiferencia en el gesto. —Hemos estado demasiado

ocupados con sus gallinas — dijoFulcher. —Zupongo que todaz habrá

vuelto a zu guarida —repusoSkinner. —¿Qué?... ¿Las gallinas? —Eztaba penzando

ezpecialmente en laz avizpaz — 

aclaró Skinner.Y luego, con un aire de

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circunspección que habríainfundido sospechas a un bebé de

una semana, y acentuandofuertemente la mayoría de las

 palabras que iba escogiendo, preguntó: —Zupongo que nadie ha oído

decir nada de otra coza grande quehaya aparecido por aquí, ¿no ezcierto? ¿De grandez perroz, o gatoz,o algo aci? Me parece a mí que cihay grandez gallinaz y grandez

avizpaz por todaz partez...Y se echó a reír, haciendo

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como que decía las cosas sin ton nison.

Pero una expresión taciturna sedibujó en los semblantes de los

vecinos de Hickleybrow. Fulcher fue el primero en dar a sus ideascondensadas la forma concreta de

 palabras. —Un gato que hubiera crecidocomo las gallinas —dijo Fulcher.

 —¡Vaya! —exclamóWitherspoon—. Un gato

 proporcionado a las gallinas. —Sería un tigre —murmuró

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Fulcher. —Más que un tigre —rectificó

Witherspoon.Cuando, por fin, Skinner,

emprendió la marcha por elsolitario sendero que pasa por el borde del campo que separa

Hickleybrow de la sombríahondonada cubierta de pinos, bajocuya oscura sombra la gigantescaenredadera amarilla se agarrabasilenciosamente a la Granja

Experimental, la emprendió solo.Se le vio destacarse

di i l h i

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distintamente contra el horizonte,contra la cálida y diáfana

inmensidad del cielo del norte —  porque hasta allí fue seguido por el

interés público—, para descender de nuevo dentro de la noche, dentrode una oscuridad de la cual parecía

que nunca volvería a resurgir.Pasó... al reino del misterio. Hastala fecha nadie sabe lo que pudohaber sido de él, después de haber cruzado la cresta de la colina.

Cuando, más tarde, los dos Fulcher,con Witherspoon, empujados por 

i i i i ll

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sus propias imaginaciones, llegaroa la cima de la colina para seguirle

de lejos, la noche se lo habíatragado por completo.

Los tres hombres permanecieron muy juntos. No seoía el menor ruido en aquella

oscuridad boscosa, ni había nadaque ocultase la granja a susmiradas.

 —Todo va bien —dijo eloven Fulcher, dando fin a un largo

silencio. —No veo ninguna luz — 

Wi h

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repuso Witherspoon. —Desde aquí no puede verse.

 —Está todo brumoso —dijo elviejo Fulcher.

Meditaron durante un rato. —Habría vuelto si algo noanduviera bien —afirmó el jove

Fulcher.Y esto pareció tan obvio yconcluyente que a continuación elviejo Fulcher dijo:

 —¡Bueno!

Y los tres fueron a acostarse,aunque preocupados, hay que

d iti l

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admitirlo...Un pastor que vivía al lado de

la granja de Huckster, oyó uchillido durante la noche, que creyó

 producido por unas zorras, y por lamañana vio que uno de sus corderoshabía sido muerto, arrastrado por el

camino de Hickleybrow y parcialmente devorado.¡Lo que es inexplicable de

todo esto es la ausencia de restosque pudieran considerarse

indiscutiblemente como pertenecientes a Skinner!

M h d é

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Muchas semanas después, emedio de las carbonizadas ruinas

de la Granja Experimental, se hallóalgo que pudiera haber sido y

 pudiera no haber sido un omóplatohumano y en otra parte de las ruinasun largo hueso muy roído e

igualmente dudoso. Cerca del portillo que da hacia Eyebright seencontró un ojo de cristal, con loque muchas personas descubrieroque Skinner debía una gran parte de

sus encantos personales a s posesión. Aquel ojo de cristal

b b l d l i

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observaba el mundo con el mismoinevitable efecto de indiferencia,

con la misma melancolía severa quehabían constituido la redención de

su comportamiento mundano eotros aspectos.Y en medio de las ruinas, una

afanosa búsqueda permitiódescubrir los aros metálicos y lascubiertas carbonizadas de dos botones de ropa blanca, tresgemelos enteros y un botón de la

clase metálica especial quegeneralmente se emplea en las

suturas menos conspicuas de la

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suturas menos conspicuas de laeconomía humana. Aquellos restos

fueron aceptados, por personasautorizadas, como pruebas

concluyentes de un Skinner destruido y esparcido, pero parasatisfacer mi propia convicción, y

en vista de su característicaidiosincrasia, debo confesar que por mi parte preferiría menos botones y más huesos.

El ojo de cristal, naturalmente,

tiene un aire de convicción extrema, pero si realmente es de Skinner —y

hasta la propia señora Skinner no

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hasta la propia señora Skinner no pudo saber con seguridad si aquel

ojo era el de su marido— algo haocurrido que lo ha transformado de

color castaño acuoso a azul plácidoy sereno. El omóplato es udocumento muy dudoso en cuanto a

su autenticidad, y me gustaría poder  ponerlo al lado de las roídasescápulas de algunos de losanimales domésticos más corrientes para cotejarlo, antes de admitir s

origen humano.¿Y dónde se hallaban las botas

de Skinner por ejemplo? Por

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de Skinner, por ejemplo? Por  pervertido y extraño que fuera el

apetito de una rata, ¿era concebibleque los mismos animales que

dejaban un cordero a mediodevorar hubiesen devorado por completo a Skinner, con pelo,

huesos, dientes y botas?He interrogado a tantos como

he podido de aquellos queconocieron íntimamente a Skinner, ytodos están de acuerdo en que es

imposible imaginarse algo capaz decomérselo. Skinner era, como me

dijo un marinero retirado que vivía

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dijo un marinero retirado que vivíaen una de los cottages del señor W.

W. Jacobs, en Dunton Green, cocierta reservada intención en sus

ademanes, muy frecuente en estos parajes, ese tipo de personas que«sale a flote» sea como sea, y e

cuanto al elemento devorador,Skinner era «perfectamente capazde apagar cualquier incendio».Consideró también que Skinner erade los que se encuentran tan seguros

sobre una almadía como ecualquier otra parte. El marinero

retirado dijo que no deseaba decir

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retirado dijo que no deseaba decir nada en contra de Skinner y que los

hechos son los hechos. Antes deseguir ocupándose de Skinner 

 preferiría correr el riesgo de que loencarcelaran. Todas estasobservaciones por cierto, presenta

a Skinner bajo un aspecto muy pocoenvidiable.

Para ser perfectamente francocon el lector, debo decir que nocreo que Skinner regresara nunca a

la Granja Experimental. Opino queestuvo vagando presa de largas

vacilaciones por los campos y la

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vacilaciones por los campos y lagleba de Hickleybrow, y finalmente,

cuando empezaron a oírse loschillidos, salió de sus

 perplejidades por la línea de menor resistencia y se hundió en loDesconocido.

Y en lo Desconocido, sea eeste mundo o en el otro que noconocemos, ha permanecido de umodo obstinado e indiscutible hastala fecha...

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CAPÍTULO TRES - LAS

RATAS GIGANTES

Dos noches después de ladesaparición de Skinner, el médico

de Podbourne se hallaba cerca de

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de Podbourne se hallaba, cerca deHankey, conduciendo su calesa.

Había estado toda la nocheayudando a venir a este mundo ta

curioso en que vivimos, a otrociudadano muy poco distinguido, yuna vez cumplida su tarea se dirigía

a su casa, muy cansado ysoñoliento. Serían las dos de lamadrugada y acababa de salir laluna en menguante. La noche estivalhabía refrescado y se había

formado una tenue niebla baja queindiferenciaba a los objetos. El

médico iba completamente solo —

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médico iba completamente solo  su cochero estaba enfermo en cama

  y nada se podía divisar ni aderecha ni a izquierda, fuera del

movedizo misterio de los setosinterponiéndose al resplandor amarillento de las lámparas del

coche en continua sucesión, ni nada podía oírse sino el trote pausadodel caballo y el rechinar y elchirriar de las ruedas. Tenía tantaconfianza en su caballo como en sí

mismo, y no es, por lo tanto, deextrañar que el doctor dormitara...

Ya conocéis esa intermitented d l á d l

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Ya conocéis esa intermitentemodorra del que está sentado: la

cabeza inclinada, moviéndose alritmo de las ruedas, el mentó

 pegado al pecho, y, de pronto, laincorporación súbita con usobresalto.

Pit, pat, pat.¿Qué es eso?Le pareció al doctor haber 

oído un ligero y agudísimo chillidocercano. Durante unos instantes

 permaneció despierto. Profirió doso tres palabras de inmerecida

recriminación a su caballo, y miról d d d í I ó di

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recriminación a su caballo, y miróalrededor de sí. Intentó persuadirse

de que lo que había oído era eldistante chillido de una zorra...

Suich, suich, suich, pit, pat,suich...¿Qué había sido aquello?

Imaginó que se estabavolviendo asustadizo. Se encogióde hombros y gruñó a su caballo

que siguiera adelante. Escuchó y nooyó nada.

¿Nada?Tuvo la impresión de que u

bicho le estaba acechando pori d l t l ió

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 bicho le estaba acechando por encima del seto, pues le pareció ver 

una extraña cabezota. ¡Y con orejasredondas! Revisó cuidadosamenteel lugar, pero no pudo ver nada.

 —¡Tonterías! —murmuró.Se incorporó con la idea de

haber sido objeto de una pesadilla,dio al caballo un suave latigazo, ledijo unas palabras y volvió a

escrutar por encima del seto. Siembargo, el fulgor de la lámpara

combinado con la niebla daba uaspecto borroso a todas las cosas, y

no le fue posible distinguir nada. Sel ió ú dij dí

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p gle ocurrió, según dijo, que no podía

haber nada, porque si hubiese algosu caballo se habría espantado. Noobstante, permaneció con lossentidos nerviosamente despiertos.

Luego oyó muy claramente u

 blando ruido de pisadas rápidas,que perseguían algo por lacarretera.

 No quiso dar crédito a susoídos. No pudo mirar alrededor de

sí porque la carretera hacía unacurva muy sinuosa precisamente

allí. Fustigó al caballo y volvió ai t l d Y t

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g ymirar a uno y otro lado. Y entonces

vio muy distintamente, allí donde urayo de luz de la lámpara saltó por encima de un trecho bajo del seto,el lomo curvo de algún gran animal,no habría podido decir cuál, que lo

iba siguiendo junto al carruaje erápidos saltos convulsivos.

Dice el doctor que pensó

entonces en los viejos cuentos de brujería. Aquello era

completamente distinto a cualquier animal conocido, y el médico

aseguró firmemente las riendas por miedo al sobresalto de su caballo

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g pmiedo al sobresalto de su caballo.

A pesar de ser una persona muyinstruida, confiesa que llegó a preguntarse si aquello podía ser algo que su caballo no podía ver.

Frente a él, y acercando cada

vez más su silueta a la luz de lanaciente luna, se destacaba el pequeño villorrio de Hankey, muy

reconfortante, a pesar de no tener niuna luz encendida. El médico

restalló el látigo y volvió a hablar al caballo, y entonces, con la

rapidez de un relámpago, loatacaron las ratas

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p p g ,atacaron las ratas.

Había pasado ya un portal, yen el momento de hacerlo, la rataque iba en cabeza saltó en medio dela calle por encima de él, saliendode la oscuridad para destacarse

 bajo la mayor claridad posible, lacara vivaz y afilada, las orejasredondeadas, el largo cuerpo

exagerado por sus movimientos, ylo que más le impresionó; las patas

rosadas, con los dedos unidos por las membranas características de la

 bestia. Lo que debió ser máshorrible en aquel momento fue el

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qhorrible en aquel momento fue el

hecho de no tener la menor idea deque aquel bicho fuese ninguno delos animales de la creación que élconocía. No lo reconoció como rataa causa del tamaño. El caballo dio

un brinco al saltar la rata a su lado.La aldea despertó en medio de utumulto, al percibir el chasquido

del látigo y los gritos que daba elmédico. Los acontecimientos se

 precipitaron.Rat, clat, clat, clat.

 —El doctor —uno se imaginase puso de pie gritó a su caballo

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 se puso de pie, gritó a su caballo

y se puso a dar latigazos con todasu fuerza. La rata dio un respingo yretrocedió, muytranquilizadoramente, al recibir eltrallazo —al resplandor de s

lámpara, el doctor pudo ver cómouna estría surcaba la piel del animal bajo el impacto del látigo— y el

médico siguió propinando latigazossin parar, sin advertir al segundo

 perseguidor, que iba ganandoterreno a su derecha.

Soltó las riendas y miró haciaatrás para descubrir a la tercera

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atrás para descubrir a la tercera

rata que lo perseguía...El caballo se arrojó haciadelante. La calesa saltó al pasar por un bache. Durante un minutofrenético todo pareció revolverse

en saltos y brincos.Fue una gran suerte que el

caballo se cayera en Hankey, y no

antes o después de pasar por delante de las casas.

 Nadie sabe cómo cayó elcaballo: si tropezó o si la rata de la

derecha consiguió hincar suscortantes dientes en su flanco

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cortantes dientes en su flanco

(cargándole el peso entero de scorpachón); el médico no descubrióque a él también lo habían mordidohasta que se encontró dentro de lacasa del ladrillero, y mucho menos

 pudo descubrir cuándo recibió lamordedura, a pesar de que ésta erafrancamente mala: una larga herida

cortante, como producida por utomahawk doble que le hubiese

cortado dos tiras paralelas de carnea partir del hombro izquierdo.

En un momento el doctor saltóde la calesa al suelo torciéndose

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de la calesa al suelo, torciéndose

con fuerza el tobillo, aunque él loignoró, y se puso a dar latigazosfuriosamente a una tercera rata quese lanzaba directamente contra él.Casi ni recuerda el salto que tuvo

que dar por encima de la rueda, alvolcarse la calesa, tan borrosasfueron las raudas y candentes

impresiones que le acometieron. Yocreo que el caballo se encabritó al

sentir que la rata se mordía elcuello, cayendo entonces de lado y

arrastrando el carruaje en su caída;el doctor saltó como si dijéramos

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el doctor saltó, como si dijéramos,

de modo instintivo. Al volcarse lacalesa, el depósito de la lámpara serompió y de repente surgió una grallamarada de aceite ardiente, unaexplosión de luz blanca.

Esto fue lo primero que vio elladrillero.

Había oído el trote que

indicaba la proximidad del doctor,y, aunque éste no recuerde nada,

unos gritos desaforados. Habíasaltado apresuradamente de la

cama, y al hacerlo oyó un estruendoterrorífico, con la erupción de la

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terrorífico, con la erupción de la

llamarada tras la persiana quelevantaba. —Era más claro que el día — 

dijo después el ladrillero.Se quedó como petrificado,

con la cuerda de la persiana en lamano contemplando estupefacto por la ventana la pesadillezca

transformación de la familiar carretera que se extendía ante él. La

negra silueta del doctor, haciendomolinetes con el látigo, resaltaba

sobre el fondo de las llamas. Elcaballo coceó indistintamente,

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caballo coceó indistintamente,

medio oculto por el resplandor, couna rata agarrada al cuello. En laoscuridad, contra la pared delcementerio parroquial, los ojos deun segundo monstruo brillaban co

malignidad. Otro —simple masa deespantosa negrura con luminososojos rojos y las patas delanteras de

color de carne— se agarraba eequilibrio inestable sobre la

albardilla del muro adonde habíatrepado al producirse la explosió

de la lámpara.Ya conocéis la astuta cara de

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una rata, sus dientes afilados y losojos vivos. Vista con unaampliación séxtuple de susdimensiones lineales y aun másamplificadas por las tinieblas, el

asombro y los danzantes brincosfantásticos de las llamas, debió deser un pésimo espectáculo para el

ladrillero, aun medio dormido.Entonces el doctor se dio

cuenta de la oportunidad que se leofrecía, de la tregua momentánea

que suministraba el fuego, ydesapareció de la vista del

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p

ladrillero, aporreando la puerta coel mango del látigo...El ladrillero no lo dejó entrar 

hasta que fue en busca de una luz.Algunos le han hecho

reproches al pobre hombre; pero, por mi parte, hasta que conozcamejor lo que puede dar de sí mi

 propio valor, vacilo en unirme a losque lo censuran.

El doctor aulló y golpeó la puerta...

El ladrillero dice que elhombre lloraba de terror cuando,

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,

 por fin, se abrió la puerta. —¡Cierre! —musitó el médico. ¡Cierre...!

 No pudo terminar la frase:«Cierre la puerta y eche el

cerrojo.»Intentó ayudar al ladrillero a

cerrar, pero no hizo otra cosa que

estorbar, tuvo que sentarse en unasilla junto al reloj, mientras el

dueño de casa aseguraba la puerta. —¡No sé lo que son —repitió

varias veces— ¡No sé lo que son!con un «son» de tono muy agudo.

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y g

El ladrillero le ofreció whisky, pero el médico no permitió que lodejara sólo con aquella luzvacilante en aquellos momentos.

Pasó un buen rato antes de que

 pudiera convencerle que lo dejaseir arriba.

Y cuando el fuego en la

carretera se apagó, las ratasvolvieron, se echaron sobre el

caballo muerto, lo arrastraron através del cementerio parroquial

hasta el horno de ladrillos y lodevoraron hasta el amanecer, si

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que nadie se atreviera aestorbarlas...II

Redwood fue a ver a

Bensington a eso de las once de lamañana del día siguiente, con la«segunda edición» de tres

 periódicos en las manos.Bensington levantó la vista de

su desalentada meditación sobre las páginas de la novela más distraída

que el bibliotecario de BromptoRoad había sido capaz de

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encontrarle. —¿Algo nuevo? —preguntó. —Dos hombres picados cerca

de Chartham. —Debieron de habernos

dejado quemar aquel nido.Realmente, la culpa es suya.

 —Claro que es suya la culpa!

exclamó Redwood. —¿Sabe usted algo de la

compra de la granja? —El corredor de fincas —dijo

Redwood— es un sujeto de una boca muy grande y madera

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compacta. Pretende que hay alguien,otra persona, que también quierecomprar la finca. Siempre dicen lomismo, ¿sabe usted? Y no quierecomprender la prisa. «Es cuestió

de vida o muerte», le dije. «¿No locomprende usted?» Entornó losojos, y contestó: «Entonces, ¿por 

qué no se decide usted a pagar doscientas libras más?» Prefiero

vivir en un mundo invadido deavispas a ceder ante la

inquebrantable estupidez de eseasqueroso sujeto. Yo...

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Se calló, pensando que unadeclaración como ésta podríaestropearse fácilmente según cuálfuera su conclusión.

 —¿Sería mucho esperar — 

 preguntó Bensington— que una delas avispas...?

 —La avispa no tiene más idea

de la utilidad pública que la que pueda tener... que la que pueda

tener un corredor de fincas — repuso Redwood.

Siguió hablando, durante u buen rato, de corredores de fincas,

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 procuradores y otra gente de lamisma calaña, del modo injusto y poco razonable que acostumbra ahablar mucha gente cuando se tratade hacer cálculos sobre

 proyectados negocios. (De todas lasestupideces de este estúpidomundo, la más estúpida de todas, a

mi entender, consiste en quemientras se da por sentado, como la

cosa más natural, que un médico oun soldado deben tener un alto

sentido del honor, del valor y de laeficiencia, a un procurador o a u

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corredor de fincas no sólo se le permite, sino que ya se acepta deantemano, que no debe mostrar otracosa que una especie de codiciosa,untuosa y marrullera imbecilidad.)

Y luego, sintiéndose bastantealiviado, se dirigió a la ventana y permaneció allí, contemplando el

tránsito de Sloane Street.Bensington había dejado s

novela, la más emocionante queconcebirse pudiera, sobre la mesa.

Entrelazó los dedos de las manoscon mucho cuidado y se puso a

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contemplarlos. —Redwood, ¿hablan muchode nosotros? —preguntó.

 —No tanto como esperaba. —¿No irán a denunciarnos?

 —En absoluto. Pero, por otrolado, no apoyan lo que yo les indicoque debe hacerse. He escrito a The

Times, ¿sabe usted?, explicándolotodo...

 —Aquí tenemos el  DailyChronicle —dijo Bensington.

 —Y The Times  ha publicadoun largo editorial sobre el tema, u

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editorial de primera, muy bieescrito, con tres latinajos al estiloThe Times  (uno de ellos es statquo),  y  se lee como si fueradirectamente la voz de Alguie

Impersonal de la Mayor Importancia, enfermo de CefaleaGripal, hablando a través de

 páginas y más páginas de fieltro, sique mejorara en nada su dolencia.

Al leer entre líneas, ¿sabe usted?,queda claro que The Times

considera, inútil paliar los hechos,y que algo (indefinido,

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naturalmente) tiene que hacerse deinmediato. De otro modo habráindudablemente consecuencias másindeseables... The Times  es inglés¿sabe usted?, porque aumentarán las

avispas y las picaduras. ¡Uartículo digno de un gran hombre degobierno!

 —Y mientras tanto nuestraobra se desparrama por todas

 partes en forma desagradable. —Así es.

 —Me pregunto si Skinner tendría razón en lo de esas ratas

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gigantes...! —¡Oh, no! Eso seríademasiado —dijo Redwood.

Se acercó a Bensington y sequedó de pie junto a su silla.

 —Y a propósito —dijo bajando imperceptiblemente el tonode la voz—, ¿sabe ella...?

E indicó la cerrada puerta. —¿Quién? ¿Mi prima Jane?

Pues, sencillamente, no sabe nadade todo eso. No nos relaciona co

ese asunto y no quiere leer losartículos. «¡Avispas gigantes! — 

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dice—. ¡No tengo suficiente paciencia para leer los periódicos!»

 —Tenemos suerte —murmuróRedwood.

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 —¿Con buena salud? —Muy vigoroso. La niñera

nos deja porque el niño patalea co

demasiada fuerza. Y todo le quedachico, claro está. Todo,

absolutamente todo tiene querehacérsele, la ropa y todo lo

demás. Al cochecillo —un asuntosin importancia— se le rompió una

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rueda, y tuvimos que llevar al chicoa casa en la carretilla del lechero.Toda la gente mirando... Y hemostenido que volver a poner aGeorgina Phyllis en la cuna del

chico para poderle poner a él en lacama de Georgina Phyllis. Smadre está, como es natural, muy

alarmada. Al principio se sentíamuy orgullosa e inclinada a elogiar 

a Winkles. Pero ahora ya no. Tienela sensación de que aquello no

 puede ser sano. Usted ya sabe. —Creí que intentaba usted

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disminuir las dosis progresivamente. —Lo intenté, desde luego. —¿Y no dio resultado? —Rugidos, dio. Lo corriente

es que el grito de un niño sea fuertey desesperante, y tiene que ser así por el bien de la especie... Pero

desde que ha estado sometido altratamiento con Heracleoforbia...

 —¡Mmm! —murmuróBensington mirándose los dedos

con más resignación de la que habíademostrado hasta entonces.

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 —Prácticamente el asuntoacabará por saltar. La gente oiráhablar de este niño, lo relacionarácon las gallinas y lo demás, y todolo que ocurre llegará a oídos de mi

mujer... Saber cómo se lo tomará esalgo de lo que no tengo la másremota idea.

 —Es muy difícil —dijoBensington— establecer un plan...

ciertamente.Se quitó los lentes y los limpió

con cuidado. —Ese es otro caso de lo que

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está ocurriendo continuamente.osotros —si es que puedo aspirar al adjetivo— los científicos,trabajamos siempre, como esnatural, para obtener un resultado

teórico, un resultado puramente

teórico. Pero, incidentalmente, ponemos en marcha una serie de

fuerzas... que son unas fuerzasnuevas. No podemos dominarlas... y

no hay nadie que pueda hacerlo.Prácticamente, Redwood, el asunto

se nos ha escapado de las manos.osotros proporcionamos el

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material... —Y ellos —dijo Redwoodvolviéndose hacia la ventana— adquieren la experiencia.

 —Mientras persista el jaleo de

Kent, no estoy dispuesto a

ocuparme más del problema. —A menos de que sea éste el

que se ocupe de nosotros. —Exacto. Y si les gusta

importunarnos con procuradores y picapleitos y obstrucciones legales

y poderosísimas consideracionesdel orden de la tontera, hasta que sehaya obtenido una gran diversidad

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haya obtenido una gran diversidadde especies gigantes de sabandijasya bien establecidas... Las cosassiempre han sido embrolladas,Redwood. ¿No le parece?

Redwood trazó en el aire una

línea retorcida y complicada. —Y nuestro interés radica e

este momento en su hijo.Redwood dio media vuelta y

se acercó a su colaborador mirándolo fijamente.

 —¿Qué piensa usted de él,Bensington? Usted puede mirar estacuestión con más imparcialidad que

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cuestión con más imparcialidad queyo. ¿Qué voy a hacer con él?

 —Pues seguir alimentándolo. —¿Con Heracleoforbia? —Con Heracleoforbia.

 —Pero así crecerá mucho...

 —Crecerá, según lo que yo puedo calcular de las gallinas y

avispas, hasta alcanzar la altura dediez metros y medio... con todo lo

demás en proporción... —¿Y qué hará entonces?

 —Eso es precisamente — repuso Bensington— lo que haceque el experimento sea ta

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que el experimento sea tainteresante.

 —¡Pero, hombre! ¡Piense en sropa! —exclamó Redwood—. Ycuando haya crecido del todo será

como un Gulliver solitario en u

mundo de pigmeos.La mirada de Bensington, por 

encima de la montura de oro de suslentes, estaba preñada de intención.

 —¿Por qué solitario? —  preguntó con voz opaca—. ¿Por qué

solitario? —¿Pero usted no va aproponer...?

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 proponer...? —He dicho —explicó

Bensington con la complacencia propia del hombre que acaba de pronunciar una buena frase, llena de

significado—: ¿Por qué solitario?

 —¿Quiere decir que se podríacriar a otros niños?

 —No quiero decir nada másallá de mi pregunta.

Redwood empezó a andar deun lado para otro.

 —¡Por supuesto! —dijo—. Se podría... ¡Pero así y todo! ¿A dóndevamos a llegar?

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vamos a llegar?Evidentemente, Bensingto

disfrutaba con su actitud de elevadaindiferencia intelectual.

 —Lo que más me interesa de

todo, Redwood, es pensar que s

cerebro, en la cúspide de s persona, también se encontrará,

según la línea de mi raciocinio, aunos diez metros y medio por 

encima de nuestro nivel... ¿Quéocurre?

Redwood estaba de pie,apoyado en la ventana, mirando elanuncio del carruaje distribuidor de

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j periódicos que iba traqueteandocalle arriba.

 —¿Qué ocurre? —repitióBensington levantándose.

Redwood profirió una violenta

interjección. —¿Qué pasa? —preguntó de

nuevo Bensington. —Voy a buscar el periódico

dijo Redwood yendo hacia la puerta.

 —¿Por qué? —Voy a buscar el periódico.Algo que no acabo de entender...

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g q¡Ratas gigantes...!

 —¿Ratas? —Sí, ratas. ¡Skinner tenía

razón, después de todo!

 —¿Qué quiere usted decir?

 —¿Cómo diablos voy asaberlo hasta que no vea el

 periódico?¡Grandes ratas! ¡Buen Dios!

¡Me pregunto si se lo habrácomido! —miró alrededor de sí,

 buscando el sombrero y se decidióa salir sin él.Al ir bajando los peldaños de

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j pdos en dos, pudo oír el tronar de los potentes gritos de los vendedores

de periódicos que estaban haciendosu agosto:

 —¡Horrible suceso en Kent...!

¡Horrible suceso en Kent! ¡Umédico devorado por las ratas...!

¡Horrible suceso...! ¡Horriblesuceso...! ¡Ratas...! ¡Devorado por 

unas ratas enormes...! ¡Con todoslos detalles...! ¡Horrible suceso!

III

Cossar, el bien conocido

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ingeniero, los encontró en la graentrada del bloque de pisos.

Redwood tenía abierto el húmedo periódico rosado, y Bensington, de

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que respiraba. Pocas personas

 podrían considerarlo guapo. Teníael pelo enteramente tangencial y s

voz, que emitía con muy pocafrecuencia, tenía un tono alto y

generalmente una calidad de amarga protesta. Siempre llevaba traje gris

y sombrero de copa. Cossar metiósu enorme mano rojiza en elabismal bolsillo de su pantalón,

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 pagó al cochero y subió los peldaños jadeando con resolución,

un ejemplar del periódico cogido por la mitad como el rayo de

Júpiter.

 —¿Skinner? —decíaBensington sin darse cuenta de la

llegada de Cossar. —No queda nada de él —dijo

Redwood—. Seguramente loshabrán devorado a los dos. Es

demasiado terrible... ¡Hola, Cossar! —¿Es cosa de ustedes? —  preguntó Cossar mostrando el

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 periódico—. Bueno, ¿por qué noacaban de una vez? ¡Por favor!

Y añadió, gritando: —¿Quieren comprar la finca?

¡Qué tontería! ¡Quemarla es lo que

hay que hacer! Ya sabía yo queustedes lo enredarían todo, ¿qué

van a hacer ahora? Pues... lo que yoles diga.

«¿Usted? Eche usted callearriba hasta el armero, claro. ¿Para

qué? A buscar armas. Sí... sólo hayuna tienda. ¡Compre ocho fusiles!Rifles. ¡No! ¡Rifles para elefantes,

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no...! Demasiado grandes. Nifusiles de los que usa el ejército...

demasiado pequeños. Diga que es para matar... un toro. ¡Diga que es

 para ir a cazar búfalos! ¿Ve usted?

¿Eh? ¿Ratas? ¡No! ¿Cómo diablos podrían comprenderlo...? Porque

necesitamos ocho. ¡Y compre gracantidad de municiones...! ¡No!

Póngalo todo en un coche y vaya...¿dónde está eso? ¿Urshot? A la

estación de Charing Cross,entonces. Hay un tren... Coja el primero que salga después de las

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dos. ¿Cree usted que podráhacerlo? Perfectamente. ¿Licencia?

Claro, vaya a buscar ocho a laoficina de Correos. Licencias para

fusil, ¿comprende usted? No para

escopeta. ¿Por qué? ¡Porque soratas, hombre...! Y usted,

Bensington, ¿tiene teléfono? ¿Sí?Llamaré a cinco de mis amigos de

Ealing. ¿Por qué cinco? ¡Porque esel número apropiado...!

«¿A dónde va usted,Redwood? ¡A coger su sombrero!¡Tonterías! Aquí tiene el mío. ¡Lo

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que usted necesita son fusiles... nosombreros, hombre! ¿Tiene usted

dinero? ¿Suficiente? Muy bien.Hasta la vista.

«¿Dónde está el teléfono,

Bensington?Bensingon giró

obedientemente sobre sus talones ydespejó el camino.

Cossar utilizó el aparato yluego colgó el auricular.

 —Luego hay las avispas — dijo—. Azufre y nitrato son lasolución. Evidentemente. Sulfato de

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cal. Usted es químico. ¿Dónde puedo adquirir azufre a toneladas

en sacos portables? ¿Para qué?¡Pero, hombre! ¡Válgame Dios...!

¡Para ahumar el nido, qué caray!

Supongo que debe hacerse coazufre, ¿eh? Usted que es químico,

dígame... El azufre es lo mejor, ¿eh? —Sí, creo que lo mejor será el

azufre. —¿No hay nada mejor...?

«Bien. Eso es cosa de usted.Perfectamente. Coja tanto azufrecomo pueda... y nitrato para que

d bi A dó d h

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arda bien. ¿A dónde hay queenviarlo? A Charing Cross.

Adelante. Ocúpese de que se haga.En seguida. ¿Algo más?

Se quedó pensando u

momento. —Sulfato de cal... o cualquier 

clase de yeso... para taponar elnido... los agujeros, ¿entiende? De

eso será mejor que me ocupe yomismo.

 —¿Cuánto? —¿Cuánto qué? —Azufre.

U l d D d ?

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 —Una tonelada. ¿De acuerdo?Bensington se afianzó los

lentes con mano trémula dedeterminación.

 —Bien —murmuró muy

secamente. —¿Lleva dinero en el

 bolsillo? —preguntó Cossar. —Cheques.

 —¡Al cuerno los cheques! Es posible que no lo conozcan. Pague

al contado. Es obvio. ¿Dónde estásu banco? Bien. Entre al pasar por allí y saque cuarenta libras... ebill t

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 billetes y en oro.Otra meditación.

 —Si dejamos esta tarea a losfuncionarios públicos dejarán todo

Kent hecho un guiñapo —dijo

Cossar—. Bueno, ¿hay algo más?¡No! ¡¡Eh!!

Alargó una enorme mano haciaun cabriolé que se detuvo

convulsivamente ansioso deservirlo

 —¿Coche, señor? —preguntóel cochero. —Evidentemente —dijo

C B i t ú i

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Cossar; y Bensington, aún sisombrero, bajó desmañadamente

los peldaños y se preparó a subir eel coche.

 —Me parece —dijo con una

mano puesta en la manta de cuerodel cabriolé y echando una

repentina mirada a las ventanas desu piso— que debería decírselo a

mi prima jane... —Ya se lo explicará usted

cuando vuelva —repuso Cossar empujándolo con la manazaextendida sobre su espalda...

S h h

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 —Son unos muchachos muyinteligentes —subrayó Cossar—,

 pero desprovistos de todainiciativa. ¡Vaya con la prima Jane!

La conozco. ¡Al cuerno todas las

 primas Janes! El país se hallainfestado de ellas. Supongo que

tendré que pasarme toda la malditanoche vigilando que hagan lo que

ellos saben muy bien que tienen quehacer. No sé si serán los trabajos de

investigación lo que los hace ser deeste modo, o la prima Jane, o qué.Apartó de su mente este oscuro

bl ditó t

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 problema, meditó unos momentosmirando su reloj y decidió que tenía

el tiempo justo para dejarse caer eun restaurante a comer antes de

salir en busca de yeso y de

transportarlo a Charing Cross.El tren salía a las tres y cinco,

y Cossar llegó a Charing Cross alas tres menos cuarto para encontrar 

a Bensington en acaloradadiscusión con los policías y s

cochero, y con Redwood en laoficina de embalajes, enredado ealguna complicación técnica sobresus municiones Todo el mundo

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sus municiones. Todo el mundo pretendía hacer ver que no sabía

nada o que no tenía autoridad pararesolver nada, de aquel modo ta

 peculiar en los empleados de la

Compañía del Sudeste cuando sedan cuenta de que uno lleva mucha

 prisa, porque no saben nada, o porque no tienen autoridad.

 —¡Es una pena que no se pueda fusilar a todos estos

empleados y poner aquí un lotenuevo! —remarcó Cossar exhalando un suspiro.

Pero el tiempo era demasiado

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Pero el tiempo era demasiadolimitado para ejecutar nada

fundamental, y así Cossar, sin hacer caso de esas controversias

menores, logró desenterrar en algú

oscuro escondrijo lo que puede quefuera y puede que no el jefe de

estación, fue de un lado a otro de laestación, llevándolo agarrado del

 brazo y dando órdenes en snombre, y salió de la estación co

todo el mundo antes de que aqueldigno funcionario se hubiese dadocuenta cabal de las infracciones alos reglamentos y de las costumbres

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los reglamentos y de las costumbresmás sagradas que se estaba

cometiendo. —¿Quién era ése? —preguntó

el supuesto jefe de estación,

acariciándose el brazo al queCossar se había agarrado y

sonriendo cejijunto. —Era un caballero, señor — 

dijo un mozo de cuerda—. El y susamigos viajan en primera.

 —Bien, hemos arreglado suscosas con rapidez... sean quiefueren —dijo el supuesto jefefrotándose el brazo con algo

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frotándose el brazo con algoaproximado a la satisfacción.

Y al volverse lentamente, pestañeando bajo la

desacostumbrada luz del día, hacia

aquel digno retiro donde los altosempleados de Charing Cross se

refugian de las inoportunidades delvulgo, sonrió aún al recordar s

 poca acostumbrada energía. Era unarevelación gratificante de sus

 propias posibilidades, a pesar delcalambre del brazo. En aquelmomento deseaba que hubiera sidoposible que algunas de esas

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 posible que algunas de esas personas comodonas que critican la

dirección de los ferrocarriles lehubiesen podido ver.

IV

A las cinco de la tarde aquel

asombroso Cossar, sin ningunaapariencia de prisa, había sacado

de la estación de Urshot todo smaterial de lucha contra el

Engrandecimiento insurgente y lohabía puesto en ruta paraHickleybrow. En Urshot habíacomprado dos barriles de parafina

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comprado dos barriles de parafina  una carga de ramalla seca;

abundantes sacos de azufre, ochofusiles para caza mayor con s

correspondiente munición, tres

armas ligeras de retrocarga, co perdigones, para las avispas, u

hacha pequeña, dos hoces, un pico ytres palas, dos rollos de cuerda,

algunas botellas de cerveza, soda ywhisky. Una gruesa de paquetes de

 polvos raticidas y provisiones de boca para tres días que habíavenido de Londres. Todas estascosas las había mandado en u

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cosas las había mandado en uvagón de heno y otro de carbón, del

modo más natural del mundo,excepto los fusiles y municiones

que había acondicionado debajo de

un asiento del birlocho del RedLion, destinado a transportar a

Rewood y a los cinco hombresescogidos que habían llegado a

Ealing a requerimiento de Cossar.Cossar condujo todas aquellas

transacciones con un aire denaturalidad invencible, a pesar deque Urshot estaba presa de pánico acausa de las ratas y todos los

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causa de las ratas y todos loscarreteros tuvieron que ser pagados

con tarifas especiales. Todas lastiendas del lugar estaban cerradas,

apenas se veía un alma por la calle,

y al llamar a una puerta lo que seabría era una ventana. Cossar 

 pareció que consideraba que latransacción de los negocios desde

las ventanas fuese un métodoenteramente legítimo y justificado.

Finalmente, él y Bensington seacomodaron en el carro del RedLion y se pusieron en marcha con elbirlocho para alcanzar el equipaje

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 birlocho para alcanzar el equipaje,cosa que consiguieron pasado el

cruce de carreteras, y así llegarolos primeros a Hickleybrow.

Bensington, con un fusil entre

las piernas, sentado al lado deCossar en el carro, fue

desarrollando un asombrolargamente germinado. Todo lo que

estaban haciendo era, sin duda, talcomo insistía en decirlo Cossar, lo

único que evidentemente debíahacer, sólo que... ¡Es tan raro queen Inglaterra se haga lo único queevidentemente debe hacerse!

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evidentemente debe hacerse!Recorrió con la mirada a su vecino,

desde los pies hasta las audacesmanos que sostenían las riendas. Al

 parecer, Cossar no había conducido

nunca hasta entonces, y estabaguardando la línea de menor 

resistencia por el mismo centro dela carretera, inducido sin duda por 

alguna idea propia seguramente práctica, pero ciertamente poco

usual.«¿Por qué no hacemos todos loque es práctico? —pensóBensington—. ¡Cómo andaría el

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Bensington . ¡Cómo andaría elmundo si todos lo hicieran!

Vamos a ver, por ejemplo,¿por qué no hago yo un montón de

cosas que me consta que estaría

muy bien hechas, cosas que yo precisamente quiero hacer? ¿Será

que todo el mundo es así, o es algo peculiar de mí mismo?» Y se

enfrascó en complicadasespeculaciones sobre la Voluntad.

Pensó en las complejas futilidadesde la vida cotidiana, y en contrastecon ellas las sencillas y manifiestascosas que uno debiera hacer, las

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cosas que u o deb e a ace , asagradables y espléndidas cosas que

habría que hacer, y que ciertasinfluencias increíbles no nos

 permitirán hacerlas nunca. ¿La

 prima Jane? Percibió que la primaJane era un factor muy importante

en aquella cuestión, por algunarazón sutilísima y difícil de aclarar.

¿Por qué motivo, después de todo,tenemos que comer, beber, dormir,

 permanecer solteros, ir a tal sitio,abstenernos de ir a tal otro, por deferencia a la prima Jane? Ella sevolvía simbólica sin dejar de ser 

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jincomprensible...

Un portillo y un sendero acampo traviesa le llamaron la

atención y le trajo a la memoria

aquel otro día feliz, tan reciente eel tiempo y tan remoto en sus

emociones, cuando había idocaminando desde Urshot a la Granja

Experimental para ver los pollosgigantes...El destino juega con nosotros. —¡Arre, arre! —dijo Cossar 

. Prepárense.Era avanzada la tarde, sin u

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,soplo de aire, y el polvo formaba

una capa espesa en la carretera.Había muy poca gente visible, pero

los ciervos, al otro lado de la

empalizada del parque, pacían ecompleta tranquilidad. Vieron u

 par de grandes avispas despojandoun grosellero silvestre en las

afueras de Hickleybrow, y otra quese estaba paseando arriba y abajosobre el cristal del escaparate deuna pequeña tienda de comestiblesen la calle del pueblo, buscandoentrar. El tendero era vagamente

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gvisible en el interior; llevaba una

escopeta en la mano, y vigilabaatentamente los esfuerzos del

insecto. El conductor del carricoche

se detuvo frente al local de losJolly Drovers, informando a

Redwood de que su parte delcontrato quedaba cumplida.

En esta cuestión fueinmediatamente apoyado por losconductores del coche y del carro.

o sólo sostuvieron todo lo dicho,sino que se negaron a que loscaballos siguieran hasta más lejos.

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g j —Esas ratas grandes se

enloquecen por los caballos —ibarepitiendo el carretero.

Cossar examinó el alcance de

la controversia durante un momento. —Saquen todo fuera del

carricoche —dijo, y uno de sushombres, un mecánico alto, rubio y

sucio, obedeció. —Déme ese fusil —dijoCossar.

Y a continuación se colocóentre los carreteros.

 —No necesitamos más de

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ustedes —concedió—, pero

necesitamos los caballos. Puede protestar lo que les venga en gana.

Ellos empezaron a discutir,

 pero Cossar siguió hablando. —Si intentan atacarnos, les

dispararé contra las piernas edefensa propia. Los caballos

continuarán su camino.Y dio el incidente por terminado.

 —Súbase al coche, Flack — ordenó a un hombrecillo tieso comoun alambre. Y a otro—: Boon,

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encárguese del carro.

Los dos carreteros estallarode indignación.

 —Han cumplido ustedes co

su deber para con sus patrones — dijo Redwood—. Quédense en este

villorio hasta nuestro regreso.adie se los echará en cara, puesto

que nosotros estamos armados. Noqueremos hacer nada que seainjusto ni violento, pero la ocasióno admite demoras. Si algoocurriera a los caballos, losindemnizaré enteramente.

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 —Ya está bien —dijo Cossar,

que raras veces hacía promesas.Dejaron el carricoche, y los

hombres que no conducía

siguieron a pie. Cada hombre cosu fusil. Era la más rara expedició

que pudiera contemplarse en unacarretera provincial inglesa, más

 parecida a una expedición yanki e pos del viejo Oeste de los indios.Siguieron carretera arriba,

hasta llegar al portillo que había ela cumbre de la colina, desde dondese divisaba la Granja Experimental.

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Allí se encontraron con un pequeño

grupo de hombres con un fusil o doslos dos Fulcher estaban entre

ellos—, y uno del grupo, u

forastero de Maidstone, permanecíaalgo destacado de los demás

observando el panorama con unos prismáticos de teatro.

Estos hombres se volvieron ycontemplaron al grupo capitaneado por Redwood.

 —¿Algo nuevo? —preguntóCossar.

 —Las avispas van y vienen — ó l i j l h

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contestó el viejo Fulcher—, pero no

 puedo ver si llevan algo. —La enredadera amarilla ya

se ha metido entre los pinos —dijo

el hombre de los prismáticos—, yesta mañana aún no había llegado

allá. Se la puede ver crecer mientras se la observa.

Se quitó un pañuelo del bolsillo y limpió los lentes de los prismáticos con cuidadosadeliberación.

 —Supongo que irán ustedes

allí —aventuró Skelmersdale.Q i i

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 —¿Quiere venir co

nosotros...? —dijo Cossar.Skelmersdate pareció vacilar.

 —La faena durará toda la

noche.Skelmersdale decidió no ir.

 —¿Hay ratas por ahí? —  preguntó Cossar.

 —Había una en los pinos estamañana... cazando conejos, esocreemos.

Cossar se inclinó un poco, yaceleró el paso para alcanzar a los

demás.B i t l l l

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Bensington, al volver a ver la

Granja Experimental, pudo calibrar el vigor del Alimento. Su primera

impresión consistió en ver la casa

más pequeña de lo que creía, muchomás pequeña; su segunda impresió

fue la de tener que constatar quetoda la vegetación situada entre la

casa y el pinar se habíadesarrollado extraordinariamente.El tejadillo sobre el pozosobresalía un poco en medio dematorrales de hierba de una altura

de dos metros  y  medio, y lad d ill b

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enredadera amarilla se enroscaba

alrededor de la chimenea ygesticulaba con sus tiesos zarcillos

en dirección al cielo. Sus flores

eran unas vividas manchasamarillas, distintas y perfectamente

visibles como motas separadas acasi una milla de distancia. Un gra

cable verde se había enroscadoalrededor y a través de los grandescercados de alambre del gallinero,echando retorcidos tallos cubiertosde hojas alrededor de los

majestuosos pinos. A mitad de lalt d é t ll b l t d

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altura de éstos llegaba el seto de

ortigas que daba la vuelta por detrás de la cochera. Al irse

acercando, todo iba tomando el

aspecto, cada vez más acentuado,de una incursión de pigmeos a una

casa de muñecas olvidada en elrincón de un gran jardín.

Vieron que había un gratráfico de idas y venidas en elavispero. Un enjambre de formasnegras se entrelazaba en el aire, por encima del rojizo cerro más allá del

 pinar, y de vez en cuando una de lasavispas partía hacia el firmamento a

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avispas partía hacia el firmamento a

una velocidad increíble, elevándosehacia cierto objeto lejano. S

zumbido podía oírse a un kilómetro

de distancia de la GranjaExperimental. En una ocasión uno

de los monstruos listados deamarillo descendió hacia ellos,

quedando suspendido en el espaciodurante unos momentos ymirándolos con sus grandes ojos, pero ante un disparo poco efectivode Cossar, salió disparado como

una flecha. En un rincón del campo,a la derecha y a bastante distancia

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a la derecha y a bastante distancia,

algunas avispas arrastraban algo por el suelo, y por la roída

osamenta de lo que constituía

 probablemente los restos delcordero que las ratas llevaron a

rastras desde la granja de Huxter.Los caballos se fuero

impacientando a medida que seacercaban a aquellas bestias.inguno de los que formaban parte

del grupo era experto en laconducción de caballerías, y

tuvieron que destinar a un hombrepara cada caballo con la misión de

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 para cada caballo, con la misión de

llevarlo del ronzal y atentarlo deviva voz.

 Nada pudieron ver de las ratas

al aproximarse a la casa, y todo parecía estar perfectamente quieto

excepto el creciente y decreciente«juzzzzzzZZZ, juuuuzuuuu» del

avispero.Llevaron los caballos hasta el patio, y uno de los hombres deCossar, al ver la puerta abierta —la parte central de la puerta había sido

roída por completo—, se metió ela casa Nadie lo echó de menos

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la casa. Nadie lo echó de menos

 por el momento, ya que los demásse hallaban ocupados con los

 barriles de parafina, y la primera

noticia que tuvieron de sseparación del grupo fue la

detonación de su fusil y el zumbidode un proyectil. «Bang, bang»,

dispararon los dos cañones, y la primera bala, a lo que parece,traspasó el barril de azufredestrozando una duela en el puntode salida y llenando la atmósfera de

 polvo amarillo. Redwood, que nohabía soltado su fusil disparó

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había soltado su fusil, disparó

contra algo grisáceo que pasó brincando por su lado. Le quedó la

imagen de los anchos cuartos

traseros, el largo rabo escamoso, ylas alargadas plantas de las patas

traseras de una rata, y disparó otravez. Vio como Bensington caía,

mientras el animal desaparecía a lavuelta de la esquina.Entonces, durante un buen rato,

todo el mundo estuvo ocupadodisparando. Durante tres minutos

las vidas se vendieron baratas en laGranja Experimental y las

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Granja Experimental, y las

detonaciones de los fusiles llenarola atmósfera. Redwood, excitado y

sin prestar atención a Bensington,

salió en persecución de lo quefuere, y fue derribado por una masa

de fragmentos de ladrillos, mortero,yeso  y  listones podridos que le

cayeron encima volando alatravesar una bala la pared.Se encontró sentado en el

suelo, con sangre en las manos y elos labios, y una quietud que se

extendía a su alrededor.Entonces una voz sin ningú

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Entonces, una voz sin ningú

matiz exclamó desde dentro de lacasa:

 —¡Ehhh!

 —¡Hola! —exclamóRedwood.

 —¡Hola! ¿Qué tal? —contestóla voz, y añadió—: ¿La han cogido?

El deber de la amistad resucitóen Redwood. —¿Está herido el señor 

Bensington? —preguntó.El hombre del interior no lo

oyó bien.—Nadie tiene la culpa si no lo

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  Nadie tiene la culpa si no lo

estoy —dijo la voz desde adentro.Redwood advirtió co

claridad que era posible que

hubiera herido a Bensington. Seolvidó de los cortes en la cara, y

levantándose penetró en el edificio para encontrarse con Bensingto

sentado en el suelo y frotándose elhombro. El científico lo miró por encima de los lentes.

 —La hemos acribillado,Redwood —explicó—. Intentó

saltar por encima de mí y mederribó. Pero yo le di con ambos

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derribó. Pero yo le di con ambos

cañones, y ¡caramba! ¡por la formaque me duele estoy seguro de que

me ha herido en el hombro! U

individuo apareció en el umbral. — Le he metido una bala en el pecho y

otra en el costado —dijo. —¿Dónde están los carruajes?

 preguntó Cossar apareciendo emedio de una espesura de hojasgigantes de la enredadera amarilla.

Se hizo evidente, ante laestupefacción de Redwood,

 primero, que nadie había resultadoherido, y que, segundo, el birlocho

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herido, y que, segundo, el birlocho

 el carro se habían desviado unoscincuenta metros y se hallaban, co

las ruedas atascadas, entre las

enredadas distorsiones del huertode Skinner. Los caballos había

cesado de tirar. A mitad de ladistancia, el roto barril de azufre

yacía en el sendero, con una nubede polvo sulfúreo planeando por encima, Redwood se lo indicó aCossar y se dirigió hacia el lugar.

 —¿Alguien ha visto a esa rata?

gritó Cossar siguiéndolo—. Le diun tiro en las costillas, y otro e

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, y

 pleno hocico, al revolverse contramí.

Otros dos hombres se les

unieron mientras intentabadesatascar las ruedas.

 —Yo he matado a la rata — dijo uno de ellos.

 —¿La han cogido ya? —  preguntó Cossar. —Jim Bates la ha encontrado

detrás del seto. Le di en el mismomomento de doblar la esquina... La

 bala entró por detrás del hombro.Cuando las cosas volvieron a

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estar un poco en orden, Redwoodfue a contemplar el gigantesco y

deforme cadáver. La bestia yacía de

costado, con el cuerpo levementedoblado. Sus dientes de roedor,

sobresaliendo de su mandíbulahundida, daban a aquella cara u

aspecto de debilidad colosal, deenclenque avidez. No parecía eabsoluto ni feroz ni terrible. Sus patas delanteras recordaban unasmanos flacas y consumidas.

Exceptuando un limpio agujeroredondo de bordes chamuscados, a

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,

ambos lados del cuello, la bestiaestaba absolutamente intacta.

Redwood meditó sobre este hecho

durante algún rato. —Debieron ser dos ratas — 

dijo, por fin, alejándose. —Sí. La que fue acribillada

 por todos escapó. —Estoy seguro de que mitiro...

Un zarcillo de enredaderaamarilla, atareado con aquella

misteriosa búsqueda de un sostéque constituye el oficio de u

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q y

zarcillo, se inclinó amablementehacia el cuello de Redwood, y le

hizo dar un presuroso salto a u

costado. —Juu-z-z-z-z-z-z-z-Z-Z-Z — 

se oyó en el distante avispero—.Juu-uu-zuu-uu.

VEl incidente mantuvo alerta al

grupo expedicionario, pero no lotrastornó.

Metieron sus pertrechos en lacasa, la cual, evidentemente, había

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sido saqueada por las ratas despuésde la huida de la señora Skinner, y

cuatro de los hombres se

encargaron de devolver loscaballos a Hickleybrow.

Arrastraron la rata muerta a travésdel seto hasta dejarla en posició

tal que pudiera verse desde lasventanas de la casa, eincidentalmente se encontraron coun enjambre de tijeretas gigantes euna zanja. Estos animales se

dispersaron precipitadamente, peroCossar pudo alcanzar un número

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incalculable de patas y matómuchas tijeretas a taconazos y a

culatazos. Luego dos de los

hombres se abrieron camino ahachazo limpio a través de los

tallos principales de la enredaderaamarilla, en realidad enormes

cilindros de más de cincuentacentímetros de diámetro, quesurgían al lado del sumidero en la parte trasera del edificio. Ymientras Cossar ponía la casa e

orden para pasar la noche,Bensington, Redwood y uno de los

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electricistas auxiliares se dirigierocautelosamente a explorar los

gallineros en busca de ratoneras.

Dieron un gran rodeoalrededor de las ortigas gigantes,

 porque estos enormes hierbajos losamenazaban con espinas

envenenadas de cerca de trescentímetros de largo. Luego, al dar la vuelta al roído y desmantelado portillo, un poco más allá, seencontraron súbitamente con la

enorme garganta cavernosa de lasmás occidental de las ratoneras,

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maloliente sima que les hizo ponerse muy juntos y en hilera.

 —Espero que saldrán —dijo

Redwood dando una ojeada alcobertizo del pozo.

 —Si no salen... —reflexionóBensington.

 —Saldrán —afirmó Redwood.Se quedaron meditando. —Si nos metemos dentro

tendremos que conseguir algún tipode luz —dijo Redwood.

Subieron por un pequeñosendero de blanca arena a través

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del pinar,  y  en seguida sedetuvieron al divisar el avispero.

El sol se iba al ocaso, y las

avispas regresaban a su hogar e busca de refugio; sus alas, bajo la

dorada luz poniente, formabaveloces halos que giraban a s

alrededor. Los tres hombres sequedaron acechando desde abajo delos árboles —no se sentían coánimos para ir hasta el confín del bosque—  y  permaneciero

observando cómo aquellostremendos insectos descendían y se

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arrastraban unos pasos para entrar en el avispero y desaparecer.

 —Estarán quietas un par de

horas... —dijo Redwood—. Mesiento muchacho otra vez.

 —No podemos equivocarnosdijo Bensington—, por oscura

que sea la noche. Y a propósito...que hay sobre la luz... —Luna llena —dijo el

electricista—. Ya me he enterado.Regresaron por el mismo

camino y consultaron con Cossar.Este dijo que «evidentemente»

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debían transportar el azufre, elnitrato y el yeso a través del bosque

antes del crepúsculo, y a este efecto

descargaron y transportaron lossacos. Después de los gritos

necesarios para dar lasinstrucciones preliminares, no se

 pronunció ni una sola palabra, y alirse amortiguando el zumbido de lasavispas en el avispero, apenas podía oírse otra cosa en el mundoque no fuesen las pisadas, el pesado

respirar de los hombres cargados yel ruido sordo de los sacos al ser 

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descargados. Se hicieron turnos para realizar aquella tarea en la que

colaboraron todos excepto

Bensington, manifiestamente inútil para estos menesteres. Se quedó de

centinela en el dormitorio de losSkinner, con un rifle en la mano,vigilando la carcasa de la ratamuerta, mientras los demássiguieron con los turnos paradescansar del transporte de lossacos y para quedar de guardia e

 parejas vigilando las ratonerasdesde detrás del ortigal. Los sacos

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 polínicos de las ortigas estabamaduros, y de vez en cuando la

velada se animaba con s

dehiscencia, y el estallido de lossacos sonaba como un disparo de

 pistola; entonces los granos de polen, grandes como perdigones,resonaban a todo su alrededor.

Bensington permanecíasentado detrás de su ventana en usillón tapizado con cuero decaballo, el respaldo cubierto co

una harapienta funda que habíadado un toque de distinción al saló

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de los Skinner durante buenos años.Dejó apoyado el rifle en el alféizar 

de la ventana, mientras sus lentes

vigilaban, en la creciente tiniebla, aveces la oscura masa de la rata

muerta y otras veces vagaban a salrededor en curiosa meditación. Seolía un poco a parafina porque unode los barriles rezumaba, y esteolor se mezclaba con el menosdesagradable procedente de latronchada y aplastada enredadera.

En el interior, cuandoBensington volvió la cabeza, le

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llegó una mezcla de sutiles oloresdomésticos: cerveza, queso,

manzanas podridas y calzado viejo

como temas principales; le trajeroreminiscencias de los

desaparecidos Skinner. Contemplódurante un buen rato la habitaciósumida en la penumbra. Losmuebles habían sido muydesordenados —quizá por parte dealguna rata inquisitiva— pero unachaqueta colgada de una percha

detrás de la puerta, una navaja deafeitar junto a unos sucios pedacitos

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de papel y un trozo de jabón que,gracias a innumerables años de

desuso, se había endurecido en una

especie de cubo, recordaban ladistintiva personalidad de Skinner.

Se le ocurrió a Bensington, con unasensación de completa novedad,que, con toda probabilidad, elhombre aquel había sido muerto ydevorado, al menos en parte, por elmonstruo que ahora yacía muerto,allí, en la oscuridad.

¡Y pensar a lo que puedeconducir un descubrimiento

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químico aparentemente inofensivo!Allí estaba él, en la tranquila

Inglaterra, y, no obstante, bajo la

inminencia de infinitos peligros,con un fusil, en una casa medio

derruida iluminada por elcrepúsculo, alejado de cualquier comodidad y con el hombroespantosamente magullado por elretroceso del fusil, y... ¡por Júpiter!

Se dio cuenta entonces de lo profundo que el orden del universo

había cambiado para él. Se habíametido directamente en aquella

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 pavorosa aventura, ¡sin decir una palabra de ello a su prima Jane!

¿Qué estaría pensando de él?

Intentó imaginárselo y no pudo. Se sintió invadido por la

extraordinaria sensación de que ellay él se habían despedido parasiempre y de que jamás volverían aencontrarse. Tuvo también laimpresión de que había dado u paso en un mundo de nuevasinmensidades. ¿Qué otros

monstruos serían capaces deesconder aquellas espesas

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tinieblas...? Las extremidades delas ortigas gigantes se destacaban,

tajantes y negras, contra el fondo

ámbar y de un verde diluido delcielo occidental. Todo se hallaba

muy quieto, quieto de veras. Se preguntó por qué no oía a los demásque se hallaban a la vuelta de laesquina de la casa. La penumbra dela cochera era ya de un negro

abismal.¡Bang...! ¡Bang...! ¡Bang...!

Una secuencia de ecos y ugrito.

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Un largo silencio.¡Bang!, otra vez, y una

disminución de ecos.

Quietud.Luego, ¡gracias a Dios!,

Redwood y Cossar surgieron de laoscuridad, y Redwood lo llamaba: —¡Bensington...!

¡Bensington...! ¡Hemos cazado otrarata!... Cossar liquidó otra rata.

VI

Cuando la Expedición acabósu refrigerio, ya había caído la

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noche. Las estrellas ostentaban smáximo fulgor y la creciente

 palidez que se extendía por el lado

de Hankey era el heraldo de la luna.Se había mantenido la guardia las

ratoneras, pero los centinelas sehabían trasladado a la pendiente delcerro, por encima de las aberturas,considerando que desde aquel puesto sería más ventajoso

disparar. Acamparon allí, sobre elsuelo cubierto de rocío,

combatiendo la humedad cowhisky. Los demás permaneciero

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descansando en la casa, y los treslíderes discutieron la tarea nocturna

con los hombres. La luna salió a

medianoche, y tan pronto como sdisco se hubo desprendido del

horizonte, todos los componentes dela expedición, excepto loscentinelas de la ratonera, se pusieron en marcha en fila indiahacia los avisperos, con la

conducción de Cossar.En lo que al avispero se

refiere, encontraron la tarea muyfácil, asombrosamente fácil.

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Excepto del hecho de ser una labor  prolongada, no fue más serio de lo

que habría sido con un avispero

corriente. Hubo peligro, sin dudaalguna, peligro de muerte, pero

nunca llegó a materializarse eaquella portentosa ladera.Embutieron el azufre y el salitre,enyesaron a conciencia los agujerosy prendieron fuego al combustible.

Luego, en un común impulso, todoel grupo —excepto Cossar— dio

media vuelta y echó a correr através de las alargadas sombras de

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los pinos; viendo que Cossar sehabía quedado atrás, se detuviero

apiñándose a una distancia de u

centenar de metros, al lado de unazanja muy conveniente que podría

servir de refugio. Durante uno o dosminutos, la noche bañada por elresplandor lunar, todo blanco ynegro, se llenó de un sofocadozumbido, que fue elevándose hasta

convertirse en una especie derugido, en una nota profunda y

sostenida, que, después de sculminación, fue amortiguándose y

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murió; y entonces, de un modo casiincreíble, la noche quedó

silenciosa.

 —¡Por Júpiter! —exclamóBensington—. ¡Ya está!

Todos prestaron atención. Laladera, por encima de los negrosencajes de las sombras de los pinos, parecía tan clara como dedía y tan incolora como la nieve. El

yeso, secándose en los agujeros delavispero, brillaba. El desgarbado

corpachón de Cossar se dirigióhacia ellos.

h

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 —Hasta ahora...—empezó adecir Cossar.

¡Crac...! ¡Bang...!

Un disparo desde cerca de lacasa, y luego... silencio.

 —¿Qué fue eso? —preguntóBensington. —Una de las ratas que habrá

asomado el hocico —supuso uno delos hombres.

 —A propósito; nos hemosdejado las armas allá arriba —dijo

Redwood. —Sí, al lado de los sacos.

T d l d hó d

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Todo el mundo echó a andar montaña arriba otra vez.

 —Deben de ser las ratas — 

dijo Bensington. —¡Evidentemente! —repuso

Cossar, mordisqueándose las uñas.¡Bang! —¡Ehhh! —exclamó uno de

ellos.Entonces, bruscamente, se oyó

un grito, dos disparos, otro gritomucho mayor que era casi u

alarido, tres disparos en rápidasucesión, y un ruido de madera que

ill T d id

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se astilla. Todos estos ruidos se percibieron muy claramente, como

elementos muy pequeños dentro de

la inmensa quietud de la noche.Luego, durante algunos momentos

no se oyó nada, sino una breveconfusión sorda procedente de ladirección de las ratoneras, y luego,otra vez, un aullido salvaje... Cadauno de los hombres echó a correr e

 busca de sus fusiles.Dos disparos.

Bensington se encontró, fusilen la mano, andando

difi lt t t l

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dificultosamente por entre los pinos, detrás de unas cuantas

espaldas que retrocedían. Lo

curioso es que su idea principal eaquel momento estaba centrada e

el deseo de que su prima Jane pudiese verlo. Sus botas bulbosas ycortajeadas se movíadesacompasadamente dandograndes zancadas y su rostro estaba

contorsionado por una permanentesonrisa forzada, ya que así se le

arrugaba la nariz y podía mantener los lentes en su sitio. Tenía la boca

d l d f t d

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del arma de fuego proyectadahorizontalmente frente a él, mientras

iba transitando por la cuadrícula

iluminada y sombreada por la luzde la luna. El hombre que había

echado a correr se encontró con elgrupo corriendo a toda velocidad...¡Había perdido su fusil!

 —¡Eh! —dijo Cossar tomándole en sus brazos—. ¿Qué

 pasa? —Salieron todas juntas — 

contestó el hombre. —¿Las ratas?

Sí S i

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 —Sí. Seis. —¿Dónde está Flack?

 —Abajo.

 —¿Qué dice? —jadeóBensington, pero nadie le prestó

atención. —¿Flack está abajo? —Cayó... Salieron una tras

otra. —¿Qué?

 —Una acometida. Disparó colos dos cañones.

 —¿Y ha abandonado a Flack? —Se nos echaron encima.

¡Vamos! ordenó Cossar

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 —¡Vamos! —ordenó Cossar . Usted se viene con nosotros.

¿Dónde está Flack? Enséñenos el

sitio.El grupo entero comenzó a

avanzar. Otros detalles de larefriega fueron surgiendo de la bocadel fugitivo. Los otros se apiñabaa su alrededor, excepto Cossar queiba en cabeza.

 —¿Dónde están? —Habrán vuelto a sus

madrigueras, quizá. Yo me escapé.Las ratas echaron a correr hacia la

entrada de la ratonera

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entrada de la ratonera. —¿Qué quiere decir? ¿Ustedes

dos estaban quizá detrás de ellas?

 —Nos metimos en lamadriguera. Vimos que iban a salir 

e intentamos cortarles la salida.Salieron a saltos... como conejos.Apuntamos y disparamos.Empezaron a correr de un lado paraotro como locas, después de nuestro

 primer disparo, y, de repente, senos echaron encima. Venían a por 

nosotros. —¿Cuántas?

Seis o siete

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 —Seis o siete.Cossar siguió el sendero hasta

el límite del pinar y allí se detuvo.

 —¿Quiere usted decir quecogieron a Flack? —preguntó

alguien. —Una de las ratas se abalanzósobre él.

 —Y usted, ¿no disparó? —¿Cómo podía disparar?

 —¿Todos llevan el armacargada? —preguntó Cossar por 

encima del hombro.Hubo un movimiento

afirmativo

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afirmativo. —Pero Flack... —murmuró

uno.

 —¿Quiere usted decir queFlack...? —protestó otro.

 —No hay tiempo que perder dijo Cossar. Y gritó—: ¡Flack...!mientras seguía andando a la

cabeza del pelotón. Avanzarohacia las ratoneras con el hombre

que había escapado en laretaguardia del grupo. Se

adelantaron por entre los enormeshierbajos y dieron un pequeño

rodeo para no tropezar con el

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rodeo para no tropezar con elcadáver de la segunda rata muerta.

Se extendieron formando una línea

sinuosa, cada hombre apuntandocon su fusil, escrutándolo todo bajo

la clara luz lunar en busca de algunasilueta sospechosa, de algunaominosa forma agazapada.Encontraron el seguida el fusil delhombre que había echado a correr a

escape. —¡Flack! —gritó Cossar—.

¡Flack...! —Echó a correr por entre las

ortigas y se cayó —confesó el

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ortigas y se cayó —confesó elhombre que había huido.

 —¿Dónde?

 —Por allá. —¿Dónde cayó?

El hombre vaciló y loscondujo a través de las alargadassombras negras durante un trecho.Luego se volvió.

 —Creo que por aquí.

 —Bueno, pues ahora ya noestá.

 —Pero, ¿y su fusil...? —¡Maldición! —exclamó

Cossar— ¿Dónde habrá ido?i h i l

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Cossar . ¿Dónde habrá ido?Dio un paso hacia las negras

sombras de la ladera que ocultaba

las ratoneras y se quedó mirandofijamente. Luego volvió a soltar u

terno. —¡Si se lo han llevado arastras...!

Durante unos momentos sequedaron sin hacer nada,

comunicándose con fragmentos deideas. Los lentes de Bensingto

 brillaban cómo diamantes al fijar lamirada en sus acompañantes. Los

rostros de los hombres cambiabad f í l id d

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rostros de los hombres cambiabade una fría claridad a una

misteriosa oscuridad, según se

 pusieran de cara o a espaldas a laluna. Todo el mundo hablaba, pero

nadie completaba una frase.Entonces, Cossar, bruscamente,tomó una decisión. Empezó a agitar los brazos en todas direcciones y alanzar órdenes como si fuera

 perdigones. Era evidente quenecesitaba lámparas. Todos, menos

Cossar, se dirigieron hacia la casa. —¿Se va usted a meter en las

ratoneras? —preguntó RedwoodE id t t dij

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ratoneras? preguntó Redwood. —Evidentemente —dijo

Cossar.

Precisó una vez más quenecesitaba que le trajeran los

faroles del carro y el coche.Bensington aprovechó laocasión y echó a andar por elsendero del pozo. Miró por encimadel hombro y vio la destacada y

gigantesca figura de Cossar, comosi estuviese contemplando las

ratoneras pensativamente. Anteaquel espectáculo, Bensington se

detuvo un momento y se volvióE t b t d b d d

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detuvo un momento y se volvió.¡Estaban todos abandonando a

Cossar...!

Cossar era perfectamentecapaz de arreglarse solo, desde

luego.De repente, Bensington vioalgo que le hizo gritar sin que lesaliera la voz:

 —¡Ay!

En un instante tres ratas sehabían proyectado hacia Cossar,

saliendo de la oscura maraña de laenredadera. Durante tres segundos

éste no se dio cuenta de si id

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éste no se dio cuenta de s presencia, y en seguida se

transformó en la cosa más activa

que hubiera en el mundo. Nodisparó un tiro. Al parecer no tuvo

tiempo de afinar la puntería, ni deapuntar siquiera. Bensington viocomo se agazapaba ante el salto deuna rata y cómo le aplastaba la nucacon la culata del fusil. El monstruo

dio un brinco y giró sobre sí mismo,cayendo al suelo.

La silueta de Cossar se perdióde vista entre la hierba que más

bien parecía cañaveral, y luegovolvió a surgir corriendo hacia otra

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 bien parecía cañaveral, y luegovolvió a surgir, corriendo hacia otra

de las ratas y volteando su fusil por 

encima de la cabeza. Un débil gritollegó a oídos de Bensington, y

entonces percibió a las dos ratasrestantes saliendo a escape edirecciones divergentes, mientrasCossar les perseguía hacia lasratoneras.

Toda aquella escena sedesarrolló en medio de sombras

 brumosas; los tres monstruosatacantes se veían exagerados e

irreales debido a la claridad de laluz En ciertos momentos Cossar

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luz. En ciertos momentos Cossar 

 parecía un coloso y en otros

momentos se hacía invisible. Lasratas pasaron por el campo visual

dando súbitos e inesperados saltoso corriendo con un movimientorápido de las patas que más parecían ir sobre ruedas. Todosucedió en menos de medio minuto.

adie lo vio, excepto Bensington,que podía oír a los demás

retrocediendo aún hacia la casa.Gritó algo inarticulado y echó a

correr hacia Cossar, mientras lasratas desaparecían

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,ratas desaparecían.

Lo alcanzó en la entrada de las

ratoneras. Bajo la luz de la luna lassombras que constituían el

semblante de Cossar demostrabauna calma absoluta. —¡Hola! —le dijo—. ¿Ya de

vuelta? ¿Dónde están los faroles?Todas han vuelto a sus madrigueras.

Le rompí el cuello a una que me pasó por delante... ¿Ve usted? ¡Allí!

Y señaló con su dedodescarnado.

Bensington se hallabademasiado estupefacto para poder

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gdemasiado estupefacto para poder 

seguir la conversación...

Pareció interminable el tiempoque tardaron en llegar los faroles.

Por fin aparecieron, primero un ojode firme luminosidad, y precedidode un oscilante resplandor amarillento, y luego, centelleando y brillando irregularmente, otros dos.

A su alrededor venían unas pequeñas figuras con sus

correspondientes vocecillas, yluego unas sombras enormes. Este

grupo proyectó una especie de focode luz sobre el gigantesco paisaje

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g p p y pde luz sobre el gigantesco paisaje

onírico bañado por los rayos de la

luna. —¡Flack! —iban diciendo lasvoces—. ¡Flack!

Una frase luminosa salió aflote.

 —Se habrá encerrado en eldesván.

Cossar iba siendo cada vezmás excepcional. Sacó de alguna

 parte unos grandes puñados dealgodón en rama y se tapó con ellos

los oídos... Bensington se preguntópor qué Luego cargó su fusil co

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g p g por qué. Luego cargó su fusil co

una cuarta parte de una carga de

 pólvora. ¿Quién otro habría podido pensar en ello? El país de maravillaculminó con la desaparición de lassuelas de las botas de Cossar por lamadriguera central.

Cossar iba a cuatro patas codos fusiles, que arrastraba a ambos

lados, sujetos por un cordel que le pasaba por debajo del mentón, y s

ayudante de confianza, uhombrecillo moreno de facciones

graves, tenía que ir detrás de éldoblado por la cintura y

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doblado por la cintura y

sosteniéndole un farol por encima

de la cabeza. Todo se había proyectado de un modo tan cuerdo yapropiado como el sueño de uloco. El algodón en rama, segú parece, tenía por objeto evitar laconmoción del rifle. El hombre queseguía a Cossar también se había

 puesto algodón en los oídos.¡Evidentemente! Mientras las ratas

huyeran de Cossar no podríaacaecerle daño alguno, y si daba

media vuelta y se dirigíadirectamente a él vería sus ojos y

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directamente a él, vería sus ojos y

dispararía apuntando entre medio

de ellos. Como que tendrían que pasar por el cilindro de lamadriguera, Cossar no podía fallar el tiro. Insistió en que éste era elmétodo evidente, quizás algofastidioso, pero absolutamenteseguro. Al inclinarse el ayudante

 para entrar, Bensington vio que uovillo de bramante estaba sujeto a

los faldones de su chaqueta. Por este ovillo tenía que tirar del

 bramante, si se hiciera necesarioarrastrar hacia fuera los cadáveres

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arrastrar hacia fuera los cadáveres

de las ratas.

Bensington se dio cuenta deque el objeto que sostenía en lamano era el sombrero de Cossar.

¿Cómo había llegado allí...?Sería recuerdo suyo, al menos.En cada una de las salidas

adyacentes había un pequeño grupo

con un farol iluminando lamadriguera correspondiente, y uno

de los hombres se hallabaarrodillado, apuntando al redondo

vacío que se abría ante él, como siesperara que de allí surgiera algo.

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esperara que de allí surgiera algo.

Se hizo un silencio

interminable.Luego oyeron el primer disparo de Cossar, como unaexplosión en una mina...

Los nervios y los músculos detodos se pusieron tensos al oírlo, y¡bang!, ¡bang!, ¡bang! Las ratas

habían intentado escapar y dos máshabían muerto. Después, el hombre

que sostenía el ovillo indicó unasacudida.

 —Ha matado a una y quiere el bramante —dijo Bensington.

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j g

Se quedó observado cómo el

 bramante penetraba en la ratonera, yle pareció como si se hubieseanimado de repente con unainteligencia oscura porque laoscuridad lo hacía invisible. Por fidejó de arrastrarse y se hizo unalarga pausa. Luego, lo que a

Bensington le pareció ser umonstruo rarísimo salió

arrastrándose lentamente delagujero y se revolvió en el pequeño

espacio saliendo de espaldas.Después de él, y haciendo

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p , y

 profundos surcos en el suelo,

aparecieron las botas de Cossar, y acontinuación su espalda iluminada por el farol...

Sólo quedaba una rata viva, yla infeliz, sentenciada a muerte, se

ocultaba en los rincones másapartados de la ratonera, hasta que

Cossar entró de nuevo y la mató.Por último, Cossar, el huró

humano, volvió a hacer unainspección general para asegurarse.

 —Ya las tenemos —dijo a susasombrados compañeros—. Y si yo

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p y

no hubiese sido un tonto de capirote

me habría desnudado hasta lacintura. Evidentemente. ¡Tóquemelas mangas, Bensington! Estoyempapado de sudor. No se puede pensar en todo. Únicamente una

media borrachera de whisky mesalvará de un resfriado.

VII

Hubo momentos duranteaquella noche maravillosa en que a

Bensington le pareció que lanaturaleza había organizado para él

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g p

una vida de fantásticas aventuras.

Esto se hizo patente durante la horasiguiente a su ingestión de uwhisky muy fuerte.

 —Ya no volveré a SloaneStreet —confió al mecánico alto,

rubio y sucio. —No, ¿eh?

 —Por nada del mundo — afirmó Bensington.

El esfuerzo de haber arrastrado las siete ratas muertas

hasta la pira a través del ortigal lohabía bañado en sudor y Cossar le

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y

indicó la evidente reacción física

que le produciría el whisky siquería salvarse del resfriado, deotro modo inevitable. Hubo unaespecie de cena de bandoleros en lavetusta cocina embaldosada, con la

hilera de ratas muertas que yacía bajo la luz de la luna contra el

gallinero. Después de una mediahora de descanso, Cossar los incitó

a emprender de nuevo el trabajo para terminar lo que aún restaba

 por hacer. —Evidentemente —dijo—,

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habrá que limpiar el lugar... Nada

de desperdicios... nada deescándalo, ¿eh?Les animó con la idea de hacer 

la destrucción completa. Rompieroy astillaron todos los fragmentos de

madera que pudieron encontrar ela casa; talaron senderos allí donde

 brotaba la vegetación gigante;hicieron una pira para las ratas

muertas y las empaparon e parafina.

Bensington trabajó como elmás activo de los peones. Alcanzó

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un climax de alborozo y de energía

hacia las dos. Cuando, en plenadestrucción, blandía el hacha, elmás valeroso huía de s proximidad. Un rato después seapaciguó algo, debido a la

transitoria pérdida de sus lentes,que fueron hallados al fin por otra

 persona en el bolsillo de lachaqueta del propio Bensington.

Los hombres iban de un lado para otro a su alrededor...

decididos y enérgicos. Cossar semovía entre ellos como un dios.

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Bensington apuró esa deliciosa

camaradería que es privativa de uejército feliz o de una reciaexpedición, pero nunca de aquellosque viven la sobria vida de lasciudades. Después que Cossar le

quitó el hacha y le encargó queacarreara madera, estuvo andando

de un lado para otro diciendo quetodos eran unos buenos chicos.

Siguió por este estilo aún muchotiempo después de notar las

 primeras señales de fatiga.Por fin estuvo a punto y

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comenzaron a regar todo con la

 parafina. La luna, desprovista ya desu magro cortejo nocturno deestrellas, brillaba en lo alto, por encima de la aurora naciente.

 —Quemémoslo todo — 

dispuso Cossar yendo de una partea otra—. Quemémoslo todo...

Déjenlo arrasado, ¿entienden?Bensington se fijó en él, tétrico

y horrible bajo el pálido alborear del día, precipitándose con la

mandíbula saliente y una antorchaencendida en la mano.

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 —¡Lárguese de ahí! — 

exclamó alguien, tirando del brazode Bensington.La quietud de la aurora, pues

allí no había pájaros que cantaran,se llenó de pronto de una

tumultuosa crepitación; una pequeñallama rojiza recorrió la base de la

 pira, se transformó en azul al entrar en contacto con el suelo, y se puso a

trepar, hoja por hoja, tallo arriba deuna ortiga gigante. Un ruido

cantarino se mezcló con lacrepitación...

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Los hombres cogieron sus

fusiles de uno de los rincones de lasala de estar de los Skinner y todoel mundo echó a correr. Cossar sefue tras ellos dando grandeszancadas...

Luego se encontraron todos de pie, contemplando desde lejos la

Granja Experimental, que estabaardiendo. El humo y las llamas se

desbordaban por las puertas y lasventanas y por centenares de

rendijas y grietas en el techo, igualque una muchedumbre presa de

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 pánico. ¡Qué bien sabía Cossar 

encender una fogata! Una gracolumna de humo salió disparadahacia el firmamento, acompañadade rojas lenguas sangrientas y deraudos fogonazos. Era como si u

enorme gigante se hubiese puesto de pie, alargándose hacia arriba y

estirando bruscamente los brazoshacia el cielo. Volvió a caer la

noche sobre ellos, ocultando por completo la incandescencia del sol

que salía tras ella. Los habitantesde Hickleybrow se dieron cuenta

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muy pronto de aquel estupendo

 pilar de humo, y salieron hasta lacresta de la colina, con gravariedad de batas, para contemplar el regreso de la expedición.

Detrás de ellos, igual que u

hongo fantástico, aquel pilar dehumo oscilaba y fluctuaba, cada vez

más alto, cada vez más arriba, hastael cielo... dando la impresión de

que la llanura era bajísima y todoslos demás objetos eran nimiedades;

y en primer término, conducidos por Cossar, los autores del asunto

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seguían el sendero, ocho pequeñas

siluetas negras, marchando cofatiga, las armas al hombro, a travésdel prado.

Al volver la mirada haciaatrás, en el cerebro de Bensingto

resonó como un eco cierta fraseconocida. ¿Cómo era...? «Habéis

encendido hoy...» «Habéisencendido hoy...»

Entonces recordó las palabrasde Latimer: «Hemos encendido hoy

una antorcha tan grande eInglaterra, que ya nadie podrá

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apagarla jamás...»2

¡Qué hombre era Cossar!Bensington se quedó mirando sespalda durante un rato y se sintióorgulloso de haber sostenido ssombrero. ¡Orgulloso, sí, a pesar deque él era un investigador eminentey Cossar se dedicaba sólo a la

ciencia aplicada!De repente, se puso a tiritar y

a bostezar, y deseó estar acostado,muy calentito, en su cama de aquel

 pequeño piso que daba a SloaneStreet. (Ni siquiera pensar en s

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 prima Jane le prestó ayuda.) las

 piernas se le volvieron comoalgodón y los pies como plomo.Sintió la necesidad de tomar un caféen Hicleybrow. En sus treinta y tresaños no había pasado nunca en vela

una noche entera.VIII

Y mientras aquellos ocho

aventureros luchaban contra lasratas en la Granja Experimental, a

catorce kilómetros de distancia, eel pueblo de Cheasing Eyebright,

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una dama anciana provista de una

nariz excesiva, luchaba con grandesdificultades a la luz vacilante deuna vela. En una mano nudosa teníaun abrelatas y con la otra sosteníauna lata de Heracleoforbia,

decidida a abrir o a perecer en laempresa. Luchaba incansablemente,

 profiriendo un gruñido a cadanuevo esfuerzo, mientras, a través

del delgado tabique, el niño de losCaddles no cesaba de gemir.

 —¡Pobrecillo! —murmuró laseñora Skinner; y luego,

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mordiéndose el labio con su diente

solitario, en un arranque dedeterminación, añadió—: ¡Venga!Y de inmediato, ¡clap!, una

nueva provisión del Alimento delos Dioses quedó dispuesta y a

 punto de descargar sus poderes deagigantamiento sobre el mundo.

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CAPÍTULO CUATRO -LOS NIÑOS GIGANTES

Durante algún tiempo almenos, el círculo, cada vez másextendido, de las consecuencias de

lo ocurrido en la GranjaExperimental excederá del foco de

nuestra narración, es decir, que nonos ocuparemos del enorme poder 

de crecimiento en hongos y setas, ehierbas y hierbajos que se irradiaba

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de aquel centro carbonizado pero

no absolutamente consumido.Tampoco podemos detenernos aexplicar cómo aquellasmelancólicas solteronas, las dosgallinas sobrevivientes, pasmo y

admiración de propios y extraños, pasaron los restantes años de sus

vidas en acumular celebridad. Ellector que desee obtener detalles

más completos de estas cuestiones puede consultar los periódicos de

aquella época, especialmente losvoluminosos y polifacéticos

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archivos del Recording Ángel

moderno. Nuestra misión está allado del señor Bensington.Bensington había regresado a

Londres para encontrarsetransformado en un hombre

terriblemente famoso. En eltranscurso de una noche el mundo

entero había cambiado respecto aél. Todo el mundo lo comprendía.

Al parecer, la prima Jane lo sabíatodo, la gente que andaba por las

calles lo sabía todo y los periódicos lo sabían todo y aú

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más. Su encuentro con la prima Jane

fue terrible, como era de esperar, pero cuando todo hubo pasado, noresultó tan terrible, después detodo. El poder que tenía la buenamujer sobre los hechos era

limitado. Era evidente que habíadiscutido consigo misma para

terminar aceptando el Alimentocomo algo propio del orden natural

de las cosas.Adoptó una actitud de

malhumorada sumisión. Eraevidente que desaprobaba en gra

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manera, pero que no prohibía. La

escapada de Bensington, que así escomo ella debió de considerarla, ladejaría, seguramente, muy agitada, ysu peor acción consistió en querer cuidarlo con acerba persistencia de

un resfriado que Bensington nohabía cogido y por una fatiga que

había olvidado hacía mucho tiempo,y en comprarle una nueva especie

de ropa interior higiénica de lanascombinadas, que tenía la

 particularidad de volverse delrevés, en parte, con mucha

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facilidad, y en parte no, y donde

resultaba tan difícil meter a uhombre olvidadizo como en lossalones de la alta sociedad. Y así,durante cierto tiempo, y en tanto quele dejó algún rato libre el manejo

de esta nueva indumentaria,continuó participando en el

desarrollo de este nuevo elementoen la historia de la humanidad, el

Alimento de los Dioses.La opinión pública, siguiendo

sus misteriosas leyes de selección,lo había escogido como solo y

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único responsable Inventor y

Promotor de esta nueva maravilla.La opinión pública no quería ni oír hablar de Redwood, y sin la menor  protesta permitió que Cossar,siguiendo sus impulsos naturales, se

desvaneciera en una oscuridadterriblemente prolífica. Antes de

que se diera cuenta del derroteroque llevaban las cosas, Bensingto

se encontró, como si dijéramos,desnudo y disecado en los

 periódicos. Su calvicie, s particular coloración rosada y sus

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lentes con montura de oro se había

transformado en posesionesnacionales. Unos cuantos jóvenesresueltos, provistos de grandes ylujosas cámaras fotográficas y de uaire de completa autoridad, tomaro

 posesión del piso durante breves pero provechosos períodos,

disparando sus luces de magnesioque por muchos días llenaron la

atmósfera de densos e intolerablesvapores, y luego se retiraron para

llenar las páginas de las revistassindicadas con admirables retratos

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de Bensington, en su casa, luciendo

una de sus mejores chaquetas y lasacuchilladas botas. Otras personasde ademanes decididos y dediversos sexos y edades se presentaron en su casa para

explicarle cosas sobre el AlimentoEstrella (fue el Punch el que lo

denominó por primera vez de esamanera) y reproducir después lo

que ellos habían dicho como sifuera la contribución original dada

 por Bensington a la entrevista.Aquello llegó a ser una verdadera

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obsesión para Broadbeam, el

Humorista Popular. Olió en aquellootra de esas malditas cosas que no podía comprender y se esforzóempeñosamente por hacer caer todoel asunto en el ridículo. Se lo podía

ver en los clubs, como unavoluminosa y torpe presencia, co

las marcas de sus desvelos puestasde manifiesto en su ancha cara

innoble, explicando a todo aquel aquien podía importunar:

 —Esos hombres de ciencia,¿sabe usted?, carecen del sentido

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del humor, ¿sabe usted? Eso es. Laciencia... les mata el sentido delhumor.

Sus bromas contra Bensingtollegaron a ser malévolos libelos...

Una agencia de selección de

recortes periodísticos, muyemprendedora, envió a Bensingto

un largo articulo que trataba de él,sacado de un semanario de seis

 peniques titulado «Un nuevoterror», ofreciendo proporcionarle

un centenar de aquellasimpertinencias por el precio de una

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guinea; y dos señoras jóvenes,encantadoras y muy guapas,totalmente desconocidas, fueron avisitarle, y ante la muda indignacióde la prima Jane se quedaron atomar el té con él y después le

mandaron sus libros de autógrafos para su firma. Muy pronto dejó de

irritarlo ver su nombre asociado alas más incongruentes ideas en la

Prensa, y descubrir en las revistasartículos tratando del Alimento

Estrella y de él mismo en tonos dela mayor intimidad, y por personas

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de las que nunca había oído hablar.Y cualesquiera que hubieran sidolas ilusiones que abrigara en susdías de oscuridad sobre los placeres de la fama, quedarodisipadas del todo y para siempre.

Al principio —exceptuando aBroadbeam— el tono de la opinió

 pública estuvo completamentedesprovisto del menor asomo de

hostilidad. Al público no se leocurrió la posibilidad de que cierta

cantidad de Heracleoforbia pudieseescaparse de nuevo, excepto en el

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 plano de las suposiciones jocosas.Y, asimismo, el público pareció notener idea de que la pandilla deniños que estaban siendoalimentados con el alimentocrecería mucho más de lo que la

inmensa mayoría de nosotros podemos llegar a crecer. Lo que

más le complacía al público eralas caricaturas de los políticos

eminentes tal como serían despuésde alimentarse con el Alimento

Estrella, sobre todo cuandoquedaban expuestas en los tableros

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de anuncios de los periódicos, y lasedificantes exhibiciones proporcionadas por las avispasmuertas que habían escapado delfuego y las gallinas sobrevivientes.

La gente no se preocupó de ver 

más allá de todo esto, y hasta setuvieron que hacer grandes

esfuerzos para que volviera susmiradas a más remotas

consecuencias; y hasta entoncesincluso, su entusiasmo para llevar a

cabo una acción fue sólo parcial.«Siempre hay algo nuevo», decía el

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 público, un público tan saciado denovedades, que se enteraría de quela tierra se había partido en dos,como se parte una manzana, sidemostrar sorpresa alguna, yañadía: «A ver qué es lo que van a

hacer después de esto.»Pero hubo dos o tres personas,

fuera del público en general que yahabían mirado más allá, y, segú

 parece, se asustaron de lo quevieron. Entre ellos estaba, por 

ejemplo, el joven Caterham, primodel conde de Pewterstone, y uno de

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los políticos ingleses que más prometían, quien, arrostrando elriesgo de que le tomaran por utendero, escribió un largo artículoen el Nineteenth Century and After,abogando por su total supresión. Y,

en ciertos momentos, tambiéBensington estaba de acuerdo.

 —Parece como si no se dieracuenta —le dijo a Cossar.

 —No, no se dan cuenta. —¡Y nosotros! A veces,

cuando pienso en lo que significa...Este pobre niño de Redwood... Y,

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naturalmente, los tres de ustedes...¡A doce metros de altura, tal vez...!Después de todo, ¿debemos proseguir adelante?

 —¡Proseguir adelante! — exclamó Cossar, convulso con una

estupefacción muy poco elegante, yelevando el tono de su voz mucho

más alto que de costumbre—.¡Claro que tiene usted que seguir 

adelante! ¿Para qué está usted eeste mundo, pues? ¿Para

holgazanear entre comida ycomida...?

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«¡Graves consecuencias...!Pues, ¡naturalmente! ¡Enormes!Evidentemente. Evi-den-te-men-te.¡Pero, hombre, si es la única

ocasión que tiene usted en la vidade conseguir algo verdaderamente

grave! ¿Y quiere usted evitarla? — Durante un momento quedó mudo de

indignación. —¡Sería inicuo! — dijo por fin.— Y repitió

explosivamente: —¡Inicuo!Pero Bensington ya trabajaba

en su laboratorio con más emocióque gusto. No habría podido decir 

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si deseaba que en su vida hubieseconsecuencias graves o no. Era uhombre de gustos tranquilos.Aquello constituía u

descubrimiento maravilloso, claro,absolutamente maravilloso, pero...

Ya se había visto propietario devarios acres en una finca

desacreditada y quemada cerca deHickleybrow, al precio de cerca de

noventa libras esterlinas el acre, y aveces se hallaba dispuesto a creer que ésta era una consecuencia muygrave de la química especulativa,

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tan grave como pudieraconsiderarla el menos ambicioso delos hombres. Claro que era Famoso,muy Famoso. Más que satisfactoria,

mucho más que satisfactoria, era laFama que habla alcanzado.

Pero el hábito de laInvestigación estaba arraigado e

él... Y en ciertos momentos,momentos raros, en el laboratorio

 principalmente, había algo más queel simple hábito y los argumentosde Cossar que lo impulsaban a strabajo. Este hombrecillo con gafas,

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sentado acaso en equilibrio sobresu alto taburete, con lasacuchilladas botas enroscadasalrededor de sus patas, y en la mano

las pinzas de las pesas, tendría denuevo un destello de aquella visió

de adolescencia, tendría una percepción momentánea del eterno

desdoblamiento de la semillasembrada en su cerebro, viendo,

como si dijéramos, diseñado en elcielo, detrás de los accidentes yformas grotescas del presente, elmundo futuro de gigantes y de todas

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las potentísimas cosas que el porvenir nos reserva... vagas yespléndidas, como la visión de urelumbrante palacio descubierto

súbitamente al proyectarse un rayode sol en la lejanía... Y en seguida

se encontraría como si aqueldistante esplendor no hubiese

 brillado nunca en su cerebro, y no podría percibir nada en s

 perspectiva sino sombras siniestras,vastos declives y negruras,inmensidades inhóspitas, entesfríos, feroces y terribles.

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II

Entre los complejos y confusossucesos, impactos del gran mundo

externo que constituían la fama deBensington, una brillante y activa

figura se hizo en seguida conspicuay se transformó, en opinión de éste,

en algo así como jefe y maestro deceremonias de estas exterioridades.

Esta figura fue la del doctor Winkles, aquel joven médico taconvincente, que ya ha hecho saparición en este relato como el

édi l l R d d d

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médico por el cual Redwood pudohacer llegar el Alimento hasta shijo. Incluso antes de la grairrupción se hizo evidente que los

 polvos misteriosos que Redwood lehabía dado habían despertado

inmensamente el interés de aquelcaballero, y tan pronto como

aparecieron las primeras avispas yase había hecho una composición de

lugar.Era el tipo de médico quetanto en sus modales, como emoralidad, métodos y aspecto podía

l ifi d d d

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ser clasificado, de un modo muysucinto y terminante, como«trepador». Era alto y rubio, counos ojos de color de aluminio, de

mirada superficial, inquisitiva ydura, y cabello gredoso, de

facciones regulares, musculoso etorno a la boca, bien afeitado, de

torso erguido y de movimientosenérgicos, rápido y pronto a girar 

sobre sus talones; llevaba levitaslargas, corbatas de seda negra ygemelos y cadenas de oro siadornos, y sus sombreros de copa

t í l f

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tenían unas alas y una formaespecial que le daban un aspectomás formal, serio y mejor, econjunto, que quienquiera que

fuese. Parecía tan joven o tan viejocomo cualquier adulto. Y después

de aquella primera y maravillosairrupción, se refirió a Bensington, a

Redwood y al Alimento de losDioses con un aire de propietario

tan convincente, que a veces, a pesar del testimonio en contra de laPrensa, Bensington estaba a puntode considerarlo a él como al

i t i i l d t d l t

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inventor original de todo el asunto. —Esos accidentes —decía

Winkles al insinuarle Bensingtolos peligros de ulteriores

filtraciones del alimento— no sonada. ¡Nada...! El descubrimiento lo

es todo. Adecuadamentedesarrollado, convenientemente

manejado, cuerdamente controlado,tendremos... tendremos algo muy

 portentoso en este alimentonuestro... Tenemos que seguir vigilando lo... No debemos permitir que vuelva a escapar a nuestro

t l d b d j l

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control, y... no debemos dejarlodormir.

Realmente no tenía la menor intención de dejarlo dormir. Iba a

casa de Bensington casi a diario.Bensington, asomándose a la

ventana, podía ver el impecablecarruaje trotando por Sloane Street,

y después de un intervaloincreíblemente breve, Winkles

entraba en la estancia comovimientos ágiles y enérgicos, yllenándolo todo con su presencia,sacaba del bolsillo unos

periódicos proporcionaba la

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 periódicos, proporcionaba lainformación correspondiente yhacía observaciones.

 —Bueno —decía frotándose

las manos—. ¿Cómo sigue esto?Y así entraba de lleno en la

discusión del orden del día sobre eltema.

 —¿Sabe usted —decía, por ejemplo— que Caterham ha estado

hablando de nuestro producto en laAsociación Eclesiástica? —¡Válgame Dios! — 

exclamaba Bensington—. Ese

Caterham es primo del Primer

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Caterham es primo del Primer Ministro, ¿no?

 —Sí —contestaba Winkles—.Es un joven muy capaz... muy capaz.

Completamente desatinado, ¿sabeusted? Violentamente

reaccionario... pero enteramentecapaz. Y es evidente que está

dispuesto a ganar dinero con este producto nuestro. Ha adoptado una

actitud muy decidida. Habla denuestra proposición de utilizarlo elas escuelas elementales...

 —¿De nuestra proposición de

utilizarlo en las escuelas

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utilizarlo en las escuelaselementales?

 —Yo dije algo de eso el otrodía —muy de paso—, cosa de poca

monta, en un Politécnico. Paraaclarar el concepto de que el

 producto es, en realidad, altamente beneficioso. Y que no entrañaba el

menor peligro, a pesar de esos pequeños accidentes iniciales, que

no pueden volver a suceder... Yasabe usted que el producto seríamuy bueno... Pero él se ha puesto econtra.

¿Y qué dijo usted?

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 —¿Y qué dijo usted? —Meras naderías, claro. Pero

como usted ve... Caterham lo tratacon una gravedad perfecta. Trata

este asunto como si fuera un ataque.Dice que ya se malgasta bastante

dinero público en las escuelaselementales, sin el alimento ése.

Repite de nuevo los viejos chistessobre las lecciones de piano, ¿sabe

usted? Dice que nadie deseaimpedir que los niños de las claseshumildes tengan la educacióapropiada a su condición, pero que

darles un alimento de esta suerte

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darles un alimento de esta suertesería destruir completamente ssentido de la proporción. Y ampliael tópico. ¿Qué beneficio se

sacaría, pregunta, con dar a lasgentes humildes una altura de once

metros? Porque él cree, realmente,que tendrían once metros de altura.

 —Así sería —repusoBensington— si se les diera nuestro

alimento regularmente. Pero nadiedijo nada... —Yo dije algo... —¡Pero, querido Winkles...!

—Serán mucho más altos

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  Serán mucho más altos,claro está —interrumpió Winklescon el aire de saberlo todo,intentando disuadir a Bensington de

sus simples ideas—. Seráindiscutiblemente mayores. Pero,

¡oiga usted lo que me dijo ¡¿Seráasí más dichosos?! Este es s

argumento. Curioso, ¿verdad?¿Serán así mejores? ¿Serán más

respetuosos ante la autoridadlegalmente constituida? ¿Será justo,aun para los mismos niños? Escurioso lo preocupados que está

esos tipos por la justicia e

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esos tipos por la justicia... ecuanto se refiera a lasdisposiciones para el porvenir.Incluso hoy en día —prosiguió

diciendo— el coste de laalimentación y el vestido de los

niños es superior a lo que muchosde sus padres pueden permitirse, ¡y

si esta clase de alimento llega aautorizarse...! ¿Eh, qué tal...?

«Y, vea usted, resulta luegoque él transforma mi insinuacióincidental en una propuesta positiva. Y luego se pone a calcular 

lo que costarán unos pantalones

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lo que costarán unos pantalones para un chico que crezca hastaalcanzar la talla de seis metros omás. Como si realmente creyera...

Diez libras esterlinas, calcula, por unos pantalones con un mínimo de

decencia. ¡Qué hombre tan curiosoese Caterham! ¡Tan concreto! El

honrado y trabajador contribuyentedeberá pagar por esto, según él.

También dice que tenemos quetomar en consideración losDerechos de los Padres. Todo estáaquí. En dos columnas. El padre

tiene el derecho de criar a sus hijos

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tiene el derecho de criar a sus hijossegún su propio tamaño...

«Luego viene la cuestión de laescuela y la colocación de los niños

en ella, el coste de los pupitres y delos bancos para nuestras ya

demasiado sobrecargadas escuelasnacionales. ¿Y para conseguir 

qué...? Un proletariado de gigantesfamélicos. Y termina con un párrafo

muy serio, diciendo que aunque estadescabellada insinuación —merafantasía de mi parte ¿sabe usted? Yademás mal interpretada—, esta

descabellada insinuación sobre las

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descabellada insinuación sobre lasescuelas no llegue a materializarse,no se dará fin, por ello, a lacuestión. Es éste un alimento muy

extraño, tan extraño que a él le parece casi perverso. Ha sido

esparcido temerariamente, según él,y puede volver a esparcirse de

nuevo. Una vez se ha tomado setransforma en ponzoña a menos que

se siga con él. (—Así es —repusoBensington.) Y, en resumidascuentas, propone la fundación deuna sociedad nacional para la

conservación de las proporciones

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p padecuadas de las cosas.Extravagante, ¿eh? La gente está lamar de entusiasmada con la idea.

 —Pero, ¿qué se proponehacer?

Winkles se encogió dehombros y extendió las manos.

 —Fundar una sociedad —dijo  y armar jaleo. Quieren que se

declare ilegal la fabricación de laHeracleoforbia..., o al menos que sedeclare ilegal la divulgación de sexistencia. Yo mismo he escrito

algo para demostrar que la idea que

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g p q qtiene Caterham del producto esexagerada, exageradísima, pero no parece haberle hecho mella. Es

curioso del modo que la gente seestá revolviendo en contra. Y, a

 propósito, la Asociación Nacionalde Templanza ha fundado una filial

 para la templanza en el crecimiento. —¡Bah! —murmuró

Bensington tocándose la nariz. —Después de todo cuanto hasucedido, a la fuerza tiene quehaber este alboroto. En realidad, la

cosa es... sobrecogedora.

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gWilkles anduvo de un lado

 para otro de la habitación durantecierto tiempo, pareció vacilar y se

fue.Se hizo evidente que algo le

 preocupaba, algún aspecto deimportancia crucial para él, que no

quería aún hacer público. Un día,en que Redwood y Bensington se

hallaban juntos en el piso de éste,Winkles les dejó vislumbrar lo queera este algo que tenía en reserva.

 —¿Cómo va todo eso? — 

 preguntó frotándose las manos.

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p g —Estamos redactando una

especie de informe conjuntamente. —¿Para la Royal Society?

 —Sí. —¡Vaya! —exclamó Winkles

con acento profundo dirigiéndosehacia la alfombra de la chimenea—.

Pero ¿acaso deben ustedes...? —Debemos ¿qué?

 —¿Deben ustedes publicarlo? —No estamos en la EdadMedia —dijo Redwood.

 —Lo sé.

 —Como dice Cossar, de

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sabios es mudar de opinión... Estees el verdadero método científico.

 —En la mayoría de los casos,

así es... Pero este es un casoexcepcional.

 —Vamos a exponerlo todoante la Royal Society en su debida

forma —propuso Redwood.Winkles volvió a hablar de lo

mismo en otra ocasión. —Desde muchos aspectos esun descubrimiento excepcional.

 —Eso no importa —dijo

Redwood.

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 —Es que esta clase deconocimientos podrían ser fácilmente objeto de abusos, de

graves peligros, como diceCaterham.

Redwood no dijo nada. —Hasta por descuido, ¿sabe

usted...? Y si formáramos un comitéde personas de toda confianza para

controlar la fabricación delAlimento Estrella —de laHeracleoforbia, quiero decir— talvez podríamos...

Se interrumpió, y Redwood,

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con cierta sensación de molestiaque no exteriorizó, hizo como si nose hubiera dado cuenta de la tácita

interrogación...Fuera de la presencia de

Redwood y de Bensington, Winkles,a pesar de la imperfección de sus

conocimientos, se transformó en lamáxima autoridad respecto al

Alimento Estrella; escribió cartas alos periódicos defendiendo sempleo; redactó notas y artículosexplicando sus posibilidades; se

coló en las reuniones de las

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asociaciones médicas y científicas para hablar sobre ello,aprovechando la menor ocasión,

aunque no viniera a propósito, yllegó a identificarse completamente

con el Alimento. Publicó uopúsculo titulado «La verdad sobre

el Alimento Estrella», en el queminimizaba los sucesos de

Hickleybrow hasta dejarlosreducidos a poco menos de nada.Dijo que era absurdo decir que elAlimento Estrella daría a las

 personas una talla de once metros.

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Aquello era «evidentementeexagerado». Haría a las personasmayores de lo que eran en la

actualidad, eso sí, pero eso eratodo...

Dentro de aquel círculo íntimode dos personas estaba claro que

Winkles se derretía para poder ayudar en la fabricación de la

Heracleoforbia, para ayudar en lacorrección de las pruebas que pudiera haber de cualquier artículoen preparación sobre el susodicho

tema, para hacer algo, en fin, que

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 pudiera conducirle a participar elos detalles de la fabricación de laHeracleoforbia. Estaba diciendo

continuamente a los otros dos que éltenía la sensación de que aquello

era algo Grande, y de que encerrabaenormes posibilidades. Si pudiese

sólo quedar... «salvaguardado, dealgún modo». Y por fin, un día,

 preguntó sin ambages por qué no leexplicaban cómo se fabricaba. —He reflexionado mucho

sobre lo que usted me dijo — 

empezó a decir Redwood.bi i kl

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 —Y bien —preguntó Winklesmuy animado.

 —Que es esta clase de

conocimientos la que podría ser muy fácilmente objeto de graves

abusos —explicó Redwood. —Pero no veo qué tiene eso

que ver —replicó Winkles. —Desde luego, tiene —dijo

Redwood. Winkles estuvomeditándolo uno o dos días.Después vio otra vez a Redwood yle dijo que tenía sus dudas sobre si

era lícito administrar unos polvos,d l d í l

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de los que nada conocía, al pequeño de Redwood. Le parecíaque era algo así como encargarse

de una responsabilidad siconocimiento de causa. Esto último

dejó pensativo a Redwood. —Ya ha visto usted que la

Sociedad para la Supresión Totaldel Alimento Estrella parece contar 

ya con varios millares de asociadosdijo Winkles cambiando de tema. Han redactado un proyecto de

ley y han encargado a Caterham que

lo defendiera... Y Caterham had d E á

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aceptado, encantado. Estádispuestos a todo. Ahora estáempeñados en la formación de

comités locales para influenciar alos candidatos. Quieren que se

considere un delito la preparación yel almacenamiento de la

Heracleoforbia sin una licenciaespecial, y que se tenga por u

crimen, con prisión sin fianza, laadministración del AlimentoEstrella —así es como le llaman,¿sabe usted?— a toda persona de

menos de veintiún años de edad.P t bié h i d d

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Pero también hay sociedades

colaterales, ¿sabe usted? Toda clasede gentes. La Sociedad para la

Conservación de Antiguas Estaturasva a conseguir que elijan a

Frederick Harrison para elMunicipio, según dicen. Ya sabe

usted que Harrison ha escrito uensayo sobre esta cuestión y dice

que es un asunto muy vulgar y quese halla en completo desacuerdocon aquella Revelación de laHumanidad que se encuentra en las

enseñanzas de Comte, y quej t h b í did

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semejante cosa no habría podido

 producirse ni aun en los peoresmomentos del siglo XVIII, y que la

idea del Alimento jamás entró en lamente de Comte, lo cual demuestra

lo perversa que es. Harrison diceque nadie que comprenda de veras

a Comte... —Pero no querrá usted decir...empezó a decir Redwood, ta

alarmado que abandonó su actitudde desdén hacia Winkles. —Noharán nada de todo eso —afirmó

Winkles—, pero la opinión públical i ió úbli t

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es la opinión pública y votos so

votos. Todo el mundo puede ver quese hallan ustedes enfrascados

resolviendo algo muy inquietante. Yel instinto humano está en contra de

las cosas inquietantes, ¿sabe usted?adie parece abundar en la idea

que se ha formado Caterham de la posibilidad de personas de oncemetros de altura, que no podríaentrar en ninguna iglesia, ni eningún salón de actos, ni en ningunainstitución humana o social. Pero, a

 pesar de todo, en el fondo no sesienten muy tranquilos Ven que hay

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sienten muy tranquilos. Ven que hay

algo, algo más que udescubrimiento corriente...

 —Siempre hay algo más — dijo Redwood— en todo

descubrimiento. —Sea como sea, lo cierto es

que se están poniendo impacientes.Caterham sigue machacando sobrelo que puede ocurrir si el Alimentose suelta otra vez. Yo les digo una yotra vez que no volverá a suceder, yque no puede suceder. Pero... ¡así

es como están las cosas!Y se quedó dando respingos

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Y se quedó dando respingos

 por la estancia durante un rato,como si intentara volver a iniciar la

cuestión del secreto, y luego, pensándolo mejor, se fue.

Los dos hombres de ciencia semiraron. Durante un buen rato sólo

hablaron con los ojos. —Si llegara lo peor —dijoRedwood, por fin, con una voz quese esforzaba en aparecer tranquila

, daría el Alimento a mi pequeñoTeddy con mis propias manos.

III

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Fue a los pocos días de esto,cuando Redwood, al abrir el

 periódico, se encontró con que elPrimer Ministro había prometido

nombrar una Comisión Real paraque estudiara la cuestión del

Alimento Estrella. Esto hizo que sedirigiera, con el periódico en lamano, hacia el domicilio deBensington.

 —Winkles, presumo, está perjudicando nuestro producto. Le

está haciendo el juego a Caterham.Se pasa el día hablando de esta

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Se pasa el día hablando de esta

cuestión y de lo que se proponehacer, y en resumidas cuentas lo que

hace es alarmar a la gente. Si sigueasí, creo que realmente va a

dificultar nuestras investigaciones.Incluso ahora... con el problema de

mi hijo menor...Bensington dijo que desearíaque Winkles no continuarahablando.

 —¿Ha notado usted cómo hacaído en el hábito de llamarlo

Alimento Estrella?—No me gusta ese nombre —

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 —No me gusta ese nombre — 

dijo Bensington mirando por encima de las gafas.

 —Es exactamente lo que esosignifica... para Winkles.

 —¿Por qué seguirámachacando? ¡Si no es cosa suya!

 —Es algo que significa famadijo Redwood—. Yo no locomprendo. Pero todo el mundo vaa creer que lo es. Pero eso no es loque importa.

 —En la eventualidad de que

esta agitación ignorante y ridículaempiece a manifestarse de un modo

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empiece a manifestarse de un modo

más serio... —empezó a decir Bensington.

 —Mi hijo menor no puede prescindir ya de este producto — 

afirmó Redwood—, y no sé lo queyo podría hacer ahora. Si llegase lo

 peor..Un leve ruido, como de rebotede algo proclamó la presencia deWinkles. E inmediatamente se hizovisible en el centro de la habitació

frotándose las manos.

 —Preferiría que llamara antesde entrar —dijo Bensington

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de entrar dijo Bensington,

mirando, de muy mal talante, por encima de la montura de oro de sus

gafas.Winkles se deshizo en excusas.

Luego, volviéndose haciaRedwood, empezó a decir:

 —Celebro muchísimo hallarleaquí. Lo cierto es que... —¿Ha visto usted eso de la

Comisión Real? —lo interrumpióRedwood.

 —Sí —contestó Winkles,

distraído de lo que iba a decir.—¿Y qué le parece?

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  ¿Y qué le parece?

 —Me parece algo excelentedijo Winkles— que acallará gra

 parte de este clamor, ventilando elasunto por completo. Silenciará a

Caterham. Pero no he venido por eso, Redwood. Lo cierto es que...

 —No me gusta esa ComisióReal —murmuró Bensington. —Le aseguro a usted que nos

irá muy bien. Y hasta puedo decir...y no creo que sea un abuso de

confianza... que es muy posible que

yo sea nombrado miembro de estacomisión...

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comisión...

 —¡Bah! —exclamó Redwoodmirando la lumbre.

 —Yo puedo arreglar las cosas.Puedo dejar perfectamente

aclarado, en primer lugar, que el producto es controlable, y e

segundo lugar, que sólo por milagro podría repetirse otra catástrofecomo la de Hickleybrow. Y esto es precisamente lo que se quiere, unacompleta seguridad dada por 

 persona autorizada. Claro que yo

 podría hablar con mucha másconfianza si supiera... Pero

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confianza si supiera... Pero

 precisamente ahora se presenta otro pequeño problema sobre el que

deseo consultarlos a ustedes.¡Ejem! Lo cierto es que... Bueno...

Me encuentro con ciertasdificultades, y ustedes puede

ayudarme a resolverlas.Redwood enarcó las cejas y sesintió muy contento.

 —El asunto es... estrictamenteconfidencial.

 —Prosiga —dijo Redwood—.

o se preocupe por esto. —Recientemente ha sido

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confiada a mis cuidados una niña,hija de... de un personaje muy

elevado.Winkles tosió.

 —Adelante —dijo Redwood. —Debo confesar que es e

gran parte debido a esos polvos deustedes, y la fama que me haacarreado el éxito que he tenido coel hijo menor de usted... Existe, nohay qué disimularlo, un fuerte

sentimiento contra su empleo. Y, no

obstante, veo que entre las personasmás inteligentes... Hay que ir 

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g y q

despacio y sin ruido en estascosas... poco a poco. Así y todo, e

el caso de Su Alte... quiero decir,en el caso de esta nueva enfermita

que tengo... En realidad... la ideafue de su madre. Yo no habría

amás...Dio una palmada en el hombroa Redwood, como si se sintieraembarazado.

 —Creí que usted tenía sus

dudas sobre la oportunidad de

recomendar el uso de esos polvosdijo Redwood.

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j

 —Fue una duda meramente pasajera.

 —¿Y no proponía usteddiscontinuar...?

 —¿En el caso de su hijo? ¡Por cierto que no!

 —Por lo que puedo entender,sería un asesinato. —No lo haría por nada del

mundo. —Tendrá usted los polvos — 

dijo Redwood.

 —Supongo que usted no podría...

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p

 —No hay cuidado. No existeninguna fórmula. No interesa,

Winkles, y dispense mi franqueza.Yo mismo hago los polvos.

 —Es igual —dijo Winklesdespués de quedarse mirando

fijamente a Redwood un instante— Es igual... —Y luego añadió—: Leaseguro que no me importa lo másmínimo.

IV

Cuando se hubo marchadoWinkles, Bensington se acercó a la

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alfombrilla de la chimenea y allí sequedó de pie, mirando a Redwood,

que estaba sentado. —¡Su Alteza Serenísima! — 

exclamó. —¡Su Alteza Serenísima! — 

exclamó Redwood. —¡Es la princesa de Weser Dreiburg!

 —No es más que una prima detercer grado.

 —Redwood —dijo Bensingto

, ya sé que le parecerá curioso loque voy a decirle, pero... ¿cree

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usted que Winkles comprende? —¿Qué?

 —Qué es lo que hemoshecho... ¿Comprenderá realmente

que en la Familia... la Familia de snuevo paciente...?

 —Siga —dijo Redwood. —Que siempre han estado,más bien, algo debajo... debajo...

 —Del promedio. —Sí. ¿Y que siempre ha

 procurado con gran tacto no

distinguirse en nada, va a producirles un personaje real... u

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 personaje real descomunal... desemejante tamaño? ¿Sabe usted,

Redwood? No estoy seguro de queno haya aquí algo casi lindante

con... alta traición...Bensington clavó en Redwood

la mirada que tenía fija en la puerta.Redwood, con un gesto rápidode su dedo índice señalando elfuego, exclamó:

 —¡Por Júpiter! ¡Winkles no lo

sabe...!

«Ese hombre no sabe nada.Esta fue su característica más

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exasperante cuando era estudiante.ada. Aprobó todos sus exámenes

sabiendo lo que tenía que saber, yni una palabra más, como si fuera

una estantería giratoria de laThimes Encyclopaedia. Y ahora ya

no sabe absolutamente nada. EsWinkles, y como tal, incapaz deasimilar de veras nada que no estérelacionado de un modo directo einmediato con su yo superficial.

Carece por completo de

imaginación y, en consecuencia, esincapaz de todo conocimiento.

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Probablemente nadie podría haber aprobado tantos exámenes ni ir ta

 bien vestido, tan acicalado, y tener tanto éxito como médico, sin esa

 precisa incapacidad. Eso es. Y adespecho de todo lo que ha visto y

oído y se le ha explicado, ahí lotiene usted... sin la menor idea de loque ha puesto en marcha. Tiene laidea de explotar la fama, y estátrabajando en el Alimento Estrella

muy bien, y como alguien le ha

dejado meterse en lo de esta infantarecién nacida... pues se siente más

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famoso que nunca. La Weser Dreiburg tendrá que enfrentarse co

el gigantesco problema querepresenta una princesa de nueve

metros de estatura, y él ni siquieralo ha pensado, ya que carece de

cabeza. ¡Es que no puede! —Habrá un lío mayúsculorepuso Bensington.

 —Dentro de un año, poco máso menos.

 —Tan pronto como advierta

que la niña crece sin parar. —A menos que, siguiendo la

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costumbre... echen tierra al asunto. —Habría que echar mucha

tierra. —Bastante.

 —¿Y qué van a hacer? —Nunca hacen nada... Tacto

real. —Pero se verán obligados ahacer algo.

 —Acaso sea ella quien lohaga.

 —¡Oh, Dios mío! ¡Vaya!

 —Y la suprimirán. Cosas parecidas han sucedido.

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Redwood se echó a reír cograndes carcajadas.

 —¡La realeza redundante...!¡El niño descomunal de la máscara

de hierro! —dijo. Tendrán que ponerla en la torre más alta del

viejo castillo de Weser Dreiburg, yabrir boquetes en el techo de losdiferentes pisos, a medida que vayacreciendo...! Bien, yo también estoymetido en el lío. Y Cossar y sus tres

chicos. Y... bueno, bueno...

 —Habrá un lío mayúsculo — repitió Bensington sin contagiarse

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de la risa del otro—. ¡Un líomayúsculo...!

«Supongo que usted ha pensado detenidamente en eso,

Redwood. ¿Está usted seguro deque no sería más sensato advertir a

Winkles,  y  usted, por su parte,destetar a su hijo menor gradualmente, y... confiar en elTriunfo Teórico?

 —Quisiera que usted viniese a

 pasar media hora en mi casa, en el

cuarto de los niños, cuando elAlimento llega con un poco de

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retraso —dijo Redwood con ciertotono de exasperación—, y no

hablaría usted así. Además...advertírselo a Winkles. ¡No! La

marea de este asunto nos ha cogidode sorpresa, y tanto si nos da miedo

como si no... ¡tenemos que nadar! —Así será, supongo —dijoBensington mirándose las puntas delos pies—. Sí. Tenemos que nadar.Y su hijo tendrá que nadar, y los

chicos de Cossar... ¡porque se lo ha

dado a los tres! Cossar no está paramedias tintas... ¡O todo o nada! Y s

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Alteza Serenísima. Y todo.osotros continuaremos fabricando

el Alimento. Cossar también.Estamos sólo en los albores del

comienzo, Redwood. Es evidenteque van a ocurrir toda clase de

cosas. Cosas grandiosas ymonstruosas. Pero no puedoimaginármelas, Redwood.Excepto...

Se contempló las uñas.

Levantó la vista hacia Redwood, y

lo miró a través de las gafas, blandamente.

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 —Casi estoy por decir — aventuró— que Caterham tiene

razón, a veces. Esto va a destruir la proporción de las cosas. Va a

dislocar... ¿Qué es lo que no se va adislocar?

 —Sea lo que sea lo que sedisloque —dijo Redwood—, mihijo menor debe seguir tomando elAlimento.

Oyeron a alguien que subía

rápidamente la escalera, y e

seguida Cossar asomó la cabeza por la puerta.

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 —¡Hola! —exclamó entrando. ¿Qué pasa?

Le notificaron el asunto de la princesa.

 —¿Problemas difíciles? — dijo—. Ni por asomo. Claro que

ella crecerá. Y su hijo tambiécrecerá. Y todos los demás aquienes usted les dé el Alimentocrecerán. Todos. Como cualquier otra cosa. ¿Qué dificultad ve e

ello? ¡Si eso está muy bien! Un niño

lo vería clarísimo. ¿Dónde está el problema?

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Los otros dos intentaroaclarárselo.

 —¿No continuar trabajando eesto? —chilló—. Pero ahora ya no

es cosa de ustedes. Ustedes son losinstrumentos. Como Winkles es

también un instrumento. Todo está perfectamente. A veces me pregunté para qué serviría Winkles. Ahora esinnecesario. ¿Cuál es el problema...?

«¿La confusión?

Evidentemente. ¿El trastorno de lascosas? Va a trastornarlo todo.

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Finalmente va a trastornar todas lasempresas humanas. Eso es claro

como el agua. Intentarán detenerlo, pero tarde. Tienen la costumbre de

llegar siempre tarde. Ustedes vayay fabriquen cuanto puedan. ¡Gracias

a Dios que sirven para algo! —Pero, ¿y el conflicto? —dijoBensington—. ¡La tensiónerviosa....!  Ignoro si usted habrá

imaginado...

 —Usted debió haber nacido

hortaliza, Bensington —dijo Cossar , eso es lo que usted debió ser al

Al i

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nacer. Algo que creciera en terrenoabonado. Aquí está usted,

construido de un modo temible yadmirable al mismo tiempo, y

creyendo que ha sido creado precisamente para no hacer nada y

regalarse el cuerpo. ¿Cree ustedque este mundo fue creado para quetodo el trabajo lo hicieran lasmujeres que van a fregar las casas?¡Bueno, sea como sea, ya no puede

ustedes hacer nada ahora... No les

queda otro remedio que continuar! —Así tendrá que ser, supongo

dij R d d L

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dijo Redwood—. Lentamente... —¡No! —exclamó Cossar 

dando un grito tremendo—. ¡No!Tienen ustedes que fabricar tanto

como puedan y tan de prisa como puedan. ¡Hay que esparcirlo por 

todas partes!Se sintió inspirado por ugolpe de genio. Parodiando una delas curvas de Redwood, con uamplio gesto del brazo hacia arriba,

ordenó para puntualizar la alusión:

 —¡Redwood! ¡Hágalo así!V

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Hay, según parece, un límite al

orgullo materno, y este límite, en elcaso de la señora Redwood, fue

alcanzado al cumplir su retoño losseis meses de existencia terrena,

cuando rompió el cochecito de lujoen que salía a pasear y tuvieron quevolverlo a casa, berreando, en elcarrito de la leche. En estemomento el joven Redwood pesaba

treinta kilos, tenía una talla de u

metro veinte, y podía levantar u peso de otros treinta kilos. Tuvo

ll d t

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que ser llevado a su cuartoescaleras arriba por la cocinera y la

camarera. Después de aquello, eldescubrimiento fue sólo cuestión de

días. Una tarde, Redwood, devuelta a  su casa, al venir del 

laboratorio, se encontró con sdesdichada esposa profundamente

abstraída leyendo las  fascinantes páginas de  El átomo potente. Alver a su marido, dejó el libro a u

lado y echando a correr a s

encuentro, estalló en llanto sobre shombro.

Di é l h h h

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 —Dime qué le has hecho —selamentó—. Dime qué has hecho.

Redwood la cogió de la manoy la condujo al sofá mientras

meditaba sobre la adopción de unasatisfactoria línea de defensa. —Todo va bien, querida — 

dijo—, todo va bien. Estás un pocoexcitada. Y todo por culpa de esecochecito barato. Mañana vendrá uhombre con un sillón de ruedas,

algo fuerte y resistente...

La señora Redwood se quedómirándolo con los ojos llenos de

lá i i d l ñ l

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lágrimas, por encima del pañueloque tenía en la mano.

 —¿Mi hijo en un sillón deruedas? —preguntó.

 —Bueno, ¿por qué no? —Parecerá un inválido. —Parecerá un gigante joven,

querida, y no tienes ningún motivo para avergonzarte de él.

 —Algo le has hecho, Dandydijo ella—. Te lo adivino en la

cara.

 —Bueno, sea lo que sea, no ha parado de crecer —dijo Redwood

cruelmente

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cruelmente. —Ya lo sé —dijo la señora

Redwood, haciendo una pelota cosu pañuelo con una sola mano.

Volvió a mirar a su marido, con usúbito cambio en su mirada, ahoraseverísima—. ¿Qué le has hecho atu propio hijo, Dandy?

 —Pero, ¿qué le pasa? —¡Es tan grande! Es u

monstruo.

 —Tonterías. Es un niño ta

limpio y tan derecho como el quemás. ¿Qué tiene de particular?

Mira el tamaño que tiene

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 —Mira el tamaño que tiene. —Pues está muy bien. ¡Mira a

esos diminutos chavales que se vealrededor! Él es el chico más guapo

de todos... —¡Es demasiado guapo! —No seguirá creciendo así — 

dijo Redwood tranquilizándola—.Es sólo el empuje inicial.

Pero sabía perfectamente queel niño seguiría creciendo. Y así lo

hizo. A los doce meses de edad

tenía una talla de un metro cocuarenta y siete centímetros y

pesaba cincuenta y seis kilos Era

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 pesaba cincuenta y seis kilos. Eratan grande, en realidad, como uno

de los querubines de San Pietro delVaticano, y sus afectuosos tirones a

los cabellos y golpes a la cara delos visitantes dieron mucho quehablar en West Kensington. Parasubirlo y bajarlo de su cuarto, lollevaban en un sillón de inválido, yla niñera especial que tenía, unaoven musculosa, recién salida de

la escuela de enfermeras, solía

llevarlo a tomar el aire en ucochecillo al que se había adaptado

un motor Panhard de ocho caballos

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un motor Panhard de ocho caballos para poder subir las cuestas,

especialmente requerido para susnecesidades. Fue una suerte, por 

todo concepto, que Redwoodtuviese su trabajo pericial, ademásde la cátedra.

Una vez pasado el susto producido por el enorme tamañodel pequeño Redwood, se podíaver que era, según dicen las

 personas que solían verlo a diario

zumbando despacio en su coche por Hyde Park, un niño singularmente

bonito y avispado Rara vez lloraba

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 bonito y avispado. Rara vez llorabao necesitaba que alguien lo

confortara. Generalmente llevabaun gran sonajero en la mano, y a

veces se dedicaba a saludar a losconductores de autobús y a los policías con quienes se encontrabaa lo largo de su paseo y al otro ladode las rejas del parque con unos«¡Dadda!» y «¡Babba!» muysociales y democráticos.

 —Ahí va ese niño tan grande

del Alimento Estrella —solía decir el conductor del autobús.

—Se lo ve saludable —hacía

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 —Se lo ve saludable —hacíaobservar el pasajero del asiento

delantero. —Criado con biberón — 

explicaba el conductor—. Con u biberón que, según dicen, es decuatro litros y medio y tuvo quefabricarse especialmente para él.

 —Pues está muy sano, muy

sano —terminaría diciendo el pasajero de delante.

Cuando la señora Redwood se

dio cuenta de que el crecimiento desu hijo iba prosiguiendo de u

modo indefinido y por otra parte

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modo indefinido y, por otra parte,lógico —cosa que acaeció por 

 primera vez al llegar el cochecillocon motor—, se abandonó a u

arrebato de dolor, declarando queno quería entrar más en el cuarto delos niños, que querría estar muerta,que querría que el niño estuviesemuerto, que querría no haberse

casado con Redwood, que querríaque nadie se casara con nadie,

representó un poco el papel de

Ajax, y se retiró a sus habitaciones,donde vivió casi de caldo de

gallina durante tres días Cuando se

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gallina durante tres días. Cuando se presentó Redwood para

reconvenirla por su proceder, ellase puso a lanzar almohadas por 

todas partes, lloró y se mesó loscabellos. —El niño está muy bien — 

dijo Redwood—. Cuanto mayor sea, tanto mejor. Tú no querrías

verlo más pequeño que los hijos delos demás.

 —Lo que quiero es que sea

como los demás niños, ni mayor nimenor. Yo querría que él fuera u

niñito precioso lo mismo que

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niñito precioso, lo mismo queGeorgina Phyllis es una niña

 preciosa, y querría criarlo bien, deun modo normal, y ahí lo tienes —y

la voz de la desdichada mujer sequebró— llevando unos zapatosenormes y paseándose en un cochecon... ¡ay!... ¡gasolina!

«¡Nunca podré quererlo!

¡Nunca! ¡Es demasiado para mí!¡Nunca podré ser una madre para

él, tal como hubiera querido serlo!

Pero, por fin, consiguierohacerla entrar en el cuarto de los

niños, y allí estaba Edward Monso

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niños, y allí estaba Edward MonsoRedwood («Pantagruel» fue u

mote que le pusieron mas tarde) balanceándose en una mecedora

especialmente reforzada, sonriendoy diciendo: «Guu» y «Uau». Y elcorazón de la señora Redwood sedulcificó otra vez ante su hijo, y locogió en brazos y lloró.

 —Te han hecho algo —sollozó, y tú seguirás creciendo y

creciendo, cariño mío, pero haré

todo lo que esté en mi poder paracriarte bien, diga lo que diga t

padre.

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 padre.Y Redwood, que había

ayudado a llevarla hasta la puerta,se fue por el pasillo, muy

reconfortado.(¡Ejem! ¡Es un mal asunto esode ser hombre... siendo las mujerescomo son!)

VI

Antes de finalizar el año, se

vieron en el oeste de Londres

varios cochecillos con motor,además del de Retwood. Según me

dicen, llegaron a ser hasta once.

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d ce , ega o a se asta o ce.Pero las más cuidadosas

investigaciones tan sólo verídicaevidencia de un total de seis, dentro

del área metropolitana, en aquellaépoca. Al parecer, el productoaquel obró de modo diferente segúel tipo constitucional de cada cual.Al principio La Heracleoforbia no

 pudo prepararse en forma deinyecciones, y no hay duda de que

existe una proporción considerable

de personas incapaces de absorber esta sustancia en el curso normal de

la digestión. Por ejemplo, fued i i d l iñ d

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g j p ,administrada al niño menor de

Winkles, pero, por lo visto, el niñofue tan incapaz de crecer como, si

Redwood estaba en lo cierto, s padre era incapaz de aprender.Otros niños, además, según datossuministrados por la Sociedad parala Supresión Total del Alimento

Estrella, quedaron, de un modoinexplicable, como corrompidos

 por el Alimento, y perecieron ya e

un principio a causa de trastornosinfantiles diversos. Los chicos de

Cossar se lo tragaron cob id

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gasombrosa avidez.

 Naturalmente, una cosa de estetipo nunca puede aplicarse co

absoluta simplicidad en la vidahumana. El crecimiento, e particular, es algo muy complejo, ytodas las generalizaciones tieneque ser, a la fuerza, algo

imprecisas. Pero la ley general delAlimento fue, al parecer, la

siguiente: cuando podía ser 

absorbido en el interior del cuerpo,fuera del modo que fuese, lo

estimulaba en la misma proporciói d t t d l

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p paproximadamente en todos los

casos. Incrementaba el crecimientohasta sextuplicarlo o septuplicarlo,

y no pasaba de ahí, cualquiera quefuese la cantidad de Alimento quese tomara después. En realidad, uexceso de Heracleoforbia superior al mínimo necesario conducía,

según pudo observarse, a la producción de alteraciones

 patológicas de la nutrición, cáncer,

tumores diversos, osificaciones yotras lindezas. Y una vez empezado

el crecimiento en gran escala, sehi id t ól dí

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g ,hizo evidente que sólo podía

continuar en la misma escala, y quela administración continua de

Heracleoforbia a dosis pequeñas, pero suficientes, era imperativa.Si se la suprimía mientras

duraba el crecimiento, se presentaba primero una vaga

sensación de molestia y deinquietud, luego un período de

voracidad —como en el caso de las

óvenes ratas de Hankey— y luegoel sujeto en crecimiento presentaba

cierta especie de anemia exagerada,f b í L l t

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p genfermaba  y  moría. Las plantas

sufrían efectos similares. Esto, siembargo, se aplicaba sólo al

 período de crecimiento. Tan prontocomo se alcanzaba la adolescenciaen las plantas representada por la

formación de los primeros brotesflorales—, el apetito y necesidad

de Heracleoforbia disminuían, y ta pronto como la planta o el animal

había llegado a la edad adulta, se

hacía por completo independientede cualquier provisión ulterior del

Alimento. Quedaba, como sidijéramos firmemente establecido

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dijéramos, firmemente establecido

en la nueva escala, firmementeestablecido que, como los cardos

de los alrededores de Hickleybrow la hierba de la loma demostraban,las semillas producían retoñosgigantes de la misma especie.

Y el pequeño Redwood,

 pionero de la nueva raza, primerode todos los niños que tomaron el

Alimento, seguía arrastrándose por 

su cuarto, destrozando elmobiliario, mordiendo como u

caballo, pellizcando como udepravado y vociferando pueriles

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depravado y vociferando pueriles

silabeos a su «mamma» y a sasustado e intimidado «pa-ppa»,

que era quien había puesto emarcha el desaguisado.El niño había nacido lleno de

 buenas intenciones. —Padda bueno, bueno —solía

decir cuando veía pasar ante él lavajilla y otros artículos frágiles.

«Padda» era su equivalente de

Pantagruel, mote que el mismoRedwood le había impuesto. Y

Cossar, haciendo caso omiso deciertas lumbreras que al poco

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ciertas lumbreras que al poco

tiempo causaron problemas,después de un conflicto con las

autoridades locales y susreglamentos de vivienda, edificó eun solar adyacente a la casa deRedwood una confortable y bieiluminada sala de recreo, a la par 

que escuela y dormitorio, para loscuatro chicos, sala cuya planta tenía

la forma de un cuadrado de

dieciocho metros de lado por docede altura.

Redwood se enamoró deaquella sala para los niños

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aquella sala para los niños,

mientras él y Cossar la estabaedificando, y su interés en las

curvas se desvaneció, como nuncahubiera ni soñado que pudieradesvanecerse, ante las urgentesnecesidades de su hijo.

 —Es muy importante —decía

 esto de acomodar un cuarto paralos niños...

«Las paredes, las cosas que

hay en él, todo esto le hablará a estanueva mentalidad creada por 

nosotros, con más o menoselocuencia y le enseñará o dejará

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elocuencia, y le enseñará o dejará

de enseñarle millares de cosas. —Es obvio —decía Cossar 

apresurándose a coger su sombrero.Los dos trabajaron juntos cotoda armonía, pero Redwood fuequien suministró la mayor parte delas teorías educativas requeridas...

Hicieron pintar las paredes ylos maderámenes con alegre vigor.

En su mayor parte prevaleció u

color blanco cálido, pero cofranjas de colores brillantes para

dar fuerza a las sencillas líneas dela construcción

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la construcción.

 —Debemos tener coloreslimpios —dijo Redwood.

Y en determinado sitio pusouna banda horizontal hecha cocuadrados, en los que los carminesy morados, anaranjados y amarillolimón, azules y verdes, de diversos

matices y tonalidades, se hacíahonor a sí mismos. Estos cuadrados

debían ser arreglados y vueltos a

arreglar por los niños gigantescombinando los colores a su placer.

 —Después seguirá ladecoración —decía Redwood—

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decoración... decía Redwood .

Dejemos que primero se percatede la extensión de la escala

cromática y luego ya prescindiremos de esto. No haymotivo alguno para que loscoaccionemos en favor de un color o dibujo en particular.

Y luego continuó: —Este sitio debe estar lleno

de interés. El interés es el alimento

del niño, y la falta de interéssignifica tortura y hambre. Debe

haber cuadros en abundancia.No se colocaron cuadros

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 No se colocaron cuadros

 permanentes en la habitación, sinoque se colgaron marcos vacíos e

los que debían encuadrarse nuevasimágenes para quitar y poner, lascuales se quitarían, guardándolas euna carpeta, y sustituyéndolas por otras nuevas cuando el interés por 

las anteriores hubiese pasado.Había una ventana que daba a la

calle, y además, para aumentar el

interés, Redwood había amañado por encima del techo del cuarto de

los niños una cámara oscura queenfocaba Kensington High Street y

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enfocaba Kensington High Street y

un buen trozo de los jardines deKensington.

En un rincón, ese instrumentotan importante que se llama abaco,de metro veinte de lado, pieza dehierro especialmente reforzada, colos ángulos redondeados, aguardaba

las incipientes operacionesaritméticas de los jóvenes gigantes.

Había pocos corderitos de lana y

demás ídolos parecidos, y en slugar, Cossar, sin dar explicaciones,

trajo un buen día, en tres coches dealquiler, una gran cantidad de

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alquiler, una gran cantidad de

uguetes (todos ellos lo bastantegrandes para que los futuros niños

no pudieran tragárselos) que podíaamontonarse, disponerse en hileras,rodar, morderse, ondear, sonar como una matraca, caérselesencima, tirar de ellos, abrirlos,

cerrarlos, mutilarlos y hacer coellos una serie de experimentos

interminable. Había ladrillos de

madera de diversos colores,oblongos y cuboideos, ladrillos de

 porcelana pulida, ladrillos devidrio transparente y ladrillos de

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p y

caucho tablas y pizarras; conos,conos truncados y cilindros;

esferoides achatados y alargados por los polos; pelotas de variassustancias, macizas y huecas;muchas cajas de diversos tamaños yformas, con tapas engoznadas, o

atornilladas, o ajustadas, y dos otres con cerradura o candado; tiras

de goma y de cuero, y un bue

número de objetos, todos del mismotamaño, que podían tenerse en pie,

dando la impresión de figurashumanas.

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 —Déle ésos —decía Cossar . De uno en uno...

Estas cosas las puso Redwooden un armario preparado en urincón. Adosado a una de las paredes de la sala, a una alturaconveniente para un niño de dos

metros de altura, había un encerado,en el que los muchachos podía

lucirse con tizas blancas y

coloradas, y cerca de allí unaespecie de bloque de dibujo del que

se podía desprender hoja tras hoja yen el que se podía dibujar co

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q p j

carbón; y también había un pequeño pupitre, con grandes lápices de

carpintero de variable dureza y unacopiosa provisión de papel, en elque los muchachos podían primerogarrapatear y luego dibujar másdistintamente. Y, además, Redwood

ordenó, tanto corría su imaginación,que le trajeran tubos de pintura

líquida, especialmente grandes, y

cajas de pasteles para cuandollegara el momento en que se

necesitasen. También dejó allí utonel de pluticina y de arcilla

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p y

modelable. —Al principio él y smaestro modelarán juntos —decía

, pero cuando el chico hayaadquirido alguna habilidad haré quecopie modelos y quizá animales. ¡Yahora me acuerdo que tambiétengo que encargar que le hagan una

caja de herramientas...! «Luegolibros. Tendré que buscar un bue

número de libros, y tendrán que ser 

con tipos de imprenta muy grandes.Pero, ¿qué clase de libros va a

necesitar? Habrá que alimentar simaginación. Porque, esto es, desde

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luego, lo principal de la educación.Eso es la corona de toda educación,

ya que los sanos hábitos de mente yconducta constituyen el trono. Lacarencia de imaginación equivale a brutalidad y una imaginación ruiequivale a lujuria y cobardía; e

cambio, una imaginación noble esDios andando de nuevo sobre la

tierra. También debe soñar, a s

debido tiempo, en un exquisito paísde hadas y en todas las cosas

curiosas y fantásticas de la vida.Pero debe alimentarse

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 principalmente de la espléndidarealidad. Tendrá que leer historiasde viajes por todo el mundo, viajesy aventuras y relatos de cómo fueconquistado el mundo; tambiédeberá tener historias de animales,grandes libros espléndida y

claramente iluminados con bestias y pájaros y plantas y sabandijas,

grandes libros que traten de las

 profundidades del firmamento y losmisterios del mar; tendrá que leer 

historias y mapas de todos losimperios que ha visto el mundo,

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láminas e historias de todas lastribus, hábitos y costumbres de lahumanidad. Y también tendrá quetener libros y láminas que inciten ssentido de la belleza, sutilesimágenes japonesas que le hagaamar las aún más sutiles bellezas

del pájaro, del zarcillo, de la flor marchita, y reproducciones de

 pinturas occidentales también,

imágenes de hombres y mujeresllenos de gracia, agradables grupos

y amplios panoramas de mar y detierra. También tendrá que tener 

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libros sobre la construcción decasas y palacios, planearáhabitaciones e inventará ciudades...

«Creo que deberé darle u pequeño teatro...

«Y, además, está la música...Redwood reflexionó sobre

aquello y decidió por fin que lomejor sería que empezara con una

armónica de una octava y de sonido

 puro. Más tarde podría haber unaextensión a la octava.

 —Primero tocará con ésta,cantando y solfeando, y así dará el

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nombre apropiado a las notas — dijo Redwood—, pero, ¿y luego...?Se quedó mirando al alféizar 

de la ventana, situada a un nivelmás alto que su cabeza, y tomó lamedida del tamaño de la sala con lamirada.

 —Tendrán que construir el piano aquí dentro —dijo—, y

traerlo desmontado.

Estuvo rondando por allí, emedio de todos sus preparativos,

una figurilla pensativa y taciturna.Si le hubierais podido ver os habría

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 parecido igual que un hombrecillode veinticinco centímetros deestatura en medio de los objetoscorrientes que se encuentran en loscuartos infantiles. Una gran manta

en verdad era una alfombra turca  de treinta y siete metros

cuadrados de superficie, sobre laque el joven Redwood estaba

destinado a arrastrarse muy pronto,

se extendía hasta el radiador eléctrico que, protegido por u

enrejado, tenía que calentar ellugar. Un individuo de Cossar 

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estaba empinado en el andamiaje,colocando el gran marco que debíacontener los grabados transitorios.Un libro de papel secante paraejemplares de plantas, grande comola puerta de una casa, estabaapoyado en la pared, y de entre sus

 páginas sobresalía un tallo gigante,el borde de una hoja y una flor de

 pamplina, también de tamaño

gigantesco, de aquel desmesuradotamaño que poco después

 proporcionaría fama a Urshot en elmundo de la botánica.

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A Redwood le sobrevinocierta sensación de incredulidad,mientras se hallaba entre todasestas cosas.

 —Sí es que esto realmente vaa seguir así... —dijo mirando haciael remoto techo.

De muy lejos llegó un sonidoigual que el mugido de un toro de

Mafficking, como si fuera una

respuesta. —¡Ya lo creo que sigue! — 

dijo Redwood—. Evidentemente.Lo que siguió fue una serie de

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resonantes golpes dados sobre unamesa y a continuación un grito quemás bien parecía un graznido:

 —¡Guuluu! ¡Buuuzuu! Pzz... —Lo mejor que puedo hacer 

dijo Redwood siguiendo unadiferente línea de ideas—, es

enseñarle yo mismo.Los porrazos se hicieron más

insistentes. Durante un momento le

 pareció a Redwood que habíaalcanzado un ritmo del zumbido de

una locomotora, la locomotora queél habría podido imaginar 

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arrastrando el gran tren de losacontecimientos que se le echabaencima. Luego una seriedescendente de golpes más secosrompió aquel efecto, y volvió a

repetirse. —¡Adelante! —exclamó al oír 

que alguien llamaba a la puerta.Y la puerta, que era grande

como la de una catedral, se

entreabrió con lentitud. El nuevomalacate dejó de chirriar y

Bensington apareció en la abertura,mirando con benevolencia por 

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encima de sus gafas. —Me aventuré a dar unavueltecita por ahí para ver — susurró de un modoconfidencialmente furtivo.

 —Pase —dijo Redwood, y asílo hizo Bensington, cerrando la

 puerta tras de sí.Se adelantó con las manos a la

espalda, se detuvo, volvió a

avanzar unos pasos y escrutó comovimientos de pájaro las

dimensiones del edificio donde seencontraba. Luego se frotó la

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 barbilla, pensativo. —Cada vez que vengo aquí — dijo con una nota amortiguada en eltono de su voz— me choca cada vezmás una impresión: grande.

 —Sí —convino Redwoodinspeccionándolo todo de nuevo

como si se esforzara en aprehender aquella impresión visible—. Sí. Es

que ellos también serán muy

grandes, ¿sabe usted? —Lo sé —repuso Bensingto

con un tono que indicaba casi pavor . Muy grandes.

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Se miraron casi con aprensión. —Muy grande —dijoBensington frotándose el puente dela nariz con un ojo dubitativo fijoen Redwood. Esperaba alguna

expresión confirmativa, y viendoque ésta no llegaba añadió—:

Todos ellos, ¿sabe usted?,espantosamente grandes. No puedo

imaginar... aun con esto... lo

grandes que van a ser.

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CAPÍTULO CINCO - LA

MUNIFICENCIA DELSEÑOR BENSINGTON

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Mientras la Real Comisión delAlimento Estrella estaba

 preparando su informe fue cuandola Heracleoforbia empezó ademostrar su capacidad defiltración. Y la precocidad de estasegunda irrupción fue tanto más

desgraciada, desde el punto de vista

de Cossar al menos, cuando que elinforme previo, todavía existente,

demuestra que la Comisión, bajo latutela de su expertísimo miembro,

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el doctor Stephen Winkles (F. R. S.,M. D., F. R. C. R, D. Se, J. R, D. L,

etc.)

3

  ya había decidido que lasfiltraciones accidentales eraimposibles y se hallaba dispuesta arecomendar que se encargara la preparación del Alimento Estrella a

un comité competente (Winkles, principalmente), que tendría el

control absoluto de la venta del

 producto, lo cual sería plenamentesuficiente para satisfacer todas las

objeciones razonables que pudieraoponerse a su libre difusión. Este

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comité debería disfrutar de umonopolio total. Y, sin duda, hayque considerar como parte de lasironías de la vida el hecho de quela primera y más alarmante de esta

segunda serie de filtracionesocurriera a menos de cincuenta

metros de distancia de un pequeñocottage en Keston, ocupada durante

el verano por el propio doctor 

Winkles. No cabe la menor duda de que

la negativa de Redwood de hacer  partícipe a Winkles de la

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composición de la HeracleoforbiaIV había despertado en estecaballero una novísima e intensaafición hacia la química analítica.Winkles no era un manipulador 

experto, y probablemente por estemotivo consideró más apropiado

trabajar, no en los laboratoriosexcelentemente equipados que se

hallaban a su disposición e

Londres, sino, sin consultar conadie y con un aire casi de gra

secreto, en un rudimentariolaboratorio muy reducido que había

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instalado en el jardín de la quintade Keston. No parece haber demostrado una gran habilidad esus investigaciones. Por elcontrario, puede deducirse que

abandonó toda investigaciódespués de trabajar 

intermitentemente durante un mes eeste asunto.

Este laboratorio del jardín,

donde realizó Winkles su trabajo,estaba muy someramente equipado,

 provisto de agua por una cañeríavertical, y el agua residual se vertía

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en un sumidero que iba a parar auna balsa cenagosa bordeada deuncos, bajo un aliso, en un rincó

aislado de los pastos comunales, por fuera del vallado de su jardín.

La cañería estaba agrietada y elresiduo del Alimento de los Dioses

se escapaba por la grieta para ir a parar a una charca en medio de

grupos de juncos. Esto sucedía al

comienzo de la primavera.Todo estaba en movimiento

con la vida renovada en aquel pequeño rincón espumoso. Había

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huevas de rana a la deriva; trémulasde renacuajos que acababan deromper sus cubiertas gelatinosas;diminutas líneas arrastrándosehacia la vida, y debajo de la verde

epidermis de los tallos de junco, laslarvas del gran escarabajo de agua

luchaban por salir del cascarón. No sé si el lector conocerá la

existencia de ese, escarabajo

llamado (ignoro por qué razón)Dytiscus. Es un insecto articulado

muy raro, muy musculoso y demovimientos repentinos, que tiene

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la particularidad de nadar cabezaabajo, mientras la cola le sale por la superficie del agua. Tiene lalongitud aproximada de la punta deldedo pulgar de un hombre, y algo

más —unos cinco centímetros, esdecir, para aquellos que no haya

comido el Alimento—, y además posee dos cortantes maxilares que

se encuentran y se acoplan delante

de la cabeza, unos maxilarestubulares, con puntitos agudos e

sus bordes, por los cuales tiene lacostumbre de chupar la sangre de

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sus víctimas...Los primeros animales queentraron en contacto con los granosdel Alimento a la deriva fueron losdiminutos renacuajos y las líneas.

Los renacuajos serpenteantes, e particular, cuando lo hubiero

 probado, lo buscaron con graafición. Pero tan pronto como uno

de ellos hubo desarrollado hasta

alcanzar un tamaño sobresaliente eaquel pequeño mundo de renacuajos

y hubo probado de zamparse uno odos de sus hermanitos más

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 pequeños, como suplemento a sdieta vegetariana, ¡zas!, una de laslarvas de escarabajo se agarró a scorazón con sus curvados maxilareschupadores de sangre, y con la roja

corriente entró la HeracleoforbiaIV, en estado de solución, en el

cuerpo de su nuevo cliente. Loúnico que tenía algunas

 posibilidades de compartir el

Alimento con esos monstruos eralos juncos, la viscosa espuma verde

del agua y las tiernas algas delfondo de la ciénaga. Al limpiar 

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finalmente el laboratorio, una nueva porción del Alimento desaguó en la poza, la cual, desbordándose, llevótoda esta siniestra expansión de lalucha por la vida a la charca

adyacente, junto a las raíces delaliso...

La primera persona edescubrir lo que estaba ocurriendo

fue un tal Lukey Carrington,

 profesor especial en Ciencias de laJunta de Educación de Londres y e

sus ratos de ocio especialista ealgas de agua dulce, y no hay que

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envidiarle por su descubrimiento.Había ido a pasar el día a KestoCommon, a fin de llenar unoscuantos tubos con ejemplares paraulterior examen, y así llegó con una

docena de tubos de cristal tapadoscon corchos, que tintineaba

suavemente en su bolsillo,apareciendo primero en lo alto de

la arenosa loma para descender 

hacia la charca, con el bastóherrado en la mano. Un muchacho

ardinero, que se hallaba arriba, elos peldaños de la cocina,

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recortando el seto del doctor Winkles, lo vio en aquel rincón demundo tan poco frecuentado,encontrándolo tanto a él como a socupación lo suficientemente

inexplicables e interesantes paramerecer una estrecha y atinada

observación al asunto.Vio como el señor Carringto

se agachaba en el orilla de la

charca apoyándose con la mano eel vetusto tronco del aliso y

mirando el agua, pero claro estáque no pudo apreciar la sorpresa y

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el placer con que contempló lasgrandes y extrañas burbujas yfilamentos de las algosas heces eel fondo. No había renacuajosvisibles —ya habían sido muertos

todos por entonces—, y, segú parece, no vio allí nada extraño

aparte de una vegetación excesiva.Se remangó hasta el codo e,

inclinándose, sumergió el brazo e

 busca de un ejemplar. Su inquisitivamano fue hasta el fondo.

Instantáneamente algo brillósaliendo de la fresca sombra debajo

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de las raíces del árbol...¡Flash! El bicho aquél hincósus mandíbulas profundamente en el brazo de Carrington... un animal deforma extraña, de más de treinta

centímetros de largo, de color castaño y articulado como u

escorpión.Su feísima apariencia y el

dolor agudo y sorprendente de s

 picadura fueron demasiado para elequilibrio de Carrington. Sintió que

se iba a desvanecer, profirió ugrito agudo y, ¡sptash!, cayó de

b l h

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 boca en la charca.El muchacho vio cómodesaparecía, y oyó el chapoteo y slucha dentro del agua. Eldesdichado personaje surgió de

nuevo en el campo visual delmuchacho, sin sombrero,

chorreando agua y chillando. Nunca había oído el muchacho

chillar a un hombre.

Aquel asombroso forastero pareció como si se estuviera

arrancando algo de un lado delrostro, donde aparecieron unas

í i B ó

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estrías sangrientas. Braceódesesperadamente, dio saltos en elaire como si estuviera atacado defrenesí, echó a correr violentamentediez o doce metros y luego cayó,

revolcándose en el suelo ydesapareciendo de la vista del

muchacho.Éste bajó los peldaños y saltó

 por el seto, afortunadamente con las

tijeras aún en la mano. Al pasar entre las plantas, rompiéndolas,

dice que estuvo a punto de volverseatrás temiendo tenérselas que haber 

l á i l ió d

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con un lunático, pero la posesión delas tijeras le dio confianza. —En todo caso, hubiera

 podido pincharle los ojos — explicó.

En cuanto Carrington le echóla vista encima, su actitud se

transformó inmediatamente en la deun hombre cuerdo, pero

desesperado. Con grandes esfuerzos

 pudo ponerse de pie, tropezó, seirguió y se acercó al muchacho.

 —¡Mira! —exclamó—. ¡Nome las puedo quitar!

Y i ti d t

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Y sintiendo un mareo anteaquel horror, el muchacho vio que, pegadas a la mejilla del hombre, asu brazo desnudo y a su muslo, yazotándole la carne furiosamente

con sus ágiles y musculososcuerpos de color castaño, había tres

de aquellas horribles larvas, cosus grandes mandíbulas hincadas

 profundamente en la carne y

chupando con ahínco. Estaban allíagarradas como bulldogs y los

esfuerzos de Carrington paradesprender aquel monstruo de s

ól h bí idl l d d h bí

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cara sólo habían servido paralacerar la carne donde se habíaagarrado, haciendo chorrear uvivido escarlata por el rostro, elcuello y la chaqueta.

 —Se los voy a cortar, señor exclamó el muchacho—. Aguante

un poco.Y con la afición de los de s

edad para tales procedimientos,

cercenó una por una las cabezas delos atacantes de Carrington.

 —¡Yap! —iba diciendo elmuchacho cada vez que caía una de

l bA í d h bí d

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las cabezas.Así y todo, se habían agarradocon tanta fuerza y determinación,que las cabezas, inclusocercenadas, quedaron aún durante

algún tiempo mordiendo fieramentela carne y chupando una sangre que

se les escurría por el corte delcuello. Pero el muchacho dio fin a

eso con unos cuantos tijeretazos

más... en uno de los cuales, por cierto, resultó lesionado el propio

Carrington. —¡No podía quitármelas! — 

repitió CarringtonY d t b t

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repitió Carrington.Y durante un buen rato permaneció tambaleándose ysangrando con profusión.

Se tocó las heridas con manos

débiles y examinó el resultado elas palmas. Luego se le doblaro

las piernas y cayó desvanecido alos pies del muchacho y entre los

cuerpos aun coleantes de sus

descalabrados enemigos.Afortunadamente, no se le ocurrió

al muchacho la idea de rociarle lacara con agua — aun quedaban unoscuantos más de aquellos horriblesbi h d b j d l í d l

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 bichos debajo de las raíces delaliso— sino que dio la vuelta a lacharca y se introdujo en el jardícon la intención de pedir auxilio.

Allí encontró al jardinero, quetambién hacía las veces de cochero,

y le relató lo sucedido.Cuando volvieron donde se

hallaba Carrington, éste ya se había

incorporado y se hallaba sentado eel suelo, débil y aturdido, pero e

condiciones de advertirles del peligro de la charca.II

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Estas fueron las circunstancias por las que el mundo tuvo la primera notificación de que el

Alimento estaba libre otra vez. Alcabo de una semana, Kesto

Common se hallaba en el estadooperativo que los naturalistas

llaman centro de distribución. Esta

vez no había avispas ni ratones, nitijeretas, ni ortigas, pero había al

menos tres esquilas, varias larvasde libélula que al poco tiempo setransformaron en libélulas,deslumbrando a todo el Kent co

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deslumbrando a todo el Kent cosus planeantes cuerpos de zafiro, yuna asquerosa vegetacióespumeante y gelatinosa que,

rebosando los bordes de la ciénaga,enviaba su viscosas masas verdes y

ondulantes por el sendero que iba ala casa del doctor Winkles, hasta

mitad del trayecto. Y empezó

también un crecimiento exageradode juncos y equisetum y de

 potamogetón, que sólo tubo fin cola desecación de la charca.Rápidamente se hizo evidente

a la mentalidad pública que esta

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a la mentalidad pública que estavez no había simplemente un centroúnico de distribución, sino bastantes. Uno de éstos se hallaba

en Ealing, y no cabía la menor dudade que fue de ahí de donde vino la

 plaga de moscas y ácaros rojos.Otro se hallaba en Sunbury,

 productor de grandes anguilas

ferocísimas, que salían del agua yllegaban a matar ovejas. Y tambié

había otro en Bloomsbury, el cualgratificó al mundo con una nuevaraza de cucarachas de una especieterrible procedentes de un viejo

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terrible, procedentes de un viejocaserón habitado por varias cosasindeseables. Bruscamente el mundose encontró de nuevo arrostrando

las aventuras de Hickleybrow, cotoda clase de estrambóticas

exageraciones de monstruosdomésticos en vez de las gallinas,

ratas y avispas gigantes. Cada

centro estalló con suscaracterísticas flora y fauna locales.

Sabemos ahora que cada unode estos centros correspondía asendos pacientes del doctor Winkles pero esto no se hizo

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Winkles, pero esto no se hizoevidente por entonces. El doctor Winkles fue la última persona eincurrir en la reprobación general a

causa de aquello. Hubo un enorme pánico, cosa muy natural, y se

 produjo una indignacióapasionada, no contra el doctor 

Winkles, sino contra el Alimento, y

hasta no tanto contra el Alimentocomo contra el infortunado

Bensington, a quien ya desde el principio la imaginación popular había insistido en considerar comola sola y única persona responsable

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la sola y única persona responsablede este nuevo producto.

El intento de lincharle que se produjo a continuación es uno de

esos hechos explosivos que abultaen la historia, pero que, en realidad,

constituyen el menos significativode los sucesos.

La historia del tumulto es u

misterio. El núcleo principal de lamultitud procedía ciertamente de u

mitin Antialimento-Estrella quehabía tenido lugar en Hyde Park,organizado por los extremistas delpartido de Caterham pero no

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 partido de Caterham, pero no parece que haya habido nadie en el

mundo que propusiera, ni nadie queinsinuara, la sugerencia del

atropello al que asistieron tantas personas. Constituye un problema

 para el señor Gustave le Bon, umisterio en la psicología de las

multitudes. De los hechos acaecidos

se desprende que, cerca de las tresde la tarde de un domingo, una

 bastante grande y enloquecidamultitud londinense, completamentedesmandada, irrumpió ThursdayStreet abajo con la intención de dar

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Street abajo con la intención de dar a Bensington una muerte ejemplar 

como advertencia a todos losinvestigadores científicos, y que

estuvo más cerca de realizar sus propósitos que ninguna otra

multitud londinense lo había estadodesde que fueron arrancadas las

rejas de Hyde Park a mediados de

la remota época victoriana. Estamultitud llegó tan cerca, en verdad,

de llevar a término sus propósitos,que por espacio de una hora o u poco más una sola palabra habríasellado el destino del infortunado

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sellado el destino del infortunadocaballero.

La primera noticia queBensington tuvo de aquello fue el

rumor de la gente en el exterior. Seacercó a la ventana a mirar, si

darse cuenta de lo que erainminente. Durante un minuto acaso

estuvo contemplando aquel

hervidero en la entrada de su casa,viendo cómo se deshacían de una

docena de ineficaces policías queintentaron cortarles el paso, antesde darse cuenta cabal de simportancia en el asunto. De

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importancia en el asunto. Derepente, comprendió que aquella

muchedumbre aulladora y ondeanteiba en su busca. Se encontraba solo

en el piso —afortunadamente, quizá, ya que su prima Jane había ido

a Ealing a tomar el té con una parienta suya por parte de madre, y

el pobre Bensington no tenía más

idea de cómo debía comportarse eaquellas circunstancias con las

reglas de etiqueta del día del JuicioFinal. Iba desesperadamente de ulado a otro del piso, preguntando asus muebles qué tenía que hacer,

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sus muebles qué tenía que hacer,dando vuelta a las llaves en las

cerraduras para volverla a dar eseguida al revés, precipitándose

hacia las puertas, las ventanas, eldormitorio... cuando entró el

 portero. —No hay momento que perder,

señor —le dijo—. ¡Saben el

número de su habitación porque lohan leído en el tablero del

vestíbulo! ¡Y vienen hacia aquídirectamente!Hizo salir corriendo a

Bensington al pasillo, donde ya se

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g p , y percibían los ecos del gran tumulto

 procedente de la escalera principal,cerró la puerta a sus espaldas y lo

hizo entrar en el piso de enfrente por medio de su llave duplicada.

 —Es nuestra únicaoportunidad —dijo.

Abrió de par en par la ventana,

que daba a un pozo de ventilación,desde donde se veía que en la pared

se habían fijado unas planchas dehierro que constituían la másrudimentaria y peligrosa de lasescaleras de escape en caso de

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pincendio, desde los pisos

superiores. El portero empujó aBensington fuera de la ventana, le

enseñó cómo debía agarrarse parano caer y salió tras él, escalera

arriba, acuciándolo y atizándolo elas piernas con el llavero cuando

intentaba desistir de aquella

ascensión. A veces, parecía aBensington que se vería obligado a

trepar por aquella escalera verticalinterminablemente. Encima de él, el parapeto parecía inaccesible,remoto, a un kilómetro de distancia.

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,Debajo... Procuró no pensar en lo

que había debajo. —¡Alto! —gritó el portero

agarrándole el tobillo.Era horrible sentirse el tobillo

agarrado de aquel modo, yBensington se asió firmemente a la

 plancha de hierro de más arriba,

cogiéndose a ella codesesperación, y profirió u

ahogado chillido de terror.Era evidente que el porterohabía roto el cristal de una ventana,y luego pareció que había saltado

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y g p qde lado a gran distancia hacia u

costado; en seguida se oyó el ruidode una ventana que se abría. El

 portero le estaba diciendo a gritoscosas que él no comprendía.

Bensington volvió la cabezahasta que pudo ver al portero.

 —Baje seis peldaños — 

ordenó el buen hombre.Todas aquellas idas y venidas

 parecían solemnes tonterías, pero,de todos modos, con muchísimas precauciones, Bensington bajó u peldaño.

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 —¡No me estire! —gritó al ver 

que el portero se disponía aayudarlo desde la ventana abierta.

Le pareció que llegar a laventana desde la escalera sería una

hazaña respetable para umurciélago, y fue con la idea de

efectuar un suicidio decente más

que con la de alcanzar la meta, que por fin se decidió a dar aquel paso.

El portero, sin ningún cumplido, lometió dentro. —Tendrá usted que quedarse

dijo—. Mis llaves no funciona

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aquí. Es una cerradura americana.

Voy a salir a ver si encuentro alinquilino de este piso. Usted se

quedará aquí encerrado. No seacerque a la ventana, eso es todo.

Es la muchedumbre más horribleque he visto en mi vida. Si cree

que está usted ausente,

 probablemente se contentarán codestruir su producto...

 —El indicador decía «Está ecasa» gimió Bensington. —¡Al demonio el indicador!

Mejor que no me encuentren...

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Y desapareció dando u

 portazo.Bensington volvió a quedarse

solo con sus iniciativas.Y se metió debajo de la cama.

Allí fue donde lo encontró Cossar.Bensington estaba casi e

coma de terror cuando fue

descubierto, porque Cossar derribóla puerta con los hombros, habiendo

tomado impulso desde la pared deenfrente del pasillo. —Salga de aquí, Bensingto

dijo—. Todo va bien. Soy yo...

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Tenemos que salir de aquí. Está

incendiando el edificio. Los porteros huyen. Los criados ya se

han ido. Por fortuna di con el únicohombre que sabía dónde estaba

usted... ¡Mire!Bensington, atisbando desde

debajo de la cama, se dio cuenta de

que Cossar llevaba en el brazo unasropas incomprensibles, y, aunque

 parezca increíble, ¡un gorro negrode mujer en la mano! —Están desembarazándose de

todos los obstáculos —dijo Cossar 

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. Si no incendian el edificio,

vendrán hasta aquí. Las tropas nollegarán a lo mejor hasta dentro de

una hora. El cincuenta por ciento delos manifestantes son malvivientes,

y en cuantos pisos penetren tantomás les va a gustar.

Evidentemente... Quieren limpiarlo

todo. Usted póngase estas faldas yeste gorrito, Bensington, y

larguémonos. —¿Quiere usted decir...? — empezó a decir Bensington sacandola cabeza como una tortuga.

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 —¡Póngase esto y venga...!

¡Ya!Y con súbita vehemencia,

arrastrando a Bensington fuera de lacama, empezó a disfrazarlo de

anciana mujer de pueblo.Le arremangó los pantalones y

le hizo quitarse las chinelas; le

quitó él mismo el cuello, la corbata,la chaqueta y el chaleco, le pasó

una blusa negra por la cabeza, le puso un corpiño de lanilla roja y uubón por encima. Hizo que se

quitara los lentes, demasiado

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característicos, y le aplicó de u

golpe el gorrito en la cabeza. —Podría ser usted una vieja

de nacimiento —dijo mientras leataba las cintas.

Luego le hizo ponerse las botas con cierre elástico —terrible

tortura para los callos— y el chal, y

el disfraz fue completo. —Camine de un lado para otro

dijo Cossar.Bensington obedeció. —Está bien —añadió Cossar.Y de esta forma fue cómo,

d

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tropezando con torpeza con sus

desacostumbradas faldas, gritandoimprecaciones mujeriles con una

fantástica voz de falsete paramantener su papel y acompañado de

la rugiente nota de unamuchedumbre que se proponía nada

menos que lincharle, el auténtico

descubridor de la HeracleoforbiaIV procedió a huir por el pasillo de

Chesterfield Mansions, mezcladocon aquella multitud desordenada einflamada, y así salió de la cadenade acontecimientos que constituye

hi i

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nuestra historia.

Después de aquella huida, niuna sola vez volvió a mezclarse e

el estupendo proceso de desarrollodel Alimento de los Dioses el

hombre que más había hecho por sdescubrimiento.

III

El hombrecillo que puso e

marcha todo este negociodesaparece de la historia, y al cabode un cierto tiempo se desvaneceenteramente del mundo de las cosas

i ibl li bl P

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visibles y explicables. Pero como

que fue él quien dio origen a todo loque relatamos, será decoroso

intercalar a su salida una página deatención. Podrá ser presentado, e

sus últimos días, tal como la población de Tunbridge Wells lo

conoció. Porque fue en Tunbridge

Wells donde reapareció después deun oscurecimiento temporal, ta

 pronto como se dio cuenta cabal delo transitorio, de lo absolutamenteexcepcional y carente designificado de aquella furia delt lt R ió b j l l

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tumulto. Reapareció bajo las alas

de la prima Jane, tratándose a símismo por el descalabro nervioso

sufrido, con exclusión de cualquier otro interés, y permaneciendo

totalmente indiferente, segú parece, a las batallas que hacía

furor entonces alrededor de

aquellos nuevos centros dedistribución y alrededor de los

iños del Alimento. Bensingtosentó sus reales en el hotelhidroterapéutico Mount Glory,donde se dan extraordinariasf ilid d t d l d

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facilidades para toda clase de

 baños: carbonatados, creosotados,tratamiento galvánico y farádico,

masaje, baños de pino, almidón y pinabete, baños de radium, luz,

calor, salvado y hojas de abeto, baños de brea... toda clase de

 baños, y se dedicó por entero al

desarrollo de este sistema detratamiento curativo que quedó aú

imperfecto a su muerte. A vecesmontaba en un vehículo de alquiler, bien abrigado dentro de su chaquetade piel de foca, y otras veces,cuando sus pies se lo permitían

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cuando sus pies se lo permitían,

echaba a andar hasta el manantial,donde sorbía el agua ferruginosa

 bajo la mirada de su prima Jane.Sus hombros encorvados, s

rosada apariencia, sus brillantesgafas, llegaron a ser una

«característica» de Tunbridge

Wells. Nadie se mostró descortéscon él en absoluto. Por el contrario,

tanto el lugar aquél como el hotel parecieron estar muy complacidosde contar con su presencia. Nada podía evitarle ya aquella distinción.Y aunque prefería no seguir el

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Y aunque prefería no seguir el

desarrollo de su gran invento en los periódicos, cuando atravesaba el

salón de descanso del hotel o sedirigían al manantial y oía cómo

susurraban: «¡Ahí viene! ¡Es éste!»,no era precisamente desagrado lo

que ablandaba el rictus de su boca y

hacía relucir un momento sus ojos.¡Aquella figurilla, aquella

diminuta figurilla, había lanzado elAlimento de los Dioses sobre elmundo! No se puede saber qué es lomás asombroso de esos hombrescientíficos y fisiólogos si s

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científicos y fisiólogos si s

grandeza o su pequeñez. Podéisimaginároslo allí, en el manantial,

embutido en el abrigo forrado de pieles. Está de pie, bajo aquella

ventana de porcelana donde brota elchorro de agua mineral, bebiendo

 pequeños sorbos de agua

ferruginosa del vaso que sostiene ela mano. Un ojo, por encima de la

montura de oro, está fijo, coexpresión de inescrutableseveridad, en la prima Jane.

 —¡Bah! —dice cada vez quetoma un sorbo

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toma un sorbo.

Así componemos nuestrorecuerdo, así enfocamos y

fotografiamos a nuestro descubridor  por última vez, y así le dejamos,

como un simple punto en nuestro primer término, pasando a

considerar aquella otra image

mucho mayor que se hadesarrollado a su lado, la historia

de su Alimento, cómo los dispersosiños Gigantes fueron creciendodía por día dentro de un mundodemasiado pequeño para ellos ycómo la red de leyes sobre el

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cómo la red de leyes sobre el

Alimento Estrella y deconvenciones sobre el Alimento

Estrella, que la Comisión delAlimento Estrella estaba tejiendo

ya por entonces, se fue cerrandomás y más alrededor de ella, a cada

año de su crecimiento. Hasta que...

LIBRO SEGUNDO -

EL ALIMENTOLLEGA AL PUEBLO

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CAPÍTULO UNO - EL

ADVENIMIENTO DELALIMENTO

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Los Niños del Alimentosiguieron creciendoininterrumpidamente durante todosaquellos años; fue el mayor acontecimiento de la época. Pero

son las filtraciones lo que hacehistoria. Los niños que lo había

comido crecieron, pero pronto hubo

otros niños creciendo asimismo; ylas mejores intenciones del mundono pudieron evitar más filtracionesen lo sucesivo. El Alimento insistíaen escaparse con la pertinacia de user viviente. La harina tratada coaquel producto se deshacía e

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aquel producto se deshacía, e

tiempo seco y casi como si fueraintencionadamente, en un polvo

impalpable que volaba ante la brisamás tenue. A veces un nuevo insecto

se abría camino hacia un nuevodesarrollo, transitorio y fatal; otras

veces era una nueva irrupción de

grandes ratas desde las cloacas y deotras sabandijas del mismo estilo.Durante unos días el pueblo dePangbourne, en Berkshire, luchócontra hormigas gigantes. Treshombres fueron mordidos yfallecieron. Hubo pánico, hubo

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fallecieron. Hubo pánico, hubo

luchas y la calamidad resultante queser combatida nuevamente, dejando

siempre algo detrás, en las cosasmás oscuras de la vida,

completamente cambiado. Luego,otra vez, una nueva irrupción aguda

y terrorífica, una rápida hipertrofia

de monstruosos matorrales, unadiseminación, a la deriva por todoel mundo, de unos cardos quecrecían desorbitadamente, decucarachas contra las que loshombres luchaban con escopetas ouna plaga de enormes moscas.

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una plaga de enormes moscas.

Hubo luchas desesperadas elugares oscuros. El Alimento

engendró héroes en defensa de lacausa de la pequeñez...

Y los hombres aceptaroaquellos acontecimientos como

hechos normales en sus vidas y se

enfrentaron con ellos comoexpedientes improvisados y sedijeron unos a otros que «no habíaningún cambio en el orden esencialde las cosas». Después del primer gran pánico, Caterham, a pesar desu poder de elocuencia, pasó a ser 

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p , p

una figura secundaria en el mundo político, permaneciendo en la

opinión de la gente como elexponente de un punto de vista

extremista.Sólo lentamente pudo abrirse

camino hacia una posición central

en los negocios. «No hay ningúcambio en el orden esencial de lascosas...» Aquel líder eminente del pensamiento moderno, el doctor Winkles, era muy preciso sobreesto... y los exponentes de lo que eaquellos días había tomado el

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q

nombre de Liberalismo Progresivo,se pusieron muy sentimentales

sobre la insinceridad esencial de s progreso. Sus ensueños, segú

 parece, estaban dedicados por entero a las pequeñas naciones, a

los pequeños lenguajes, a aquellas

 pequeñas familias, cada una de lascuales podía mantenerse a sí mismacon los productos de su granja. Erala moda de lo pequeño, de lo pulcramente dispuesto. Ser grandeera ser «vulgar», y los términos dedelicado, primoroso, diminuto,

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, p , ,

miniatura y minúsculamente perfecto llegaron a ser las palabras

clave de la aprobación crítica...Mientras tanto, quedamente,

sin apresurarse, como es propio dela infancia, los Niños del Alimento

seguían creciendo en un mundo que

cambiaba para poder recibirlos,hacían acopio de fuerzas, deestatura y de conocimientos, sehacían individuales y decididos,adaptándose lentamente a las

dimensiones de su destino. Al pocotiempo ya parecían formar parte

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p y p p

natural del mundo. Toda aquellaagitación de engrandecimiento

también parecía formar parteintegrante del mundo de un modo

natural, y las personas difícilmente podían imaginarse cómo había

sido las cosas antes de aquello.

Llegaron a oídos de los hombresrelatos de lo que los niños giganteseran capaces de hacer, y loshombres exclamaban:«¡Maravilloso!», sin maravillarse

lo más mínimo. Los periódicos populares hablaban de los tres hijos

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de Cossar y de cómo estosasombrosos niños levantaba

grandes cañones, lanzaban grandes bloques de hierro a cientos de

metros de distancia y saltaban hastalos sesenta metros. Se decía queestaban cavando un pozo más

 profundo que cualquier pozo o minaque hombre alguno hubiese cavado,en busca de tesoros ocultos en latierra desde que la tierra empezó aser.

Estos Niños, según las revistas populares, habían de allanar 

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montañas, construir puentes para pasar el mar y llenar la tierra de

túneles. —¡Maravilloso! —decía la

gente, ¿no es verdad? ¡Cuántascomodidades tendremos!Y seguían, cada cual dedicado

a sus negocios, como si en la tierrano existiese una cosa llamada elAlimento de los Dioses. Y,ciertamente, todas estas cosas noeran más que las primeras

indicaciones y promesas de la potencialidad de los Niños del

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Alimento. Para ellos todavía no setrataba más que de juegos, no era

más que el primer uso de una fuerzacarente aún de propósito. Ni ellos

mismos sabían para qué servían.Eran niños, niños que crecíalentamente, de una raza nueva. La

fuerza gigante aumentaba día por día... pero la voluntad gigante teníatodavía que crecer mucho antes dealcanzar un propósito y un designio.Contemplándolos desde la estrecha

 perspectiva del tiempo, aquellosaños de transición poseen la

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calidad de un único acontecimientoconsecutivo; pero, en realidad,

nadie vio el advenimiento delengrandecimiento, del mismo modo

que nadie en todo el mundo vio,hasta que hubieron transcurridovarios siglos, la Decadencia y la

Caída de Roma. Los que vivieroaquellos días estaban demasiadoinmersos en los acontecimientos ysu progresivo desarrollo para poder verlo como una unidad. Incluso a

las personas más inteligentes les producía la impresión de que el

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Alimento no daría al mundo otracosa que una cosecha de desatinos

inconexos e ingobernables, queciertamente podrían ser causa de

agitaciones y disturbios, pero queno podían hacer gran cosa máscontra el orden establecido y la

estructura de la humanidad.Para un observador, al menos,lo más maravilloso de todo aquel período de tensiones acumuladas esla inercia invencible de la gra

masa de la población, su quieta persistencia en todo aquello que

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ignorase las enormes presencias, la promesa de cosas aún más enormes

que estaban creciendo entre ellosmismos. Del mismo modo que

muchos ríos aparecen con unasuperficie lisa y tranquila al bordede una catarata mientras s

corriente es potente y profunda, asítodo lo que el hombre tiene de másconservador parecía aquietarse eun sereno influjo durante aquellosúltimos días. La reacción se hizo

 popular, se hablaba de la bancarrota de la ciencia, de la

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agonía del Progreso, deladvenimiento de los Mandarines... y

se hablaba de todas estas cosasentre los ecos de las pisadas de los

iños del Alimento. El tumulto delas absurdas Revoluciones deantaño, una multitud de necia

gentuza persiguiendo a un reyezueloo algo por el estilo eran cosas deotra época, y ni se hablaba ya deello, pero lo que no habíadesaparecido era el Cambio. Era

sólo el Cambio lo que habíacambiado. El Nuevo Cambio

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llegaba con su talante y se hallabamás allá de la comprensión habitual

del mundo.Hablar con detalle de s

advenimiento equivaldría a escribir una gran historia, pero por todas partes se sucedía una cadena

semejante de acontecimientos.Explicar, por consiguiente, saparición en un lugar determinadoserá como explicar algo delconjunto. Dio la casualidad de que

una simiente extraviada deInmensidad cayó en el hermoso

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 pueblecito de Cheasing Eyebright,en Kent, y de la historia de s

extraña germinación allí y de latrágica futilidad que fue s

consecuencia, se puede intentar (siguiendo como si dijéramos, usolo hilo) demostrar la dirección e

la que el gran telar hacía girar elhuso del Tiempo.II

Cheasing Eyebright tenía,

como es natural, un vicario. Hayvicarios y vicarios, y de todos los

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tipos de vicario el que menos megusta es el vicario innovador, de

abigarradas ideas, reaccionario profesional y progresivo al mismo

tiempo. Pero el vicario de CheasinEyebright era uno de los vicariosmenos innovadores. Era u

hombrecillo regordete, digno,maduro y de ideas conservadoras.Conviene que retrocedamos u poco en nuestro relato para hablar de él. El vicario se entendía muy

 bien con su pueblo y hay quefigurárselos juntos, vicario y

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 pueblo, tal como se les veía eaquel atardecer, cuando la señora

Skinner —¡ya recordaréis su huida! llevó consigo el Alimento, de u

modo insospechado por todos, aaquella rústica tranquilidad.Precisamente entonces era

cuando el pueblo presentaba smejor aspecto a la luz poniente. Seextendía a lo largo de un valle bajolos bosques de hayas de Hanger,formando un rosario de cottages

donde alternaban las rojas tejas cola paja, pórticos enrejados y

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fachadas enmarcadas a medida quela carretera iba descendiendo desde

los tejos de la vicaría hacia el puente. La vicaria sobresalía de u

modo no muy ostentoso por entre elarbolado de más allá de la fonda,fachada de la primera época

georgiana, madurada por el tiempo,  la aguja de la iglesia se elevaba,feliz, en la depresión que hacía elvalle siguiendo la silueta de laslomas. Un tortuoso arroyo, una

delgada intermitencia de azul cieloy espuma, brillaba entre una espesa

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orilla de cañas, lisimaquias ysauces llorones, en el centro de las

sinuosas flámulas de un prado. El panorama presentaba aquella

cualidad inglesa de maduradocultivo, aquel aspecto de inmóvilacabado que imita la perfección,

 bajo la tibia atmósfera del ocaso.Y el vicario tambié presentaba un aspecto rancio. Teníaun aspecto habitual y esencialmenterancio, como si hubiese sido u

niño rancio nacido en una clasesocial añeja, un muchachito maduro

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y jugoso. Se podía ver, aun antes deque él lo mencionara en s

chocheante locuacidad, que habíaasistido a una costosa escuela co

edificios cubiertos de hiedra, comagníficas tradiciones,asociaciones aristocráticas y

cuentes de laboratorios de química,y que de allí había pasado a uvenerable college del más madurogótico. Pocos libros tenía comenos de mil años, de los cuales

Yarrow y Ellis y varios sermones premetodistas constituían la mayor 

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 parte. Era un hombre de tallamediana, un poco corto, e

apariencia, debido a susdimensiones ecuatoriales, y con u

rostro que habiendo sido bierancio ya desde el principio, era, eaquellos momentos,

climatéricamente maduro. La barbade un David disimulaba laredundancia de su mentón; nollevaba cadena de reloj por excesode refinamiento y sus modestos

trajes clericales estabaconfeccionados por un buen sastre

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del West End... En aquel instante sehallaba sentado con una mano e

cada pierna, pestañeando a la vistade su pueblo, en una actitud de

 beatífica aprobación. Hizo un gestocon su regordeta mano hacia allí ysus preocupaciones se esfumaron.

¿Qué más podía desear? —Estamos felizmente situadosdijo dando una expresión mansa

y sumisa a sus ideas—. Estamos euna fortaleza en lo alto de una

montaña.Por fin, se explicó:

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 —Estamos fuera de todo.Porque él y su amigo había

estado conversando de los Horroresde la Época, de la Democracia, de

la Educación Laica, de losRascacielos, de los Automóviles,de la Invasión Americana, de las

infectas Lecturas del Público y dela completa desaparición del BueGusto.

 —Estamos fuera de todo esorepitió. Y aún no había acabado

de hablar, cuando las pisadas dealguien que se acercaba llegaron a

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su oído. Se volvió en redondo y lavio.

Ya podéis imaginaros elrápido y trémulo avance de la

anciana, con el fardo cogido por ladescarnada y rugosa mano y la nariz(que era su más firme apoyo)

arrugada en desalentada resolución.Podéis ver las amapolas de usombrerito balanceándose rítmica yfatalísticamente, y las botas decierre elástico, blancas de polvo,

 bajo sus desaseadas faldas,señalando con una

i bl l l i

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irrevocablemente lenta alternativahacia el Este y hacia el Oeste.

Debajo del brazo, como un cautivoinquieto, se movía y se escurría u

 paraguas barato. ¿Quién podíahaber dicho al vicario que aquellagrotesca figura de anciana era —al

menos en lo que hacía referencia asu pueblo— nada menos que laFructífera Ocasión y lo Imprevisto,la Bruja que los hombres débilesllaman Destino? Pero nosotros ya

sabemos que no era ni más ni menosque la señora Skinner.

C ib d

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Como iba muy cargada para poder saludar con cortesía, prefirió

hacer como que no veía ni alvicario ni a su amigo, y así pasó,

flip—flop, a tres metros de ellos,siguiendo hacia el pueblo. Elvicario contempló su lento tránsito

en silencio y, mientras, maduró el planteamiento de una observación.Un incidente le pareció

desprovisto de toda importancia. Lamitad femenina del género humano,

aere perennius, ha estado llevando paquetes a cuestas desde el día de

l C ió Q é í d

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la Creación. ¿Qué tenía, pues, de particular aquella anciana?

 —Estamos fuera de todo esovolvió a decir el vicario—.

Vivimos en una atmósfera de cosassimples y permanentes, Nacer yTrabajar, el simple tiempo de la

siembra y el simple tiempo de lacosecha. El Tumulto pasa y nos dejacompletamente de lado. Se sentíasiempre grandilocuente cuandohablaba de lo que él llamaba las

cosas permanentes. —Las cosas cambian —decía

l é h

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, pero el género humano... aere perennius.

Así era el vicario. Le gustabalas citas clásicas sutilmente

aplicadas, aunque no vinieran acuento. Más abajo, la señoraSkinner, nada elegante pero

decidida, parecía curiosamenteacoplada al portillo de Wilmerding.III

 Nadie sabe lo que hizo el

vicario con los Bejines Gigantes.Sin duda fue de los primeros

d b i l E t b id

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en descubrirlos. Estaban esparcidosa intervalos a lo largo del sendero

que había entre la loma más próxima y el límite del pueblo,

sendero que frecuentabadiariamente en su paseíto habitual,después de comer. En conjunto, de

estos hongos anormales había unatreintena. El vicario, según parece,se los quedó mirando severamenteuno por uno y hasta golpeó la mayor  parte de ellos una o dos veces co

su bastón. Incluso intentó medir unocon los brazos, pero el hongo

t lló t b d I ió

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estalló ante su abrazo de Ixión.Habló de ellos a diversas

 personas diciéndoles que era«¡maravillosos!» y relató a no

menos de siete amigos la conocidaanécdota de la loza que fuelevantada del suelo de la bodega

 por un cúmulo de hongos quecrecían debajo de ella. Consultó sSowerby para ver si se trataba delLycoperdon coetatum, o giganteum,como todos los de su especie.

Desde que Gilbert White se hizofamoso, el vicario

«gilbertwhiteaba» Sostenía la

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«gilbertwhiteaba». Sostenía lateoría de que al giganteum se lo

llama así injustamente. No se sabe si pudo observar 

que aquellas esferas blancuzcasestaban esparcidas en el trayectomismo que siguiera la anciana el

día anterior, o si notó que el últimoejemplar de la serie se distendía yabultaba a menos de veinte metrosde la verja de entrada al cottage deCaddles. Si llegó a observar todas

estas cosas, no hizo el menor intento de anotar sus observaciones.

Sus observaciones en cuestiones de

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Sus observaciones en cuestiones de botánica eran lo que la clase

inferior de científicos denomina«observación ejercitada», o sea,

que se va en busca de determinadascosas y se descuida de lo demás. Ytampoco hizo nada el vicario para

relacionar este fenómeno con lanotable expansión del niño de losCaddles, expansión que progresabadesde hacía varias semanas,exactamente desde un domingo por 

la tarde en que Caddles, de elloharía cosa de un mes o más, fue a

visitar a su suegra y oyó cómo el

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visitar a su suegra y oyó cómo elseñor Skinner (ahora difunto) se

actaba de su técnica para criar gallinas.

IVEn verdad, el crecimiento

exorbitante de los bejines,consecutivo a la expansión del niñode los Caddles, debería haber hecho abrir los ojos al vicario. Elúltimo de estos hechos

mencionados, cronológicamente el primero, se le había echado e

brazos cuando el bautizo casi

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 brazos cuando el bautizo... casiabrumadoramente.

El niño berreó coensordecedora violencia al caer 

sobre su frente el agua fría quesellaba su herencia divina y sderecho a llamarse «Albert Edward

Caddles». Se hallaba entonces masallá de toda posibilidad de acarreomaterno, y Caddles, aunquetambaleándose, pero sonriendotriunfalmente a los demás padres,

cuantitativamente inferiores, lollevó de nuevo al banco ocupado

por su grupo

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 por su grupo. —¡Jamás vi a niño parecido!

exclamó el vicario. Este fue el primer indicio público de que el

niño de los Caddles, que habíacomenzado su carrera terrenal algo por debajo de los tres kilos y

medio, intentaba, después de todo,hacer quedar bien a sus padres.Muy pronto se hizo evidente que nosólo aspiraba al crédito, sino a lagloria. Y al cabo de un mes, s

gloria brillaba tan esplendente quehasta era, considerando la posició

social en que se hallaban los

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social en que se hallaban losCaddles, algo indecorosa.

El carnicero pesó al niño onceveces. Hombre de pocas palabras,

 pronto expresó su modo de pensar.La primera vez dijo: —Este es delos buenos. La segunda vez

murmuró: —¡Demonios!Y la tercera vez exclamó: — 

¡Buuuueno, señora!Después de esto, cada vez que

volvió a pesarlo se limitó a dar u

tremendo resoplido, a rascarse lacabeza y mirar las escalas con una

desconfianza sin precedentes Todo

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desconfianza sin precedentes. Todoel mundo fue a ver al Gran Bebé — 

como lo llamaron con generalconsentimiento —y la mayoría de

ellos dijeron: —¡Es un barbarote!Y casi todos le hicieron esta

 pregunta: —¿Qué te han hecho tus padres?

La señorita Fletcher tambiéfue a verlo, y dijo:

 —¡Ay, yo nunca...!

Lo cual era perfectamentecierto.

Lady Wondershoot la tirana

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Lady Wondershoot, la tiranadel pueblo, llegó el día siguiente de

la tercera pesada e inspeccionó muyde cerca el fenómeno a través de

unos lentes que la llenaron deterror. —Es un niño inusualmente

Grande —dijo a su madre con voz potente e instructiva—. Tendráusted que tener con él cuidadosextraordinarios, Caddles.

aturalmente, no seguirá creciendo

a este paso alimentado con biberón, pero debemos hacer todo lo que

podamos por él Le mandaré más

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 podamos por él. Le mandaré másfranela.

Fue el médico y midió al niñocon una cinta métrica y se anotó las

cifras en un cuaderno, y el ancianoDrifthassock, que cultivaba la tierraen Up Marden, hizo desviarse tres

kilómetros de su trayecto a ucorredor de abonos para que fuera averlo. El corredor preguntó la edaddel niño tres veces y finalmentedijo que lo ahorcasen si lo entendía.

Dejó que cada cual dedujera cómoy por qué tenían que ahorcarlo, pero

parece que era a causa del tamañod l iñ T bié dij d í

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 parece que era a causa del tamañodel niño. También dijo que tendría

que llevarlo a un concurso de bebés. Y durante todo el día, a la

salida de la escuela, fuero presentándose niños y niñas queiban diciendo:

 —Señora Caddles, ¿quieredejarnos ver a su niño, por favor?

La buena mujer tuvo que cortar 

aquello por lo sano. Y en medio deaquellas escenas de asombro,

compareció la señora Skinner y allíse quedó sonriendo, en último

término, aguantándose losi d d

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término, aguantándose los puntiagudos codos con sus

descarnadas y nudosas manos, ysonriendo, sonriendo por debajo de

la nariz, con una sonrisa de infinita profundidad. —Hasta hace que la vieja

 bruja de la abuela no se vea tan maldijo Lady Wondershoot—. Siento

de veras que haya vuelto al pueblo.

 Naturalmente, como casi todoslos niños de los labriegos, el

elemento caritativo había hecho saparición, pero el niño pronto dejó

establecido sin lugar a dudas pordi d b l l

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establecido sin lugar a dudas por medio de un berreo colosal, s

opinión sobre la capacidad del biberón, aquel elemento distabatodavía mucho de su objetivo.

El niño fue considerado lamaravilla del siglo, y todo el mundo

se hartó de maravillarse de sasombroso crecimiento. Y luego,¡cosa rara!, en vez de pasar de

moda para dar paso a otrasmaravillas, ¡siguió creciendo a

ritmo más acelerado que nunca!Lady Wondershoot oyó lo que

le decía la señora Greenfield, sd ll b

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,ama de llaves, con un asombro

infinito. —¿Que Caddles está otra vezabajo? ¿Que no tiene alimento parael niño? Pero señora Greenfield,¡es imposible! ¡Esta criatura come

como un hipopótamo! Estoy segurade que no es verdad.

 —Estoy segura de que no la

engañan, Milady —dijo la señoraGreenfield.

 —¡Es tan difícil estar seguracon esas gentes! —dijo Lady

Wondershoot—. Y ahora desearía,i b ñ G fi ld

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,mi buena señora Greenfield, que

usted fuera allí esta tarde para ver... para ver cómo le dan el biberón.Por muy grande que sea, no puedoimaginarme que necesite más detres litros al día.

 —Realmente no haynecesidad, Milady —dijo la señoraGreenfield.

La mano de Lady Wondershootembló con una especie de

caritativa emoción, con la rabiasuspicaz que conmueve a todos los

aristócratas ante la idea de queposiblemente las clases más

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q posiblemente las clases más

humildes sean, después de todo, tamezquinas como las clasessuperiores y —¡ahí es dondeescuece!— marquen también sustantos en el juego.

Pero la señora Greenfield no pudo observar prueba alguna demalversación, y ordenó se facilitara

una provisión progresivamentecreciente al niño de Caddles.

Acababa de enviarse a su destinoapenas el primer lote, cuando

Caddles estaba ya de vuelta en lagran mansión en un estado

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ygran mansión en un estado

abyectamente culposo. —Hemos tenido el mayor cuidado con las ropas, señoraGreenfield, se lo aseguro, señora,¡pero han estallado y se han roto!

Han salido volando con talviolencia, señora, que un botón haroto el cristal de una ventana,

señora, y otro me dio a mí aquí...Véalo usted misma, señora.

Cuando Lady Wondershoot seenteró de que aquel asombroso niño

había hecho estallar sus hermosasropas de caridad decidió hablar

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ropas de caridad, decidió hablar 

con Caddles ella misma en persona.Caddles compareció con el pelo precipitadamente mojado y alisadocon la mano, sin aliento y agarradoal ala de su sombrero como si fuese

un salvavidas; el pobre hombre dioun traspiés con el borde de laalfombra debido a su confusión.

A Lady Wondershoot legustaba ser impertinente co

Caddles. Para ella Caddles era elideal del individuo de la clase baja:

deshonesto, fiel, abyecto,trabajador e inconcebiblemente

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trabajador e inconcebiblemente

incapaz de responsabilidad. Le hizosaber que aquello era una cosa muyseria, es decir, que el modo comoiba creciendo el niño era un asuntomuy serio.

 —Es su apetito, Milaty —dijoCaddles levantando el tono de lavoz—. Deténgale el crecimiento,

Milady, verá cómo no puede... Estáallí echado, Milady, ¡y pega cada

 patada! Y chilla de un modo quenos desespera. Nos parte el

corazón, Milady. Y si aguantáramossin hacer nada los vecinos

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sin hacer nada, los vecinos

intervendrían y podría ocurrir lo peor...Lady Wondershoot consultó al

médico parroquial. —Lo que yo quisiera saber — 

dijo Lady Wondershoot— es si está bien que este niño se trague esagran cantidad de leche.

 —La ración adecuada para uniño de esta edad —dijo el médico

 parroquial— es de tres cuartos delitro a un litro cada veinticuatro

horas. No sé por qué razón tieneque recurrir a usted para que les dé

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que recurrir a usted para que les dé

más. Si usted lo hace, es debido asu generosidad. Claro que podríamos intentar darle la legítimacantidad que le corresponde duranteunos días. Pero ese niño, hay que

admitirlo, parece ser, por algunarazón ignorada, fisiológicamentediferente. Posiblemente será u

Atleta. Es un caso de HipertrofiaGeneralizada.

 —Pero no está bien para losdemás niños de la parroquia —dijo

Lady Wondershoot—, y estoysegura de que vendrán a quejarse si

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segura de que vendrán a quejarse si

esto sigue así. —No veo que nadie pueda pretender que se le dé más de loque está reconocido como dietaadecuada. Deberemos insistir e

que se arreglen con lo que se les da.Si no quieren, se podría enviar elniño al hospital como caso

interesante. —Supongo —repuso Lady

Wondershoot después dereflexionar un momento— que,

aparte del tamaño y del apetito,usted no encuentra en él nada

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usted no encuentra en él nada

anormal... nada monstruoso,¿verdad? —No... No encuentro nada

anormal. Pero no hay duda de que sieste crecimiento persiste, nos

encontraremos con gravesdeficiencias intelectuales ymorales. Casi se puede profetizar 

esto, según la ley de Max Nordau,uno de los filósofos más célebres y

dotados, Lady Wondershoot.ordau descubrió que lo anormal

es... anormal, lo cual constituye uvalioso descubrimiento, y vale la

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valioso descubrimiento, y vale la

 pena de tenerlo presente. Yo loencuentro de una gran ayuda en la práctica corriente. Cuando meencuentro con algo que es anormal,digo en seguida: esto es anormal.

La mirada del médico se hizo profunda, bajo el tono de su voz, ysus ademanes lindaron con lo

íntimamente confidencial. Levantóuna mano con rigidez. —Y lo trató

en el mismo plan de anormalidadconcluyó.

V

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 —¡Epa, epa! —dijo el vicarioal comenzar el desayuno, el díasiguiente de la llegada de la señoraSkinner—. ¡Epa, epa! ¿Qué seráesto? —Y golpeó el periódico co

sus gafas, con aire de reprimenda.  ¡Avispas gigantes! ¿A dónde

vamos a llegar...? ¡Será

 periodistas norteamericanos,seguramente! ¡Al cuerno con estas

ovedades! ¡A mí que me degrosellas gigantes...!

«¡Tonterías! —agregó y apuróel café de un trago, los ojos fijos e

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g , j j

el periódico y haciendo uchasquido de incredulidad con loslabios.

 —¡Paparruchas! —continuó,rechazando la insinuación.

Pero al día siguiente habíamás, y se hizo la luz.

Pero no toda vino en seguida,

sin embargo. Cuando el vicariosalió a dar su paseo después de

comer, estaba riéndose todavía dela absurda historia que el periódico

 pretendía hacer creer. ¡Avispas...!¡Avispas que matan un perro...!

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¡ p q p

Incidentalmente, al pasar por ellugar donde se había desarrolladoaquella primera cosecha de bejines,observó que la hierba crecía muyalta, pero no relacionó en absoluto

aquello con el motivo de sdiversión.

 —Habríamos oído algo co

toda seguridad —se dijo—.Whitstable no está ni a veinte millas

de aquí.Más lejos descubrió otro

 bejín, de la segunda generación,irguiéndose como un huevo de ave

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g

Roe por entre un matorralanormalmente denso.Entonces la idea le llegó como

un relámpago. No dio la vuelta habitual de la

mañana. En vez de ello, retrocedióal llegar al segundo portillo,dirigiéndose hacia el cottage de los

Caddles. —¿Dónde está el niño? — 

ordenó, y al verlo, exclamó—:¡Dios mío!

Volvió cuesta arriba hacia el pueblo, murmurando interjecciones

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p j

y se encontró con el médico que bajaba la cuesta a toda velocidad.El vicario lo cogió del brazo.

 —¿Qué significa eso? —  preguntó—. ¿Ha leído usted el

 periódico estos últimos días?El médico contestó

afirmativamente.

 —Bueno, entonces, ¿qué le pasa al niño ése? ¿Qué pasa co

todo lo demás...? ¡Avispas, bejines,niños! ¿Qué será lo que les hace

crecer tanto? Es algo totalmenteinesperado. ¡Y además en Kent! Si

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¡

fuese en Norteamérica... —Es un poco difícil decir  precisamente de qué se trata. Por loque yo puedo entender, lossíntomas...

 —¿Sí? —Son de hipertrofia... de

hipertrofia generalizada.

 —¿Hipertrofia? —Sí. Generalizada... que ataca

todas las estructuras delorganismo... todo el cuerpo. Puedo

decir que, a mi juicio, y entrenosotros, estoy casi convencido de

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que se trata de eso... Pero hay queandar con cuidado. —¡Ah! —exclamó el vicio,

muy aliviado al encontrar que elmédico estaba a la altura de la

situación—. Pero, ¿por qué seráque está brotando de este modo por todas partes?

 —Esto también es difícil dedecir —repuso el médico.

 —En Urshot. Y aquí. Es ucaso clarísimo de diseminación.

 —Sí —aprobó el médico—.Así lo creo. Se parece a una

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epidemia. Probablemente se tratade una hipertrofia epidémica. —¡Epidémica! —dijo el

vicario—. ¿No querrá usted decir que es contagiosa?

El médico sonrió amablementefrotándose las manos.

 —Eso sí que no podría decirlo

dijo. —¡Pero...! —exclamó el

vicario, con los ojos como naranjas. Si es contagiosa... pues...,

¡puede afectarnos a nosotros!Dio una gran zancada cuesta

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arriba y se volvió. —¡He estado allí...! — exclamó—. ¿No será mejor que...?Voy a casa de inmediato y tomaré u baño y me fumigaré la ropa.

El médico se quedócontemplando durante un momentocómo el otro se alejaba, luego dio

media vuelta y se dirigió también asu casa...

Pero mientras iba andandoreflexionó que ya hacía un mes que

había aparecido un caso en el pueblo sin que nadie más cogiera la

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enfermedad, y después de una pausavacilante decidió mostrarse tavaliente como debe ser un médico yarriesgarse a lo que fuere como uhombre.

Y fue bien aconsejado por susúltimos pensamientos. Elcrecimiento era lo que menos podía

ocurrirle a él. Podía haber comidoHeracleoforbia —y el vicario

también— sin que le sucedieranada. El crecimiento había

terminado para ellos. Elcrecimiento había acabado co

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aquellos dos caballeros, parasiempre.VI

Un día o dos después de esta

conversación, o sea, un día o dosdespués del incendio de la GranjaExperimental, Winkles fue a visitar 

a Redwood y le enseñó una cartainsultante. Era anónima y el autor 

debe respetar los secretos de sus personajes.

«Está usted ganándose unareputación a causa de un fenómeno

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natural —decía la carta—,intentando hacerse propaganda cola carta enviada a The Times.¡Usted y su Alimento Estrella!Déjeme que le diga que ese

alimento suyo, que lleva un nombretan absurdo, además, tiene unarelación meramente accidental co

esas grandes ratas y avispas. Larealidad está en que existe ahora

una epidemia de hipertrofia, dehipertrofia contagiosa, que puede

usted controlar del mismo modoque puede controlar el sistema

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solar. Es tan viejo como las colinas.Ya existía la hipertrofia en lafamilia de Anak. Fuera de su radiode acción, en Cheasing Eyebrighactualmente hay un niño...»

 —Escritura temblorosa y malalineada. Será un viejo caballero, probablemente —dijo Redwood—.

Es extraño que un niño...Leyó unas líneas más y tuvo

una inspiración. —¡Por Júpiter! —exclamó—.

¡Si es la perdida señora Skinner!Y descendió sobre ella, de

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repente, el día siguiente por latarde.La señora Skinner estaba

arrancando cebollas del huerto quehabía frente al cottage de su hija

cuando vio a Redwood atravesar laverja del jardín. Se quedó umomento «consternada», como

dicen los aldeanos, y luego,cruzándose de brazos y con el

manojito de cebollas colocadasdefensivamente bajo el codo

izquierdo, esperó que se acercara.La boca de la mujer se abrió y

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cerró varias veces, farfulló algocon su diente único y con la rapidezdel parpadeo de una luz de arcovoltaico hizo una profundareverencia.

 —Pensé que la encontraría — dijo Redwood.

 —Creyó usted bien, señor — 

dijo ella, sin ninguna alegría. —¿Dónde está Skinner?

 —No me ha escrito, señor, niuna sola vez, ni ha venido por aquí

desde que yo vine, señor. —¿No sabe usted lo que puede

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haberle sucedido? —Como no ha escrito, no,señor.

Y dio un paso ladeado hacia laizquierda, con la imperfecta idea de

cortar a Redwood el camino haciala puerta del granero.

 —Nadie sabe lo que ha sido

de él —dijo Redwood. —Yo diría que él si lo sabe — 

repuso la señora Skinner. —Pues no lo dice.

 —Siempre ha sabido salir deapuros dejando que los demás se

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arreglaría como pudieran. Así hasido siempre Skinner... Aunque esmuy inteligente.

 —¿Dónde está el niño? —  preguntó Redwood bruscamente.

Ella se hizo repetir la pregunta.

 —Ese niño del que tanto se

habla, el niño a quien ha estadousted dando nuestro producto... el

niño que pesa catorce kilos.La señora Skinner hizo unos

gestos con las manos al tiempo quese le caían las cebollas.

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 —De veras señor —protestó, que no sé lo que quiere decir,señor. Mi hija, la señora Caddles,tiene un hijo, es verdad, pero...

Hizo una acusada reverencia e

intentó adoptar una actitudinocentemente inquisitivainclinando la nariz a un lado.

 —Es mejor que me deje ver ese niño, señora Skinner —dijo

Redwood. —Está claro, señor, que puede

haber caído en un botecillo deicey que di a su padre cuando

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vino a la granja a verme, o u poquitín, tal vez, de lo que pudehaber traído conmigo, digamos.¡Como tuve que hacer los paquetescon tanta prisa...!

 —¡Ah! —exclamó Redwooddespués de haber acariciado al niñounos momentos—. ¡Oh...!

Dijo a la señora Caddles quetenía un niño precioso y que se le

 parecía mucho, en inteligenciasobre todo... Después, la ignoró por 

completo. Al poco tiempo ella saliódel granero... de puro insignificante

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que se encontró. —Ahora que ha empezadousted a dárselo, tendrá quecontinuar, ¿sabe usted eso? —dijoRedwood a la señora Skinner. —Y

volviéndose bruscamente haciaella, añadió: No lo vierta por todas partes esta vez.

 —¿Que no lo vierta, señor? —¡Oh, ya sabe lo que quiero

decir!Ella indicó que lo sabía co

gestos convulsivos. —¿No ha dicho usted nada a la

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gente de aquí? ¿A los padres, alalcalde, a los de la casa grande, almédico, a nadie?

La señora Skinner sacudió lacabeza.

 —Yo de usted no lo haría — 

dijo Redwood.Se dirigió a la puerta del

granero e inspeccionó lo que habíaa su alrededor. La puerta del

granero daba a una verja de cinco barrotes que salía a la carretera,

entre la esquina de la casa y unas pocilgas fuera de uso. Más allá

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había una alta tapia de ladrillosrojos cubierta de hiedra, alelíes yotras plantas trepadoras y coronada por un alineamiento de vidriosrotos. Más allá de la esquina de la

tapia, un gran anuncio, plenamente

iluminado por el sol, se erguía entrelas ramas verdes y amarillas y por 

encima de las suntuosas tonalidadesde las primeras hojas caídas,

anunciando que «Los que traspaselos límites de estos Bosques será

Procesados». La oscura mancha euna brecha del vallado ponía derelieve un trecho de alambrada

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relieve un trecho de alambrada. —¡Bah! —exclamó Redwood,

y luego, en un tono más profundo—:¡Hum...!

Se oyó un ruido de ruedas y de

cascos, y los caballos tordos de

Lady Wondershoot se hicierovisibles. Redwood observó los

semblantes del cochero y el lacayomientras se iba acercando el

carruaje. El cochero era un bueejemplar, macizo y bonachón, y

conducía con una especie dedignidad sacramental. Otros podíadudar de su vocación y posición e

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dudar de su vocación y posición eel mundo; él, desde luego, estabacompletamente seguro: conducía ala señora. El lacayo estaba sentadoa su lado, con los brazos cruzados y

un rostro de certidumbres. Luego, la

misma gran dama se hizo visible,con un sombrero y un manto

inelegantes y escrutándolo todo através de sus lentes. Dos señoritas,

alargando los cuellos, escrutabatambién.

El vicario, al pasar al otrolado, se quitó el sombrero de sfrente davídica sin que le hiciera

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frente davídica sin que le hicierael menor caso...

Redwood permaneció de pieen el umbral de la puerta, muchotiempo después de haber pasado las

damas, con las manos juntas tras él.

Su mirada fue desde los verdegrisesaltos y bajos de la loma al cielo

aborregado y de allí a la tapiacoronada de trozos de vidrio. Se

volvió hacia la fría penumbra delinterior, y entre manchas y trazas de

color contempló a aquel niñogigante, en medio de tinieblasrembrandtescas, desnudo excepto

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rembrandtescas, desnudo exceptounos pañales de franela, sentadosobre un enorme brazado de paja yugando con los dedos de los pies.

 —Ya empiezo a ver lo que

hemos hecho —dijo.

Se puso a cavilar y el niño delos Caddles, su propio hijo y la

 progenie de Cossar seentremezclaron en sus cavilaciones.

Luego, bruscamente, se echó areír.

 —¡Buen Dios! —exclamó anteuna idea que le cruzó la mente.Se despabiló inmediatamente

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Se despabiló inmediatamentey, dirigiéndose a la señora Skinner dijo:

 —Nadie debe torturarlosuprimiéndole el alimento. Esto, al

menos, podemos evitarlo. Le

mandaré a usted una lata cada seismeses. Esta cantidad debe ser 

suficiente para él.La señora Skinner murmuró

algo así como: «Si usted lo creeasí» y: «Probablemente lo

empaqueté por equivocación...Pensé que no había ningún daño edarle un poco», y con esto y con la

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p , y yayuda de unos aspavientos indicóque comprendía.

Así, pues, el niño siguiócreciendo.

Y creciendo.

 —Prácticamente —dijo LadyWondershoot—, se ha comido todas

las terneras del lugar. Si tuvierasujetos como ese Caddles...

VII

Pero ni siquiera un lugar tarecluido como Cheasing Eyebrigh podía descansar mucho tiempo en la

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p pteoría de la hipertrofia, fueracontagiosa o no, en vista delgriterío creciente motivado por elAlimento. Al poco tiempo hubo

 penosos pedidos de explicaciones

 para la señora Skinner...explicaciones que la redujeron a u

inarticulado farfulleo de únicodiente... explicaciones que la

sondearon y escudriñaron y ladejaron en evidencia, hasta que por 

fin se vio obligada a refugiarse dela universal convergenciavituperante en la dignidad de una

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p ginconsolable viudez. Volvió susmiradas —que procuró fuese

lacrimosas— hacia la encolerizadadama de la Mansión y, secándose

las jabonaduras de las manos, dijo:

 —Olvida usted, Milady, lo queyo estoy pasando.

Y prosiguió con tono deadvertencia, con cierto aire de reto:

Es en él en quien pienso noche ydía, Milady. Frunció los labios y s

voz se hizo más apagada yvacilante: —Era muy importante para mí, Milady.

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p yY habiendo dejado sentado s

criterio en este terreno, la señora

Skinner repitió la afirmación que ladama aquella había rechazado

antes:

 —Yo no tenía más idea de loque le daba al niño, Milady, de la

que podía haber tenido cualquier otra persona...

La dama en cuestión enfocósus ideas en otra dirección más

esperanzadora, censurando de pasotremendamente, como es natural, aCaddles. Unos emisarios, henchidos

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de diplomáticas amenazas, penetraron en las agitadas vidas de

Bensington y de Redwood. Se presentaron como consejeros de la

 parroquia, estólidos, insistiendo

fonográficamente en unasdeclaraciones prestablecidas.

 —Le consideramos a ustedresponsable, señor Bensington, de

los daños causados en nuestra parroquia. Le consideramos a usted

responsable.Una serie de procuradores,como lenguas de serpientes, que se

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llamaban Banghurst, Brown, Flapp,Codlin, Brown, Tedder y Snoxton y

que aparecían invariablemente bajola forma de unos caballeros

 pequeñitos, bermejos, de aspecto

astuto y nariz puntiaguda, dijeroalgunas vaguedades sobre daños y

 perjuicios, y también se presentó u buen día un personaje muy lustroso,

el representante de la dama delsolar que, dirigiéndose a Redwood,

le preguntó: —Bueno, señor, ¿qué se propone usted hacer?

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A lo cual Redwood contestóque se proponía suprimir la

 provisión de alimento para el niño,si él o Bensington seguían siendo

molestados por aquel concepto.

 —Se lo doy por nada —yañadió—: El niño dejará el pueblo

en ruinas con sus aullidos antes demorir, si no le dan el alimento que

 pide. El niño está en sus manos y austedes les corresponde cuidar de

él. Lady Wondershoot no puede ser siempre la Lady Bountiful4, la

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Providencia Terrenal, de s parroquia, sin hacerse cargo algunavez de sus responsabilidades,¿comprende usted?

 —El mal ya está hecho — 

decidió Lady Wondershoot cuando

le transmitieron con algunasexpurgaciones lo que había dicho

Redwood. —El mal ya está hecho — 

repitió el vicario, como un eco.Aunque, en realidad, el mal

estaba sólo en sus comienzos.

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CAPÍTULO DOS - ELCHIQUILLO GIGANTE

El vicario insistía en que elniño gigante era feo.

 —Siempre ha sido feo... comotodo lo que es excesivo.

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Las opiniones del vicario lohabían desviado de un recto juicioen este asunto. El niño era retratadocon mucha frecuencia, a pesar de srústico retiro, y el testimonio de las

fotografías está en contra del

vicario, atestiguando que el jovemonstruo fue en un principio casi

hermoso, con unos copiosos rizosque le llegaban hasta la frente y una

gran facilidad para la sonrisa.Generalmente, Caddles, que era

hombre de escasa estatura, aparecesonriendo detrás del niño y la perspectiva acentúa todavía más s

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 pequeñez relativa.Al cumplir el segundo año, el

aspecto del niño se hizo más sutil ymás discutible. Empezó a crecer,

como su infortunado abuelo hubiera

sin duda expresado, «lozano».Perdió algo de color y desarrolló

un creciente efecto de ser, aunquecolosal, algo delicado. Y, e

realidad, así era. Los ojos y algomás que había en su rostro se

afinaron, se hicieron, como dice lagente, «interesantes». El cabello,después de habérselo cortado una

ó d f

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vez, empezó a crecer de formaenmarañada, de tal manera que se

convirtió en una verdadera mata. —Es la vena de degeneració

que aparece en él —dijo el médico

del pueblo, señalando estascaracterísticas.

Sin embargo, si estaba o no elo cierto y si el paso del chiquillo

desde una salud ideal a aquelestado de cosas fue el resultado de

vivir por entero dentro de ugranero fregado y blanqueado ydependiendo del sentido de

id d l d l d

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caridad, templado por el deusticia, de Lady Wondershoot, es

un tema que se presta a discusión.Las fotografías del niño desde

los tres a los seis años nos lo

muestran convirtiéndose en uchiquillo de ojos redondos, blondo

cabello, nariz truncada y miradaamistosa. En sus labios acecha

aquella insinuación de sonrisa,nunca muy remota, que exhibe

todas las fotografías de los primeros niños gigantes. Durante elverano lleva unas ropas muy sueltasd t li id b t

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de terliz cosidas con bramante; secubre generalmente la cabeza co

uno de esos cestos de paja que lostrabajadores usan para poner sus

herramientas, y va descalzo. En uno

de esos retratos muestra una ampliasonrisa y tiene en la mano un meló

mordisqueado.Los retratos hechos e

invierno son menos numerosos ysatisfactorios. En ellos lleva

enormes zuecos, sin duda demadera de haya, y (tal como lodemuestran los fragmentos de lai i ió J h Sti k ll I i )

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inscripción «John Stickells, Iping»)sacos por calcetines, sus pantalones

así como su chaqueta han sidoinequívocamente cortados de los

restos de una alfombra de alegre

diseño. Debajo de aquello hay burdos pañales de franela; cinco o

seis metros de franela estáarrollados alrededor de la garganta,

a guisa de bufanda. —Lo que llevaen la cabeza es, probablemente otro

saco. Siempre mira la cámarafotográfica, a veces sonriente, aveces con mirada triste. Ya desde

t í i ñ d

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que tenía cinco años se puede ver aquel voluntarioso fruncimiento de

la frente, sobre sus dulces ojos pardos, que caracteriza s

semblante.

Constituyó desde el principio,según declaró siempre el vicario,

un terrible trastorno para el pueblo.Parece haber tenido un impulso

 proporcionado al juego, muchacuriosidad y sociabilidad y,

además, había un cierto anhelo esu interior (y lamento tener quedecirlo) para comer aún más. A

d l G fl ld

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 pesar de lo que Greenfleldcalificaba como un «excesivamente

generoso» suministro de alimentos por parte de Lady Wondershoot, el

niño exhibía lo que el médico

 percibió en seguida como u«Apetito Criminal». Confirma hasta

de un modo demasiado completo el peor aspecto de la experiencia que

de las clases humildes habíaadquirido Lady Wondershoot, el

hecho de que, a pesar de usuministro nutritivo enormemente por encima de lo que se consideracomo la necesidad máxima incluso

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como la necesidad máxima, inclusode un adulto, se descubrió un día

que el chico robaba. Y lo querobaba se lo comía con poco

elegante voracidad. Su manaza

 pasaba por encima de las tapias delos jardines y se dedicaba a coger 

el pan del carro del panadero. Losquesos desaparecían del almacé

de Marlow, ni la gamella de loscerdos estaba libre de sus asaltos.

Algún que otro aldeano al pasar por su campo de nabos se encontrabacon las grandes huellas de los piesdel niño y las pruebas de su hambre

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del niño y las pruebas de su hambreroedora, una raíz sacada de aquí,

otra de allá, y los hoyos, coastucia infantil, torpemente

disimulados. Se comía un nabo

como si devorase un rábano. Si nohabía nadie que lo viera, se comía

las manzanas del árbol, igual quelos niños normales comen moras

del moral. De todos modos, ecierto aspecto, esta escasez de

 provisiones fue beneficiosa para la paz de Cheasing Eyebright, porquedurante muchos años se tragó hastael último grano que se le dio del

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el último grano que se le dio delAlimento de los Dioses...

Indiscutiblemente el chico eramuy molesto y se hallaba fuera de

lugar.

 —Siempre está en todas partesdecía el vicario.

 No podía asistir a la escuela;no podía ir a la iglesia en virtud de

las obvias limitaciones de svolumen cúbico. Hubo un intento de

dar satisfacción al espíritu deaquella «disparatada y destructivaley» —cito las palabras del vicario

o sea la Ley de Instrucció

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, o sea, la Ley de InstruccióElemental de 1870, haciendo que se

sentara en la parte de fuera de laventana abierta mientras se dictaba

la clase pertinente en la parte de

dentro. Pero su presencia allíquebrantaba la disciplina de los

demás niños, los cuales siempreestaban sacando la cabeza por la

ventana y mirándolo embobados, ycada vez que hablaba estallaban e

carcajadas. ¡Tenía una voz taextraña! Por consiguiente, dejaroque no asistiera a la escuela.Tampoco insistieron en que fuera a

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Tampoco insistieron en que fuera ala iglesia porque sus vastas

 proporciones no eran de ningunaayuda a la devoción. Y, no obstante,

en este aspecto su tarea habría

 podido ser más fácil; hay buenasrazones para suponer que dentro de

aquel inmenso corpachón sealbergaban los gérmenes de u

sentimiento religioso. La música loatraía. Se le veía a menudo en el

cementerio parroquial los domingos por la mañana buscando su caminoentre las tumbas, con muchocuidado después de haber entrado

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cuidado, después de haber entradoen la feligresía, y durante todo el

servicio religioso permanecíasentado afuera, al lado del pórtico,

escuchando como se escucha desde

afuera una colmena de abejas. Al principio mostró cierta falta de

tacto. Los fieles que se hallabadentro de la iglesia oían los

crujidos de los guijarros bajo sus pies inquietos alrededor del templo

o perciban su borrosa cara mirandoa través de los vitrales de losventanales, mitad curiosa, mitadenvidiosa y a veces algún himno

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envidiosa, y, a veces, algún himnosencillo lo cogía por sorpresa y se

le oía aullar lúgubremente en ugigantesco intento de cantar al

unísono con todos. Al oírse aquella

voz, el pequeño Sloppet, que hacíalas funciones de entonador, de

 perdiguero, de muñidor, deenterrador, de sacristán y de

campanero los domingos, ademásde ser cartero y deshollinador los

demás días de semana, salíarápidamente con gran valentía y loechaba de allí con muchapesadumbre Sloppet (y me

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 pesadumbre. Sloppet (y mecomplazco en hacerlo constar así)

se sentía apesadumbrado por ello,al cable iba de aquí para allá, co

el cuello alargado, buscando,

siempre buscando la manera desatisfacer las dos necesidades

 primordiales de la infancia: algo para comer y algo con que jugar.

Entonces aparecía una miradade respeto furtivo en los ojos de la

criatura y un intento de tocarse amodo de saludo la enmarañadagreña que le caía sobre la frente.

Dentro de sus estrechos

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Dentro de sus estrechoslímites, el vicario poseía cierta

imaginación —por lo menos losrestos de una imaginación—, y

respecto al joven Caddles dio e

 pensar en la enorme fuerza quesemejante musculatura debía

 poseer. ¿Y   si se volviera loco derepente...? —¡Supongamos una

mera falta de respeto...! —Siembargo, el verdadero valiente no

es el hombre que no tiene miedo,sino el que teniéndolo sabevencerlo. En todas y cada una deestas ocasiones, el vicario no dejó

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estas ocasiones, el vicario no dejóen libertad su imaginación. Y

siempre que se dirigía al joveCaddles lo hacía rígidamente, co

una clara voz de tenor litúrgico.

 —¿Eres buen chico, Alber Edward?

Y el joven gigante,arrimándose a la pared y

ruborizándose intensamente,respondía:

 —Sí señor... Trato de serlo. —Pues anda con cuidado — decía el vicario, pasando por slado con una ligera aceleración de

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lado con una ligera aceleración dela respiración, todo lo más. Y por 

el respeto que tenía a su propiahombría, fuera lo que fuese lo que

se imaginara, no volvía la cabeza

hacia el peligro una vez había pasado por su lado.

El vicario daba clases particulares al joven Caddles de u

modo caprichoso. Nunca le enseñóa leer —no lo necesitaba—, pero le

enseñó los puntos importantes delcatecismo: sus deberes para con susvecinos, ya que no semejantes, por ejemplo, y para con la Divinidad

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eje p o, y pa a co a v dadque castigaría a Caddles co

extraordinaria ansia de venganza si por casualidad éste se aventuraba a

desobedecer al vicario o a Lady

Wondershoot. Las lecciones teníalugar en el patio de la vicaría y los

transeúntes podían oír muy biecomo aquel inseguro vozarró

infantil canturreaba como uzángano las enseñanzas esenciales

de la Iglesia Oficial. —Honrar y obedecer al Rey ya todos aquellos que gozan deautoridad bajo su mando.

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jSometerme a todos mis tutores,

maestros, pastores y profesores.Considerarme inferior y reverenciar 

a mis superiores...

Al poco tiempo se vio que elefecto producido por el gigante

sobre los caballos que no estabaacostumbrados a verlo era igual que

el de un camello y, por lo tanto, sele conminó a mantenerse lejos de lacarretera, ni siquiera acercarse alvivero de árboles (donde su sonrisa bobalicona por encima de la tapiahabía exasperado

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pextraordinariamente a Lady

Wondershoot), sino que se apartarade allí todo lo posible. Fue esta una

ley que nunca llegó a cumplir del

todo a causa del gran interés que para él tenía la carretera. Pero

transformó lo que había sido sconstante punto de referencia en u

 placer secreto. Por fin quedólimitado casi enteramente a la zonade pastoreo y los campos fuera del pueblo.

 No sé lo que hubiese hecho ano ser por los campos. Allí había

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p pespacios por donde vagar millas y

millas, y por estos espacios vagaba.Desgajaba ramas de los árboles y

hacía con ellas grandes ramilletes

insensatos, hasta que también estole fue prohibido. Cogía las ovejas y

las ponía en bien formadas hileras,de las que las ovejas se escapaba

en seguida (cosa que le hacíainvariablemente reír a carcajadas)hasta que también esto le fue prohibido. Cavaba en la turbagrandes hoyos injustificables, hastaque también esto le fue prohibido...

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q pVagabundeaba por la meseta

hasta la colina que se yergue por encima de Wreckstone, pero no iba

más allá, porque allí ya empezaba

la tierra de cultivo, y loscampesinos, a causa de sus

depredaciones sobre sus cosechasde raíces comestibles e inspirados

 por una especie de timidez hostilque su presencia frecuentemente provocaba, azuzaban contra él sus perros ladradores para ahuyentarle.Hasta lo amenazaban y fustigabacon látigos. Incluso me han dicho

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gque llegaron a disparar contra él

con escopetas. Y en la otradirección llegaba hasta otear 

Hickleybrow. Desde lo alto de

Thursley Hanger podía ver elferrocarril de Londres a Chatham y

Dover, pero una serie de camposarados y una aldea sospechosa

impedían su aproximación.Y después aparecieron unosgrandes tableros con inscripcionesen letras rojas que le impedían el paso en todas direcciones. No podía entender lo que decían las

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letras: «Prohibido el paso», pero al

cabo de poco tiempo locomprendió. Se lo podía ver e

aquellos días, por los pasajeros del

tren, sentado, con el mentóapoyado en las rodillas,

encumbrado en lo alto del altozano,muy cerca de las minas de yeso de

Thursley, donde más tarde se le puso a trabajar. El tren parecíainspirarle una borrosa emocióamistosa y a veces lo saludaba cosu enorme manaza, y otras vecessaludaba con un rústico grito

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incoherente.

 —¡Qué grande es! — exclamaban los pasajeros asomados

a las ventanillas—. Es uno de estos

niños del Alimento Estrella. Segúdicen, es completamente incapaz de

hacer nada por sí mismo... Es u poco idiota en realidad y una gra

carga para la localidad. —Los padres son muy pobres,según me han dicho.

 —Viven de la caridad de loshacendados locales.

Todo el mundo se quedaba

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contemplando durante un buen rato

aquella figura monstruosa sentadaen la colina.

 —Suerte que se ha puesto

término a eso —indicaba alguiecon amplias ideas—, porque bueno

sería que tuviéramos unos cuantosmillares de esos con vistas a la

contribución, ¿no?Y generalmente siempre habíaalgún dechado de sensatez que ledijera al filósofo de marras, en tonode cálida aprobación:

 —Tiene usted toda la razón,

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señor.

II

El niño tuvo sus malos días.

Hubo, por ejemplo, aqueldisgusto del río.

Hizo barquichuelos de papelcon periódicos enteros, arte que

aprendió observando al chico delos Spender, y echó río abajograndes tricornios de papel. Cuandodesaparecieron bajo el puente quemarca los límites de los terrenos

estrictamente privados de EyebrighH di i hó

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House, dio un grito y echó a correr,

dando un rodeo, a través del camponuevo de Tormat —¡Dios mío!

¡Cómo se dispersarían, con toda

seguridad, los cerdos de Tormat,transformando así su grasa e

músculo magro!—, a fin deencontrarse con los barcos de papel

en el vado. ¡A lo largo de los prados que orillaban el río solían ir estos barcos de papel, pasandofrente a Eyebright House, bajo losojos de Lady Wondershoot!

¡Desorganizadores periódicosd bl d ! V li d !

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doblados! ¡Vaya lindeza!

Haciendo acopio de espíritemprendedor, gracias a la

impunidad de que gozaba, empezó a

construir pueriles obras hidráulicas.Cavó hasta construir un enorme

 puerto para su flota de papel con la puerta de un cobertizo que le sirvió

de pala, y como que daba lacasualidad que entonces nadieobservaba sus operaciones, trazó uingenioso canal que,incidentalmente, inundó la nevería

de Lady Wondershoot, y finalmentet ó l í L b l ó

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estancó el río. Lo embalsó

atravesándolo con unas cuantasvigorosas puertadas de tierra — 

tuvo que haber trabajado como una

avalancha— y una de las másasombrosas inundaciones penetró

en el sembradío y arrastró a laseñorita Spinks con su caballete y

el esbozo de la acuarela más prometedora que nunca hubieseempezado. En realidad lo que sellevó fue el caballete, dejándola aella empapada hasta las rodillas  y

con  las faldas lamentablementeid h id h i l

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recogidas en su huida hacia la casa.

De allí las aguas invadieron elhuerto, del huerto pasaron por la

 puerta del prado al camino y del

camino otra vez al cauce del río por la zanja de Short.

Mientras tanto, el vicario,interrumpiendo su conversación co

el herrero, se quedó estupefacto alver cómo unos desgraciados pecessaltaban de unas charcas residualesdonde habían quedado encallados, yal ver asimismo grandes montones

de algas verdes en el cauce del ríodonde diez minutos antes había

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donde diez minutos antes había

habido más de dos metros y mediode agua clara y transparente.

Después de todo esto,

horrorizado de sus propiasconsecuencias, el joven Caddles

huyó de su casa y estuvo escondidodos días con sus noches. Regresó

únicamente ante el insistentereclamo del hambre para aguantar con una calma estoica unaviolentísima reprimenda que estabamás en proporción con su tamaño

que ninguna otra cosa de las que lehabían caído en suerte desde s

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habían caído en suerte desde s

nacimiento en aquel pueblo feliz.III

Inmediatamente después deaquel incidente, Lady Wondershoo

meditó sobre las adicionesejemplares a las afrentas y ayunos

que había infligido y publicó udecreto. Lo hizo en primer lugar  para que se enterara su mayordomo,y de un modo tan repentino que éstedio un respingo. El mayordomo

estaba quitando de la mesa losutensilios del desayuno y Lady

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utensilios del desayuno y Lady

Wondershoot estaba contemplando por el alto ventanal que daba a la

terraza el sitio donde aparecería

los cervatillos para que les dierala comida.

 —Jobbet —dijo con el tonomás imperial de su voz—. Jobbet,

ese rústico debe trabajar paraganarse la vida.Y dejó bien sentado no sólo

 para Jobbet, lo cual era fácil, sino para todos los demás habitantes del

lugar, incluyendo al joven Caddles,que en esta cuestión como en todas

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que en esta cuestión, como en todas

las demás, haría lo que decía. —Que trabaje —dijo Lady

Wondershoot—. Esa es la consigna

 para el señorito Caddles. —Me parece que es la

consigna para toda la humanidad — dijo el vicario—. Los simples

deberes, el modesto ciclo, eltiempo de la siembra y de lacosecha...

 —Exacto —dijo LadyWondershoot—. Es lo que yo digo.

Satanás siempre encuentraalgún disparate a punto para las

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algún disparate a punto para las

manos ociosas. Al menos, entre lasclases trabajadoras. Nosotros

siempre educamos a nuestras

camareras en estos principios. ¿Equé lo pondremos a trabajar?

Aquello resultó un pocodifícil. Pensaron varias cosas, y

mientras tanto lo ejercitaron u poco en el trabajo utilizándolo evez de un mensajero a caballo parallevar telegramas y notas cuando serequería una gran velocidad y

también le hicieron acarrear equipajes y cajas de embalaje y

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equipajes y cajas de embalaje y

otras cosas similares dispuestas euna gran red que al efecto

encontraron. Parecía que a él le

gustaba hacer algo, considerándolocomo una especie de juego, y

Kinkle, el agente de LadyWondershoot, al ver un día cómo

transportaba un gran montón de piedras, tuvo la brillante idea de ponerlo a trabajar en la cantera de pizarra de Thursley Hanger, cercade Hickleybrow. Esta idea fue

 puesta en práctica, y pareció dejar resuelto el problema

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resuelto el problema.

El niño trabajó en la canterade pizarra, al principio con el gusto

 propio del niño juguetón y después

 por efecto del hábito: cavando,cargando, haciendo por sí mismo el

arrastre de las vagonetas, haciendocorrer las que estaban llenas por las

vías hasta el desviadero ytransportando las vacías por elcable de un gran malacate...trabajando, en fin, él solo en toda lacantera.

Me han dicho que Kinkle hizode él algo de mucha utilidad para

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de él algo de mucha utilidad para

Lady Wondershoot teniendo ecuenta que no consumía

 prácticamente nada más que s

comida, aunque esto no fue óbice para que ella denunciara a «aquel

ser» como un gigantesco parásitoque absorbía toda su caridad...

En esta época el niño llevabauna especie de delantal dearpillera, pantalones de cueroremendado y zuecos con suela dehierro. En la cabeza usaba a veces

una cosa rara: un sillón de pajapara campo y playa, en forma de

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 para campo y playa, en forma de

colmena, muy gastado, perogeneralmente iba con la cabeza

descubierta. Andaba de un lado

 para otro de la cantera co poderosa deliberación, y el vicario,

al dar su paseo habitual después decomer, se llegaba hasta allí al

mediodía, para encontrárselosatisfaciendo vergonzosamente susnecesidades alimenticias deespaldas al mundo.

Cada día le llevaban la

comida: una ración de grano sidescascarillar en un vagón, u

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descascarillar en un vagón, u

vagón de tren de trocha angosta,igual que uno de aquellos vagones

que él llenaba constantemente de

 pizarra, y toda aquella carga degrano la solía quemar en un viejo

horno de cal para devorarladespués. A veces la mezclaba co

un saco de azúcar, y a veces sesentaba para lamer un pilón de saldel que se da a las vacas o paracomerse un enorme racimo dedátiles con hueso y todo, como los

que se ven en Londres llevados eangarillas. Para beber iba al

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g

riachuelo que corría más allá dellugar arrasado donde había estado

la Granja Experimental de

Hickleybrow y acercaba el rostro ala superficie de la corriente. Fue a

causa de este modo de beber después de haber comido, por lo

que el Alimento de los Dioses sedesmandó, evidenciándose e primer lugar en la aparición de unasalgas enormes que surgían por lasorillas, luego en unas grandes ranas,

unas truchas todavía más grandes yunas carpas enormes, y por último,

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p , y p ,

en una fantástica exuberancia devegetación por todo aquel pequeño

valle.

Y al cabo de un año poco máso menos, las extrañas y monstruosas

sabandijas que vivían en el campofrente a la herrería se hicieron ta

enormes y se desarrollaron ecucarachas y escarabajos taterroríficos —escarabajos a motor,los llamaban los muchachos—, queobligaron a Lady Wondershoot a

marcharse al extranjero.IV

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Muy pronto el Alimento entró

en una nueva fase de acción sobre

el niño. A pesar de las sencillasinstrucciones dadas por el vicario,

cuyo propósito era redondear lamodesta vida natural que se

consideraba la más conveniente para un aldeano gigante, del modomás completo y decisivo, el niñoempezó a hacer preguntas, ainvestigar las cosas, a pensar. A

medida que fue dejando la infancia para entrar en la adolescencia se

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p

hizo cada vez más evidente que smente elaboraba procesos que le

eran propios... fuera del control del

vicario. Éste hizo cuanto pudo por ignorar este desconsolador 

fenómeno, pero, así y todo, no podía evitar la sensación de s

 presencia.El material para alimentar lasideas del joven gigante yacía todo asu alrededor. De un modocompletamente involuntario, co

sus espaciosos puntos de vista, sconstante visión de las cosas desde

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arriba, debió haber visto mucho delo que encerraba la vida humana, y

a medida que se le hizo más claro

el hecho de que él también, si seexceptuaba su torpe magnitud,

 pertenecía al género humano, debióhaberse dado cuenta cada vez más

de lo mucho que le estaba vedado,debido a esta melancólicadistinción. El sociable zumbido dela escuela; el misterio de lareligión, que era compartido e

medio de tantos primores yelegancias y del que se exhalaba u

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tan dulce raudal de melodía; losoviales coros que se oían en la

taberna; las habitaciones

cálidamente brillantes, iluminadascon velas y con la lumbre del hogar,

que él se complacía en mirar desdela oscuridad exterior, o también la

excitada gritería y el vigor de lasgesticulaciones al discutir algúasunto imperfectamentecomprendido que se centraba en elcampo de cricket, todas estas cosas

debieron de clamar a su corazón e busca de compañía. Parece ser que,

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a medida que fue avanzando en laadolescencia, empezó a tomar u

interés considerable en el proceder 

de los enamorados, en sus preferencias y parejas, en aquellas

estrictas intimidades que son ta primordiales en la vida.

Un domingo, a la hora en quesalen las estrellas, los murciélagosy las pasiones de la vida rural,había una joven pareja «besándoseun poquito» en Love Lane, el

camino bordeado de altos setos queva hacia Upper Lodge. Estaba

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dando rienda suelta a sus pequeñasemociones, tan seguros en aquel

cálido y quieto crepúsculo como

 pueden desear estarlo unosenamorados. La única interrupció

concebible que ellos creían posiblevenir era por la parte de arriba del

sendero, pues el seto de tres metrosy medio de altura que se dirigíahacia el silencioso altozano les parecía constituir una garantíaabsoluta.

Entonces, de pronto —de unamanera increíble—, se sintiero

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levantados y separados.Se vieron suspendidos, cada

uno de ellos con un pulgar y u

índice bajo los sobacos, mientraslos perplejos ojos pardos del jove

Caddles escrutaban sus acaloradosy enrojecidos rostros. Se

encontraron mudos con lasemociones de su situación. —¿Por qué os gusta hacer eso?

 preguntó el joven Caddles.Me figuro que aquella

situación embarazosa continuó hastaque el chaval, recordando s

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hombría, conminó vehementementeal joven Caddles, con grandes

gritos, amenazas y viriles

 blasfemias, como podíaconsiderarse apropiadas a la

ocasión, a que los dejara en elsuelo, bajo pena de tremendos

castigos. Con esto, el joveCaddles, acordándose de sus buenos modales, los bajó con gracuidado y cortesía, adecuadamentecercanos, para que pudiera

reanudar su sesión de besos yabrazos. Después de contemplarlos

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con cierta vacilación, desde arriba,optó por desaparecer en el

crepúsculo...

 —Me sentí hecho un tonto — me confesó después el chaval—.

Casi no nos atrevíamos amirarnos... habiendo sido

sorprendidos de aquel modo...«Besándonos, ¿sabe usted...?«Y lo más curioso es que ella

me echó toda la culpa a mí, mellenó de insultos y casi no me

dirigió la palabra, de vuelta acasa...

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El gigante se estabaaventurando en investigaciones por 

su cuenta, no cabía la menor duda.

Estaba claro que su mente loatormentaba a fuerza de preguntas.

Estas preguntas las había formuladoa muy pocas personas todavía, perolas respuestas lo dejaron muyconfuso. Su madre, según creo, tuvoque verse sometida a esta especiede interrogatorio varias veces.

Solía entrar en el patio que

había detrás de la casa de su madre,y después de una cuidadosa

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inspección del terreno, con el fin deno aplastar ninguna gallina o

 polluelo, se sentaba lentamente co

la espalda apoyada contra elgranero. Al cabo de un minuto, los

 polluelos a quienes les era muysimpático, iban a picotearle elmusgoso barro gredoso de lascosturas de la ropa, y si el vientoanunciaba lluvia, el gatito de laseñora Caddles, que nunca perdiósu confianza en él, adoptaba una

forma sinuosa, echaba a brincar hacia la casa, entraba en ella,

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saltaba al guardafuegos de lacocina, daba la vuelta, salía, se le

encaramaba por la pierna, por el

cuerpo, hasta pararse en el hombro,donde permanecía en actitud

meditativa un momento, y luego¡zap!, otra vez abajo, y asísucesivamente. A veces le clavabalas garras en la cara de puraalegría, pero él nunca se atrevió atocar al gatito a causa del pesoincierto que tendría su mano sobre

una criatura tan frágil. Además,hasta le gustaba que le hiciera

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cosquillas. Y al cabo de un ciertotiempo ya hacía preguntas

comprometedoras a su madre.

 —Madre —le decía—, si estan bueno eso de trabajar, ¿por qué

no trabaja todo el mundo?Su madre alzaba la cabeza para mirarlo y respondía:

 —Es bueno para los que socomo nosotros.

 —¿Por qué? —meditaba él.Y como que no obtenía

respuesta, insistía: —¿Para qué sirve el trabajo,

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madre? ¿Por qué tengo que cortar  pizarra y tú tienes que lavar ropa,

día tras día, mientras Lady

Wondershoot se pasea en coche,madre, y viaja por todos esos

 países extranjeros que ni tú ni yoveremos nunca, madre? —Es que ella es una dama...

repuso la señora Caddles. —¡Ah! —exclamó el jove

Caddles. Y meditó profundamente. —Si no existieran los señores

que nos hacen trabajar —explicó laseñora Caddles—, ¿cómo

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 podríamos ganarnos la vidanosotros, los pobres?

Esto tenía que digerirlo.

 —Madre —probó de nuevo—,si no hubiera señores, ¿las cosas no

 pertenecerían a las gentes como tú yyo? Y si así... —¡Por el amor de Dios! ¡Qué

niño! —exclamó la señora Caddlesla cual, con la ayuda de una buenamemoria, se había transformado euna vigorosa y floreciente

 personalidad desde la muerte de laseñora Skinner—. ¡Desde que se

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llevaron a tu pobre abuelita, no haymodo de tratarte! No hagas

 preguntas y no te dirán mentiras. Si

me pusiera a contestar todas tus preguntas en serio, tu padre tendría

que buscarse a otra persona paraque le preparase la cena... ¡Y nohablemos de la ropa que quedaría por lavar...!

 —Bueno, madre —decía él,después de mirarla, algo perplejo

. No he querido molestarte.

Y continuó reflexionando.V

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Y así continuaba

reflexionando, cuatro años más

tarde, cuando el vicario, ya nomaduro, sino ya pasado, lo vio por 

última vez. Podéis imaginaros alviejo caballero, visiblementeenvejecido, más ancho de cintura,más tosco y más débil, tanto eideas como en palabras, con una

trémula agitación en la mano y otratrémula agitación en sus

convicciones, pero con la miradaaún vivaz y alegre a pesar de todos

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los disgustos que el Alimento habíaacarreado a su parroquia y a él

mismo. En algunas ocasiones se

había sentido atemorizado ymolesto pero, ¿no estaba aún vivo y

no seguía siendo él mismo?...quince largos años, una muestraapreciable de la eternidad, habíatransformado las perturbaciones ymolestias en usos y costumbres.

 —Fue un gran trastorno, hayque admitirlo —decía el vicario—,

y las cosas son diferentes ahora,diferentes en muchos aspectos.

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Antes podía salir un chico aescardar con toda tranquilidad,

 pero ahora tiene que salir u

hombre y aún provisto de hacha y palanca de hierro, en algunos sitios,

a causa de las malezas, al menos. Yresulta algo extraño para nosotros,los viejos del lugar, que hasta loque antes era el cauce del río, antesde la irrigación, esté cubierto de

trigo... como lo está este año... counas espigas de siete metros y

medio. Empleaban la antigua hoz,hoy ya pasada de moda, hace veinte

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años, y se llevaban la cosecha en ucarromato, divirtiéndose de u

modo sencillo y honesto. U

 poquito de borrachera, otro poquitode hacerse el amor para terminar...

¡Pobre Lady Wondershoot...! ¡A ellaque no le gustaban estasinnovaciones! ¡Muy conservadora ytradicional, pobre señora! Siempredije que había en ella algo del siglo

XVIII. Su modo de hablar, por ejemplo... Falto de vigor... «Murió

relativamente pobre. Esos grandeshierbajos se metieron en su jardín.

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o es que fuese muy aficionada a laardinería, pero le gustaba tener el

ardín en orden... Le gustaba que las

cosas crecieran allí donde sehabían plantado y del mismo modo

como se habían plantado... bajo scontrol... El modo como se pusieroa crecer las cosas fue del todoinesperado... y le produjo una graconfusión de ideas... Tampoco le

gustaba la perpetua invasión deloven monstruo ése, y por fi

empezó a imaginarse que la estabamirando siempre por encima de la

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tapia... Ni le gustaba tampoco queel chiquillo fuese casi tan alto como

una pared... Aquello chocaba con s

sentido de la proporción. ¡Pobreseñora! Creí que viviría lo que yo.

Fueron los grandes escarabajos queaparecieron por aquí durante un añoo así, lo que la decidió. Procedíade larvas gigantes, asquerosas,grandes como ratas... por toda la

hierba del valle...»Y las hormigas, sin duda

alguna, también influyeron en ello...«Como todo estaba trastornado y no

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había paz ni quietud en ninguna parte, dijo que creía que e

Montecarlo se encontraría tan bie

como en cualquier otra parte. Y allíse fue...

«Jugó con mucha audacia,según me dijeron. Y murió en uhotel allí. Es un final muy triste...Exilio... No, no es lo que puedeconsiderarse más conveniente, ni

más a propósito... Era una de lascabezas más señeras de nuestra

Inglaterra... Desarraigada. ¡Vaya...!»¡Y después de todo —repitió

l i i h l d

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el vicario—, ha resultado tan poco!¡Una verdadera lata, y nada más!

¡Los niños no pueden correr por ahí

con la libertad con que solíahacerlo en otro tiempo, con el

 peligro que hay en mordeduras yqué sé yo! Quizá sea mejor así... Sehabló mucho de que este productolo revolucionaría todo... Pero hayalgo que desafía todas estas fuerzas

de lo Nuevo... Yo no lo sé, por supuesto. No soy ninguno de estos

filósofos modernos... que loexplican todo a base de éter y

á E l ió P í í

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átomos. Evolución. Porquerías así.Lo que yo quiero decir es algo que

no se halla incluido en las...

«ologías». Es cuestión de razón, node comprensión. Madura sensatez.

aturaleza humana.ereperennius...  Llámese como sequiera.» Y así llegó al final de svida.

El vicario no tuvo la menor 

intuición de lo que le estabaacechando tan cerca. Dio s

acostumbrado paseo por FarthinDown, tal como lo había estado

h i d d á d i

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haciendo durante más de veinteaños, y de allí se dirigió al sitio

desde donde podría observar al

oven Caddles. Subió la cuesta dela cantera resollando un poco...

Hacía tiempo que había perdido svigorosa zancada cristiana de otrotiempo, pero se encontró con queCaddles no estaba en su trabajo yluego, al dar un rodeo para no pasar 

 por el matorral de helechos gigantesque empezaban a oscurecer y

 proyectar sus sombras sobre elHanger, ahí vio a la enorme silueta

d l t t d l l

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del monstruo, sentado en la loma,como si estuviese meditando sobre

la suerte del mundo. Caddles tenía

las piernas encogidas y las rodillaslevantadas, apoyaba la mejilla en la

mano y tenía la cabeza algoladeada. Estaba medio vuelto deespaldas, de modo que el vicario no pudo ver su mirada perpleja. Debióde haber pensado muy

atentamente... Al menos, estabasentado muy quieto...

Caddles no volvió la cabeza.unca supo que el vicario, aquel

i i h bí j d l

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vicario que había jugado un papeltan importante en su vida, lo estaba

mirando por última vez, después de

haberlo mirado innumerablesveces... y ni siquiera supo que se

encontraba allí. (¡Así ocurren tantasdespedidas!) El vicario quedóimpresionado por el hecho de que,después de todo, nadie en el mundo podía tener la menor idea de lo que

 pensaba aquel gran monstruocuando consideraba conveniente

descansar de sus labores. Pero elvicario era demasiado indolente

i l hil d l t

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 para seguir el hilo de aquel temanovísimo aquel día, y de esta nueva

idea retrocedió a sus antiguas ideas

rutinarias. —  Aere perenniuf  —susurró,

caminando de vuelta a su casa, por un sendero que ya no atravesaba elínea recta el prado como antes,sino que se torcía en varioscircuitos para evitar los recié

 brotados matojos de hierba gigante. ¡No! Nada ha cambiado. Las

dimensiones no son nada. El simpleciclo, la senda común...

Y aq ella noche sin el menor

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Y aquella noche, sin el menor dolor, sin tener conocimiento de

ello, se fue por la senda común,

dejando el Misterio del Cambio quese había empeñado en negar durante

toda su vida.Lo enterraron en el cementerio parroquial de Cheasing Eyebright,cerca del más alto de los tejos, y lamodesta losa funeraria que tenía

inscrito su epitafio terminabadiciendo: Ut in Principio, nunc est 

et semper...  Y quedó casiinmediatamente oculta al ojo del

hombre por una vegetació

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hombre por una vegetaciógigantesca de hierba y de

campánulas, demasiado recias a la

hoz o a las ovejas, que invadió el pueblo como una capa de niebla,

saliendo de la germinativa humedadde los prados del valle en los queel Alimento había estado haciendode las suyas.

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LIBRO TERCERO -LOS FRUTOS DELALIMENTO

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CAPÍTULO UNO - ELMUNDO

DISTORSIONADO

Una transformación de nuevo

cuño se produjo en el mundodurante veinte años. Para lamayoría de las personas lasnovedades se produjeron poco a poco y día a día, de un modo

ciertamente apreciable pero no ta

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ciertamente apreciable, pero no ta bruscamente como para abrumar a

nadie. Sin embargo, a un hombre, al

menos, la total acumulación de esasdos décadas de intenso trabajo por 

 parte del Alimento tuvo querevelársele de un modo repentino yasombroso en un solo día. Paranuestros propósitos será másconveniente que lo tomemos a partir 

de aquel día para relatar algo de lascosas que vio.

Este hombre era un convictocondenado a cadena perpetua —s

crimen no nos importa— a quien la

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crimen no nos importa—, a quien laley creyó oportuno perdonar al

cabo de veinte años. Una mañana

de verano, este desgraciado, quehabía dejado el mundo cuando era

un joven de veintitrés años, seencontró lanzado de la grissimplicidad de un trabajo penoso yuna disciplina que habíaconstituido el núcleo de su propia

vida a un mundo de deslumbrantelibertad. Le habían echado encima

unas ropas para éldesacostumbradas, hacía unas

semanas que su pelo había vuelto ad d dí á

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semanas que su pelo había vuelto acrecer, y desde unos días atrás se

había podido volver a hacer la

raya, y allí estaba, en una especiede desaliñada y torpe novedad de

cuerpo y de mente, parpadeando decuerpo y alma, otra vez fuera,intentando darse cuenta de una cosaincreíble: que, después de todo,volvía a estar en el mundo, y que

 para todas las demás cosas estabatotalmente falto de preparación.

Tenía la suerte de tener un hermanoque conservaba lo suficiente sus

distantes recuerdos comunes comoh b did h l l

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distantes recuerdos comunes como para haber acudido a estrecharle la

mano, un hermano que cuando él lo

había dejado era un muchachito yque ahora era un hombre próspero

con toda la barba... un hombrecuyos ojos inclusive le eraextraños. Y los dos juntos, él yaquel extraño de su familia, bajaroa la ciudad de Dover diciéndose

 pocas palabras y sintiendomuchísimas cosas.

Se sentaron un rato en unataberna, contestando el uno a las

preguntas del otro trayendo a lai ti d t

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 preguntas del otro, trayendo a lamemoria anticuados y raros puntos

de vista, echando a un lado un sinfí

de nuevos aspectos y nuevas perspectivas, hasta que fue hora de

irse a la estación para tomar el trede Londres. Los nombres y losasuntos personales de que tuvieroque hablar los hermanos nointeresan a nuestra historia; sólo

interesan las alteraciones y laextrañeza ambiente que esta pobre

alma de vuelta encontró en umundo que en otro tiempo fue ta

familiarE D d b

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familiar.En Dover pudo observar muy

 poco, excepto la excelencia de la

cerveza de barril. Nunca había bebido un trago de cerveza ta

 bueno, y lágrimas de gratitud brotaron de sus ojos. —La cerveza es tan buena

como siempre —dijo, creyendo, siembargo, que era infinitamente

mejor.Fue sólo cuando el tren los

llevaba traqueteando por Folkestone que pudo mirar aquel

hombre más allá de sus emocionesá i di t l l

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hombre más allá de sus emocionesmás inmediatas y ver lo que le

había ocurrido al mundo. Se asomó

a la ventana. —Hace sol —dijo por 

duodécima vez—. No podía hacer mejor tiempo.— Y entonces, por vez primera, su mente se iluminócon la percepción de que habíanuevas desproporciones en el

mundo.— ¡Por el amor de Dios! — exclamó incorporándose y

mostrando animación por primeravez en su semblante—. ¿Qué so

aquellos enormes cardos que creceen la orilla al lado de la retama? Si

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aquellos enormes cardos que creceen la orilla al lado de la retama? Si

es que realmente son cardos... ¿O

ya me he olvidado de todo lo quesabía?

Sí, eran cardos, y lo que tomó por altos matorrales de retama noera sino hierba, y en medio de todasestas cosas una compañía desoldados británicos —de rojo,

como siempre—, estaba haciendoejercicios militares de acuerdo co

el libro de prácticas que había sido parcialmente revisado después de

la guerra de los bóers. Luego, ¡zas!,dentro de un túnel y después e

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g g , ¡ ,dentro de un túnel y después e

Sandling Juction, que se hallaba

oscurecida —tenía todas laslámparas encendidas— y

empotrada en una gran espesura derododendros que se habíaesparcido por allí procedentes dealgún jardín contiguo y habíacrecido y se habían desarrollado

enormemente valle arriba. En unavía muerta de la estación de

Sandgate había un tren de cargalleno hasta los topes de leños de

rododendro, y allí fue donde elciudadano de vuelta oyó por

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, yciudadano de vuelta oyó, por 

 primera vez, hablar del Alimento

Estrella.Al pasar velozmente por u

 paisaje que parecía absolutamenteinalterado, los dos hermanostuvieron una serie de explicacionesdifíciles. El uno ansiaba hacer  preguntas insustanciales, y el otro

nunca había pensado, nunca sehabía ocupado en considerar 

aquello como un hecho aislado, ycontestaba con alusiones. Cada vez

era más difícil seguir laconversación

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gconversación.

 —Es eso del Alimento

Estrella —dijo el hermano, buceando en los bajos fondos de

sus conocimientos—. ¿No loconoces? ¿No te han dicho nada...?¿Nadie te lo ha explicado? ¡ElAlimento Estrella! Pues ya losabes: el Alimento Estrella. De eso

es de lo que se trata en laselecciones. Es una especie de

 producto científico. ¿Nadie te hadicho nunca nada?

Y pensó que el presidio habíatransformado a su hermano en u

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p q ptransformado a su hermano en u

tonto de capirote. ¿Como era

 posible que no se hubiera enteradode nada?Se fueron disparando

 preguntas y respuestas, sin dar casinunca en el blanco. Entrefragmentos de conversación habíaintervalos que pasaban sin decir 

nada, asomados a la ventanilla. Al principio, el interés que mostraba

aquel hombre por las cosas eravago y general. Su imaginació

había estado atareada pensando elo que diría fulano en qué aspecto

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plo que diría fulano, en qué aspecto

tendría mengano, cómo les

explicaría a todos y a cada uno deellos ciertas cosas que presentaríasu «alejamiento» bajo una luz mássuave. El Alimento Estrella se leapareció al principio como si fueseuna gacetilla extraña en u periódico, y luego como el orige

de ciertas dificultades intelectualescon su hermano. Pero se dio cuenta

inmediatamente de que el temasurgía con insistencia a cada nuevo

tópico.En aquellos días el mundo era

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En aquellos días el mundo era

un mosaico de transición de modo

que esta gran novedad se le hizo patente como una serie de shockscontrastados. El proceso detransformación no había sidouniforme. Se había diseminadodesde un centro de distribución aquíy otro allí. El país era como u

mosaico: grandes zonas donde elAlimento tenía que hacer s

aparición todavía y otras zonasdonde estaba ya presente en la

tierra y en el aire, esporádico ycontagioso Era como un tema

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contagioso. Era como un tema

musical muy audaz, insinuándose

entre antiguas y venerables tonadas.El contraste era, desde luego,muy vivido a lo largo de la víaférrea de Dover a Londres eaquella época. Durante un buen ratoatravesaron un paisaje como el queel hombre aquel había conocido e

su infancia: pequeños rectángulosde terreno, limitados por setos, de

un tamaño a propósito para ser arados por caballitos pigmeos;

 pequeñas y angostas carreteras, deuna anchura máxima de tres carros;

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una anchura máxima de tres carros;

olmos y robles y álamos, punteando

aquellos campos; pequeños gruposde sauces en las orillas de losarroyos; parvas de heno que nollegarían a la rodilla de un gigante;casitas de campo para muñecas coventanas de paneles romboides;ladrillerías; dispersas calles de

 pueblo; grandes casas de ricosmezquinos; taludes a los lados de la

vía, llenos de flores; estaciones coardín y todas las cosas del

desvanecido siglo XIXdefendiéndose aún contra la

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defendiéndose aún contra la

Inmensidad. Aquí y allá se veía

algún parche de cardos gigantes,sembrados por el viento y rasgadostambién por el viento, desafiando elhacha, más allá un bejín de tresmetros de altura o los calcinadostallos de hierba monstruosa en una pequeña zona de terreno, pero

aquello era todo lo que podía dar una indicación del uso del

Alimento.Durante un trayecto de muchas

millas nada apareció que presagiaraen absoluto la extraña grandeza del

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g

trigo y de los hierbajos que se

ocultaban a menos de veintekilómetros de distancia de la rutaseguida, al otro lado de las colinas,en el valle de Cheasing Eyebright.Y en seguida empezaron a aparecer trazas del Alimento. La primeracosa sorprendente con que se

encontraron fue el gran viaductonuevo en Tonbridge, donde se había

iniciado, precisamente aquellosdías, el pantano causado por la

obstrucción del río Medway (por una variedad gigante de chara).

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g g )

Luego reapareció de nuevo el

 paisaje pequeño, y después, aldivisarse la diminuta inmensidad deLondres tendida bajo la neblina, losindicios de la lucha del hombre para impedir el acercamiento de

aquel engrandecimiento biológicose hicieron visibles y numerosos.

En aquella parte del sudeste deLondres, en la época a que nos

referimos, y por todos losalrededores de allí donde vivía

Cossar y sus hijos, el Alimento sehabía vuelto misteriosamente

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insurgente en un centenar de puntos,

la vida en pequeño seguía en mediode portentos cotidianos, a loscuales únicamente la deliberacióde su aumento y el lentocrecimiento paralelo de la

costumbre a su presencia había privado de sus características

alarmantes. Pero aquel ciudadanoque volvía a sus lares se asomó

 para ver por vez primera losresultados del Alimento, extraños y

 predominantes, en forma de zonasennegrecidas, grandes defensas y

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g , g y

 preparaciones feísimas, cuarteles y

arsenales que esta influencia sutil y persistente había introducido a lafuerza en las vidas de los hombres.

Allí, y en menor escala, laexperiencia de la Granja

Experimental se había repetido unay otra vez. Había sido en las cosas

de la vida más inferiores yaccidentales, debajo de los pies y

en los solares y sitios deshabitados,de un modo irregular, donde se

había declarado la invasión de lasnuevas fuerzas y los resultados a

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y

ellas debidos. Había grandes patios

malolientes y recintos hediondosdonde alguna invencible manigua dehierbajos procuraba el combustible para una maquinaria gigante (los pequeños cockneys iban a

contemplar su oleaginosidadmediante una propina de seis

 peniques a los hombres encargadosde su manejo). Había carreteras y

 pistas para camiones y otrosvehículos, carreteras construidas

con las fibras entretejidas delesparto hipertrofiado; había torres

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con sirenas de vapor a punto de

empezar a aullar a la menor alarma, para advertir al mundo contracualquier nueva insurgencia de losinsectos, o, lo que todavía era másraro, venerables campanarios de

iglesias conspicuamente adaptadosa una máquina de proferir chillidos.

Había pequeños refugios pintadosde rojo y guarnecidas plazas de

armas, cada una de ellas provistade su rifle de un alcance de

trescientos metros, donde lostiradores se ejercitaban diariamente

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con munición de salva contra unos

 blancos que tenían la forma de ratasmonstruosas.Seis veces, desde el día de los

Skinner, había habido irrupcionesde ratas gigantes, siempre

 procedentes de las cloacas delsudoeste de Londres, y aquello ya

se aceptaba como un hechoconsumado, del mismo modo que e

el delta del Ganges, al lado mismode Calcuta, se acepta que haya

tigres...El hermano había comprado u

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 periódico, con cierta precipitación,

en Sandling, y aquel periódico alfin logró llamar la atención dellibertado. Desdobló las hojas deaquel periódico que le era taextraño —parecía más pequeño de

tamaño, pero con más hojas y unostipos de imprenta diferentes de los

que se usaban antes— y vioinnumerables grabados

representando cosas extrañas sin elmenor interés, y con largas

columnas de letra impresa cuyostitulares tenían para él tan poco

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significado como si hubiesen sido

escritos en lengua extranjera: «Gradiscurso del señor Caterham», «Lasleyes del Alimento Estrella...»

 —¿Quién es este Caterham? preguntó en un intento de volver 

a entablar conversación. —Un tío que está muy bien — 

contestó el hermano. —¡Ah...! Será un político, ¿eh?

 —Va a derribar al Gobierno.¡Ya era hora!

 —¡Oh! —reflexionó—.Supongo que todos los que yo

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conocía... Chamberlain, Rosebery,

todos... ¿Qué?Su hermano le había cogido dela muñeca y señalaba fuera de laventanilla.

 —¡Son los Cossar...!

Los ojos del ex presidiariosiguieron la dirección que señalaba

el dedo de su hermano y vieron... —¡Dios mío! —exclamó,

sobrecogido de pasmo por primeravez.

El periódico cayó en un olvidodefinitivo a sus pies. A través de

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los árboles podía ver muy

distintamente, de pie y en unaactitud cómoda, con las piernas muyseparadas y sosteniendo una pelotaen la mano como si estuviera a punto de arrojarla, una figura

humana gigantesca, que bien tendríadoce metros de estatura. Aquella

figura brillaba bajo la luz del sol,vestida con un traje de placas de

metal blanco y llevando un anchocinto de acero. Durante un momento

atrajo toda su atención, perodespués la mirada se desvió para

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enfocar a otro gigante más lejano,

que se preparaba para tomar la pelota, y entonces se le hizo patenteque toda aquella zona de las colinasdel norte de Sevenoaks había sidoarrasada con finalidades

gigantescas.Un enorme parapeto dominaba

la cantera de pizarra, y en aquel parapeto se había edificado la casa,

una monstruosa mole egipcia,achaparrada, que Cossar había

construido para sus hijos cuando elenorme cuarto de los niños hubo

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sido considerado insuficiente, y

detrás se levantaba un gracobertizo que podía haber albergado una catedral, de cuyaoscuridad salía de vez en cuandouna intermitente incandescencia y

un titánico martilleo ensordecedor.Luego volvió a fijarse en el gigante

al ver que la gran pelota de maderaforrada en hierro se desprendía de

su mano para elevarse en el aire.Los dos hombres se pusiero

de pie, los ojos muy abiertos. La pelota parecía grande como u

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tonel.

 —¡Cogida! —exclamó elrecién salido de la cárcel, mientrasun árbol le impedía ver al que habíalanzado la bola.

Desde el tren se pudieron ver 

todas estas cosas sólo durante unafracción de minuto. Luego se

interpusieron árboles el tre penetró en el túnel de Chislehurst.

 —¡Dios mío! —volvió aexclamar el ex presidiario al

hacerse la oscuridad—. ¿Cómo es posible? ¿Estaré soñando? Si el tío

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ese es tan alto como una casa!

 —Son los jóvenes Cossar — explicó el hermano moviendo lacabeza alusivamente—. De ahí esde donde viene todo el jaleo...

Salieron del túnel para

descubrir más torres coronadas desirenas, refugios rojos, y por último

las apiñadas casitas de lossuburbios más periféricos. El arte

de fijar carteles no había perdidonada durante aquel intervalo, y de

grandes tablones, de los topes delas casas, de las cercas y de

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centenares de puntos de vista

similares surgían las policromasllamadas para la gran elección delAlimento Estrella. «Caterham»,«Alimento Estrella» y «Pulgarcito,el matador de gigantes», una y otra,

y otra vez, y monstruosascaricaturas y distorsiones... cientos

de variedades de representacionesde aquellas grandiosas figuras

 brillantes de las que tan cercahabían pasado hacía sólo unos

minutos... II

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El hermano menor habíaabrigado el propósito de hacer algomagnífico, de celebrar este retornoa la vida con una cena en algúrestaurante de categoría, una

comida a la que siguiera todaaquella relumbrante sucesión de

impresiones que los Music Halls deaquellos días eran capaces de dar.

Era un plan benemérito que teníacomo finalidad borrar los más

superficiales estigmas delencarcelamiento con una exhibició

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de libertad, pero el segundo punto

del plan tuvo que modificarse. Lacomida se celebró, pero había ya udeseo más poderoso que el ansia dever shows, más eficaz en apartar dela mente del hombre la siniestra

 preocupación con su pasado quecualquier teatro, y este deseo era,

en realidad, una enorme curiosidady perplejidad sobre el Alimento

Estrella y los niños del Estrella, esanueva portentosa raza de gigantes

que parecía dominar el mundo. —No conozco el intríngulis

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del asunto —dijo—. Estos niños me

obsesionan.Su hermano tuvo la suficientedelicadeza para dejar de lado la proyectada hospitalidad.

 —La fiesta se hace en t

honor, muchacho —dijo—.Intentaremos entrar en el miti

monstruo que se celebra en elPalacio del Pueblo.

Por fin, el hombre reciésalido de presidio tuvo la suerte de

encontrarse metido como una cuñaen medio de una muchedumbre

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apretujada y mirando desde lejos u

 pequeño estrado brillantementeiluminado, debajo de un órgano yuna galería. El organista habíaestado tocando algo que hizoresonar rítmicamente las botas de

los que iban entrando en la sala araudales, pero eso ya había

terminado.Apenas el hombre recié

salido del presidio había podidosentarse y empezar a discutir con u

impertinente caballero extranjeroque daba codazos a diestro y a

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siniestro, entró Caterham. Salió de

la penumbra hacia el centro delestrado, apareciendo como uinsignificante pigmeo, una figurillanegra con una pincelada de color derosa por cara —de perfil podía

verse su característica narizaquilina—, una pequeña figura que

iba levantando inexplicablementeuna salva de aplausos. Una salva de

aplausos que se inició a lo lejos,que aumentó en seguida de volume

y que se extendió por toda la sala.Al principio, se produjo en el

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estrado un minúsculo barboteo de

voces, que pronto cobraron ímpetcomo una llamarada de sonido,atravesando la masa humana enteraque había dentro y fuera deledificio. ¡Cómo aplaudieron...!

¡Hurra...! ¡Hurra! Nadie entre aquella mirada

aplaudía como el hombre salido de presidio. Las lágrimas le

resbalaban por la cara, y sólo dejóde aplaudir porque se atragantaba.

Tenéis que haber estado en la cárceltanto tiempo como él estuvo para

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que podáis comprender, incluso

empezar a comprender, lo quesignifica para un hombre dar riendasuelta a sus pulmones en medio deuna multitud. (Sin embargo, a pesar de todo, ni siquiera pretendió

hacerse creer a sí mismo que sabíael motivo de toda aquella emoción.)

¡Hurra...! ¡Oh, Dios mío...! ¡Hurra!Después se hizo un breve

silencio. Caterham había adoptadoun aire de paciencia, y unos

individuos estaban diciendo yhaciendo un sinfín de cosas serias e

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insignificantes. Era como si se

oyeran voces en medio del ruido delas hojas en la primavera. —Wawawawa...¿Qué importancia tenía? Los

del público se hablaban unos a

otros. —Wawawawa wa...

¿No acabaría nunca degesticular aquel tonto del pelo

entrecano? ¿Interrumpiendo? ¡Claroque estaban interrumpiendo!

 —Wa, wa, wa, wa...¿Pero es que vamos a oír a

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Caterham mejor?

Mientras tanto, al menos los presentes podían contemplar aCaterham y podían estudiar lasfacciones del gran hombre, vistas auna perspectiva bastante lejana. Era

muy fácil caricaturizar a aquelindividuo, y el mundo entero podía

estudiarlo con toda facilidad en lostubos de lámpara, en los cromos

infantiles, en las medallas y las banderas Antialimento Estrella, e

el orillo de las sedas y algodonesmarca Caterham, y en los forros de

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los acreditados sombreros marca

Caterham. Caterham aparece etodas las caricaturas de la época.Se le ve vestido de marino al ladode un cañón anticuado y con u botafuego en la mano, con el

epígrafe «Nuevas leyes contra elAlimento Estrella», mientras en el

mar chapotea aquel monstruoenorme, feísimo y amenazador,

llamado Alimento Estrella. Tambiése le representa cap-a-pie, armado

con la cruz de San Jorge en elescudo y el yelmo, mientras u

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cobarde y titánico Caliban, sentado

en medio de inmundicias en laentrada de una horrenda cueva,rehúsa recoger su guantelete de los«Nuevos Decretos sobre elAlimento Estrella». A veces se lo

ve descender, como Perseo, pararescatar una encadenada y hermosa

Andrómeda (que lleva inscritaclaramente en su cinturón la palabra

«Civilización») de los despojoschapoteantes de un monstruo marino

que lleva en sus varios cuellos ygarras las inscripciones

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«Antirreligión», «Egoísmo

desenfrenado», «Mecanicismo»,«Monstruosidad» y cosas parecidas. Pero era como«Pulgarcito, el matador degigantes», que la imaginació

 popular consideraba a Caterhamás correctamente representado, y

era en la vena de un «Pulgarcito, elmatador de gigantes», que el

hombre salido de presidioamplificaba aquella miniatura

distante.El «wawawawa» se

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interrumpió bruscamente.Ya está. Ya se sienta. ¡Sí! ¡No!

¡Sí! ¡Es Caterham! —¡Caterham! ¡Caterham! —Y

volvieron a resonar los aplausos.Tiene que haber una gra

multitud para que pueda hacerse usilencio como el que siguió a aquel

desorden de aplauso. Un hombresolo en el desierto... Es una quietud

muy especial, sin duda, pero él sesiente respirar, se siente mover,

siente toda clase de cosas. Aquí, loúnico que se oía era la voz de

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Caterham, una voz brillante y clara,como una lucecita ardiendo en unicho de terciopelo negro.¡Escuchad escuchad! Se lo oíacomo si estuviera hablando junto auno.

Aquello resultóestupendamente efectivo para el

hombre recién salido de la cárcel,dentro de un halo de exquisitos y

temblorosos sonidos. Detrás delhalo, eclipsados en parte, estaba

sentados en el estrado los partidarios, y en primer término se

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extendía una vastísima perspectivade innumerables espaldas y perfiles, una grandiosa multitudatenta. Aquella figurilla parecíahaber absorbido la sustancia detodos los asistentes al acto.

Caterham habló de nuestrasantiguas instituciones.

 —¡Oídoídoid! —bramaba lamuchedumbre.

 —¡Oíd! ¡Oíd! —exclamaba elhombre recién salido de presidio.

El orador hablaba de nuestroantiguo espíritu de orden y justicia.

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 —¡Oídoídoíd! —bramaba lamuchedumbre.

 —¡Oíd! ¡Oíd! —gritaba elhombre recién salido de la cárcel,hondamente conmovido.

Caterham habló luego de la

sabiduría de nuestros antepasados,del lento desarrollo de venerables

instituciones de tradiciones moralesy sociales que se adaptaban como

un guante a las característicasnacionales inglesas.

 —¡Oíd! ¡Oíd! —gemía elhombre recién salido de presidio,

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con lágrimas de excitación en lasmejillas.

Y el orador seguía diciendoque todas estas cosas se nos iban delas manos. ¡Sí, se nos iban de lasmanos! Porque tres hombres de

Londres habían tenido la idea,veinte años atrás, de hacer una

mixtura indescriptible y ponerladentro de una botella, todo el orde

y la santidad de las cosas...Se oyeron gritos:

 —¡No! ¡No! —Bueno, pues —siguió

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diciendo el orador—, las cosas no pueden continuar así, y es necesariodespedirse de toda vacilación, esnecesario hacer acopio de fuerzas...

Aquí se dejó sentir una ráfagade aplausos. Debían despedirse de

toda vacilación, debían prescindir de las medias tintas. —Hemos oído

decir, caballeros —grito Caterha, de ortigas que se transforman e

ortigas gigantes. Al principio noson nada diferentes de las otras

ortigas... Pequeñas plantas que couna mano firme se pueden coger y

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arrancar, pero si se las dejacrecer... si se las deja crecer, sedesarrollan con un poder tavenenoso, que al final se necesita elhacha y la soga, se necesitaesfuerzos, trabajos y disgustos...

Han perecido muchos hombres en latala de las ortigas, otros hombres

 pueden perecer por el mismoconcepto...

Hubo un revuelo y unainterrupción y después el hombre

recién salido de presidio oyó denuevo la voz de Caterha

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resonando clara y recia: —¡Aprended lo del Alimento

Estrella del mismo AlimentoEstrella, y coged la ortiga antes de

que sea demasiado tarde! —Calló y

se secó los labios.

 —¡Claro como el cristal! — gritó alguien—. ¡Claro como el

cristal!Y entonces volvió a oírse

aquel extraño rumor creciendorápidamente hasta llegar a ser u

tonante tumulto, tanto, que parecíaque el mundo entero estuviese

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aplaudiendo...El hombre recién liberado

salió por último de la sala,maravillosamente agitado y co

aquellas señales inconfundibles eel rostro propias del que ha tenido

una visión. Él ya sabía y todo elmundo sabía. Sus ideas ya no era

vagas. Había vuelto a un mundo ecrisis, a la inmediata decisión de

una solución estupenda. Debía jugar su parte en el gran conflicto como

un hombre... un hombre libre yresponsable. El antagonismo se le

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representó como una imagen. Por ulado aquellas figuras gigantescas,contentas de sí mismas, cubiertas decota de malla, que había visto por 

la mañana —que ahora podíacontemplar bajo una luz diferente

, y por otro lado, aquella figurillavestida de negro gesticulando bajo

la luz de las candilejas, aquel pigmeo con su ordenado raudal de

melodiosa persuasión, con svocecilla penetrante, JohCaterharn... «Pulgarcito, el matador de gigantes». Todos debían unirse

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 para «coger la ortiga» antes de quefuera «demasiado tarde».

III

De todos los niños que habíatomado el Alimento de los Dioses,

los más altos, más fuertes y másobservados eran los tres hijos de

Cossar. La milla aproximada deterreno, cerca de Sevenoaks, donde

transcurrieran sus infancias yadolescencias, quedó tan surcadade trincheras, tan excavada y taretorcida, tan sembrada de

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cobertizos y enormes modelosmecánicos y de los juegos de sus potencialidades en vías dedesarrollo, que no se parecía a

ningún otro sitio de la tierra. Y yahacía mucho tiempo que había

empezado a ser pequeño para todolo que ellos intentaban hacer. El

mayor de los hijos era un gra proyectista de máquinas con ruedas.

Se había construido una especie de bicicleta gigante que no cabía eninguna carretera del mundo nihabía puente que la pudiera

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aguantar. Y allí se había quedadoaquella gran máquina de ruedas ymecanismos, capaz de hacer doscientas cincuenta millas por 

hora, excepto en los momentos eque su inventor se decidía a montar 

en ella para ir adelante y atrás, emedio de aquel patio de trabajo,

lleno de estorbos por todas partes.Tenía la intención de dar una

vueltecita por el pequeño mundocon aquel trasto y lo habíaconstruido con esta intención,mientras no era más que u

h h ll d h

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muchacho lleno de ensueños. Ahoralos radios de las ruedas corroídos por la herrumbre y las manchas parecían heridas en todos los sitios

donde el esmalte había saltado. —Tendrás que hacer primero

una carretera para la bicicleta, hijole había dicho Cossar—. De lo

contrario, dudo que puedas irte por ahí.

Así, pues, un buen día, eloven gigante y sus hermanos se pusieron a trabajar para hacer unacarretera que diera la vuelta al

d P i i

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mundo. Parece que era inminente uconato de oposición, y ellos sehabían puesto a trabajar con notablevigor. La gente los descubrió muy

 pronto construyendo aquellacarretera: varias millas ya

niveladas, comprimidas yterminadas. Una ingente

muchedumbre de excitadosindividuos, terratenientes,

corredores de tierras, autoridadeslocales, abogados, policías y hastasoldados, se opuso a quecontinuaran su labor.

E h i d

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 —Estamos haciendo unacarretera —explicó el mayor de loschicos.

 —Hagan las carreteras que

quieran —dijo el principal letradode los que allí había—, pero haga

el favor de respetar los derechosajenos. Hasta ahora ya ha

infringido los derechos privados deveintisiete diferentes propietarios,

eso sin contar la propiedad y los privilegios especiales de la Juntadel Distrito Urbano, nueveConcejos parroquiales, una

Di t ió i i l d

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Diputación provincial, dosCompañías del gas y una Compañíaferroviaria...

 —¡Demonios! —dijo el mayor 

de los chicos Cossar. —Tendrán ustedes que

desistir... —Pero, ¿no quieren ustedes

tener una buena carretera recta elugar de esos asquerosos senderos

llenos de surcos y de hoyos? —No diré que no sea muyventajosa, pero...

 —No hay que hacerlo —dijo

l d l C i d

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el mayor de los Cossar recogiendosus herramientas.

 —De este modo, no —dijo elletrado—. En absoluto.

 —¿Pues cómo hay quehacerlo?

La respuesta del abogado principal fue complicada y vaga.

Cossar había ido a ver latravesura que sus hijos había

hecho y los recriminó severamente, pero se echó a reír a carcajadas y pareció sentirse muy dichoso con elincidente.

M h h d béi

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 —Muchachos, debéis esperar aún algún tiempo antes de poder hacer cosas como ésta —gritómirando hacia arriba.

 —El abogado nos ha dichoque debemos empezar por preparar 

un plan y obtener autorizacióespecial y toda una serie de

monsergas... Dice que tardaremosaños...

 —Tendremos un plan antes de poco, hijito —gritó Cossar haciendo bocina con las manos—,no tengas miedo. Por ahora vale

más que juguéis y hagáis modelos

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más que juguéis y hagáis modelosde las cosas que pensáis hacer. Másadelante todo se arreglará.

Ellos hicieron lo que Cossar 

decía, como hijos obedientes.Pero, a pesar de todo,

refunfuñaron un poco. —Está muy bien —dijo el

mediano al mayor—, pero noquiero estar siempre jugando y

haciendo planes. Quiero hacer algoreal, ¿sabes? No hemos venido aeste mundo fuertes como somossólo para jugar en esta porquería de

terreno tan pequeño y pasear y no

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terreno tan pequeño, y pasear, y noacercarnos a los pueblos... Nohacer nada está mal. ¿No podríamosencontrar algo que la gente pequeña

deseara que se realizase parahacérselo nosotros, para

divertirnos...?«Muchos viven en casas

inhabitables. Construyámosles unacasa cerca de Londres, una casa que

 pueda contener montones y másmontones de esa gente, y seacómoda y bonita, y hagámosles unahermosa carretera que los conduzca

hacia donde tienen que ir a hacer

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hacia donde tienen que ir a hacer sus negocios... un bonito y rectocamino, y procurar que sea lo más bonito posible. Se lo dejaremos

todo tan limpio y precioso, queninguno de ellos podrá ya vivir de

este modo asqueroso como viveahora. Que haya agua suficiente

 para que todos puedan lavarse, esoes lo que haremos, porque, ¿sabes?,

son tan sucios ahora que de cadadiez casas, nueve no tienen baño.¡Pequeños zorrinos hediondos! Ysabes que los que tienen baño

escupen insultos a los que no lo

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escupen insultos a los que no lotienen, en lugar de ayudarles atenerlo..., y los llaman el GraPopulacho... Ya lo sabes. Nosotros

modificaremos todo eso. Y haremosque la electricidad alumbre, cocine

y limpie para ellos, para todos.¡Qué raro! ¡Hacen que sus mujeres,

mujeres que van a ser madres, searrastren por los suelos para

fregarlos...!«Podríamos hermosearlo todo.Podríamos construir un graedificio para generar la electricidad

y todo quedaría sencillamente

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y todo quedaría sencillamente precioso. ¿No es cierto...? Yentonces, tal vez nos dejarían hacer otras cosas.

 —Sí —dijo el hermano mayor , podríamos hacerlo todo y muy

 bonito, además. —Entonces, hagámoslo — 

repuso el mediano. —¡Pues adelante! —gritó el

hermano mayor buscando unaherramienta a propósito.Y aquello produjo otra

espantosa trifulca.

Al momento acudiero

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Al momento acudieroagitadas multitudes diciéndoles que parasen por un sinfín de razones,diciéndoles también que parasen si

motivo ni razón alguna, multitudes balbucientes, confusas y variadas.

Aquel edificio que construían erademasiado alto: no tenía garantía

alguna de estabilidad. Era feo;impediría que se pudieran alquilar 

las casas vecinas de tamañonormal; echaba a perder la línea del barrio; no era de buen vecino; eracontrario al Reglamento de

Edificación Local; infringía el

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Edificación Local; infringía elderecho de las autoridades localesde imponer la distribución de unaenergía eléctrica propia,

insuficiente y cara; y, por último, perjudicaba los intereses de la

Compañía local del agua.Los funcionarios del

Municipio se despabilaron ante la posibilidad de ejercer una

obstrucción judicial. El abogadoreapareció representando unadocena de intereses amenazados;terratenientes locales apareciero

en oposición; personas co

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en oposición; personas coderechos misteriosos reclamaroindemnizaciones exorbitantes;sindicatos del ramo de la

construcción alzaron sus vocescolectivas; un grupo de tratantes de

toda clase de material para laconstrucción se transformó en una

 barrera infranqueable.Asociaciones extraordinarias de

 personas con visiones proféticas delos horrores estéticos se agruparo para proteger el paisaje del lugar donde había la intención de

embalsar el río.

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embalsar el río.Estos últimos individuos era

absolutamente los más burros,según los chicos Cossar. Aquella

hermosa vivienda proyectada por ellos fue algo así como un bastón e

medio de un avispero. —¡Nunca lo hubiese creído!

exclamó el mayor de los Cossar. —¡No podemos continuar! — 

lamentó el segundo. —¡Son unos animalesindecentes! —protestó el menor delos hermanos—. ¿Es que no van a

dejarnos hacer nada?

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dejarnos hacer nada? —Aunque sea por su propia

comodidad... ¡Y una casa tan bonitacomo les habríamos hecho!

 —Parece que se pasan la vida,sus necias vidas insignificantes, e

molestar al prójimo —dijo el chicomayor—. Derechos y leyes y

reglamentos y granjerías, igual queun juego chino... Bueno, sea como

sea, tendrán que vivir en suscasuchas repugnantes, sucias ydisparatadas durante algún tiempotodavía. Es evidente que no

 podemos continuar nuestra obra.

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pY los chicos Cossar dejaro

aquella gran casa sin terminar, merohoyo de cimientos y el comienzo de

una pared, y se volvieron,malhumorados, a su gran recinto. Al

cabo de un cierto tiempo el hoyo sellenó de agua y con elementos

estancados, hierbas y sabandijas, yel Alimento, ya fuese echado allí

 por los hijos de Cossar, ya viniera a parar allí como polvo impelido por el viento, empezó a desarrollar todala materia viviente a su modo

habitual. Ratas de agua invadiero

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gel país causando muchos daños, yun día un campesino encontró a suscerdos bebiendo de aquella agua e

instantáneamente y con gra presencia de ánimo —porque sabía

lo del gran puerco de Oakham— lossacrificó a todos. Y de aquel

 profundo estanque fue de dondesalieron los mosquitos, unos

mosquitos terribles, cuya únicavirtud consistió en que los hijos deCossar, después de haber sido picados por ellos, no pudiero

sufrirlo más, y aprovechando una

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, y pnoche de luna, cuando la ley y elorden dormían, abrieron un canal ydirigieron el agua hacia el río, por 

Brook.Pero dejaron los grandes

hierbajos y las grandes ratas deagua y toda suerte de cosas enormes

e indeseables que vivían y secriaban en el sitio que había

escogido, el mismo sitio donde elhermoso edificio para la gente pequeña podía haberse elevadohasta el cielo...

IV

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Esto había ocurrido en la niñezde los Hijos, pero ahora eran ya

casi hombres. Y las cadenas habíaestado oprimiéndoles más y más, a

medida que transcurrían los años decrecimiento. Año tras año, a

medida que iban creciendo y elAlimento se diseminaba, y las cosas

grandes iban multiplicándose, laviolencia y la tensión aumentaban.El Alimento había sido en el principio, para la masa del pueblo,

una maravilla distante, y ahora ya

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 penetraba por el umbral decualquier casa, amenazador, presionando y deformando el orde

vital. Obstruía esto, trastornabaaquello, cambiaba los productos

naturales y al cambiarlos hacíainútiles los empleos y dejaba a

centenares de miles de personas sitrabajo. Además, traspasaba límites

y fronteras y transformaba el mundodel comercio en un mundo decataclismos, nada tiene, pues deextraño que la humanidad lo

aborreciera.

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Y como es más fácil aborrecer las cosas animadas que lasinanimadas, a los animales más que

a las plantas y a los seres humanosmás que a los animales, el miedo y

las molestias engendrados por lasortigas gigantes y por las hojas de

hierba de dos metros, por losespantosos insectos y por las

sabandijas que parecían tigres, fueacumulándose en un gran rencor queapuntaba directamente a aquella banda dispersa de enormes seres

humanos, los Niños del Alimento.

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Aquel odio había llegado a ser lafuerza central en cuestiones políticas. Las antiguas directrices

de los partidos habían sido negadasy borradas del todo ante la

insistencia de aquellos nuevos problemas y el conflicto estaba

ahora entre el partido de loscontemporizadores, que sostenían la

opinión de que se tenía que confiar a muy pocos políticos el control yla regulación del Alimento, y el partido de la reacción por el que

hablaba Caterham, siempre con la

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más siniestra ambigüedad,cristalizando sus intenciones primero en una frase amenazadora y

después en otra, como, por ejemplo,que se debía «evitar el crecimiento

desmedido de la zarza», o descubrir «la curación de la elefantiasis», y

 por fin, en vísperas de la elección,«arrancar las ortigas».

Un buen día, los tres hijos deCossar, que ya no eran niños sinohombres, se hallaban sentados emedio de sus fútiles trabajos,

conversando a su manera de todas

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estas cosas. Habían estadotrabajando todo el día en una seriede grandes y complicadas

trincheras que su padre les había pedido que hicieran, y estando el

sol ya en el ocaso se habían sentadoen el reducido espacio destinado a

ardín que había ante la gran casa ymiraban al mundo mientras

descansaban esperando que losdiminutos servidores de la casa lesdijeran que su comida estaba a punto. Debéis imaginaros estas

enormes figuras, la menor de ellas

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de doce metros de estatura,reclinándose sobre un pedazo decésped que a un hombre corriente le

habría parecido un rastrojo decañas. Uno de ellos se había

incorporado y se quitaba la tierrade las enormes botas con una viga

de hierro que tenía agarrada couna mano, el segundo se apoyaba e

el codo y el tercero desbastaba u pino, lo cual impregnaba el aire coolor a resina. Iban vestidos, no detela, pues los trajes interiores era

de soga entretejida y los vestidosi d l b d l i i

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exteriores de alambre de aluminioafelpado. Iban calzados de maderay hierro, y los gemelos, botones y

cinturones de sus trajes eran deacero plateado. La gran casa de una

sola planta en que vivían, egipcia por su solidez, era mitad de

monstruosos bloques de greda y laotra mitad excavada en la roca viva

de la colina. Tenía sus buenostreinta metros de altura vista desdesu fachada, y vista por su partetrasera, las chimeneas, las ruedas,

las grúas y las techumbres de susb i d b j d b

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cobertizos de trabajo se destacabamaravillosamente contra el cielo. Através de una ventana circular de la

casa se hacía visible un caño por donde se vertía cierto metal fundido

al rojo blanco, goteandocontinuamente en gotas regulares

 para caer en un receptáculo fueradel alcance de la vista. Aquel sitio

estaba cercado y someramentefortificado con monstruosos taludesde tierra reforzados con acero tanto por encima de la cumbre de la

colina, como abajo, en la depresiód l ll S i b l d

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del valle. Se necesitaba algo detamaño corriente para poder comparar la escala. El tren que

venía resollando de Sevenoaks,atravesando su campo visual y

hundiéndose de inmediato en eltúnel, parecía, en comparación co

todas aquellas obras, un pequeñouguete automático.

 —Nos han prohibido el paso por todos estos bosques de la partede acá de Ightham —dijo uno de loschicos—. Y el letrero que estaba e

Knockholt lo han trasladado de dosill h i á

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millas hacia acá.

 —Es lo menos que podíahacer —dijo el más joven, después

de una pausa—. Intentan quitarleargumentos a los pretextos de

Caterham. —Lo cual no es suficiente y es

demasiado para nosotros. —Quieren aislarnos del

Hermano Redwood. La última vezque fui a verlo, los letreros rojos sehabían adelantado alrededor de unamilla por ambos lados. El camino

que nos conduce a él por la colinad á t

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ya no es nada más que un angosto

vericueto.El que hablaba se calló

reflexionando y añadió: —¿Qué le ha pasado a nuestro

Hermano Redwood? —¿Por qué? —preguntó el

hermano mayor.El otro cortó una rama de s pino.

 —Estaba como si no estuviesedel todo despierto. No parecióescuchar lo que yo tenía que

decirle. Y dijo algo de... amor.El á j l ó

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El más joven golpeó con s

viga el borde de la suela de hierro yse echó a reír.

 —El Hermano Redwoodsueña —dijo. Nadie habló durante

un rato. Luego el hermano mayor repuso:

 —Este modo de encerrarnoscada vez más no se puede soportar.Al final, estoy seguro de que van atrazar un círculo alrededor denuestras botas y nos dirán quevivamos allí dentro. El hermano

mediano barrió con la mano umontón de ramas de pino y cambió

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montón de ramas de pino y cambió

de actitud. —Lo que hacen ahora no es

nada comparado con lo que harácuando Caterham esté en el poder.

 —Si es que llega al poder — dijo el hermano menor aporreando

el suelo con la viga. —¡Llegará! —murmuró elmayor mirándose los pies. Elhermano mediano cesó dedesmochar la rama de pino y susmiradas se dirigieron a los grandes

taludes que les protegían a todo salrededor

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alrededor.

 —Entonces, hermanos —dijo, nuestra juventud ha terminado, y

tal como nos dijo hace tiempo elPadre Redwood debemos portarnos

como hombres. —Sí —convino el hermano

mayor—. Pero, ¿qué significa eso?¿Qué quiere decir... cuando llegueel día de la aflicción?

Miró a su vez, aquellas rudas yextensas indicaciones deatrincheramientos a su alrededor,

mirando más que a ellas, a travésde ellas por encima de los montes

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de ellas, por encima de los montes,

las multitudes del otro lado. Unaidea del mismo género pasó por las

mentes de los tres: una visión degente pequeña lanzándose a la

guerra, una inundación de gente pequeña inagotable, incesante,

maligna... —Son muy pequeños —dijo elhermano menor—, pero son taincontables como las arenas delmar.

 —Tienen armas... Tienen el

armamento que han fabricadonuestros Hermanos de Sunderland

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nuestros Hermanos de Sunderland.

 —Además, hermanos, siexceptuamos los bichos y los

 pequeños accidentes con algunamala bestia, ¿qué sabemos nosotros

lo que es matar? —Lo sé —aprobó el hermano

mayor—. Y por todo esto... somoslo que somos. Cuando llegue el díade la aflicción tendremos que hacer lo que debamos.

Cerró de golpe su cortaplumasla hoja era larga como un hombre

 y utilizó su nuevo báculo de pinopara levantarse Se volvió hacia la

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 para levantarse. Se volvió hacia la

inmensidad gris y achaparrada de lacasa. Al levantarse, un rayo

carmíneo del sol poniente se reflejóen la malla  y  los cierres del cuello

y en el metal tejido de los brazos, ya los ojos de su hermano pareció

como si de repente se hubiesecubierto de sangre...Al levantarse, el joven gigante

vio una figurilla negra destacándoseen la incandescencia del ocaso,encima del talud que se erguía en lo

alto de la colina. Las negrasextremidades hacían torpes

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extremidades hacían torpes

aspavientos. Algo indescriptibleque había en el modo de gesticular 

indicaba prisa en la mente del jovegigante, que hizo voltear su tranca

de pino y llenó el valle con u potente:

 —¡Atención...! Pasa algo.Y echó a andar para recibir yayudar a su padre.

V

Dio la casualidad de que otro

oven que no era ningún gigante ibadescargando sus ideas sobre los

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descargando sus ideas sobre los

hijos de Cossar, precisamente almismo tiempo. Procedía del otro

lado de las colinas, de más allá deSevenoaks, y venía con un amigo

suyo. Era éste a quien hablaba. Y alo largo del seto habían oído u

lastimero piar y habían intervenido para salvar a tres pavos del ataquede un par de hormigas gigantes. Fueaquella aventura lo que inició laconversación.

 —¡Reaccionario! —dijo el

oven al llegar al campamento delos Cossar— ¿Quién no sería

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los Cossar . ¿Quién no sería

reaccionario ante esto? ¡Mira aquelcuadro de terreno, aquel espacio de

la tierra de Dios, que en otrotiempo fue agradable y hermoso, y

ahora desgarrado, mancillado,destripado! ¡Esos cobertizos!

¡Aquel gran molino de viento!¡Aquella monstruosa máquina coruedas! ¡Aquellos diques! ¡Miraesos tres monstruos aquí sentadosconspirando para llevar a cabo

alguna treta infernal ¡Mira... mira

toda esta tierra!Su amigo lo escrutó fijamente.

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Su amigo lo escrutó fijamente.

 —Has estado escuchando aCaterham —dijo.

 —¡Usando los ojos! Mirandoun poco hacia la paz y el orden del

 pasado que estamos dejando atrás.Este repugnante Alimento es la

última forma que ha adoptado eldiablo, empeñado como siempre ela ruina de nuestro mundo. ¡Piensaen lo que debió de ser el mundoantes de nuestra época, lo que era

todavía cuando nuestras madres nos

echaron al mundo, y míralo ahora!¡Piensa cómo sonreían antes estas

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¡Piensa cómo sonreían antes estas

laderas bajo la dorada cosecha,cómo los setos, llenos de florecillas

olorosas, dividían la modesta proporción de este hombre de la de

aquel otro, cómo las rojizas granjasy cortijos punteaban el paisaje y

cómo la voz de las campanas de laiglesia, desde aquel lejanocampanario que se ve desde aquí,inundaba el valle entero todos losdomingos en la plegaria dominical!

Y ahora, cada año aún más que el

anterior, más  y  más hierbajosmonstruosos, sabandijas

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, j

monstruosas y esos gigantes quecrecen y crecen por encima de

nosotros, extendiéndose por encimade nosotros, chocando contra todo

lo sutil y sagrado de nuestromundo...

¡Mira!Señaló hacia un puntodeterminado, y los ojos de su amigosiguieron la línea indicada por sdedo.

 —¡Una de sus huellas! ¿Ves?

Ha profundizado casi un metro. Esun peligro latente para caballos y

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p g p y

inetes, una trampa para incautos.Hay un rosal silvestre tronchado, la

hierba arrancada, una cardencha pisoteada, una acequia de granjero

rota y el borde del camino hundidoy estropeado. ¡Destrucción! Esto es

lo que están haciendo por todo elmundo, destrozar el orden y ladecencia que el mundo de loshombres ha hecho. Pisotearlo todo.¡Reacción! ¿Qué otra cosa?

 —Pero... reacción al fin. ¿Qué

 piensas hacer? —¡Acabarlo! —exclamó el

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¡

oven procedente de Oxford—.Antes de que sea demasiado tarde.

 —Pero... —No es imposible —exclamó

el joven elevando el tono de la voz. Queremos mano firme,

queremos el plan sutil y la menteresolutiva. Hemos sido tímidos ydébiles, hemos jugueteado ycontemporizado y el Alimento haido creciendo más y más. Y, no

obstante, todavía...

Se calló un momento. —Eso es un eco de Caterha

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dijo su amigo. —Aún ahora hay esperanzas...,

esperanzas abundantes, con tal queestemos seguros de lo que

queremos y de lo que nos proponemos destruir. La masa del

 pueblo está con nosotros,muchísimo más de lo que lo estabahace unos años. La ley está conosotros, la constitución y el ordede la sociedad, el espíritu de las

religiones oficiales, las costumbres

y los hábitos del género humanoestán con nosotros y en contra del

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Alimento. ¿Por qué razódeberíamos contemporizar? ¿Por 

qué razón tenemos que mentir?Aborrecemos todo eso, no lo

queremos. ¿Por qué, pues, tenemosque soportarlo? ¿Intentas quedarte

ahí gimiendo, en obstrucció pasiva, y nada más hasta que noquede un grano de arena en el relojde nuestra vida?

Se calló de nuevo y, dando

media vuelta, prosiguió:

 —¡Mira aquel soto de ortigasallí! ¡En medio de ellas hay

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hogares... abandonados... donde eotro tiempo las familias de hombres

sencillos dejaron que transcurrierasus vidas honradas...!

Y después de una breve pausa,añadió dando media vuelta y

señalando el sitio donde los Cossar estaban murmurando otro de susagravios:

 —¡Míralos! Y yo conozco a s padre, un bruto, una especie de

 bestia con un vozarrón intolerable,

una especie de salvaje caminando por nuestro mundo, demasiado

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magnánimo, durante más de treintaaños. ¡Un ingeniero! Para él todo lo

que para nosotros es querido ysagrado, nada representa. ¡Nada!

Las espléndidas tradiciones denuestra raza y de nuestro terruño,

sus nobles instituciones, el orden, laamplia y lenta marcha de precedente en precedente que hahecho la grandeza de nuestro puebloinglés y la libertad de esta soleada

isla..., todo eso para él son cuentos

ociosos, dichos y olvidados.Cualquier paparrucha sobre el

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futuro vale más para él que todasestas cosas sagradas... Es ese tipo

de hombre que no vacilaría ehacer pasar los ramales del tranvía

sobre la tumba de su madre sicreyera que el trayecto salía más

 barato... ¡Y aún piensas econtemporizar, en buscar algunafórmula de compromiso que te permita vivir a tu modo mientrasesa —esa maquinaria— vive en el

suyo! Te digo que no hay remedio...,

no hay remedio. ¡Sería lo mismoque hacer un tratado con un tigre!

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Ellos quieren que las cosas seagrandes y monstruosas... y nosotros

queremos que sean normales yagradables. O lo uno o lo otro.

 —Pero, ¿qué puedes hacer tú? —¡Mucho! ¡Todo! ¡Suprimir el

Alimento! Estos gigantes estátodavía dispersos, todavía soinmaduros y se hallan desunidos.Encadenarlos, amordazarlos,silenciarlos. Detenerlos a cualquier 

 precio. ¡Es su mundo o el nuestro!

¡Acaba con el Alimento!¡Encarcelar a los que lo fabrican!

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¡Hacer algo para parar a Cossar!o parece que recuerdes que basta

una generación, una sola generacióque aguante y luego... Luego

 podríamos nivelar esos terraplenes,rellenar sus huellas, quitar esas

feísimas sirenas de loscampanarios, destruir todosnuestros cañones elefantiásicos yvolver nuestras miradas otra vezhacia el antiguo orden de cosas,

hacia nuestra jugosa civilizació

antigua para la que está adaptada elalma del hombre. —Eso sería u

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tremendo esfuerzo. —Para un fin tremendo. ¿Y si

no lo hacemos así? ¿No ves el panorama que nos espera tan claro

como la luz del día? Los gigantesirán creciendo y multiplicándose

 por todas partes. En todas partesfabricarán y esparcirán el Alimento.La hierba se agigantará en nuestroscampos, los hierbajos en nuestrosactos y vallados, los bichos en los

matorrales y los ratones en los

albañales. Más, y más y más... Estoes sólo el comienzo. El mundo de

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los insectos se levantará contranosotros, lo mismo que el mundo de

las plantas, y hasta los mismos peces del mar harán embarrancar y

zozobrar nuestros barcos. Unatremenda vegetación oscurecerá y

ocultará nuestras casas, sofocaránuestras iglesias, arruinará ydestruirá todo el orden de nuestrasciudades, y nosotros no seremos yamás que unos débiles bicharracos

 bajo los talones de la nueva raza.

¡El género humano se hundirá y seahogará en sus propios engendros!

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¡Y todo por nada! ¡Tamaño! ¡Simpletamaño! Engrandecimiento y da

capo. Estamos buscando nuestro propio camino entre los comienzos

de la nueva era. Y todo lo quehacemos es exclamar: «¡Qué

inconveniente...!» Refunfuñamos yno hacemos nada. ¡No! Levantó lamano y prosiguió:

 —¡Dejémosles que hagan loque tiene que hacer! De acuerdo. Yo

soy partidario de la reacción, de

una reacción liberal e intrépida. Amenos que tú también intentes tomar 

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este Alimento. ¿Qué otra cosa se puede hacer en el mundo entero?

Hemos estado entreteniéndonos comedias tintas durante demasiado

tiempo. Entretenerte con mediastintas es tu costumbre, tu círculo de

existencia, tu espacio y tiempo.¡Pero yo no! ¡Yo estoy contra elAlimento, con todas mis fuerzas ymi voluntad estoy contra elAlimento!

Se volvió a su compañero al

oír el gruñido de discrepancia coque acogió su perorata.

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 —Y tú, ¿dónde estás? —Es un asunto muy

complicado... —¡Oh...! ¡Vas a la deriva! — 

gritó el joven procedente deOxford, muy acerbadamente,

haciendo grandes aspavientos—.Las medias tintas son la nada. Tieneque ser una cosa u otra Comer odestruir. ¡Comer o destruir! ¿Quéotra cosa se puede hacer?

CAPÍTULO DOS - LOS

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AMANTES GIGANTES

I

Pero dio la casualidad de que,

en aquellos días en que Caterhaestaba haciendo campaña continua

los niños del Alimento Estrella,antes de las elecciones generalesque, en medio de las circunstanciasmás trágicas y terribles, debía

llevarse al poder, aquella princesagigante, aquella Serenísima Alteza,

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cuya nutrición en su más tiernainfancia había jugado un papel ta

importante en la brillante carreradel doctor Winkles, había llegado a

Inglaterra desde el reino de s padre para algo muy importante.

Estaba prometida, por razones deEstado, con cierto príncipe... y la boda tenía que manifestarse comoun acontecimiento de grasignificación internacional. Pero

habían surgido misteriosos

aplazamientos. El Rumor  y  laImaginación colaboraron en la

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historia y se dijeron muchas cosas.Hubo rumores de que el príncipe

había declarado que no quería quele tomasen el pelo, por lo menos

hasta aquel extremo. El pueblosimpatizaba con él. Este es el

aspecto más importante del asunto.Ahora bien, por extraño que parezca, es un hecho que la princesa gigante ignoraba eabsoluto la existencia de otros

gigantes, hasta que llegó a

Inglaterra. Había vivido en umundo donde el tacto constituye

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casi una pasión, y la reserva, laatmósfera en que se vive. Le había

ocultado este hecho, la habíaaislado de la vista e incluso de la

sospecha de toda forma gigantescahasta que se cumpliera la fecha

señalada para su viaje a Inglaterra.Hasta que vio al hijo de Redwoodno tuvo la menor idea de quehubiera en el mundo otro gigante.

En el reino del padre de la

 princesa había grandes altiplanicies

yermas y montañas baldías dondeella se había acostumbrado a vagar 

lib b l lid l

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libremente. Le gustaba la salida y la puesta del sol y todo el gra

espectáculo del firmamento, pero alhallarse entre un pueblo antaño ta

democrático y tan vehementementeleal como el inglés, su libertad

quedó muy restringida. La genteacudía a verla en carricoches, etrenes de excursión, en multitudesorganizadas. Millares de personasrecorrieron largas distancias e

 bicicleta para poder contemplarla,

y la princesa tenía que levantarsemuy temprano si quería poder 

E ú

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 pasear en paz. Era aún muy cercadel alba aquel día en que el jove

Redwood se encontró con ella.El Gran Parque contiguo al

 palacio donde ella vivía se extendíaen una longitud de más de veinte

millas hacia el oeste y el sur. Loscastaños de sus avenidas se alzaba por encima de la cabeza de la princesa. Cada uno de los castañosal pasar ella por delante parecía

ofrecerle una riqueza más

abundante de flores que el árbolanterior. Durante un buen rato se

f ó l i t l l d

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conformó con la vista y el olor delos capullos, pero al final quedó

vencida por tantos ofrecimientos yse puso a coger tantas flores que no

se dio cuenta de la presencia deloven Redwood hasta que éste

estuvo muy cerca.Ella seguía andando por entrelos castaños, con el amante que ledeparaba el destino acercándosecada vez más, imprevisto,

insospechado. Metió las manos por 

entre las ramas, quebrándolas yreuniéndolas en un ramo. Estaba

l l d E t

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sola en el mundo. Entonces...Levantó la vista y en el acto se

encontró con su pareja. Necesitamos ahora poner 

nuestra imaginación en la estaturade él para ver la belleza que él vio.

Aquella inaccesible grandiosidadque impide nuestra inmediatasimpatía hacia ella, no existía paraél. Allí había una graciosamuchacha, la primera persona que

 podía parecerle una pareja

adecuada.Ágil y esbelta, ligeramente

tid l f b i t ti

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vestida, con la fresca brisa matutinamoldeándole los sutiles pliegues de

la ropa sobre las líneas suaves yfirmes de sus formas, y con una gra

masa de floridos ramos de castañoen sus manos. El escote de su trajedejaba ver la blancura de sgarganta y una suave redondezsombreada que se perdía de vistahacia los hombros. La brisa lehabía descompuesto unas hebras de

sus cabellos castaños con ribetes

rojizos, que le rozaban la mejilla.Tenía los ojos azules y grandes, y

l bi d b l

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sus labios descansaban en la promesa de una sonrisa... mientras

estiraba el cuerpo entre las ramas.La joven se volvió hacia el

recién llegado con sobresalto, lovio y durante unos momentos permanecieron los dos mirándose.Para ella, la presencia de aqueloven fue tan asombrosa, ta

increíble, que durante unos instantesal menos llegó a ser terrible. Él se

acercó con la profunda sorpresa

causada por una apariciósobrenatural; rompía todas las leyes

establecidas en el mundo de ella

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establecidas en el mundo de ella.Era el joven entonces un muchacho

de veintiún años, esbelto, con lamisma tez morena y la misma

gravedad de su padre. Iba vestidocon ropas de sobrio y blando cuero,muy bien cortadas, que le daban uaspecto muy gallardo. Llevaba lacabeza descubierta en toda ocasión.Quedaron contemplándose; ellaincrédulamente asombrada y él co

su corazón latiendo

desacompasadamente. Fue umomento sin preludio, el encuentro

cardinal de sus vidas

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cardinal de sus vidas.Para él la sorpresa fue menor.

La había estado buscando y, noobstante, su corazón latía con gra

rapidez. Se acercó a ella, despacio,con los ojos fijos en su semblante. —Tú eres la princesa —dijo

. Mi padre me lo ha dicho. Eresla princesa a que le dieron elAlimento de los Dioses.

 —Soy la princesa, sí —dijo

ella, con los ojos abiertos de

asombro—. Pero, ¿tú quién eres? —Soy el hijo del descubridor 

del Alimento de los Dioses

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del Alimento de los Dioses. —¿El Alimento de los Dioses?

 —Sí, el Alimento de losDioses.

 —Pero...Su semblante expresaba una perplejidad infinita.

 —¿Qué es eso...? Nocomprendo. ¿El Alimento de losDioses?

 —¿No has oído hablar de él?

 —¿Del Alimento de los

Dioses? ¡No! —La princesa se pusoa temblar violentamente. El color 

huyó de su rostro No sé nada

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huyó de su rostro.— No sé nada — dijo—. ¿Quieres decir...?

 —¿No lo sabías? —repitió él.Y ella contestó con asombro

 por el descubrimiento: —¡No!El mundo entero y todo el

significado del mundo estabasufriendo un cambio para ella. Unarama de castaño se deslizó de smano.

 —¿Quieres decir que hay otros

gigantes en el mundo? — repitióestúpidamente—. ¿Qué alguna clase

de alimento ?

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de alimento...?Él se convenció de la

sinceridad del asombro de la joven. —Pero, ¿no sabes nada? — 

exclamó—. ¿Nunca has oído hablar de nosotros? ¿Tú, precisamente, aquien el Alimento ha hechosemejante a nosotros?

Todavía asomaba el terror elos ojos que lo miraban.

 —No —susurró.

Le pareció que iba a echarse a

llorar o a desmayarse. Luego, en umomento volvió a cobrar el

dominio de sí misma y se encontró

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dominio de sí misma y se encontróhablando y pensando con toda

claridad. —Todo esto me lo ha

ocultado —dijo—. Es como usueño... He soñado... He soñadocosas así. Pero al despertar... ¡No!¡Dime! ¡Dime! ¿Quién eres? ¿Quées ese Alimento de los Dioses?

Explícamelo despacio y coclaridad. ¿Por qué me han ocultado

que no estaba sola?

II

—Explícamelo —repitió

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  Explícamelo repitió.Y el joven Redwood, trémulo

y excitado, empezó a explicarle, deuna manera muy pobre y con voz

entrecortada al principio, lo delAlimento de los Dioses y de losgigantes dispersos por el mundo.

Os podéis figurar a los dos,ruborizados, sobresaltados,

dándose cuenta recíprocamente delsignificado de lo que decía el

interlocutor a través de frases

entrecortadas, entendidas a mediasy pronunciadas, también a medias,

de repeticiones de perplejidades

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de repeticiones, de perplejidades,de interrupciones, de nuevos puntos

de partida en la conversación...charla en la que ella despertó de la

ignorancia de su vida. Y muylentamente se aclaró en su mente laidea de que no era ningunaexcepción dentro del orden de lahumanidad, sino un ejemplar de una

dispersa hermandad cuyoscomponentes habían comido el

Alimento y se habían desarrollado

hasta rebasar los límites reducidosde la gente que vivía bajo sus

plantas El joven Redwood habló

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 plantas. El joven Redwood hablóde su padre, de Cossar, de los

Hermanos esparcidos por el país,de la gran aurora de amplísimo

significado aparecida por fin en lahistoria del mundo. —Estamos en el principio del

 principio —afirmó Redwood—.Este mundo de ellos es sólo el

 preludio del mundo que produciráel Alimento...

«Mi padre cree, y yo también,

que vendrá el día en que la pequeñez habrá desaparecido por 

completo entre los hombres, en que

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completo entre los hombres, en quelos gigantes podrán ir libremente

 por esta tierra —su tierra— haciendo cosas cada vez más

grandiosas y más espléndidas. Peroesto... eso está aún por venir. Nosomos ni siquiera la primerageneración de este nuevo mundo...somos sólo los primeros

experimentos. —¡Yo no sabía nada de todo

eso! —afirmó ella. —A veces me

 parece como si hubiéramos llegadodemasiado pronto. Pero alguie

tenía que ser el primero, supongo.

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tenía que ser el primero, supongo.Sin embargo, el mundo no

estaba preparado para nuestrallegada y la de todas estas grandes

 pequeñeces que toman su grandezadel Alimento. Ha habidoequivocaciones, ha habidoconflictos. Los hombres pequeñosaborrecen nuestra raza...

«Son crueles con nosotros precisamente porque son ta

 pequeños... Y también porque

nuestros pies pesan mucho sobretodo aquello que constituye sus

vidas. Pero, sea como sea,

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v das. e o, sea co o sea,actualmente nos odian, no nos

quieren ni quieren saber nada denosotros... sólo si pudiéramos

encogernos y volver al tamañocorriente empezarían a perdonarnos...

«Se sienten felices en casasque no son más que celdas, sus

ciudades son demasiado pequeñas para nosotros; andamos con grandes

dificultades y padecimiento por sus

estrechos caminos; no podemosasistir a sus iglesias...

«Podemos ver por encima dei d i

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psus tapias y de sus muros; miramos

inadvertidamente por sus ventanasmás altas; atisbamos sus

costumbres; y sus leyes no son otracosa sino una red alrededor denuestros pies...

«Cada vez que tropezamos searma una gritería de espanto, cada

vez que por error salimos de loslímites que nos han asignado, o que

estiramos brazos o piernas o que

efectuamos alguna accióespaciosa...

«Nuestros pasos normales soll l

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p para ellos carreras espeluznantes, y

todo lo que ellos consideragrandioso o maravilloso, para

nosotros no es más que juego demuñecas. Su mezquindad en elmétodo, unida a sus aparatos y simaginación, obstaculiza y destruyenuestra potencia. No hay máquinas

que puedan aplicarse a la potenciade nuestras manos, ni nada que nos

ayude a ajustar nuestras

necesidades. Mantienen nuestragrandeza en servidumbre por medio

de millares de lazos invisibles.H b h b

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Hombre por hombre, somos

nosotros los más fuertes, cien vecesmás, pero estamos desarmados;

nuestra misma grandeza nos hacesus deudores; reclaman como suyala misma tierra sobre la queestamos; nos tasan nuestrosrequerimientos en alimento y

vivienda y por todas estas cosasdebemos trabajar con las

herramientas que esos enanos

 puedan fabricarnos...«Y para satisfacer sus

caprichos de enano... «Nosl d t d l

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pacorralan de todas las maneras

imaginables. Hasta para vivir hayque cruzar sus límites. Hasta para

venir a encontrarte hoy aquí henecesitado rebasarlos. Todo lo quees razonable y deseable en la vidalo ponen fuera de nuestro alcance.

o podemos ir a las ciudades, no

 podemos cruzar los puentes, no podemos pisar sus campos arados

ni los cotos de caza en que ellos

matan. Estoy separado y aislado detodos nuestros Hermanos, excepto

los tres hijos de Cossar, y aun por t l d l j t h dí

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j y peste lado el pasaje se estrecha día a

día. Hasta se podría pensar queestán buscando la ocasión de poder 

hacer cualquier maldad contranosotros. —Pero somos fuertes — dijo ella.

 —Tendríamos que ser fuertes,sí. Tenemos la sensación, todos

nosotros... y pienso que tú tambiédebes sentirla... de que tenemos u

gran poder, un gran poder para

hacer grandes cosas, un poder insurgente en nosotros. Pero antes

de que podamos hacer nada...Hizo con la mano un ademá

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Hizo con la mano un ademá

como de barrer algo. —Aunque creíque yo estaba sola en el mundo — 

dijo ella después de una pausa—,he pensado en estas cosas. Siempreme han enseñado que la fuerza eracasi un pecado, que era mejor ser  pequeño que grande, que toda

religión verdadera se proponíacobijar al débil y pequeño, alentar 

al débil y al pequeño, ayudarle a

multiplicarse cada vez más hastaque finalmente se vean obligados a

subirse los unos encima de losotros y a sacrificar toda nuestra

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otros, y a sacrificar toda nuestra

fuerza en su causa. Pero... siemprehe dudado de la verdad de lo que

me enseñaban. —Esta vida —dijo él—,nuestros cuerpos, no han de perecer.

 No. —Ni vivir en la futilidad. Pero

si no queremos hacerlo, todosnuestros Hermanos encuentran claro

que debe producirse un conflicto.

Yo no sé qué conflicto está a puntode suscitarse antes de que la gente

 pequeña tolere que vivamos talcomo necesitamos vivir Todos

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como necesitamos vivir. Todos

nuestros Hermanos han pensado eello. Cossar, de quien te he

hablado, también ha pensado eello. —Ellos son muy pequeños y

muy débiles. —En cierto modo. Pero ya

sabes que todos los medios demuerte están en sus manos,

fabricados por sus manos. Durante

centenares de millares de años esosenanos cuyo mundo hemos invadido

han estado aprendiendo el modo dematarse unos a otros Son muy

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matarse unos a otros. Son muy

hábiles en eso. Y en otras muchascosas. Y, además, saben engañar y

cambiar súbitamente... No sé... Quevenga el conflicto y verás. Tú quizáseas diferente de nosotros. Paranosotros es seguro que el conflictotiene que estallar... eso que ellos

llaman Guerra. Ya lo sabemos. Yhasta cierto punto nos preparamos

 para cuando llegue. Pero, ¿sabes...?

¡Esa gente pequeña...! Nosotros nosabemos matar, ni ganas...

 —¡Mira! —interrumpió ella.El joven Redwood oyó u

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El joven Redwood oyó u

 bocinazo. Volvió la cabeza en ladirección indicada por los ojos de

ella y se encontró con un automóvilamarillo, con un conductor quellevaba anteojos ahumados demotorista y unos pasajerosabrigados con pieles, agraviados y

resentidos a sus plantas. Retiró de pie y el artilugio, con tres airados

 bufidos, reanudó su carrera hacia la

ciudad. —¡Obstruyendo la carretera!

gritó uno de los ocupantes.Luego alguien dijo:

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Luego alguien dijo:

 —¡Mira! ¿Has visto? ¡Allíestá la monstruosa princesa, mas

allá de la arboleda! —Y todos losrostros con gafas se fijaron en ella. —¡Ya te lo dije —exclamó

otro—. Eso no va... —Todo esto —dijo la princesa

  es más asombroso de lo que pudiera expresar con palabras.

 —Pero eso de que no te lo

hayan dicho... —empezó a decir él,y dejó la frase incompleta..

 —Hasta que te he encontradovivía en un mundo donde yo era la

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vivía en un mundo donde yo era la

única grande. Me había hecho unavida... para esto. Yo creía ser la

víctima de alguna extrañaaberración de la naturaleza. Y ahoramí mundo se ha derrumbado emedia hora y percibo otro mundo,otras condiciones de existencia,

 posibilidades, mucho másamplias... camaradería... — 

¡Camaradería! —repitió él.

 —Quiero que me expliquesmás cosas aún, muchísimas más

cosas. Porque esto pasa por mimente como si fuera un cuento

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mente como si fuera un cuento.

Hasta tú... Tal vez dentro de un díao de varios días, creeré en ti.

Ahora... Ahora estoy soñando...¿Oyes?La primera campanada del

reloj de las salas del palacio, allá alo lejos, había llegado hasta ellos.

Contaron maquinalmente: «siete». —Esta debiera ser la hora de

mi regreso —dijo ella—. Me

traerán el café a la sala dondeduermo. Los pequeños servidores

no puedes imaginarte con quégravedad se comportan— estará

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gravedad se comportan estará

andando de un lado para otrocumpliendo con sus deberes. «Se

quedarán perplejos... Pero quierohablar contigo. Reflexionó. —Pero también quiero pensar 

un poco. Ahora quiero pensar asolas en este cambio en las cosas,

olvidar mi antigua soledad y pensar en ti y en esos otros que forma

 parte de mi mundo... Tengo que

irme. He de volver ahora mismo alcastillo. Mañana, apenas apunte la

aurora, volveré... aquí. —Estaréesperándote.

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esperándote.

 —Todo el día estaré soñandocon este nuevo mundo que tú me has

dicho. Incluso ahora mismo, apenas puedo creer...Dio un paso atrás y lo miró de

arriba a abajo. Sus ojos seencontraron y se quedaro

mirándose durante un momento. — Sí —dijo ella, con una risita que

era mitad sollozo—. Eres

verdadero... ¡Pero es muymaravilloso! ¿Crees que de

veras...? ¿Y si mañana, al volver,me encontrara que eres un pigmeo

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q p g

como los demás...? Tengo que pensarlo. Así, pues, por hoy...

Le tendió la mano, y por  primera vez se tocaron. Sus manosse estrecharon fuertemente y susmiradas se encontraron. —¡Adiós!

dijo ella—. ¡Adiós! ¡Adiós,

hermano gigante!Él vaciló, presa de una

emoción indecible, y por fi

contestó sencillamente: —¡Adiós!

Durante un rato permanecierocon las manos cogidas,

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g ,

examinándose mutuamente. Despuésde separarse, ella se volvió para

mirarlo varias veces,dubitativamente, mientras él permanecía inmóvil en el mismositio donde se habían encontrado...

La joven entró en el gran patio

del Palacio como una sonámbula,con una gran rama de castaño en la

mano.

III

Los dos volvieron aencontrarse catorce veces antes del

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 principio del fin. Se encontraron eel Gran Parque, o en los altozanos,

o entre las cañadas de los erialescubiertos de brezos, surcados por  polvorientos vericuetos yencuadrados por oscuros pinaresque se extendían hacia el sudoeste.

Dos veces se encontraron en la graavenida de castaños y cinco veces

cerca del gran lago que el rey, el

abuelo de ella, había hechoconstruir allí. Había cierto sitio

donde un gran prado muy biecuidado, plantado de altas

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p

coníferas, se inclinabagraciosamente hasta el borde del

agua, y allá se sentaba ella y él seechaba a su lado mirándole elrostro y hablando, contándole todaslas cosas que habían ocurrido yexplicándole la clase de trabajo que

su padre le había asignado, y elgrande y espacioso ensueño de lo

que los gigantes serían algún día.

Generalmente se encontraban aldespuntar el alba, pero en una

ocasión se encontraron por la tarde,viéndose cercados por una

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verdadera multitud de impertinentesque estaban más o menos ocultos a

la escucha: ciclistas y peatonesatisbando por entre las matas y losarbustos, haciendo crujir las hojassecas de los bosques (con el mismorumor que hacen los gorriones e

los parques de Londres),deslizándose en lanchas por el lago

 para conseguir un mejor punto de

vista e intentando llegar más cercade ellos para oír lo que se decían.

Fue la primera indicación delenorme interés que el pueblo

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tomaba en sus encuentros. Y en unaocasión —era la séptima vez yaquello precipitó el escándalo— seencontraron en el rumoroso erial, bajo la clara luz de la luna y se pusieron a hablar en voz baja, porque la noche era quieta y tibia.

Muy pronto dejaron de preocuparse de que en ellos y por 

ellos estaba tomando cuerpo u

nuevo mundo de gigantismo sobrela tierra o de la perspectiva de una

gran lucha entre grandes y pequeñosen la que estaban destinados a

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 participar, y pasaron a intereses a lavez más personales y amplios. Cadavez que se encontraban y sehablaban y se miraban, brotaba u poco más fuera del subconsciente elhecho de que había algo que corríaen medio de ellos y les hacía

cogerse de las manos. Y al pocotiempo dieron con las palabras

apropiadas y se encontraron siendo

novios, el Adán y la Eva de unanueva raza en el mundo. Juntos

 penetraron en el maravilloso valledel amor, en sus profundos y

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apacibles rincones. El mundocambió a su alrededor a medida quecambiaba su modo de ser, hasta que pronto se hubo transformado, comosi dijéramos, en un tabernáculo quese hacía más bello en cada uno desus encuentros, y las estrellas ya no

fueron más que flores de luz bajolos pies de su amor, y la aurora y el

ocaso, cortinajes de colores.

Cesaron de ser personas de carne yhueso el uno para el otro, y hasta

 para sí mismos; pasaron a ser unaestructura corpórea de ternura y

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deseo. Primero se expresaron esusurros y luego en silencio, y seatrajeron más estrechamente y secontemplaron los rostros bañados por el juego de sombras y lucesformado por la luna bajo el arcoinfinito del firmamento. Y los

inmóviles y negruzcos pinos permanecieron junto a ellos como

centinelas.

Los rítmicos pasos del tiempose acallaron en el silencio y les

 pareció que el Universo quedabainmóvil en suspenso. Sólo oían los

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latidos de sus corazones. Les pareció estar viviendo juntos en umundo en el que no existía lamuerte, y así era en realidad paraellos entonces. Les pareció queresonaba tal cúmulo de ocultosesplendores en el mismo corazón de

las cosas como nadie había podido percibir hasta entonces. Hasta para

las almas pequeñas y mezquinas, el

amor es la revelación de todos losesplendores. Y ellos eran unos

enamorados gigantes que se habíanutrido con el Alimento de los

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Dioses...Podéis imaginaros la generalconsternación cuando llegó asaberse que la princesa que estaba prometida al príncipe, ¡Su AltezaSerenísima, con sangre real en susvenas!, se encontraba —co

frecuencia— con el vástagohipertrofiado de un ordinario

 profesor de química, sin rango,

 posición ni fortuna, y queconversaba con él como si no

existieran los reyes ni los príncipes,ni orden, ni sentido común... como

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si no hubiese nada más, en fin, — que Gigantes y Pigmeos poblandoel mundo; hablaba con él, y, lo queera bien cierto, lo consideraba snovio.

 —¡Si los chicos de los periódicos se enteran! — 

exclamaba, boquiabierto, Sir Arthur Poodle Bootlick.

 —Yo he dicho —susurró el

anciano obispo de Frumps. —Hay una nueva historia — 

decía el primer lacayo,mordisqueando el sobrante de los

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 postres—. Por lo que he podidosaber, la princesa gigante...Y la señora encargada de la

 papelería que hay al lado de laentrada principal del Palacio,

donde los norteamericanos de pocacategoría obtienen sus billetes para

una visita oficial, repetía: —Me han dicho que...

Y entonces: «Picaroon» dijo

en la revista Gossip: —Estamos plenamente autorizados para

negar...Y así toda la historia se hizo

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 pública. IV

 —Dicen que tenemos quesepararnos —explicó la princesa a

su amante. —Pero, ¿por qué? —exclamó

él—. ¿Qué nueva sandez se le hametido a esa gente en la cabeza?

 —¿Sabes que amarme... es u

delito de alta traición? — preguntóella.

 —Querida mía —exclamó él, ¿y eso qué importa? ¿Qué

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derecho ni sombra de razón tienesobre nosotros...? Y sus traiciones ysus lealtades, ¿qué son paranosotros?

 —Ya lo sabrás... Figúrate que

se me presentó el hombrecillo másraro que imaginarte puedas, con una

voz suave y hermosamentemodulada, un pequeño caballero de

movimientos exquisitos, que entró

en mi habitación un poco de lado,como un gato, y que cada vez que

tenía algo interesante que decir levantaba la mano poniéndola así.

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Es calvo, pero no del todo, su narizy su rostro son unas cositasrechonchas y rosaditas, y lleva la barba muy cuidada y en punta, de umodo precioso. A veces pretendió

demostrarme que la emoción leembargaba e hizo que sus ojos se

 pusieran brillantes. Tienes quesaber que se trata de un amigo

incondicional de la familia reinante

 que me llamó su querida damita, yestuvo simpatiquísimo desde el

 principio.«—Mi querida damita —dijo

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, ya sabe usted que no debe... — Esto varias veces, y luego—: Ustedtiene el deber...

 —¿Dónde fabrican a esoshombres?

 —Parecía que le gustaba ser como es.

 —No veo porqué. —Es muy cierto que hay

algo...

 —¿Quieres decir que...? —Quiero decir que, si

saberlo, hemos estado pisoteandolos sagrados conceptos de la gente

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 pequeña. Nosotros, los que somosde sangre real, formamos una claseaparte. Somos prisioneros dorados,uguetes profesionales. Por ello

 pagamos el precio de perder...

nuestra más elemental libertad. Yyo tenía que haberme casado co

aquel príncipe... No sabes nada deél, claro. Es un príncipe pigmeo.

Poco importa él... Parece que esto

habría estrechado los lazos entre s país y el mío. Y aquel país tambié

sacaría provecho. Imagínate...!¡Estrechar los lazos! —¿Y ahora?

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 —Quieren que continúe comosi tal cosa... Como si no hubieranada entre nosotros... —¡Nada!

 —Sí. Pero esto no es todo.Dijo... —¿Quién? ¿Tu especialista

en Tacto? —Sí. Dijo que seríamejor para ti, que sería mejor para

todos los gigantes, si nosotros dos...nos abstuviéramos de conversar.

Así fue como lo dijo.

 —Pero, ¿qué pueden ofrecer acambio? —Dijo que te podría

conceder la libertad. —¿A mí? —Dijo, acentuándolo mucho:

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«—Mi querida damita, seríamejor, sería mucho más digno, queustedes se separasevoluntariamente.

«Esto fue lo que dijo

acentuando lo de 'voluntariamente'.¡Pero...! ¿Qué les importa a esos

desgraciados enanos si nos amamoso no nos amamos? ¿Qué tienen que

ver ellos y su mundo con nosotros?

Ellos no lo creen así. —Por supuesto que tú no le

habrás hecho el menor caso. —Me parece una solemne tontería.

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 —¡Que sus leyes tengan queaherrojarnos! ¡Que en la primaverade la vida tengamos que someternosa sus antiguos compromisos, a susinsulsas instituciones! ¡Oh, no les

hagamos caso! —Yo soy tuya. Hastaaquí... estoy contigo. —¿Hasta

aquí? ¿No es esto todo? —Pero esque ellos... si quieren separarnos...

¿Y qué pueden hacer? —No lo

sé. ¿Qué podrán hacer? —¿Y a quién puede importar 

lo que ellos puedan o quierahacer? Yo soy tuyo y tú eres mía.

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¿Qué hay más allá de esto? Yo soytuyo y tú eres mía... para siempre.¿Crees que voy a detenerme antesus minúsculos reglamentos, sus prohibiciones, sus canelones

encarnados? ¿Crees que voy aapartarme de ti?

 —Sí; pero, ¿qué pueden hacer ellos?

 —Quieres decir ¿qué vamos a

hacer nosotros? —Sí.

 —¿Nosotros? Pues continuar así.

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 —Pero, ¿y si buscan la manerade impedirlo?El cerró los puños y miró a s

alrededor como si la gente pequeñaestuviese ya llegando para ponerles

trabas. Luego se apartó un poco y sequedó contemplando el mundo que

le rodeaba. —Sí —dijo—. Tu pregunta ha

sido acertada. ¿Qué pueden hacer 

ellos? —Aquí en este pequeño país

dijo ella.El parecía inspeccionarlo

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todo. —Están por todas partes. —Pero podríamos... —¿Qué? —Podríamos irnos. Podríamos

cruzar a nado los mares. Más alláde los mares...

 —No he estado nunca más alláde los mares.

 —Allí hay unas grandes y

desoladas montañas entre las cualesnosotros no pareceríamos sino

seres pequeños, valles desiertos yremotos, lagos ocultos y

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altiplanicies ceñidas de nieve nuncaholladas por pies humanos. Allí... —Pero para llegar allí

deberíamos abrirnos paso luchandocontra millones de seres humanos.

 —Es nuestra única esperanza.En esta tierra tan poblada no hay

ninguna fortaleza, ningún refugio.¿Qué sitio puede haber para

nosotros en medio de estas

multitudes? Los que son pequeñosse pueden esconder, pero, ¿dónde

vamos a escondernos nosotros? Nohabría sitio donde pudiéramos

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comer, ni sitio donde pudiéramosdormir. Si huyéramos... nosseguirían los pasos noche y día.

Al joven Redwood se leocurrió una idea.

 —Todavía hay un sitio en estaisla.

 —¿Dónde? —El lugar que han construido

nuestros Hermanos, más allá de

esto que se ve. Han construidograndes taludes alrededor de s

casa, al norte, al sur, al este y aloeste; han cavado profundos pozos

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y refugios secretos, e inclusoahora... Uno de ellos vino avisitarme recientemente y mehabló... Yo no le presté muchaatención a lo que me dijo entonces.

Pero me habló de armas. Pudieraser que allí... encontráramos

refugio...«Hace muchos días que no he

visto a nuestros Hermanos... — 

 prosiguió, luego de una pausa—.¡Caramba! ¡Estuve soñando y los he

tenido olvidados! Han pasado losdías y no he hecho otra cosa sino

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 pensar en ti... Debo hablarles yexplicarles todo lo que se ciernesobre nosotros. Si quiereayudarnos, pueden hacerlo.¡Entonces sí que podremos abrigar 

esperanzas! Ignoro si su vivienda esmuy fuerte, pero indudablemente

Cossar la habrá construido sólida...Antes de todo esto, antes de que te

encontrara, ahora me acuerdo, había

un lío en perspectiva. Había unaelección, que es como la gente

 pequeña soluciona las cosascontando personas... Ya debe de

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haber terminado... Se profirieroamenazas contra nuestra raza, esdecir, contra toda nuestra raza,excepto tú. Tengo que ir a ver anuestros Hermanos. Tengo que

explicarles todo lo que ha ocurridoentre nosotros, y todo lo que ahora

nos amenaza.V

El joven no acudió a lasiguiente cita sino después que ella

hubo aguardado un buen rato.Tenían que encontrarse a mediodía

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en un gran espacio del parquesituado en la curva del río, ymientras ella lo estaba esperando,mirando siempre hacia el sur,resguardándose de la luz con la

mano como pantalla, se dio cuentade que todo estaba muy quieto, de

que en realidad estabasospechosamente quieto. Y luego

 percibió que, a pesar de lo

avanzado de la hora, su habitualcortejo de espías voluntarios no

había comparecido. Ni a derecha nia izquierda, a despecho de

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escrutarlo bien, aparecía nadie a lavista, y ni un solo bote se divisabasobre la plateada curva delTámesis. Intentó encontrar umotivo que explicase aquella

extraña quietud...Luego, y aquello fue para ella

un gratísimo descubrimiento, divisóal joven Redwood en la lejanía, e

un claro que dejaba la arboleda que

 ponía un límite a su perspectiva.Inmediatamente los árboles lo

ocultaron, pero en seguida apareció por entre ellos a plena vista. La

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 princesa pudo darse cuenta de quehabía algo raro, y vio que él seapresuraba de un modo nadahabitual en él y que cojeaba. Hizoun gesto y ella se le acercó. El

semblante de él se le hizo más preciso, y entonces vio con infinita

zozobra que hacía una mueca a cada paso.

Echó a correr hacia él, la

mente llena de preguntas y sintiendoun vago temor. Redwood se le

acercó y habló sin saludarla previamente:

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 —¡Tenemos que separarnos!dijo jadeando. —¡No! —gritóella—. ¿Por qué? ¿Qué sucede? — ¡Si no nos separamos, será ahora!

¿Qué sucede?

 —Yo no quiero separarme deti... Sólo que... Se interrumpió

 bruscamente para preguntar a laoven: —¿No te separarás de mí?

Ante lo brusco de aquella

 pregunta, la joven lo miró con fijezay contestó con angustia:

 —¿Qué ha sucedido? —lointerrogó.

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 —¿Ni por un tiempo? —¿Cuánto? —Años quizá. —¡Separarnos! ¡No! —¿Has pensado en ello? — 

insistió él. —No quiero que nos

separemos. —Le cogió la mano yañadió—: Aunque significara la

muerte ahora, no te dejaría ir. — 

¡Aunque significara la muerte! — repitió él, y ella sintió una fuerte

 presión en los dedos.Redwood miró a su alrededor,

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como si temiera ver llegar la gente pequeña mientras hablaba. Y luegodijo:

 —Puede significar la muerte. —Explícamelo —dijo ella.

 —Intentaron impedir mivenida.

 —¿Cómo? —Al salir de mi taller, donde

fabrico el Alimento de los Dioses

 para los Cossar, que lo almacenaen su campamento, me encontré co

un pequeño oficial de policía —uhombrecillo vestido de azul, co

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guantes blancos muy limpios— queme hizo ademán de que medetuviera.

»—No se puede pasar por aquí —me dijo.

»Yo no pensé que aquellosignificara nada en particular; di la

vuelta hacia poniente, por donde pasa otra carretera, y allí había otro

oficial.

»—No se puede pasar por estacarretera —dijo. Y añadió—:

¡Todas las carreteras estácerradas!

Y d é ?

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 —¿Y después? —Discutí un poco con él.»—Son vías públicas — 

repliqué.»—Así es —contestó él—, y

usted las hace intransitables para el público.

»—Muy bien —repuse yo—,iré a campo traviesa.

»Y entonces salieron otros

 policías de detrás de los setos,diciendo:

»—Estos campos son de propiedad privada.

Al ti d d úbli i d !

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»—¡Al cuerno con vuestras propiedades públicas y privadas!le dije—. Voy a ver a mi

 princesa.»Lo cogí con mucho cuidado

él gritaba y pataleaba— y loaparté de mi camino. Al cabo de u

minuto todos los campos a mialrededor parecían haber cobrado

vida con la multitud de hombres que

corrían. Vi a uno montado acaballo, galopando a mi lado, que

me leía algo a los gritos mientrasgalopaba... Cuando hubo terminado,

di di lt l jó d íl l b b j N

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dio media vuelta y se alejó de mí agalope y con la cabeza baja. No pude entenderlo. Y entonces a miespalda oí el chasquido de fusiles.

 —¡De fusiles!

 —De fusiles... Igual quecuando disparan contra los ratones.

Esas balas volaron por el aire coun ruido como si rasgaran algo, y

una me dio en la pierna.

 —¿Y tú...? —Vine aquí a buscarte, y los

dejé corriendo, gritando ydisparando detrás de mí. Y ahora...

Ahora ¿q é?E ól l i

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 —Ahora, ¿qué? —Es sólo el comienzo.Quieren que nos separemos. Ahoramismo están todavía persiguiéndome.

 —Pero no nos separaremos. —No. Pero si no nos

separamos... tendrás que venir conmigo a casa de nuestros

Hermanos.

 —¿Por dónde se va? —  preguntó ella.

 —Hacia el este. Por allí esdonde aparecerán mis perseguidores. Por consiguiente,d b i t t t

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debemos ir por esta otra parte, por esta avenida de árboles. Déjameque pase delante, por si nos estáesperando...

Dio un paso adelante, peroella le había cogido del brazo.

 —¡No! —exclamó—. Yo iré atu lado, sosteniéndote. Soy de

sangre real y, por lo tanto, sagrada.

Si te tengo cogido en mis brazos, ¡yojalá Dios permitiera que pudiese

volar con mis brazos alrededor detu cuello!, puede ser que nodisparen contra ti...

L f ó d l h b

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Lo aferró del hombro,apretándose contra él mientrashablaba.

 —Puede ser que no dispare

contra ti —repitió ella y, con súbita pasión, el joven la cogió en sus

 brazos y la besó en la mejilla. Latuvo así cogida durante un rato.

 —Aunque signifique la muerte

susurró ella.Después le pasó las manos por 

el cuello y acercó su cara a la de él. —Amado mío, bésame una vezmás.

Él la atrajo hacia sí

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Él la atrajo hacia sí.Silenciosamente se besaron en loslabios, y durante un momento permanecieron abrazados. Luego,

cogidos de la mano, y procurandomantenerse muy juntos, echaron a

andar para ver si por casualidad podían llegar al campamento de

refugio que los hijos de Cossar 

habían construido, antes de que lesalcanzaran sus perseguidores.

Y al cruzar los grandes clarosdel parque detrás del castillo,salieron unos cuantos jinetesgalopando de entre los árboles

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galopando de entre los árboles,intentando vanamente correr a la par con las zancadas gigantescasque daban ellos dos.

Inmediatamente, frente a ellos,surgieron unos hombres armados

con fusiles. En vista de ello, aunqueél intentó seguir adelante, dispuesto

a luchar y a abrirse paso a la fuerza,

ella le hizo torcer hacia el sur.Al huir en esta nueva

dirección, un proyectil pasósilbando por encima de suscabezas.

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CAPÍTULO TRES - EL

JOVEN CADDLES ENLONDRES

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Por entero ignorante del cursode los acontecimientos, ignorante

de las leyes que estabaacorralando a sus Hermanos y a élmismo, ignorante incluso de laexistencia de otro semejante sobrela faz de la tierra, el joven Caddles

eligió aquellos momentos para salir 

de su cantera de pizarra y ver elmundo. Sus meditaciones lo

condujeron finalmente a estadeterminación. No obteníarespuesta a ninguna de suspreguntas en Cheasing Eyebright; el

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 preguntas en Cheasing Eyebright; elnuevo vicario era aún menos lúcidoque el anterior, y el enigma de strabajo insustancial llegó a alcanzar 

dimensiones de verdaderaexasperación.

«¿Por qué razón tengo quetrabajar en esta cantera día tras día?

se preguntaba—. ¿Por qué razón

 puedo andar sólo dentro de ciertoslímites y me son negadas todas las

maravillas del mundo de más allá?¿Qué he hecho yo para merecer estacondena?» Y un día se levantó,irguió la espalda y dijo dando una

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irguió la espalda y dijo, dando unavoz: —¡No...!

»No quiero —agregó. Luego,indignado, maldijo a la cantera.

Disponiendo de pocas palabras, buscó el modo de expresar sus

ideas en acciones. Cogió unavagoneta a medio llenar, y

levantándola, la arrojó con fuerza

contra otra. Luego cogió una hileraentera de vagonetas y las envió

rodando cuesta abajo. Lanzó emedio de ellas un gran peñasco de pizarra que las hizo polvo y acontinuación arrancó una docena de

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continuación arrancó una docena demetros de vía de un soberbio

 puntapié. Así comenzó sconcienzudo destrozo de la cantera.

 —¡Trabajando toda mi vida eesto! —rugió.

Fueron cinco minutos pasmosos para el pequeño geólogo

que Caddles, enfrascado en sus

 preocupaciones, había olvidado.Aquel pobre hombre, habiéndose

escapado por un pelo de que ledieran dos pedruscos, saliódisparado y echó a correr a campotraviesa con la mochila batiéndole

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traviesa, con la mochila batiéndolela espalda y las piernas enfundadas

en unos pantalones bombachos quetemblaban horrorosamente, dejando

un rastro de equinodermoscretáceos tras él, mientras el jove

Caddles, satisfecho con ladestrucción que había conseguido,

salía, dando grandes zancadas, para

cumplir sus propósitos con respectoal mundo.

 —¡Trabajar en esta viejacantera hasta que me muera y me pudra y hieda...! ¿Qué clase degusano creyeron que vivía en mi

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gusano creyeron que vivía en micuerpo de gigante? ¡Cavando

 pizarra para Dios sabe quétonterías! ¡No seré yo!

Sería por la dirección de lacarretera y de la vía férrea o sería

 por pura casualidad, lo cierto esque se puso a caminar hacia

Londres y se dirigió a grandes

zancadas, por encima de lascolinas, a través de los prados, bajo

el tórrido sol de la tarde, ante lainfinita sorpresa de todo el mundo.ada significaban para él aquellos

cartelones rojiblancos arrancados y

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cartelones rojiblancos arrancados ydestrozados, con diversas

indicaciones, que pendían degraneros y paredes; no sabía nada

de la revolución electoral que habíaelevado al poder a Caterham, el

«matador de gigantes». Nadasignificaba para él el hecho de que

cada puesto de policía a lo largo de

su ruta hubiese fijado sobre stablero de edictos lo que se llamaba

«el decreto de Caterham», proclamando que a ningún gigante,a ninguna persona que sobrepasaralos dos metros y medio de estatura

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yle sería permitido alejarse más de

ocho kilómetros de su «sitio deresidencia» sin una autorizació

especial. Nada significaba para élque en la estela que dejaba su paso

unos oficiales de policía, no pocosatisfechos de haber llegado tarde,

agitasen amenazadores prospectos a

sus espaldas mientras se alejaba.Quería ver lo que el mundo tenía

que enseñarle, pobre incrédulo. Yno toleraba que nadie seinterpusiera en su camino, aunquefuera una persona que le gritase

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p q g briosamente: «¡Eh...!» Fue andando

cuesta abajo por Rochester yGreenwich hacia aquel gra

conglomerado de casas, cada vezmás denso, ahora despacio,

mirando a su alrededor y balanceando su enorme cuchilla.

Los habitantes de Londres ya

habían oído hablar de él y creíaque era idiota, pero amable y

admirablemente educado por elagente de Lady Wondershoot y elvicario, y que, a su obtusa manera,reverenciaba a las autoridades y les

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yestaba muy agradecido por el

trabajo que se habían tomado por él, y así sucesivamente. Cuando se

enteraron aquella tarde, por losanuncios de los periódicos, que el

oven Caddles «se había declaradoen huelga», a muchos de los

habitantes de Londres les pareció

un acto deliberadamenteconcertado.

 —Quieren sondear nuestrasfuerzas —decían los hombres alregresar a sus casas después determinar el trabajo de la oficina.

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j —¡Suerte que tenemos a

Caterham! —Esto es una respuesta a s

 proclama.Los socios de los clubs

estaban mejor informados. Seapiñaban alrededor de la cinta del

teletipo o hablaban en grupos en los

salones de fumar. —No tiene armas. Se habría

dirigido a Sevenoaks si se hubiera propuesto hacer algo... —Caterham se encargará de

mantenerlo a raya. Los tenderos

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yhablaban de ello con sus clientes.

Los camareros de los restaurantesse distraían un momento de s

trabajo entre plato y plato paraechar una ojeada a los periódicos

de la tarde. Los cocheros leían lanoticia inmediatamente después de

la información sobre las apuestas

en las carreras de caballos de latarde decían con grandes titulares

«Fugado de su residencia». Otrosconfiaban en un mayor efecto: «Elgigante Redwood sigue viéndosecon la princesa.» El Echo imprimió

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unos titulares sensacionales:

«Rumores de rebelión de losgigantes en el norte de Inglaterra» y

«Los gigantes de Sunderland sedirigen a Escocia». La Westminster 

Gazette hizo sonar su habitual notade advertencia: «Cuidado,

gigantes», decía con el propósito de

apuntarse un tanto que sirviera paraunir el partido Liberal, en aquella

época desgarrado por las luchasintestinas entre siete jefesintensamente egoístas. Los periódicos de última hora

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coincidían con gran uniformidad.

«El gigante en la carretera de NewKent», proclamaban.

 —Lo que yo quisiera saber — dijo el joven pálido en el salón de

té— es por qué razón no tenemosnoticias de los hermanos Cossar.

Hay que suponer que se halla

metidos en el ajo como el que más. —Me han dicho que otro de

los gigantes anda suelto — dijo lamuchacha del bar enjugando uvaso—. Siempre dije que era peligroso tenerlos tan cerca. Yo les

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hubiera mandado lejos desde el

 primer momento... Habría queterminar de una vez con todo eso.

Por supuesto que espero que nolleguen hasta aquí.

 —Me gustaría echarle uvistazo —dijo el joven del bar 

atrevidamente. Y añadió—: Yo he

visto a la princesa. —¿Cree usted que les hará

algún daño? —preguntó lamuchacha del bar. —Tal vez se vean obligados a

hacérselo —repuso el joven,

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terminando su vaso.

Entre el rumor de diezmillones de frases parecidas a

éstas, el joven Caddles hizo sentrada en Londres bar 

atrevidamente. Y añadió—: Yo hevisto a la princesa.

 —¿Cree usted que les hará

algún daño? —preguntó lamuchacha del bar.

 —Tal vez se vean obligados ahacérselo —repuso el joven,terminando su vaso.

Entre el rumor de diez

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millones de frases parecidas a

éstas, el joven Caddles hizo sentrada en Londres...

II

Siempre que pienso en eloven Caddles me lo imagino tal

como se lo vio en la New Ken

Road, con el cálido sol de pleno esu rostro, atento y perplejo. La New

Kent Road estaba invadida por uverdadero aluvión de autobuses,tranvías, camiones, carros,carretones, bicicletas y

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automóviles, y por una

muchedumbre maravillada —vagos,mujeres, niñeras, amas de casa,

niños y osados adolescentes— queseguían sus cautelosos pasos. Los

tableros de anuncios estaban sucioscon los rasgados restos de los

carteles electorales. Un gra

 balbuceo de voces surgía alrededor del joven Caddles. Uno puede

volver a imaginarse clientes ytenderos asomados a las puertas delas tiendas, rostros que aparecían ydesaparecían en las ventanas,

l ll j i d

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rapazuelos callejeros corriendo y

gritando, policías muy tiesos ycalmos, albañiles saltando sobre

los andamios, la hirvientemiscelánea de las pequeñas gentes.

Todos le dirigían palabras vagasinfundiéndole ánimos, insultándolo

o dándole las consignas del día, y

él los miraba asombrado,contemplando aquella multitud de

seres vivientes que nunca pudoimaginar que existieran en elmundo. Cuando ya había entrado plenamente en Londres, tuvo que ir 

d l d á

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acortando el paso cada vez más, a

medida que la gente se ibaagrupando en mayor número

alrededor de él . La muchedumbrese hacía más densa a cada paso que

daba, y finalmente, en un crucedonde convergían dos grandes

avenidas, tuvo que detenerse y la

muchedumbre se esparció a salrededor y lo inmovilizó. Allí se

quedó, con las piernas separadas,apoyando la espalda en la esquinade una gran taberna lujosa que sealzaba a una altura que doblaba la

t i b ót l

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suya y terminaba en un gran rótulo

que se destacaba contra el fondodel cielo. Caddles miraba hacia

abajo, hacia los pigmeos, y se preguntaba, intentando, sin duda,

comparar todo aquello con las otrascosas de su vida: con el valle entre

colinas, los amantes nocturnos, los

cánticos en la iglesia, la pizarra quemachacaba a diario y el instinto, la

muerte y el firmamento, intentandoverlo todo como un conjuntocoherente y significativo. Tenía lascejas fruncidas. Se rascó la cabeza

d

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con una de sus enormes zarpas y

 profirió un fuerte gruñido. —¡No lo veo! —dijo.

Su acento era desconocido. Ugran murmullo se extendió a través

de aquel espacio abierto, umurmullo entre el que el

campanilleo de los tranvías,

abriendo obstinados surcos por entre la gran masa de gente, se

elevaba como amapolas en ucampo de trigo. —¿Qué ha dicho? —Dice que no ve...

Di l

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 —Dice que no ve el mar...

 —Dice que no hay un asiento... —Quiere un asiento...

 —¿No puede el muy tontosentarse encima de una casa o algo

 por el estilo? —¿Para qué estáis aquí, gente

 pequeña? ¿Qué estáis haciendo?

¿Para qué servís? ¿Qué estáishaciendo aquí mientras machaco

 pizarra para vosotros, allá abajo, ela cantera?Su extraña voz, aquella voz

que tanto había contribuido aquebrantar la disciplina escolar e

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quebrantar la disciplina escolar e

Cheasing Eyebright, hizo callar a lamuchedumbre mientras resonó, y al

callarse produjo un verdaderotumulto. Algún gracioso gritó:

 —¡Que hable! ¡Que hable! —¿Qué está diciendo?

Esto es lo que se preguntaba

todo el mundo y se extendió elrumor de que el gigante estaba

 borracho. —¡Eh! ¡Eh! ¡Eh! —voceabalos conductores de ómnibus,abriéndose paso entre lamuchedumbre

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muchedumbre.

Un marino americano borrachoiba inquiriendo lacrimosamente por 

todas partes: —Pero, ¿qué quiere?

Un trapero con la cara sucia,de pie en un carro tirado por u

 pony, destacaba de la multitud por 

la potencia de su voz. —¡Vuélvete a casa, maldito

gigante! —vociferaba—. ¡Vuélvetea casa! ¡Gigante maldito! ¡Animal peligroso! ¿No ves que asustas alcaballo? ¡Vete a casa y no vuelvas!¿No ha habido nadie que haya

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¿No ha habido nadie que haya

tenido el sentido común deexplicarte la ley?

Y, por encima de estos bramidos, el joven Caddles seguía

mirando, a todos, los ojos muyabiertos, sin decir palabra.

Por una calle lateral apareció

una pequeña fila de solemnes policías, que se infiltraro

hábilmente por entre el tránsito. —Apártense —decían lasvocecillas—. Circulen, hagan elfavor.

El joven Caddles se dio cuenta

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El joven Caddles se dio cuenta

de que una figurilla vestida de azuloscuro le estaba golpeando la

espinilla. Miró hacia abajo y percibió dos manos gesticulando.

¿Qué? —inquirió inclinándose. No puede estar parado aquí — 

gritó el policía.

 —¿Que no puedo estar aquí? —¡No! No puede estar parado

aquí...—repitió. —¿Pues adonde voy? —De regreso al pueblo, al

lugar de residencia... Sea como sea,ahora tiene usted que circular

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ahora... tiene usted que circular.

Está obstruyendo el tránsito. —¿Qué tránsito?

 —El de la calle. —Pero, ¿adonde va toda esa

gente? ¿De dónde viene? ¿Quésignifica? Todos están a mi

alrededor. ¿Qué quieren? ¿Qué

están haciendo? Quisieracomprenderlo. Estoy cansado de

 partir pizarra y de estar solo. ¿Quéhacen ésos mientras yo parto pizarra? Tanto da que lo sepa aquícomo en otra parte.

—Lo siento Pero no estamos

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  Lo siento. Pero no estamos

aquí para explicar cosas de estaíndole. Tengo que repetirle que

haga el favor de circular. —¿Usted no lo sabe?

 —Tengo que pedirle que hagael favor de circular... Haga el favor.

Le aconsejo encarecidamente que

vuelva a su casa. No tenemostodavía instrucciones especiales..., pero esto no está de acuerdo con laley... ¡Márchese de aquí!¡Márchese!

El pavimento a su izquierda sevolvió invitadoramente vacío y

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volvió invitadoramente vacío y

Caddles siguió lentamente elcamino indicado. Pero ahora tenía

la lengua suelta. —No lo entiendo — 

murmuraba—. No lo entiendo.Y tomaba por testigo, co

 palabra entrecortada, la cambiante

muchedumbre que lo acompañaba yseguía. —Ignoraba que existiera

sitios como éste. ¿Qué hacéis todosvosotros? ¿Para qué sirve todoesto? ¿Para qué sirve y qué relaciótengo yo con todo esto?

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tengo yo con todo esto?

Sin embargo, había inventadoun nuevo dicho. Los jóvenes

graciosos e ingeniosos comenzaroa saludarse de este modo:

 —¡Hola, Harry O'Cock! ¿Paraqué sirve todo esto? ¿Eh? ¿Para qué

demonios sirve todo esto?

De esto surgió una gravariedad competidora de réplicas yagudezas, en su mayor partegroseras. La más popular y mejor adaptada al uso general parecehaber sido: «¡Cierra el pico!», o, eun tono de desdeñosa indiferencia:

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un tono de desdeñosa indiferencia:

«¡Narices!»III

¿Qué buscaba? Quería algo

que el mundo de los pigmeos no ledaba, alguna finalidad que el mundo

de los pigmeos le impedía alcanzar,

deseaba ver algo, y ciertamentenunca pudo acabar de verloclaramente. Era el gigantesco ladosocial de aquel solitario brutomonstruoso clamando por su raza, por aquello que era semejante a él,por algo que pudiese amar y servir,

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 por algo que pudiese amar y servir,

 por un propósito que pudiesecomprender y un mando que

 pudiese obedecer. Y todo esto,como sabéis, estaba embotado, se

enfurecía obtusamente en sinterior, y aunque se hubiese

encontrado con otro gigante no

 podría haber hallado siquiera unasalida ni una expresión en la palabra. Toda cuanta vida conocíaera la insulsa vida de losalrededores de su pueblo, toda laconversación la de su casa, cosasque fallaban ante la mera

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q

insinuación de sus menoresnecesidades de gigante. Nada sabía

de dinero aquel monstruososimplón, nada sabía de comercio, ni

de las complejas convencionessobre las que la estructura social de

las gentes pequeñas se halla

edificada. Necesitaba muchascosas. Pero, fuera lo que fuera loque necesitase, nunca pudosatisfacer su necesidad.

Durante todo el día y todaaquella noche de verano marchóerrabundo, sintiéndose cada vez

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,

más hambriento, pero todavíaincansable, admirando el intenso

tránsito de las calles, así como losinexplicables negocios de todos

aquellos seres infinitesimales. Todose hallaba sumido en una tremenda

confusión...

Se dice que cogió a una dama,sacándola por las buenas de ucarruaje, en Kensington, una damaen traje de noche elegantísimo, ydespués de haberle miradodetenidamente el atavío y losomoplatos, volvió a dejarla —co

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p , j

algún descuido— en su sitioexhalando un profundísimo suspiro.

Sin embargo, eso yo no podríaasegurarlo. Cerca de una hora

 permaneció observando cómo lagente luchaba para coger sitio e

los autobuses al final de Piccadilly.

Aquella tarde se lo vio mirando por encima del recinto de KensingtoOval durante unos momentos, perocuando vio aquellos millares de personas embelesadas con los

misterios del cricket y sin hacerleel menor caso, prosiguió su camino

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p g

 profiriendo un gruñido.Volvió otra vez a Piccadilly

Circus, entre once y doce de lanoche, encontrándose con un nuevo

tipo de multitud, formada por  personas muy decididas, llenas de

 propósitos que, por motivos

inconcebibles, estaban dispuestas arealizar, y de otras que no losrealizarían a ningún precio. Estas personas lo miraron fijamente, se burlaron de él y siguieron s

camino. Los cocheros, con ojos de buitre, iban siguiéndose unos a

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otros continuamente a lo largo del borde de la poblada acera. La gente

salía de los restaurantes o entrabaen ellos, personas graves, resueltas,

dignas, o amable y agradablementeexcitadas, o atentas y vigilantes, prevenidas contra los fraudes de los

camareros.El gigante, parado en unaesquina, los contemplaba cada vezmás sorprendido.

«¿Para qué servirá todo esto?

murmuraba para sus adentros—.¿Para qué servirá todo esto? ¡Todos

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tan activos! ¡Para qué será todo estoque yo no entiendo?»

Y ninguno de ellos parecía ver,como veía él, la desdicha

impregnada de bebida de lasmujeres pintadas que aguardaban ela esquina, ni la andrajosa miseria

que se escurría por el arroyo, ni lainfinita futilidad de todos estosquehaceres. ¡La infinita futilidad!

inguna de aquellas personas parecía sentir ni sombra de las

necesidades del gigante, ni sombradel futuro que se había atravesado

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en sus respectivos caminos...A un lado y a otro de la calle,

unas letras misteriosas se encendíay apagaban, letras que si él hubiese

sabido leer le habrían dado lamedida de las dimensiones de losintereses humanos, le habría

explicado los fundamentalesrequerimientos y aspectos de lavida tal como la gente pequeña laconcebía. En primer lugar aparecíauna flamígera

Tluego seguía una U.

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TU;luego una P,

TUP.Hasta que, por fin, aparecía el

anuncio completo cruzando el cielo,enviando este alegre mensaje atodos aquellos que acusaba

seriamente el peso de la vida:TUPPER EL VINO TÓNICO QUE

REVIGORIZAY ¡snap! se desvanecía en la

oscuridad de la noche para ser seguido con el mismo lento

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desarrollo por una segundasolicitud universal:

JABÓN DE BELLEZAFijaos bien que no se trataba

de simples productos químicos delimpieza, sino de algo, como ahoradicen, «ideal»: y luego,

completando el trípode de la vidaminúscula:PÍLDORAS AMARILLAS DE

YANKER Después siguió otra vez

Tupper, con unas flamígeras letrascarmíneas, a través del vacío:

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T U P P : : : :A primera hora de la

madrugada, según parece, el joveCaddles llegó a la umbrosa quietud

de Regent's Park, pasó por encimade la verja y se echó en el céspedde un talud, cerca del lugar adonde

va la gente a patinar en invierno, yallí durmió una o dos horas. Y a lasseis de la mañana ya estabahablando con una pringosa mujer que había encontrado durmiendo e

una zanja, cerca de HampsteadHeath, preguntándole con mucho

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interés lo que pensaba de ellamisma y para qué creía que podía

servir en este mundo...IV

El vagabundeo de Caddles por Londres culminó la mañana del

segundo día. Porque entonces se viodominado por el hambre. Vaciló u poco ante el aroma de un carro queestaba siendo cargado de hogazasde pan recién horneadas, pero

luego, muy quedamente, se arrodillóy empezó a coger hogazas y a

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comérselas. Vació el carro mientrasel panadero echaba a correr e

 busca de la policía, y después metióla mano en el negocio y limpió el

mostrador y los cajones. Luego, coun verdadero haz de panes debajodel brazo, siguió su camino mirando

a todas partes en busca de otratienda donde completar su comida.Sucedió esto en una de aquellasépocas en que el trabajo era escasoy los alimentos caros, y la gente de

aquel barrio simpatizó con elgigante, puesto que cogió

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tranquilamente los víveres quetodos deseaban. Aplaudieron la

segunda fase de su comida y serieron de la estúpida mueca con que

obsequió al policía. —Tenía mucha hambre — explicó, con la boca llena. — 

¡Bravo! —gritó el gentío—.¡Bravo! Luego, cuando comenzaba aactuar en la tercera panadería, sevio atacado por media docena de policías que le golpearon las

espinillas con sus porras. —¡Oiga, amigo gigante,

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véngase usted conmigo! —dijo eloficial al mando—. No le está

 permitido escaparse de su casa deeste modo... Venga que lo llevaré a

su casa.Hicieron todo lo que pudiero para detenerle. Había un carro,

según me han dicho, que iba por todas las calles, de un lado paraotro, cargado de rollos de cadenasy de cables de navío destinados aservir de ataduras en aquella gra

captura. No había intención dematarlo entonces.

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 —No forma parte de laconspiración —había dicho

Caterham—, y no quiero que mismanos se manchen de sangre

inocente. —Y había añadido—:...hasta que se hayan agotado todoslos medios.

Al principio Caddles nocomprendió la importancia de todasestas cosas. Cuando, por fin, locomprendió, aconsejó a los policíasque no hicieran tonterías y echó a

andar a grandes zancadas, que dejóa todos los demás muy rezagados.

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Las panaderías eran las de HarrowRoad, y de allí se fue, a través del

canal de Londres, a St. John'sWood. Se sentó en un jardí

 particular para descansar un poco yse vio inmediatamente atacado por otro grupo de policías. —Dejadme

tranquilo —rezongó.Y con la cabeza baja y lamirada torva, se puso a atravesar ardines destrozando el césped y

derribando dos o tres vallas,

mientras los policías minúsculos loiban persiguiendo, unos por los

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ardines y otros por la callesiguiendo las fachadas de las casas.

Entre estos últimos había uno o doscon pistolas, pero no hicieron uso

de ellas. Al desembocar el giganteen Edgware Road, se produjo unuevo movimiento entre el gentío.

Un policía a caballo le pisó un piey se vio desmontado en pago deldolor.

 —Dejadme en paz —repitióCaddles enfrentándose con la

embobada multitud—. No os hehecho nada...

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En aquel momento ibadesarmado, porque había dejado la

cuchilla de la cantera en el Regent'sPark. Pero entonces el infeliz

 pareció haber sentido la necesidadde tener un arma. Volvió a laestación de la Great Wester 

Railway y arrancó el poste de unaalta lámpara de arco voltaico: erauna formidable maza, y se la echóal hombro. Y viendo que la policíaaún se empeñaba en importunarlo,

volvió a Edgware Road,dirigiéndose a Cricklewood, hacia

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el norte.Anduvo errabundo hasta

Waltham, luego retrocediódirigiéndose al oeste, y después,

otra vez hacia Londres, llegando, por los cementerios, a eso delmediodía, a lo alto de Highgate,

desde donde volvió a contemplar lagrandiosidad de la capital. Se echóa un lado, sentándose en un jardín,de espaldas a una casa quedominaba Londres en toda s

extensión. Estaba sin aliento, lacabeza baja. Los curiosos ya no se

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apiñaban a su alrededor comoantes, cuando llegó a Londres, sino

que lo acechaban desde el jardícontiguo y le atisbaban desde

cautelosos lugares, a salvo. Ahoraya sabían que la cosa se presentabamás peligrosa de lo que había

creído al principio. —¿Por qué no pueden dejarmetranquilo? —gruñía el joveCaddles—. Tengo que comer. ¿Por qué no me dejan en paz?

Se sentó, con el semblantehosco, mordisqueándose los

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nudillos y mirando el panorama deLondres extendido a sus pies. Toda

la fatiga, la preocupación, la perplejidad y la rabia impotente

acumuladas durante sus andanzasllegaban a su culminación. No significan nada — 

murmuraba—. No son nada. Y nome quieren dejar en paz, y tieneque estorbarme en mi camino.

Y una y otra vez, hablandosiempre consigo, repetía que no

«significaban nada». —¡Ajj! ¡Qué gentecilla!

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Se mordió con más fuerza losnudillos y su ceño se frunció aú

más. —¡Y yo partiendo pizarra para

ellos! —murmuró—. ¡Y todo elmundo es suyo! ¡Yo no puedo entrar en ningún sitio...!

Entonces, con un acceso derabia, vio la forma ya familiar de u policía a horcajadas en la valla del

ardín. —¡Déjeme en paz! —gruñó el

gigante—. Déjeme en paz. —Tengo que cumplir con mi

d b l li

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deber —repuso el pequeño policía, pálido, pero lleno de resolución.

 —Usted me deja en paz,¿estamos? Yo tengo que vivir, lo

mismo que usted. Tengo que vivir...Tengo que comer. ¡Déjeme en paz! —Es la Ley —dijo el pequeño

 policía sin acercarse—. La ley nola hemos hecho nosotros. —Ni yo tampoco —replicó el

oven Caddles—. Vosotros, los pequeños, la hicisteis antes de que

yo naciera. ¡Vosotros y vuestrasleyes podéis iros a paseo...! ¡Lo que

d b h l d b h !

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debo hacer y lo que no debo hacer!o hay comida para mí, a menos

que trabaje como un esclavo. Notengo reposo, ni abrigo, ni nada, y

ahora viene usted y me dice que hayuna ley... —Esto no es cosa mía —dijo

el policía—. Y no voy a discutir con usted. Sólo vengo a que secumpla la ley.

Y pasando la otra pierna por encima de la valla, pareció

dispuesto a saltar al suelo. Otros policías aparecieron detrás de él.

Y d d

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Yo no tengo nada contra usted...fíjese bien —dijo el joven Caddles,

agarrando fuertemente su enormemaza de hierro y señalando al

 policía con un gran dedo flaco yexpresivo—. No tengo nada contrausted, pero... ¡déjeme en paz!

El policía intentó mostrarsetranquilo y trivial, pero una intensatragedia se alzaba claramente antesus ojos.

 —Déme la proclama —dijo a

un acompañante invisible. Leentregaron un pequeño papel

bl Déj !

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 blanco. —¡Déjeme en paz! — volvió a repetir Caddles, cada vez

más indignado. —Esto significa —dijo el

 policía antes de leer la proclama— que tiene usted que irse a casa.Váyase a su cantera. Si no obedece,

le va a pesar.Caddles profirió un gruñidoinarticulado. Cuando hubo leído la proclama, el policía hizo una seña.Cuatro hombres armados co

fusiles tomaron posiciones, coafectada indiferencia, a lo largo de

l d Ll b l if d

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la pared. Llevaban el uniforme dela policía de asalto. A la vista de

los fusiles, el joven Caddles montóen cólera. Se acordó de las

 picaduras producidas por lasescopetas de los labriegos deWreckstone.

 —¿Vais a disparar eso contramí? —preguntó señalando lasarmas.

Al oficial le pareció queCaddles tenía miedo. —Si no

vuelve en seguida a su cantera..Entonces, en un instante, el oficial

ltó l t l d d l t i

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saltó al otro lado de la tapia,mientras a dieciocho metros por 

encima de su cabeza, el poste dehierro de la lámpara eléctrica

volteaba para llevarlo a la muerte.Bang, bang, bang, respondieron losfusiles, y saltaron por el aire

fragmentos de la tapia, del suelo ydel subsuelo del jardín. Algo mássalió volando por el aire, algo quedejó unas gotas rojas en las manosde uno de los tiradores. Los

 policías se alejaron un poco pararevolverse y volver a disparar 

valientemente Pero el jove

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valientemente. Pero el joveCaddles, con dos balas en el

cuerpo, había girado sobre sustalones para descubrir quién lo

había herido atacándolo por laespalda. ¡Bang! ¡Bang! Tuvo unavisión de casas y jardines y de

gente que agachaba la cabeza en lasventanas, todo balanceándose de umodo espantoso y misterioso.Parece que dio tres grandes pasos yunos traspiés, que levantó y dejó

caer su maza y que se apretó el pecho. Estaba herido. ¿Qué era

aquello cálido y húmedo que se le

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aquello, cálido y húmedo, que se leescurría por la mano? Un hombre,

asomándose por la ventana de sdormitorio le vio la cara, lo vio

mirándose fijamente con una muecade sollozante congoja la sangre quele teñía la mano. Luego se le

doblaron las rodillas y se derrumbóaparatosamente. Era la primera delas ortigas gigantes que caía ante elresuelto tirón de Caterham, y precisamente la que menos contaba

éste con que le viniera a las manos.

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CAPÍTULO CUATRO -

LOS DOS DÍAS DEREDWOOD

Tan pronto como Caterhaadvirtió que el momento de coger la

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advirtió que el momento de coger laortiga había llegado, tomó la ley e

sus manos y envió una orden dedetención contra Cossar y

Redwood.Con Redwood no hubo

 problema. Acababa de sufrir una

operación en un costado y losmédicos le habían apartado todo loque pudiera preocuparle hasta quesu convalecencia quedaseasegurada. Le habían dado de alta y

acababa de levantarse de la cama.Se hallaba en ese momento fuera

del lecho en un cuarto calentado

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del lecho, en un cuarto calentado por el fuego de la chimenea, con u

montón de periódicos a su lado,enterándose por primera vez de la

agitación que había puesto al paísen manos de Caterham y de lasdificultades que estaba

cerniéndose sobre la princesa y s propio hijo. Era la mañana del díaen que murió el joven Caddles y el policía aquél intentó detener al hijode Redwood cuando se dirigía a

ver a la princesa. Los últimos periódicos que Redwood había

leído anunciaban vagamente estos

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leído anunciaban vagamente estosacontecimientos inminentes.

Redwood estaba releyendo con elcorazón desfalleciente, aquellas

 primeras premoniciones deldesastre que se acercaba.Adivinaba en ellas cada vez más

 perceptibles las sombras de lamuerte, aunque leía para tener ocupada la mente hasta que llegasemás noticias. Cuando los agentes de policía entraron en su habitación,

 precedidos por el criado, levantó lavista vivamente.

—Creí que sería uno de los

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  Creí que sería uno de los primeros periódicos de la tarde — 

dijo. Luego, levantándose y con u

rápido cambio de manera, preguntó: —¿Qué significa esto...?Después, Redwood no tuvo

noticias de ninguna clase durantedos días.

Habían ido con un vehículo para llevárselo, pero, cuando seconvencieron de que se hallaba

realmente enfermo, decidierodejarlo allí durante un día o dos

hasta que pudieran trasladarlo si

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hasta que pudieran trasladarlo si peligro. Su casa fue invadida por la

 policía y convertida en cárcel provisoria. Era la misma casa

donde había nacido el giganteRedwood y donde por vez primerase había administrado

Heracleoforbia a un ser humano.Redwood, que ahora era viudo,había vivido allí ocho años.

Era ahora un hombre de peloentrecano, con una pequeña barba

gris en punta y ojos castañostodavía muy activos. Era esbelto y

tenía una voz suave como siempre

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tenía una voz suave, como siemprela había tenido, pero sus facciones

habían adquirido aquella calidadindefinible consecuencia de largas

meditaciones sobre cuestiones portentosas. Para el policía que practicó la detención, su aspecto

ofrecía un contraste impresionantecon la enormidad de sus delitos.

 —Ahí está ese individuo queha hecho lo imposible para echarlotodo a rodar —dijo el jefe a s

subordinado inmediato—. Tienerostro de pacífico propietario rural.

Ahí tiene usted al juez Hangbrow,d l l d

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Ahí tiene usted al juez Hangbrow,que se desvela por tenerlo todo e

orden y al día, y tiene una cara que parece de cerdo. ¡Y luego, sus

modales! Uno es todo educación yfinura, y el otro todo gruñidos yresoplidos. Esto demuestra,

¿verdad?, que no hay que fiarse delas apariencias, sea lo que fuereque se tenga que hacer.

Sin embargo, su discursosobre las consideraciones que co

ellos tenía Redwood quedó bastantemalparado. Al principio, los otros

policías lo encontraron muy pesado,h d j bi d

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 policías lo encontraron muy pesado,hasta que dejaron bien sentado que

era inútil hacerles preguntas o pedirles periódicos. Hicieron una

especie de registro en su estudio yse llevaron hasta los periódicos queya tenía. La voz de Redwood tenía

tono agudo y acento dereconvención.

 —Pero ¿no ve usted —decía

una y otra vez— que se trata de mihijo, de mi único hijo, que se halla

en un apuro? No es el Alimento loque me preocupa, sino mi hijo.

—Yo quisiera poderi f l ñ dij l fi i l

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  Yo quisiera poder informarle, señor —dijo el oficial

, pero nuestras órdenes soestrictas. —¿Quién dio las órdenes? —¡Ah! Eso tampoco puedo

decírselo, señor... —se excusó eloficial, dirigiéndose hacia la

 puerta. —Camina de un lado a otro de

su cuarto —dijo el segundo oficial

cuando su jefe bajó del pisosuperior—. Todo va bien. Paseando

se despejará... —Así lo espero —repuso el

efe—. Lo cierto es que antes no loh bí i t b j l i l

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qhabía visto bajo la misma luz que

ahora, pero resulta que el giganteque tenía que ver con la princesa,¿sabe usted?, es su hijo. Los dos semiraron durante un momento. — Entonces, la cosa es fuerte para él

dijo el tercer policía. Eraevidente que Redwood no habíacomprendido muy bien que un teló

de acero lo separaba del mundoexterior. Lo oyeron acercarse a la

 puerta, intentar abrirla y probar elfuncionamiento de la cerradura y

luego la voz del oficial estacionadol ll di ié d l

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gen el rellano diciéndole que era

inútil hacer aquello. Tambiéoyeron cómo se acercaba a lasventanas y vieron que lostranseúntes miraban para arriba.

 —También eso es inútil —dijo

el segundo oficial. EntoncesRedwood empezó a tocar el timbre.El jefe subió y le explicó co

mucha paciencia que no ganaríanada con tocar el timbre de aquel

modo, y que si ahora lo tocaba porque sí, no le harían el menor 

caso luego cuando necesitara algo.Lo atenderemos en todo lo

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g g —Lo atenderemos en todo lo

que sea razonable, señor —dijo eloficial—, pero si usted insiste etocar el timbre a modo de protesta,nos veremos obligados adesconectarlo.

Las últimas palabras proferidas por Redwood en un tonomuy alto que oyó el oficial, fuero

éstas: —Pero al menos podría

decirme usted si mi hijo...II

Después de todo esto

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Después de todo esto,

Redwood pasó la mayor parte deltiempo en las ventanas.De todos modos, poca cosa

 podían ofrecerle aquellas ventanasrespecto a la marcha de los

acontecimientos en el exterior. Etodo momento aquella calle era muytranquila, pero aquel día lo era

excepcionalmente. Ni un coche dealquiler, ni un carro pasaron aquella

mañana. De vez en cuando pasabaalgún transeúnte sin que mostrara la

menor anormalidad en losacontecimientos; después un grupito

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acontecimientos; después un grupito

de niños, una niñera, una mujer queiba de compras, y gente así.Entraban en escena por derecha o por izquierda, arriba o abajo de lacalle, con un exasperante aire de

indiferencia para los intereses másimportantes que los suyos propios.Descubrían con asombro la casa

guardada por la policía ymarchaban en dirección opuesta,

donde unos grandes racimos dehortensias gigantes se hallaba

suspendidos a través de la calle. Alirse volvían la cabeza para mirar y

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irse volvían la cabeza para mirar y

señalaban con el dedo. De vez ecuando, un hombre se acercaba auno de los policías preguntándolealgo. Únicamente conseguía una breve respuesta...

Las casas de enfrente parecíamuertas. Una sirvienta apareció unavez en una ventana y se quedó u

instante mirando. A Redwood se leocurrió hacerle señas. Durante u

rato ella contempló sus gestos, al parecer con cierto interés, y hasta le

dio una vaga respuesta y se fue. Uviejo salió cojeando de la casa

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viejo salió cojeando de la casa

señalada con el número 37, bajó los peldaños y se marchó por laderecha, sin mirar para nada haciaarriba. Durante diez minutos elúnico transeúnte fue un gato...

Así, aquella trascendental einterminable mañana fuealargándose desmesuradamente.

Alrededor de las doce seoyeron gritos de los vendedores de

 periódicos en la calle contigua, pero aquello pasó.

Contrariamente a lo que solíahacer no pasaron por la calle de

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hacer, no pasaron por la calle de

Redwood, y éste tuvo la sospechade que la policía había cerrado las bocacalles. Intentó abrir la ventana, pero aquello hizo que apareciera deinmediato un policía en s

habitación...El reloj de la iglesia

 parroquial dio las doce, y después

de un abismo de tiempo, la una.Se burlaron de él llevándole la

comida. Comió un poco y esparcióla comida por el plato a fin de que

se la llevaran pronto, bebió whiskyliberalmente y luego cogiendo una

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liberalmente y luego, cogiendo una

silla, volvió junto a la ventana. Losminutos se dilataron en grisesinmensidades y durante unosmomentos acaso se quedaradormido...

Despertó con la vagaimpresión de haber oído unosruidos lejanos. Percibió u

repiqueteo en la ventana, como la pequeña sacudida de un terremoto

distante. El repiqueteo duró cosa deun minuto y luego fue

desvaneciéndose. Después de usilencio se reprodujo Luego

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silencio, se reprodujo... Luego

volvió a desvanecerse. Imaginó quese debería simplemente al paso dealgún vehículo por la calle principal. ¿Qué otra cosa podíaser...?

Al cabo de algún tiempoempezó a dudar si había oído deveras aquel ruido.

Se puso a razonar consigomismo. A fin de cuentas, ¿por qué

motivo lo habían detenido? Haciados días que Caterham se hallaba

en el poder... ¡El tiempo suficientepara coger su ortiga! ¡Coger s

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 para coger su ortiga! ¡Coger s

ortiga! ¡Coger su ortiga gigante!Una vez encontrado este estribillose quedó canturreándolomentalmente, sin poder dejarlo.

Y, después de todo, ¿qué podía

hacer Caterham? Era un hombremuy religioso. Estaba ligado hastacierto punto con aquello de no

emplear la violencia sin una causaustificada.

¡Coger la ortiga! Tal vez, por ejemplo, iban a arrestar a la

 princesa y enviarla al extranjero.Podían encontrarse con dificultades

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Podían encontrarse con dificultades

con su hijo. ¡En este caso...! Pero,¿por qué lo habían detenido a él?¿Por qué se estimaba necesariomantenerlo en la ignorancia de loque ocurría? Aquello demostraba

algo más grave.¿Acaso, por ejemplo, se

 proponían encarcelar a todos los

gigantes? ¿Los detendrían a todosuntos? Ya hubo ciertas

insinuaciones sobre esto en losdiscursos electorales. ¿Entonces...?

Sin duda alguna, se habríaapoderado también de Cossar.

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p

Caterham era un hombrereligioso, Redwood se asía a estaidea. En lo más recóndito de smente, había una especie de telónegro en el que se encendía y se

apagaba una palabra, una palabraescrita con letras de fuego. Luchabainsistentemente contra aquella

 palabra. Era como si siemprecomenzara a aparecer en aquel

telón, sin acabar de completarse.Finalmente se enfrentó co

ella. «¡Masacre!» Allí estaba la palabra con toda su crudeza y s

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p y

 brutalidad.¡No! ¡No! ¡No! ¡Eraimposible! Caterham era un hombrereligioso, civilizado. ¡Y, además,después de todos aquellos años,

después de todas aquellasesperanzas...!

Redwood se incorporó de u

salto y se puso a andar de un lado para otro. Habló consigo mismo y

gritó: —¡No!

La humanidad no estaba taloca como para llegar a aquel

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extremo... ¡Seguro que no! Eraimposible, era increíble, no podíaser. ¿Qué se ganaría con matar a losgigantes, cuando era evidente que logigantesco en los seres inferiores

no se había presentadoinevitablemente? ¡No era posibleque estuviesen tan locos como para

hacer una cosa semejante...! —¡Tengo que rechazar esta

idea...! —dijo en voz alta—.¡Rechazo esta idea!

¡Absolutamente!Se interrumpió con u

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sobresalto. ¿Qué era aquello?Era indudable que las ventanashabían retemblado otra vez.

Redwood fue a mirar lo que pasaba en la calle. En la casa de

enfrente obtuvo la inmediataconfirmación de lo que había oído.En un dormitorio de la casa número

35 había una mujer con una toallaen la mano, y en el comedor de u

 piso del número 37 se veía uhombre detrás de un gran jarrón co

un culantrillo hipertrófico. Los dosestaban de pie, asomados a la

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ventana, inquietos y curiosos.Redwood pudo ver claramente queel policía que vigilaba en la calletambién lo había oído. Aquello noera, pues, cosa de su imaginación.

Se volvió hacia el interior desu cuarto, que se iba oscureciendorápidamente.

 —¡Cañonazos! —se dijo. Sequedó reflexionando. — 

¿Cañonazos?Le trajeron un té fuerte, como

el que estaba acostumbrado a tomar.Era evidente que su ama de llaves

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había sido consultada. Después de beberlo, se sintió demasiadonervioso para quedarse sentado allado de la ventana y se puso a pasear por la habitación. Se sintió

más capaz de pensar en ideascoherentes. Aquella habitacióhabía sido su estudio durante

veinticuatro años. Había sidoamueblada en su boda y todo lo

esencial databa de entonces: el gray complejo escritorio, la silla

giratoria, la butaca al lado de lalumbre, la biblioteca giratoria y el

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archivo clasificador con suscompartimientos, que llenaba elhueco del fondo. La alfombra turcade colores vivos, los tapices ycortinajes del último período

Victoriano habían adquirido la ricadignidad que otorgan los años, y elcobre y el bronce brillaba

cálidamente ante el fuego del hogar.Las bombillas eléctricas había

sustituido a la lámpara de aceite deantaño, y esta era la principal

alteración del equipamientooriginal. Pero entre estas cosas, s

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conexión con el Alimento habíadejado abundantes indicios. A lolargo de la pared, encima del friso,se veía una colección de fotografíasy fotograbados enmarcados e

negro con los retratos de su hijo,los hijos de Cossar y otros niñosdel Alimento Estrella, en distintas

edades y en medio de diversos paisajes. Hasta el inexpresivo

semblante del joven Caddles teníasu sitio en aquella colección. En u

rincón había un haz de espigas de lahierba gigante de los prados de

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Cheasing Eyebright, y encima delescritorio había tres cápsulasvacías de amapolas, grandes comosombreros. Las barras de lascortinas eran tallos de hierba. Y el

tremendo cráneo del gran cerdo deOakham pendía, como un portentosoestante ornamental de marfil, sobre

la repisa de la chimenea, con uarrón chinesco en cada órbita y el

hocico abatido, encima de lalumbre...

Redwood se acercó a lasfotografías, y en particular hacia las

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de su hijo.Le trajeron a la memoriaincontables recuerdos de cosas quese habían borrado ya de su mente,de los primeros días del Alimento,

de la tímida presencia deBensington y su prima Jane, deCossar y de aquella noche terrible

 pasada en la Granja Experimental.Estos recuerdos se le apareciero

como cosas muy pequeñas y brillantes y distintas, como objetos

vistos con un telescopio en un díasoleado. Y después se le representó

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el gigantesco cuarto de los niños, lagigantesca infancia de su hijo, sus primeros esfuerzos para hablar, sus primeros signos claros de afecto.

¿Cañonazos?

Se le ocurrió, de un modoirresistible, agobiante, que en elexterior, fuera de aquel maldito

silencio y de aquel malditomisterio, su hijo y los hijos de

Cossar, y todos aquellos gloriososfrutos precoces de una edad más

grandiosa, estaban luchando...¡Luchando por la vida! Hasta era

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 posible que su hijo se hallase eaquel momento en algún terribleapuro, herido, detenido como él...

Se apartó de los retratos yvolvió a andar de un lado a otro de

la habitación, gesticulando. —¡No puede ser! —gritó—.

¡No puede ser! ¡No puede acabar de

este modo...! Pero, ¿qué ha sidoeso?

Se detuvo, rígidamenteinmóvil.

El repiqueteo de las ventanashabía vuelto a empezar, y luego se

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oyó un gran ruido sordo, como unavasta conmoción que hizo retemblar toda la casa. La conmoción pareciódurar un siglo. Debió de haberse producido muy cerca. Por u

instante le pareció como si algohubiera venido a dar contra la casa, por encima de donde él se hallaba...

un impacto que se resolvió en utintineo de cristales rotos, y luego

en una quietud que terminó por ficon un ruido claro de gente que

corría por la calle.Este ruido lo liberó de s

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inmovilidad. Se volvió hacia laventana y la vio hecha pedazos.El corazón le latió

apresuradamente, con la sensacióde haber llegado a una crisis, a u

acontecimiento concluyente, a laliberación. Y luego, otra vez, ¡elconocimiento de su impotente

confinamiento cayó ante él como utelón!

 No pudo ver nada de particular en el exterior, excepto

que la pequeña lámpara eléctrica deenfrente estaba apagada. No pudo

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oír tampoco nada después de la primera señal de alarma. No pudoañadir nada que interpretara oampliara aquel misterio, pero eaquel momento vio aparecer u

resplandor rojizo y fluctuante en elcielo, hacia el sudeste.

Este resplandor aumentó de

intensidad para disminuir eseguida. Luego dudó de que hubiera

aumentado de intensidad realmente.Se fue haciendo más visible otra

vez, a medida que el día ibaoscureciendo. Y llegó a ser el

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hecho predominante en la larganoche de incertidumbre. A veces parecía tener el temblor de lasllamas danzantes, y otras veces lehacía creer que era ni más ni menos

que el reflejo normal de las lucesvespertinas. Aumentó y disminuyóde intensidad varias veces durante

aquellas largas horas y sólo sedesvaneció, por fin, al quedar 

totalmente sumergido en la claridadde la aurora. ¿Significaría algo...?

¿Qué podía significar? Con todaseguridad se trataba de algú

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incendio, cercano o remoto, pero nohabría podido decir si era humo oniebla aquello que cruzaba el cielo.Sin embargo, cerca de la unaempezó a percibirse el centelleo de

los reflectores, que continuódurante el resto de la noche.Aquello también podía significar 

muchas cosas. Pero, ¿qué podíasignificar? ¿Qué significaba e

realidad? Sólo tenía aquel cieloagitado y abigarrado y la indicació

de una enorme explosión con quellenar sus pensamientos. No se

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oyeron ya más ruidos ni máscarreras por la calle, tan sólo unosgritos que podían haber sido proferidos por algunos borrachos...

 No encendió la luz. Se quedó

de pie ante la ventana destrozada,en plena corriente de aire, comouna delgada silueta negra para el

oficial de policía que, de vez ecuando, penetraba en la habitació

exhortándole a descansar.Toda la noche permaneció

Redwood junto a la ventana,observando el ambiguo movimiento

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del cielo, y únicamente al despuntar el alba obedeció al imperativo dela fatiga y se echó sobre la camaque le habían preparado entre sescritorio y la semiapagada lumbre

del hogar, debajo del cráneo delenorme cerdo.

III

Durante treinta y seis

larguísimas horas, Redwood permaneció encarcelado, encerrado

y aislado del gran drama de los DosDías mientras la gente pequeña e

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la aurora de la grandeza luchabacontra los Hijos del Alimento.Después, bruscamente, el telón deacero volvió a levantarse yRedwood se encontró muy cerca

del centro de la lucha. El telón se

levantó tan inesperadamente comohabía caído. A media tarde le atrajo

a la ventana el ruido de un cocheque se detuvo frente la puerta de s

casa. Un hombre joven se apeó deél y al cabo de un minuto ya estaba

en su presencia en el cuarto. Era uindividuo pequeñito y delgado, de

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unos treinta años tal vez, muy bieafeitado, muy bien vestido y comuy buenos modales.

 —Señor Redwood —empezódiciendo—, ¿quiere usted

acompañarme a ver al señor 

Caterham? Requiere su presenciacon gran urgencia.

 —¿Requiere mi presencia...?En la mente de Redwood afloró

una pregunta que, de momento, nosupo formular. Vaciló. Luego, co

voz entrecortada, preguntó—: ¿Quéle han hecho a mi hijo?Y se quedó sin aliento

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Y se quedó sin aliento,esperando la respuesta.

 —¿Su hijo, señor? Su hijo estámuy bien. Al menos, por lo que podemos saber.

 —¿Está bien?

 —Ayer fue herido, señor. ¿Nolo sabía usted?

Redwood irrumpió contra estaafectación. Su voz ya no estaba

matizada por el temor, sino por laira.

 —Ya sabe que no he podidoenterarme de nada. Eso lo sabeusted bien

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usted bien. —El señor Caterham lo temía,

señor... Eran momentos muycríticos. Todo el mundo... fuecogido por sorpresa. Le detuvo a

usted para evitarle cualquier 

desgracia... —Me detuvo para impedir que

avisara a mi hijo o que leaconsejara lo que debía hacer...

Dígame lo que ha ocurrido. ¿Hatriunfado ustedes? ¿Los han matado

a todos?El joven dio un paso hacia laventana y se volvió

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ventana y se volvió. —No, señor —dijo

concisamente. —¿Qué tiene usted, pues, que

decirme?

 —Tenemos pruebas, señor, de

que esta lucha no fue planeada por nosotros. Nos encontraron...

totalmente faltos de preparación. —¿Quiere usted decir que...?

 —Quiero decir, señor, que losgigantes... hasta cierto punto se ha

mantenido firmes.El mundo cambió paraRedwood. Durante un momento,

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Redwood. Durante un momento,algo muy semejante a la histeria seapoderó de los músculos de scara. Luego dio salida a una profunda exclamación.

 —¡Ah! —su corazón dio u

gran salto de alegría.— ¡Losgigantes se han mantenido firmes!

 —Ha habido una luchaterrible... una terrible destrucción.

Todo ha sido debido a un horriblemalentendido... En el norte y en los

Midlands han muerto variosgigantes... En todas partes.—¿Están luchando ahora?

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  ¿Están luchando ahora? —No, señor. Se ha izado la

 bandera blanca pidiendo uarmisticio.

 —¿Ellos...?

 —No, señor. El señor 

Caterham la izó... Todo este asuntoha sido un malentendido. Por esto

quiere hablar con usted y exponerlesu caso. Ellos insisten, señor, e

que usted intervenga...Redwood lo interrumpió.

 —¿Sabe usted lo que le haocurrido a mi hijo? —Fue herido.

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 —¡Explíquemelo!¡Explíquemelo!

 —El y la princesa se presentaron antes de que el... el

movimiento para rodear el

campamento de los Cossar sehubiese completado... Me refiero a

la hondonada de los Cossar, eChislehurst. Se presentaron de

repente, señor, con gran estrépito, através de un denso campo de avena

gigante, cerca de River, ante unacolumna de infantería... Lossoldados se habían mostrado muy

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ynerviosos durante todo el día yaquello ocasionó un verdadero pánico.

 —¿Y le dispararon?

 —No, señor. Echaron a correr.

Hubo alguien que disparó contraél... sin apuntar... y en contra de las

órdenes recibidas.Redwood hizo una mueca de

incredulidad. —¡Es verdad, señor! No

quiero alegar que fuera a causa deél, sino a causa de la princesa. —Sí. Eso es verdad.

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 —Los dos gigantes echaron acorrer gritando hacia el

campamento. Los soldados corríade un lado para otro y algunos

empezaron a disparar. Dijeron que

le habían visto tambalearse... —¡Oh...!

 —Sí, señor. Pero sabemos queno está malherido...

 —¿Cómo? —¡Nos ha enviado un mensaje,

señor, diciéndonos que estaba bien! —¿Para mí? —¿Para quién, pues, señor?

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¿ q pRedwood permaneció cerca de

un minuto con los brazos cruzados y

apretados, percatándose de todo.Después su indignación encontró la

voz que había perdido.

 —Se han portado ustedescomo unos tontos, han calculado

mal y se han equivocado, y quiereusted que yo ahora crea que no so

un hato de asesinos con la peor intención. Y además... ¿Qué más?

El joven lo miróinterrogativamente. —¿Los otros gigantes?

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¿ g gEl joven no simuló no

comprenderlo. Bajó el tono de la

voz: —Trece, señor, han muerto.

 —¿Y los otros están heridos?

 —Sí, señor. —¿Y Caterham —preguntó

ahogándosele la voz— quiereentrevistarse conmigo? ¿Dónde

están los demás? —Algunos pudieron penetrar 

en el campamento durante la lucha,señor... Parece como si hubierasabido...

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 —¡Pues claro que lo sabían!Si no hubiese sido por Cossar...

¿Está con ellos Cossar? —Sí, señor. Y todos los

gigantes supervivientes está

también allí... Los que no entraroen el campo durante la lucha ha

ido allí o están yendo ahora, bajo la bandera de la tregua.

 —Esto significa —dijoRedwood— que ustedes han sido

derrotados. —No estamos derrotados. No,señor. No puede usted decir que nos

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hayan derrotado. Pero sus hijos haquebrantado las reglas de la guerra.

Anoche por primera vez, y ahora denuevo.

Después de haber retirado

nosotros nuestras fuerzas atacantes.Esta tarde empezaron a bombardear 

Londres... —¡Cosa muy legítima!

 —Nos han disparado obusesllenos de... veneno.

 —¿Veneno? —Sí. Veneno. El Alimento... —¿La Heracleoforbia?

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 —Sí, señor. El señor Caterham, señor...

 —¡Los han derrotado! ¡Claroque usted no puede comprenderlo!

¡Es Cossar! ¿Qué esperanzas les

 pueden quedar a ustedes ahora?¿Qué pueden hacer? Tendrán que

respirarlo en el mismo polvo de lascalles. ¿Para qué seguir luchando?

¡Vaya con las reglas de la guerra! Yahora Caterham quiere que yo les

ayude a salir del mal paso.¡Válgame Dios, hombre! ¿Para quétengo que acudir en ayuda de

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vuestro charlatán? Ya se hadivertido bastante... asesinando y

embrollándolo todo. ¿Por quédebiera yo...?

El joven permanecía con u

aire de vigilante respeto. —Lo cierto es, señor —lo

interrumpió—, que los gigantesinsisten en verlo a usted. No

quieren otro embajador. Si usted nose presenta a ellos, mucho me temo,

señor, que se derramará todavíamás sangre. —La vuestra, tal vez.

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 —No, señor... en los dos bandos. El mundo está decidido a

terminar con esto.Redwood miró alrededor de

sí. Sus ojos se posaron un momento

en la fotografía de su hijo. Volviósey se avino a lo que el jove

esperaba. —Sí —dijo, por fin—. Vamos.

IV

Su encuentro con Caterham fuetotalmente distinto de como se lohabía figurado. Había visto a aquel

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hombre sólo dos veces durante todasu vida, una vez en un banquete y

otra vez en el salón de descanso dela Cámara de los Comunes, y s

imaginación le había representado

siempre, no el hombre, sino lacreación de periódicos y

caricaturistas, el legendarioCaterham: Pulgarcito, el matador de

gigantes, Perseo y todo lo demás. Elelemento inherente a la

 personalidad humana le puso edesorden todo aquello. No se encontró con el rostro

d l i i

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de las caricaturas y retratos, sinocon el de un hombre cansado y

agobiado por el insomnio, un rostroarrugado y estirado, con el blanco

de los ojos amarillento, con una

 boca de líneas débiles. Estaban allí, por cierto, los ojos castaño-rojizos,

el pelo negro y el característico perfil aquilino del gran demagogo.

Pero también había algo más quemataba de un golpe cualquier 

intento premeditado de retórica.Aquel hombre estaba sufriendo;estaba sufriendo agudamente una

ió i D d l

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enorme tensión nerviosa. Desde el principio adoptó un aire como de

 personificarse a sí mismo. Alinstante, con un solo gesto, con el

más leve movimiento, le fue

revelado a Redwood que Caterhase sostenía gracias a las drogas. El

 político introdujo el pulgar en el bolsillo de su chaleco, y después de

unas frases más, prescindió de tododisimulo y deslizó un pequeño

comprimido entre los labios.Además, no obstante elesfuerzo que sobre él pesaba, a

d l h h d t ó

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 pesar del hecho de no tener razón yde ser una docena de años más

oven que Redwood, aquellacualidad que había en él —algo que

 podríamos llamar magnetismo

 personal por falta de una palabramejor— que le había hecho abrirse

camino hasta llegar a la eminenciadel desastre, seguía notándose e

todo su ser. Con esto tampoco habíacontado Redwood. Ya desde el

 principio, en cuanto al curso ydirección de la conversación, prevaleció Caterham sobreR d d L t í ti d l

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Redwood. Las características de la primera fase de la entrevista fuero

determinadas por él, y el tono y los procedimientos empleados fuero

también de su iniciativa. Aquello

sucedió como si fuera la cosa másnatural del mundo.

Todos los proyectos deRedwood se desvanecieron ante s

 presencia. Le estrechó la manoantes de que Redwood recordara

que se había propuesto evitar aquella familiaridad. Dio la tónicade su conferencia de un modo

l tá d l

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seguro y claro presentándola comouna búsqueda de expedientes en una

catástrofe común.Si cometió algún error fue las

veces que se dejó dominar por la

fatiga y dejó de prestar una atencióinmediata, dejándose llevar por el

hábito propio de un mitin. Luego seirguió —durante toda la entrevista

los dos personajes permanecierode pie— y, apartando la mirada de

Redwood, empezó a defenderse y austificarse. En una ocasión inclusose le escapó:

¡C b ll !

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 —¡Caballeros...!Quedamente, dilatándose poco

a poco, empezó a hablar...Hubo momentos en los que

Redwood dejó de sentirse

interlocutor comportándose comosimple auditor de un monólogo. Se

transformó en el espectador  privilegiado de un extraordinario

fenómeno. Se dio cuenta de algo asícomo una diferencia específica

entre él y aquel individuo cuyahermosa voz lo estaba envolviendoy que seguía hablando y hablando.Aquella mentalidad era ta

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Aquella mentalidad era ta poderosa como limitada. De s

energía conductora, de su peso personal, de su invencible olvido

de ciertas cosas, brotó en la mente

de Redwood la más grotesca yextraña de las imágenes. En vez de

un antagonista que era un semejantesuyo, un hombre susceptible de

responsabilidad moral al que se podían dirigir razonables súplicas,

Redwood vio a Caterham comoalgo raro, como una especie derinoceronte monstruoso, como sidijéramos un rinoceronte

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dijéramos un rinocerontecivilizado, engendrado en la selva

de los enredos democráticos, umonstruo de irresistible empuje e

invencible resistencia. En todos los

estrepitosos conflictos de aquellamañana, se erguía supremo. ¿Y más

allá? Aquel hombre era un ser  perfectamente dotado para abrirse

camino por entre grandes multitudesde hombres. Para él no había falta

que fuese más importante que laautocontradicción, ni ciencia mássignificativa que la reconciliacióde los «intereses» Las realidades

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de los «intereses». Las realidadeseconómicas, las necesidades

topográficas, las casi intocadasminas de expedientes científicos, no

existían para él más de lo que

existían los ferrocarriles, los rifleso la literatura geográfica. Lo único

que existía eran asambleas, juntassecretas y votos... votos por encima

de todo. El era la encarnación demillones de votos.

Y ahora, en la gran crisis, colos gigantes quebrantados, pero noderrotados, aquel monstruo de losvotos se explicaba

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votos se explicaba.Era evidente que, incluso e

las presentes circunstancias, aútenía que aprenderlo todo. Ignoraba

que hubiese leyes físicas y leyes

económicas, cantidades yreacciones que todos los votos de

la humanidad nemíne contradicenteno pueden impedir y que si se

desobedecen es a cambio de ladestrucción. Ignoraba que hubiese

leyes morales que no puededoblegarse por la fuerza o por lamoda del momento, so pena de quevuelvan a enderezarse co

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vuelvan a enderezarse covindicativa violencia. Frente a una

granada explosiva o al Día delJuicio Final» era evidente para

Redwood que aquel hombre habría

ido a refugiarse detrás de algúvoto cuidadosamente conseguido e

la Cámara de los Comunes.Lo que más le preocupaba e

aquellos momentos no era la potencia que defendía aquella

fortaleza allá lejos, hacia el sur, nila derrota, ni la muerte, sino elefecto de todas esas cosas sobre smayoría que constituía la realidad

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mayoría, que constituía la realidad principal de su vida. Tenía que

derrotar a los gigantes o resignarsea quedar políticamente deshecho.

o estaba en absoluto desesperado.

En aquella hora de su más tremendofracaso, con sangre y desastres e

las manos y la promesa segura deun desastre inminente todavía más

terrible, con los destinos del mundoalzándose imponentes por encima

de su cabeza, era aún capaz decreer que por simple efecto de svoz, por medio de explicaciones ydeclaraciones podría todavía

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declaraciones podría todavíareconstruir su poder. Estaba

 perplejo y afligido, sin duda alguna,muy cansado y dolorido, pero si ta

sólo pudiera sostenerse como hasta

ese momento, si pudiese continuar hablando.

A medida que Caterhahablaba, le parecía a Redwood que

avanzaba y retrocedía, que sedilataba y se contraía. La

 participación de Redwood en laconversación fue puramentesubsidiaria, como si fuera metiendocuñas en ella de vez en cuando:

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cuñas en ella, de vez en cuando:«Eso son tonterías...», «No...», «No

vale la pena ni de insinuarlo...»,«Entonces, ¿por qué empezó

usted...?»

Es posible que Caterham nisiquiera lo oyera. Alrededor de

estas interpolaciones, el discursode Caterham fluía como un rápido

torrente alrededor de una roca. Allíestaba, pues, aquel hombre

increíble, de pie sobre su alfombraoficial, hablando, hablando como sicualquier pausa de su charla, en susexplicaciones en la exposición de

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explicaciones, en la exposición desus puntos de vista y aspectos, e

sus consideraciones y expedientes,fuera a permitir que alguna

influencia antagonista entrara de u

salto en la realidad... en la realidadoral, la única que él podía

comprender. Allí estaba aquelhombre, en medio de los

esplendores levemente deslucidosde aquella estancia oficial, en la

que un hombre tras otro habíasucumbido a la creencia de quecierto poder de intervención era elcontrol creador de un imperio...

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control creador de un imperio...Cuanto más hablaba Caterham,

tanto más iba creciendo yafirmándose en Redwood una

sensación de futilidad. ¿Se daba

cuenta aquel hombre de quemientras estaba hablando, el mundo

entero cambiaba? ¿Se daba cuentade que la invencible marea, el

crecimiento, iba en aumento más ymás, y de que había otras horas que

las parlamentarias y otras armas emanos de los Vengadores deSangre? Por fuera, oscureciendo lahabitación casi por entero, una

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habitación casi por entero, unasimple hoja de parra gigante de

Virginia daba golpecitos en loscristales sin que nadie le prestara

atención.

Redwood sintió el deseo determinar aquel asombroso

monólogo para escapar hacia lacordura y el sano juicio, hacia

aquel campamento asediado, lafortaleza del futuro, donde, en el

mismo núcleo de la grandeza, losHijos se habían agrupado. Por estoaguantaba aquella charla. Tenía lacuriosa impresión de que, a menos

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cu osa p es ó de que, a e osque aquel monólogo terminara de

una vez, se encontraría arrastrado por él y que, por lo tanto, debía

luchar contra la voz de Caterha

del mismo modo que se luchacontra una droga. Los hechos se

habían alterado y seguíaalterándose bajo aquel encanto.

¿Qué estaba diciendo aquelhombre? Como Redwood tenía que

transmitirlo a los Niños delAlimento, notó que aquelloimportaba mucho. Tenía que atender a lo que decía el otro y mantener al

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q ymismo tiempo su sentido de la

realidad tan bien como pudiera.Caterham hablaba mucho de delitos

de sangre. Aquello era elocuencia.

o tenía la menor importancia.¿Qué venía después?

¡Sugería una convención!Sugería que los Niños del

Alimento sobrevivientescapitulasen y se marcharan a otra parte para formar una comunidad propia. Dijo que había precedentes.

 —Les podremos asignar uterritorio...

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 —¿Dónde? —preguntó

Redwood, dispuesto a discutir.Caterham se aprovechó de

aquella concesión. Volvió la cara

hacia Redwood y su voz descendióa un tono de razonable persuasión.

Aquello ya podría determinarsemás adelante. Era, según Caterham,

una cuestión totalmente subsidiaria.Y prosiguió estipulando: —Y exceptuando la vida de

ellos y el lugar donde se hallen,nosotros deberemos poseer elabsoluto control y el Alimento y

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y ytodos los Frutos del Alimento

deberán ser aniquilados...Redwood comenzó a regatear.

 —¿Y la princesa?

 —Es cuestión aparte. —No —replicó Redwood

luchando para volver a su terrenoinicial—. Sería absurdo.

 —Eso ya vendrá luego. Detodos modos, estamos de acuerdoen que la fabricación del Alimentodebe cesar...

 —Yo no estoy para nada deacuerdo con eso. Yo no he dicho

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nada...

 —¡Pero no puede ser que eun solo planeta haya dos razas de

hombres, una grande y otra

 pequeña! ¡Considere lo que ya haocurrido! ¡Considere que esto es

sólo una pequeña demostración delo que puede ocurrir si este

Alimento sigue haciendo de lassuyas! ¡Considere todo lo que ustedha hecho sufrir ya a este mundo! Sitiene que haber una raza de gigantesque vayan creciendo ymultiplicándose...

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p —No quiero discutir —dijo

Redwood—. Debo ir a ver anuestros hijos. Quiero ir a ver a mi

hijo. Por eso he venido a verle

usted. Dígame exactamente cuál essu oferta.

Caterham hizo un discursosobre sus condiciones.

A los Niños del Alimento seles adjudicaría un gran territorio, eorteamérica o en África, donde

 pudieran vivir sus vidas del modoque mejor les pareciese.

 —¡Esto es una sandez...! — 

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gritó Redwood—. Hay otros

gigantes en el extranjero. ¡En todaEuropa... por doquier!

 —Podría establecerse una

convención internacional. No seríaimposible. Ya se ha hablado de algo

semejante... Pero en este territoriode reserva, ellos podrían seguir s

vida a su manera. Podrían hacer loque quisieran, podrían fabricar loque les diese la gana. Nosotros nossentiríamos muy satisfechos siquisieran fabricar objetos. Puedeser muy dichosos allí. ¡Piénselo!

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 —A condición de que no haya

más descendencia. —Precisamente. Los hijos so

 para nosotros. Y así, señor,

salvaremos al mundo, losalvaremos por completo de los

frutos de su terrible descubrimiento.o es aún demasiado tarde. Sólo

que estamos dispuestos a suavizar la rapidez de ejecución con laclemencia. Ahora mismo estamosquemando y chamuscando los sitiosafectados por los obuses quedispararon ayer. Podemos

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neutralizar sus efectos. Esté usted

seguro de que podemosneutralizarlos. Pero sin crueldades,

sin injusticias...

 —¿Y si los Niños no aceptan?Por primera vez, Caterha

miró a Redwood cara a cara. —¡Deben aceptar!

 —Yo no creo que acepten. —¿Y por qué no? —preguntóCaterham con un estupendo tono deasombro.

 —Supongamos que no acepten.

 —Entonces, ¿qué recursod i l ? d

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queda sino la guerra? No podemos

 permitir que todo continúe así. ¡No podemos, señor! ¿Es que ustedes,

los hombres de ciencia, conocen de

imaginación? ¿Es que carecen de laclemencia? No podemos permitir 

que nuestro mundo sea pisoteado por un creciente hatajo de

monstruos como los que ha producido su Alimento. No podemos y no queremos. Y yo le pregunto a usted: ¿qué significaesto, sino la guerra? Y recuérdelo

 bien... Lo que acaba de ocurrir esú i l i i i E h

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únicamente el principio. Esto ha

sido sólo una escaramuza, usimple asunto policial. Créame

usted, un simple asunto policial. No

se deje engañar por la perspectiva, por la inmediata magnitud de estos

nuevos individuos. Detrás denosotros está la nación... está la

humanidad. Detrás de los millaresde seres que han muerto, haymillones. Si no hubiese sido por eltemor de tener que derramar mássangre todavía, señor, detrás de

nuestras primeras líneas se estaríaf d t lí d t

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formando otras líneas de ataque,

incluso ahora. Yo no sé si podremosacabar completamente con ese

Alimento, ¡pero lo que sí puedo

asegurarle es que podemos matar atodos sus hijos! Usted toma

demasiado en cuenta losacontecimientos de ayer, los

sucesos ocurridos en una veintenade años, en una sola batalla. Ustedno tiene idea del lento curso de lahistoria. Yo ofrezco este acuerdo para salvar unas cuantas vidas, no

 porque pueda alterar el finali it bl Si t d

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inevitable. Si usted cree que sus

dos docenas de gigantes puederesistir a todas las fuerzas aunadas

de nuestro pueblo y de todas las

naciones extranjeras que vendrán enuestra ayuda, si usted cree que

 puede cambiar a la Humanidad deun soplo, en una sola generación,

alterando la naturaleza y la estaturadel Hombre...Y haciendo un amplio gesto

con el brazo, añadió: —¡Vaya a verlos ahora, señor!

Véalos, agazapados alrededor deh id d t d l d ñ

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sus heridos, pagando todo el daño

que han hecho...Se interrumpió como si, por 

casualidad, hubiese visto al hijo de

Redwood.Hubo una larga pausa.

 —Vaya a verlos —dijo. —Eso es lo que quiero.

 —Entonces, vaya ahoramismo...Dio media vuelta y oprimió el

 botón del timbre. Afuera, erespuesta, se oyó el ruido de unas

 puertas que se abrían y de pasosapresurados

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apresurados.

La conversación habíaacabado. La exhibición había

tocado a su fin. Bruscamente

Caterham pareció contraerse,arrugarse hasta transformarse de

nuevo en un hombre de medianaedad, de mediana estatura, en el

rostro amarillento y un aspectocansino. Dio un paso hacia delante,como si saliera del marco de ucuadro, y asumiendo por completola amistosa cortesía que hay detrás

de todos los conflictos públicos denuestra raza tendió su mano a

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nuestra raza, tendió su mano a

Redwood.Como si fuera la cosa más

natural del mundo, Redwood le

estrechó la mano por segunda vez.

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CAPÍTULO CINCO - ELCAMPAMENTO DE LOS

GIGANTES

Poco tiempo después se

encontró Redwood en un tren queatravesaba el Támesis hacia el sur.

Tuvo una breve visión del río,reluciente bajo las luces, y de la

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humareda que aún se desprendía delsitio donde había caído un obús, ela orilla septentrional, y donde se

había organizado una vasta multitud

de hombres para quemar hasta losúltimos restos de Heracleoforbia.

La orilla meridional se hallaba aoscuras debido a algún ignorado

motivo y ni siquiera las callesestaban iluminadas, y todo loclaramente visible eran las siluetasde las altas torres de alarma y lososcuros bultos de casas y escuelas.

Al cabo de un minuto deobservación volvió la espalda a la

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observación, volvió la espalda a la

ventana y se sumió en sus pensamientos. No había ya nada

más que ver ni que hacer hasta que

hubiera visto a los Hijos...Se sentía fatigado por la

tensión nerviosa de los dos últimosdías; le parecía que sus emociones

debían de estar ya agotadas, pero sehabía fortificado con un café muyfuerte antes de ponerse en marcha ysus ideas fluían claras y diáfanas.Su mente se hallaba en contacto co

muchas cosas. Recapituló de nuevo,pero esta vez con la ilustració

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 pero esta vez con la ilustració

facilitada por los acontecimientosacaecidos, la manera cómo el

Alimento había entrado y se había

desplegado en el mundo. —Bensington creyó que podría

ser un excelente alimento para losniños —murmuró para sí con una

leve sonrisa. Luego volvieron a lamente, tan claras como si estuvieratodavía pendientes de resolución,las horribles dudas que loacometieron después que se hubo

comprometido a administrarlo a spropio hijo De allí con una

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 propio hijo. De allí, con una

expansión continua e implacable, ya pesar de todos los esfuerzos

humanos para ayudar y oponerse a

su diseminación, el Alimento sehabía esparcido por todo el mundo

habitado por el hombre. Y ahora,¿qué...?

 —Aunque los mataran a todossusurró—, el hecho ya estáconsumado.

El secreto de la fabricacióera conocido en muchas partes. Y

esto había sido obra suya. Lasplantas los animales y una multitud

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 plantas, los animales y una multitud

de desdichados niños en plenocrecimiento conspiraría

irresistiblemente para obligar al

mundo a volver de nuevo alAlimento, independientemente de lo

que pudiera ocurrir en la presentelucha.

 —El hecho está consumado — se repitió mientras las ideas se lefijaban sobre el destino de los

iños y particularmente de s propio hijo. ¿Los encontraría

agotados por los esfuerzos de labatalla, heridos, hambrientos, al

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 batalla, heridos, hambrientos, al

 borde de la derrota, o losencontraría aún recios y optimistas,

dispuestos para el conflicto aú

más formidable del día siguiente...?¡Su hijo estaba herido! ¡Pero le

había enviado un mensaje!Volvió a su mente la entrevista

con Caterham.Lo despertó de sensimismamiento la parada del treen la estación de Chislehurst.Reconoció el lugar por una enorme

atalaya contra las ratas que seerguía en la cúspide de Cande

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erguía en la cúspide de Cande

Hill y la hilera de grandes pinabetes que bordeaban la

carretera...

El secretario particular deCaterham fue desde el otro coche

 para decirle que a una media millade distancia la línea férrea había

sido averiada y que el resto delviaje tendría que hacerlo eautomóvil. Redwood se apeó en uandén iluminado únicamente por una linterna de mano y barrido por 

la fría brisa nocturna. La quietud deaquel abandonado suburbio

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q

invadido por el bosque y la malezatodos sus habitantes se había

refugiado en Londres al comienzo

de las hostilidades el día anterior , se hizo instantáneamente

impresionante. Su guía le ayudó a bajar los peldaños de la salida de

la estación, donde ya le esperaba uautomóvil con unos farosdeslumbradores, la única luz quehasta entonces había visto, lo confióal cuidado del chófer y se despidió

de él. —Ya sé que hará usted todo lo

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q

que pueda por nosotros —dijo,imitando los modales de su amo

mientras estrechaba la mano de

Redwood.Tan pronto como Redwood

consiguió envolverse en una manta,empezaron a rodar en medio de la

noche. Después de un momento deinmovilidad, el automóvil se lanzóvelozmente, pero con grasuavidad, por la pendiente de laestación. Dieron la vuelta a una

esquina y después a otra, siguierolos tortuosos caminos de un barrio

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residencial, y luego se extendió anteellos la carretera. El automóvil

zumbó al máximo de velocidad,

horadando la negra noche. Todoestaba muy oscuro bajo la luz

estelar y el mundo entero parecíahaberse agazapado misteriosamente

o desaparecido sin ningún ruido. Niun aliento de aire hacía moverse lascosas que pasaban volando a amboslados de la carretera. Las casas decampo, pálidas y abandonadas, a

ambos lados de su ruta, con susnegras ventanas sin luz, le parecía

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g , p

a Redwood una silenciosa procesión de calaveras. El chófer 

que iba a su lado, o era un hombre

silencioso de natural o permanecíasilencioso debido a las peculiares

condiciones de aquel viaje.Respondía a las breves preguntas

de Redwood con monosílabos y aregañadientes. Cruzando elfirmamento por el sur, los haces deluz de los reflectores se agitabaformando ondas silentes; parecía

los únicos extraños indicios de vidaen aquel mundo abandonado que

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q q

iban dejando atrás en su velozcarrera.

La carretera se hallaba

 bordeada a ambos lados por unasgigantescas ramas de endrino que

contribuían mucho a oscurecerla, y por una hierba muy alta y enormes

collejas, inmensas ortigas muertasgrandes como árboles cuyassiluetas pasaban como relámpagos por encima de sus cabezas. Despuésde Keston llegaron a una empinada

cuesta y el chófer aminoró lamarcha. Al llegar a la cima, se

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detuvo. —Es allí —dijo señalando

con un largo dedo enguantado u

enorme bulto negro y contrahechoque se alzaba ante los ojos de

Redwood.A lo lejos, parecía que el gra

talud, encrestado por el resplandor de donde salían los reflectores, sealzaba destacándose contra el cielo.Aquellos haces de luz iban y venía por entre las nubes y el ondulado

 paisaje a su alrededor, como sitrazaran misteriosos

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encantamientos. —No sé —dijo por fin el

chófer. Resultaba evidente que tenía

miedo de seguir adelante.En aquel momento un reflector 

descendió del cielo para posarse eellos, vigilándolos como una

mirada escrutadora, más bieconfundida que mitigada por el tallode un monstruoso hierbajo que seinterpuso. Los dos se sentaron, colas manos enguantadas delante de

los ojos, intentando mirar por entrelos dedos para enfrentarse con la

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cegadora luz. —Siga adelante —dijo

Redwood al cabo de un instante.

El chófer tenía todavía susdudas, que intentó expresar, si

conseguirlo del todo, y que fueroatenuándose hasta repetir:

 —No sé.Por fin se aventuró a seguir. —Vamos, pues —dijo

 poniendo el motor de nuevo emarcha, seguido atentamente por 

aquel gran ojo blanco.A Redwood le pareció durante

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un buen rato que ya no se hallabaen la tierra, sino que corrían a

través de una nube luminosa. Tuf,

tuf, tuf tuf, hacía el motor, y una yotra vez —obedeciendo a no sé qué

impulso nervioso— el chófer hacíasonar la bocina.

Pasaron por la oscuridad de ucamino bordeado de altas vallas, yde allí a una hondonada. Luego pasaron por delante de vanas casas para volver a salir frente a aquel

cegador haz del reflector. Después,durante un rato, la carretera

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apareció completamente despejadaen medio de una llanura, y a ellos

les pareció que se hallaba

suspendidos, zumbando en lainmensidad. Una vez más las

gigantescas hierbas se alzaban a salrededor, desapareciendo

fugazmente en un remolino. De pronto, bruscamente y cerca deellos, se alzó, impresionante, lafigura de un gigante, brillantementeiluminada por abajo, o sea, por 

donde lo iluminaba el reflector, ynegra, recortada contra el cielo, por 

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arriba. —¡Eh, amigos! —gritó—.

¡Alto! Se acabó la carretera... ¿Es

usted Padre Redwood?Redwood se puso de pie y

 profirió un grito a modo derespuesta, y en seguida apareció

Cossar en la carretera, a su lado,estrechándole las manos yayudándolo a apearse delautomóvil.

 —¿Cómo está mi hijo? — 

 preguntó Redwood. —Está muy bien —dijo

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Cossar—. A él no le hicieron nadade cuidado.

 —¿Y sus hijos?

 —Bien. Todos ellos. Perohemos tenido que luchar para

conseguirlo.El gigante estaba diciendoalgo al chófer. Redwood se echó aun lado mientras el automóvil dabala vuelta, y entonces, súbitamente,Cossar desapareció, tododesapareció, y Redwood se

encontró en la más absolutaoscuridad durante el espacio de u

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momento. El reflector iba siguiendoel automóvil en su viaje de regreso

hasta la cumbre de Keston.

Redwood se quedó mirando cómose iba alejando el minúsculo

vehículo dentro de aquel pálidohalo. Ofrecía un efecto muy curioso,como si lo que se moviera no fueseel automóvil, sino el halo. Un grupode aguerridos gigantes apareciósúbitamente, haciendo grandesaspavientos, y fuero

inmediatamente tragados por lanoche... Redwood se volvió hacia

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la silueta de Cossar y le cogió lamano.

 —Me han encerrado y me ha

tenido ignorante de todo —dijo— durante dos días completos.

 —Les disparamos el Alimentodijo Cossar—. ¡Era obvio! Leshemos hecho unos treinta disparos.

 —Vengo de ver a Caterham. —Lo sé. —Y echándose a reír,

con cierta nota de amargura, añadió: Supongo que querrá llegar a u

arreglo. —¿Dónde está mi hijo? — 

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 preguntó Redwood. —Está bien. Los gigantes

esperan el mensaje que nos trae.

 —Sí, pero mi hijo...Pasó con Cossar por un largo

túnel inclinado, que se iluminó derojo durante un momento paravolver a caer en la oscuridad y salir finalmente en el gran pozo de minaque los gigantes habían construidocomo refugio.

La primera impresión que tuvo

Redwood fue la de un enormeestadio limitado por altísimos

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riscos, y con el suelo lleno deestorbos. Estaba a oscuras, a no ser 

 por los pasajeros reflejos del

reflector del centinela que rodabaconstantemente en lo alto y por u

rojizo resplandor que aumentaba ydisminuía a ratos procedente de urincón distante donde dos gigantestrabajaban juntos, haciendo un graestruendo metálico. Destacándosecontra el cielo, pudo distinguir lasfamiliares siluetas de los viejos

cobertizos y campos de juego quehabían sido construidos para los

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chicos de Cossar. Estaban comosuspendidos al borde de u

 precipicio y extrañamente torcidos

y deformados con los cañones del bombardeo de Caterham. Había

indicaciones de enormesemplazamientos de artillería por encima, y en su proximidad se veíaunos montones de cilindros quequizá fueran municiones. Por todoel ancho espacio inferior estabaesparcidas las formas de grandes

máquinas e incomprensibles bultos,mezclados en vago desorden. Los

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gigantes aparecían y desaparecíaentre aquellas masas, y, bajo la luz

incierta, formaban grandes bultos,

de ningún modo desproporcionadosa las cosas entre las que se movían.

Algunos se hallaban activamenteatareados; otros, sentados oyacentes, como si intentaraconciliar el sueño, y uno que teníatodo el cuerpo vendado, yacía euna camilla de ramas de pino yestaba ciertamente dormido.

Redwood observó aquellas formas borrosas; sus ojos se dirigieron de

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una movediza silueta a otra. —¿Dónde está mi hijo,

Cossar?

Entonces lo vio.El joven Redwood estaba

sentado a la sombra de una gra pared de acero. Parecía una formanegra, reconocible sólo por s postura... sus facciones erainvisibles. Estaba sentado con la

 barbilla apoyada en la mano, comosi estuviese muy cansado o sumido

en sus pensamientos. A su lado,Redwood descubrió la figura de la

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 princesa, mera insinuación oscurade su presencia, y luego, al volver a

incrementarse el resplandor 

distante, percibió durante umomento, iluminada de rojo, la

infinita bondad de su sombreadorostro. Estaba contemplando a samante con la mano descansandocontra el acero. Parecía estarlediciendo algo.

Redwood hubiera querido ir hacia ellos.

 —En seguida —dijo Cossar . Primero de todo su mensaje.

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 —Sí—dijo Redwood—, pero...

Se interrumpió. Su hijo había

levantado la vista y estaba hablandocon la princesa, pero en tono

demasiado bajo para que pudieraoírlo. El joven Redwood levantó lacabeza y ella se inclinó edirección a él y miró hacia un ladoantes de hablar.

 —Pero si nos derrotan... — oyeron que murmuraba la susurrante

voz del hijo de Redwood.Ella se interrumpió, y el rojo

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resplandor puso de relieve sus ojos, brillantes de lágrimas aún no

derramadas. Se inclinó aún más

cerca de él y volvió a hablarle eun tono todavía más bajo. Había

algo tan íntimo y tan privado en eltalante de los dos, que Redwood,que durante dos días no habíaestado pensando en otra cosa sinoen su hijo, se sintió allí un intruso.

Bruscamente se sintió refrenado.Acaso por primera vez en su vida

advirtió lo mucho que un hijosignifica para su padre, mucho más

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de lo que un padre puede nuncasignificar para su hijo, y se dio

 perfecta cuenta de la completa

 predominancia del futuro sobre el pasado. Aquí, él, entre aquellos dos

seres, no tenía nada que hacer. S papel estaba ya representado. Sevolvió hacia Cossar al instante decomprenderlo. Sus miradas secruzaron. El tono de la voz se le

transformó. —Voy a dar cuenta del

mensaje ahora mismo —dijo—. Yatendremos tiempo de sobra luego...

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El pozo era tan enorme yestaba tan lleno de objetos, que

hubieron de franquear un largo y

tortuoso camino antes de poder llegar al sitio desde donde

Redwood les pudiera dirigir la palabra a todos.Junto a Cossar, siguió u

sendero abruptamente descendenteque pasaba por debajo de un arco

de maquinaria interconectada, y deallí pasó a una amplia y profunda

 pasarela que atravesaba el fondodel pozo. Esta pasarela, amplia y

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vacía, pero, no obstante,relativamente estrecha, conspiraba

con todo lo que había a s

alrededor para acentuar lasensación de propia pequeñez que

se había apoderado de Redwood.Se transformó, como si fuera unacañada excavada. En lo alto, por encima de sus cabezas, separadosde ellos por abismos de oscuridad,

los reflectores giraban y brillaban,y las relucientes formas iban de u

lado para otro. Fuertes voces sellamaban unas a otras allá arriba

d l i

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convocando a los gigantes areunirse en un Consejo de Guerra

 para oír los términos que Caterha

les había enviado. La pasarela seinclinaba aún más al fondo, hacia la

negra inmensidad, hacia lassombras y el misterio y las cosasinconcebibles, hacia las queRedwood se dirigía despacio, co paso cauteloso, mientras Cossar iba

avanzando con seguras zancadas...Los pensamientos de Redwood

se multiplicaban.Los dos hombres penetraron e

l á l id d C

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la más completa oscuridad y Cossar cogió a su compañero por la

muñeca. Ahora tenían que ir 

forzosamente despacio.Redwood se sintió impulsado

a hablar. —Todo esto es muy extraño — dijo.

 —Grande —dijo Cossar. —Extraño. Y más extraño aú

que sea extraño para mí... para mí,que soy, en cierto modo, el orige

de todo. Esto es... Se interrumpió elucha con su evasivo significado, e

hi h i l i

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hizo un gesto hacia el risco quenadie vio.

 —Nunca había pensado e

esto antes. He estado muy ocupadoy los años han ido transcurriendo.

Pero aquí veo... Es una nuevageneración, Cossar, con nuevasemociones y nuevas necesidades.Todo esto, Cossar...

Cossar vio ahora su indistinto

gesto hacia los objetos que había asu alrededor.

 —Todo esto es Juventud...Cossar no respondió y siguió

d l t i l N

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adelante con paso irregular. —Noes nuestra juventud, Cossar. Está

tomando posesión de una serie de

cosas. Empiezan con sus propiasemociones, con su propia

experiencia; empiezan a smanera... Hemos hecho un mundonuevo y no es nuestro. Ni siquieraes simpático. Este lugar tagrande...

 —Ha sido planeado por mí — dijo Cossar frunciendo el ceño. — 

Pero, ¿y ahora? —¡Ah! Se lo he regalado a mis

hij R d d i tió l t d

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hijos. Redwood sintió el gesto deun brazo que no pudo ver. —Quiero

decir que hemos terminado...

 —¡Su mensaje! —Sí. Y luego...

 —Habremos terminado. —¿Entonces...? —Claro que nosotros estamos

excluidos de este asunto, somos dosviejos —dijo Cossar con la

familiar nota de repentina cólera ela voz—. Claro que estamos fuera

de todo eso. Evidentemente. Cadahombre a su época. Y ahora es la

é d ll l i Y

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época de ellos, la que empieza. Yestá muy bien. Trabajo de

excavador. Hacemos nuestro

trabajo y nos vamos. ¿Comprendeusted? Para eso existe la Muerte.

osotros agotamos la capacidad denuestros pequeños cerebros y denuestras pequeñas emociones, yluego llega el relevo y todoempieza de nuevo. ¡Empezar y

vuelta a empezar! Sencillísimo.¿Qué hay de mal en ello?

Se calló para guiar a Redwood por unos peldaños.

Sí dijo Red ood pero

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 —Sí —dijo Redwood—, perose siente uno...

Y dejó la frase incompleta.

 —Para esto existe la Muerteoyó Redwood que seguía

insistiendo Cossar, un poco másabajo—. ¿Cómo podría hacerse sino fuera así? Para esto existe laMuerte.

III

Después de vueltas y más

vueltas y de subir un buen rato,llegaron a una especie de reborde

desde el que se podía dominar el

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desde el que se podía dominar el pozo de los gigantes y desde donde

Redwood podía hacerse oír por 

toda la asamblea. Los gigantes ya sehabían agrupado en la parte

inferior, y a su alrededor, para oír el mensaje que les iba a exponer. Elmayor de los hijos de Cossar estabaarriba, en el borde del talud,vigilando las revelaciones de los

reflectores, porque todos temíauna quiebra del armisticio. Los que

trabajaban en aquel gran aparatoque había en un rincón se

destacaban claramente sobre el

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destacaban claramente sobre eltrasfondo de luz. Iban casi desnudos

y se volvieron hacia Redwood,

 pero vigilando continuamente lafundición, que no podían abandonar 

ni un momento. Redwood vioaquellas figuras cercanas con unafluctuante incertidumbre, por mediode luces imprecisas que aparecían ydesaparecían, y las figuras más

remotas eran aún más borrosas.Salían de las profundidades de

grandes tinieblas, donde volvían asumirse en seguida. Porque

aquellos gigantes no tenían más luz

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aquellos gigantes no tenían más luzque la estrictamente necesaria en el

 pozo a fin de que sus ojos

estuvieran preparados paradistinguir eficazmente cualquier 

fuerza atacante que pudiera lanzarsesobre ellos desde la oscuridadcircundante.

De vez en cuando, algúdestello realzaba por casualidad a

tal o cual grupo de altas y poderosas formas, los gigantes de

Sunderland, vestidos con placasmetálicas superpuestas, y los

demás vestidos de cuero de soga

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demás, vestidos de cuero, de sogatejida o de metal tejido, segú

estuviese determinado por sus

respectivas condiciones. Estabasentados en medio de máquinas y

armamentos tan imponentes comoellos mismos, o descansaban lasmanos en aquellos aparatos, y susmiradas, al pasar de lo visible a loinvisible y viceversa, eran firmes y

decididas.Hizo un esfuerzo para empezar 

a hablar y no pudo. Por un instante,el rostro de su hijo resplandeció

reflejando la cálida erupción del

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reflejando la cálida erupción delfuego. Vio que su hijo lo estaba

contemplando, con ternura, pero

también con vigorosa expresión, yencontró la voz perdida, una voz

que llegara a todos, pero dirigida,como a través de un abismo, a shijo.

 —Vengo de ver a Caterham — dijo—. Me ha enviado para que os

exponga las ofertas que os hace.Hizo una pausa.

 —Son unas condicionesimposibles, lo sé, y más ahora que

os veo a todos aquí reunidos; sodi i i ibl h

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os veo a todos aquí reunidos; socondiciones imposibles, pero he

venido a transmitíroslas porque

quería veros a todos, yespecialmente a mi hijo. Quería ver 

a mi hijo una vez más... —Explique las condiciones — lo interrumpió Cossar.

 —He aquí lo que ofreceCaterham. ¡Quiere que os marchéis

de su mundo! —¿Adonde?

 —No lo sabe. De un modovago dice que os destinará una gra

región apartada Y que vosotros nod béi f b i á Ali i

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región apartada... Y que vosotros nodebéis fabricar más Alimento ni

tener hijos; que debéis vivir a

vuestro modo hasta el término devuestras vidas para que todo quede

acabado.Se detuvo. —¿Y eso es todo? —Eso es todo.Hubo un gran silencio. Las

tinieblas que envolvían a losgigantes parecían mirarlo a él

 pensativamente.Sintió que alguien le tocaba el

codo y al volverse vio que Cossarl f í ill t ñ

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codo, y al volverse vio que Cossar le ofrecía una silla: un extraño

fragmento de casa de muñecas e

medio de aquellas apiladasinmensidades. Se sentó y cruzó las

 piernas; luego puso una piernaencima de la otra tocándosenerviosamente un zapato, y se sintió pequeño y sofocado, muy visible yabsurdamente situado.

Al sonido de una voz volvió aolvidarse de sí mismo.

 —Ya habéis oído, Hermanosdijo aquella voz, que parecía

salir de las tinieblasY t t tó

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salir de las tinieblas.Y otra voz contestó:

 —Ya lo hemos oído.

 —¿Cuál es la respuesta,Hermanos?

 —¿A Caterham? —Sí, desde luego... —Pues, ¡que No! —¿Y después?Se hizo un silencio que duró

unos segundos.Luego una voz dijo:

 —Esas gentes tienen razón.Según su mentalidad, claro está.

Tienen razón al querer destruir todol í ll

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Tienen razón al querer destruir todolo que crecía mayor que ellos...

fuese animal, planta o cualquier 

otra cosa mayor de lo normal.Tuvieron razón al intentar matarnos.

Tienen razón ahora al decir que nodebemos procrear con nuestrassemejantes. Según su mentalidadtienen toda la razón. Saben, y ya vasiendo hora de que lo sepamos

también nosotros, que no puedeestar juntos en el mismo mundo los

gigantes y los pigmeos. Caterham loha dicho y lo ha repetido

muchísimas veces, muyclaramente Tiene que triunfar s

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muchísimas veces, muyclaramente... Tiene que triunfar s

mundo o el nuestro.

 —Pero no somos ni cincuentadijo otro—, y ellos so

incontables millones. —De acuerdo. Pero la cosa escomo he dicho.

Se hizo otro largo silencio. —Entonces, ¿tenemos que

morir? —¡Dios no lo permita!

 —¿Y ellos? —Tampoco.

 —¡Pero esto es lo que diceCaterham! Él quisiera que nosotros

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¡ qCaterham! Él quisiera que nosotros

viviéramos nuestras vidas hasta s

término normal, que muriéramos deuno en uno, hasta que sólo quedara

el último, y al fin éste tambiémoriría, y ellos abatirían las plantasy hierbas gigantes, matarían la vidaoculta, quemarían hasta los últimosindicios del Alimento... y

terminarían con el Alimento y conosotros... Entonces su diminuto

mundo de pigmeos se sentiríaseguro. Seguirían siendo como

siempre... sintiéndose seguros,viviendo sus vidas de pigmeos

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p g ,viviendo sus vidas de pigmeos,

haciéndose mutuamente

amabilidades y crueldades de pigmeo. Incluso podrían, tal vez,

alcanzar una especie de milenio pigmeo, acabar con las guerras,terminar con la superpoblación,establecerse en una ciudad deextensión mundial para desarrollar 

el arte pigmeo, adorarse unos aotros hasta que el mundo empiece a

congelarse.En un rincón, una plancha de

hierro cayó al suelo haciendo uruido infernal

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yruido infernal.

 —Hermanos, todos sabemos

cuáles son nuestras intenciones.En uno de los centelleos de la

luz de los reflectores, Redwood violos graves rostros juveniles de losgigantes volverse hacia su hijo.

 —Es muy fácil ahora hacer elAlimento. Sería fácil para nosotros

fabricarlo para todo el mundo. —Tú quieres decir, Hermano

Redwood —dijo una voz que salíade la oscuridad—, que son las

gentes pequeñas quienes debecomer el Alimento

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g p q qcomer el Alimento.

 —¿Qué otra solución cabe?

 —Nosotros no somos nicincuenta y ellos muchos millones. —Pero nosotros nos

mantenemos en nuestros puestos. —Hasta ahora. —Si es la voluntad de Dios,

seguiremos manteniéndonos...

 —Sí... ¡Pero piensa en losmuertos!

Otra voz intervino, en elmismo tono:

 —¡Los muertos! Piensa en losque van a nacer

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¡que van a nacer...

 —Hermanos —dijo el jove

Redwood—, ¿qué otra cosa podemos hacer sino luchar contraellos, y si los derrotamos, hacerlestomar el Alimento? Ahora no podrían tomar el Alimento aunquequisieran. ¡Vamos a suponer quenos decidiéramos a renunciar a

nuestra herencia y a hacer esasandez que Caterham propone!

¡Vamos a suponer que pudiéramoshacerlo...! Vamos a suponer que

renunciáramos a eso que seremueve en nuestro interior que

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remueve en nuestro interior, que

repudiáramos eso que nuestros

 padres hicieron por nosotros, quetu, Padre, hiciste por todosnosotros, y que cuando nuestra horahubiese llegado, nos disipáramos ela senilidad y en la nada. ¿Qué pasaría entonces? ¿Seguiría siendoeste diminuto mundo suyo igual que

lo que era antes? Ellos podríaluchar contra la grandeza que hay e

nosotros, que somos hijos de loshombres, pero, ¿podrán ellos

conquistarla? Aun en el caso quenos destruyeran uno a uno ¿qué?

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nos destruyeran uno a uno, ¿qué?

¿Les salvaría eso? ¡No! ¡Porque la

grandeza está en marcha, no sólo enosotros, no sólo en el Alimento,sino en el propósito de todas lascosas! Está en la naturaleza detodas las cosas, forma parte delespacio y del tiempo. Crecer cadadía más, desde lo primero a lo

último que existe... Esa es la ley delSer. ¿Qué otra ley puede haber?

 —¿Para ayudar a los demás? —Para crecer. Se trata aún de

crecer. A menos que los ayudemos afracasar...

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fracasar...

 —Lucharán con toda el alma

 para derrotarnos —dijo una voz.Y otra: —Sí, ¿y qué? —Lucharán —repuso el hijo

de Redwood—. Si rechazamos suscondiciones no cabe la menor dudade que querrán luchar. En realidad,

espero que sean francos y luchen.Si, después de todo, nos ofreciera

la paz, sería para cogernosdesprevenidos. No os quepa la

menor duda, Hermanos; de un modoo de otro querrán luchar. La guerra

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o de otro querrán luchar. La guerra

ha comenzado y hemos de luchar 

hasta el fin. A menos de obrar cocordura, podemos encontrarnos coque habremos vivido sólo parafabricar mejores armas que las queemplearán luego contra nuestroshijos y nuestros semejantes. Esto hasido, hasta ahora, sólo el primer 

albor de la batalla. Todas nuestrasvidas serán una batalla continua.

Algunos de nosotros moriremos ela lucha, otros seremos objeto de

asechanza. No hay victoria fácil, nohay victoria para nosotros que no

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y p q

sea más que media derrota. Estad

seguros de eso. ¿Y qué? Sólo coque podamos mantener una posicióestablecida, sólo con que podamosdejar detrás de nosotros unacreciente hueste para continuar lalucha cuando nosotros ya hayamos perecido, ya habremos conseguido

mucho... —¿Y mañana?

 —Diseminaremos el Alimento,saturaremos el mundo con el

Alimento. —¿Y si ellos se avinieran a

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¿

nuestras condiciones?

 —Nuestras condicionesconsisten en el Alimento. No setrata ya de que pequeños y grandes puedan vivir juntos en una gra perfección de compromiso. Es lo

uno o lo otro. ¿Qué derecho tienelos padres a decir: «Mi hijo no

tendrá otra luz que la que yo hetenido, ni crecerá a mayor 

grandiosidad que la que yo healcanzado»? ¿Expreso vuestra

opinión, Hermanos?Le respondieron murmullos de

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p

asentimiento.

 —Y a las niñas que quiereser mujeres igual que a los niñosque quieren ser hombres —gritóotra voz desde la oscuridad.

 —Estas aún más: ser madres

de una nueva raza.. —Pero durante la próxima

generación todavía habrá grandes y pequeños —dijo Redwood con la

mirada puesta en el semblante de shijo.

 —Y durante muchasgeneraciones más. Y los pequeños

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g p q

 pondrán obstáculos a los grandes y

los grandes presionarán a los pequeños. Así tiene que ser, Padre. —Se producirán conflictos. —Conflictos interminables,

malentendidos interminables.

Toda la vida es así. Losgrandes y los pequeños nunca

 pueden entenderse. Pero en cadahijo nacido de hombres, Padre

Redwood, está al acecho unasimiente de grandeza..., esperando

la llegada del Alimento. —Entonces voy a ver a

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y

Caterham para decirle...

 —Te quedarás con nosotros,Padre Redwood. Nuestra respuestase la mandaremos a Caterham aldespuntar el alba.

 —El dice que luchará...

 —Así sea —dijo el joveRedwood. Y sus hermanos

murmuraron su asentimiento. —¡El hierro está a punto! — 

exclamó una voz.Los dos gigantes que estaba

trabajando en un rincón empezaroa producir un rítmico martilleo que

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dio una potente música a la escena.

El metal relucía con mucho más brillo que antes, ofreciendo aRedwood una visión más clara delcampamento de la que hastaentonces había tenido. Vio aquel

espacio rectangular en toda sextensión, con las grandes máquinas

de guerra, dispuestas y a punto defuncionar. Más allá, a un nivel

superior, se alzaba la casa de losCossar. A su alrededor estaban los

óvenes gigantes, enormes yhermosos, relucientes en sus cotas

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de malla, ultimando los

 preparativos para el día siguiente.A la vista de ellos cobró ánimos.¡Eran tan fácilmente poderosos!¡Eran tan altos y tan valientes, taseguros en sus movimientos! Su hijo

estaba entre ellos, y la primera detodas las mujeres gigantes, la

 princesa...Le atravesó la mente el más

extraño contraste, el recuerdo deBensington, tan pequeño e

inteligente... Bensington, con lamano metida en el blando plumó

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de aquella primera gallina gigante,

en aquella habitación amuebladaconvencionalmente, donde vivía,mirando dubitativamente por encima de las gafas, mientras s prima Jane salía dando un portazo...

Todo había ocurrido en un ayer de hacía veintiún años.

De pronto, una extraña duda seapoderó de él. Tuvo la impresió

de que aquel lugar, con toda sgrandiosidad, tenía la textura de u

sueño. Estaba soñando y en uinstante se despertaría para volver 

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a encontrarse en su estudio, con los

gigantes asesinados, el Alimentosuprimido y él hecho prisionero,encerrado en su propia casa. ¿Quéotra cosa era sino la vida...? ¡Estar siempre prisionero y encerrado!

Aquello era la culminación de sensueño. Se despertaría en medio

de un mar de sangre, en plena batalla, para encontrarse con que s

Alimento era la más necia de lasfantasías, y que sus esperanzas y s

fe en un mundo futuro mayor no eramás que una especie de película

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coloreada proyectada sobre una

charca insondable y corrupta. ¡La pequeñez era invencible...! Tafuerte y profundo fue su desaliento,su insinuación de desilusióinminente, que se puso de pie de u

salto. Se restregó los ojos con los puños cerrados y permaneció u

momento así, temiendo que alvolver a abrirlos el ensueño ya se

hubiese disipado...Las voces de los muchachos

gigantes resonaban como música defondo en medio de aquella

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estruendosa melodía de los

herreros. La marea de la duda fue bajando. Oyó las voces de losgigantes, oyó sus movimientosalrededor de él. ¡Aquello era real,absolutamente real, tan real como

los actos impulsados por eldespecho! Más real aún, porque

aquellas grandes cosas probablemente son las cosas del

 porvenir, mientras que la pequeñez,la bestialidad y la invalidez de los

hombres son las cosas que acaban.Abrió los ojos.

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 —¡Ya está! —exclamó uno de

los dos herreros, y ambos tiraron alsuelo sus martillos.Una voz resonó desde arriba.

El hijo de Cossar, de pie sobre elterraplén, se había vuelto hacia

ellos y les estaba hablando. —No se trata de que queramos

expulsar a la gente pequeña delmundo —dijo—, a fin de que

nosotros, que no estamos más que aun grado por encima de s

 pequeñez, podamos dominar elmundo para siempre. Estamos

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luchando para conseguir este grado

superior, pero no por nosotrosmismos... Estamos aquí, Hermanos,¿y con qué finalidad? Para servir elespíritu y el propósito que han sidoinfundidos en nuestras vidas. No

luchamos por nosotros mismos, porque no somos sino las manos y

los ojos momentáneos de la Vidadel Mundo. Esto es lo que tú, Padre

Redwood, nos enseñaste. Por medio de nosotros y por medio de

la gente pequeña, el Espíritobserva y aprende. Desde nosotros

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deben pasar, por la palabra, el

nacimiento y la acción a otras vidasaún mayores. Esta tierra no esningún lugar de reposo, no esningún campo de juego; de no ser así, tanto valdría ofrecer nuestras

gargantas al cuchillo de la gente pequeña, ya que no tendríamos más

derecho a la vida que ellos. Y ellos, por su parte, podrían entregarse a

las hormigas y a las cucarachas. Noluchamos por nosotros mismos, sino

 por el crecimiento... por elcrecimiento que prosigue y

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 proseguirá eternamente. Mañana,

tanto si nos toca vivir como si nostoca morir, el crecimiento loconquistará todo. Esta es la ley delespíritu para siempre jamás.¡Crecer de acuerdo con la voluntad

de Dios! ¡Crecer y desarrollarsefuera de estas grietas y hendiduras,

fuera de estas sombras y tinieblas,en la grandeza y la luz! ¡Más

grande, hermanos míos! Ydespués... aún más grande. Crecer,

y luego... crecer más. Crecer, en fin,hasta alcanzar la camaradería y la

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comprensión de Dios. Crecer hasta

que la tierra no sea más que uescalón, hasta que el espíritu hayareducido el miedo a la nada y sehaya esparcido...

Y señalando el cielo con u

amplio ademán, añadió: —¡Allá!

Cesó su voz. El blancoresplandor de uno de los reflectores

giró en redondo y por un momentolo iluminó, erguido y gigantesco,

con la mano alzada en dirección alfirmamento.

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Durante unos instantes fue

resplandeciente, la mirada haciaarriba, hacia la inmensidad delespacio, revestido de cota de malla,oven y fuerte, resuelto e intrépido.

Después la luz pasó y él

 permaneció como una gran siluetanegra recortada contra el cielo

estrellado, una gran silueta negraque amenazaba con gesto imponente

el cielo y toda su multitud deestrellas.

notes

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Notas a pie de página1   Birthday honours: Títulos

nobiliarios anuales con motivo delcumpleaños del rey inglés. (N. delT.)

2  Frase pronunciada por Hug

Latimer, obispo protestante deWovester, y dirigida a Ridley,

obispo protestante de Londres, almorir en la hoguera por orden de

María I de Inglaterra, en 1555. (N.del T.)

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3  Siglas que significan:

«Miembro de la Royal Society»,«Doctor en Medicina», «Miembrodel Real Colegio de Médicos»,«Doctor en Ciencias», «Juez dePaz», «Subteniente». (N. del T.)

4 Personaje de una comedia deFarquhar (1678-1707),

representación de la providenciadel pueblo. (N. del T.)

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Table of Contents

EL ALIMENTO DE LOS DIOSESH. G. WellsEl alimento de los dioses

INTRODUCCIÓNLIBRO PRIMERO - LA

ALBORADA DEL ALIMENTOCAPÍTULO UNO - EL

DESCUBRIMIENTO DELALIMENTO

CAPÍTULO DOS - LAGRANJA EXPERIMENTAL

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CAPÍTULO TRES - LAS

RATAS GIGANTESCAPÍTULO CUATRO - LOS NIÑOS GIGANTESCAPÍTULO CINCO - LAMUNIFICENCIA DEL

SEÑOR BENSINGTONLIBRO SEGUNDO - EL

ALIMENTO LLEGA ALPUEBLO

CAPÍTULO UNO - ELADVENIMIENTO DEL

ALIMENTOCAPÍTULO DOS - EL

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CHIQUILLO GIGANTE

LIBRO TERCERO - LOS FRUTOSDEL ALIMENTOCAPÍTULO UNO - ELMUNDO DISTORSIONADOCAPÍTULO DOS - LOS

AMANTES GIGANTESCAPÍTULO TRES - EL

JOVEN CADDLES ENLONDRES

CAPÍTULO CUATRO - LOSDOS DÍAS DE REDWOOD

CAPÍTULO CINCO - ELCAMPAMENTO DE LOS

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GIGANTES

otas a pie de página

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